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Ni representación ni pensamiento: Debate en torno a un
modelo de la historia de la novela.
Gonzalo Torné de la Guardia
(Thomas Pavel. Representar la existencia. El pensamiento de la novela. Barcelona:
Crítica, 2005).
Lo primero que llama la atención al lector que se acerca a la versión castellana de la
extensa monografía que el profesor Thomas Pavel ha dedicado a la novela es que su
título original (Le pensée du roman) ha quedado relegado a la condición de subtítulo,
sustituido por el de Representar la existencia. Si bien la decisión es un acierto en la
medida que Pavel dedica menos de media docena de páginas a darnos su decepcionante
versión sobre el ‘pensamiento novelesco’ (reducido a reflejar la ideas generales y
predominantes de la época sobre el lugar del hombre en el mundo); el nuevo título es un
acierto sólo a medias.
Lo que se propone en este libro es redactar una ‘historia de la novela’. Y Pavel se ha
cuidado mucho en distinguirse de sus antecesores: de aquellos que confrontan la novela
con otros géneros (Rohdei), de los que se centran en el estudio formal de las técnicas
narrativas (Bajtinii) y de quienes subrayan la preeminencia del entorno social y cultural
(Wattiii). La historia de la novela según Pavel se propone atender al desarrollo de un
concepto que mientras se despliega, impelido por sus tensiones internas, traza la historia
del género. Un retrato que parece salido del taller de Lukácsiv, pese a al interés del
discípulo por señalar como único responsable de dicho ‘despliege’ al novelista, cuyas
decisiones, en competencia con los viejos maestros y los rivales coetáneos, configuran
un relato histórico que bien podría haber sido de otra manera.
El concepto al que remite Pavel es el difícil encaje del individuo en un mundo que se ha
vuelto irreductible al orden moral humano. La novela trata de un sujeto ofuscado ante la
incapacidad de encontrar su lugar en un mundo inhóspito. Y articula éste estado de
cosas mediante tres preguntas: ¿Por qué el mundo se ha alejado del Ideal?, ¿Por qué su
valor normativo se impone de forma tan evidente al individuo?, y ¿Qué es mejor para
defender el ideal: sumergirse en el mundo para tratar de restablecerlo o centrarse en
remediar la fragilidad personal? Este concepto del difícil encaje, que guía la historia de
la novela según Pavel, está atravesado por la tensión entre dos fuerzas antagónicas: la
tendencia a reflejar un Ideal que podría reorganizar el mundo y la de representar, tal y
como es, la existencia en el interior de ese mundo desarreglado. El título castellano se
ha inclinado por mencionar tan sólo a uno de los litigantes.
Pavel también ha dejado al descubierto los presupuestos de su historia: (1) recoger en el
mismo hilo argumental un amplio espacio de tiempo que abarcaría desde la novela
bizantina hasta las últimas novedades de 2003, sin recurrir a la influencia de ningún otro
género ya sea el teatro isabelino, la obra de Rabelais o las cartas de Séneca y (2)
explicar la eflorescencia del realismo cuya estética fijó de forma casi definitiva una
forma novelesca con la que herederos y antepasados deberán medirse para alcanzar el
rango de novela.
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La dificultad de la empresa salta a la vista no tanto por su magnitud, sino por el temor a
que se estén restringiendo demasiado los intereses de los novelistas. Decisiones como la
incluir a Stendhal entre los autores exóticos, obviar a Conrad, incluir al meditativo
Broch entre los realistas sociales, dar más importancia a los epílogos forzados y
moralistas de Adolfo que al cuerpo de la novela, o afirmar que el narrador de En busca
del tiempo perdido es víctima (él, el más reflexivo de los personajes literarios) de
pasiones que nunca comprenderá, contribuyen a que arraigue la sospecha de que lejos
de tratarse de los errores propios de un lector lego, estemos ante las calculadas
deformaciones de un erudito que se ha propuesto ajustar un cuerpo extenso y variado de
textos a unos temas y tensiones que en gran medida les son ajenos.
La piedra de toque de cualquier historia de la novela son las dos cesuras a las que (ya
sea para negarlas o para afirmarlas) debe enfrentarse: dos momentos en ‘lo que hay
ahora’ se resiste a una continuidad natural con ‘lo que hubo antes’. La primera cesura
coincide con la aparición del Quijote a principios del siglo XVII; la segunda, en torno a
los años treinta del siglo pasado, cuando la novela empieza a desembarazarse de la
estética de la representación verosímil y desplaza la story del centro de sus
preocupaciones. Pavel (que está intentando maquillar la primera cesura) tasa la
importancia del Quijote por su contribución al avance de la verosimilitud. De manera
que la modernidad novelesca que inaugura Cervantes no provocó un corte, sino que
quedó integrada como un elemento más del proceso de maduración que apunta hacia el
triunfo del realismo. Lejos de amedrentarse ante los encuentros inverosímiles en la
Posada, las palizas propias de la Warner en las que los dos protagonistas pierden varias
veces la dentadura y se les quebrantan numerosos huesos, los juegos textuales de la
primera parte y los cabreos hipertextuales de la segunda (que podrían haberle inducido a
reflexionar sobre sí el supuesto antiidealismo de Cervantes no es el síntoma de una
operación más profunda) Pavel los interpreta como deficiencias de un método que acaba
de salir de la incubadora y al que le quedan todavía unas décadas de ajuste y pulimento
antes de alcanzar la excelencia que el autor sitúa en la obra de Walter Scott.
En el contexto de las tensiones entre el principio realista y el idealista, el Quijote se ve
reducido a su punto de partida argumental: una crítica matizada de las novelas
caballerescas. Se logra así la deseada continuidad entre las Etiópicas y Balzac, pero el
precio a pagar es considerable. En primer lugar, se renuncia a explorar las diversas vías
por las que los novelistas posteriores afirman haber sido influenciados por las
novedades del Quijote que queda relegado en el relato de Pavel a deuteragonista de Los
trabajos de Persiles y Segismunda elevado al rango de obra maestra por el logro
incalculable de haber actualizado el modelo idealista de Heliodoro. En segundo lugar, la
propia dinámica de la argumentación conduce a convertir al autor de Waverley en el
maestro supremo del arte de la novela, pues a él le debemos la primera síntesis entre un
héroe de perfil inverosímil y un decorado que representaba escrupulosamente las
exigencias de la descripción social e histórica verosímiles. Ante tales conclusiones no es
temerario afirmar que la obstinación del autor por ajustar las novelas singulares a la
teoría general bien podría estar nublándole el gusto.
Para mitigar los dislates a los que le han conducido sus ‘fuerzas en tensión’, Pavel ha
recurrido a una distinción entre ‘autores de talento’ y ‘autores que han influido’. De
manera que él no estaría diciendo que el talento de Scott fuera superior al de Cervantes,
sino que su influencia tiene mayor alcance. Pero si bien es cierto que Balzac expresó su
entusiasmo por la poética de Scott, no es menos cierto que esta influencia sólo cobra el
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relieve que le da Pavel cuando se ocultan no sólo las influencias que recibieron otros
escritores tan poderosos como Balzac (Pushkin, Stendhal o Dickens), sino a otras
autoridades que dejaron su impronta en el autor de Las ilusiones perdidas. E, incluso,
cuando hubiéramos de atribuir ciertas innovaciones estilísticas y formales a los
novelistas menores, éstas sólo se propagan cuando los ‘autores de talento’ desarrollan
sus posibilidades. ¿O es que cuando pensamos en la justificación de la vida a través del
arte anteponemos Huysmans a Proust?, ¿A quién debemos el monólogo interior a
Monsieur Dujardin o a Mr. Joyce?
Curioso modo de proceder el de algunos eruditos. Circunscriben con claridad un
periodo (o las obras de un autor) y esclarecen con gran esfuerzo su sentido ‘auténtico’.
Lo maravilloso de su proceder no es la confianza con la que afirman haber encontrado
una significación a los textos que había permanecido oculta a generaciones de lectores
atentos sino la pretensión de establecer un sistema de influencias basado en la
continuidad de su ‘interpretación verdadera’. De manera que no sólo actúan como si
todos los escritores del canon lo hubieran leído todo sobre sus colegas, sino como si lo
hubiesen hecho siguiendo una ‘interpretación correcta’ (la suya) que no habrá de
revelarse hasta muchos siglos después.
Las debilidades del modelo de Pavel son más evidentes si las contrastamos con las notas
sobre el arte de la novela que Milan Kunderav (a menudo en coincidencia con las ideas
de Bajtín) ha elaborado en distintos trabajos. Desde esta perspectiva el Quijote supone
una triple novedad: (1) la exploración de las posibilidades básicas de la existencia
‘como sólo puede hacerlo la novela’ (es decir, no desde una perspectiva dictada por una
disciplina exógena); (2) una actitud o tono peculiar de ascendencia rabelesiana que
consiste en suspender el juicio moral, dejando el campo expedito a la ambigüedad y la
ironía y (3) una radical libertad en la forma. La poética del Quijote se distingue de sus
supuestos predecesores bizantinos, caballerescos y pastoriles quienes sí reflejaban sin
ironía, y circunscribiéndola a una forma dada, una conjunto de ideas generales,
consabidas y previas a la composición de la obra. Y permite establecer un estrecho
vínculo entre Cervantes y esos novelistas del siglo XX que los lectores formados en la
estética de la ‘verosimilitud representativa de la existencia’ propia del XIX no
reconocen como tales, pero cuyo ejercicio desde Joyce a Elizabeth Costelo se prolonga
ya casi cien años. Un vínculo que el esquema de Pavel debilita hasta el punto que para
preservar la continuidad se ve forzado a apelar a la literatura de consumo.
Indicios de que si se quieren comparar los diversos géneros que la tradición ha
etiquetado como novelas, más que forzar la continuidad escrutando la supuesta tensión
entre ‘representación realista’ e ‘idealismo moralista’ de lo que se trataría es de
distinguir entre el conocimiento (que no es moralista) hipotético (que no es realista)
propio de la novela moderna (la del siglo XVII y la del siglo XX) y la doble sumisión a
la representación mimética y la moral preexistente.
A lo que apunta un modelo como el de Pavel es a ningunear los esquemas basados en el
mérito personal, que tienen la ventaja de facilitar la distinción entre aquel autor que
contribuye al progreso de la historia de la novela de los autores rezagados o culones que
siguen escribiendo dentro de modelos superados y cuyas ficciones novelescas quizás
logren encontrar su espacio en el seno de la corporación cultural o al amparo de los
corazones sencillos, pero que han quedado fuera de la historia de la novela. Porque,
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aunque en literatura pocas cosas suenen tan ridículas como postular el progreso en
sentido técnico es difícil imaginar algo de peor gusto que la repetición.
Sin entrar a debatir con otros modelos más poderosos de la historia de la novela, el de
Pavel fracasa en su propio campo de batalla. No es casualidad que el climax de su relato
dialéctico sea, a su vez, el momento más desconcertante del libro. Al situar la síntesis de
las tendencias en conflicto a finales del siglo XIX uno espera que el mérito de fijarla
recayese a alguna figura con el empaque de Tolstoi. Pero tal logro se atribuye nada
menos que a las novelas cortas (que para Pavel, en una ironía difícil de superar,
conforman un género independiente) de Stiffer, Keller o Fontane, quienes descubrieron
las virtudes incalculables de aovar personajes que inseridos gozosamente en su medio
conservan en lo más profundo de sus almas un destello de extramundanidad. Cierto que
Pavel trata de añadir a Tolstoi en esta curiosa síntesis, pero en seguida advertimos que la
operación consiste en escoger de entre los múltiples aspectos de Guerra y paz aquellos
que guardan un vago aire de familia con los que se está deseando sintetizar, y
yuxtaponerlo en un agregado que no sólo no alcanza a iluminar la estética del autor,
sino que traiciona el espíritu de sus obras al reducir Anna Karenina a una exposición
moralista sobre la perfidia del adulterio y las virtudes secretas de la vida conyugal.
Tras más de trescientas páginas de argumentación la Gran Síntesis de la Historia de la
Novela no sólo recae en autores pseudo-insignificantes, sino que sus logros son negados
de inmediato por los primeros escritores del siglo XX, quienes, en poco menos de una
década habían demolido los principios estéticos de la representación realista,
relegándola (con todas las excepciones y salvedades que se quiera) a los estantes de la
literatura de consumo. Lejos de ser una historia de la novela, Representar la existencia
es la historia de cómo puede perseguirse una idea a lo largo de un género literario, con
el mérito de enlazar una cantidad asombrosa de obras importantes y con el menoscabo
de no aportar nada significativo a las mejores. Son las palabras del propio autor en el
momento que trata de anudar la síntesis las que mejor transparentan la confusión de
conjunto:
George Eliot, Tolstoi, Fontane y Pérez Galdós en la segunda [mitad del siglo XIX]
imaginaron, cada uno a su manera, unos personajes a la vez admirables e imperfectos,
rodeados por un mundo a veces hostil y a veces acogedorvi.
El debate crítico con las ideas del libro no debe ocultar las ramas de los aciertos. El
lector agradecerá la amplitud de perspectiva que apuesta decididamente por la
Weltliteratur frente al provincialismo nacionalista y no sólo disfrutará con un notable
estudio de las técnicas narrativas, sino con decenas de páginas inspiradas sobre Las
afinidades electivas, la estética de Balzac o notables indicaciones psicológicas sobre la
actitud con la que uno debería enfrentarse a la lectura de Madame Bovary. Representar
la existencia es un libro imprescindible para los estudiosos de la novela, aunque el autor
no haya podido superar el peligro que con tanta pericia supo intuir:
Resulta difícil resistir la tentación de las generalizaciones históricas categóricas, y yo
mismo propongo en esta obra una imagen de la historia de la novela que se apoya en un
número relativamente reducido de conceptos básicosvii.
NOTAS
i
Rohde, Edwin. Der griechische Roman und seine Vorlaüfer. Leipzig: Breitkopf und Hërtel, 1876.
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ii
Bajtín, Mijail. Teoría y estética de la novela. Madrid: Taurus, 1ª reimpresión, 1991. (Traducción de
Helena S. Kriúkova y Vicente Cazcarra).
iii
Watt, Ian. The Rise of the novel. Berkeley: University of Califormia Press, Berkeley, 1957.
iv
Lukács, G. Teoría de la novela. Barcelona: Círculo del lectores, 1999. (Traducción de Manuel
Sacristán).
v
Kundera, Milan. El arte de la novela. Barcelona: Tusquets, 1986. (Traducción de Fernando de
Valenzuela y María Victoria Villaverde); Los testamentos traicionados, Barcelona: Tusquets, 1993.
(Traducción de Beatriz de Moura); El telón, Barcelona: Tusquets, 2005. (Traducción de Beatriz de
Moura).
vi
Thomas Pavel. Representar la existencia. El pensamiento de la novela. Barcelona: Crítica, 2005.
(Traducción de David Roas Deus), pág. 26.
vii
Ibidem.,. pág. 385.
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