Dos anémonas azules - Bizkaiko Foru Aldundia

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Dos anémonas azules
Esther Zorrozua
© Esther Zorrozua
© Edición: Diputación Foral de Bizkaia. Departamento de Cultura
Organiza: Biblioteca Foral de Bizkaia
Diseño interior y portada: Mikel Apodaka
Coordinación: Alex Oviedo y Montsi Petralanda
Primera edición: Octubre 2013
Impresión: Gestingraf
Depósito Legal: BI-1364-2013
Llevaba un buen rato merodeando por la zona sin decidirse. Era
un sábado de octubre. Hacía un calor inusual para la época del año.
Habían caído cuatro gotas gordas que dejaron el aire de un color
sucio, con vaharadas intermitentes de fondo de cueva en la que
los hongos aprovechan el silencio y la oscuridad para medrar a su
gusto. La tarde se fugaba de puntillas en una carrera sigilosa, antes
de que los habitantes de la ciudad lo notaran.
De vez en cuando hacía tintinear las llaves en el bolsillo como
quien rasguea las cuerdas de una guitarra que ha perdido el don de
los acordes. El contacto frío del metal no acababa de convencerle.
En realidad, no quería volver a aquella casa en la que no había sido
feliz. Pero tenía que ir. Su madre había fallecido una semana antes
en el hospital. El desenlace se había producido de manera rápida
y urgente, con las prisas que suponen una llamada atropellada al
112, la llegada de la ambulancia, los camilleros que manipulan el
cuerpo con pericia, la búsqueda nerviosa de la documentación más
inmediata y cerrar la puerta sin mirar atrás para seguir al furgón
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que se abre paso entre el tráfico de hora punta a golpe de sirena.
Después, la entrevista con la asistente social, el certificado de
defunción, la funeraria, el funeral, el estupor y la nada. Todo
ello a un ritmo vertiginoso, como el descenso por un tobogán
altísimo de pendiente muy pronunciada. Sin tiempo para pensar ni para tomar aire.
Pero ahora, una semana después, resultaba inevitable volver
para una limpieza de emergencia. Retirar las sábanas de aquella
cama que recibió los últimos estertores de su madre, vaciar el
frigorífico y todos los restos de comida que pudiesen quedar
en los armarios, la fruta en el frutero. Terminar con todo signo
de vida ahora que la inquilina se había ausentado. Irene suspiró
hondo, apretó las llaves dentro del bolsillo hasta hacerse daño
en la mano y encaró lo inevitable.
Llegó frente al portal, introdujo la llave, la hizo girar y empujó la enorme puerta de hierro, tan pesada como la de un castillo
medieval, con un muelle tan tenaz como una máquina de tortura. La asociación no era gratuita. Recordaba haberse pillado
el dedo meñique cuando tenía siete años por no haber retirado
la mano a tiempo. Un dolor insoportable, frío y calor intensos y
simultáneos, sensación de mareo, necesidad perentoria de gri4
tar e impotencia. Alguien, no sabía quién, se le había nublado
la vista, abrió la puerta y liberó su dedo. La primera falange colgaba sin voluntad como el lagrimón blando de una vela. Hubo
que entablillar el dedo, la uña se volvió morada, luego negra y
terminó por caerse. Fue un proceso largo y doloroso en que el
más mínimo roce suponía un tormento. Todos los niños sufren terrores nocturnos. Durante su infancia, aquella puerta se
convirtió en un monstruo con vida propia que la acechaba en
cuanto se descuidaba. Pero no se refería solo a ese episodio al
estimar que su vida en esa casa no había sido feliz.
Tomó el ascensor y pulsó el cuarto. Ya frente a la puerta del
piso, introdujo la llave de seguridad, aquella llave que tenía truco porque desde el principio funcionó mal y, para hacerla girar,
había que estirar del pomo hacia fuera con fuerza para que los
engranajes se insertasen en sus goznes y permitieran abrir. Se
oyó el clic, luego dos vueltas y la puerta cedió. Irene suspiró
hondo otra vez, se limpió disciplinadamente las suelas de los
zapatos sobre el felpudo y entró.
Estaba oscuro, ya casi había anochecido. Antes de pulsar el
interruptor de la luz, aspiró el aire cerrando los ojos un momento. Cada casa tiene su olor, no hay dos casas que huelan igual
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y uno puede percibir los olores de todas las casas excepto el de
la suya propia. Es uno de esos misterios sin resolver que ocupan nuestra mente durante un momento, nos hacen levantar las
cejas con gesto de perplejidad y pasamos a otra cosa sin que la
observación interfiera con lo siguiente.
Aquella casa, como todas, tenía su olor. A Irene le gustaba
pensar que no era solo fruto de la destilación de los guisos, los
productos de limpieza utilizados, los efluvios de los habitantes y
las partículas de polvo en suspensión, sino que entre los ingredientes también se incorporaban las palabras y hasta los pensamientos y sentimientos de todos los que alguna vez compartieron aquel espacio. Por eso resultaba tan difícil de definir aquel
tufillo entre dulzón y acre, con notas de flores secas y resabios
de incienso.
Encendió la luz. La araña del recibidor se iluminó para
dar cuerpo y volumen al entorno tan familiar desde su infancia.
Irene se sintió rara entrando ahora sola en aquella casa en la
que su madre no lo volvería a hacer. Avanzó por el pasillo con
cuidado, sin hacer ruido, para no despertar a los fantasmas que
estaba segura de que dormitaban en las esquinas esperando poner de pie escenas y momentos que era mejor olvidar. Se detuvo
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ante la habitación de su madre y encendió la lámpara. No había
otro remedio: se le fueron los ojos a las sábanas revueltas de la
cama.
Si un artista hubiese buscado representar la urgencia y el
apremio del momento vivido, no hubiera conseguido un efecto
tan plástico. Irene suspiró hondo por tercera vez, era un gesto
aparentemente inútil que le servía para ir asumiendo la nueva
etapa. Le dio la impresión de que el aire estaba especialmente
enrarecido allí. Abrió la ventana de par en par, retiró y dobló la
manta, hizo un hatillo con las sábanas y las metió en una bolsa
de basura. Dejó el colchón desnudo, apagó la luz y se dirigió a
la cocina.
Llevaba un buen rato desechando alimentos caducados, tarros vacíos, recipientes con sustancias difíciles de identificar,
cuando sonó el timbre de la puerta. Sintió cierto fastidio. Le
había costado decidirse y quería acabar con aquello de una vez.
Si le interrumpían ahora, a saber cuándo volvería a reunir las
fuerzas. Se incorporó de mala gana y fue a abrir.
En el umbral encontró a un mensajero que portaba un paquete plano, grande y apaisado. Venía a hacer una entrega.
—¿Vive aquí Anunciación Ledesma?
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—Vivía, sí; pero murió…
—Es un envío a portes pagados. ¿Podría firmarme usted el
recibo?
—Es que…, ya le he dicho que murió —el repartidor cambió
el peso de una pierna a otra con un gesto de cansancio.
—Mire, si me voy ahora, le llamarán a usted de mi empresa,
intercambiará información con el encargado y, después de muchos sí pero no, usted terminará por aceptar el envío y yo tendré
que volver otra vez. Siempre pasa lo mismo. Usted verá, pero
nos podríamos ahorrar un viaje —Irene dudaba—. Oiga, que
no es un paquete bomba; no es más que un cuadro.
—¿De dónde viene? —el mensajero ladeó el paquete y miró
el remite.
—De Oviedo —ella todavía tardó unos segundos en decidirse.
—Está bien. Deme que le firme —firmó el resguardo, recogió el paquete, despidió al repartidor y cerró la puerta.
Lo llevó a la sala de estar y le quitó el envoltorio. En efecto, era un cuadro de formato más bien grande. Un óleo, ¿o un
acrílico?, ella no dominaba las técnicas pictóricas. Prevalecían
los tonos azules. De hecho, parecía un fondo marino con unas
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criaturas llenas de tentáculos. En el extremo inferior derecho,
con pintura roja y trazo inclinado, Ignacio P. Examinó la parte posterior del lienzo por si traía alguna nota. Nada. Volvió
a mirar el envoltorio y buscó el remite: Ignacio Posada, Calle
Covadonga nº 23, 6º, 33002 Oviedo.
El nombre y la dirección no le indicaron nada. Habían vivido
en Oviedo unos años, cuando ella era muy pequeña y la empresa trasladaba a su padre cada cierto tiempo, pero hacía de eso
más de cuarenta años. Todos los contactos se habían perdido, o
eso creía Irene. Volvió a contemplar el cuadro. De pronto, sintió
la necesidad de tomarse un respiro y dedicar a aquel asunto el
tiempo que requería.
Sin muchas esperanzas, buscó en los armarios bajos de la
cocina. A veces, su madre guardaba cosas interesantes mezcladas con un montón de morralla. Tuvo suerte. Muy al fondo,
encontró una botella de vino. Era un Pesquera Reserva de 2005
¡Hmmm! Localizó el sacacorchos y se hizo con una copa de
cristal fino. No podía cometer la irreverencia de beber un vino
así en un vaso de vidrio. Descorchó la botella junto a la fregadera, aspiró su aroma, vertió por el desagüe las primeras gotas y
se sirvió media copa. En la sala, colocó el cuadro de pie contra
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la pared y se sentó en frente, en postura de yoga, con la copa en
la mano.
Quién sería Ignacio. Por qué le enviaba a su madre aquel
cuadro con un paisaje extraído del fondo del mar. El vino estaba
para morirse. Retuvo un sorbo en la boca, lo paladeó y lo fue
tragando poco a poco, disfrutando de cada gota. No tenía claro
si aquello del cuadro eran animales o plantas. Se estiró hasta alcanzar el bolso, sacó el móvil y le hizo una foto. Cuando llegase
a su casa, miraría en Internet.
Cogió de nuevo el envoltorio y rasgó con la mano el trozo en
que figuraba el remite. Lo dobló y volvió a guardar en el bolso
el móvil y el trozo de papel. ¿Tenía su madre una aventura con
el tal Ignacio? ¿A su edad? ¿La había tenido en el pasado? Se
quedó con los ojos fijos en el cuadro esperando que éste le diese
alguna pista hasta que terminó la copa, pero no ocurrió nada.
Aquellas criaturas abisales llenas de patas habían quedado congeladas en el fondo marino.
Recogió todo lo que había considerado que debía ir a la
basura, lo metió en dos bolsas y abandonó la casa cerrando
con dos vueltas de llave. En el contenedor más próximo quedaron los restos orgánicos y el hatillo de sábanas desechadas.
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Irene no era la misma que cuando entró. Entonces iba llena
de aprensión; ahora la dominaba la curiosidad. Su madre había sido siempre muy rígida con ella. Implícitamente, se había
puesto a menudo como modelo de moral y buenas costumbres. Resultaría paradójico y extravagante que hubiese estado
ocultando una historia secreta. Porque si no, qué otra explicación cabía.
Esa noche, Google que todo lo sabe le informó que el motivo del cuadro eran anémonas marinas, que “son consideradas
las flores del mar y aunque parecen plantas, son animales invertebrados que se adhieren a las rocas y corales. Las anémonas
tienen una boca central rodeada de tentáculos, éstos contienen
unas células llamadas nematocistos que paralizan a los pequeños
animales marinos que pasan cerca y los empujan con sus tentáculos hacia la boca para alimentarse de ellos”. La información
continuaba durante cuatro o cinco páginas, acompañada de
imágenes a color en distintas fases o distintos momentos de su
actividad. Bueno, pues éstas eran dos anémonas azules. ¿Podía
tener eso algún significado oculto? Tal vez representaban a alguien. Quizá se representaban a ellos mismos.
Irene volvió varias veces a casa de su madre, aquella casa a
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la que ésta nunca regresaría. Una casa con historia en la que la
recién fallecida había vivido casi cincuenta años, en la que Irene
no había sido feliz y su madre puede que tampoco. La casa de
aspecto corriente que seguramente escondía voces y sombras
de escenas que se procuran olvidar porque su simple evocación
recorre la espina dorsal como una descarga eléctrica. Aquella
casa que tenía su propio olor, como todas, un olor entre dulzón
y acre, con resabios de flores secas y de incienso.
Cada vez que iba, repartía el tiempo entre reunir cosas que
había que ir tirando y sentarse a contemplar el cuadro de las
dos anémonas azules. Y cada vez que se colocaba ante el lienzo,
lo hacía acompañada por una copa de vino. No sabía qué haría
cuando se terminase la botella. Las anémonas seguían mudas.
Las contemplaba con terquedad, esperando contra todo pronóstico que su fuerza de voluntad les insuflase al menos una
ilusión de movimiento.
El día que se acabó la botella, Irene descolgó el teléfono y
marcó un número. Sonó doce veces al otro lado sin que nadie contestara. Luego, se cortó la línea. Repitió la operación dos
días más con idéntico resultado. Llamó a la compañía telefónica
para hacer la comprobación. El número era correcto, le dijeron.
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No podían añadir ninguna otra información. Se quedó desconcertada.
Oviedo no estaba tan lejos, pero debía decidir si quedaba
justificado el viaje con tan pocos indicios. No tenía ni idea de
con qué o con quién se iba a encontrar. Volvió a sentarse frente
al cuadro. No le quedaba vino y eso la desasosegaba. Se había
convertido en una costumbre escudriñar las formas y los colores de la tela al tiempo que paladeaba a sorbos el contenido de la
copa. Se diría que ya no concebía ambas cosas por separado.
Analizó con detenimiento la firma, demasiado esquinada,
muy abajo y muy a la derecha. Ignacio P. El punto casi escapando del lienzo. ¿Falta de seguridad? Pero el color era de un rojo
encendido, casi exhibicionista. En cambio el pincel tenía un trazo muy fino, como si hubiese pasado por la tela sin pretender
dejar una huella excesiva. Caracteres sueltos, pero estilizados.
Las iniciales, la I y la P, eran casi tres veces más altas que el resto
de las letras, en un intento de darse impulso para salir del fondo
a la superficie para tomar aire. ¡Qué estupidez! Ella no tenía ni
idea de grafología. Se trataba de conjeturas infundadas.
Se puso en pie y estiró los músculos sin desviar la vista del
cuadro. La tenía enganchada. No el cuadro mismo, sino la his13
toria que podía esconderse detrás. Se descubrió repasando una
película con imágenes de su madre y tratando de desentrañar
algún instante en que se delatara. Era inútil. Si hubiese tenido algo que esconder, jamás se hubiese descuidado. Buena era
ella.
También podía olvidarse del asunto. Una vez hecha la selección de lo que había que tirar y lo que pensaba quedarse, pocas
cosas en realidad, algunas fotos y poco más, llamaría a una de
esas empresas que vacían los pisos. ¡Que se llevasen ellos las dos
malditas anémonas azules! Para qué dedicarles más tiempo.
Pero no era tan sencillo. Irene no podía pasar por alto la
fiscalización a la que había sido sometida hasta hacía unas semanas en nombre de unas normas y costumbres que quizá la
propia legisladora se había saltado a la torera. Si era así, tenía
que saberlo. No era lo mismo haber vivido bajo la férula de una
fundamentalista que bajo el yugo de una impostora. Ya estaba
muerta, sí, y nada podía cambiar. Pero Irene era de los que sostenían que alguien no muere de verdad mientras se mantenga
en la memoria de los vivos. Y no significaba lo mismo recordarla de una manera que de otra.
Compró otra botella de vino idéntica y dedicó varias tardes
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a la semana a marcar el número que nunca respondía y a contemplar el cuadro de las anémonas azules mientras paladeaba
su dosis de buen vino. Hasta que un día, al otro lado de la línea,
alguien descolgó el auricular.
—Mi padre murió inesperadamente hace poco más de un
mes. Era pintor, no muy famoso, pero con cierta proyección
aquí, en Asturias. Dejó el cuadro embalado y con la dirección
escrita, listo para ser enviado. No nos dimos cuenta hasta pasado un tiempo, cuando empezamos a ordenar sus cosas. Yo no
conocía de nada a la destinataria, pero parecía todo tan premeditado que realicé el envío. Supongo que es lo que él hubiera
hecho de haber vivido un poco más.
—¿Qué día falleció su padre, exactamente?
—El 29 de septiembre.
—Igual que mi madre. ¿Existen las casualidades?
—Yo prefiero llamarlas coincidencias. Ocurren y ya está. Por
cierto, ¿qué representa el cuadro que ha recibido?
—Dos anémonas azules.
—¿Está segura? ¿Lleva título?
—No, pero he hecho mis averiguaciones en Internet. Son
anémonas, eso seguro, y son de color azul.
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—Es muy extraño. Él nunca pintó motivos marinos. Era retratista. Recuerdo que mi madre le pidió durante años que le
pintase una marina. Estaba un poco harta de tener tanta gente
que le miraba desde las paredes, espiándola, decía ella. Pero él
jamás mostró interés. Le daba largas y, por fin, se fue sin darle
ese gusto.
—¿Vive su madre aún?
—No, ella falleció hace doce años. Se cansó de esperar.
—¿Le parece que las anémonas pueden tener algún sentido
simbólico?
—¡Qué va! Era un pintor realista. Pintaba lo que veía —en
este punto, a Irene le pareció que su interlocutor se comportaba
de una forma cerril. Cualquiera que haya tenido un mínimo
contacto con el arte sabe que un pintor nunca reproduce con
exactitud lo que ve; siempre interpreta; de otra manera, no sería
arte lo que hace. Pero el hijo de Ignacio Posada debía de tener el
cerebro más cuadriculado que una hoja de cálculo de Excel. No
llegaría a ningún lado por ese camino, así que intentó otra vía
que pudiera tentarle más:
—Yo no puedo quedarme con el cuadro sin saber qué relación existía entre ellos. No sé tampoco si se trataba de un en16
cargo, si estaba pagado, si le debo algo. Le propongo que mire
despacio entre sus papeles. Yo haré lo mismo y dentro de un
tiempo contactaremos de nuevo para ver si hemos encontrado
algo. ¿Está de acuerdo?
A Carlos Posada le pareció bien. Irene se empleó a fondo.
Su madre había sido de esas personas que lo guardaban todo
“por si algún día lo pudiera necesitar”. En los últimos tiempos
incluso había llegado a rozar el síndrome de Diógenes. Claro
que era de esperar que si escondía alguna historia más personal,
hubiese sido más discreta. Pero eso solo significaba que lo habría escondido mejor, no que lo hubiese destruido.
Salieron a la luz papeles anodinos de toda clase: presupuestos, facturas, informes médicos, recetas de cocina, patrones de
corte y confección… y al fondo de una caja, entre calendarios
antiguos y postales enviadas en vacaciones por gente que Irene
desconocía, dos billetes de autobús con Oviedo como destino:
uno fechado en 2006 y otro en 2008. Eran viajes de los que Irene
no había tenido noticia, viajes que su madre había realizado en
secreto.
Siguió revisando, buscó con denuedo un fajo de cartas. Quizá
no atadas con un lazo de seda, sino sujetas por una goma elásti17
ca. O en todo caso, alguna carta suelta. Encontró felicitaciones
de navidad, cartas de ella y de sus hermanos enviadas desde alejados campamentos de verano, incluso un aviso de desahucio
recibido en 1967 del que los pequeños no llegaron a enterarse.
Las casas que los muertos han tenido que abandonar con premura guardan muchas sorpresas. Pero ni una sola nota que la
vinculara con Ignacio Posada, de Oviedo, excepto los billetes.
Un mes más tarde, cuando ya no lo esperaba, recibió una
llamada de Carlos Posada, aquel tipo que, por alguna razón,
Irene imaginaba frío como un pez e insensible como un mojón
de carretera.
(…)
*En la página siguiente las bases del concurso
para finalizar este cuento inconcluso de Esther Zorrozua.
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Bases para el VI Premio literario BizkaIdatz (2013-2014)
“ESTA HISTORIA LA ESCRIBES TÚ”
El Departamento de Cultura de la Diputación Foral de Bizkaia, a través de la
Biblioteca Foral de Bizkaia, con el premio literario Bizkaidatz, “Esta Historia
la escribes tú” pretende impulsar y promocionar la creación literaria de los vizcaínos y vizcaínas y conmemorar dos efemérides, la celebración del Día Internacional del Libro (23 de abril) y el Día Internacional de la Biblioteca (24 de
octubre).
Participantes
1) Podrán presentarse al concurso todas aquellas personas físicas mayores
de 16 años, con un trabajo original y no publicado total o parcialmente. La participación en el concurso implica la total aceptación de las bases.
2) En la modalidad de castellano las personas autoras participantes habrán
de cumplir, al menos, uno de los siguientes requisitos:
Haber nacido en Bizkaia o tener vecindad administrativa en un municipio
de Bizkaia en el momento de la publicación en el Boletin Oficial de Bizkaia del
Decreto foral que recoge estas bases, o haber tenido vecindad administrativa durante un período mínimo de un año en un municipio de Bizkaia con anterioridad
a la publicación de estas bases en el Boletin Oficial de Bizkaia.
3) No pueden participar en la presente convocatoria del Bizkaidatz las personas ganadoras del primer premio y segundo premio de cualquiera de las dos
ediciones inmediatamente anteriores a la actual convocatoria.
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No obstante dichas personas ganadoras sí pueden participar en la presente
convocatoria del Bizkaidatz en la modalidad (euskera o castellano) en que no
fueron premiadas.
Requisitos de las obras
1) Las personas participantes deberán escribir un relato que continuará cualquiera de los inicios de dos historias distintas propuestos por dos escritores/
as actuales. Un inicio de historia será en euskera y el otro en castellano. Cada
concursante podrá presentar cuantos trabajos desee, siempre que se adapten al
comienzo de los relatos propuestos, a sus personajes y a las situaciones que se
plantean en el mismo.
2) Las personas autoras que participen podrán presentarse indistintamente
al relato en euskera y/o al de castellano, sin perjuicio de que si así lo estimase el
jurado, una misma persona pudiera ganar en ambos apartados.
3) Los relatos tendrán una extensión mínima de 16 páginas y máxima de
20, escritos en fuente de letra “Times” o ”Arial”, por una sola cara y en hojas
DINA4, cuerpo 12, a doble espacio. Con un mínimo de 24 líneas y máximo de
32 líneas por página y un mínimo de 70 caracteres por línea, salvo las excepciones lógicas derivadas de la aplicación de algunos signos ortográficos.
4) Los relatos presentados a este concurso están obligados a respetar el principio de igualdad entre hombres y mujeres, conforme a lo dispuesto en la Ley
vasca 4/2005, de 18 de febrero y demás disposiciones legales vigentes.
Plazos, modo y lugar de presentación
1) El plazo de recepción de las obras finalizará el 20 de febrero de 2014.
2) Cada participante deberá rellenar el impreso de solicitud (disponible en
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www.bizkaia.net y en las dependencias de la Biblioteca Foral de Bizkaia).
Y dentro de un sobre aparte se incluirá:
• Fotocopia de su documento nacional de identidad y solo para los no
nacidos en Bizkaia que se presenten a la modalidad de castellano, copia
del certificado de empadronamiento.
• Tres (3) ejemplares de la obra. Los ejemplares de la obra no irán firmados, estarán numerados en todas las páginas, indicarán el título del relato
y si se quiere el seudónimo del/a autor/a.
• Opcionalmente, una breve nota bibliográfica de la persona participante.
3) Las obras se presentarán en la Biblioteca Foral de Bizkaia, calle Diputación nº 7, 48008 Bilbao, sin perjuicio de poder utilizar cualquiera de las demás
formas que determina el artículo 38.4 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre,
de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común.
Jurado
1) La concesión de los premios se realizará por un jurado formado por personalidades del mundo literario y cultural, el cual procederá al examen de las
obras presentadas y formulará propuesta de resolución de los relatos ganadores
conforme a los siguientes criterios: continuidad y unidad con el relato propuesto
(hasta 5 puntos), calidad literaria (hasta 3 puntos) y creatividad en el desarrollo
de la historia (hasta 2 puntos).
La composición del Jurado será designada por resolución del Departamento
de Cultura, que será publicada en el Boletín Oficial de Bizkaia.
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Premio
1) Las obras ganadoras estarán dotadas con los siguientes premios para cada
modalidad euskera y castellano: Primer premio: 1.500 euros y diploma acreditativo. Segundo premio: 500 euros y diploma acreditativo. Premio obra finalista:
diploma acreditativo. A las cantidades económicas mencionadas se les practicará las retenciones fiscales legalmente establecidas.
2) Los relatos ganadores se publicarán en una edición con motivo de la celebración del Día Internacional del Libro el día 23 de abril de 2014.
3) El premio podrá ser declarado desierto si ninguno de los relatos presentados reúne, según criterio del jurado, los requisitos exigidos para su selección.
4) El órgano correspondiente del Departamento de Cultura emitirá resolución recogiendo la concesión de los premios, conforme a la propuesta del jurado, la cual será notificada a todas las personas participantes por correo ordinario
certificado y publicada en el Boletin Oficial de Bizkaia.
Obligaciones de quien obtenga el premio.
1) Las personas premiadas deberán asistir personalmente, o mediante representante caso de resultarles imposible, al acto de entrega de premios el 23
de abril del 2014 con motivo de la celebración del Día Internacional del Libro
en la Biblioteca Foral de Bizkaia a la hora que se señale a tal efecto, así como a
entregar en soporte informático el relato premiado.
2) La Diputación Foral de Bizkaia se reservará en exclusiva durante un plazo
de cinco años a contar desde la fecha de abono del premio, los derechos de reproducción, distribución y venta de las obras premiadas sin pago adicional alguno al
de la propia cuantía del premio, constituyendo éste la única y total remuneración.
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3) En todo material editado y en toda comparecencia pública realizada con
posterioridad a la concesión, deberá hacerse constar el patrocinio de la Diputación Foral de Bizkaia; se utilizarán, para ello, obligatoriamente los elementos
establecidos en la imagen corporativa de la Diputación Foral de Bizkaia, incluyendo junto al logotipo la siguiente frase literal:
“Ekintza honek Bizkaiko Foru Aldundiaren laguntza jaso du»
o bien
“Bizkaiko Foru Aldundiak babestutako ekintza/Actividad subvencionada
por la Diputación Foral de Bizkaia».
Otras consideraciones
Las obras que no resulten premiadas podrán ser recogidas en las dependencias de la Biblioteca Foral, calle Diputación nº 7, 48008 Bilbao, hasta el día 24
de julio de 2014. En el supuesto de que no sean retiradas en el plazo establecido,
se entenderá que sus autores/as renuncian a recuperarlas, por lo que la Diputación Foral de Bizkaia quedará eximida de cualquier tipo de responsabilidad
sobre las mismas.
El Decreto Foral que recoge las presentes bases será publicado en el Boletín
Oficial de Bizkaia y en www.bizkaia.net.
BIZKAIKO FORU ALDUNDIA/ DIPUTACIÓN FORAL DE BIZKAIA
DEPARTAMENTO DE CULTURA • BIBLIOTECA FORAL DE BIZKAIA
Calle Diputación 7 • 48008 Bilbao
Tel. 94 406 77 02 • Fax 94 406 70 84
[email protected] • www.bizkaia.net/bibliotecaforal
23
www.bizkaia.net/bibliotecaforal
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