Colombia DESDE EL UMBRAL DE VOCES ACALLADAS Revista

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68 mayo 2011
DESDE EL UMBRAL DE VOCES
ACALLADAS
Esta es la particular historia de un hombre cuya música sobrepasa su enfermedad.
Tom Harrell en vivo en el Village Vanguard
Por Juan Álvarez
Esta es la particular historia de un hombre cuya música sobrepasa su
enfermedad.
Tom Harrell en vivo en el Village Vanguard
Por Juan Álvarez
I
Hoy Viernes Santo 10 de abril, año crisis en curso, horas antes de su
aparición 2009 en la escena neoyorquina luego del lanzamiento en enero
de su último disco (Prana Dance, HighNote Records), el MySpace del
trompetista norteamericano Tom Harrell está a setecientas cincuenta
visitas de completar las cien mil, cifra relativa míresela por donde se la
mire. Discreta si se la compara con la sucesión escandalosa de números
(21.241.506) que, a esta misma hora de hoy Viernes Santo 10 de abril,
registra el MySpace de Kelly Clarkson, la rubia countrygirl ganadora en el
2002 de la primera edición de American Idol. Cifra astronómica, sin
embargo, la de míster Harrell, si se contempla que su carrera, a diferencia
de la de Clarkson, a diferencia de la mayoría de los músicos profesionales
del planeta, ha estado marcada en sus casi cincuenta años de trabajo por
la invisibilidad, por la cíclica retracción obligada, por la marginación casi
cortés producto de sus recaídas en los valles oscuros de la enfermedad
que desde los diecisiete años lo acorrala: la esquizofrenia.
Tom Harrell recibió su primera paga por soplar el cobre en 1959. Tenía
trece años. Nació en 1946 en el poblado estudiantil de Urbana, en Illinois,
pero desde los seis años los trabajos de sus padres lo condujeron al
paisaje despegado y cálido de las afueras de la bahía de San Francisco. En
1963 entró a formalizar sus estudios de composición musical en la
Universidad de Stanford, donde su padre enseñaba psicología de empresa.
Tres meses de aula, de ducha compartida, de comer en mesas largas
atestadas de miradas jóvenes y nerviosas, fueron suficientes para
enfrentarlo por primera vez a una vibración que no había leído antes en
partitura alguna: el precipicio de sus desequilibrios psicoafectivos.
Un día de noviembre de ese 1963, Harrell intentó suicidarse lanzándose a
través de una ventana. El relato de su hermana, aparecido en diferentes
lugares con variaciones apenas significativas, va más o menos así: Harrell
se encuentra en su dormitorio de estudiante, ubicado en un cuarto piso.
Acaba de cenar. Bebe un vaso de jugo de naranja. Desde el vaso, las
voces que entonces empezaba a escuchar le dicen que se tire. El joven
trompetista obedece. El vigor preciso con que acomete el ventanal lo hace
resquebrajar y romper el vidrio, pero no alcanza a atravesarlo. Se corta y
cae al piso sangrando.
Contrario a lo que un intento temprano de suicidio hace suponer, las
intrusiones mentales autodestructivas han sido escasas en la vida de
Harrell. Sus tormentos han soplado en realidad en otra dirección: formas
agudas de paranoia detonadas por el acto mismo de tocar. La impresión,
en las pruebas de sonido, de unas notas ejecutadas que hacen consigo
mismas lo que se les da la gana. La alarma del profesional que cree que
está desentonando. La parálisis propia de una aguda sensación de ridículo.
En palabras de Xavier Davis, principal piano man de Harrell hasta el 2005
y con quien grabara uno de sus discos más conmovedores (Live at the
Village Vanguard, 2002), el viejo sensible es capaz de subir al escenario y
tomar el mejor de los cumplidos de las más buenas de las damas, en la
forma del peor de los desplantes.
¿Cómo se sobrevive a un oído así?
Desde los primeros diagnósticos tras el intento de suicidio, Thomas W.
Harrell, padre del trompetista, comprendió el calibre de la encrucijada que
enfrentaba su hijo: la música obsesiva que vivía en su interior era el
gatillo del desequilibrio, y sin embargo, soplar la trompeta se convertía al
tiempo en la única solución. Durante varios meses, el Harrell adolescente
dejó de tocar y comenzó a tomar antipsicóticos. De vez en cuando su
padre lo animaba a retomar el cobre. Tom obedecía. Sus problemas
pasaban a ser los violentos espasmos musculares, efecto secundario de
los antipsicóticos. Harrell soplaba y ahora, efectivamente y para colmo de
la paranoia musical, con los músculos del cuello a la cintura agarrotados,
sus digitaciones fallaban. La conclusión del padre de Harrell fue entonces
tan simple como obstinada: el equilibro de su hijo debía pasar por la
desaceleración de los delirios mentales con un costo muscular mínimo. La
opción química debía repercutir en el control sobre la música. Durante dos
décadas, y mientras las mismas compañías farmacéuticas desarrollaban
antipsicóticos que no postraran muscularmente a sus pacientes, la familia
Harrell corrió el riesgo de combinarle al frágil trompetista Stelazine y
ciertos relajantes musculares, relajantes que, aunque sobrecargaban el
hígado del joven Tom, empezaron a hacer posible su equilibrio
experimental.
II
Hoy Viernes Santo 10 de abril, año crisis en curso, antes de bajar al
Village Vanguard donde míster Harrell está programado en dos sets de
hora y media cada uno, salto del MySpace de la sonriente Clarkson a una
página del programa 60 Minutes, de Charlie Rose. El fragmento de video
accesible está fechado agosto de 2003. Rose recibe al trompetista en un
salón de hotel de techos altos. Harrell entra agarrado de la mano de una
mujer de rasgos orientales. Toma asiento. La cabeza abajo. Los ojos
cerrados. Un técnico auxiliar del programa se acerca para ponerle el
micrófono. Harrell se incomoda, abre los ojos por fracciones de segundo,
pide que no lo toquen porque él nunca se desabotona su chaquetilla de
cuero negra ceñida. La voz en off de Rose explica la enfermedad del
trompetista. Enfatiza en su poder de desequilibrio, en la imposibilidad de
sus víctimas de preservar el principio de realidad. La entrevista empieza.
La voz del músico es un susurro entrecortado apenas comprensible.
Parece ahogarse. Parece sufrir. Rose formula sus interrogantes con un
dejo de condescendencia: «Tom, ya sabes, tanta gente que admira tu
música se pregunta lo mismo: ¿cómo puede conseguirlo?».
En los vagones del metro escucho aleatoriamente temas de los cinco
discos de Harrell que cargo. Melodías serenas, abiertas, luminosas (dan
ganas de decir), las melodías redondas más sosegadoras que quizá se
compongan hoy en la escena jazzera contemporánea, una escena plagada
de nietos virtuosos de Armstrong, Parker, Coltrane, una escena, por lo
mismo, en su carácter posbebop (con el virtuosismo en la digitación y la
velocidad en la improvisación como premisas clausuradas), ansiosa y
presta a retorcer y a llevar a sus límites la extenuada improvisación
modal. Harrell, sin embargo, desde el umbral oscuro de sus voces
acalladas, no deja de apelar en su voluntad compositora a una intensa
sencillez, a algo parecido a un fraseo breve que es frío y enervante.
Según expertos, hablar de la música de Harrell es hablar de la rareza de
un instrumento melódico que sobresale a partir de un recurso usualmente
socio de los instrumentos armónicos: the voicings.
Los voicings son acordes, pero en una disposición determinada. Por
ejemplo, lo que se conoce como un acorde de do mayor lo componen tres
notas: do, mi y sol. Cuando uno habla de un acorde de do mayor, sabe
que estas tres notas están sonando a la vez. La vaina es que desconoce
cómo están organizadas. Puede estar el do por abajo y el mi por arriba o
como uno quiera que estén, pero siempre se hablará de do mayor. En
cambio, con un voicing de do mayor, de grave a agudo (do-sol do-mi), la
disposición es concreta, inalterable. En rigor, pues, un instrumento
melódico no hace voicings sino arpegios, pero en el caso de Harrell, quizá
producto de esa simpleza que también es viveza, una manera Harrell de la
que se cargan incluso sus solos más exacerbados, se ha popularizado la
idea de un fraseo melódico más cerca siempre de la armonía que del jalar
aparte, propio del sentido clásico de la melodía.
III
De 1969, cuando acabó sus estudios en Stanford, a finales de los ochenta,
cuando algunas cosas empezaron a cambiar en su vida, Tom Harrell grabó
y tocó los discos de otros, trasteando al tiempo la exhibición de su rostro
tormentoso. Del estudio a la tarima. De la tarima al camerino. Casi nunca
en las pruebas de sonido. Hizo de sideman de Stan Kenton y Woody
Herman. Entre giras ocupó un puesto en la línea de vientos de las bandas
Azteca y Malo. En 1973 lo contrataron de planta en la formación del
pianista Horace Silver, gato recorrido con quien grabó cinco discos, el
primer testimonio de soslayo de su trompeta sombra, de la historia furtiva
de quien aún tendría que trasegar muchas otras tormentas antes de eso
que tal vez quepa llamar la visibilidad. En 1977 dejó la banda de Silver y
se mudó a Nueva York. Allí tocó en la Big Band del contrabajista Sam
Jones, acompañó la Charlie Haden’s Liberation Music Orchestra, anduvo
en el quinteto de Phil Woods y grabó junto a Bill Evans en su último
álbum: We Will Meet Again. Mientras tanto, lo que se tocó en la historia
visible del instrumento fueron las páginas del jazz de la segunda mitad del
siglo XX. La estela frenética, pronunciada, rabiosamente espectacular y
genial de sujetos como Miles Davis, Freddy Hubbard, «Fats» Navarro,
Arturo Sandoval y Wynton Marsalis. Años sesenta, setenta, ochenta,
noventa. Ellos intoxicaron lo que les salió al paso, la escena jazzera
mundial de festivales y cada córner de los clubes privados.
Hacia principios de los noventa, Harrell cambió de medicina. Empezó a
tomar Zyprexa, antipsicótico diseñado en atención precisa a los efectos
secundarios musculares. No obstante, la entrada en ese reino estuvo
precedida por otros dos tránsitos significativos: la suerte de conocer a
Angela Tada, periodista japonesa hoy convertida en su esposa (en el video
de Charlie Rose es ella quien lo acompaña), y el limbo peligroso de seis
meses en los que, a raíz de una grave intoxicación con su antigua
medicina, se mantuvo alejado de los antipsicóticos, renuente al milagro
conflictivo de la química y paseando por las bodegas de Washington
Heights para comprar alimentos que luego recostaba con sigilo contra las
puertas de sus vecinos de edificio.
En palabras de la señora Harrell, sus caminos se cruzaron por razones
«estrictamente laborales». En el invierno de 1985, ella hacía investigación
de campo para un programa de televisión en Japón en el que se trataban
las relaciones entre mente y creatividad. Nunca antes míster Harrell había
concedido una entrevista tan larga. Su esposa la recuerda con frialdad.
Dice que sus preguntas meticulosas, sus contrapreguntas punzantes, su
deseo genuino por desentrañar las mecánicas de un caso que ya en el
papel la inquietaba, condujeron a Harrell a la incomodidad y el desespero.
El músico le pidió que le entregara la grabadora. Iba a comérsela.
Balbuceó y se retorció y entonces, cuenta ella, en el aire de aquel cuarto
donde por primera vez se encontraron, se levantó entre ambos una
confesión que no la aturdió de manera repentina, en parte porque en ese
punto del tiempo ella no lo había escuchado tocar en vivo y, en
consecuencia, apenas podía calcular la estruendosa ironía cifrada en ésta,
una confesión que, en cualquier caso, y de eso dice estar segura, fue
colándosele luego con la irreversibilidad con que los rayos de luz se cuelan
por entre las rendijas de las persianas: «Yo no nací para este negocio de
la música», le dijo Harrell.
IV
En un perfil popular sobre Tom Harrell aparecido en Esquire en 1999,
Jonathan Eig sostiene una tesis tan efectiva como repelente: «Sólo en el
mundo del jazz, donde los comportamientos anormales han sido tradición,
Harrell encaja a la perfección». Falso. Si de algo va la historia de Harrell
ese algo no es, precisamente, de la adecuación perfecta al mundo del
jazz. No ha sido el género ni mundo ajustado ni salvación. Acaso el
lenguaje musical llano como práctica tensa en la que se intrincan y se
viven al tiempo todos sus sufrimientos y aprensiones patológicas. Lo que
no quiere decir, claro, que cada género de la industria musical
contemporánea no responda a mecánicas específicas que dependen de
miles de negociaciones, entre ellas, ni más ni menos, la construcción
cómoda de la historia del jazz como mitología de célebres anormales.
Para Xavier Davis, más efectivo para entender a Harrell que la
construcción de un género como refugio de anormales, resulta la etiqueta
del misticismo. «Muchas veces la historia del jazz ha sido la historia de un
paradero accidental de místicos blandos… Creo que la relación de Tom con
su música tiene algo de eso. El problema es que para que te tachen de
místico necesitas predicar, predicar un poco de algo, y Tom, bueno, Tom
básicamente no habla. No habla mucho, ya sabes». Davis lidera hoy su
propia formación con fuertes aires de R&B. Menos jazz, menos viajes al
extranjero, más viajes al interior profundo de este país que él pronuncia
levantando las cejas. Nació en Michigan en 1971. Desde el 2008 enseña
en The Juilliard School of Music. Lleva las uñas inmaculadas. Se ha ganado
un sinnúmero de becas y de premios que parecen incomodarlo. No me
responde cuando le pregunto por el mejor de los conciertos junto a
Harrell. Hace silencio, como si cayera en una caverna de tristeza. «Lo que
pasó con Tom es que empecé a aburrirme de su música». Hoy dice
arrepentirse de no haberse ido antes de la banda. De no haberse ido por
su propia iniciativa. Hoy dice estar seguro de que Harrell supo de su
aburrimiento desde el primer momento. «Pero así es él, nunca dice nada,
y nosotros los humanos a veces necesitamos que se nos diga algo,
¿right?».
V
A finales de los ochenta, Tom Harrell publicó con el pequeño pero
prestigioso sello Contemporary el primero de una seguidilla de discos que
ya no habrían de detenerse: Stories (1988), Forms (1989), Visions
(1990). En 1993 y 1994 cambió de sello y sacó Passages y Upswing,
discos que pasaron prácticamente inadvertidos, excepto para la gente de
RCA, quienes comenzaron a escuchar no sólo la voz distinguible que ya
muchos antes habían escuchado, sino también los rumores de una
sorpresiva consistencia por parte del trompetista en sus giras
internacionales. Entre 1996 y 1999, RCA se hizo con los derechos y grabó
y produjo Time’s Mirror (nominado al Grammy), Laberynth y The Art of
Rythm, este último el mejor disco de Harrell para muchos. Luego la
competencia apretó. Harrell, contrario a todos los pronósticos, seguía
generando esperanzas de venta. BMG lo firmó en uno de los contratos de
jazz más altos de principios de década, y produjo, efectivamente, los que
hasta ahora han sido sus álbumes más vendidos: Paradise, Live at the
Village Vanguard y Wise Children. Desde el 2007, y luego de tensiones
que incluyeron la salida de su piano man, Xavier Davis, el privilegio de
producirlo es un contrato guardado en las oficinas de HighNote Records.
En ese vértice crucial de finales de los ochenta y principios de los noventa,
acercándose a los cincuenta años, el frágil Harrell tomó la decisión
equilibrista de liderar una banda, de poner al fuego del mercado sus
composiciones, de permitirse el riesgo de largas y extenuantes giras por el
ancho y ruidoso circuito del jazz mundial. Socia clave del proyecto fue la
señora Harrell, alivianadora de caminos: ella escribe ahora las notas de
respuesta a los saludos en el MySpace de su esposo; hace llegar papeles a
los demás músicos; revisa y firma los términos de los contratos; ejecuta
las pruebas de sonido, cada una de ellas en cada lugar del mundo, horas
previas a los conciertos en las que el músico se recluye, a oscuras, en
silencio, bajo la precaria protección mental que puedan brindarle las
cuatro paredes de hoteles en Vicenza, de hoteles en Berlín, de hoteles al
oeste de Praga. Fue ella también, recuerda Davis, quien un día lo llamó
para comunicarle la noticia de que ya no formaba parte de un quinteto
que empezaba a duplicar sus honorarios en los festivales internacionales
europeos. Su remplazo llevaba un mes de ensayos: Danny Grissett.
En 1996 y 1997, el círculo de críticos y suscriptores de la revista Down
Beat le otorgó el reconocimiento como mejor trompetista del año. El
Village Vanguard lo programó por primera vez como líder de banda el 3 de
marzo de 1998. Harrell acababa de cumplir cincuenta y dos años.
VI
Salgo a la superficie de Manhattan en la estación Christopher Sheridan,
paso por la esquina de Fat Cat y subo por la Séptima Avenida hasta
encontrar la mítica carpa roja allí atravesada en el andén. La fila de
entrada no pasa todavía de las trece personas. Dos familias de europeos
abrigados. Una pareja interracial sofisticada. Tres muchachas blancas que
parecen venir juntas y que no se dirigen la palabra.
Hacia el final de su libro testimonial, Alive at the Village Vanguard (Hal
Leonard, 2006), Lorraine Gordon, viuda del célebre Max Gordon y
heredera hoy del más importante club de jazz del mundo, confiesa que el
glorioso sótano rojizo sembrado de breves mesas apretadas no es más
que un espacio alquilado. Cinco veces ya que la familia Gordon ha firmado
contratos de arriendo para extender la estela de este templo que diera a
conocer, entre otros miles de sonidos, los ataques al piano de dos
monstruos separados por décadas: Thelonius Monk (1948) y Brad
Meldhau (1992). Nadie sabe a ciencia cierta si Duke Ellington tocó o no
alguna vez en el Vanguard. Se sabe, en cambio, que Count Basie lo hizo al
menos una vez. Hasta finales de los cincuenta la tarima del Vanguard se
la repartían entre jazzeros, comediantes y poetas. A los comediantes se
los llevó el set de televisión. A los poetas, quién sabe. El Vanguard sirvió
comida hasta el día en que su primer y único chef murió. Los músicos, a
falta de camerino, siempre habían departido cerca de la comida. A la
cocina del Vanguard llegaban las libras de carne molida cruda que Charles
Mingus devoraba antes de sus presentaciones. En la cocina del Vanguard,
la baronesa Nica de Koenigswarter, célebre protectora de Monk y Parker,
alguna vez se desmayó. La comida desapareció y los músicos siguieron en
la cocina, junto a las neveras que enfrían la cerveza, al vaivén de las
máquinas lavaplatos y el timbre del teléfono de la mesa de trabajo de la
señora Gordon.
La gente que hace fila se pone alerta. Han abierto las puertas. Desciendo
las estrechas escaleras de entrada sonriendo. En la mano, los 35 dólares
que cuesta la entrada. Un solo trago incluido.
Me sientan en el costado izquierdo, cerca de la tarima. En el Vanguard,
acomodar al público es empaquetarlo con cortesía. Aforo oficial: 130
personas. Los pasillos entre mesas discriminan a los gordos. Las mesas se
comparten. Apenas uno se sienta le piden que ordene su trago. Deben
atender todas las mesas en el mismo lapso que dura el proceso de
acomodación. Te advierten: empezado el concierto no se mueve una copa
más. Nadie tampoco se para al baño durante el set. Es profanación. Toda
meada debe anticiparse. Un tal Alan recibe la plata en la puerta. El tal
Alan hace de sonidista. El mismo Alan vigila. ¿Qué vigila Alan? Mesa a
mesa, Alan escudriña en busca del único sujeto que el Vanguard no acepta
entre su público orgullosamente distinto: ese al que le da por tamborilear
la música ajena. «Taping the music?». «I don’t think so, my friend».
VII
Hoy Viernes Santo 10 de abril, año crisis en curso, cuando Tom Harrell
sale de la cocina de artistas y arrastra los pies por el corredor principal
que conduce al palquito del costado derecho, abrebocas de la tarima,
cabeza caída, giboso, párpados prominentes de tímido que se aísla, brazos
pegados a los costados de los muslos y labios apretados, un silencio
indeciso se cuelga del espacio, un silencio roto de inmediato en cuchicheos
que, reconozco entonces, con algo de vergüenza propia, son una sola
impresión compartida: estamos ahí, en el templo del jazz, para ver el
prodigio de la ejecución musical en vivo de un esquizofrénico. Quizá no
hay más. Estamos ahí porque la alevosía de sus síntomas atrae. Los
rasgos de sus tormentos interiores bajo las luces de la tarima son lo que
la sonrisa de un cantante salsero, lo que la mano arriba de la estrella pop:
fachada expuesta, la muesca de realidad más visible. Harrell no sólo
padece de esquizofrenia lidiada a fuerza de música y equilibrio químico.
Harrell pisa la tarima del Vanguard trajeado con ella. Harrell es su
enfermedad. Escucharlo es asistir a la exhibición de un cadáver
inverosímil. Ruina que celebra la ruina. Si Harrell «toca para dejar de
escuchar voces», cita de los boletines de prensa de sus conciertos, ¿para
qué venimos nosotros a escuchar? ¿Dónde trazar la línea entre lo que es
obra y lo que es recepción? Más de una mente excitada por los aplausos
que se cosen, puedo apostarlo, se hace otro tipo de preguntas similares
entre curiosas y perversas: ¿y qué te dicen esas voces, míster Harrell?
El músico se acerca a la luz de su estand de partituras. El rostro tenso y
cuarteado de un hombre de sesenta años que aparenta ochenta se revela
entre las canas caídas sobre los pómulos. Se mueve despacio. Su piel es
del color de un disecado. Sus breves y pálidos labios desaparecen detrás
de una barba que pronto será blanca por completo. Viste de negro en
punta, y la alevosía del contraste entre la ropa y sus dedos filudos y su
cara demacrada aceleran el pulso del público.
No dice una palabra. Dejó de intentarlo hace años. Hacerlo era gatillo para
la paranoia. Al final presentará a la banda entre balbuceos y gestos, y ya.
Bate el compás de inicio sin acabar de articular el Un-dos, Un-dos usual.
Los uhnhj-uhnhj-uhnhj en remplazo suenan espeluznantes, fatigados,
arrastrados, como sólo cabe imaginar el batir de compás de alguien que
sufre de amusia.
Pero entonces Harrell sopla.
Sopla, claro, en medio de una amalgama de ejecutantes virtuosos cuyas
propias historias musicales tal vez ameritarían sendos perfiles cada uno.
Harrell sopla y, en efecto, un cierto milagro tiene lugar: la exposición del
esquizofrénico desaparece. Físicamente, Harrell se transforma. Yergue la
cabeza por completo. Pospone la giba. Los rasgos de tensión de su rostro
se atenúan. En las cuencas que aprieta apenas quedan rastros de una
perturbación que quizá se retraiga más allá de las cavidades oculares.
Sopla y junto a sus músicos descarga la nitidez de otro territorio.
Terminada una primera melodía al unísono con el saxo tenor, Harrell sigue
al comando del viaje. Digitación, embocadura, un diafragma que, como el
fogón que ya no existe en el Vanguard, nos alimenta a cada uno de los allí
involucrados.
Toca, calla, despega la trompeta de los labios, y en el descenso mecánico
de ésta al costado de su pierna derecha, el resorte que lo lanza de regreso
a su rigidez clínica abofetea con fuerza. No es que volvamos a recordar
algo que hemos olvidado en el maldito intervalo de diez minutos. Es que,
ante el contraste entre toda la movilidad implicada en el acto de la
ejecución, y el regreso súbito a la desolación de la cabeza gacha, un tajo
de saliva gruesa se le atranca a uno en la garganta: soplar para Harrell no
puede ser, efectivamente, otra cosa que alivio. El lapso inverosímil de una
ruina humana que rebrota en shocks.
VIII
Al final del concierto, me acerco a hablar con la señora Harrell. Tomamos
asiento en una mesa esquinera cerca de la barra. Se le enreda de hombro
a hombro un chal tejido de color morado. El salón empieza a desocuparse.
Durante los primeros diez minutos de la conversación le hago preguntas
concretas, casi a quemarropa.
«Creo que podemos hablar una media hora más», me advierte. «A los
chicos les gusta quedarse allí en el camerino... bueno, en esa cocina; les
gusta charlar un buen rato y beber y yo aprovecho porque, acá en el
Vanguard, Tom se siente cómodo después de los conciertos».
Hablamos de los efectos secundarios de las medicinas. Del mismo
Vanguard. De algunos de los músicos que han formado parte de la banda.
En cierto punto le pregunto por Musicophilia (2008), el notorio libro de
Oliver Sacks sobre las relaciones entre la propensión humana a la música
y la fisiología cerebral. Me intriga la breve mención que allí se hace de
Harrell en una clave tan decididamente triunfal. Mi observación la obliga a
reacomodarse en la silla.
«Yo he aprendido a convivir con el uso de la historia de Tom como
superación... Pero también con visiones opuestas».
Le pido un ejemplo de su cotidianidad al lado de Harrell. Se lo piensa
demasiado.
«A Tom le encanta lavar los platos de la cena», dice por fin, y salta y me
cuenta de la tensión que sostiene con la compañía farmacéutica
productora del antipsicótico que Harrell toma hoy: «Cada vez que esos
doctores usan en sus conferencias de promoción el nombre de Tom,
nosotros deberíamos recibir algún dinero».
Uno de los sujetos del bar se acerca a nuestra mesa y le pide un segundo
a solas. Ella se levanta, se alejan de la mesa un par de metros, cruzan dos
frases y se separan de nuevo. Regresa seria, como si de súbito las
obligaciones operativas la abrumaran. A punto de despedirnos, me ofrece
acompañarla a la cocina para saludar al grupo. La sigo, mientras anoto en
la cabeza: «Pucha, la cocina del puto Vanguard». Un chorro de aire frío
sale de detrás de la puerta que la señora Harrell abre.
Máquinas lavaplatos, mesones, es-tanterías, tres sillones y el escritorio de
gerencia. Sobre los mesones descansan un par de almohadas, una cubeta
de hielo y una bandeja de frutas. Además de los músicos hay cuatro
personas más, casi todos conversando a la par del volumen alto de un
tema de Ornette Coleman que suena de fondo.
Harrell descansa sentado en uno de los sillones apostado en una esquina,
cabeza pegada al mentón, retraído y ausente de la celebración. La señora
Harrell me presenta en aire general y desaparece por otra puerta lateral
que nunca sabré a dónde conduce. Encima de su trajinado estuche de
trompeta, a un flanco del sillón, descubro el fiscorno desenfundado que
Harrell también sopló por pasajes de sus solos. En momentos de éstos, sin
que fuera claro algún tipo de lógica, Harrell detenía la andanada, reposaba
la trompeta contra su base metálica, recogía el otro cobre lioso y
reanudaba el viaje como si nada. Jonathan Blake, el baterista, se da
cuenta de que observo aquel instrumento con intriga y me pregunta si sé
las razones por las que Tom a veces lo ataca. Confieso que no. «A matter
of air pressure, chico». Mi rostro confundido lo anima a una explicación.
Resulta que Harrell empieza a perder vigor en su columna de aire, y que
la columna de aire que se requiere para la afinación precisa de la
trompeta es mayor que la columna necesaria en el fiscorno. «Así que eso
es», pienso: se puede llegar a ser, ya de viejo, uno de los trompetistas
vivos más importantes de la escena jazzera contemporánea; pero no se
puede, ya de viejo, llegar a ese lugar con la misma columna de aire.
***
Vuelvo a la calle hacia la una de la mañana. Me encajo en la crisma la
capucha negra de mi saco de primavera. ¿Qué son, qué fueron —no paro
de preguntarme— las horas desvencijadas y poderosas que duró aquella
descarga Harrell de desequilibrado regido por la química? Vuelvo a verle
las manos rígidas pegadas a los costados de los muslos entre tema y
tema, entre ataque y ataque, y la comprobación terrible de su resurgir en
shocks me exaspera. Quizás el efecto de la ruina Harrell apenas empieza
su tarea de demolición interior. Después de todo, comienzo a intuirlo, hay
melodías
que
tardan
en
estallarle
a
uno
por
dentro.
Juan Álvarez (Neiva, 1978). Premio Nacional de Cuento Ciudad de Bogotá 2005 por su libro Falsas alarmas (IDCT, 2006). Premio de
Ensayo Revista Iberoamericana 2010 (Instituto Ibero-Americano de Berlín). Su primera novela, C. M. no récord, será publicada en mayo con
el sello Alfaguara. Twitter: @_JuanAlvarez_
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