Ópera en Sudamérica

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Escena de Auge y caída de la ciudad de Mahagonny
Foto: Patricio Melo
Ópera en Sudamérica
Auge y caída de la ciudad de Mahagonny
en Santiago
Aportando un nuevo logro en la renovación del repertorio
operístico emprendida a lo largo de las últimas dos décadas,
con la incorporación de piezas indispensables del siglo XX, los
últimos días de junio el Teatro Municipal de Santiago ofreció como
segundo título de su actual temporada lírica el estreno en Chile de
Aufstieg und Fall der Stadt Mahagonny, fruto del talento de dos
maestros alemanes: la partitura de Kurt Weill y el texto y propuesta
teatral de Bertolt Brecht, de cuya muerte este 2016 se cumplen 60
años, marco en el cual se ofreció este debut en el Municipal.
Suerte de fábula, sátira o alegoría, tan pronto divertida y sarcástica
como cruel, triste y dolorosa, en este país la obra sólo se había
conocido en sólidas presentaciones teatrales pero hasta ahora aún
estaba pendiente de darse a conocer en su formato original, como
ópera. Este montaje es una coproducción entre tres escenarios: el
Municipal, el Teatro Colón de Buenos Aires (Argentina) y el Teatro
Mayor Julio Mario Santo Domingo (Colombia), y en él brilla
especialmente el aspecto musical. Y de partida, una vez más hay
que elogiar al maestro británico David Syrus, head of music de la
Royal Opera House de Londres, quien en sus dos presentaciones
previas en el Municipal al frente de la Orquesta Filarmónica de
Santiago ha dejado una sólida impresión con otros dos importantes
estrenos del siglo XX en Chile: Billy Budd, de Britten, en 2013, y
el año pasado The Rake’s Progress, de Stravinski.
No es fácil dirigir musicalmente esta obra, cuyas melodías pasan
de lo festivo a una evocadora melancolía, pero también ofrecen
septiembre-octubre 2016
toques siniestros, violentos o amenazadores: de partida, la partitura
deambula entre distintos estilos y corrientes musicales, incluyendo
guiños a la tradición germana desde Bach hasta Wagner y los
compositores de las primeras décadas del siglo XX, pasando por
influencias populares como el jazz y la música de cabaret; además,
el discurso musical es dinámico y cambiante y está muy ligado a lo
escénico, por lo que es primordial que el director esté tan atento al
foso como a lo que ocurre en el escenario. En todos estos ámbitos,
Syrus triunfó, consiguiendo de la Filarmónica una gran cohesión y
expresividad sonora.
El elenco convocado tuvo enormes fortalezas, partiendo por el
espléndido protagonista, el tenor austriaco Nikolai Schukoff,
encarnando a Jimmy Mahoney: creíble, carismático y lleno
de energía en lo escénico (incluso saltando arriesgadamente y
corriendo cuando era necesario), se ganó fácilmente la simpatía
y compasión del público incluso declamando un fragmento en
español, y en lo vocal es firme y contundente, con buenos y sólidos
agudos, pareciendo cómodo en este rol difícil y exigente.
Otros personajes que también fueron interpretados de manera
sobresaliente fueron la imponente y segura —tanto en lo vocal
como en lo escénico— Leokadja Begbick de la mezzosoprano
sueca Susanne Resmark, quien debutaba en el rol y confirmó
nuevamente la buena impresión que ha dejado con sus actuaciones
previas en las temporadas del Municipal, como Clitemnestra en
Elektra en 2010 y como la implacable suegra de Katia Kabanova
en 2014; y debutando en Chile y cantando por primera vez el rol de
Fatty, el experimentando tenor Kim Begley (quien en los años 90
encarnara al protagonista en elogiadas producciones de esta ópera
en París y Chicago) fue un verdadero lujo como actor y cantante.
Por otro lado, dos roles importantes no estuvieron a la altura de
pro ópera lo esperado. El principal personaje femenino, la prostituta Jenny,
iba a ser encarnado en un principio por la joven soprano israelíestadounidense Gan-Ya Ben-Gur Akselrod, quien alcanzó a estar
ensayando en Santiago pero finalmente debió ser reemplazada
por la argentina María Victoria Gaeta; la artista se mostró
desenvuelta y sensual en lo actoral, pero en voz y proyección
pareció no totalmente lista aún para el desafío, aunque puede
deberse a haberse incorporado al reparto con menos anticipación
que sus colegas, y de todos modos fue efectiva.
Y el veterano barítono estadounidense Gregg Baker, dueño de
una ilustre trayectoria de más de tres décadas y quien fuera un
convincente Amfortas en Parsifal hace tres años en el Municipal,
ahora no tuvo el mismo impacto como Trinity Moses: su presencia
escénica sigue siendo innegable, pero su voz se escuchó poco,
salvo en su última intervención en la ópera. Los otros personajes
estuvieron en general muy bien abordados.
Excelente el solo de piano del intérprete chileno Jorge Hevia, y
muy eficaces las prostitutas que acompañaron a Jenny, quienes
fueron encarnadas en los dos elencos por distintas cantantes. Y
como es costumbre, fue formidable el desempeño actoral y vocal
del Coro del Teatro Municipal dirigido por Jorge Klastornick en
una obra que les exigió bastante despliegue escénico.
Mahagonny ofrece innegables alcances e interpretaciones sociales
y políticas, lo que la hace muy tentadora y llamativa para cualquier
director de escena. La producción de este debut en Chile corrió
por cuenta de un equipo de artistas argentinos que ya se ha
ganado un prestigio indudable en el medio operístico chileno
con otros importantes y elogiados estrenos del siglo XX en el
Municipal, encabezado por el régisseur Marcelo Lombardero,
con escenografía y proyecciones multimedia de Diego Siliano,
vestuario de Luciana Gutman, iluminación de José Luis
Fiorruccio y coreografía de Ignacio González.
Considerando las dificultades escénicas que presenta un título
como éste, que debe hacer justicia a los requerimientos teatrales
de Brecht, la propuesta de Lombardero y sus artistas, que se
ambienta en un marco contemporáneo, fue en general efectiva y
funcional y supieron resolver problemáticas como los distintos
dispositivos que deben ir enunciando a modo de letreros lo que va
a pasar en escena, el uso de imágenes de video y multimedia que
muestran tanto transiciones narrativas como el arrasador avance
de un huracán, y el tránsito de cantantes y coro entre la platea y el
escenario.
A pesar de los aciertos, que incluyeron algunas escenas que
simulaban ser grabadas en un estudio de televisión para vender una
imagen idílica y diferente a la realidad, en el montaje no siempre
se percibió total conexión y fluidez entre las distintas escenas,
lo que incidió en un ritmo irregular y momentos más confusos
y menos logrados o que no se sacara total partido a otros (como
cuando durante el juicio al protagonista se evoca la venida de Dios
a Mahagonny), además de ciertos detalles de iluminación, así
como en el cambio de una escena a otra, que no convencieron por
completo.
Pero a pesar de esos reparos, lo triste, lo subversivo, lo jocoso,
lo irreverente, lo cruel, lo vulgar, lo erótico, lo doloroso, todo lo
que encierra Auge y caída de la ciudad de Mahagonny, de todos
modos se hizo presente en mayor o menor medida, en especial en
el potente marco musical.
por Joel Poblete
pro ópera
Escena de Los soldados en Buenos Aires
Foto: Máximo Parpagnoli
Los soldados en Buenos Aires
Julio 19. El Teatro Colón presentó el estreno Iberoamericano de
Die Soldaten de Bernd Alois Zimmermann, en una producción
en la que recuperó la excelencia. El equipo visual comandado
por Pablo Maritano encontró el encuadre perfecto a la obra. La
monumental escenografía de Enrique Bordolini, formada por seis
bloques que están constituidos por torres móviles de tres pisos con
un espacio en cada uno, permite determinar lugares diferentes para
que se desarrollen las diversas acciones, así se generan decenas
de combinaciones que aparecen o desaparecen cuando gira el
escenario o las estructuras son empujadas a mano.
De perfección, el vestuario de Sofía di Nunzio, para situar en
tiempo la obra; adecuada, la iluminación de Enrique Bordolini,
aunque usó demasiado el recurso de presentar la luz dando en la
cara de los espectadores, y bien resueltos todos los otros aspectos
de la puesta en escena como coreografía (Carlos Trunsky) y video
(Marco Funari).
La marcación actoral ideada por Pablo Maritano dio carácter
a cada uno de los protagonistas del numeroso elenco. No hubo
actuaciones estereotipadas o rutinarias y el desenvolvimiento de los
cantantes fue siempre creíble en una obra que abusa del abuso. A
su vez manejó con perfección las acciones simultáneas o paralelas
en los diversos espacios de la escenografía.
Por el peso del personaje destacó la actuación de la soprano danesa
Susanne Elmark en el rol protagónico de Marie. Con voz potente
de excelente proyección y expresividad a toda prueba dio cuenta
de un rol cuyas líneas vocales están escritas, despiadadamente, casi
siempre en el registro más agudo. La mezzo Julia Riley (Charlotte)
fue una hermana cruel y de eficacia canora en todo momento.
Notable, el barítono Leigh Melrose como Stolzius, perfecto el
tenor Tom Randle (Desportes); y en estilo, Frode Olsen como
Wesener, el padre de Marie; mientras que Noemí Nadelmann
compuso una Condesa de estremecedores acentos.
No hubo roles pequeños para los locales y todos se manejaron con
perfección, pero por la longitud de los mismos no se puede dejar
de mencionar a Santiago Ballerini, Eugenia Fuente, Nazareth
Aufe, Alejandro Meerapfel y Gustavo Gibert. La Orquesta
Estable del Teatro Colón dirigida por Baldur Brönnimann supero
con éxito todas las dificultades impuestas por la partitura en una
noche de excelencia. No resulta menor coordinar tantos elementos
heterogéneos y en número nada pequeño, pero lo más importante:
casi en ningún momento la impresionante masa orquestal tapó la
voz de los cantantes.
por Gustavo Gabriel Otero
septiembre-octubre 2016
Las Indias galantes en Rancagua
De la encomiable temporada lírica 2016 que está ofreciendo
el Teatro Regional de Rancagua, probablemente el título que
generaba más expectativas de los tres programados para este año
era el estreno en Chile de Les Indes galantes, ópera ballet de JeanPhilippe Rameau que se ofreció en tres funciones, el 9, 10 y 11 de
junio. El ciclo rancagüino se inauguró en marzo con un provocador
Don Giovanni, pero esta obra de Mozart ya es conocida por el
público local, y el Orfeo de Monteverdi que ofrecerán a fines
de septiembre traerá de vuelta esa partitura imprescindible en la
historia de la ópera, que fue estrenada en ese país recién en 2009.
Sin embargo, al tratarse de la primera vez que Las Indias galantes
se presentaba en Chile (y al mismo tiempo, la primera vez que
se ofrecía escenificada en Latinoamérica, ya que antes sólo se
había interpretado en versión de semiconcierto en Buenos Aires),
y siendo precisamente una obra del mismo autor de Platée —la
pieza que el año pasado deslumbró con su debut latinoamericano
en Rancagua convirtiéndose en un hito de las puestas en escena de
ópera en Chile—, era comprensible que el público operático local
estuviera expectante con esta nueva propuesta.
Y a esto había que sumarle que esta pieza, que desde su debut en
1735 es considerada una de las más atractivas y especiales del
repertorio barroco para escena, no sólo cautiva por su belleza
musical, sino además su trama se presta para una puesta en escena
atractiva e ingeniosa: a lo largo de su prólogo y cuatro actos,
desarrolla historias sentimentales donde como era habitual en ese
tipo de argumentos, en algún momento aparece una divinidad
griega y los amores contrariados luchan por abrirse camino a pesar
de los obstáculos, pero lo que le da un sello especial es el lugar
donde se ambienta cada una, ya que acorde al espíritu del siglo
XVIII en que fue compuesta, cada acto transcurre en una locación
que en esa época era considerada exótica (las llamadas “Indias”),
ya sea en territorio turco o incluso en Sudamérica, hasta con los
incas peruanos como personajes.
Fiel a la tradición francesa de esos años en este tipo de obras, y al
igual que en Platée, pero de manera aún más marcada y destacada,
Rameau despliega a lo largo de la ópera diversas escenas
de danza, las cuales en esta versión de Rancagua estuvieron
presentes en correctas coreografías de Ítalo Jorquera que quizás
no sacaron suficiente partido a las oportunidades dancísticas de
esos momentos, pero que de todos modos cumplieron y fueron
abordadas con entusiasmo y entrega por el cuerpo de baile.
Aunque tanto en estas escenas como en otros instantes se aplicaron
ocasionales cortes en la partitura, de todos modos el espectáculo se
Escena de Las Indias galantes en Rancagua
Foto: Alejandro Held
septiembre-octubre 2016
extendió a lo largo de más de tres horas, incluyendo un intermedio
de 25 minutos. Y como parte de su propuesta, para hacer más
cercana al público una obra barroca, ciertos elementos se adaptaron
al contexto histórico chileno: por ejemplo, el primer acto se
ambientaba en la isla de Chiloé, y el cuarto en tierras mapuches (el
principal pueblo indígena del país).
Como ya está convirtiéndose en tradición en estos montajes del
Teatro Regional de Rancagua, el elemento musical fue en verdad
sobresaliente y muy adecuado al estilo barroco, con instrumentos
cuidadosamente trabajados para sonar lo más parecido posible a
lo que probablemente escucharan los públicos del siglo XVIII. De
partida, una vez más hay que elogiar la estupenda labor del director
argentino Marcelo Birman, quien ya se lució ahí en Platée y Don
Giovanni y nuevamente guió a la Orquesta Barroca Nuevo Mundo
en una lectura inspirada, luminosa y atenta a sutilezas y contrastes
sonoros, así como a la interacción entre el foso y los cantantes,
contando además otra vez con el bienvenido aporte del clavecinista
Manuel de Olaso en el bajo continuo que acompaña a los solistas
en los recitativos. La agrupación respondió con su entusiasmo
y sensibilidad habitual, y aunque hubo ocasionales deslices en
la afinación de algunos instrumentos, el resultado general fue
espléndido. Digno de aplausos también el espléndido coro que
dirige Paula Torres.
Los distintos roles que requiere la obra fueron asumidos por cinco
destacados cantantes chilenos, cada uno de ellos interpretando
a más de un personaje a lo largo de la obra; cuatro de ellos son
ampliamente reconocidos por el público que habitualmente asiste
a la ópera en Chile, y son además visitas recurrentes en el teatro
rancagüino: la soprano Patricia Cifuentes, los barítonos Patricio
Sabaté y Ricardo Seguel y el tenor Exequiel Sánchez.
Este último, quien brillara como un memorable protagonista
travestido en el Platée del año pasado y hace poco más de dos
meses fuera un sorprendente Don Octavio en el Don Giovanni,
encarnó ahora a Valere, Carlos, Tacmas y Damon, y no pareció
totalmente cómodo en lo vocal, aunque como de costumbre fue
un actor seguro, creíble y simpático. Seguel volvió a cautivar
con su voz cada vez más contundente en proyección y volumen
(en particular en el rol del inca Huascar), con sólidas notas altas,
aunque las graves requieren quizás de aún más desarrollo. Luego
de su acertado Don Giovanni en marzo, Sabaté fue ahora Osman
y Adario, y estuvo muy bien. Cifuentes interpretó tres papeles:
Émilie, Zaïre y Amour, y en todos aportó su lucimiento habitual.
Pero para muchos quizás la revelación vocal en estas funciones
podría ser la soprano Madelene Vásquez, tal vez menos conocida
para muchos espectadores, y quien sin embargo ya cuenta con una
buena trayectoria artística, tanto como parte del Coro del Teatro
Municipal de Santiago como interpretando roles solistas en ese
escenario, como también en otros teatros dentro y fuera de Chile,
incluyendo por cierto el Teatro Regional de Rancagua; de hermosa
voz y delicado canto, expresiva y de buenas notas agudas, fue una
encantadora Hebé al principio y el final de la ópera, pero también
destacó como Phani, Fatime y Zima, sacando mucho partido a sus
momentos solistas. En el ámbito teatral, el montaje fue encomendado a la compañía
teatral uruguaya Pampinak, dirigida por Martín López Romanelli,
que cuenta con más de dos décadas de trayectoria y debutaba acá
en el género operístico. La puesta en escena fue compartida entre
López Romanelli y el director del teatro, Marcelo Vidal —quien
además formó parte de la orquesta e incluso intervino en un
pro ópera Renée Fleming en Buenos Aires
J
unio 29. Renée Fleming se presentó acompañada al
piano por Gerald Martin Moore en un recital en el
Teatro Colón para festejar los 25 años de su debut en dicho
ente artístico. La soprano abrió este recital con el mismo
personaje de la Condesa con el que debutó. La cavatina
‘Porgi amor’ fue vertida por Fleming en forma perfecta, con
tiempos lentos y su ya conocido fraseo exquisito.
El repertorio que siguió en el programa resultó ecléctico y
variado e intentó, de alguna forma, crear diversos marcos
emocionales apropiados para cada una de las partes con un
bloque más antiguo, uno francés y un final de la primera
parte con un vals brillante. Para proseguir, tras la pausa,
con una selección de canciones rusas, luego italianas,
un breve fragmento operístico también en italiano, y
finalizando con dos composiciones en español.
En líneas generales se nota cierta mengua en alguna
parte del registro, que Fleming compensa con altísima
profesionalidad y notable experiencia. Los dos fragmentos
de Händel mostraron a la cantante en un rol plenamente
profesional en un repertorio que parece no ser afín a
su sensibilidad y a sus medios actuales. Así pasaron ‘Bel
piaccere’, de Agrippina, y ‘V’Adoro Pupille’, de Giulio
Cesare. Los mejores momentos estuvieron en el conjunto
de arias y canciones románticas francesas: ‘C’est Thaïs,
l’idole fragile’, de Thaïs y ‘Allons! Adieu notre petite table’,
de Manon, ambas de Massenet, interpretadas con brillo y
sentimiento sin par. Sin dudas inolvidable la canción ‘Soirée
en mer’, de Saint Saëns y gran efecto en el final de esta
parte con el vals ‘Je t’aime quand meme’, de Oscar Straus.
La segunda parte abrió con un bloque ruso: cinco canciones
de Rajmáninov en las que la línea de canto de Fleming
cautivó. Siguió con un ramillete de canciones italianas bien
interpretadas: así pasaron Donaudy (‘O del mio amato
ben’), Tosti (‘Aprile’) y Leoncavallo (‘Mattinata’) con un
pequeño corte operístico: ‘L’altra notte in fondo al mare’,
el aria de Margherita de Mefistófeles de Boito, en uno de
momento en escena tocando la tiorba—, y si bien tuvo innegables
hallazgos y buenas soluciones visuales, no se puede dejar de
comentar que se echó de menos una mayor unidad y definición
en su concepto teatral y estético. Se entiende que, al ser una obra
alegórica, que transcurre en locaciones exóticas y que juega con
arquetipos argumentales en este tipo de trabajos barrocos, se
presta para lo lúdico y ecléctico en lo teatral y visual, pero de
todos modos no convenció por completo la mezcla entre teatro
negro, técnicas circenses, los bellos diseños de escenografía virtual
del siempre talentoso Germán Droghetti —apoyados por la
iluminación de Jorge Fritz—y la idea de que los hermosos trajes
que éste también diseñara no se materializaran de manera córporea
sino que fueran una especie de juguetona fachada o disfraz-coraza
con ruedas tras el cual los cantantes asoman sus caras y brazos, un
elemento que abandonaban en distintos momentos para aparecer
con una suerte de buzo negro como el que utilizan los artistas que
manipulan los personajes en el teatro negro.
En resumen, tales mixturas pueden ser indudablemente
entretenidas, pero no ayudan a distinguir una puesta en escena
definida o que al menos permita al espectador seguir una línea o
propuesta totalmente coherente en lo que se ve en el escenario. pro ópera
Renée Fleming celebró los 25 de su debut en el Teatro Colón
los momentos inolvidables de la noche por su expresividad y
entrega.
Para cerrar el programa llegó un bloque en español con
‘Estrellita’, de Manuel M. Ponce; y ‘La morena de mi copla’,
de Carlos Castellano Gómez. Aquí lo importante fue la
interpretación antes que la pureza de nuestro idioma. Ante el
entusiasmo del público, la cantante norteamericana abordó,
fuera de programa, en primer lugar y al igual que en 2012,
la denominada “Canción a la Luna” de Rusalka de Antonín
Dvořák, vertida con profunda convicción, luego ‘I Could Have
Dance All Night’ de My Fair Lady, en la que invitó a cantar al
público, para finalizar con un delicado ‘O mio babbino caro’
de Gianni Schicchi de Puccini. o
por Gustavo Gabriel Otero
Al margen de estas apreciaciones sobre lo teatral, el espectáculo
tuvo muchos aciertos, que permitieron resolver con recursos
ingeniosos desafíos como mostrar una tormenta o la erupción de un
volcán. Y en general el público pareció disfrutar del espectáculo,
como demostraron los calurosos y entusiastas aplausos al final. Los
responsables del montaje y del teatro habían señalado su interés
en convertir esta puesta en escena en un espectáculo familiar
que consiguiera atraer a los niños; indudablemente, desde que se
inicia la historia y se ven crecer enormes plantas y surgir criaturas
fosforescentes, había magia y encanto en elementos como las
luciérnagas, los muñecos que dan vida a tiernos y simpáticos
jóvenes o la bailarina que flota en el aire y representa al amor, lo
que pudo ayudar a entretener y fascinar al publico infantil, pero de
todos modos es relativo considerar que esta sea una obra para los
más pequeños, tomando en cuenta que habla de amores adultos y
tiene pasajes de canto que pueden poner a prueba la paciencia y
resistencia de más de algún inquieto espectador menor de edad.
Pero por encima de todos estos detalles, este estreno local de
Las Indias galantes representa otro exitoso logro en la verdadera
cruzada que el Teatro Regional de Rancagua está desarrollando
para dar a conocer el repertorio barroco en Chile. o
por Joel Poblete
septiembre-octubre 2016
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