Sierra O`Reilly y la novela - CIR-Sociales

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Sierra O'Reilly y la novela*
Ermilo Abreu Gómez
SU VIDA
Nació el doctor don Justo Sierra
O'Reilly el 24 de septiembre de 1814
en el pueblo de Tixcacaltuyúb, antiguo centro indio de la península de
Yucatán. El primer Sierra O'Reilly radicado en Yucatán fue el capitán don
José Felipe, que poseía de antiguo ejecutorias de nobleza y se había distinguido en la conquista de las Antillas.
Por sus méritos y servicios, el rey Carlos II le hizo encomendero de indios.
Al trasladarse a Yucatán (en 1680) se
estableció en la villa de Valladolid
en la cual fue más tarde regidor real
perpetuo. Ahí casó con doña Juana
de Sagasti y de la Torre, descendiente
también de los primeros conquistadores de la península. De este tronco de
familia descendía el doctor Sierra. Su
infancia debió de pasarla al lado de su
madre y al cuidado de dos hermanas
—Epifania y Cayetana— que vivieron
después recoletas en el convento de
Concepcionistas de Mérida. La fortuna de su familia era sin duda escasa,
pues sus estudios los hizo gracias a
la protección del cura D. Antonio
Fernández Montilla, quien lo inscribió en el Seminario Conciliar de San
Ildefonso de la capital del estado. En
este colegio estudió de 1829 a 1833,
alcanzando al mismo tiempo señalados beneficios. En 1833 mereció una
beca de merced y en 1835 otra mayor
de oposición. En 1834 fue doctorado
pasante en teología escolástica y moral, y desempeñó sucesivamente, los
cargos de bibliotecario, secretario y
las cátedras de mayores y menores.
En 1836, se le concedió el título de
bachiller de cánones. Casi por la misma época —1832 a 1836— siguió, en
la Universidad Literaria de Yucatán,
los cursos legales correspondientes
al título de bachiller en derecho canónico. También por 1836 empezó
sus estudios de jurisprudencia. Hasta
1837 concurrió a la cátedra del abogado don Isidro Rejón y practicó en
los Tribunales Superiores de Justicia.
Con una pensión eclesiástica se trasladó a México e ingresó en el antiguo
Colegio de San Ildefonso, donde se
recibió de abogado el 21 de julio de
1838. A su regreso a Mérida obtuvo el
* Clásicos, románticos y modernos. Editorial Botas, México, 1934.
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Revista de la Universidad Autónoma de Yucatán
Ermilo Abreu Gómez
grado de doctor en leyes e ingresó en
el Claustro de la Universidad. Entre
los maestros que tuvo en esta Universidad —transformación del Colegio
Tridentino— figuró don Domingo
López Somoza, maestro en la corte
de Fernando VII, expulsado de ella
por sus ideas liberales y sus conceptos avanzados del derecho. No poca
influencia dejaron en el discípulo las
doctrinas de este sacerdote. Puede
decirse que en ellas y en recuerdo de
las del primer prócer de la filosofía
en Yucatán —don Pablo Moreno—
moldeó su criterio como historiador
y como jurisconsulto.
Dos años después del doctorado,
empezó a figurar en la vida política
de la región. En 1840 fue secretario
del coronel don Sebastián López de
Llergo, que combatía en Campeche
a los partidarios del centralismo. Al
triunfo de la causa federal, se designó
al Dr. Sierra juez de distrito en dicha
ciudad. Al año siguiente, el vicegobernador de Yucatán, don Santiago
Méndez Ibarra, le comisionó para
tratar con los gobiernos de los estados del sur una posible alianza de
defensa y unión contra los atropellos
que venían sufriendo de parte de las
autoridades supremas de la República. Sus biógrafos nos informan sobre
esta misión, no obstante su importancia y que el mismo doctor Sierra habla
de ella en sus Impresiones de un viaje,
etc. El primero que aporta documentos relacionados con este hecho es el
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doctor Manuel Mestre Ghigliazza.
Vuelto a Yucatán, intervino en el convenio que el gobierno de la península
celebró con el de la República el 29
de diciembre de 1841. En 1842 se casó
con doña Concepción Méndez, hija
de don Santiago, el vicegobernador
de Yucatán. De su matrimonio tuvo
cinco hijos: María Concepción (1844),
María Jesús (1846), Justo (1848), Santiago (1850) y Manuel José (1852).
Después de la derrota que sufrió
la expedición militar con que Santa
Anna pretendió someter a Yucatán al
régimen centralista, figuró como Consejero del gobierno; y al lado de don
Joaquín García Rejón y de don Jerónimo Castillo, firmó el nuevo tratado
el día 14 de diciembre de 1843. Poco
después fue electo vocal de la Asamblea Departamental de Yucatán, Más
tarde, como vocal de la Asamblea
Legislativa, firmó el 1º de enero de
1846, el decreto por el cual Yucatán
reasumió su soberanía y cuando el
levantamiento de Campeche el 8 de
diciembre del mismo año se le nombró Consejero Provisional del gobierno. Ya por estos días el desastre de la
Guerra de Castas fomentada por las
mismas controversias de los gobiernos locales empezaba a sentirse en la
península. Las primeras sublevaciones habían tenido lugar en el oriente
y en el sur del estado. Abandonado
Yucatán a sus propios recursos, fue
sucumbiendo ante el alud de la raza
india sublevada.
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Revista de la Universidad Autónoma de Yucatán
Para remediar estos males fue comisionado el doctor Sierra a fin de
solicitar protección del gobierno de
los Estados Unidos. En el viaje que
emprendió tardó del 12 de septiembre de 1847 al 7 de agosto de 1848.
En 1842 fue electo diputado al Congreso de la Unión. En la Colección de
Autógrafos, de la Secretaría de Relaciones Exteriores de México, constan
dos acuerdos de la diputación, firmados por el doctor Sierra: uno del
5 de abril de 1852, en el que declara
la ampliación del período de sesiones
del Congreso, y otro el 23 del mismo,
en el que se concede dispensa de exámenes y jurisprudencia a don Vicente
Riva Palacio. En 1857 vuelve a figurar como diputado al Congreso, pero,
sin duda, no concurrió a sus sesiones
pues no consta su nombre en el diario. Obligado más tarde por circunstancias de política local, abandonó en
este año la ciudad de Campeche, con
ánimo de radicarse en Mérida. Este
viaje determinó el principio de su
muerte. En la precipitación en que lo
realizó, perdió parte de su biblioteca
y no pocos de los papeles y manuscritos históricos que conservaba en
su poder. Muchos de sus proyectos
quedaron así truncos. A pesar de estos sinsabores, todavía tuvo aliento
para redactar sus últimos trabajos
jurídicos y preparar sus obras completas. No resistió a estos esfuerzos, y
poco después de entregar el proyecto
de un Código Civil Mexicano (1859 y
Ermilo Abreu Gómez
1860), murió el 15 de enero de 1861.
El 17, en sus honras fúnebres, hizo su
elogio don Fabián Carrillo Suaste. Su
memoria ha sido honrada tres veces:
en 1861, al decretársele Benemérito
del Estado de Veracruz; en 1873, al
inscribirse su nombre en la Sala Rectoral del Instituto de Campeche, y en
1906 al erigirse una estatua en el Paseo de Montejo, de Mérida.
SU OBRA
Entre 1840 y 1850 el doctor Justo
Sierra O'Reilly publicó seis novelas:
El filibustero, Doña Felipa de Sanabria,
El secreto del ajusticiado, Un año en el
Hospital de San Lázaro, La hija del judío
y Los bandos de Valladolid. Con ellas
realizó el primer impulso literario de
Yucatán. Sus biógrafos le llaman por
esto el padre de la literatura peninsular. Pero no sólo en Yucatán tiene
significado su obra; ocupa también
un lugar en el desarrollo —o, por
mejor decir, en formación— de una
etapa de las letras nacionales. Puede
considerársele como el precursor de
nuestra novela histórico-romántica.
Su obra se sitúa entre la aparición
de la primera que propiamente produce México —El periquillo sarniento
(1816)— y la que forman el núcleo de
las mayores que empiezan en 1845,
con la del Conde de Cortina y Manuel Payno, y se continúan, en 1859,
con las de Juan Díaz Covarrubias.
La obra novelística del doctor Sierra ocupa también el momento mejor
de su carrera literaria: aquel en que
en el reposo de su vida, sus estudios
y sus viajes le permitían el goce de las
leyendas y el entendimiento de las
historias de Yucatán. Casi sin émulos
ni competidores, gustaba de las primicias de una cultura antigua y original que sólo el desdén y la ignorancia
de tres siglos habían podido hacer
hermética e insignificante. Por eso
nos es dable notar en la totalidad de
esta su obra de creación, la síntesis de
sus conocimientos, el sentido de sus
preocupaciones políticas y artísticas y la representación del estado
de su época.
A pesar de la evidente significación que tiene su obra —cuando
menos en lo que atañe a su posición
histórica— puede decirse que la crítica casi ha rehuido su conocimiento.
Federico Gamboa, en su conferencia
sobre La novela mexicana (1914) no
cita ninguna de sus novelas, Julio
Jiménez Ruedas sigue su ejemplo
—Historia de la literatura mexicana
(1928)—, Carlos González Peña
—Historia de la literatura mexicana
(1928)— sólo menciona dos: La hija
del judío y Un año en el Hospital de San
Lázaro, las cuales considera de carácter regional y fuera de la corriente
romántica. Alfredo Coester (Historia
literaria de la América española (1929))
cita las mismas que González Peña y
se equivoca en referir el argumento
de la primera. Miguel Galindo —Literatura mexicana (1920)— al referirse
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a la misma, advierte que es de costumbres yucatecas —todas lo son— y
dice, después, que su acción se supone en Yucatán. Sin clara explicación,
José López Portillo y Rojas —Memorias de la Academia Mexicana (1906)—
sitúa al doctor Sierra al lado de
Florencio M. del Castillo e Ignacio M.
Altamirano. Sólo Francisco Monterde
se muestra justo. En la Introducción a
la bibliografía de novelistas, de Juan B.
Iguiniz, le llama con evidente propiedad: iniciador de la novela histórica
mexicana. Por tanto, Portillo y Rojas como Monterde le atribuyen una
novela más, intitulada, según el primero El mulato, y según el segundo,
Diego el mulato. No he podido localizar la fuente de esta noticia. Más bien
creo que se trata de un error producido por el recuerdo de la lectura El
filibustero, cuyo principal personaje es
Diego el mulato —pirata que asoló las
playas de Yucatán en las postrimerías
del siglo XVIII.
El filibustero, Doña Felipa de Sanabria
y Los bandos de Valladolid aparecieron
por primera vez en El Museo Yucateco
(1841-1842), y no sé que hayan sido
reimpresas. De Los bandos sólo salieron las tres primeras partes. El secreto
del ajusticiado y Un año en el Hospital
de San Lázaro fueron publicadas —la
última bajo el anagrama de José Turrisa— en el Registro Yucateco (18451846). La primera aparece de nuevo
en el libro Yucatán, editado en 1913;
la segunda la reimprimió Agüeros en
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1905. Como advierte el propio doctor
Sierra, no es esta novela sino un episodio de otra mayor que ya escribía y
que habría de llamarse Los filibusteros
del siglo XIX. Según alguien ha insinuado —insinuación que recoge Portillo y Rojas—, aquella obra se inspiró
en los Leprosos de la costa (sic), de Xavier de Maistre. La primera edición
de La hija del judío la hizo en El Fénix
(1848-1850). También la firmó en su
anagrama. Fue reimpresa en 1874 por
La Revista de Mérida, con notas explicativas de algunos de sus términos
religiosos, debidas al presbítero don
Crescencio Carrillo y Ancona. La tercera edición es igualmente de Agüeros (1908), que reproduce la de 1874.
Los escasos juicios emitidos acerca de las novelas del doctor Sierra no
responden, sino parcialmente, a la estructura de su composición. Tomados
en un sentido lato son inaceptables.
Son otras las verdaderas filiaciones
de su obra y otras también las disposiciones que la animan. Su cultura
literaria, expuesta en sus propios escritos, ayuda a conocer el cuadro de
sus fuentes, el gusto que experimenta
por ciertas tendencias, así como sus
modos más afines. Su información literaria ofrece, al lado de los clásicos
—Homero, Milton, Racine—, no pocos de los principales autores de su
época: Chateaubriand (Las Natches,
Atala, Mémoires d'outre-tombe). Saint
Pierre, Dumas, Sué, Hugo (Hans de
Islandia), Conde de Alfieri (María
Ermilo Abreu Gómez
Stuardo), E.J.E. Bulwer Lytton, Hoffman, Walter Scoot, Washington Irving y James Fenimore Cooper (Last
of the Mohicans, The Pilot, The Spy).
Menciona de vez en vez, a sus viejos
escolásticos, como Escoto, Calepino
y el padre Lombardo, y no olvida
a los gramáticos, particularmente a
Nebrija.
Mas para inferir la cercanía de estos autores en su espíritu es necesario hacer el balance de la frecuencia
y de la intención con que los menciona. Sólo así puede verse con certeza
qué influencia ejercieron en su obra y
hasta qué punto deben tenerse como
sus modelos inmediatos. Descontados los autores que sólo cita alguna
vez —Racine, Homero, Hoffman,
Milton— se nota que sus preferencias
se reducen a los novelistas franceses,
ingleses y norteamericanos del período romántico. Se observa también
que éstos, aunque procedentes de
un campo esencialmente literario, le
interesan mayormente por su contenido filosófico. Las transformaciones
que el romanticismo imprime en la literatura son percibidas parcialmente
por el doctor Sierra. Del predominio
de la imaginación y del sentimiento
—opuestos a la razón universalista
del neoclasicismo— sólo recoge el
elemento imaginativo y retrotrayéndose en el tiempo —y tal vez por influencia de los autores ingleses que
conoce— aprovecha aquella misma
razón para guiar su espíritu crítico y
su facultad analítica. De las exigencias de la realidad y del individualismo sólo deriva su afán por cimentar
sus novelas sobre hechos verdaderos,
desprendidos de la vida o de la experiencia personal. No aprovecha mejor
la naturalidad del estilo y la presentación particular del tipo burgués que
quiere la nueva escuela. Ciñéndose a
esa naturalidad, su estilo se enfría y
casi entra por esto mismo en los anteriores carriles neoclásicos. El elemento burgués, por razones privativas,
aparece en su obra formando núcleos
sociales. La libertad literaria que oye
predicar no le abre nuevos horizontes, antes los reduce al campo ocupado por los propios románticos que le
sirven de modelo. Sigue con libertad,
el sendero que se le señala, pero ignora el vuelo lírico que la corriente
romántica levanta en las almas. En
términos generales, no le place nada
de lo que tiene visos de apariencia, de
mero ornato, de extravío del centro
propio del individuo, de exageración,
del predominio del corazón sobre la
inteligencia. Aprovecha, en cambio,
las enseñanzas críticas y la postura
social del romanticismo. Aprende así,
no su posición en el arte, sino su disposición en la filosofía y en la vida.
De las enseñanzas de este rango opta
a su vez, por aquellas que afirman los
valores positivos de la personalidad
y no por las que exageran, por medio
de la impresión escéptica y atea, sus
valores negativos. Al emprender la
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Inauguración del
monumento a Justo Sierra,
por Porfirio Díaz, en el
Paseo de Montejo de
Mérida, 1906.
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revisión de los síntomas de su época
y al encajarlos en el marco de sus novelas, no se muestra negligente, sino
rudo y polemista. Este ímpetu es una
transformación del gusto romántico
y también una exaltación del propio
espíritu mexicano de entonces, que
se empeñaba en justificar, por vías de
origen filosófico, vistas sus cuestiones
de encono político y religioso. Con
esta fuerza polémica agita las nuevas
doctrinas, las ordena y las utiliza para
entender las formas de los gobiernos
de su país; el espíritu que rige en los
diversos sectores de la sociedad, el
carácter del pueblo y las costumbres
de sus orígenes. En la pulsación de los
valores de esta escala va como organizando diferencias, como ajustando
Revista de la Universidad Autónoma de Yucatán
las piezas de la máquina que construye —a veces sin darse cuenta— del
hombre mismo.
Las teorías que cosecha en sus
modelos, en la documentación que
recoge en los archivos, las ciñe sobre
la realidad que observa en su rededor.
Nota así cómo algunas de estas teorías
se deshacen arrastradas por fuerza de
índole moral, por impulsos atávicos,
y otras se transforman en realidad,
en una realidad que se eleva sobre sí
misma limpia de contingencias.
Al observar estas disposiciones de
su ánimo, puede concluirse que de
las categorías románticas señaladas
por Croce —la moral, la filosófica y la
artística— sólo influyen en el doctor
Sierra las dos primeras, y que estas
Ermilo Abreu Gómez
mismas están condicionadas por las
particularidades del individuo y del
medio. De ahí que la categoría estética sea menor en su obra.
Este hecho —que supone una limitación espiritual de su yo— podría
explicarse recordando el aislamiento
en que había estado Yucatán hasta la
mitad del siglo XIX. En la inercia de
tal aislamiento las modas puramente literarias quedaban siempre como
relegadas a segundo término, y sólo
alcanzaban una penetración más profunda aquellas otras que ofrecían,
junto con sus fórmulas técnicas, un
sentido más humano y, por lo tanto
más universalista. Sólo por esto interesó el romanticismo. Por otro lado,
debe tomarse en cuenta que las formas literarias se imponen en tanta
presteza y precisión cuanta mayor
resistencia le ofrecen las formas que
tratan de subsistir. Pero si en Europa el choque de las necesidades espirituales de la cultura autorizó las
proclamas, los manifestantes y las
batallas de la conquista romántica,
en Yucatán (isla que no tuvo en el
período colonial más contacto con la
cultura de Occidente que la mínima
que querían regalarle, tamizada por
el dogma de instituciones religiosas),
¿qué disputa había de emprender
contra Phydre classique, si ninguna
cultura literaria había organizado?
Sin el esfuerzo de don Pablo Moreno,
hubiera entrado la península en el siglo XIX, desenvolviendo discusiones
bizantinas bajo las bóvedas de su colegio Tridentino. Con la enseñanza y
la energía de Moreno, se transformó
este plantel en la Universidad Literaria de Yucatán, en cuyas cátedras
se inició un período de saneamiento
y renovación. Pero esto fue todo: un
movimiento académico y por lo tanto
restringido. El espíritu de una cultura media, flor colectiva de un ansia
de saber, de aspiración de belleza,
no existió en Yucatán. En semejante
medio no podían tener razón ni las
proclamas ni las plataformas de ningún género literario. En el silencio de
aquella vida no había caso de encender batallas. En la masa informe de
sus letras toda escuela tenía que ser,
a la vez antigua y moderna. No adquiría ni perdía prosélitos. Las plazas
de la cultura eran plazas baldías que
se ganaban por simple ocupación. No
había competencia. Tal fue el medio
en que el doctor Sierra desarrolló el
romanticismo. Al limitarse sólo a las
formas que era posible utilizar sobre
la inercia de aquel erial, manifestó su
mejor capacidad crítica.
Con lo anteriormente expuesto es
posible comprender por qué su estilo
continúa siendo la forma tradicional
o clásica, y por qué el mismo doctor
Sierra es enemigo de las formas alegóricas. En sus Impresiones de un viaje
a los Estados Unidos advierte que su
"modo de escribir es un tanto desparpajado y no tiene mucha cohesión.
No tengo estilo propio debido a que
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siempre escribo deprisa y atento únicamente a la provisión de datos y noticias que de antemano me surto para
emprender un trabajo." En La hija del
judío, añade que, no obstante que
para algunos censores esta novela es
mala, "la escribe como le viene más
a cuento y en la forma que le parece
más holgada". Holganza española es
la suya. Espronceda decía en El diablo
mundo: "terco escribo, en mi loco desvarío, sin ton ni son y para gusto mío."
Aún se recuerda —añade su biógrafo
Lanz la facilidad con que producía el
doctor Sierra: aglomerado de trabajo,
ponía en actividad simultánea a dos
amanuenses a quienes dictaba alternativamente dos asuntos. Fiel a su
criterio literario, juzga los estilos barrocos que conoce. De la propia obra
del P. Cogolludo, que tanto admira
por sus méritos históricos y que reimprimió en 1845, decía: "cuando escribió su Historia el P. Cogolludo (1688),
casi había desaparecido el armónico
y dulce lenguaje de don Alfonso el
Sabio, de Mariana y Cervantes, Góngora y Quevedo se habían apoderado de su pompa y galas naturales y
como si el suyo careciese de riqueza
y elegancia, le habían adulterado
sembrándole de frasismos extravagantes, exagerados y rudos en que se
sacrificaba la pureza de la lengua a
un ridículo culteranismo." Pero su libertad, su prisa literaria, no era de la
especie que anhelaban y que querían
imponer los románticos, esforzados
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por romper los hierros neoclásicos.
Su libertad era más bien el resultado
de un movimiento inconsciente, provocado por su impericia artística. Se
refugia en la libertad del estilo por
no poder vencer las exigencias de
una forma superior. Su libertad quiere, por otra parte, usarle mejor para
ordenar el rigor de sus escritos y la
intención moral que contienen. Por
eso cuando piensa en alguna de sus
obras —La hija del judío— no es con
el objeto de corregir sus frases, sino
con la intención precisa de dibujar la
proporción de sus partes, afianzar su
contenido histórico y hacer más diáfanas sus conclusiones críticas.
La soltura de su forma no llegó a
ser, sin embargo, desaliño, ni menos
incorrección. Tienen sus períodos el
ritmo de los buenos escritores de su
tiempo; cierto equilibrio, en ocasiones muy señalado, entre los términos
principales y los accesorios. Por su sobriedad en el empleo de los adjetivos,
por la parquedad de sus expresiones
líricas, se sitúa entre la familia de los
escritores de abolengo castellano. No
puede ser extraño a esta modalidad
su contacto con los clásicos latinos,
aprendidos —como antes se aprendía— en las aulas de los seminarios.
Su manera literaria tiene consecuencias ideológicas en su obra. La
facilidad misma de que gusta le hace
abandonar las redacciones complejas. No se siente capaz de vencer los
escollos que ofrecen ciertos pasajes.
Ermilo Abreu Gómez
En sus escritos no se resuelven dificultades técnicas de lenguaje. No va
tras el empeño de Chateaubriand al
componer las páginas de Atala. Las
dificultades técnicas las ronda, si no
las evade. Se escapa de su laberinto
con una frase explicativa. Por eso a
cada paso renuncia —es su propia
expresión— a querer vencer tales estorbos. Así, cuando en La hija del judío aplican tormento a don Tadeo de
Quiñones, renuncia a describir semejante episodio. No soporta su pluma
la tiranía de una descripción continua, cálida y apremiante. Su pulso
—de contención y vigilancia— se lo
impide. Al referir en otro pasaje el
encuentro de doña María Álvarez de
Monsreal y Gorozica y de don Luis
de Subirá, también renuncia ex profeso a entrar en pormenores: no puede
deshilar el encaje de lo intrincado y
sentimental. Tampoco ofrece completo el cuadro de fantasmas y alegorías que se desarrolla en la Catedral
de Mérida, delante del gobernador
Campero. En la presentación de esta
escena tiene hasta ciertas palabras de
desdén por el espíritu grotesco que
se ve obligado a poner en ella. Indecoro es, igualmente, el paisaje que
traza de la finca. Chuacuaxin que los
jesuitas sostenían en las cercanías de
la ciudad de Mérida. En Un año en el
Hospital de San Lázaro deja inconclusas algunas escenas, no termina la
pintura de la vida que hacen los leprosos de dos patios de su cárcel y
en la playa que les sirve de recreo.
En la carta VII de Antonio a Manuel,
interrumpe, con igual sentido, la descripción de la ciudad de Campeche,
vista desde la Eminencia. Puede decirse, en conclusión, que le repugna
el detalle realista, mucho más si éste
supone la expresión de algo sucio o
innoble. Sujeto a estos límites, en el
capítulo IV de La hija del judío habla
de cierta combinación mecánica de
sus novelas, del desarrollo meramente circunstancial de las tramas que
inventa. Éstas no tienen ningún valor
substancial, están ahí tan sólo para
conducir sus propósitos doctrinales.
Marchan libres de adorno y de sostén
lírico y, escuetas, llegan al final que se
antepropone. Por esto todo aquello
que no conduce, de un modo directo,
a la obtención de sus conclusiones, le
parece inútil e ineficaz.
Su pobreza descriptiva, su falta
de penetración de lo plástico y de lo
ornamental, tienen todavía otras explicaciones. Primeramente se deben
a la manifiesta inclinación del doctor Sierra hacia lo subjetivo, hacia la
interpretación de las relaciones de
los seres y de las cosas y, después, a
la naturaleza misma del paisaje que
ofrece, Yucatán —escenario principal
de sus fábulas—. Su temperamento
lógico, lingüístico, le induce a seguir,
con más atención el valor psicológico antes que el físico del mundo que
le rodea. Y esta misma psicología le
place, no tanto aplicada al individuo
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como a la sociedad. Y en cuanto al
paisaje de Yucatán —desierto, sin
movimiento y sin aire, que se puebla
de voces quedas, adormecidas, bajo
un sol desnudo—, influye en su espíritu de un modo negativo. En vez de
exaltarlo le deprime, le obliga a encerrarse dentro de sí mismo. Así aprende a meditar en las teorías superiores
del mundo; en donde no es la sensación sino la idea de los seres la que
domina. En Yucatán la naturaleza es
inferior al hombre. El trópico es un
mito infecundo. La falta de un paisaje
orgánico, capaz de crecimiento y de
exaltación, hace imposible el empeño
de J.J. Rousseau.
En esas condiciones, exaltada la
imaginación ante el vacío que rodea
al hombre, el doctor Sierra crea un
mundo etéreo, más de acuerdo con
su sensibilidad y su conciencia. Su
desvío hacia la historia tiene pues,
una significación trascendente: no es
mera obediencia a la moda, es también una necesidad de su espíritu. En
la realidad ideal de la historia diluye
y ordena la fuerza insatisfecha de su
deseo de realidad circundante. En esa
realidad lejana descansa su obra. En
las evocaciones de la historia apresa
el sentido trascendente de los tiempos viejos y deja que se le escurra
entre los dedos, el matiz privativo de
los personajes y de los paisajes. Por
esto todas sus figuras son borrosas,
están como sumidas en un baño de
sombra. Se mueven tras la cortina de
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Revista de la Universidad Autónoma de Yucatán
un velo de ensueños. Mayormente se
nota esto en el aspecto que ofrecen los
tipos grotescos que presenta. No tienen el dolor ni la alegría general del
pueblo. Los pocos indios mayas que
menciona son un poco el buen salvaje
abstracto de Rousseau. Sus facciones
tampoco están definidas de acuerdo
con la máscara propia de la región.
Son seres de ficción. Por eso tal vez
todos se llaman Juan: Juan Cruyés,
Juan Hinestrosa, Juan Perdomo. Son
los juanes del montón anónimo. Esta
falta de individualidad de sus personajes hace que carezcan también de
intención propia en sus actos y en sus
finalidades. Se conducen como títeres: sólo obedecen las exigencias del
tema en que los sitúa el autor. Deshumanizados en lo particular, se vuelven más humanos en la conducción
de las demostraciones del tema general. Amenguado el valor de sus rostros por la falta de fisonomía interior;
detenido el ademán personal por falta de impulso pasional, quedan quietos, como estatuas que se mantienen,
no en la postura más personal, sino
en la que indica más propiamente sus
objetivo colectivo, su contrato social.
De ahí que ninguno ofrezca el ejemplo de un desenvolvimiento gradual
contradictorio. Por eso ninguno es
propiamente dicho, héroe romántico:
ninguno padece la tortura de la formación de su espíritu. En ellos todo
está acabado. Ninguno se transforma, como se transforman en Hugo
Ermilo Abreu Gómez
(Marion Delorme), en Dumas (Dame
aux Camelias), en Acuña (El pasado). Y es que mientras los personajes
románticos siguen, principalmente,
la razón de su vida original y, fieles
a ella, defienden sus intereses y sus
impulsos afectivos, los personajes
del doctor Sierra —nulos para toda
aspiración particular— se limitan a
conducir el cuadro de las teorías de
su época. Por otra parte, el doctor
Sierra los deja casi siempre encerrados dentro del cuadro inmóvil de
una peculiar fatalidad, que puede estar ligada al sino del indio maya a la
constancia ininterrumpida del medio
que ofrece Yucatán. El indio maya
cree que el destino no puede ser alterado por las fuerzas del hombre. La
tierra yucateca, sin estaciones, ni ríos,
ni montañas, siempre es igual: cielo,
mar y tierra forman un solo cuerpo
claro y azul. La ausencia de personalidad de sus tipos explica, también,
el hecho de que el doctor Sierra no
presente personajes femeninos. Las
pocas figuras femeninas que contienen sus novelas ocupan un puesto
secundario, supeditado siempre a alguna exigencia extraña. En ellas casi
no hay amor —pasión propia del individualismo— y por esto tienen más
belleza moral que física: es decir, más
belleza colectiva que personal.
Como para acentuar más esta
preponderancia de lo genérico sobre lo individual, casi todas las escenas de sus novelas se desarrollan
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Paseo de Montejo, ca. 1930.
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en la uniformidad de la noche. En
la noche se afinan las disposiciones
metafísicas del hombre; se hacen
más puras las apetencias del espíritu. Las palabras que se dicen en la
sombra adquieren más resonancia. A
veces parece que las dicen, no seres
humanos, sino la razón misma. En
este plano —que el romántico solía
utilizar para exaltar la sensibilidad
por medio de escenas propicias— el
Dr. Sierra fortalece la ideología de
su obra. En la cámara de la sombra
muestra el cuadro de sus teorías. Sus
interlocutores se desenvuelven siempre en un ambiente de intelectualismo. Por esto las conversaciones que
sostienen, aún las más sencillas, se
transforman en diálogos; pasan de
la postura familiar, en que se juntan
sentimientos y frases de mero cumplido, a otra más alta, más rígida,
más exigente, en que se debilita el
cuerpo de la palabra tras la exigencia que abre la fuerza de una tesis.
Por esto en su obra el diálogo es
todo: tesis y acción. En su juego nadie se divierte: bajo las palabras que
fluyen se percibe la marcha del caudal de una doctrina que pugna por
salir a flote, por ensanchar su campo, por adueñarse de la intención
humana. Sus personajes no viven,
sino dicen sus situaciones. Al oírlos
hablar sólo percibimos el organismo
de sus pensamientos .No crecen así
estos diálogos al soplo de ninguna
pasión íntima, sino al impulso de la
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Revista de la Universidad Autónoma de Yucatán
violencia de una demostración especulativa. De ahí que adopten, en su
estructura, dos actitudes: una retórica
y otra conceptual. La actitud retórica
se vincula a la defensa del derecho
humano; tal como se observa en los
diálogos que sostienen doña María
Álvarez y el obispo de Yucatán, don
Juan de Zubiar y el conde de Peñalva,
don Luis de Zubiar y el P. Prepósito.
La actitud conceptual es todavía más
frecuente: en su ejercicio el individuo
se revela contra el orden apático del
pensamiento y violenta la cercanía de
las conclusiones; tal como se nota en
los diálogos del Prepósito y el Dean
de la Catedral de Mérida, de don
Juan de Zubiar y Juan Hinestrosa. En
El secreto del ajusticiado persisten también estas dos formas del diálogo,
particularmente en la escena que se
desarrolla en el interior de la Catedral
entre el gobernador de la Provincia y
el verdugo de la ciudad. Lo propio se
observa en las cartas con que se forma la historia de Un año en el Hospital
de San Lázaro. No tienen éstas la dulzura de la intimidad, antes adoptan
un estilo recio, propio de las crónicas
que desenvuelven. Por eso adquieren
todas un sólo tono. No importa que
las firmen Antonio, Manuel, Melchor,
el doctor Frutos o el capellán del Hospital; el espíritu es el mismo y así van
del plano retórico al plano lógico. Ni
la propia relación novelesca que se
intercala entre las cartas IX y X
—La cartera de Regino— es de manera
Ermilo Abreu Gómez
diferente: también está sujeta al régimen especulativo del autor.
En consonancia con esta actitud
ideológica que da la sensación de una
quietud física, están las presentaciones —no las descripciones— que hace
el doctor Sierra de ciertos lugares, de
determinados edificios y escenarios.
Al hacer las presentaciones no dice
cómo es tal o cual lugar —ausencia
de lo objetivo— sino qué es, qué significa, qué sentido tiene en la historia
—preponderancia de lo subjetivo—.
Sobre su estructura física pone el valor de su significación metafísica. Su
vista penetra, traspasa su aspecto y
alcanza, en la médula de su inmaterialidad, en un anhelo de síntesis y de
infinito, su sentido superior, lo que
podríamos llamar su prospecto. Desde este punto de vista nos habla del
Colegio de San Xavier, del Seminario
de San Ildefonso, de la casa de don
Alonso de la Cerda, del convento de
Nuestra Señora de la Concepción, del
convento de Franciscanos y del Hospital de San Lázaro.
En estas presentaciones pone en
relieve la función que desempeñaron estos edificios en el tiempo de
la novela (el pasado) y el servicio
que prestan en el tiempo del autor
(el presente). De esta relación entre
el pasado y el presente no deriva
conclusiones estéticas, sino concepciones de índole moral y filosófica. De ahí que, con motivo de cada
presentación, hable al lado de las
particularidades históricas, de la
evolución de las ideas, del cambio
de las costumbres, de la alteración de
las formas políticas. Por esto mismo
las ruinas no le llevan a ningún goce
estético, sino que le hablan tan sólo
del tránsito de la evolución moral de
la vida y de los hombres. Las ruinas
no contienen para él el claror de un
tiempo mejor que fue y que conserva,
en quietud religiosa, el pasado. Las
ruinas son para su espíritu, un puente que cruza el pensamiento bajo la
máscara de la sensibilidad. El romántico aspira el gusto del pasado: se
adueña de la visión de sus cuadros,
pero suele olvidar su ideología. En
ocasiones pasa tan lejos de ella, que
acaba por ignorarla y por desorientar su propio espíritu. De ahí que interprete arbitrariamente su historia.
Piénsese en las ideas que sobre el recuerdo ha expuesto A. G. Schelegel.
Por esta causa el romántico prefiere
casi siempre, en un refugio que ofrece
más licencia, la leyenda y la conseja
para elaborar sus obras. El doctor Sierra hace lo contrario: por respeto a la
historia, por devoción a ella no penetra tanto la idealidad como la verdad
y el sentido esencial del pasado. Por
esta razón alcanza con más exactitud
su sentido ético que su contenido de
gracia. Conoce su peso, las raíces de
que se nutre, pero ignora su esencia de vuelo, su perfume de flor. En
esta postura estriba su originalidad:
mientras el romántico se extravía en
Números 249-250
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Segundo y tercer trimestres de 2009
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Sierra O'Reilly y la novela
el pasado por medio del recuerdo, el
doctor Sierra realiza un movimiento
de comparación que puede definirse
así, el pasado interesa en cuanto que
es medida para percibir el presente.
De esta actitud se derivan los contrastes que ofrece. Es posible que, en
un principio, tengan éstos un origen
romántico, pero en su realización no
guarda su misma dependencia. En
el romanticismo, con contrastes por
lo general aislados, van de persona
en persona, mientras que en la obra
del doctor Sierra aparecen reunidos
y se ofrecen combinándose en grupos. Es la preponderancia que tiene
en su conciencia lo colectivo sobre
lo individual. Mientras Hugo en Los
miserables, contrapone, v. gr. al obispo
y Juan Valjean, el doctor Sierra en La
hija del judío, reúne dos o tres grupos
sociales —clero, burguesía, aristocracia— y los contrasta y juega con sus
diferencias, midiendo sus acomodaciones y aspiraciones. Lo propio hace
en El filibustero, en donde aparecen
dos bandos: por un lado la gente pacífica, apegada a sus hábitos, honrada
y religiosa, inmóvil en la tierra —los
habitantes de Campeche—; y por otro
lado, la gente sin patria, sin hogar, en
pleno movimiento, desplazada sobre
las vías del mar —los piratas, que capitanea Diego el mulato—. En Un año
en el Hospital de San Lázaro, el orden
cristiano y tradicional (la familia de
Antonio) se opone a la vida descreída
y licenciosa (grupo de Juan Cruyés).
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Revista de la Universidad Autónoma de Yucatán
Los individuos no son así nada adelante del interés colectivo. En este
juego de masas populares, el doctor
Sierra se anticipa al movimiento que
más tarde había de desarrollar la escuela naturalista.
Al no destacarse los personajes, se
exaltan determinadas tendencias sociales. En sus novelas no triunfan los
buenos ni reciben castigos los malos,
no porque no merezcan justicia sino
porque uno y otros son tan sólo fichas
—sin nombre— que se cambian en el
tablero social, donde lo que importa
no es que gane ésta o aquélla, sino
que todos concurran a un resultado
prefijado. Esta impersonalidad de sus
figuras se recompensa por el aliento
de vida que ofrecen las tesis que sostienen. El romanticismo le ayuda a
exaltar esta vitalidad. Con su lección,
desnuda su intimidad, se hace sincero.
De su espíritu se derivan, como ramificaciones desprendidas de un tronco
común, los ramajes de sus fábulas. Su
credo religioso, su convicción política, su concepción de la vida, hasta sus
nociones estéticas ¾no siempre bien
definidas¾ se perfilan, antes de darse
en sus escritos, dentro del marco de su
personalidad. No hay nada en su obra
de noble o de puro que primeramente
no haya pasado por su temperamento o por su inteligencia. Su obra es él
mismo. Podría decir con Montaigne:
Je sui moi-meme la matiere de mon livre.
De ahí que sean tan tupidos los hilos
que van de los episodios de su vida
Ermilo Abreu Gómez
a los capítulos de sus novelas. El impulso inicial, el motivo primordial de
sus relatos, tiene siempre un valor
real: radica en un hecho verdadero,
cuyo centro está regido —aunque de
lejos, en la historia— por la conciencia
del autor.
En el prólogo que escribe para Un
año en el Hospital de San Lázaro, advierte que la mayor parte de los sucesos que en ella refiere son verdaderos
en el fondo, aunque variados los
personajes y aun la época del acontecimiento principal. En esta frase
precisa dos de sus posturas indicadas
antes: no le importa el personaje en
sí, sino en cuanto es parte de la sociedad; y la época sólo le interesa cuando le ofrece un aspecto del sentido de
la historia. Quiere la verdad del suceso, la verdad de su contenido, de su
significación en la vida. De La hija del
judío a su vez advierte: casi nada de lo
que he referido ha sido inventado por mí:
la combinación, la fábula es lo único que
me pertenece. Toda la novela, en efecto, tiene conexiones con la historia de
Yucatán o con la vida del doctor Sierra. En su redacción utiliza sus conocimientos históricos y sus recuerdos
de político y estudiante. De El filibustero dice: esta leyenda es toda histórica,
casi hasta en sus más insignificantes circunstancias. En Doña Felipa de Sanabria
advierte: todos los nombres que se citan,
con muchas de las circunstancias que se
han referido pertenecen a nuestra historia. Así es que este cuento tiene mu-
cho de histórico y se ha escrito con la
mira de desenvolver algunos hechos
antiguos. En El secreto del ajusticiado
se ciñe, también, en sus partes fundamentales, a un rigorismo histórico.
Debo advertir, sin embargo, que al
establecer estas relaciones históricas
y de experiencia personal, no es que
pretenda afianzar los orígenes realistas de sus obras o subrayar su sentido
experimental. No es su intento. No se
empeña en verificar los detalles del
documento que sigue, ni menos en
exagerar el pormenor de sus tipos, ni
tampoco en avivar el retoque de sus
paisajes. No tiene pretensiones científicas. No elabora sus novelas d'apres
nature (como los Goncourt) ni con el
objeto de hacer histoire naturelle (como
Zola), sino con el objeto de superar
la naturaleza del hombre y alcanzar,
por esta vía, muy romántica, la historia ideal del hombre. Sobre la verdad
de sus principios confía el equilibrio
del edificio que levanta. Quiere que
la tierra le sirva de apoyo para iniciar
el vuelo de su fantasía. Es así como
se siente con capacidad para alcanzar una verdad suprema: aquella que
proyecta sobre el plano de un hecho
contingente, tiene su realización fuera del alcance de las miserias humanas. En la realidad, construye sus
teorías; en la idealidad, las realiza. La
novela le sirve para ampliar su radio
de acción, el panorama en que humanizándose se hacen más evidentes las
aspiraciones mejores del hombre.
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