rAULA RODONA. SEMBLANCA D'UNA GENERACIÓ Participants: Alberto González Vergel, Alfonso Sastre, José María Rodríguez Méndez, Pilar Enciso, Alberto Miralles i César Oliva. A LBERTO GONZÁLEZ VERGEL. La llamada Generación Realista se manifiesta en los años cuarenta con Historia de una escalera, de Antonio Buero Vallejo, y en los cincuenta, con Escuadra hacia la muerte, de Alfonso Sastre. Dos dramas esencialemente afines, aunque temática y estéticamente diferentes. El primero contiene alguno de los factores dramáticos que han motivado después un minoritario e injusto rechazo crítico al conjunto generacional. Naturalismo costumbrista, sainetismo, posibilismo político a través del símbolo y la metáfora historicistas o ambientales, son algunos postulados esgrimidos por sus detractores. No creo que deba hacerse extensiva esta parcial visión crítica a las obras de Sastre o de Martín Recuerda, ni a todo el teatro de Buero, Olmo, Muñiz, Buded o Rodríguez Méndez. La realidad que se afronta en la mayoría de sus dramas y comedias, no se inscribe en el verismo naturalista, sino en una realidad profunda, deformada estéticamente, comprometida siempre con el entorno social y político en que viven. Ninguna semejanza con el daguerrotipo, el expresionismo de El tintero, El cuerpo y El cuarto poder; ninguna equivalencia con el desgarro esperpéntico de Las viejas difíciles o el realismo épico de Asalto nocturno y El concierto de San Ovidio. Desde mi condición de director de escena de teatro y televisión, me satisface proclamar que soy, tal vez, el director español que más obras de esta generación ha recreado sobre un escenario o un estudio de televisión; por ello, me creo autorizado a enunciar los conceptos, que siendo fundamento de algunas de mis puestas en escena, fueron expresión compartida con la mayoría de los autores. En orden cronológico, estrené en los años cincuenta La sangre de Dios, un drama de Alfonso Sastre en homenaje del autor a Soren Kierkegaard. Un tema religioso -el sacrificio de Abraham-, al margen de todo problema teológico, tratado con planteamientos estéticos propios del realismo mágico y simbólico. También representé otro drama suyo, La mordaza, una obra estremecedora, que recrea un suceso real y de gran difusión en aquellos días, como pretexto para fustigar con virulencia todo sistema político despótico y represivo. A Lauro Olmo le conocí como ser humano y autor de teatro por su obra La camisa; un drama legendario y emblemático, que tuve el honor de seleccionar como jurada del premio Valle-Inclán, instituído por la injustamente olvidada Josefina Sánchez Pedreño, creadora e impulsora de Dido, pequeño teatro, para cuya entidad dirigí la obra, estrenada en el sesenta y dos en una de las noches más memorables que he vivido como espectador y profesional del teatro. Luego, pasado el tiempo, estrenaría otras obras de Lauro: English spoken, La condecoración y La jerga nacional, todas ellas fieles testimonios del mundo que vivimos cargado de significaciones reales, tratadas con verismo y poesía. De Antonio Buero Vallejo he sido director y empresario de su obra La doble historia del doctor Valmy, una reflexión sobre la tortura, cuya acción se sitúa en Surelia y no en una comisaría de policía franquista, como Buero haría luego, ya en libertad, en su drama Jueces en la noche, que dirigí en el setenta y nueve, y que pertenece, según Carlos Alvarez, al ciclo histórico de Buero, aunque no aparezcan reyes, ni pintores famosos o escritores nacionales. Estos dos dramas son complementarios, con personajes y situaciones que establecen un cierto paralelismo, una semejante identidad. En el primero, hay un comisario que maneja a su antojo al protagonista y que, a su vez, es manejado por alguien que no aparece en el drama, pero que ordena sus acciones. Es la tercera historia, explícita sólo en parte, en la obra de Buero, y que constituyó el eje fundamental de mi trabajo como director. En Jueces en la noche, ese misterio profano, hay una traslación de los exiliados de Surelia a España; el torturador pasa aquí del despacho del Gran Jefe Invisible a los salones del ex-ministro que favoreció las ejecuciones. Para televisión realicé Hoyes fiesta y Las cartas boca abajo, los dos primeros dramas de Buero emitidos por Televisión Española tras el largo veto al autor. Yen aquellos mismos estudios realicé también Un hombre duerme y El charlatán, dos obras de distinta factura de Ricardo Rodríguez Buded, un brillante autor de esta misma generación injustamente autosilenciado y olvidado. De José Martín Recuerda llevé a la Televisión El teatrito de Don Ramón, una pieza chejoviana de acento español que había obtenido el premio Lope de Vega, y al Teatro del Centro Cultural de Madrid, El Carnaval de un reino, recreación mía de su obra Las Conversiones. Una experiencia teatral enriquecedora y frustrante a la vez, por el resultado artístico, de una parte, y la actitud posterior, insolidaria e injusta, del autor del texto hacia el director. En el mismo local, dos años antes, produje y estrené tras una prohibición de varios años, con entusiasta y multitudinaria acogida popular la Tragicomedia del Serenísimo Príncipe Don Carlos, quizás la obra más importante y singular de Carlos Muñiz; recreación teatral de una de las páginas más crueles y oscuras de la Leyenda Negra española, trasladada con talento y documentalmente verificada por Muñiz, a la verdadera Historia de España. Y, por último, quiero señalar el privilegio de haber producido y dirigido una de las obras que mayor satisfacción artística me han dado: La marca del fuego, de José María Rodríguez Méndez. Un sobrecogedor testimonio y alegato del mundo de la drogadicción; un bello y extraordinario ejercicio tragicómico en el que se ensambla lo festivo y lo patético, el ritual y lo doméstico, el esperpento con el drama naturalista. He aquí, pues, las breves impresiones de un profesional de la dirección escénica que estuvo vinculado, y sigue estándolo, a una generación de autores españoles fieles a la realidad de nuestro tiempo, que supieron y saben crear, con talento y honradez, textos dramáticos abiertos al compromiso social y a la estética de la «puesta en escena» o, lo que es igual, al tratamiento escénico fiel a una política de autor y a un estilo personales, que entrañan una visión del mundo y las cosas. ALFONSO SASTRE. Los médicos no me dejan estar hoy con vosotros. Os saludo con esta nota y os ruego que leáis estas palabras. No sé cómo plantearéis la cuestión del significado, en la historia del teatro español, de algunos de nosotros. Ojalá no os sirváis demasiado del concepto de generación, tal como suele hacerse: recargándolo de contenidos ficticios y supersignificaciones, que reclaman relaciones (que no se dieron) entre las personas englobadas en ese concepto, cuando tal concepto (generación) no pasa mucho de ser una determinación cronológica. O sea, es cierto que ahora estamos tres o cuatro generaciones en el presente cultural, pero eso es todo: hay escritores de veintitantos años coexistiendo con otros -pocos, eso sí- de ochenta y tantos, y entre unos y otros están los de cuarenta y sesenta y tantos. Esta población se relaciona entre sí según pautas entre las cuales la edad es sólo una de ellas. La historia de la cultura se falsea cuando es reducida a una relación conflictiva entre las generaciones en presencia. Ejemplo: cuando nosotros hicimos el Grupo de Teatro Realista, programamos en él (luego no se pudo realizar el proyecto) sendas obras de José Bergamín y Claudio de la Torre, que eran «viejos», y no programamos La camisa de Lauro Olmo, que era de «nuestra generación». (También acogimos un texto de «nuestra generación», El tintero de Carlos Muñiz, cuya muerte se ha producido en un abominable silencio). Hay un género de afinidades profundas que no tienen que ver, pues, con la edad, que es desde luego un interesante dato, pero nada o casi nada más. Téngase en cuenta que las contradicciones entre gentes de la misma edad son muy importantes. Recuérdese que Miguel Servet y Juan Calvino eran gentes no ya de la misma generación sino casi de idéntica edad, y que uno quemó al otro en una hoguera. En la pequeña historia de nuestro teatro y de mis actividades en ella, recuerdo que Alfonso Paso y yo nacimos en 1926 y además éramos en un sentido profundo de la misma generación, pues iniciamos nuestros trabajos públicos creando al teatro de vanguardia Arte Nuevo. La elección de nuestros compromisos con la sociedad y con la filosofía nos situó en el terreno real de la más radical confrontación. ¿Es que no pertenecíamos a la misma generación? No; es que generación es un concepto válido más bien a efectos mnemotécnicos y didácticos a la hora de reconstruir un período histórico. La historia no es el resultado de una confrontación entre viejos y jóvenes, digámoslo asÍ. La cronología dice mucho, sin embargo, y mi invitación no es a ignorar los datos cronológicos, ni mucho menos. Datos como el de que Alfonso Paso y yo estrenamos nuestras primeras obras tres años antes de que Buero Vallejo estrenara Historia de una escalera tienen cierto interés a la hora de escribir esta historia. La ruptura con el teatro del franquismo empieza alrededor de las bombas atómicas de Hiroshima y N agasaki. Es cuando surge el grupo El corral en Barcelona (Juan Germán Schroeder), el Teatro do Salitre en Lisboa (Luiz Francisco Rebello) y Arte Nuevo en Madrid. JOSÉ MARÍA RODRÍGUEZ MÉNDEZ. Un escritor realista en los tiempos que corren viene a ser una especie a extinguir y en lo que se refiere a la «generación realista» de los años sesenta lo cierto es que ya se ha reducido a casi la mitad. La desaparición de dos de sus importantes componentes así lo atestiguan y quiero aprovechar esta ocasión para rendir de nuevo homenaje a la memoria de Lauro Olmo y de Carlos Muñiz, los dos importantes autores realistas. Si digo que el escritor teatral realista es una especie a extinguir creo no errar demasiado. De hecho escribir realismo en España nunca ha estado bien visto por más que ese realismo haya terminado siendo la gloria de las letras españolas. Pensemos en La Celestina, la novela picaresca, Galdós, etc. Pero el realismo nunca ha sido bien mirado por la sociedad y mucho menos protegido y fomentado por los poderes públicos. Por el contrario ha estado más bien perseguido y el propio bachiller Rojas, autor de La Celestina tuvo que añadir al escalofriante friso de miserables y delicuentes, el pegote neoplatónico de los dos amantes Calixto y Melibea. Para poder hablar de los bajos fondos salmantinos se vio obligado a esbozar y cantar las delicias del platonismo. El mismo Cervantes con su profundo realismo tuvo que enmascarar sus novelas y si Calderón dio el maravilloso testimonio realista de El Alcalde de Zalamea tuvo que confeccionar montones de autos sacramentales, comedias de santos y epopeyas barrocas y culteranas. Porque lo que los poderes públicos en la época de los Austrias protegían era eso: la fiesta barroca, el auto sacramental, etc. Siempre yen todos los tiempos se ha preferido el enmascaramiento, las ensoñaciones, los juegos más o menos retóricos. Evidentemente a los poderes públicos no les gusta conocer las llagas de su sociedad. Y la sociedad, a su vez, educada en esa doctrina, tiende a defenderse y se niega a mirarse en un espejo. Prefiere «imaginarse», e imaginarse naturalmente favorecida que «verse» tal como es, en su más pura realidad. Así, la aparición a finales de los años cincuenta de una serie de autores rabiosamente realistas en una época en que se defendía por parte del poder constituido una doctrina ditirámbica e imperialista -fue el tiempo de Pemán, de Marquina, etc.- causó una notable sorpresa. De pronto, aparecimos unos autores que queríamos presentar a la sociedad tal como es y no tal como se «imagina», o quiere imaginarse. El fenómeno sobrepasaba las fronteras. No se trataba de algo específico español, porque en Inglaterra la llamada generación airada, Osborne, Wesker, etc., aparecía con el mismo fin: mirar hacia atrás con ira, radiografiar a una sociedad, la británica, que siempre había aparecido envuelta en velos para no denunciar su gangrena. Lo mismo iba a suceder en España. Un iberismo rabioso, una necesidad de situarnos en el aquí y ahora delante de nuestros ojos, con las implicaciones que venían de tiempos remotos, convertidas en Historia, convocaban a una serie de autores a indagar y crear un discurso sobre los problemas de España y del pueblo español. Hay que hacer notar que el público, en esta ocasión, no pareció desentenderse de nosotros. Indudablemente hubo algunos éxitos entre las obras presentadas y el hecho de que la censura fuera especialmente severa con ellas en tales tiempos no dejaba de ser una prueba de su sustancialidad. Las obras estaban escritas en un buen lenguaje y los personajes perfectamente dibujados de modo que no se trataba de un teatro ingenuo y pretencioso. ¿Acaso no era un auténtico movimiento teatral el que tras Historia de una escalera de Buero Vallejo fue desarrollándose hasta el fin de la dictadura? Era, efectivamente un movimiento con todos sus postulados que mereció la atención de los críticos y estudiosos y que hoy ha pasado a figurar en la historia del Teatro español de este siglo y no de forma pasajera, sino conformando un capítulo extenso. La cantidad de tesis doctorales que sobre dicha generación se han escrito sobre todo en el extranjero (de mi obra hay tesis doctorales en Inglaterra, Francia, Bélgica, Estados Unidos, Suecia, etc., etc.) pueden demostrar una vez más la importancia que dicha generación ha obtenido al paso de los tiempos, por más que las obras de esos autores hayan evolucionado al compás de los tiempos también. Naturalmente, la generación realista de los años sesenta no iba a ser una excepción a la regla. Y pronto fue mal mirada y pronto fue atacada. El animal social, que aspira siempre a defenderse mediante sus reflejos (dejo aparte la censura franquista que fue algo artificial y no merece la pena recalcarse) pareció darse cuenta de que querían radiografiarle y sacar a la luz pública unos entresijos que deseaba tener bien guardados. Y en seguida empezó a practicar una estrategia tendente a neutralizar los efectos de un realismo que consideraba pernicioso para ella. Lo primero que se esgrimió contra la generación realista fue el argumento de que se había quedado retrasada frente a los vanguardismos, las innovaciones técnicas, la preponderancia de la imagen sobre el texto y todo eso. Se consideraba a la generación realista «arteriosclerótica» frente a los avances de las nuevas formas de teatro, las llamadas «nuevas tendencias». Y se suscitó, protegió y fomentó una generación de tipo esteticista fundamentalmente, más atenta a la forma que al contenido, pero -aducían- más acorde con los movimientos de lo que consideraban países avanzados. ¿Para qué hablar ahora de Grotowski, del Living Theater, de las experiencias infinitas y reiterativas acaecidas en Francia, Alemania y Polonia? La única cosa que quedó clara es esta: que así como en la generación realista han quedado algunas obras que pueden resultar emblemáticas de una época y han pasado a la historia del teatro de nuestro siglo, de esa otra generación -opuesta por mandato a la nuestra- ha quedado muy poca cosa. Pero el golpe a la generación realista y al realismo en general fue certero y concluyente. Los males de la censura no eran nada ante esa terrible y estúpida palabra demodé. Como estábamos demodé dejamos de interesar a un público, esnobista desde luego, no a los verdaderos estudiosos que siguen haciendo tesis doctorales sobre nosotros. Pero la obra ahí queda. No voy a enumerar más fenómenos contrarios a nuestra lucha. Creo que no merece la pena hablar de ese Teatre Lliure, ni de esos Joglars, ni de esos grupillos que sólo buscan el brillo, el politiqueo, etc., etc. Reconozco que hemos sido desbordados, desalojados pero he de decir con voz alta y clara una cosa: nos quisieron destruir desde un principio. Y emplearon todos los medios para consumar esa destrucción. Nos han desalojado, nos han arrinconado, nos han marginado, ¿frente a qué? Frente a un simulacro de teatro. Pero nuestra obra está ahí, ha quedado ahí. Aunque no se represente, en estos momentos una de esas obras por los menos está siendo objeto de estudio. Y no sabemos lo que va a pasar mañana. Lo cierto es que no han podido destruirnos y lo prueba el hecho de que estemos hoy, en 1995, hablando de esta generación. Lo cual es de mucho agradecer. PILAR ENCISO. Amigos compañeros: Lauro Olmo escribió en Madrid y se dio a conocer literariamente en Barcelona con el primer premio Leopoldo Alas de cuentos. Como estamos en la Universidad de Barcelona, creo que a Lauro le gustaría que por unos momentos recordáramos el género literario que pone más a prueba las facultades expresivas del escritor: el cuento. La literatura española, teatro, cuento, novela, en estos larguísimos años, se ha desarrollado de la siguiente forma: la «oficia!», con todo lo que esto comporta, la de «capillas», con su juego de inclusiones y exclusiones y la «independiente», la que daba opción a toda obra que constituyese un logro artístico literario por sí misma (los fundadores del premio Leopoldo Alas, doctor Carreras Roca, Esteban Padrós de Palacios, Enrique Badosa, etc. se inclinaron por esta última, dando pie, por su sentido humanista y hondamente liberal, a uno de los premios menos mediatizados de nuestro tiempo). Lauro estaba muy orgulloso de ser su primer premio. La obra se llamaba Golfos, y por la censura se llamó Doce cuentos y uno más. La decisión del director general del ramo, que trataba de cuidar sus relaciones políticas con Cataluña (no olvidemos que el premio era catalán), fue la causa de que el libro de Lauro pudiera salir a la calle con sólo ligeros afeites: «Gracias amigos, mis buenos amigos de Cataluña. Me ayudásteis a saltar la primera barrera de una dificultada trayectoria literaria. Indudablemente la más importante.», escribió Lauro. El segundo premio Leopoldo Alas fue ese magnífico cuentista catalán, Jorge Ferrer Vidal, y el tercero, Vargas Llosa. En esos años, que ya han pasado muchas horas de reloj, conocimos Lauro y yo a Ricard Salvat y a Rodríguez Méndez. Lauro empezó con poemas y cuentos y descubrió el teatro. La obra nació con espontaneidad. La tituló El milagro. Esta obra es del año 1953, un año socialmente difícil. El milagro es una pieza corta. Su primera experiencia teatral, que causó un gran impacto en la Escuela Social de Trabajadores y en una tasca de uno de los barrios populares de Madrid donde se hacía «tasca-teatro». Agustín Gómez Arcos y Feliciano G. Valdivielso fueron los protagonistas. En esta pieza, dice Lauro, observamos un encuadre naturalista en cuanto a escenografía con un elemento expresivo que, por su significación, terminaría borrando todo el naturalismo escenográfico para erigirse en el protagonista de dicho encuadre: el gran cesto de ropa inacabable para planchar; en definitiva: el trabajo. O sea, de una serie de efectos que pertenecen al naturalismo iba a surgir, apoderándose de las significaciones, un elemento distorsionado que concentraría en sí la expresión escenográfica. Conseguido esto, el naturalismo perdía sus perfiles y entrábamos en una acentuación profundizad ora del realismo jugando con la distorsión de uno de los elementos escenográficos. Con los personajes iba a pasar otro tanto. La taberna y sus parroquianos pueden pertenecer al naturalismo, pero a un naturalismo que se va a utilizar para meter en él a un personaje estremecedor de aquel realismo viniendo de la posguerra: el borracho, un intelectual, un profesor, un profundizador perteneciente a la España de los vencidos. (Uno de estos profesores, borrachos, vencidos dolorosamente, entrañables, lo utilizaría Buero Vallejo en su obra Las cartas boca abajo). La noticia fue escrita diez años después de El milagro. Aquí el juego expresivo ya es otro. Hay quien ha querido ver cierto aire procedente de Brecht: «Honradamente, en aquel tiempo yo no conocía a Brecht, cosa que no es para presumir de ello.», dice Lauro. Nueve años después, en 1972, escribió una pieza corta, José Carcía, dedicada de la siguiente manera: «A mis compañeros de la llamada generación realista, con todo respeto, Lauro.». En esta obra no es necesario el escenario teatral ordinario para representarla. Hemos saltado decididamente al espacio de cualquier cafetería. «Mi teatro [dice Lauro] suele ser encasillado dentro de la llamada generación realista. Me parece bien. Desde luego es un teatro comprometido con la realidad que nos circunda y creo que las palabras «testimonio», «protesta» y «denuncia», sobre todo ésta última, le van bien. Yo me imagino la realidad. Una realidad que naturalmente no sólo he observado, sino vivido en su mayor parte. Podíamos decir que yo, después de observar, vivir y convivir, me aparto, y escribiendo me imagino todo eso de nuevo movido por un afán de denuncia, de solidaridad. Claro que la observación no basta, hace falta la imaginación para recrear y profundizar. «En mi obra El cuarto poder, las seis piezas obedecen a estilos distintos y todas ellas en conjunto tratan de conseguir un espectáculo total. El realismo, el simbolismo, el mimo, la charanga popular, la cachiporra infantil, son los componentes de mi obra El cuarto poder. «Mis influencias más directas [continúa Lauro] las vivencias, los ratos de soledad, el asilo, mi época de golfillo ibérico, la Celestina, los primitivos españoles, Shakespeare, contraponiéndolo a Dostoievski, Miguel Hernández, algunas páginas de Corki, parte de la generación del 98, la picaresca, Cervantes, César Vallejo, etc. En fin, toda una lucha entre el sentimentalismo y la claridad poética dramática .. {<Con respecto a mi lenguaje, más de una vez y considero que precipitadamente, se me ha comparado con Arniches, lo cual no tiene nada de ofensivo. Pero creo que yo antes de ponerme a escribir llevaba ya el lenguaje y muchas de las situaciones del que brotaba. Quizá la diferencia entre don Carlos y yo es que él ha sido un observador o un espectador Oiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii 23 de lo que yo he vivido. Algo le debo, claro, pero es algo que también viene de los pasos, los entremeses, por no hablar del romancero, ode toda la línea popular soterrada que hace saltar sus liebres expresivas por plazas y calles. La calle me ha influido más que los libros.» Esto lo decía siempre. ALBERTO MIRALLES. Cuando se habla de realismo, se piensa en pequeña burguesía, en sordidez, en degeneración sainetera, y en aceite refrito. También en copia sin creatividad, lo que remite a «si pintas un perro como un perro, no tendrás un cuadro, sino dos perros.» Es injusto, pero cierto. Y es injusto porque al realismo que surge en Francia a finales de siglo se le debe un cambio de mentalidad y un progreso del que hoy todavía estamos viviendo. Frente a la subjetividad romántica, el realismo puso su interés en la descripción objetiva de la realidad externa, es decir, se prescindió de la imaginación mixtificadora, o si se prefiere, de la fantasía edulcorante, para observar, con gran meticulosidad,las cosas más cercanas; de ahí la nueva afición por describir escenas de la vida cotidiana, incluso las más sórdidas, sustituyendo la evocación histórica por los temas económicos, sociales e ideológicos del momento. Cuando a Courbet se le reprochó que eligiera como tema para sus cuadros a picapedreros, labradores, artesanos, o amas de casa, replicó: «si queréis que pinte diosas, presentádmelas.» La pintura y la literatura comienzan a tener un fin social. Los inventos que hoy disfrutamos y padecemos se descubren en esa época: telégrafo, teléfono, primer ferrocarril, máquina de vapor, máquina de coser, jeringuilla hipodérmica, pila eléctrica, se investiga sobre átomos y moléculas, los principios de la ovulación, los rayos catódicos, la ametralladora, la fotografía y el cine. Pero la realidad no es agradable, de ahí su continuo rechazo. Darwin vino a decir que descendíamos del mono, Freud que dentro de nosotros no todo era limpio y hermoso, Marx que el hombre explotaba al hombre, y Comte avanzó que la libertad del ser humano está condicionada por sus circunstancias. Ni dioses, ni héroes. El realismo nos convirtió en hombres, simplemente. y si en filosofía, antropología, ciencia, pintura y novela, la realidad era el punto de referencia, en teatro no iba a ser distinto. En 1887, un empleado del gas funda el Théatre Libre. Y con él comienza la verdadera crisis del teatro, al intentar asimilar una estética -el realismo- que el cine perfeccionaría. Ahí el teatro, abandonando otro camino de investigación, se convirtió frente al cine, en el medio pobre. Parte de los argumentos empleados para rechazar al realismo vienen de esa circunstancia. El teatro jamás debió perder algo que es esencial en él: el convencionalismo y la presencia viva, dos cosas ajenas al cine. Cuando en 1949 España vuelve al realismo con Historia de una escalera, lo hace por el mismo motivo que lo hicieron los franceses, porque la realidad estaba prohibida o falseada y era preciso mostrarla. La realidad que apareció en los escenarios fue la de los marginados de la emigración, la de los pobrecitos funcionarios, antes fatigados opositores, la de los vecinos de barrios humildes, la de los perdedores. El realismo, limitándose a poner un espejo a la sociedad, cumplió con una labor concienciadora. Pero hacia los años sesenta, por cansancio estético por un lado y por el desarrollo económico por otro, nunca por cuestiones ideológicas, el realismo comenzó a ser rechazado por el llamado Nuevo Teatro, que asumía una estética vanguardista y europeísta, calificada por los realistas de antiespañola por extranjerizante (como habéis oído en la afiladísima y puntiaguda lengua de José María Rodríguez Méndez, calificado de «grupillos» creadores de «simulaciones teatrales»!). En 1985, un nuevo brote realista hace su aparición con el Teatro Alternativo, que, según Ernesto Caballero, se vuelve «militante de la inmediatez» porque la apasionante vida española no se ve reflejada en los escenarios. Y lógicamente el temario elegido es el de sordidez escamoteada por los gobiernos para hacernos creer que estamos en el mejor de los mundos posibles: racismo, xenofobia, corrupción, delincuencia, la soledad, la insolidaridad, SIDA, los grupos marginales por marginados, el miedo a los brotes neofascistas y, por supuesto, la droga. El gran problema de las estéticas en nuestro país es que nunca se les permite agotarse de manera natural, sino que, por su condicionante crítico, suelen ser reprimidas. Y así, en 1995, ocurre que existen cuatro generaciones de autores con diferentes estéticas, pero similares objetivos que pugnan por darse a conocer, influyéndose sin aceptarlo mutuamente. A los del realismo se les ha descubietto ramalazos simbolistas y expresionistas, los de la vanguardia son cada vez menos crípticos, los de la Alternativa, no queriendo saber nada de sus mayores (ya se sabe: es necesario matar al padre), van de un lado a otro intentando definirse mediante Koltes, Bukowski, y el realismo sucio americano de Mamet, mientras que los cachorros del 2000 se asoman al pim pan pun de las ferias, intentando, como mucho, que no les den demasiados golpes. Y todos estamos equivocados porque no se trata de estéticas sino de medios de producción. Mientras no los tengamos y haya que mendigar un sitio en los teatros públicos o comerciales, seguiremos viendo cómo se acumulan las generaciones frustradas, malditas, catacúmbicas, marginales, underground, y otros calificativos no menos desesperados. El autor ajeno al proceso de producción de espectáculos está condenado al malditismo. Yeso es, como mínimo, una inutilidad si lo que se desea es influir en la sociedad con nuestra crítica. Ser únicamente escritor de teatro es, hoy, un suicidio, porque para escribirlo hace falta talento, pero para estrenarlo hay que rozar la genialidad. CÉSAR OLIVA. A Ana Mariscal, actriz realista, in memoriam. En 1995, la mirada que ofrecen los llamados autores realistas (sean más o menos realistas, o más o menos generacionales, como tantas veces nos hemos empeñado en discutir) está cargada de cierto aire pesimista. Después de su aparente «restitución» (Ruiz Ramón, en Partl, 1986) durante la transición política, la evolución del teatro español durante los ochenta les ha llevado a una peligrosa zona rayana en el olvido más o menos consciente. Tal es así que se podría hablar de una paulatina desaparición de estos autores, aunque no exactamente de su estética, pues muchos de los éxitos de la última década (Las bicicletas son para el verano -1982-, de Fernando Fernán Gómez, Bajarse al moro -1984-, de Alonso de Santos, Vade retro -1982-, de Fermín Cabal, entre otros) se han debido precisamente a propuestas más o menos realistas. A excepción de las realizadas por grupos, y fuera de espacios convencionales (Els Comediants, La Fura deIs Baus ... ), durante estos últimos años hemos asistido a la recuperación de estilos propios de épocas anteriores, aunque, eso sí, actualizados por modernas temáticas. Si repasamos los principales estrenos, en los ochenta y primeros años de los noventa, de los autores que comúnmente se han llamado realistas, el panorama puede ser esclarecedor. Antonio Buero Vallejo sigue llevando al escenario todo lo que escribe: Caimán (1981), Diálogo secreto (1984), Lázaro en el laberinto (1986), Música cercana (1989) y, con no pocas dificultades, su último texto, Las trampas del azar (1994). Alfonso Sastre marca ya la absoluta irregularidad en los estrenos, con obras escritas en este periodo que no salen a los escenarios, y otras que lo hacen, pero que proceden de años anteriores: Terrores nocturnos (1981), La taberna fantástica (1985) y Los últimos días de Emmanuele Kant (1990). Semejante consideración se podría hacer de José Martín Recuerda, con El engañao (1981), El carnaval de un reino (1983) y La Trotsky (1992); José María Rodríguez Méndez, con Flor de otoño (1981), Sangre de toro (1985) y La marca del fuego (1986); Lauro Olmo, con Pablo Iglesias (1983), La jerga nacional (1986) e Instantáneas de fotomatón (1991); y Carlos Muñiz, con Tragicomedia del Serenísimo Príncipe don Carlos (1981). Salvo este último, con un único estreno, la media general es de tres a lo largo de una década, algo verdaderamente limitado, habida cuenta la calidad y dignidad de muchos de los textos escritos por ellos a lo largo de su carrera. N o pueden quedar fuera de esta consideración otros dramaturgos de líneas escénicas parangonables, aunque hayan quedado excluidos de la idea generacional que engloba a los anteriores. Nos referimos a Ricardo López Aranda (que estrena Isabel, reina de corazones en 1983), Hermógenes Sainz, Pedro Mario Herrero (Un día de libertad, 1983), Jaime Salom (Una hora sin televisión, 1987, y El señor de las patrañas, 1989) o Marcial Suárez (Dios está lejos, 1987), por citar a algunos de los autores más significativos, tanto por su trayectoria escénica como por el éxito puntual varias veces cosechado. Por consiguiente, la actualidad de la llamada generación realista hay que entenderla desde un doble plano: el teórico, de obras redactadas, y el propio de la práctica escénica. En el terreno de los estudios que han generado sus obras, e incluso en el de los textos publicados, hay que reconocer que estos dramaturgos son de sobra conocidos por tesis doctorales, estudios monográficos e incluso ediciones críticas de sus obras, bien completas y preparadas. Aunque no de manera total, las trayectorias de los realistas se siguen a través de los libros. Otra cosa son los escenarios. En los escenarios el panorama resulta tan desolador como dicen las cifras. Y no es porque no haya un continuo reclamo de voces que se levantan hacia los programadores de los teatros (sobre todo, de los públicos), que difícilmente incluyen en sus carteleras obras realistas españolas. A excepción de Buero Vallejo, y con los citados problemas que ya padeció para estrenar Las trampas del azar (de la que, por cierto, se llevan dos ediciones en un muy corto tiempo), ningún realista ve sus obras en los escenarios con una mínima regularidad. Quizá un estudio de las causas de estas dificultades del teatro realista pudiera arrojar luz sobre algunos de los problemas generales de la escena española actual. Entre los motivos mencionados podríamos destacar los siguientes: a) consideración de la estética realista como un fenómeno propio del pasado; b) por consiguiente, deseo de renovación total de los nombres de autores a presentar en los escenarios; c) pérdida de entidad frente a fenómenos dramáticos de prestigio europeo: los clásicos, los grandes autores universales, contemporáneos españoles de renombre (con Valle Inclán y García Lorca a la cabeza), etc. Ni que decir tiene que estos motivos tienen su correspondiente discusión, pues son de todo punto inadmisibles en cualquier consideración consciente y rigurosa del fenómeno que tratamos. Queden expuestos para pública reflexión, y para que el consiguiente debate puntualice sus extremos. Saló de Graus de la Universitat de Barcelona 29/I1I/1995