Una del Oeste

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Una del Oeste
por Ángel F. Bueno
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A mi hermano Tomás.
Cabalgando juntos, corrimos toda suerte de aventuras,
descubriendo y explorando los fabulosos territorios de la Imaginación.
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Prólogo
El carruaje y los seis hombres a caballo que lo escoltaban enfilaron el último tramo de terreno yermo
que los separaba de las estribaciones de la Sierra Grande. La línea del horizonte vibraba de calor.
Casi una hora después, la corta columna alcanzaba la falda de la primera cresta montañosa de la sierra,
una pared casi vertical en cuya roca se incrustaban los altos muros del presidio de Chinacos. Desde las
torretas y almenas de vigilancia, los soldados de la guardia dirigieron su atención hacia los recién
llegados. En Chinacos, una vieja cantera convertida en penal de trabajos forzados, las visitas no eran muy
frecuentes. Sólo el carro de la provisiones, una vez por semana, venía a romper la rutina de aquel cercado
para humanos perdido en el desierto de Sonora. El grupo se detuvo frente a la entrada de la prisión. Uno
de los soldados que recorrían el muro frontal se asomó y cruzó algunas palabras con el hombre que abría
la marcha; al comprobar que los jinetes lucían el uniforme de los Regulares, inició una retahíla de gritos y
órdenes apresuradas: aquello no era una visita de cortesía. Tras unos minutos de espera bajo un sol de
justicia, los portalones de madera reseca se quejaron al abrirse, molestos por aquella inesperada actividad.
El grupo cruzó la entrada en procesión, atendiendo a las señas de otro soldado que, embutido en un
uniforme gastado y demasiado estrecho para su panza, gesticulaba indicando el camino hacia el edificio
principal al otro lado de la explanada en la que se encontraban los barracones de los presos, simples
construcciones de adobe blanqueado con cal. Al fondo, donde los muros laterales del presidio se clavaban
en la pared rocosa de la cantera, hormigueando sobre los enormes montones de piedra, casi dos
centenares de torsos sudorosos y tostados detuvieron su monótona tarea y se enderezaron para ver entrar
al inesperado cortejo; los centinelas y los capataces, armados los unos con rifles y los otros con varas,
increpaban a los prisioneros para que volvieran al trabajo.
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El edificio principal del establecimiento penitenciario era una sólida construcción de piedra de dos
plantas, al estilo colonial español, que incluía, junto a los establos y alrededor de un pequeño patio
central, el acuartelamiento de la guardia y la residencia del alcaide. Los arcos de medio punto y las
ventanas enrejadas con hierro contribuían a que el conjunto de la obra desentonara visiblemente en aquel
paisaje de desierto calcinado.
El oficial al mando de la escolta acompañó al carricoche hasta la puerta de la casa del alcaide. El
soldado allí apostado, al verlos venir, se sacudió la casaca y trató de adoptar una postura lo más
reglamentaria posible; aunque el alcaide no era demasiado exigente con estos protocolos, la visita bien
podría ser de algún otro oficial menos tolerante. El resto de jinetes dirigieron sus monturas hacia el
establo, donde un pequeño pozo y un abrevadero invitaban a refrescarse. Cuando el vehículo se detuvo, el
responsable del penal ya esperaba bajo el arco de la entrada a su vivienda. Daniel Varela, alcaide de
Chinacos, era un joven capitán del ejército mexicano, aunque por su atuendo y modos, ligeramente
amanerados, pudiera confundirse con el heredero malcriado de cualquier terrateniente californiano,
preparado para dar su paseo matutino a caballo. Peinado hacia atrás, con las cejas y un fino bigotillo
perfectamente perfilados, el capitán Varela parecía tan ajeno al lugar como los edificios que le rodeaban.
A un paso detrás de él, un negraco imponente de casi dos metros de altura le guardaba la espalda; el
uniforme de servicio le caía como a un santo dos pistolas, pero no impedía adivinar los músculos firmes y
esbeltos que cubría; en su cabeza afeitada, los párpados caídos sobre unos ojos saltones pero feroces,
dotaban a su expresión de un engañoso aire de simpleza. El hombretón avanzó en dirección al carruaje,
pero antes de que pudiera alcanzarlo la portezuela se abrió para dejar salir de su interior a una mujer
menuda que con gesto resuelto se plantó ante el sirviente. El capitán Varela arqueó las cejas.
– ¿Sería tan amable de recoger mi bolsa? –le dijo al gigantón, acompañando sus palabras con una leve
mirada de reojo hacia el interior del vehículo–. Teniente, partiremos mañana al amanecer. Gracias, Julián.
–añadió, despidiendo así al jefe de la escolta primero y después al conductor, que desde el pescante
recogió la atención de la dama con una inclinación de cabeza. Con treinta y tantos no aparentados, la
mujer irradiaba autoridad y determinación por los cuatro costados. El sencillo vestido de viaje no
desmerecía en absoluto su evidente belleza, y en su rostro moreno los ojos negros le brillaban de vitalidad
e inteligencia. El alcaide, atendiendo a las normas de cortesía, dio unos pasos hacia la recién llegada.
– ¿Es usted el capitán Daniel Varela? –preguntó la mujer aun sabiendo la respuesta de antemano–. Soy
Margarita Veracruz –anunció mientras le tendía el dorso de su mano enguantada. La combinación de
aquel nombre y el guante de cabritilla tuvo el efecto de un mazazo sobre el alcaide que, por un instante,
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se quedó petrificado en mitad del besamanos. Tenía plantada frente a él a la mejor y más peligrosa agente
al servicio del gobierno mexicano, conocida en todo el país por el sobrenombre de Sarita "La
Chamuscada".
Los deliciosos labios de Sarita se separaron en una risilla complacida, dejando entrever una dentadura
blanca y luminosa dispuesta a competir con el brillo del sol del mediodía.
– Vamos, vamos, capitán... Un hombre de armas como usted no debería dejarse impresionar por una
mujer –le dejó caer con cierto retintín y apartando la mano antes de que aquel petimetre llegara a besarla.
El sirviente, con la bolsa de viaje colgando de su enorme manaza, miraba la escena sin comprender.
Varela se enderezó intentando darle a su porte un aplomo del que no disponía.
– Es un honor conocerla, señorita Veracruz –logró articular. En ese momento pareció percatarse de
que tal vez su atuendo no fuera el más adecuado y añadió:
– Espero que sabrá disculpar mi indumentaria, pero no tenía notificación de su visita y...
– No se preocupe, capitán. No vine a pasarle revista –dijo Sarita sin perder la sonrisa, divertida por la
incomodidad de su anfitrión–. Bueno... ¿no va a invitarme a entrar?
– ¡Oh, disculpe! ¡Cómo no! ¡Adelante, adelante! –reaccionó haciéndose a un lado–. Marcelo le
preparará en seguida la habitación de invitados para que pueda refrescarse del viaje. Sarita repasó al
mucamo con la mirada y cruzó el umbral como si entrara en su propia casa. El oficial y su sirviente la
siguieron mientras intercambiaban una mirada de forzosa resignación.
El capitán Varela cambió sus ropas de montar por el uniforme reglamentario y fue a refugiarse a su
despacho, dispuesto a serenarse. Aquella mujer le ponía nervioso y sólo le traería quebraderos de cabeza.
Lo intuía.
El despacho, como el resto de la casa, había sido acomodado con un lujo impropio para un penal:
muebles de maderas nobles y fina talla, amplios sillones fraileros ribeteados con clavos de cabeza grande
y pulida, espejos con anchos marcos, velones de cobre, lámparas de hierro y cristal... Los rayos del sol
entraban por una ventana alta, atravesando unos visillos largos y vaporosos que les quitaban su
estridencia, llenando la estancia de una claridad discreta.
El alcaide se acercó hasta la delicada mesita baja sobre la que reposaba la bandeja de los licores. Dudó
un momento entre dos variedades de vino y acabó decidiéndose por un generoso coñac. En su cabeza, las
dudas y los temores se le removían como las bolas en el bombo de un juego de loto. ¿Acaso no era
suficiente castigo el destino que le habían asignado? Vació la copa de un trago. ¿No le parecía al nuevo
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gobierno bastante humillación que su honor y fidelidad a su patria fueran puestos en entredicho de
aquella manera? La repentina oleada de calor etílico le caldeó el ánimo y volvió a llenar su copa de licor.
¡Apartado del mando de sus tropas y desterrado en aquel pedregal perdido! ¿¡Qué pretendía aquella...
aquella víbora!? ¿¡Mofarse de su ignominiosa situación!? El segundo coñac corrió gaznate abajo. ¡No
pensaba tolerarlo! ¡Claro que no! Animado por los vapores del alcohol, el joven oficial empezó a pasear
por su despacho, estirado, copa en mano. Al pasar frente al enorme espejo que colgaba de la pared, se
detuvo un instante; pasó uno de sus dedos por el fino bigotillo negro y adoptando su mejor perfil se
felicitó por lo bien que le quedaba el uniforme. ¡Claro que no iba a consentirlo! ¡Le diría a esa descarada
lo que pensaba!
Un tercer coñac contribuía a incrementar el montante de valor acumulado por el alcaide cuando por la
ventana del despacho le llegó el sonido de los sartenazos que anunciaban, sin ningún entusiasmo, la hora
del rancho. Varela y su copa se acercaron hasta el ventanal. Al apartar el visillo, la luz cruda del sol le
golpeó el rostro, haciéndole cerrar los ojos mientras se hacía visera con la mano. Abajo, en la plazoleta
formada por los cuatro barracones de adobe, dos hileras de presos desfilaban arrastrando sus grilletes
frente a un par de mostradores improvisados con tablas y toneles. A medida que recogían su cuenco y su
mendrugo, se desperdigaban en grupos pequeños alrededor de las construcciones, buscando los pocos
ángulos de sombra que los edificios pudieran ofrecer. Mientras contemplaba esta escena cotidiana, el
alcaide, ligeramente achispado, seguía con sus cábalas: ¿Qué había venido a buscar La Chamuscada a
aquel agujero infecto? Desde la planta baja, el sonido de una campanilla anunció que la comida estaba
lista; el tintineo estremeció el ánimo del capitán Varela, que, apurando la copa, contempló una vez más su
reflejo en el espejo. Sin tenerlas todas consigo, salió del despacho y bajó al comedor.
Durante la comida, la conversación discurrió entre la cortesía obligada y la intrascendencia. La
señorita Veracruz parecía tranquila y en ningún momento hizo la menor insinuación sobre el motivo de
su visita, lo cual no ayudaba a calmar la inquietud del oficial, que, escarbando entre la guarnición del
asado que tenía en el plato, se veía recorrido por oleadas de flaqueza cada vez que su mirada se topaba
con los guantes de cabritilla que la mujer lucía con toda naturalidad. De ella se decía que manejaba el
látigo como el mismísimo demonio y que siempre llevaba consigo una pistola Le Matt que disparaba con
notable puntería. Resultaba difícil creer que tras aquella apariencia despreocupada y jovial se ocultaran la
sangre fría y eficacia letal que la hacían tan temible. Como por acto reflejo, el capitán sorbía de su copa
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de vino tras cada oscuro pensamiento que le asaltaba. El sirviente negro entraba y salía del comedor más
de lo necesario, buscando con sus ojos saltones la mirada, cada vez más vidriosa, de su señor.
Terminado el almuerzo, la invitada y su anfitrión pasaron al saloncito contiguo, una estancia
acogedora y decorada con el mismo exceso que el resto de la casa.
– Parece que ha sabido usted adaptarse a su nueva situación, capitán... –apuntó la mujer mientras se
acomodaba en uno de los sillones y acariciaba la exquisita tapicería con una de sus manos enguantadas.
El tono de La Chamuscada había adoptado un timbre desprovisto de toda cordialidad. El oficial recibió la
pulla mientras alcanzaba una botella de cristal tallado y se servía otro coñac.
– ¿Le apetece una copa? –ofreció Varela tratando de ganar tiempo. La mujer declinó la oferta con un
leve gesto de cabeza. La Chamuscada le miraba fijamente; donde antes había lucido una sonrisa, sus
labios se dibujaban ahora serios y firmes: las formalidades habían terminado.
– ¿No le parece esto suficiente castigo? –continuó el capitán, señalando con su copa al sol que al otro
lado de la ventana abrasaba el paisaje. Los vapores del alcohol empezaban a envolver los sentidos del
alcaide y el temple etílico dejó paso a una desinhibición embriagada.– ¿Qué quieren, que me recluya
como un ermitaño y me pudra en este agujero de mala muerte? ¿No le parece a nuestro flamante
presidente bastante humillación? –añadió con cierta sorna.
– ¿De qué se queja, capitán? Usted sabe tan bien como yo porqué está aquí. Podríamos haberle
fusilado. Debería estar agradecido –replicó tajante La Chamuscada. Sus palabras tuvieron el efecto de dos
sonoras bofetadas. El capitán se vino abajo.
- ¿Ha... ha insultado usted a venirme...? –balbuceó, traicionado de repente por el alcohol.
Desconcertado, dio unos pasos para ir a hundirse en el sillón más próximo. Se pasó la mano por la cara en
un intento inútil por despejar la bruma que le embotaba.– Está bien, está bien... así se la lleve el diablo...
–masculló– ¿Qué quiere de mí...? ¿A qué ha venido...?
La imponente figura de Marcelo, inmóvil bajo el arco del saloncito, sujetaba un fino juego de café que
en sus manos parecía de juguete. Sarita y el sirviente se desafiaron con la mirada.
– Deja eso ahí y lárgate –ordenó la mujer sin pestañear– El capitán y yo tenemos que tratar asuntos
muy importantes.
– Gracias, gracias, Marcelo... Déjanos solos, déjanos... –confirmó el alcaide desde el sillón, dando un
par de cabezazos afirmativos. A Marcelo le hubiera gustado tronchar con sus propias manos la frágil
figura de aquella mujer altiva que, sin quitarle la vista de encima, deslizó lentamente su diestra
enguantada entre los pliegues de la falda del vestido. El negro echó el aire por la nariz como un toro a
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punto de embestir y apretó los puños; masculló algo ininteligible que sonó a maldición y luchando contra
su propia furia se dio media vuelta y cruzó el comedor con los ojos incisivos de La Chamuscada clavados
en la espalda. Cuando se cerró la puerta, Sarita relajó su mano oculta, soltando lo que fuera que
escondiese entre sus ropas, y se sirvió una taza de café. El aroma de la infusión arrancó un respingo del
alcaide, que, derrumbado en el sillón, se cubría los ojos con la mano, tratando de articular con fluidez:
– ¿Pero que quiere de mí...? ¿A qué ha venido...?
Sarita tomó dos sorbos largos de café y dejó la tacita sobre la mesilla a juego con el resto del
mobiliario.
– Capitán Varela, mi visita nada tiene que ver con usted. Vine a buscar a mis coroneles –reveló por
fin. La inesperada declaración de unas intenciones que le excluían pareció confortar al oficial.
– ¿Coroneles? ¿Qué coroneles? ¡Aquí no hay ningún coronel! – Se había incorporado y dudaba entre
ponerse en pie o apurar la copa de licor que sujetaba como si se tratara de un salvavidas. Apuró la copa. –
¡Coroneles! ¡No encontrará aquí ni a un solo coronel! –La Chamuscada soltó un leve suspiro. Aquel
pusilánime empezaba a doblegar su paciencia.
– Thomas Doniphan y Diego Velásquez. Supongo que habrá revisado sus expedientes en alguna
ocasión, alcaide. Ingresaron en Chinacos unos meses antes de que usted fuera destinado aquí.
– ¿El gringo y ese mestizo maloliente que le acompaña? ¿Coroneles? –El alcaide rió entre dientes.–
¿Para qué quiere ver a ese par de delincuentes comunes? ¿Van a ampliar el gabinete de gobierno? –volvió
a reír, esta vez con claridad, complacido por su propia ocurrencia. Consiguió ponerse en pie y dio unos
pasos vacilantes hacia la botella de cristal tallado que contenía el coñac.
– Esos hombres han hecho por nuestro país lo que usted no lograría así naciera tres veces. Le ruego
que colabore y acabemos con esto cuanto antes –contestó La Chamuscada sin ocultar el creciente
desprecio que le provocaba– . ¡Y deje de beber!
Varela no tuvo en cuenta esta última orden y volvió a llenar su copa.
– También puede llevarse al Chango. Está condenado a cadena perpetua por cuatro asesinatos. Es un
patriota, no me cabe duda –prosiguió, la lengua desatada por la embriaguez–. Seguró que pueden
encontrarle algún oficio en los ministerios...– Aquello rompió la cuerda. La Chamuscada cruzó la
distancia que los separaba con rápidas zancadas y cogiendo al oficial por las solapas de la casaca lo
empujó con fuerza contra la pared. La copa saltó de la mano del alcaide para terminar hecha añicos al pie
de la chimenea. Varela parpadeó estupefacto, incapaz de reaccionar.
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– ¡Hijo de la chingada! –Ahora los ojos de la mujer chispeaban de furia. Cualquier vestigio de
protocolo saltó por los aires.– No voy a perder más tiempo con tus valentonas de borracho. Ahoritita
mismo vas a ordenar que me traigan a esos hombres y me los llevaré de aquí sin hacerse pendejo.
¿Entendido? ¡Ahora! –Las manos enguantadas tiraron bruscamente de la casaca, zarandeando al oficial–
Me dan ganas de pegarte dos tiros aquí mismo. –Las piernas del hombre apenas podían sostenerle. En
unos segundos, el estupor, la humillación y el pánico se arremolinaron en la cabeza de Daniel Varela.
Tambaleándose como un pelele, dio unos pasos hasta el cordón de terciopelo grana que servía de
llamador, a un lado de la chimenea. Apoyándose en el brocal, confuso, contempló un instante los cristales
y el charquito ámbar que el licor derramado había formado a sus pies. La Chamuscada, con el rostro
tenso y encendido, hizo con la cabeza un gesto corto e imperativo hacia el cordón. Su mano derecha
había vuelto a desaparecer entre los pliegues del vestido. Como un ratón acorralado, blasfemando por lo
bajo, el alcaide hizo sonar la campanilla.
El cabo y dos soldados de la guardia cruzaron la amplia plazoleta que formaban los barracones de los
presos. La solana caía espesa. Dos perros flacuchos y deslucidos dormitaban a la sombra de unos toneles,
arrullados por el repique acompasado de los mallos, los picos y las palas con los que los reclusos
desmenuzaban las entrañas de la sierra. Uno de los chuchos soltó un par de ladridos sin convicción,
nervioso, como si tuviera un mal sueño.
La noticia sobre la aparición de La Chamuscada en el presidio había corrido por todo el cuerpo de
guardia, desatando todo tipo de entusiasmos, recelos y apuestas. Desde que echaron a los franceses, el
país no conseguía asentar un gobierno estable. En los últimos diez años, las sublevaciones se habían
sucedido prácticamente sin tregua y en la última, ni dos años atrás, Porfirio Díaz se había hecho con la
presidencia de la república expulsando del país a Lerdo de Tejada, su predecesor. Las aguas seguían
revueltas, y si La Chamuscada estaba en el asunto había jaleo asegurado. Los tres hombres pasaron frente
a la vieja herrería y los cobertizos que se habían conservado de la antigua cantera. Otro cuchitril de adobe
hacía las veces de cocina y completaba, junto al monolito de madera del depósito del agua, el grupo de
construcciones del presidio de Chinacos.
El ritmo de trabajo en la cantera lo marcaban las varas de los capataces y los incesantes cánticos de los
reclusos negros. Incansables, repetían su repertorio, narrando las vicisitudes de sus abuelos subiendo y
bajando ríos para escapar de la esclavitud, posibilidad que, por otra parte, quedaba descartada en medio
de aquella pedrera. Cuando los tres guardias alcanzaron el pie de la cantera, se interpretaba Clementine
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por quinta vez. Muchos de los convictos, desperdigados por los montículos de piedra, interrumpieron su
actividad al ver llegar a los soldados. La inesperada visita también había disparado los rumores entre la
población reclusa y la posibilidad de que el visitante fuera del género femenino, había provocado todo
tipo de escarnios acerca de las inclinaciones y preferencias del alcaide.
– ¡Vamos, vamos, pelaos de la chingada! ¡¿Esperáis visitas?! ¡A trabajar! –vociferó el Chango, jefe de
capataces, haciendo chasquear la vara sobre las costillas de uno aquí, sobre las nalgas de otro allá. Las
voces y las varas de los demás capataces hicieron eco a las de su jefe.
– ¡Vamos, vamos! ¡Moveos! ¡A trabajar! ¡A trabajar! –Los cantores negros más fervorosos se
arrancaron con Regresaré a Alabama. Estimulados por las varas, los presos retomaron enseguida el
compás, devolviendo a la cantera su monótono repiqueteo.
Después de que el cabo transmitiera sus órdenes entre muchos gestos y encogidas de hombros, el
centinela que le atendía agitó su fusil haciendo señas al jefe de los capataces para que se acercara. El
Chango era un corpulento mexicano cuarentón, redondo y de aspecto grasiento, un lameculos resentido,
con muy mala leche, que prefería aplicar la vara antes que picar piedra. Al hijo de mala madre le había
caído la perpetua por varios asesinatos, pero él insistía en su inocencia arguyendo que la Virgen de
Guadalupe le había salvado de morir ahorcado. Se acercó hasta los centinelas repartiendo por el camino
varazos e improperios como muestra del celo con el que cumplía su cometido.
– Tráete al gringo y al mestizo que va con él. El alcaide quiere verlos –ordenó el soldado. El Chango
trató de localizar con la vista a los hombres que le indicaban. Sabía bien quiénes eran. Allí muchos les
llamaban los coroneles; se decía que habían luchado junto a Porfirio Díaz cuando lo de los franceses, y
nadie sabía muy bien cómo habían acabado picando piedra. El Chango conocía bien a los de su clase:
mercenarios, gente peligrosa; era mejor guardarles la distancia. Chusma, carne de horca... no había más
que verlos.
– Cómo no, señor. Cómo no. Enseguida se los tengo –dijo sin prisa, inclinando levemente la cabeza.
Con parsimonia, se quitó de la boca una colilla negruzca y rechupada que le colgaba de sus labios gruesos
y fofos. Chasqueó la lengua y escupió un salivazo blanco y tan espeso que ni el sediento suelo del
desierto pudo digerirlo–. Ahorita se los traigo...
Aquella misma noche, el soldado de plantón junto a la puerta de la residencia del alcaide vio partir al
carruaje y su séquito de policías mexicanos. Las cortinillas de las ventanas del carruaje protegían de las
miradas curiosas a Sarita La Chamuscada y a los dos presos que se llevaba consigo. Boquiabierto, el
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soldado los siguió con la mirada. Aún no podía creer que aquella fuera la protagonista de tantas hazañas
cantadas alrededor de las hogueras por el pueblo llano. Cuando los perdió de vista, volvió a sentarse con
el fusil entre las piernas y se inclinó el sombrero sobre los ojos. Pensando en la cara que pondrían sus
compadres cuando se lo contase, empezó a canturrear:
La Chamuscada me dicen dondequiera,
porque mis manos la pólvora quemó.
Entre las balas pasé la pelotera,
La revolución sus huellas me dejó...
Capítulo 1
Un jinete solitario cabalgaba a buen trote, con el alivio de haber dejado a sus espaldas las áridas tierras
de Sierra Madre y de no tener por delante más que las pocas millas que le separaban de la posta más
próxima. El sol caía con implacable firmeza sobre la franja de la tierra en la que el polvo amarillento
dejaba lugar a terrenos más agradecidos. Los brazos espinosos de un San Pedro parecieron agitarse al
paso del jinete, en un gesto que lo mismo podría interpretarse como aviso que como despedida. Un
lagarto enorme y tan gris como la piedra que lo aguantaba sólo se tomó la molestia de girar un ojo en su
órbita para asegurarse de que su baño solar cotidiano no se vería perturbado.
Al ver pasar al viajero y su montura, podía apreciarse sin dificultad que era un hombre flaco y de
altura considerable, cuya vestimenta de grises y negros inducía a pensar que fuera cual fuese su
ocupación nada tenía que ver con el cultivo de la tierra o la cría de ganado. Que la culata de un
Winchester del 66 sobresaliera entre los aparejos de su silla de montar o que en cada uno de sus costados
brillara el nácar de las cachas de sendos revólveres acentuaba esta primera impresión. Cierto es que nada
tenía de extraño ver a un hombre tan armado; ahora bien, si el individuo lucía además un alzacuellos que
lo señalaba como representante en la Tierra de Dios Nuestro Señor, hasta el observador más
experimentado se vería obligado a admitir lo chocante de la estampa.
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El jinete condujo su caballo por el llano y enfiló con evidente soltura la última colina que lo separaba
de la siguiente parada en su viaje. El animal, un bello ejemplar de pura sangre ejemplo de la nobleza y
porte proverbiales en la especie equina, subió a su dueño por la inclinada ladera hasta llegar a la sombra
de un ramillete de pinos que en compañía de algunos matorrales altos formaban un discreto penacho de
vegetación en la cima del cerro. El hombre desmontó y dio unos pasos para desentumecer las piernas.
Aflojó el cordón que le sujetaba el sombrero de media copa y se pasó los dedos por la escasa pelambrera
de cabellos blanquecinos. Bajado del caballo y visto más de cerca, el aspecto de aquel servidor del Señor
estaba bañado de una dignidad inquietante. Su rostro era tan flaco y huesudo como el resto de su cuerpo
larguirucho, y en su delgadez parecía que su piel no era más que una correosa y polvorienta funda de
cuero con la única finalidad de mantener el esqueleto en seco. Además de cargar con el polvo del camino,
todo su atuendo presentaba un aspecto gastado, pero, mirado en conjunto, había algo en el corte de sus
ropas que no acababa de armonizar con la pía tarea de predicar las escrituras. La levita bien podía haber
salido del armario del famoso tahúr y tarambana Jack Hamill, dando la impresión de que la llamada al
sacerdocio le hubiera sorprendido en mitad de una partida de póquer. Levantó una mano escuálida y con
sus largos dedos se hizo visera sobre los ojos. Con la fría serenidad que le era propia barrió con la mirada
el llano que se extendía un poco más abajo. A unos cientos de metros ya se podían divisar las escasas
construcciones que formaban la posta de Lajitas.
Aquel territorio tuvo la oportunidad de prosperar cuando corrió el rumor de que guardaba carbón en
sus entrañas, pero su ocasión se fue al traste cuando las únicas excavaciones que se hicieron sólo sacaron
a la luz los restos de un viejo poblado maya sin ningún interés comercial. Desde entonces, el lugar se
había convertido en un simple puesto de paso fronterizo: cuatro o cinco casuchas de adobe mal
blanqueado, un par de cobertizos de madera y un cercado de troncos a modo de corral; lo bastante para
abrevar los caballos y mojar el gaznate. Un poco más allá, hacia el norte, se podía distinguir la depresión
en el terreno por la que corría el Río Grande. Y en la otra orilla, Texas.
El hombre se acercó a su caballo, sacó de las alforjas un pequeño catalejo y lo enfocó sobre la corta y
única calle de Lajitas. No se veía ni un alma. A esas horas del mediodía, las gentes del lugar, con buen
criterio, no veían necesidad de andar por ahí mientras la canícula caía a plomo. El hombre de la colina
cerró el catalejo, lo devolvió a las alforjas y consultó su reloj de bolsillo. Llegaba con tiempo de sobra.
Montó en su caballo, acarició las crines del animal y se ajustó el sombrero en la cabeza con parsimonia,
metódico. Después tomó las riendas y con un leve tirón puso su montura en marcha. Aún podría tomar
unos tragos antes de que llegaran los demás.
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Desde los patios interiores, los ladridos de los perros quebraron la quietud de la siesta anunciando la
llegada del jinete. Asomado a uno de los ventanucos de la cantina, el tabernero, un mexicano fondón y
entrado en años, vio pasar a la extravagante figura montada camino del abrevadero. Sin poder evitar un
escalofrío, el buen señor recorrió el local en penumbra hasta detrás de la barra todo lo rápido que sus
piernas cortas y gordezuelas le permitieron. Con manos temblorosas, retiró algunas botellas de los
estantes dejando al descubierto una gastada estampa de la Virgen de Guadalupe y encendió la palmatoria
que servía para honrar a la imagen en ocasiones señaladas.
– ¡Ay, mamacita! ¡Ay, mamacita! –murmuraba para sí. Durante los muchos años al cargo de su
negocio en aquel paraje perdido y dejado de la mano de Dios había visto a todo tipo de gentes pasar por
allí, lo cual le había dotado de cierto estoicismo, ¡pero que la Llorona se lo llevase si aquel forastero no
parecía la mismísima Muerte montada a caballo!
– ¡Pedrito! ¡Pedrito, hijo! ¡Vete a ver al establo! ¡Atiende al señor! –gritó a través de la puerta que
daba a la vivienda y los corrales que componían la modesta hacienda de aquel hombre y su familia.
Pocos minutos después, la silueta alta y delgada del recién llegado cruzaba la cortina de cuentas de
madera que colgaba en la puerta. La luz del sol a sus espaldas proyectó su sombra por el suelo de tierra
de la cantina. El viajero esperó unos segundos a que sus ojos se acomodasen a la escasa luz del local.
Finalmente, avanzó con paso calmo hasta la barra. El cantinero reparó entonces en el alzacuellos que
lucía el recién llegado y llevado por un repentino fervor religioso se presignó, deshaciéndose en
reverencias.
– Adelante, adelante, padre. Bienvenido, bienvenido. Me llamo Pedro Ramírez, para servir a Dios y a
usted. ¿Qué va a ser? – Al tabernero, que no le llegaba la camisa al cuerpo, toda formalidad le parecía
insuficiente.
– Tequila –respondió sin apenas mover sus labios finos y resecos. La voz grave y profunda parecía
llegar de otro mundo. Del Otro Mundo, para ser exactos– . Y agua fresca –añadió.
– En seguida, padre. En seguida... –El hombrecillo pasó un trapo de color irreconocible por encima de
la madera picada de la barra. – Pero siéntese, siéntese. Vendrá usted cansado. Puedo prepararle unos
frijoles y unas tortillas que...
– No –interrumpió en seco el siervo del Señor–. Espero a unos amigos. –Observando los movimientos
del dueño del local mientras le servía la bebida, apoyó las afiladas manos sobre el mostrador. El señor
Pedro buscaba desesperadamente algo que decir cuando del rincón más oscuro de la taberna llegó un leve
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gemido seguido de una arcada que anunciaba vomitera. Girando sobre sus talones a una velocidad
impropia para la edad que aparentaba, todas las articulaciones del reverendo saltaron como un resorte en
un único movimiento coordinado y preciso. Al terminar el gesto, rodilla en tierra, los cañones de sus
revólveres apuntaban en mortífera simetría hacía la esquina en penumbra.
– Salga de ahí con las manos donde pueda verlas, hijo... –aconsejó al bulto encorvado que en la
oscuridad se sacudía con sonoros espasmos estomacales.
Temiéndose lo peor, la rechoncha figura del tabernero salió de detrás del mostrador llevándose las
manos a la cabeza y suplicando al reverendo que respetara la vida de aquel desdichado:
– ¡Ay, padre! ¡Ay, padrecito! ¡No le mate! ¡No le mate! ¿No ve que no es más que un pobre criollo
borracho? ¡Ay virgencita! –clamaba haciendo aspavientos mientras abría las contraventanas para que la
luz del día disipara las dudas del visitante. En el rincón, derrengado sobre una de las mesuchas de madera
vieja, un hombre en mangas de camisa, sucio y despeinado, se pasaba la mano por el rostro después de
haber echado hasta la primera papilla. Tambaleándose, se puso en pie y dio unos pasos torcidos
llevándose por delante un par de banquetas. Le costaba mantener la cabeza derecha y miraba a un lado y
a otro tratando de recordar dónde demonios estaba. Cuando por fin pudo enfocar la imagen espectral y ya
erguida del hombre que le apuntaba, torció el gesto, hizo ademán de levantar las manos y con la boca
pastosa logró mascar en un español carente del acento propio de la zona :
– ¿Ya estoy muerto?
– Casi. –El reverendo lo miró de arriba abajo y comprobando que lo único que colgaba de los costados
del hombre eran los tirantes enfundó sus armas. La tensión le abandonó con la misma rapidez que había
llegado.
– ¡Ay, mamacita! ¡Pedrito! ¡Pedrito! ¡Ayuda al señor! ¡Pedrito! – El tabernero, sacudiendo la cabeza,
sostuvo al borracho para que pudiera caminar hasta la puerta. Un mozalbete llegó corriendo desde la calle
y agarrando al resacoso por la cintura lo condujo fuera de la cantina, camino de los cobertizos. Atento al
desarrollo de la escena, el reverendo cogió el vaso y la botella y fue a sentarse junto a una de las ventanas
recién abiertas que daba a la única calle de Lajitas. Despacio, se quitó el sombrero y lo puso sobre la
mesa. El cabello canoso le caía liso hasta casi tocarle los hombros. Vació el vasito y lo volvió a llenar.
– Tráigame el agua, hijo. Esperaré aquí. –Dicho esto, apoyó la espalda contra la pared de adobe, bajó
lentamente los párpados hasta que sus ojos no fueron más que una estrecha ranura y quedó inmóvil.
– Claro, padre, como usted quiera. Ahorita mismo se la traigo...
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A medio camino entre Presidio y Lajitas, Frank Ritter, sentado a la sombra de un frondoso pino, releía
una vez más la carta del padre Laughton mientras su caballo bebía de las aguas de la orilla mexicana del
Río Grande.
Ánimas, Nuevo México
8 de junio
Apreciado Frank
Espero que al recibo de estas breves líneas sigas gozando de buena salud y que las cosas te vayan
todo lo bien que se puede pedir en estos tiempos inciertos.
Parece ser que los designios del Señor, siempre inescrutables, vuelven a exigir que nuestros caminos
se entrelacen para que afrontemos juntos aquello que en su infinita sabiduría nos tenga preparado, cosa
que, aun a riesgo de pecar de irreverencia, ya me veía venir.
Con el correo de ayer recibí una breve carta firmada por Tom, en la que me comunica que él y el
bueno de Chaquito han sido puestos en libertad por orden directa del nuevo gobierno mexicano. Me
gustaría pensar que tras esta prematura excarcelación se halla el gesto agradecido del general Díaz por
los servicios que tan desinteresadamente prestásteis en su día a su país, pero, según explica Tom, fue la
señorita Veracruz en persona la encargada de llevar hasta el penal de Chinacos la orden de puesta en
libertad, por lo que sospecho que más bien se trata de un nuevo intercambio de favores que de una
expresión de reconocimiento.
Sea como fuere, Tom nos pide que nos reunamos con él dentro de treinta días a partir de la fecha de
esta carta en Lajitas, una posta a unas cuarenta millas de Presidio siguiendo el curso del Río Grand.
Que mi pobre alma se consuma por siempre en el Infierno si el motivo de este encuentro es celebrar una
fiesta de bienvenida.
Recibe un afectuoso saludo.
Hasta pronto.
C. Laughton
Fuera cual fuese el motivo del reencuentro con sus antiguos compañeros de fatigas, aquel pedazo de
papel daba de nuevo un rumbo a su vida que lo libraba de tener que cabalgar en soledad, destino al que la
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fatalidad y la decepción le habían empujado muy a su pesar. Dobló la cuartilla con cuidado y la introdujo
en el bolsillo interior de su chaleco de paño azul marino. Sumido en sus recuerdos, se dispuso a liar un
cigarrillo.
Hombre apuesto y varonil, de modos correctos y serenos, hijo de una honrada y bien establecida
familia de granjeros en el condado de Edmonds, territorio de Oklahoma, Frank Ritter creció siendo un
niño obediente y respetuoso cuyas ilusiones apuntaban a llegar a ser el sheriff de su comunidad y formar
una familia tan modélica como la que le había traído al mundo. Sin embargo, una vez llegada la
adolescencia, el muchacho se vio obligado a asumir que, por alguna extraña razón, ejercía una inusual
atracción sobre las damas. Aunque buen mozo, ningún rasgo de su fisonomía destacaba lo bastante como
para explicar tal magnetismo, pero no cabía duda de que, además de sus modales corteses y de ser un
buen partido, algo emanaba del joven Frank que enloquecía al sexo femenino. Todas las mujeres de
Edmond, fuera cual fuese su condición social, edad o estado civil, consideraban a Franky "el chico más
atractivo del lugar". Las que podían optar a la candidatura de esposas, ya por su juventud ya por su
carencia de ataduras legales, olvidaban toda formación moral en cuanto tenían ocasión para ofrecerse
descaradamente al irresistible Frank. Decididas a demostrarle antes del matrimonio sus estupendas
cualidades como amas de casa. Resueltas a probar sus ardientes virtudes bajo las sábanas o sobre el heno,
convencidas de que podían mejorar con creces los placeres que cualquier buscona de salón pudiera
ofrecerle. Concedían virginidad y exclusividad a cambio de la opción a ser su mujer. Sólo para él. Incluso
las había dispuestas a compartirlo, si fuera necesario... Con sólo dieciocho años, la lista de muchachas y
señoras de Edmond que habían estrechado apasionadamente contra su pecho al cada vez más sorprendido
Franky era interminable: la hija mayor de los Ingells, la de los Olleson, las dos en edad de merecer de los
Flagertty, la propia señora Flagertty, la mujer del sheriff Branigan... hasta Tía Rachel, que estaba a punto
de casarse, sucumbió en el granero familiar, una calurosa tarde de verano, a los fabulosos efluvios de su
sobrino. A los veinte, el joven Frank, todo un hombrecito ya, no podía cruzar el cercado de la propiedad
familiar sin grave riesgo para su integridad física: En las lindes de los caminos, padres y hermanos
ofendidos le salían al paso disparando sus escopetas de caza, tratando de limpiar el honor familiar
mancillado. Hordas de maridos y novios despechados trataron de lincharle en diversas ocasiones. Incluso
el reverendo Farlan visitó a la familia Ritter solicitando permiso para practicar un exorcismo sobre el
muchacho, convencido de que sólo la obra del Maligno podía explicar tamaño descabello. Y así fue que
aquella particularidad fatal, que cualquier hombre hubiera deseado para sí en sus sueños más íntimos,
arruinó todo proyecto de vida hogareña y apacible para Frank Ritter. Una fría mañana de invierno, con las
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primeras luces, Frank y su sino montaron a caballo y abandonaron las tierras que le vieron nacer para
nunca volver. Había aprendido una valiosa lección: hay determinados asuntos en los que es mejor no ser
tan servicial.
Con el cigarrillo aún sin encender sujeto entre los labios firmes, el sonido de cascos a la carrera
sacaron a Frank Ritter del laberinto de sus recuerdos. Subió el terraplén que ascendía desde el río hasta el
camino con tiempo suficiente para ver pasar a lo lejos a dos jinetes a galope tendido por el llano. Se les
oía aullar y silbar de alegría. Aún a aquella distancia pudo distinguir las figuras conocidas de sus viejos
amigos. Frank sonrió, meneando la cabeza. Tom Doniphan y Chaquito seguían con sus apuestas. Si se
daba prisa aún podía alcanzarlos.
Empezaba a caer la tarde cuando los tres hombres entraron en la cantina de Lajitas acompañados por el
sonido de sus risas y sus espuelas.
– ¡Padre Laughton! ¡A mis brazos! –vociferó jovial Tom Doniphan al comprobar que la siniestra
figura del reverendo ya les esperaba de pie junto a la ventana.
– Hola, muchachos. –El padre Laughton sonrió como lo hubiera hecho un muerto y los cuatro
iniciaron una ronda de afectuosos saludos, abrazos y apretones de manos.– Tenéis buen aspecto...
– No se puede decir lo mismo de usted, padre –bromeó Doniphan–. Fíjese, fíjese en mí... –añadió
mientras daba una vuelta completa sobre sí mismo para que se le pudiera ver bien, a él y a su impecable
traje de corte sureño. Entre las posibles virtudes de Tom Doniphan no se contaban ni la discreción ni la
modestia.– ¡Cantinero! ¡Cantinero! ¿Es que nadie va a atender a estos gaznates resecos? –reclamó en un
español tosco mientras sus compañeros se sentaban alrededor de la mesa entre risas.
– Ya va... ya va... –La figura rolliza del señor Pedro salió por la puerta del fondo secándose las manos
en el sucio delantal. Cuando puso la vista encima de los recién llegados parpadeó repetidas veces sin dar
crédito a lo que veían sus ojos.– ¿Coronel? ¿Coroneles? –dijo mirando primero al escandaloso gringo
vestido como un figurín del Mississipi y luego a los otros dos– ¡Ay, virgencita! ¡¿Coronel Doniphan?!
¿No se acuerdan de mi? ¿Estos son sus amigos, padrecito? –Los cuatro hombres, sorprendidos ante la
inesperada familiaridad del tabernero, fijaron su atención sobre el hombrecillo, que con los brazos
extendidos y visiblemente alborozado se acercaba hacia ellos. – ¡Soy Pedro! ¡Pedrito, el de la trompeta!
Tom Doniphan fue el primero en reconocerlo.
– ¡Pedrito! ¡Por los cuernos del toro Vindicator! ¡¿ Pero qué haces tú aquí?! –Claro que lo recordaban.
¡Cómo iban a olvidarlo!
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– ¡Ay, mamacita! ¡Están vivos! ¡Hijo! ¡Pedrito! ¡Vete a buscar a Benito, corre! ¡Mira quién vino! –al
hombre se le saltaban las lágrimas de alegría y no sabía por cuál de los coroneles empezar a saludar.
Aquella inesperada coincidencia desató en torno a la mesa otra ronda de saludos y una riada de viejos
recuerdos. Doniphan presentó al padre Laughton, explicándole cómo Pedro y Benito, ahora herrero de la
posta, habían luchado a sus órdenes en la guerra de México contra los invasores franceses. Los dos
antiguos soldados de la leva mexicana guardaban en sus corazones un justo agradecimiento por la ayuda
prestada por aquellos tres hombres a su pueblo en aquellos tiempos difíciles.
– ¡Esto hay que celebrarlo! –anunció el señor Pedro.
Con esas palabras, la cantina se convirtió en un dicharachero trajín Los humildes habitantes de Lajitas
entraban y salían de la taberna para conocer y saludar a los "coroneles", personajes de los que habían oído
un sinnúmero de historias contando sus aventuras. Los pocos chiquillos del lugar correteaban por el local
excitados por la inesperada alteración de la rutina. El tabernero arengaba a sus familiares para que
trajeran comida y bebida, juntaran mesas, pusieran farolillos... todo le parecía poco al buen hombre para
festejar la ocasión.
Entre todo el ajetreo, entró por la puerta el borrachín que apenas unas horas antes había estado a punto
de pasar a mejor vida por su imprudente regurgitar. Le dolía la cabeza y no alcanzaba a comprender el
motivo de tanto alboroto. Mirando de reojo a los recién llegados, masculló un saludo y fue a sentarse al
otro extremo del local. Mientras esperaba a ser atendido, se dedicó a observar a los tres tipos que ahora
acompañaban al chiflado del alzacuellos. Desde luego, si había que juzgarlos por su apariencia y la forma
de llevar sus revólveres, más que oficiales de ningún ejército parecían un grupo de pistoleros de lo más
pintoresco. Si el supuesto cura ya resultaba singular, los otros no le iban a la zaga:
El que parecía más tranquilo vestía con el recato de un sheriff; sólo le faltaba la estrella. El otro, el de
la voz estridente, tenía los modales y la complexión de un vaquero tejano, pero lucía un atuendo
apropiado para las mesas de juego de cualquier casino de lujo. Pero el que más llamaba la atención era el
mestizo. Vestido con un simple jorongo de manta que ocultaba lo que llevara debajo, un pantalón de
cuero grasiento y unas curtidas botas de montar con espuelas, aquel hombre nacido de sangre yaqui y
mexicana daba miedo. Era alto, moreno, cojeaba levemente de su pierna derecha y, sobre todo, era feo,
muy feo. En su rostro ovalado y rojizo todo era exceso: la boca y los dientes amarillentos, demasiado
grandes; la nariz, demasiado ganchuda; las orejas, enormes; la frente, estrecha; los ojos oblicuos e
inexpresivos, permanentemente entrecerrados, parecían cubiertos por una película de agua turbia, como si
estuvieran a punto de llorar. Bajo el garfio de la nariz, enmarcando unos labios duros y descontentos, le
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brotaba un enorme bigotón, denso y recio, como si llevara una herradura clavada en el rostro. Una trenza
le recogía la larga cabellera negra, dejando al descubierto un cuello ancho y marcado para siempre por
una cicatriz espantosa, que no debía de ser la única. Un flamante Winchester del 73 parecía la
prolongación de su brazo derecho.
– ¡Anita, mujer! ¡Atiende al señor! –indicó el cantinero a su esposa, señalando con la cabeza al
desaliñado criollo, al que la algarabía de la animada conversación vecina, mezcla de inglés y español, y el
griterío de los niños le resonaban en la caja del cráneo. La risueña y pachorruda señora Anita se acercó
hasta la mesa llevando ya con ella un vaso y un jarro de aguardiente.
– ¡Tome lo que quiera, amigo! ¡Invito yo! –ofreció Tom Doniphan desde su mesa, alzando su vaso y
guiñándole un ojo al desmejorado vecino de mesa. El otro alzó el suyo sin demasiado entusiasmo, lo justo
para devolver la cortesía. No estaba para fiestas.
La cantina de Lajitas se llenó con el aroma del mole y las tortillas recién hechas. El pulque fresco
corría entre los allí reunidos, alegrando progresivamente el improvisado festejo. Las anécdotas, los
recuerdos, y las circunstancias más recientes de cada cual fueron materia de animada conversación hasta
entrada la noche. Luego, uno trajo una guitarra y el señor Pedro sacó su vieja trompeta. Sonaron corridos
y serenatas que hicieron que hasta el bebedor solitario se lanzara a bailar, animado por el aguardiente. Por
fin, de madrugada, los amables lugareños se fueron retirando a descansar, dejando que el silencio ocupara
el lugar que le correspondía a aquellas horas. Chaquito dormitaba satisfecho en un rincón, con su
inseparable rifle sostenido entre sus brazos; el borrachín, inclinado sobre su mesa, balbucía de tanto en
tanto palabras ininteligibles que sonaban a maldición; el afable matrimonio de mexicanos recogía aquí y
allá los restos más aparatosos de la fiesta. Sentados junto a la ventana, Doniphan, Ritter y el padre
Laughton apuraban sus vasos en silencio.
– Bueno, Tom, nos tienes en ascuas... –dijo por fin Frank Ritter–. ¿De qué se trata esta vez? –El
reverendo fijó su mirada abisal sobre los ojos de su viejo amigo. También quería saber. Tom Doniphan
los miró a ambos, incapaz ya de eludir lo que era inevitable. Se pasó un dedo por el fino bigote que
adornaba su rostro curtido y cuadrado.
– Je... –sonrió levemente– si quieren que les diga la verdad, amigos... pues, poco es lo que sé. Parece
un trabajo fácil... veréis...
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En el patio trasero, don Pedrito, en un último arrebato de nostalgia, arrancó de su trompeta las trágicas
notas de aquella tonada que tantas veces había tocado para templar el ánimo de los hombres que iban a
morir en el campo de batalla.
El sol de las primeras horas de la mañana anunciaba un día tan caluroso como el anterior. Entre las
ruinas del viejo asentamiento maya descubierto por las excavaciones, Doniphan, Ritter y el padre
Laughton continuaban la discusión que unas obligadas horas de sueño habían dejado en suspenso la
noche pasada. Chaquito, hombre que de por sí hablaba menos que una figura de yeso, consideraba que
poco había que discutir; murmurando incomprensibles invocaciones en la lengua de sus ancestros indios,
se había negado en redondo a acercarse a los restos del antiguo poblado, quedándose en las cuadras
atendiendo a los caballos.
– ¿Y qué queríais que hiciera? –trataba de justificarse Tom Doniphan. En mangas de camisa, su planta
de vaquero tejano se hacía más patente – La oferta no era tan mala: Nos sacaban de la cárcel, mil dólares
por adelantado y otros cuatro mil al terminar el trabajo. Lo único que tenemos que hacer es localizar y
escoltar a un fulano que andan buscando. No parece complicado...
– ¿No te parece demasiada generosidad sólo por traerles a un anciano desaparecido, Tom? –replicó
Ritter con retintín. Apoyado contra lo poco que quedaba de una pared medio derruida, liaba un cigarrillo.
A pocos pasos, la espigada y oscura figura del reverendo guardaba silencio mientras contemplaba el
horizonte verdoso al otro lado del río.
– ¡Demonios, Frank! ¡Después de casi dos años desmenuzando rocas en aquel pedregal en medio del
desierto, si me hubiera pedido que le trajera los clavos de Cristo habría aceptado! Además, ya sabéis lo
persuasiva que puede llegar a ser Sarita cuando se lo propone... Las cosas han cambiado, Frank. Ahora
están en el gobierno, tienen dinero. Nos debían un favor... –Gesticulando y dando grandes zancadas entre
los escombros arenosos, Tom repetía a sus amigos y a sí mismo los argumentos que le había dado
Margarita Veracruz.
– Esa mujer acabará por mandarnos a todos al infierno... y además con los bolsillos vacíos– rezongó
Frank Ritter, molesto por la ligereza con la que Tom y Chaquito se habían dejado convencer, una vez
más, por aquella astuta, vivaracha y, por qué no admitirlo, atractiva mujer.
El graznido de un zopilote que revoloteaba en busca de su carroña matutina pareció secundar esta
última observación y sacó al padre Laughton de su aparente estado contemplativo.
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– ¿Y cómo dices que se llama nuestro hombre? –Al tiempo que formulaba la pregunta, extrajo del
bolsillo interior de su ajada levita un cuadernillo de tapas forradas en piel, de cuyo lomo colgaba un
pedazo de lapicero perfectamente afilado.
– Baldomero Marqués. Debe rondar los sesenta. Al parecer salió de México cuando las cosas
empezaron a ponerse feas para Maximiliano y se instaló en un rancho al suroeste de Texas, entre Uvalde
y Bandera. Y eso es todo...
– No es mucho ¿no crees? –añadió Ritter, socarrón, exhalando una bocanada de humo en dirección al
ave de rapiña que describía amplios círculos sobre sus cabezas.
– Eso mismo dije yo, pero ella tampoco parecía saber mucho más... Su gente se pondrá en contacto
con nosotros cuando lleguemos al condado de Uvalde. Hay un viejo molino en la bifurcación del río
Nueces. Tenemos dos semanas para llegar allí... Parece que lo importante era que nos pusiéramos en
marcha cuanto antes...
– Ya... –murmuró Frank Ritter, sin pizca de convicción.
– Ba... Ba... Basilio... Bart... –El reverendo pasaba las hojas del cuaderno y revisaba cuidadosamente la
extensa relación de nombres que contenía– Baltasar... Blake... Baldomero Velasco... No, este ya está...
Humm... Pues no, no consta. –Una vez realizada la comprobación, humedeció la punta del lápiz con la
lengua y añadió el nuevo nombre a la larga lista.– Baldomero Marqués. Listo. –Y devolvió el cuadernillo
a su oscuro refugio.
– Pero padre, apenas sabemos nada de ese hombre. ¿No le parece demasiado pronto para... incluirlo en
su lista? –Tom sabía, como lo sabían Frank y Chaquito, lo que significaba estar apuntado en la libreta del
padre Laughton. Aquel siervo del Señor se tenía por el brazo ejecutor de la justicia divina y en aquellos
papeles encuadernados apuntaba a toda oveja descarriada que se cruzaba en su camino.
– Nunca se sabe, hijo. Nunca se sabe. El Mal anida donde menos te lo esperas –advirtió el padre,
levantando el dedo índice de su diestra–. Si lo buscan, por algo será... De momento, sólo tomo nota. No le
pongo ninguna cruz. Si está libre de pecado, nada tiene que temer.
El procedimiento del reverendo no podía ser más sencillo: Una falta grave significaba una cruz y la
piadosa llamada a abandonar la senda que sin duda acabaría por llevar al interesado hasta las mismas
puertas del Infierno. La reincidencia costaba otra cruz y hacía fruncir el ceño al reverendo a causa de la
desaprobación, pero la paciencia y compasión del Todopoderoso eran infinitas y el pobre diablo
obstinado en perderse aún podía redimirse. Acumular una tercera cruz significaba la triste confirmación
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de que nada podía hacerse ya por aquella alma. Para el padre Laughton, la persona con tan nefasto
palmarés estaba muerta. De eso se encargaba él.
– ¡Bah! ¡Al diablo con todo! ¡Acabemos con esto cuanto antes! –Frank Ritter tiró al suelo lo que
quedaba de su cigarrillo, aplastándolo con la punta de su bota. Los tres hombres intercambiaron miradas
cómplices que sólo se producen entre aquellos que alguna vez se han salvado la vida mutuamente.
Sonrieron. Poco más había que decir.
– ¿Y qué piensa Chaquito de todo este asunto ? –preguntó Ritter, aún sabiendo la respuesta de
antemano.
– ¿Chak? ¡Seguramente nos estará esperando montado ya en su caballo! –respondió Tom, que conocía
como nadie a su inseparable amigo mestizo. Entre comentarios jocosos y risas, recorrieron el escaso
centenar de metros que separaban las ruinas de la posta.
Efectivamente. Cuando los tres hombres enfilaron por la calle de Lajitas, Chaquito ya les esperaba
sentado a la puerta de la cantina, con las monturas preparadas para partir. A veces parecía ser capaz de
anticipar los acontecimientos.
– Pues tendríamos que irnos ya... –anunció el mestizo con su voz rasposa y señalando con el rifle hacia
el despejado cielo. En el aire, ya eran cuatro los zopilotes que acechaban, lo cual para Chaquito era un
claro indicio de que había llegado el momento de iniciar camino.
– Claro, Chak, ya nos vamos. No te preocupes, amigo –le tranquilizó Doniphan con su español
chapurreado, sabedor de lo importantes que eran las "señales" para su grotesco compadre. Los cuatro
entraron en la taberna para despedirse de sus amables anfitriones y tomar un último trago–. ¡Pedrito!
¡Señor Pedro! ¿Tiene mi chaqueta lista? ¡Nos vamos ya!
– Claro, coronel. Ahorita se la traen –respondió el señor Pedro desde detrás de la barra– ¡Anita!
¡Anita, trae la chaqueta del señor! ¡Los coroneles se van ya!
Apenas una hora después, los cuatro hombres subían a sus caballos rodeados por la casi totalidad de
los habitantes del lugar.
– ¿Van muy lejos, señores? –Era el borrachín el que preguntaba. Aquella mañana, afeitado y con los
tirantes en su sitio, tenía un aspecto mucho más presentable que el día anterior.
– Vamos hacia el norte. Tenemos que atender unos asuntos en Texas –mintió Frank Ritter sin
inmutarse–. Cuídese, amigo –añadió llevándose una mano al ala del sombrero.
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– ¡Nos vamos, amigos! ¡Hasta pronto! –voceaba encantado Doniphan, saludando a diestro y siniestro
con su impecable sombrero. Chaquito, impaciente, escrutaba el cielo con sus ojos húmedos. Las aves
carroñeras habían desaparecido. El reverendo terminó de ajustarse el sombrero, hizo una leve inclinación
de cabeza hacia la concurrencia y fue el primero en espolear su caballo, abriendo la marcha.
– ¡Vuelvan cuando quieran! ¡Aquí tienen su casa, ya saben! –se oyó decir al señor Pedro entre el
repicar de los cascos de los caballos.
Dejando tras de sí una nube de polvo, los cuatro jinetes se alejaron al trote y dirigieron sus monturas
camino del vado que permitía cruzar las aguas del Río Grande, hacia territorio tejano. Cuando se
perdieron de vista, las gentes de la posta volvieron a sus quehaceres cotidianos, devolviéndole al lugar su
pulso habitual. Poco después, en la calle de Lajitas sólo quedaba la figura del bebedor solitario, que
frotándose la barbilla recién rasurada contemplaba cómo la polvareda se esfumaba lentamente ante sus
ojos.
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Capítulo 2
– ¡Garrison! ¡Garrison, venga a mi despacho! – Con los pulgares en las sisas de su chaleco de raso
bordado, J. Q. Durkham, plantado frente a uno de los ventanales de su oficina, observaba la actividad en
la calle principal de Faketown sin prestar demasiada atención. Alrededor de su silueta gordezuela
maniobraba un sirviente negro, afanado en cepillarle la chaqueta que llevaba puesta.
– ¡Garrison! –insistió impaciente la voz ligeramente nasal de Durkham. En la puerta, sonaron dos
golpes de nudillos y Alex Garrison entró en el despacho sin esperar respuesta.
– ¡Garrison, he tenido una idea excelente! –anunció Durkham encarando a su contable, secretario y
consejero. Al moverse, las cerdas del cepillo que recorría las solapas de terciopelo de la chaqueta frotaron
la incipiente papada de Durkham, arrancándole un respingo–. ¡Ya basta, Sam! ¿Qué quieres, degollarme?
–gruñó al tiempo que descargaba un pescozón sobre el criado–. ¡Largo! –El mozo, embutido en una
chaquetilla de servicio blanca que le iba pequeña, se apresuró a salir de la estancia, frotándose el cogote y
sopesando la posibilidad de cambiar el cepillo por una buena navaja de barbero. Garrison inclinó
levemente la cabeza y miró a su jefe por encima de las gafas. Cerrando la puerta tras el criado puntualizó:
– Se llama Jeremías...
– ¿Y eso que importa? –Para J.Q. Durkham todos los negros se llamaban Sam del mismo modo que
todos los chinos se llamaban Chang.– Siéntese, Garrison. Se me ha ocurrido esta mañana, mientras
desayunaba... –Alex Garrison, acostumbrado a las ocurrencias de su patrón, dejó su portapapeles sobre la
enorme y pulimentada mesa del despacho y fue a acomodarse en uno de los sillones tapizados que la
enfrentaban. Se ajustó las lentes sobre la nariz y cruzó los dedos sobre su regazo, paciente. El orondo
Durkham se echó las manos a la espalda e inició un paseo por la alfombra que cubría casi todo el suelo de
la habitación.
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– Faketown necesita un periódico –anunció entusiasmado a la vez que buscaba en el aún joven rostro
de su secretario algún indicador de aprobación. Garrison no movió ni un músculo y se limitó a seguir el
paseíllo con sus ojos ligeramente saltones–. Con muchas secciones y litografías. Podríamos distribuirlo
por todos los condados vecinos... –continuó, desgranando todos los detalles de su reciente idea,
contemplando ahora el mapa de Texas y territorios circundantes que, finamente enmarcado, colgaba de
una de las paredes de la oficina. Cuando se ponía así, Garrison se acordaba de un niño gordito y bastante
fantasioso, de sus tiempos de escuela, allá en Nashville. Durkham aparentaba más edad de la que tenía
realmente, sensación a la que una prematura calvicie contribuía en gran medida, y cualquiera que lo viera
por primera vez podía confundirlo fácilmente con un honrado hombre de negocios. Sin embargo, nadie
mejor que Garrison sabía cuán equivocada podía llegar a ser esa primera impresión.
– ¿Y bien? ¿Qué le parece? –dijo Durkham cuando hubo terminado su divagación, inclinando su rostro
redondo y sonriente sobre su empleado, esperando una respuesta.
– Interesante. Muy interesante... aunque supondría una considerable inversión. Por no hablar del
volumen de trabajo que representaría. Haría falta personal entendido... redactores, linotipista... unas
instalaciones adecuadas... –Garrison,, con toda seriedad, inició una larga enumeración de escollos a salvar
para llevar adelante un proyecto como aquél, sabedor de que aquella era la mejor manera de disuadir a su
jefe de algunos de los delirios de grandeza y respetabilidad que le asaltaban de tanto en tanto– ...y haría
falta una persona de total confianza que se encargara de dirigirlo, claro está...
– He pensado que podría encargarse Clifford... –apuntó Durkham, que empezaba a enfurruñarse ante
la posibilidad de que su castillo de arena se viniera abajo.
– Me temo que no va a ser posible, señor. Clifford abandonó la ciudad hace un par de semanas. Tengo
entendido que se dirigía a Nuevo México... –atajó Garrison, con una mueca de fingida contrariedad.
– ¡Vaya! ¡¿Así, sin avisar?! ¡Le encargué mi árbol genealógico! ¡Y había empezado a dictarle mis
memorias! ¡Maldita sea! ¡¿Pero que mosca le habrá picado a ese condenada rata de biblioteca?!
– Bueno... no estoy seguro. Dejó pendiente de pago una abultada cuenta en el almacén de víveres. Le
dijo al señor Dril que llevaba varios meses sin cobrar...
– ¡Cobrar, cobrar...! ¡¿Y el deber? ¿Eh? ¿Qué pasa con el deber?! –estalló, dando un golpe sobre la
mesa con uno de sus puños regordetes. La contrariedad empezaba a teñir de rojo sus mejillas y sus
diminutos ojos empezaron a chispear furiosos. Cuando se trataba de alguien que no podía poner en
peligro sus intereses, Durkham solía olvidar lo complicado que puede resultar cumplir cualquier tipo de
obligación con el estómago vacío.
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– Desde luego, desde luego. El deber es lo primero, señor Durkham, lo primero –asintió Garrison
condescendiente, poniéndose en pie. Echó mano del portafolios y de su interior extrajo un sobre sellado–.
Y hablando de deber, el correo de esta mañana ha traído una carta de Houston. –El secretario tendió la
correspondencia a su jefe, provocándole un inmediato efecto sedante.
– ¡De Houston! ¡Por fin! ¡Deme, deme! –Durkham cogió el sobre y mientras lo abría se acercó hasta el
ventanal para leer su contenido a la luz del mediodía. Mientras tanto, Garrison se apartó con discreción
hasta llegar frente al espejo que adornaba una de las paredes forradas de tela del lujoso despacho. Se
ajustó el corbatín, sacudió una arruga en el pantalón de su bien cortado traje gris, y se felicitó a sí mismo
por haber conducido la situación con tanto tino. ¡Un periódico! ¡Menuda ocurrencia! ¿Quién iba a leer la
prensa en aquel nido de serpientes?
Aparte de lo ponzoñoso de la expresión, llamar "nido de serpientes" a aquella población resultaba de
los más acertado. El pueblo, bautizado por sus verdaderos fundadores como Flaketown precisamente por
la gran cantidad de crótalos y otros reptiles que poblaban la zona, había crecido a partir de uno de los
muchos campamentos de mineros que probaron suerte en aquellas tierras poco antes del inicio de la aún
reciente guerra civil en los Estados Unidos. Si bien los que eligieron aquel emplazamiento en busca de
metales preciosos dieron muestras de poseer un nefasto ojo prospector, en poco tiempo suplieron tal
deficiencia desarrollando un agudo olfato para los negocios: Si ellos no habían encontrado ni una sola
pepita ¿por qué no construir un lugar en el que otros más afortunados pudieran ir a gastar las suyas? Así,
donde se levantaban tiendas de campaña y toscos barracones se edificaron almacenes de herramientas y
alimentos, una herrería, establos, un par de tabernas, un hotel, un salón, una estafeta de correos...
Rápidamente, los mineros del Campamento Lancaster, desde el este, y los del Campamento Stockton,
desde el oeste, marcaron en sus manoseados mapas a la recién nacida parroquia como punto
imprescindible de abastecimiento y recreo; en menos de dos años, Flaketown había crecido lo bastante
como para que los viajeros que por una otra razón recorrían aquella comarca al sur del río Pecos
desviaran su camino para satisfacer las necesidades que su cuerpo o su ánimo pudieran padecer. No era
mejor ni peor sitio que otros de igual condición, simplemente se trataba de un pueblo que trataba de
medrar, como otros tantos, en el corazón del vasto y todavía medio salvaje territorio de Texas. Y así fue
hasta que Durkham y sus hombres llegaron a Flaketown.
En honor a la verdad, habría que decir que J.Q. Durkham, a pesar de sus arrebatos fantasiosos, era un
lince para todo tipo de negocios. Empujado por una ambición desmedida, sólo comparable a su absoluta
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falta de escrúpulos a la hora de lograr sus propósitos, y guiado por un penetrante sentido de la
oportunidad, había sabido sacar provecho hasta de las situaciones más turbulentas. Traficante de todo lo
traficable, mañoso con la extorsión y el chantaje, ducho en el juego de influencias. La guerra contra los
indios, la Civil, los diversos conflictos bélicos en México, y una participación nunca demostrada en el
desfalco de los fondos de la compañía ferroviaria Crédit Mobilier le habían servido para amasar una
considerable fortuna; con estas referencias, no eran pocos los que le auguraban una provechosa carrera
política. Incapaz de acertar con el revólver a un tonel a más de diez pasos, Durkham, hombre reacio a
ponerse a tiro de bala, siempre tuvo buen cuidado en que fueran otros con más puntería y menos luces los
que se encargaran de despachar el trabajo sucio y guardarle las espaldas. Así fue que individuos de la
calaña de Cherokee Bob, Pete el Francés o Kanaka Joe, pistoleros buscados en varios estados, entraron al
servicio de aquel tipejo regordete y bien vestido que tenía contactos y, sobre todo, sabía cómo ganar
pasta. Pasta en abundancia. El contrato no tenía letra pequeña: Jugársela a J.Q. Durkham era lo mismo
que meterse una bala en la sien. Simplemente había que hacer lo que él dijera. Fácil.
Durkham y su caterva no necesitaron mucho tiempo para hacerse los amos de Flaketown. Abrieron
otro salón con mesas de juego, otro hotel y un burdel en toda regla. Con ellos, llegó nueva clientela y de
la noche a la mañana el pueblo se convirtió en el cuartel general de los negocios y tejemanejes de
Durkham. Al sheriff, se le hizo una oferta clara: podía aceptar un buen sueldo, o un caballo, o un balazo.
El brazo de la ley optó por el fajo de billetes y no hubo más que hablar. En vista del panorama, los hubo
que vendieron lo que pudieron y montaron en sus carretas para buscar fortuna en paisajes más tranquilos.
Otros prefirieron arriesgarse. El número de indeseables, tiroteos y trifulcas había aumentado, de eso no
había duda. Pero la creciente actividad en el pueblo, por turbia que fuera, dejaba sabrosos beneficios. Se
trataba simplemente de no meter las narices donde no se debía.
La reputación del lugar se extendió rápidamente. Aventureros y oportunistas de todas las categorías
acudían a Flaketown, ya fuera en busca de diversión o, simplemente, de un lugar donde pasar
desapercibido y en el que poder quemar alegremente un dinero mal ganado. En los bulliciosos locales del
pueblo, se dilapidaban verdaderos dinerales sobre las mesas de juego durante interminables veladas de
humo, whisky y can-can; se rumoreaba que hasta el mismísimo Jack Hamill tenía intención de llegarse
hasta allí para probar suerte con los naipes. Fue precisamente en uno de esos saraos nocturnos donde la
lengua estropajosa de Cherokee Bob, borracho como una cuba, se comió una "l" cuando lanzaba tres
hurras por aquel pueblo que ahora les pertenecía:
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– ¡¡Vamos, buchachoss...!! ¡Vamosss...!... –salpicaba, agitando su whisky e incapaz de mantenerse en
pie–. ¡¡Tress hurasss porr...!! ¡¡Faketown!!.. ¡¡Hip hip...!!??–Los presentes rompieron a reír ante el
fortuito juego de palabras chapurreado por el malcarado pistolero. Durkham, lloraba de risa por la
ocurrencia. Al día siguiente, el propio Cherokee y algunos de sus hombres cambiaron el cartel de madera
en la entrada del pueblo, anunciando al viajero el nuevo nombre del lugar.
Garrison se entretenía frente al mapa en la pared mientras su jefe, en silencio frente al ventanal,
terminaba de leer la carta. El contable dibujaba mentalmente el trazado de los nuevos tramos de
ferrocarril que habían anunciado las compañías. El ferrocarril era un buen negocio. Durkham ya había
sacado tajada y seguía haciéndolo en muchos de sus negocios. Pero él hablaba de invertir en serio...
– Bueno, bueno... –Durkham dobló el papel, lo puso cuidadosamente en su sobre y guardó la carta en
el bolsillo interior de su elegante levita marrón. Parecía satisfecho–. Buenas noticias, señor Garrison,
buenas noticias. Los negocios van bien...
– Vaya, le felicito. Y me alegro. Si son buenas noticias para el negocio, lo son para todos...–repuso
Garrison, olvidándose del mapa y volviendo su atención hacia la complacida figura que se recortaba
frente al ventanal. Durkham observaba la llegada de un carro escoltado por un grupo de jinetes. Era
Stillson y sus hombres, que regresaban de hacer un encargo.
– Lo son, amigo mío, lo son... Mire, Stillson acaba de llegar –cambió de tema–. Vayamos a ver que ha
traído ese zoquete –Garrison sabía que era preferible no insistir sobre la carta.
– No se moleste, señor. Ya me encargo yo. Tenía que bajar de todas formas a los almacenes. Echaré un
vistazo a la carga. –El secretario cogió su carpeta y se dispuso a salir.
– Bajaré con usted de todos modos –insistió Durkham, cogiendo su sombrero del perchero–. Me
gustaría hablar con Stillson. Tengo entendido que conoce bien el sureste de Texas...
– Eso dicen.. ¿Puedo saber de qué se trata, señor?...–preguntó Garrison mientras le abría la puerta a su
jefe–. ¿Nuevas incursiones? No sé si Stillson será el más indicado...
– ¡Oh, sí! Stillson servirá. Sólo se trata de ir a reconocer la zona. A echar un vistazo... –interrumpió
Durkham, quitándole importancia al asunto.
– Ah, bien, bien... como usted diga –acató Garrison, armado de paciencia. Cerró la puerta tras ellos y
los dos bajaron hasta la planta principal del Diamonds Saloon. En el local, los empleados se afanaban en
tener todo a punto antes de volver a abrir sus puertas. Junto a la entrada del establecimiento, dos
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individuos armados se pusieron en pie al ver bajar a Durkham y su secretario, adelantándose a salir del
establecimiento para comprobar que en la calle reinara la tranquilidad. Sabían cuál era su trabajo.
A esas horas de la mañana, las calles empezaban a hormiguear de actividad. De no ser por la excesiva
presencia de individuos con el revólver a punto pululando por las cantinas y salones, o sentados al
resguardo de la sombra de cualquier tejadillo, Faketown hubiera parecido un pueblo de laboriosos y
modestos comerciantes. Los hombres de Stillson ya descargaban el carro frente a uno de los almacenes.
Caminando al resguardo de los porches, Durkham, Garrison y su escolta se dirigieron hacia allí.
– Podríamos empezar por una hoja dominical... Eso simplificaría las cosas, para empezar... –rumiaba
Durkham mientras caminaban, sin abandonar aún la idea del papel impreso. Garrison tomo aire por la
nariz, se ajustó las gafas y fingió escuchar mientras se sumía en sus propios pensamientos. No le gustaba
lo de las incursiones, pero estaba claro que había alguien interesado en mantener la zona caliente. ¿A qué
venía ahora mandar al sureste a un bruto como Stillson?
Capítulo 3
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Una vez cruzado el paso, los cuatro jinetes habían cabalgado hacia el norte siguiendo el curso de la
Lengua Muerta, un afluente que cruzaba la densa cordillera de las colinas Horsehead hasta desembocar
en el torrente principal del Río Grande. Ya habían dejado atrás, por el oeste, las angulosas aristas de los
Montes Chisos, con su tupidos bosques de pinos y abetos cubriendo sus faldas. Con las últimas luces del
día acamparon junto al riachuelo, aprovechando el claro abierto por una garganta natural que atravesaba
la elevada franja de cerros que venían bordeando desde primeras horas de la tarde.
– Podemos pasar por aquí, cruzar la siguiente veta de colinas y seguir hacia el este hasta la encrucijada
del camino de Bracketts Spring –Frank Ritter y Tom Doniphan examinaban desde una loma una posible
ruta para la próxima jornada. Tom asintió. Un poco más abajo, junto al riacho, el padre Laughton
preparaba café en el pequeño fuego recién encendido. Chaquito, después de desensillar y abrevar a los
caballos, había desaparecido entre los desniveles y el boscaje circundantes en lo que él consideraba una
imprescindible labor de reconocimiento del terreno.
– Deberíamos evitar los caminos principales siempre que sea posible... –añadió Ritter mientras
descendían del montículo para reunirse con el reverendo junto al improvisado hogar. Sobre las llamas, la
cafetera empezaba a expeler los aromáticos vapores de la infusión– Puede que aún no se halla enfriado el
asunto del tren...
– ¡Demonios, Frank, siempre tan optimista! –bromeó Doniphan– Han pasado casi cuatro años desde
aquello. Te apuesto veinte dólares a que no hay un solo Ranger que lo recuerde.
– Será mejor que no tentemos a la Providencia –dijo el padre Laughton ladeando la cabeza. No había
participado en lo del tren, pero no confiaba en la mala memoria de los policías tejanos tanto como su
compañero. Estaba convencido de que la imagen de Chaquito podía evocar los recuerdos más ocultos aún
en el Ranger más distraído– ¿Un poco de café? –ofreció Laughton.
– Sí, tomaré un poco. Gracias –accedió Frank, sacando de entre sus enseres de viaje un jarrito metálico
en el que verter el líquido humeante.
– Yo no. Preferiría comer algo antes –Doniphan examinaba el polvo que había vuelto a acumularse
sobre su elegante vestimenta– Será mejor que me cambie de ropa... sería una lástima estropear un traje
como este –Se quitó la levita, la dobló con sumo cuidado y fue a guardarla a sus alforjas, de las que sacó
una chaqueta de piel vuelta, bastante usada y adornada con flecos en las costuras. El mismo recorrido
hizo el corbatín para ser sustituido por un no menos gastado pañuelo de vaquero– Habrá más ocasiones
de lucirlo. Cuando acabemos con esto, pienso recorrer todas las mesas del sur de Luisiana... –
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Interrumpiendo los planes futuros de Doniphan, Chaquito salió de entre lo más espeso de la vegetación al
pie de la colina, con su paso renqueante y el Winchester en la diestra. Se acercó hasta el fuego y arrojó un
puñado de hierbajos que traía en la otra mano, mezclados con lo que parecían ser excrementos resecos de
algún animal silvestre, provocando una humareda densa y el chisporroteo de las llamas.
– ¡Maldita sea, Chaquito! ¿Para qué diablos son esas hierbas? –se quejó Ritter, entre toses y
apartándose del fuego. El mestizo extendió el brazo y con la mano abierta hizo un gesto recorriendo el
paisaje circundante:
– No hay pumas –sentenció, como si tal afirmación fuera explicación suficiente a sus maniobras
pirotécnicas.
– Está bien, Chak. Con esos gatos, toda precaución es poca ¿verdad? –dijo Doniphan comprensivo y
más acostumbrado a la excesiva cautela que ponía su inseparable amigo en lo tocante a los pumas.
Después de todo, se podía decir que uno de esos sigilosos carniceros había sido la causa de que el tejano
y el mestizo se hubieran conocido, hacía ahora quince años.
Por aquel entonces, Tom paseaba su apostura de veinteañero bullicioso por los territorios limítrofes
con México desde El Paso hasta Yuma. Sabiendo manejar un arma y aficionado ya a la suerte de los
naipes, alternaba las timbas con trabajos esporádicos en los pueblos por los que pasaba llevado por su
inquieto deambular en busca de fortuna. Una mañana de invierno, el joven Doniphan recorría los límites
del desierto de Sonora a lomos de su caballo amaestrado Séneca, hermoso e inteligente ejemplar que le
acompañaba desde que dejara el modesto rancho paterno y que, lamentablemente, le acabarían robando
años después. Fue precisamente el despabilado animal el que, guiado por su instinto, llevó a su jinete
entre las rocas blanquecinas hasta la charca junto a la cual yacía el cuerpo malherido y ensangrentado de
un muchacho mestizo. Tom desmontó y acudió a prestar ayuda a aquel desdichado. La figura atlética del
joven, que también debía rondar la veintena, presentaba una enorme herida en el lado derecho del cuello
y numerosos arañazos en su desnudo torso cobrizo. Había perdido mucha sangre y apenas respiraba. A
pocos metros, los restos de un puma, abierto en canal desde el vientre hasta el pecho, un puñal teñido de
grana oscuro y un par de odres vacíos explicaban el trágico suceso. Tras contener la hemorragia como
buenamente pudo, Tom Doniphan cargó sobre su caballo el cuerpo desvanecido y, siguiendo el rastro
todavía reciente, lo condujo de vuelta al poblado yaqui del que seguramente procedía. Compañeros de
aventuras desde entonces, acabaron siendo inseparables.
31
La oscuridad de la noche fue ocupando el firmamento como si fuera una anilina negra disolviéndose
por el despejado cielo sobre las colinas Horsehead. La luna, menguante y comedida, hizo acto de
presencia antes de que las estrellas se dejaran ver. Un par de grillos iniciaron su cantinela acompañados
por el casi inaudible rumor del agua resbalando por los cantos del torrente. En torno a la lumbre, los
cuatro viajeros dieron buena cuenta de algunas de sus provisiones, envueltos por los olores mezclados del
tocino frito, las patatas asadas y el café. Después del modesto refrigerio, recostados sobre sus respectivas
sillas de montar, Ritter liaba un cigarrillo mientras Doniphan, con un purito entre los dientes, practicaba
un complejo barajado del juego de naipes que siempre llevaba consigo. El nueve de tréboles que debía
quedar en la parte superior del mazo no acababa de responder a la intrincada maniobra. Laughton había
sacado un mapa deslucido y lo examinaba detenidamente junto a la hoguera, su rostro iluminado por las
sinuosas lenguas de fuego que le acentuaban sus ya de por sí fantasmagóricos rasgos. Atados a un árbol a
escasos metros, los caballos parecían atender a las arcaicas expresiones indias que Chaquito les dirigía,
entre trago y trago de mescal, mientras los acomodaba para pasar la noche.
– Si queremos estar en Uvalde en dos semanas deberíamos cruzar el Pecos por Martins Spring –dijo
Laughton con un dedo puesto sobre un punto en el mapa. Ritter se incorporó y se acercó hasta el
predicador, acuclillándose a su lado. Tomó del fuego una ramita candente, encendió su cigarrillo y fijó la
atención en el mapa extendido en el suelo. Los grillos callaron un instante.
– Hay una ruta de ganado que cruza esta cordillera de cerros, hasta Painted Rock. Y desde ahí a
Martins –marcó Ritter sobre el mapa– Así podríamos evitar la carretera de Cherry, aunque tendríamos
que pasar por Mountain Tank antes de internarnos en las colinas si queremos provisiones...
– Si forzamos la marcha en los tramos de camino podemos plantarnos allí en unos diez o doce días.
Después de Martins, el terreno es prácticamente llano... –puntualizó Doniphan, levantando una vez más la
carta superior del mazo. El tres de diamantes. La pareja de insectos inició de nuevo su charla monótona.
Con mueca contrariada, Doniphan reorganizó los naipes y barajó de nuevo mientras, de reojo, trataba de
localizar el lugar entre los matorrales desde el que procedía el molesto cric-cric.
– También tendremos que detenernos a repostar en el campamento Hudson –observó Ritter
– Será lo mejor. A partir de aquí empieza la meseta –confirmó el reverendo. Los grillos callaron–
Aprovecharemos para cruzar el río San Pedro a esa altura...
– ¡Mierda, mierda y más mierda! –soltó Doniphan ante un diez de picas. Los grillos volvieron a la
carga, como si se guasearan del tejano. Bruscamente, el hombre se puso en pie, tiró el purito medio
apagado con gesto iracundo y sacando la pistola disparó sobre los matorrales hasta vaciar el cargador.
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– ¡Por Dios, Tom! ¡¿Te has vuelto loco?! – increpó Frank Ritter, enderezándose con sobresalto y
tratando de detener al irritado Doniphan. Laughton ya tenía uno de sus revólveres en la mano y escrutaba
los alrededores en busca de atacantes.
– ¡Bichos del demonio! ¿Queréis reíros? ¿Eh? – Tom Doniphan, sin munición y fuera de sí, pateaba la
maleza con furia– ¡Vamos! ¡No os oigo!
– ¡Ya está bien, Tom! –Frank agarró a su compañero y tiró de él apartándolo de los matorrales. Los
grillos, prudentes, guardaron silencio. Junto a los caballos, Chaquito rompió a reír, palmeándose la
pierna, ante el arrebato de su amigo– ¿Quieres que tengamos a todos los Rangers de la región pisándonos
los talones? –siguió reprendiendo Ritter. Doniphan se limitó a gruñir, su rostro cuadrado todavía
congestionado por el acceso y buscando en la baraja el maldito nueve de tréboles.
– Calma, muchachos, calma – El reverendo enfundó su arma y se dispuso a doblar el mapa– Será
mejor que durmáis un poco. Yo haré el primer turno.
– Sí, será mejor... –accedió Frank, molesto. A veces le costaba comprender la frivolidad con la que
Tom se tomaba las cosas.
Poco después, los tres hombres yacían bajo sus mantas alrededor del círculo de piedras que contenía
las ascuas de la pequeña fogata. En pie sobre la loma, recortada por la tenue luz de la luna, la escuálida
figura del predicador velaba por su sueño, como un tétrico ángel de la guarda.
Mientras la luz del atardecer se lo había permitido, había seguido el rastro de los cuatro jinetes sin
demasiada dificultad, pero hacía rato que avanzaba casi a oscuras siguiendo el curso del riachuelo,
tratando de reducir la ventaja que le llevaban. El eco de los disparos le sorprendió cuando se disponía a
hacer un alto para descansar. Cinco, seis detonaciones. Por un instante estuvo tentado de dar media vuelta
y olvidarse de aquellos tipos, pero detuvo el caballo y escuchó con atención. Sólo se oían el correr del
agua y la respiración de su montura. Hasta los grillos guardaban silencio. Inmóvil sobre el caballo, trataba
de imaginar lo sucedido. Tal vez no era más que una alimaña, pero si habían topado con bandidos o se
habían tiroteado entre ellos, acercarse no parecía muy sensato.
– Maldita sea mi suerte –renegó para sus adentros. Desmontó y buscó resguardo para él y su caballo
tras una fronda de arbustos al otro lado de las aguas bajas del afluente, por lo que pudiera suceder. Lo
mejor sería esperar.
Varias horas transcurrieron lentamente sin que nada perturbara de nuevo la tranquilidad de la noche.
Ya no tardaría en amanecer. Se había quedado adormilado un par de veces, pero no se había dejado
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vencer por el sueño. Aunque aún estaba oscuro, cogió al caballo por la rienda y volvió a retomar la
vereda por la que había llegado. No podía quedarse allí eternamente y la impaciencia empezaba a resultar
molesta. Se santiguó. Que sea lo que Dios quiera.
A poco más de dos millas, torrente arriba, flotaba en el aire un ligero olor a madera quemada. Se
detuvo. La oscuridad perdía intensidad por momentos y forzando la vista escrutó el terreno que tenía por
delante. A su derecha, la colina empezaba a achatarse, separándose del torrente y dejando espacio para
que una pequeña arboleda se instalara en sus faldas. Por encima de las copas de los árboles, le pareció
apreciar una delgada estela de humo apenas visible. Ató su montura a un matorral y empezó a subir la
ladera de la colina, agazapado, buscando un lugar desde el que observar sin ser visto. Aunque llevaba una
pistola, no tenía intenciones de correr más riesgos de los necesarios. Acuclillándose junto a una roca, se
quitó el sombrero y asomado al borde trató de distinguir entre el follaje que se extendía al pie de la
colina. Primero vio los caballos, atados junto al río; localizó la pequeña hoguera y diría que los bultos de
cuerpos tendidos a su alrededor. Todo parecía tranquilo. Una brisa repentina le metió en el fondo de la
nariz un tufo que le resultó vagamente familiar, pero el inesperado pinchazo de un cuchillo en el cuello
frenó en seco cualquier intento de rememorar. Se quedó frío.
– Ni soples, mi cuate... –le susurró una voz áspera, con marcado acento mexicano. Notó la proximidad
del hombre a sus espaldas y el frío de la hoja apretando bajo el mentón. El olor se apreciaba ahora con
claridad y le recordaba al de las crines de los caballos cuando las limpian con petróleo.
– De pie –ordenó la voz. Según se enderezaba, una mano hábil le descargó del peso del revólver, lo
amartilló y le apretó el cañón contra la espalda. El cuchillo dejó de pinchar.
– Camine, señor... –mandó ahora. Antes de echar a andar colina abajo, se atrevió a girar la cabeza lo
bastante para ver el feo rostro del medio indio, que le encañonaba complacido.
– Tiene mucha suerte, hijo. En dos días, ha vuelto a nacer dos veces... –observó el padre Laughton
mientras reavivaba el fuego. Las primeras luces del alba iluminaban ya lo bastante como para reconocer
al prisionero al primer golpe de vista. Ritter, ajustándose el cordón que sujetaba la cartuchera a su
pantorrilla, examinaba con detenimiento al borrachín que habían dejado el día anterior en la posta de
Lajitas. Debía tener la misma edad que ellos, más cerca de los cuarenta que de los treinta, sin contar,
claro está, al predicador, que, por su aspecto cuarteado, lo mismo podía tener cincuenta años que
doscientos. Con una abundante mata de cabello negro y ondulado, su tez morena no presentaba los rasgos
característicos del pueblo mexicano; unas prominentes patillas le remarcaban el rostro resuelto y
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endurecido por alguna ocupación al aire libre. Recuperado de los efectos del alcohol, parecía un hombre
sano y fuerte, aunque las ropas que vestía, sencillas y gastadas, no contribuían a resaltar su condición
física. Llevaba puesta una vieja cartuchera como la llevan los novatos, demasiado alta, pero la expresión
y los vivos ojos negros del hombre recomendaban cautela.
– ¿Por qué nos viene siguiendo, señor...?– empezó a interrogar Ritter, terminando de anudarse al
cuello el pañuelo, cuidadosamente humedecido en las aguas del riachuelo.
– Zafra. Me llamo Mateo Zafra.. –respondió con voz sonora. Su acento no se correspondía ni con el
del mexicano nativo ni con el de los criollos de las misiones españolas; arrastraba un deje entre
despreocupado y cantarín, como si hablara en broma– ...y si venía detrás de ustedes era porque les estaba
buscando... –su semblante, sin embargo, no reflejaba la menor guasa.
– ¿Y para qué nos buscaba, señor... ¿Safra?...? –añadió Doniphan, que volvía del torrente, peinado y
afeitado, intentando sin éxito reproducir el apellido del recién llegado.
– Bueno... Voy hacia el norte... busco trabajo... Las cosas no me han ido muy bien desde que llegué a
este país y, bueno... He oído que este territorio es peligroso y esta mañana, cuando ustedes se fueron, me
dije que sería mejor viajar acompañado... ustedes parecen conocer la zona, así que pensé que tal vez a
ustedes no les importaría... –Las manos del hombre acompañaban con gestos ágiles sus palabras.
– ¿Puede hablar un poco más despacio? Mi español no es muy bueno...–solicitó Doniphan,
disponiéndose a recortarse el bigotillo.
– Dice que se dirije al norte, a buscar trabajo. Quiere viajar con nosotros...–resumió Ritter, incrédulo.
– ¿A buscar trabajo? ¿Con nosotros? –replicó Doniphan divertido. Por el pequeño espejito que le
servía para su acicale, vio llegar a Chaquito, a lomos del caballo de su prisionero. —¡Hey, Chak! –se
volvió hacia su amigo– ¡Quiere acompañarnos! ¡Busca trabajo! –El mestizo, riendo entre dientes,
condujo al animal junto al resto de la caballería.
– Vamos, amigo. ¿Por quién nos toma? –increpó con impaciencia Ritter– ¿Por qué nos vigilaba?
– Si me dejan que les explique, yo...
– Sí, hijo. Será mejor que se explique –decretó la voz sepulcral del reverendo– ¿Quiere un café?
– Sí, gracias... padre...–El hombre recibió agradecido la taza que le ofrecía la huesuda mano del
extravagante siervo del Señor, dio un pequeño sorbo y miró a sus espectantes interlocutores. Agachó la
cabeza, mirando al suelo, rememorando los tumbos que le habían llevado hasta allí. Estaba cansado y
desesperado, pero tomó aire, suspiró, y se dispuso a contar su historia, la única carta que le quedaba por
jugar.
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Mateo Zafra había llegado a América hacía algo más de un año. Venía de Cádiz, desde España, al otro
lado del océano, y lo cierto era que allí, se le conocía como "el Zafra". La miseria, la injusticia o las dos a
la vez, le habían empujado a echarse al monte y había liderado un grupo de bandoleros con el que
asaltaba a los señoritos y otros ricachones. Parte de sus botines la empleaban en ayudar a las gentes que
lo necesitaban, lo que había provocado que el Zafra y sus hombres gozaran de la simpatía popular. Bien
es sabido que la vida del bandolero, obligado a vagar por la sierra para eludir el encuentro con las
autoridades, nunca ha sido cosa fácil, y que la popularidad que acompaña a los éxitos del bandido, pronto
se convierte en un incoveniente. El que lleva esa vida sabe que entre la profesión se suele alcanzar la
mayor celebridad a través de una muerte trágica, normalmente acribillado por tus perseguidores. Los
archivos de la guardia civil estaban repletos de páginas memorables sobre el Pernales, Pasos Largos o el
Vivillo, quienes tal vez no se percataron de cuán conocidos eran hasta que fue demasiado tarde. El Zafra
y los suyos eran ya tan conocidos y molestos como para que sus cabezas tuvieran un precio y a toda la
benemérita detrás. El último de sus asaltos resultó ser una encerrona y acabó en carnicería. Un chivatazo,
estaba seguro. Sólo escaparon cuatro. Y el Zafra tenía claro que no quería ser tan famoso.
Así fue que, una fría madrugada de octubre, los cuatro bandoleros se despidieron de los suyos en una
taberna en los callejones del puerto de Cádiz. Embarcaron sus caballos y sus escasas pertenencias a bordo
de un mercante en el que hubo que pagar pasaje y el silencio de su capitán para que los llevara a las
Américas, a probar suerte. La travesía fue angustiosa. Uno de sus hombres, al que llamaban el Niñato,
murió durante el viaje. Había embarcado sufriendo ya una herida muy fea, pero se había empeñado en ir
con ellos. No quería que lo cogieran. Aquello provocó una fuerte discusión. Heredia y el Jaro, los otros
dos, casi se matan. Por algún sitio tenía que salir la tensión. El caso es que al poco de pisar América, cada
uno tiró por su lado. Esto no era la sierra. Aquí, el que más el que menos, llevaba una pistola o una
escopeta colgando. O te columpiaban de un árbol con una soga al cuello. Les perdió la pista y no había
vuelto a verlos
No tenía idea de la suerte de sus antiguos compañeros, pero la suya había sido nefasta. El poco oro que
les quedaba cuando llegaron se acabó rápido. Sin dinero, y con su caballo como única posesión, había
recorrido gran parte de la franja fronteriza sufriendo todo tipo de privaciones y penalidades. Aquella
tierra, aún a medio conquistar, le recibía con más hostilidad y peligros de los esperados. Le habían
asaltado varias veces. Estuvieron a punto de colgarle. Pasó casi un mes encerrado en el calabozo de un
pueblo en Arizona, cuando trabajaba en una cuadrilla de vaqueros, transportando ganado que resultó ser
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robado. Él no sabía del asunto, pero estuvo muy cerca de que le costara el pescuezo. Le parecía
milagroso conservar aún su caballo, una montura de pura sangre árabe. Era todo lo que le quedaba. Las
ropas eran prestadas. Hasta el viejo colt que llevaba era de segunda o tercera mano... Estaba harto y
quería regresar a su país. Necesitaba reunir el dinero suficiente para volver a cruzar el mar... mucho
tenían que mejorar las cosas para hacerle cambiar de opinión... estaba decidido... Alguien le había
hablado de oportunidades en el norte de Texas... No era rápido con la pistola, no estaba acostumbrado,
pero tenía buena puntería y sabía como defenderse. Cuando le encontraron en Lajitas, llevaba unos días
allí, gastando sus últimos dólares en ahogar las penas con arguandiente mexicano, antes de aventurarse en
territorio tejano... Al verlos partir por la mañana se le ocurrió aprovechar la ocasión, dado que también
iban hacia el norte... Así que recogió sus cosas y salió tras ellos.
Habían escuchado el relato del Zafra mientras desayunaban alrededor del fuego. Al terminar la
narración de sus peripecias, el hombre se puso en pie, estirando las piernas.
– ¿Pero por qué nos vigilaba? –insistió Ritter tras un breve silencio.
– No les vigilaba –trató de explicar– Anoche oí disparos, y no quise acercarme hasta que amaneciera...
Dios sabe lo qué podía encontrar...
– Amigo... ¿Ha oído hablar de Margarita Veracruz? –soltó de pronto Doniphan, enderezándose
también y lanzándole una mirada escrutadora como sólo el profesional del naipe sabe hacerlo.
– Pues no. Nunca. ¿Tendría que haber oído hablar de esa señora? –respondió el Zafra, manteniendo la
mirada del tejano. Tom y Frank se miraron. Podía tratarse de un hombre al servicio de La Chamuscada.
No sería la primera vez que Sarita pusiera tras ellos a alguno de sus hombres, sólo para asegurase de que
todo se llevaba a cabo como estaba previsto. Sin embargo, aquel hombre parecía decir la verdad.
Doniphan caminó hacia el bandolero, levantándose las mangas de la camisa hasta por en cima del codo.
– ¿Dice que sabe defenderse, amigo? –antes de obtener respuesta alguna, Tom Doniphan saltó por
sorpresa sobre la figura deslucida del Zafra. Éste, con inesperada agilidad, esquivó la embestida de
Doniphan, mientras le aferraba por una de las muñecas. Hizo un movimiento inesperado y se puso a su
espalda, inmovilizándolo por el brazo doblado y poniéndole en el cuello una navaja de dimensiones
considerables que pareció surgir de la nada. Ritter desenfundó tan rápido como Chaquito montó el rifle.
Al ser un poco más alto, el cuerpo del tejano servía de escudo al bandolero.
– No he venido aquí a que me rompan la nariz, señores –dijo el Zafra desde detrás de un Doniphan
que, cogido por sorpresa, desistió de un posible forcejeo al comprobar la firmeza con la que la navaja se
posaba en su cuello recién rasurado– Les he dicho la verdad. Si no puedo hacer camino con ustedes, me
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marcharé por donde he venido y me olvidaré de haberles conocido –Poco a poco aflojó la presión sobre la
garganta y el brazo de Tom Doniphan, dejándolo libre. Los ojos acuosos de Chaquito se fijaron sobre el
Zafra, allí donde apuntaba su rifle. Doniphan soltó una carcajada, mientras se volvía para contemplar
cómo el habilidoso extranjero cerraba la faca y la devolvía a su escondite, bajo la desgastada chaqueta.
– Tenga cuidado, amigo, Chak no tiene mucho sentido del humor. Bueno, Frank tampoco... –y volvió
a reír– Pero... ¡Por la escopeta del abuelo Nathan que tiene agallas! ¿Qué os parece? ¿Lo llevamos con
nosotros?
– No puede venir con nosotros, Tom. Ya lo sabes... –dijo Ritter, enfundando el revólver sin demasiada
convicción. Chaquito se limitó a emitir una risilla entre dientes.
– Cuando lleguemos a Sierra Santiago le devolvemos su revólver y que siga su camino. ¿Qué dice,
reverendo? –preguntó Doniphan ante la mirada espectante del gaditano.
– "Os digo, pues: Pedid y se os dará..." Lucas 11, versículo 9...–citó el padre Laughton, solemne. Con
parsimonia, extrajo el cuaderno del bolsillo interior de su levita– La misericordia del Señor es infinita,
hijo, pero... ¿podría deletrearme su apellido?
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Capítulo 4
Mateo Zafra, hombre de genio vivo y dispuesto, no hizo más preguntas que las justas y los cinco
hombres no tardaron en entenderse lo necesario. Durante las muchas horas que cabalgaron al paso
mientras cruzaban las colinas, intercambiaron peripecias y anécdotas que hablaban por sí solas del
temperamento de sus protagonistas. Inevitablemente, acabaron evocando a otros con los que habían
cabalgado y quedaron en el camino. El Zafra tuvo la impresión de que eran muchas las cosas que tenía en
común con aquellos extravagantes trotamundos, acostumbrados a vivir con la tragedia; tipos capaces, por
otra parte, de dispararte si fuera necesario. Uno sabía a qué atenerse y por primera vez desde que llegó a
aquellas tierras ariscas no se sintió desorientado.
Tras dos jornadas más de viaje, divisaron el camino que llevaba al cruce de Bracketts Spring. El día
anterior, al abandonar los terrenos sinuosos de las Horseheads, Chaquito había divisado un grupo de
jinetes cabalgando hacia el norte, por el camino a Fort Davis, Por la descripción del mestizo, podía
tratarse de una patrulla de rangers y prefirieron esperar en las colinas hasta el siguiente amanecer, antes
de seguir camino. Aún no era mediodía cuando enfilaban las últimas dos millas antes del cruce. La
extensión de terreno cubierta de vegetación corta y amarillenta se elebaba progresivamente hasta formar
un rasante que impedía divisar las primeras estribaciones de Sierra Santiago, próximas a la encrucijada.
Como hacía a menudo, el mestizo se había adelantado para otear el terreno por el que iban a pasar. Unos
minutos después de perderlo de vista, su figura encorvada sobre el caballo reapareció por la línea del
desnivel, galopando a toda carrera. Detuvo su montura levantando polvo y señaló con el rifle hacía el
horizonte.
– Están limpiando una diligencia. En el mismito cruce... –empezó a decir antes de que el resonar de
dos disparos interrumpiera su escueto informe. Los caballos se movieron inquietos– No me vieron...
– ¿Son muchos? –quiso saber Doniphan, buscando indicios en la fea expresión del rostro de su amigo.
– Más que nosotros –respondió Chak, que no sabía contar muy bien. Sonó otro disparo.
Instintivamente, todos giraron la cabeza hacia el lugar del que provenían las detonaciones. Se miraron
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unos a otros y sin mediar palabra espolearon a sus monturas hacia lo alto del desnivel. El Zafra escupió al
suelo y se santiguó.
– Maldita sea mi suerte...
Desde lo alto de la pendiente, y al amparo de las marañas de matorrales que salpicaban el terreno, los
cinco jinetes divisaron a lo lejos la forma del vehículo, parado en mitad del cruce, y el movimiento
inquieto de diminutas figuras a su alrededor. El reverendo Laughton sacó el catalejo de sus alforjas, se lo
llevó al ojo y el efecto de la lente le aclaró la escena. Cuatro hombres a caballo rodeaban la diligencia con
las armas en la mano. El conductor permanecía en el pescante con las manos en alto y visiblemente
alterado. Llevaban el rostro cubierto por pañuelos. En tierra, otro asaltante mantenía encañonados a un
grupo de personas asustadas. Otros dos, revólver en mano, discutían entre ellos. Algo iba mal. Tendido en
el suelo, entre las patas de los caballos, podía verse un cuerpo enroscado e inmóvil.
– Déjeme ver –pidió Ritter. El reverendo había visto suficiente y le tendió el anteojo. Ajustándose al
cuello el cordón de su deslustrado sombrero, murmuró algo que sonó a latín sin quitar la vista del cruce.
– Bandidos mexicanos... –anunció Ritter según recorría el cuadro– ...hay mujeres... y un hombre en el
suelo...
– Mal asunto. Sin son mexicanos, los matarán a todos –dijo Doniphan acompañando con una mueca
sus palabras. Sacó uno de sus puritos, le mordió la punta y lo sostuvo apretado entre los dientes. El Zafra
lo miró, sin acabar de creerle– Sí, señor Tzafra... –insistió el tejano– ...si no se opone resistencia, cogen lo
que quieren y se van. Pero si tienen que disparar, no dejarán testigos...
– Habrá que espantarlos ¿eh, padrecito? –se limitó a decir Chaquito, con un gesto de labios que bien
pudo ser una sonrisa.
– Claro, hijo.
– ¿Sigue queriendo viajar con nosotros, amigo? –Ritter soltó su pulla al tiempo que desenfundaba su
impecable Peacemaker.
– Los toreros en mi tierra dicen que cuando sale una mala faena hay que cortar por lo sano, entrar a
matar y salir airoso del trance... –replicó el Zafra sin achantarse– ¿Me devuelven mi pistola o me tengo
que apañar con la siete muelles? –añadió, haciendo ademán de sacar al sol el filo que ya conocían.
Doniphan le hizo un gesto con la cabeza a Chaquito.
– Dásela, Chak.
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Disparando sus armas al aire, los cinco jinetes se lanzaron al galope por la leve pendiente para recorrer
los escasos cientos de metros que los separaban del asalto. Doniphan y Chaquito gritaban como lo hacían
los indios al cargar en el combate. Según se acercaban, se podían apreciar los movimientos indecisos de
los bandidos alrededor de la diligencia, sorprendidos por la aparición de aquella inesperada caballería.
Los enmascarados no hicieron ademán de hacerles frente; montaron a toda prisa e iniciaron un
desesperado galope hacia las primeras crestas de la sierra. Los pasajeros se acurrucaron apiñados junto al
carricoche, entre el alivio y el terror, viendo la llegada a galope tendido de sus providenciales salvadores.
Chaquito, continuó tras los forajidos, el Winchester escupiendo balas hasta vaciar el cargador, mientras
los otros cuatro se detenían junto al carruaje. El conductor, temblando aún, hizo ademán de acercarse,
pero la visión del predicador lo detuvo en seco. El hombre se dejó caer sobre el polvo del camino, en un
gesto de desesperada impotencia. A las ruedas de la diligencia, dos mujeres sollozaban asustadas, hechas
un ovillo y rodeadas por los brazos carnosos de una tercera señora que, de más edad y volumen, las
abrazaba protectora.
– ¡Alabado sea Cristo! –exclamó la matrona en cuanto pudo distinguir entre las lágrimas que le
humedecían los ojos la imagen benefactora de un alzacuellos. Elevando la vista al cielo, agradecida y
emocionada, se puso en pie, levantando los brazos a las alturas, y movió su pesado cuerpo, corriendo a
pasitos cortos, hasta aferrarse a la esquelética rodilla de Laughton, aún sobre su montura.
– ¡Aleluya! ¡Aleluya! –loaba la corpulenta y carnosa dama, próxima al éxtasis histérico y ajena a la
facha incongruente y torva de aquel representante de la autoridad divina– ¡El Señor escuchó mis
oraciones!... ¡Iban a matarnos, padre! ¡Iban a matarnos! –añadió entre gemidos, fuera de sí, las manos
rechonchas apretando frenéticas el fémur de Laughton.
– Serenidad, hija mía, serenidad... –La pálida mano del predicador palmeó apaciguadora la cabeza de
la fervorosa dama. Sus ojos, sin embargo, siguieron al grupo en fuga hasta que se perdieron de vista tras
las primeras protuberancias del paisaje. El mestizo iba tras ellos.
También tres hombres se agitaban junto a la diligencia, entre asustados y furiosos. Arrodillado en el
suelo, un señor de porte respetable y que ya lucía canas en sus escasos cabellos, recogía del camino su
bastón para ayudarse a ponerse en pie. En su expresión disgustada llevaba impresa una franca
indignación. Doniphan, Ritter y el Zafra, enfundaron sus revólveres y desmontaron para atender a aquella
gente. Alrededor de la diligencia, el desorden de las bolsas, baúles y fardos de los equipajes abiertos y sus
contenidos esparcidos añadían confusión. El reverendo, sin bajarse del caballo, rodeó el vehículo hasta
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llegar junto al cuerpo inerte que yacía al otro lado. Otro de los pasajeros se acercaba al mismo tiempo,
llevándose las manos a la cabeza, temiéndose lo peor.
– Gracias a Dios que han llegado... –dijo el maduro caballero, ya en pie. Al contemplar a sus
oportunos rescatadores pareció dudar. ¡Que le tragara la tierra si no acababan de librarse de unos
forajidos para caer en manos de una pandilla de pistoleros!– ...soy el Coronel Starbottle... –añadió,
dirigiéndose indeciso a Tom Doniphan. El tejano se llevó la mano al sombrero e inclinó levemente la
cabeza
– Encantado, coronel. Soy Tom Doniphan. Si le gusta el póker, habrá oído hablar de mí... –se presentó,
con un guiño cómplice que al coronel le pareció de una familiaridad excesiva. El tejano encendió un
fósforo y lo aplicó a la punta del purito que aún traía entre los dientes.
– No tengo el placer, señor Doniphan, lo siento... –casi se disculpó, confundido y prudente, el viejo
hombre de armas– ...no soy muy aficionado... sólo he oído hablar de un tal Jack Hamill, parece que es
muy popular...
– Lo es, coronel, lo es... –atajó Doniphan con cierto fastidio– Olvídelo. Cuénteme qué ha pasado aquí,
coronel...
Mientras, Ritter y el Zafra se acercaron a las tres mujeres que, aún conmocionadas, habían vuelto a
fundirse en un maternal abrazo.
– ¡Ay, querían matarnos! ¡Esos demonios mexicanos! ¡Gracias al cielo que han llegado!
– Tranquilícense, señoras. Ya no hay nada que temer –aseguró Ritter, quitándose el sombrero. Por un
instante, Mateo Zafra tuvo la impresión de ser invisible. Secándose las lágrimas y recomponiendo su
aspecto, las tres mujeres centraban su atención sobre Frank Ritter como si el resto del mundo hubiera
dejado de existir. La rolliza y corpulenta mujer se dio a conocer como la Sra. Peacock y presentó a las
otras dos como "la encantadora Sra. Wilson, viuda de Benjamin Wilson" y "la pequeña Rudy, mi
ahijada". La Sra. Wilson resultó ser, en efecto, una encantadora mujer, aún joven y, desde aquel
momento, dispuesta a rehacer su vida si el gallardo que tenía delante le daba la menor oportunidad. Por
su parte, la ahijada de la señora Peacock, "la pequeña Rudy", era una exuberante muchacha de diecinueve
años, cuyo descaro y mirada maliciosa delataban experiencias sobre el heno que harían desvanecer de
rubor a la santurrona de su madrina. Sus perturbadores ojos azules recorrieron el rostro del que le pareció
el hombre más apuesto que jamás había visto. Hizo unos pucheros.
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– Ya ha pasado todo. No se preocupen –siguió Ritter, impasible– Han tenido mucha suerte. Unos
minutos más tarde y... –acompañó estas últimas palabras con un gesto de cabeza que no indicaba nada
bueno.
– ¡Oh, sí! ¡Oh. Dios mío! –prorrumpió la Sra. Wilson, lanzándose a ahogar sus sollozos en el pecho de
Frank Ritter.
– ¡Oh, sí, unos minutos más y...! ¡Horrible! ¡Horrible! –se arrancó a gimotear "la pequeña Rudy",
apretando su lozanía contra el otro costado del buen Frank.
– ¡Alabado sea el Señor! –clamó la Sra. Peacock, con los ojos humedecidos, los dedos de sus manos
gruesas cruzados en gesto de oración, al borde de un nuevo acceso de agradecida devoción. El Zafra
contemplaba estupefacto cómo las dos hembras más hermosas que había visto en los últimos meses se
disputaban el tórax de su reciente compañero, pegadas a él como por efecto de un imán. Ritter, resignado,
las rodeó con sus brazos con naturalidad.
– Señoras... –dijo el Zafra en tono cortés– creo que las dejo en buenas manos –Inclinó un poco la
cabeza– Iré a ver si el conductor se encuentra bien...
Todos coincidían en que habían sido bandidos mexicanos. Hank Gully, el cochero, había tenido la
impresión de que les seguían poco después de abandonar Bracketts Spring. Al pasar por la última
garganta de colinas, poco antes del cruce, los bandidos se habían echado sobre ellos. Fustigó a los
caballos, tratando de huir, pero fue inútil, los tenían encima...
– ¡Eran mexicanos! ¡De eso no hay duda, caballeros! ¡Esto empieza a convertirse en una mala
costumbre! ¡¿Ya no puede uno circular por su país sin que le asalten?! –El coronel Starbottle agitaba
colérico su bastón al rememorar loe hechos. Doniphan asentía y el Zafra se esforzaba por seguir la
conversación en una lengua que todavía le era ajena. Otro de los hombres, un ganadero talludo en viaje
de negocios que respondía al nombre de Bob Brown, paseaba arriba y abajo, aún perturbado, mirando de
hito en hito el cuerpo sin vida del joven escolta que los acompañaba.
– Está muerto –había dictaminado el reverendo. El boquete de la bala en el pecho no dejaba razón para
dudar de su diagnóstico.
– ¡Canallas!... ¡Canallas!... –murmuraba Brown entre dientes– ¡Criminales!... Discutieron entre ellos,
estaban nerviosos... el muchacho sólo intentó calmarlos... –trataba de explicar el ganadero– ...le
dispararon a sangre fría... ¡Oh, Dios! ¡Dios!
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El tercer pasajero varón, un tipo huraño que dijo llamarse Smith, barbudo y con traza de minero,
permanecía sentado en el suelo a la sombra de la diligencia, en silencio, mirando con suspicacia a los
recién llegados. Estaba nervioso y sólo parecía preocupado por no separarse de un hatillo de tela que
sujetaba entre sus brazos. Laughton, un poco apartado, oteaba el paisaje, expectante. Chaquito aún no
había regresado. Bajo el sol luminoso del mediodía, Ritter ayudaba a la sugerente Rudy a rellenar un baúl
cuyo contenido había sido desperdigado por el cruce y entre las hierbas al borde del camino.
– ¡Lléveme con usted, señor...! –le susurró la joven, arrebatada
– Freeman, Arthur Freeman. Para servirle... –replicó enseguida Ritter– No sea loca, pequeña, no sea
loca...
– ¡No soy una niña! –pareció enfurruñarse ella– ¡Ya soy una mujer! – añadió, enderezándose y
pasándose las manos con suavidad por el talle, en un gesto, del todo innecesario, por resaltar su excelente
figura – ¡Oh, Arthur! ¡Podría hacerte tan feliz! –volvió a acaramelarse, enroscando los brazos alrededor
del cuello del hombre, rendida ya al devastador efecto de los efluvios de Frank Ritter
– Sin duda, señorita, sin duda. Pero no creo que sea lo más indicado... ¡Oh, allí quedan algunas ropas!
–cambió de tema Frank, librándose educadamente del ardiente abrazo de la desbocada muchacha.
Unos metros más allá, las otras dos mujeres observaban la escena mientras cerraban un enorme
maletón rebozado en polvo.
– La pequeña Rudy es una criatura muy agradecida... pobrecita... –comentó con indulgencia la señora
Peacock– ...es tan joven...
– Una criatura encantadora, encantadora... –apostilló la joven viuda, fulminando con la mirada a la
desvergonzada Rudy.
– Ahí viene –sonó la voz profunda del predicador, llamando la atención de los demás; con el brazo
extendido señalaba la figura de Chaquito sobre su caballo asomando entre las gibas de Sierra Santiago.
Las señoras Peacock y Wilson olvidaron por un momento la maleta y haciéndose sombra con la mano
llevaron la mirada hacia donde indicaba el escuálido dedo del reverendo. En cuanto los rasgos del
mestizo fueron apreciables la inquietud volvió a apoderarse de ellas.
– ¡Virgen Santísima! ¡Es un indio! – exclamó alarmada la señora Peacock al tiempo que la viuda de
Wilson ahogaba su sorpresa llevándose las manos a la boca
– Don guorry, señoras –chapurreó el Zafra, acercándose a las mujeres sin convicción, consciente de
que las viejas y holgadas ropas que vestía, donativo generoso de un granjero de Arizona, no ayudaban a
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que su presencia resultara todo lo protectora y confortante que hubiera deseado – Es amigo... frien... –
añadió el gaditano, gesticulando para suplir sus deficiencias lingüísticas.
–¡Rudy! ¡Rudy, pequeña, ven aquí en seguida! – llamó la ajamonada señora Peacock, acogiendo de
nuevo entre sus brazos a la señora Wilson y mirando ahora con recelo a los hombres que hasta hace un
momento le habían parecido enviados de lo alto. ¡Ningún buen cristiano andaría por ahí mezclándose con
salvajes!
Seguido por el coronel, el ganadero y el cochero, Doniphan se acercó hasta donde el padre Laughton
aguardaba la llegada del mestizo. Smith, sin separarse de su atadijo, observaba con el ceño fruncido desde
detrás de la diligencia.
– Vaya... parece que Chak ha cazado algo... –dijo Doniphan al advertir un bulto de tamaño
considerable que, con el trotar, rebotaba desmadejado sobre el lomo del caballo de su amigo. Laughton se
limitó a afirmar con la cabeza. Cuando el mestizo llegó por fin hasta ellos y detuvo su montura ya no
quedaba duda de que la pesada carga se trataba del cuerpo laxo de un hombre.
– No hay pumas... –comunicó Chaquito– ...sólo un gringo muerto –Sin contemplaciones, cogió la
cabeza del cuerpo inerte por la mata de pelo que la cubría y, tirando de ella, libró a su caballo del peso
adicional. El cadáver cayó al suelo como un fardo y quedó tendido como si fuera una marioneta a la que
terminaran de cortarle los hilos. La señora Wilson dejó escapar un gritito. Los hombres dirigieron la
mirada hacia los restos.
–¿Un gringo, dice? ¡No es posible! ¡Eran mexicanos! –replicó sorprendido, el coronel. Doniphan y
Laughton se acuclillaron para inspeccionar el fiambre. El ojo letal de Chaquito le había metido en la
espalda dos balas de Winchester mientras huían. Ciertamente, todo su atuendo se correspondía con la
descripción de cualquier vulgar malhechor de los que merodeaban por las tierras fronterizas: la
chaquetilla corta, los pantalones abotonados en los lados, las cananas cruzadas sobre el pecho... Sin
embargo, ni las facciones del rostro, aún medio oculto por el pañuelo, ni el cabello rojizo del bandido
encajaban con el conjunto. Ni siquiera el moreno de la piel parecía auténtico... Laughton le pasó dos
dedos por la frente, dejando al descubierto, bajo la fina capa de algún maquillaje natural, el pálido y
verdadero color de aquel hombre. Doniphan retiró el pañuelo del cuello del muerto y entreabriéndole la
camisa dejó a la vista, ante el creciente asombro de los que observaban, una porción de pecho que
confirmaba el burdo camuflaje.
– ¡Qué me aspen si lo entiendo! –exclamó el conductor, rascándose el cogote e hinchando sus carrillos
colorados– ¡Habría jurado sobre la tumba de mi madre que eran mexicanos...!
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– Pero.. pero... su acento era... –balbuceó el ganadero Brown, los ojos como platos– yo mismo oí
cómo... no... no lo entiendo...
– Yo tampoco. Pero este no era mexicano –remarcó Doniphan, irguiéndose y dando una profunda
calada a su purito– ¿Está seguro de que oyó hablar a este hombre?
– Bueno... yo... uno de ellos... el que nos hizo bajar...
– Hum... comprendo, comprendo... –El tejano expelió una bocanada de humo– ¡Hey, muchachos!
¡Venid a ver esto! –llamó, buscando con la mirada al resto de sus compañeros. Mientras Ritter conseguía
librarse de la obnubilada Rudy, devolviéndola a los brazos de su protectora, el Zafra, habiendo desistido
en su tentativa de mostrar sus amistosas intenciones a la cada vez más escamada señora Peacock, ya se
acercaba hasta el pequeño corrillo reunido alrededor del bandido muerto.
El coronel, ceñudo, se agachó para comprobar por sí mismo cómo sus dedos se impregnaban del tinte
terroso que había servido para engañarles. Su mirada cayó por un momento en el profundo abismo de los
ojos del predicador, quien, sin inmutarse, procedía a un metódico y meticuloso registro del cadáver.
– Tabaco... una navaja... –enumeraba a medida que encontraba– ¿Había visto antes a este desdichado,
coronel? –preguntó sin alterar el tono.
– No... nunca... ¿Usted le conoce? –quiso saber el anciano.
– Hum... dinero... –dejando sin respuesta al coronel, Laughton extrajo de un bolsillo interior de la
chaquetilla del bandido un fajo de billetes de considerable grosor– ...demasiado dinero...
El coronel, ayudado por su bastón, se enderezó y se alejó del corro de hombres, encaminándose con
paso cansado hacia la diligencia.
Cuando el último bulto del equipaje que se pudo recuperar fue asegurado sobre el techo de la
diligencia, los pasajeros fueron acomodándose en el interior del vehículo. Los cuerpos del joven escolta y
el falso mexicano reposaban a lomos del caballo del primero, sus brazos y piernas colgando a ambos
costados del animal.
– Será mejor que regresen a Bracketts Spring y le cuenten al alguacil lo que ha pasado –aconsejó
Frank Ritter, cerrando la portezuela del carruaje. Sus cuatro compañeros esperaban ya sobre sus
monturas– Quienquiera que sean, esos granujas iban hacia el norte y es muy probable que se hayan
refugiado cerca del Paso del Paisano
– Nos esperaban en Fort Davis mañana por la noche... –explicó el cochero Gully– ...pero creo que será
lo mejor...
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– Sí, volvamos a Bracketts cuanto antes –la señora Peacock no veía el momento de alejarse de aquel
lugar y de aquellos indeseables– ¡Y tú no te muevas de tu asiento, señorita! –reprendió a la pequeña
Rudy, que se deshacía por asomarse en un último y desesperado intento por convencer al irresistible
Frank de la considerable felicidad con la que podía colmarle.
– ¡Arthur! ¡Oh, Arthur, jamás te olvidaré! –se la oía gimotear, compungida.
– ¿Nos acompañarán ustedes? –preguntó desde la ventanilla la señora Wilson, apoyando esperanzada
su mano sobre la de Ritter y mirándole con ojos embelesados.
– Lo haríamos encantados, señora, pero nos espera un largo viaje y... –se disculpó Frank, retirando sin
brusquedad la mano sobre el borde de la ventanilla y dispensando un amistosa sonrisa a la buena mujer.
– No se preocupe señora Wilson –se oyó decir al viejo coronel desde su asiento– El pueblo está a poco
más de una hora y dudo que esos canallas regresen tan pronto. No es necesario que causemos más
molestias a estos... caballeros. Gracias por todo, señores. Sólo Dios sabe que hubiera sido de nosotros sin
su ayuda –añadió con gesto grave, inclinándose hacia delante lo suficiente para ser visto desde el
exterior. Ritter se llevó la mano al sombrero y retrocedió unos pasos.
– Yo iré con ustedes –anunció de pronto Mateo Zafra, captando la atención de los presentes– Les
acompañaré hasta el pueblo. De todas maneras nuestros caminos se separaban aquí... –justificó, mirando
a unos y a otros– Voy hacia el norte... podría acompañarles hasta el fuerte... –En el carruaje se inició un
breve intercambio de pareceres y traducciones simultáneas.
– ¡Claro, amigo! ¡Nos ayudará a explicar todo esto! –concluyó el cochero, conforme con la perspectiva
de contar con un nuevo escolta, apesar de los recelos de la señora Peacock y las objeciones masculladas
por el huraño Smith.
– Es usted muy amable –dijo la señora Wilson desde la ventanilla, visiblemente aliviada– Le
estaremos muy agradecidos, señor...
– Mateo Zafra. Para servirle...
Ritter buscó la mirada de Doniphan, quien se limitó a encogerse de hombros.
– Bien, señor Txafra, parece que ya encontró trabajo. Enhorabuena. Que tenga suerte –dijo el tejano.
Chaquito rió entre dientes.
– Gracias, señores. La voy a necesitar. Ha sido un placer viajar con ustedes. Espero no haberles
causado demasiadas molestias. Vayan con Dios –se despidió el gaditano, alzando la mano en un gesto de
gratitud.
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– Bueno, amigos –dijo el conductor desde el pescante– Si van por San Antonio no dejen de preguntar
por mí en la terminal. Les invitaré a unos tragos ¡Ya lo creo! –Se ajustó el sombrero, tomó las riendas y
haciendo chasquear el látigo arrancó el tiro de caballos. Con una maniobra experta hizo girar el
carricoche hasta orientarlo en la dirección apropiada– ¡Hia! ¡Hia! –azuzó a los animales, sacudiendo las
riendas. La diligencia y su nuevo acompañante se pusieron en marcha y fueron adquiriendo velocidad
hasta perderse de vista, entre la polvareda, por el camino de vuelta a Bracketts Spring.
– Vámonos de aquí cuanto antes –recomendó Ritter, subiendo a su caballo– No me extrañaría que
enviaran a una partida en busca de esos tipos...
– Sí, ya hemos conocido a suficiente gente por hoy –bromeó Tom Doniphan– Por cierto, Frank... ¿por
qué nos has dejado venir contigo a esa linda muchachita? ¿eh, tunante? Parecía muy dispuesta... –le
pinchó con cierta guasa. Chaquito rió por lo bajo.
– Vete al infierno, Tom –replicó Frank sin entusiasmo– ¿Nos vamos?
– Un momento, muchachos –dijo el reverendo. El inquietante cuadernillo volvió a hacer acto de
presencia. Laughton pasó lentamente sus páginas– Aquí está– Con sumo cuidado, tachó algo en la hoja
en la que había detenido su búsqueda. Los demás lo miraban con curiosidad– El hombre que ha traído
Chaquito era Charley Byng. Un pobre diablo –anunció– Jamás olvido una cara. Hoy la Providencia le ha
pasado cuentas. Ya tenía dos cruces... –añadió, sin la menor emoción.. La libreta regresó a su oscuro
cobijo – Cuando queráis.
– ¡Ah, así es la vida...! –suspiró Doniphan, tratando de quitarle hierro al asunto– Por cierto... ¿Alguien
ha cogido el dinero de ese desdichado? –Se miraron los unos a los otros, negando con la cabeza.
– Lo dejé junto al cuerpo... –recordó Laughton. Por un instante se quedaron contemplando el ya lejano
rastro de polvo. El grupo prorrumpió de pronto en una sonora carcajada. Hasta el reverendo pareció
convulsionarse en una risotada involuntaria.
– ¡Maldito bribón! –exclamó Doniphan, todavía riendo– ¡Tengo que enseñarle a jugar al póquer a ese
criollo del demonio!
– En otra ocasión –cortó Ritter sin acritud– Larguémonos de aquí.
– Apuesto diez pavos a que alcanzo aquella cresta antes que vosotros –desafió el tejano, con ganas de
diversión. Chaquito soltó un grito asilvestrado y los cuatro jinetes se lanzaron en furioso galope hasta el
rocoso punto del horizonte recién convertido en improvisada meta de carrera.
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Capítulo 5
Tumbado en la amplia cama de su habitación en el Golden Hotel, Alex Garrison forzaba la vista
intentando distinguir la posición de las manecillas de su reloj de bolsillo. Ni siquiera eran las ocho. Las
cortinas impedían la entrada de las primeras luces del día, manteniendo la estancia en una penumbra
acogedora, pero no habían logrado atenuar el intempestivo retumbar de cascos de caballos ni las
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escandalosas voces que le habían despertado. Con movimientos mecánicos, dio cuerda al reloj, se lo
acercó al oído y volvió a depositarlo sobre la mesilla de noche. Soltó un bostezo largo y profundo. Era
muy temprano, incluso para que los habituales del Diamonds Saloon asomaran por allí sus hocicos
sedientos en busca del trago matutino; a esas horas la mayoría estaban durmiendo la borrachera del día
anterior. Volvió a bostezar, retiró las sábanas y bajó los pies al suelo de mala gana. Se pasó la mano por
la cara, cogió las gafas de sobre la mesilla y se las puso ante los ojos aún adormecidos. Con paso
perezoso se acercó hasta la ventana, apartó un poco el cortinaje y echó un vistazo.
Al otro lado de la calle, un grupo de jinetes ataba sus monturas a los postes frente al Diamonds. A
pesar de ir vestidos como una banda de maleantes mexicanos, Garrison no tuvo dificultad para reconocer
a la pandilla de Jimmy "Nerv". Junto a la puerta del establecimiento, Frenchy Dux, el corpulento
encargado del local, dejó de barrer las tablas de la acera con evidente fastidio ante la llegada de la
inesperada clientela. Sin prestarle atención, "Nerv" y sus hombres cruzaron, uno tras otro, las puertas de
muelles del salón. Frenchy, con la paciencia acuñada a lo largo de muchos años de profesión, apoyó la
escoba en la pared, retiró del paso el cubo de hojalata con el que solía humedecer el suelo y siguió al
grupo de hombres al interior del establecimiento. Garrison tuvo la impresión pasajera de que el vaivén de
las puertas y el sacudir de las colas de los caballos seguían un mismo compás. Antes de retirarse de la
ventana, aún pudo ver las figuras menudas y flacas de dos hombres chinos que, con pasitos apresurados,
recorrían una de las calles laterales hacia las afueras del pueblo. En las manos llevaban unos pequeños
liotes, seguramente restos de comida encontrados por ahí. Un perro tan canijo como ellos les acompañaba
sin apartar la vista de lo que fuera que contuviesen los envoltorios. Volviendo a la penumbra de su
habitación, un atisbo de compasión se le mezcló con otro bostezo. Estiró los brazos, desperezándose; no
valía la pena volver a la cama, así que descorrió las cortinas dejando que el día invadiera la estancia y se
acercó hasta el elegante palanganero que ocupaba una de las esquinas de su cuarto. Mientras vertía agua
de la jarra en la jofaina para su aseo personal, cayó en la cuenta de que hacía poco más de dos semanas
que el grupo de "Nerv" había partido atendiendo a las órdenes de Durkham. Si ya estaban de vuelta es
que algo se había torcido... A Durkham no le iba a gustar... Mal se presentaba la jornada.
Es muy probable que el Diamonds Saloon fuera el mejor local de entretenimiento en muchas millas a
la redonda y así lo certificaba la jaranera parroquia que lo abarrotaba cada fin de semana desde que fuera
inaugurado. El edificio, pintado en tonos verdes, era una enorme construcción de dos plantas levantadas
en madera al estilo de los mejores salones allá en Luisiana y Misisipi. Disponía de un amplio entarimado
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que servía de acera, cubierto por un tejadillo de pizarra sobre el que se erguía un llamativo cartel con el
nombre del local escrito con elaborada tipografía, la misma que decoraba las cristaleras de la fachada
principal; por encima del letrero, las ventanas y balconcitos de los cuartos del piso superior realzaban la
categoría del inmueble. Tanto por fuera como por dentro, no le faltaba detalle. Y lo mismo podía decirse
del Golden Hotel y de la casa de citas, a la que el propio J. Q. Durkham, en un arrebato de refinamiento,
había bautizado como Club Paradise. Aquel maestro del negocio sucio no había escatimado a la hora de
edificar sus establecimientos, convencido de que, en cuanto abriera sus puertas, recuperaría con creces
sus inversiones. Verdaderamente, así fue. En poco tiempo, los dueños del Silver Saloon y el Hotel se
vieron obligados a venderle por cuatro chavos sus modestos negocios, incapaces de hacer frente a tan
desmedida competencia. Durkham los acomodó como locales de segunda clase y se los arrendó a sus
antiguos propietarios.
Aquella mañana, los tempranos rayos del sol parecían no atreverse a cruzar las puertas del Diamonds,
como evitando participar en la perturbación que el anticipado regreso de los hombres de "Nerv" había
causado en la rutina de los quehaceres del local.
Envuelto en las penumbras del saloncito en el que se alineaban las mesas de juego, Jeremías, el
sirviente negro, cepillaba ensimismado el fieltro verde de la mesa de la ruleta. Jimmy "Nerv", botella de
whisky en mano, paseaba intranquilo entre las mesas aún cubiertas de sillas patas arriba; uno de sus
hombres, el único de ellos que era mexicano de verdad, permanecía en pie junto a una de las cristaleras,
llenando y apurando su vaso, mirando hacia la calle desierta y apretando las mandíbulas después de cada
trago; los otros cuatro se habían ido a sentar junto al pequeño escenario enmarcado con filigranas de
mampostería, ahora silencioso y recatado tras el telón de terciopelo granate. Detrás de la barra que
ocupaba casi toda la pared opuesta a la entrada del salón, Frenchy, aún en tirantes, fingía ordenar las
botellas y vasos que descansaban en las repisas forradas de felpa, mientras miraba de hito en hito a los
recién llegados por el inmenso espejo que colgaba de la pared por encima de los estantes.
Para Frenchy Dux, el Diamonds había sido su tabla salvavidas. Hombre robusto, de carácter
extrovertido y jovial, tuvo sus momentos de gloria durante los años que estuvo al cargo del reputado
Dandy Saloon, en Dallas. Además de un indiscutible saber hacer en el ramo de la hostelería, su reluciente
cráneo afeitado y el gusto por los cuellos duros, las pajaritas y los manguitos de fantasía habían
contribuido a convertirlo en un personaje popular en la bullciosa ciudad tejana. De probada discreción, se
contaba de él que había servido personalmente la mesa del reservado en el que Jack Hamill, en una larga
y memorable noche de póker, puso en jaque a la banca del Dandy Saloon. Sin embargo, de la noche a la
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mañana, Frenchy Dux había empaquetado sus cosas y abandonado la ciudad de Dallas sin que los
motivos de su repentina marcha quedaran nunca claros del todo. Mucho se especuló entre la clientela del
Dandy Saloon sobre la inesperada partida del camarero: mientras unos la achacaban a una tardía "fiebre
del oro", otros murmuraban sobre viejos ajustes de cuentas... Sea como fuere, Frenchy llegó a Faketown
cuando las obras del Diamonds estaban finalizando. Sin un centavo en el bolsillo, el veterano camarero
no dudó en solicitar colocación al dueño del lugar, quien se mostró encantado de poder contar con un
empleado de tales credenciales para hacerse cargo de su flamante local. El sueldo no era nada del otro
mundo, pero viendo el afán que ponía en su trabajo se diría que aquel hombre poseía ya todo lo que
necesitaba. Aplicándose con igual esmero, Frenchy Dux lo mismo atendía una mesa que plantaba en
medio de la calle de un puntapié al parroquiano fastidioso o encañonaba al gallito de turno con la
escopeta de caza que guardaba bajo la caja registradora. La clientela habitual no tardó en apreciar y
respetar las aptitudes que, para lo bueno y para lo malo, exhibía el experimentado camarero.
– Parecen cansados. Debe haber sido un largo viaje... –comentó el camarero, como quien no quiere la
cosa, mirando un vasito al trasluz antes de ponerlo en su sitio.
– Eso no es asunto tuyo –contestó Jimmy "Nerv" de mala manera. Dos tics nerviosos le contrajeron el
lado derecho de la cara– ¿A qué hora llega Durkham?
– Hum... sobre las nueve. Aún falta casi una hora –respondió el camarero, aprovechando la ocasión
para salir de detrás de la barra y acercarse hasta el reloj de carrillón para darle cuerda– El señor Durkham
suele ser puntual...
"Nerv" se acercó hasta la barra y dió otro trago a morro.
– ¡Puag! ¡¿A esto le llamas whisky?! –exclamó irritado, pasándose el dorso de la mano por la boca y
golpeando la superficie del mostrador con el culo de la botella– ¡Saca una de esas que escondes por ahí!
¡Vamos! –vociferó, cabeceando hacia la izquierda obligado por dos nuevos espasmos musculares.
– Sosiégate, compadre, sosiégate... –murmuró el mexicano junto al ventanal, sin apartar la vista de la
calle. Los otros cuatro, medio adormilados, apenas se agitaron en torno a la mesa, acostumbrados ya a los
arrebatos de su iracundo jefe.
Por la puerta de la cocina, bajo la escalera hacia la planta superior, entró la diminuta señora Wong
portando una escoba más alta que ella. Los faldones del vestido y el largo delantal le ocultaban los pies,
por lo que, al andar, daba la impresión de deslizarse sobre los tablones del piso.
– No bueno... no bueno... –iba diciendo mientras se internaba en el laberinto de mesas hasta llegar a la
que ocupaban los pistoleros amodorrados– ...lingotazo matinal no bueno... –les aconsejó, sonriente,
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subrayando la advertencia con negaciones de cabeza. En el rostro arrugado y menudo, los ojos de la
señora Wong, dos simples cortes horizontales en las bolsas de los párpados, captaron cómo el embarazo
se adueñaba de las cuatro jetas mal afeitadas– no bueno... no bueno... –insistió, empezando a pasarles la
escoba entre los pies. Los hombres gruñeron algunas imprecaciones.
– Señora Wong, ya terminaremos de barrer más tarde –indicó Frenchy, de nuevo tras la barra–
¡Jeremías! ¡Jeremías! Deja eso... –El sirviente negro subió con parsimonia los dos escalones que
separaban el salón principal de la sala de juegos– Deja eso para luego y ayuda a la señora Wong a barrer
el porche. No molestemos a estos señores. Están muy cansados... –explicó, mirando a la señora Wong
con gesto de comprensiva complicidad.
– Y muy sucios... jijijijiji –rió la señora Wong, tapándose la nariz y saliendo de entre las mesas al
encuentro de Jeremías– uuuhhhh... muy sucios... jijijiji...
– ¡Vamos, fuera de aquí! ¡Sabandijas! –rugió el irascible "Nerv" a los dos empleados– ¡¿Vas a
ponerme whisky de verdad o tendré que entrar yo a buscarlo?! –Los hombres de "Nerv" se unieron a la
queja de su jefe. Impasible, Frenchy Dux sacó de debajo del mostrador la botella con distinto etiquetado
que guardaba para sortear situaciones como aquella. Al fin y al cabo, todo el whisky del local salía del
mismo barril...
– Té matinal bueno... lingotazo no bueno... nooo... no bueno... –repetía la señora Wong, siempre
sonriente, mientras flotaba hacia la entrada.
En la recepción del Golden Hotel, el reloj de pared daba las nueve cuando Alex Garrison bajaba las
escaleras. La recepcionista, que ordenaba las llaves de las habitaciones en sus respectivos cajetines detrás
del pequeño mostrador, al oir sus pasos, se alisó rápidamente los pliegues de la falda, ajustó los volantes
de puntilla que le adornaban los hombros al descubierto y la pechera, y se aseguró de que el moño
estuviera debidamente recogido.
– Buenos días, señor Garrison –saludó la mujer, saliéndole al paso con una radiante sonrisa.
– Buenos días, señorita Loraine –respondió él– Bonito vestido –observó cortesmente, acomodándose
las gafas.
– Es usted muy amable –repuso ella, encantada– ¿Ha pasado buena noche?
– Oh, sí, sí, gracias – Dejó el portafolios junto al libro de registro y tiró levemente de las mangas de su
levita. El traje color canela no acababa de convencerle– Parece que hoy tendremos otro de esos días
calurosos... –comentó, dando unos pasos hasta la ventana y apartando los visillos.
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– Sí, eso parece... –asintió ella, acercándose y mirando el cielo limpio de nubes– Qué fastidio tener
que trabajar con este clima sofocante ¿no cree?. Preferiría ir de excursión al río... –añadió, dejando la
sugerencia en el aire.
El caballeroso contable y la recepcionista repetían cada mañana conversaciones similares, entre la
trivialidad y el coqueteo amable. Él no era ajeno a la evidente atención que ella le prestaba. La señorita
Loraine tenía edad y atractivo de sobras para ser señora, pero seguía soltera, lo cual podía explicarse si se
tenía en cuenta el tipo de posibles pretendientes que podía encontrar en Faketown. Garrison, sin embargo,
ignoraba los motivos que la ataban a aquel lugar. Por alguna razón, sentía una extraña afinidad con ella.
Desde que se instalara allí, Garrison había podido apreciar cómo la desesperanza se estaba adueñando día
a día de la mirada de la señorita Loraine. Tal vez debería invitarla a dar un paseo, un día de estos.
El cabriolé de Durkham y sus dos guardaespaldas a caballo pasaron frente al Golden Hotel y torcieron
al final de la calle principal, en dirección a las cuadras.
– Bueno, tengo que dejarla. Mis obligaciones me reclaman –dijo Garrison al ver pasar a su jefe. Se
apartó de la ventana y fue a coger su carpeta de encima del mostrador. La señorita Loraine le acompañó
hasta la puerta.
– ¿Le esperamos a comer, señor Garrison?
– Claro, claro. A la hora de siempre. Por cierto... He dejado sobre mi cama el traje gris. ¿Podrá tenerlo
listo para esta noche?
– Desde luego. Ahora mismo le diré a Mamá Rosa que se ocupe de ello –La inquietud se apoderó de
ella por un instante– ¿Tiene una cita, señor Garrison? –preguntó sin poderse contener– Oh, discúlpeme...
lo siento... –se excusó de inmediato, ruborizada por su propia indiscreción.
– No se preocupe. No tiene porqué disculparse –concedió él, sonriendo amablemente– Me temo que
no es más que una aburrida cena de negocios.
– No sabe cuánto lo siento... –insistió ella sin atreverse a alzar la vista.
– Vamos, vamos... –En un gesto de confianza sin precendentes, Garrison apoyó con delicadeza un
dedo bajo la barbilla de la mujer ayudándola a levantar la mirada – ...no es para tanto... ¿de acuerdo?
Que tenga un buen día, señorita Loraine –Ella asintió, aún avergonzada, y se apresuró a volver al interior
del hotel.
Ya en el porche, los ruidosos latidos de una nueva jornada laboral en las calles de Faketown
envolvieron a Alex Garrison. Los caballos de "Nerv" y los suyos aún abrevaban frente al Diamonds.
Antes de cruzar la calle, acomodó el portafolios bajo el brazo, se pasó suavemente la mano por el cabello
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recién peinado sobre su sién derecha y se dijo que una excursión al río no era tan mala idea, después de
todo.
– Hey, compadre... el Gordo acaba de pasar con su carricoche... –avisó el mexicano malcarado de la
banda de Jimmy "Nerv"– Y ahí viene el lechuguino...
"Nerv" rió sin ganas los comentarios de su compinche. Dió otro trago a la botella y se palpó la
cartuchera mecánimamente, como para asegurarse de que su Colt 45 seguía allí. Tenía la boca pastosa y
escupió torcido. El lapo fue a dar en el canto de la escupidera.
– Yo hablaré. ¿Me has oído, Raúl? Yo hablaré... –dijo, más para él que para el otro. Una ráfaga de
convulsiones le desordenaron la cara un instante.
– Claro, compadre. Lo que tú digas...
– Y vosotros ¿me habéis oído?... ¡¿Me habéis oído?! –gritó a los otro cuatro, que estaban más cerca
del sueño que de la vigilia.
– Claro, Jimmy, claro... tranquilo... –dijo el más despierto, sacudiendo a los otros para despabilarlos.
– ¡Ni una palabra mientras yo no lo diga! ¡¿Está claro?! –El grupo en torno a la mesa asintió con una
serie de gruñidos entrecortados.
Jimmy "Nerv" se apoyó en la barra tratando de aparentar la serenidad que su mote ponía en duda.
Detrás del mostrador, el encargado del local valoraba la situación mientras terminaba de abotonarse la
camisa. A pesar de los esfuerzos del pistolero por aparecer tranquilo, Frenchy Dux podía oler la tensión
que sacudía los nervios de aquel buscapleitos.
Alex Garrison empujó las puertas del Diamonds y entró con paso diligente.
– Buenos días, Frenchy –saludó, acercándose a la barra– Señores... – añadió, dirigiéndose al resto de
los presentes con un gesto de cabeza casi imperceptible.
– Buenos días, señor Garrison –respondió el camarero. El resto se limitó a mirarle con expresión entre
burlona y altanera– ¿Ha desayunado ya, señor Garrison? ¿Quiere que le prepare algo? –quiso saber
Frenchy, siempre especialmente atento a las necesidades del educado secretario del amo del lugar.
– No, Frenchy, gracias. He desayunado. ¿Ha llegado ya el señor Durkham? –preguntó como si no lo
supiera.
– Aún no. Pero debe estar a punto de llegar. Estos señores le están esperando...
– Ah, bien, bien... Subiré a mi despacho mientras tanto. Se presenta un día de mucho ajetreo... –El
camarero ratificó esta última observación con una silenciosa caída de párpados.
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Garrison se encaminó hacia la escalera. A su paso, Jimmy "Nerv" le introdujo la punta de su bota
polvorienta entre los pies y la inesperada zancadilla cogió por sorpresa al secretario que, perdiendo el
equilibrio, fue a estrellarse con gran estruendo contra las tablas del piso. Las gafas y el portafolios
salieron despedidos, cada cosa por su lado. Jeremías, que terminaba de barrer los pasillos del piso
superior, se asomó por la baranda de madera al oir el batacazo, los ojos como huevos resaltando en su
rostro oscuro.
– Debería mirar dónde pisa, señor... ¡¡lechuguino!! –Jimmy "Nerv" prorrumpió en un escandaloso
risoteo enajenado, mirando con desprecio el metro ochenta de Garrison extendido allí en el suelo, como si
fuera la piel de una res color canela. Sus hombres le rieron la gracia por compromiso. Frenchy dudó un
momento entre abrirle la cabeza a "Nerv" de un botellazo o correr en ayuda del secretario; los muchos
años de experiencia recomendaron calma y optó por el auxilio.
– ¿Se encuentra bien, señor Garrison? –se interesó el camarero, inclinándose hacia el caído. Garrison
maldecía por lo bajo y trataba de discernir si lo que tanto le dolía era el amor propio o las costillas.
– Mis gafas... unngghh... mis gafas... –articuló, por no blasfemar. Apoyándose en Frenchy logró
ponerse a gatas, mientras el camorrista soltaba nervio forzando la risotada hasta el bramido, desbocado,
coceando el suelo como un poseso.
– ¡Pero, Modesto, ¿qué es esto?! –exclamó J. Q. Durkham desde la entrada. Al unísono, las cabezas de
los allí reunidos atendieron a la voz. La histeria de Jimmy "Nerv" se esfumó como por ensalmo. Por un
instante, en el salón principal del Diamonds sólo se oyeron el rítmico aleteo de las puertas y los pasos
quedos de los dos esbirros de Durkham, que Winchester en mano flanqueaban a su jefe – ¿Y bien?
¿Nadie va explicarme qué pasa aquí?... –reclamó con expresión ceñuda, blandiendo en la diestra un
habano aún por estrenar, grueso como sus dedos, y la siniestra apoyada en la cadera. Vestido con traje
color hueso, sombrero a juego y pañuelo al cuello, semejaba un terrateniente sureño, aunque a Jeremías le
pareció un botijo– ¿Garrison?... –insistió con gravedad. Uno de los hombres de "Nerv", ahora puestos en
pie, se quitó y se puso el sombrero tres veces, invadido de repente por una duda protocolaria.
– ¿Quién de ellos es Modesto?... –susurró otro de los rufianes al que tenía a su lado, tratando de no
perder el hilo. Natural de Dakota del Norte, no estaba especialmente familiarizado con los modismos
populares de la zona. Un discreto pisotón de su vecino le mandó guardar silencio.
– No es nada... no es nada –respondió Garrison por fin, recuperando el resuello y la vertical– ...un
resbalón... ...un traspiés... –mintió, tratando de recomponer su aspecto. El camarero recuperó las gafas y
la carpeta de debajo de las mesas y se las tendió al secretario– Gracias, Frenchy...
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Durkham hizo rodar el puro lentamente entre sus dedos, calibrando la escena con mirada suspicaz. El
cuello de Jimmy "Nerv" volvió a latiguear. Los ojillos de J. Q. Durkham se posaron sobre el pistolero,
repasándolo de arriba a abajo durante unos segundos que se arrastraron interminables. El silencio se hizo
ominoso.
– Espero que tengas una buena razón para estar aquí, vestido de esa manera... –Dió unos pasos hasta la
mesa más próxima, sin prisa, bajó una de las sillas y acomodó en ella su figurota– ...y estoy deseando
oírla –añadió con frialdad y sin dejar de mirarle. Se llevó el cigarro a la boca y lo sujetó entre los dientes–
Frenchy, trae café.
La orden devolvió el aliento a los presentes.
– En seguida, en seguida... –El camarero desfiló hacia la cocina con paso vivo.
– Si me necesita, estaré en mi despacho... –anunció el contable, escaleras arriba, salvando peldaños de
dos en dos.
Jeremías inció un concienzudo y brioso barrido en uno de los cuartos superiores.
El de Dakota del Norte deseó tener una escoba con la que ir en ayuda del abnegado sirviente negro.
Jimmy "Nerv" se acodó en la barra con actitud chulesca y probó a componer una expresión relajada
que otro espasmo traidor le convirtió en mueca.
– Vamos, Durkham, no hay de qué preocuparse. Puedo explicarlo... ¿verdad, muchachos? –dijo,
intentando sonar distendido.
Durkham rascó un fósforo en la cara inferior de la mesa y aplicó la llama a la punta del cigarro.
– Seguro, Jimmy, seguro... Anda, explícamelo...
Con la puerta del despacho entornada, Garrison seguía el relato de "Nerv" lo mejor que podía. A pesar
de los esfuerzos de aquel salteador de tres al cuarto por quitarle hierro a los hechos, el asunto no pintaba
bien. Durkham estaba furioso. Que "Nerv" hubiera liquidado al escolta de la diligencia parecía traerle sin
cuidado; era el resto de la historia lo que había desatado al señor de Faketown.
– ¡¿Me tomas el pelo, "Nerv"?! ¡¿Qué significa toda esta mierda?!
Por la estrecha ranura entre el marco y la puerta, Garrison podía ver a Durkham en pie, vociferando;
incluso le parecía apreciar cómo le centelleaban los ojos.
– ¡¿Y todo ese cuento del cura, el mexicano y los otros?! ¡¿Eh, "Nerv"?! ¡¿Qué significa?! –Con cada
frase, la mano regordeta de Durkham que sostenía el puro se agitaba colérica, envuelta en humo–
¡¿Pretendes hacerme creer que os atacó un misionero y su parroquia?! –Ahora se llevó el cigarro a la
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boca y lo masticó, más que chuparlo– ¡¿Qué es eso de que "el mexicano del poncho se cargó a Charley"?!
¡¡¿Dónde está el jodido cuerpo de Charley?!! ¡¡¿Eh, "Nerv"?!!
– Ya... ya se lo he dicho, Durkham... ¡maldita sea!...
Aunque fuera de su campo de visión, Garrison podía imaginarse la cara del bravucón deshaciéndose
en convulsiones, haciendo honor a su apodo.
– ¡...volvimos a buscarlo, pero sólo encontramos su caballo...! ¡...alguien tuvo que llevárselo, maldita
sea...! –se oyó insistir a "Nerv", levantando la voz. Durkham, con el rostro congestionado por el enfado,
se echó las manos a la espalda e inició una serie de impetuosos paseillos cortos, arriba y abajo, el cigarro
humeando en su boca. Uno de los guardaespaldas se asomó al porche para ahuyentar a un par de ociosos
que habían pegado sus narices a las vidrieras del salón. Con cuidado, Garrison abrió un poco más la
puerta. Los hombres de "Nerv" se removían inquietos en sus sillas, siguiendo las evoluciones del
reconcentrado y furioso Durkham. Jimmy "Nerv" dió unos pasos entrando en el cuadro de Garrison.
– Demonios, jefe ... no creo que sea pa...
– ¡Cállate, estúpido! ¡Ni una palabra! –rugió el patrón, cortando el aire con el cigarro. "Nerv" masculló
algo y volvió a desaparecer de la vista de Garrison, quien lo imaginó dándole otro tiento a la botella.
Durkham llegó hasta el ventanal y se detuvo allí un instante, absorto, mascando habano. Al cesar sus
pasos, los sonidos del tránsito de carros en la calle ocuparon un momento el ambiente del salón. La
claridad del día bañó el frontal curvado de J. Q. Durkham y esa misma luz pareció aclarar de pronto sus
barruntos.
– Por todos los... –empezó a decir, por lo bajo, quitándose el puro de la boca– ...un cura... ¡un cura! ¡El
hijo de Satanás! –gritó ahora, girándose de pronto.
Ante la inesperada reacción de su jefe, Garrison echó la cabeza atrás instintivamente, temiendo ser
visto.
– ¡¡Claro, un cura!! ¡¡Hijo de mala madre!! –Todas las miradas se centraron interrogantes sobre
Durkham, que parecía haber descubierto la piedra filosofal– ¡¿Estáis seguros de que no os siguieron?! –
preguntó, mirando a unos y otros.
– Seguro, patrón... –se atrevió a decir el mexicano, mirando de soslayo a su cabecilla, que volvía a
entrar en cuadro– ...estuvimos esperando y... –Durkham lo mandó callar con un gesto de la mano; arrugó
el entrecejo y afiló el morro, pensativo.
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– Muy bien –dijo por fin con determinación. Garrison conocía aquel tono resuelto y amenazador a la
vez: Durkham había tomado una decisión y esperaba que el mundo girara sin rechistar para hacerla
efectiva.
– ¡Tú! –dijo señalando a Jimmy "Nerv"– Coge tu caballo y sal de este pueblo. No quiero volver a verte
por aquí nunca más. ¿Me has entendido? ¡Nunca!...
– ¡Pero...! –trató de replicar el aludido
– ¡Cállate, "Nerv"! ¡Ni una palabra más! ¡Ya me has causado suficientes problemas! –cortó sin
contemplaciones– Si dentro de una hora sigue en Faketown, disparadle. ¿Me habéis oído? –añadió
imperativo a sus dos guardaespaldas.
– Claro, señor. Cómo usted diga... –respondió uno de ellos sin inmutarse. Los dos sicarios miraron a
"Nerv" desde la sombra del ala de sus sombreros.
– Y vosotros... –siguió Durkham, dirigiéndose ahora al resto de la banda.
– ¡Hey, hey, hey, amigo! ¡Un momento...! –Tal vez fue el sentirse despachado de manera fulminante
o, tal vez, la arrogancia imprudente de los de su calaña lo que impulsó a Jimmy "Nerv" a interrumpir las
órdenes de J. Q. Durkham– ¡No me moveré de aquí hasta que haya cobrado lo que me debes, Durkham! –
continuó con descaro, apoyando la mano sobre la culata del Colt. Tras la puerta del despacho, Garrison
cerró los ojos. Aquella insolencia colmaba el vaso.
– ¡¡¿Cobrar?!! –aulló Durkham, embistiendo como un jabalí los metros que le separaban del pistolero
y asestándole un fabuloso revés que aplastó el cigarro en la mejilla del pistolero– ¡¡¿Cobrar?!! –repitió
con el rostro abotagado, ahogando el gemido del pasmado "Nerv".
De inmediato, los dos matones de Durkham, atentos a su trabajo, montaron los rifles y apuntaron al
resto de la banda, convenciéndolos sin palabras de que quietecitos estaban más guapos.
– ¡¡Eres un idiota, "Nerv"!! ¡¡Dentro de poco esto estará infectado de rangers que ya se estarán
preguntando por qué el jodido Charley asaltaba diligencias vestido como un jodido mexicano!! –Con la
misma mano, le abofeteo la otra mejilla. En los ojos de Jimmy "Nerv" hervían mezcladas la humillación
y la demencia– ¡¡Dentro de poco, puede que el cura y sus amigos vengan a meter sus narices en mis
asuntos, si es que no está ya de camino!! ¡¡Todos mis negocios se pueden ir al infierno por culpa de tu
estupidez!! ¡¡¡¿Y encima quieres cobrar?!!! –bramó, levantando la mano para descargar un nuevo golpe.
En ese instante, la cordura de Jimmy "Nerv" saltó por los aires. Sacó el Colt 45 y encañonó la barriga de
Durkham.
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– ¡¡No vuelvas a ponerme la mano encima, gordo seboso!! –dijo "Nerv" apretando los dientes, los ojos
inyectados en sangre y el rostro doblemente inflamado por la ira y por los guantazos. J. Q. Durkham, se
quedo tieso, echando aire por la nariz– ¡¡Si alguien se mueve lo lleno de plomo!! –amenazó, cogiendo por
el pañuelo a Durkham y manteniéndolo encarado frente a él, a modo de parapeto. En el lado derecho de la
cara de Jimmy "Nerv" los tics se sucedían sin control. Los guardaespaldas dudaban ahora hacia dónde
apuntar sus armas y se movieron despacio buscando mejor posición. Los hombres de "Nerv", con las
manos encima de la mesa, aguantaban la respiración.
– ¡¡He dicho que nadie se mueva!! –Los matones se detuvieron, vigilando todos los movimientos.
– Esto te va a costar muy caro, maldito chiflado... –advirtió Durkham, entre dientes.
– ¡¡Cállate!! ¡¡Cállate!! ¡¡Cállate!! –le gritó salpicándole el rostro de saliva y montando el percutor del
Colt– ¡Vosotros! ¡Dejad los rifles donde pueda verlos! ¡Despacio! –Los hombres de Durkham vacilaron
un momento, se miraron y decidieron obedecer. Jimmy rió nervioso– Después de todo no sois tan
estúpidos como parecéis... ¡Poneros allí! ¡Junto al piano! ¡De rodillas! ¡Las manos arriba! – A medida
que los otros se movían, "Nerv" se desplazó hasta quedar de espaldas a las puertas del salón, llevando por
el cuello a Durkham, como si fuera un oso de feria. Desde su observatorio, Alex Garrison seguía la
escena embobado. El recuerdo de un revólver en el cajón de su mesa le pasó por la cabeza pero fue
incapaz de realizar movimiento alguno, a la espera de un desenlace que se adivinaba trágico. "Nerv"
retrocedia paso a paso, tirando de su rehén. Apenas un metro le separaba del porche y la espalda del
pistolero apunto estaba de rozar las puertas. Por el rabillo del ojo, a Garrison le pareció percibir una
figura que pasaba por delante de las vidrieras del salón y casi de inmediato vió cómo una silueta
sombreaba la retaguardia de Jimmy "Nerv". El secretario, contable y consejero de Durkham sintió el
súbito impulso de salir al pasillo y avisar a aquel desdichado.
– Ahora, gordo... – oyó decir a "Nerv"– tu y yo vamos a dar un pa...–Dos disparos retumbaron en todo
el salón cortando en seco la frase. Los hombros de Garrison se sacudieron sobresaltados. Jimmy "Nerv"
se curvó hacia atrás y los ojos se le abrieron estupefactos. El Colt cayó de su mano, las rodillas se le
doblaron y se derrumbó hacia delante, golpeando con el rostro sobre la panza de Durkham antes de caer
al suelo como un pelele. Respirando hondo, la frente salpicada de gotitas de sudor, Durkham se retiró un
par de pasos de las puertas que ya se abrían empujadas por el autor delos disparos.
– Bon jour, mounsieurs –saludó Pete el Frances, con el revólver humeante aún en la mano y pasando
por encima del cadáver sin apenas prestarle atención– Espero haber llegado puntual...–comentó con
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ligereza en un inglés más que aceptable. Enfundó el arma y, llevándose dos dedos al borde del bombín
que le cubría su rubia cabellera, saludó sin dirigirse a nadie en particular, camino de la barra.
– Como dirían ustedes: juste à temps... –respondió Durkham, secándose la frente con un pañuelo de
bolsillo. En la mano derecha aún sostenida el cigarro desmenuzado, apretado entre los dedos. Lo miró un
instante con fastidio y lo dejó caer junto al cuerpo sin vida de Jimmy "Nerv".
Aunque un tiroteo en Faketown no tenía nada de extraordinario, el sonido de disparos siempre
significaba una alteración de la rutina, trastorno que los habitantes del lugar acogían con unos niveles de
entusiasmo o aflicción directamente proporcionales al efecto que los sucesos pudieran tener sobre sus
propios intereses.
Así, a los pocos minutos de que Jimmy "Nerv" pasara a mejor vida, el tramo de la calle principal en el
que se alzaban, frente por frente, el Diamonds Saloon y el Golden Hotel se había convertido en el foco de
atención. Unos se limitaban a fisgar desde las ventanas; otros salían a las puertas de los establecimientos,
intercambiando comentarios con los transeúntes que se detenían bajo los tejadillos; algunas de las chicas
del Paradise se asomaban a los balcones de sus habitaciones, envueltas todavía en las delicadas gasas y
plumas de sus batas; algunos mineros detenían sus carros para mirar y lanzar algún requiebro a las chicas;
mientras, curiosos y cotillas compulsivos, borrachines impacientes, haraganes aburridos y buscavidas de
todo pelaje, llevado cada cual por estímulos dispares, hacían corrillos delante del Diamonds o se
apretujaban pegados a las cristaleras. Al otro lado de la calle, en la puerta del hotel, la señorita Loraine,
con el corazón en un puño, estiraba el cuello con la esperanza de ver aparecer sano y salvo a su huésped
favorito. En las alturas, el astro rey, ajeno a los insignificantes dramas humanos, bañaba de luz el paisaje
con la misma intensidad que si fuera una mañana de domingo.
En el interior del salón, junto a la barra, se intentaba templar los ánimos a base de whisky. Frenchy
llenaba vasitos según se vaciaban. La expresión de J. Q. Durkham indicaba que pensaba a toda prisa. Sus
guardaespaldas, habiendo recuperado los rifles y la compostura, desarmaban en silencio al acongojado
grupo de "Nerv", mientras Garrison, discretamente aparte, se serenaba con un segundo trago a la espera
de las instrucciones que, sin lugar a dudas, estaban a punto de manar a través de los labios fofos de su
jefe.
Al bajar de su despacho, Garrison se había situado instintivamente lo más lejos posible de Pete el
Francés. Entre la surtida lista de facinerosos al servicio de Durkham, aquél en particular le provocaba una
especial aversión. A los ojos del secretario, aquel asesino reunía en su persona la peor combinación de
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cualidades que podía concebir. Para empezar, vestía de una manera espantosa: todo de negro, los
pantalones extremadamente ajustados se perdían en el interior de unas botas de montar altas, recuerdo del
ejército francés al que un día perteneció; la camisa, igualmente estrecha, lucía en la botonadura unos
encajes propios del vestuario de un charro mexicano en día de fiesta, sustituyendo el corbatín por una
trencilla de cuero sujeta por un broche tallado en hueso; tanto ceñido no hacía más que acentuar su
natural delgadez y, para completar la estampa, el bombín le causaba el mismo efecto que hubiera podido
conseguir poniéndose medio coco en lo alto de la cabeza.
Alex Garrison se hubiera limitado a calificar aquel atuendo de extravagante de no ser porque el sujeto
se paseaba por ahí como si fuera el no va más de la elegancia, sus gestos cargados de una afectación y
laxitud exasperantes. Pero ante los dos revólveres firmemente adosados a sus muslos y la infinita
crueldad que destilaban los ojos claros en su rostro lechoso y desbarbado, Garrison, y cualquier persona
sensata en su lugar, habría presentado al francés en sociedad como ejemplo de porte, tronío y gracia sin
siquiera pestañear.
Armand Le Trique, alias "Pete el Francés", cogió su vaso y se acercó hasta el piano de pared, en la
esquina más cercana al escenario. Levantó la tapa del instrumento y con un sólo dedo pulsó
distraídamente algunas teclas formando una melodía que sonaba a canción infantil. La cadencia pareció
sacar a Durkham de sus cavilaciones, dirigiendo su atención hacia los hombres de "Nerv" que,
desarmados y sin jefe, esperaban sentados su destino. Si aquellos tipos creían en alguna potencia divina,
su fe en ella debió aumentar varios enteros cuando J. Q. Durkham, señalándoles con el dedo, les dijo:
– Tengo trabajo para vosotros ¿De acuerdo? –Los hombres se miraron entre ellos y asintieron sin
querer saber las posibles alternativas– Bien. ¡Garrison!...
– ¿Señor?... –atendió el secretario.
– Lleve a estos hombres con Mac Kenzie y los otros. Quiero que levanten el campamento de los
chinos y los pongan en marcha antes de que anochezca. Dígale a Mac Kenzie que no se olvide de hacer el
recuento cuando lleguen. Los de ferrocarril siempre cuentan a la baja...
– Entiendo, señor, pero no sé si esas gentes están en condiciones...
– Tonterías, Garrison. Tengo entendido que construyeron una muralla enorme que atraviesa casi todo
su país. Estoy seguro de que serán capaces de llegar hasta las White Sand. ¡Y vosotros! –añadió
dirigiéndose a los recién empleados– ¡Cada Chang que perdáis por el camino os lo descontaré de vuestra
paga! ¡ ¿Entendido?! ¡Pues recoged vuestras armas y andando! ¡Y quitaros esas ropas y quemadlas,
maldita sea! –Durkham siguió con la mirada a los cinco hombres mientras recogían las armas y salían del
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local sorteando el cuerpo del que fue su cabecilla. Hizo un gesto a los guardaespaldas para que
acompañaran a su secretario a la vez que sacaba otro habano del bolsillo interior de la chaqueta,
llevándoselo directamente a la boca– Garrison... dígale a Mac Kenzie que no les quite el ojo de encima.
Sobre todo al mexicano...–El secretario asintió con gesto mecánico, sintiéndose repentinamente hastiado.
Se pasó la mano por la frente y dejó que los párpados le cubrieran un instante los ojos.
–Ah... y no olvide que esta noche le esperamos para cenar– le recordó Durkham, dando concienzudas
chupadas al habano para encenderlo– Sea puntual. Ya sabe que Martha es una mujer muy metódica...
– Descuide, descuide. Allí estaré.
Al salir, Garrison se cruzó con el sheriff, que llegaba para hacer el paripé.
– Vamos a ver, señoras y señores, apártense, apártense... –venía diciendo el supuesto representante de
la ley, estrella en pecho, mientras se abría paso entre las personas concentradas delante de la puerta.
– ¡Hombre, Milford! ¿Dónde se había metido? Le estaba esperando... –dijo Durkham al verlo entrar.
– Caramba, Durkham... ¿Qué ha pasado aquí? –dijo el sheriff Milford acuclillándose con evidente
desgana junto al cuerpo del delito– Vaya... Es Jimmy "Nerv"... No me extraña... –iba murmurando
mientras confirmaba que Jimmy estaba definitivamente tieso.
– Intentó matarme, sheriff. ¿Qué le parece? –explicó Durkham con una mano en el bolsillo y la otra en
el puro– Menos mal que el señor Le Trique llegaba en ese momento...
– Oui, oui... Fue en defensa propia –apostilló Pete el Francés desde el piano, con toda naturalidad.
– Desde luego, desde luego –aprobó Milford– Con estos indeseables ya se sabe: uno no se siente
seguro ni cuando te dan la espalda... –El sheriff Milford, apunto de cumplir los cincuenta, siempre había
anhelado una larga y tranquila jubilación, sentado en su porche tallando figuritas de madera y no estaba
dispuesto a echar a perder sus planes por la simple desavenencia técnica que pudiera surgir entre la
expresión "defensa propia" y los dos boquetes en el espinazo de aquel infeliz. Enderezándose, el sheriff
Milford sacó la cabeza por encima de las puertas del salón y se dirigió a la concurrencia:
– ¡Que alguien avise a Adams! También necesitaría algunas manos para sacar el cuerpo de... –Antes
de terminar la petición, más manos de las necesarias tiraban hacia fuera del fiambre, que antes de llegar al
porche ya no tenía botas. Milford enfiló hacia la barra.
– Anda, Frenchy, sírveme un trago... –Frenchy le llenó un vaso cumpliendo a rajatabla con los tres
principios básicos de todo buen camarero: oír, ver y callar.
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– Por cierto, sheriff, supongo que en su oficina debe guardar las órdenes de busca y captura de los
últimos años –quiso saber Durkham, recomponiéndose el nudo del pañuelo frente al gran espejo tras la
barra.
– ¡Ja! ¿Las órdenes, dice? En mi oficina deben haber amontonados papelotes como para llenar la
Biblioteca Nacional. Al holgazán de mi ayudante le encanta guardar todo papel impreso que cae en sus
manos. Un día de estos, haré una fogata, ya lo creo...–mientras hablaba, el sheriff Milford lanzaba
miradas furtivas hacia la figura de Pete el Francés cada vez que iniciaba la obsesiva secuencia de notas–
¿Busca algo en particular?
– Me gustaría echarle un vistazo a esos papeles.
– Pues están a su entera disposición, no faltaba más. Al menos serán de alguna utilidad... Anda,
Frenchy, ponme otro... Pase por mi oficina cuando guste. Seguro que ese bobalicón de Martin estará
encantado...
– Iremos ahora –resolvió Durkham.
– Ah, bien... Como quiera. La oficina está un poco revuelta. Espero que no le importe. Comprenderá
que...
– No se preocupe, sheriff –cortó Durkham– ¿Le importaría acompañarnos, señor Le Trique? Puede
que sea de su interés... –J. Q. Durkham sabía muy bien qué tipo de formalidades emplear con cada uno de
los hombres a su servicio. Pete el Francés completó por enésima vez el perturbador soniquete. Cerró la
tapa del piano y apuró su vaso.
– Bien sûr, estoy a su entera disposición, señor Durkham... –aceptó, acompañando sus palabras con
una cortés inclinación de cabeza– Monsieurs, ustedes primero...
– Frenchy, que alguien limpie todo esto –ordenó Durkham camino de la puerta.
Cuando Milford, Durkham y Pete el Francés salieron al porche, la mayoría de espectadores dio por
terminado el suceso y los corrillos empezaron a dispersarse.
– Vamos, vamos, aquí ya no hay más que ver... –dijo el sheriff a la concurrencia, sin pizca de énfasis.
Los tres hombres bajaron los dos escalones hasta el polvoriento suelo de la calle principal y sorteando
a los carros que pasaban se encaminaron hacia la oficina del sheriff. Desde la puerta del Diamonds,
Frenchy Dux los siguió con la mirada. Por el otro extremo de la calle llegaba Adams con su carro,
transportando el cajón de pino destinado a Jimmy "Nerv". El camarero se pasó un pañuelo por su calva
reluciente y echó un último vistazo al muerto.
– No somos nadie, amigo,... –le dijo, ladeando la cabeza- ...y tú, ahora, menos...
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En Faketown, la oficina del sheriff no servía más que para cubrir las apariencias, y sólo por encima. Se
encontraba entre el almacén de víveres del señor Dril y la barbería, como si fuera un gran cajón de piedra
y adobe que se hubiera quedado allí atrapado. En su fachada se apretaban una puerta y una ventana con
rejas, y de no ser por el cartel en el que podía leerse la palabra "Sheriff" escrita con letras de molde,
cualquier forastero habría supuesto sin que se le pudiera recriminar por ello que se trataba de una caseta
para guardar leña y herramientas.
Desde que Drukham y lo suyos se adueñaron del pueblo, el sheriff Milford, que ya por aquel entonces
frecuentaba más el viejo Silver Saloon que su oficina, apenas se pasaba por allí, hasta el punto de que,
cuando Milford abrió la puerta para dejar paso a sus acompañantes, el señor Hemmings, barbero, dentista
y callista del pueblo, salió a la puerta de su establecimiento, ajustándose los quevedos, para asegurarse de
que no había sido víctima de una alucinación a causa del calor.
– ¡Caray, sheriff, qué susto me ha dado! –exclamó el joven Martin, al que si hubiera que juzgarlo por
la primera impresión se le tildaría, ciertamente, de bobo. El pelo lacio cortado a cazoleta y su rostro de
batracio pachón inducían poderosamente a emitir tal veredicto– ¿Sucede algo, sheriff? He oído disparos
esta mañana y... –quiso saber el joven, reconociendo de inmediato a los otros dos visitantes– Uh.. er..
buenos días... –saludó, un tanto azorado, sin saber qué hacer con las manos. Durkham y el Francés, que
jamás habían puesto un pie allí, se limitaron a inclinar ligeramente la cabeza, mirando a su alrededor. El
interior de la oficina presentaba un aspecto mucho menos abandonado del que se podría suponer antes de
entrar y contaba con los mínimos imprescindibles para ejercer con cierta dignidad la comprometida tarea
de hacer valer la ley. O al menos eso creía Martin, que se encargaba de mantener el despacho y los dos
pequeños calabozos contiguos aceptablemente limpios y ordenados.
– Nada importante, muchacho, un pequeño tumulto en el Diamonds... –explicó el sheriff, cerrando la
puerta– Ya me he encargado. Después me ocuparé del papeleo y todo eso... –Milford empezó a buscar
algo en los cajones de su mesa– ¿Dónde demonios está...?
– En el armarito, señor, donde siempre... –respondió el muchacho, que sabía de sobras lo que buscaba
el sheriff.
– Martin, muchacho... –empezó a decir Milford, acercándose hasta la pequeña alacena que colgaba
junto al armero y sacando de allí una botella y unos vasos– ¿Quieren un trago? –ofreció. Durkham negó
con la mano, mientras tomaba asiento en una de las sillas frente a la mesa del sheriff. Pete el Francés
permaneció de pie, junto a la ventana, obviando la invitación. Milford se encogió de hombros y se sirvió
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un vaso– Al señor Durkham le gustaría echar un vistazo a algunos de esos papeles que guardas por ahí.
Ya sabes, todos esos carteles, los recortes...
– ¿En... en serio...? ¿Mis recortes...? –La mitad superior de la cara de Martin pareció librarse de pronto
de su habitual aire ausente para expresar una mezcla de asombro e inquietud.
– Claro, hijo. ¿Podrías enseñármelos? –dijo Durkham con tono paternal– ¿Hay algún problema? –
añadió al percibir cierta vacilación en el muchacho.
– ¡Oh, no, no señor! ¡Ningún problema! ¡Claro que puede verlos! –se apresuró a responder Martin, un
tanto confuso por su repentino protagonismo. Para sorpresa de los invitados, el muchacho encendió un
farol, abrió la puerta de barrotes de uno de los calabozos y se introdujo en su interior, iluminándolo.
– Pase, pase... Lo tengo todo aquí –indicó, manteniendo el farol en alto. Durkham se acercó, mirando
al sheriff sin acabar de comprender.
– Oh, sí, sí... Es ahí donde los guarda –confirmó Milford, curado ya de ese espanto, retrepándose en su
silla.
También Pete el Francés, que padecía de una fobia a los barrotes muy extendida entre los de su clase,
se aproximó todo lo que le permitió su aversión para echar un vistazo.
Martin había convertido la pequeña celda en un improvisado despacho, en el que el poyo de piedra que
servía de camastro hacía las veces de mesa y un cajón de madera las de silla. Junto a las paredes, otros
cajones de diversos tamaños contenían pliegos de papeles, carpetas con folletos y recortes, periódicos de
diversa naturaleza y procedencia, apilados cuidadosamente y dispuestos en lo que parecía ser una
rigurosa clasificación.
– ¿Has leído todo esto, muchacho? –preguntó Durkham, contemplando pensativo el singular archivo.
– ¡Oh, sí señor, todo! –asintió Martin– Los bandos, los periódicos...–El muchacho señalaba los
distintos cajones a medida que enumeraba– Ahí hay viejos informes que encontré por aquí... algunos
están un poco roídos... –se disculpó, como si fuera más culpa suya que de los ratones. Durkham examinó
por encima los papeles y recortes en la parte superior de algunas de las cajas.
– Si cree que puedo ayudarle en algo, señor, yo... –ofreció Martin, dispuesto a demostrar la utilidad de
su archivo.
– Hum... – Fijando un momento su atención sobre el muchacho, Durkham dio un par de caladas
valorativas, tratando de discernir si, después de todo, aquel pollo era tan tonto como aparentaba. Exhaló
el humo despacio– Dime, hijo... ¿recuerdas haber leído algo en todos estos papeles acerca de un caza
recompensas que viste como un sacerdote? Tengo entendido que es bastante popular...
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– ¿Un sacerdote? –dijo Martin, un tanto decepcionado por la sencillez de la consulta– ¡Claro, señor.
Usted debe referirse al Reverendo! –Dejó el farol sobre el catre de piedra y se arrodilló junto a uno de los
cajones– ¡Ese tipo es casi una leyenda! Vamos a ver... debe estar por aquí... –iba diciendo mientras
buscaba– Sí, aquí está... –Se puso en pie sosteniendo en la mano un legajo de papeles agrupados con una
hoja doblada en la que habían garabateados algunos nombres y fechas– Sí, este es... Laughton, el
reverendo Laughton... confirmó el muchacho pasando el dedo por las anotaciones– Hace tiempo que no
se sabe nada de él ni de sus amigos... Algunos aseguran que está muerto... –Martin se disponía ya a
revisar él mismo los papeles.
– Déjame ver, déjame ver... –Durkham tomó el rudimentario expediente y empezó a hojearlo,
llevándose el habano a la boca y apretándolo entre los dientes. A medida que pasaba papeles se le fue
dibujando en el rostro una sonrisa lobuna– Buen trabajo, chico, buen trabajo...
El joven Martin resultó ser mucho más despierto de lo que sugerían su aparente simpleza y sus modos
apáticos; con su ayuda, a última hora de la mañana, mientras Pete el Francés se hacía la pedicura en el
establecimiento del señor Hemmings y el sheriff Milford dormitaba en su silla, el fruto de las pesquisas
de Durkham superaba con mucho sus expectativas, confirmando las sospechas que le habían asaltado
frente a las cristaleras del Diamonds. El relato del malogrado Jimmy "Nerv" le había parecido del todo
inverosímil hasta que un recuerdo agazapado en su memoria le había puesto sobre aviso.
Para encontrar el origen de aquel repentino chispazo de alerta había que remontarse en el pasado más
de una década, hasta los días en que la milicias de Juarez, inmersas en una larga guerra de guerrillas en el
campo mexicano, intentaban reconquistar el gobierno usurpado por los franceses. Los Estados Unidos
trataban de recuperarse de los daños sufridos durante su guerra civil y, por cubrirse las espaldas, tenían
apostados en la linde mexicana más de cincuenta mil veteranos, enardecidos por cuatro años de combate,
a las órdenes del general Sheridan, un viejo zorro. La frontera con México era un horno caliente y el
pasto idóneo para que los de la ralea de J. Q. Durkham llenaran sus codiciosos buches.
Fue precisamente por boca de uno de esos desaprensivos, un tal Reginald Butler, como el nombre del
Reverendo llegó por primera vez a oídos de Durkham. Había sido cerca de El Paso, en San Cosme, una
vieja misión española abandonada, un refugio de forajidos que algunos traficantes de armas utilizaban
esporádicamente como punto de reunión en el que realizar sus transacciones. Allí debían encontrarse los
dos contrabandistas para cerrar un trato en el que una importante cantidad de rifles y munición pasaría de
unas manos a otras a cambio, claro está, de una no menos significativa cantidad de dinero. En aquella
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ocasión, el trueque estuvo a punto de irse al traste cuando Durkham, su cuadrilla y el cargamento que
transportaban fueron recibidos entre unas medidas de seguridad excesivas hasta la ofensa, circunstancia
que, pasado el sofoco inicial, el tan precavido comprador se apresuró a explicar, recompensando además
al indignado J.Q. Durkham con la promesa de jugosos negocios en el futuro.
El susodicho Butler, sujeto de porte distinguido y algunos años mayor que Durkham, era un pieza de
cuidado que jugaba en cualquier bando del que pudiera sacar provecho. Moviéndose con soltura a ambos
lados de la frontera y con un perfecto dominio del español y el francés, era capaz de venderle armas a las
tropas juaristas para, acto seguido, ofrecerle a los franceses la localización de los arsenales mexicanos.
Lógicamente, tales prácticas, llevadas a cabo con éxito gracias a sus dotes para la falsificación y el
cambio de personalidad, le habían convertido en uno de los objetivos principales del espionaje mexicano,
cuya mejor agente, Margarita Veracruz, había sabido aprovechar con verdadera maestría la debilidad de
Butler por las mujeres hermosas para tenderle una trampa fatal de la que, según él mismo reconocía, sólo
un guiño de la diosa Fortuna le había permitido escapar. Sin embargo, aún sabiéndose descubierta,
Margarita Veracruz no se dio por vencida y puso en marcha una maniobra mucho más expeditiva,
lanzando tras los pasos de Butler a un estrambótico grupo de mercenarios que habría de convertirse en su
peor pesadilla.
Aquella noche en San Cosme, mientras cerraban su negocio con una copa de vino y un buen cigarro
junto a un improvisado hogar en una de la destartaladas salas de la misión, Reginald Butler había
expresado a J. Q. Durkham su creciente preocupación. Butler ignoraba de dónde podrían haber salido
aquel supuesto reverendo, aquel mexicano medio indio y los otros tres gringos; si tenía que juzgarlos por
la implacable obstinación con la que le seguían el rastro, o eran unos chiflados o sus intereses iban más
allá de lo que él podía calcular. Desde luego, había hecho los posibles para quitárselos de encima, pero
tenía que admitir que aquellos condenados eran duros de pelar y lo único que había logrado era perder
enormes sumas de dinero y a algunos de sus mejores hombres. De repente, hacía varias semanas que
parecían haber dejado de pisarle los talones, cosa que, lejos de tranquilizarle, le había llevado a extremar
las precauciones.
Durkham y Butler aún volvieron a encontrarse en dos ocasiones antes de que los franceses
abandonaran México y las tropas de Juarez recuperaran la capital. Al parecer, los mexicanos, viendo
posible la victoria sobre sus invasores, se habían centrado en otras prioridades, por lo que Butler había
podido dar los últimos bocados de aquel pastel sangriento con relativa tranquilidad. Según contaba, lo
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último que había sabido de aquellos que le persiguieron con tanto tesón era que habían participado en un
peligroso y decisivo asalto a un fortín francés del que, con toda probabilidad, no lograron salir con vida.
J. Q. Durkham no había vuelto a saber de Butler desde entonces, y ahora, mira por donde, un viejo
recorte de periódico venía a desmentir los cálculos de aquel escurridizo contrabandista:
"Intento de sabotaje y asesinato frustrados", rezaba el titular de la noticia, publicada en un diario de
Houston de hacía dos años. El suceso ocupaba casi un cuarto de página en el que se explicaba cómo "...un
grupo formado por tres ciudadanos americanos y un mexicano mestizo, cuyas identidades se desconocen
hasta el momento, intentaron asesinar al diplomático Reginald Butler después de haber provocado un
incendio y varias explosiones en las cubiertas de popa del Ciudad de Cádiz, buque con bandera española
que se encontraba anclado en el puerto de la ciudad, listo para zarpar con destino a España. Los agresores
fueron detenidos y puestos a disposición..."
Durkham rió por lo bajo mientras releía el trozo de papel. ¡Diplomático! ¡Aquel bribón había vuelto a
tener la suerte de cara!... Sin embargo, sus tenaces perseguidores tampoco podían quejarse... Era evidente
que aquellos mal nacidos habían encontrado la manera de librarse de la horca... Sacó el reloj de bolsillo y
lo encaró en dirección al farol que iluminaba el pequeño calabozo. Eran casi las dos del mediodía.
– Bueno, muchacho, déjalo ya...
El joven Martin seguía rebuscando en los cajones algún documento más que pudiera encajar en el
rompecabezas de sucesos y personajes que Durkham había ido tratado de recomponer a lo largo de la
mañana.
– Ya tengo todo lo que necesito –añadió, recogiendo únicamente unos carteles en los que podían verse
los rostros impresos de unos individuos por los que se ofrecía recompensa– ¿Puedes prestarme esto, hijo?
– Oh, desde luego señor... –accedió el muchacho, poniéndose en pie– ¿No necesita nada más?
– Es más que suficiente –aseguró Durkham, llevándose una mano al bolsillo, sacando una moneda de
un dólar y lanzándosela al chico, que la cogió al vuelo.
– Gracias, señor –dijo sin entusiasmo.
Durkham salió de la celda frotándose los ojos. Los dos guardaespaldas esperaban ya en la oficina y se
pusieron en pie al verle salir.
– Vámonos –ordenó– Sheriff Milford, le veré más tarde– se despidió, cruzando la pequeña estancia y
abandonándola antes de que el sheriff lograra regresar de su apacible modorra. Ya en la calle, el amo de
Faketown se detuvo un momento delante de la oficina y se puso el sombrero para protegerse de los
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incisivos rayos solares. A pocos metros, sentado a la sombra del soportal del establecimiento de
Hemmings, Pete el Francés, con el bombín inclinado sobre los ojos, parecía dormitar. Abrió un ojo al oír
pasos sobre las maderas del porche y la retina se le llenó con la figura oronda de Durkham acercándose.
– ¡Ah, señor Le Trique, usted sí que sabe vivir bien! –venía diciendo con tono zalamero– Lamento
haberle hecho esperar, pero ya sabe como son estas cosas... ¿Querrá acompañarme para comer? Así
podremos charlar tranquilamente de nuestros asuntos... –acompañando toda aquella gentileza forzada con
un guiño.
– Oh, oui, oui... ¡Enchanté! –respondió el francés poniéndose en pie y devolviendo la lisonja con un
sombrerazo que no venía a cuento.
– Bien. Espléndido, espléndido... –Durkham se volvió hacia sus dos sombras protectoras– Vosotros
dos... –empezó a decirles con el rostro y la voz despojados de cualquier vestigio de amabilidad– ...quiero
que todos los hombres que estén dispuestos se reúnan esta tarde en el viejo establo... —Sacó el reloj de su
bolsillo y lo consultó haciendo un rápido cálculo– A las cinco. ¿Está claro?
– Como el agua –dijo uno.
– Pues andando –Durkham subrayó la orden con un gesto de cabeza que puso de inmediato en
movimiento a los dos hombres– Bueno, señor Le Trique, vamos allá... –propuso, tras una nueva
transmutación del semblante, invitando a caminar con un gesto de la mano en la que sostenía los carteles.
Empezaron a cruzar la calle caldeada. Durkham miró otra vez el reloj y lo devolvió a su sitio.
– Este pueblo necesita un campanario. La torre se podría levantar allí ¿No le parece, señor Le
Trique?... –empezó a parlotear, invadido por una de sus ocurrencias. A Pete el Frrancés, las carencias del
lugar le traían sin cuidado. Tenía la boca seca y lo que él necesitaba era un Pernaud.
Desde que Faketown se convirtiera en cobijo de toda clase de malandrines, la costumbre de emplumar,
sacudir o, sencillamente, disparar a cualquier tipo de funcionario entrometido se había hecho muy
popular, especialmente si el chupatintas traía la intención de elaborar un censo. Tan poca predisposición a
cooperar en la confección de tales registros no se debía, como podría pensarse, a una reprobale y gratuita
falta de civismo, si no a una desafortunada carencia de sensibilidad por parte de los empleados públicos a
la hora de clasificar como "ociosos" o "desocupados" a los rufianes, quienes, por su parte, consideraban
que actividades como beber, jugar a las cartas, fornicar, masticar briznas o sacar punta a un palo con una
navaja eran ocupaciones que requerían de tanta dedicación como cualquier otro empleo. Los hampones
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de Faketown aceptaban sin queja su condición de forajidos, pero se negaban en redondo a ser catalogados
como vagos.
El entusiasmo laboral de aquellos trabajadores incomprendidos quedaba demostrado una vez más
cuando, minutos antes de las cinco, más de una treintena de ellos renunciaban a su siesta para recorrer las
calles adormiladas del pueblo en dirección al viejo establo, estructura de madera cochambrosa que se
sostenía a duras penas en el extremo oeste de Faketown.
En el interior del cobertizo, los rayos del sol se colaban por las junturas de las tablas, formando
laminillas de luz que se proyectaban caprichosamente por todo el barracón, delatando la agitación del
polvo de mies en el aire, el vuelo de algún insecto despistado y rincones que hubieran estado mejor a
oscuras. Desde el altillo, tumbado sobre sacas de grano vacías, un gato de pelo ceniciento seguía con
atención el desfile intermitente de siluetas con la sombra por delante que, ya fueran solas, por parejas o
en grupos de tres o cuatro, iban apareciendo por el portón a medio abrir. En el fondo del establo, una
mula torda rumiaba metódica en su cajón, indiferente a las visitas.
Según llegaban, los hombres buscaban acomodo entre aperos, cajones, toneles y ruedas de carro medio
desvencijadas, sin prestarse más atención entre ellos que la necesaria para guardar las distancias
pertinentes. Algunos entre los más veteranos del lugar formaban pequeños corrillos de conocidos en los
que se murmuraban especulaciones o comentarios más o menos jocosos, lanzando de tanto en tanto
miradas furtivas a los solitarios o a los recién llegados al pueblo que, por talante independiente,
discreción o prudencia, preferían aguardar en silencio. Uno, sentado sobre un barril, sacó una armónica
con la intención de amenizar la espera, pero no había hecho más que empezar a soplar cuando fue
interrumpido desde la puerta.
– ¡Ya viene! ¡Ya viene!
El sonido del carricoche al detenerse apagó todo cuchicheo en el interior del cobertizo y cuando el
cacique de Faketown y sus dos cancerberos entraron en el establo no se oía más que el resoplar de la
mula. Mientras los dos guardianes ocupaban posiciones junto a la puerta, la figura rolliza de Durkham
avanzó resuelta hasta ocupar el centro del improvisado hemiciclo. Se quitó el sombrero, lo colgó en un
gancho que sobresalía de una de las columnas de madera que aguantaban el techado y, con toda calma,
se dispuso a encender uno de sus cigarros. Una vez prendida la tagarnina, exhaló un chorro de humo e
inició un lento recorrido de revista por delante de los congregados: Allí estaba la nariz chata de Kanaka
Joe, acompañado de dos de sus hombres; tres de la banda de Cherokee Bob; los dos hermanos Clay, Lark
y Jerry; el impenetrable y mal afeitado semblante de McClellan; el no menos hermético y rabioso Bud
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Cranon, el trampero; el Zurdo y su disciplinada camarilla... Junto a los más familiares, otros rostros no
menos inquietantes y de nombres desconocidos devolvían la mirada bajo el ala de sus sombreros.
Algunos ya eran habituales de sus establecimientos; otros, los forasteros recientes, no tardarían en serlo.
En cualquier caso, todos acudían a la llamada del dinero. Durkham parecía complacido.
– Señores... –empezó a decir, volviendo al centro del corro– ...quiero que presten mucha atención y se
fijen en las caras y en los nombres que les voy a mostrar –Del bolsillo interior de su chaqueta extrajo los
carteles que horas antes había conseguido en la oficina del sheriff y los fue desdoblando uno a uno.
– Frank Ritter... –leyó el primero y se lo tendió al hombre que tenía más cerca para que lo hiciera
circular.
– Tom Doniphan... –prosiguió, repitiendo la operación– ...Edward Turner-Doyle... y este otro, un
mestizo que ni siquiera tiene nombre cristiano, y que responde por el nombre de Chaquito –Los carteles
fueron pasando de mano en mano, generando una oleada de comentarios susurrados entre algunos de los
presentes– Tengo entendido que va con ellos un tal Laughton, un chiflado que se pasea por ahí vestido
como un cura. Algunos lo conocen como el Reverendo, y parece que es bastante popular... –Saboreando
su puro, Durkham esperó a que todos los hombres hubieran visto los carteles antes de proseguir.
– ¡Hey, juraría que a este lo vimos colgar de una soga hace un par de años, en San Antonio ¿eh, Lark?!
–dijo el mayor de los Clay, Jerry, dando unos pasos hasta el centro del círculo y tendiendo a Durkham
uno de los carteles. Su hermano asintió convencido. Durkham tomó el cartel con la imagen impresa del
fulano apellidado Turner-Doyle.
– He oído hablar de ese Reverendo...–la voz asmática de Bud Cranon llamó la atención de los demás–
Un tipo peligroso... pero tengo entendido que le llenaron la cabeza de plomo en Nuevo México...
Los carteles terminaron sus recorridos entre murmullos y volvieron al punto de partida.
– ¡Está bien, está bien, señores... un poco de silencio! –clamó Durkham, obviando los comentarios y
levantando los brazos para centrar de nuevo la atención sobre sí. El rumor fue cesando poco a poco hasta
desaparecer– Escúchenme bien... Pagaré mil dólares... ¡Sí, han oído bien, mil dólares...! –repitió en voz
más alta ante la expresión entre incrédula y sorprendida de muchos de los oyentes– ¡Mil dólares por cada
uno de esos tipos que me traigan colgando de sus caballos! –La jugosa oferta sacudió los ánimos y
algunos no pudieron reprimir silbidos o exclamaciones– ¡Silencio! –ordenó tajante– ¡Quiero que los
busquen en cualquier sitio donde puedan esconderse desde aquí a Bandera! ¡Búsquenlos y tráiganmelos!
¡¿Lo han entendido?! –Algunas cabezas se movieron afirmativamente entre una audiencia que apenas
podía contener la agitación– Y ahora, si me disculpan, debo atender otros asuntos... –concluyó Durkham
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con toda naturalidad, dando por terminada la sesión. Tomó su sombrero y, con los carteles aún en la
mano, salió del barracón con la misma presteza con la que había llegado, dejando tras de sí algunos
jirones de humo.
El establo quedó vacío antes de que el carruaje de Durkham se acabara de internar de nuevo en el
pueblo. Los hombres se fueron desperdigando con una celeridad acorde con la inflamación de sus
codicias. Dos de ellos se detuvieron junto a un pequeño corral a pocos metros del vetusto cobertizo del
que acababan de salir y se apoyaron en la empalizada.
– Así que ese es el señorito del pueblo... ¡Menudo tío! ¡Ese no conoce a su padre! ¡Lo que yo te
diga...! –El que hablaba llevaba la cabeza cubierta por un pañuelo al modo de los corsarios y troceaba
unas pajitas con los dedos. El otro parecía preocupado– Venga, coño, tranquilo, que acabamos de llegar.
Ya saldrá otra cosa, ya verás... –trataba de animar el del pañuelo, dándole codazos amistosos a su
compañero– El camarero ese pelao... ¿sabes quién te digo?... ese dice que aquí hay trabajo de sobras, ya
verás... –El sonido de cascos a la carrera interrumpió el monólogo. Los dos hombres giraron la cabeza
hacia el pueblo. Desde el fondo de la calle un jinete se aproximaba a toda velocidad y pasó frente a ellos
en frenética galopada. Parecía el de la voz axfisiada.
– ¡La Virgen! ¡A ese le ha faltao tiempo...!
– ¡Vámonos! –dijo de pronto el hasta entonces callado, empezando a andar hacia el pueblo.
– ¡Venga ya, hombre! ¡¿Dónde vas?!
– ¡A por los caballos!
– ¡Anda ya! ¡No jodas! ¡¿Has perdido la chaveta o qué?! –empezó a sermonear el del pañuelo,
caminando detrás de su compadre y dándose golpecitos con un dedo en la frente,– ¡Que eso no va con
nosotros, leche! ¡¿ Cuándo hemos ido nosotros cazando gente por ahí?!
– ¡Que no, que no es eso! ¡Vete a por los caballos, anda, que te espero en la puerta del hotel! ¡Date
prisa, que luego te lo cuento!
– ¡Ya estamos con los misterios! ¡De verdad, Zafra, el que te entienda que te compre!
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Capítulo 6
– ¡Lo harás! ¡Ya lo creo que lo harás!
– Deja de fregarme, mi cuate...
Chaquito cruzó las puertas batientes de la cantina con su paso renqueante, seguido de cerca por un
Tom Doniphan cada vez más sulfurado. La clientela, compuesta en su mayoría por vaqueros que
entretenían su sed mientras esperaban la hora del almuerzo, siguió el recorrido de la singular pareja hasta
la barra.
– ¡Por las ubres de la vaca Clarabella, Chak! ¡Ahora mismo vamos a regresar al hostal y tomarás un
baño!
– Ya me mojé en el Pecos.
– ¡¿En el Pecos?! ¡Hace una semana que cruzamos el Pecos!
Las puertas volvieron a batir para dejar paso a la espigada y siniestra figura del reverendo Laughton,
que venía unos pasos detrás de sus compañeros. Chaquito miró de reojo hacia la entrada.
– El padrecito tampoco se bañó...
– ¡Maldita sea, Chak! –Doniphan palmeaba el mostrador– ¡El reverendo no duerme con los caballos!
¡Ni se peina con...!
– ¡Basta ya, señores! –interrumpió el cantinero alzando la voz– ¿Por qué no se van a regañar ahí
detrás, al callejón? –Los ojos estrábicos en el rostro apepinado del hombre apuntaban en direcciones
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opuestas. La atención de los clientes se repartía ahora entre la barra y el cadavérico predicador erguido
junto a la puerta.
– Tequila... –dijo Chaquito, haciendo caso omiso.
– Aquí no servimos a indios... –replicó el camarero, un ojo puesto en el mestizo y el otro en una viga
del techo.
– ¡¿Indios?! ¡¿Qué dice, amigo?! ¡¿Acaso ha visto alguna vez a un indio con un bigote tan... tan...
mugriento como ese?! –intervino Doniphan, encarándose con el hombre tras la barra– Ande, pónganos un
trago y luego iremos a tomar un baño ¿eh, Chak?...
– Ni lo sueñes.
– ¡Cabezudo del demonio!... –empezó de nuevo el tejano.
– Hey, amigo... ¿No has oído a Slim? –habló uno de los rudos vaqueros apoyados en un extremo del
mostrador– Coge a tu sucio indio y lárgate de aquí...
– Sí, ya lo habéis oído... ¡Largo! –secundó otro a su lado. Dos más se levantaron de una mesa y se
acercaron con paso chulesco.
– Vamos, muchachos, ¿porqué no vais vosotros también a daros un baño y os metéis en vuestros
asuntos? –recomendó Doniphan. Chaquito soltó una risita por lo bajo– Sírvanos un trago Slim...
– Vaya con el gallito... –dijo el que había hablado primero– Un baño ¿eh?...
– ¡¿Y tú de qué te ríes?! –increpó el más cercano a la espalda del mestizo– ¡¿Eh?! ¡Contesta, indio
apesto...
Ni lo vio venir. El puñetazo de Chaquito le estalló en la boca y le obligó a tragarse la última sílaba
antes de trastabillar hasta desplomarse ruidosamente sobre la mesa más próxima. Doniphan no esperó a
verlo caer y aplicó el tacón de su bota sobre la rodilla del que tenía más cerca. El tipo gruñó de dolor,
inclinándose a un lado para encajar un terrible derechazo que lo clavó a las tablas del piso. No había
vuelta atrás. Con tres zancadas cojitrancas, y sin embargo ágiles, Chaquito, tomó impulso y saltó con los
brazos abiertos sobre los tres que venían del extremo de la barra, llevándoselos por delante y arrastrando
a su paso varias sillas y a algún que otro parroquiano de los que se ponían en pie, unos para quitarse de en
medio otros para unirse al jaleo. La amalgama de brazos, piernas y sillas se estrelló estrepitosamente
contra una de las paredes de madera de la destartalada taberna. En un abrir y cerrar de ojos, el tumulto y
la algarabía se extendió por el local. Una botella surcó el aire para hacerse añicos muy cerca de la jeta
bisoja de Slim, que desapareció bajo el mostrador. Junto a la puerta, Laughton, poco amigo de este tipo
de lides, se vio obligado a desmenuzar una silla, sin entusiasmo pero con método, sobre las costillas de
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uno que, cuchillo en mano, se lanzaba a la riña. Doniphan enjugó un izquierdazo en el mentón que lo
lanzó contra la barra, pero logró esquivar la carga de su agresor que, como un ariete, se estampaba contra
el mostrador con un sonoro testarazo que le paró hasta el reloj. Chaquito, con una ceja abierta y el
jorongo hecho flecos, repartía estera sin mirar.
– ¡Basta! ¡Deténganse! –gritaba Slim, acurrucado tras la barra. Como respuesta a sus reclamos, del
cielo llovió un vaquero barbudo con la boca hecha una breva que se había dejado el conocimiento en el
puño de Doniphan. En estas, un Frank Ritter a medio vestir y visiblemente azorado cruzó las puertas de la
cantina a tiempo para absorber un revés perdido que le puso de nuevo en la calle. El reverendo Laughton
salió tras él, sus finas cejas alzadas ante el inusual desaliño de Ritter, que venía en pantalones,
descamisado, con las botas y el resto de su ropa entre los brazos.
– ¡Por todos los diablos! –exclamó Ritter, frotándose la mejilla caldeada– ¡Tenemos que largarnos de
aquí inmediatamente, Laughton! –apremió, olvidándose del guantazo y lanzando miradas inquietas a un
lado y a otro– Sujéteme esto...
– Eso mismo opinaban esos señores de ahí dentro... –comentó el predicador, sosteniendo el chaleco y
la cartuchera de Ritter y echando un vistazo a la ruidosa trifulca en el interior del local. Chaquito le
recolocaba el abdomen a un tipo de un rodillazo. Doniphan arruinaba la nariz de un grandullón de un
cabezazo.
– ¡Saque a esos dos de ahí, deprisa! – Ritter se introducía apresuradamente el faldón de la camisa por
la cintura del pantalón.
– Despacio, hijo, despacio... ¿Cuál es el problema?... –quiso saber Laughton, mientras escudriñaba las
calles con sus abisal mirada. Algunos lugareños dirigían su atención hacía la taberna, guardando la
distancia. Una señora cogió a su niño en brazos y se alejó con paso vivo, murmurando indignada. El
cristal de una de las ventanas de la cantina saltó en pedazos, atravesado por una escupidera de latón que
fue a parar entre las patas de un caballo al otro lado de la calle.
– Esta mañana, hace un par de horas, en el almacén de víveres... –Ritter intentaba resumir y calzarse
las botas a toda prisa – Una señorita muy amable, muy atenta... Me rogó que le ayudara a llevar sus
compras hasta su casa, a la salida del pueblo... –Desde el interior de la cantina llegaban las voces
desesperadas de Slim mezcladas entre el estrépito. Ritter elevó el tono de voz, rodeándose la cintura con
la cartuchera– La acompañé hasta la casa y le ayudé en la cocina con las bolsas... Estaba encantada, se
mostró muy agradecida, muy cariñosa, mucho... De hecho, me arrastró hasta su alcoba para demostrarme
su agradecimiento... –Un vaquero salió dando traspiés a través de las puertas del establecimiento y se
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derrumbó junto al abrevadero en la entrada– Y de repente, en lo más agradecido, un hombre ha empezado
a aporrear la puerta... ¡Imagínese! ¡Su padre! ¡Era su padre!... ¡He tenido que escapar por la ventana!
¡Imagínese!... Estoy seguro de que me ha visto correr por el jardín... estoy seguro... Y eso no es todo... al
cruzar la cerca, me ha parecido leer en el buzón "Juez M. Bradley"... ¡La hija del juez, Laughton! ¡La
hija del juez!... ¿Cómo demonios iba a saber yo...? –masculló, terminando de ajustarse el chaleco– ¡Voy a
por los caballos! ¡Sáquelos de ahí! ¡Deprisa! –dijo atropelladamente, echando a correr hacia las cuadras.
A Laughton, si la perspectiva de enfrentarse a un padre despechado le resultaba embarazosa, la de
enfrentarse a un juez despechado se le antojó insufrible. Dejó escapar un golpe de aire por sus fosas
nasales y con pasos largos cruzó de nuevo las puertas, de vuelta a al refriega. Desenfundó y disparó,
incrustando dos balas en el techo. Las detonaciones tuvieron el efecto de una orden directa de Dios. La
bulla cesó de golpe. Los que quedaban en pie dejaron en el acto de zurrarse y prestaron atención a los dos
cañones humeantes. Tirado sobre los restos de una mesa despatarrada, un tipo soltó un lamento dolorido.
Otro intentaba sin éxito recuperar la vertical. Alguien pisó restos de cristales en el suelo.
– Ya está bien, hijos... –amonestó la voz severa del predicador. Un incrédulo imprudente hizo amago
de sacar el arma; el revólver izquierdo de Laughton volvió a rugir para arrancarle de un balazo la pistola
de la mano.
– He dicho: Basta. –Nadie más parecía estar dispuesto a discutirlo– Muchachos, nos vamos...
– Vaya... –resolló Doniphan, pasándose el dorso de la mano por la boca hinchada– ahora que
empezábamos a entendernos... ¿Estás bien, Chak?... –Chaquito, con el torso casi desnudo, la trenza medio
desecha y bufando como un toro, afirmó con la cabeza. En una mano todavía sujetaba por la pechera a un
vaquero noqueado. Laughton podía oír cómo la gente empezaba a agolparse en la calle, atraída por los
disparos.
– Será mejor que nos demos prisa –aconsejó.
El mestizo soltó a su presa y cruzó la taberna con paso aturdido, por encima de los restos del
mobiliario. Doniphan recogió su sombrero del suelo y empezó a caminar, tambaleándose hacia la puerta.
– Y ahora tú y yo, mula terca, hablaremos muy seriamente... ¿Me oyes, Chak...? –empezó de nuevo el
tejano. A pesar del costado dolorido, Chaquito dejó escapar una risita entre los dientes.
– ¡Un momento! ¡Un momento! –Slim emergió de debajo de la barra, no sin cierta cautela– ¡¿Y quién
va a pagar todo esto?!...
– Hable con estos señores –indicó el reverendo, haciéndose a un lado para dejar salir a sus compinches
y señalando a la vapuleada concurrencia con un revólver. Ritter y los caballos se detuvieron ante la
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puerta, entre relinchos y polvo. La agitación en la calle crecía por momentos. En el aire retumbó el eco de
disparos de escopeta. Algunos de los transeúntes corrieron a refugiarse.
– ¡Ahí viene! ¡Ahí viene! ¡Vamos, deprisa! –instigaba Ritter desde su caballo. A un par de cientos de
metros, por un extremo de la calle, apareció vociferando un hombre de cierta edad y porte respetable,
enarbolando un rifle en una mano y arrastrando por el brazo a una señorita desecha en sollozos y un poco
despeinada.
–¡¡...el honor de mi hija...!! ¡¡...en mi propia casa...!! –Los gritos del hombre llegaban a retazos,
mezclados con la creciente confusión. El rifle volvió a escupir fuego al aire, bramando con su dueño.
Chaquito y Doniphan se esforzaban por subir sus cuerpos magullados a los caballos, que se movían
inquietos por los disparos.
– ¡Es el juez! ¡¿Dónde está el sheriff?! –se oyó exclamar entre los aldeanos.
– ¡Arthur! ¡Oh, Arthur! –venía gimoteando la hija del magistrado, el brazo libre extendido hacia el
grupo en fuga.
– ¡Sinvergüenzas! ¡Libertinos! –chillaba una señora desde una ventana.
– ¡Ahí viene el sheriff! –anunció alguien al ver correr a un hombre en tirantes, con la barbilla untada
de jabón de afeitar y un rifle en las manos.
– ¡¡Deprisa, Laughton!! –se desgañitó Ritter. Doniphan sacó el revólver y disparó a unos cajones, para
despejar el ambiente. Algunos se tiraron al suelo, otros buscaron dónde protegerse. Del interior de la
cantina emergió un coro de voces ásperas recitando un Padre Nuestro sin demasiado fervor. El reverendo
salió de espaldas y antes de que la oración llegara a aquello de "el pan nuestro de cada día" ya estaba
encaramado en el caballo. Los cuatro jinetes espolearon a sus monturas y salieron calle adelante a galope
tendido.
– ¡Alto! ¡Alto! –gritó el sheriff, abriendo fuego.
– ¡Canallas! –rugió el juez, echándose el rifle al hombro y dándole al gatillo.
– ¡Arthur! ¡Cariño! –gimió la hija, arrebolada y confundida, lanzando besos con la mano sobre el
grupo de fugitivos que, encorvados sobre sus caballos, derrapaban en la curva al final de la calle para
perderse de vista.
Aprovechando el impulso, cabalgaron sin descanso hasta que la magia de la cartografía convirtió el
condado de Kinney en el de Uvalde. Tras dos semanas de lomas, cerros y collados, ahora las llanuras se
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extendían infinitas frente a los cuatro centauros que, galopando en batería, recibieron la brisa impregnada
del olor de los pastos como una bendición.
Al caer la tarde, alcanzaron el brazo occidental del río Nueces y, acompañando a las aguas en su
sinuoso y apacible descenso, recorrieron la orilla ribeteada de pinos y vegetación frondosa hasta el lugar
donde se reunía con su afluente hermano para formar un único caudal. En la misma ribera, un poco más
abajo del cruce de ríos, pudieron distinguir entre los árboles los restos ennegrecidos del viejo molino de
agua. La pequeña construcción de madera sólo conservaba una parte del techado y la rueda de la noria,
descolgada de su eje, se hallaba medio sumergida en el lecho del río, la madera podrida y los cangilones
oxidados cubiertos de musgo y líquenes. Los cuatro jinetes dirigieron a sus caballos entre la arboleda y se
detuvieron a escasos metros del pequeño claro donde la casucha se aguantaba a duras penas. El rumor de
la corriente les llenaba los oídos cuando a sus espaldas se impuso el chasquido de un rifle al montarse.
Luego, otro. Otro. Y otro más.
– ¡Arriba las manos, señores! –ordenó una voz desde detrás– ¡Despacio!
– ¡Eh, amigos, tranquilos! ¡¿A qué viene todo esto?!...–empezó a decir Tom Doniphan, levantando los
brazos lentamente y ladeando la cabeza con el ánimo de situar el origen de la voz. Los otros tres hicieron
lo propio mientras recorrían el escenario con la mirada tratando de localizar los cañones que les
apuntaban. Con un gesto casi imperceptible del mentón, Ritter indicó a Laughton un punto en la maleza a
su derecha. El reverendo usó el mismo lenguaje para señalar un pequeño ventanuco en el molino.
Chaquito escudriñaba las copas de los árboles.
– Ya te ví, pendejo –murmuró el mestizo.
– ¡No se muevan! –insistió la voz, ahora más cercana.
– Quietos muchachos, quietos... –aconsejó el tejano con un susurro, percibiendo la tensión de sus
compañeros. Por el rabillo del ojo vio avanzar con paso cauto a un tipo con pinta de charro y el rifle a
punto entre las manos. Sin dejar de encañonarles, el hombre se plantó frente a ellos y los examinó uno
por uno.
– Vamos, señor. No se equivoque... –dijo Doniphan en español– ¡Soy Tom Doniphan! –añadió, como
el que anuncia algo evidente.
– ¡Chitón! –cortó el charro, cuyas facciones mejicanas quedaban ensombrecidas por el ala ancha del
sombrero. La inspección duró unos segundos que se dilataron hasta la angustia– ¡Está bien, compadres!
¡Son ellos! –voceó al aire por fin, bajando el cañón del rifle, echándose a la espalda el sombrero de alta
copa cónica y dando un par de pasos hacia atrás.
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– Disculpen la recepción, señores, pero está la cosa revuelta... –se excusó ante los cuatro jinetes que ya
desmontaban– Soy el capitán Ramiro Ortega y esos son mis hombres –se presentó. De la maleza y de la
caseta del molino salieron otros dos hombres armados, mientras un tercero descendía de uno de los
árboles que bordeaban el calvero. Aunque ninguno de los cuatro tendría más de treinta años y el vestuario
campero resultaba convincente, sus maneras delataban una completa formación militar templada por la
experiencia.
– Encantado, capitán –respondió Doniphan, estrechando la mano del oficial– Este es Frank Ritter, el
reverendo Laughton y Diego Velásquez.
– Es un honor, señores. He oído hablar mucho de ustedes –reconoció el capitán con franqueza– Pero...
¿qué les ha pasado? –preguntó el oficial al reparar, ahora más de cerca, en el rostro magullado del tejano
y las heridas en la frente y el torso desnudo del mestizo que, guiado por uno de los hombres de Ortega,
conducía a los caballos a un lugar seguro entre la vegetación.
– Oh, no tiene importancia. Tuvimos un pequeño incidente esta mañana, en un pueblecito de Las
Moras... –minimizó Doniphan, ejercitando la mandíbula con movimientos laterales– Nada que no se
pueda arreglar con un poco de whisky...
El acompañante de Chaquito volvió a salir de entre los árboles y se unió al grupo de hombres junto al
molino.
– Isidro, ¿dónde está el señor Velásquez? –quiso saber Ortega.
– Se quedó con los caballos, señor. Dijo algo sobre los pumas... –explicó el subalterno, un tanto
desconcertado.
– ¿Los... los pumas? ¿Qué pumas? –se extrañó el oficial.
– No se preocupe, hijo... –intervino el predicador, sereno– Pura rutina...
El capitán, que había sido informado sobre algunas peculiaridades en el comportamiento de aquel
pintoresco y reputado grupo de mercenarios aliados, cambió de tema carraspeando ligeramente.
– Les esperamos desde hace un par de días, señores. Empezábamos a temer que les hubiera sucedido
algo...
– Hemos tenido que desviarnos varias veces de la ruta que nos habíamos trazado, capitán –explicó
Ritter– Parece ser que los rangers y el ejército están peinando el territorio en busca de pandillas de
bandidos mexicanos y nos hemos visto obligados a dar rodeos para eludir a las patrullas...
El capitán Ortega asintió, arrugando la frente.
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– ¿Le sorprende, capitán? No me diga que no saben nada de ese asunto. Allí por donde hemos pasado
no se habla de otra cosa... –intervino Doniphan, no sin cierta malicia.
– Sí, estamos al corriente. Pero, según nuestros informes, la procedencia de esas bandas no está nada
clara... Precisamente, y dadas las inestables relaciones de nuestros respectivos gobiernos, las órdenes
desde nuestra presidencia han sido tajantes en lo que al tránsito fronterizo se refiere. Nuestras tropas
recorren la frontera permanentemente para evitar este tipo de incidentes y las actividades en territorio
americano se han reducido al mínimo imprescindible. Sin ir más lejos, mis hombres y yo hemos cruzado
el Río Grande evitando a nuestros propios destacamentos...
El mestizo reapareció entre los árboles, rifle en mano, buscando algo en una de las bolsitas de cuero
que colgaban de su cinturón. La sangre seca en la ceja y en los arañazos del pecho no contribuía
precisamente a mejorar su aspecto. Los hombres de Ortega lo miraban de soslayo.
– ¡¿Has oído Chak?! ¡Qué feas se han puesto las cosas mientras hemos estado fuera ¿eh?! El señor
Velásquez y yo hemos estado un tiempo disfrutando del sol de Sonora ¿sabe, capitán? –bromeó
Doniphan, arrancando una sonrisa a los reunidos. Sacó uno de sus cigarritos y se lo llevó a la boca.
– Es posible que algunos de esos pandilleros hayan podido burlar la vigilancia ¿no cree, capitán?... –
retomó Ritter, interesado en las explicaciones del oficial mexicano.
– Es posible, desde luego –concedió el capitán– Pero estoy seguro que se trataría de un caso aislado...
y dudo mucho que una sola banda pudiera provocar tanto desorden ¿no les parece?...
– Será mejor que le contéis lo de Bracketts –sugirió Laughton.
– Sí, Frank, cuéntaselo. Esto le va a gustar, capitán... –dijo Doniphan, con un guiño.
Empezaba a anochecer cuando el grupo de hombres terminó de compartir algunas de sus provisiones
en torno a una discreta fogata. Uno de los de Ortega rondaba por los alrededores del viejo molino,
vigilante, y Chaquito se había enfrascado en la preparación de alguna clase de ungüento, macerando
sobre una piedra plana unas hojas diminutas salpicadas con el contenido de un guaje del que sorbía de
tanto en tanto, dejando en el aire un penetrante olor a mescal. Con cada trago contraía su feo rostro y sus
ojos aguados parecían a punto de desbordarse.
– ¡Ándale, bonita! –murmuraba por lo bajo, como animando a la mixtura a que tomara consistencia.
Mientras tanto, el resto de los reunidos junto al fuego seguían desgranando las conjeturas a las que
había dado pie la narración del incidente en el cruce de Bracketts Springs.
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– En cualquier caso, al margen de la procedencia de esos pandilleros, todo esto nos obliga a extremar
las precauciones. Sobre todo a ustedes... –observó el capitán mexicano, ocupado en llenar de tabaco una
pipa que había sacado del interior de su cotona– Si las autoridades ya están al tanto de que esas bandas no
son lo que parecen, cualquier grupo armado podría despertar sospechas. Un tropiezo con alguna de las
patrullas podría enviar al traste toda la misión... –añadió Ortega con gravedad.
– Nosotros somos los menos interesados en tener que dar explicaciones a los rangers o al ejército,
desde luego... –admitió Ritter, terminando de liar un cigarrillo– ...pero le agradecería, capitán, nos
explicara cómo podría malograr eso nuestro encargo. Después de todo, nada mejor para nosotros que
pasar por escoltas de un rico hacendado que viaja a México por asuntos de negocios, pongamos por
caso...
– Sí, le comprendo, señor Ritter, pero me temo que no es tan sencillo. Es absolutamente necesario que
el traslado de Marqués se realice dentro de la más estricta reserva...
– ¡Ah, Marqués, Marqués! –exclamó Doniphan, que había estado escuchando mientras observaba las
manipulaciones de su amigo mestizo– Supongo que no es asunto nuestro, pero ¿a qué se debe tanto
secreto, capitán? –La mirada de tahúr del tejano se fijó sobre el oficial. Uno de los otros dos mexicanos se
puso en pie y se alejó para orinar entre los matorrales. Chaquito seguía absorto en su golpeteo arítmico
sobre la piedra. El capitán se tomó su tiempo para encender la pipa antes de contestar.
– Por no aburrirles con detalles, digamos que Baldomero Marqués posee cierta información de suma
importancia para nuestro gobierno y que no debe caer en manos inapropiadas...
– ¡Oh, vamos, capitán! Si podemos tener problemas nos gustaría saber con quien nos la jugamos –saltó
Doniphan– No sé preocupe por nuestra diversión. Nos gustan los detalles ¿verdad, amigos?
– Nos encantan los detalles –secundó Ritter, irónico.
– Nos apasionan –dijo el predicador desde el Más Allá.
– Dele, mi capitán, dele... –animó también Chaquito, que había empezado a untarse las heridas con el
potingue y a resoplar a causa del escozor. Junto al oficial, Isidro miraba atónito al mestizo.
– Iré a relevar a Julián, señor –anunció el que volvía de los arbustos abrochándose la bragueta.
– Sí, está bien... –contestó Ortega con la pipa entre los dientes y tratando de calibrar en su justa medida
los comentarios de los cuatro hombres que tenía frente a él. A pesar del tono, no parecían estar de broma–
Muy bien... Como quieran... –se decidió por fin– Verán... A pesar de los esfuerzos del presidente Díaz
por reorganizar los cuadros de mando del ejército y la policía, aún quedan algunos focos de disidencia. Es
un proceso delicado... De hecho, no son más que unos cuantos generales y algunos de sus oficiales más
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leales.... Por el momento, han sido dispersados por todo el país, pero tenemos constancia de que algunos
núcleos conservadores estarían dispuestos a secundarles si se presentara la ocasión... –Ortega chupó de su
pipa, al parecer apagada– ...y por lo visto ese tal Marqués podría hacer saltar la chispa.
– Así que no somos los únicos que lo buscamos ¿no es eso? –preguntó Ritter sin poder evitar un deje
de fastidio ante la posibilidad de que sus dudas acabaran por materializarse.
– Bueno... No estoy en condiciones de asegurarlo... –sopesó Ortega– Por nuestra parte se han tomado
todo tipo de precauciones y hasta el momento no hemos detectado movimientos sospechosos, pero no
tenemos forma de saber si cuentan con apoyo externo, circunstancia que no hay que descartar... –El
oficial se quedó observando el fondo de la cazoleta de la pipa con cierto resquemor en el semblante– Les
recuerdo, señores, que, para el gobierno de los Estados Unidos, Porfirio Díaz tampoco es santo de su
devoción... –señaló, haciendo una leve pausa para que la puntualización calara en sus interlocutores–
Como comprenderán, nuestro gobierno no quiere correr más riesgos que los necesarios... Por eso sería lo
más conveniente que el traslado se realizara de la manera más rápida y discreta posible...
El corrillo quedó en silencio y Laughton se levantó para dar unos pasos desentumecedores.
Regresando de su guardia, Julián se acercó sin atreverse a alterar la reserva creada alrededor del fuego,
limitándose a servirse unos pocos frijoles con tocino que quedaban en la sartén.
– Corríjame si me equivoco, hijo... –habló el predicador, desde las profundidades de su ser– El hombre
que buscamos no nos espera. Ni a nosotros ni a ningún otro relacionado con este asunto ¿No es así?
El capitán Ortega alzó la vista, recorriendo de abajo a arriba la larga figura del reverendo erguida
frente a él con las manos a la espalda, y tuvo la sobrecogedora impresión de que La Parca le interrogaba
en una sesión del Juicio Final; a pesar de su veteranía, un escalofrío le recorrió la espalda.
– Mmmm... Así es...
– Incluso me atrevo a imaginar que si el señor Marqués sospechara que podría ser objeto de esta clase
de visitas, se daría prisa en hacer el equipaje y poner tierra de por medio ¿No es cierto, capitán?
– Pues... –Ortega bajó un instante los ojos, incómodo.
– Y dígame, hijo– prosiguió Laughton, dándose por respondido– ¿Han previsto ustedes algún tipo de
oferta con la que seducir al señor Marqués? ¿O tendremos que buscar nosotros sobre la marcha la
manera de convencerle? No sé si me explico...
Al ojo experto de Doniphan le pareció que el capitán se relajaba, igual que cuando uno tiene una
pareja en la mano y le entra la carta que le compone el trío.
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– Oh, por supuesto, por supuesto... Discúlpenme... –Ortega se apresuró a extraer del bolsillo interno de
su chaquetilla un sobre sin inscripción alguna y precintado con un goterón de lacre– Este sobre contiene
una carta de puño y letra del presidente Porfirio Díaz dirigida a Marqués. Bajo ninguna circunstancia el
contenido de esta carta puede caer en otras manos que no sean las del hombre que buscamos, así que, si
se diera el caso, no duden en destruirla– El capitán tendió la carta hacia Tom Doniphan. El tejano tomó el
sobre y se limitó a sopesarlo antes de deslizarlo en el bolsillo de su chaqueta– Una vez entregada la carta,
deberán asegurarse de que Baldomero Marqués llegue sano y salvo hasta este mismo lugar. La señorita
Veracruz se reunirá aquí con ustedes dentro de quince días, a partir de mañana, para realizar el resto del
trayecto hasta nuestra capital –El oficial, que había expuesto las instrucciones con precisión marcial, se
llevó la pipa a la boca y volvió a encenderla.
– Ya... ¿Y qué pasa si Marqués se niega a acompañarnos? –intervino Ritter.
– Bueno... En tal caso, lo mejor será que se pongan en contacto con nosotros. Tengo entendido que el
señor Doniphan sabe cómo hacerlo– Doniphan asintió con una leve inclinación de cabeza– Pero, si se me
permite decirlo, creo que no será necesario. Estamos convencidos de que Marqués se atendrá a razones.
– Si usted lo dice... –comentó Ritter, no del todo convencido.
Con una media sonrisa en la boca, el capitán se puso en pie y escudriñó el cielo, donde las estrellas
empezaban a despuntar.
– Avisad a Pedro Luis y preparad los caballos. Nos vamos –anunció el oficial, dirigiéndose a sus dos
hombres.
– ¿Ya se van? –preguntó Doniphan, levantándose al mismo tiempo que lo hacía Ritter.
– Sí, será lo mejor. Hay buena luna, y si nos damos prisa estaremos en Piedras Negras por la mañana.
– Está bien, como quieran. Iba a darles la oportunidad de perder unos dólares al póker –bromeó
Doniphan, exhibiendo en la mano una baraja que pareció surgir de la nada.
– Tendrá que ser en otra ocasión. Pero le tomo la palabra –aceptó el capitán Ortega.
Un jadeo nervioso les hizo volver la cabeza. Tendido en el suelo y agarrado al guaje, Chaquito parecía
haberse quedado dormido. Fuera por un mal sueño o por el delirio del mescal se agitaba intranquilo.
– No se preocupe capitán. En cuanto abra los ojos estará como nuevo –aseguró Doniphan.
Minutos después, Laughton, Ritter y Doniphan veían cómo la arboleda bañada de noche se tragaba al
capitán Ortega y los suyos. Los tres hombres volvieron junto a la fogata, donde el mestizo resoplaba
apacible. Se miraron.
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– Algo sencillo ¿eh, Tom?... –dijo Ritter sin acritud– Me parece que tu querida Sarita nos ha vuelto a
meter en un buen lio...
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Capítulo 7
Sumergido hasta el cuello en la bañera, Alex Garrison trataba de relajarse después de lo que
consideraba un día infernal. Contempló un momento cómo se elevaba el vapor del agua caliente y se
sintió como un pedazo de carne puesto a cocer. Estaba de un humor de perros.
Desde por la mañana, toda la jornada había sido una sucesión de situaciones tensas y desagradables.
Para empezar, lo del pobre diablo de Jimmy "Nerv" podría haber sido mucho peor... No quería ni
imaginar en qué hubiera acabado todo aquello de no ser por la oportuna aparición de aquel homicida
petulante vestido de negro... aquel tipo le revolvía las tripas...
Sacó un brazo del agua y alcanzó el vaso con whisky que descansaba sobre un taburete, junto a la
pastilla de jabón y el cepillo. Dio un trago y cerró los ojos.
Las imágenes del campamento chino vinieron ahora a su cabeza... ¡Santo cielo! ¿Cómo podían vivir en
aquellas condiciones? El bruto de Mac Kenzie se movía entre las chozas de lona como si estuviera entre
ganado... ¡Y aquellos infelices aún tenían fuerzas para sonreír...! Había sido espantoso... Para colmo,
durante la comida, el comerciante de telas que se hospedaba en el hotel había estado contando que en
California se habían producido disturbios contra los chinos y que se rumoreaba que les iban a prohibir la
entrada en el país... Aquello le había terminado de quitar el apetito... Pobre gente... Menuda jugarreta del
destino, recorrer medio mundo en busca de trabajo para terminar vendidos a precio de saldo o
perseguidos, poco menos que si fueran esclavos...
Unos golpes en la puerta del baño le rescataron de tan negros pensamientos.
– ¿Señor Garrison? ¿Necesita más agua caliente? –oyó decir a la señorita Loraine desde el pasillo.
– No, no, gracias. Está bien...
– Su traje ya esta listo. Se lo he dejado en su habitación, sobre la cama ¿Necesita algo más?
Garrison se vio invadido de pronto por una inesperada ocurrencia sensual que por un momento le
nubló el entendimiento. Sacudiendo la cabeza ahuyentó aquel ataque a traición de sus apetitos.
– No, no. Muchas gracias –tardó en contestar.
– ¿Se encuentra bien?
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– Sí, perfectamente. Enseguida termino –respondió, creyendo conveniente chapotear un poco para
acompañar sus palabras.
Los pasos de la señorita Loraine se alejaron por el pasillo y Garrison apuró el vaso, lo dejó en el
taburete y tomando una bocanada de aire hundió la cabeza bajo el agua, echando burbujas por la nariz.
Menudo día llevaba...
El baño caliente no tuvo los efectos sedantes que Garrison esperaba. Todo lo que había conseguido era
que se le arrugaran las yemas de los dedos y su talante no había mejorado en absoluto. Mientras se
afeitaba en la intimidad de su habitación, la perspectiva de cenar con Durkham y su esposa le hacía sentir
como un condenado a punto de subir al cadalso después de haber sido apedreado durante todo el día; lo
único que le impedía inventar alguna excusa que lo librara del compromiso era la esperanza de que
aquella noche Durkham le explicase de una vez lo que se traía entre manos. Se aplicó un poco de loción
sobre el rostro recién rasurado y el escozor le resultó estimulante. Todavía con la toalla rodeándole la
cintura, se acercó hasta la cama y se sentó en ella, poniendo cuidado en no arrugar el traje recién
planchado. Había intentado atar cabos, pero no tenía todos los necesarios... Detestaba aquella
incertidumbre. Se estiró sobre el colchón con las manos entrelazadas en la nuca, mirando al techo,
intentando ordenar sus conjeturas...
Desde que empezara a trabajar para Durkham, más de dos años ya, hasta la llegada de la carta de
Monterrey, Garrison podía decir que las maniobras de su jefe habían seguido cierta lógica, teniendo en
cuenta el tipo de negocios a los que se dedicaba. Durante ese tiempo, Durkham se había dedicado
principalmente a combinar todo tipo de tejemanejes relacionados con la construcción de las líneas
ferroviarias y con la venta de armas a los insurrectos mexicanos que luchaban bajo el mando de Porfirio
Díaz para derrocar a Lerdo de Tejada. Desde luego, Durkham no dejaba que sus simpatías políticas
interfirieran en sus negocios y había sabido aprovechar tanto la inestabilidad en el país vecino como la
corrupción en el propio manejando con destreza una agenda de "amigos" que lo mismo incluía a
sublevados y a destituidos que a republicanos y a demócratas. Gracias a su juego de influencias e
intereses, mientras unos y otros se despedazaban, había logrado aumentar su fortuna y apoderarse de un
pueblo entero a punta de pistola sin correr excesivos riesgos.
Sin embargo la marea política del último año, en ambas orillas de Río Grande, había obligado a
Durkham a revisar sus estrategias. Por una parte, Rutherford B. Hayes, el nuevo presidente, traía
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intenciones de acabar con las corruptelas que asolaban el país, sobre todo en los antiguos estados sureños
que habían pertenecido a la vieja Confederación, y eso, claro está, incluía al estado de Texas. Al otro lado
del río, no hacía ni cuatro meses que Porfirio Díaz se había salido con la suya, ocupando la presidencia de
la república mexicana y dispuesto a ordenar su país con la contundencia que fuera necesaria. Los Estados
Unidos se negaron en redondo a reconocer a la nueva administración de México, dándole asilo y apoyo a
Lerdo de Tejada, quien ya refrescaba sus posaderas en Nueva York.
"Garrison, habrá que esperar a que se muevan las fichas" había dicho el jefe después de recibir la
noticia de la elección del general Díaz. Así que, durante las primeras semanas de mayo, toda actividad
susceptible de llamar excesivamente la atención quedó cancelada, situación que Durkham aprovechó para
viajar hasta Austin, visitar a alguno de sus "amigos" y trasladar a su esposa durante el verano a Faketown,
donde la mayor preocupación del momento era cómo mantener entretenida a la caterva que merodeaba
por sus calles. Pero, tal y como había vaticinado J. Q. Durkham, las fichas no tardaron en moverse.
Cuando Durkham se presentó una mañana con la idea peregrina de enviar pandillas de hombres
disfrazados de mexicanos a perpetrar todo tipo de asaltos y saqueos cerca de la frontera se produjo un
intenso intercambio de pareceres entre Garrison y su patrón. En muy pocas ocasiones el contable había
discutido las órdenes de su jefe, pero en aquel caso las objeciones expuestas por Garrison implicaban
riesgos y consecuencias de tal envergadura que Durkham, para rebatirlas, se vio obligado a quebrantar su
habitual reserva y confiarle más detalles que de ordinario:
Habían altos cargos y personajes influyentes interesados en sembrar el descontento hacia el nuevo
gobierno mexicano y Durkham debía algunos favores. Además, era una forma de ganar tiempo y
mantener ocupados y alejados de Faketown a posibles fisgones; mientras hubiera jaleo, los rangers y el
ejército, ahora sin apenas indios que perseguir, estarían entretenidos rastreando a bandas de supuestos
mexicanos que atacaban por sorpresa y parecían desvanecerse en el aire.
Tendido en la cama, Garrison empezaba a entender a qué se había referido su jefe cuando hablaba de
"ganar tiempo"... ¡Aquel condenado zorro esperaba aquella carta!, un aviso que marcaba el inicio de una
nueva operación y el final de unas incursiones que, de no haber sido por la torpeza de Jimmy "Nerv",
habrían cumplido su cometido sin mayores inconvenientes.
Pero las lagunas se abrían con la partida de Stillson y su grupo. Aún no habían regresado, por lo que
podía suponer que, fuera lo que fuese aquello que buscaban, o ya lo habían encontrado o estaban sobre la
pista. Durante las últimas semanas, Durkham había recibido varios telegramas enviados desde diversas
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poblaciones en los condados de Uvalde y Bandera, al sudeste del estado, despachos a los que había
respondido personalmente, y ayer mismo habían llegado otros dos y los contestó sin salir siquiera de la
oficina de telégrafos. Por su parte, había estado tentado de ir a sonsacar al viejo Newton, el telegrafista,
pero le había parecido muy arriesgado... ¿Qué demonios estaba haciendo Stillson?... Para colmo, el
asunto de "Nerv" parecía haber precipitado los acontecimientos... ¿o sólo era una impresión suya?... si
había que juzgar por la inquietud que había provocado en Durkham el rocambolesco relato del pistolero,
podía traer cola... Pete el Francés había partido aquella misma tarde con algunos de los mejores hombres
en nómina... pero ¿hacia dónde?... ¿A reunirse con Stillson? ¿En busca de los cazarecompensas?... Las
preguntas se le agolpaban en la cabeza, sin respuesta... Desde la calle, el retumbar de cascos indicaba que
otro grupo de jinetes partía al galope... Tenía la sensación de ser el único en todo Faketown que no sabía
lo que se estaba cociendo...
Si alguna rutina quedó manifiestamente alterada con la llegada de la esposa de Durkham a Faketown,
esa fue la de Monty, el tonto del pueblo. Gran parte de la actividad cotidiana de Monty consistía en
pasearse por las calles del lugar esgrimiendo una vieja seis tiros sin tambor y balbuceando "Alto en
nombre de la Ley", uno de las enunciados que, junto a "Tócame la flauta" y "¿Te llamas Mónica?",
componían su fondo conocido de frases completas, aprendidas de sólo Dios sabe qué lengua maliciosa.
Pero cuando Durkham anunció la serie de disposiciones que debían observarse mientras su mujer
estuviera en el pueblo, Monty se encontró, de un día para otro, con un empleo entre las manos. El trabajo
era sencillo: Monty debía permanecer desde primera hora de la mañana hasta el anochecer en la entrada
del pueblo y dar una voz de aviso en el caso de que el carruaje de la señora Durkham se viera venir por el
horizonte. Una vez realizados los ensayos que aseguraban que Monty era capaz de distinguir el vehículo
indicado de un carro de heno o de dos hombres haciendo la carretilla el puesto fue suyo.
La señal de Monty debía servir para despejar las calles de indeseables. Mientras la señora Durkham
estaba en el pueblo, en el Silver Saloon se servían rondas gratis, reclamo suficiente para que los siempre
sedientos merodeadores del lugar se apiñaran tras la vidriera del viejo salón, vaso en mano, entre
comentarios jocosos y procaces al paso del peripuesto matrimonio Durkham:
– Conociendo a Durkham y su cantinela de la mano de obra barata... –había dicho un profesional del
mascado de tabaco y el revólver, imitando con retranca la voz nasal del Gordo– ...está claro que se ha
casado con la primera que se le acercó y no le pidió dinero...
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– Apuesto veinte dólares a que es miembro de la Unión Cristiana Abstinente de Mujeres... –desafió
otro, perito en Black Jack y ducho afilador de palos que cuando iba mamado juraba, entre el abucheo
incrédulo del personal, haber desplumado al sin par Jack Hamill, una vez en Nueva Orleans.
A las voces de Monty, en el Paradise las chicas se recogían de los balcones, riendo tras las cortinas,
esperando ver pasar a la sobria, regordeta y poco agraciada señora Durkham caminado con su paso
basculante del brazo de su marido.
– Una santurrona... –había dicho Lucy.
– Menuda mosca muerta... –había dicho Daisy.
– Un tonelete... –había dicho Frida, una germana grandullona de mirada gélida que sabía muy bien lo
que le gustaba al Gordo.
Para las gentes del pueblo, cuyo empleo, y probablemente la vida, dependían de tener que obedecer las
órdenes, soportar los caprichos y reír los chistes del Gordo, las visitas de la señora Durkham animaban a
todo tipo de mofas y cotilleos socarrones. Allá donde fuera o por donde pasara, el matrimonio iba
dejando a sus espaldas un reguero de punzante rechifla; incluso los escoltas, a unos discretos metros por
detrás, sufrían dificultades para contener la risa ante algunos de los comentarios que se les colaban por
debajo del ala de sus sombreros.
También la señora Wong había arrancado alguna sonrisa maliciosa alrededor de la mesa en la
intimidad de la cocina del Diamonds.
– Toca de beata... uñas de gata... jijiji...–había retratado la señora con precisión oriental, dedo en alto,
un día que la esposa del Gordo dedicó al personal del servicio una exhibición de los humos y el genio que
se gastaba...
– ¡Julius Quentin! ¡¿Serías tan amable de ayudarme con el asado?! –llegó desde la cocina la voz de la
señora de la casa, exigiendo más que solicitando. J.Q. Durkham dejó inmediatamente de llenar las copas
con Oporto y movió diligente su curvada humanidad camino de los fogones.
– Discúlpeme... –dijo al salir– ¡Ya voy, querida!
Garrison, de pie todavía en el centro del pequeño saloncito, siguió con la mirada a su jefe, pasillo
adelante, dócil como un ternero. Suspiró. Dio unos pasos incómodos sin apenas moverse del sitio. Era la
primera vez que visitaba el caserón que Durkham había acomodado para su mujer en las afueras de
Faketown y la cena con el matrimonio le ponía un poco nervioso. De hecho, apenas conocía a la señora
Durkham; no había cruzado con ella más que algunas palabras de simple cortesía en las contadas
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ocasiones que había ido con su marido al despacho del Diamonds. Ciertamente, había en ella algo
inquietante y sospechaba que la ironía de la señora Wong no andaba muy desencaminada. Echó un
vistazo a su alrededor. Decorada con un rancio estilo rústico, la estancia, como el resto de la casa, parecía
recién desembalada, sin rastro de polvo, los objetos dispuestos y ordenados con cuidado milimétrico,
creando una ominosa sensación de equilibrio. Le invadió un ligero vértigo y una repentina preocupación
por el paralelismo de la raya del pantalón. Por el ambiente se esparció una vaharada de intenso olor a
coles que tampoco anunciaba nada bueno...
– ¡Ah, lo siento Garrison, lo siento!... – se disculpó Durkham, de vuelta en la salita– Martha se ha
empeñado en hacer ella misma la cena... –prosiguió mientras terminaba de servir el vino– ...y como es tan
meticulosa...
– Oh, no se preocupe, señor... –Garrison tomó la copa que le ofrecía su jefe, ahora transmutado en
perfecto calzonazos. Costaba creer que aquel barrigón sonriente fuera el mismo capaz de ver matar a un
hombre por la espalda sin inmutarse.
– Bueno... ¿Qué le parece nuestra... casa de verano? – preguntó Durkham, tomándose la libertad de
darle unas palmaditas en el omoplato a su secretario– A Martha le gusta llamarla así...
– Ha quedado estupenda, desde luego. No le falta detalle...
– Martha es muy detallista... muy detallista... Ella misma se ha encargado de la decoración. Los
muebles, los cuadros, las lámparas, los candelabros, la cabeza de oso, la cabeza de alce... todo. Es muy
detallista...
– ¡Oh, buenas noches señora Durkham! –interrumpió Garrison al ver llegar a la anfitriona
La señora Durkham, recogida en un vestido marrón oscuro abotonado hasta el cuello, entró en el
saloncito, balanceándose sobre sus pies planos.
–Buenas noches, señor Garrison –respondió, tendiéndole la mano– ¿Mi marido le hablaba mal de mí?
– En el rostro ancho y ovalado, los ojos de Martha Durkham, parapetados tras una mirada miope,
emanaban recelo, echando a perder toda credibilidad en su sonrisa. El moño pulcramente recogido, los
hombros caídos y una evidente propensión a la redondez le conferían un engañoso aire de humildad.
– En absoluto, señora. Todo lo contrario...
– ¿Cómo puedes pensar eso de mí, querida?
– Por fin voy a tener oportunidad de conocerle un poco mejor, señor Garrison. Mi marido habla de
usted como su empleado más eficiente... –comentó la señora, acercándose a la ventana para alisar
innecesariamente los pliegues de la cortina.
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– El señor Durkham es muy amable, pero exagera. No hago más que cumplir con mi trabajo. Le
aseguro que su marido cuenta entre su personal con hombres mucho más eficientes que yo... –dijo
Garrison quitándose importancia y acordándose del Francés...
– Vamos, Garrison, vamos... ¿A qué tanta modestia?... –desvió Durkham con toda naturalidad– Ha
estudiado leyes, es un hombre educado... ¡No irá a compararse con todos esos holgazanes ¿verdad?!
– Cada uno en lo suyo, cada uno en lo suyo, señor Garrison... –consideró la señora con su voz sigilosa,
mientras ajustaba la botella de Oporto en un lugar exacto sobre la bandeja de las bebidas.
– Bueno, bueno... ¡conseguirán ustedes sacarme los colores! –fingió ruborizarse Garrison, obligando a
un cruce de sonrisas forzadas.
– La cena estará lista en seguida –Martha Durkham paseaba por la habitación como una monja
inspeccionando una sala de hospital, fijando los objetos a su sitio con ligeros toquecitos– Si le parece,
señor Garrison, pasamos al comedor... –propuso, al tiempo que alineaba un pañito sobre el respaldo del
sillón y eliminaba con el dedo una mota de polvo que solo existía en su manía.
– Cuando usted diga, señora Durkham, no faltaba más...
– ¡Excelente idea, querida! ¡Pasemos al comedor! –celebró Durkham, dominguero– ¿Te importa,
querida, que llevemos nuestras copas?
– Claro que no, Julius... –mintió ella, enfilando de nuevo hacia la cocina.
– Adelante, Garrison, adelante... –invitó Durkham, acompañando con su manezuela el paso de su
secretario. Desde la cocina, una ligera corriente trajo por el aire débiles recortes de humo, cargados de
olores perturbadores. El estómago de Garrison se contrajo, alarmado ante aquel estímulo olfativo– A
Martha le encanta cocinar ¿sabe? Estoy seguro que nos habrá preparado alguna de sus sorpresas
culinarias...
Garrison gimió para sus adentros.
Separado del saloncito por unas puertas correderas, en el comedor imperaba el mismo orden pulcro,
minucioso y obsesivo. Los motivos de caza se repartían con precisión por toda la estancia: dos brillantes
rifles sobre la chimenea, estrictamente equidistantes; un enorme cuadro en el que una jauría de estilizados
perros de presa abatía a un hermoso y encabritado ejemplar de ciervo; una cabeza de búfalo,
primorosamente peinada, mirando atónita con sus ojos de cristal negro. Una larga y lujosa mesa para
ocho comensales, rodeada de sus correspondientes sillas, ocupaba el centro de la estancia; en su extremo,
Durkham tomaba asiento de espaldas al hogar apagado y limpio de cenizas, presidiendo, mientras
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Garrison se sentaba a su izquierda. Sobre el fino mantel, las piezas de la cubertería del servicio para tres
se alineaban en perfecta simetría. La señora Durkham terminó de depositar sobre la mesa las fuentes y
bandejas, cubiertas con sus tapaderas de plata bruñida.
– ¿Le gusta la verdura, señor Garrison...? –preguntó la señora, destapando una de las fuentes y
dejando al descubierto un amasijo de filamentos verdes guardado por pequeñas coles humeantes que
liberaron sus efluvios por todo el comedor. Garrison contempló aquella maraña vegetal como si fuera un
montón de sargazos.
– Que aroma tan... intenso... –acertó a murmurar, las gafas empañadas por el vapor del guiso.
– Es una vieja receta... –explicó ella, concentrada en servir los platos– Un puré muy alimenticio y muy
digestivo...
– Pruebe este vino, Garrison –interfirió Durkham llenando la copa de su subalterno como el que
administra un antídoto...
La cena transcurrió formal, sin más sobresaltos que los platos que componían el menú. Después de las
algas, se destapó una pierna de ternero con quemaduras de tercer grado y guarnición irreconocible, a la
que siguió una compota...
– ¿Es... de naranja? –aventuró Durkham.
– ¿Melocotón? –arriesgó Garrison, el paladar atontado por el vino.
– Es pomelo...
–¡Oh, sí! ¡Pomelo, pomelo! –replicaron los dos hombres a coro, echando mano a la copa.
...y un bizcocho compacto que, a pesar de su apariencia inofensiva, oponía resistencia a ser
desmenuzado, enganchándose al paladar y dificultando la respiración. El vino volvió a ser determinante.
Aún así, la conversación mientras comían resultó lo bastante reveladora como para compensar de
algún modo el suplicio gastronómico. Cuando el café llegaba a la mesa, Garrison había sacado ya algunas
conclusiones:
La señora Durkham no sabía cocinar.
La señora Durkham era minuciosa y detallista hasta el trastorno.
Y, si había que juzgar por lo que decía, la señora Durkham parecía vivir en un mundo aparte, ajena a
las truculentas actividades de su marido. Hablaba de él como de un competente y respetable hombre de
negocios, fundador de un pueblo cada vez más próspero y al que veía con muchas posibilidades en la
política, donde, estaba convencida, podía desempeñar cargos de importancia. Garrison no estaba seguro si
realmente Martha Durkham no sabía o prefería no saber... Detrás de los modos mansos y la voz queda de
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la mujer, el secretario podía percibir el pulso de la ambición, alimentada por frustraciones contenidas y
bañada en un intenso rencor hacia todo y hacia todos.
A Durkham, por su parte, se le veía cómodo en su papel de marido comprensivo y hombre capaz de
llegar a ser, en bien de la cara respetable del negocio, gobernador del estado, como mínimo. Si para
mantener el envoltorio de dignidad era necesario ocultar a su esposa los aspectos más aparatosos del
negocio o que Monty vigilara todo el día a la entrada del pueblo, le parecía un precio razonable.
– Bueno... Creo que les dejaré para que hablen de sus asuntos –dijo por fin la señora Durkham, dando
por terminada la sobremesa y levantándose para recoger el juego de café. Los dos hombres se pusieron de
pie.
– Eres muy amable, querida. Tomaremos un coñac en mi despacho ¿le parece, Garrison?
– Cómo no, señor. Señora Durkham, si nos disculpa...
– No se marche sin despedirse, señor Garrison... –advirtió la mujer con una de sus difusas sonrisas.
– Descuide, no lo haré.
Garrison siguió a Durkham hasta las correderas del despacho, en el extremo opuesto del comedor,
dejando a la señora ensimismada con las tazas, platillos y cucharillas. Una vez que las dos hojas de la
puerta se cerraron a sus espaldas, Durkham volvió a ser el de siempre.
– Bueno, Garrison... –dijo, frotándose las manos complacido, a salvo en la penumbra de su despacho.
Se acercó hasta las lámparas de aceite y giró sus llaves hasta conseguir una confortable iluminación. El
gabinete, aunque tocado por la pompa habitual en el estilo de Durkham, se hallaba libre del orden
aplastante que reinaba en el resto de la casa.
– Pero siéntese, Garrison, póngase cómodo... –invitó, mientras empezaba a servir unos generosos
chorros de licor en dos grandes copas para coñac. El secretario tomó asiento en uno de los sillones frente
a la oscura boca de la chimenea, muda en esas fechas del año. Durkham le tendió uno de los copones y
fue a sentarse en el sillón gemelo frente a Garrison.
–¿Un cigarro? -ofreció Durkham, poniendo delante de las narices de Garrison una delicada tabaquera
llena de vegueros de a palmo.
– Gracias –aceptó Garrison.
Los dos hombres se tomaron su tiempo en hacer crujir sus puros, husmearlos, prepararlos y darles
lumbre, sin reparar en elogios hacia el tabaco que llegaba de la Habana. Cuando empezaron a echar
humo, le tocó el turno al licor, que fue debidamente olfateado, agitado, degustado e igualmente
agasajado. Durante unos instantes, los dos hombres fumaron satisfechos en silencio.
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– ¿Sabe, Garrison? Creo que ha llegado el momento de plantearme seriamente mi entrada en la
política... –enunció Durkham, como si pensara en voz alta– Martha tiene razón ¿sabe?, ahora es un buen
momento... Conozco a cargos influyentes que podrían ayudarme... Naturalmente, habría que limpiar el
negocio... ya me comprende... todo en regla, no dejar nada suelto... En la política hay que ir con mucho
cuidado, Garrison –advirtió alzando el puro– Es un buen negocio, pero en cuanto te descuides tu
oponente intentará colarse en tu cuarto trastero para sacarte los trapos sucios y hundirte para siempre...
Hay que ir con cuidado... todo en regla, ya sabe... –Durkham se interrumpió un momento para fumar de
su cigarro. Garrison, sorbiendo de su copa, seguía con atención el monólogo de su jefe.
– Garrison, quiero proponerle algo.. –retomó Durkham– Es usted un tipo listo, amigo... Sabe hacer su
trabajo y sabe en todo momento cuál es su sitio... –El secretario se removió en el asiento y cambió el
cruce de piernas– Voy a tener que viajar mucho con esto de la política, me temo, y he pensado que usted
podría instalarse aquí definitivamente, atender los negocios y encargarse de hacer de este pueblo un lugar
que aparezca en los mapas... ya me entiende... –Durkham dió un trago al coñac.
Garrison se tomó unos segundos antes de hablar.
– Comprendo... Me halaga la confianza que deposita en mí, señor Durkham. Sus proyectos son muy
interesantes y la oferta que me hace es muy tentadora, no cabe duda... –Garrison concentró la mirada en
el extremo candente de su habano– ...pero, para todo eso, hará falta dinero, mucho dinero...
Durkham se puso en pie y miró fijamente a su empleado.
– Jejeje... Lo sé, Garrison, lo sé... jejeje... Es usted muy listo... –Ahora miró al suelo. Se pasó la uña
del pulgar por la frente, dejándose una línea enrojecida– ...jejeje.. ¿Le parece suficiente dinero un millón
de dólares en lingotes de oro?
Tantos ceros descolocaron a Alex Garrison, que no sabía qué postura adoptar. ¡Por ese dinero llevaría
de la mano a J.Q.Durkham hasta la mismísima presidencia! El entendimiento se le nublaba. Sujetó la
copa entre las dos manos y la vació. Sacó un pañuelo, se lo pasó por encima de las cejas y empezó a
limpiarse las gafas.
– ¿Y ya... ya disponemos de ese dinero...? –articuló en cuanto pudo.
– Lo tendremos, lo tendremos, jejeje... –Dio una calada, mirando al aire, los ojillos relucientes de
convicción.
– Le agradecería que se explicara, señor... –rogó Garrison, dueño otra vez de sus actos.
Durkham dio unos pasos y volvió a sentarse, buscando por dónde empezar. Retrepándose en el sillón,
la copa en una mano y el puro en la otra, Durkham recuperó su expresión lobuna y calculadora.
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– ¿Le dice algo el nombre de Baldomero Marqués?
Garrison negó con la expresión.
– Je... A decir verdad, hasta hace unas semanas, yo tampoco había oído nunca ese nombre... –
reconoció Durkham– ¿Y el de Silverio Torres?
– ¿Silverio Torres? –repitió Garrison arqueando las cejas– Mmmm... Pues no, tampoco... Me atrevería
a decir que es la primera vez que oigo esos nombres... Son apellidos españoles ¿no es así?... ¿Debería
haber oído hablar de ellos?
– Bueno... En realidad, no tiene por qué... –reconsideró Durkham– De hecho, se trata de la misma
persona...
– ¡Vaya! Interesante...
– Era un proscrito... un bandolero muy conocido en México y en toda la frontera, cuando la ocupación
francesa. Se sabía muy poco de él... La gente le puso de mote "Iguana" o "La Iguana", algo así... No me
pregunte por qué...
– Sí, ahora que lo dice el nombre de "La Iguana" sí me resulta vagamente familiar...
– Bueno, no importa... ¿Un poco más de coñac?
– Oh, sí gracias
– Cuando los franceses se les metieron en casa, cogió a un puñado de hombres y se escondió en la
sierra –prosiguió Durkham mientras rellenaba las copas– Para los franceses se convirtió en un mal sueño,
ya lo creo... Maximiliano le puso precio a su cabeza ¿sabe?, pero Torres demostró ser muy astuto y lo
cierto es que contaba con el apoyo de la gente en los pueblos, a pesar de que no se andaba con chiquitas...
Tengo entendido que a los chivatos que le traicionaban se los encontraban colgados con una moneda de
plata en la boca... ¡Menudo desperdicio! Como si un soplón no tuviera suficiente con una onza de plomo
¿no cree? –Durkham rió por lo bajo su propia ocurrencia. Tendió de nuevo la copa a su secretario y
volvió a tomar asiento– El caso es que los franceses nunca lo cazaron... Era muy astuto, muy astuto, ya lo
creo... Luego ayudó a Juarez y a Porfirio, durante la guerra, pero siempre por su cuenta, con su gente...
No parecía estar interesado en la política. Tenía claro en qué lado estaba...
– Comprendo. ¿Y qué fue de él? –se interesó Garrison.
– Bueno... Eso es lo que muchos quisieran saber... –sonrió Durkham, malévolo– En cuanto Ciudad de
México estuvo a punto de caer, se quitó de en medio. No esperó a que terminara la guerra siquiera... Lo
primero que se oyó entre la gente del negocio fue que le había sacado un buen botín a los franceses y se
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había retirado, pero enseguida corrió un rumor que lo relacionaba con un robo de altos vuelos, al sur de
Nuevo México. Cerca de un millón y medio en lingotes...
– Es... es mucho dinero... –comentó Garrison– Pero... pero no comprendo cómo no removieron cielo y
tierra en su busca... –observó, sorprendido.
– Bueeh... Parece ser que el oro no venía limpio, ya me entiende... Se dijo que un tal Mac Guffin, un
teniente confederado, se había hecho con el oro con la ayuda de la banda de forajidos que había formado
con un puñado de irreductibles al terminar la guerra, ya sabe... pero su procedencia no estaba clara... Por
lo visto no interesó levantar mucho polvo... Si realmente fue Torres, apostaría a que estaba al tanto del
origen del oro...
Jejeje... Sí, estoy seguro... Muy astuto... jejeje... –Durkham se recreaba en sus
suposiciones– ¿Sabe? Lo cierto es que a los confederados se los encontraron cosidos a balazos en un
desfiladero. Y de los lingotes y de Silverio Torres nunca más se supo... Un trabajo limpio... jejeje... ¡El
muy cabrón!... jejeje...
– Vaya, vaya con el señor "Iguana"... –Garrison paladeó un sorbo de licor. Los dos hombres quedaron
pensativos. Los finos hilachos de humo de sus cigarros se rizaban caprichosamente frente a sus rostros. El
secretario, flotando en una apacible ebriedad de vino, coñac y cifras colosales, luchaba por no dejarse
llevar por la euforia. Aquello podía tratarse de otro de los desatinos de su jefe, en su empecinamiento por
ascender en la escala social...
– Y dígame... –Garrison rompió el silencio, irguiéndose ligeramente en el sillón– ¿En qué momento
nosotros...? Es decir... ¿Cómo le concierne a usted este asunto?... –Durkham aún mantuvo un momento
su mutis reflexivo, antes de contestar.
– Hummm... bueno... –poniéndose en pie y comenzando un nuevo paseillo– ...jejeje... Digamos que
me ha cogido en el sitio indicado en el momento indicado, ya me entiende... jejeje... Verá... Parece que
los agentes de Porfirio se han puesto sobre la pista de Torres y han empezado a buscarlo. Esto era un
asunto interno, pero en la política hasta las paredes oyen, ya sabe... Conozco a ciertas personas bien
situadas al otro lado de la frontera con las que tengo algunos compromisos pendientes, ya me entiende...
Por lo visto, estas personas también están muy interesadas por encontrar a Silverio Torres, al que
consideran vital para su causa, según dicen...
– ¿Su causa? –interrumpió Garrison.
– Verá... Nuestro gobierno no es el único descontento con la victoria de Porfirio, ya sabe... En México
hay sectores que no le dan al nuevo presidente más de un año en el cargo... Estos señores de Monterrey
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han solicitado de mi ayuda para encontrar a Torres. Les he dicho que sí, naturalmente, que haré lo que
esté en mis manos. No podía negarme...
– Sí, sí, comprendo... pero si tanto es su interés ¿por qué no van ellos a buscarlo? –quiso saber
Garrison, tirando del hilo.
– Bueno... El soplo relacionaba a "La Iguana" con una finca en el sudeste de Texas... Las relaciones
entre los dos países no son muy buenas, ya sabe... No están seguros de enviar hombres a nuestro
territorio, por el momento. Si los cogieran, los intereses de su causa podrían verse, cómo le diría...
– Entiendo, entiendo... Pero, siendo así, sería Porfirio quien debería andarse con más cuidado incluso...
No creo que le convenga empeorar sus relaciones diplomáticas con Washington...
– Pues sí, francamente. Unos y otros tienen que andarse con cuidado. De hecho esa es una de nuestras
principales ventajas... Pero me temo que el general Díaz aún guarda buenas cartas en su mano... –
Durkham hizo una pausa en la que pareció revisar lo que hubiera en su cabeza– Pero si mis suposiciones
son ciertas, nosotros ya sabemos qué cartas son esas... –Su semblante adquirió una expresión ceñuda y
grave– Sospecho que ha enviado a una banda de mercenarios veteranos en busca de Torres. Ya habían
trabajado antes con su gente. Norteamericanos, por lo que parece... ¡Oh, bueno! Si lo que contaba el
inútil de "Nerv" es cierto, también va con ellos un mestizo, una especie de explorador, ya sabe...
– ¿"Nerv"? ¿Un mestizo?... Pero... –Garrison ataba cabos a toda prisa– ¿Se está refiriendo a los que
atacaron...?
– Exacto. Jejeje.. Hemos tenido mucha suerte, Garrison, mucha suerte... jejeje... Estoy seguro de que
ese encontronazo no fue más que una providencial coincidencia... Sabemos quienes son y les llevamos
delantera, eso es lo importante –El brillo calculador volvió a destacarse en los ojillos de Durkham– Hace
días que Stillson y sus hombres vigilan una finca en Bandera que puede ser la que buscamos y he
ofrecido una buena suma por esos tipos, ya sabe... Eso los mantendrá ocupados.
– Humm... ya... ¿Y tiene intenciones de viajar hasta Bandera?
– En absoluto. Ya he enviado a un emisario para invitar al dueño de esa finca a que conozca nuestro
pueblo y podamos hablar de negocios, ya me entiende...
– Sí, entiendo... Pero si se trata realmente de Silverio Torres ¿cree que estará dispuesto a... digamos...
colaborar?
– Jejeje... Bueno, es posible que ponga alguna objeción... jejeje... Pero le aseguro que El Francés
puede ser muy persuasivo... jejeje... muy persuasivo...
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Capítulo 8
99
Como cada año por esas fechas, la localidad de Uvalde, capital del condado del mismo nombre,
festejaba por todo lo alto el aniversario de su fundación.
Tres décadas atrás, cuando una guerra y quince millones de dólares sirvieron para arrebatar a México
los territorios que acabarían por componer los estados de Texas, Arizona, Nuevo México y la Alta
California, un puñado de granjeros perseverantes se instalaba a ambos lados de las aguas jóvenes del río
Leona, en torno a los restos de la vieja misión española de Santa Inés, dispuestos a hundir sus raíces en
aquellas fértiles tierras vírgenes. A decir verdad, desde detrás de la antigua frontera americana, pocos
apostaban por el éxito de aquella comunidad recién nacida y expuesta a todo tipo de percances en medio
de aquella enorme extensión de campiña sin civilizar. Ciertamente, aunque la tierra recompensaba con
generosidad sus esfuerzos, las incursiones de los indios mescaleros y las bandas de forajidos hicieron
difíciles los primeros años y algunos se vieron tentados a abandonar. Sin embargo, los emplazamientos
del Fuerte Inge, a unas escasas veinte millas río abajo, y del Fuerte Clark, en el condado vecino de
Kinney, trajeron a la región la tranquilidad necesaria para prosperar. Donde hace treinta años detuvieron
sus carretas aquellos colonos obstinados con intención de quedarse, hoy se levantaba Uvalde, pujando
con un censo de un millar largo de almas por alcanzar la categoría de ciudad.
Durante una semana de celebraciones, el casco urbano y los terrenos circundantes se convertían en una
gran feria estival. Por las calles principales, engalanadas con ristras de banderolas y guirnaldas de papel,
tenderetes de agricultores y artesanos, barracas de faranduleros y carromatos de vendedores ambulantes
componían un concurrido zoco colorista y bullanguero. En la orilla oeste del río, en los cercados
comunales, ganaderos de toda la comarca exhibían sus mejores reses, mientras lo más granado de sus
cuadrillas de vaqueros aprovechaban el viaje para mostrar sus habilidades en el rodeo, una de las
atracciones más concurridas. No menos celebradas resultaban las competiciones de tiro al blanco, las
carreras de sacos, el torneo de lanzamiento de herraduras y el concurso de tartas de mora, pero el plato
fuerte del programa de festejos era, sin duda alguna, la ejecución.
Nadie mejor que el sexagenario sheriff Sanders sabía de los beneficios de elevar un ajusticiamiento a
la categoría de ceremonia pública. Reelegido en su cargo de forma ininterrumpida durante los últimos
catorce años, el populachero Sanders había sido el principal impulsor de lo que él consideraba una
iniciativa altamente edificante. Año tras año desde que ocupara el puesto, el máximo representante de la
ley en Uvalde no escatimaba esfuerzos para asegurarse de que, llegadas las fechas señaladas, en sus
mazmorras no faltara un maleante de cierta categoría que colgara por el pescuezo antes de que los fuegos
artificiales anunciaran el final de las fiestas. Sin embargo, en esta ocasión, faltaban tres días para la
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clausura y todo lo que había en las celdas de la recién restaurada oficina del sheriff era el cajón de la
pirotecnia y el haragán de Ames Moses.
Vestido con el traje de alpaca de los domingos y la reluciente estrella destacando en la pechera de la
camisa, el sheriff Sanders observaba desde la ventana el ir y venir de las gentes por la calle mayor, entre
tendales y casetas, inmersos en el ambiente de mercadeo festivo que inundaba la localidad. Cubriéndole
la boca casi por completo, el grueso mostacho canoso no conseguía ocultar la mueca enfurruñada en su
semblante. A su espalda, en el otro extremo de la planta baja de la nueva comisaría, Ames Moses,
despeinado, sin afeitar y con los ojos enrojecidos a causa de varias noches en vela, recorría febril el
perímetro del espacioso y pulcro calabozo en el que llevaba tres días encerrado. Estaba a un paso del
delirio. La reja del ventanuco de la celda no podía evitar que se colara la alegre algazara de la
chiquillería, que gritaba y cantaba en la plaza,...
¡Estaba la pastoooraaaa/haciendo requesiiiitoooosss/y el gato la miraaaabaaaa/con ojos golositos!
...ni el martillear de los carpinteros sobre las tablas con las que levantaban la tribuna en torno al
estrado de la horca. Imágenes patibularias provocaron un escalofrío en el espinazo de Moses.
– ¡Conmigo comete un error, sheriff! ¡Recapacite! –arrancó el detenido, aferrándose a los barrotes de
la puerta visiblemente alterado– ¡No doy la talla! ¡Con esto sólo conseguirá emborronar innecesariamente
su reputación, sheriff! ¡Con todo lo que ha hecho por este pueblo...! ¡Qué digo pueblo! ¡Por esta ciudad!
¡Piénselo, sheriff! ¡No lo eche todo a perder! ¡Seguro que se le ocurrirá algo ¿eh, sheriff?!...
Sanders bajó los párpados con cansancio al volver a escuchar la voz de Moses. Aquel robaperas
charlatán llevaba setenta y dos horas así. Había citado a George Washington y Abraham Lincoln. Había
apelado a la constitución, a la justicia militar y al catecismo con el desparpajo e insistencia de un
picapleitos...
– Cállate, Moses. No empecemos... –advirtió el sheriff Sanders con desaliento. ¡Claro que no daba la
talla! ¡Bien lo sabía él! ¡Pero si no era más que un holgazán embaucador del pueblo de al lado!
– ¡Cómo me voy a callar! ¡Ni siquiera me han juzgado! –sollozó Moses, impotente.
– Basta, Moses. Eres culpable. Intentaste robar aquellas gallinas y te salió mal. Todos lo vieron. Tú y
yo lo sabemos. Es suficiente... –Aquella discusión no hacía más que empeorar el humor de Sanders. Se
acercó hasta su mesa y revolvió entre los papeles con desgana.
– ¡No puedo creerlo! ¡¿Tendrá el valor de plantarse ante la ciudadanía para ahorcar a un supuesto
ladrón de gallinas?! ¡¿Así, sin juicio ni nada?!
– Hasta un niño sabe cual es la pena por robar ganado, Moses...
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– ¡Eso es! ¡Ga-na-do! ¡Ga-na-do! ¡No aves de corral! –Moses se agarraba con desesperación a
cualquier argumento que pudiera estrellar contra la obcecada determinación del sheriff– ¡Además,
aquellos pollos me salieron la paso! ¡Sólo pretendía devolverlos al otro lado de la cerca! ¡Por Dios,
sheriff! ¡Me conoce desde que era un mocoso! ¡¿Cuándo he robado yo gallinas?!
– Ya está bien, Moses... –rezongó el sheriff. Aquello le estaba comiendo la moral a grandes bocados.
¡...larán larán lariiiiito/ Gato no eches la uuuuña/que la vida te quito...!
– ¡Es inaudito! ¡Niños! ¡Niñas! ¡Exijo un juicio justo! –gritó el detenido, enajenado, subiéndose al
camastro para alcanzar la pequeña abertura rectangular por la que la canción y el martilleo seguían
torturándole– ¡Soy inocente!
– Vamos, Moses, no seas infantil. Bájate de ahí y afronta tu sino como un hombre. Se empieza
robando gallinas y se acaba asaltando bancos. Mejor que sea ahora y no cuando tengamos que lamentar la
pérdida de vidas inocentes. Servirá de advertencia a los más jóvenes –El sheriff soltó la parrafada sin
ninguna convicción mientras pasaba la vista por los avisos de busca y captura que colgaban del tablón en
la pared. ¡Cualquiera de aquellos le habría servido, maldita sea!
– ¡Menudo ejemplo va usted a darles a las generaciones venideras!...
¡...larán larán lariiiiito/ de penintencia puuuuuso/ que colgaran al gatito/ que colgaran al gatito...!
– ...¡¿Ese es el legado que quiere dejarle a nuestros adolescentes?! ¡¿Que solucionen cualquier
contratiempo colgándolo de una soga?! – Ames Moses, entre el desatino y el llanto, señalaba una vez más
hacia la ventanita con las palmas de las manos hacia arriba– ¡¿Pero qué clase de país estamos
construyendo?! ¡¿No ha corrido ya suficiente sangre?!...
El cuajo atesorado por el sheriff durante años al servicio de la ley empezaba a resentirse.
– ¿No le parece mucho más instructivo un gesto de compasión, de indulgencia? ¡Ciudadanos, es tal el
grado de honradez y prosperidad de nuestra ciudad que todo lo que nos queda por echarle al lazo es este
mísero pelagatos! –ahora Moses se había lanzado a un discurso frente a una multitud imaginaria– ¡La
contemplación de este pobre infeliz debería enorgullecernos, queridos vecinos!... ¡¿Qué le parece? ¿eh,
sheriff?! ¡Métaselos en el bolsillo con un inesperado golpe de benevolencia! ¡Después de toda una vida
dedicada al rígido cumplimiento del deber, se destapa con un inesperado y excelso gesto de amor al
prójimo!...
Sanders se pasó un pañuelo por la frente y empezó a tamborilear sobre la mesa. Además de la terrible
contrariedad que representaba todo aquello, la incesante verborrea del detenido le estaba poniendo la
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cabeza como una olla de agua hirviendo. Miró hacia la calle, como si allí pudiera producirse el milagro
que necesitaba.
– ¡Eso es! ¡Lo tengo! ¡Una buena historia de amor, eso es lo que necesitamos! ¡Me casaré con su hija!
Los dedos de Sanders se quedaron congelados y abrió los ojos como si lo acabaran de abofetear.
– ¡¿C-c- con Myrna...?! –tartamudeó, cogido por sorpresa. Era de dominio público en la comarca las
dificultades que estaba teniendo el sheriff Sanders para casar a su única hija, señorita que, además de un
poco feilla, gastaba un insufrible carácter caprichoso.
– ¡Exacto! ¡Eso es! ¡Cancele la ejecución y anuncie a bombo y platillo la boda! ¡Le sacaré de esta,
sheriff, ya lo verá! ¡Le volverán a reelegir seguro! –profetizaba Moses, desbocado, jugando una última
baza desesperada– ¿Qué edad tiene Myrna? ¡Oh, Myrna, Myrna, amor mío! –practicaba Moses sobre la
marcha.
– eeehh... treinta y tres...
– ¡Estupendo! ¡Aún estamos a tiempo! ¡Le haré abuelo, sheriff! ¡¿Qué le parece?! ¡Dos o tres
diablillos aferrándose a sus piernas! ¡¿Qué me dice, eh?! ¡Lléveme a su presencia! ¡No hay tiempo que
perder!... –solicitó Moses, dispuesto a complacer cuanto antes a su futura esposa y, en consecuencia, a su
futuro suegro. Con gestos crispados, trataba de ordenar sus cabellos y sus ropas.
Completamente descolocado, el sheriff Sanders dudaba entre vaciar el cargador de su colt sobre aquel
pelanas y arruinar definitivamente su carrera o abrir aquella celda y abrazar emocionado a su abnegado
yerno.
– ¡Vamos sáqueme de aquí! ¡Tengo que afeitarme! No puedo presentarme así ante la mujer que va a
ser mi esposa! ¡Myrna, oh Myrna de mi corazón!...
La puerta de la oficina se abrió en ese momento, haciendo sonar una pequeña campanilla.
– ¡Jefe, jefe! ¡Venga a ver esto! –solicitó desde la entrada Steve, uno de los ayudantes del sheriff. El
bullicio de la calle, el tintineo y la llamada del deber rescataron a Sanders de la estupefacción. Se puso en
pie y se apresuró a reunirse con su subalterno. El brazo de Steve señalaba por encima de la riada de
cabezas transeúntes, hacia la entrada del Hotel Riviera. Un vendedor sobre una banqueta desafiaba a la
concurrencia a comprobar los fabulosos efectos del linimento que él y sólo él fabricaba.
– Allí, jefe, allí... los cuatro que bajan de los caballos... –detalló Steve, tratando de no llamar la
atención de los viandantes. Al sheriff le dio un vuelco el corazón. Podía distinguir a un pistolero a una
legua de distancia y aquellos cuatro lo llevaban escrito en la cara.
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– Coge a dos de los muchachos y no les quitéis ojo de encima –ordenó, entusiasmado como un infante
al que aún le quedan regalos por abrir.
– En seguida, jefe –asintió el ayudante, poniéndose en movimiento.
El sheriff se quedó un instante en la puerta de su oficina, observando entre la multitud cómo los cuatro
recién llegados se disponían a entrar en el hotel.
– ¡Estoy listo! ¡Cuando quiera, sheriff! –se impacientaba Moses tras los barrotes– ¿Puedo llamarle
"papá"?...
Sanders regresó al interior de la comisaría, cerrando la puerta tras él. La pesadumbre que le había
estado atormentando se disipaba por momentos y era sustituida por una complacencia maliciosa.
Echándose las manos a la espalda, se acercó hasta la celda y evaluó con la mirada al enchironado como si
se tratara de un caballo recién adquirido. Bajo el espeso bigotón plateado apareció una sonrisa zorruna.
– Todo a su tiempo, muchacho, todo a su tiempo... jejeje... –dijo Sanders, dándole unos cachetitos en
la mejilla al pobre Moses, enmudecido de pronto ante la terrible certeza de que aquello se le había
escapado de las manos.
Con el mohín divertido aún en la cara, el sheriff se acercó de nuevo a la ventana a tiempo para
comprobar cómo dos de sus hombres tomaban posiciones discretamente junto al Hotel Riviera. Ahora
sólo había que esperar a que uno de aquellos facinerosos cometiera un error. Un solo error. Y siempre lo
hacían. Satisfecho, se puso a silbar una marcha nupcial.
– ¿Aún siguen ahí abajo? –volvió a preguntar Frank Ritter, paseando inquieto por la sobria alcoba en
la tercera planta del Riviera. De pie junto al quicio de la ventana, en silencio, Laughton aprovechaba un
rendija entre los visillos para vigilar los movimientos de los dos ayudantes del sheriff que, apostados
frente a la estructura de ladrillo del hotel, alzaban la mirada de tanto en tanto hacia las habitaciones del
último piso. El reverendo asintió con un gesto de cabeza.
– ¡Demonios! ¡No se han movido de ahí desde que hemos llegado! Esto no me gusta... –maldijo Ritter,
disponiéndose a liar otro cigarrillo.
– Venga, Frank, deja de preocuparte... –intervino Tom Doniphan restando importancia, mientras
terminaba de ponerse la levita de su traje morado con evidente satisfacción– Estarán descansando de su
ronda...
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– Llevan ahí más de dos horas... –insistió Frank, que empezaba a exasperarse por la cachaza de su
amigo.
A través de la puerta que comunicaba con la habitación contigua llegaban grititos de divertido espanto,
las exclamaciones y las risas de las tres señoritas, todas ellas expertas en baño masculino, que había sido
necesario añadir a la oferta que convenciera definitivamente a Chaquito para pasar por el barreño.
– ¡Ay, cosita, cosita y cosota! –se oía vocear al mestizo, juguetón, entre el salpicar del agua. Doniphan
no pudo reprimir una sonrisa. Ritter, absorto en su preocupación, no parecía percibir la escandalera que
atravesaba los delgados tabiques.
– Será mejor que nos separemos y no salgamos juntos del hotel... –cavilaba Ritter en voz alta– Me
acercaré a la estafeta de correos. Y preguntaré en los almacenes de víveres. Si la finca de Marqués está en
los alrededores es posible que algún tendero sepa algo...
– Está bien, como quieras... –concedió el tejano, retocando ahora el perfil de su bigotillo frente al
espejo de la pequeña cómoda– En cuanto Chak esté presentable, nos daremos una vuelta por la feria de
ganado y los salones...
Un lengüetazo excesivo al papel de fumar desmoronó el cigarrillo entre los dedos de Ritter, haciendo
saltar algunas hebras de tabaco sobre su camisa limpia.
– ¡Oh, mierda!... –exclamó, sacudiéndose las manos y la ropa con fastidio.
– ¡Listo! Estoy preparado –anunció el tejano, que sopló sobre el ala de su sombrero y se lo ajustó en la
cabeza recién peinada. Echó un último vistazo a la imagen de tahúr del Missisipi que le devolvía el espejo
y, complacido, se guiñó un ojo– De paso, aprovecharé para ejercitarme un poco en alguna de las mesas...
–Sacó un juego de naipes del bolsillo de la chaqueta e inició una serie de barajados sencillos– ¡Vamos,
Chak, basta de agua! ¡Llevas ahí dentro casi una hora! –voceó hacia la pared compartida con la otra
habitación. Del otro lado llegó el golpe sordo de algo estrellado contra la puerta y a juzgar por el guirigay
acuático Chaquito aún no estaba listo.
En estas, la escuálida y lóbrega figura del predicador se retiró de la ventana y dio unos pasos hacia el
centro de la estancia. Por un instante, quedó allí mirando al vacío, como si rebuscara en lo más hondo de
la fosa de sus recuerdos.
– ¿Qué sucede, Laughton? –quiso saber Ritter, que no esperó respuesta para acercarse hasta los finos
cortinajes y echar un vistazo hacia la calle, tratando de distinguir entre la marabunta de transeúntes
cualquier señal de alarma. Los dos ayudantes del sheriff, ahora más atentos a dos jóvenes sirvientas que a
las ventanas, seguían en el mismo sitio, a la sombra del toldo de un puesto de legumbres frente al hotel.
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Ritter volvió la cara con expresión interrogante. Aún con aire ausente, las manos del reverendo iniciaron
una secuencia de gestos minuciosos para ajustar sus pistoleras de forma que los dos revólveres quedaran
ocultos bajo los faldones de la levita. Sus dos compañeros le observaban expectantes. Aunque no había
baño, rasurado y cepillado que pudiera librar al predicador de su aspecto apergaminado y tenebroso,
tenían que admitir que el retoque atenuaba la impresión del primer golpe de vista.
– Está bien, muchachos. Yo saldré primero –resolvió Laughton, dirigiéndose hacia la puerta. Antes de
girar el pomo, alzó un dedo y sentenció solemne:
– "Y en verdad os digo: No importa el camino que escojas cuando huyas. Todos llevan a mí."
Doniphan lanzó un silbido.
– Vaya, reverendo, ¿eso dice la Biblia?...
– No. Lo digo yo. –Y salió.
– ¡Oh, Billy! ¡No me estás escuchando! –se quejó la joven sirvienta, arrugando la nariz. Dio un
taconazo en el suelo y apretujó contra su pecho el fajo de sábanas limpias que debía llevar al hotel.
– Claro que te escucho, Mary Jo... –se defendió Billy, condescendiente, mientras recorría con la
mirada el trasiego de viandantes de un puesto a otro– Claro que iré contigo al baile. ¿Con quién si no,
tontina?...
– ¡Billy Abraham Carson! –reprendió de pronto la muchacha, tiesa de indignación– ¡¡Aquella...
aquella... pelandusca!! ¡Acaba de saludarte! ¡Te ha sonreído! –Su rostro pecoso enrojecía por momentos.
La señorita Monroe, una de las coristas del salón de Mama Malone, saludó picarona al pasar, con su
sombrilla roja girando alegremente sobre su cabeza– ¡¡¿De qué conoces tú...?!!
– ¡Por Dios, Mary Jo. No empecemos con eso...! –interrumpió Billy, cansino– Estoy trabajando... –
añadió, con los ojos aún puestos en el generoso escote de la señorita Monroe.
– ¡¡Oh, Bill!! –casi chilló ella.
Tras una de las pilas de cajas de hortalizas, el ayudante Steve y la otra empleada del Riviera se
entendían mucho mejor, besuqueándose a la sombra.
– Pichoncito... –decía él, achuchando.
– Tonto... –ronroneaba ella.
La verborrea del vendedor de linimentos milagrosos se imponía sobre el murmurar de fondo. Billy
empezaba a ponerse nervioso. No hacía un minuto que había visto pasar a otro forastero malcarado,
paseando despacio sobre su caballo entre el abundante tránsito de peatones. Había tomado uno de los
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callejones y se había perdido de vista. ¡Con lo tranquilas que estaban siendo las fiestas! Maldijo para sus
adentros.
– Será mejor que lleves eso, Mary Jo... –aconsejó Billy, señalando las sábanas en el regazo de la
enfurruñada muchacha– Y deja de preocuparte. Iré a buscarte tal y... –La frase quedó sin terminar cuando
la inquietante presencia del reverendo Laughton cruzó la puerta del Riviera como quien sale de un
sepulcro. Mientras la puerta se cerraba a sus espaldas, se detuvo sobre la corta escalinata de madera y
barrió el panorama con el vacío de sus cuencas. Los rayos del sol caían sobre él y parecían darse la vuelta
justo antes de llegar a tocarle.
– ¡Steve! ¡¡Pssstt!! ¡Steve! –apremió Billy sobresaltado– ¡Ya salen! ¡Ya salen! –El corazón empezó a
batirle desbocado y agachó la cabeza instintivamente, evitando caer en el abismo de la mirada del
predicador– ¡Steve, demonios!
– ¿Qué pasa, muchacho? –asomó Steve desde los cajones– ¡Diantre! –exclamó al ver al siniestro
siervo del señor inmóvil a la puerta del hotel– Chicas, será mejor que vayan dentro a dejar todo eso... –
ordenó educadamente Steve, más templado por la experiencia. Las dos muchachas, acongojadas,
asintieron y se alejaron, cruzando la calle.
– ¡Demonios, Steve! ¡¿Te has fijado?! ¡Parece un muerto! –Billy apretaba el brazo de su compañero de
una forma impropia para un hombre al servicio de la ley.
– Cálmate, Bill. Por Dios. Pareces un novato... –tuvo que decirle Steve, librándose de la tenaza con un
firme tirón de brazo– Ya sabes cómo son estos tipos... –le susurró a su espantado compañero– Primero
tratan de impresionarte... ya sabes... No te dejes intimidar, Billy...
Laughton bajó los escalones y, con la vista clavada en el frente, se dispuso a cruzar entre el gentío.
– Vamos, muchacho. No le pierdas de vista... –indicó Steve.
– ¡¿Cómo?! ¡Ni hablar! ¡Ni hablar! –Billy estaba pálido– ¡Ve tú! Yo vigilaré por si salen los otros... –
añadió, atropellando las palabras. Steve se frotó el mentón con fastidio.
– ¡Está bien! ¡Maldita sea! ¡Yo iré! –rezongó Steve, sintiendo el peso de la veteranía– Te enviaré a
otro de los muchachos, por si acaso... –Se ajustó el sombrero y se alejó, internándose en las corrientes de
viandantes.
Con paso largo y acompasado, por donde pasaba el predicador se hacía el silencio un instante. Los
niños se aferraban a las faldas de sus madres. Las señoras apretaban el brazo de su marido. Los maridos
deseaban ser tragados por la tierra. Laughton desfilaba impasible ante ellos, como si no estuvieran. Hasta
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el charlatán del elixir perdió el hilo de su cantinela embaucadora cuando el reverendo pasó frente a su
carromato.
Steve se apresuraba entre los tenderetes. Por suerte, la figura alargada de aquel tipo sobresalía por
encima del resto de las cabezas. Parecía dirigirse a la plaza de la iglesia, lo cual no dejaba de tener cierto
sentido, pensó Steve.
Algunos minutos más tarde, Frank Ritter, con un par de dólares en las manos adecuadas y su natural
facilidad para tratar con la sección femenina del servicio, se escabullía por la puerta que, desde la cocina
del establecimiento, daba al callejón de atrás.
Frente al hotel, aún junto a las legumbres, Billy, con los ojos puestos en la cristalera de la entrada, se
echaba a la boca un pellizco de tabaco. Desde el otro lado de la calle llegó Marvin, otro de sus
compañeros.
–¿Qué, Bill? ¿Cómo están las cosas por aquí? –preguntó por pura rutina el recién llegado.
– Tranquilas... –murmuró Billy, masticando con ganas.
Cuando Steve terminó de cruzar las concurridas calles, aún pudo ver cómo el estrafalario pastor
doblaba la esquina con la calle del banco. Al llegar hasta allí, un grupo de niños y niñas que bajaban
corriendo con sus juegos arrollaron al ayudante del sheriff hasta casi hacerle caer. Cuando por fin
consiguió volver el chaflán, buscó por encima de las cabezas el sombrero chato y la melena casi
transparente del predicador. Por el rabillo del ojo le pareció apreciar el fugaz movimiento de una silueta
negra perdiéndose entre los toldos de una callejuela lateral. Al fondo de la calle, recortándose sobre los
perfiles de herencia hispánica de la capilla, se alzaba la sobrecogedora envergadura del patíbulo.
– ¡Casi es la hora de comer! –iba quejándose Tom Doniphan mientras salía por la puerta del hotel–
¡Que me cuelguen si no has estado casi dos horas ahí dentro, Chak!
– ¿Qué se te rompió, mi cuate? –replicó airado el mestizo, rebulléndose incómodo dentro de la camisa
recién estrenada– ¡Pues si no me baño: malo. Y si me baño pues peor! –A Chaquito, las resacas de mescal
le ponían el talante contestón– Las señoritas se pusieron regalonas, mano... ¡¿Pues qué quieres?!...
Se detuvieron en el porche y el ambiente de las calles les envolvió.
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– Bueno, al menos ha valido la pena... –se conformó Doniphan, repasando el aspecto de su amigo. Las
chicas habían hecho un buen trabajo. Además de una limpieza a fondo, le habían recortado el denso
mostacho y recogido las greñas en una pulcra trenza. Cierto que el pantalón y la camisa, abrochada hasta
el penúltimo botón, le venían un tanto ajustados, pero aquello era todo lo que habían podido encontrar de
su talla en los almacenes de Bonesboro. Sin más armas a la vista que su inseparable rifle, resultaba
chocante ver a Chaquito desprovisto de su cartuchera cruzada y sus cananas de cintura.
– Deja de tocarte la camisa –reprendió Doniphan en tono paternal, disponiéndose a encender uno de
sus cigarritos. La pitillera destelló al chocar con los rayos del sol. Algunos de los paseantes no podían
evitar una mirada curiosa al llamativo individuo del impecable traje lila y al feo grandullón medio indio
que le acompañaba. Doniphan se preguntaba cuántas de aquellas personas le habrían reconocido ya–
Estás estupendo, Chak. Deberías hacerlo más a menudo. ¡Ah, sí, un buen baño y una camisa limpia le
humanizan a uno!...
–No digas pendejadas... –atajó Chak, respondón. Apoyó el Winchester en la pequeña barandilla que
decoraba el soportal y se arremangó la camisa por encima de los codos.
– ¡Bueno, vamos a echar un vistazo por ahí! –Con el purito entre los dientes, Tom Doniphan se frotaba
las manos con alegre impaciencia– He visto un salón a la entrada del pueblo... Podríamos empezar por
allí... –empezó a decir bajando los escalones y uniéndose al callejeo.
– ¡Pinches calzones! –Un paso por detrás, cojeando levemente, Chaquito iba peleándose con una
molesta costura en la entrepierna.
– ¡Demonios, Billy! Espero que esos tíos no busquen problemas... –Marvin se mesaba el flequillo que
el sombrero, ligeramente inclinado hacia atrás, le dejaba al descubierto– No me gustaría tener que
vérmelas con ese mestizo... –reconoció, calibrando sus pocas posibilidades ante un hipotético encuentro
con la mole mexicana.
Billy masticaba y escupía sin decir palabra. Aquellos dos habían tardado más de cuarenta minutos en
salir. Aún faltaba uno. Y no sabía nada de Steve...
– Menudos tipejos ¿eh, Billy? ¿Te has fijado en el otro? ¿Dónde diablos cree que está? ¿En
Lousiana?...
Billy escupió el bocado de tabaco. Tenía la boca pastosa. Necesitaba un trago. Steve apareció en ese
momento por el mismo camino que se había ido. Venía maldiciendo.
– ¡¿Qué ha pasado, Steve?! ¡¿Dónde está el... el cura?! –quiso saber Billy, visiblemente angustiado.
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– ¡Lo he perdido! ¡Maldita sea! ¡Me ha dado esquinazo!
– ¡Condenado cabrón! –explotó Billy.
– Pues que me cuelguen si esos dos no van derechitos al Mama Malone... –avisó Marvin.
– ¡Está bien, está bien! ¡No perdamos la calma! –Steve discurría a toda prisa, tratando de reconducir la
situación– Vosotros, seguid a esos dos. Yo buscaré al del alzacuellos. No puede andar muy lejos...
Mandaré a otro de los muchachos para que se quede aquí. ¿Entendido? –Respiró hondo y dio unas
palmadas sobre los hombros de sus compañeros– Vamos. En marcha– Y se alejó de nuevo
desapareciendo entre los carromatos entoldados.
– Vamos, Billy. Ya lo has oído... –dijo Marvin, levantando los hombros con gesto conformista y
poniéndose en marcha– Al menos donde Mama Malone la cerveza está fría...
El repique lejano de una campana aguda anunció las carreras de sacos y algunos viandantes parecieron
atender a la llamada, encaminándose hacia los prados en la salida oeste de la localidad.
Billy echó a andar detrás de Marvin sin poder dejar de imaginar los peores infortunios. ¡Con lo
tranquilas que estaban siendo las fiestas! La insignia de ayudante del sheriff le pesaba en el pecho.
Desde la barraca del Viejo, en las afueras del pueblo, casi podía distinguirse la cinta que marcaba la
línea de meta para los alegres participantes en la carrera de sacos. Pero a Bud Cranon, en aquel momento,
las competiciones campestres le traían sin cuidado. Sentado en una banqueta al amparo de un sombrajo
de chamiza y con la espalda apoyada en la única pared de adobe de la chabola, Cranon boqueaba
intentando respirar. El aire del mediodía caldeaba sus pulmones asmáticos y la abundante barba que
enmascaraba sus facciones le robaba el aliento. Los bronquios le pitaban como un silbato de caña que se
hubiera rajado, imponiéndose sobre el griterío del público que, a los lejos, reunido junto al trazado de la
carrera, animaba a los competidores. Cranon se quitó el gastado sombrero de ala ancha y desabrochó los
botones de la sucia camiseta de felpa, que se le pegaba al torso por culpa del sudor. Todo el atuendo
parecía oprimirle: las botas, acordonadas y altas hasta las rodillas, los pantalones, los tirantes, el cinturón,
la pistola, el cuchillo de monte... todo. De buena gana se hubiera desnudado allí mismo. El ahogo, sin
embargo, no restaba ni un ápice de brutalidad a su corpulencia asilvestrada ni de fiereza a la expresión de
su rostro, encallecido y marcado por muchos años de vida a la intemperie, a la caza de todo tipo de
animales salvajes, primero, y de hombres, más o menos peligrosos, después.
Retirando la tela de arpillera que cubría la entrada de aquel cuchitril, levantado a base de tablas viejas
y barro reseco, salió la menuda y humilde figura de su único habitante, don Ramiro, un anciano de edad
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indefinida, medio cestero medio curandero, cuyo rostro arrugado parecía tallado en caoba y al que los
lugareños llamaban, por razones evidentes, el Viejo. Algunos aseguraban que aquel antañón y su casuto
ya estaban allí, junto al río, cuando llegó la misión española.
– Ya puede pasar, señor –dijo don Ramiro, manteniendo apartado el rudimentario cortinaje. Su
expresión, su voz y sus gestos, mucho más firmes de lo que cabría esperar en un hombre de tan avanzada
edad, estaban impregnados de una infinita y venerable calma. Bud Cranon echó mano de su escopeta de
caza, arrimada a la pared, y se apoyó en ella para ponerse en pie.
– Dale... dale agua... a mi caballo... –dijo Cranon, entre pitidos y tosecillas espasmódicas, luchando
contra la asfixia– y un poco de paja...
– Claro, señor. En seguida –asintió el Viejo– Por aquí, por aquí... –invitando a entrar al fatigado
trampero.
Con la escopeta en una mano y el sombrero en la otra, Bud Cranon inclinó ligeramente su robusta
envergadura para cruzar el umbral, seguido por don Ramiro. Cuando la tela volvió a cubrir la entrada, el
único habitáculo rectangular que componía la barraca quedó sin más luz que la que se colaba por los
agujeros de la tela de saco que cubría un pequeño ventanuco en el lado izquierdo de la estancia; el
ambiente se percibía más fresco que en el exterior y Cranon se detuvo un instante, tratando
instintivamente de beber de aquel aire y dejando que sus ojos se acostumbraran a la penumbra. Entre las
cuatro paredes reinaba una austeridad y una quietud propias del refugio de un ermitaño.
– Por aquí, por aquí... –insistió el anciano, adelantando sin prisa al cazador y apartando ahora una
enorme manta india que, colgada en la pared, cubría por completo otra puerta frente a la que acababan de
cruzar. Apenas cinco pasos sobre el suelo de tierra necesitó el trampero para recorrer la anchura de la
pieza y salir a la parte trasera de la choza, donde don Ramiro desarrollaba gran parte de su actividad
cotidiana. Allí detrás, otros dos techados de hierba trenzada y dispuestos en forma de ele formaban una
especie de cobertizo adosado a la barraca y rodeado por una sencilla empalizada que, a modo de corral,
servía únicamente para retener a una cabra pinta y a un asno concentrado en su ración de forraje. De una
de las techumbres pendían haces de mimbre puesto a orear y manojos de hojas de distintas variedades de
plantas se secaban a la sombra. Las tablas de la pared de la barraca servían para colgar herramientas y
aperos y, delante del tabique, una tosca mesa hacía las veces de banco de trabajo al viejo don Ramiro.
Bajo el otro techado, algunos canastos, sacas y cajones se apilaban sobre un vetusto carrito; en el lado
opuesto, un puchero de barro humeaba sobre una hornilla de piedra, a cuyos lados, sobre poyetes del
mismo material, se alineaban toda suerte de potes, recipientes y algunos útiles de cocina. Tres gallinas sin
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mucho lustre picoteaban distraídas y un gallo, cuyo porte había conocido tiempos mejores, perdía el
tiempo desfilando altanero frente a la imperturbable indiferencia de la cabra.
– Puede sentarse ahí –indicó el anciano, señalando un taburete junto a la mesa– En seguida se lo
tengo– Mientras el trampero se acomodaba, don Ramiro se acercó hasta la hornilla y vertió agua
hirviendo del puchero en un lebrillo al que, seguidamente, fueron a parar varios puñados de hierbas,
extraídos con toda ceremonia de algunos de los tarros, y el polvillo contenido en un almirez de aspecto
tan ancestral como su dueño. Cranon, bregando con su ahogo, seguía con la mirada los movimientos casi
rituales del viejo y empezaba a impacientarse. Por fin, el anciano, muy serio, se acercó portando el
recipiente cubierto por una frazada y depositándolo frente al sofocado hombretón.
– Ya está –anunció don Ramiro– Respire hondo, pero despacio. Aguante lo que pueda... y si le entra
sed, ahí tiene agua fresca... –indicaba con gestos pausados. Sin esperar el final de los consejos, Bud
Cranon levantó un extremo del pedazo de manta y metió la cabeza debajo para abocarse al amplio
cuenco. No era la primera vez que recurría a aquel tipo de remedios. Los vapores calientes le abofetearon
el rostro, arrancándole goterones de sudor. Aspiró una profunda y desesperada bocanada. Los pulmones
le gorgotearon como si fuera el buche de un palomo. Las últimas palabras del viejo se desvanecieron
igual que si las hubiera inhalado. Las emanaciones de la mezcla desprendían un intenso olor a eucalipto,
mezclado quizá con menta y alguna otra planta que no supo distinguir. En el paladar se le instaló un sabor
desconocido y ligeramente amargo que apunto estuvo de provocarle una arcada. Notaba cómo los vahos
se abrían paso a través de los bronquios provocándole un progresivo alivio con cada inspiración, al
tiempo que una suave modorra, una apacible ebriedad, le invadía poco a poco... tenía que pedirle la receta
de la infusión a aquel viejecito encantador... La noción del tiempo empezó a difuminarse y los
pensamientos se le expandían en una risueña bruma de recuerdos y consideraciones, combinándose entre
sí de forma caprichosa y a la vez con inexplicable sentido...
...Podía oír al exaltado de J. Q. Durkham, ofreciendo un dineral por la cabeza de aquellos tipos de los
carteles, fueran quienes fuesen... Mil dólares por cada uno era una oferta lo bastante buena como para
salir perdiendo el culo en su busca, desde luego.... Había quitado de en medio a otros por mucho menos...
No... no era la pasta por lo que había dejado Faketown a toda prisa, no... no nos engañemos... El
predicador... sí... el predicador... Aquel gallo estaba ya reseco... pero seguía pavoneándose por ahí...
¡cuánto ruido hacen esas gallinas!... no le hacían ni caso... el estúpido cloqueo de las gallinas... una visita
al burdel del pueblo, eso es... Uvalde está lleno de gallinas... de zorras... es un buen sitio para empezar a
buscar... habrán dejado un rastro si han pasado por aquí... seguir el rastro, siempre seguir el rastro...
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instinto... olfato... vaya mierda... no podía ser el mismo... el predicador estaba muerto... él lo había
matado... aquel bastardo... aquel fantoche le había seguido por todo Nuevo México... ¿dos años ya?...
cómo pasa el tiempo... le venía pisando los talones... cazar al cazador... ¡qué tontería!... sólo tuvo que
esperarle agazapado en el camino... ...le había dado en la cabeza, seguro... no, no podía ser el mismo...
tenía que haberse acercado a rematarlo... una fiera herida... mala cosa... presa... cazador... presa... ¿dónde
fue?... cerca de... Alamogordo... eso es... allí dejó a la presa... rematarlo... ... ... ... ... ...
... cómo pasa el tiempo... esto se ha enfriado... ¿qué hora debe ser?... no se oyen las gallinas...
Esta última apreciación aguijoneó la conciencia de Bud Cranon, arrancándole del plácido sopor y
devolviéndole bruscamente a la vigilia. Sus adiestrados sentidos le alertaron de la presencia de un peligro
inminente y todo su cuerpo se tensó como lo hace un sabueso que acaba de olfatear una pieza. Sin
destaparse la cabeza, quieto, aguzó el oído, esforzándose por captar algún sonido cercano... ... un picoteo,
un simple aleteo, un resoplido del asno o los pasos acolchados del viejo, pero sólo algunos retazos de
ovaciones desde la lejanía rebotaron en su tímpano. Por un instante contempló la posibilidad de estar
dormido y apretó los párpados. No, no estaba dormido... ...lo que estaba era bien jodido, allí encorvado
sobre la mesa, con los brazos rodeando el lebrillo y un trapo cubriéndole la sesera... Tragándose una
blasfemia, buscó a tientas, despacio, el borde delantero de la tela con una de sus manos, mientras, muy
despacio, deslizaba la otra sobre la superficie estriada del tablero con la esperanza de llegar hasta el viejo
colt que colgaba en su cintura.
– Levanta las manos, Cranon. –La voz se abrió paso en el silencio como si el aire fuera manteca,
resonando fantasmal en el cráneo del trampero y paralizando hasta el último de sus nervios.
– Y ponte derecho. Esa no es postura para morir ni para un chacal como tú –recriminó la voz severa.
La funesta admonición contrajo el estómago y espoleó el seso de Bud Cranon, aún incapaz de moverse.
– Vamos, en pie –insistió la voz. Cranon se esforzó en recuperar el control de sus piernas y en no
perder el de su esfínter. Las sienes le palpitaban frenéticas, bombeándole sangre al cerebro que se le
retorcía entre el más irracional de los temores y la búsqueda desesperada de una escapatoria. Una mezcla
de sudor y vaho le cubría la cara y el pecho, pegándole mechones de pelo a la frente y la camiseta al
cuerpo. Eso sí: respiraba que daba gusto. Bud Cranon empezó a erguirse tan lentamente como levantaba
los brazos. El pedazo de manta empezó a resbalar sobre su cabeza como lo hace la pieza de tela sobre un
busto recién inaugurado, cayendo de pronto por su propio peso y desvelando la amenaza que, frente a él,
se recortaba al contraluz como una aparición.
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– No... no puede ser... –articuló a duras penas el cazador acorralado, las cuerdas vocales opacadas por
la congoja. Sus pupilas se dilataron a toda prisa, buscando luz, tratando de arrancarle al siniestro perfil
espigado que tenía ante sus ojos algún rasgo que confirmara lo que sus más recónditos temores ya daban
por seguro– ...no puede ser... –Pero era. Inmóvil como una fantasmagórica efigie esculpida con la
substancia de las pesadillas, el predicador le contemplaba impertérrito. Una oleada de pánico le recorrió
la espina dorsal y, dando un instintivo paso atrás, topó con las tablas de la barraca, que temblaron con él.
– Tú... tú... estás muerto... –tiritó la voz de Cranon en un absurdo y desesperado intento de que tal
declaración bastara para espantar al espectro.
– Tú también. Tienes tres cruces –sentenció Laughton, sin esfumarse siquiera un poquito. Con las
manos a la espalda, el reverendo mantenía recogidos los faldones de la levita, dejando al descubierto las
cachas nacaradas de sus revólveres.
– Pero... pero... ¡yo te maté!
– No se puede matar a lo que ya está muerto –amonestó el predicador, que gustaba de acoquinar el
ánimo de los pecadores con teatrales golpes de efecto a base de sentencias macabras– Además, eres un
chapuzas...
– Pero... pero... yo vi cómo... –Desde la comisura del ojo, una gota de sudor corrió mejilla abajo para
irse a esconder entre la tupida barba– ...aquella bala...
– Basta de cháchara, Cranon. Sé lo que viste. Yo estaba allí –cortó Laughton sin contemplaciones– Y
conozco mejor que nadie a aquella bala. La llevé dentro. Ahora la guardo en mi mesita de noche, junto al
meñique del pie que me arrancó un cerdo salvaje cuando era chico –añadió, imprimiendo cierta nostalgia
a la fúnebre solemnidad de su cavernosa voz. Bud Cranon tragó saliva. La expresión "Chiflado hijo de
perra" se le vino a la punta de la lengua, pero le pareció prematuro articularla. La adrenalina del miedo
barría a marchas forzadas todo resto del efecto narcótico de las hierbas inhaladas y, a medida que su
entendimiento asimilaba la situación, su fiero instinto de supervivencia pugnaba por imponerse al
canguelo.
– ¿Vas... vas a matarme...? –preguntó, más por ganar tiempo que por interés en la respuesta.
– Pagan más por ti vivo que muerto, pero si te empeñas estoy dispuesto a perder dinero –respondió
Laughton– Tú mismo –añadió lentamente, desafiando.
Sin mover un músculo, Cranon echó un rápido vistazo por encima de los hombros del predicador,
buscando en el entorno cualquier elemento que pudiera brindarle una oportunidad, por remota y
descabellada que fuera. El burro y la cabra se hacían los disecados, con las orejas tiesas y atentas a
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cualquier señal para salir por patas. Encaramado en uno de los troncos del extremo más alejado de la
cerca, el gallo los miraba con ojos desorbitados, cabeceando espasmódicamente de uno a otro al compás
de un metrónomo invisible, como queriendo medir con el pico la distancia que separaba a los dos
hombres. De las gallinas, fieles a su esencia, ni rastro. El panorama no invitaba al optimismo. Su ojos
volvieron al punto de partida y los dos hombres se empujaron con la mirada durante unos instante tensos,
eternos, en los que el mundo desapareció de vista.
– Coge tu sombrero y póntelo, Mary Elisabeth –soltó por fin el predicador, tarareando con sorna los
versos de aquella vieja balada popular, mofándose abiertamente de su presa. La ira se apoderó de Cranon.
Sus ojos escupieron odio. Apretando las mandíbulas, dominando a duras penas la furia empezó a bajar el
brazo izquierdo en dirección a su sombrero y cuando tuvo la mano a la altura de la mesa saltó el resorte...
¡Ahora o nunca! En décimas de segundo la rígida quietud pasó a ser un estrepitoso torbellino de bruscos
movimientos simultáneos imposibles de captar por el ojo humano de una sola vez: La mesa y el lebrillo
volcaron, la diestra de Cranon bajó como un rayo en busca del colt, los brazos del predicador latiguearon
desde su espalda al frente asiendo por el camino las culatas de sus pistolas, una gallina saltó de su
escondite derribando potes y frascos con su frenético aleteo...
Tres disparos resonaron en el aire y la emoción de la prueba de sacos cayó herida de muerte. En la
cabeza de la carrera, el joven Will, sobresaltado por las detonaciones, brincó mal y rodó por la hierba, las
piernas apresadas en su saco, haciendo caer al joven John, que le seguía de cerca luchando por la primera
posición. Los espectadores junto a la línea de llegada desviaron de inmediato su atención hacia la
pequeña barraca del Viejo; más participantes acabaron por el suelo y otros dejaron de saltar; los vítores y
los aplausos cesaron, sustituidos por confusas exclamaciones de alarma y sorpresa; algunos entre el
público tomaron a los niños en brazos y corrieron hacia el pueblo, sin esperar a saber qué había pasado;
los más curiosos se agolparon junto a la cinta de meta estirando los cuellos, murmurando.
– ¡Allí! ¡Allí! –gritó uno de los presentes, señalando con el dedo la minúscula figura de don Ramiro
que, meneando la cabeza, se acercaba por el sendero todo lo deprisa que sus venerables piernas le
permitían.
Aunque las atractivas señoritas y la cerveza fresca del Mama Malone's Saloon eran oferta suficiente
para asegurar la clientela, aquella mañana, una improvisada timba de póker había venido a sumarse a los
alicientes habituales del establecimiento. Hacía más de una hora que las camareras detrás de la barra
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conseguían a duras penas atender a todos los parroquianos que, atraídos por aquel inesperado evento
fuera del programa de festejos, entraban en el local para presenciar una partida en la que, según los
rumores, un conocido jugador exhibía sus destrezas.
– ¡Fiuuu! –silbó Marvin, divertido por lograr abrirse paso entre la alborotada concurrencia portando en
alto dos jarras de espumosa cerveza y depositarlas, sin derramar ni una gota, sobre la mesa en la que le
esperaba su taciturno compañero– Menuda la que tienen ahí formada ¿eh, Billy? Los tiene a todos en el
bote... –comentó, mientras tomaba asiento y daba un buen trago a su jarra. Ciertamente, el variopinto
corro de espectadores más cercano a la mesa de juego seguía con interés los envites de la partida,
intercambiando comentarios en voz baja. Billy, sin embargo, miraba absorto a través de las cristaleras del
salón, más preocupado por lo que pudiera suceder en la calle que allí dentro– Hay que reconocer que
tiene tirón ese tal Doniphan, si es que se llama así... –observó Marvin, guiñando un ojo a su compañero y
relamiéndose el blanco bigote de espuma.
– ¿Qué quieres decir con eso? –quiso saber Billy, volviendo la cabeza hacia su compañero y
repentinamente interesado por lo que pudiera decir. Marvin se inclinó ligeramente sobre la mesa, en claro
gesto confidencial.
– Aquel tipo bajito de allí, junto a la barra... –susurró Marvin, señalando con la cabeza.
– ¿Te refieres al enano?
– No, no... Un poco más allá, el del traje color ceniza, el que habla con aquellos dos vaqueros... –
detallaba Marvin, todo discreción.
– Ah, sí. Ya lo veo... –murmuró Billy, mirando de soslayo al hombre en cuestión.
– Es un dentista de Alabama. Está de paso... –otro trago de cerveza– Si lo que dice es cierto, ese que
está ahí sentado no es otro que... agarráte, Billy... ¡el mismísimo Jack Hamill! –exclamando más con la
expresión que con la voz.
– ¿Jack Hamill? ¿Aquí, en Uvalde? No puede ser... –negó Billy sin sorpresa alguna, limitándose a
levantar las cejas para acentuar su incredulidad.
– ¡Sí, sí! Dice que lo conoce bien, que le hizo un par de empastes, allí en Alabama. Dice que lo ha
visto jugar un montón de veces y que sólo Jack Hamill es capaz de repartir las cartas como lo hace ese
tipo. ¡Podría ser, Billy! ¡Figúrate! Según dice, Hamill está recorriendo los salones de Texas, desplumando
a todo incauto que se cruza en su camino... –insistía con entusiasmo Marvin, que parecía preferir la
versión del sacamuelas antes que la probable realidad.
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– ¡Oh, vamos, Marvin! ¡No seas ingenuo! –Billy rechazaba de palabra y gesto el fantasioso entusiasmo
de su compañero– Jack Hamill es de Nueva Orleans ¿no es cierto?... –Marvin asintió con la cabeza sin
quitar ojo del dentista, que seguía hablando por los codos con cualquiera que se le acercara– ...y ese que
está ahí jugando, se vista como se vista, es más tejano que mis botas. ¡Si no hay más que verlo! –Marvin
escuchaba con progresivo desencanto, viéndose obligado a admitir lo que entraba por los ojos: A pesar
del atuendo, el cuidado bigote y el brillante peinado hacia atrás, los andares y las facciones duras y
cuadradas del que decía llamarse Tom Doniphan no se correspondían con las de uno de aquellos
delicados petimetres criados en las ciudades del Este.
– Además... –siguió Billy, meditabundo, haciendo girar despacio la jarra de cerveza entre sus dedos–
...dudo mucho que un tipo como Jack Hamill se mezcle con fulanos como los que acompañan a ese
Doniphan o como se llame... –dirigiendo ahora una cautelosa mirada hacia la figura del mestizo que,
sentado contra la pared a la espalda de Doniphan y con el rifle sobre el regazo, parecía dormitar. Desde
que habían entrado en el salón, se había movido lo justo para ingerir dos jarras de cerveza y
desabrocharse dos botones más de la ajustada camisa.
– Todo esto no me gusta, Marvin. Estos forasteros traman algo. Lo presiento... Hasta ese charlatán que
dice ser dentista podría estar compinchado con ellos para distraer nuestra atención mientras los otros
hacen de las suyas...
– Vaya... Puede que tengas razón, Billy... Tal vez deberíamos avisar al jefe... –aceptó Marvin con
cierta inquietud, el ánimo calado por el pesimismo que destilaban las observaciones de su compañero.
Los dos ayudantes del sheriff permanecieron en silencio unos instantes, cabizbajos por el peso de la
incertidumbre, hasta que, de pronto, unos golpecitos en las cristaleras del local hicieron que levantaran la
cabeza al unísono. Al otro lado del cristal, Steve, visiblemente turbado, les hacia señas para que salieran.
Billy y Marvin se miraron un instante, sobrecogidos: Aquello no podía ser otra cosa que la fatídica
confirmación de acontecimientos tan nefastos como los que, segundos antes, habían barruntado. A su
alrededor, la partida, las chicas o el alcohol entretenían la atención de los presentes, ajenos al apurado
aviso que llegaba desde la calle; el mestizo, en su silla, parecía seguir en el Limbo. Disimulando
cualquier gesto de alarma, los dos hombres dejaron su mesa y cruzaron las puertas del local para reunirse
con su inmediato superior, sin advertir cómo la acuosa mirada de Chaquito, oculta tras los párpados
apenas entreabiertos, medía sus pasos.
– ¡Vamos, muchachos, deprisa! –apremió Steve en cuanto los otros dos pusieron pie sobre las tablas
del recogido porche del Mama Malone.
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– ¿Pero qué...? –intentó Billy.
– ¡Un tiroteo! ¡Allí, donde el Viejo! –Steve trataba de resumir el mensaje acompañando sus palabras
con gestos. Siguiendo las indicaciones del dedo de Steve, Billy y Marvin divisaron a lo lejos el
apresurado avance de una desordenada procesión de gente que, desde los prados en la orilla del río en la
que se sostenía la barraca del Viejo, se dirigía hacia el pueblo. Algunos de los transeúntes que circulaban
por la calle del salón, menos concurrida que las del centro, se detuvieron para dirigir su atención hacia
donde apuntaba el ayudante del sheriff.
– ¡¿Pero qué demonios ha pasado?! –insistió Billy, dando unos pasos hacia el borde del porche, como
si ello le acercara a resolver la duda.
– ¡Ahora mismo lo averiguaremos, Billy, tú te vienes conmigo! ¡Y tú, Marvin...!
– ¡Hey, Steve, ¿qué ha pasado allí abajo?! –interrumpió el señor Bardwell desde la entrada de su
carpintería, colindante al salón. Otros lugareños se acercaban ya al trío de servidores de la ley, queriendo
saber.
– No lo sé, señor Bardwell. Han habido disparos en la choza del Viejo –contestó Steve, levantando los
hombros– Ahora vamos a ver...
– ¡Miren! ¡Por ahí viene alguien! –avisó a voces un vecino asomado a una ventana. La atención de
toda la calle se centró en la figura de un muchacho que, adelantándose al resto de la comitiva, llegaba a
todo correr. Del interior del salón, atraídos por el creciente revuelo, salió una de las chicas seguida de un
par de vaqueros, uniéndose al grupo de curiosos.
– ¡Es Toby, el de la herrería! –reconoció otra voz.
Steve y Marvin salieron al paso del sofocado joven, que, al reconocerlos, se detuvo entre jadeos,
apoyando las manos en las rodillas. Sin bajar del porche, Billy seguía atento el avance de la confusa
multitud, tratando de distinguir cualquier indicio que confirmara sus aprensiones.
– Tranquilo, muchacho. Respira hondo –aconsejó Steve, pasando un brazo sobre los hombros del
joven– Dime, hijo, ¿qué ha pasado? ¿has visto algo?
– Sí... sí... Ha sido donde don Ramiro... –resolló Toby, falto de aire.
– Vamos, hagan el favor. Dejen sitio... –ordenó Marvin, extendiendo los brazos para evitar que el
corrillo de impacientes espectadores se estrechara sobre el chico.
– Se han disparado... dos forasteros... –prosiguió Toby, que ponía de su parte– Hay uno grandote, con
barba... y un cura muy raro... –Steve se envaró y masticó una blasfemia. Ya había oído todo lo que tenía
que oír.
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– Que alguien se ocupe del muchacho –dijo, dirigiéndose al corrillo que ya empezaba a especular–
Marvin, despeja la calle y no pierdas de vista a esos dos –añadió, señalando con el pulgar hacia el salón–
¡Billy! ¡Billy! ¡Vámonos! –Y se encaminó al encuentro del gentío. Billy se apresuró a darle alcance,
tragando saliva.
– Vamos, vamos, ya lo han oído. Despejen la calle... –pedía Marvin a los reunidos, viendo como sus
dos compañeros se alejaban calle abajo.
Mientras tanto, en el interior del Mama Malone, Tom Doniphan volvía a ganar para regocijo del
público y chasco del resto de jugadores. Mariposeando junto al tejano, la rellenita Lily aplaudía
alegremente, entre risitas y saltitos, agitando sus apretados encantos y sacudiendo los tirabuzones que,
como serpentinas color caoba, colgaban prisioneros en su llamativo peinado. Sentado a la diestra del
ganador, Horace Greely, editor del diario local, encendía por enésima vez su cigarro puro; muy hablador
y preguntón por deformación profesional, Greely sólo parecía acordarse de chupar al finalizar cada mano.
– Lily, encanto, así no hay forma de concentrase en el juego... –bromeó el periodista cuarentón, entre
succiones– ...¿cuando gane yo vendrás a sentarte en mis rodillas?
Otra de las chicas, colgada del brazo de un robusto leñador, se adelantó a cualquier respuesta de Lily,
ahora ocupada en susurrar picardías al oído de Doniphan:
– Cuando ganes tú, Greely, podrás publicarlo en la primera página de tu periódico –soltó con gracia,
extendiendo el regodeo entre los presentes. Incluso el añoso doctor Hofmann, que ocupaba la silla frente
al redactor, permitió que una sonrisa perturbara su habitual expresión de rigor facultativo. Mirando por
encima de los quevedos, consultó su reloj de bolsillo.
– Caballeros, jugaré una última mano antes de retirarme –anunció el galeno– Va siendo hora de comer
y me temo que mi aparato digestivo empezará a segregar sin darme oportunidad de recuperar unos
dólares –diagnosticó con el tono rutinario del que está acostumbrado a revelar todo tipo de
indisposiciones.
– Buena idea, Doc –convino Greely, saboreando su cigarro– Seguiré su ejemplo. Una más e iré a ver
qué ha preparado hoy mi patrona.
El cuarto jugador, un vaquero de aspecto descuidado y ojos vitrificados por el alcohol, no parecía
disfrutar de la distensión general. Con expresión ceñuda, su mirada ebria pasaba de los naipes aún
extendidos sobre la mesa a las manos de Doniphan, ocupadas en recoger y ordenar las monedas de la
última apuesta.
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– Está teniendo mucha suerte, amigo... –espetó el vaquero con voz enronquecida y evidente mala baba.
Las palabras, cargadas de rencor, parecieron arrastrarse por el tapete y el ambiente se destempló de
súbito. Tom Doniphan alzó la vista de las ganancias y la puso en el tipo que tenía sentado enfrente, cuyo
semblante mostraba una expresión que al tejano le resultaba harto conocida. Una hebra del humo que
ascendía de su cigarrito, sujeto entre los dientes, le hizo entornar un ojo.
– ¿Eso es una insinuación? –repuso Doniphan, esbozando media sonrisa al tiempo que se libraba con
delicadeza del perfumado abrazo con el que la cariñosa Lily le rodeaba el cuello– Espero que no. Siempre
las interpreto mal... –añadió mientras recogía lentamente de entre sus labios el delgado y oscuro cilindro
de tabaco. Sin dejar de mirar al perdedor despechado, Tom Doniphan se reclinó en la silla, dejando los
antebrazos apoyados en el borde de la mesa.
– Se cree muy listo ¿eh, amigo? –despreció el vaquero– ¿Por qué no nos deja ver sus cartas para que
todos sepamos la clase de jugador que es? –desafió, con una mueca sabihonda.
– Caballero, me parece que esto no... –intervino Greely.
– Cállese, amigo –cortó el retador, grosero– Estoy hablando con ese...
En el corro de espectadores se instaló un incómodo silencio.
– Hace un momento, ver mis cartas costaba cincuenta pavos –dijo Tom Doniphan, meneando la cabeza
con desaprobación y pasando las yemas de los dedos por encima de los dorsos de los cinco naipes que
componían su mano– Ahora, es demasiado tarde –sentenció. Con hábil flexión de los dedos, impulsó las
cinco cartas, que se deslizaron por el tapete hacia la confusa pila de descartes. La callosa manó del
vaquero saltó como un muelle, tratando de impedir que los naipes se mezclaran, pero la diestra de
Doniphan llegó antes hasta su muñeca, frenando en seco el intento. Los dos hombres se incrustaron las
miradas: una furiosa, la otra admonitoria. Tirando con fuerza, el vaquero se libró de la presa y con
movimiento brusco se puso en pie, derribando su silla con estruendo. El círculo de público se abrió como
una exclamación. Los párpados de Chaquito se separaron y, antes de ver, sus dedos se cerraron sobre el
rifle.
– ¡Jodido fullero! ¡Ponte de pie! ¡Yo te ajustaré las cuentas! –gritó el mosqueado, fuera de sí, la diestra
levitando vibrante y amenazadora sobre la culata de su revólver. Durante un segundo glacial, el respirar
de los presentes se detuvo. Salvo por un leve apretón de dientes que remarcó la cuadratura de su mentón,
Doniphan, la vista fija en su oponente, no se movió. El provocador, desconcertado ante tal muestra de
sangre fía, se vio asaltado por la repentina y angustiosa impresión de estar cometiendo un error fatal. El
sonido de los muelles de dos gatillos a su espalda vino a certificárselo.
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– En este local, las cuentas las ajusto yo –aseguró con resolución una voz femenina. En lo alto de la
escalera, una mujer envuelta en una vistosa bata de dormir sostenía con firmeza una escopeta de dos
cañones en dirección al alborotador– Si toca ese revólver, vaquero, esta puede ser su última partida –
avisó, mientras bajaba los escalones con la misma prestancia que si se tratara de la escalinata del Palace
de Nueva York. Los más cercanos al pie de la escalera se retiraron abriéndole paso hasta la mesa. El
camorrista dejó caer los brazos con laxitud; desde el estómago le subió un regüeldo etílico y bilioso que
tiñó de asco la frustración impresa en su rostro. Atendiendo a los debidos modales, el doctor Hofmann, el
redactor Greely y Doniphan se pusieron en pie ante la presencia de la dama– ¿Qué está pasando aquí? –
quiso saber ella sin dejar de apuntar al vaquero.
– Verá, señorita Malone, yo puedo explicárselo –intervino Greely de inmediato– Al parecer, el señor...
perdone ¿cómo ha dicho que se llamaba?...
–No lo he dicho –gruñó el desarbolado perdedor, que ahora miraba con grosero descaro la agraciada
figura que podía intuirse bajo la bata de la mujer que le encañonaba.
– Bien, este eeeh... señor –arregló el editor– considera que el caballero ha hecho trampas en el juego...
– ¡Ya lo creo! ¡Ese mal nacido hace trampas! –volvió a la carga el vaquero, señalando con el dedo a un
impertérrito Doniphan.
– Ejem... Si se me permite decirlo... –atajó el redactor– no creo que haya motivo para tal acusación...
Este caballero se ha comportado con toda corrección. Ha ganado las manos más jugosas, es cierto... pero
eso sólo demuestra que es un excelente jugador de póker– reconoció Greely, secundado por el gesto
afirmativo del flemático doctor Hofmann y por algún que otro comentario entre el público.
– ¡Oh, sí! ¡Juega muy bien! –apostilló Lily alborozada. Tom Doniphan recibió el reconocimiento con
naturalidad, limitándose a un ensayado gesto de cabeza que aprovechó para dispensar una mirada
seductora a la bella señorita Malone.
– ¡¿Buen jugador?! ¡Un ilusionista! ¡Un escamoteador, eso es lo que es! –acusaba el indignado
vaquero, dando unos pasos inciertos hacia la mesa– ¡¿Pero no han visto cómo baraja?! ¡Debería estar
sacando conejos de una chistera! –insistía, buscando inútilmente la aprobación de un auditorio del todo
deslumbrado por el jugador del fino traje purpúreo.
– ¡Basta ya! –alzó la voz la señorita Malone– ¡No quiero oír ni una palabra más! Recoja el dinero que
le quede y lárguese, vaquero. La partida ha terminado –zanjó la dama, subrayando con la escopeta. Con
todas las miradas encima, el recalcitrante perdedor recogió las pocas monedas que le quedaban y apuró su
vaso con rabia, devolviéndolo a la mesa con un golpe seco. Echó mano a su sombrero y se dirigió hacia la
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puerta con paso vacilante. Antes de cruzar el umbral, se detuvo, lanzó un furibundo vistazo a su alrededor
y cuando abría la boca dispuesto a descargar un último improperio despechado, sus ojos se cruzaron con
Chaquito y su Winchester, que tranquilos en su silla le indicaban con silenciosa elocuencia el camino de
salida. Con el insulto y la cólera atascados en la garganta, el vaquero abandonó el salón.
– Bueno, señores, aquí no ha pasado nada. Sigan divirtiéndose –invitó la señorita Malone, bajando la
escopeta y dirigiéndose a la clientela– La casa convida a una ronda –Un rumor de aprobación recorrió el
local y, en un santiamén, los parroquianos, con la ayuda de las cervezas y las chicas, se olvidaban del
incidente. En un extremo de la barra, un corrillo celebraba entre risas el inagotable y dispartado palique
del dentista de Alabama.
– Lily, cariño, haz sonar ese cacharro –pidió la mujer con amabilidad, refiriéndose a la pianola
automática que ocupaba una de las esquinas del salón– Y sube esto a mi habitación –añadió, alargándole
la escopeta. Separándose de Tom Doniphan con una descarado mohín picarón, Lily puso en movimiento
sus prietos atractivos para atender las peticiones.
– Creo que tomaré una última cerveza antes de ir a comer. ¿Qué le parece, Doc? –comentó el redactor,
recogiendo sus monedas y siguiendo el gracioso contoneo de Lily, escaleras arriba, levantando con una
mano el faldón de su vestido y llevando en la otra la escopeta con el mismo remilgo que si se tratara de
un par de calcetines sucios.
– Una idea excelente, querido Greely. Nada mejor para abrir el apetito –convino el doctor Hofmann,
mientras deslizaba sus dólares en el bolsillo de su chaleco y se quitaba los anteojos– Espero que nos
concederá la oportunidad de recuperarnos... –insinuó, dirigiéndose a Doniphan.
– Bueno... Nada me gustaría más, aunque aún tenemos que atender algunos asuntos –trató de
excusarse el tejano– Como ya les he dicho, estamos de paso y...
– ¡Ah, no! ¡Eso sí que no! No aceptaremos una negativa ¿verdad, Doc?–intervino Greely– Les
esperamos aquí esta noche. No quiero restarle importancia a sus negocios, desde luego, pero estoy seguro
de que pueden esperar a mañana. Además, usted y su amigo cometerían un grave error si se marcharan de
Uvalde sin disfrutar del ambiente nocturno del Mama Malone... Ya me entiende...
– Bueno... Si lo pintan así...
– Venga, no atosiguen más al caballero. Vayan a por sus cervezas –recomendó la señorita Malone,
sonriendo divertida y recogiéndose en su bata.
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– Aquí le esperamos –insistió Greely con un guiño, dirigiéndose ya a la barra en compañía del doctor.
Doniphan y la dueña del local quedaron solos junto a la mesa y la pianola empezó a desgranar las alegres
notas que el rollo de papel perforado imponía a su maquinaria.
– Son incorregibles –dijo la mujer, casi maternal– No debe hacerles mucho caso, señor...
– Oh, sí, discúlpeme. Permítame que me presente: Soy Tom Doniphan –dijo el tejano, derrochando
sonrisa y encanto, arrimándose un paso más de lo que exige la simple cortesía y tanteando el galanteo con
un beso en la mano y una tórrida mirada.
– Dorothy Malone. Encantada... –reveló ella, aguantando templada el envite y dándole juego con una
caída de pestañas y una sonrisa que sugerían de todo menos rubor.
– Debo confesarle que no esperaba una Mama Malone como usted...
– Mama Malone está bajo dos pies de tierra ahí detrás, en el patio. Soy su hija.
– Mi más sentido pésame. No sabe cuanto lo siento...
– Olvídelo. Ya cumplí el luto.
– Su entereza no hace más que aumentar su encanto, señorita Malone. ¿Le han dicho alguna vez que
sostiene usted la escopeta con el garbo de Minerva, la diosa?
– Nunca. Usted es el primero...
– Ha estado usted soberbia. Aunque me alegro de que no haya tenido que disparar...
– Ya se puede alegrar. Tengo el arma cargada con posta lobera. Si apreto el gatillo, hago aquí una
escabechina...
– ¡No siga! ¡Tanto valor en tanta lozanía me pierde!
– Le advierto que ya pasé de los treinta.
– ¡No la creo!
– Adulador...
Cuando el poco aire que corría entre el tahúr y la madame estaba a punto de inflamarse, llegaron del
exterior ecos de alboroto que, interfiriendo con el sonsonete cantarín del piano mecánico, enfriaron
bruscamente aquel conato de apasionada combustión. Casi todos los presentes trasladaron su atención
hacia las vidrieras. Incluso Chaquito se levantó de la silla para alcanzar a ver, a través de los cristales,
cómo un confuso gentío desfilaba calle arriba, hacia el centro del pueblo. La puerta del establecimiento se
abrió para dejar paso a un granjero vestido con modestas ropas dominicales; el revuelo entro con él, como
pegado a su espalda.
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– ¡Buf, menuda la que se ha formado!... –empezó a decir el hombre, meneando la cabeza y sacudiendo
una mano.
– ¿Qué es todo ese jaleo? –quiso saber la señorita Malone, antes de que el hombre acabara de entrar y
dando unos pasos hacia los ventanales.
– Estábamos viendo la carrera de sacos y se han oído disparos en la choza del Viejo... La carrera se ha
quedado a medias... ¡Menudo susto! ¿Pu... puedo tomar una cerveza...? –un rumor generalizado de la
intrigada audiencia aprobó que el hombre aliviara su conmoción y lubricara su explicación con la
levadura del Mama Malone. Alguien detuvo la pianola– Al principio creíamos que habían matado al
abuelo... ¡Imagínense!... –siguió el granjero, jarra en mano– ...pero, no... ¡Menos mal!... Han sido dos
forasteros que se han liado a tiros entre ellos... Estaban en la cabaña, pero no sé qué hacían allí... Nada
bueno, seguro... Ahí los llevan los hombres del sheriff... –precisó con un gesto en dirección a la comitiva
que acababa de pasar frente al salón– Yo no los he visto bien, pero uno va vestido como un cura y el
otro... –Tom Doniphan y Chaquito se miraron con todo el disimulo del que fueron capaces.
– ¡Doc! ¡Doc! – Marvin irrumpió en el local con urgencia, dejando el relato del granjero en suspenso–
¿Dónde está el doctor? –insistió el agitado ayudante del sheriff, buscando al médico junto a la mesa
donde lo había dejado jugando minutos antes.
– Estoy aquí, muchacho –respondió el doctor Hofmann, separándose de la barra– ¿Qué sucede?
– Vamos a necesitarle en la oficina del sheriff, doctor. Tendrá que venir conmigo.
Hofmann consultó su reloj y evitó que su expresión delatara el fastidio que le producía retrasar la hora
del almuerzo.
– Está bien. Vamos allá –Con el ademán del que lleva el peso del deber con meritoria resignación, el
doctor se encaminó hacia la salida– Pasaré de camino a recoger mi maletín. Será un momento...
– Iré con usted, Doc, si no le importa... –dijo el redactor Greely, que veía cómo la próxima primera
plana de su diario tomaba forma segundo a segundo. Hofmann se limitó a levantar los hombros, inclinar
educadamente la cabeza al pasar junto a la señorita Malone y salir por la puerta que Marvin mantenía
abierta.
– ¡Ya ven, damas y caballeros! ¡No dejen que sus hijos se dediquen a esta profesión! ¡No hay
momento de descanso para el periodista! –advirtió Greely con cierta chufla, de cara a la galería,
apresurándose tras el flemático doctor– Qué tengan un buen día –se despidió sin detenerse, alzando
ligeramente su sombrero.
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Con la mirada de todo el establecimiento encima, Marvin, con la puerta de par en par, dudaba entre
salir o entrar.
– ¿Va usted hacia la oficina del sheriff? –le preguntó Doniphan con tono casual, recogiendo su
sombrero de uno de los percheros de pared. A su lado, Chaquito trataba de acomodarse el pantalón
tirando de aquí y de allá.
– Eh.. uh, sí... bueno... sí... –titubeó Marvin
– ¡Ah, estupendo! Precisamente, nosotros vamos para allí. Le acompañaremos, si no tiene
inconveniente, claro. Aún no conocemos bien el pueblo ¿sabe?
– Oh, claro, claro... sí... iré con ustedes... –Marvin tragó saliva.
– Pues andando –concluyó Doniphan, tratando de aparentar la mayor normalidad– Señorita Malone, ha
sido un verdadero placer...
Dorothy Malone se dejó besar la mano, escamada ante tanta prisa.
– Lo mismo digo. ¿Le veremos por aquí esta noche? –insinuó ella, a pesar de todo. Bajo el bigotillo de
Doniphan sólo se dibujo una sonrisa indescifrable. Llevándose dos dedos al borde de su sombrero como
saludo a la concurrencia, el tejano abandonó el salón. Chaquito, con su paso desigual, salió tras él.
– No te achicopales, compadre –masculló el mestizo al pasar frente al ayudante del sheriff y olfatear
su canguelo. A Marvin le temblaron las rodillas.
Cuando la puerta se cerró por fin, el Mama Malone quedó un instante en silencio, estupefacto. Alguien
puso en marcha la pianola y en tres compases el local había retomado su pulso. Junto al ventanal,
Dorothy Malone, arrebujada en su bata, siguió con la mirada a los tres hombres hasta que se perdieron de
vista.
Cruzado el río, en el extremo opuesto de Uvalde, Frank Ritter, ajeno a las circunstancias de sus
compañeros, tomaba asiento junto a la ventana de la Elmer Barber´s.
– En seguida estoy con usted, señor –comunicó el barbero Elmer al recién llegado, mientras deslizaba
con soltura la navaja por el rostro embadurnado de jabón del cliente que tenía retrepado en la silla
giratoria.
– Sí, sí, no se preocupe... esperaré... –respondió Ritter sin apenas mirar al peluquero, quitándose el
sombrero y pendiente de lo que podía distinguir a través de los vaporosos visillos que cubrían el ventanal
del establecimiento; al fin y al cabo, no había sido tanto la necesidad de un corte de pelo o un rasurado
como la de dar esquinazo a una obstinada moza lo que le había obligado a refugiarse en la barbería. La
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lozana muchacha, dependienta de la marroquinería al final de la calle, le había abordado entre los
enormes fardos de badana que, junto a todo tipo de artículos de cuero, llenaban aquel almacén de pieles; a
pesar de las educadas evasivas que le había dispensado, la ardorosa empleada, sin duda convencida de las
posibilidades de sus atractivos, había hecho oídos sordos a las corteses negativas y no había tenido reparo
en seguirle los pasos.
Por un resquicio de la fina cortinilla, Ritter pudo ver cómo su perseguidora, con una cesta colgando del
brazo, salía de entre las casetas de feria y cruzaba la concurrida calle, oteando a un lado y a otro. La
saludable tendera se detuvo junto a un puesto de boniatos asados, buscó con la mirada entre la multitud
durante unos infructuosos segundos y, sin mostrar desaliento, enfiló calle abajo, diligente y pimpante,
para continuar la batida. Cuando la zagala se perdió de vista, Ritter, con gesto maquinal, se ajustó el
lacito en el cuello de su camisa y emitió un discreto carraspeo de alivio. ¡Menuda mañana llevaba! No le
había resultado difícil salir del hotel y escabullirse por los callejuelas menos transitadas hasta llegar a
aquel lado del pueblo, donde se concentraban parte de los almacenes y negocios de la localidad; sin
embargo, a pesar de todo el cuidado puesto en no llamar la atención más de lo necesario, aquel irresistible
atractivo suyo, culpable de todos sus pesares, había convertido el curso de sus pesquisas en un reguero de
incómodos incidentes:
En la estafeta de correos, primero, y en la terminal de diligencias, poco después, sendas damas de
porte distinguido no tuvieron reparo en sugerirle las más descocadas y rocambolescas picardías, con fuga
y adulterio incluidos; ambas restaron importancia al hecho de que sus maridos se encontraran allí mismo,
poniendo un telegrama, uno, y sacando billetes hacia Luisiana, el otro.
Cuando las campanas de la iglesia anunciaban el mediodía, tres ofertas de matrimonio intenso hasta la
muerte se añadían a la lista de lances femeninos: una jovencita desenvuelta, una dulce damisela de
familia bien y una viuda, la señora Talbot, de cuya apasionada y férrea determinación por volver a
contraer matrimonio sólo pudo escapar alegando una dolencia incurable que había de matarle a no tardar
mucho.
Para colmo, apenas cuarenta y cinco minutos más tarde, mientras sonsacaba con tacto al dueño de La
Chachalaca, una pulquería en la que servían comida mexicana, había provocado una inexplicable serie de
síncopes entre un grupo de mujeres sufragistas que, habiendo entrado en el local para refrescarse y dar
descanso a sus pancartas, fueron cayendo fulminadas ante la imposibilidad de conciliar el repentino,
insólito y fatal arrebato de pasión con sus firmes convicciones ideológicas.
Frank Ritter, aún mirando hacia la calle, suspiró compungido.
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– Estamos teniendo suerte este año con el tiempo... –dijo el barbero, por decir algo, mientras con un
dedo sujetaba en alto la nariz del cliente y le rasuraba el labio superior. La voz del señor Elmer,
demasiado áspera para hacer juego con su aspecto bonachón, hizo que Ritter abandonara sus tribulaciones
y volviera la cabeza en un gesto cortés de atención– El año pasado por estas fechas, cayó un chaparrón
que apunto estuvo de echar a perder las fiestas ¿eh, Moe?... –añadió el señor Elmer, dirigiéndose con
familiaridad al hombre al que afeitaba.
– Ya lo creo... –respondió el parroquiano sin aflojar el labio por el que se deslizaba la navaja y
forzando el rabillo del ojo para alcanzar a ver al taciturno forastero– Esas tormentas de verano son muy
traicioneras... Sin ir más lejos, muchos puestos tuvieron que levantarse por culpa del barro... Y hubo que
suspender el concurso de tiro... Un desastre...
– Sí, con el tiempo nunca se sabe... –se limitó a comentar Ritter, por cumplir.
– ¿Usted... ha venido al concurso de tiro? –indagó el barbero en tono casual, obedeciendo a la peculiar
inclinación al cotilleo tan extendida entre los profesionales de las artes capilares.
– Oh, no, no... Sólo estoy de paso –respondió Ritter, sonriendo amable– Apenas llevo medio día en el
pueblo y mucho me temo que no podré quedarme a disfrutar de las fiestas...
– Vaya, pues es una lástima... No hay otras fiestas en todo el condado tan celebradas como las de
nuestra ciudad –aseguró el barbero, poniendo cierto énfasis en la palabra "ciudad"– Va usted a perderse
lo mejor... ¿Verdad, Moe? –añadió, con un compasivo gesto de cabeza.
– ¡Ya lo creo! ¡Pasado mañana es la ejecución! –corroboró Moe, entusiasmado.
– Deja de moverte, Moe... –reprendió el barbero, deteniendo un instante el recorrido de la navaja,
cuello abajo.
– ¡No puede perderse eso, amigo! ¡Hágame caso! –insistió el parroquiano, irguiéndose en el asiento
bajo la mirada condescendiente del bueno de Elmer. Ritter arqueó ligeramente las cejas ante la súbita
muestra de alegría del sonrosado Moe– ¡Gente de toda la región vienen a ver lo que el sheriff Sanders nos
tiene...! –El retumbar de una salva de disparos en el exterior interrumpió la explicación del hombre y
Frank Ritter volvió la cabeza hacia el ventanal. A las detonaciones siguieron unos vivarachos compases
de charanga y más estampidos.
– ¡Debe ser el desfile del rodeo! –anunció el barbero, acercándose hasta la ventana y apartando los
visillos. Moe, con el rostro medio enjabonado y el torso cubierto por el peinador, abandonó su asiento
para reunirse con los otros dos junto a los cristales.
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En la calle, la gente despejaba la calzada y se agolpaba junto a los tenderetes y en los porches de los
edificios. El restallar de nuevos disparos, mezclados con la parranda de trombones, clarines, tambores y
platillos, acompañó a la aparición de la cabeza del desfile por el extremo de la calle. Los músicos,
luciendo unas vistosas casacas azules y más o menos alineados, abrían la marcha atacando con ganas una
pieza festiva con regusto a dixie. Tras la banda, una primera línea de jinetes, cada cual más llamativo con
sus camisas bordadas y sus lustrosas chaparreras de cuero pespunteadas con flecos, conducían con gracia
sus hermosos caballos, al tiempo que agitaban sus impecables sombreros de ala ancha o disparaban al aire
sus revólveres, enardeciendo a un público que se deshacía en aplausos. Delante de la barbería, junto a los
cilindros listados de rojo, blanco y azul que servían de reclamo en la entrada del establecimiento, el
personal apiñado dificultaba la contemplación del espectáculo.
– ¡Demonios colorados! –se quejó Moe ante la falta de visibilidad; sin más paciencia, abrió la puerta y
salió para unirse al gentío que llenaba el porche.
– Venga, venga a ver esto, amigo –invitó el barbero, mientras seguía los pasos del excitado Moe.
Ritter acompañó al hombre hasta el porche y en cuanto se vio envuelto por el bullicioso tumulto supo que
era el momento adecuado para esfumarse. El paso de una formación de vaqueros descabalgados
ejecutando vistosas filigranas con sus lazos elevó la intensidad de los vítores; la multitud, excitada por el
espectáculo y el olor a pólvora, se dispensaba educadamente codazos y empujones, apreturas y sacudidas
que Ritter aprovechó para desplazarse hasta una de las callejuelas laterales. Sin prisa, tomó el callejón,
cruzándose con dos chavales que, a todo correr, acabaron encaramándose a los cajones y toneles
amontonados junto a las esquinas para no perderse el desfile; un hombre negro que cargaba con dos
cubos pasó por la calle de más abajo y, sin detenerse, se limitó a volver la cabeza hacia los espectadores
que taponaban la entrada de la calle. Poco antes de llegar a la esquina por la que se había perdido de vista
el de los cubos, a Ritter le asaltó la repentina impresión de que le vigilaban los movimientos y se detuvo,
simulando buscar algo en el bolsillo de su camisa. ¿Desde una ventana? ¿A su espalda? Aguzó el oído y
miró a un lado y a otro, distraídamente, mientras sacaba un papel de fumar del bolsillo: Las explosiones
de los cartuchos, combinadas con las de la sección de vientos de la orquesta, se disputaban el espacio
aéreo con las ovaciones. Desde algún almacén cercano, llegaron los ladridos insistentes de un perro,
probablemente asustado por los estampidos. Calle abajo, frente a un establo entreabierto, un viejo mulo
uncido a un carro ignoraba el estruendo de disparos, aplausos y vocerío, más interesado por el contenido
de la cebadera que le colgaba del cuello. Mientras sacaba la bolsita de tabaco, se quedó mirando hacia las
espaldas de los que se aupaban para poder ver algo entre las cabezas de los que tenían delante. La idea de
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que la concienzuda dependienta de pieles pudiera aparecer de un momento a otro, le impulsó a caminar
de nuevo, dando largos pasos, mirando atrás, hasta llegar a la esquina protectora. Al doblarla, casi se dio
de bruces con un tipo que, además de llevar el delito pintado en la cara, tenía un revólver en la mano.
– Quieto ahí – masculló el fulano, amartillando el arma, sin más.
Ritter vio antes el paisaje que el rostro del que le encañonaba. La callejuela estaba desierta. El negro
parecía haberse evaporado y, de golpe, la bullanga y los ladridos le parecieron lejanos. Con la punta de
los dedos, apretó inconscientemente el papel de fumar y la bolsita de tabaco.
– Claro amigo, como tú digas...–concedió Ritter con toda la serenidad de la que fue capaz– ¿Cuál es el
problema?... –añadió, dejando constancia de su extrañeza con el gesto y tomándose un segundo para
observar el rostro del inesperado adversario. Tenía los ojos torvos y no más de treinta años, aunque no
había duda de que los había exprimido a conciencia. Además de un tinte maniático en la expresión, no
parecía demasiado listo, la verdad, pero, en aquella situación, el detalle no le sirvió de consuelo: a esa
distancia no hacían falta muchas luces para no errar el tiro. Ritter, sin brusquedad, intentó retroceder.
– He dicho que no te muevas. Si das otro paso, será el último –amenazó el tipo, mordiéndose el labio
inferior para dejar claro que era capaz de cualquier cosa y acercándose más de la cuenta. Sin dudarlo,
Ritter aprovechó aquel imprudente exceso de confianza para golpear con la zurda la mano en la que su
asaltante sujetaba el revólver y lanzar un certero y contundente derechazo que impactó de lleno en el
mentón del agresor, sacudiéndole el rostro de tal modo que hasta los huesos del cuello le crujieron. Las
costillas del tipejo tocaron suelo casi al mismo tiempo que la bolsita de tabaco y el papel de fumar. Ritter
llevó inmediatamente la mano a la pistolera, pero se detuvo en seco cuando el cañón de otro revólver se
le clavó con firmeza entre los riñones.
– Separa los brazos del cuerpo –ordenó una voz a su espalda, echándole el aliento en el cogote–
Despacio, ¿me oyes?... –Cogido por sorpresa, Ritter obedeció, apretando los labios mientras notaba cómo
una mano desde atrás le desarmaba. Delante, tendido, el otro se debatía al borde de la inconsciencia,
incapaz de coordinar el movimiento de sus extremidades. Ritter probó a girar la cabeza para ver al
segundo pistolero, pero el hierro en la espalda empujó desaprobando.
– No te muevas, ¿me oyes? O te dejo seco aquí mismo –amenazó la voz con áspera resolución– Y tú,
levántate de ahí. Date prisa. Aún lo vas a echar todo a perder... –añadió, reprendiendo a su compinche y
dejando claro quién llevaba la voz cantante. Gruñendo maldiciones por lo bajo y frotándose la barbilla, el
noqueado se levantó sacudiendo la cabeza para librarse de las chiribitas que danzaban en su visión.
Apenas recuperado el equilibrio, encaró a Ritter:
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– ¿Te gusta usar los puños, eh, gallito? –rumió provocativo el tiparraco, mostrando de nuevo aquella
aviesa mueca de dientes nicotinosos mordiendo labio y hundiéndole con furia los nudillos en la barriga.
Ritter se dobló como una bisagra, jadeando dolorido, a punto de caer.
– ¡Basta, Jerry! –ordenó el otro. Jerry, haciendo caso omiso, descargó un segundo golpe que puso a
Ritter de rodillas, gimiendo contra el suelo polvoriento.
– ¡Jerry! ¡¿No me has oído?! ¡He dicho basta! –insistió el segundo asaltante, propinándole un capón a
su desobediente cómplice– ¿Qué quieres? ¿Llamar la atención de todo el mundo? –añadió, como quien
regaña a un niño– Vamos. Ayúdame a levantarlo y larguémonos de aquí...
– ¡Demonios, Lark! ¡Él me pegó primero...! –replicó Jerry entre enfurruñado y malicioso, frotándose
el coscorrón.
Resoplando, Ritter se abrazaba el abdomen a la espera de que su estómago volviera a su sitio. A pesar
del dolor y de los ecos del barullo del desfile golpeándole los oídos, intentaba calibrar la situación. Lark y
Jerry. No le sonaban de nada. La cosa estaba negra. Unas manos le agarraron por los sobacos y tiraron de
él hasta incorporarlo. El cañón de la pistola volvió a achucharle el costado.
– ¡Vamos, camina! –ordenó Lark, tajante– Sin tonterías, ¿entendido?
Sujetándolo por cada brazo, los dos asaltantes cruzaron la estrecha calleja llevando a su prisionero
hasta la parte posterior del carro aparcado junto al establo y, un a vez allí, sin más contemplaciones, Lark
asestó un certero culatazo en la base del cráneo de Ritter, dejándolo sin sentido.
– Venga, arriba con él –indicó Lark.
– Este está listo ¿eh, Lark? –Emitiendo una risilla perniciosa, Jerry parecía disfrutar con todo aquello.
Entre los dos, cargaron en el carro el cuerpo inerte de Ritter, dejándolo cubierto por unos sacos vacíos.
– Vete a buscar nuestros caballos. Nos encontraremos donde habíamos dicho. ¿De acuerdo?
– Descuida, hermanito –confirmó, entusiasmado como un crío con zapatos nuevos.
Según Jerry desaparecía a toda prisa por una de las callejuelas, Lark despojó al viejo mulo de su
forraje y se apresuró en subir al pescante. Echó un vistazo a la comprometedora carga que transportaba y
sacudió con fuerza las riendas. Una nueva andanada de disparos, vítores y aplausos acompañaron al carro
mientras se alejaba callejón abajo.
– ...Y recuerda que viniste a pasar las fiestas a nuestra ciudad y estás considerando seriamente la
posibilidad de instalarte aquí ¿entendido? –aleccionaba el sheriff Sanders a su futuro yerno, que seguía
encerrado en el calabozo.
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– ¿Y si me preguntan a qué me dedico? Aún no hemos decidido mi profesión, sheriff... –puntualizó
Ames Moses, que, una vez lavado y afeitado, terminaba de vestirse. A lo largo de la mañana, el sheriff se
había ocupado de proporcionarle lo necesario para adecentar su aspecto, con vistas a la inminente comida
en la que sería presentado a su futura esposa. El desesperado Moses había optado por seguirle el juego al
cuco de Sanders, con la esperanza de que, más tarde o más pronto, se presentaría una ocasión para huir de
aquel pueblo en el que, decididamente, no pensaba volver a poner los pies.
– Cierto... Tu profesión... –rumió Sanders, atusándose el mostacho– Habrá que buscarte un trabajo...
Hum... Veamos... Además de robar gallinas y haraganear por ahí... ¿sabes hacer algo más?...
– ¡Por Dios, sheriff! ¡Está usted muy equivocado! –pareció ofenderse Moses– Sepa usted que sólo una
desafortunada sucesión de fatalidades impidió que pudiera acudir a la escuela superior. Mis pobres padres
hicieron todo lo posible para que yo, su único hijo, recibiera una educación... –El tilín de la campanilla de
la entrada interrumpió el palique desatado de Moses y llamó la atención del sheriff.
– ¡Alabado sea el Señor! –exclamó Sanders al ver lo que entraba por la puerta.
– Alabado sea –respondió con solemnidad el reverendo Laughton, plantándose imponente en el centro
de la oficina en tres amplias zancadas. Tras él, en el porche, los primeros curiosos apiñados ya bajo la
puerta se hacían a un lado, entre exclamaciones y comentarios nerviosos, para dejar pasar a los dos
hombres del sheriff que, con visible esfuerzo, venían cargando con un corpachón ensangrentado.
– Metedlo por ahí, muchachos –solicitó Laughton con naturalidad, apuntando con el mentón hacia uno
de los calabozos vacíos. Steve y Billy, obedientes como monaguillos, cruzaron la oficina con su aparatosa
carga hacia la celda indicada– Buenos chicos... –aprobó el predicador.
El semblante de Sanders era un poema. La repentina y descarada irrupción de aquel personaje
espectral, manejando a sus hombres como a corderos, superaba lo que estaba dispuesto a tolerar. ¡En su
propia oficina! La cabeza se le calentaba por momentos y dejó escapar un golpe de aire por la nariz,
como un búfalo.
– ¡¡Steve!! ¡¡¿Qué significa esto?!! –bramó encendido el veterano brazo de la ley, dando dos pasos
rabiosos al frente, sacando pecho y marcando estrella, dispuesto a liarse a balazos allí mismo– ¡¡¿Sucede
algo, señores?!! – increpó a los fisgones apiñados en la puerta– ¡¡¿Va con alguno de ustedes?!! –ironizó
enérgico, señalando con la cabeza al inquietante y estrafalario pistolero que guardaba silencio en el centro
de la oficina. Los curiosos retrocedieron hasta el porche, susurrando, alguno cerró la puerta y la
campanilla sonó como en el ofertorio de una misa. Se hizo un silencio espeso. Sanders, farruco, repasó a
Laughton. El predicador, impávido, miraba a la Nada. Moses, apretando la cara contra los barrotes,
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buscaba una posición que le permitiera contemplar toda la escena. Steve, saliendo del calabozo
adyacente, entró en el cuadro.
– Uhh... bueno, sheriff... verá... nosotros estábamos... ...bueno, este hombre... o sea, el reverendo...
estaba... –titubeaba el abochornado Steve, mirándose las manos manchadas de sangre para evitar
enfrentar la severa mirada de su superior.
– ¡¿Qué pasa, Steve?! ¡¿Te ha pisoteado la mollera un caballo?! –reprendió Sanders, autoritario–
¡¿Nadie va a explicarme qué está pasando aquí?! ¡¿Billy?!... –Aún en la celda, detrás de Steve, Billy,
azorado, rogaba al cielo para que se le concediera el don de la invisibilidad.
– Es que yo... Yo no... –fue todo lo que Billy logró balbucear mientras se estrujaba las manos.
Exasperado por el achique de sus ayudantes, el sheriff no tuvo más remedio que interpelar al tétrico
forastero:
– Espero que tenga una buena explicación, amigo. En esta ciudad, disparar a un inocente se paga con
la horca... –advirtió, arqueando levemente una de sus frondosas cejas, expectante. El reverendo Laughton,
como si tuviera todo el tiempo del mundo, se acercó con paso calmo al tablón de madera del que
colgaban las órdenes de busca y captura. Todas las miradas, dentro y fuera de la comisaría, siguieron los
movimientos del predicador, cuyos ojos hundidos recorrieron la galería de rostros forajidos allí expuestos
hasta que, con un pequeño tirón de su mano huesuda, arrancó uno de los carteles.
– ¿Y cómo se paga en esta ciudad disparar a un criminal? –inquirió el predicador con tono
espeluznante y mirada ultraterrena, deslizando el pasquín sobre la mesa del sheriff.
Esforzándose por mantener la severidad en el rostro y el aplomo a la altura de las circunstancias, el
ceñudo Sanders tomó el impreso y lo examinó con suficiencia:
Bud Cranon. Alias "Whistles". Alias "Trapper". Buscado en cuatro estados. Condenado y evadido en
dos ocasiones. Peligroso.
Disimulando una mueca de incrédula sorpresa, se acercó hasta la puerta del recién estrenado calabozo
para verificar la identidad del cuerpo tendido sobre el camastro. Le bastó un simple vistazo para constatar
que el rostro zafio de mirada fiera y jactanciosa litografiado en el amarillento papel se correspondía con
el escondido bajo la pelambrera y la barba de aquel ogro. Sanders contempló unos segundos el cuerpo
desarticulado que yacía inerte sobre el catre. Rebozado en polvo y paja, llevaba la sucia camiseta
ensangrentada pegada al pecho; los tirantes, atravesados por las mismas balas que lo habían abatido, le
colgaban a ambos lados del cuerpo, partidos, dejándole los pantalones flojos, ridículos, arruinando toda
traza de ferocidad y chulería. Con lo que habría lucido aquella mala bestia colgando del lazo de cáñamo
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que esperaba en la plaza, lamentó el sheriff para sus adentros. En estas, un débil gemido lastimero surgió
de la boca de Cranon.
– ¡Está vivo! –exclamó Sanders, cuyo ánimo empezó a ganar enteros por momentos ante el repentino
retorno a la conciencia del forajido– ¡Ja! ¡Este montón de basura está vivo!
– Sí... ehrr... cuando llegamos ya... bueno, perdió el conocimiento y... –balbuceó el ayudante Steve.
– ¡Billy, muchacho, corre a buscar a un médico! –apremió el sheriff, frotándose las manos al oír un
nuevo quejido de Cranon.
– Marvin ha ido en busca del doctor Hoffman, jefe. Deben estar de camino... –explicó Billy, confuso
ante el inesperado alborozo de su superior.
– ¡Espléndido! ¡Espléndido! ¡Buenos chicos! –clamaba Sanders, palmeando la espalda de sus
ayudantes mientras salía de la celda– ¡¿Qué le parece?! ¡Está vivo! –dirigiéndose ahora a la figura
impasible de Laughton.
– Desde luego que está vivo. Pongo especial cuidado en esos pormenores... –precisó el predicador,
profesional– ...y espero quede reflejado en la recompensa.
– ¡Claro, claro! ¡No faltaría más!... –convino Sanders, acercándose hasta la pequeña caja fuerte
adosada en la pared tras su mesa. Cranon volvió a gemir.
– Aunque si ese detalle le resulta una molestia, puedo resolverlo ahora mismo– ofreció Laughton,
desenfundando uno de sus revólveres y dirigiendo sus pasos hacia la celda del moribundo– Estoy seguro
de que llegaremos a un acuerdo...
– ¡No, por Dios! ¡No es necesario! –se alarmó el sheriff– ¡Ha hecho usted un trabajo excelente! –alabó
sin reserva. Laughton se detuvo, enfundó su arma y, cruzando las manos sobre su regazo, recuperó su
mayestática quietud – No se anda usted con rodeos ¿eh,... reverendo? –añadió Sanders con un guiño
incluso cordial.
Desde su calabozo, Ames Moses presenciaba estupefacto el súbito cambio de humor del sheriff. Fuera
quien fuese aquel inquietante esperpento eclesiástico, había que reconocer que, además de la perturbadora
puesta en escena, sus procedimientos resultaban de lo más efectivo. La campanilla, impertinente, volvió a
reclamar atención a la entrada de la oficina.
–Vamos, vamos, damas y caballeros. No sean impacientes. Dejen pasar al doctor... Mañana podrán
enterarse de todo en la edición matinal del "Colonial". Hagan el favor... –Abriéndose paso entre los
curiosos concentrados en el porche, el redactor Greely y el doctor Hoffman cruzaron el umbral envueltos
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en una nube de murmullos que quedó atenuada en cuanto la puerta volvió a cerrarse con otro
campanilleo.
– ¡Doctor Hoffman! ¡Gracias al cielo! ¡Adelante, adelante!– invitó el excitado Sanders, volviendo la
cabeza al tiempo que manipulaba la ruedecilla de la caja fuerte.
– Sheriff... Caballeros... –se limitó a murmurar el médico mientras se enjugaba el sudor del rostro con
un pañuelo.
– ¡Menudo revuelo tienen ahí formado! –se quejó Greely, ajustándose la chaqueta– ¿Qué está pasando,
sheriff? Algo gordo ¿no?. El doctor y yo nos disponíamos a almorzar, así que... ¡Jesús! –exclamó de
pronto el periodista en cuanto reparó en la siniestra figura que, con aire ausente, se erguía en el centro de
la estancia. Hoffman, más templado por toda una carrera dedicada a mirar de frente a las múltiples caras
de la muerte, contuvo su asombro y, por encima de sus antiparras, observó con discreción al enjuto y
pálido forastero. Un nuevo gemido, mezclado esta vez con una imprecación ininteligible, flotó en el aire
de la comisaría.
– Por aquí, doctor, por aquí –asomó el ayudante Steve.
– Sí, veamos... –Atendiendo a la solicitud, Hoffman, maletín en ristre, cruzó la estancia y entró en la
celda– Veamos...
– ¡Greely, ya puede ir pensando en una edición especial! –exhortó el sheriff Sanders, jocoso, mientras
revolvía en el interior de la caja fuerte– ¡¿Sabe a quién tenemos ahí dentro?! ¡Ahí, el cartel... encima de
mi mesa! –Empujado por las palabras del sheriff, el sobrecogido redactor del "Colonial" se movió lo justo
para alcanzar el pasquín y darle una rápida ojeada, más impresionado por el siniestro visitante que por la
identidad del detenido.
–¡Alegre esa cara, hombre de Dios! –animó Sanders, volviéndose de la caja con un fajo de billetes de
distintos tamaños en la mano– Nuestra ciudad será, un año más, ejemplo de un escrupuloso cumplimiento
de la ley,... –discurseó mientras separaba billetes– ...gracias al arrojo y colaboración de este caballero, el
reverendo... ¡Oh, discúlpeme! ¡Ni siquiera le he preguntado su nombre!
El predicador, inexpresivo, no mostró intención alguna de presentarse.
– Ejem... Laughton, se llama Laughton... si la memoria no me falla –aventuró Greely, con educada
cautela.
– ¡Ah, ¿se conocen?! –El sheriff alzó los ojos de los billetes e interrogó con la mirada a uno y a otro.
– No, no... He oído hablar de él... –aclaró el periodista– ¿No lee los periódicos, sheriff?
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– Leo el suyo y con eso tengo suficiente –bromeó Sanders, volviendo al dinero en sus manos– A ver...
cincuenta, sesenta, setenta... –empezó a contar, al tiempo que apilaba billetes sobre la mesa.
– El reverendo Laughton era muy popular en toda la frontera, aunque... ejem... bueno... tenía entendido
que había muerto...
– ...Noventa, cien... Tendrá que revisar sus fuentes, Greely... –sugirió Sanders, puñetero– ... ciento
diez, ciento veinte...
– Ejem... Reverendo Laughton, disculpe, pero... bueno, me gustaría hacerle unas preguntas... – tanteó
Greely, impelido por la deformación profesional.
– Olvídelo, hijo –recomendó el predicador con inapelable gravedad.
– Este hombre tiene una bala alojada en cada hombro –anunció el doctor Hoffman, que salía de la
celda para emitir un primer diagnóstico– Tiene los brazos inútiles y ha perdido mucha sangre... –Una
sucesión de gemidos y blasfemias desde el calabozo subrayaron la gravedad del estado, físico y moral,
del paciente.
– ...Ciento noventa... –Sanders detuvo la cuenta y levantó la vista, inquieto– Pero... podrá salvarlo, ¿no
es así, Doc?...
– No hay redención para esa hiena. Tiene tres cruces. Está condenado –sentenció el predicador,
apocalíptico.
– Claro, claro que está condenado –se apresuró a convenir el sheriff, a pesar de que el detalle de las
cruces se le escapaba– Condenado y bien condenado. Que el Señor se apiade de su alma –añadió para
evitar cualquier malentendido– Doc, querido amigo, ¿cree que podrá hacer algo para que ese infeliz
pueda mantenerse en pie de aquí al domingo? ¿Cree que podremos contar con él?
– Bueno, siempre que no le pida que aplauda... –evaluó Hoffman frotándose el mentón– Creo que si le
extraigo el plomo y recibe los cuidados necesarios ese desdichado podrá enfrentarse a su suerte por su
propio pie.
– ¡Espléndido, espléndido! ¡Haga lo que sea necesario, Doc! ¡Muchachos, facilitadle al doctor todo lo
que necesite! –ordenó el sheriff, de nuevo esperanzado– ¡Celebraremos la clausura de festejos que
nuestra ciudad se merece! ¡Y por partida doble!... Vaya... me he descontado... ¿por dónde iba?...
– Ciento noventa –apuntó Laughton, preciso.
– ¿Por partida doble? ¿A qué se refiere? –quiso saber Greely, olvidando por un momento el excelente
reportaje que saldría de una entrevista al enigmático reverendo Laughton.
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– ...Doscientos veinte, doscientos treinta... Espero que tenga suficiente tinta en su redacción, señor
Greely... ...doscientos cuarenta, doscientos cincuenta...
– Vamos, Sanders, desembuche. ¿Acaso va a jubilarse? –inquirió el redactor, recuperando el tono
punzante con el que solía practicar su oficio.
– ...Doscientos setenta... No, Greely. Espero estar en el cargo hasta que mis nietos puedan verlo...
doscientos ochenta...
– ¿Nietos? Vamos, sheriff, todo el mundo sabe que usted no tiene...
– ¡Mi hija se casa! ¡Este domingo!
– ¿Su... su hija?... ¿Myrna?... –Greely no pudo reprimir un silbido– ¡Eso sí que es una primera página!
– ¡Vaya, enhorabuena, jefe! –felicitó Steve asomándose a la puerta del calabozo.
– ¡Felicidades, jefe! –se sumó Billy, dejándose ver también.
– ¡Más whisky en esta herida! –exigió el doctor desde el interior de la celda, ajeno a la buena nueva.
Ames Moses, en un rincón de la celda contigua, sudaba copiosamente.
– ¡Como lo oyen! Sorprendidos ¿eh? ¡Vamos, Greely, corra! ¡¿A qué espera?! ¡Corra a preparar las
planchas!
– Pero, vamos a ver... necesito más detalles... ¿Quién es el... afortunado? ¿Le conocemos?...
– En seguida sabrá todo lo que tiene que saber, Greely. Vaya sacándole punta al lápiz mientras acabo
de atender al reverendo. Doscientos noventa y trescientos. Aquí tiene lo suyo, reverendo Laughton –El
predicador tomó el fajo de billetes que le tendía el sheriff y se dispuso a doblarlos meticulosamente–
Espero que sepa disculpar a mis hombres si le han causado alguna molestia– pelotilleó Sanders– ¿Piensan
quedarse muchos días, usted y sus amigos? –dejó caer, como quien no quiere la cosa– Puedo reservarles
unos asientos en la primera fila para presenciar la ejecución del domingo...
– No se moleste. Estamos de paso. En otra ocasión –enunció el reverendo con un tono que no dejaba
opción a réplica– No olvidé indemnizar al anciano de la cabaña. Cranon le ha matado una gallina –añadió
mientras guardaba los billetes de la recompensa en el bolsillo interior de la levita. Levantando un par de
sus afilados dedos hasta el borde del sombrero y emitiendo un escueto y lúgubre "Caballeros", el
predicador dirigió sus pasos largos hacia la salida y, al abrir, la campanilla sonó de nuevo.
– Y quiten eso de ahí. Esto parece una casa de citas –sentenció, cerrando la puerta a sus espaldas.
En el porche, Marvin aparentaba poner orden entre los curiosos allí aglutinados, quienes abrieron paso
al predicador como las aguas del Mar Rojo a Moisés. Laughton se detuvo en el borde de la acera y miró
en derredor. La hora del almuerzo había descongestionado el tránsito y relajado el bullicio festivo, por lo
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que el reverendo no tuvo dificultad en distinguir, al otro lado de la calle, las figuras de Tom Doniphan y
Chaquito, que, a la sombra de un tejadillo, esperaban vigilantes.
– Por favor, señoras y señores, aquí ya no hay nada que ver. Vamos, hagan el favor... –repetía con
método el ayudante del sheriff, atento al recorrido del reverendo a través de la calzada hasta reunirse con
sus compañeros.
– ¡Por las crines de Séneca, reverendo! –se quejó Tom Doniphan, cuidando de no alzar la voz, en
cuanto Laughton llegó hasta ellos– ¡¿Qué diablos hacía ahí dentro?! ¡Estábamos a punto de entrar a
buscarle! ¿Qué ha pasado?...
– Luego –repuso Laughton, llevándose un dedo a los labios en señal de silencio. Entre los viandantes,
algunos no podían reprimir mirar de soslayo al singular trío– Será mejor que volvamos al hotel,
muchachos– sugirió, acompañando sus palabras con un gesto de cabeza y echando a andar– ¿Dónde está
Frank?
– ¡Y qué se yo! ¡No lo he visto desde que nos separamos esta mañana! –repuso el tejano, enfurruñado,
a un paso por detrás del reverendo– Venga, Chak, ¿a qué esperas?... –Chaquito, inmóvil bajo el tejadillo,
contemplaba absorto un movimiento bajo la tarima de la acera.
– Ratas... –murmuró el mestizo, misterioso– ...dos... –añadió, como si el número tuviera importancia.
Apuntando con el dedo, pareció seguir el recorrido de lo que fuera que se moviese bajo las tablas– Ya las
vi en el sueño... ratas acechando al Hermano Coyote... Están aquí– afirmó rotundo. Sus ojos acuosos
brillaban de convicción y mescal.
– Ratas ¿eh?... – Doniphan resopló, quitándose el sombrero y pasándose la mano por la cabeza.
Conocía bien aquella mirada– Está bien, está bien... –consintió– Venga, vamos... Oigamos lo que tiene
que decir el Hermano Coyote...
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Capítulo 9
– Maldita sea... no lo sé... no sé de qué me habláis... –farfulló Frank Ritter, que, con las manos atadas a
la espalda, apenas podía mantenerse derecho sobre el cajón en el que lo habían sentado. Seguía hablando
con la vana e infundada esperanza de que dejaran de golpearle– ... me llamo Freeman... –La cabeza le
daba vueltas, le palpitaba, notaba el rostro inflamado, caliente, y la saliva mezclada con sangre se le
acumulaba en la comisura de los labios. Trató de escupir y sólo consiguió una nueva punzada de dolor;
un hilillo de baba sanguinolienta le resbaló desde el labio partido hasta la barbilla– ...Dios... ...estáis
cometiendo un error, muchachos... –Cabizbajo, oyó cómo uno de ellos bebía ruidosamente de una botella
y unos pasos que volvían a acercarse; las punteras de unas botas entraron en su campo de visión.– ...no
conozco a ningún reverendo, lo juro... ...ni...
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– ¡Eso ya lo has dicho, cabrón! –gritó Lark Clay, descargando un tremendo revés sobre el rostro
congestionado del prisionero. Ritter cayó de espaldas, emitiendo un quejido gutural; su cuerpo chocó
ruidosamente contra el suelo de tierra y el conocimiento le abandonó de nuevo.
– ¡A la mierda con esto! –exclamó Jerry Clay, mamando de nuevo de la botella; dio un respingo y
desenfundó su arma con la clara intención de poner fin a aquel tedioso interrogatorio– Jijiji... Buen viaje,
capullo... –dijo, amartillando el revólver y apuntando a la cabeza de Frank Ritter.
–¡Guarda el arma, majadero! –reprendió el otro, con la autoridad que le confería ser el hermano
mayor. Ligeramente borracho, Jerry titubeo y mantuvo el revólver en alto, por lo que Lark le propinó un
pescozón que restauró de inmediato la jerarquía familiar.
– ¡Caray, Lark...! No me gusta que hagas eso... –se quejó Jerry, hundiendo el cuello entre los hombros.
– ¡Y a mí no me gusta que eches a perder nuestro plan! ¡Enfunda la pistola! –ordenó Lark. De mala
gana, el menor de los Clay devolvió el arma a la pistolera y dio otro trago.
– "Ma" siempre decía que vale más pájaro en mano que...
– ¡Al infierno con eso! –atajó Lark– No hemos venido siguiendo las boñigas del caballo de Bud
Cranon para irnos con las sobras. ¿No te dije que el trampero los encontraría? ¿Eh? –Sin esperar
respuesta, prosiguió– Hemos tenido suerte de encontrar a este antes que Cranon. Seguro que los otros
están en el pueblo, ya verás... Cuando lo echen en falta, saldrán a buscarlo y nosotros los estaremos
esperando ¿comprendes?
– Si Cranon los encuentra antes, no habrá servido de nada esperar... –rezongó Jerry, apartando con el
pie un tamiz viejo y retorcido que acumulaba telarañas junto a una pala y un capazo no menos
estropeados.
– No, no creo que Cranon sea tan estúpido como para intentar cazarlos en el pueblo... –evaluó Lark–
No... Esperará a que emprendan... –Desde el exterior llegó el resoplar de uno de los caballos, que se
agitaba intranquilo, haciendo repicar los cascos por un instante. El mayor de los Clay aguzó el oído,
dejando sus conjeturas en suspenso. En el suelo, Ritter, desde la inconsciencia, emitió un gemido
lastimero– Vete a ver qué les pasa a los caballos. No me extrañaría que hubieran osos en esta zona... –
Jerry dio un trago, pasó la botella a su hermano y, obediente, cruzó el marco sin puerta del pequeño
barracón que habían elegido como escondite. Saliendo de la penumbra, el sol de primera hora de la tarde
molestó a Jerry, que, bajando el ala de su sombrero, entornó los ojos para revisar el paisaje.
El destartalado cobertizo se encontraba en el fondo de una vaguada entre dos colinas, cuyas
pedregosas faldas habían albergado, tiempo atrás, un pequeño campamento minero. A escasos metros de
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la cabaña podía distinguirse con claridad la bocamina, ahora medio cegada y cubierta por la vegetación.
Delante del túnel, una vagoneta abollada y cubierta de herrumbre se aguantaba todavía sobre un tramo de
raíles oxidados que se perdían en el interior de la vieja galería. Otra caseta, con el techado hundido, se
levantaba un poco más allá y, justo detrás, un pequeño riachuelo discurría entre las piedras en su trayecto
hacia el sur, donde se unía al caudal del río Leona.
Jerry Clay se acercó con paso perezoso hasta la vagoneta y se dispuso a orinar junto a ella. Mientras
descargaba la vejiga, recorrió con la mirada la ladera de la colina hasta el lugar donde habían dejado los
caballos y el carro con el mulo. La vegetación era más abundante en aquel lado y apenas podía distinguir
las cabezas de los animales. Todo parecía tranquilo. Terminada la micción, el hastiado Jerry, sin prisa,
inició el corto paseo por la sinuosa vereda que ascendía hasta el lugar donde habían tenido que dejar las
monturas, por culpa de la frondosa copa de un árbol enorme que, caído por un corrimiento de tierra,
obstruía el sendero.
– ¿Qué tripa se os ha roto? –murmuró Jerry, dando unas palmadas tranquilizadoras sobre los lomos de
las cabalgaduras y asegurándose de que estaban bien sujetas– ¿Qué es lo que habéis visto? ¿una
serpiente? ¿un jabalí? –añadió, recorriendo el entorno más próximo, tratando de detectar la presencia de
alguna alimaña. Un pajarillo alzó el vuelo entre los árboles, uno de los caballos rebufó escuetamente y el
mulo, sin levantar la cabeza siquiera, se limitó a mover las orejas. Jerry escupió con soltura, un tanto
decepcionado por no haber encontrado nada con lo que distraer su aburrimiento. Ya que estaba allí, se
acercó hasta las alforjas de su propio caballo y extrajo la otra botella de whisky que había adquirido en el
pueblo.
– ¡Salud! –se dijo así mismo, dando un sonoro lingotazo que le hizo apretar los párpados un instante;
al abrirlos tuvo la impresión de percibir, por el rabillo del ojo, un movimiento huidizo en el fondo de la
cañada, junto a la boca de la mina; dirigió un momento su atención hacia allí, pero nada perturbaba el
paraje. Otro trago disipó todo viso de inquietud. Devolvió la botella a su sitio y, tirando hacia arriba de
sus pantalones, inició el serpenteante descenso. Llegado abajo, examinó desde lejos, sin siquiera
detenerse, la entrada a la galería, donde tampoco parecía haberse movido nada en los últimos diez años...
– Todo en orden, hermanito –informó, según entraba en el cobertizo– Debe haber sido un pajarraco o...
–No había terminado de cruzar el marco de la puerta cuando Jerry se percató de que algo andaba mal. El
prisionero seguía en el suelo pero ¿dónde estaba su herm...? Un fuerte zumbido a su derecha interrumpió
su alarmado pensamiento. Volvió rápidamente la cabeza en aquella dirección al tiempo que se echaba
mano a la cartuchera, cuando recibió un fabuloso golpe en el rostro. El impacto sonó a gong desafinado y
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a chasquido de madera quebrada; antes de llegar a comprender que le acababan de estampar una pala en
la cara, rotó sobre sí y se derrumbó como un pelele.
– ¡La madre que lo parió! –aulló desde la penumbra el agresor, que, con la mitad del astil de la pala
partida entre las manos, tuvo que agacharse para evitar que la hoja de la cochambrosa herramienta le
hiciera un afeitado antes de estrellarse violentamente contra las tablas de la pared del cobertizo– ¡Mal
dolor le dé que explote! –maldijo, soltando con rabia el fragmento de mango sobre el cuerpo de Jerry
Clay y agitando las manos para aliviar el picor de la sacudida.
– ¡Ñiiio! ¡Menudo leñazo! –exclamó otra voz, desde las sombras– Venga, vete atándolo, que yo me
encargo de este... –apremió, señalando hacia el oscuro rincón hasta el que habían arrastrado poco antes el
cuerpo desvanecido del otro hermano.
Al cabo de unos minutos, el cuadro mostraba el resultado de un drástico intercambio de papeles:
En el interior del cobertizo, los hasta entonces hostigadores hermanos Clay yacían tendidos boca
abajo, atados de pies y manos, con los ojos vendados y navegando aún por los difusos mares de la
inconsciencia. A escasos metros del barracón, el noqueado Frank Ritter, sentado junto a un árbol y libre
ya de sus ataduras, iniciaba el regreso al mundo de los vivos mientras recibía los cuidados de los otros
dos hombres, que habiendo entrado en escena como atacantes furtivos, ejercían ahora de buenos
samaritanos.
– ¡No veas cómo lo han puesto! ¡Le han dado la del pulpo!
– Échale un poco de whisky, que algo le hará...
El escozor del alcohol sobre las magulladuras provocó un rictus de dolor en el rostro de Ritter. Las
voces, mezcladas con los rumores de la naturaleza, se abrieron paso a través de su consciencia, aún lo
bastante embotada como para caer en la cuenta de que, fueran quienes fuesen, hablaban en español.
– Parece que ya vuelve...
– Dale un buchito, a ver...
Ritter tragó con dificultad el poco licor que sus labios hinchados pudieron contener, el suficiente, sin
embargo, para que sus entrañas le confirmaran que seguía con vida. Poco a poco abrió los ojos. Frente a
él se recortaron al contraluz dos siluetas acuclilladas.
– Dale otro poco... –dijo una de ellas.
Esta vez, la voz le resultó vagamente familiar y se esforzó en mantener los párpados abiertos para
lograr distinguir las facciones del que había hablado.
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– Eeehh... ¡¿...Zafra?! –logró balbucear Ritter, entre la sorpresa y la incredulidad, creyendo que su
cabeza maltrecha le jugaba una mala pasada.
– Bueno, al menos la memoria todavía le funciona –se alegró el Zafra, aliviado.
– ¡Ya te digo! ¡A la primera, el gachó! –dijo la otra silueta, con tono jocoso– ¡¿Qué, otro traguito,
compadre?! –sugirió, agitando la boca de la botella delante del recién resucitado.
Ritter, confuso, volvió la cabeza para examinar al que le hablaba. La tez morena, la nariz corva, el
arete en la oreja y el pañuelo en la cabeza que lucía el hombre le recordaron un grabado que había visto
en algún libro, representando a un zíngaro junto a su carromato.
– Sí, grafias... –repuso en un español deformado por la hinchazón de la boca. Tomó la botella que le
ofrecían y, vertiendo con cuidado el líquido entre los labios, tragó otro sorbo de whisky.
– ¿Se encuentra mejor? –preguntó el Zafra. Ritter asintió con la cabeza– Venga, que le ayudaremos a
ponerse derecho.
– ¿Qué debonios ha basado aquí? ¿Cómo han..? –empezó a preguntar Ritter, aceptando la ayuda que le
ofrecían sus dos salvadores para ponerse en pie.
– Luego. Luego se lo explico todo. Este es Heredia, uno de los míos, allí en Cádiz... ¿Se acuerda, que
se lo expliqué?...
– Sí, sí, creo recordarlo... –confirmó Ritter, palpándose los chichones de la cabeza– Encantado... –
saludó, tendiéndole la mano.
– Lo mismo digo –repuso Heredia, rumboso, estrechando con firmeza la mano tendida.
– ¿Podrá montar a caballo? –quiso saber el Zafra, con un deje de urgencia.
– Sí, creo que sí... –contestó Ritter, percibiendo la impaciencia del gaditano.
– Pues será mejor que vayamos a buscar a sus amigos cuanto antes, señor Ritter, porque por el mismo
camino que han venido esos dos pueden llegar otros con las mismas intenciones.
– Está bien, está bien... –accedió, más por trastorno que por convencimiento– Bero antes... be gustaría
breguntarles un bar de cosas a esos dos bastardos... –masculló con cierta inquina, buscando con la
mirada a sus captores.
– Ahí dentro los tiene, como dos morcillas puestas a curar –intervino Heredia, señalando con la cabeza
hacia el viejo cobertizo.
– ¿Los conoce de algo? –preguntó el Zafra.
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– No, no los había visto nunca. Sólo sé que se llaban Lark y Jerry... bero barece que ellos sí be
conocían a mí... y a los otros...
Estaban buy interesados en averiguar dónde están Tom, Chak y
Laughton... Y quiero saber bor qué...
– Creo que nosotros podremos aclarárselo ¿eh, Heredia?
– ¡Ya te digo!
Sin escuchar, mirando a su alrededor, desconcertado, Frank Ritter dio unos pasos sin rumbo concreto,
pugnando con el remolino de pensamientos y sensaciones enfrentadas que se atropellaban en su dolorida
cabeza. Aquellos dos, seguramente, acababan de salvarle la vida, pero, con todo y con eso, su gratitud se
veía enturbiada por recelos de origen impreciso. Vacilante, se acercó hasta la entrada de la cabaña y un
súbito arrebato de cólera le tentó con entrar allí dentro y ajustarles las cuentas a los dos fulanos que le
habían capturado. Echó mano a la cartuchera, vacía.
– Tenga. Esta debe ser la suya –Acercándose por detrás, la voz de Mateo Zafra distrajo los iracundos
impulsos que invadían el ánimo de Ritter, que se volvió para encarar al que le hablaba– La llevaba uno de
esos en el cinto –explicó el gaditano, tendiéndole el revólver que sostenía por el cañón. Ritter, todo
gravedad en su castigado semblante, tomó su arma, desplazó el tambor lo justo para comprobar que las
seis balas ocupaban el lugar que les correspondía y lo devolvió a su sitio con un preciso gesto de muñeca.
Expulsando por la nariz la ira contenida, enfundó.
– No se haga mala sangre –recomendó el Zafra, dándole una leve y comprensiva palmada en el brazo–
Ahora se lo explico por el camino...
– Venga, sí, vámonos, que no vale la pena. Esos ya tienen lo suyo –intervino el bizarro Heredia,
uniéndose a ellos y ofreciendo de nuevo la botella al herido– Lo que hace falta es que le vea un médico.
Hágame caso, compadre...
– Sí, tal vez sea lo bejor... –tuvo que reconocer Ritter, tomando la botella y llevándose de nuevo la
mano a su dolorida cabeza– ¿Estabos muy lejos de Uvalde?
– A poco menos de una hora en carro –calculó el Zafra.
– ¿Y qué hacebos con esos dos? ¿Vabos a dejarlos ahí?... –preguntó Ritter, resistiéndose a abandonar
la idea de interrogarlos personalmente,
– Bueno... Podemos llevarlos con nosotros, si quiere. Ahí arriba está el carro con el que le trajeron.
Podríamos cargarlos y entregarlos al alguacil del pueblo –planteó el Zafra sin demasiado entusiasmo–
Pero, la verdad, no veo razón para no dejarlos ahí. Podríamos dar el aviso y ya se encargarán de ellos...
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– Si de mí dependiera, ahí mismo los dejaba, a ver si se los comen los grajos –resolvió Heredia con
espontánea displicencia, sin contemplaciones. Ritter intentó una sonrisa que quedó malograda por el labio
partido.
– De acuerdo, vábonos... ¿Han visto bi sobbrero?...
– Debe estar en el carro –supuso el Zafra– Nos llevaremos sus caballos y recogeremos los nuestros.
Los hemos dejado al otro lado de la colina –explicó, indicando con el dedo y encaminándose ya hacia el
sendero. Ritter apuró la botella, la dejó en el suelo y siguió al gaditano.
– ¿Sabe lo que le digo? Yo, con esta chusma, tengo una norma... –charló Heredia, caminando al lado
de Ritter. El Zafra, que conocía la mentada norma, volvió la cara y acabó la frase con una sonrisa:
– Que no te vean la cara.
– ¡Tú lo has dicho! Le digo yo que no es ninguna tontería, compadre. Si te ven la cara, la cosa tiene
mal arreglo...
Las voces y las figuras de los tres hombres se alejaron y, a medida que ascendían por la sinuosa
vereda, fueron engullidas por la vegetación circundante. Poco después, sólo el arrullo de las aguas del
riachuelo y una ligera brisa recorrían los restos del antiguo campamento minero en el fondo de la
vaguada, donde, aprovechando la boca de la vieja mina, las colinas bostezaban.
Capítulo 10
Bajo las letras pintadas en la fachada de La Chachalaca, Tom Doniphan apuraba un cigarrito mientras
trataba de salir del laberinto de pensamientos en el que llevaba toda la tarde extraviado.
Se había dejado llevar por la impaciencia, tenía que reconocerlo... Seguramente, lo más sensato habría
sido esperar en el hotel a que Ritter apareciera, tal y como había recomendado el reverendo después de
relatar sus peripecias y tachar, con toda solemnidad, el nombre de Bud Cranon en el listado de su fatídico
cuaderno. Pero, tras dos horas de fastidiosa expectación, los ambiguos augurios de Chak habían logrado
calarle el ánimo... Fíjate tú, qué tontería, a estas alturas... ¡pero que le colgaran por donde más duele si
aquel condenado mestizo que tenía por amigo no terminaba siempre por conciliar los hechos con sus
confusos vaticinios! Los cielos sabían que a lo largo de los muchos años de estrecho compadrazgo se
había esforzado en penetrar en las complicadas relaciones que parecían haber entre el Gran Venado, el
Hermano Coyote y una serpiente no menos resabida, cuyo nombre de más de diez sílabas era incapaz de
memorizar... por no hablar del sin fin de bestias menores, terrestres, aéreas y acuáticas, capaces, al
parecer, de simbolizar desde una emboscada a un resfriado... Lo había intentado, ya lo creo... hasta el
144
punto de acceder a probar uno de aquellos amargos menjunjes a base de hongos y Dios sabe qué... ¡Bah,
no había servido para nada! Lo único que había conseguido aquella vez fue orinarse encima, vomitar la
cena, perder el conocimiento y, a la mañana siguiente, la sensación de haber pasado toda la noche
charlando amigablemente con un huevo luminoso... Por supuesto, lo del huevo no se lo había dicho a
nadie...
Un repique de campanas sacó a Doniphan de su errático ensimismamiento. ¿Habían dado la media, los
tres cuartos o eran ya las ocho?, se preguntó, mirando a su alrededor como si despertara de un sueño. El
sol se dejaba caer con dignidad en los brazos del atardecer y en las calles los tendertes de mercadillo
bajaban sus toldos y recogían sus mercancías, mientras que los feriantes más tempraneros terminaban de
acicalar sus coloridas casetas de atracciones, dispuestos a tomar el relevo. En algunos locales, callejones
y corrales, farolillos y quinqués palpitaban ya tímidamente; desde un salón, una pianola desgranaba
escalas que servían de modelo a un violín que se afinaba; desde el concurrido patio adosado a la
pulquería, un trompetista guasón calentaba el morro con compases de parranda, para no ser menos. Una
brisa de aire trajo olor a humo y carne asada, seguramente desde alguno de los campamentos instalados a
las afueras del pueblo. Toda la calle parecía un enorme escenario de teatro en el que se ultimaban los
preparativos antes de levantar el telón para el segundo acto, el sarao nocturno que se avecinaba.
Doniphan lanzó la colilla al suelo, chasqueó la lengua y, con semblante preocupado, volvió a recorrer con
la mirada la actividad a lo largo de la calle. ¿Pero dónde demonios se había metido Frank? Después de
varias horas deambulando por establecimientos y puestos, sólo el dueño de la pulquería recordaba haber
hablado aquella mañana con un forastero que encajaba con la descripción de Ritter; con la ayuda de un
par de dólares, el pulquero, había sido capaz de evocar el contenido de la conversación, alabando incluso
los modales de aquel gringo interesado en llegar hasta la propiedad de Baldomero Marqués...
Definitivamente, lo mejor sería que volviera al hotel...
El tejano recorrió de nuevo el trazado de animadas callejuelas que llevaban hasta el centro del pueblo,
deteniéndose de tanto en tanto frente a alguno de los locales más bulliciosos para echar un concienzudo
vistazo a través de las vidrieras. Cuando por fin enfiló la calle principal de Uvalde, un corrillo formado
frente a la oficina del sheriff llamó su atención. Manteniéndose en la acera contraria, relajó el paso y se
acercó hasta la esquina frente al hotel, donde un trío de desocupados parecía seguir con interés los
acontecimientos.
– ¿Ha pasado algo? –preguntó con tono casual.
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– No sabría decirle... –repuso uno de los hombres, titubeando un instante al reparar en la elegancia,
entre licenciosa y pendenciera, de Tom Doniphan– Parece que los hombres del sheriff están organizando
una cuadrilla...
– ¡Seguro, seguro! ¡Algo habrá pasado fuera de la ciudad! –intervino el más anciano de los tres,
agitando la pipa de caña que sostenía en una de sus arrugadas manos– Yo lo he visto todo, amigo... –
aseguró el vejete, señalando a su mecedora como certificado incuestionable de su condición de testigo
veraz– Hace un rato han llegado tres forasteros y uno de ellos ha entrado en la oficina... parecía mexicano
¿sabe?... Ha estado hablando con el sheriff y, en cuanto ha salido, Sanders se ha puesto a dar órdenes a
sus hombres... Hoy le están dando trabajo a Sanders... ¡je!... ¡ya lo creo!... ¿Por qué no vas a echarles una
mano, Stuart? –invitó con malicia al joven grandullón que tenía a su lado.
– ¡Caray, abuelo Ian! –se quejó el interpelado, bobalicón– Tengo que ayudar a preparar el ponche para
el baile de la parroquia...
– Sí, sí... je, je...
– Ejem.. ¿y qué ha sido de los forasteros, abuelo Ian? –quiso saber Doniphan, aprovechando la racha
de familiaridad.
– En el Riviera se han metido, joven... Juraría que uno venía herido... –rumió el abuelo, cerrando un
ojo– ¡Ahí está Sanders!
La atención de los tres curiosos volvió a centrarse en la puerta de la comisaria, donde el sheriff
Sanders parecía dar las últimas instrucciones al grupo de hombres armados y dispuestos a partir. Sin
esperar a ver más, Tom Doniphan, asaltado por una súbita corazonada, atravesó la calle con paso vivo en
dirección al hotel y, a toda prisa, cruzó las puertas, el vestíbulo y, superando los peldaños de dos en dos,
enfiló el primer tramo de escaleras, con tal ímpetu que a poco estuvo de llevarse por delante al flemático
doctor Hoffman, que bajaba.
– ¡Ops! ¡Disculpe! –se excusó mecánicamente– ¡Vaya, es usted! ¡Lo siento, Doc, no le había visto! –
volvió a disculparse, recogiendo el maletín del galeno y devolviéndoselo sin apenas detenerse.
– ¡Caramba, señor Doniphan ¿Acaso llega tarde a una partida? –rezongó Hoffman sin acritud,
tomando, casi al vuelo, la pequeña maleta de las manos del tejano– Ese amigo suyo necesita un poco de
descanso ¿me oye?...
– ¡Sí, descuide! ¡No se preocupe! –respondió Doniphan sin volverse, desaparecíendo ya por el rellano
de la segunda planta.
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– .¡..Así que espero verle esta noche en el Malone! ¡¿Me ha oído?! –alzó la voz el doctor hacia el
hueco de la escalera, sin obtener más respuesta que el sonido de los pasos apresurados del tejano.
Percatándose de que todo el vestíbulo le miraba, Hoffman carraspeó, se ajustó las lentes y, recuperando el
aire de estricta formalidad que le caracterizaba, terminó de bajar las escaleras, cruzó la sala de recepción
y, murmurando un "buenas tardes", salió del hotel.
Esquivando a un respetable matrimonio que lo miró con afectación, Tom Doniphan recorrió el pasillo
del tercer piso y sin más dilación irrumpió en la habitación de la que había salido unas horas antes. Al
sonido del pomo de la puerta le siguieron el de un revólver y un rifle que se montaron al unísono, como si
formaran parte del mismo mecanismo de la cerradura.
– Tom, muchacho, ¿no te enseñaron a llamar a la puerta? –reprendió el predicador, devolviendo la
pistola a su funda. Sentado en una esquina, Chaquito, riendo entre dientes, desmontó el rifle y lo devolvió
al reposo sobre sus piernas. Recostado en la cama, Frank Ritter, sin camisa y con el rostro tumefacto,
retiraba la mano de su pistolera. En pie junto a la ventana, también Mateo Zafra relajaba su diestra, sin
haber tenido tiempo de llegar a la culata de su arma. Detrás de la puerta, Heredia devolvió la afilada y
larga navaja que esgrimía a la parte posterior de su faja y asomó su cabeza empañolada.
– ¡Por las plumas del pato Lucas! ¡Pero ¿a quién tenemos aquí?! –exclamó Doniphan, entre arrogante
y socarrón, disimulando su propio alivio y quitándole hierro a la circunstancia con su habitual sonrisa
camelista– ¡¿Es que nadie va a explicarme qué es lo que celebramos?!
La puerta se cerró con un golpe seco y el pasillo quedó en silencio. Al fondo, junto a las escaleras, la
recatada pareja de huéspedes comprendió de mala gana que, por más que estirarán el cuello, iban a
quedarse sin saber lo que se cocía en aquella habitación.
Atendiendo al inapelable poder de convicción del dólar, la gerencia del Riviera no tuvo inconveniente
en habilitar uno de los saloncitos interiores, anexos al comedor del hotel, para que el pintoresco grupo de
huéspedes que se alojaba en la tercera planta pudiera disponer de cierta reserva mientras cenaban. Así,
acomodados en torno a la mesa, los seis hombres dieron cuenta de unos jugosos filetes de carne de la
comarca, debidamente guarnecidos y regados, que confortaron sus ánimos, ayudando a que fluyeran las
obligadas explicaciones y atenuando la impresión de la cada vez más patente amenaza que se escondía
tras los distintos sucesos que los había llevado hasta allí.
Ciertamente, apenas unas horas antes, para el reverendo Laughton había sido la mano de la Divina
Providencia la que había llevado a Bud Cranon hasta Uvalde; por su parte, Frank Ritter, hasta el
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momento de su rescate, había barajado a toda prisa una variada serie de motivos que explicaran su
peliaguda situación, conjeturas que incluían desde el simple asalto a mano armada por parte de un par de
maleantes de poca monta hasta la posibilidad de que la agresión estuviera relacionada, de algún modo que
todavía no alcanzaba a vislumbrar, con la misión que él y sus compañeros estaban llevando a cabo, sin
descartar que pudiera tratarse de la limpieza del honor de alguna dama descorazonada o de un viejo ajuste
de cuentas a cargo de la mafia china. Sin embargo, la oportuna e inesperada aparición y el posterior relato
de Mateo Zafra y su acompañante, obligaban a considerar aquellos incidentes bajo un prisma
insospechado.
La narración del bandolero gaditano se remontaba, prácticamente, hasta la mañana en la que se habían
visto por última vez, allá en el cruce de Bracketts Spring:
El Zafra había escoltado a la diligencia hasta el pueblo y, una vez allí, acompañando al conductor y al
resto del pasaje, había dado cuenta de lo sucedido ante la autoridad local. Afortunadamente, tener que
declarar resultó un puro trámite. El sheriff, nuevo en el cargo, aunque preocupado por la creciente racha
de delitos similares en el territorio, estuvo más pendiente de todo lo que significara procedimiento,
formalismo y papeleo, por lo que no había prestado especial atención ni al Zafra ni a la identidad de los
hombres que habían evitado que el robo hubiera acabado en matanza; aseguró, eso sí, que enviaría de
inmediato notificación al puesto de Rangers más próximo, recomendando además que la diligencia no
siguiera viaje hasta la mañana siguiente, por lo que pudiera ser. Los viajeros, aún conmocionados, no
pusieron objeción a pasar la noche en el hostal del pueblo y, a pesar de los reparos triviales de la señora
Peacock y el débil rezongar desconfiado del minero Smith, tampoco vieron mayor inconveniente en que
el hombre que había colaborado en su rescate y los había acompañado desde el cruce tomara el puesto de
escolta que hasta entonces había ocupado el infortunado joven muerto durante el asalto.
Con toda la tarde por delante, y después de tomar unos tragos con el cochero Hank Gully, el gaditano
se había dado un garbeo por los dos únicos almacenes de Bracketts Spring, con la intención de emplear
algunos dólares en adecentar su aspecto, que falta le hacía. En uno de los establecimientos se había hecho
con todo lo necesario: camisas, botas, calzoncillos... incluso unos cómodos pantalones de un tejido
nuevo, muy resistente, que, según el tendero, estaba haciendo rico a su fabricante, un tal Strauss. Y ya
que estaba en ello, también había renovado su armamento, cambiando la vieja pistola que llevaba por un
moderno seis tiros. A decir verdad, lo único que había conservado era la navaja y el sombrero, al que le
había tomado cariño, a pesar de que le iba un poco grande.
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En este punto del relato, Mateo Zafra, ante el evidente intercambio de miradas guasonas entre Ritter,
Doniphan y Chaquito, detuvo su historia y creyó conveniente entonar un mea culpa, a regañadientes y sin
pizca de remordimiento, por haberse llevado de tapadillo los trescientos pavos que habían encontrado en
el bolsillo del cadáver de Charley Byng, el falso mexicano que Chaquito había derribado durante el
tiroteo en el cruce. Aunque la disculpa era del todo innecesaria, los supuestos agraviados la aceptaron con
amigable cachondeo, expresando su absoluta comprensión y aprobando sin reserva los resultados de
aquella inversión que, salvo por el detalle de la cartuchera, aún demasiado alta, quedaba más que
justificada. Cualquiera de ellos hubiera hecho lo mismo. Tras el inciso, el gaditano siguió con lo que
estaba contando.
Como en Bracketts Spring había poco que ver, después de un buen baño y vestido de limpio, se instaló
lo mejor que pudo en una mesa de la cantina del pueblo, pidió una botella y se dispuso a esperar la hora
de la cena, entreteniéndose en enseñar a jugar al siete y medio a un par de lugareños y en tontear con la
camarera mexicana que atendía las mesas. Y en esas estaba cuando entraron por la puerta cuatro tíos que,
por la pinta que traían, parecía que hubieran cruzado todos los desiertos del país sin bajarse del caballo.
Venían rebozados en polvo, con los sombreros de ala ancha echados sobre los ojos; las largas melenas
que envolvían sus rostros sin afeitar hacían difícil distinguir sus facciones; bajo sus ajados ponchos,
vueltos sobre los hombros, los ropajes de cuero oscuro aparecían cuarteados; sólo el metal de los
revólveres, de las hebillas y las espuelas parecían conservar un atisbo de brillo. Pero, pasada la primera
impresión, la mayor sorpresa se la había llevado el Zafra cuando aquellos tipos se sentaron, descubrieron
sus cabezas, se apartaron el pelo de la cara y, tras la greña encrespada de uno de ellos, apareció el rostro
anguloso y agitanado de su viejo compadre Heredia.
Lo que siguió al inesperado reencuentro, se podía imaginar fácilmente. Entre hondas alabanzas a la
Virgen del Mayor Dolor, a San Roque, al Cristo del Perdón y a las respectivas madres que los parieron,
los dos paisanos, con los ojos humedecidos por la emoción, se habían estrechado en un sentido abrazo
que esfumó las desavenencias que un año atrás los habían llevado a separarse de malas maneras. Heredia
quiso compartir su júbilo presentando a su viejo amigo a los que desde hacía unos meses eran sus nuevos
compañeros: el visceral y parrandero Philthy, el altanero y no menos juerguista Eddie y Lemmy, el que
llevaba la voz cantante, un tipo alto y bigotudo cuyo aspecto amenazador no se correspondía con el
talante afable de su carácter. Ni qué decir tiene que durante el resto de la tarde se vaciaron varias botellas
que fueron humedeciendo los relatos de las pocas venturas y muchas desventuras de uno y otro por
aquellas tierras. Arropados por los vapores etílicos, llegaron los recuerdos y la nostalgia, calando tan
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profundo en sus ánimos que nada pudo evitar que se arrancaran por fandanguillos, momento en el cual
Lemmy y los suyos consideraron que era hora de retirarse a descansar.
Pasada la euforia inicial y en el recogimiento de la taberna prácticamente vacía, los dos bandoleros
habían terminado por reconocer con pesar la desdicha que atenazaba sus corazones y el imperativo deseo
de volver a su tierra. Del mismo modo que una vez en la serranía de Cádiz la calamidad había unido sus
destinos, aquella noche Mateo Zafra y Heredia se juraron no volver a separarse hasta que lograran
regresar a casa. Animados por la mutua promesa, allí mismo se habían puesto a hacer planes, decidiendo
acompañar a la diligencia hasta su destino, para luego seguir viaje hacia el norte, donde, según había oído
el Zafra, había un pueblo en el que no faltaban oportunidades para los hombres bien dispuestos. Así que
aquella misma noche, Heredia se despidió amistosamente de Lemmy y su reducida pero eficiente banda
y, después de quitarse de encima el polvo acumulado, se afeitó la cabeza y la cubrió con un pañuelo, con
la firme intención de no dejarse crecer el pelo hasta que se bajara del barco que le llevara de vuelta a
España.
Poco había que contar del viaje hasta Fort Davis. La diligencia había salido al amanecer y ni el
cochero ni el pasaje, deseosos de llegar a destino cuanto antes, estaban de humor para poner peros a que
Heredia se uniera a la comitiva; después de lo ocurrido el día anterior, mejor llevar dos escoltas que uno.
El fuerte estaba a una jornada completa de camino y habían aprovechado que aquel día el calor no
apretaba mucho para cabalgar de seguido el mayor tiempo posible. A media mañana, pasado ya la
fatídica encrucijada, se habían encontrado con una patrulla de Rangers que recorría el territorio; de
entrada, no habían mirado con muy buenos ojos al Zafra y a Heredia, pero después de charlar con el
cochero Gully se limitaron a aconsejar que no abandonaran el camino principal. La zona parecía
tranquila, pero era mejor no confiarse. Así que, a media tarde, divisaron las montañas Apache y, sin más
contratiempos que las quejas esporádicas de la señora Peacock, cuando empezaba a ponerse el sol
cruzaban la empalizada de Fort Davis.
Aquella misma noche, en la cantina del fuerte, los dos gaditanos y el cochero se habían convertido en
el centro de atención; tanto el personal de tropa como el civil sentían curiosidad por los detalles del
percance sufrido por la diligencia y Hank Gully, un tanto teatrero y animado por el whisky, no había
tenido inconveniente alguno en plantarse en medio del local y narrar los pormenores del asalto, sin
escatimar elogios para el Zafra y los hombres que habían evitado que la desgracia hubiera sido mayor.
Una vez roto el hielo, habían terminado por compartir mesa y botella con algunos de los soldados libres
de servicio y habían pasado el rato, trago va y trago viene, en medio de una charla de lo más familiar, en
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la que el Zafra y Heredia habían manifestado su intención de partir al amanecer hacia el norte, en
dirección a los campamentos mineros; dos de los soldados sentados a la mesa no habían dudado en
recomendarles hacer un alto en un pueblo que se encontraba a poco menos de una jornada desde el
Campamento Stockton y en el que, por lo que habían oído, se encontraban las mejores mesas de juego en
muchas millas a la redonda, por no hablar de las mujeres... Ellos mismos tenían pensado acercarse por allí
durante su próximo permiso. El bueno de Gully, que aún debía permanecer un día más en el fuerte antes
de recoger pasaje y seguir camino hasta Barillo Spring, pueblecito que también se encontraba en aquella
dirección, lamentó sincera y efusivamente no poder acompañarles antes de quedarse dormido sobre la
mesa, notablemente beodo.
Total, que a la mañana siguiente se pusieron en camino. Cruzaron la impresionante cordillera de las
Apache por el paso de Wild Rose y, siguiendo la carretera hacia el nordeste, cabalgaron sin detenerse
hasta llegar a Leon Spring, un pequeño pueblo, pasado ya Barillo, en el que hicieron un alto para comer y
dejar descansar a sus caballos. En cuanto aflojó el calor, volvieron al camino y, al caer la noche,
divisaban ya las lucecitas de las ventanas de Comanche Spring, que, a decir verdad, era poco más que una
ranchería junto a la que se levantaba el Campamento Stockton. Como les quedaban algunas provisiones,
habían acampado al raso, cerca del asentamiento minero, y en cuanto despuntó el sol, el primer trabajador
con el que se cruzaron les indicó el camino hasta el pueblo que buscaban con la misma naturalidad que
les habría indicado el camino hasta el abrevadero más próximo: Cuando el borde de la carretera se
separara de la falda de las colinas, debían abandonar el camino y seguir el contorno de los altozanos. No
había pérdida posible.
Y así fue. Poco después de la una del mediodía, el Zafra y Heredia pasaban junto al cartel de madera
en el que podía leerse, con letras pintadas a mano alzada, el nombre del pueblo de marras: Faketown.
En poco menos de dos días de estancia, los dos bandoleros gaditanos pudieron constatar que la mayor
parte de habladurías que habían llegado hasta sus oídos sobre aquel lugar no sólo eran ciertas sino que, en
algunos aspectos, se quedaban cortas. Desde luego, las mesas de juego y las mujeres eran lo bastante
tentadoras como para llevar a la ruina al más templado, pero, en vista de la parroquia que pululaba por
aquellas calles, el riesgo de acabar sin un centavo no era nada comparado con el de terminar con una bala
incrustada en la espalda. ¡Allí estaba lo mejor de cada casa! No hacía falta ser muy listo para darse cuenta
de que fueran las que fuesen las oportunidades de hacer dinero que allí se pudieran presentar, eran mucho
más turbias de lo que habían imaginado. A poco que indagaron, nada les costó enterarse de quién cortaba
el bacalao y de qué manera. Y si les había quedado alguna duda sobre el refugio de criminales en el que
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se habían metido, se disiparon en cuanto se vieron mezclados con lo más selecto del lugar en un viejo
cobertizo, escuchando al cacique del lugar encargando uno de sus trabajitos...
– ... ¡Se podrán imaginar cómo se me quedó el cuerpo cuando vi los carteles de los tíos que el Gordo
quería quitar de en medio! En cuanto salimos de aquel barracón le dije a este: "Vete a por los caballos
que nos vamos" –explicaba el Zafra, señalando a su compañero Heredia que, más concentrado en mojar
pan en la salsa de los filetes que en los detalles de una historia que ya se sabía, se limitó a asentir con la
cabeza– Así que salimos detrás de esos dos que hemos dejado en la mina, que parecían que iban muy
decididos detrás del de la barba... La verdad es que ha habido suerte...
La última frase de Mateo Zafra quedó suspendida en el aire. El reverendo Laughton, que no era de
mucho comer, hacía rato que escuchaba retrepado en su silla, los ojos entrecerrados y sus escuálidos
dedos formando capilla junto a sus labios. Frank Ritter, que tampoco había comido mucho a causa de la
inflamación bucal, paseaba por el improvisado comedor, pensativo, palpándose de tanto en tanto el
enorme chichón que sobresalía en la parte trasera de su cabeza. Unos débiles golpes sonaron en la puerta
de doble hoja de la salita. Laughton levantó los párpados lentamente.
– Adelante –invitó Doniphan, poniendo a un lado su plato y disponiéndose a encender uno de sus finos
cigarritos. Chaquito emitió un saludable eructo, satisfecho, y apuró su vaso.
– Les traigo un poco de café... –dijo con timidez la muchacha de servicio desde la puerta entreabierta.
– Oh, gracias. Déjelo por ahí... –indicó Doniphan, sin apartar la vista de la llama que prendía la punta
de su cigarro. Cerrando la puerta a sus espaldas, la muchacha se acercó y dejó la bandeja con la cafetera y
las tazas en el extremo de la mesa.
– Si no les importa, recogeré un poco todo esto... –dijo ella, empezando a apilar platos vacíos. El
Zafra, llevándose a la boca el último bocado, puso los cubiertos sobre su plato y se lo tendió a la chica.
– No, no te lleves esa fuente, guapa. Esta carne está estupenda... –aprobó Heredia, en un inglés que, a
pesar de estar masticando, sonó de lo más fluido y coloquial. Hasta el momento, Heredia sólo había
hablado lo preciso, pero en sus escasas intervenciones había dado muestras de poseer toda la soltura y
desparpajo para los idiomas que le faltaba a su compañero de fatigas, pasando con toda naturalidad de la
modalidad de español cantarín propio de su tierra a un inglés con marcado acento de Kentucky. A
Doniphan, tal facilidad le tenía perplejo.
– Sí, tenemos la mejor carne de la comarca. Le diré a la señora Robinson que su guiso les ha gustado –
dijo la camarera, agradeciendo el cumplido culinario con una formal sonrisa– Si necesitan algo más... –
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ofreció, dirigiendo ahora una sonrisa mucho menos contenida al hombre de la cara magullada, empujada
por una súbita disposición a proporcionarle todo tipo de cuidados.
– No, está bien. Buchas gracias. Todo estaba delicioso. Gracias –declinó amablemente Ritter, apenas
sin mirarla. La muchacha soltó un suspiro de embelesada resignación y salió del saloncito llevándose la
pila de los platos sucios, dejando a los seis hombres a solas con sus pensamientos.
Tom Doniphan exhaló una bocanada de humo y rompió el silencio:
– A ver si lo he entendido... –dijo, poniéndose en pie, llevándose un pulgar al cinturón de la pistolera,
acercándose hasta el aparador con espejo que ocupaba una de las paredes y contemplando un momento la
escena reflejada antes de servirse un whisky de la botella que descansaba sobre el mueble– Por lo que nos
ha contado, amigo Thafra, ahora mismo corren por ahí afuera unos cuantos individuos siguiéndonos el
rastro... ¿Cuántos deben ser? ¿Cinco? ¿Diez? –preguntó, ya con el vasito en la mano y el purito entre los
dientes.
– Psss... Pues no lo sé... –reconoció el Zafra, encogiéndose de hombros mientras llenaba una taza de
humeante café– En aquel cobertizo había más de una docena, por lo menos...
– Lo mismo pueden ser cinco, que diez, que veinte –intervino Heredia, esta vez en español, acabando
de rebañar su plato y limpiándose las manos con la servilleta– Cuando nosotros salimos del pueblo, –
siguió en inglés– el de la barba y los dos que hemos cogido ya estaban en camino, pero, ofreciendo lo que
ofrecía el Gordo, no me extrañaría que hayan más acechando por ahí...
– Baldita sea... –masculló Ritter– ¡Bil dólares por cada uno! –exclamó, como si el precio puesto a sus
cabezas le pareciera incomprensiblemente elevado– ¿Pero quién diablos es ese Durkham? No recuerdo
que hayamos tenido trato con nadie con ese nombre... ¿No es así, Tom? ¿Chak? ¿Reverendo? –inquirió a
sus compañeros con la mirada. Doniphan levantó las cejas y apretó los labios, Chaquito se removió en la
silla, murmurando algo incomprensible, y Laughton, que ya había anotado ese nombre en su cuadernillo
seguido de una cruz, negó levemente con la cabeza. Ritter alzó las manos, entre el mosqueo y el
desconcierto.
– Pues ustedes no le conocerán... –intervino de nuevo Heredia, hablando para sí y dando cuenta de una
manzana– ...pero aquel joío sabía muy bien dónde buscarles...
– ¿Qué quiere decir? –repuso Ritter de inmediato.
– Explíquese, hijo –secundó el predicador.
– Qué coño dices, Heredia... –saltó el Zafra, dejando de sorber café.
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– ¡A ver si no! Lo dijo bien claro: "Me los buscáis de aquí a Bandera". O algo así dijo ¿Es o no es,
Mateo? –replicó Heredia convencido. Todos los ojos, interrogantes, se volvieron hacia el Zafra.
– Vaya, pues ahora que lo dices... –masculló, dudoso– Sí que parecía tenerlo claro, sí...
Doniphan y Ritter se miraron, sacudidos por un mismo presentimiento.
– Hummm... Vamos a ver... –murmuró Laughton, poniéndose en pie. Se acercó al perchero del que
colgaba su levita y extrajo de uno de los bolsillos su viejo mapa de la región– Despejad un poco ahí,
muchachos...
En un momento, el territorio de Texas quedó extendido sobre la mesa y los seis hombres lo rodearon,
contemplándolo como si fuera una bola de cristal.
– Veamos... Fort Davis... –El reverendo localizó el fuerte en el papel y con la punta del dedo fue
trazando el recorrido que Mateo Zafra había referido– ...Barillo Springs... el Campamento Stockton es
esto... –indicó, señalando una de las muchas notaciones a lápiz que podían distinguirse aquí y allá sobre
la gastada lámina– ...así que ese pueblo debe estar por aquí...
– Eso mismo –confirmó el Zafra– Nosotros hemos venido siguiendo a aquellos dos por aquí, más o
menos... –El gaditano señaló el curso del Pecos hacia el sudeste– ...y cruzamos el río por aquí... –añadió,
indicando la localización del Campamento Hudson.
– Sí, nosotros también cruzamos por ahí... –comentó Doniphan, pensativo– Seguramente venían detrás
de Cranon mientras seguía el curso del río buscando nuestro rastro, asegurándose de que no hubiéramos
cruzado hacia el sudoeste... Después, cualquiera que nos hubiera visto pasar por el Campamento Hudson
pudo ponerle sobre la pista... ¿Pasaron por aquí? –preguntó, mirando a los dos bandoleros gaditanos y
apuntando con el dedo sobre un punto que representaba al pequeño pueblecito en el condado de Kinney
del que tuvieron que salir a toda prisa.
– ¡Ya te digo! ¡Anteayer mismo! ¡Un pueblucho de ná, que te sales ná más llegar! –confirmó Heredia,
mezclando idiomas. Doniphan, que entendió mejor los gestos que las palabras, asintió, dando por buena
su suposición.
– Una buena pieza ese Cranon...
– ¡Chingo de alimañero! –gruñó Chaquito.
Ritter, con la cara caliente, escuchaba en silencio, absorto en casar de algún modo favorable las piezas
de aquel confuso embrollo que cada vez pintaba peor. Aunque Doniphan tuviera razón, el caso era que
los habían encontrado. Iban a tiro fijo, estaba claro. Y la única explicación que tomaba forma en su
dolorida cabeza era la que menos le gustaba. Que le colgaran si no tenía que ver todo aquello con
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Baldomero Marqués... Miró la zona del mapa en la que debía encontrarse la finca de Marqués. Por lo que
le había contado el pulquero de La Chachalaca, la propiedad no estaba a más de un día de camino de
Uvalde.
– ¿A cuánto está Faketown del cruce de Braketts? –preguntó por fin.
– Bueee... Siguiendo la ruta que hicimos nosotros, más de tres días. Pero a campo abierto... por aquí...
podría hacerse en dos días y medio... –evaluó Heredia, sonando a Kentucky. El Zafra, atento, aprobó la
estimación con la cabeza. Doniphan sondeaba en la expresión de Ritter, tratando de adivinar el curso de
los barruntos de su amigo.
– Desembucha, Frank –solicitó Doniphan, cigarrito en alto.
Ritter se frotó la nuca.
– No conocemos de nada a ese tal Durkham ¿no es cierto?... Entonces ¿de qué nos conoce él? ¿cómo
sabe hacia dónde vamos?... Me pregunto quién ha ido a hablarle de nosotros y sólo se me ocurren dos
soluciones... Puede que la banda del cruce de Bracketts trabajara para ese mangante y le fueran con el
cuento o... –Ritter ahogó la frase y miró a Doniphan, que entendió a la perfección. Con gesto instintivo, el
tejano palpó el bolsillo en el que guardaba la carta que debían entregar en destino.
– ¿O...? –hizo eco el Zafra, que no se le escapaba ni una, mirándolos a todos mientras un incómodo
silencio se instalaba en la sala– Ya entiendo...
El Zafra se puso en pie y fue a servirse un trago de whisky, engulléndolo de un tirón. Dio unos pasos y
se volvió, aguantando el silencio y las miradas un instante más.
– Vamos a ver si nos entendemos... –empezó, cruzándose de brazos. Con ropa limpia y de su talla, el
porte de Mateo Zafra ganaba muchos enteros; en aquel momento, el semblante y la pose del bandolero
gaditano traslucían las aptitudes que le habían hecho líder entre los suyos– Si creen que hemos venido
hasta aquí para husmear en sus asuntos, están muy equivocados. En lo que anden metidos, no es cosa
nuestra; bastante tenemos con lo nuestro... –recordó, con un deje de pesar asumido– ¿Temen acaso que
hayamos venido buscando la recompensa que aquel cacique ofrece por ustedes? –siguió sin rodeos,
apuntando con la barbilla cargada de orgullo y los ojos de agravio– Necesitamos dinero para largarnos de
aquí, es cierto, ya lo saben. Pero no somos estúpidos. Ni asesinos. Llevamos toda la vida dando tumbos,
jugándonos el pescuezo, y a los que les hemos dado papeles para el otro barrio o se lo han buscado o se lo
tenían bien merecido. Ya saben a lo que me refiero. Aunque vengamos de la otra punta del mundo, en
todas partes cuecen habas...
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– Un bobento, un bobento... –interrumpió Ritter, dejando caer con fatiga su cuerpo molido sobre una
silla– Nadie está acusándoles de nada... No es eso... –negó con un gesto de la mano por no sacudir la
cabeza– Me han salvado la vida y estoy en deuda con ustedes...
– ¡Demonios, claro! ¡Todos lo estamos! –intervino Doniphan, secundando el reconocimiento de su
compañero– Si no hubieran llegado a tiempo, tal vez estaríamos ahora lamentándolo. Se han arriesgado
para venir a avisarnos y eso demuestra...
– ¡A la mierda con todo eso! –cortó el Zafra con rotundidad, molesto con tanta condescendencia–
¿Qué se creen, que somos carmelitas descalzas?
– ¿Carmelitas? –repitió Doniphan sin entender.
– Monjas –tradujo Heredia, jugueteando con el pendiente de su oreja.
– Ustedes y nosotros no somos tan distintos ¿saben? –siguió el Zafra, por encima de la aclaración
léxica, hablando con autoridad y subrayando cada frase con sus expresivos gestos– Cuando se puede
echar una mano, se echa, pero ni ese ni yo estamos en situación de ir por ahí haciendo de buen
samaritano; así que aquí no hay deuda que valga ¿estamos? Pero ya que parecen sentirse tan obligados –
dijo con cierto sonsonete– pueden mostrarnos su agradecimiento escuchando lo que hemos venido a
proponerles... –En el rostro de Mateo Zafra se dibujó una sonrisa tunante y en el de Heredia, una
cómplice.
– Vale ya de tanto choro, manos... –murmuró Chaquito, antes de que Ritter y Doniphan reaccionaran
ante el derrotero que estaba tomando la conversación– ...que se me lleva el sopor... –bostezó con desgana.
– ¡No te duermas quillo, que ahora viene lo mejó! ¿Quieres un lingotazo pa despejarte? –ofreció
Heredia, que parecía estar divirtiéndose con todo aquello, poniéndose en pie para ir en busca de la botella
que descansaba en el aparador.
– Pues venga ese trago... –aceptó Chaquito, enderezándose en la silla y revolviéndose por enésima vez
en sus ajustados ropajes– Ándale, criollo huevón, suéltala, que esto me huele a lana... –añadió, animando
al Zafra a explicarse.
– Sí, adelante, hijo. Le escuchamos. Es lo menos que podemos hacer –convino el reverendo con
gravedad, recogiendo el mapa de sobre la mesa.
– Adelante, Thafra, oigamos esa oferta... –concedió también Doniphan, acomodándose de nuevo en su
silla– Heruedia, amigo, yo también tomaré otro poco de eso... –solicitó, empujando su vasito hacia el
centro de la mesa.
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– Humpf... Sí, a bí tampoco be vendrá bal un trago... –reconoció Ritter, contrayendo el rostro por
culpa de una punzada de dolor en el costado.
– Muy bien. Vamos allá –anunció Mateo Zafra, acercándose a la mesa y acompañando las palabras
con una palmada sorda– Se me ocurrió cuando salimos de aquel cobertizo de Faketown –empezó–
Después de lo visto en el pueblo y con lo que nos hemos enterado preguntando a unos y a otros, está claro
que aquel tío debe tener un buen capital allí guardado. No sé cómo, pero en cuanto tuve delante los
carteles con las caras de ustedes, lo vi claro –rememoró sin poder ocultar su entusiasmo– Así que le dije a
este en cuanto salimos del pueblo: "Mira tú por donde, si los encontramos a tiempo, vamos a desplumar a
este pollo"... ¿Me siguen?
– Con los ojos cerrados, amigo –repuso Doniphan, echando humo por la nariz, dejando que una de sus
cejas se alzara con malicia y cruzando la mirada con sus compañeros.
– Interesante... –murmuró Ritter, frotándose el moratón en uno de sus pómulos.
– Y dígame, hijo... –resonó el predicador– ¿Tiene idea de cuántas almas descarriadas acompañan a ese
condenado hacia su perdición?
Chaquito vació su vaso de un trago y rió entre dientes.
Un gallo anunció el nuevo día sin esforzarse demasiado, intuyendo tal vez lo inoportuno de su canto
cuando apenas hacía una hora que la ciudad dormía la mona. El kikirikí recorrió discretamente las calles
resacosas, atendido únicamente por los habitantes de costumbres más austeras y por aquellos en cuyo
empleo los efectos secundarios de la parranda no servían de excusa para desatender sus obligaciones. En
la oficina del sheriff, el ayudante Steve recibió la señal con un bostezo, bajó los pies de la mesa de su jefe
y se desperezó estirando los brazos. Con los ojos entornados, miró el reloj de la pared. Iban a dar las
cinco y media. Billy ya no tardaría en llegar para relevarle. Siguiendo los pasos de la rutina, apagó la
lámpara de aceite, recogió y enfundó el revólver que siempre dejaba sobre la mesa cuando estaba de
guardia y puso a calentar café sobre el infiernillo de alcohol que, a tal efecto, descansaba sobre una
pequeña mesilla junto a la estufa, apagada durante el verano. Mientras se calentaba la infusión, Steve se
acercó hasta los calabozos para comprobar el estado de los prisioneros. El malherido Bud Cranon
dormitaba tendido sobre su camastro, respirando desacompasado, aún bajo los efectos de los calmantes
administrados por el doctor. En la celda contigua, el menor de los hermanos Clay roncaba, a pesar de
tener la nariz rota. El mayor, permanecía sentado sobre el catre, la espalda apoyada en la pared.
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– Eh, tú... ¿por qué no me das otro poco de ese brebaje al que llamáis whisky...? –murmuró arrastrando
las palabras cuando se percató de la presencia del carcelero.
– Ya bebisteis suficiente anoche. Será mejor que te duermas; luego os traerán el desayuno.
– Vete al infierno, capullo...
Steve se dio la vuelta con un leve encogimiento de hombros y volvió a la cafetera, que empezaba a
borbotear. La grosería de aquel delincuente le pareció de lo más comprensible, teniendo en cuenta que al
día siguiente le esperaba la horca.
– ¡Dame algo de beber, maldita sea...! –exigió con insolencia el prisionero desde la celda.
"Muérete, cabrón", pensó Steve.
– ¿Quieres un poco de café? –preguntó en cambio, obteniendo como respuesta el golpear de un cacito
metálico al estrellarse contra el suelo y una serie de confusos vituperios.
El ayudante del sheriff, sorbiendo de su taza, se acercó hasta las cristaleras de la oficina y contempló
las calles vacías bajo la pálida luz del amanecer. En seguida empezarían a llegar los tenderos a instalar
sus carritos para el último día de mercado. En la acera de enfrente, un borracho acunaba la tajada sentado
en la mecedora del abuelo Ian y una pareja de perros hundían sus hocicos en el fondo de un cubo de
desperdicios caído en la esquina. La única actividad en la calle se concentraba delante del Riviera, donde
ya se alineaban media docena de hermosos caballos listos para partir. Entre los animales, ajustando los
correajes de las sillas de montar, distinguió de inmediato las figuras del inquietante mestizo cojitranco y
de uno de los extranjeros que habían capturado a los hermanos Clay. Steve, con la taza en alto, se quedó
observándolos, sin quererse preguntar qué asuntos se traerían entre manos aquellos pistoleros. ¡Qué
ironía! Detestaba a esa clase de gente que parecían vivir como si los dictados de la Ley no fueran con
ellos y, sin embargo, ahí estaban, habiendo detenido en un solo día a tres peligrosos forajidos y con más
dinero en el bolsillo del que él ganaría en todo el año...
Frente al hotel, Heredia y Chaquito, que parecían haber hecho buenas migas, se disponían a subirse a
sus caballos. El mestizo, habiéndose desecho de los opresivos ropajes que le habían atormentado durante
todo el día anterior, lucía de nuevo sus gastados pantalones de cuero, con sus cinturones y cananas, un
modesto blusón y un nuevo jorongo, echado sobre los hombros, cuyo tejido podría recordar al observador
malicioso a las mantas que podían encontrarse en las habitaciones del hotel. Junto a Heredia, que
mostraba una guisa semejante, parecían miembros de una hueste de dudosa legitimidad y evidente laxitud
respecto al atuendo y sus complementos. Un jovenzuelo con rostro soñoliento dobló la esquina y se
dirigió al hotel con un puñado de ejemplares de la última edición del "Colonial" bajo el brazo. Distraído
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por la presencia de los dos jinetes frente a la puerta, el muchacho se quedó paralizado un instante al topar
con la interminable y oscura figura del reverendo Laughton, que salía.
– Déjame ver, hijo –sonó la voz profunda del predicador, solicitando con una mano un ejemplar, al
tiempo que extraía con la otra una moneda del bolsillo de su levita y se la tendía al anonadado mozalbete,
que con gestos indecisos aceptó el trueque y corrió al interior del hotel, esquivando a los otros tres
hombres que venían tras el reverendo haciendo sonar sus espuelas. Frank Ritter y Mateo Zafra pasaron
junto al predicador, atravesando el porche en silencio y subiendo a sus monturas. Tom Doniphan, vestido
con sus ropas de viaje, venía silbando por lo bajo una alegre melodía.
– ¿Alguna cosa interesante, reverendo? –preguntó, ufano, mientras acomodaba cuidadosamente en sus
alforjas el hatillo que envolvía su preciado traje.
– "La hija del sheriff se casa" –leyó Laughton en el pie de la portada.
– Rayos, Frank... ¿cómo tengo que decirte que nos les prometas matrimonio? ¿dónde has pasado la
noche, tunante? –bromeó Doniphan, montando en su caballo.
– Eso mismo iba yo a preguntarte... –replicó Ritter con la misma sorna– Te he oído llegar hace un rato
y a juzgar por tus ojeras no has dormido mucho esta noche...–contraatacó, esbozando una media sonrisa
aún un tanto inflamada.
– No sé de qué me habla, caballero –disimuló Doniphan con expresión pícara. Fingiendo ocultar bajo
el ala del sombrero las evidencias que la escapada nocturna había dejado en su rostro, se puso a silbar una
melodía improvisada y zumbona– ¿Nos vamos, señores?
El reverendo dobló el diario por la mitad, dejándolo sobre una de las banquetas de madera que
decoraban el porche del hotel, y subió a su caballo. Los rostros de Bud Cranon y los hermanos Clay,
impresos en la portada bajo el anuncio de su ejecución, parecieron lanzar una última mirada infame hacia
los seis hombres que, azuzando a sus caballos, se alejaban por la calle principal.
Los jinetes marcharon al paso por las calles dormidas de Uvalde, camino del campo abierto. Al pasar
frente al Mama Malone's Saloon, ahora en silencio, Tom Doniphan lanzó una mirada furtiva hacía una de
las ventanas del piso superior del establecimiento. Tras los visillos de aquella ventana, Dorothy Malone,
si le hubiera importado el recato melindroso, seguramente no habría consentido que ojos extraños la
contemplaran de aquella guisa, casi desnuda entre las sábanas revueltas, con los cabellos alborotados y la
expresión complacida bañada por la primera luz del alba, flotando en una neblina de ensueño achispado,
impregnada por las esencias del desenfreno apasionado y absorbiendo por cada poro de su cuerpo los
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restos de tibieza que el amante accidental había dejado sobre su piel. Arrullada por el sonido de los
cascos de los caballos alejándose, cerró los ojos y se quedo dormida.
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Capítulo 11
Rosarito Marqués terminó de calzarse las botas camperas y salió de su cuarto como una exhalación.
Los sábados por la mañana tocaba limpieza general en la hacienda; por las ventanas y puertas, todas
abiertas de par en par, la luz del sol entraba sin obstáculos, alegrando con su luz hasta el último rincón de
la casa. La muchacha corrió por el pasillo y trotó escaleras abajo, haciendo resonar con el taconeo los
amplios peldaños de madera.
– ¡Ay, virgencita, esta chiquilla! ¡Siempre corriendo! –suspiró la tata Luisa, escoba en ristre y pañuelo
en la cabeza, saliendo al paso de la jovencita– Ven aquí, anda... Déjame que te vea...
Rosarito sonrió divertida y atendió la demanda sin rechistar, plantándose delante de su querida nodriza
con las manos a la espalda, alzando la cabeza y cerrando sus bonitos ojos achinados, dispuesta a pasar la
ineludible revista. Suspirando con benevolencia, la tata repasó con sus manos nudosas el atuendo de la
joven, acomodando los dobladillos del pantalón sobre las botas, remetiendo bien el vuelo de la camisa,
ajustando la hebilla del cinturón, centrando el cordoncito del sombrero y ocultándole bajo la blusa la
medallita de oro de la Virgen de Guadalupe que, sistemáticamente, la muchacha se dejaba por fuera al
vestirse.
– Al final la vas a perder, mi niña... –repitió una vez más como parte de aquella ceremonia matinal,
retirándole de la frente un mechón de cabello rebelde, escapado de las negras trenzas que flanqueaban el
rostro moreno y aún a medio hacer de la muchacha. Aunque ya tenía trece años, para la tata Luisa
siempre sería una niña. Rosarito le echó los brazos al cuello, le dio un sonoro beso y salió de nuevo a la
carrera.
– ¡Hasta ahorita, tata Luisa!
¡Cuánto se parecía a su padre, que en gloria esté!, suspiró la tata, con las pupilas humedecidas, viendo
a la espigada muchacha cruzar corriendo el amplio vestíbulo de la casa. El chucho que dormitaba
tumbado junto a una de las tinajas que adornaban la entrada, empinó las orejas y reconoció al instante el
repicar de los pasos sobre las losas del piso.
– ¡Vamos, Benito! –animó la muchacha al pasar corriendo junto al animal. Benito, de madre
perdiguera y padre desconocido, no se hizo rogar y saltó tras Rosarito, ladrando con entusiasmo. Dejando
atrás la galería de arcos cubiertos de enredadera, atravesaron corriendo el amplio y soleado patio
ajardinado, en dirección al edificio que albergaba las cuadras de la casa, espantando al pasar a un grupo
de pajarillos que bebían de la fuente circular en el centro de la plazoleta. Frente a uno de los portalones de
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las cuadras, el tío Félix terminaba de acomodar unas cestas sobre los lomos de un esbelto potro de raza
india.
– Buenos días, mi niña –saludó el hombre, cordial, al ver llegar a su alborozada sobrina.
– ¡Hola, tío Félix! –respondió ella antes de avalanzarse sobre el cuello del potro– ¡Centella! ¡Bonito! –
Su abuelo le había regalado el caballo el día de su último cumpleaños y, desde entonces, los sábados por
la mañana le dejaban montarlo y llevar la comida a los vaqueros que reunían al ganado al otro lado de las
colinas. Por supuesto, el potro se convirtió en su tesoro, los sábados en su día favorito y su abuelo, en el
mejor abuelo del mundo.
– Ahí detrás lo llevas todo –explicó el afable tío Félix mientras Rosarito se encaramaba en Centella–
Anda con cuidado, ¿me oíste?. Si lo haces saltar mucho, llegará todo esturreado...
– Descuida, tío Félix, tendré cuidado –prometió ella, que subida en el potro y con las riendas en la
mano se sentía ya la emperatriz del mundo– ¡Hía, Centella! ¡Hía! –arreó la muchacha, sin más espera. El
potro se puso en marcha y Benito arrancó a su lado, dirigiéndose a paso ligero hacia la salida de la
hacienda.
Siguiendo el camino principal, descendieron suavemente por la colina sobre la que se alzaba la casa
solariega y atravesaron las tablas de manzanos y perales, cultivados en los terrenos al sur de la finca. Dos
agricultores de ropajes pálidos y tez morena quemaban rastrojos en los campos y saludaron al ver pasar a
la muchacha, montando desgarbada pero decidida, hacia de los pastos. Un poco más al sur, pasados los
frutales, la senda discurría bajo una arcada de piedra y hierro forjado, que anunciaba la entrada en la
finca. Dos ruedas de carreta adornaban los muretes que sostenían el arco de hierro, en el que podía leerse,
repujado en el metal: Palo Seco. Cien metros más adelante, una descomunal raíz de aspecto ancestral y
petrificado justificaba la elección del nombre de la propiedad. Benito, como siempre que pasaba por allí,
se detuvo unos segundos a husmear alrededor del enorme nudo de madera reseca y gris, levantó la pata lo
justo para mear su impronta y arrancó de nuevo a correr tras la muchacha y su montura. A partir de allí, el
camino se disolvía en la luminosa llanura.
Rosarito, muy atenta, condujo a Centella hacia la suave cresta que, a poco más de una milla, señalaba
en el horizonte la franja de colinas tras las que se extendían los pastos. Aunque el trayecto era corto, la
adolescente había encontrado la manera de que aquel paseo se convirtiera cada vez en una excitante
correría, sobre todo desde que había descubierto la barranquera. Con Benito abriendo la marcha, Centella
se dejó guiar por el declive que llevaba al lecho del río, un amplio cauce poco profundo que discurría de
este a oeste sobre los guijarros de las dos despejadas orillas. Rosarito se detuvo antes de cruzarlo y,
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acariciando las crines del potro, oteó hacia el oeste, donde la cuenca se ensanchaba, declinando hasta
perderse en el campo abierto, entre el suave ondular del horizonte. Luego miró hacia el otro lado y, tal y
como venía haciendo las últimas semanas, puso rumbo al este, siguiendo la orilla, para continuar con sus
breves pero apasionantes exploraciones.
A lo largo de algo más de media milla, el terreno ascendía paulatinamente y las colinas y la vegetación
ganaban poco a poco terreno al cauce hasta formar una barranca ancha y boscosa, en la que los rayos del
sol perforaban el denso ramaje de los árboles pintando un escenario que a la muchacha se le antojaba
idílico, fantástico y misterioso. El primer día había subido hasta la cresta del montículo que formaba uno
de los lados de la frondosa garganta natural; desde arriba se veía gran parte de la hacienda: los campos
rayados de hileras de árboles, las casas de los campesinos y los vaqueros, y más atrás, sobre el altozano,
el perímetro de muro blanco que delimitaba la extensa parcela donde se alzaba la casa familiar. La
semana pasada, se había atrevido a internarse un poco en el fondo de la cañada, entre la arboleda,
tratando de seguir el trazado de la cada vez más estrecha riera. A decir verdad, aquella vez, temiendo
demorarse en exceso, no se había adentrado mucho en la fronda, pero sí lo bastante como para descubrir
un lindo calvero a pie de cauce al que había declarado de inmediato, presa del entusiasmo, como su lugar
secreto oficial y base para futuras expediciones.
Tratando de recordar el camino tomado el sábado anterior, Rosarito condujo a Centella por el
bosquecillo. Unos metros por delante, Benito servía de guía, correteando satisfecho entre tanto árbol y
detectando con el hocico pegado al suelo el rastro que él mismo había dejado la otra vez; llevado por su
olfato, el perro reconoció sin dificultad el cúmulo de arbustos altos que ocultaban el suave declive en
descenso entre los matorrales hasta el claro. La intrépida muchachita sonrió complacida y enfiló por el
terraplén abajo, sujetando firmemente las riendas con una mano y apartando con la otra las ramas altas
que cruzaban el angosto paso. A medida que descendía, la senda se despejaba poco a poco hasta llegar al
cauce, donde el terreno, libre de vegetación, formaba una pequeña playa de guijarros, bañados y pulidos
por el tranquilo discurrir de la corriente. Sin copas de árboles que se interpusieran, los rayos del sol caían
de pleno sobre el claro, arrancando destellos plateados de las aguas cristalinas. Arrobada por la
contemplación de aquella isla de claridad en medio de la espesura, Rosarito desmontó y correteó dichosa
bordeando la orilla, con Benito retozando a su vera.
– ¡Mira, Benito, ándale! –avisó la muchacha, agachándose para coger un pequeño canto de caras lisas
y lanzarlo a ras de la brillante superficie. La piedra rozó el agua y dio un brinco– ¡Uno!... –contó
entusiasmada. El perro salió disparado tras el guijarro saltarín, alborotando las aguas poco profundas con
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el chapoteo de sus patas y esparciendo en todas direcciones gotitas como diamantes– ...¡dos!... ¡tres!... –
aplaudía Rosarito– ¡...y cuatro! –El guijarro se hundió en el agua desconcertando a Benito, que tras un
breve titubeo optó por cruzar hasta la orilla opuesta siguiendo el movimiento espantado de algún
animalillo entre la maleza.
– ¡Ven aquí, Benito! ¡Deja a las ardillas! –ordenó la jovencita, divertida, mientras volvía junto a
Centella para sacar de las pequeñas alforjas repujadas un currusco de pan duro que ella misma había
escondido allí días antes. Benito, ladrando jovial, seguía correteando arriba y abajo, revolviendo entre la
maleza.
– ¡Ven aquí! ¡Estás asustando a los peces! –amonestó sin severidad la muchacha, encaminándose,
mendrugo en mano, hasta el extremo del claro donde la vegetación invadía de nuevo la apacible playita.
Se acuclilló sobre una piedra musgosa y empezó a desmenuzar el mendrugo, moteando de migajas la
superficie del agua. Siguió con la mirada el recorrido de la corriente, río arriba; la cada vez más densa
fronda se cernía gradualmente sobre el cauce, robándole la luz y haciéndolo desaparecer tras un meandro
abovedado por las copas de los árboles. Rosarito dejó que su fantasía recorriera aquel quimérico paisaje,
imaginando los más fabulosos hallazgos y un sin fin de intrigantes y, por qué no, arriesgadas peripecias.
Un crujir de ramas la trajo de vuelta a la realidad.
– Beniiiiito, ya está bien...
Al volver su atención sobre las migajas flotantes, vio cómo una sombra se deslizaba lentamente desde
atrás, cubriendo los brillos del agua, al tiempo que el resoplido de un caballo sonaba a sus espaldas. Con
un sobresalto, Rosarito se dio la vuelta, a punto de resbalar sobre la piedra húmeda. Interponiéndose entre
ella y el sol, el perfil de un hombre a caballo se recortaba al contraluz. De inmediato, Benito salió
ladrando de entre el macizo de arbustos en la orilla opuesta, todos los sentidos en guardia, y corrió junto a
su joven ama. Con la calma que confiere la candidez, la muchacha arrugó la naricilla y se llevó una mano
sobre los ojos tratando de distinguir algún rasgo del jinete.
– Bon jour, mademoiselle –saludó Pete el Fránces– Buen día, señogita... –repitió en un español
afectado, casi burlón.
Obedeciendo la máxima de no hablar con extraños, Rosarito guardó silencio mientras observaba con
curiosidad al recién aparecido. A los ojos soñadores de la muchacha, la delgada figura de piel lechosa,
vestida con aquel inusual atuendo negro y que decía cosas tan perturbadoras como "mamuasel", se le
antojó fascinante. Que fuera rubio, aún lo hacía más exótico y enigmático, pues algún misterio debían
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ocultar los hombres de cabellos claros cuando las mujeres de la hacienda siempre cuchicheaban con
divertida picardía al referirse a los güeros.
– Buenos días... –contestó por fin Rosarito, toda prudencia rendida a la magia del encuentro. Benito,
inmune a tales ofuscaciones adolescentes, ladraba y gruñía en tensión, enseñando los dientes retador.
– Bonito pego... –aduló el Francés, mostrando una sonrisa despiadada. Sacó el revólver y disparó dos
veces.
Una bandada de pájaros salió huyendo desde las ramas de los árboles. El mendrugo de pan cayó al
agua y flotó río abajo, arrastrado por la corriente.
– ¡Pinche cabrón!
Silverio Torres "La Iguana", alias Baldomero Marqués, con sólo unos calcetines y un batín sin ceñir
sobre el cuerpo, recorría con pasos frenéticos y extraviados su espaciosa y acogedora alcoba, echando
pestes. A sus sesenta y dos años, una resuelta e inagotable vitalidad mantenía en una forma excelente a
La Iguana. De complexión atlética y fibrosa, disfrutaba de una salud de hierro. Era resistente como un
reptil, el condenado. En su mano derecha, zarandeaba con dos dedos un pequeño péndulo, haciéndolo
brincar descontrolado.
– ¡Ándale, pinche cabrón, ándale...! –le exhortaba entre dientes. Por las puertas abiertas del balcón,
llegó el débil resonar de dos detonaciones lejanas. La Iguana olvidó por un momento el objeto de su
búsqueda, se acercó ceñudo hasta la barandilla envuelta en enredadera y escudriñó el horizonte ondulado.
– ¡Reinaldo! ¡¡Reinaaaaaldoooo!! –voceó ahora, volviendo de nuevo al péndulo y a su furiosa
búsqueda por la habitación.
En la planta baja, Reinaldo Ramos, mano derecha y viejo amigo de Torres, lejos de sobresaltarse,
levantó la vista de los papeles que ordenaba sobre la mesa del despacho, miró al techo y suspiró
comprensivo.
Cualquiera que hubiera pasado más de una noche bajo el mismo techo que Silverio Torres, sabía de
sus furibundos despertares. A decir verdad, no había causa concreta para aquel mal humor matutino que,
por otro lado, se disipaba en cuanto se tomaba el café. El caso era que, sin importar cuánto durmiera o a
qué hora se levantara, Silverio Torres solía regresar del mundo de los sueños con unos cabreos de
espanto. A los ojos de un extraño, tal comportamiento matinal podría achacarse al genio vivo, corajudo y
estricto que se gastaba La Iguana; y algo de eso había, qué duda cabe. Los que mejor le conocían, sin
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embargo, valoraban aquellos berrinches fugaces de forma muy distinta. Habiendo sido testigos de cómo
las vicisitudes de la vida habían vapuleado de manera despiadada el carácter de aquel hombre, si algo
resultaba admirable y reforzaba su ya de por sí indiscutible autoridad era precisamente su entereza ante la
adversidad. La guerra contra los franceses había desecho su vida para siempre. Desposeído de su tierra y
su pasado por la invasión, decepcionado hasta de su propia patria, su irreductible talante le había llevado
a librar una batalla personal contra todo y contra todos, sin más ley que la suya. La muerte de Rosario, su
mujer, y de algunos de sus seres más queridos fueron parte del precio que hubo que pagar por aquellos
años de lucha implacable. Cualquier otro se hubiera hundido en la fosa de su propio pesar, pero Silverio
Torres se mantuvo firme hasta el final, hasta el momento de desaparecer de escena. Pero la vida aún le
deparaba más aflicción, pues al poco de instalarse en Palo Seco, un triste accidente se llevó a su hijo y a
su nuera, dejándole una nieta y la más profunda de las penas. Y, con todo, ahí seguía, inflexible, a sus
sesenta y dos años, al mando de una próspera finca en medio de Texas, como si hubiera reconquistado
para los suyos una porción de la tierra que perteneció a sus antepasados. Así, para los más allegados, que
La Iguana gruñera por las mañanas o hubiera cultivado con los años una insólita afición por el esoterismo
resultaban extravagancias perfectamente justificadas y, normalmente, inofensivas.
Reinaldo Ramos se encontró con Lupe al pie de la escalera.
– ¿A dónde andas con eso? –preguntó Reinaldo, refiriéndose a la bandejita de desayuno que la criada
llevaba en las manos.
– Pues dónde voy a ir... A subirle esto al señor. Ya se despertó. ¿No lo oyó?... –repuso paciente la
fámula, una mexicana cuarentona aún lozana y con garbo.
– Trae. Yo se lo subo... –se ofreció Ramos, recogiendo la bandeja.
– Pues Dios se lo pague, señor –agradeció la criada, ajustándose el chal sobre su estimable pechera.
– Hoy estás reventona, Lupita... –piropeó Reinaldo Ramos, repasándola con su experta mirada de
cincuentón mientras subía los primeros escalones.
– Eso es usted, que me mira bien, señor –replicó Lupe con graciosa insolencia, de vuelta de todo,
desfilando ya hacia la cocina sin dar más juego.
– Ay, chingona... –rió el hombre con procacidad, escaleras arriba.
Por los pasillos de la planta superior, mozos y criadas entraban y salían de las soleadas y bien
ventiladas habitaciones, afanados en sus labores de limpieza. Otra andanada de improperios resonó por
los cuartos. Dos jóvenes sirvientas, asomaron la cabeza por una de las puertas, cuchicheando divertidas.
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– Ándenle, niñas, a lo suyo... El señor se levantó morrudo, no más... –reprendió paternal Reinaldo al
pasar con la bandeja, pasillo adelante. Se detuvo un instante ante la puerta de doble hoja de la alcoba y
pegó el oído. Del interior llegaban breves maldiciones masculladas y un ligero arrastrar de muebles. Sin
inmutarse y sin llamar, Reinaldo abrió la puerta, entró y volvió a cerrar a sus espaldas. La luz entraba a
raudales por el ventanal y el balcón, iluminando el amplio dormitorio. Silverio Torres, envuelto en el
batín y arrodillado en el suelo, escudriñaba bajo un enorme armario de tres cuerpos.
– ¿Qué se te rompió, mi cuate? –preguntó Reinaldo con toda familiaridad mientras dejaba la bandeja
con el café sobre una mesilla.
– Vete a bailar la chacona, cabrón... –gruñó Torres como respuesta, poniéndose derecho con notable
agilidad– ...el chingo de cigarrera... –siguió rezongando, mientras desenredaba la cadenita del péndulo de
entre los dedos. Atraído por el aroma del café, pareció olvidarse de todo y se acercó un silloncito tapizado
hasta la mesilla con la bandeja del desayuno.
– Anda, sí... Tómate el cafelito, compadre, que yo buscaré la cigarrera... –aconsejó Ramos, mirando a
su alrededor. Ni el dormitorio ni el saloncito adosado que componían la estancia mostraban signos de
especial desbarajuste; como de costumbre, el mal despertar de Torres no había pasado de la retahíla de
improperios vociferados. Aparte de alguna silla descolocada y unas prendas de ropa arrojadas sobre el
sofá, el mayor desorden se encontraba delante del mueble biblioteca que ocupaba una de las paredes de la
salita, frente al que se apilaban toda suerte de libros que venían a sumarse a los que llenaban los estantes.
Con aquello del ocultismo, ahora le había dado por la bibliomancia, manía que hasta el momento no
había causado mayor contratiempo en la hacienda que el encontrar, repartidos por toda la casa, un libro
aquí, otro allá, sobre mesas y aparadores. Reinaldo entró en la salita, sorteó un par de libros sobre la
alfombra y en seguida localizó lo que buscaba encima del vasal de la chimenea.
– Pues mira dónde estaba el chingo de cigarrera...
Viendo venir al leal Ramos con la cigarrera en la mano, Torres sorbió de la taza y se retrepó en el
silloncito. Los rayos del sol recortaron su rostro enjuto y firme, donde se mezclaban los rasgos y tonos de
piel de aztecas y españoles. Aunque aún abundante y oscura, en su cabellera jaspeada de canas dos
profundas entradas en la frente señalaban el implacable paso del tiempo. Perilla y bigote, tupidos y
entrecanos, enmarcaban unos labios austeros; una franja de pelo plateado en cada sien contribuían a
reforzar la impresión de autoridad y el porte augusto que La Iguana, a pesar de su turbulento pasado y de
no acostumbrarse a ir en batín, había adquirido con los años.
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– Esto es una mamada... –reflexionó en voz alta, mirando con rictus desencantado hacia el péndulo y
la cadenita, hechos un revoltillo sobre la bandeja– Lo único que señala es el chingo de nervios del que lo
sostiene –concluyó, cogiendo el péndulo y lanzándolo por el balcón.
– Si tú lo dices, compadre... –concedió Ramos, siguiendo con los ojos la trayectoria del objeto hasta
verlo desaparecer entre la enredadera y desentendiéndose con un gesto de la mano– Toma la cigarrera,
regañón... ¿Para esto me llamaste, para que te buscara los cigarros? –bromeó campechano.
– No me seas huevón, Reinaldo... –repuso Torres con igual llaneza– ¿Pues no oíste los disparos?...
– ¿Disparos? –se extrañó Reinaldo, interponiendo su robustez, un tanto oronda, entre los rayos del sol
y la hierática figura de La Iguana.
– Ay, Reinaldo, ¿pero en qué mundo andas, mi cuate?... –suspiró Torres, poniéndose en pie. Echó el
brazo sobre el hombro de su compadre y, taza en ristre, le invitó a caminar junto a él hasta el soleado
balcón. Los dos hombres se detuvieron junto a la frondosa barandilla– Te me estás apachorrando con los
años, cabrón... –fingió regañar, empleando un tono que delataba la vieja complicidad que los unía.
– No me amueles, Silverio –rezongó Ramos, llevándose una mano a su incipiente papada con graciosa
incomodidad– Estaba abajo, con los papeles... Con todo el ajetreo en la casa, yo no oí nada... –explicó sin
mayor transcendencia, encogiéndose de hombros– Habrá sido en los pastos...
– Yo diría que han sonado del otro lado... –pensó en voz alta La Iguana, señalando con la taza hacia el
extremo izquierdo del luminoso horizonte que desde allí se divisaba– Deben haber sido en la barranca o
cerca... –determinó, arrugando ligeramente la expresión. Reinaldo detectó de inmediato las tres
pronunciadas arrugas que a La Iguana se le marcaban en la frente, como si le apareciera una branquia
sobre las cejas, cuando hacía ese gesto.
– ¿Ya pasó la ronda por allí? –quiso saber Torres, con la vista recorriendo el perfil de la colina tras la
que se abría la barranca.
– Esta mañana, temprano, ya sabes...
La Iguana guardó silencio un momento.
– Manda a un par de hombres, a ver quién anda por ahí pegando tiros...
– Serán cazadores, Silverio... –refunfuñó Reinaldo con cierto fastidio– Casi todos los hombres están
hoy reuniendo el ganado... No creo que valga la pena...
– Ándale, Reinaldo, no me llores –atajó Torres, desestimando con naturalidad toda objeción posible–
Manda a dos muchachos, que vayan a ver, anda... –volvió a repetir, firme, dándose la vuelta y volviendo
entrar.
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– Está bueno. Ahora los mando... –acató Reinaldo, sacudiendo la cabeza mientras le seguía al interior
del dormitorio.
En lo relativo a la vigilancia, no había discusión posible con La Iguana. Era inflexible hasta el engorro.
Sin embargo, Ramos tenía que reconocer que, muy probablemente, aquel celo impuesto por su amigo y
jefe les había salvado la piel en más de una ocasión. Tal vez por ello, y a pesar de una década llevando la
vida de un honesto hacendado, Silverio Torres seguía empleando en la finca los mismos rigurosos
principios de salvaguardia que hubiera aplicado en un campamento en medio de la sierra. La Iguana
detestaba los imprevistos.
Tras ajustar por enésima vez el lazo del batín, Torres se dispuso a tomar una segunda taza de café.
Reinaldo consultó la hora en el reloj con carillón que adornaba junto a la biblioteca y se encaminó hacia
la puerta.
– Pues ahora nos vemos ahí abajo. Tendríamos que preparar lo de la feria de Bandera... –recordó con
la puerta ya abierta.
– Tienes razón, Reinaldo. A ver si acabamos con eso... –admitió Torres, llevándose la taza a los labios
y dando un sorbo– Ahora me visto y bajo.
Cuando la puerta se cerró, La Iguana dio otro sorbo y regresó al balcón, a ver dónde había caído el
pendulito.
En cuanto Silverio Torres abandonaba sus aposentos se convertía, a todos los efectos, en don
Baldomero, dueño y señor de Palo Seco. Con la complicidad de las contadas personas que conocían y
guardaban el secreto de su verdadera identidad, La Iguana llevaba una década haciéndose pasar por un
hacendado mexicano de la Baja California, último miembro vivo de una familia pudiente con ascendencia
española, los Marqués, y que, perjudicado por las guerras y la inestabilidad política en su nación, había
terminado por instalarse con los suyos en el país vecino, dispuesto a levantar cabeza en las tierras del aún
inhóspito territorio tejano. Desde luego, Torres, cuando decidió quitarse de la circulación, había puesto
buen cuidado en la elección de la identidad que debía encubrirle durante el resto de sus días. Cualquier
indagación en el pasado de Baldomero Marqués habría apuntado, efectivamente, hacia una adinerada y
malograda familia con ese apellido en la Baja California y su único hijo, Baldomero, último del clan y
desaparecido al poco de que México se enfrentara al invasor francés: Una triste historia, similar a la del
propio Silverio Torres y a las de otras muchas familias con solera que, a lo largo del continente
mexicano, habían corrido una suerte parecida durante los largos años de conflictos. Por un capricho del
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destino, durante sus muchas correrías, Torres había sido el único testigo del malaventurado final del
auténtico Baldomero Marqués, cuyo cuerpo defenestrado criaba malvas, hacía ya una docena de años,
entre los restos de una carreta en el fondo de un barranco en Sierra Grande. Así fue que, llegado el
momento de mudar de pellejo, La Iguana valoró el de Baldomero Marqués como el más convincente y
cómodo de portar, a lo que había que añadir la tranquilidad que suponía saber que el legítimo propietario
nunca vendría a reclamarlo. Durante todo aquel tiempo y hasta el momento, nadie había tenido motivo
para poner en duda las apariencias escrupulosamente guardadas y que presentaban a Baldomero Marqués
como un señor estricto, severo, reservado y celoso de sus asuntos, pero ecuánime y generoso a su vez,
que había sabido ganarse el respeto tanto de los que trabajaban para él como el de los propietarios de las
fincas vecinas, además de un merecido prestigio comercial en toda la región. A aquellas alturas, incluso
alguno de los suyos encontraría dificultad para desenmascararlo a los ojos de un extraño, considerando
que hasta la propia nieta de aquel viejo zorro desconocía su verdadero apellido.
Dejando a sus espaldas las puertas abiertas de par en par, La Iguana, transmutado ya en don
Baldomero, salió de su habitación. Antes de enfilar por el radiante y aireado pasillo, dejó la estilizada
fusta forrada en cuero y el pequeño libro que sujetaba en una mano sobre una de las banquetas tapizadas
que adornaban el corredor y se entretuvo un momento ante el espejo ovalado que colgaba sobre el
asiento. Vestido con ropas de montar, la cotona y el pantalón grana oscuro, ribeteados con unos discretos
bordados en negro, contrastaban con la blancura de la camisa, con el plateado de las canas y, por qué no
decirlo, le caían como un guante. Fajín y botas negras completaban el atuendo, dándole un porte de
austera elegancia. Recogió el librito y la fusta y, con la correspondiente prestancia, se encaminó hacia las
escaleras.
Dos jóvenes sirvientas que cruzaban de una habitación a otra llevando escobas y sacudidores saludaron
a su paso, casi al unísono.
– Buenos días, señor...
– Buenos días, señor...
El señor de la casa se limitó a recibir el saludo con una condescendiente inclinación de cabeza al pasar
junto a las muchachas.
– Tengan cuidado con los libros cuando entren a limpiar, mis niñas. No toquen nada... –advirtió sin
detenerse.
– No se apure, señor... – se oyó responder a una de ellas con sincera deferencia– ¿Oíste, Clarita?
Cuidado con tocar nada, ¿oíste?... –añadió, aleccionando a su compañera, algo más joven,
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– Pues claro que oí... –refunfuñó una vocecilla, desde el interior de una de las habitaciones.
Don Baldomero terminó de recorrer los pasillos sin prestar mayor atención al ajetreo del zafarrancho
de limpieza en toda la casa. Al llegar al rellano ante la amplia escalinata que descendía hasta la planta
baja, se detuvo un momento, se llevó la fusta bajo el sobaco izquierdo y, sujetando el librito con ambas
manos, se dispuso a intentar la primera predicción de la jornada.
De cuantas artes adivinatorias conocía, la bibliomancia era una de sus predilectas. Para empezar, sus
técnicas eran sencillas y flexibles; nada de pringosas indagaciones en las tripas de un castor o pelar
cebollas a una hora determinada durante el día de Navidad. Con la bibliomancia, cualquier momento y
lugar era bueno si tenías un libro a mano. Los practicantes más ortodoxos, eso sí, habrían objetado que
sólo un libro, la Biblia, podía revelar las respuestas solicitadas. Sin embargo, la práctica más extendida
era mucho más permisiva en este punto, aceptando que, para escudriñar en lo venidero, todo libro servía
por igual. Además, podía practicarse de diversos modos, dependiendo su eficacia, claro está, de la
clarividencia y pericia interpretativa del ejecutante. Un bibliomante experimentado no necesitaba más de
tres o cuatro palabras seleccionadas al azar en un libro cualquiera para obtener indicios de lo que
deparaba el futuro. Otra variante, menos exigente, permitía abrir el libro por cualquier punto y
seleccionar la primera frase sobre la que se posaran los ojos. Y aún una tercera, ésta para novicios,
consentía que fuera un párrafo completo el que ayudara al practicante neófito a disolver las sombras del
porvenir. Lo único que había que hacer era interpretar con tino.
En lo alto de la escalera, don Baldomero pareció concentrarse. Palpando las tapas del libro, sin mirarlo,
inhaló aire con lentitud, frunció un poco sus labios mesurados y decidió intentar una lectura rápida, al
modo experimentado, para ejercitar las facultades. Tal y como obligaba el procedimiento, formuló
mentalmente la cuestión sobre la que deseaba interrogar al destino:
"¿Cómo transcurrirá el día?", preguntó, por dar margen a la interpretación y no complicar la cosa con
excesivas precisiones. Sin más, abrió y cerró el libro tres veces, leyendo cada vez la primera palabra
sobre la que los ojos se fijaron. "Blandura", "habla" y "semillero", fueron las pistas que el destino parecía
estar dispuesto a ofrecer en aquel momento. Don Baldomero consideró que, tal vez, había forzado en
exceso sus aptitudes, aún en desarrollo, y optó por concederse una cuarta palabra que le ayudara a aclarar
el mensaje. Abrió y leyó: "enagua". Cerró. La cuarta pista era "enagua". Arrugando ligeramente el rostro,
dejó vagar la mirada unos segundos por la antesala que se extendía en la planta baja, viéndose obligado a
reconocer, no sin cierto resquemor, lo pretencioso de su intento de emular a los grandes bibliomantes.
Recuperando la compostura en la expresión, tomó de nuevo la fusta con la diestra y, dándose unos ligeros
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golpecitos en la pernera del pantalón, a la altura de la caña de la bota, descendió por la escalinata, cruzó
el amplio vestíbulo y salió de la casa, con aire reflexivo.
Al amparo de las arcadas cubiertas de hiedra, don Baldomero recorrió sin prisa la distancia entre la
entrada y la esquina derecha de la casa, donde se abría una espaciosa terraza elevada por tres escalones,
desde la que podía divisarse, por un lado, todo el patio principal frente a la casa y, por el otro, las tablas
de frutales alineadas valle abajo.
A la sombra del manto de enredadera que hacía de techado, esperaba ya Reinaldo Ramos, sentado en
una cómoda butaca de mimbre y disponiéndose a encender un cigarro. A su lado, sobre una mesita
redonda y baja, descansaba una abultada carpeta de lazos.
– Habría que podar ahí un poco y reforzar esos largueros... –llegó diciendo el señor de la casa según
subía los tres escalones, apuntando con la fusta a un punto impreciso en la cuadrícula de vigas que servía
de sostén a las enredaderas. Ramos, ocupándose del puro, atendió la observación con un leve asentir de
cabeza. Don Baldomero fue a ocupar la otra butaca gemela y antes de terminar de acomodarse un criado
llegaba y dejaba sobre la mesa una jarra de vino fresco y dos copas, para desaparecer con el mismo sigilo
con el que se había presentado. Con el cigarro humeando ya entre los labios, Ramos sirvió de la jarra y
tendió una de las copas a su jefe. Sentados de cara a la luminosa plaza, saborearon el vino. Allí y en aquél
momento, nadie que los contemplara hubiera podido imaginar de buenas a primeras que aquellos señores
de edad y porte respetable fueron en su día dos de los hombres más buscados por toda la frontera
mexicana.
– Ándale con los papeles, Reinaldo, y acabemos con esto cuanto antes. A ver si puedo ir a ver el
ganado antes del almuerzo... –dijo don Baldomero, colocando con cuidado la fusta y el librito junto a la
carpeta.
– No creo que nos lleve mucho tiempo. La feria es la semana que viene y ya está casi todo listo... –
empezó a explicar Ramos con el cigarro entre los dientes, mientras soltaba los lazos del portafolios y
extraía algunos papeles– Está pendiente la oferta del rancho Crichton por las cabezas que apalabramos la
última vez en la feria de Medina... –expuso, tendiéndole una de las cuartillas– Es lana segura... –se
permitió señalar, guiñando un ojo.
Don Baldomero revisó las cifras escritas en la hoja.
– Se cierra el asunto en Bandera y aprovechamos el viaje... –consintió sin más cavilaciones.
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– Está bueno. Así se hará –aprobó Ramos, dando una calada– Esas son todas las manzanas que
tenemos para llevar a Bandera... –prosiguió, refiriéndose ahora a un segundo paquete de números que le
presentaba en otra hoja.
Don Baldomero comprobó las nuevas cantidades.
– Son pocas... –observó en seguida.
– Ya lo puedes decir, compadre... No sé si vale la pena siquiera... –meditó Ramos, reclinándose en la
butaca y sorbiendo un poco de vino– La cosa está en si recogemos o no las tablas que quedan, aunque
estén un poco verdes... O recolectamos antes de tiempo y completamos la carga o llevamos lo que
tenemos y sacamos lo que se pueda... –planteó.
El señor de Palo Seco calibró el dilema y creyó apropiado convertirlo en un nuevo lance
bibliomántico.
– A ver qué dice el libro... –anunció, con un deje de solemnidad. Tomó el librito de la mesa y se lo
tendió a su hombre de confianza– Anda, Reinaldo, prueba tú a ver. Saca una frase...
– No me amueles, Silverio... –refunfuñó Ramos bajando la voz, recolocando su madura corpulencia en
la butaca y frotándose la barbada.
– Ándale y no te estreches... Sácale una frase...
De mala gana, Reinaldo Ramos se llevó el cigarro a la boca, tomó el libro entre sus manos anchas y lo
abrió sin más, leyendo en voz alta lo primero que se le puso delante: "No se permita a las niñas la
compañía de muchachos ni aun la de otras niñas poco juiciosas." Los dos esperaron un instante en
silencio, como si algo fuera a suceder. Ramos, incómodo, volvió el librito: "La educación de las
jóvenes"...
– ¡¿Pero que chingo tienen que ver las niñas con las manzanas?! –estalló Ramos, que a veces perdía la
paciencia con aquellas mandangas.
– Interpreta, Reinaldo, interpreta... –aconsejó Marqués, recomendando calma con el gesto– Prueba con
un párrafo, si es necesario –concedió comprensivo– Está permitido...
– ¡No me a...!
Una secuencia de silbidos lejanos resonó en el valle, dejando la protesta de Ramos en suspenso. Los
dos hombres, reconociendo al instante la señal, guardaron silencio y aguzaron el oído. El chiflido sonó de
nuevo y, en seguida, una segunda serie de silbidos, más próxima, pareció replicar, completando el
mensaje: Los hombres de vigilancia avisaban de la llegada de extraños. Ramos, apoyándose en los brazos
de la butaca, se puso en pie y, sacándose el puro de la boca con una mueca de incordio, se encaminó
173
hacia el lado de la terraza desde el que se divisaban los campos. Don Baldomero, entre la expectación y el
barrunto, lo siguió con la mirada.
– ¿Mandaste a ver en la barranca? –preguntó a la silueta corpulenta y fondona del fiel Ramos, que ya
oteaba el valle.
– Pues claro... Hace ya un rato... –murmuró, atento al paisaje– Pero mírales, ahí vuelven... –anunció–
Y traen visitas...
Don Baldomero se levantó, cogió la fusta y fue a reunirse con Ramos bajo los flecos de hiedra que
colgaban en aquel extremo del techado.
– Mírales... –indicó Ramos, apuntando con el dedo por debajo de la línea del horizonte. Un grupo de
hombres a caballo, aún diminuto, subía al trote por el camino principal entre las hileras de frutales– Sí,
son ellos... –confirmó, según ganaban terreno. Los sombreros anchos y los rifles en ristre distinguían a los
cuatro hombres de la casa de los tres jinetes que formaban el grupo de visitantes inesperados. Desde uno
de los caminos laterales, dos jinetes más, armados también con rifles, se unieron a la escolta, cerrando la
comitiva.
– Parece que son gringos lo que traen... –aventuró Ramos, entornando los ojos, según se aproximaban.
– Ahorita mismo lo vamos a ver... –murmuró el señor de Palo Seco, con la branquia dibujada en su
frente, dándose la vuelta con un gesto que invitaba a acompañarle.
Cruzaron la terraza, volviendo junto a las butacas y fijando la atención en el fondo de la plaza
ajardinada, por donde habrían de llegar los jinetes. En aquel lado, ya esperaban dos mozos de las cuadras;
tras ellos, a la sombra de los arcos, el tío Félix apoyaba una escopeta en la pared, al alcance de la mano.
En seguida, el repicar opaco de los cascos en el camino se tornó estridente en cuanto las monturas
pisaron el pavimento de piedra de la plazoleta. La tata Luisa salió de la casa secándose las manos con el
delantal, seguida por el viejo Emilio y su inseparable escobón, a tiempo para ver cómo el grupo de jinetes
se detenía delante de las caballerizas. Sin esperar apenas a que el caballo terminara su carrera, el que
abría la marcha se apresuró a desmontar y, en cuanto hizo pie, empezó a cruzar la plaza con paso urgente,
en dirección a la casa.
Reinaldo Ramos se ajustó la chaquetilla y bajó los escalones de la terraza, abandonando la sombra del
techado para dejarse ver.
– Venga, ustedes, vuelvan a lo suyo... –reprendió a las mozas que fisgaban desde los balcones de la
planta superior– Y usted, mamita, ande adentro con Emilio... –recomendó con firme amabilidad. La tata
Luisa rumió un comentario inaudible y tomó por el hombro al anciano, llevándolo al interior.
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– ¿Pues que pasó, Pancho? ¿A qué tanto pedo?... –inquirió Ramos, avanzando unos pasos hacia el
hombre que, bañado por el sol, llegaba bordeando los arriates de pitas que adornaban la plaza. El taconeo
de sus botas se confundía con el eco de los pasos de los caballos, conducidos por los mozos a la sombra
de los arcos.
– Encontramos a esos cuando íbamos a la barranca, señor, como mandó... –respondió Pancho,
deteniéndose a un par de pasos de su inmediato superior. Al tiempo que relajaba el brazo que sostenía el
rifle, se echó atrás el sombrero, dejando al descubierto una abundante mata de pelo negro y oleoso sobre
sus facciones tostadas– Venían para acá... Estaban ya en la mismita entrada, señor, allá donde el palo... –
se esforzaba en explicar Pancho, al que se le adivinaba más ducho en gatillo que en retórica– Dicen que
quieren hablar con don Baldomero... –informó, arrugando el gesto y desviando una respetuosa mirada
hacia la figura del señor de la casa, erguido en la terraza, junto a las butacas. Don Baldomero, llevándose
las manos y la fusta a la espalda, bajó los escalones con diligencia y se acercó a sus dos hombres.
– ¿Hablar conmigo?... –observó en voz alta, entornando la mirada y llevándola al otro lado de la plaza,
sobre los tres visitantes retenidos por la patrulla junto a las cuadras. El juicio del primer golpe de vista no
fue muy favorable– ¿No dijeron quiénes son? ¿O qué vinieron a contar?...
– No, señor... Buen día, señor... –se aturrulló Pancho– No, no lo dijeron... Dos son gringos... –se
apresuró a explicar– Y el otro, el de negro... –señaló con el dedo– ...es un pinche franchute cabrón... –
espetó, escupiendo a un lado para subrayar su inquina. Sacudió la cabeza– Venían muy cargados... –
advirtió, palmeándose la cacha de su revólver– Pero entregaron las pistoleras sin chistar...
Don Baldomero y Ramos escuchaban con la vista puesta en el particular personaje de negro.
– Han insistido, don Baldomero... –pareció disculparse Pancho– Si quiere los largamos ahorita mismo,
señor, pero dijeron que era importante... Y ahí se los trajimos...
– ¿Y por qué andaban disparando? –quiso saber don Baldomero, la fusta pendulando tras él.
– Dicen que les salió una bicha... –respondió Pancho, encogiéndose de hombros.
Unos golpecitos de fusta en la pernera parecieron marcar el ritmo de los pensamientos de don
Baldomero. ¡Un franchute! ¡En su finca!, se revolvía La Iguana tras su máscara. Ramos le miraba, atento
ahora a cualquier indicativo que pudiera aparecer en la frente de su jefe. El señor de Palo Seco autorizó
con un leve gesto afirmativo.
– Pues ándale, Pancho, tráetelos. A ver que se les rompió... –ordenó Ramos sin dilación, volviendo a
tirar de su chaquetilla. Pancho se alejó unos pasos y lanzó un silbido corto y penetrante, al tiempo que
agitaba el rifle en alto, llamando la atención del grupo que esperaba al otro lado de la plaza.
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– ¡Tráiganlos! –voceó, acompañando el grito con señas de la mano.
Atendiendo a la llamada, parte del grupo se removió y empezó a cruzar la plazoleta. Seguidos por
cuatro de los hombres armados con rifles, los tres forasteros caminaban delante, sin prisa, farrucos a pesar
de ir desarmados, balanceándose como si el hierro de los revólveres les pesara aún en los costados.
Acompañados por el discordante repique de las estrellas de acero de las espuelas sobre las losas del piso,
rodearon los macizos de geranios y pasaron junto a la fuente. El hombre de negro destacaba en el centro
del cuadro, sus pasos afectados de chulería y soberbia, mirando a un lado y a otro como si fuera a tomar
posesión del lugar.
– ¿Pues de dónde se escapó ese pavón...? –murmuró Ramos por lo bajo, cruzando una mirada con su
hierático jefe. Don Baldomero, entre molesto y perplejo, hinchó las fosas de la nariz ante las maneras
insolentes y el atuendo licencioso e inapropiado que se gastaba el franchute. Los andares de los dos
gringos, menos llamativos bajo sus largos guardapolvos, tampoco anunciaban mejores modales. No
hacían falta magias para adivinar que aquellos tres habían traspasado hace mucho las fronteras del
bandidaje. Viéndolos venir, el señor de Palo Seco pensó en chacales.
– Quédense ahí... –indicó Pancho, saliendo al paso del grupo y obligándoles con un gesto a guardar
una distancia respetuosa y prudente. El de negro no se dio por aludido.
– ¿No me oíste? –increpó Pancho, interponiéndose con el rifle por delante, frenando en seco el avance
del franchute.
Pete el Francés se puso en jarras, rayando lo cursi, y dibujó una sonrisa ladina en su rostro imberbe y
blanquecino. Frente a frente, se clavaron los ojos.
– Está bueno, está bueno... –intervino Reinaldo Ramos, dando un paso al frente– Ándale, Pancho...
Quédense ahí, a la sombra... –ordenó con serenidad, como quien hace una sugerencia– Ahora cuando
hablemos con estos señores les llamo...
Pancho, con la mirada, se la juró al franchute.
– Claro, señor, como usted mande... –murmuró, obedeciendo a regañadientes– ¡Ya lo oyeron! –se
dirigió a los suyos, alejándose ya– Fúmense un cigarro ahí a la sombra...
Mientras sus hombres se distribuían bajo las arcadas más próximas, Ramos aprovechó para lanzar una
severa mirada de amonestación hacia la galería de la planta superior, ahuyentando a las sirvientas que
seguían asomando la nariz por los balcones.
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Don Baldomero, impasible unos pasos atrás, habiendo catalogado ya a los dos gringos como esbirros,
examinaba en silencio al estrafalario y petulante franchute. Diez años atrás, él mismo le habría metido
una onza de plomo en el pecho a aquel gallito...
El Francés aún sostuvo un instante su pose altanera antes de volverse hacia los dos caballeros.
– Bonjour, monsieurs –saludó, llevándose un par de dedos al bombín, como si todo aquello le
pareciera divertido– Tienen ustedes una bonita hacienda –comentó con teatral cortesía, empezando a
quitarse los guantes de cuero negro mientras recorría con la mirada la propiedad al alcance de la vista–
C'est fantastique, pagece que se hubiegan tgaído con ustedes un pedazo de su hegmoso país... –aduló con
su español chirriante– Oh, oui, oui, México... qué hegmoso país... ¿No les parece, muchachos? –preguntó
en inglés, volviéndose hacia los dos que le acompañaban.
– Precioso... –murmuró uno de los gringos.
– Una monada... –masculló el otro.
– Oh, oui, conozco bien aquel bello país... –pareció rememorar el francés,
– Son muy gentiles los señores... –cortó Ramos, sin pizca de amabilidad, desde su envergadura aún
imponente a pesar de los años– ...pero es de esperar que no habrán venido hasta aquí sólo para dorarnos
la patria –ironizó con acritud mal disimulada.
– Oh, oui, excuse moi... Tiene gazón, tiene gazón... –asintió el Francés, abandonando la contemplación
del paisaje; dándose unos golpecitos con el par de guantes sobre la palma de la mano, volvió su atención
hacia el envarado caballero grandullón– ¿Es usted Baldomego Magqués? –preguntó, la insolencia
brillando en sus ojos crueles.
– Yo soy Baldomero Marqués –amenazó La Iguana, arrancando desde atrás, dispuesto a terminar con
aquella pantomima insultante. Ramos detectó en el acto el enfado en la voz de su jefe y se puso alerta; si
La Iguana tomaba el mando aquello podía terminar en tragedia. Pete el Francés, enfrentó la mirada
fulminante del señor de Palo Seco y supo al instante que aquel hombre de venerables canas podía matarle
sin pestañear.
– Enchanté... –susurró, la sonrisa burlona tornándose pérfida.
La Iguana se detuvo a dos pasos del franchute.
– Escúchame bien, mamón –le espetó sin contemplaciones, apuntándole con la fusta– No sé quién eres
ni quién te envía, ni carajo que me importa, pero no consentiré que un franchute malnacido venga a
ofenderme en mi propia casa –Las palabras sonaban como bofetadas y los dos gringos se envararon ante
la inesperada contundencia destilada por el augusto hacendado– Así que basta de pendejadas. Suelta lo
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que tengas que decir y ya estás llevándote a esas dos gárgolas bien lejos de mi propiedad ¿Me has
entendido, mesié? –remachó La Iguana con desprecio, devolviendo la fusta a su espalda de una sacudida.
Jugueteando con los guantes, Pete el Francés, aprovechando los centímetros de estatura que le sacaba
al que tenía delante, sostuvo el envite sin desdibujar su insidiosa sonrisa y sin dar visos de ir a rectificar
su pose insolente.
– Ou, bien... no espegaba un gecibimiento tan ggosego de un hombge tan gespetable, señog Magqués...
–censuró, fingiendo ofensa con deliberado artificio– No debegía altegagse de ese modo... mais, tres
bien...
Rebasado por la nueva chanza del franchute, Ramos apretó los puños e hizo amago de abalanzarse
sobre él.
– Quieto, Reinaldo –ordenó tajante La Iguana, súbitamente inquieto por la confiada temeridad de aquel
mastuerzo– Déjale hablar...
– Merci... –pareció deleitarse el Francés, dispensando una mirada altiva hacia el rostro iracundo de
Reinaldo Ramos, quien, con los labios prietos, pugnaba por dominarse– Hemos cabalgado vagios días
paga tgaegle un encaggo de J. Q. Dugkham Supongo que ya le conocen... –dejó caer con engañosa
ingenuidad. Con todo descaro, paseó entre los dos señores, camino de la terraza– El señog Dugkham es
un hombge de negocios muy impogtante y muy ocupado ¿compgenden? Tgabaja mucho... –prosiguió,
subiendo los tres escalones y aproximándose a la mesita para servirse, con toda naturalidad, una copa de
vino. Llevándose a la cadera la mano en la que sujetaba los guantes, paladeó el líquido fresco con
evidente satisfacción– Se ha tomado muchas molestias paga encontgagle, señog Magqués –aclaró antes
de vaciar la copa.
– ¡Hijo de la gran...! –murmuró Ramos, lanzando puñales por los ojos.
– Sosiégate, Reinaldo... –aplacó La Iguana con serenidad estremecedora– ...que ya vendrá el verano...
– Y ahoga que le ha encontgado... –continuó el Francés, como el que oye llover– ...al señog Dugkham
le gustagía tgatag ciegtos asuntos pendientes –Sobre el improvisado escenario que la terraza le
proporcionaba, Pete el Francés se recreaba en su interpretación.
– Me parece que hicieron el viaje en balde, pendejos –replicó La Iguana, enérgico– No conozco a
nadie con ese nombre, así que nada pendiente puedo tener con su patrón –zanjó– No hay más plática.
Ahorita cojan sus caballos y salgan de mi propiedad. Deprisa –ordenó con rotundidad, señalando con la
fusta el camino de salida.
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– Oh, non, non, non, señog Magqués... –se quejó el Francés, de nuevo indiferente a la autoridad del
señor de Palo Seco– No es necesagio que finja... –Bajó los escalones y volvió a pasar con indolencia
entre los dos caballeros– El señog Dugkham le conoce muy bien, señog Magqués.... Ya me advigtió... –
aseguró, contemplando un instante la luminosa plaza– Y fue muy clago en este punto...
– Clarísimo... –gruñó uno de los machacas.
– Transparente... –musitó el otro.
Pete el Francés se volvió y, degustando su ventaja, miró fijamente a Ramos, primero, y a Marqués,
después. La insólita desfachatez del franchute desconcertaba y enfurecía a los dos viejos proscritos
mexicanos. La temperatura subió dos grados.
– El señog Dugkham no tiene tiempo paga jugag al gatón y al gato. Pog eso quiege que usted vaya a
visitagle a Faketown, donde se ocupa de sus negocios... Y quiege que le lleve lo de Mac Goffin
¿compgende? –sin esperar respuesta, se volvió hacia la plaza, henchido– Si quiege que le diga la vegdad,
yo me apgesugagía a prepagag el viaje... No es gecomendable impacientag al señog Dugkham...
– Nefasto... –advirtió uno.
– Ni pensarlo... –descartó el otro.
Un fugaz y tenso silencio permitió escuchar el salpicar del agua de la fuente, el revoloteo de unas
palomas en los tejados y el ajetreo lejano en el interior de la casa.
– Mis hombges y yo le acompañagíamos con mucho gusto... –ofreció con sonrisa canalla– ¿Tampoco
ha oído hablar de Faketown, señog Magqués?...
– Porque lo acabas de mentar, mamarracho –le espetó La Iguana, con la fusta tensa junto a la pierna.
– No das ni una, cabrón –le gruñó Ramos, deseando estrangularle.
– Oh, no impogta, no impogta... –disculpó, obviando los comentarios con condescendencia– Les
encantagá, estoy segugo... Es un pueblo muy... –El Francés se entretuvo buscando la palabra–
...animado...
Los dos pasmarotes al sol rieron indecentes.
–¡¡Basta!! –rugió La Iguana– ¡Reinaldo, llama a los hombres! ¡Y ustedes, fuera de mi casa! ¡No sé qué
significa todo esto, pero ya fue demasiado lejos! –Alertados por las voces, los hombres de la patrulla
asomaron bajo los arcos, empuñando sus rifles y atendiendo de inmediato a las señales de Reinaldo
Ramos. La Iguana se encaró al franchute.
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– Y a ti no te mato, mesié, porque quiero que le digas algo a tu patrón, quien quiera que sea... Para lo
que quiera de Baldomero Marqués, que venga personalmente si le entró la prisa... –dictó desafiante– ...y
no me mande a su escoria para que se la mate. Y ahora, ¡fuera de aquí!
– Pues usted dirá, señor... –llegó murmurando Pancho, apuntando con ganas al franchute.
– ¡Llévenselos, muchachos! –ordenó Ramos con energía– ¡Devuélvanles sus caballos y asegúrense de
que encuentran la salida! ¡Por las buenas o por las malas!
– ¡Al que replique, mátenlo! –sentenció La Iguana, descargando ira. Dándose la vuelta, caminó hacia
la terraza, poniendo punto final a aquel incidente fastidioso.
– Lo que usted diga, señor... –asintió Pancho con sonrisa zorruna– Vamos, güero lindo, camina de esa
manera que sabes... –se mofó Pancho, azuzando al franchute con la punta del rifle.
Pete el Francés no mostró más intención de movimiento que llevarse dos dedos al bolsillo de la
camisa, cuando, de pronto, el rictus de soberbia de su expresión se convirtió en una risotada, como si
acabara de gastar una broma pesada. Los dos gringos debían conocer el chiste, pues tampoco se
movieron.
Ramos, Pancho y sus hombres intercambiaron miradas estupefactas. La Iguana, atónito, se volvió
despacio. Asaltado repentinamente por un impreciso y oscuro presagio, aquella risa cruel le dio
escalofríos.
– No igé a ninguna pagte –Las risas se esfumaron como habían venido, llevándose con ellas todo
rastro bufonesco del semblante despiadado de Pete el Francés. Con todas las miradas fijas en él, el
Francés extrajo del bolsillo de su ajustada camisa de seda negra una cadenita de oro de la que colgaba una
pequeña medalla, la recogió en la palma de la mano y se la arrojó a Baldomero Marqués.
Cuando La Iguana cazó al vuelo el colgante y reconoció la medalla de su nieta Rosarito, algo se
quebró en su interior.
– ¡¡Hijo de la gran chingada!! ¡¡¿Dónde está la niña?!! –La Iguana recorrió como una exhalación los
pasos que le separaban de el Francés y le cruzó el rostro con la fusta– ¡¡Contesta, bastardo!!
Pete el Francés aulló de dolor y sacudió la cabeza, haciendo saltar el bombín. Los ojos se le
encendieron brutales y, por acto reflejo, se llevó la mano al muslo, buscando la pistolera. Las palancas de
montar crujieron en los rifles.
– Si vuelve a tocagme, viejo chivo, no la volvegá a veg...... –advirtió y amenazó al mismo tiempo,
llevándose una mano a la mejilla y soplando de rabia– Y ahoga, caballegos, hagán lo que yo les diga...
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Capítulo 12
– Así que esto era lo más sencillo ¿eh, Tom?... –susurró Frank Ritter con retintín, con los codos en alto
y los dedos cruzados en la nuca. Cuatro charros mexicanos, visiblemente inquietos, les apuntaban con sus
rifles. Con cara de circunstancias, Ritter observaba por entre las cabezas de sus vigilantes, más allá de los
arcos, hacia la amplia plazoleta ajardinada frente a la casa, donde parecía estar organizándose una
pequeña caravana. Por el ir y venir, podía imaginarse el ajetreo tras las ventanas de algunos de los
edificios que formaban el recinto de la plaza. De reojo, vio cómo sus caballos y sus armas desaparecían
por la puerta de las cuadras, a su derecha.
A su izquierda, en la misma postura y con el semblante bañado en contrariedad, Tom Doniphan
humeaba en silencio.
Junto al tejano, Chaquito, con las manos en la coronilla, intimidaba al hombre armado que tenía
delante, mirándole fijamente a través de las rendijas húmedas de sus ojos.
Al otro lado del mestizo, el reverendo Laughton se alzaba inmóvil, con las manos en descanso ante sí.
– Ay, padrecito, mire usted que me compromete... –se excusaba el vaquero que le encañonaba,
debatiéndose entre el temor a Dios y el incumplimiento de la norma– Levante las manos, padrecito, por
lo que más quiera... –casi suplicaba ante la impávida testarudez del predicador.
– Un siervo del señor sólo levanta los brazos ante el dedo del Creador, hijo mío... –adoctrinó
Laughton, profundo, elevando un dedo admonitorio; con la mano alzada, dibujó una discreta señal de la
cruz en el aire, absolviendo a su guardián por quinta vez– "Y dijo, Yavhe, Dios: Sólo ante mi dedo..."
– Ay, padrecito, no me obligue que me condena... –sollozó el guardián, santiguándose, perdida ya toda
paciencia– Levante las manos o tendré que atusarle...
– Tendrá que matarme –advirtió el predicador.
Por debajo del mismo arco por el que había marchado unos minutos antes, Pancho regresaba
acompañado de Reinaldo Ramos; caminando apresurados, dominados por la urgencia que parecía reinar
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en toda la finca, se abrieron paso entre los guardianes y se plantaron delante de la fila que aquellos cuatro
formaban junto a la pared de las cuadras.
Reinaldo Ramos tuvo que disimular un respingo, impresionado ante la larga y espectral planta del
predicador y, de inmediato, la fea jeta ausente del fenomenal mestizo removió algo en su memoria que
ayudó a que los rostros de los otros dos gringos le resultaran vagamente familiares.
– Aquí los tiene, señor... Dicen que vienen del sur, por Uvalde... –explicó Pancho, en un terrible
estado de tensión desde los fatídicos sucesos de por la mañana.
– Bajen los brazos –concedió Ramos, dejándose llevar por aquella familiaridad imprecisa.
– Ándale, gringo, cuéntale al señor la milonga que me largaste... –instigó Pancho a Tom Doniphan.
– ¿Es usted Baldomero Marqués? –quiso saber el tejano, ignorando al subalterno y masajeándose los
antebrazos.
– Soy Reinaldo Ramos, secretario personal de don Baldomero. Les comunico que llegan ustedes en un
mal momento... –avisó con severidad, repitiendo con palabras lo que su rostro explicaba ya con suficiente
elocuencia. Con los brazos junto a los costados, atenazado por la furia y la tragedia, Reinaldo Ramos
semejaba un enorme barril de pólvora a punto de estallar.
– Soy Tom Doniphan –anunció el tejano a los presentes, tendiendo una mano al totémico secretario–
Este es Frank Ritter... Diego Velásquez... y el padre Laughton –presentó como quien enseña su mano de
cartas.
Mientras estrechaban las manos, algunos de aquellos nombres avivaron aún más la brasa del confuso
recuerdo en la memoria de Ramos. Que lo ahorcaran si había visto alguna vez al reverendo, pero los otros
tres...
– Lamentamos ser inoportunos, créame –se disculpó Doniphan, esmerándose con su español– Pero es
necesario que veamos a Baldomero Marqués.
– Debemos entregarle un documento muy importante. Viene de México –intervino Ritter, engujándose
con cuidado el rostro aún inflamado.
Ramos meneó la cabeza.
– Lo siento, pero don Baldomero no podrá recibirles. Está indispuesto... Ya ven que andamos
atareados, así que yo les atenderé aquí mismo. Si me entregan el documento, yo se lo daré personalmente
a don Baldomero...
– No se ofenda, señor Ramos –objetó Doniphan– pero su contenido es confidencial y debo entregarlo
en mano...
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Ramos inspiró, impaciente. tratando de evaluar a toda prisa si aquellos profesionales tenían algo que
ver con la tragedia que estaban viviendo. A su vera, Pancho se removía inquieto.
– Señor Ramos... –se apresuró Ritter a intervenir, percibiendo la incertidumbre en el secretario de
Marqués– Nos han encargado ponernos a disposición de su patrón y asegurarnos de que nada le suceda
hasta que haya tenido ocasión de leer lo que le traemos. No queremos causarles problemas, se lo aseguro.
Hemos venido a ayudarles, pero es necesario que veamos a don Baldomero...
Reinaldo Ramos apretó los labios, apunto de tomar una decisión de la que podía arrepentirse. Aquel
gringo sonaba convincente y la posibilidad de una remota ayuda se le antojó por un momento
providencial.
– Será mejor que traigan algo bueno, pendejos, porque los hierros están al rojo –sentenció Ramos
dándose la vuelta– Tráetelos, Pancho...
– ¡Vamos, ya oyeron, caminen! –saltó Pancho
La comitiva se puso en marcha, pasando bajo los arcos blanqueados y saliendo a la luz mate del
atardecer. Mientras avanzaban hacia la casa, hombres armados terminaban de acondicionar un carricoche
de viaje en un lado de la plaza; junto a ellos, otros cargaban un carro con los bultos que un ir y venir de
sirvientes traían. Según se acercaban a la casa principal, la planta baja se concretaba como epicentro de
toda actividad.
– Ténmelos ahí –ordenó Ramos, entrando en la casa sin detenerse.
Pancho se volvió, dando el alto y ocupando el centro de la entrada.
– Hasta ahí, pendejos.
Encañonados bajo el soportal, los cuatro mensajeros aguardaron en silencio. Del interior de la casa
llegaban ecos de abrir y cerrar puertas, pasos; por un instante se dejó oír el sollozar angustiado de una
mujer; Chaquito habría jurado distinguir al mismo tiempo el gemido lastimero de un perro; tras una de las
ventanas apareció el rostro desconcertado del viejo Emilio, que miró un momento y se apartó del cristal
haciendo aspavientos. Una retahíla de furiosas maldiciones brotó por uno de los pasillos al abrirse una
puerta. Pancho volvió la cabeza y los guardianes cruzaron miradas intranquilas. Siguieron unos pasos
apresurados y, en seguida, la notable presencia de Ramos reapareció cruzando la antesala. Venía
descompuesto. Se detuvo junto a Pancho y al revisar de nuevo el cuadro que ofrecían aquellos cuatro se
encomendó a la Virgen de Guadalupe.
– Don Baldomero está muy alterado... ahorita lo van a ver... –reconoció con gravedad, los nervios a
flor de piel y desmoronado por la preocupación– No está la cosa para pendejadas, señores, así que ustedes
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verán... –advirtió con toda seriedad– Vengan conmigo, antes de que me arrepienta... Ustedes quédense
por aquí, muchachos.
Ritter, Doniphan, Chaquito y Laughton, cruzaron el umbral y, quitándose el sombrero, siguieron al
secretario a ritmo de espuelas a través del amplio y excesivamente iluminado vestíbulo. Desde la entrada,
Pancho y sus hombres los siguieron con la vista. Nada más tomar el pasillo que conducía al ala este de la
casa, Ramos se detuvo ante la primera puerta que encontraron, agarró un pomo con cada mano y abrió de
par en par, franqueando la entrada a un despacho en el que la profusión de luz competía con la del
recibidor; a pesar de ser espacioso y de la acogedora sobriedad del mobiliario, el ambiente resultaba
sofocante, el aire espeso, denso de tensión, como una tormenta a punto de descargar; las cortinas de las
ventanas, echadas sobre los cristales, aislaban la estancia del exterior y acentuaban la dramática opresión
que allí se respiraba. Murmurando breves saludos, los cuatro visitantes entraron en el gabinete
sintiéndose primero atraídos por el desorden reinante, más que por las personas presentes. Sobre la
superficie de la robusta mesa del despacho se extendían un enorme mapa a medio desplegar y un barullo
de botellas, vasos, cuencos y tazas de infusión. En la pared opuesta, una banqueta con sillín de cuero
permanecía caída junto a una mesa baja; encima de la mesita, a la luz imperceptible de dos pedazos de
cirio que se consumían sobre sus palmatorias, los naipes de una baraja parecían haber sido revueltos por
la mano de un jugador desesperado ante un solitario imposible de resolver. Tirados por el suelo, bajo los
muebles, varios libros despatarrados, un pisapapeles, los restos dispersos de un jarroncito hecho añicos,
un puñado de huesecillos resecos... formaban un caótico reguero de objetos que se perdía, al fondo a
mano izquierda, bajo un impecable arco de ladrillos lustrados que comunicaba con el estudio anexo desde
el que parecía emanar todo alboroto.
– ¡¡"La planta es un parásito que, con sus gruesas raíces, trepa por los árboles alcanzando alturas de
más de 100 metros, en busca del sol..."!! –parrafeó una voz desatinada y colérica a través del arco del
ladrillo– ¡¡"Sus flores, de color entre verde y amarillo, se abren un solo día, y sólo hay una especie de
abeja-pajarillo, de exclusividad mexicana, capaz de polinizarla. Gracias a este pequeño insecto, México
ha podido conservar el monopolio de la exportación de la vainilla..."!! ¡¡No mames, cabrón!! –Al
improperio siguieron ruidos confusos y el golpear de un objeto contra el suelo.
– Aayyy, Sagrado Corazón... –Un lamento quejumbroso solicitó atención– aaayyy... tente, hijo mío...
teeeente... –Junto a la mesa del despacho, sentada en un silloncito tapizado, la tata Luisa sollozaba con
amargura, clamando al cielo por lo bajo y apretando en su mano arrugada un pañuelo y la medalla de
Rosarito.
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– Ay, virgencita, mi niña... mi niña... aaaaayyy... –se dolió la mujer con mayor angustia, al ver, con los
ojos anegados, al cuarteto que acaba de entrar.
Reinaldo Ramos bajó los párpados y agachó la cabeza, pasándose una mano por la frente, rendido.
– ¡¡Las entrañas de un castor!! ¡¡Traedme las entrañas de un castor!! –exigió ahora el basilisco desde
su guarida al otro lado del arco de ladrillo.
– Buena idea, compadre... A mí también se me abrió el apetito –musitó para sí Chaquito con
aprobación.
El tío Félix, demudado por la preocupación, permanecía en pie junto a la anciana, consolándole la otra
mano. Tras él, dos paisanos del servicio, atenazados por la congoja, sujetaban guitarra y guitarrón
respectivamente, como si fueran mariachis.
– Tóquenle las mañanitas, mis cuates, suavecito... –susurró Félix, como último recurso.
– Estas son las mañaniiiiitass que cantaaaa... –se arrancaron tímidamente. Un libro se estrelló contra
la pared por encima de sus cabezas, haciéndoles enmudecer.
– ¡¡Aquí no interpreta nadie más que yo!! –amenazó el ogro desde su cueva.
– ¡Déjate de huevonadas, Félix! –reprendió Ramos entre dientes, terminante– Salgan de aquí, anden...
–Los improvisados mariachis se esfumaron murmurando una despedida y soplando de alivio.
– Aaayy, Señor... aayyy...
Ramos se pasó un pañuelo por el rostro y reunió todo el aplomo que pudo antes de acercarse a la
entrada del estudio y carraspear:
– Ahí les tienes... –murmuró únicamente, apenas señalando con el pulgar.
Habiendo abandonado aquella mañana todo vestigio de Baldomero Marqués al pie de la terraza, La
Iguana salió del estudio con parsimonia desafiante; en mangas de camisa, traía la fusta en una mano, un
libro en la otra y un revólver colgando del costado. Su expresión era temible, los ojos brillándole
cercanos a la demencia. Se hizo el silencio y sólo se oyeron sus pasos. La presencia del espectral
reverendo pareció sugerirle una ocurrencia y se detuvo frente a él. Levantó la barbilla y una ceja:
– ¿No tendrá usted ahí una Biblia, padrecito... ? –pidió con toda seriedad, arrojando hacia atrás el libro
que sostenía y pasándose la mano por la cabeza para domar algunos mechones encrespados.
– Lo lamento, hijo –habló el predicador, posando el frío infinito de sus pupilas sobre la fiera que tenía
delante. Su memoria buscaba un Torres en la libreta–
Se la entregué a sus hombres junto a mis
revólveres...
– ¡Pe-lo-tas de buey! –exclamó Doniphan de pronto, mirando enseguida a Ritter, estupefacto.
185
– ¡La madre que me paAAAAUUU! –aulló Ritter al exclamar su asombro, mordiéndose el labio aún
inflamado.
– Pero si tú... usted... ¿...usted es Baldomeró Marqués? –farfulló Doniphan incrédulo.
La Iguana los observó perplejo durante un instante, como si fueran una visión.
– ¡Chingo! ¡Que me cuelguen! –exclamó de pronto, rompiendo a reír con una sonora y desconcertante
carcajada– ¡Los gringos coroneles!
– Vaya, veo que nos recuerda –se congratuló el tejano– Soy Tom Doniphan –anunció antes de
presentar a sus compañeros.
Ramos se palmeó la frente al situar de pronto aquellos rostros entre sus recuerdos:
Había sido cerca de Topeka. Las tropas de Juárez echaban el resto para impedir el avance de las
columnas francesas hacia la capital. Torres, como en otras ocasiones durante la guerra, había decidido
participar en una arriesgada operación que podía resultar decisiva para el desenlace de la guerra. Aquel
grupo de mercenarios comandaban parte de la tropa que intervendría en el ataque. Se habían ganado una
merecida reputación entre las tropas y los mandos y se decía que trabajaban con el espionaje mexicano...
A decir verdad, los había visto en contadas ocasiones, las necesarias para preparar las incursiones con los
generales. Después de aquella batalla decisiva, no había vuelto a saber de ellos. Habían hecho bien su
trabajo... Todos lucharon con bravura aquel día... –evocó Ramos, perdiéndose un instante en las brumas
de su memoria.
– ¡Reinaldo! ¡Félix! ¡¿No se acuerdan?!... –reclamó La Iguana, excitado ante aquella nueva filigrana
que el destino le presentaba para poner a prueba la resistencia de su cordura.
– Claro, cómo no... –asintió Ramos, atento a cada reacción de su jefe y amigo.
– Claro, claro que nos acordamos... –aseguró Félix, nada convencido. Apretándole la mano, la tata
Luisa los miraba con ojos humedecidos.
– ¿No te acuerdas, Chak? ¡Torres! ¡En Topeka! ¡Con los franceses! –enumeró Doniphan, tratando de
refrescar la memoria del mestizo, que no parecía muy sorprendido.
– Cómo no, compadre –mintió Chaquito, excelente tirador pero pésimo fisonomista– ¿Cómo le va,
señor?...
Ramos, Félix y la tata se removieron incómodos, al oír pronunciar el verdadero apellido de La Iguana
en presencia de extraños.
–El Señor teje caminos inescrutables, muchacho... –susurró el reverendo al oído del mestizo. Chaquito
rió entre dientes.
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– ¿Pero cómo que aún andan trabajando para México? –preguntó La Iguana sonriendo con amable
admiración, en un inesperado cambio de talante– ¿Tan bien les pagan...?
– No me tire de la lengua... –dejó caer Ritter, que según se recuperaba de la sorpresa trataba de encajar
aquella ¿coincidencia?...
– ¿Pero qué les trajo por aquí, anden cuéntenme? –quiso saber La Iguana, acercándose a la mesa y
disponiéndose a llenar unos vasitos de tequila. Una vez más, los allegados de La Iguana se rendían ante la
incontestable entereza que su jefe era capaz de mostrar, si lograba controlarse, aún frente a las peores
adversidades.
– La verdad es que no esperábamos que don Baldomero, bueno, que usted y don... –trató de explicar
Ritter.
– Ay, sí, chingones, es una larga historia... –interrumpió La Iguana, restando importancia y tomando
un vasito– Anden, tomen un trago... Por los viejos tiempos... –invitó con un gesto hacia la mesa. Los
cuatro profesionales atendieron la cortesía cogiendo un vaso y volviendo a su sitio, como quien espera un
brindis– Me descubrieron, pendejos... –simuló apenarse La Iguana, sin embargo– Ahora, tendré que
matarles... –bromeó, vaciando su vaso de un trago y retorciendo de súbito la sonrisa en una mueca letal,
dominado de nuevo por la bestia.
Aunque aquello no había sonado a dedicatoria, los interpelados creyeron conveniente no hacerle el feo
al anfitrión y vaciaron sus vasos de golpe.
– Esperemos que esto... –deseó Doniphan, sacando la carta del interior de su chaqueta de piel vuelta–
...pueda evitar que lleguemos a ese extremo, señor... Marqués –añadió, entregándosela.
La Iguana tomó el sobre lacrado y lo miró por ambas caras, con cierto desprecio.
– ¿Y puede saberse quien se toma tantas molestias? –preguntó, sacudiendo el sobre.
– La carta es confidencial... –apuntó Ritter– Tal vez sería conveniente que la leyera en privado y...
– Estas personas son de toda confianza –atajó La Iguana, desechando la observación– ¿Quién les
manda? –exigió sin contemplaciones.
– Bueno, como quiera... –acató Doniphan, encogiéndose de hombros– En estos momentos puede
decirse que trabajamos para el presidente de su país –declaró el tejano con solemnidad retadora, como si
acabara de destapar una buena mano sobre el tapete.
El anuncio de la categoría del remitente, más que honrarles, provocó una mezcla de desconcierto,
expectación y mal fario que vino a sumarse al atormentado ánimo de los habitantes de la hacienda allí
reunidos.
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– Aaayyy, virgencita... aaayyy...
La Iguana, con la branquia en todo su esplendor en medio del testuz, pareció ausente durante un
instante, la mirada fija en el sobre que sujetaba. Los latidos instintivos de la fusta contra la pernera
marcaron unos segundos de silenciosa incertidumbre.
– Será mejor para todos que lea esa carta, hijo... –resolvió el predicador, sonando a penitencia.
Silverio Torres, bregando con el enajenado torbellino que asolaba su entendimiento, aún titubeó antes
de dar unos pasos indecisos que le llevaron hasta el centro de la estancia, acompañado por las miradas de
todos los presentes. Con la fusta bajo el brazo, La Iguana hizo saltar el sello lacrado, abrió el sobre y
extrajo dos cuartillas manuscritas sobre papel de calidad, estampado con el escudo de la república. Con
un suspiro casi inaudible, extendió las hojas y leyó para sí:
Estimado Silverio:
Me dispongo a escribir estas líneas con una urgencia que admite poca ceremonia.
No es ésta, seguramente, la manera más apropiada de restablecer el trato, después de todos estos
años turbulentos, pero confío en que, al final de la presente, esta descortesía quede, cuando menos,
justificada. Tiempo habrá para rememorar el pasado.
Si finalmente llega esta carta a tus manos, confirmará que sigues con vida y que tu particular
situación ha dejado de ser, para bien o para mal, el secreto que con tanto celo has guardado durante
todo este tiempo.
Aunque motivos podrían hallarse, procura no dejarte llevar por la alarma, pues, por lo que me
incumbe, no hay razón para ello. Más allá de nuestras discrepancias y a pesar del cargo que ahora
ocupo, muestras de sobra tengo de los sacrificados servicios que has prestado a tu patria cuando más lo
ha necesitado. Muchas son las cuentas pendientes que tiene nuestro país, pero al revisar esos balances,
nada podría reclamarle México a Silverio Torres y los suyos.
A pesar de tu exilio voluntario, te supongo al corriente de las cruentas y penosas pugnas libradas en
nuestra patria desde que Maximiliano cayera en Quétaro. Te hago llegar estas palabras con un país
enfermo entre las manos, bien lo sabes. Con la misma convicción y determinación que he luchado y
trabajado para llegar a este puesto, asumo esta colosal empresa consciente de los muchos escollos a
salvar, pues son mis propósitos extirpar de una vez por todas los tumores enquistados en lo más hondo
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de nuestro seno y trazar con firmeza el rumbo que enmiende para siempre la triste y dolorosa deriva de
nuestro pueblo, aunque para ello tenga que recurrir al paredón hasta reducirlo a gravilla.
Los vientos no vienen favorables, bien presente lo tengo. El general Escobedo y los focos
conservadores que le animan desde Monterrey buscan ya la manera de no dejarme siquiera calentar el
sillón de presidencia. Aquí a mi lado, tengo sobre la mesa los informes que mis hombres redactan,
vigilando los movimientos de ese terco general y los desleales que le secundan. Aún sabiéndose bajo
sospecha, algo se traen con traficantes y rancheadores gringos, que andan ahí atizándonos las ascuas
desde la frontera con Texas. No me cabe duda de su intriga y que anden tras tus pasos me lo viene a
confirmar, pues fue la gente de Escobedo la que encontró tu rastro, Silverio, llevándonos a esta
inesperada tesitura.
Mandarán a buscarte, tenlo por seguro. Conoces como pocos los intereses y afinidades de muchos
ilustres de nuestro país y ya con eso bastaría para explicar tanto su afán como el nuestro por
encontrarte; en estos momentos, sin embargo, la revuelta que preparan desde Monterrey necesita más de
tu oro que de tus testimonios, no nos engañemos.
No vienen al caso rodeos. Dadas las circunstancias, comprenderás que apele a tu lealtad y pretenda
que pongas al servicio del país la valiosa información de la que dispones.
Con la mayor prioridad, pongo a buscarte a La Chamuscada, que sigue entregada a su patria como
pocos ¡Ah, si tuviera cien como ella! Confío en que sabrá encontrar la mejor manera de hacerte llegar a
tiempo estas líneas y organizar lo necesario para traerte cuanto antes a la capital. Es absolutamente
necesario. La seguridad de México y la tuya propia así lo exigen.
También valoro ya la conveniencia de arreglar tu traslado definitivo a la madre patria, donde puedas
instalarte ocupando el lugar que te corresponde y, tanto los tuyos como tu patrimonio, fructifiquen
contribuyendo a la prosperidad de nuestra nación. El destino ha querido finalmente darnos la
oportunidad de culminar la tarea por la que tanto se ha luchado y a nosotros no nos queda más que
cumplir con nuestro deber.
Ahora, ya sólo me resta desear que el cerco sobre nuestros enemigos haya servido para anticiparnos a
sus intenciones y esta tentativa te alcance con la mejor predisposición.
Esperando celebrar un pronto reencuentro, recibe mis más afectuosos saludos.
Y a continuación la rúbrica de Porfirio Díaz.
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Dejando caer con abandono el brazo que sostenía las hojas, La Iguana pareció agotado de repente.
Miró a un lado y a otro, aturdido, buscando dónde sentarse; soltó la fusta sobre el mapa extendido en la
mesa, le tendió las cuartillas a Reinaldo, que no había dejado de observarle un segundo, y se dejó caer en
uno de los sillones. Llevándose una mano al rostro, bajó los párpados y desinfló los pulmones como si no
tuviera intención de volver a llenarlos.
– Nos han chingado, Reinaldo... –se dolió, abandonado a la pena– Hoy nos han chingado bien...
– Aaaayy, no nos asustes, Silverio, hijo mío... aaayyy... –lloró la anciana, sin esperar a saber más.
Con el corazón en un puño, Ramos recorrió ansioso los renglones, murmurando en cada punto y aparte
sentidas lamentaciones que venían a corroborar la aflicción que doblegaba a su jefe . En su costado se
apretaba el tío Félix, comido por la impaciencia y la desazón, estirando el cuello tras las líneas en el
papel.
– Uuuuhh... uuuhhhh... –se desolaba la vieja nodriza, hecha un ovillo en su asiento.
Los componentes del cuarteto mensajero seguían con interés circunspecto la progresión de la tragedia,
sin terminar de abarcarla.
Al llegar al final del escrito, Reinaldo Ramos se sintió invadido por una flojera traidora y sus recios
dedos fueron incapaces de seguir sosteniendo las cuartillas, tomadas al vuelo por las no menos
temblorosas manos del tío Félix.
– ¿Pe... pero qué vamos...? ¿Pero... pero... cómo...? –farfulló el corpulento secretario, alelado, como un
niño gigantesco sumido en el mayor de los desamparos.
El tío Félix, cubriéndose la boca y el bigote con una mano, rompió a sollozar.
– ¿Un poco de café...? –sugirió Doniphan apaciguador, acercándose con espontaneidad hacia la mesa
del despacho. Comprobando el contenido de una distinguida cafetera de plata que se codeaba con las
sobrias botellas de tequila, sus ojos se fijaron en la porción desplegada del mapa y tuvo que contener un
silbido; aprovechando la conmoción de los anfitriones, ladeó la cabeza, haciendo discretas señas a sus
compañeros.
– Sí, creo que a todos nos vendrá bien... –secundó Ritter, interpretando de inmediato el aviso del tejano
y acercándose a la mesa con ademán servicial. Simulando reunir algunas tazas, examinó de reojo el
territorio cartografiado en el papel, reconociéndolo al instante: la línea sinuosa del Pecos, la franja
oscurecida de Sierra Charrote y los dos puntos negros de los campamentos Lancaster y Stockon...
Aquello eliminaba definitivamente el poco margen que le quedaba a la casualidad y materializaba sus
peores conjeturas. La Chamuscada había vuelto a enredarles en uno de sus intrincados asuntos, donde
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cada movimiento tenía doblez. Cinco mil dólares era mucho dinero sólo por acompañar a un viejo y
trastornado forajido... Lo que hubiera en aquel pueblo de mala muerte formaba parte del trabajo, estaba
seguro.
– ¿Dónde... dónde está La Chamuscada? –articuló Ramos casi al azar, pasándose un pañuelo por la
cara y tratando de orientarse en aquella nueva situación– ¿Por qué no vino ella con ustedes?...
La Iguana, petrificado en el sillón, parecía en trance. La tata y el tío Félix lloraban abrazados.
– Me parece que tendrán ocasión de preguntárselo personalmente –empezó a exponer Doniphan,
acercándole una taza con café frío al secretario– Ella nos mandó a buscar al señor Marqués...
– Aaayy, dios mío... aaayy...
– Espero que esa carta lo explique... –justificó Doniphan, encogiéndose de hombros– ...pero La
Chamuscada espera a... al señor Marqués de hoy en dos semanas, en un viejo molino a poco más de un
día al sudoeste. Nosotros todo lo que tenemos que hacer es llevarle hasta allí sano y salvo, así que aquí
nos tienen...
– ¿Dos semanas...? –Ramos, embotado, pareció intentar alguna clase de cálculo mental.
– Catorce días –precisó el reverendo, acercándose y echándole un ojo al mapa, donde Ritter indicaba
con el mayor disimulo.
– Catorce días... catorce días... –rumió el secretario envuelto en incertidumbre, como si no le salieran
las cuentas.
Doniphan fue a decir algo, pero Ritter le retuvo con un leve apretón en el brazo y tomó la palabra.
– Puede que no sea asunto nuestro, señor Ramos, pero quizás sería conveniente que nos expliquen qué
les ha pasado –expuso sin más rodeos, dispuesto a enterarse de todo– No sabemos qué contiene esa carta,
pero es evidente que tienen problemas... Es muy probable que haya más gente buscando a su patrón y si
tenemos que protegerle lo mejor para todos será que busquemos la manera de solucionarlos ¿No le
parece?
– No hagan planes tan pronto, pendejos –sonó de repente la voz de La Iguana con inesperada firmeza,
causando el sobresalto general. Para admiración de propios y ajenos, el cuerpo en el sillón pareció
recuperado de forma asombrosa, insuflado una vez más de su legendaria y enérgica resistencia. En su
semblante, sobre la amargura y el dolor, imperaba una irreductible determinación– No iré a ninguna parte
sin mi nieta –sentenció, poniéndose en pie y aproximándose a la mesa para recoger la fusta.
– Mi niiiñaaa... aaayyy, mi niñaaa...
La Iguana examinó con gravedad a las personas que le enviaba La Chamuscada.
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– Esta mañana unos desalmados se han llevado a mi nieta y piden rescate –declaró, denso y sombrío
como una nube a punto de tronar.
– Aaaaayyyy... aaayyy...
– Tenga o no que ver con todo esto, no iré a ningún sitio sin ella. Esos canallas lo pagarán caro –juró,
apretando los dientes.
– Aaaayyy... ¡Mátalos, Silverio, mátalos!... aaayyyy...
– Si les encargaron cuidar de mí, espero que cobren bien, señores, porque esté donde esté... –La Iguana
dio unos golpecitos con la fusta sobre el mapa, señalando el área donde debía encontrarse Faketown–
...no voy a dejar rastro de esa condenada madriguera...
Las horas que siguieron, hasta bien pasada la medianoche, fueron agotadoras.
Ahora, de madrugada, una luna menguante en el cielo de estrellas y el rumor de unos grillos lejanos
hacían olvidar por un momento el enorme infortunio que mantenía en vilo a toda la finca. En el balcón de
la habitación en la que los habían instalado, Ritter, apoyado en la barandilla, fumaba de cara a la plaza.
Desde allí podía verse todo el frontal de la casa principal; las luces titilantes tras las cortinas de algunas
de las ventanas indicaban que tampoco allí lograban dormir. Abajo, junto a la fuente, los dos carromatos
esperaban preparados para partir.
Doniphan, descamisado y descalzo, entró en el balcón bostezando.
– Son más de las dos, Frank, ¿no deberías descansar un poco?... –sugirió, en voz baja.
– Tú tampoco pareces muy dormido... –murmuró Ritter, taciturno, dando una calada.
– Oh, aún no había terminado de conciliar el sueño y Chak ha conseguido desvelarme. No sé qué
hablaba en sueños... Algo de un coyote y de recorrer una senda blanca... Qué sé yo... –Se encogió de
hombros, mirando hacia el interior de la habitación en penumbra– Sin embargo, Laughton, ahí lo tienes,
como un bendito...
Ritter siguió contemplando la plaza en silencio.
– Vamos, no hay de qué preocuparse. Todo irá bien... –aseguró el tejano, con su habitual optimismo–
Si hemos logrado convencer a Torres para que no queme el pueblo de buenas a primeras, lo demás no
puede ser ni tan complicado ni tan peligroso. ¡Que ese hombre tenga un revólver acorta automáticamente
la esperanza de vida... ! –silbó por lo bajo el tejano, bromeando para relajar a su amigo.
– No me vengas con esas, Tom –resopló Ritter con preocupación y cansancio– Esto no va a ser rápido
y discreto ¿recuerdas? Lo sabes tan bien como yo...
192
Tom no pudo más que admitirlo en silencio.
– Tal vez deberíamos haberle contado a Torres lo de los españoles... –pareció lamentar Ritter.
– ¡Demonios, no! –exclamó por lo bajo Doniphan– Es mejor así. Torres ya tiene bastante con lo suyo.
Me trae sin cuidado cómo haya amasado su fortuna y puede que sea muy importante para México, pero la
edad le ha estropeado... ya me entiendes... –tocándose la sien– Arreglamos lo de la niña, llevamos a
Torres con Sarita y si queda algo por resolver en ese nido de víboras a donde vamos, ya es asunto
nuestro... –solucionó, haciéndolo sonar sencillo.
Ritter quedó pensativo un momento.
– Uno de nosotros tendrá que adelantarse para ponerles al corriente –reflexionó en voz alta– No les va
a hacer ninguna gracia el cambio de planes. Lo de Torres no es asunto suyo; dudo mucho que quieran
arriesgarse... Hum... esperemos que no se hayan cruzado en el camino con ese endemoniado francés...
– Bueno, es pronto para decir eso... Una vez allí, tal vez se presente la ocasión de echarle mano a un
buen puñado de la pasta de ese Durkham y todos contentos...
– Yo no me haría muchas ilusiones. Las cosas aún pueden complicarse mucho más de lo que están... –
presagió Ritter, dando una intensa calada– No hago más que darle vueltas... Si ese Durkham es el
intermediario que han elegido los del otro bando, ¿te parece que ésta es la mejor manera de atraer para su
causa a Torres y su oro?... O ese Durkham está chiflado o me da la impresión de que el asunto se le está
escapando de las manos...
193
Capítulo 13
Como venía siendo habitual, el viernes era el día de mayor actividad comercial en Faketown. Los
hombres de los campamentos mineros llegaban de buena mañana, arreglaban sus asuntos y dedicaban el
resto del día y de la noche a gastar su oro de un local en otro. Aquel soleado viernes, a punto de cruzar el
mediodía, las calles del pueblo aparentaban especialmente hacendosas y dignas. Nada hubiera podido
adivinar el forastero de lo que allí se estaba preparando. Muy al contrario, la ausencia de facinerosos
acechando bajo los porches habría hecho pensar al visitante ocasional en la firme y abnegada tarea de un
honrado agente de la ley; sin embargo, los lugareños sabían bien que aquella tranquilidad era pasajera y
sólo significaba que la esposa del Gordo estaba en el pueblo.
En efecto, entre el afanado tránsito, la señora Durkham enfilaba por la calle principal con su paso
bamboleante pero diligente, hacia el almacén de Dril. Tras ella, Monty, el tonto del pueblo, sujetaba unos
paquetes, babeando encantado. A pocos pasos, dos machacas los seguían discretamente, atentos a lo que
la señora pudiera necesitar.
– Vamos, Monty. Repite conmigo: El Se-ñor hi-zo en mí ma-ra-vi-llas –remarcaba con soniquete
monjil la señora Durkham, tratando de enriquecer el discurso del pobre infeliz.
– ¡Mete, Cañete! –replicó Monty en cambio, repitiendo entre risas bobas la última expresión que las
lenguas maliciosas de la calle le habían enseñado.
El joven asistente del sheriff, Martin, adelantó a la comitiva de la señora Durkham con paso apurado,
subiendo y bajando de las aceras de madera para esquivar a los peatones. El larguirucho muchacho
recorrió toda la calle en un santiamén y se metió en la pequeña oficina del telégrafo. Un fornido minero
recogía del mostrador el recibo que el viejo Newton le tendía a través de la ventanilla y salía de la
estafeta murmurando un saludo. El telegrafista miró por encima de las lentes que se le sostenían en la
punta de la nariz y alzó sus cejas blancas ante el rostro de anfibio sofocado que traía el chicarrón.
– Martin, muchacho, cálmate –recomendó el señor Newton, ocultando el labio inferior bajo su bigote
blanco en un gesto bonachón.
– Quiero poner un telegrama... –articuló indeciso el joven, sacando unas monedas de uno de los
bolsillos de su gastado pantalón de peto.
194
– Muy bien –le siguió el juego el telegrafista, con cariñosa paciencia– ¿A quién va dirigido? –
preguntó, humedeciendo la punta del lápiz con la lengua.
– A... a los Rangers de Texas –respondió Martin muy serio, depositando la calderilla sobre el
mostrador– Es muy urgente, señor Newton...
– ¡¿Otra vez estamos con eso, Martin?! –regañó el anciano con repentino disgusto– ¡Diablo de
muchacho! ¿Cómo tengo que decírtelo? –No era la primera vez que el señor Newton se veía en el caso de
tener que disuadir y enfriar al espíritu rebelde y utópico del adolescente– ¿Cuántos años tienes?
– Voy a cumplir dieciocho...
–¿No te parece que eres demasiado joven para complicarte la vida de esta manera, eh? ¿Qué quieres,
que te peguen un tiro? ¡Tú no eres el sheriff, muchacho!
– Bueno, soy su ayudante... –murmuró Martin, sabiendo el poco argumento que eso significaba.
– ¡Oh, vamos, chico! ¡No digas tonterías! –se quejó el telegrafista, abandonando el taburete en su lado
de mostrador– Eres un muchacho espabilado, Martin. Sabes muy bien que lo único que puedes hacer es
mantener limpio y ordenado el cuchitril de ese cobarde haragán de Milford...
– Señor Newton, aquí va a pasar algo gordo, se lo aseguro... He estado observando y he oído cosas...
El Francés llegó anoche y ví... –se desató el muchacho, sin conseguir ordenar sus explicaciones.
– ¡Al infierno con todo eso! ¡No quiero saber nada! –detuvo el anciano, sacudiendo la mano en torno a
la corona de pelo blanco alrededor de su calva, como si espantara de su cabeza lo que apenas había salido
por la boca del chaval– ¿Crees que tú y yo vamos a arreglarlo?¿Crees que los Rangers servirían de algo?
¿No estuvieron aquí hace poco?–Martin asintió agachando la cabeza con pesar. No hacía una semana que
había pasado una patrulla y el sheriff Milford los había despachado con una sarta de mentiras– Te lo he
dicho muchas veces, Martin. No es cosa nuestra... –le recordó una vez más con paternal gravedad–
Mientras se empeñen en solucionar sus asuntos a tiros, nosotros de lo que tenemos que ocuparnos es de
sobrevivirles, muchacho...
El viejo Newton siempre conseguía descorazonarle con sus sentencias. Martin arrastró los pies hasta la
ventana, con los ojos humedecidos de rabiosa impotencia ante los terribles incidentes que, estaba seguro,
iban a tener lugar.
– Fíjate en esto, Martin –El señor Newton trató de distraer al joven, llamando su atención sobre unos
recortes y folletos sobre su mesa– Esto si es realmente importante, muchacho, ya lo creo... Con este
artilugio podremos hablar a distancia los unos con los otros ¿Qué te parece, eh, Martin?...
195
El joven no pareció oír el reclamo del viejo telegrafista. A través del cristal, tenía puestos los ojos y la
atención a lo lejos, en la planta superior del Diamonds, creyendo poder distinguir allí, tras una de las
ventanas, la oronda silueta de aquel canalla que tenía aterrorizado al pueblo.
Frente a los cristales de su despacho, J. Q. Durkham sudaba de cara a la calle. Aún no había
conseguido que cesara del todo el temblor de sus piernas y trataba de pensar todo lo deprisa que su
creciente irritación le permitía.
– ¡Esto es una locura! ¡¿Pero qué vamos a hacer ahora?! –se desatinaba Alex Garrison, en un
alarmante estado de nerviosismo– ¡Estamos en manos de ese asesino descerebrado y... y... ridículo!
– Baje la voz, Garrison, se lo ruego... –suplicó Durkham, pasándose el pañuelo por la frente,
intentando no desbocarse.
Apenas hacía una hora que Pete el Francés había salido por la puerta del despacho después de haberles
amenazado abiertamente, con sus insultantes maneras burlonas. Desde la perspectiva de aquel miserable,
su procedimiento resultaba de lo más efectivo, ahorraba tiempo a todo el mundo y, por supuesto, iba a
dejarle un suculento bocado del pastel. Por lo que había explicado, en pocas horas recibirían la visita del
propio señor Marqués y su agradable parroquia. La niña la tenía él y quería la mitad de "lo de Mac
Guffin", había dicho con sorna el pistolero. El Francés había olido la pasta y se la había jugado. Esto no
iba a quedar así, desde luego, pero por el momento aquel mal nacido le tenía cojido por las pelotas...
Tampoco eran tranquilizadoras las noticias que llegaban sobre los tipos que había mandado liquidar.
Algunos de los que salieron en su busca se habían dado media vuelta, contando por los salones que Bud
Cranon y los Clay no habían podido con aquella banda; ya se chismorreaba que venían camino de
Faketown... A decir verdad, lo daba por hecho. Aunque el francés no se hubiera topado con ellos, estaba
seguro, aferrándose a su intuición, de la relación de aquellos mercenarios con todo el asunto de
Baldomero Marqués. El golpe de suerte que le había permitido anticiparse no había sido suficiente para
terminar con aquellos hijos de perra.
– No perdamos la calma –se dijo Durkham en voz alta, con la boca seca. Echó mano de la botella de
cristal y volvió a llenar dos vasos.
A Garrison no le quedaba calma que perder.
– ¡¿Pero es que no se da cuenta en que situación nos ha dejado ese... ese... ¡grumf!?! –bufó, ante la
falta de calificativo– ¡Un secuestro! –sujetándose las gafas que le resbalaban sobre el puente de la nariz–
Comprendo cuánta utilidad puede tener para la política la influencia, el soborno, el chantaje... ¡Incluso la
196
extorsión! ¡¿Pero un secuestro?! ¡¿Es así como vamos a labrar su carrera, señor Durkham? ¿Secuestrando
niñas?! –recriminó a bocajarro en la enajenación del momento.
– ¡Basta, Garrison! ¡No le consiento que me hable así! –bramó Durkham, enrojeciendo ante las pullas
de su secretario– ¡Ya se lo he dicho! ¡¿Cómo iba a saber yo que ese chiflado actuaría por su cuenta?!
¡Nos la ha jugado, Garrison, ¿lo entiende?!... –Durkham hizo un visible gesto de contención para no dar
un puñetazo en la mesa– Así que vamos a tranquilizarnos... –murmuró, tendiéndole uno de los vasos a su
trastornado secretario– ...y veamos como manejar todo esto...
– ¡¿Pero qué vamos a explicarles a Torres y su gente?! ¡¿Pediremos disculpas en nombre del servicio y
tan amigos?! ¡Imagínese con qué talante vendrán! ¡Ese... ese... criminal ha secuestrado a su nieta! ¡En su
nombre, señor Durkham!
– ¡Por Dios, Garrison, serénese! ¡Deben estar oyéndole desde las mesas de dados! ¡Y deje ya de
quejarse! –reprendió Durkham con sus ojillos chispeantes– Nosotros no hemos hecho nada, ¿me ha
entendido? Ha sido ese francés. Eso es... al francés se le subieron los humos y actuó por su cuenta... –
empezó a tejer el señor de Faketown, sobre la marcha– No creo que Torres venga pegando tiros mientras
tengamos a la niña. Hablaremos con él, eso es. Veremos lo que trae y nos ofreceremos a ayudarle a
recuperar a la niña y ajustarle las cuentas al francés...
A juzgar por su grado de alteración, Garrison, incapaz de dominarse, parecía estar asistiendo al fin del
mundo, a la espera de que todo se derrumbase a su alrededor.
– ¡Pero... pero... esto es inaudito! ¡¿Se ha vuelto loco usted también?! ¡Sólo conseguirá que nos maten
a todos! ¡No pienso participar en este crimen! ¡En este no!
– Usted hará lo que yo le diga, ¿entendido? –La voz de Durkham rugió de la peor manera y Garrison,
detectando la amenaza, guardó silencio, conmocionado– Veremos qué tiene Torres y sacaremos todo el
provecho que podamos, ¿me ha entendido?... –fulminó con la mirada Durkham, apretando los dientes.
Garrison estuvo a punto de articular una nueva objeción, pero se contuvo, bregando por retomar el
control de sí mismo. Durkham lo miró furibundo, adivinando lo que pasaba por la cabeza de su
secretario: Aunque los de Torres no acabaran colgándoles con un dólar en la boca, no iba a resultar fácil
explicar la situación a la gente de Monterrey.
– Está bien... –susurró Garrison, repentina y asombrosamente calmado, dirigiéndose hacia la puerta.
– ¿Dónde demonios va, Garrison?
197
– Al hotel. A mi cuarto. Quiero estar presentable cuando vengan a por nosotros –respondió con
sequedad, abriendo la puerta y saliendo. El alegre barullo de la clientela en la planta baja se coló en el
despacho por un momento.
– ¡Váyase al infierno! –le gritó Durkham a la espalda, antes de que uno de los hombres que guardaban
la puerta volviera a cerrarla.
J. Q. Durkham, resoplando como un becerro, se sirvió otro trago y volvió junto a la ventana. La calesa
de su esposa se disponía a salir del pueblo, por fin, con los guardaespaldas en el pescante y, en los
asientos traseros, la señora y el tonto de Monty, cargado de paquetes y anunciando a voces su marcha.
Durkham extrajo el reloj del bolsillo de su chaleco. Las doce y media. Tomó uno de sus cigarros y
mientras lo encendía echó un vistazo hacia los tejados de los edificios de la calle principal, distinguiendo
en algunos de ellos a los hombres que había mandado apostar por todo el pueblo. Ya sólo cabía esperar.
La primera calada, siempre intensa, le sabía a gloria, incluso en las peores situaciones. Si las cosas se
ponían feas, siempre podía decirles a los de Monterrey que no había podido llegar a tiempo para evitar
que Torres muriera a manos de los desalmados que sus oponentes habían enviado en su busca... O algo
por el estilo...
En la entrada oeste del pueblo, Stillson y sus hombres, siguiendo las órdenes del señor Durkham,
tomaban posiciones en el interior del viejo establo.
A pesar de su simpleza, de su estatura justa y de sobrarle algunos kilos, la actitud rampante y testaruda
de Stillson, junto a una resignada y notable ausencia de escrúpulos, le habían convertido en el ya veterano
cabecilla de su banda. Evolucionando entre los aperos, ruedas, balas de paja y bultos diversos que se
guardaban dentro de la cochambrosa caballeriza, Stillson examinaba con ojo experto el lugar y distribuía
a sus hombres.
– Ya lo habéis oído, muchachos –iba diciendo– Ya sabéis el tipo de visitas que esperamos. Cualquier
movimiento sospechoso, disparamos primero y preguntamos después ¿entendido? –repitiendo metódico
la vieja máxima– Vosotros dos, ahí... –mandó, señalando dos pequeñas ventanas encaradas a la calle– Tú
y tú, al altillo... –Dio unos pasos hacia el fondo del establo– Tú, Stanley, encárgate de esa ventana –
refiriéndose a un pequeño ventanuco lateral, junto a la estoica mula inquilina. Stanley, el componente
más joven y más reciente de la banda, sostenía el rifle con cierto reparo y, por su expresión, parecía
confuso.
198
– Uuuhhh... bueno... no quiero ser inoportuno, pero... –pareció disculparse el apocado Stanley, dando
unos pasos indecisos hacia el puesto que le indicaban– ...¿esos... esos hombres van armados? –preguntó,
con pasmosa candidez.
– ¡Claro que van armados! –gruñó Stillson, descolocado– ¿Qué te pasa, muchacho, estás borracho? –le
amonestó con lo primero que se le vino a la cabeza.
– ¿Y por qué vamos a dispararles? No pienso hacer eso... –reprobó Stanley, pasando del asombro al
reparo – Si les disparamos, seguramente ellos... ellos nos dispararán... –advirtió con abierta preocupación.
– Pero... ¿pero que estás diciendo, Stanley? –El desconcertado Stillson probó a sonreír, por si se tratara
de una broma– Anda, déjate de tonterías, coge tu rifle y ocupa tu puesto...
– No me enrolé en una banda para disparar sobre la gente –manifestó Stanley con una convicción que
no se correspondía con sus gestos medrosos.
Los ojos de Stillson se abrieron incrédulos.
– Demonios, Stanley... –intervino uno de los que oteaba ya el horizonte con el rifle apoyado en el
canto de la ventana– ...cuando estás en una banda, a veces hay que dispararle a gente... ya sabes... ellos
disparan, tú disparas...
– Claro, eso es... –confirmó otro de los hombres que esperaban recibir órdenes junto a la puerta.
Stillson volvió la cabeza, perplejo.
– Desde que decidí dedicarme a esto y me uní a vosotros, jamás he tenido que disparar sobre nadie –
replicó presto Stanley– Todo lo más apuntar, como hacemos todos –reconoció con una pizca de
remordimiento– Y no pienso cambiar hoy de costumbre –se reafirmó, ruborizándose ante su propio
atrevimiento. Stillson lo miraba ofuscado, barajando las escasas opciones que se le ocurrían: No sabía si
derribarlo de un puñetazo, dispararle sin más, o echar un trago.
– Nadie se mete en esto para disparar sobre la gente ¿no? –interrogó Stanley, como si la pregunta fuera
innecesaria– Cuando era chico, mi padre maldecía siempre a los que se dedicaban a ganar el dinero a
punta de pistola. "¡Banda de cobardes!", decía. Nunca le contradije mientras viví en su casa, claro... Pero
a mí, si pones un poco de cuidado y no andas por ahí disparando a la gente –remarcó, mirando a los
presentes con ademán didáctico– siempre me pareció una manera mejor que otras muchas de ganarse la
vida. Bueno, la gente te desprecia y todo eso, pero es mejor que trabajar todo el día en el campo ¿no? –
Desde el altillo, murmullos de aprobación secundaron el argumento.
Stillson, abrumado por tantas frases seguidas, sacó la petaca y vació la mitad de un trago.
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– Pero hombre, Stanley... –intervino otro de los que cubrían ventanas, interesándose por el hilo de la
conversación– ...¿y qué piensas hacer si no vas a dispararles?
– Bueno, supongo que lo que hacemos siempre –titubeó Stanley al no tener más que una respuesta
obvia– Basta apuntar con el arma, ya sabéis... La gente te da lo que tiene o hace lo que les pides ¿A quién
le gusta que le disparen? –Sacó su revólver con naturalidad y apuntó a Stillson.
– ¡Arriba las manos! –ordenó, para demostrar su hipótesis.
Stillson, pillado por sorpresa, levantó las manos como un resorte. El éxito rotundo del experimento
desató una oleada de comentarios entre el cada vez más persuadido auditorio.
– ¡¿Te... te has vuelto loco?! –se enfadó Stillson bajando los brazos con cierto bochorno– ¡Deja de
apuntarme!
– Oh, no se preocupe –Ante el estupor general, Stanley apretó el gatillo. El percutor chascó
inofensivo– No suelo ponerle las balas, para evitar accidentes... –se justificó, devolviendo el revólver a la
funda, un poco avergonzado por transgredir las formas de aquella manera.
A Stillon, blanco, no le llegaba la camisa al cuerpo.
Tanto en el altillo como abajo, entre los presentes se inició de inmediato un animado intercambio de
pareceres, a favor y en contra, valorando las ventajas e inconvenientes que el planteamiento de Stanley
suponía en comparación con el método tradicional.
– ¡¡Baaaaaaasstaaaaa!! –reaccionó Stillson, berreando como un energúmeno– ¡Yo sí tengo balas en la
pistola! ¡Como tiene que ser! –bramó, desenfundando y agitando en el aire su revólver– ¡¿Alguien quiere
comprobarlo?! ¡Venga, todo el mundo a su sitio! –ordenó, apuntando a unos y a otros. Los hombres se
dispusieron a obedecer entre murmullos.
– Ahí lo tenéis. No falla. Sólo hay que apuntar... –indicó Stanley, ante la nueva confirmación de su
teoría.
Stillson, con el revólver por delante, se volvió como una fiera y se encaró con el sesudo disidente.
– Te juro que haré algo más que apuntarte con esta pistola si no coges el maldito rifle y te pones en
aquella maldita ventana y vigilas el maldito horizonte –gruñó amenazador. Stanley se dirigió con forzosa
mansedumbre hacia donde le indicaban, más porque le apuntaban que por intención de obedecer.
– Y vosotros dos acercaros al Silver y traeros unas botellas y algo de tabaco –ordenó aproximándose a
sus dos hombres junto a la puerta– Puede que tengamos que pasar aquí un buen rato...
200
Frank Ritter aprovechó el paso de unos carros para tomar, con la mayor discreción, la polvorienta calle
principal de Faketown. Ya se había percatado de la presencia de tiradores en algunos tejados, aguantando
a pleno sol. Hasta el momento, la áspera barba de cinco días, el polvo del viaje y el revólver bien puesto
en el costado le habían servido para un prudente fisgoneo por el pueblo sin desentonar, pero la hora de
comer se había llevado de las calles todo vestigio de laborioso comercio y la fauna de rufianes que
habitaban bajo los porches merodeaban expectantes, en un inquieto ir y venir. Con el rostro a la sombra
del ala de su sombrero, llegó hasta el final de la calle y tomó la bifurcación que llevaba al Silver Saloon.
A la puerta del establecimiento, dos tipejos malcarados se distraían cruzando opiniones mientras se
apuntaban alternativamente con el revólver, enfrascados en algún tipo de comprobación. Ritter pasó junto
a ellos, bajando la cabeza, y entró en el local empujando con suavidad las batientes. Envuelta en una
densa niebla de humo, la concurrencia ocupaba la barra y la mayoría de las mesas; la tensión que se
respiraba en todo el pueblo se condensaba allí en forma de nerviosa animación. La catadura de la
clientela saltaba a la vista; la única pieza del viejo salón parecía el patio de una penitenciaría: Cualquier
delito tenía un representante en aquel plantel de la fechoría. En torno a alguna de las mesas y en un par de
corrillos junto al mostrador, buscavidas de todo pelaje combatían la tensa y larga espera entretenidos
desde hacía un buen rato con un singular tema de conversación.
– ¡Ese Stanley es un fenómeno! –aclamó desde un corro un delegado del robo a mano armada, recién
convertido a la doctrina de Stanley.
– ¡Es un majadero! –rebatió la oposición por la boca mellada de un sujeto que parecía llevar escrito en
el semblante la palabra "parricidio"– Qué aún no le hayan matado no demuestra nada. Es cuestión de
tiempo... –garantizó sibilino.
– No necesariamente, no necesariamente... –objetó otra voz cazallosa desde el sector crítico,
compuesto en su mayoría por tahures, falsificadores y otros especialistas del engaño– Habrá que tener
siempre en cuenta quién apunta primero. Si te coge desprevenido, el método puede funcionar...
– ¡Tú ocúpate de marcar las cartas y no te metas en esto! –increpó uno del ramo del plomo, animando
al barullo.
Ritter circuló cabizbajo entre las mesas y los corrillos, dirigiéndose hacia el rincón junto a la ventana,
donde Mateo Zafra esperaba sentado ante una botella, dos vasos y una baraja mugrienta.
– Llevan así más de una hora, los gachones... –comentó el Zafra, divertido y por lo bajo, llenando ya
los dos vasitos– Esta mañana, cuando llegaste, no tenían otra cosa de que hablar que no fuera de un tío
que dicen que va a venir a jugar a las cartas... Yak Jamil o algo así...
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– ¿Dónde está Heredia?... –prefirió saber Ritter, serio. Vació el vaso y lo volvió a llenar.
– Ha ido a echar un vistazo por el otro salón... –respondió Zafra, dando cuenta de su trago con un
atisbo de embarazo en la expresión.
Cuando un par de horas antes, sentados en aquella misma mesa, Frank Ritter les había puesto al
corriente de la peliaguda situación, los dos bandoleros gaditanos habían protestado ante el desbarate de
planes que aquello significaba. No parecían dispuestos a olvidarse de Durkham y su dinero. ¿Qué iban a
sacar ellos con lo de ese señor Marqués? La historia del secuestro, más que disuadirles, les había parecido
razón añadida para ajustarles las cuentas al Gordo. Ritter había insistido en las dificultades y peligros que
suponía el supuesto canje que debía realizarse en pocas horas. Estaba convencido de que era una
encerrona y lo primero era sacar de allí a la niña. Como no llegaban a ningún entendimiento, Ritter había
decidido darse un garbeo por el pueblo, dejando a los dos socios gaditanos cavilando.
– Tenías razón, Francisco –tuvo que admitir ahora el Zafra, indicando con la cabeza los tejados en el
exterior– Aquí se va a liar la de San Quintín... He oído por aquí que el Gordo ha doblado el precio de
vuestras cabezas...
– Vaya... –murmuró Ritter, vaciando el vaso y ajustándose el ala del sombrero sobre el rostro. Los dos
hombres guardaron silencio, meditabundos.
– Bueno, ¿y qué vamos a hacer? –dijo por fin el Zafra, volteando naipes distraídamente.
– ¿Qué hay en el edificio nuevo de la calle del Diamonds? –respondió Ritter, con la cabeza en otra
cosa.
– Una casa de putas –aclaró el Zafra, escrutándole el rostro– ¿A qué viene eso?
– Hummm...
– Bueno, compadre, ¡suéltalo ya, la Virgen! –masculló el gaditano, impacientándose.
– Hay una posibilidad... –barruntó Ritter en voz alta– Es muy precipitado, pero podríamos cogerles por
sorpresa... Tenéis que ayudarme, Zafra –declaró con gravedad, inclinándose sobre la mesa– Creo que
tienen allí a la niña. Voy a entrar a por ella. No se lo esperan... –El Zafra le escuchaba receloso, a la
defensiva.– Habría que avisar a los demás, para que armaran jaleo por ahí mientras la saco del pueblo –
explicaba según maquinaba– Podríais aprovechar la confusión para vaciar la caja del salón...
– Es una locura... –murmuró el Zafra, volviendo a llenar los vasos.
– Si la sacamos de aquí antes de que llegue el rescate aún habrá ocasión de hacerle una visita a ese
Durkham –insistió Ritter, viendo una fisura en el gesto de Mateo Zafra– pero te aseguro que si Marqués y
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sus hombres llegan al pueblo, la única oportunidad que valdrá la pena aprovechar será la de salir con vida
de este agujero.
El bandolero gaditano engulló el whisky y maldijo su suerte. La desesperanza volvía a devorarle y,
como le había venido sucediendo desde que llegara a aquel país, sólo tenía una carta para jugar.
– Está bien. Hagamos un trato –resolvió de pronto, acorralado– Os ayudaremos, pero además de la
niña tenemos que llevarnos al Gordo.
– ¿Llevarnos a Durkham? Pero... pero... ¿para qué queréis...? –balbució Frank Ritter, desconcertado,
sin lograr encajar la condición.
– No creo que tengamos tiempo ahora para muchas explicaciones. ¿Qué me dices? ¿Te conviene o no?
El golpeteo apremiante de nudillos en la puerta de su habitación sobresaltó a Alex Garrison, que quedó
inmóvil y aguzó el oído. Moviéndose con sigilo, cogió el revólver que había dejado poco antes sobre la
cama y caminó con cautela hasta la puerta.
– Sí, ya voy... –iba diciendo– ¿Quién es? –preguntó, colocándose a un lado de la entrada.
– Soy yo –musitó una voz masculina.
Garrison abrió un resquicio y comprobó con alivio que, en efecto, era él. Frenchy Dux se apresuró a
entrar y cerrar la puerta a sus espaldas.
– He venido en cuanto he podido. He dejado a Jeremías en la barra –explicó sofocado el fornido
camarero, que ni siquiera se había quitado el delantal– Buf, vaya día... He oído cómo discutíais... ¿Pe...
pero qué estás haciendo? –preguntó al percatarse del confuso revoltijo de enseres personales sobre el
lecho y algunas ropas sobresaliendo por los cajones abiertos de la cómoda.
– Nos largamos, Raymond. Y deprisa –respondió Garrison, llenando apresuradamente una bolsa de
viaje.
– ¿Cómo que nos largamos? –Hacía mucho que Garrison no le llamaba por su nombre de pila– ¿Qué
pasa con lo que habíamos...?
– Ese francés mal nacido lo ha echado todo a perder. Olvídalo –interrumpió Garrison, desatendiendo
un momento el equipaje para acercarse apresuradamente hasta la ventana, atisbar un instante tras los
visillos y volver a la pequeña maleta.
– ¿Que lo olvide? Fuiste tú quién insistió en que esperáramos, con todo ese asunto del oro –protestó
Frenchy sin alzar la voz, acercándose a su acelerado socio.
203
– Lo sé, lo sé... –murmuró Garrison de mala gana, arrodillándose junto a la cama, sacando de debajo
una pequeña arca cerrada con candado y depositándola sobre el colchón.
– Maldita sea, Alex, hemos estado planeando esto durante mucho tiempo. Ya lo teníamos todo a punto
¿recuerdas?... Si hubiéramos vaciado las cajas y nos hubiéramos largado cuando estaba previsto,
podríamos estar ya en... qué se yo... ¡en Alaska! –lamentó el camarero, contenido, con la serenidad
adquirida a lo largo de años de trato con todo tipo de clientelas.
Alex Garrison se quitó las gafas y se frotó los ojos con cansancio. Suspiró. Cómo no iba a recordarlo...
Siempre habían empleado el mismo procedimiento riguroso y calculado para sus estafas.
Generalmente, las víctimas solían ser dueños de casinos y salones; trabajando como camarero o
encargado, Frenchy realizaba discretas y constantes sisas en las recaudaciones que Garrison se encargaba
de hacer cuadrar en la contabilidad. En otros casos, la experiencia de Frenchy servía para detectar al
incauto entre los empresarios ambiciosos que frecuentaban ese tipo de locales; Garrison entraba a su
servicio como contable y escamoteaba cantidades razonables de los libros de cuentas. Con paciencia y
mesura metódicas, llegado el momento, recogían el botín y, uno antes y el otro poco tiempo después, se
despedían, sin levantar sospechas ni dejar rastro de su delito y llevándose en muchos casos excelentes
cartas de recomendación. Sin embargo, después de tantos años trabajando juntos sin contratiempos
destacables, cuando J. Q. Durkham se cruzó en su camino reconocieron de inmediato al primo que podía
proporcionarles la oportunidad de dar el golpe que los retirara de una vez por todas, aunque para ello
tuvieran que modificar ligeramente su modus operandi. Esta vez, además de la cuidadosa y sistemática
sustracción, se trataba de esperar el momento adecuado para vaciarle la caja fuerte y desaparecer para
siempre. Pero el brillo seductor de una inesperada fortuna en oro no sólo había desbocado las
pretensiones de J. Q. Durkham...
– Tienes razón, Frenchy, deberíamos haber seguido con lo previsto, como siempre... –reconoció
compungido– Ha sido culpa mía... –murmuró. Estaba cansado y asustado. Del bolsillo de su flamante
pantalón extrajo un pequeño manojo de llaves y destapó la caja, dejando a la vista una buena provisión de
fajos de billetes, cuidadosamente apilados. El sonido de un fuerte golpe sobre las tablas de alguno de los
porches cercanos, hizo que Garrison volviera la cabeza hacia la ventana, alarmado– ¡Tenemos que
largarnos de aquí cuanto antes, Raymond! –saltó, de nuevo excitado por el miedo– ¡Esto se va a convertir
en un infierno de un momento a otro! ¡¿No lo entiendes?!–suplicó, agitando los antebrazos de su viejo
camarada– ¡No quiero morir en este condenado pueblo! ¡Y menos por culpa de ese... ese... francés!
204
– Necesito un trago... –masculló Frenchy, secándose su reluciente calva con el paño que colgaba del
delantal. Garrison le tendió la botella abierta que había sobre la mesita de noche, mirando de nuevo hacia
la ventana.
– Si quieres quedarte, lo entenderé... –Garrison volvió a centrarse en completar su equipaje a toda
prisa– Ahí tienes lo que hemos reunido hasta ahora. Quédatelo todo si quieres... Yo he ahorrado algo.
Podré arreglármelas...
– ¡Al diablo con eso! –exclamó Frenchy– ¡Demonios! Nos metimos juntos en esto y nos iremos juntos.
Está claro que habrá jaleo y tampoco me atrae la idea de dejar aquí mis huesos... –dio otro trago–
¿Alguna idea? –preguntó, como hacía habitualmente. Garrison siempre tenía alguna ocurrencia a punto.
– Una... – murmuró Garrison, cerrando la bolsa de viaje– Lo primero es salir del pueblo cuanto antes...
–empezó a explicar con precipitación, quitándose ya la chaqueta para colocarse una pistolera de costado
que colgaba del respaldo de una silla– Esperaremos a las afueras. Cuando llegue la gente de Torres, tú y
yo iremos a la casa de Durkham. En la caja de su despacho hay un buen pellizco. Cogemos el dinero y
nos largamos. Creo que tendremos suficiente para instalarnos y empezar a invertir... Humm...
necesitaremos otra bolsa para el dinero... –observó, mientras enfundaba la pistola y se ponía la chaqueta.
– ¿Vamos a necesitar eso? –quiso saber Frenchy, fijándose en el arma con disgustada seriedad.
– Espero que no... Sabes que me gustan tan poco como a ti –Garrison se acercó al armario en busca de
otra bolsa– Será mejor que te des prisa, Frenchy. Nos encontraremos antes de una hora en la colina al sur,
donde siempre ¿De acuerdo?
Dejando la botella, Frenchy pareció calcular antes de responder.
– Iré a por mis cosas.
Al sureste del pueblo, sobre una de las colinas cercanas, la figura del predicador se confundía con los
troncos de una pequeña arboleda en la cresta, enfocando su catalejo sobre aquel refugio del Mal.
Seguidamente, apuntó en dirección contraria, oteando el horizonte por el que ellos mismos habían llegado
aquella mañana. Despejado. Abandonando el bosquecillo, descendió hasta donde se reunía el resto del
grupo junto a los caballos, al amparo del montículo.
– ¿Hay pumas, padrecito? –murmuró el mestizo serio, ajustándose cartucheras, viendo venir al
reverendo.
– No, no hay pumas, hijo. Sólo hay desdicha –sentenció Laughton, apocalíptico.
205
– Salir ha sido fácil. Entrar ahora lo veremos... – rumiaba El Zafra, acuclillado y trazando en el suelo
unas líneas con un palito– Será mejor que dejemos aquí los caballos y rodeemos a pie por las colinas. La
peor entrada es ésta –marcó donde debería estar el viejo establo– Aquí está el salón y aquí el burdel.
Francisco saldrá por aquí con la niña; Heredia se encargará de despejarle la salida.
– ¡No sé por qué nos molestamos en hacer planes! –se quejó Tom Doniphan, muy cabreado desde que
el Zafra llegara anunciando más complicaciones– ¡Luego es él quien se queja de mi ligereza! –reprochó,
refiriéndose a Ritter– ¡Y usted, señor Thafra!–chapurreó en español– ¡Ya hablaremos cuando acabemos
con esto! ¡Tiene mucho que explicar! Debimos dejarle atado a un árbol cuando le encontramos en las
Horseheads –se arrepintió– ¡Y deje de llamar Fransiscou a Ritter!
– Muy bien, después hablaremos cuanto quiera –concedió el gaditano, que empezaba a hartarse– Pero
si queremos hacer esto deprisa, será mejor que nos pongamos a ello...
– No creo que los de Torres tarden mucho –profetizó Laughton, guiándose por la posición del sol– Les
habremos sacado poco más de mediodía... Si nos damos prisa aún podemos salir de ahí antes de que
lleguen. Chaquito, muchacho, tú y yo impartiremos justicia por esa entrada –Usando su largo y oscuro
brazo como puntero, señaló la entrada norte.
Aunque miraba hacia el boceto en el suelo, de Chaquito no sabría decirse si escuchaba o no, pero su
aspecto era terrible. Además de su inseparable rifle, dos revólveres colgaban en sus costados. Desde hacía
rato mascaba puñados de hojas que sacaba de una de sus bolsas, haciendo que un hilillo de saliva verdosa
se le acumulara en las comisuras de los labios.
– Claro, padrecito, lo que usted diga... –gruñó bajo. Sacó una petaca, dio un trago, escupió verde y se
santiguó tres veces.
– Ok, nosotros iremos por el establo –asintió Doniphan, encendiendo el enésimo cigarrito– ¿Le parece
bien, señor Thafra? ¿Se ajusta a sus planes, señor Thafra? –se guaseó, descargando su enfado– Pues
andando –El bandolero gaditano dejó caer los hombros, a punto de colmar la paciencia; por no liarla a
última hora, se mordió la lengua.
Los cuatro hombres se pusieron en marcha, bordeando la colina bajo el sol.
– ¿Piensa ir fumando cuando nos metamos ahí dentro? –iba chinchando el Zafra.
– ¡Sí! ¿Algún problema, señor Thafra? –entraba al trapo Doniphan.
Chaquito mascaba al tiempo con su cojeo.
– ¿Habéis rezado, hijos? –recordó el reverendo.
206
En el Diamonds, gran parte de la clientela se divertía ajena a lo que se cocía. Por todo el local, un buen
número de matones al servicio del Gordo esperaban entre las mesas de juego, la barra y cerca del
escenario, donde una corista, junto al piano, ensayaba su número para el pase de noche. El método
Stanley se debatía acaloradamente en un grupo de mesas. Ritter pudo reconocer entre los presentes al
peligroso Kanaka Joe y algunos de sus hombres. En la planta superior, los guardaespaldas de Durkham
vigilaban ante la puerta del despacho.
Frank Ritter y Heredia salieron del Diamonds sin llamar la atención y caminaron calle abajo, a la
sombra de los porches. Casi la hora de la siesta, por las calles sólo se veía a algún forastero despistado y
las siluetas de hombres armados, recortándose bajo los soportales o rondando arriba y abajo.
– Entrar en el salón no va a ser fácil...
– Salir de ahí dentro tampoco, compadre –ladeó la cabeza Heredia, refiriéndose al Paradise. Dos
mineros abandonaban el burdel en ese momento, riendo jocosos. Frente al prostíbulo, otro par de
pistoleros vigilaban a la sombra. Dando una palmada en la espalda de Ritter, el bandolero gitano se
santiguó.
– Suerte, quillo... –murmuró, separándose de Ritter para cruzar la calle y perderse entre los almacenes
de enfrente.
Frank Ritter recorrió solo el último tramo y se plantó frente a la puerta del Club Paradise, notando en
su espalda las miradas de los dos pipiolos al otro lado de la calle. Asaltado por un repentino y fugaz
reparo a presentarse con aquel aspecto ante damas, tiró de la delicada cadenita del llamador.
La cortinilla que cubría la cristalera se apartó un poco y en seguida se abrió la puerta por mano de una
emperifollada madame entrada en años, fondona y rosa, rebozada en maquillaje, que abrió sus ojeras
sorprendida, abofeteada por los efluvios de Frank Ritter.
–¡Uauu! Adelante, vaquero... –se insinuó la señora, llevándose una mano gordeta a la explanada de su
pechera, sofocada– Como viene usted, amigo... –añadió, arrugando sus labios gordetes y agrietados,
cubiertos de carmín.
Ritter murmuró un saludo incómodo, consciente de lo poco higiénico de su aspecto y de los evidentes
rastros del polvo y sudor acumulados durante el precipitado viaje desde Palo Seco.
– Sígame, guapetón...
El amplio vestíbulo del Paradise podía competir con el de cualquier burdel de categoría en San Luís.
Al fondo, custodiada por dos sílfides de bronce, ligeras de ropa sobre su pedestal, una amplia escalera
llevaba a las habitaciones en el piso superior. En el lado derecho del recibidor, unas puertas dobles
207
entornadas; en frente, otras abiertas de par en par daban paso a un amplio salón, decorado con supuesta
elegancia sugerente y envuelto en la neblina de las luces coloreadas de rojo por las lámparas sobre las
mesitas.
La marchita madame invitó con un gesto a entrar en el salón.
– Si no encuentra nada que le guste, vaquero... –se contoneó la veterana– ...venga a verme ¿eh?... –
despidiéndose con un guiño procaz.
Ritter entró en el salón y, al amparo de la penumbra carmesí, se quitó el sombrero. Sólo habían dos
hombres en la estancia. Los dos armados. Sentado cada uno en un rincón, parecían tomarse su tiempo en
decidirse, manoseando a las desinhibidas hembras que se enroscaban junto a ellos.
Las demás señoritas del muestrario, que esperaban aburridas en sus silloncitos tapizados a juego con
las paredes, se alborotaron de pronto al detectar la presencia del recién llegado, impulsadas por una
repentina disposición a cumplir de buena gana con el deber laboral.
– ¡Uhuuuuuu! –dejó escapar una de cabellera sopechosamente pelirroja, soltando el cigarrillo marcado
de pintalabios y poniendo en pie, con un arriesgado contoneo, sus curvas resaltadas por un corpiño de
fantasía.
– Mmmm... Aquí, chato, aquí... –ofreció al punto una rubia estridente, mordisqueándose el labio y
destapando lo poco que quedaba por destapar bajo los tules de su bata.
En un santiamén, las disipadas muchachas, lanzadas con todo al abordaje, rodearon al irresistible
varón. Alrededor de Frank Ritter, todo se volvío pecheras y traseros envueltos en gasas y plumas,
haciendo posturitas; mordisquitos al aire, zarpazos insinuantes y besitos morrudos; guiños y caídas de
ojos que sólo dejaban lugar a una interpretación; puntas de lengua prometiendo filigranas. Ritter,
avasallado, hacía un esfuerzo para concentrarse en los rostros de las chicas, buscando la más indicada.
Una de tirabuzones castaños y ojos felinos, se adelantó para arrimarse con descaro y susurrarle
desvergüenzas al oído mientras le hacía con el dedo remolinos en el pelo de la nuca.
– ¡Ya está bien, Daisy! –saltó una, enfurruñada– ¡Sabes que eso no puede hacerse! –se quejó con una
candidez que, dadas las circunstancias, resultaba conmovedora.
Hay estaba la más indicada. Ritter se acercó a ella y le achuchó la nalga para parecer verosímil.
– ¿Cómo te llamas, preciosa? –se aplicó Ritter.
La elección del cliente acabó con la competición, arrancando gestos resignados y muecas
decepcionadas entre las participantes.
– Tú te lo pierdes, chato... –advirtió una, ya madurita, retirándose con desdén.
208
– Aquí te espero... –insistió voluptuosa la descarada y pegajosa Daisy, que no se conformaba.
– Madelaine... jijijiji... –aplaudió la elegida, dando saltitos, contenta como si le hubiera tocado un
premio.
Llevando a la deleitada Madelaine por la cintura, Ritter murmuró unas cortesías mientras abandonaban
el salón. Subieron las escaleras alfombradas, ella encantada y él atento a los diversos ruidos que llegaban
de la planta superior. Arriba, el largo pasillo flanqueado de puertas se bifucarba en el extremo más
alejado, por donde una de las chicas pasó de derecha a izquierda, llevando toallas; unos comentarios
confusos de voz masculina sonaron tras ella.
– Esta es mi habitación... jijiji... –anunció Madelaine con pestañeo coqueto, abriendo la puerta y
arrastrando a su interior a Frank Ritter– Uy, qué callado eres... jijiji... –dijo, cerrando; dispuesta y ansiosa
por romper el hielo, empezó a soltar los lazos de su emplumada bata.
– Oh, no, no. No es necesario que se quite la ropa –pidió Ritter, inspeccionando la acogedora
habitación con la mirada.
– ¿No quieres que me quite la ropa...? ...jijiji... –se extrañó Madeleine, emitiendo su risita entre el
asombro y la picardía. Había oído hablar de esos tipos que querían que una hiciera cosas raras; más de
una vez había mandado a freír espárragos a algún cliente caprichoso, ya lo creo– Uy, uy, uy... chico
malo... jijiji... ¿Y qué quieres que hagamos entonces?... jijiji... – preguntó intrigada y melosa, echándole
los brazos al cuello con intención de llevar el asunto a su terreno.
– Bueno, encanto... – rumió Ritter, librándose del perfumado abrazo con delicadeza– A mi lo que me
gustaría hacer es... atarte... –confesó, haciéndose el vergonzoso.
– Uy, uy, uy... jijiji... –se ruborizó ella, que de no haber sido aquel hombre ofuscante ya lo habría
echado de su habitación– ¿Atarme?... jijiji...
– Ajá... ¿No te gustaría?... –tonteó Ritter, paseando por la bien acondicionada habitación, dejando su
sombrero sobre la banqueta del tocador; del respaldo de una silla tomó varios pares de medias puestos a
secar.
– Uy, no sé... jijiji... –fingió dudar, mientras se sentaba ya en la cama incapaz de resistirse– ¿Y qué
harás después?... jijiji... –insistió, entregando ya una muñeca.
– Mirarte, preciosa –creyó conveniente piropear Ritter, mientras, con toda delicadeza, la ataba con las
medias a los barrotes del cabezal de la cama.
– Uy, mirarme... jijiji... qué cosas tienes... –se ruborizó sinceramente, las mejillas encendidas– Oh, me
siento tan estúpida...
209
– Mejor, mejor...
En un momento, Madeleine se vio atada de pies y manos y amordazada. Aquel hombre arrebatador, sin
embargo, parecía más interesado en pegar el oído a la puerta o en mirar por la ventana que en sus
encantos...
Tom Doniphan y Mateo Zafra, reptaban entre la hierba alta, avanzando lentamente entre los macizos
de arbustos y matorrales que salpicaban el terreno hasta pocos metros de las primeras construcciones del
pueblo. Tendidos en el suelo, sudorosos y jadeantes, apartaron algunas ramas bajas para distinguir con
claridad el panorama. Doniphan sujetaba empecinado su cigarrito entre los dientes.
– Aquello es el establo... –susurró el Zafra, indicando con la cabeza hacia el otro lado del camino de
tierra achicharrada. Los brillos de los cañones de los rifles delataban la presencia de los tiradores en las
ventanas que daban a la calzada; podía imaginarse a otro apostado tras los portalones entreabiertos. Unos
ladridos insistentes resonaron con urgencia a lo lejos. A unos veinte pasos, tenían delante los restos de
una vieja choza de barro que formaban un prometedor murete junto a la torreta del depósito del agua; un
poco más allá, al otro lado de la cisterna elevada, se alzaba una pequeña caseta de madera de aspecto
reciente y un abrevadero al borde de la calle. Desde su incómoda posición no podían divisar con claridad
los tejados más cercanos...
– Nos arrastraremos hasta el muro. Desde allí podrás cubrirme –indicó el tejano en voz baja, con el
cigarrito en la comisura de los labios– Iré yo primero...
– ¿Qué piensas hacer?
– Llegar hasta esa caseta.
– Espera, podem... –Cualquiera que fuese la observación del Zafra, quedó en el aire, pues Doniphan ya
se arrastraba hacia el muro protector, dejando una fina estela de humo. El gaditano le siguió gruñendo
maldiciones.
– ¿Estás chalao o qué? –increpó el Zafra, en cuanto estuvo a su lado– ¡Aquí pueden vernos! –se quejó
alarmado, apretándose contra los erosionados restos de pared.
– Más tarde o más pronto lo harán... –resolvió el tejano, poniéndose panza arriba para buscar en el
interior de su curtida chaqueta de flecos.
– ¡¿Pero... pero qué es lo que vas a hacer?! –se removía el gaditano, sin levantar la cabeza.
– Voy a ir hasta la caseta. Tú me cubrirás desde aquí. Tengo un regalo para el comité de bienvenida...
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– ¡¿Un regalo?! ¡Amos, anda, no jodas Tomás! –se colmó el Zafra, revolviéndose en el suelo para
acomodar el rifle en una buena posición– ¡¿Pero... qué haces?! ¡¿Qué es eso?! ¡Ay, Virgen Santa!
– Tú cúbreme...
Doniphan inició de nuevo un lento culebreo a ras de suelo, abandonando la protección para bordear las
columnas de madera que sostenían el depósito.
– ¡Alto! ¡Altooooo, o dispararemos! –advirtió Stanley desde el ventanuco, sobresaltando al resto de los
amodorrados vigilantes.
– ¡¿Cómo que alto?! ¡¿Qué está pasando, Stanley?! –vociferó Stillson, camino ya del foco de alarma–
¡¿Cómo que alto?!
– Me ha parecido ver... así de refilón... algo que se movía, en el suelo, allí junto al agua... –se aturrulló
Stanley, señalando tímidamente por la pequeña ventana. La mula resopló incómoda. Los hombres en las
ventanas se revolvieron en sus puestos, tratando de meter en su campo de visión la zona indicada.
–¡¿Dónde?! ¡¿No he dicho "disparar primero, preguntar después"?! ¡¿No lo he dicho?! –abroncó
Stillson, saliéndose de sus casillas– ¡Pon ahí el rifle y dispara a eso que se mueve! ¡Vamos! ¡¿Me has
oído?!
– ¡Eh, hay un tipo junto a la caseta! ¡Alto! –avisó el que vigilaba la puerta.
– ¡Nada de alto! ¡Dipárale! –pateaba Stillson.
– ¡Ey, ey, ey! ¡Ahí viene, ahí viene! –gritó uno, disparando sin ángulo.
Desde otra ventana sonó otro disparo.
– ¡Va hacía la puerta! ¡A la puerta! –chilló otro.
El rifle del Zafra rugió dos veces desde el murete junto a la cisterna, haciendo saltar astillas de uno de
los portalones del establo.
– ¡Hay otro allí!
– ¡Cuidado! ¡Lleva algo en las manos!
Un tímido intercambio de disparos precedió a un pequeño golpe en las tablas del altillo.
– ¡¿Qué ha sido eso?! –quiso saber Stillson, propinando una furiosa lluvia de sombrerazos a Stanley.
– ¡Ha tirado algo! –gritó uno desde el altillo.
– ¡¿Qué eso?! –exclamó otro.
– ¡¡Dinamita!! –gritaron.
El viejo establo saltó por los aires.
211
Como el pistoletazo de salida para una desenfrenada carrera contra la muerte, la tremenda explosión
sacudió el ánimo de las almas de Faketown y alrededores.
Aprovechando la humareda, Doniphan y el Zafra se pusieron en pie y corrieron atravesando la calle.
Dos siluetas emergieron por un momento entre las espesas volutas de humo, polvo y gritos. El tejano
disparó casi al bulto y la bruma devolvió un gemido gutural y los golpes sordos de cuerpos contra el
suelo.
– ¡Los tejados! ¡Cuidado con los tejados! –advirtió a voces Doniphan mientras alcanzaban el estrecho
pasadizo entre dos almacenes, disparando a todo lo que se moviera entre la neblina.
Tras las colinas, Alex Garrison y Frenchy Dux se miraron con ojos sorprendidos al oír la detonación,
apresurándose a montar en sus caballos.
– Fiuuuu... –silbó Frenchy, que con la calva cubierta por el sombrero y sin su original uniforme lucía
más anodino– Tú ganas, amigo –reconoció, mirando a su socio.
– Démonos prisa. Esto va a ser peor de lo que pensaba... –murmuró Garrison, espoleando su caballo.
El Diamonds Saloon se convulsionó con una desbandada. Los matones en nómina corrieron a las
ventanas, al piso de arriba y a la calle, abriéndose paso a empellones entre la espantada clientela.
– ¡Garrison! ¡Garrison! –vociferó J. Q. Durkham, apartándose de la ventana con el rostro perlado de
sudor. Los ecos de otra andanada de disparos lejanos llegaron por las calles. Cruzó el despacho sin verlo
y abrió la puerta.
– ¡¿Dónde está Garrison?! –increpó a sus hombres, desencajado, elevando la voz por encima del
barullo general– ¡Quiero saber qué está pasando ahí fuera! ¡¿Entendido?! ¡Y traedme a ese cuenta
botones!
Los dos hombres asintieron en tensión y se apresuraron escaleras abajo, sorteando el zafarrancho.
Ritter se acercó a la ventana al oír los primeros disparos y, con la repentina explosión, la vibración del
cristal le hizo echarse atrás con sobresalto. Tenía que reconocer que Tom sabía cómo llamar la atención.
– Mmmm... mmmm... –observó como pudo Madelaine, en absoluto asustada gracias a la seguridad que
le transmitía aquel hombre al que pensaba pedir matrimonio en cuanto la soltara. Un poco antes, al
212
preguntarle por una niña en la casa, Madelaine había negado con la cabeza. Ella no había visto nada.
Ritter temió por un momento haberse equivocado, pero apartó tal idea de su cabeza. No tenía tiempo que
perder. Corrió a escuchar junto a la puerta. Desde el pasillo llegaba un leve ajetreo y algunas voces
alarmadas. Con una mano se alborotó aún más el pelo y con la otra se sacó el faldón de la camisa por
fuera de los pantalones, pareciendo a medio vestir.
– Mmm... mmm... –aprobó Madelaine, pensando en lo guapos que serían los niños.
Ritter abrió lo justo para dejar un resquicio y meter la nariz.
– Después vendré a buscar mi sombrero, preciosa –agasajó cortés, abriendo rápidamente la puerta,
saliendo al pasillo y cerrando tras él. El mayor alboroto parecía llegar de abajo; cada retumbar de
disparos iba seguido del cacareo asustado de las chicas en el salón. A la algarabía se sumó el barullo de
un grupo de hombres que entraban apresurados desde la calle en medio de un alarmado vocerío.
–¡...en el establo...!
– ¡...avisar a los...!
– ¡...ñorita, haga el favor...!
Ritter aguzaba el oído, tratando de descifrar entre los confusos retazos que resonaban desde abajo. De
su mismo lado del pasillo, la segunda puerta hacia la escalera se abrió de pronto, dejando salir
precipitadamente a una de las trabajadoras envolviéndose en una larga, emplumada y testimonial bata de
gasa. Ritter dominó el sobresalto y puso cara de cliente desconcertado.
– ¡Ay, Dios mío, ¿qué pasa, qué pasa?! –iba espantándose ella, camino de la escalera. Tras la mujer,
salió un tipo dando un traspiés en su intento de terminar de ponerse las botas y con la cartuchera colgada
al hombro. Entre maldiciones, centrado en la bota, el tipejo apenas reparó en el descamisado en medio del
pasillo.
– Dese prisa amigo –masculló el fulano– A ver si le van a coger con el culo al aire –apremió, como
gesto de compañerismo burdelero, irguiéndose ya, camino de la escalera, y echándose la pistolera a la
cintura.
Ritter parecía de cera. Sin afeitar, pero de cera. Su diestra colgaba cerca de la culata del revólver,
apenas despuntando bajo el faldón de su camisa. En el corredor a la izquierda del pasillo se abrió otra
puerta. Ritter se volvió, tirante, y avanzó unos pasos hacia la esquina en aquella dirección.
– No hagas tonterías ¿entendido? Voy a ver qué pasa ahí fuera... –sonó una voz fea y grosera, en un
español espantoso. Se oyó cerrar la puerta y echar la llave.
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Sin pensarlo dos veces, Ritter dobló la esquina con paso titubeante. El corredor no era muy largo.
Desde la puerta del fondo, un pistolero avanzaba con paso bravucón, hurgándose en uno de los bolsillos
del chaleco.
– ¡¿Qué... qué está pasando ahí fuera... qué...?! –tartamudeó Ritter, haciéndose el confundido.
– ¡Eh, amigo, vuelva a su cuarto con su zorrita o lárguese! –ordenó el matón acercándose con mala
baba– ¡Vamos, largo de aquí! –insistió, disponiéndose a cogerlo por el brazo. Antes de que le tocara,
Ritter lanzó un puntapié a la entrepierna del sicario, que se dobló exhalando ruidosamente el aire.
– ¡Uuuuuuuuuuuu! -acertó a exclamar el tipo, la mente iluminada de dolor.
Ritter desenfundó y acabó con aquel padecer de un culatazo en la nuca. Cayó redondo. Sin enfundar,
se agachó y revolvió en el chaleco del caído hasta encontrar una llave. Entre el jaleo que llegaba de abajo
y los ecos del tiroteo en las calles creyó oír pasos en la escalera. En cuatro zancadas alcanzó la puerta de
la habitación cerrada y acercó el oído. Nada. Introdujo la llave y abrió lentamente. En la estancia en
penumbra, el cuerpo aún desproporcionado de una adolescente yacía hecha un ovillo sobre la amplia
cama. A toda prisa, volvió sobre sus pasos, tomó al inconsciente por los pies y lo arrastró hasta el interior
de la habitación, encerrándose con llave. Ritter se apoyó un momento sobre el marco de la puerta,
jadeando. La jovencita se dio la vuelta con movimientos cansados y le miró confusa.
– Hola, pequeña... No te asustes –dijo Ritter en voz baja y en español, mostrando una sonrisa que, en la
medida de los posibles, inspirara confianza.
– No soy pequeña –susurró también la joven, un tanto molesta.
– Oh, lo siento, lo siento –se disculpó Ritter enseguida, llevándose un dedo a los labios para indicar a
la muchacha que guardara silencio– He venido a buscarte –articuló despacio– Soy amigo de tu abuelo
¿entiendes?
Rosarito asintió con la cabeza, envuelta poco a poco en una fascinación quinceañera por su apuesto y
osado rescatador.
– Buena chica –reconoció Ritter, acercándose a la única ventana de la habitación. Por allí no había
salida posible. Cogió los cordones que sujetaban las cortinas– Ahora vamos a salir de aquí ¿entendido? –
tranquilizó, volviendo junto al hombre tendido para atarle.
Rosarito volvió a asentir.
– Haz lo que yo te diga y no te separes de mi lado ¿de acuerdo?
Rosarito afirmó de nuevo, bajando de la cama y acercándose. Tenía los ojos irritados de llorar.
– Buena chica...
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Heredia se coló en el tejado deslizándose como una lagartija a través de la trampilla, quedando a las
espaldas del hombre del rifle. Distraído por la detonación y el incipiente tiroteo, el indeseable vigía
miraba hacia la polvareda que se levantaba en el lado noroeste del pueblo. Agazapado como un gato a
punto de saltar, Heredia se aseguró de que el cartelón de madera le ocultaba a los ojos de los que
vigilaban desde los otros terrados. Dio unos pasos rápidos y asaltó por la espalda a su presa, cubriéndole
la boca con una mano y clavándole un palmo de acero toledano con la otra. Acompañando al cuerpo en
su desplome, el bandolero gitano se agachó, poniéndose el sombrero y el chaleco del cadáver y ocupando
su lugar. Con la cabeza baja, paseó por el lado del tejado que daba a la calle del Paradise, por donde
correteaban parroquianos y maleantes desperdigados. Por el aire resonaron otras dos oleadas de disparos,
de diferente procedencia. Acomodó el rifle en la esquina y tiró del ala del sombrero; tocándose el
pendiente, pasó la mirada por los tejados circundantes, siguiendo los movimientos nerviosos de los
tiradores en busca de un objetivo.
Aprovechando el estruendo de la explosión, Laughton y Chaquito habían caído sobre el pueblo como
una plaga bíblica. Los imprudentes que se agitaron en los tejados fueron los primeros en morir. Al final
de la calle, los sorprendidos grupos de merodeadores corrieron en todas direcciones, a cubierto. El
predicador, con un revólver en cada mano, cruzó la calle impertérrito con tres pasos largos, peinando el
paisaje a balazos y llevándose por delante a otras dos almas perdidas.
– "Y emprenderéis el camino hacia el infierno..." –iba declamando, en nombre del Señor.
Por la otra acera, junto a la pared, el impresionante mestizo, como un gólem de piedra, avanzaba
temerario, el Winchester repartiendo muerte entre los que corrían.
Dejando el amparo de un tejadillo, Laughton salió al descubierto, disparó dos veces hacia arriba y
volvió a recular. El hombre del tejado soltó el arma y se dobló hacia adelante, cayendo al vacío y
estrellándose ruidosamente contra las tablas del porche.
Chaquito dio dos grandes zancadas para alcanzar la protección de la esquina. Mascando y resoplando,
la sangre bombeándole en las sienes, se apoyó contra la pared de la casa y recargó el rifle a toda prisa.
– La cuca-raaaaaa-cha... la cuca-raaaaaa-cha... –canturreaba por lo bajo, chamánico.
Al otro lado de la calle, parapetado en un angosto callejón, Laughton, con movimientos sinuosos y
precisos de sus dedos, alimentaba sus brillantes revólveres.
– "...imploraban los pecadores, cuando se desató el fuego divino..." –murmuraba.
215
Las balas contrarias chillaban, mordiendo el polvo y la madera cada vez más cerca. Dos por detrás y
cinco por delante, siete cuerpos tirados en la calle indicaban el tanteo de la primera escaramuza. Pegado a
las tablas, con las pistolas en alto, Laughton sacó la nariz lo justo para fijar su mirada abismal en la
entrada del salón, casi al final de la calle.
Tras las puertas batientes del Silver, uno disparaba su revólver sin haber divisado aún blanco alguno.
En la calle, justo delante, otro con la pistola en la mano se apretaba contra unos cajones en el porche, sin
atreverse a cruzar. En el interior, los pocos desarmados habían corrido tras la barra o habían salido por la
cocina, para escapar por el patio trasero; los pistoleros se apiñaban junto a los cristales y la puerta, con las
armas desenfundadas, tratando de distinguir lo que ocurría en las calles; tahures y timadores se agitaban
entre murmullos en segunda fila.
– ¡Vamos, a por ellos! –encorajinó uno, enarbolando un viejo Colt del ejército.
– ¡¿Cuántos son?! –gritó otro.
– ¡Vamos allá! –se conjuraron cuatro, echándole agallas.
– ¿A lo Stanley? –sugirió uno, adrenalínico.
– ¡A lo Stanley! –vocearon los cuatro con inusitado arrojo, arrancando una ovación de la admirada
parroquia.
Apuntando convencidos con sus armas, cruzaron las puertas, los colegas palmeándoles las espaldas, y
se alinearon ocupando el ancho de la calle bajo el sol, iniciando su avance con una determinación que
sólo el poder de la fe podría explicar.
– ¡Alto ahí!
– ¡Que no se mueva nadie!
– ¡Soltad las armas!
– ¡Arriba las manos! –ordenaron, confiando en el método.
Las miradas del predicador y el mestizo apenas se cruzaron. Con movimiento simultáneo, salieron de
sus esquinas y abrieron fuego sin contemplaciones. Los cuatro conversos giraron sobre sí, en un último y
grotesco paso de baile, antes de desplomarse ante las cristaleras del Silver. El agazapado entre los cajones
rompió a llorar.
– ¡¿Estás seguro?! –preguntó J. Q. Durkham, cada vez más alterado.
– Sí señor, son los de los carteles... –aseguró murmurando uno de los guardaespaldas.
– Algunos de los muchachos han visto a ese predicador... –apostilló el otro, incómodo.
216
– ¡Maldición! ¡Así se los trague la tierra! –desesperó Durkham, yendo de una ventana a otra,
escudriñando los dos flancos desde los que llegaban tiros. Sólo la idea de ver aparecer a un cura por
aquellas calles le erizaba el vello del cogote. Sudaba copiosamente– ¡¿Dónde está Garrison?!
Los dos machacas se miraron con embarazo.
– No lo encontramos...
– No estaba en el hotel...
– ¡¿Cómo que no lo encontráis?! ¡¿Dónde se ha metido ese cobarde?! –bramó Durkham, apretando
entre dos dedos un resto de cigarro apagado.
– La encargada del hotel dice que no lo ha visto salir... –murmuró uno de los guardaespaldas.
– Su caballo no está... –añadió el otro, incómodo.
– ¡Cobarde! –rugió Durkham, descargando ira. Una nueva andanada resonó desde la calle del Silver–
¡¿Cuántos son?! –voceó volviendo a la ventana. Puso la mirada sobre la pequeña oficina del sheriff,
puerta y ventanucos cerrados. ¡Milford! ¡Otro cobarde!¡Si no había dejado de galopar, debía estar ya en
otro estado! ¡Gentuza!
– Cuatro... o cinco... –reconoció uno de los hombres, avergonzado.
– ¡¿Cuatro o cinco?! ¡Maldita sea! –chilló Durkham, enrojecido– ¡¿Para eso pago a toda esa pandilla
de tarugos?! ¡¿Tendré que bajar yo mismo a acabar el trabajo?! –vociferó, abriendo un cajón y sacando
ruidosamente un revólver y una caja de balas sobre la mesa. Secándose el sudor entre bufidos, volvió a la
ventana. Hacía un momento que no se oían disparos desde el viejo establo– Manda más hombres al
Silver. Pagaré tres mil dólares al que me traiga a uno de esos... –Al final de la calle divisó a los hombres
del Francés, saliendo apresurados del viejo hotel, seguidos de su petulante jefe, que daba instrucciones
con gestos irritados. Durkham resopló furioso, ansiando el momento de ponerle la mano encima a aquel
hijo de perra..
– Tendremos que cruzar... –rumió el Zafra apoyado en una de las esquinas del pequeño granero que les
protegía; en la esquina opuesta, Doniphan recargaba su arma.
El gaditano podía ver desde su posición cómo el camino se curvaba hacia la izquierda, ensanchándose
hasta convertirse en la calle principal de Faketown; donde formaba el codo, unas carretas servían de
cobertura a un nutrido grupo de malintencionados. Ahora sólo se oía algún disparo disperso y alejado.
Por el lado donde se encontraba Doniphan, se abría un espacioso corral que no ofrecía protección
alguna. Lo que había más allá parecía una herrería, cerrada a cal y canto.
217
– Vamos a tener que cruzar... –gruñó, acercándose a la esquina del Zafra y encendiendo un nuevo
cigarrito.
– ¡No, por Dios! ¡No te acerques! –se alarmó el Zafra– ¡Si tú quieres ir por ahí cargado con eso, ya te
apañarás! ¡Aléjate de mi lado!
– ¡Bah, vete al infierno! –gruñó el tejano, incomprendido– ¡Bien nos ha servido hace un momento! –
recordó apartándose unos pasos.
– Eso es... quieto ahí... –El Zafra volvió a fisgar tras la esquina– Voy a cruzar yo primero... Cúbreme...
A la de tres... Uno... Dos... ¡Tres!
Mateo Zafra saltó a la calle como alma perseguida por el diablo, el rifle aullando por delante. Tras él,
Doniphan, cigarrito entre los dientes, dio un paso fuera de la esquina y abanicó el gatillo de su revólver,
vaciando el tambor sobre las posiciones contrarias antes de volver a desaparecer. La respuesta fue
inmediata. Las balas silbaron, algunas salpicando el suelo a los pies del Zafra, que corría al límite, aún a
medio camino. Uno de los proyectiles impactó en el tacón de su bota, haciéndole caer a pocos metros del
edificio protector. Doniphan lo vio de reojo, cargando a toda prisa , y lanzó una maldición. El gaditano se
arrastró desesperadamente, el plomo zumbando por encima, hasta alcanzar la sombra de la casa. Se apoyó
contra la pared para recuperar el resuello, acordándose de la Virgen. Con el rifle sobre las piernas, se
miró las manos desolladas. Podía oír las voces revueltas de los que les disparaban. Desde el otro lado, el
tejano le hacía señas, indicándole que estaba preparado. El Zafra se tendió pegado a la esquina, cubierto
por un cajón sobre el porche de madera, metiendo el cañón del rifle por el resquicio que dejaba con la
pared y apuntando hacia la carreta en el otro lado de la calle. Doniphan empezó a contar con los dedos y
en cuanto alzó el tercero se lanzó en furiosa carrera, abanicando el revólver con cadencia endiablada. El
Zafra disparó a ritmo enloquecido sobre la carreta. Vio caer a uno junto a las ruedas. Concentrado en la
dirección de sus disparos, el zigzagueo precipitado de Doniphan le desviaba de la trayectoria salvadora
para llevarle directo al porche. Cuando se dio cuenta era tarde. A toda velocidad, trató de sortear los dos
peldaños de madera. Una andanada le arrancó el sombrero de la cabeza. Viendo que se estampaba, forzó
un brinco hacia delante y cruzó por los aires el estrecho soportal, atravesando la cristalera del ventanal y
estrellándose con estrépito contra unos estantes en el interior.
– ¡Aaaauuughhh! –gimió Doniphan, revolviéndose dolorido en el suelo, entre cristales y herramientas
de labranza. Los dientes apretaban férreos el cigarrito. Las balas entraban por la ventana y trató de
arrastrarse a cubierto. Una punzada de dolor en el costado le arrancó otro gemido.
218
Del fondo del establecimiento, salió de la penumbra un hombre ya mayor, más asustado que otra cosa,
que debía ser el dueño de la tienda de herramientas; en las manos le temblaba una vieja escopeta de caza.
En el suelo, Doniphan levantó la mano libre con gesto apaciguador.
– Creo... creo que me he roto algo... –fue lo primero que se le ocurrió. El Zafra seguía intercambiando
plomo con la acera de enfrente; unas balas rebotaron dentro de la tienda– Será mejor que vuelva dentro,
amigo... –aconsejó Doniphan– aaauuu... Esto acabará enseguida... –El tendero miraba acongojado a su
alrededor– Ha sido un... aaarggh... accidente... Ya no hay nada que hacer... No se arriesgue a que le
peguen un tiro... –trató de convencer, llegando al ángulo del ventanal. Con una mano en las costillas y el
revólver en la otra, se incorporó lo justo para asomarse. Un par de balas hicieron saltar un pedazo de
marco, chafándole el vistazo.
– ¡Señor Thafra! ¡¿Sigue ahí?! –gritó al exterior.
– ¡Sí! –contestó el Zafra ansioso– ¡La Virgen, está vivo! ¡Creí que te habían dado!
– ¡Creo que me he roto algo... una costilla... aaahhgg...! ¿Estás a cubierto?...
– ¡Claro que estoy a cubierto! ¡Espera! ¡Tú no te muevas! –se alarmó de nuevo el gaditano.
– Tú agáchate y dispara... –Doniphan extrajo un cartucho del interior de su chaqueta– Será mejor que
se ponga a cubierto... –recomendó al tendero.
– ¡Cristo! –exclamó el pobre hombre, saliendo despavorido por la puerta del fondo.
El tejano chupó del cigarrito y aplicó la brasa a la mecha.
– ¡Ahora, Thafra, ahora!
En cuanto sonó el rifle, Doniphan se incorporó apretando los dientes, lanzó con fuerza el mortífero
cilindro y se dejó caer, aplastándose contra el suelo.
Apenas pudieron oírse los gritos de alarma. Las carretas saltaron por los aires.
El segundo estampido llegó por el aire cuando Alex Garrison detenía su caballo junto al cabriolé
estacionado ante la cerca baja que rodeaba el caserón de los Durkham. Los cuatro hombres encargados de
vigilar se hallaban reunidos delante de la casa, mirando con alarma y preocupación las volutas de humo
que ascendían por detrás de las colinas. Garrison desmontó y cruzó la valla con prisa, dirigiéndose con
paso urgente y expresión descompuesta hacia los vigilantes, que se volvieron hacia la figura siempre
elegante del hombre de confianza de su jefe.
– ¡Ey, ¿qué está pasando ahí?! –preguntó uno con impaciencia, señalando con el dedo el humazo
lejano.
219
– ¡Dénse prisa, están atacando el pueblo! –apremió Garrison precipitando las palabras entre la
respiración agitada, apuntando en la misma dirección.
– ¡¿Pero qué demonios...?! –empezó a preguntar otro, cada vez más alterado.
– ¡Tienen que darse prisa! –suplicó el secretario, atropellado– ¡El señor Durkham necesita ayuda!
¡Quiere que vayan. Necesitan refuerzos! ¡Dénse prisa! –acució.
– ¡Vamos, deprisa! –empezó a correr uno hacia los caballos, tragando anzuelo hasta el corvejón. Los
otros le siguieron automáticamente, por acto reflejo. En un santiamén, los cuatro esbirros salían al galope
hacia el pueblo, sin reparar en las bolsas de viaje sobre el caballo del secretario ni en el otro jinete que
esperaba un poco más allá, oculto entre la maleza.
Para Heredia, acurrucado en su puesto, caldeado por los rayos del sol, el segundo petardo, más
cercano, era señal de que la jarana seguía en los dos frentes. Los hombres de los tejados delataron de
nuevo sus posiciones buscando inquietos el foco de la explosión. Abajo, al final de la calle, por la esquina
del Diamonds, aparecieron otros cinco o seis indeseables, armados hasta los dientes. El gabacho malaje
venía con ellos, mirando a un lado y a otro, como estudiando el terreno. A buen paso, circularon por
delante del salón, camino del Paradise. El bandolero gitano se removió, buscando impaciente con la
mirada alguna señal en las ventanas del burdel.
revólver en mano, Frank Ritter giró despacio la llave en la cerradura y abrió la puerta un palmo. Deseó
que a Tom no se le fuera la mano con los explosivos, como la última vez... Miró hacia atrás para
asegurarse de que el matón seguía seco. Rosarito, un poco asustada, le miraba muy atenta.
– Quédate aquí... –bisbeó Ritter, saliendo al pasillo con cautela, acercándose hasta la esquina para
ojear. La bulla iba en aumento. Llegaban exclamaciones y gritos asustados de algunas de las chicas,
refugiadas en sus habitaciones. Todo lo que necesitaba era llegar al cuarto de la ingenua Madelaine y
alcanzar desde allí la escalera auxiliar. Corrieron pasos, subiendo, acompañados de agitadas voces
masculinas que anunciaban ir al tejado.
– ¡Mierda! –masculló Ritter, mirando a su espalda. Rosarito esperaba inmóvil en el mismo sitio. Las
voces y los pasos se acercaban y Ritter volvió rápidamente al interior de la habitación, cerrando con
cuidado. Llevó a la niña a una esquina y se arrimó al filo de la puerta, apretando la culata de la pistola. El
tiroteo había cesado casi por completo en las calles y le asaltó un mal presagio. Los pasos llegaron
presurosos hasta el cruce de corredores y se alejaron tomando el de la derecha. Debían ser dos o tres...
220
En el Silver Saloon, el estrepitoso fracaso del metódo Stanley había conmocionado al personal y el
segundo estallido había terminado de destemplar los ánimos. Tras los cristales, los pistoleros discutían,
trastornados e indecisos, entre maldiciones y tragos ansiosos. En las filas de atrás, se pagaban apuestas
entre murmullos. Detrás de la barra ya no quedaban más que el camarero y un minero vejete, que solía
pasar más tiempo en el salón que en las minas. Uno de los bandidos se asomó, empujando una de las
batientes con precaución; salvo por los cuerpos caídos, la calle aparecía desierta; el olor a pólvora
manchaba el aire y por un momento el silencio fue casi completo. El hombre entre los cajones interpretó
esa quietud como una señal y salió corriendo de su escondrijo, cruzando la calle agachado para entrar en
el salón. Cuando alcanzó las puertas ileso, algunos aplaudieron y silbaron reconfortados, mientras otra
ronda de dólares cambiaba de manos por los corrillos de jugadores.
– ¡Yo me largo de aquí! ¡Esos tipos son el mismo demonio! –declaró el superviviente, blanco como la
cal. Alguien le tendió un vaso con whisky.
– Vamos a hacer las cosas como es debido... –intervino uno que apenas había abierto la boca en toda la
mañana– Ya habéis visto en qué acaban todas esas estupideces –aclaró su posición con ciertas ínfulas,
señalando con el pulgar a los cuatro caídos en pos de una teoría– No deben ser más de tres...
– ¡Dos! ¡Ni uno más ni uno menos! –corrigió en el acto el que venía de fuera– ¡Los he visto, ya lo
creo! ¡Un mestizo enorme, mosntruoso, feísimo! ¡Y ese cura! ¡Oh, Dios mío! ¡Como un cadáver! ¡No
tiene ojos! –deliraba, esparciendo el espanto que le dominaba entre los presentes.
– No es el momento de perder la cabeza –reprendió el decidido, dando un paso al centro del salón–
Somos más que ellos. Unos pueden quedarse aquí, junto a la puerta, y otros podemos cogerlos por
sorpresa cruzando los patios. No pueden estar en todas partes...
Una aprobación nerviosa y no muy entusiasta recorrió las filas de los hombres armados. Los jugadores
abrían una nueva ronda de apuestas. De pronto, la puerta que daba a la cocina, al fondo, saltó con
estruendo hacia delante, partida en dos de un patadón. La corpulencia de Chaquito, la trenza medio
desecha, ocupó el rectángulo del marco. Apretando los labios verdosos, abrió fuego con el revólver en la
zurda, a un lado y a otro; un fulano calló de espaldas contra el suelo y otro se retorció antes de
derrumbarse. Casi al mismo tiempo, lanzó con la diestra dos faroles de petróleo contra la pared del
ventanal; los ajados visillos prendieron al instante, lanzando llamaradas al techo. El mestizo se esfumó
sin esperar a ver los resultados, dejando a su espalda el pánico. A empellones, dos lograron salir al
porche, librándose de las llamas para caer en el infierno: En la esquina de la acera de enfrente la macabra
221
figura del predicador pareció materializarse de la nada. Sus revólveres tronaron frenéticos, devolviendo al
interior del recinto dos cadáveres, echando abajo las cristaleras del salón y regándolo con una mortífera
lluvia de proyectiles.
– ¡Almas impías! ¡Arrepentíos! –exhortaba el predicador, catártico.
Aquello duró un instante. Cuando cesó el castigo, apenas quedaban hombres de pie en el Silver, las
llamas apoderándose del lugar. El reverendo pareció desaparecer en el humo.
Con lo oídos zumbando, Tom Doniphan cruzó la malograda tienda de herramientas, dando tropezones
y envuelto por una ola de polvo y humo. Por la puerta del fondo, entró en la pequeña y modesta vivienda
adosada, cruzándola a toda prisa, resollando, una mano en el costado la otra en el revólver, derribando
una silla a su paso ante la mirada asustada y atónita del tendero, su esposa y su anciana suegra, abrazados
junto al hogar. Salió al corral trasero y se apoyó contra las tablas de la pared. Inspiró una bocanada de
aire que atufaba a ave de corral.
– ¡Aaauugh! –se dolió, apretando los ojos. Era una costilla, o dos, diagnosticó palpándose con cuidado.
Sin separarse de la pared llegó hasta la esquina y sacó la cabeza. Mateo Zafra, en el otro extremo, se
apretujaba aún contra el suelo, entre astillas de madera, los remolinos de polvo ahumado girando sobre su
cabeza.
– ¡Thafra! ¡Aquí, deprisa! –llamó el tejano con apuro. El gaditano se volvió desde el suelo, agarró el
rifle y corrió hacia la parte trasera de la tienda, escupiendo juramentos.
– ¡Así te diera un cólico miserere! –blasfemó el Zafra, fuera de sí, desbordado por los expeditivos
procedimientos del tejano– ¡¿Qué quieres? ¿Matarme?!
– Me he roto un par de costillas... –anunció entre jadeos Doniphan, que no estaba para monsergas
incomprensibles, disponiéndose a llenar el tambor de la pistola. Sin dejar de murmurar imprecaciones, el
gaditano recargaba el rifle, mirando en todas direcciones con los sentidos alerta. Desde la calle llegaban
algunos gemidos de dolor; desde los tejados, gritos lejanos y confusos. Delante de ellos se extendía un
laberinto de patios, pequeños graneros, cuadras, leñeras y corrales.
– Creo que será mejor que sigamos por aquí... uunngh... –arguyó el tejano, fastidiado por el molesto
dolor.
– Sí, será mejor... –asintió el Zafra, recuperando el control a marchas forzadas– ¿Puedes correr? El
edificio alto de la esquina es el hotel... –indicó con la cabeza– Por aquí podemos llegar a la parte de
atrás... La entrada principal da a la calle del burdel y del salón...
222
– Señor Thafra... le apuesto la mitad de lo que le vayan a dar por ese Durkham a que llego antes que
usted a ese condenado hotel... –desafío malicioso.
– Deja de decir disparates, que te quedas sin aire... –desestimó el gaditano, con una sonrisa pesarosa–
Cuando quieras... –avisó, montando el rifle.
Los dos hombres echaron a correr por el intrincado recorrido de estrechos callejones y veredas,
buscando el amparo de las construcciones; desde un tejado, un franco tirador probó suerte al verlos
atravesar un pequeño cercado al descubierto, las balas pisándoles los talones. El Zafra se parapetó tras
una pirámide de balas de paja, apuntó y devolvió el cumplido con mayor acierto, pues el bandido se
desplomó a la primera. Al menos, lo de su buena puntería era cierto, pensó Doniphan. A medio centenar
de metros, se levantaban las tres plantas del objetivo. Según se acercaban, en loca carrera, varios rifles
vomitaron desde diferentes terrados, obligándoles a tirarse bajo un carro destartalado. Otro rifle disparó
varias veces a destiempo, con calma premeditada; al poco, el chaparrón de plomo remitía. Doniphan y
Zafra corrieron hacía el callejón en la parte posterior del hotel, directos a la única puerta a la vista.
Cerrada. El Zafra pateó con rabiosa frustración uno de los cajones de desperdicios junto a la pared.
– ¡Maldita sea mi estampa!
– Por ahí... –murmuró Doniphan, respirando con dificultad. Una escalera de emergencia zigzagueaba
muro arriba. Atentos a los tejados, subieron a toda prisa los peldaños de madera hasta el primer piso,
colándose por una de las ventanas, que daba al extremo de un pasillo. En el interior del hotel parecía
reinar una quietud casi completa. Con pasos largos y presurosos, amortiguados por el alfombrado del
suelo, llegaron a la escalera principal, aguzando el oído. El Zafra desenfundó su flamante revólver,
sujetando el rifle con la otra mano. Pegados a la pared, descendieron con cautela, bajando hasta el
descansillo, desde el que podía verse parte de la recepción en penumbra; se oía cómo dos mujeres
susurraban, una sollozando y la otra tratando de serenarla con breves frases nerviosas. Doniphan y Zafra
se miraron y bajaron dos peldaños, muy despacio, cuando al pie de la escalera apareció la señorita
Loraine, estrujándose las manos con ansiedad:
– No, por favor, es mejor que no salgan de sus habitaciones... –iba diciendo, oprimida por la congoja–
¡Oh, Dios mío! –exclamó, petrificada, al unísono con los dos gatillos de las armas que le apuntaban.
– ¡La Virgen! –exclamó El Zafra, soltando la tensión y levantando el arma.
– No se preocupe, señorita... –se apresuró a tranquilizar Doniphan, con toda la amabilidad de la que
fue capaz– No queremos hacerles ningún daño, se lo aseguro... –añadió, bajando algunos peldaños con un
rictus de dolor.
223
– Wi guan jel yu... –subrayó el Zafra, siguiéndole despacio, apuntando con el dedo sucesivamente a su
compañero y a sí mismo. La asustada señorita Loraine dio unos pasos atrás, quedando frente al mostrador
de la recepción. Con las contraventanas cerradas, sólo la luz que se colaba difusa a través de los visillos
de la puerta iluminaba el vestíbulo. De la calle llegó el apresurado trotar de botas sobre las tablas del
porche; una hilera de siluetas armadas pasaron a toda prisa, hacia la calle principal. Los dos furtivos
retrocedieron unos escalones.
– ¡Aauuughh!... –se dolió el tejano, llevándose la mano al costado derecho.
– ¡Oh, Dios mío! ¿Es... está herido?... –se preocupó la señorita Loraine, dejándose llevar por su
intuición femenina: A pesar de las pistolas y de que su atuendo no hablara en su favor, aquellos dos
hombres no gastaban los modales groseros y chulescos habituales entre la fauna masculina del pueblo.Y,
a pesar de las circunstancias, tenía que reconocer que eran muy apuestos...
– Uunngh... no se preocupe... no es nada... –dijo Doniphan, enderezándose.
– Es un machote... –murmuró el Zafra, dirigiéndose con precaución hacia la puerta del hotel y
descubriendo la presencia de Mama Rosa; en pie bajo el marco de la puerta del cuarto adjunto a la
recepción, la negra y redonda sirvienta, toda sofocón, hacía pucheros, lagrimones como puños
corriéndole por sus rechonchas mejillas oscuras. El gaditano le dispensó una tímida y amable inclinación
de cabeza antes de apostarse junto a los visillos.
– Mama Rosa, trae agua, date prisa... –pidió la recepcionista, entrando diligente al cuartito. La
sirvienta pareció aliviada al tener algo que hacer y se apresuró hacia la cocina, secándose las lágrimas con
el delantal.
– No se preocupe... Es sólo un golpe... –declinó Doniphan con cortesía– ¿Hay más entradas además de
la cocina? –prefirió saber, mirando a un lado y a otro.
– No... Hemos cerrado todas las ventanas de la planta baja... –explicó la mujer saliendo del cuarto con
lo que parecía un pequeño botiquín casero.
– Oh, no se moleste, por favor...
– Vamos, vamos, no sea infantil... –regañó amable, incluso coqueta, la señorita Loraine.
Escudriñando tras las cortinillas, el Zafra evaluaba la situación en las calles. Los disparos habían
cesado y podían oírse carreras y voces en todas direcciones. En la acera de enfrente, el Diamonds se le
antojó de pronto inexpugnable; detrás de las letras en las vidrieras podía adivinarse la agitación de las
siluetas apostadas; dos pistoleros permanecían junto a la esquina, como si esperaran una señal. Por las
ventanas del piso superior de salón, se asomaban cañones de rifle de manera intermitente. Sin ángulo de
224
visión, intentó sin éxito alcanzar a ver la entrada del burdel. Al fondo de la calle, a la altura del otro salón,
una columna de humo tomaba consistencia por momentos...
El bandolero gitano observó un momento la humareda que se elevaba al noreste del pueblo y volvió a
arrastrarse por el terrado para cambiar de posición. Había sido testigo de la loca carrera de sus
compinches y les había limpiado el camino, disparando con método, prudencia y buen ojo sobre los
francotiradores en los tejados de aquel lado de la calle. Se hizo el firme propósito de llevarse un par de
aquellos fusiles a su tierra... Cuando asomó su nariz aguileña por el borde de madera, el gabacho acababa
de entrar en el Paradise y algunos de sus hombres buscaban posiciones ventajosas para ponerse a
resguardo. Se agachó, cauto, y volvió a emerger unos segundos después. Desde la esquina del Diamonds,
dos salieron corriendo con las armas en la mano, uniéndose a otros tres que venían del otro lado,
terminando de ocupar la calle principal, en dirección a la bifurcación que llevaba al salón en llamas.
Volvió a dirigir la vista hacia las ventanas del lujoso prostíbulo. Y Ritter sin dar señales...
– ¡Tenemos que hacer algo, señor Newton! –insistió el joven Martin, descompuesto por una nuevo
torbellino de excitación desde la primera detonación, yendo y viniendo de la ventana al mostrador con
pasos dislocados. Acababa de presenciar con ojos desorbitados y el corazón encogido lo que había hecho
el predicador a las puertas del Silver ¡El legendario reverendo Laughton había llegado hasta allí para dar
su merecido a todos aquellos indeseables! ¡No lo podía creer! Vio venir a los refuerzos desde el
Diamonds, corriendo por la calle y repartiéndose a un lado y a otro.
– ¡Ni hablar! ¡No es cosa nuestra! ¡Ponte a cubierto, insensato!
– ¡Señor Newton, por lo que más quiera! –cargó de nuevo sobre el mostrador, desesperado. Sin
poderse contener fue hacia la puertecilla y cruzó al otro lado.
– ¡Condenado muchacho! ¡¿Has perdido el juicio?! ¡Deja eso ahí! –gritó el señor Newton, refugiado
bajo el mostrador, viendo cómo Martin se hacía con uno de los dos rifles reglamentarios en el pequeño
armero y regresaba junto a la ventana.
– ¡Si quieres que te maten allá tú! ¡¿Me oyes?! –reprendía el telegrafista, que no parecía dispuesto a
abandonar su escondite– ¡Pero conseguirás que me maten a mi también! –se quejó, recriminando,
tratando de minar la moral del muchacho– ¡¿Me estás oyendo?!
No. Martin no le estaba oyendo. Pegado a la ventana, apretando el rifle entre las manos, reconocía
sobrecogido al imponente mestizo que había visto en sus carteles, surgiendo desde detrás del Silver
225
Saloon, enorme y temible, moviéndose con un sigiloso bamboleo pegado a la pared del viejo hotel,
ignorando que iba a toparse con los que llegaban corriendo desde el otro lado. Arrebatado, Martin abrió la
puerta un poco, sacó el arma y disparó sobre uno de los hombres que terminaba de cruzar la calle,
derribándolo. Al oír el disparo, el mestizo se detuvo en seco, al tiempo que de la esquina contraria, desde
detrás de unos cajones, llegaba una andanada traidora. Chaquito se sacudió al recibir un impacto y
trastabilló hacia atrás, sin llegar a caer, perdiéndose de nuevo de vista.
– ¡Le he dado! ¡Le he dado! –gritraba Martin excitado, sin comprender aún que acababa de matar a un
hombre. Se oyó un trote furioso en la calle y la puerta de la estafeta casi saltó de los goznes, abriéndose
con estrépito por la embestida de uno de los pistoleros de Durkham, que entró disparando sin
contemplaciones. Martin chilló de dolor al recibir los balazos, derrumbándose hacia atrás, junto a la
pared. El tipo pasó la vista y el cañón de la pistola por la estafeta, buscando algo más que un mocoso.
Disparos en la calle. Algo cruzó deprisa por delante de la ventana, pero antes de que terminara de
volverse, una escuálida y estirada silueta en la puerta se iluminó con los mortales fuegos escupidos desde
sus manos. El pistolero brincó contra el mostrador, cayendo después de bruces, inmóvil, pesando tres
onzas más. Laughton, con los revólveres humeantes, dio un paso al interior y cerró la puerta con el pie, a
tiempo para que dos balas chasquearan al incrustarse en la madera. Miró por la ventana y después al
cuerpo del muchacho, que se retorcía entre llantos y gemidos.
– ¿Cómo te llamas, hijo? –sonó la voz profunda del reverendo, recargando sus armas.
– Ma... Martin... –apenas articuló el muchacho, desecho de dolor, los ojos llenos de lágrimas, un brazo
y una pierna sangrando. En el delirio del sufrimiento, creyó estar siendo recibido por el reverendo a las
puertas del cielo.
– Maldita sea... –sollozó el mostrador– Se lo dije. se lo dije... –se lamentaba.
– ¿Quién anda ahí? –se volvió Laughton como un rayo.
– Es... es... el señor Newton... –murmuró Martin– Es... está asustado...
Laughton regresó junto a la ventana, buscando a Chaquito con la mirada.
Tras una torre de toneles en la pared trasera del viejo hotel, Chaquito se aplicaba sobre la herida la
pasta verde y empapada de saliva que había estado masticando. La bala había atravesado limpiamente la
parte superior de su hombro izquierdo. Sólo notaba una intensa quemazón. Después dolería, pero ahora
no, se dijo, tomando otro puñado de hojas y empezando a mascar de nuevo. Se extendió en el suelo, al
borde de los toneles y examinó los cajones desde donde le habían disparado. Apuntó con el Winchester y
abrió fuego a discreción.
226
– Salga de ahí y ayude al chico –dictó Laughton desde la ventana, estudiando el Diamonds y sus
alrededores. Salvo por los dos o tres que aguardaban a la vuelta de las esquinas, las calles contrastadas
por la luz del sol aparecían desiertas, fantasmales. El humo del salón incendiado se extendía por el aire.
Chaquito apareció de nuevo por el lateral del hotel y el reverendo llamó su atención desde la ventana.
En seguida, la puerta de la estafeta se abrió bruscamente. Laugthon y Chaquito salieron de sus resguardos
al unísono, plantándose cada uno en una esquina y disparando como si no hubiera Dios.
Las tripas de Durkham estuvieron a punto de aflojarse cuando, desde la ventana de su despacho, vio
salir de la estafeta al predicador y de la esquina del hotel al monstruoso mestizo, sembrando muerte. Con
las llamas devorando el Silver a sus espaldas, le parecieron enviados del mismísimo Belcebú que venían
en su busca. Una insufrible combinación de cólera y pavor le atenazó unos instantes; incapaz de nada
más, se sirvió con manos temblorosas un whisky desmesurado, tragándolo de golpe y regurgitándolo casi
a un tiempo con una horrible arcada. Con el rostro congestionado, sudoroso y sin resuello, se derrumbó
en su sillón, en lucha titánica contra la desesperación que le vencía. Sus manos regordetas se crisparon
sobre el revólver encima de la mesa, llenando con torpeza el tambor de balas, como si recargara su propio
aplomo. Sin dejar el arma, sofocado, deshizo el lazo y soltó el botón del cuello de la camisa, secándose
con el pañuelo la cara y la papada. El alboroto en el salón crecía, mientras en las calles se hacía de nuevo
un silencio estremecedor. Sin atreverse a mirar por las ventanas, se puso en pie, el revólver como muleta
de su coraje, y salió de su despacho.
En el pasillo, casi todas las puertas permanecían abiertas; desde el interior de las estancias retumbaba
de tanto en tanto el rifle de alguno de
los tiradores situados en las ventanas, acompañando con
juramentos al silbido de las envenenadas balas adversarias. Durkham atravesó el corredor y quedó unos
segundos junto a la barandilla de madera, contemplando la casi totalidad de la planta baja del salón. Sus
hombres se removían tensos detrás de los parapetos improvisados con sillas y mesas tras las cristaleras y
la puerta de entrada. Uno de sus guardias personales se apresuró hacia el pie de la escalera al ver bajar a
su descompuesto jefe, revólver en mano. El murmurar inquieto que llenaba el salón bajó de intensidad.
– Señor Durkham, será mejor que vuelva a su despacho... –aconsejó el guardaespaldas, sombrío.
– El cura y el indio vienen del Silver... Hay que reforzar las ventanas de aquel lado... –ordenó
Durkham sin escuchar, sonando ausente y distante, como un oráculo. El escolta hizo una seña con la
cabeza y dos hombres atendieron la indicación, uniéndose a los que ya disparaban desde las ventanas de
la sala de juegos. Durkham inició un paseo errático entre las mesas, hacia las cristaleras, mirando en
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derredor. La cabeza le bullía, atosigada por las funestas consecuencias que amenazaban con
materializarse si no lograba contener aquel envite. La señora Wong y la esposa de Jeremías, el sirviente
negro, asomaban por la puerta entreabierta de la cocina, donde también se refugiaban el pianista, la
corista y un trío de clientes accidentales que no se atrevían a salir. Desde los ventanales, Durkham
recorrió con la mirada las calles vacías, la niebla de humo lamiendo las puertas y ventanas cerradas en los
edificios.
– Sirve una ronda a los muchachos –dijo, volviéndose hacia la barra, donde Jeremías mantenía el tipo a
duras penas– ¿Dónde está Frenchy?... –se extrañó, inquiriendo con la mirada al camarero suplente.
– No... no lo sé, señor... –admitió Jeremías, temeroso, sacando botellas sobre el mostrador– Salió un
poco antes de que todo esto empezara, señor... –explicó con preocupación– Cogió el sombrero y me dijo
que iba a comprar tabaco, señor, donde Dril... –añadió agachando la cabeza para evitar que sus ojos
delataran la mentira. El señor Dux era un buen hombre y le había dado una buena propina antes de
marcharse. ¡Ya lo creo! ¿Por qué iba a decirle al Gordo la verdad?
Durkham hinchó sus porcinas fosas nasales, respirando hondo y estrujando la culata sudada del
revólver para contener un nuevo acceso de furia ¡Cobardes!
Mientras Frenchy Dux se daba prisa en conducir los caballos hacia el lado este del caserón de los
Durkham, Alex Garrison retocó su aspecto camino de la puerta principal. Llevado por los modales, a
punto estuvo de tirar del cordón de la campanilla, pero, rectificando a tiempo, se acercó al cristal,
escuchando antes de girar lentamente el picaporte y cruzar el umbral con sigilo.
– ¿Señora Durkham? –preguntó sin demasiado empeño, escrutando el vestíbulo en penumbra. Esperó
respuesta– ¿Señora Durkham? –insistió, acercándose al pasillo que llevaba a la cocina y, seguidamente, al
pie de la escalera. Teniendo en cuenta que acababan de oírse dos explosiones de campeonato, el silencio
que reinaba en la casa resultaba tan chocante como el orden meticuloso y obsesivo alrededor. Ascendió
con toda cautela el tramo de peldaños hasta el primer descansillo y trató de escuchar. El eco apagado de
un parloteo excitado y bobalicón llegó débilmente, acompañado de tenues y sentidos gemiditos
extasiados. ¿Qué era lo que decía? ¿Mete, Cañete? Sin querer imaginar, descendió presto, de puntillas, las
cejas estupefactas y las gafas camino de la punta de su nariz. Atravesó el vestíbulo para entrar en el
saloncito que llevaba al comedor y, desde allí, al despacho de Durkham. No había vuelto a estar allí desde
la noche que fue a cenar. Atravesó la estancia y abrió de par en par la ventana, donde ya esperaba
Frenchy con los caballos. El camarero, mirando a su alrededor, le alcanzó una bolsa de tela. La tomó y
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volvió al interior, arrodillándose frente a la pomposa caja fuerte de Durkham. Estaba dispuesto a hacerla
saltar por los aires, si era necesario, pero antes quiso probar con lo previsto. Ignoraba la combinación,
pero conociendo a su jefe, era muy probable que fuera la misma que la de la caja que tenía en el despacho
del Diamonds. Había visto muchas veces cómo la abría... Sus pulidos dedos hicieron girar a derecha e
izquierda los números grabados en la ruedecilla adosada a la puerta metálica: ocho a la derecha... tres a la
derecha... tres a la izquierda... seis a la derecha... Tiró de la empuñadura del cerrojo, que no se inmutó.
Blasfemó por lo bajo. Volvió a repetir la secuencia, añadiendo una unidad al último número. De los otros
tres estaba seguro. Probó de nuevo. El cierre corrió con un chasquido final. Instintivamente volvió la
cabeza hacia las puertas correderas del despacho, abiertas al comedor. Tiró de la puerta maciza, dejando
al descubierto lo que habían ido a buscar. Una gota de sudor se lanzó al vacío desde su frente. En los
estantes, como bien sabía, se apilaban un buen número de fajos de billetes y saquitos con oro. Tratando
de hacer el menor ruido, empezó a llenar la bolsa. Oyó resoplar a los caballos bajo la ventana.
–¡¿Quién anda ahí?! –sonó el pito irritante de la señora Durkham desde las escaleras en el vestíbulo.
A Garrison le dio un vuelco el corazón, empezando a llenar la bolsa a toda prisa, con las dos manos.
– ¡Alto en nombre de la ley! ¡Alto en nombre de la ley! –vociferó exaltado Monty, que se lo estaba
pasando en grande.
– ¡Cállate, imbécil! –le reprendió con desprecio la ingrata señora de la casa. Monty soltó una risotada
babosa, siguiendo los pasos de la mujer, comedor adelante. Con algunos botones del oscuro vestido
desabrochados, mechones de cabellos escapados del estricto moño y una escopeta de caza en las manos,
el habitual aire santurrón de la señora quedaba sensiblemente atenuado. Martha Durkham se plantó en la
entrada del despacho a tiempo para ver cómo un hombre se precipitaba desde la caja abierta hacia la
ventana, tirando a su paso un quinqué y un sillón. Apretó uno de los gatillos de la escopeta y el retroceso
casi la tira de espaldas. Con un aullido de dolor, el hombre, herido por la posta, se dejaba caer por la
ventana, siguiendo a la bolsa.
– ¡Alto en nombre de la ley! ¡Alto en nombre de la ley!
– ¡Canalla! –La señora Durkham creyó haber reconocido al ladrón y no lo acababa de creer.
Trastabilló entre los restos del quinqué y el sillón derribado. Cuando llegó a la ventana, dos hombres
terminaban de subir a sus caballos cargados de bolsas, espoleando frenéticos. Era Garrison y le había
dado, estaba segura. Apretó el otro gatillo, perdiendo el equilibrio esta vez, dando con sus posaderas
contra las pulidas tablas del suelo.
– ¡Mete, Cañete! ¡Mete, Cañete!
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Los dos fugitivos saltaron la pequeña cerca y desaparecieron al galope, tras las colinas.
Primero llegó el rumor, como un alud lejano que se aproximaba desde el sur a todo galopar,
convirtiéndose al acercarse en el inconfundible estruendo de una carga de caballería. Una repentina y
densa andanada entró, como una tromba de balas, por la calle del Paradise, segando bandidos o
poniéndolos en fuga. El golpear de cascos y los relinchos de caballos, se sumaban al estrépito del
encarnizado tiroteo. Sobre el burdel parecía granizar plomo, haciendo estallar los cristales de la fachada;
los gritos llegaban de fuera, de dentro, de todas direcciones. Ritter, el pulso desbocado, abrió la puerta y
corrió por el pasillo, llevando a la alucinada Rosarito de una mano y empuñando el revólver con la otra.
El pitote era monumental. Salieron al pasillo principal y aligeraron hacia la habitación de Madelaine.
– ¡Maldición en francés! ¡Estúpidos! ¡¿Quién está con la niña?!
La voz del francés llegó acompañada de sus pasos corriendo escaleras arriba. Ritter tiró de la nieta de
Marqués justo a tiempo de cerrar la puerta antes de que Pete el Francés entrara por el corredor como un
poseso. La planta baja del Paradise se llenó de gritos y disparos a bocajarro cuando la puerta principal del
burdel se vino abajo con un chasquido estridente. El Francés corrió hasta llegar a la habitación de la
rehén, abierta de par en par, vacía, con el vigilante atado como un novillo a punto de ser marcado. El
pistolero rugió algo incomprensible en su lengua materna, arremetiendo furioso contra el peinador que
ocupaba una de las paredes. Los incursores disparaban ya en las escaleras y la niña era su único escudo.
– ¡Buscad a la niña, estúpidos! ¡Buscad a la niña! ¡Merde! –vociferó, corriendo desesperado por los
pasillos con el revólver por delante, abriendo puertas a patadas y empellones. La estampa de una de las
prostitutas atada a la cama se plantó ante él y entró en la habitación con ojos enloquecidos. El miedo
brotó por los ojos de Madelaine al ver a aquel hombre detestable y cruel temido por todos. Pete el
Francés atravesó la habitación a toda prisa, sacando medio cuerpo por la ventana abierta, para comprobar
entre juramentos galos que la escalera auxiliar estaba desierta. Dirigiéndose de nuevo a la puerta, su
mirada se cruzó con la imagen de Madelaine reflejada en un espejo en la pared. La furcia miraba
intensamente hacia una dirección sospechosa. A pesar de la cercanía de los disparos en el descansillo de
la escalera, el Francés se dio la vuelta, siguiendo con sus ojos la imprudente mirada de la prostituta,
puesta sobre el armario ropero frente a la cama, cuya puerta permanecía ligeramente entreabierta. Al
lado, sobre la banqueta del tocador, un polvoriento sombrero de hombre... Pete el Francés esbozó una
sonrisa demente y disparó tres veces sobre el armario. Un gruñido. Un golpe seco.
– ¡¡Mmmmmmmmmm!!... –exclamó Madelaine, desorbitada.
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La puerta del armario terminó de abrirse, empujada por el cuerpo retorcido de Frank Ritter, que se
desplomó en medio de la habitación. El Francés se acercó en dos pasos, encañonándole la cabeza desde la
altura. Ritter gimió, al filo de la inconsciencia.
– ¡¿Dónde está la niña, hijo de perra?!
– Fu... fuera... de tu alcance... cabrón... –articuló Ritter con un hilo de voz. Se le nublaba la vista. Tras
los largos cortinajes que colgaban a los lados de las ventanas, Rosarito, pegada a la pared de puntillas,
apretaba los ojos y contenía la respiración.
– C'est bien... Aurevoir... –susurró el asesino con una de sus muecas insolentes, amartillando el arma.
Dos disparos retumbaron en la estancia. Madelaine cerró los ojos aterrorizada. El Francés bajó el arma y
se dio la vuelta, su expresión marcada por una sorpresa incrédula. Bajo el marco de la puerta, La Iguana,
encendido por el fragor del combate, sostenía su revólver humeante. El Francés pareció comprender en
aquel instante que iba a morir, cayó de rodillas y se desplomó hacia un lado. Intentó hablar, pero la bala
en el pecho le hizo sonar como un fuelle. La Iguana se aproximó al pistolero franchute, mirándolo con
desprecio.
– Orvuá, mesié... –se despidió. Y le disparó dos veces más.
Ritter consideró que ya había tenido bastante y dejó que su conocimiento se perdiera un rato, por el
dolor, más que nada...
Tomado el Paradise, los hombres de Torres avanzaban implacables calle arriba, estrechando el cerco
sobre el Diamonds y reduciendo a los escasos efectivos que quedaban por las calles después de la
desbandada provocada por la carga de caballería.
En la recepción del Golden Hotel, Tom Doniphan y Mateo Zafra disparaban desde las ventanas,
castigando la delantera del salón; el uno con el torso primorosamente vendado y cubierto únicamente por
la camisa desabrochada; el otro se aplicaba con el rifle, disparando pausado pero preciso y lanzando
miradas furtivas a la atractiva recepcionista que, a pesar de haber curado amablemente al tejano, no había
dejado de mirarle. La señorita Loraine, con Mama Rosa a su espalda, se asomaba a la puerta del cuarto de
la recepción, rezando por que nada les pasara a aquellos dos hombres, en particular al apuesto moreno de
frondosas patillas.
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Heredia abandonó el tejado y se las compuso para sortear la retaguardia de la hueste atacante, que,
aunque aliada, se componía, en lo tocante a él, de perfectos desconocidos. Perdiéndose entre los
callejones, puso rumbo al patio trasero del Diamonds.
En el interior del salón, una intensa humareda y el olor a pólvora inundaban el local; las balas llegadas
de fuera hacían estragos en el mobiliario, abatiendo a todo imprudente que se asomara más de la cuenta.
Refugiado en su despacho, J. Q. Durkham, aterrorizado, viendo perdida toda posibilidad de resistencia,
se arrodillaba frente a su caja fuerte, vaciándola a toda prisa, obsesionado con una única idea: salvar su
culo y su dinero. Cerró la bolsa, tomó el revólver y se acercó jadeando a la ventana: Intentaría llegar a su
casa y, con la ayuda de los hombres que allí vigilaban, reuniría lo imprescindible para salir pitando,
decidió, sin saber que los guardianes del caserón mordían ya el polvo en las calles de Faketown, a pocos
metros del salón. Instigado por el miedo, abrió la ventana y se revolvió entre bufidos de sofoco hasta
conseguir salir a la escalera de emergencia que descendía por la cara posterior del edificio. Empapado en
sudor y sin apenas resuello, cargado con la bolsa llena de billetes, llegó a ras de suelo y trotó como pudo
hasta cruzar el portalón trasero de los establos donde se encontraba su carruaje. Con los ecos de los
disparos de fondo, deambuló por la cuadra en penumbra, los caballos resoplando y moviéndose
intranquilos, hasta llegar a su vehículo. Abrió la portezuela, introdujo la bolsa en el interior del coche y se
dispuso a subir al pescante realizando un visible esfuerzo para elevar su gruesa complexión. En mitad de
ese afán, una voz grave, pausada y sepulcral sonó a su espalda:
– Quieto ahí, Durkham.
El sobresalto paralizó los miembros de J. Q. Durkham, que volvió a poner en el suelo el único pie que
había logrado levantar.
– Suelta el arma... –Durkham abrió la mano como si le pincharan en el dorso, dejando caer el revólver,
obedeciendo a la estremecedora voz– ... y date la vuelta.
Tembloroso, el pecho oprimido, la garganta atenazada, Durkham se volvió todo lo despacio que pudo,
retardando lo que sólo un milagro podía evitar. La afilada y tétrica silueta del predicador se alzaba a
pocos pasos, bañada por la escasa luz, que apenas lograba dar volumen a su oscura presencia. Ni siquiera
había desenfundado.
– ¡Noooo! –cayó de rodillas Durkham, noqueado por el terror– ¡No me mates! ¡No me mates! ¡Te lo
ruego! –suplicó, los ojillos encendidos alejándose de la cordura y cayendo a cuatro patas. Entre sollozos
histéricos, ni siquiera se dio cuenta de cómo sus intestinos le traicionaban– ¡Esa bolsa está llena de
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dinero! ¡Mucho dinero! ¡Llévatela! ¡Pero déjame marchar ¿de acuerdo?! ¡No volveré nunca más! ¡Me iré
del país! –parloteó atropellado.
– Tienes tres cruces...
– ¡Síííííí! ¡Síííííí! –lloriqueó fuera de sus casillas, sin entender, aunque dispuesto a aceptar cualquier
sistema de puntuación que se propusiera.
–...y ahora debes pagar tus pecados. –Laughton desenfundó, dando un paso al frente.
– Amén –acató una voz entre los aperos. El predicador apuntó hacia la silueta de Heredia que avanzaba
con las manos alzadas en señal conciliadora– Pero no le mate, padre, hágame ese favor... –solicitó con
fuerte acento de Kentucky.
– Dame una buena razón, hijo... –A los pies del predicador, Durkham farfullaba súplicas lloronas.
– Si lo llevamos muerto no cobramos, padre, hágase cargo...
Apenas treinta minutos después de la primera explosión, Faketown quedaba sometida por los
atacantes. Al poco, algunos lugareños se atrevieron a salir a la calle para atender el fuego en el Silver, que
amenazaba con extenderse; otros salían a sus porches, llevándose las manos a la cabeza al contemplar las
consecuencias del combate. Hemmings, el sacamuelas, fue requerido de inmediato para atender a los
heridos. Durante la hora siguiente, una frenético ajetreo sacudió el centro de Faketown. Laughton recorría
las calles, poniendo al corriente la libreta. Adams, el de la funeraria, no tuvo reparo en acercarse a
recordar a los visitantes, con todo tacto, que alguien tenía que pagar todo aquel berenjenal. La bolsa de
Durkham sirvió para cubrir los desperfectos en el pueblo, repartiéndose el resto entre los valerosos
hombres de Torres.
Cuando empezó a relajarse la solana, entre el Diamonds Saloon y el Golden Hotel se formó una
columna con todo el contingente, bajo la mirada de los habitantes del pueblo y algunos mineros
asombrados, que seguían llegando, como cada viernes, en busca de diversión. En el carruaje de Torres
acomodaron a Frank Ritter, conmocionado y medio inconsciente, bajo los cuidados de Rosarito,
encantada por ejercer de enfermera de su fascinante héroe, al que, estaba segura, amaría para siempre.
Durkham fue instalado en su propio vehículo, maniatado, cabizbajo, agotado, hundido. El Zafra, sentado
frente al Gordo, miraba por la ventana hacia la recepcionista, bajo el porche del hotel, viéndose envuelto
en un revoltijo de emociones enfrentadas. Junto al carro de Torres, Laughton, Heredia y Chaquito
esperaban sobre sus caballos. El mestizo mascaba en silencio, preparado, estimulado por el efecto
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narcótico de las hojas. Tom Doniphan acercó su montura a la cabeza de la fila, junto a Silverio Torres y
Reinaldo Ramos, que, listos para partir, parecían rejuvenecidos por la acción.
– Sé que no es asunto mío –dijo el tejano, casual– Sólo por curiosidad... ¿Dónde han dejado el carro
con el oro? –consultó, haciendo notar que sólo uno de los transportes había llegado con ellos al pueblo.
La Iguana le miró como si no le hubiera entendido.
– ¿Carro con el oro? ¿Qué oro? –se encogió de hombros, como si fuera la primera vez que oía aquella
escueta palabra. Antes de que Doniphan tuviera tiempo de interrogarle con la mirada, Reinaldo Ramos se
volvió hacia Pancho, que montaba en ese momento.
– Salgamos de aquí –dijo Ramos.
– ¡Ya lo habéis oído! ¡Vámonos de aquí, compadres! –gritó Pancho, levantando un brazo de cara a la
fila doble de jinetes.
A la voz, la caravana se puso en marcha con trote vivo, calle abajo. Adams y su ayudante terminaron
de cargar en el carro uno de los cuerpos tendidos delante del Paradise, haciendo un alto para ver cómo la
columna se perdía tras las colinas del sur.
Epílogo
Las primeras luces del alba, perezosas todavía para atravesar la fronda que ocultaba el viejo molino
quemado, se dejaban llevar por las apacibles aguas del río Nueces.
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Frank Ritter hizo ademán de ir a sacar la tabaquera pero la molestia en el costado le quitó las ganas de
fumar. Su caballo pareció notar la incomodidad del jinete y resopló comprensivo. Apenas había guardado
cama una semana, allá en Palo Seco, y las heridas aún dolían, ya lo creo. Sin apenas mover la cabeza,
escupió un pequeño chorro de saliva verde y siguió rumiando el calmante indígena de Chaquito. Un gesto
del capitán Ortega puso la caravana en movimiento, internándose en la arboleda. Allá iban por fin el
requerido Baldomero Marqués y el muy desmejorado prisionero J. Q. Durkham, camino de la frontera.
Entre la espesura distinguió los últimos gestos de despedida de Rosarito, que agitaba la mano una vez
más desde la ventanilla del carruaje de su abuelo. Tras el vehículo, Mateo Zafra y Heredia enviaron
también adioses desde sus caballos. Ritter agitó despacio su brazo para todos ellos, con sincero aprecio.
Junto a los restos ennegrecidos de la pequeña construcción medio derruida, Tom y Chaquito terminaban
de despedirse de Sarita La Chamuscada. Llegando con tantos días de retraso, las prisas para el cada vez
más urgente traslado habían dejado poco tiempo para agradecimientos y nostalgias. Siguió con la mirada
a Sarita, que con un último saludo de su mano enguantada corrió para alcanzar el carruaje de cabeza,
encaramándose en el peldaño y subiendo al coche en marcha. ¡Demonio de mujer!, sonrió, devolviendo el
hasta otra. A pesar de todo, admiraba la solvencia de aquella hembra arrolladora que, por otra parte,
siempre pareció inmune, como pocas, a su particular y maldito atractivo, reconoció con cierta turbación.
Desde luego, Sarita había vuelto a enredarlos en uno de sus azarosos embrollos que siempre estaban a
punto de costarles el pellejo o muy cerca de la cárcel. ¡Tom y Chak lo sabían bien! Como de costumbre, y
con su habitual concisión, La Chamuscada no había explicado más que lo necesario para entender cómo
se había liado la cosa. Suspiró flojo, volvió a escupir y masticó paciente. Esta vez, como decían ellos, a
Sarita se le apareció la Virgen...
El golpe de suerte que le había puesto delante a Mateo Zafra, La Chamuscada se lo atribuía a la de
Guadalupe, en concreto. Aunque encontrar y proteger al supuesto Baldomero Marqués era prioritario,
algo más preocupaba a la agente mexicana. Las pesquisas tras los contactos extranjeros de los desleales
de Monterrey le habían puesto sobre la pista del traficante Durkham, un viejo conocido de aquel Butler
que tantos quebraderos de cabeza les diera tiempo atrás. Además de traer sano y salvo a Torres,
necesitaba anular a Durkham, incluso capturarlo si fuera posible, por la información de la que pudiera
disponer. Había logrado colar a uno de sus hombres en el pueblo que regentaba aquel tipo, pero no habían
vuelto a saber de él desde que les confirmara que los asaltos cerca de la frontera también estaban
orquestados por el mismo canalla. Necesitaba enviar allí a un hombre y no disponía de él. Cuando sus
muchachos le trajeron al español, creyó que se lo enviaba el cielo. Lo habían encontrado merodeando por
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los salones y tabernas de Piedras Negras, en territorio mexicano. Al principio le despertó el recelo, pero
parecía desesperado y dispuesto a arriesgarse. Después de oírle contar sus amargas desventuras, Sarita no
tubo reparo en proponer uno de sus tratos al necesitado Mateo Zafra: Le pagaría por la información que le
trajera, pero si conseguía traer al propio Durkham se encargaría de enviarle de vuelta a su país. En el
estado que se encontraba el Zafra, habría aceptado traer del infierno al mismísimo Satanás. Consultando
el calendario, La Chamuscada, fiel a sus tejemanejes, no se pudo resistir a la tentación de poner al
español en el camino de los cuatro hombres que conformaban su mejor baza. Por supuesto, no debía
decirles nada; únicamente acompañarles todo el trayecto que fuera posible, por lo que pudiera ser. El
resto era historia sabida, sólo explicable considerando la determinación de los dos bandidos gaditanos por
volver a su tierra. Margarita Veracruz agradeció una vez más, como siempre, la ayuda que habían
prestado no a ella, si no al pueblo mexicano. Y esta vez, aunque resultara casi simbólico, pagó lo pactado.
Ritter volvió a escupir, removiéndose entumecido sobre la silla de montar. A su lado,
el reverendo
Laughton revisaba metódico las cinchas y correajes antes de subir a su caballo. La caravana había
desaparecido entre la arboleda y Doniphan y Chaquito llegaban junto a sus monturas. Los pájaros más
madrugadores alborotaron en las copas de los árboles.
– Ya sé que diréis que no es asunto nuestro, pero... –venía diciendo Doniphan, masticando pasta
verde– ...Sarita tampoco lo ha mencionado. ¿Os habéis fijado? –Ritter reconoció enseguida la cantinela
que, desde que salieron de Faketown, Doniphan entonaba cada vez que se quedaban a solas– En cuanto
tuvimos a la niña, desapareció por ensalmo. Como si no existiera...
– Oh, Tom, olvídalo ya –pidió Ritter– Tú lo has dicho, no es cosa nuestra. Si yo hubiera robado ese
oro tampoco lo iría diciendo por ahí... Tampoco sabes lo que llevaba aquel carro. Déjalo ya. Me duele
todo... –se quejó.
– Ese Torres no está tan chifaldo como parece, os lo digo yo –refunfuñó el tejano, subiendo al caballo–
Estoy seguro de que fue él...
– Está bien. Como tú digas... –concedió Ritter, rindiéndose.
– Muchachos –sonó el predicador– ¿os importaría comprobar si en vuestras alforjas tenéis uno de
estos? –preguntó con rotunda gravedad, sosteniendo entre sus largos dedos un lingote dorado de un
tamaño más que aceptable. Descolocados un instante, Doniphan, Ritter y Chaquito dudaron antes de
levantar las solapas de sus bolsas.
– Vaya... –murmuró Ritter al encontrar enseguida el suyo.
– ¡Ajá! ¡Lo véis! ¡Os lo dije! ¡Lo sabía! –saltó Doniphan con su lingote en la mano.
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Chaquito lanzó tres o cuatro gritos sincopados y chillones, sin duda de alegría.
– Vaya... –repitió Ritter.
– ¡Condenado Torres! ¡Viejo zorro!... –seguía el tejano.
– La Providencia, muchachos, la Providencia. No lo olvidéis... –predicó el reverendo, profundo,
devolviendo el oro a la alforja y encaramándose a su caballo.
Los cuatro jinetes abandonaron la arboleda en torno al vetusto molino cabalgando sin prisa. Cuando
salieron a campo abierto, la mañana empezaba a tomar cuerpo y una ligera brisa anunciaba el declive del
verano.
– Podríamos descansar y divertirnos un poco en Uvalde... –sugirió Doniphan, mirando a la lejanía.
– Tendrá que ser en ese orden... –observó Ritter.
– Está bien. Iré con vosotros hasta allí –concedió el reverendo– Pero en un par de días regresaré a
Ánimas –advirtió– Debo atender mi parroquia.
Según avanzaban hacía la ondulante línea del horizonte, los rayos del sol, alzándose tras las colinas,
empezaron a recortarles una tímida sombra tras ellos.
– Pues yo no pienso dedicarme a nada que no pueda resolver sentado a una mesa. Ha sido suficiente.
En la cárcel le di muchas vueltas ¿eh, Chak?...
– ¿Piensas dedicarte a los negocios? –preguntó Ritter con incrédula sorna.
– ¿Negocios? ¡Cuernos! ¡No! Nada de eso... –La sonrisa maliciosa pareció a punto de aflorar bajo su
bigotillo– Creo que me dedicaré una temporada únicamente a jugar al póquer. He oído por ahí que ese
Jack Hamill va pavoneándose por todo New Orleans. Creo que ya va siendo hora de que tengamos unas
palabritas...
Chaquito rió entre dientes.
FIN
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