CALEIDOSCOPIO AMERICA, ESE PARAISO PERDIDO Juan José

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CALEIDOSCOPIO
AMERICA, ESE PARAISO PERDIDO
Juan José Barrientos
Es claro que Abel Posse escribo Los perros del paraíso (1983) en respuesta a El arpa y la sombra
(1979), de Alejo Carpentier, pues estas novelas se oponen de varios modos. De acuerdo con
Carpentier, Colón no se proponía viajar al Oriente por el Poniente sino apoderarse de las tierras
situadas al sur de las que habían hallado los vikingos:1 en cambio, Abel Posse sostiene que el
verdadero objetivo del genovés era encontrar el paraíso terrenal, al que como es sabido creyó
acercarse cuando en su tercer viaje descubrió la desembocadura del Orinoco; lo curioso es que la
identificación del continente americano y las islas adyacentes con el paraíso se basa menos en las
ideas del Almirante sobre la forma del planeta2 que en su descripción de las tierras que descubrió:
Es una arboleda de maravilla, las islas son verdes, las hierbas crecen como en Andalucía
en abril. Es tal el cantar de los pajaritos que el hombre jamás querría partir de aquí. Hay
bandadas de papagayos que oscurecen el sol y aves y pajarillos tan diversos de los
nuestros que es maravilla... (Posse, p. 198)
Así como en sus impresiones de los nativos:
…esta gente es muy mansa y muy temerosa, desnuda anda..., sin armas y sin ley.
Tienen el habla más linda del mundo; siempre con una sonrisa. Aman a su prójimo como
a sí mismos. (Posse, p. 198)
Posse apenas moderniza la prosa del Almirante.3 Es cierto que hay momentos en que su idea de lo
paradisíaco no es precisamente cristiana, y en que lo que su idea de lo paradisíaco no es
precisamente cristiana, y en que sus impresiones de las Antillas se parecen demasiado a las
imágenes que tenemos de las islas del Mar del Sur, como cuando los españoles se encuentran con
“una hilera de vírgenes” que los recibe bailando y entre las cuales destaca la princesa Anacaona,
de “Piel canela y cobriza”, que “movía las grupas con una rapidez que no le costaba gracia” (p.
205); sin embargo, incluso ahí se apega escrupulosamente a las crónicas, donde se la menciona
como “una muy notable mujer, muy prudente, muy graciosa y muy palanciana en su habla, y artes
y meneos” (Madariaga, p. 435), y se habla de unas treinta nativas que “traían ramos verdes en las
manos, cantaban y bailaban y saltaban con moderación, como a mujeres convenía, mostrando
grandísimo placer, regocijo, fiesta y alegría”, y estaban “todas desnudas en cueros sólo cubiertas
sus vergüenzas con unas medias faldillas de algodón, blancas y muy labradas, en la tejedura
dellas, que llamaban naguas, que les cubrían desde la cintura hasta media pierna” (Madariaga, p.
436).
Eso sí, hecha esta equiparación de las nuevas tierras con el paraíso terrenal, Posse
reelabora completamente los hechos. Para empezar, la noticia de que Colón había encontrado por
fin la tierra del Edén alegró a la reina y a otros verdaderos católicos, pero no a “la judería que
quería tierras para terminar la diáspora”4 (p. 200) y tampoco al rey, que se da cuenta en seguida de
los inconvenientes: “¿Cuál sería la interpretación teológica? ¿Qué posición asumiría la iglesia ante
el paraíso? ¿Podría el hombre entrar en él, labrar sus tierras y explotar sus riquezas? ¿Era tierra
consagrada, tierra de Dios?” (p. 198). También para la iglesia era peligrosa la interpretación que se
le daba al descubrimiento, ya que “Tanto Isabel como Colón se ponían más cerca de Dios que el
clero reconocido y titulado” (p. 208). Además, a los labradores que se querían establecer en las
islas les disgustaba, sobre todo, el hecho de que “el Almirante osaba sugerir que los naturales eran
ángeles” (p. 249). Por si esto fuera poco, al Almirante se le ocurrió promulgar, primero una
Ordenanza de desnudez basada en “la evidencia del retorno a la tierra del Origen, sin mal y, en
consecuencia, sin innecesaria vergüenza ni pudor” (p. 214), y luego la Ordenanza del estar, por la
que pura y simplemente abolía el trabajo como “un signo de condena, una secuela pos
paradisíaca” (p. 217). Inevitablemente, se produjo un golpe de estado, “el primer bolivianazo” (p.
226). En su primer discurso, el golpista Roldan prometería “el restablecimiento de la moral y las
buenas costumbres”, así como “un pronto y justo desarrollo económico” (p. 227). Después, “Las
breves naguas fueron sustituidas por delantales de trabajo” y “Todas las locales, hasta las
princesas, parecían monjas o mucamas” (p. 229). Así empezaron “años de frenesí empresarial” (p.
231), y al partir encadenado Colón “Comprendió que América quedaba en manos de milicos y de
corregidores como el palacio de la infancia tomado por lacayos que hubiesen sabido robarse las
escopetas” (p. 253). Y esta alusión a Casa de campo, de José Donoso permite equiparar al
descubridor con el presidente chileno Allende. La novela se convierte por eso en una alegoría de la
eterna lucha entre los que creen que se puede hallar el paraíso en esta vida y los que niegan esta
posibilidad. Al mismo tiempo es otra Breve relación de la destrucción de las Indias, en la que ya no
son sólo los españoles, sino todos los europeos y el capitalismo los acusados. “Donde los
blanquinosos avanzaban, el orden natural quedaba quebrado”, porque “se habían olvidado de su
relación primigenia con el Todo” y “eran traidores a la hermandad original de lo existente” (p. 235).
El padre Las Casas había hecho un inventario de los daños que le causaron los españoles a los
nativos, y Posse lo amplía, agregando los que sufrieron la vegetación y los animales, de modo que
su novela es también un panfleto ecologista. Es evidente que esta versión de los hechos se basa
en anacronismos, ya que se mezclan los cuatro viajes del Almirante, que resulta por lo demás
completamente remodelado.
El Almirante remodelado
Alejo Carpentier quiso desmitificar a Colón, y en cambio Abel Posse se propone remitificarlo. Es
sabido que el Almirante consideró que los indios eran “buenos para les mandar” y manifestó interés
en “que hagan villas y se enseñen a andar vestidos y a nuestras costumbres” (Madariaga, p. 316);
además, señaló que en las tierras que descubrió había “infinitas cosas de provecho” como “hierbas
y muchos árboles que valen mucho en España para tinturas y medicinas de especería”
(Anzoáiegui, p. 41) y hasta pinos, de los que “se podían hacer navíos e infinita tablazón y másteles
para las mayores naos de España” (Anzoátegui, p. 69); incluso pensó que el algodón que se
encontraba en abundancia podría venderse “a las ciudades del Gran Can que se descubrirán sin
duda” (Anzoátegui, p. 59). Miraba las Antillas con ojos de empresario y andaba en todo momento
en busca de oro, creyendo que había lugares donde los indios “lo traen al pescuezo, a las orejas y
a los brazos e a las piernas, y son manillas muy gruesas” (Anzoátegui, p. 59). Sin embargo, Posse
asegura que únicamente empleó este lenguaje para engañar a los banqueros que patrocinaban la
empresa, pues en su novélalo presenta como un hombre desinteresado y que contrasta con el
ambicioso y calculador protagonista de El arpa y la sombra; aclara que “El Almirante sabía y se lo
dijo a Las Casas (pero no en el sentido vulgarmente comercial como lo entendieron ciertos
autores), que sin duda alguna encontraría piedras de oro fino —signo indiscutible del Paraíso y
también piedra ónix y resinas perfumadas”, pero “Buscaba confirmaciones, señales, no vulgar
rédito” (p. 213).
No es extraño por eso que en Los perros del paraíso el genovés aparezca como un hombre
superior. De niño era acosado por sus primos, “aquella envidiosa manada de queseros y sastres
que ya sospechaba en él la subversiva presencia del mutante, del poeta” (p. 20); la manera en que
ellos lo traían es “la imprescindible prueba que nace del odio y del resentimiento de los mediocres
y que sirve para medir, fortalecer y templar la virtud de los grandes” (p. 21). Años más tarde, el
Almirante tendrá que soportar igualmente “Sonrisas maliciosas de la chusma, guiños” y “Oblicuas
alusiones al genovés” (p. 128), pues para los marinos españoles que lo acompañaban era un
extranjero y “Le atribuían magia, pederastia, connubio con los diablos del mar, malversación de
fondos públicos, hasta brujería” (p. 139). Además, Posse niega que Colón fuera judío,5 como
pretende Carpentier. Es cierto que sus padres “se podían jactar de alguna nariz ganchuda, de
alguna oreja en punta” (p. 28), pero lo que ocurrió es que, cuando el muchacho decidió que había
de ser marinero, su padre lo llevó con un rabino que no era muy ortodoxo y que a cambio de una
retribución pecuniaria le hizo una circuncisión bastante práctica, un corte antiguo “que no expusiera
al joven al creciente rencor” antisionista de los imperios nacientes”, pero "aceptable para
banqueros, armadores y prestamistas” (p. 40). En El arpa y la sombra, Alejo Carpentier parece
preguntar quién sino un judío podía hacer lo que hizo Colón, y Abel Posse parece contestarle en
esta novela que, muy fácil, un hombre superior; el primero quiso dar una versión materialista de la
historia y presentar al genovés como una persona de carne y hueso, mientras que el segundo es
decididamente idealista. Es claro que para Carpentier la idea de “hombre superior” era inaceptable.
Es sabido, por otra parte, que a Colón se le atribuyó la posesión de un secreto, y que hay
varias tesis acerca de cuál era ese secreto. Posse recoge todas y en esa forma les quita toda
importancia. Hay una escena en su novela en la que Colón se encuentra en una taberna, recién
llegado a España, y recuerda sus “Largos años juntando datos. Buscando signos entre las medias
palabras” (p. 71); recuerda “cuando —implacable— abofeteó al náufrago que agonizaba en la
playa de Madeira” (pp. 71-72) y recuerda que en Islandia “torturó a un vikingo que tuvo que
explicarle con su media docena de palabras latinas cómo era la costa de esa Vinland donde hasta
había llegado el obispo Gnuppron en misión pastoral” (p. 72); recuerda también el día en que en un
cajón de la casa de Felipa encontró “la famosa carta secreta del geógrafo y cosmólogo florentino
Paolo Toscanelli, dirigida al finado Perestrello con un claro croquis sobre las Antillas y Cipango, no
muy lejos de la costa portuguesa” (p. 77).6 Todo eso es cierto, nos está diciendo Abel Posse, pero
no le quita gloria a Colón, porque lo que él buscaba era el paraíso y lo encontró.
Amores
Alejo Carpentier pretende que Colón fue amante de la reina, y en cambio Posse asegura que
“yerra el gran Alejo Carpentier cuando supone una unión sexual, completa y libre, entre el
navegante y la soberana. La noble voluntad democratizadora lleva a Carpentier a ese excusable
error” (p. 119), pero la verdad es que “Ante ella, la Reina, su carne se retrajo” y “No sería difícil hoy,
a la luz de la ciencia sicoanalítica, explicarse el incidente: la gentilidad del plebeyo Colón había
quedado bloqueada ante la presencia de la realeza. Era una inhibición surgida del sometimiento de
clase” (p. 119). En realidad, Posse prefiere presentar a Colón como amante de Beatriz de
Bobadilla, la viuda de Hernán Peraza, que gobernaba la Gomera cuando Colón se detuvo en esa
isla durante su primer viaje. Se trata de aprovechar así otra posibilidad de la historia.
De acuerdo con el historiador Jacques Heers, “Varios autores... interpretaron un comentario
bastante anodino de Michel de Cuneo, compañero de Colón durante el segundo viaje, acerca de la
belleza de esta mujer y la admiración que inspiraba a todos, para construir sobre este encuentro
toda una historia de amor entre Colón y Beatriz” (p. 230). Aparentemente, Samuel Eliot Morison es
uno de los historiadores de que habla Heers, pues escribe que “En la época de la visita de Colón,
la enérgica viuda todavía no tenía treinta años y se sabe de buena fuente que se enamoró de ella”,
lo que le parece comprensible porque “doña Beatriz pertenecía a una de las primeras familias de
Castilla —era prima de la Marquesa de Moya— y habría sido una pareja apropiada para él” (p.
162); además, recuerda “la espléndida recepción que le ofreció en su siguiente visita en 1493” y
casi lamenta el hecho de que “este incipiente romance no demoró la Gran Empresa” (p. 162), pues
como las carabelas estuvieron muy pronto cargadas hasta el tope de víveres adicionales, barriles
de agua y pilas de leña, el 6 de septiembre Colón oyó misa en la iglesia de la Asunción y se
despidió (muy tiernamente, según Morison) de la Bobadilla. La verdad es, según Heers, que el
encuentro no tuvo nada de personal y que seguramente estaba previsto, porque Colón conocía
muy bien las relaciones comerciales que mantenía esta mujer con los Riberol y en especial con su
amigo y socio Francisco, de modo que esperaba procurarse y a buen precio suministros en la
Gomera. De cualquier modo, Abel Posse se coloca decididamente del lado de Samuel Eliot
Morison y re elabora la historia de la Bobadilla a partir de los datos que éste le proporciona.
En esa época los españoles no habían terminado la conquista de las Cananas, pues aunque
habían dominado cuatro pequeñas islas —Lanzarote, Fuenteventura, Ferro y Gomera— y Gran
Canaria, cuyos pobladores ya habían sido debidamente cristianizados y esclavizados, los belicosos
guanches oponían tenaz resistencia en la isla de Palma y además se mantenían dueños de la de
Tenerife. La isla Gomera era una capitanía hereditaria de la familia Herrera y Peraza, pero en 1492
la gobernaba Beatriz de Bobadilla como tutora de su hijo Guillen, que habría de ser el primer conde
de la Gomera. Su marido, Hernán Peraza, había sido tan cruel y tan arbitrario que al raptar a una
nativa provocó un levantamiento en el que perdió la vida. Sitiada con sus dos hijos en el castillo de
San Sebastián, la Bobadilla se las arregló para comunicarse con Pedro Vera, 7 el gobernador de la
Gran Canaria; éste acudió en seguida y, aunque hubiera podido vencer a los rebeldes, les ofreció
amnistía general a cambio de que depusieran las armas; los guanches aceptaron, pero una vez
que los tuvo a su merced, Vera mandó matar a todos los hombres mayores de quince años, los
cuales a pesar de la oposición del obispo perecieron en diversos suplicios, pues unos fueron
colgados, otros desquebrajados o mutilados y otros ahogados en masa en el Atlántico; además, las
mujeres y los niños fueron enviados a la península, donde se les vendió como esclavos. Por lo
demás, la misma Beatriz de Bobadilla parece haber sido bastante cruel, y no es extraño por todo
esto que Posse la presente como una mujer sádica. De acuerdo con Morison, ella vivía en “el viejo
castillo de San Sebastián, una parte del cual, la Torre del Conde, todavía se conserva” (p. 164), y
Posse se inspira en esta observación y, olvidando que tenía dos hijos, escribe que “Ella vivía sola
en la Torre, con sus servidores y la temible Guardia Gallega” (p. 144). Agrega que “La mayoría de
sus amantes... terminaban despeñados al mar desde la ventana norte de la Torre (como haría la
condesa de Nesle con su dormitorio sobre el Sena)” (p. 145); también, que los pescadores que se
acercaban de noche oían “los gritos atroces de sus amantes, víctimas de su severo erotismo”, pues
ella y sus “Acólitos encapuchados” solían emplear “Poleas, látigos, cepos, mucho cuero tachonado,
varas de ciprés embebidas en vinagre y salmuera” (p. 144). Todo esto no tiene otro propósito que
el de agrandar al genovés como amante, pues éste fue invitado a cenar con la Bobadilla en la
Torre y luego en el lecho “fue creciendo y ganando espacio” (p. 144), de tal modo que ella se
abstuvo de llamar a los terribles GG que, “cerca del amanecer, se habían dormido en el pasillo, con
las cabezas juntas, como sandías cosechadas con apuro, roncando” (p. 155).
De esta mujer, Morison dice que “había sido dama de honor de Isabel, pero atrajo la
atención de Fernando” (p. 162); para deshacerse de ella, la reina la casó con Peraza, que en esos
momentos se encontraba en la corte para responder a las acusaciones que se le hacían de haber
asesinado a un conquistador rival. Por su parte, Posse la describe como una inquietante
adolescente que usaba “toneletes de bronce delgado a lo largo de los muslos”, y esos toneletes,
“alguna vez de moda en la escandalosa corte borgoñona, tenían la cualidad de alzar y pronunciar
el perfil de las nalgas apretadas (en el caso de la excitante Beatriz) con un pantaloncito de pana
negra” (pp. 90-91); además menciona sus cinturones de castidad, pues era fama que en las
noches de verano corría medio desnuda entre los alabarderos de guardia y “Le gustaba -reía como
loca— ver a los capitanes iracundos peleándose o probando llaves” (p. 91). De acuerdo con Posse,
la reina la castigó por celos tardíos, “Porque ya Fernando había saciado en ella uno de sus últimos
fantasmones eróticos: poseerla cuando estaba encerrada a llave dentro de la armadura de acero, a
través de la bragadura de terciopelo y mostrándole cínicamente la llave entre los orificios de la
visera” (p. 144). Debido a esto y a su forzado matrimonio con Peraza, Beatriz experimentaba un
odio feroz al hombre, y Posse insinúa que se deshizo de su marido. Posse no sólo remodela este
personaje para realzar la imagen del Almirante y divertir al lector, sino que además nos recuerda
que la reina “Amaba mucho al Rey su marido, é celábalo fuera de toda medida” (Madariaga, p. 21),
así como que Fernando "dábase a otras mujeres” (Madariaga, p. 25).8
Historia de los Reyes Católicos
A diferencia de Carpentier, que sólo recuerda la historia de los Reyes Católicos por medio de
algunas alusiones, Posse le concede mucha más atención, y los capítulos en que la relata se
alternan con los que se refieren al Almirante. Por supuesto, reelabora esa historia del mismo modo
que la del genovés; en uno de los primeros capítulos, la pequeña Isabel convoca a ocho condes e
hidalgos, de los que el mayor apenas tenía diez años, para que la acompañen a la alcoba del
impotente Enrique IV, donde “enganchó con una caña la orla del camisón del dormido Rey y fue
descubriendo el cuerpo hasta el pecho” (p. 18) para demostrar que la Beltraneja tenía que ser
ilegítima. La escena explica de manera eficaz como Isabel eliminó a su sobrina, pero se basa en
algunos anacronismos, pues presenta a Isabel, a la Beltraneja y a la Marquesa de Moya como
unas niñas más o menos de la misma edad, pero en realidad la reina era unos once años mayor
que su sobrina y unos once años menor que la Marquesa de Moya.9 De igual modo, Posse relata
otros episodios, como el de la llegada del príncipe Fernando a Valladolid; es sabido que Isabel “fue
sacada de la cama a medianoche para conocer a su futuro esposo” (Wittlin, p. 106), que había
logrado burlar la vigilancia de los esbirros de Enrique IV, así como que “el caballero Gutierre de
Cárdenas señaló al joven que penetraba y gritó: ¡Ese es, ése es!", pronunciando tan
apresuradamente estas palabras que más tarde “un nuevo signo, S.S., fue incorporado al escudo
de los Cárdenas como honroso recuerdo de la romántica hora del compromiso matrimonial a
medianoche en Valladolid” (Wittlin, p. 107); para Posse, así nació “Aquella congregación de fieles a
la pareja real” (p. 52), la de “Los testigos juramentados, los SS” (p. 54). Los principales biógrafos
de los Reyes Católicos se muestran emocionados por la manera en que se casaron, pero Posse
describe incluso “los primeros acoplamientos, simples y campesinos como un amanecer” (p. 54),
después de los cuales “Fernando dejó traslucir una tendencia perversa que fascinó a Isabel”, pues
practicaba “Un sadismo de labriego despechado socialmente. Un sadismo hecho de demorada
administración o de bárbaras invasiones no siempre vaginales” (p. 54); esto es importante porque
“En el atolondrado fornicio de aquellos adolescentes sublimes fenece definitivamente la Edad
Media” (p. 70). Eran sin saberlo una avanzada de la humanidad que pretendía liberarse. De
acuerdo con Posse, “La ‘moral’ es propuesta del caído, del humano, del degradado” (p. 70); el
Renacimiento se produce por el anhelo de superarla, y ese anhelo es también el de Colón cuando
emprende la busca del paraíso.
Otros arreglos
En esta reelaboración de los hechos hay algunos detalles que probablemente se le escapan a
muchos lectores, pero que no dejan de tener interés. Por ejemplo, Birtolomé Perestrello, que había
sido nombrado capitán hereditario de la isla de Porto Santo, descubierta por Joao Goncalvez y
Tristram Vaz, llevó a ella una coneja preñada, la cual parió en el barco y “chegados a la isla e solta
a coelha con seu fructo, en breve tempo multiplicou en tanta maneira, que nam semeaban ou
plantaban cousa que logo non fosse royda” (Madariaga, p. 128). Posse alude a esto cuando
escribe que unas semanas después de que se casaron, Colón y Felipa, la hija de Perestrello, se
establecieron en aquella isla, donde se pretendía que Colón retomase la cría de conejos al por
mayor, actividad en la que el difunto padre de su esposa había realmente destacado” (p. 78). Lo
que había sido un error se convierte así en el mayor éxito de los Perestrellos, y es el genovés
quien da al traste con la empresa por sus sueños de gloria. Al principio, Felipa no entendía “esas
caminatas por la playa de arena blanquísima, las noches en vela, ni su descuido para con los
conejos, que se habían transformado en una masa devoradora de toda vegetación de la huerta y
hasta de la ropa de los esforzados colonos traídos de Porto con el señuelo del enriquecimiento” (p.
78). Después, ella “Se empezó a consumir en silencio como las personas finas cuando son
afectadas por una desilusión para la que no tenían defensas” (p. 79). Se refugiaba en el bordado y
en la oración, mientras Colón “Iba y venía como alucinado abriéndose paso a patadas entre las
manadas de conejos” (p. 80). No hay duda, en fin, de que la tergiversación se eleva a la categoría
de recurso artístico en la novela.
Además, Posse se permite hacerles algunas bromas lánguidas a sus lectores. De acuerdo
con Jacobo Burckhardt, “Entre las hazañas de César Borgia se cuenta la de haber despachado en
una ocasión, según todas las reglas de la lidia, seis toros bravos en ruedo cerrado ante la Corte”
(p. 62); Posse describe los festejos que precedieron a la corrida y menciona, por ejemplo, el
banquete popular, donde “En gigantescas pailas, traídas de Valencia, se había ofrecido a la plebe
—hasta entonces acostumbrada a las pastas y a la porchetta asada— formidables paellas con
pollo, conejo y mariscos” (p. 111); en una nota de pie de página, recomienda que para los detalles
se consulte el libro de Burckhardt, pero en realidad es él quien los suministra.
Perspectivas
En El arpa y la sombra, Carpentier cuenta la historia de Colón desde el punto de vista del propio
navegante y por ende se sitúa a poca distancia de los hechos, es decir, a principios del siglo XVI,
cuando muere el descubridor; en cambio, en Los perros del paraíso Posse opta por una
perspectiva externa y relata desde nuestra época; en consecuencia, se entromete constantemente
en la narración para comentar los sucesos, haciendo referencia a hechos posteriores o que sólo se
divulgaron mucho después. Al relatar que Colón conoció a Felipa cuando salía ella de una iglesia,
escribe que, “Como Dante cuando ve a Bice Portinari..., sintió que “en mí el corazón todo me
temblaba” y más adelante observa que “la visión de aquella jeune filie rangée era realmente un
hecho convulsivo” (p. 74). Y cuando describe el encuentro de Colón con la Bobadilla en el lecho de
esta mujer, asegura que “Se había producido ese fenómeno que los sexólogos alemanes llaman
Verfremdung, el extrañamiento u objetivación del sexo” (p. 154). Su vocabulario recuerda en
ocasiones el de Ortega y Gassett por el abuso de prefijos, pues menciona “Un muelle atestado de
previudas, eventuales huérfanos y aventureros de ofertas (p. 128), “mujeres de deliciosos cabellos
largos, desnudas y gráciles como la difunta, protoancestro de Lady Godiva, que había aparecido
en la playa de Galway, en Irlanda” (p. 131), así como que “El Salve Regina y él Te Deum se
transformaron en protorrumbas" (p. 215), para limitarse a unos pocos ejemplos. No hay duda de
que el éxito comercial de la novela se debe en gran parte a estos chistes, pero la novela se
empobrece y abarata. La inventio me parece muy superior al estilo, que como hemos visto abunda
en neologismos y contrasta con el arcaizante de la novela de Carpentier. Es curioso que éste
eligiera un estilo elevado para bajar a Colón de su pedestal y que Posse prefiera un estilo bajo
para colocar al descubridor a mayor altura; incluso en eso las novelas se contraponen.
BIBLIOGRAFÍA
Anzoátegui, Ignacio B. (ed). Los cuatro viajes del Almirante y su testamento, colección Austral no.
633 (Madrid: Espasa Calpe, 6a. ed. 1977).
Burckhardt, Jacobo. La cultura del Renacimiento en Italia, colección “Sepan cuantos...” no. 441
(México: Porrúa, 1984).
Carpentier, Alejo. El arpa y la sombra. (México: Siglo XXI, 1979).
de Gandía, Enrique. Historia de Cristóbal Colón: Análisis crítico de las fuentes documentales y los
problemas colombinos, (México: Ediciones Latino Americanas, 1953).
Heers, Jacques. Christophe Colomb, (París: Hachette, 1981).
de Madariaga, Salvador. Vida del muy magnífico señor don Cristóbal Colón, (Buenos Aires:
Sudamericana, 3a. ed. 1944).
Morison, Samuel Eliot. Admiral of the ocean sea, (Bostón: Little, Brown and Company, 1942).
Posse, Abel Los perros del paraíso, (Barcelona: Argos Vergara, 1983).
Prescott, William H. Historia del reinado de los Reyes Católicos D. Fernando y Da. Isabel, (México:
1854)2vols.
Wittlin. A St. Isabel la Católica, (Buenos Aires: Claridad, 2da. ed. 1951).
NOTAS
1
Henri Vignaud, primero en monografías y luego en la famosa Histoire critique que publicó en
1911. sostuvo que Colón “no tuvo por fin llegar a Oriente, y sólo partió con el proyecto de descubrir
la isla Antilla” (Gandía, p. 222). Alejo Carpentier retoma esta tesis pero al combinarla con la de que
Colón conocía los viajes de los vikingos a Vinland, lo hace buscar no una isla, sino todo un
continente
2
De acuerdo con sus propias palabras, el mundo “es de la forma de una pera que sea toda muy
redonda, salvo allí donde tiene el pezón, que allí tiene más alto, o como quien tiene una pelota muy
redonda y en un lugar de ella fuese como una teta de mujer allí puesta, y que esta parte de este
pezón sea la más alta e más propinca al cielo y sea debajo la línea equinoccial y en esta mar
Océana en el fin del Oriente” (Anzoátegui, p. 181); para él “allí es el Paraíso Terrenal, adonde no
puede llegar nadie, salvo por voluntad divina” (Anzoátegui, p. 184)
3
De acuerdo con el texto de Anzoátegui, Colón escribió: “Aquí es unas grandes lagunas, y sobre
ellas y a la rueda es el arboledo de maravilla, y aquí y en toda la isla son todos verdes y las hierbas
como en el abril en el Andalucía; y el cantar de los pajaritos que parece que el hombre nunca se
querría partir de aquí, y las manadas de los papagayos que oscurecen el sol; y aves y pajaritos de
tantas maneras y tan diversas de las nuestras que es maravilla” (p. 43). Más adelante escribe
acerca de los nativos que son “muy mansos y sin saber qué sea mal ni matar a otros ni prender” (p.
58), así como que “no hay mejor gente ni mejor tierra: ellos aman a sus prójimos como a sí
mismos, y tienen una habla la más dulce del mundo y mansa, y siempre con risa” (p. 109).
4
Charles Duff y Phillip Guedalla lanzaron la tesis de que “fueron los judíos quienes costearon el
primer viaje de Colón” porque “no ignoraban que serían expulsados y querían prepararse una tierra
en donde emigrar” (Gandía, p. 102)
5
Sobre ésta y otras tesis acerca del origen de Colón, véase Gandía, pp. 89-105
6
Se trata de las tesis de que Colón sabía que había tierras al otro lado del océano porque 1) se lo
había revelado antes de morir un náufrago que regresaba de ellas o 2) tenía noticias de los viajes
de los vikingos a Vinland, así como de la tesis de que el genovés tenía el mapa enviado por
Toscanelli a un canónigo de Lisboa. Las dos primeras están muy teñidas de chauvinismo, pues la
del náufrago la forjaron los españoles contra el genovés, alegando que el moribundo era español, y
la segunda es un mito “nórdico”. La influencia de las ideas de Toscanelli en la Gran Empresa fue
reconocida por Hernando Colón y el padre Las Casas
7
Pedro Vera habría de ser dicho sea de paso, abuelo del gran Alvar Nuñez Cabeza de Vaca.
8
De acuerdo con Prescott el rey “se manifestó indigno de la admirable mujer á quien la suerte le
había unido, entregándose á aquellas culpables galanterías, tan generalmente admitidas en su
tiempo” (2/p. 531), por lo que tuvo cuatro hijos naturales, de los cuáles el único varón es el
famosos arzobispo de Zaragoza, don Alonso de Aragón, que obtuvo el puesto a los seis años y era
hijo de la vizcondesa de Eboli
9
La Marquesa de Moya había nacido en 1440, la reina en 1451 y la Beltraneja en 1462.
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