Victor Davis Hanson

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Victor Davis Hanson
MATANZA Y CULTURA
BATALLAS DECISIVAS EN EL AUGE DE LA
CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL
Prefacio
(fragmento)
A lo largo de este libro empleo el término "occidental" para referirme a
la cultura de la Antigüedad clásica que surgió en Grecia y Roma,
sobrevivió a la caída del Imperio romano, se propagó por Europa
occidental y septentrional, se extendió a ambas Américas, a Australia y
a algunas zonas de África y Asia -durante el gran período de
exploración y colonización que se produjo entre los siglos XV y XIX-, y
ahora ejerce un dominio político, económico, cultural y militar mucho
mayor del que por tamaño o población debería corresponderle. Si bien
los títulos de los capítulos de esta obra reflejan elementos
fundamentales de la tradición cultural occidental, no debe deducirse de
ello que todos los Estados europeos hayan compartido siempre y sin
diferencias los mismos valores, o que su proceder y sus instituciones
esenciales no hayan cambiado en los más de 2.500 años que abarca su
historia. Aunque admito que muchos críticos puedan estar en
desacuerdo sobre las razones que motivan el dinamismo militar
europeo y la propia naturaleza de la civilización occidental, no me
interesa abundar aquí en los debates culturales modernos que ya se
producen a este respecto. Este estudio aborda, ante todo, el dominio
militar de Occidente, su moralidad es cuestión bien distinta.
En consecuencia, me he concentrado deliberadamente en lo que
separa a Oriente de Occidente, en esas zonas de discordia que
enfatizan la singular capacidad de destrucción de la doctrina bélica
occidental cuando se la compara con otras tradiciones desarrolladas en
África, Asia y ambas Américas. Recurro a generalizaciones de las que,
pese a su validez, no debería inferirse que no ha habido diferencias
reales entre los propios Estados europeos ni que la cultura occidental y
las culturas no occidentales son monolíticas o siempre han estado
enfrentadas entre sí. Por lo demás, aunque trato asuntos de gobierno,
religión y economía más amplios, mi principal objetivo consiste en
explicar el poder militar occidental y no la naturaleza y la evolución de la
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civilización occidental en su conjunto.
Ésta, por tanto, no es una obra destinada a especialistas. Muy al
contrario, he procurado, concentrándome en tendencias generales,
ofrecer al lector no especializado una síntesis de cómo ha reaccionado
la sociedad occidental frente a la guerra a lo largo de sus 2.500 años de
historia y no he pretendido en ningún momento llevar a cabo un trabajo
de investigación de fuentes original y circunscrito a un período histórico
concreto. He explicitado las referencias bibliográficas, que aparecen
insertas entre paréntesis a lo largo de la narración, únicamente para las
citas textuales de mayor extensión, aunque, por supuesto, ofrezco
información concerniente a las fuentes documentales y a los libros y
artículos más relevantes en la última parte de este estudio.
V. D. H.
Selma, California
Septiembre de 2000
))((
I. Las razones de la victoria de occidente
(fragmento)
Y al sonar la trompeta avanzaron todos con las armas
por delante. Según avanzaban dando gritos y con
paso cada vez más rápido, los soldados, por impulso
espontáneo, se pusieron a correr hacia sus tiendas.
Esto llenó de espanto a los bárbaros; la misma reina
de Cilicia huyó abandonando la litera, y los
vendedores que estaban en el campo huyeron sin
cuidarse de sus mercancías. Mientras tanto, los
griegos llegaron riéndose a sus tiendas; la reina de
Cilicia, al ver el lucimiento y buen orden del ejército,
quedó asombrada. Y Ciro se alegró al ver el miedo
que infundían los griegos a los bárbaros.
JENOFONTE, Anábasis*
I.2.16-18
Matones ilustrados
Incluso la dificultad de organizar a unos asesinos puede resultar
reveladora. En el verano del año 401 a.C., Ciro el Joven contrató a
*
Madrid, Espasa Calpe, 1982, traducción de Ángel Sánchez Rivero.
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10.700 hoplitas -soldados griegos de infantería pesada armados con
coraza, lanza y escudo- que habrían de ayudado en sus aspiraciones al
trono de Persia. Estos soldados eran en su mayoría veteranos curtidos
en las batallas de la reciente y prolongada guerra del Peloponeso veintisiete años de luchas: 431-404 a.C.-, mercenarios reclutados en
todos los rincones del mundo de habla griega, muchos de ellos
renegados y exiliados. Tanto los que eran casi adolescentes como los
que se encontraban en los últimos años de su edad adulta -pero en un
estado de salud envidiable- se alistaron por dinero. En el desolado
paisaje que había dejado una guerra intestina que estuvo a punto de
acabar con el mundo griego, gran número de ellos se encontraban sin
trabajo y tan desesperados que andaban a la búsqueda de un lucrativo
empleo como asesinos. Sin embargo, entre las tropas de Ciro había
también unos pocos y privilegiados estudiantes de filosofía y oratoria
dispuestos a marchar sobre Asia codo con codo con los mercenarios
desheredados: aristócratas como Jenofonte, discípulo de Sócrates, y
Próxenes, general beocio. Había también médicos, oficiales
profesionales, futuros colonos y, por supuesto, los ricos amigos griegos
del príncipe Ciro.
Tras una triunfal marcha hacia el oriente de más de 2.400 kilómetros
en la que consiguieron dispersar a todos sus oponentes, los griegos
aplastaron las líneas del ejército real de Persia en la batalla de Cunaxa,
al norte de Babilonia. Por destruir un ala entera de las tropas persas
pagaron un precio exiguo: un solo hoplita herido por una flecha.
Empero, la victoria de los Diez Mil en el clímax del enfrentamiento por el
trono persa se tornó inútil cuando Ciro, su jefe, se lanzó en pos de su
hermano, Artajerjes, y tras internarse en las líneas enemigas cayó en
manos de la guardia imperial persa.
Enfrentados de repente a las huestes enemigas y a antiguos aliados
ahora hostiles, atrapados, a miles de kilómetros de su patria, sin dinero
ni guías ni provisiones, sin el apoyo del aspirante a rey, con un número
reducido de tropas de caballería y arqueros, los infantes
expedicionarios griegos, huérfanos de jefatura, optaron por no rendirse
al Imperio persa. En vez de ello se aprestaron a luchar, dispuestos a
abrirse el camino de vuelta a Grecia. La brutal marcha que
emprendieron hacia el norte a través de Asia y hasta las playas del mar
Negro constituye el argumento central de la Anábasis (o Expedición a
las tierras altas) de Jenofonte, quien formó parte de la misma y fue uno
de los líderes que guiaron a los Diez Mil en su retirada.
Rodeados por miles de enemigos, capturados y decapitados sus
generales, forzados a atravesar las belicosas tierras de más de veinte
pueblos distintos, azotados por las ventiscas, cruzando pasos de alta
montaña y estepas sin agua, víctimas de la congelación, desnutrición y
diversas enfermedades, y obligados a combatir contra varias tribus
salvajes, los griegos alcanzaron, pese a todo, la seguridad del mar
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Negro con sus fuerzas casi intactas menos de año y medio después de
haber abandonado sus tierras. Además, derrotaron a cuantas tropas
hostiles se cruzaron en su camino. Cinco de cada seis sobrevivieron a
la expedición, y la mayoría de los que cayeron no lo hicieron en la
batalla, sino bajo las nieves de Armenia.
Durante su ordalía, los Diez Mil se quedaron boquiabiertos ante los
taocos, cuyas mujeres y niños saltaban desde los riscos de su aldea en
suicidios rituales masivos. Los bárbaros mesinecos, un pueblo de piel
blanca cuyos miembros mantenían relaciones sexuales en público sin
el menor recato, también les causaron asombro. Los cálibes portaban
en sus viajes las cabezas de sus adversarios masacrados. Incluso el
ejército real de Persia les pareció extraño; su infantería, a la que a
veces hostigaban con un látigo sus propios oficiales, huyó ante el
empuje inicial de las falanges griegas. Lo que en última instancia
sorprende al lector de la Anábasis no es sólo el valor, la destreza y la
brutalidad del ejército griego -que al fin y al cabo no tenía más intereses
en Asia que matar y hacer dinero-, sino la enorme diferencia cultural
entre los Diez Mil y las aguerridas tribus a las que se enfrentaron.
¿En qué otro lugar del Mediterráneo marcharían filósofos y
estudiantes junto a rufianes para aplastar las filas enemigas? ¿En qué
otro lugar se sentiría cada soldado igual a cualquier otro miembro del
ejército, o al menos se vería tan libre como él y tan dueño de su propio
destino? ¿Qué otro ejército de la Antigüedad elegía a sus propios
mandos? ¿Cómo pudo, en definitiva, un contingente tan pequeño y
dirigido por un comité electo abrirse paso hasta su patria a través de
varios miles de kilómetros y acosado por miles de enemigos?
En cuanto los Diez Mil, que semejaban tanto una "democracia en
lucha" como un ejército de mercenarios, abandonaron el campo de
batalla de Cunaxa, los soldados, de manera ya rutinaria, se reunieron
en asambleas y votaron las propuestas de sus líderes electos. Cuando
arreciaban las crisis, formaban comisiones ad hoc para garantizarse un
número suficiente de arqueros, soldados a caballo y enfermeros.
Cuando la naturaleza o el hombre los colocaban ante algún desafío
inesperado -ríos infranqueables, escasez de alimentos o enemigos
tribales desconocidos-, se reunían en consejos para debatir y discutir
nuevas tácticas, fabricar nuevas armas o modificar la organización de
las tropas. Los generales electos marchaban junto a sus hombres y
luchaban a su lado y daban cuenta de sus gastos al fisco.
Los soldados buscaban el choque cuerpo a cuerpo con el enemigo.
Todos aceptaban la necesidad de mantener una disciplina estricta y de
combatir hombro con hombro siempre que fuera posible. A pesar de su
crítica escasez de tropas a caballo, no sentían otra cosa que desprecio
por la caballería del Gran Rey. "Nunca ha muerto nadie en una batalla a
causa del mordisco o la coz de un caballo", recordó Jenofonte a sus
atribulados soldados de a pie (Anábasis, 3.2.19). Tras alcanzar la costa
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del mar Negro, los Diez Mil llevaron a cabo investigaciones judiciales y
controles de la gestión de sus jefes; los descontentos votaron
libremente y se separaron del resto a fin de afrontar el camino de vuelta
por sus propios medios. El voto de un humilde pastor arcadio valía tanto
como el del aristocrático Jenofonte, discípulo de Sócrates y futuro autor
de tratados que versaban tanto sobre filosofía moral como sobre el
potencial de renta de la Atenas antigua.
Pensar en un equivalente persa de los Diez Mil es imposible.
Imaginemos qué probabilidades tendrían las tropas de elite del rey
persa -los Amrtaka, o Inmortales, un cuerpo de infantería pesada que
contaba igualmente con 10.000 efectivos- si aisladas y abandonadas en
Grecia y superadas en una proporción de diez a uno hubieran tenido
que marchar desde el Peloponeso hasta Tesalia derrotando a las
falanges superiores en número de todas las ciudades-Estado griegas
que fueran atravesando hasta alcanzar la seguridad del Helesponto. La
historia nos ofrece un equivalente más trágico y real: el ejército de
invasión del general persa Mardonio que, en el año 479 a.C., fue
derrotado en la batalla de Platea por los griegos, inferiores en número, y
a continuación obligado a emprender una retirada de quinientos
kilómetros a través de Tesalia y Tracia. Pese al enorme tamaño de su
ejército y a la ausencia de cualquier persecución organizada, pocos
persas consiguieron regresar a sus hogares. Evidentemente, no eran
los Diez Mil. Su rey los había abandonado hacía mucho tiempo. En
efecto, en el otoño anterior, tras la derrota de Salamina, Jerjes había
regresado a la seguridad de su corte.
Aunque Jenofonte sugiere en varios pasajes de su obra que la
pesada panoplia de bronce, hierro y madera de los Diez Mil no encontró
parangón en ningún rincón de Asia, la superioridad tecnológica no es
argumento suficiente para explicar la milagrosa hazaña de los griegos.
Tampoco hay pruebas de que éstos fueran "diferentes" por naturaleza a
los hombres del rey Artajerjes. La teoría seudocientífica posterior que
sostiene que los europeos eran racialmente superiores a los persas no
encuentra ejemplos prácticos en ningún griego de la época. Los Diez
Mil eran, en efecto, mercenarios veteranos inclinados al pillaje y el robo,
pero en modo alguno fueron más salvajes o belicosos que otros
invasores o saqueadores de la Antigüedad; tampoco constituían una
comunidad más amable o moral que las tribus a las que se enfrentaron
en Asia. La religión griega no otorgaba un alto premio por poner la otra
mejilla ni predicaba la anormalidad o amoralidad de la guerra. El clima,
la geografía y los recursos naturales tampoco nos aclaran gran cosa.
Los hombres de Jenofonte no podían menos que envidiar a los
habitantes de Asia Menor, cuyas tierras cultivables y riquezas naturales
contrastaban marcadamente con la pobreza del suelo griego. De hecho,
era frecuente advertir a los hombres que los griegos que emigraban
hacia el este corrían el riesgo de convertirse en "comedores del
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letárgico loto", en víctimas de un paisaje natural mucho más rico que el
suyo.
Lo que la Anábasis prueba, por el contrario, es que los griegos
luchaban de forma muy distinta a la de sus adversarios y que sus
singulares características combativas -conciencia de la libertad
personal, superior disciplina, armas sin parangón, camaradería
igualitaria, iniciativa individual, flexibilidad táctica, adaptación al terreno,
preferencia por las batallas de choque con tropas de infantería pesadaconstituían los mortíferos dividendos de la cultura helénica en general.
El peculiar modo de matar de los griegos nacía de un gobierno
consensuado, de la igualdad existente entre las clases medias, del
control civil de las cuestiones militares, de la libertad y el individualismo,
del racionalismo y de una política separada de la religión. La ordalía de
los Diez Mil, atrapados y al borde de la extinción, descubrió la
conciencia de la polis innata a todos los soldados griegos, que en
aquella campaña se dirigieron a sí mismos exactamente igual que como
lo hacían como civiles en sus respectivas ciudades-Estado.
De una forma o de otra, a los Diez Mil los seguirían invasores
europeos igualmente brutales: Agesilao y sus espartanos, el capitán
mercenario Cares, Alejandro Magno, Julio César y los siglos de
dominación de las legiones, los cruzados, Hernán Cortés, los
navegantes portugueses de los mares asiáticos, los casacas rojas
británicos en India y África, y otros cientos de ladrones, bucaneros,
colonos, mercenarios, imperialistas y exploradores. La mayor parte de
las fuerzas expedicionarias occidentales que se organizaron
posteriormente eran inferiores en número y combatían a menudo lejos
de su país. Sin embargo, vencieron a enemigos superiores y se valieron
en diversos grados de muchos elementos de su cultura, la occidental,
para masacrar sin piedad a sus oponentes.
Que durante la larga historia bélica de Europa la principal
preocupación militar de cualquier ejército occidental haya sido otro
ejército occidental es casi un lugar común. Pocos griegos murieron en
la batalla de Maratón (490 a.C.), pero varios miles cayeron en los
enfrentamientos que posteriormente tuvieron lugar en Nemea y
Coronea (394 a.C.), y es que aquí los griegos luchaban contra los
griegos. En las Guerras Médicas (490-479 a.C.) cayó un número de
griegos relativamente reducido. En cambio, la guerra del Peloponeso
(431-404 a.C.), un conflicto intestino entre los propios Estados griegos,
fue un atroz baño de sangre. El propio Alejandro mató a más europeos
en Asia que los cientos de miles de persas que lucharon al mando de
Darío III. Las guerras civiles de Roma estuvieron a punto de arruinar la
República, algo que a Aníbal le quedó muy lejos. Waterloo, el Somme y
la playa de Omaha confirman el holocausto que se produce cuando un
occidental ataca a otro occidental.
Esta obra se propone explicar por qué es así, por qué los
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occidentales han sido tan diestros a la hora de aprovechar los valores
de su civilización para matar a otros, a la hora de guerrear de manera
brutal sin caer ellos mismos en la batalla. Al hablar del pasado, del
presente y del futuro, el relato del dinamismo de los ejércitos en el
mundo es en última instancia una investigación de la capacidad militar
de Occidente. Es verdad que una generalización tan amplia puede
contrariar a muchos estudiosos de la guerra; no me cabe duda de que
muchos profesores universitarios tacharán de chovinista, o de algo
peor, tal aserción y citarán para refutarla todas sus excepciones, desde
el paso de las Termópilas hasta Little Bighorn. Es cierto, además, que el
común de los ciudadanos no es consciente de las continuadas y
singulares propiedades mortíferas de su cultura en lo relativo a las
armas. Y sin embargo, durante los últimos 2.500 años -incluso en la alta
Edad Media, mucho antes de la "revolución militar" y no simplemente
como resultado del Renacimiento, el descubrimiento de América o la
Revolución Industrial-, han existido en Occidente una práctica de la
guerra compartida, un fundamento común y un método continuado de
combatir, que han hecho de los europeos los soldados más letales de la
historia de la civilización.
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