El misterio de la imagen. La última novela de Umberto Eco como excusa para una reflexión en cinco fases en torno a la representación visual en la sociedad contemporánea. Recensión de La misteriosa llama de la reina Loana. “Me dije: Yambo, tienes una memoria de papel. No de neuronas, de páginas.” (pág. 103) “Me edifico recuerdos” (pág. 307) Introducción “-Diostanqueta –murmuró Gragnola-, el casco se le ha caído cuando los hemos cogido en la callejuela, ¡Como lleguen allá con los perros, tendrán una pista!” (pág. 402) Este es un ensayo sobre objetos. Sobre un objeto concreto: un libro; la última novela de Umberto Eco, La misteriosa llama de la reina Loana1[3]. La misión del científico social es rastrear objetos, olfatear pistas que aclaren las relaciones entre ellos; y utilizar los objetos y sus pistas relacionales para construir nuevas realidades. Los libros son compendios de palabras, ideas e imágenes. Son narración en estado puro, lo que queda del imaginario colectivo de las culturas cuando desaparecen, si es que llegan a desaparecer de verdad alguna vez. Las pinturas rupestres, las cosas arqueológicas, los totems, los iconos, las obras de arte –culto o popular-, los artículos científicos y los reportajes de prensa son libros: palabras, ideas e imágenes. En este ensayo pretendo demostrar que un libro se materializa, al menos, en cinco cosas: un museo, un espectáculo, una fotografía, una estrella del marketing y un libro. Sí, también es un libro. Usar la obra de Eco me lo pone fácil. Todos sus libros son imágenes. Palabras hechas imagen. En esta última novela utiliza más que en las anteriores –o en sus obras académicas- la imagen que se hace palabra. Hay fotos y dibujos. También hay música y olores. Son cosas antropológicas y visuales; contemporáneas y de moda; objetos de consumo. Fase Uno: un libro es un museo “Salgari debió de haber confundido bastante mis primeros tientos de antropología cultural” (pág. 169) “Estaba experimentando una satisfacción antigua. El movimiento tranquilo del esfínter, entre toda esa vegetación, me despertaba confusas experiencias previas. O es un instinto de la especie. Yo tengo tan poco de lo que es individual, y tanto de lo que es específico (tengo una memoria de humanidad, no de persona) que quizá estaba disfrutando sencillamente de un placer ya experimentado por el hombre de Neandertal.” (pág. 100) El museo de Eco es virtual y real. Es antropología postmoderna pura, construcción digital de la memoria cultural humana. Yambo –el protagonista- quiere recordar, aunque intuye que el recuerdo no existe, que no hay nada más allá de las palabras o de las imágenes a las que las palabras dan sentido. A la búsqueda de su ethos y anthropos esfinteral, instintivo y placentero va encontrando su particular instantaneidad, su Otro y su materialización de lo figurado. Sus husmeos y encuentros construyen un mundo de guerra y post-guerra; también de amor y erotismo. Edifican un museo etnográfico de objetos y sucesos no vividos, no recordados, sino imaginario y que adquiere un sentido y una intención, no ajenos a los de la museografía actual. El visitante del museo, del antiguo contenedor de reliquias del pasado, se convierte ahora en protagonista antropológico. Lo mejor de los museos contemporáneos (¿me atrevo a decir postmodernos?) es que nos hablan de nosotros mismos, no de un pasado remoto y ajeno a nuestra realidad cotidiana. Como en la novela de Eco, en sus salas –en sus páginas- hay un trozo de nuestra piel –dentro de la cual no hay nada; todo está fuera, en lo social-, hay un recuerdo –a veces onírico; también irónico- de lo que somos como especie, como cultura y también de nuestra biopolítica en un sentido foucaltiano. Los museos –y la reina Loana- nos invitan a reflexionar sobre el ser, el devenir y el estar. Y también sobre el poder implícito en el ser, el devenir y el estar; sobre las interacciones microsubjetivas que construyen relaciones de autoridad y dominación de unas personas sobre otras; también (y estas son macro, por decirlo así) de unas culturas sobre otras. La guerra está siempre presente en la novela de Eco; la americanización de Europa (Italia, más concretamente) también. El fascismo, que en los años cuarenta se manifestaba cruelmente y públicamente en todo nuestro entorno está hoy igual de extendido, aunque parece verse menos. Se hace patente de una forma más global, lo que quizá difumina su presencia. La dominación es más sutil, pero es. La legitimidad de la dominación se basa solamente en la interpretación que los poderosos hacen de la realidad; como la que los científicos hacían en los museos antiguos, en los libros viejos, en las imágenes caducas. Lo que los poderosos no saben –y, lamentablemente, me temo que tampoco sabemos los demás- es que la realidad no se interpreta: se construye. Y el aparato constructor más potente es el museo postmoderno más grande del mundo: la televisión, a través de la que sabemos por ejemplo, que Bolivia –al borde de la guerra civil en la actualidad- es uno de los países más pobres de América Latina siendo poseedor de algunas de las mejores reservas naturales y energéticas del continente, cuyo usufructo está en manos de las transnacionales del mundo central (antes países desarrollados), incluyendo Repsol-YPF, que en algún momento era una compañía española. “Ese álbum debe de haber sido para mí, antes que un objeto venal, un receptáculo de imágenes oníricas. Un ardiente fervor me ha asaltado ante cada figura. Ni comparación con los viejos atlas.” (pág. 279) La televisión es el álbum, el atlas de los que buscamos a nuestra reina Loana en las imágenes, en las noticias que las imágenes nos brindan de nuestro mundo. La intención del último museo de Eco es construir recuerdos. Su público objetivo: todos. Es un museo etnográfico de la Europa de los años cuarenta y de nosotros, sus herederos. Pero también de los indios bolivianos y de los asesinados iraquíes. Siendo un museo de la guerra ellos también son sus protagonistas, sus constructores. Todos somos herederos –y protagonistas- de la guerra. Y del amor. Y del erotismo. Fase Dos: un libro es un espectáculo “Quizá aprendí mi francés en esos libros, y también en este caso iba a tiro hecho a las imágenes más memorables, el capitán Nemo que desde el gran ojo de buey del Nautilus ve el pulpo gigantesco, el bajel aéreo de Robar el Conquistador, erizado de páginas tecnológicas, el globo que cae en la Isla Misteriosa …, el enorme proyectil que apunta hacia la luna, las grutas del centro de la tierra, Heraban el obstinado y Miguel Strogoff…” (pág. 130) Un libro es un espectáculo; el Gran Espectáculo de la memoria. Es una especie de Gran Hermano en tono culto. El gran espectáculo de la tecnología, un poco al modo de las novelas de Verne. La significación del espectáculo es lo que da un poco de sentido a la vida, al libro que es la vida. Como seres vivos los humanos somos tecnología espectacular construyendo constantemente significados en torno a ese caos que llamamos realidad. Y esa tecnología no es otra que la comunicación, constantemente mediada. La tecnología siempre ha construido nuestras vidas. El lenguaje es en sí tecnología, por lo que no hay ninguna diferencia ontológica entre la comunicación caraa-cara o la más mediada que pueda imaginarse (incluyendo la telefonía móvil e internet). Un libro también es –como espectáculo comunicativo- tecnología; es un media. El libro nos manipula, cambia nuestra percepción de lo que está pasando, de lo que pasó. Construye memoria, “Lees de pequeño una historia cualquiera, luego haces que crezca en la memoria, la transformas, la sublimas, y puedes elevar a mito una historia que carece de todo aliciente.” (pág. 277) Y pone a nuestra disposición cosas que creíamos ausentes en nuestra sublimación de la fe en que existen cosas que no están presentes en el espectáculo dialógico y carnavalesco bakhtiniano. Los personajes –los protagonistas de la trama- de la novela de Eco son todos presentes y reales, desde Yambo hasta la reina Loana. Lo son tanto como el protagonista de películas como The Truman Show o Blade Runner, como tú y como yo, querida lectora. No hay metáfora posible. O, mejor, todo es metáfora en el espectáculo de la lectura. Y en el de la visión. La interacción entre el ojo –que ve las letras- y las neuronas no es más que física y química, sin ningún significado en sí. El significado se construye en la intersubjetivación entre la imagen que es la palabra, la palabra que es la imagen, el que escribe y el que lee, que somos ambos imagen y palabra. La hiper-realidad de los media se hace patente en la obra de Eco. No hay simulacro, pero tampoco hay trascendencia. Es espectáculo puro, metáfora pura, realidad en estado puro. Fase tres: un libro es una fotografía “Vosotros me decís que estos dos eran mi madre y mi padre, y ahora lo sé, pero es un recuerdo que me habéis dado vosotros. De ahora en adelante recordaré esta foto, no a ellos.” (pág. 32) Una fotografía no es una representación de la realidad. Es realidad. Pero además, una fotografía no significa nada por sí misma. Necesita ser contada para hacerse comprensible, es decir, para que los que la miran lleguen a acuerdos en cuanto a su significado. Esto no es nada nuevo; ocurre con todo lo que es imagen desde que el humano no sólo es capaz de ver, sino también de mirar. “La misteriosa llama de la reina Loana” está llena de imágenes, de fotografías. De hecho, ya en la portada se indica “Novela ilustrada”. Para Yambo van adquiriendo significados, van reconstruyendo su deteriorada memoria sobre sí mismo; la memoria de una época, desde lo tebeos clásicos de los años cuarenta a las fotos del holocausto nazi; desde los primeros dibujos con un toque inocentemente erótico, hasta las imágenes más explícitas (aunque también inocentes) de las revistas de mujeres. Pero, “Se trataba de una foto, y las fotos están siempre fechadas, no tienen la ligereza platónica de un dibujo, que deja adivinar.” (pág. 274) A pesar de todos los indicios, las fotografías no son memoria dura; son objetos sujetos a interpretación hermenéutica. Como los libros, están fechadas, parecen pertenecer a una época, a un momento dado, a un tiempo. Los dibujos son más etéreos, más sujetos al arte de la adivinación que al de la interpretación. Un libro contiene sonidos, ruidos, que evocan cosas que han sucedido o no han sucedido; eso no importa en el momento de la recuperación del recuerdo. El dibujo –y la pintura, claro; recuérdese a Van Gogh, el expresionismo alemán o la pintura maya- es más ruidoso que la fotografía o el libro, pero estos también lo son. Emiten ruidos y sonidos datados en algún momento que parece inmóvil en el devenir cotidiano y que dan alguna pista sobre la realidad, sobre la cordura cultural; o sea, sobre lo que tuvo –y, seguramente, aún tiene- algún sentido interactivo. “De nuevo, más que las imágenes eran los ruidos, o mejor aún, su transcripción alfabética, los que tenían el poder de evocarme la presencia de una pista que aún se me escapaba” (pág. 261) Yambo intenta recuperar esa cordura perdida cuando perdió la memoria de lo que fue. Busca fotografías, imágenes, dibujos, músicas y palabras que le reingresen en un mundo al que ya no pertenece porque ha perdido, precisamente, sus referencias simbólicas, las que compartía con los demás en el imaginario psicosocial, que no lacaniano. Como Orson Welles en “Ciudadano Kane”, busca más que una palabra, un sonido, “Había vivido todos los años de mi infancia –y quizá también después- cultivando no una imagen sino un sonido.” (pág. 278) El protagonista de la novela no busca la imagen de la misteriosa llama; tampoco a la reina Loana. Busca un sonido. Por eso, “No estaba ante imágenes, sino ante palabras, y no sentía llamas misteriosas sólo porque la reina Loana me había desilusionado.” (pág. 308). Fase cuatro: un libro es una estrella del marketing El caso de Umberto Eco es llamativo. No sólo es uno de los más reconocidos analistas contemporáneos de los medios de comunicación, sino que su obra novelística es una de las estrellas del media-libro. Todas sus obras de ficción -también las académicas- son best-sellers. Y ha creado escuela. La actual saga de los códigodavinci y similares no son más que reescrituras malas de “El nombre de la Rosa” y “El péndulo de Foucault”. Incluso las primeras –y exitosas- novelas del español Arturo Pérez Reverte tienen mucho que agradecer a las dos de Eco. “La misteriosa llama de la reina Loana” se extenderá –si no la hecho yaglobalmente. Alcanzará los primeros puestos en las listas de los más vendidos en muchos países, en muchos lugares que no tienen que ver con las imágenes y los recuerdos de la Italia y la Europa de postguerra. Como el pantalón vaquero, pronto se convertirá en un símbolo descastado de cosas para las que no fue creada. Se globalizará e hibridizará. Cada cual –en cada sitio- hará la interpretación, la apropiación, que le parezca bien. Como siempre, la obra dejará de pertenecer a su autor y se reculturizará, se customizará. En este sentido, nada es ajeno en la actualidad al marketing global homogeneizador y distinguidor al tiempo, al marketing ya no étnico, sino mediado y digital. Pero lo que está ocurriendo con los libros es muy curioso. El mismo Eco, en una entrevista concedida al “Nouvel Observateur” en el año 1995 señalaba que, a pesar de la digitalización de los medios y la sobre-abundancia de la televisión, las librerías estaban ¡cada vez más llenas de gente! Del mismo modo, frente a la anunciada desaparición del libro en papel en beneficio del digital, no sólo esto no es así, sino que el producto más vendido a través de internet es el libro. La digitalización de los medios –también de las imágenes y de las palabras; también de los seres humanos- permite la marketinización inmediata de la cultura, que se convierte en objeto de consumo y diálogo. El prestigio del consumo –perdido durante la época industrial- se recupera en la era de la información, ahora que sabemos que no se trata de recuperar datos, sino de intercambiar saberes socialmente construidos. Consumir no es comprar –una parte sí- sino customizar, usar el amplio abanico de posibilidades que la multi-etnia global nos ofrece. Y fase cinco: un libro es un libro “Vuelva a casa, señor Bodoni. Ubíquese, mire a su alrededor, olisquee, lea los periódicos, vea la televisión, vaya en pos de las imágenes. - Lo intentaré, pero no recuerdo imágenes, ni olores, ni sabores. Recuerdo sólo palabras.” (pág. 34) Y un libro son palabras. Escritas y vistas –a veces también miradas; su belleza obliga-. Palabras que se tocan, que no se lleva el viento. Quedan ahí, dando fe de que en algún momento alguien las hizo y alguien más las deshizo. Dibujan y desdibujan la filosofía del margen blanco derridiano, la del saber y el poder foucaltianos, la hermenéutica antropológica de Geertz y Tyler, la semiología que abarca todo –lo social, lo cultural, lo imaginario- del francés Barthes y el ruso Bakhtin. Sin palabras no hay filosofía, no hay antropología, no hay semiología… Tampoco hay imagen. Piero della Francesca y Andy Warhol necesitan ser contados, narrados, explicados y compartidos para existir. Imagen y palabra son lo mismo, la misma cosa, el mismo libro. “… pero si te estás identificando demasiado con lo que lees, eso es tomar prestada la memoria de otros. ¿Tienes clara la distancia entre esas historias y tú? (pág. 183) ¿Es que… hay… distancia? Josep Seguí Junio 2005