Militares, civiles y víctimas: retos para las relaciones cívico-militares en un escenario de posconflicto Gabriel Rojas Andrade CODHES Si los dos actores del conflicto interno en Colombia que están negociando un cese a la confrontación armada en la Habana llegan a un acuerdo en el corto o mediano plazo, quizá uno de los desafíos más grandes para la sociedad colombiana no sea la refrendación democrática de lo pactado, ni la participación política de los excombatientes. Tampoco lo serían las estrategias para superar una economía basada en las rentas ilegales del narcotráfico o la implementación de las políticas de tierras. Puede que la reparación integral de las víctimas y los procesos de justicia transicional que establezcan penas alternativas para los máximos responsables de graves violaciones a los Derechos Humanos y el Derecho Internacional Humanitario, representen retos en términos de nuestras expectativas con respecto a nociones de castigo, responsabilidad y justicia, sin mencionar las nuevas presiones que recibiría el ya colapsado régimen penitenciario. Puede además que afrontemos una gran crisis de empleabilidad, vivienda, salud, educación y reintegración digna a la vida civil de miles de guerrilleros rasos que entreguen las armas. Es muy probable también que nos encontremos frente a una proliferación de la violencia generalizada en contextos urbanos, la intensificación del desplazamiento intraurbano y la adaptación resiliente de nuevas bandas criminales con estructuras similares a las de la insurgencia que se sumen a las ya consolidadas herederas del paramilitarismo. Pero lo que probablemente nos cueste más, sea la relación democrática de las fuerzas militares y las instituciones civiles en un país cuya seguridad interna ya no podrá estar basada en las lógicas de la guerra. 1 Esta aseveración, que pareciera menospreciar los demás retos de un escenario de posconflicto una vez la guerrilla de las FARC y el gobierno nacional firmen un acuerdo, es sencillamente una invitación a repensar las relaciones cívico-militares a la luz de un contexto que debe abandonar el lenguaje del conflicto armado para adoptar el lenguaje de la paz. Tal lenguaje no es aquel que se constituye a partir de la ausencia de la violencia, las discrepancias o la criminalidad. El lenguaje de la paz tiene la forma de un proyecto en construcción que, en el caso de Colombia, después de cinco décadas de confrontación armada, debe ser largo, paciente y, en muchos casos, doloroso. Las emociones colectivas que rodean al conflicto armado son muy distintas a las de un escenario en el que se promulga la paz. De las acciones motivadas por el resentimiento, la venganza y el odio, nos vemos de repente invitados a transmutar hacia la empatía, la reconciliación y, de manera muy íntima, hacia el perdón. Ninguna de estas pasiones puede ser forzada y para que el fuero interno de cada ciudadano y ciudadana llegue a ellas, se necesita garantizar condiciones dignas de restauración, reparación, verdad y diálogo. Es en este último aspecto donde la historia de la participación del estamento castrense no ha tenido mucha representatividad. Desde el periodo de la Violencia bipartidista que supeditó a las fuerzas armadas a los intereses particulares de uno y otro bando, pasando por el control populista sobre las instituciones civiles de la dictadura de Rojas Pinilla, la intimidación del Estatuto de Seguridad de Turbay (Nieto; 2008), el control civil sobre el poder militar del Ministerio de Defensa con la Constitución de 1991, la profesionalización y modernización de las fuerzas militares en el gobierno de Pastrana y los “soldados de mi pueblo” y el aumento de pie de fuerza de la política de Seguridad Democrática (Schultze; 2012), los militares siempre han aparecido como un instrumento del Estado colombiano al servicio de la seguridad interna y no como un componente democrático del Estado social de derecho. La lógica de la guerra excluye el diálogo democrático entre las instituciones civiles y las fuerzas militares y hace que estas últimas no sean reconocidas por los civiles como parte de la sociedad sino como héroes lejanos de la patria o abusadores del poder y 2 violadores de derechos humanos. Ninguna de las dos aproximaciones ha favorecido una integración objetiva y deliberada de las fuerzas militares a las agendas públicas del país. Una de las razones es el temor de su injerencia en el poder civil dada su alta capacidad de coerción (como se ha visto en otros países de la región). El otro es la larga historia de vejámenes cometidos por algunos miembros de las fuerzas armadas y su relación con las acciones de los grupos paramilitares en Colombia. La contradicción de la frágil democracia colombiana es que ha logrado mantener un poder constitucional por periodos relativamente largos -comparados con otros Estados latinoamericanos- al mismo tiempo que logró evitar el ascenso de una dictadura militar de largo aliento, mientras mantenía un brutal y degradado conflicto armado interno, altamente criminalizado, con una estrecha relación con rentas legales e ilegales y altos niveles de inseguridad (Andrade; 2012). La aparente estabilidad de la división de poderes en el Estado colombiano, la elección por sufragio de todos los presidentes en los últimos cincuenta años y el sostenido crecimiento económico de la última década que ubica el país en la categoría de naciones de renta media, contrasta con las ausencia de participación política de sectores minoritarios de la sociedad, la persecución y asesinato de líderes políticos populares, una de las brechas de desigualdad más grande del mundo, una tasa de indigencia de casi el veinte por ciento, la intimidación y exterminio sistemático de un partido de izquierda que surgió con base en una negociación de paz (Vargas; 2006) y el incremento de un segmento de la población que conforma el diez por ciento de los habitantes del país: casi seis millones de víctimas del conflicto armado, la mayoría de ellos desplazados forzados internos (CODHES; 2013). Además, después de una defectuosa desmovilización de los grupos paramilitares en 2006, grupos armados ilegales herederos de estas estructuras han consolidado su control social y territorial en diversas zonas del país, particularmente en el Pacífico colombiano, generando el mismo o más terror que las autodefensas (CODHES; 2013). En este panorama, las fuerzas armadas no han sido pasivas: su rol como garantes de la 3 seguridad, en algunos casos como cómplices del paramilitarismo, y también como portadores del desarrollo a través de programas de asistencia humanitaria en regiones tradicionalmente marginadas de las políticas del gobierno central (Nieto; 2008), los hacen una figura multidimensional que si bien se ha construido con base en el conflicto armado interno, ahora se enfrenta a un nuevo capítulo en su relación con la democracia y las instituciones civiles del Estado. Un escenario de posconflicto es entonces un desafío y una oportunidad para las fuerzas militares. Una drástica reducción del gasto militar que sea repentina puede generar una crisis social más grave que la guerra misma (Sotomayor; 2008). Las experiencias en Guatemala y el Salvador muestran cómo una mano de obra calificada para la violencia que no es incluida dignamente en la vida civil termina por generar iguales o peores situaciones de violencia después de un conflicto armado, especialmente en contextos urbanos (Blanco; 2010). Del mismo modo, mantener a las fuerzas armadas tal y como están, representaría una figura inoficiosa con altos costos fiscales y sin un propósito definido. Es aquí cuando las relaciones con lo civil deben transformarse. Medidas no graduales y progresivas de reintegración civil pueden llevar a las fuerzas militares a un descontento generalizado poco favorable para la consolidación de la paz (Sotomayor; 2008). Como actor del conflicto armado, se tiende a pensar que las fuerzas armadas no solo deben gozar de las mismas prerrogativas que la justicia transicional llegue a otorgar a la guerrilla de las FARC -en términos de alternativas penales- sino que además se puede creer que los militares deben ser receptores de un tratamiento judicial más especial, a partir de un fuero militar independiente que juzgue a los miembros de la fuerza desde las lógicas de la guerra y no desde la justicia ordinaria. Tal era el propósito del fuero militar declarado inexequible por la Corte Constitucional Colombiana a finales de 2013 por vicios de procedimiento (y que fue duramente criticado por organizaciones no gubernamentales como Human Right Wacht por el 4 peligro que representaban para los derechos de las víctimas de los crímenes de Estado). Más allá de la lógica de la moral de la tropa, las prerrogativas mencionadas no son aceptables para las fuerzas armadas desde una perspectiva estricta del Estado social de derecho en cuanto a graves violaciones a los derechos humanos, pues quienes hayan cometido tales hechos, incluso dentro del fervor de la guerra, tienen el agravante de que la población civil esperaba la protección y no el ataque de los militares. Además, tal y como lo podría enfrentar la guerrilla, el Estatuto de Roma ratificado por el Estado colombiano no permite la impunidad en casos de graves violaciones a los derechos humanos para ninguno de los actores del conflicto (incluidas las fuerzas militares). ¿Cuáles son entonces las oportunidades para las relaciones cívico-militares en Colombia en un escenario de posconflicto? Como se había mencionado, la respuesta se encuentra en el diálogo. El control civil sobre el militar en Colombia tendrá que transformarse en la participación de las fuerzas militares en la reestructuración de las acciones hacia una perspectiva de protección de los derechos humanos y garante de la paz en las fronteras y en las relaciones internacionales, mientras que la Policía tendrá que encargarse de los asuntos de seguridad interna, despojándose también del carácter militar que el conflicto le ha obligado a adquirir. Quitar el carácter policivo a los militares y desmilitarizar la policía es un primer horizonte que debe ser trazado con miras a un escenario de posconflcito (Borrero; 2004). En segundo lugar, el empoderamiento por parte de las instituciones civiles y la academia sobre el rol del las fuerzas armadas debe incrementarse exponencialmente para que el gradual desmonte del pie de fuerza se presente junto con la aceptación de la reintegración de oficiales y suboficiales retirados a la vida civil (Schultze; 2012). Los militares deberán, además, enviar un mensaje de compromiso con la paz, tanto por su plan gradual de disminución de los efectivos como por su reconocimiento como parte del conflicto armado y su aceptación de que la justicia transicional, una comisión de la verdad y/o la justicia ordinaria (de acuerdo con lo que se decida en términos de identificación de responsabilidades), investigue, juzgue y sancione a los máximos 5 responsables de las violaciones de los derechos humanos, así como motive a la construcción de la verdad y la memoria histórica en función de las víctimas de las acciones del Estado. Finalmente, un compromiso hacia la satisfacción efectiva e integral de los derechos de las víctimas deberá continuar como política pública del gobierno nacional, no solo a partir de la implementación cada vez más precisa y eficaz de la Ley de víctimas y restitución de tierras, sino también a partir de una reasignación de roles para quienes dejen las armas y se reintegren a la vida civil sin importar el bando al cual pertenecían. Esto significa que ex integrantes de la guerrilla, los paramilitares y las fuerzas armadas, así como las víctimas ya reconocidas en el registro oficial no deben encontrarse a sí mismos en una lucha por las ayudas del Estado durante el periodo de transición. Los programas de reintegración deben satisfacer a todos los sectores que estuvieron involucrados en el conflicto con especial atención a los fenómenos complejos que los ciclos de la violencia han causado en el prolongado conflicto armado en el país. Las “víctimas difíciles” son aquellas que pasaron de ser vulnerados en sus derechos humanos a causa del conflicto a volverse perpetradores de acciones contra los Derechos Humanos y el Derecho Internacional Humanitario. Muchas de ellas forman hoy en día parte de las filas de la guerrilla, los grupos posdemovilización e incluso las fuerzas armadas. Un punto de vista que valore esta complejidad en la política pública de reparación integral verá que la priorización de los derechos de las víctimas en el posconflicto es, a su vez, el reconocimiento de excombatientes que se acogen a un proceso de desmovilización serio, comprometidos con la verdad, la justicia, la reparación, la no repetición y la reintegración civil. Al comienzo de este escrito se señaló que uno de los desafíos más importantes para el posconflicto era replantear las relaciones cívico-militares en Colombia lejos de una lógica de guerra determinada por un conflicto armado interno. Se esbozaron brevemente algunas consideraciones sobre los retos que enfrenta el estamento 6 castrense en un periodo de transición y las oportunidades de reestructuración que debe aprovechar con miras a la reintegración civil del pie de fuerza y la satisfacción efectiva de los derechos de las víctimas. No sobra mencionar además que, dado que en los últimos veinte años la modernización y profesionalización de las fuerzas armadas ha sido la más significativa de la historia de Colombia (Schultze; 2012), debe ser posible formular con tranquilidad este tipo de iniciativas durante el periodo de negociaciones para motivar una planificación y preparación de las condiciones de los militares para la paz. La larga tradición de subordinación al poder civil por parte de la fuerza pública en Colombia, que la ha dotado de una relativa autonomía para diseñar sus estrategias en la guerra, pero que la ha excluido del debate público, tiene la oportunidad de ser transformada en términos de inclusión democrática y reintegración a la vida civil. Aquello que suceda con las personas que ahora disputan el monopolio de la violencia, en términos de participación en la vida civil después de las negociaciones en Colombia, será determinante para garantizar la solidez de los acuerdos conseguidos y trazar el largo y paciente camino de la paz que luego tendrá que ser recorrido. Referencias Andrade, Oscar. (2012) “Relaciones cívico-militares en Colombia: apuntes para un estado del arte”. En Revista Análisis Internacional No. 6, 2012. Bogotá. Universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano. En http://bit.ly/19RcAnU. Recuperado el 3 de noviembre de 2013. Arce, Álvaro. (2003) “Colombia. 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