Modernidad y democracia en India

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Asociación Latinoamericana de Estudios de Asia y
África
XIII Congreso Internacional de ALADAA
Otras modernidades: China e
India
Modernidad y democracia en India. Amartya Sen, historia global y
modernidades múltiples.
María Cristina Reigadas
Sobre el autor
Profesora Titular Regular e Investigadora del Instituto de Investigaciones “Gino
Germani”, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires.
Doctora en Filosofía (UBA) y especialista en Filosofía Política y Pensamiento Crítico
Latinoamericano Contemporáneo, sobre temas de modernidad, posmodernidad,
globalización, asociaciones voluntarias, transición democrática, democracia deliberativa.
Actualmente dirige el proyecto “Otras modernidades, otras democracias: diálogos con
China e India”.
Ha sido profesora invitada en numerosas universidades argentinas, latinoamericanas (La
Serena, Federal de Pernambuco), norteamericanas (Harvard), europeas (Cambridge, en
donde es Fellow de Clare Hall), Universidad de París X - Nanterre.
Resumen
La cuestión de la modernidad en los países no occidentales y periféricos adquiere
nuevas definiciones a la luz del debate actual sobre modernidad/modernización, que en
las últimas décadas ha asumido un enfoque histórico comparativo desde la perspectiva
de la “historia global”, que cuestiona y redefine el viejo esquema de la historia evolutiva
universal y de la ejemplaridad de la modernidad europea occidental.
Al respecto, el concepto de modernidades múltiples de S. Eisenstadt (2003) que
enfatiza el impacto diversificador de la cultura, la religión y las identidades colectivas
en el desarrollo de las sociedades y desmiente que la globalización de la modernización
haya desembocado en una occidentalización convergente, constituye un promisorio
punto de partida para enfocar la cuestión de la modernidad en India.
Estaríamos en presencia de procesos flexibles y alternativos, que reconcilian diversidad
y cosmopolitismo (Gaonkar: 2001), que van más allá de la simplificación binaria
colonial-postcolonial, incorporación- resistencia, y que permiten explorar el concepto
de modernidades regionales vs. el de “modernidad global” (Barlow:1997).
Desde este cambio de paradigma, se inscribe la revisión de la modernización política,
en términos de democracia. En el debate indio sobre el tema se enfrentan dos campos:
uno, destaca la fuerte continuidad de la modernidad india con la occidentalización
colonial y el liberalismo universalista, el otro, la raíz hinduista del nacionalismo
moderno, el particularismo de los grupos subalternos y las políticas de identidad,
respecto del legalismo universalista del Estado Nación.
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Modernidad y democracia en India. Amartya Sen, historia global y
modernidades múltiples.
María Cristina Reigadas
1. Historia universal e historia global
El descentramiento del pensamiento contemporáneo nos permite hablar hoy del giro
inter y multicultural y comparativo presente en la filosofía, sociología, antropología e
historia. Este descentramiento ha vuelto a priorizar el debate sobre la modernidad, en un
intento de trascender tanto la interpretación canónica y normalizada del universalismo
eurocéntrico como la crítica relativista posmoderna.
Estos debates, que se suscitan como respuesta a los desafíos planteados por los
fantasmas de una crisis civilizatoria mundial, de la crisis del capitalismo global, y por las
más acotadas visiones de la crisis de la Unión Europea y de la hegemonía estadounidense,
y ante la emergencia en el conflictivo escenario mundial de nuevas (y viejas) potencias
como Brasil, Rusia, India y China, nos desafían a revisar el concepto mismo de historia
universal desde la perspectiva de la historia global.
La historia global ofrece un nuevo paradigma historiográfico que rompe con la historia
evolutiva teleológica centrada en el desarrollo de las clases, pueblos y estados nacionales,
con los convencionalismos cronológicos y la arbitrariedad de las fronteras territoriales, para
integrar diversos tiempos, espacios y sujetos colectivos. En palabras de Pérez Serrano
(2005), abandona el cómodo abrigo de las edades y épocas definidas convencionalmente y
se adentra en el análisis de los procesos de cambio y de sus múltiples articulaciones.
La historia global muestra nuevas conexiones entre áreas y contextos locales que,
durante mucho tiempo, permanecieron ocultos bajo la narrativa de una historia lineal de la
humanidad, cuya culminación fue el momento privilegiado de la modernidad europea
occidental. Esta nueva historia asume la “promiscuidad” (en términos de Braudel), desafía
las fronteras geográficas, temporales y disciplinarias y cuestiona la unilateralidad y
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estereotipia de las construcciones de Occidente y Oriente (Said: 1978; Amin::1989;
Dussel: 2007).
Es por ello que la región constituye una perspectiva particularmente apropiada para la
tarea que se propone la historia global, ya que “como no pertenece esencialmente a nadie ni
posee un destino o una misión trascendente, (…) no está fosilizada por unos límites
políticos, sino en constante interacción con el entorno, a partir de conexiones geográficas,
económicas, culturales, históricas o antropológicas, lo que hace que el historiador pueda ser
más creativo a la hora de definirla y abordar su construcción.” (Pérez Serrano: 2005).
Y es desde su realidad regional que América Latina busca, una vez más, redefinir su
lugar en el mundo. Históricamente, América Latina ha estado atrapada en los dilemas y
tensiones entre tradición y modernidad, entre considerar a la modernidad europea como un
valor en sí mismo y una meta necesaria, y a la tradición como fuente de identidad y a la vez
obstáculo (Renato Ortiz: 2000). 1 Los latinoamericanos oscilamos entre la adhesión
ahistórica al universalismo abstracto y el refugio en nuestra singularidad, un “propio”
finalmente esencializado en algún momento privilegiado del pasado (los pueblos
originarios, caso Mignolo (2007), o del futuro (la confianza en el poder salvífico del
pueblo, caso Dussel (2007). Ambas posiciones, a mi juicio, tributarias de un uso
ideológico-político de la historia.
En este complejo escenario de crisis, transformaciones y oportunidades a nivel mundial,
el debate actual sobre modernidad y modernización adquiere especial relevancia para
interrogar nuestro pasado, pensar nuestro presente e imaginar el futuro. Muy especialmente,
porque el giro comparativo y las renovadas críticas al eurocentrismo que lo caracteriza, nos
permiten ir más allá de los habituales interlocutores privilegiados (Europa, EEUU) y
abrirnos a los nuevos (viejos) actores emergentes de la historia mundial, a la pluralidad y
diversidad de experiencias modernas, en relación a las cuales podemos repensarnos y
aprender a construir un mundo más justo. Si el objetivo del discurso intercultural es el
reconocimiento mutuo y el deseo de justicia, solo tendrá éxito, si los participantes pueden
1
He sintetizado esta problemática en términos del argumento de la inferioridad en Reigadas.: 2000.
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tomar distancia de sí mismos a la vez que renunciar a esencializar a los otros, reconociendo
a éstos, también, como “sí mismos”.
El conocimiento mutuo nos deparará, sin dudas, muchas sorpresas. En primer lugar, nos
liberará de nuestra histórica tendencia al excepcionalismo. Tributario de la visión colonial,
aquél subraya el carácter singular, único y casi anómalo de la propia experiencia histórica,
transmutando las autorepresentaciones negativas de la experiencia propia por otras basadas
en el sentimiento de superioridad. En especial en los dominios en los cuales el colonizado
no compite con el colonizador, aquél se mostrará particularmente apto. El macondismo y el
marianismo en Latinoamérica (Brunner.:2001), el espiritualismo y el naturalismo mágico
en India, el exotismo y misterio con el que generalmente es caracterizado Oriente,
constituyen pruebas al respecto.
Por cierto que todos nuestros mitos y prejuicios no son producto (mucho menos
exclusivos) de la visión eurocéntrico-moderna de la historia. Además, y sin negar el
carácter reductivo y falaz de ésta, la crítica poscolonial antimoderna carga con demasiados
lastres modernos como para contribuir a un cambio de rumbo en las relaciones entre
nosotros y los otros, entre Occidente y Oriente, entre colonizados y colonizadores. Mucho
camino queda aún por recorrer para sacudirmos definitivamente la idea (moderna) de que
lo universal pertenece exclusivamente a Occidente y lo singular a Oriente y su correlativa
inversión valorativa posmoderna, que exalta la singularidad y la diferencia, rechazando lo
universal por constituir un mito occidental para dominar al resto del mundo.
Sin duda estas cuestiones involucran complejos aspectos epistemológicos, teóricos y
éticos que requieren revisar la utilidad de constelaciones y paradigmas conceptuales que
han perdido su eficacia y rendimientos cognitivos. “Asia”, “África”, “América Latina” o
“Europa” no son conceptos evidentes de suyo. 2 Suponer su univocidad semántica, hacer un
uso nacionalista, étnico o fundamentalista del pasado histórico, sostener una visión
teleológica de la historia universal centrada en algún sujeto privilegiado, reducir
2
los
Immanuel Wallerstein en “¿Existe la India?” plantea a) que la invención de la India ( y lo mismo podría
decirse de muchos otros países), a partir de la creación del sistema-mundo, b) que la historia premoderna de la
India es un invento de la India moderna y c) que nadie sabe si la India va a existir dentro de 200 años.
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procesos históricos de los pueblos y naciones no europeos y/u occidentales a copias
(exitosas o desviadas) de un modelo a ser emulado, comprender los intercambios
exclusivamente en términos de subordinación o dominación, o efectuar relatos solipsistas
de la propia historia, son algunas de las cuestiones que la reconstrucción de la historia
global contribuye a refutar.
El nuevo paradigma se propone superar las antinomias y paradojas del universalismo
abstracto y del parcelitarismo fragmentado. La revalorización del método comparativo abre
una perspectiva más abierta y flexible en la producción de conocimiento, ya que abandona
las teorías fijas y cerradas para promover la reflexión sobre la evolución e intercambios de
historias diversas.
Comparar requiere sostener y sostenerse en la incertidumbre, arriesgarse a quedarse sin
el amparo de la teoría sin renunciar al conocimiento, practicar el autodistanciamiento
reflexivo, ir y venir de la propia perspectiva a la perspectiva del otro, atravesar zonas grises
y penumbras y, sobre todo, confiar en el entendimiento mutuo. En este sentido, la
comparación no puede detenerse en sí misma, sino que debe constituir un paso para un
encuentro auténtico con los otros y una ocasión de aprendizajes mutuos.
2. Modernidad, modernidades.
En lo que hace al debate sobre la modernidad, el método comparativo permite ir más
allá de las miradas todavía eurocéntricas (modernidad incompleta (Habermas, 1989),
reflexivas (Beck, Giddens, Lasch: 1994), modernidad de riesgo (Beck, Ulrich:1992), de las
tempranas obras de S. Eisensdtadt, y de ciertas interpretaciones críticas del eurocentrismo
moderno que aún le son conceptualmente tributarias, como la transmodernidad de Dussel
(2007), el decolonialismo antimoderno, aislacionista e indigenista de Mignolo (2007), o la
defensa posmoderna de la heterogeneidad social, de la subalternidad, de la periferia y el
derecho particularista sostenido por Chaterjee. (2008).
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La evidencia histórica y los estudios comparados certifican que la modernidad es una
matriz que tiene muchas realizaciones históricas y que la modernidad europea no es la
única ni su forma más acabada. Más aún, con independencia del interminable debate
respecto de su origen europeo, debemos disociar la matriz de su lugar de origen. 3 El origen
no habilita, en modo alguno, para elevar dicha experiencia a modelo único de realización
del cambio y para sostener en dicha experiencia la tesis de la necesaria convergencia
civilizatoria. Más aún, la crítica radicalizada del eurocentrismo sostiene hoy su carácter
“anómalo” (Berger, P.: 2005).
Pero si bien no somos todos igualmente modernos, no es menos verdadero que todos lo
somos. La modernidad es la condición de nuestra sociedad global.
Modernidad que,
ciertamente ha ido construyéndose al azar de expansiones, encuentros y desencuentros, y
profundas reelaboraciones de las tradiciones propias y ajenas.
Los modos de construcción de la modernidad, entonces, nos señalan tanto los límites de
las perspectivas “sistémicas” de la modernización, que enfatizan la expansión del sistema
económico y político a través de las fronteras nacionales, dando lugar a la idea de un
mundo homogéneo, como las del “culturalismo”, que sostiene la unicidad y el pluralismo
irreductible de las civilizaciones (Habermas:2007), y que es ciego frente a la expansión
global de los sistemas funcionales que siguen la misma lógica en todas partes. Es innegable,
observa Habermas, que el mercado induce a todos los hombres de negocios a maximizar
ganancias y compensar pérdidas.
S. Eisenstadt (2003, 2005) retoma el camino comparativo de Weber, crítica el
colonialismo eurocéntrico del paradigma de la modernización y acuña el concepto de
modernidades múltiples que asume un mayor compromiso con la historicidad y
contingencia de los procesos de cambio histórico. A partir del concepto de “época axial”
de Jaspers, Eisenstadt reconoce (paradójicamente) a la religión como el corazón mismo de
la modernización y uno de los agentes centrales en la diversificación de modernidades
múltiples. Eisenstadt (2005) sostiene que en esta tercera fase de la modernidad se ha
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configurado una sociedad multicultural mundial que es una nueva formación cultural que se
ha desacoplado por igual de todas las civilizaciones tradicionales, incluyendo a occidente, a
través de una dinámica global de modernización. O sea: una sociedad multicultural, diversa
y plural pero ya post-tradicional, cuya existencia desmiente que la globalización de la
modernización haya desembocado en una occidentalización convergente.
Se trata, entonces, según Habermas (2007) de una infraestructura social global definida
por el control científico-tecnológico, el ejercicio burocrático del poder y la producción
capitalista de riqueza. Esta arena común de las diferentes civilizaciones que se encuentran
unas con otras es, a su vez, modificada por formas culturales más o menos específicas.
Estos diversos escenarios culturales constituyen ámbitos de lucha por las definiciones de
una base social compartida y sus resultados afectan a esa misma base y dan cuenta de la
fragmentación cultural de la sociedad mundial. (Arnason: 2003)
Varias son las ventajas de la tesis de Eisenstadt: por un lado, va más allá de la tesis de la
convergencia de las civilizaciones en un único modelo modernizador. Por el otro, refuta la
tesis del choque de civilizaciones de Huntington, cuya visión estática de las civilizaciones
enfatiza la idea de unidades culturales poseedoras de una identidad propia definida, a partir
de la cual se establecerían intercambios con otras. Además, la idea de modernidades
múltiples enriquece la crítica de la visión eurocéntrica de la modernidad mediante la
comparación empírica de los procesos históricos, sin recaer en el antimodernismo.
Sin embargo, no ha podido eludir las críticas relativas a su excesivo culturalismo (que
pareciera olvidar la escandalosa desigualdad en la distribución del poder y la riqueza, así
como el darwinismo social impulsado por intereses de la política mundial actual
(Habermas: 2007)), y al rol central otorgado a la religión. Aún cuando ésta última cuestión
ha suscitado un estimulante debate en torno al fin del secularismo y al postsecularismo en
el pensamiento contemporáneo. También ha sido criticado por su visión dicotómica y
jerárquica de las dos Américas y por su insensibilidad para la especificidad
latinoamericana. (Domínguez: 2009). Pero más allá de estas debilidades, la tesis de las
modernidades múltiples abre el camino para pensar hoy la modernidad más allá de la
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simplificación
binaria
tradición-modernidad,
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colonial-postcolonial,
incorporación-
resistencia, y pensar el cambio en términos de procesos flexibles y alternativos que, como
ha señalado Dilip Gaaonkar (2005), permiten recuperar la diversidad sin renunciar al
cosmopolitismo.
Desde el horizonte problemático provisto por la reconstrucción comparativa de la
historia global y la tesis de las modernidades múltiples propongo la lectura de dos textos de
Amartya Sen en los que se ocupa de la identidad india: The argumentative Indian y La
democracia de los otros.
Si bien las referencias explícitas de Sen a la modernidad son escasas, no hay duda que
ésta constituye el contrapunto de la cuestión de la identidad. Identidad, procesos de cambio
y democracia están enlazados en su pensamiento por la ética de la tolerancia a la diversidad
y a la diferencia, por el diálogo y la disposición argumentativa y por la aceptación de la
heterodoxia en la vida social.
Básicamente, Sen se propone desmitificar la idea de una India “tradicional”, definida en
términos religiosos no seculares, que se habría hecha moderna gracias al influjo
colonizador occidental. Este habría aportado elementos racionalizadores, en especial la
ciencia (occidental) y las ideas iluministas de tolerancia, libertad individual y pluralismo.
Lejos de esta interpretación, Sen cuestiona la idea del supuesto vacío cultural y
científico indio y ofrece abundantes pruebas de la rica y activa tradición india al respecto y
a lo largo de toda su historia. Más aún, rechazando por engañoso el concepto mismo de
“ciencia occidental”, ya que establece distancias entre occidente y oriente, en lo que al
desarrollo del conocimiento científico se refiere.
En suma, conocimiento científico y democracia no son privativos de Occidente. En
relación a la ciencia, Sen sostiene que, más allá ciertas particularidades locales de los
métodos, la argumentación, demostración y análisis de la evidencia constituyen formas
universales de desarrollar el conocimiento. Y en cuanto a la democracia, el pluralismo, la
el diálogo y la deliberación pública constituyen parte constitutiva de las tradiciones indias.
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Por otra parte, las luces de la razón y el pluralismo y tolerancia no han constituido rasgos
permanentes de Occidente. Así, la autonomía del conocimiento y la idea de libertad
individual son productos recientes del iluminismo. De este modo, sin quitarle méritos ni
tirar al bebé con el agua sucia de la bañera, Sen contribuye a la sana tarea de
“provincializar” a Europa, a la vez que “desperiferiza” Asia y la recentra por sus
contribuciones a la humanidad.
Lo universal no es, por cierto, privativo de Europa. Tampoco es un concepto del cual
pueda prescindirse. Menos aún en épocas de globalización y de creciente desigualdades, en
las cuales es imprescindible una ética universal basada en el reconocimiento de las
diferencias y en la justicia. Reducir las periferias al ámbito de lo singular y del caso,
considerarlas desviaciones de la norma, anomalías, siempre no ha hecho más que ratificar
el (pre)dominio del modelo supuestamente ejemplar. El colonizador ofrece una visión del
dominado en términos de distorsión singular, que el colonizado asume, ya sea para
superarla o gozarla ambiguamente según la regla del don.
La visión colonial de la India (compartida por buena parte del espectro anticolonialista)
es la de un “nosotros” homogéneo, pasivo y sumiso, impermeable a los cambios y cerrado
en sí mismo, pero con el seductor encanto de lo espiritual y hermético, del misterio y el
exotismo, y con cierto desborde sensual y festivo, todos rasgos que obliteran la dimensión
racional, analítica y científica de su historia.
Sin embargo, la reconstrucción histórica más allá de los ejes colonial/anticolonial, nos
muestra una India heterogénea, muy lejos de poder ser incluida en el mito de los “valores
asiáticos” ( si es que se pudiera razonablemente sostener tal tesis, habida cuenta de que en
Asia vive el 60 % de la población mundial!). Una India constituida por procesos flexibles
de intercambios, encuentros y préstamos, en la que los tiempos, espacios e identidades se
ordenan y desordenan al ritmo de las necesidades y oportunidades de la vida y no de las
necesidades político-ideológicas de unos y otros.
Sen cuestiona las cronologías históricas que ofrecen visiones fijas y distorsionadas, que
privilegian algún momento original dador de sentido, tanto como las matrices conceptuales
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omniabarcativas (Occidente, Oriente) cuya utilidad comprensiva y explicativa pone en tela
de juicio.
Subyace al texto de Sen la idea de que las realidades históricas son complejas y que
pensar la realidad contemporánea requiera sacarse el lastre del colonialismo occidental pero
también del anticolonialismo nacionalista, anclado en los valores éticos de una indianidad
que coincide dramática y perversamente con el imaginario del colonizador y refuerza una
concepción monológica y solipsista de la identidad.
Las tesis de Sen sobre identidad, modernidad y democracia son sencillas pero fuertes, y
se mueven en un doble registro, el de las evidencias históricas y el de la contundencia
argumentativa. En lo que sigue, resumiré algunas de las más significativas.
a. El mito de la totalización. La India no es un país religioso. Ni histórica ni
conceptualmente puede definirse en base a criterios exclusivamente religiosos. La
India no ha sido homogeneizada por la religión, siendo el conocimiento, el arte,
la literatura y la música, tan importante como aquélla en la vida de los indios.
Por otra parte, Sen cuestiona que se pretenda totalizar una realidad históricasocial en base a un único criterio: porqué no la casta, la clase, el nivel educativo,
las lenguas.
b. El mito de la totalización por la mayoría. La India no es un país hindú. Si bien
históricamente es incuestionable que la abrumadora mayoría de los indios poseen
un background hindú, ello no autoriza a sostener su supremacía en la
conformación de la India, dado que en ella siempre han convivido diferentes
religiones: budistas, musulmanes, sicks, parsis, y que el criterio de la definición
de la identidad a partir de la mayoría es conceptualmente cuestionable. Por otra
parte, el hinduismo no siempre constituye un signo de religiosidad, sino de
etnicidad.
c. El mito del origen y de la antigüedad. El origen y la antigüedad no pueden
constituir criterios legitimatorios de las políticas. Pero además, India no es un
país originariamente hindú. Hubo otras culturas anteriores a la hindú; cuando
llegó el Islam, India no era un país hindú, sino budista, religión de origen indio
que predominó en India un milenio y que luego fue exportada a China, en dónde
se consideraba a India “el reino budista”. A su vez, budismo e hinduismo
abrevaron de las más tempranas tradiciones indias (Vedas y Upanishads).
Finalmente, India es el país con una población musulmana mayor que la existente
en cualquier país islámico. Y si bien es innegable la existencia de una mayoría
hindú y la presencia tres veces milenaria del hinduismo en la conformación
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cultural del país, de ningún modo puede ignorarse que el hinduismo es un
movimiento heterodoxo, que alberga visiones y creencias diversas y hasta
contradictorias, inclusive agnósticas y ateas, que han contribuido a promover la
tolerancia y el diálogo. Definir a la India como un país principalmente hindú, es,
en la mirada de Sen, una abreviación con fines periodísticos, y propia de
intelectuales superficiales. Sin dudas, la vida de la India posee la marca del
pasado, pero esa marca es la de una historia interactiva y mutireligiosa. El
problema no está en los números, sino, afirma Sen, en la naturaleza del
argumento. Es aquí, en donde la cuestión cultural se entrevera con la cuestión
política y, en particular, con la de la democracia. Ya que, “una democracia
secular que da igual lugar a cada ciudadano independientemente de su
background religioso no puede definirse con justicia en términos de una mayoría
religiosa. India no es un Estado teocrático” (Sen: 2005a, p. 55). Sostener que
“India es un país hindú” no es evidente de suyo, ni banal, ni inocente, sino que
requiere discutir histórica, teórica y estadísticamente cómo se define una
mayoría. También podría apelarse al criterio de los actores sociales. Pero, si ese
fuera el caso, tampoco sería India un país hindú, a juzgar por la cantidad de
votantes del movimiento hindutva, muy inferiores a la población hindú. En
conclusión: el hinduismo es parte de la identidad india, no la identidad.
La visión de “una” India, homogeneizada por el hinduismo es un producto de las
visiones de los colonizadores y del nacionalismo anticolonial y antimoderno del siglo XX,
hoy representado por el movimiento hindutva y el BJP (Partido Baratiya Janata). La versión
del orientalismo exótico fabricada por el colonialismo, al cual hemos hecho mención,
subrayó distorsivamente el rol de la religión en India y exaltó su dimensión espiritual, a la
vez que su incapacidad para los logros materiales, económicos, sociales y científicos. El
socavamiento colonial de la autoconfianza tuvo el efecto de llevar a muchos indios a buscar
las fuentes de dignidad y orgullo en algunos logros especiales, en los que había menor
competencia con Occidente. Así, se crearon dominios propios de soberanía (Chaterjee:
1993), completamente fuera de las esferas occidentales de éxito. Es interesante señalar que
la divisoria de aguas entre el materialismo de los colonizadores y el espiritualismo de los
colonizados, forma parte también de la autointerpretación normalizada de la cultura
latinoamericana desde los tiempos de Rodó hasta el presente. Por otra parte, hay que
señalar que la espiritualidad no tiene en la India influencia social y política. El hinduismo
es escéptico al respecto y en este sentido, hay que distinguir entre las tensiones societales
entre comunidades religiosas diferentes y las tensiones religiosas existentes entre las
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mismas. Esto no significa que la religión no ocupe un importante lugar en la vida de los
indios, pero justamente, es eso, parte “natural” de la vida.
Con la excusa de la crítica a la modernidad identificada con el colonialismo, el
nacionalismo hindú ha efectuado una reescritura de la historia que favorece el aislamiento
interno y externo y fomenta las ideas de pureza y no contaminación. Por el contrario, una
reescritura no ideológica de la historia india requiere la crítica de los mitos de la unidad,
homogeneidad y validación por el origen y la antigüedad, de la historia lineal y teleológica,
de la no contaminación y del espiritualismo, que se resumen en una visión monolítica,
esencialista y estática de la identidad.
En cuanto a la modernidad india no es ni el despliegue solipsista de una tradición aislada
e incontaminada, organizada en torno al eje religioso, ni la incorporación por copia y
adaptación de los conocimientos y prácticas europeas. En relación a la relación modernidad
y religión, Sen señala cómo Occidente ha tratado de modo desigual la presencia de la
religión en el pensamiento científico moderno del siglo XVII y XVIII. Mientras que en
Europa se oculta la influencia de la religión en el pensamiento científico (por constituir una
rémora oscurantista), en el caso de Oriente la religión esos elementos son considerados
elementos normal y esencialmente constitutivos.
La tradición india del pluralismo, de la tolerancia religiosa, y de la heterodoxia, que
incluye el diálogo, los debates y argumentaciones públicas forma parte de la vida india
desde épocas muy tempranas, tal como lo atestiguan los ejemplos de Ashoca (siglo III) y de
Akbar (siglo XVI). Si hay algo que muestra esta tradición, es su parentesco con la
reflexividad, rasgo propio de los procesos de cambio asociados con los aprendizajes de una
modernidad democrática. Por el contrario, el aislacionismo y la intolerancia, la negación
del pluralismo y de la diversidad, no solo no se justifican históricamente en la India, sino
que, además, son insostenibles epistémica y normativamente.
Estos rasgos forman parte del ethos democrático desarrollado en India desde su historia
temprana al calor de los intercambios y experiencias con otros diversos. Por ello, no
constituyen, como se ha pretendido, ya sea para exaltarlos como para execrarlos, una
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herencia del colonialismo. En La democracia de los otros (2005b), como ya señalé, Sen
sostiene que la democracia y los valores habitualmente asociados a ella no constituyen un
producto exclusivamente occidental. Por el contrario, Sen destaca el importante rol que las
ideas budistas de compasión y piedad desempeñaron en la conformación de las raíces
globales de la democracia y, sin idealizar la experiencia histórica de los pueblos orientales,
subraya que también Occidente podría aprender de ellos.
La cuestión de la democracia plantea otra cuestión, particularmente importante en el
caso de países no suficientemente desarrollados y emergentes, (caso China e India), referida
a la relación entre democracia, igualdad, justicia y bien-estar. Sin duda, en ella está presente
el fantasma de Marx: ¿puede haber democracia sin bien-estar e igualdad? La India es una
importante excepción a la habitual y fuerte correlación entre desarrollo y democracia, a
pesar de que no pueda establecerse entre ambos una relación causal (Inglehart: 2005). En
relación a esta cuestión, Sen afirma que no hay una relación clara entre crecimiento
económico y democracia en una u otra dirección, aun cuando hay pruebas de que es
necesario un sistema democrático para generar un buen clima económico, dado que,
inclusive la determinación de las necesidades básicas, depende de los debates públicos. En
cuanto a la distinción entre democracia formal e institucional y democracia efectiva, los
estudios de Inglehart (2005) señalan que ésta última, en términos de libertades reales y
valores, es menor en India que su índice de democracia formal e institucional, que es
bastante alto.
En síntesis, Sen se aparta de las dos interpretaciones habituales que articulan el campo
de debate sobre la modernidad y la democracia: una, que destaca la fuerte continuidad de
la modernidad india con la occidentalización colonial y el liberalismo universalista y la otra
que subraya la raíz hinduista del nacionalismo moderno, el particularismo de los grupos
subalternos y las políticas de identidad, respecto del legalismo universalista del Estado
Nación. Sen destaca críticamente la coincidencia de la visión colonialista y anticolonialista
nacionalista moderna, basada en la religión y los valores espirituales que, en nombre de la
diferencia, justifican la subordinación y el confinamiento a una situación de inferioridad.
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Pero, para Sen, la India no ha llegado tarde a la democracia, aunque haya sufrido su
interrupción a causa del colonialismo.
Una última observación respecto del concepto de modernidad. La posición
epistemológica de Sen lo lleva a desconfiar de la utilización acrítica de conceptos cargados
de connotaciones histórico-conceptuales diversas. A diferencia de abogados y detractores
que creen que son conceptos bien definidos, de los que se puede hacer uso sin más, las
largas raíces de ambos y la mezcla de orígenes en la génesis de las ideas y teorías que los
tienen por objeto, impiden considerarlos conceptos unívocos, aptos para ser comprendidos
de suyo, y para ser aplicados o cuestionados. Cabe preguntarse: ¿cuál modernidad, cuál
democracia?
Para el propio Sen, la modernidad es un concepto irrelevante como criterio de mérito o
demérito para tratar las cuestiones públicas contemporáneas: ¿cuál es la utilidad de
determinar la premodernidad o modernidad de una política? El criterio debe ser, en tal caso,
como afecta la vida de la gente. Ello no significa que el debate sobre la modernidad como
tal sea irrelevante, ya que la reconstrucción del cambio histórico-social es imprescindible
para la toma de decisiones futuras.
Es aquí donde se enlazan modernidad y democracia en torno al objetivo de realización
de una vida buena y justa, que requiere recuperar como propia (aunque no exclusiva) la
tradición del pluralismo y de la tolerancia, las virtudes de la piedad y la conmiseración, y
la disposición y valoración del diálogo y de la capacidad argumentativa.
Estas actitudes, aptitudes y virtudes son indispensables para la vida democrática
orientada a una modernización cuya meta sea el desarrollo humano, en términos de
ampliación de libertades y capacidades para la realización de la vida buena y el bien-estar
en condiciones de igualdad.
Este objetivo ético-político es el que lleva a Sen a reconstruir la historia de la India, a
criticar a modernos y antimodernos, colonizadores y colonizados, y a subrayar
enfáticamente que India posee una tradición de debates públicos y de aceptación de la
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heterodoxia, no siempre presentes en Occidente y no siempre reconocidos como un
elemento indispensable de la democracia.
Occidente y Oriente debieran sacudirse los respectivos mitos que animan sus
imaginarios y orientan sus prácticas. En primer lugar, el de su misma autocomprensión.
Oriente y Occidente (debemos inventar nuevos vocabularios) debieran aprender unos de
otros, y no persistir en los dualismos, malos entendidos, oposiciones y jerarquizaciones
que han venido transitando.
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