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La Poesía de Antonio Machado
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CAPÍTULO V
EL VERSO Y LA TEMPORALIDAD
EL ELEMENTO POÉTICO
Primeramente, dice Machado, debe el poeta recordar que el
elemento poético no es la palabra «por su valor fónico, ni el
color, ni la línea, ni un complejo de sensaciones1, sino una. honda
palpitación del espíritu; lo que pone el alma, si es que algo
pone, o lo que dice, si es que algo dice, con voz propia, en respuesta animada al contacto con el mundo» (25). Si esto es así,
errados tienen que andar cuantos pretenden hacer una poesía
del intelecto. «El intelecto —advierte Machado— no ha cantado nunca, no es su misión.» Y aunque es verdad que «sirve a la
poesía, señalándole el imperativo de su esencialidad», lo importante —continúa diciendo— es no olvidar que «las ideas del poeta
no son categorías formales, cápsulas lógicas, sino directas
intuiciones del ser»2. Recuérdese a este propósito un aparte del
diálogo entre Juan de Mairena y Jorge Meneses:
Machado no se cansó nunca de insistir sobre la naturaleza
de la lírica como expresión de lo temporal psíquico, lo subjetivo individual, y formuló claramente, para evitar confusiones,
sus relaciones con sentimientos, sensaciones e ideas. En una de
sus cartas a Guiomar3 escribía lo siguiente: «La lírica ha sido
siempre una expresión del sentimiento, el cual contiene a la sensación —no a la inversa— y se relaciona con las ideas; se engendró siempre en la zona central de nuestra psique, y nunca
pretendió hablar ni a la sensibilidad ni, mucho menos, a la
pura inteligencia» 4. Para Machado, pues, no es la lírica expresión de sensaciones, no se dirige a la sensibilidad; tampoco
es expresión de ideas, dirigida a la inteligencia, sino pura expresión de sentimientos, que habla al corazón.
Ahora bien, observa Machado: «No decimos gran cosa, ni
siquiera lo suficiente cuando afirmamos que al poeta le basta
con sentir honda y fuertemente y con expresar claramente su
sentimientos Al hacer esta afirmación damos por resueltos, sin
siquiera enunciarlos, muchos problemas, cuando, precisamente,
1
También lo dijo en verso:
Ni mármol duro y eterno,
ni música, ni pintura,
sino palabra en el tiempo (345).
2
En la Poética que precede a la selección de sus poemas era la famosa
Antología de Gerardo Diego. Esa «Poética» aparece reproducida en Poesías
completas, 2." edición, editorial Losada (Buenos Aires, 1946).
3
Concha Espina, De Antonia Machado a su grande y secreto amor (Madrid, 1950), pág. 62.
4
4 Estas palabras son ampliación de lo escrito en otro lugar: «La poesía
lírica se engendra siempre en la zona central de nuestra psique, que es la
del sentimiento; no hay lírica que no sea sentimental» (405).
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uno de ellos es el de la posible individualidad del sentimiento.
En efecto, como explica más adelante, el «sentimiento no
es una creación del sujeto individual, una elaboración cordial
del yo con materiales del mundo exterior. Hay siempre en
él una colaboración del tú, es decir, de otros sujetos.
MAIRENA.—...
Pero, usted, ¿no cree en una posible lírica
intelectual?
MENESES .—Me
parece tan absurda
sentimental o un álgebra emotiva (406).
como
una
geometría
No se puede llegar a esta simple fórmula: mi corazón,
enfrente del paisaje, produce el sentimiento. Una vez producido,
por medio del lenguaje lo comunico a mi prójimo. Mi corazón,
enfrente del paisaje, apenas sería capaz de sentir el terror
cósmico, porque aun este sentimiento elemental necesita, para
producirse, la congoja de otros corazones enteleridos en
medio de la naturaleza no comprendida. Mi sentimiento ante el
mundo exterior, que aquí llamo paisaje, no surge sin una
atmósfera cordial. Mi sentimiento no es, en suma,
exclusivamente mío, sino más bien nuestro. Sin salir de mí
mismo, noto que en mi sentir vibran otros sentires y que mi
corazón canta siempre en coro, aunque su voz sea para mí la voz
mejor timbrada» 5.
Esta conciencia que Machado tenía de la comunidad del
sentir, de que en su corazón cantaban en coro los corazones
de todos sus prójimos, es lo que Pradal-Rodríguez, en el estudio
que ya citamos, llamó, con gran certeza, «comunión faustiana»,
la misma que experimentó Fausto cuando, después de haber
sido transportado a una desolada montaña y de enriquecer su
espíritu en la contemplación de la pura belleza, baja a la llanura,
se siente cegar por la angustia y descubre, finalmente, que «la
ley suprema era la actividad fecunda al servicio de la comunidad humana».
Como Fausto, dice Pradal-Rodríguez, Machado también «ha
perseguido y adorado la belleza en la soledad... También él ha
sido cegado por la angustia existencial (Sorge, dice él mismo),
y también ha terminado volviendo los ojos hacia ese esencial
humano, en donde, como Fausto, halla la eternización del momento» 6.
Sentir de todos y para todos es, pues, la poesía, y lo del
poeta, por consiguiente, un adentrarse por las honduras de su
alma para allí «vislumbrar las ideas cordiales, los universales
del sentimiento». Este objetivo, sin embargo, no es de fácil alcance, porque, entre otras cosas, exige del poeta una actitud de
rechazo por acreditadas creencias en lo literario, especialmente
por lo que Machado llama el «culto supersticioso de lo aristocrático», que ha hecho, por ejemplo, creer a muchas gentes que
un soneto tenga más valor que una copla en asonante, cuando
5
A. Machado, «Notas sobre la poesía». Cuadernos hispanoamericanas.
VII. uúm. 18 (Madrid, 1951), pág. 27.
6
6 G. Pradal-Rodríguez, «Antonio Machado: su vida y obra». Revista
His- pánica Moderna, año XV, núms. 1-4 (1949), pág. 75.
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tal creencia no sólo es absurda, sino que es, además, completamente falsa.
No; en ningún caso —dice Machado— debe el poeta preferir lo artificial o artificioso, el arte, a lo sencillo y natural, a la
naturaleza. Una metáfora, repetida hasta la saciedad, en prosa y
verso, le sirve para dar consejo a este respecto, como lo hace,
por ejemplo, en los dos poemillas siguientes:
Si vino la primavera,
volad a las flores ;
no chupéis cera. (CLXI, 304).
Abejas, cantores, no a la miel, sino a las flores.
(CLXT, 315).
El sentido de esos versos es bastante claro. En ellos nos
dice Machado que, así como las abejas, para fabricar cera o
miel, lo hacen siempre con el néctar que extraen de su contacto
directo con las flores, de igual modo el poeta, los cantores, deben
fabricar sus poemas utilizando para ello las impresiones frescas
y personales que obtengan de su contacto directo con la naturaleza, porque absurdo sería que las abejas pretendiesen hacer
miel con la miel, como el poeta hacer arte con el arte.
flores + abejas = miel
naturaleza + poeta = poesía
¿Qué resultados darían, en cambio? :
miel + abeja =
arte + poeta =
¿Supermiel? ¿Miel melada? ¿Arte artístico?
Resumiendo, podemos ahora decir que, para Machado, la
poesía es, por consiguiente, sentir hondo, fruto del contacto
directo con lo natural, y expresado todo ello, para que nuestra
voz alcance a todos, con claridad.
EL PROBLEMA DE LA CLARIDAD
Esto de la claridad, sin embargo, no es tan claro, en Machado, como parece. Hay quienes creen —los más ingenuos, naturalmente— que la claridad, para él, consistía en expresarse en
el lenguaje corriente, tal vez porque interpretan de manera errada el sentido profundo de aquella famosa clase de Mairena:
—Señor Pérez, salga usted a la pizarra y escriba: «Los eventos
consuetudinarios que acontecen en la rúa.» El alumno escribe lo que
se le dicta. —Vaya usted poniendo eso en lenguaje poético. El
alumno, después de meditar, escribe: «Lo que pasa en la calle.»
MAIRENA.—No está mal (443).
La anécdota es graciosa, pero, ¡mucho cuidado con su interpretación! «No está mal», dice Mairena, lo que implica que la
respuesta del alumno podría estar mejor, es decir, que podría
mejorarse poéticamente. Machado, pues, ni por un momento,
identifica el lenguaje poético con el lenguaje corriente. Lo que
verdaderamente está diciéndonos con esa escenilla es que, entre
rebuscamiento y sencillez de expresión, esto último es siempre
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lo preferible en poesía.
Machado —lo sabemos todo— fue un poeta sin grandes
complicaciones de orden lingüístico, que aspiró siempre a eliminar, por el natural fluir de su sintaxis, la posibilidad de un
dudoso, rebuscado hermetismo por medio de la palabra7. El
suyo es, por consiguiente, un lenguaje claro. Pero ¿y su pensamiento? Nos parece, con respecto a él, que se ha exagerado
su claridad hasta querer presentar la poesía de Machado como
una especie de campo soleado, sin sombras y sin nieblas, en
donde las cosas aparecen con sus perfiles delineados en esplendorosa nitidez. Y esa poesía no es así; porque, aunque nunca
oscura, es verdad, no es, en todo caso, una poesía con claridad
de evidencia, sino con claridad poética, que en sus momentos de
mayor densidad lírica se reviste de un aura de tenue vaguedad,
de luminosa imprecisión, en la que símbolos, imágenes y metáforas juegan, como veremos en seguida, un papel de primera
importancia.
Los SÍMBOLOS
No hay, que recordemos, en parte alguna de la prosa de
Machado, ni siquiera en las exégesis de su ideario poético, una
sola alusión al papel que los símbolos desempeñan en la poesía.
Lo natural sería, pues, concluir que no le interesaban. Pero he
aquí que la crítica más reciente, la de Carlos Bousoño en particular, señala que es Machado, precisamente, uno de los primeros en introducir el abundante empleo del símbolo en la lírica
española moderna 8. ¿Era, entonces, Machado un innovador
inconsciente de los nuevos aportes de su obra? ¿Trabajaba por
instinto y sin analizar? Nadie que conozca sus finas dotes de
autocrítico podría admitir semejante supuesto. Y, en efecto,
Machado sí habla de los símbolos, no en su prosa, como ya dijimos, sino en una estrofilla que por breve y por no tener ampliación expositiva, desecharon, tal vez, sus comentaristas, sin
ver que con ella se clarificaba toda una zona de su laborar. Es
uno de sus tantos consejos al poeta del futuro, y dice así:
Da doble luz a tu verso,
para leído de frente
y al sesgo. (CLXI, 316).
¿Qué quieren decir esos tres versos? ¿No son ellos exposición exacta de la función del símbolo? Porque, como ha explicado Bousoño, por el símbolo puede el poeta presentar ante
nosotros un objeto que, visto a una luz, de frente, se nos aparece como tal objeto; pero que, a otra luz, al sesgo, reconocemos como encubridor (símbolo) de otro plano real, el cual,
7
Sobre la oscuridad en poesía, véase: R. Menéndez Pidal, Castilla, ía tradición, el idioma, Colección Austral (Buenos Aires, 1947), págs. 222-225.
8
Carlos Bousofio, La poesía de Vicente Aleixandve (Madrid, 1950), página 38. (Las ideas de Bousoño sobre los símbolos aparecen tratadas con mayor
extensión en otro libro posterior, Teoría de la expresión poética (Madrid,
1952), págs. 10-150, cuya lectura es indispensable.)
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advierte (y esto es muy importante), es siempre de índole espiritual.
Bousoño suministra varios ejemplos de Machado, haciendo
notar «cómo el símbolo sirve en manos del gran poeta para
cargar de emotividad la simple descripción de un paisaje:
Las ascuas de un crepúsculo morado
detrás del negro cipresal humean...
En la glorieta en sombra está la fuente
con su alado y desnudo Amor de piedra
que sueña mudo. En la marmórea taza
reposa el agua muerta.
«El verso último —comenta Bousoño— parece un redoble
funeral; nos hiere con una extraña melancolía. Ello se debe,
sin duda, a que debajo de ese concepto —agua muerta— está
escondido, haciéndolo trascender, un plano real distinto, teñido
de humanas resonancias: la ilusión muerta, la alegría muerta:
el muerto existir» 9.
Por el símbolo, pues, se carga de trascendencia lo que de
otro modo sería puro realismo, y las cosas más elementales se
convierten en espíritu. Es lo que sucede con el paisaje castellano
que Machado espiritualiza hasta un punto tal, que, para Pedro
Salinas, en «Campos de Castilla» nos muestra el poeta cómo,
«por muy en la realidad geográfica que se esté, se puede seguir
«buscando el alma» 10.
Pero hablábamos de claridad cuando comenzamos a tratar
del símbolo, de ahí que queramos, ahora, preguntarnos: ¿será el
símbolo un elemento de claridad o contribuirá, por el contrario,
a dar oscuridad al pensamiento poético? Depende; porque el
símbolo, que podría, por un lado, ser oscuro, debido a la vaguedad de su doble luz, puede, en cambio, por el otro, ser muy
claro, siempre y cuando que el poeta, como observa Bousoño,
«mencione en la composición simbólica misma el plano real
subyacente». Machado lo emplea frecuentemente de ese modo
y, si alguna vez no identifica abiertamente ese plano real, suministra, en ese caso, datos suficientes que nos permitan hacerlo
con relativa facilidad.
A modo de ilustración para el primer caso, en que el plano
real aparece específicamente nombrado en el poema, podría citarse la siguiente composición:
¿Mi amor?... ¿Recuerdas, dime,
aquellos juncos tiernos,
lánguidos y amarillos
que hay en el cauce seco?...
¿ Recuerdas la amapola
que calcinó el verano,
la amapola marchita,
negro crespón del campo?...
¿Te acuerdas del sol yerto
y humilde, en la mañana,
que brilla y tiembla roto
sobre una fuente helada... (XXXIII, 68).
9
10
Carlos Bousoño, La poesía de Vicente Aleixandre, pág. 40.
Pedro Salinas. Literatura española siglo XX (México, 1949), pág. 149.
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No se necesita de gran esfuerzo mental para interpretar con
precisión estos delicados versos. Es bien claro que esos «juncos
tiernos, lánguidos y amarillos», que esa «amapola marchita» y
ese «sol yerto y humilde» que «tiembla roto sobre una fuente
helada» no son otra cosa que símbolos o figuraciones del amor
del poeta, un amor (¡qué certera la adjetivación machadiana!)
lánguido y marchito, yerto y roto, como esos juncos y esa
amapola y ese sol que flotan, o se calcinan, o tiemblan sobre
«el cauce seco», «el campo del verano» y «la fuente helada»,
símbolos éstos, a su vez, de la pobre vida o el derrotado corazón del amante. Si esta interpretación, que no juzgamos arbitraria, es posible, ello se debe a que en el poema se nombra,
de manera concreta («¿Mi amor?»), el plano real subyacente.
De lo contrario, los juncos, la amapola y el sol yerto podrían
ser considerados como símbolos de otra cosa: el cansancio de
la vida, el esfuerzo inútil, por ejemplo.
Más sutil y difícil nos resulta, por otro lado, la interpretación de un poema cuando el plano real no se identifica. Sírvanos
de ejemplo para este segundo caso el poema titulado «La
Noria», que, formando pareja con otro llamado «El Cadalso»,
coloca Machado bajo el calificativo general de «Los grandes inventos». Dice así:
La tarde caía
triste y polvorienta.
El agua cantaba
su copla plebeya
en los cangilones
de la noria lenta.
Soñaba la mula,
¡pobre mula vieja!
al compás de sombra
que en el agua suena.
La tarde caía
triste y polvorienta.
Yo no sé que noble,
divino poeta,
unió a la amargura
de la eterna rueda
la dulce armonía
del agua que sueña,
y vendó sus ojos,
¡pobre mula vieja!...
Mas sé que fue un noble,
divino poeta,
corazón maduro
de sombra y de ciencia. (XLVI, 84).
¿Qué es este poema? ¿Una escena campesina? ¿Un elogio
de la noria, gran invento? Visto el cuadro de frente, nadie podría negarlo, porque, en efecto, allí se nos pinta la escena de
una pobre muía girando monótonamente alrededor de una noria.
Pero y ¿nada más? Claro que no. Porque esa muía no es una
muía cualquiera, sino una muía muy sospechosa, ya que sueña,
una muía que sueña «al compás de sombra que en el agua
suena». ¿Entonces? Creemos que para dar con la clave del
poema hay que leerlo no sólo de frente, sino, también, al sesgo,
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como aconseja Machado, buscando, por detrás de esa muía,
que es un símbolo, un plano real trascendente. ¿Y símbolo, de
qué? Para nosotros, nada menos que símbolo del hombre; que
en símbolo del hombre convirtió a esa muía aquel poeta, «corazón maduro de sombra y de ciencia», que vendó sus ojos, juntando a la «amargura de la eterna rueda la dulce armonía del
agua que sueña».
Y es que el hombre también tiene su noria: la del pensamiento. El hombre piensa. Y al pensar, sus tentativas de aprehensión de la verdad, su búsqueda de la verdad, se realiza por
medio de esos descensos, esas inmersiones que con los cangilones de sus pensamientos hace en el pozo de la conciencia, en
el mundo insondable de lo desconocido. Esto no es invención
nuestra. Machado, que repite, como veremos, incansablemente
sus metáforas y símiles, lo dice así, bien claro, en otro lugar:
... ¿ Está seca
la noria del pensamiento,
los cangilones vacíos,
girando, de sombra llenos? (LX, 100).
Y lo mismo en el prólogo a sus Páginas escogidas, (Baeza,
1917), donde, al referirse a la intervención de lo lógico y racionalizador en poesía, dice que, de ese modo, pretendemos «encerrar y distribuir las vivas aguas en los rígidos cangilones de
las ideas ómnibus»(30).
Cangilones del pensamiento, pues, son aquellos que, de cada
inmersión o zambullida al fondo, vuelven vacíos, llenos de sombra. De ahí ese «compás de sombra que en el agua suena». La
luz, la verdad, es inalcanzable, inaprehensible. Al hombre, ciego
para esa verdad, se le pasa la vida, como a la muía vendada,
dándole vuelta a la noria, a su noria, a la noria del pensamiento.
Pero no todo es desconsuelo, porque junto «a la amargura de la
eterna rueda» le queda al hombre una alegría, un dulce gozo:
el de soñar, soñar que un día le será revelada la verdad.
Nos parece que, con el análisis de los dos poemas anteriores,
queda demostrado cuan eficaz es el uso de los símbolos en la
creación poética. Machado, además, los emplea —en esto como
en todo— porque encajan muy bien en su teoría temporalista
y anticonceptualista, ya que si algo se enriquece con ellos es la
pura emoción poética, y si algo sufre detrimento es lo conceptual puro, que, como vimos, es para él secundario.
La claridad en poesía es, por consiguiente, asunto delicado,
y de ninguna manera debe confundirse con la ramplonería desgarbada o la mesocrática vulgaridad. Es verdad que la lírica
debe preferir, siempre que pueda, las formas directas de expresión. Como dice Machado: «Silenciar los nombres directos
de las cosas, cuando las cosas tienen nombres directos, ¡qué
estupidez!»11; pero sucede, como él mismo advierte, que hay
también «hondas realidades del espíritu» que no encuentran
expresión en el lenguaje corriente, lo que explica por qué el
poeta tiene que valerse de otros procedimientos, de los recursos
del lenguaje poético.
11
Antonio Machado, «Notas sobre la poesía», CuarKrnos htepanoam-ericemos, VII, 19. pág. 20.
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IMÁGENES Y METÁFORAS
Entre esos recursos, además de los símbolos, hay dos, en
especial: imágenes y metáforas, que le han valido a Machado
numerosas consideraciones. Para él, «en la lírica, imágenes y
metáforas son... de buena ley cuando se emplean para suplir la
falta de nombres propios y de conceptos únicos que requiere la
expresión de lo intuitivo, nunca para revestir lo genérico y convencional»12. Si el poeta ha de sorprender en las cosas su nota
distintiva e individual, deberá entonces para ello formar sus
imágenes (adelante analizaremos las metáforas) por el acoplamiento de los nombres con adjetivos cualificadores, nunca con
adjetivos definidores, porque del primer modo se expresan intuiciones, y por el segundo, conceptos. Dicho en otras palabras:
hay dos clases de imágenes, «que se engendran en dos zonas
diferentes del espíritu del poeta: imágenes que expresan conceptos y no pueden tener sino una significación lógica, e imágenes que expresan intuiciones y su valor es preponderantemente emotivo»13. Machado advierte que las dos pueden, a
veces, «revestir el mismo indumento verbal; pero, a pesar de ello
—dice—, sólo un análisis grosero suele confundirlas».
Un ejemplo le sirve para clarificar esas ideas. Supongamos,
dice, que un poeta habla de «el prado verde y el cielo azul».
Pues bien —comenta Machado—, ese prado verde y ese cielo
azul pueden ser «imágenes estremecidas por una emotividad singular», es decir, representaciones de un determinado cielo azul
que una vez conmovieran el corazón del poeta. Esto, de un
lado, porque, del otro, podrían ser también simples imágenes
genéricas, es decir, dos definiciones del cielo y del prado, ya
que todos los prados son verdes, todos los cielos azules. Idénticas palabras pueden, pues, expresar intuiciones, como en el
primer caso, o conceptos, como en el segundo. «De ambas series
de imágenes —advierte Machado—, o de ambas intenciones en
su empleo, necesita la poesía»14. El poeta, claro está, debe preferir
las que expresan intuiciones, por ser las que hablan más directamente a nuestro sentir; mas, para destacar su individualidad, debe proyectar esas intuiciones sobre el fondo espectral de
las imágenes genéricas, que tienen también su valor estético, y
sin las cuales lo inmediato psíquico, la intuición, sería un algo,
ciertamente singular, que vagaría azorado por no encontrar «un
cuadro lógico en nuestro espíritu donde inscribirse»15.
Toda la poesía de Machado corrobora, en la práctica, esta
teoría de las imágenes. Su adjetivación es casi siempre cualificadora, singularizante, rara vez definidora, sobre todo, porque
corresponde a una intención de subjetivar el paisaje, de convertirlo en paisaje del alma. Así se explican, y basten unos
pocos ejemplos, sus «frutas risueñas», sus «limoneros lánguidas», sus «tardes tristes o soñolientas, destartaladas o melancólicas, mustias o desabridas, llenas de hastío»; también los
12
Ibld., pág. 21.
13
Antonio Machado, «Reflexiones sobre la lírica», Cuadernos hispanoamericanos, núms. 11-12. pág- 596.
14
Ibid., pág. 597.
15
Antonio Machado, «Notas sobre la poesía», loe. cit., pág. 24.
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«crepúsculos solitarios» o «la tierra amarga», o las tierras de
Castilla, «tan tristes, que tienen alma,», etc.
Si las imágenes han de ser representaciones de lo individual,
de objetos únicos, intuidos por la conciencia, los demostrativos
tienen entonces que ser de gran utilidad. Cuando Machado dice:
«Esta luz de Sevilla...», o cuando pregunta: «¿Dará sus hojas
nuevas el olmo aquel del Duero?» (CXVI, 195), es claro que
nos está hablando, no de la luz de Sevilla, la de cualquier día
o cualquier año en la ciudad andaluza, ni tampoco de cualquier
olmo, en cualquier lugar del Duero, sino de una luz, ésta, la
que vio en un momento determinado de su vida y que, ahora,
nos tiende, desde el poema, como un puñado de oro en la mano,
y de un olmo determinado, tan determinado que de él nos queda
todo un poema («A un olmo seco», CXV, 193), extraordinario,
donde se lo describe con una precisión y un realismo verdaderamente insuperables.
«Esta luz» y «aquel olmo» no son, pues, imágenes genéricas, ya que los demostrativos individualizan esos dos objetos.
«Esta luz» y «aquel olmo» son imágenes temporales, expresión
de dos visiones únicas, dos momentos en la vida de un hombre,
imágenes esencialmente líricas, en fin.
Tan lejos llega Machado en el afán de temporalizar su adjetivación, que, como observa Richard L. Predmore, hace, a
veces, que el adjetivo especial adquiera valor temporal. «Acaso
el mejor ejemplo —dice el joven crítico— sea el del adjetivo
«lejano». Es fácil concebir lo que está lejos en el espacio, como
lejos también en el tiempo. A veces esta interpretación es obligatoria. Recuérdese la fuente sonora que cantaba el poeta:
¿Te recuerda, hermano,
un sueño lejano mi canto presente?
Fue una tarde lenta del lento verano.
Respondí a la fuente:
«No recuerdo, hermana,
más sé que tu copla presente es lejana»16.
Machado, por consiguiente, aspira, con el adjetivo, a dar
visiones temporales, imágenes únicas de la realidad; pero como
esas imágenes —según él mismo decía— no deben flotar nunca
sueltas en el aire, sino que, para su mayor relieve, deben ir
enmarcadas por algunas imágenes genéricas, de ahí que también
encontremos este último tipo de imágenes en su poesía, aunque
en escala menor, como sucede, especialmente, en «Campos de
Castilla», donde hay «verdes álamos», «rebaños trashumantes»,
«pardas encinas», «pardos borriquillos», «lentos bueyes», «espesos bosques», «cigarras cantoras», etc., etc.
¿Y las metáforas? Acerca de ellas escribió largamente Machado, sobre todo para censurar su uso y abuso por parte de
algunas escuelas poéticas, el barroco y la poesía moderna en
particular. Adelante lo veremos. Digamos, por lo pronto, que,
para el autor de «Soledades», «el más absurdo fetichismo en
16
Richard L. Predmore, «El tiempo en la poesía de Antonio Machado»,
Plblications of the Modern Language Association of America, LXIII (1948),
núm. 2, pág-. 698.
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que puede incurrir un poeta es el culto a las metáforas»17. Porque ellas —dice en otro lugar— «no son nada por sí mismas.
No tienen otro valor que el de un medio de expresión indirecto,
de lo que carece en el lenguaje ómnibus de expresión directa»18.
Como las imágenes, las metáforas son también de dos clases:
líricas (vehículo de la intuición) y conceptuales; y, como ellas,
pueden también expresarse con las mismas palabras y combinarse, prefiriendo las líricas, en el poema.
Ahora bien; la metáfora, aunque no lo parezca, es una forma
de perífrasis; por su empleo, eludimos el nombre directo de las
cosas, las aludimos. Por consiguiente, Machado, que aconsejaba
el uso del lenguaje directo, no podía ser, como no lo fue, poeta
de pensamiento metafórico. Esto no quiere decir, claro está,
que las metáforas estén ausentes de su poesía, sino que las
utilizó parcamente, procurando, además, que acentuasen lo
característico individual, nunca lo genérico. Nos explicaremos.
Es bien sabido que, para los poetas barrocos, valga por caso,
los arroyos o ríos fueron casi siempre «sierpes de cristal». La
metáfora es comunísima 19; pero ese tipo de metáfora, que lo
es genérica, ya que todos los arroyos o ríos podrían definirse
diciendo de ellos que son sierpes de cristal, es, precisamente, el
que rechazaba Machado, por preferir la metáfora singular, identificadora, o sea, la que identificase no más que a un solo objeto.
Prueba lo que hizo con los ríos de España, porque el Duero
castellano, por ejemplo, fue siempre para él no una serpiente
de cristal, sino una «curva de ballesta en torno a Soria», figura
intransferible, viva intuición de un fenómeno determinado,
puesto que sólo el Duero es ese río que, junto a Soria, traza con
su curso una ballesta, Del Guadalquivir dijo, al verlo pasar
por tierras de Baeza, que «como un alfanje roto / y disperso,
reluce y espejea»; y del Ebro, despeñado de monte a mar, que
era la «rúbrica española», metáforas con que identificaba de
manera personalísima tres realidades geográficas, como había de
hacerlo también para Soria, «una barbacana, / hacia Aragón,
/ que tiene la torre castellana», o para España, «vasta lira,
hacia el mar, de sol y piedra», figura que retocó levemente
más tarde, para llamarla «ancha lira, hacia el mar, entre dos
mares».
Machado, además, con una peculiaridad muy suya, no sólo
era parco en el empleo de las metáforas, sino que, una vez que
daba con ellas, gustaba de repetirlas, introduciendo, en ocasiones, pequeñísimas variantes. Lo vimos ya al analizar el poema
de «La Noria». Así, dos veces emplea la figura Soria-barbacana:
... Soria es una barbacana,
hacia Aragón, que tiene la torre castellana. (XCVIII. 130).
... las murallas viejas
17
Antonio Machado, «Notas sobre la poesía», Cuadernos Hispanoameri
canos, VII, núm. 19, pág. 26.
18
bid., pág. 20,
19
José Manuel Blecua, a cuya fina y penetrante sensibilidad debo el núcleo central de estas ideas sobre la metáfora, me ofrece el siguiente ejemplo
de Góngora: «En roscas de cristal serpiente breve, / por la arena desnuda
el Luco yerra.» (A la toma de Larache.)
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de Soria, barbacana
hacia Aragón, en castellana tierra (CXIII, 161) ;
tres veces la del Duero-ballesta:
... serrezuelas calvas por donde tuerce el Duero
para formar la corva ballesta de un arquero
en torno a Soria. (XCVIII, 130).
... cárdenas roquedas
por donde traza el Duero
su curva de ballesta
en torno a Soria... (CXIII, 160
Allá, en las tierras altas,
por donde traza el Duero
su curva de ballesta
en torno a Soria... (CXXI, 200);
tres veces, con ligeras variantes, llama a los álamos o chopos
«liras de la primavera» :
... los chopos...
liras de la primavera... (CIII, 141).
álamos que seréis mañana liras
del viento perfumado en primavera... (CX1II, 161).
¡ los alamillos del soto,
sin hojas, liras de marzo ! (CLVIII, 292) ;
tres veces compara la vegetación de los árboles o campos a una
verde humareda:
las hojas de sus copas
son humo verde que a lo lejos sueña... (XXXVI, 70).
y el verde nuevo brotaba
como una verde humareda... (LXXXV, 118).
parecen humear las yertas ramas
como un glauco vapor... (CXIII, 157);
por cinco veces describe a las cigüeñas haciendo su garabato en
alto de las torres:
la estúpida cigüeña,
su garabato escribe en el sopor
del molino parado... (XLV, 83).
La blanca cigüeña,
como un garabato,
tranquila y disforme, ¡ tan disparatada!,
sobre el campanario... (LXXVI, 112).
ya sus hermosos nidos habitan las cigüeñas,
y escriben en las torres sus blancos garabatos... (CXII, 156).
... en los nidos que coronan
las torres de las iglesias,
asoman los garabatos
ganchudos de las cigüeñas... (CXIV, 170).
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o, sobre el ancho nido de ginesta,
en torre, torre y torre, el garabato
de la cigüeña (852) ;
y, con variantes más o menos considerables, repite innumerables
veces, en verso y prosa, la metáfora poeta-abeja que analizamos
adelante.
¿Repetía Machado por falta de imaginación? No hay ni
que sospecharlo. Machado era poeta de grandes dotes inventivas, y cuando quiso, como lo comprueban los ejemplos que
damos a continuación, forjó metáforas de gran lujo, o sutiles
y artificiosas, tanto que, a veces, no parecen machadianas, sino
más bien creaciones del último barroco. La siguiente, ¿no recuerda a Rubén?:
...Hacia un ocaso radiante
camina el sol de estío,
y era, entre nubes de fuego, una trompeta gigante,
tras de los álamos verdes de las márgenes del río. (XIII, 52).
Hay otra («... el jazmín, ruiseñor de los olores») que podría asociarse con esta de Jorge Guillen: «el ruiseñor, pavo
real facilísimo del pío», sin que falte tampoco el poema con
final metafórico casi de adivinanza, como aquel de la luna:
¡Luna llena, luna llena,
tan oronda, tan redonda
en esta noche serena
de marzo, panal de luz
que labran blancas abejas! (CLIX, 295),
de sabor lorquiano, por esa su ingeniosidad de comparar a la
luna con un panal que las estrellas labran como blancas abejas.
La mariposa, en otra metáfora («la mariposa, atlas del mundo»), es vista por Machado como un diminuto atlas del mundo,
al relacionar, por el elemento común multicolor, las alas del
insecto y las páginas del atlas.
Se podría seguir la lista, variada y rica, con otras metáforas,
como ésta, astral: «Luce Venus como una pajarita de cristal» o
esta otra cargada de dramatismo: «el toro de la noche / bufando está a la puerta», que también recuerda a Lorca: «el toro
de la reyerta / se sube por las paredes».
Machado, pues, de haberlo querido, hubiera sido un gran
poeta metaforista, pero su pensamiento, ya lo hemos visto', buscaba otros medios de expresión más en consonancia con sus
principios temporalistas. Para él, la metáfora fue siempre un
recurso supeditado a situaciones especiales de la expresión lírica, un recurso reservado para aquellos momentos en que lo
intuitivo no alcanzaba a ser expresado por las formas directas
del lenguaje; nunca un elemento decorativo, lujo de la poesía.
Atrás examinamos el modo cómo Machado subraya la temporalidad del verso por el uso de adjetivos, imágenes y metáforas. Centremos ahora nuestra atención sobre el empleo de
otras fórmulas y recursos, en especial sobre las observaciones
o consejos que acerca de verbos, adverbios, estrofas o rimas
puso Machado en boca de Juan de Mairena, profesor inimitable
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de Retórica y Poética.
EL VERBO
Lo primero, decía Mairena, es que el poeta haga uso frecuente de aquella parte de la oración que mejor expresa el tiempo, o sea, el verbo, prefiriendo, entre los tiempos del verbo, el
pretérito imperfecto, aun en la rima, como se observa con tanta frecuencia en los romances. Porque un verso con rima en
imperfecto de indicativo —opinaba Mairena— es no solamente
el verso por excelencia, sino más todavía: aquel que las musas
regalan al poeta (481).
Sobra decir que Machado practicó a todo lo largo de su
obra ese uso abundante de las formas verbales. En el poema
siguiente, por ejemplo, pueden observarse siete formas distintas
del verbo:
Desde el umbral de un sueño me llamaron...
Era la buena voz, la voz querida.
—Dime: ¿vendrás conmigo a ver mi alma?...
Llegó a mi corazón una caricia.
—Contigo siempre... Y avancé en mi sueño
por una larga, escueta galería,
sintiendo el roce de la veste pura
y el palpitar suave de la mano amiga. (LXIV, 104).
Las rimas en «ía» y «aba» son también abundantísimas,
como lo corrobora la lectura de cualquiera de los poemas machadianos. Pero esas rimas, tan fáciles y pobres que podrían
a primera vista achacarse a una incapacidad técnica del poeta,
no son, en todo caso, más que la prueba de su preferencia por
los tiempos imperfectos de las tres conjugaciones, ya que a ellos
corresponden justamente esas terminaciones en «ía» y «aba».
Modelo acabado de la alternancia de esas rimas son las estrofas
que citamos a continuación, primera parte de un romance hexasílabo, donde hay muchos versos en imperfecto de indicativo:
Abril florecía
frente a mi ventana
Entre los jazmines
y las rosas blancas
de un balcón florido,
vi las dos hermanas.
La menor cosía,
la mayor hilaba...
Entre los jazmines
y las rosas blancas,
la más pequeñita,
risueña y rosada
—su aguja en el aire—,
miró a mi ventana.
La mayor seguía,
silenciosa y pálida,
el huso en su rueca
que el lino enroscaba.
Abril florecía
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frente a mi ventana.
Una clara tarde
la mayor lloraba,
entre los jazmines
y las rosas blancas,
y ante el blanco lino
que en su rueca hilaba.
—¿ Qué tienes —le
dije—, silenciosa pálida?
Señaló el vestido
que empezó la hermana.
En la negra túnica
la aguja brillaba;
sobre el blanco velo,
el dedal de plata.
Señaló a la tarde
de abril que soñaba,
mientras que se oía
tañer de campanas.
Y en la clara tarde
me enseñó sus lágrimas...
Abril florecía
frente a mi ventana. (XXXVIII, 72).
En otras ocasiones, las formas verbales son tan frecuentes
que, como en el poema siguiente, los sustantivos aparecen literalmente circuidos por los verbos, girando éstos en torno de
aquéllos, como el reflujo de lo temporal:
Este amor que quiere ser
acaso pronto será;
pero, ¿ cuándo ha de volver
lo que acaba de pasar?
Hoy dista mucho de ayer.
¡Ayer es Nunca jamás! (LVII, 97).
LOS ADVERBIOS
Los adverbios, como se ve por el ejemplo que acabamos de
citar, eran también para Machado elementos muy aprovechables para dar temporalidad al verso. Por consiguiente, no es
de extrañar que elogiase con gran entusiasmo «The Raven»,
el célebre poema de Poe, por ir todo él acentuado con un adverbio temporal.
Ya anotamos, a1 hablar sobre el tema del tiempo, cómo Machado, por el empleo, entre otros recursos, de los adverbios,
situaba las cosas en el tiempo, o señalaba sencillamente la transformación sufrida por las mismas en el transcurso de lo
temporal. Los ejemplos que siguen —hay muchos más—
podrían también ilustrar ese aserto:
Poeta ayer, hoy triste y pobre
filósofo trasnochado,
tengo en monedas de cobre
el oro de ayer cambiado. (XCV, 125).
Eran ayer mis dolores
como gusanos de seda
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que iban labrando capullos;
hoy son mariposas negras.
Dolores que ayer hicieron
de mi corazón colmena,
hoy tratan mi corazón
como a una muralla vieja;
quieren derribarlo, y pronto,
al golpe de la piqueta. (LXXXVI, 119).
El hombre de estos campos que incendia los pinares
y su despojo aguarda como botín de guerra
antaño hubo raído los negros encinares,
talado los robustos robledos de la sierra.
Hoy ve sus pobres hijos huyendo de sus lares;
la tempestad llevarse los limos de la tierra
por los sagrados ríos hacia los anchos mares;
y en páramos malditos trabaja, sufre y yerra. (XCIX, 132).
¡Señor, hoy paternal, ayer cruento,
con doble faz de amor y de venganza,
a ti, en un dado de tahúr al viento
va mi oración, blasfemia y alabanza! (CI, 136).
Valcarce, dulce amigo, si tuviera
la voz que tuve antaño, cantaría
el intermedio de la primavera,
mas hoy, Valcarce, como un fraile y viejo
puedo hacer confesión, que es dar consejo. (CXLI, 252).
... Fue un tiempo de mentira, de infamia. A España toda,
la malherida España, de Carnaval vestida
nos la pusieron...
Fue ayer; éramos casi adolescentes...
Ya entonces, por el fondo de nuestro sueño...
un alba entrar quería;
mas cada cual el rumbo siguió de su locura;
y dijo: «El hoy es malo, pero el mañana... es mío.»
Y es hoy aquel mañana de ayer... Y España toda,
con sucios oropeles de Carnaval vestida
aún la tenemos... (CXLIV, 259).
Bien a las claras se observa, después de todas estas citas,
que, para Machado, el mecanismo de contraste de la elegía
(ayer-hoy) era uno de sus recursos más socorridos, y que para
marcar su ritmo pendular los adverbios le resultaban de gran
utilidad. Sin embargo, de ellos hacía también otros usos. Porque, a veces, los adverbios o frases adverbiales le servían no
ya para contrastar melancólicamente el ayer con el hoy, sino
más bien para señalar la presencia del pasado en el presente,
para subrayar su reaparición en la conciencia, actuando en ella
como un «todavía», y proyectándose sobre el porvenir. Verbi
gratia:
Otra vez el ayer. Tras la persiana,
música y sol... (854).
Se abrió la puerta que tiene
gonces en mi corazón,
y otra vez la galería
de mi historia apareció.
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Otra vez la plazoleta
de las acacias en flor,
y otra vez la fuente clara
cuenta un romance de amor. (CLVI1I, 289).
¿Siglo nuevo? ¿Todavía
llamea la misma fragua ?
¿Corre todavía el agua
por el cauce que tenía? (CLXI, 303).
Hoy es siempre todavía. (CLXI, 303).
Como otra vez, mi atención
está del agua cautiva;
pero del agua en la viva
roca de mi corazón. (CLXI, 303).
Un adverbio, ya, tal vez el más frecuentado por Machado,
le servía también para expresar, con un efecto de lentitud o de
inmediatez, la realización de un acontecimiento. Ya: es decir,
el cumplimiento de algo esperado o que se veía venir; un pasado
haciéndose lentamente un presente; y ya, igualmente, un acto
en plena vigencia, como inmediata realidad. Ejemplos:
Ya hay un español que quiere
vivir y a vivir empieza,
entre una España que muere
y otra España que bosteza. (CXXXVI, 243").
Ya noto, al paso que me torno viejo,
que en el inmenso espejo,
donde orgulloso me miraba un día,
era el azogue lo que yo ponía... (CXXXVI, 242).
Ya en los campos de Jaén
amanece. Corre el tren... (CXXVII, 205).
Heme aquí ya, profesor
de lenguas vivas... (CXXVIII, 207).
Finalmente, y como ejemplo de muchas cosas dichas hasta
aquí, el bellísimo poema «A José María Palacio» (CXXVI,
204), poema sin una sola metáfora, con cambios abundantísimos
en los tiempos del verbo; literalmente cruzado, de arriba a abajo, por muchos adverbios, entre los que predomina el ya de que
venimos hablando; poema, además, que es un puro todavía, puesto que es un canto a una primavera que todavía no ha llegado
o está apenas llegando, y cuya suave belleza imagina el poeta
basándose en los recuerdos de otras pasadas primaveras que
todavía, persisten en su corazón; un poema, digámoslo de una
vez, cargado de temporalidad, fuerza y raíz de su lirismo:
Palacio, buen amigo,
¿ está la primavera
vistiendo ya las ramas de los chopos
del río y los caminos ? En la estepa
del alto Duero, Primavera tarda,
¡pero es tan bella y dulce cuando llega !...
¿Tienen los viejos olmos
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algunas hojas nuevas?
Aun las acacias estarán desnudas
y nevados los montes de las sierras.
¡Oh, mole del Moncayo blanca y rosa,
allá, en el cielo de Aragón, tan bella!
¿Hay zarzas florecidas
entre las grises peñas,
y blancas margaritas
entre la fina hierba?
Por esos campanarios
ya habrán ido llegando las cigüeñas.
Habrá trigales verdes,
y muías pardas en las sementeras,
y labriegos que siembran los tardíos
con las lluvias de abril. Ya las abejas
libarán del tomillo y el romero.
¿Hay ciruelos en flor? ¿Quedan violetas?
Furtivos cazadores, los reclamos
de la perdiz bajo las capas luengas,
no faltarán. Palacio, buen amigo,
¿tienen ya ruiseñores las riberas?
Con los primeros lirios
y las primeras rosas de las huertas,
en una tarde azul, sube al Espino,
al alto Espino, donde está su tierra...
LA EXPRESIÓN TEMPORAL DEL PAISAJE
Ese empeño que en Machado había de acentuar la temporalidad de todos los elementos de su poesía le llevó, como era
natural, a un planteamiento también temporalista del espacio, o,
para decirlo con más precisión, del paisaje. Porque, en efecto,
el paisaje, según él, debía igualmente ser expresado por el poeta
de modo temporal. Y es que sucede, explicaba Mairena, que
el campo obliga al poeta «a sentir las distancias —no a medirlas— y a buscarles una expresión temporal, como, por ejemplo:
El día dormido
de cerro en cerro y sombra en sombra yace.
que dice Góngora, el bueno, nada gongorino, el buen poeta
que llevaba dentro el gran pedante cordobés» (583).
En la obra de Machado abundan los ejemplos de esa manera
de sentir las distancias, sólo que, a veces, la expresión temporal de las mismas es todavía tenue, disimulada, como en los casos
siguientes:
¡ Ya su perfil zancudo en el regato,
en el azul el vuelo de ballesta,
o, sobre el ancho nido de ginesta,
en torre, torre y torre, el garabato
de la cigüeña!... (851).
El plomizo balón de la tormenta
de monte en monte rebotar se oía (328).
Montes de piedra dura
—eco y eco— mi voz han repetido (CLXIX, 413).
Pienso en España vendida toda
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de río a río, de monte a monte,
de mar a mar (873).
Con más intensidad aparece, en cambio, en versos como:
ya el sol en torre y torre... (859);
y todavía con mucho más rigor en expresiones como ésta:
de encinar en encinar
saltan la alondra y el día. (CLXXII, 420) ;
versos que más tarde reelaboró para decir:
de encinar en encinar
se va fatigando el día. (CLXXIII, 428) ;
pura emoción temporal del espacio, y añadir luego:
el tren devora y devora día y
riel (CLXXIII, 428),
con lo cual nos encontramos ya avanzando paralelamente por
el espacio y por el tiempo.
En ocasiones, esa expresión temporal del paisaje aparece
formulada con tanta sutileza que, de no leer con suficiente atención, podría pasársenos desapercibida. Así
al borrarse la nieve, se alejaron
los montes de la sierra. (CXXIV, 202).
La observación es finísima, porque Machado, con esas palabras, está señalando un curioso fenómeno: el aparente desplazamiento de las distancias al ocurrir los cambios de las estaciones, del invierno, para ser más exactos. Está diciéndonos
cómo, con la llegada de la primavera, tiempo en que se borran
las nieves, los montes parece que se alejaran, un ejemplo típico
de su manera de vivir temporalmente el espacio, de expresar
temporalmente las distancias.
ESTROFAS Y RIMAS
La teoría de Machado sobre el uso de rimas y estrofas es
tal vez uno de los capítulos que más miga tienen en su análisis
de los elementos del verso, y con toda seguridad el que menos
ha sido estudiado.
De las estrofas habló poco en concreto; una que otra alusión
sobre la octavilla o el soneto; en cambio, con mucho más detalle,
se refirió al problema de las rimas.
Machado definió la rima diciendo de ella que era «el
encuentro, más o menos reiterado, de un sonido con el
recuerdo de otro» (396), un buen artificio, por lo demás,
«para poner la palabra en el tiempo». Porque la verdadera
función de la rima es, decía, también de orden temporal; la
de conjugar sensación y recuerdo «para crear así la emoción
del tiempo» (397).
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Ahora bien, para que esa emoción de lo temporal sea posible, las palabras rimadas deben, según él, espaciarse cautelosamente, ni muy lejos ni muy cerca; porque, de lo contrario,
«cuando
la
rima
se
complica
con
excesivos
entrecruzamientos y se distancia, hasta tal punto que ya no
se conjugan sensación y recuerdo, porque el recuerdo se ha
extinguido cuando la sensación se repite, la rima es entonces
un artificio superfluo» (397). La ornamentalidad de la rima
queda, pues, descartada. A la rima rica el poeta debe preferir
siempre la rima pobre, la asonancia indefinida, ya que, como
dice paradójicamente Machado:
la rima verbal y pobre
y temporal es la rica (346).
Es claro que quien tal predicaba tenía que reflejar en su
obra el predominio de la rima asonante. Y así es; tanto, que
bien puede afirmarse que la asonancia es una de las características más salientes de toda la poesía machadesca. Además
de las combinaciones libres, Machado usó, de modo abundantísimo, todas las formas tradicionales en asonante; seguidillas,
soleares, coplas y, sobre todo, romances.
LOS ROMANCES
Sobre éstos hay mucho que decir. Lo primero, que Machado los cultivó sin distinciones de metros: endecasílabos
o heroicos, heptasílabos, hexasílabos, mas con preferencia,
como es natural, por los octasílabos. En romance octosilábico
escribió, por ejemplo, su poema más largo: «La tierra de
Alvar-gonzález»20, y también algunas de sus composiciones más
breves, tan breves que casi no parecen romances, sino estrofas
sueltas asonantadas.
Arriba dijimos que, para Machado, las rimas —nunca
ricas— debían distanciarse de manera que no constituyesen un
factor de adorno o distracción, sino una pauta de lo temporal.
Pues bien, los romances, a su parecer, eran, con sus asonantes
en los pares, el ejemplo acabado de la distribución de las rimas.
De las rimas decimos porque, por otro lado, Machado sabía bien,
aunque no lo dijera, que el romance, con su número ilimitado
de versos y su uniformidad métrica octosilábica, es forma abierta a toda clase de peligros, entre ellos la incontinencia y la monotonía. Para no caer en esos peligros, Machado dio siempre
una extensión muy limitada a sus romances y trató de flexibilizarlos introduciendo en ellos el uso frecuente de encabalgamientos y versos de pie quebrado, o largas pausas que señalaba tipográficamente por apartes o cortes21. Esas reformas, así como
20
Véase el magistral comentario de este romance hecho por Pedro Sa
linas en Estudios hispánicos («Homenaje a Archer M. Huntington»). Wellesley College, 1952, paga. 512-514. También el magnífico estudio de Helen F.
Grant, «La tierra de Alvargonzález», Celtiberia, vol. III, núm. 5 (Soria, 1953),
páginj : 57-90.
21
Véanse, a manera de ejemplo, los que empiezan: «El Iris y el bal
cón...», pág. 285; «¿Conoces los invisibles...», pág. 314, y «Cerca de Ubeda
la grande...», pág. 352, cuyos textos completos clamos al final en el apéndice.
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otras que aparecen más tarde por la poesía de los últimos años,
son, para Pedro Salinas22, las que han hecho del romance la
forma maravillosa que hoy conocemos, tan adaptable a todos los
géneros, que lo mismo sirve para lo lírico como para lo épico
o lo dramático.
Machado fué, pues, gran romancista, un gran enamorado
de la forma romance, tan enamorado de ella que el tipo de poema
que mejor le caracteriza, ese que llamaríamos el poema típico
machadiano, tanto por su estructura como por su frecuencia,
es, como veremos, un poema basado en el esquema de rimas
del romance.
EL POEMA TÍPICO MACHADIANO
Ese poema existe, peculiarísimo, caracterizado de la manera
siguiente: una combinación caprichosa e ilimitada de versos de
7 y 11 pies, asonantada siempre con una asonancia única, de
principio a fin, en los versos pares. Ejemplo:
Desbarrada la nube; el arco iris
brillando ya en el cielo,
y en un fanal de lluvia
y el sol el campo envuelto.
Desperté. ¿ Quién enturbia
los mágicos cristales de mi sueño?
Mi corazón latía
atónito y disperso.
... ¡El limonar florido,
el cipresal del huerto,
el prado verde, el sol, el agua, el i r i s ! . . .
¡el agua en tus cabellos !...
Y todo en la memoria se perdía
como una pompa de jabón al viento. (LXII, 103).
Obsérvese que el poema típico machadiano no tiene estrofas,
aunque, como en el ejemplo que acabamos de citar, los versos
aparezcan casi siempre en grupos tipográficos más o menos distintos, como para indicar al lector dónde debe observar las
pautas. Ese poema, como el romance, es todo él una sola
estrofa, y su unidad se marca no por el metro, sino por la rima,
la asonancia única.
Un gran número de poesías de Machado encontramos con esa
forma. ¿Qué virtud escondida sorprendió Machado en ese
molde 23 para asimilárselo así, de manera tan patente, para hacérselo tan suyo? ¿A qué se debió tan señalada preferencia? Para
nosotros, sencillamente, porque debió ver en ella la forma justa
que buscaba su pensamiento, una especie de estructura ideal para
22
Pedro Salinas, «El romanticismo y el siglo xx», en Estudios hispánicos
(«Homenaje a Archer M. Hnntington»). "Wellesley College (Wellesley. 1952),
páginas 512-514.
23
Machado no fue creador de esa forma. Entre otros, la habían usado
cor. éxito Bécxuer y Manuel Machado.
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la expresión temporalista que perseguía. Porque, en efecto, esta
forma que, por un lado, participaba de la balanceada alternancia
de las rimas del romance —la más perfecta según Machado—,
por el otro, al hacer uso de los metros de la silva (7 y 11 sílabas), evitaba los riesgos y peligros inherentes a la unidad métrica
del romance —la monotonía, el cancaneo, por ejemplo—, al
diluir su uniformidad octosilábica, con lo cual, además, se ganaba mucho en flexibilidad, pudiendo entonces la andadura del
poema oscilar desde la equilibrada brevedad del heptasílabo hasta
la contenida elegancia del endecasílabo. Ese nuevo ritmo tenía
que resultarle a Machado más ventajoso que el del romance, porque siendo, a ratos, corto, y, a ratos, largo, podía representar,
con más exactitud, las variantes en el tempo emocional del poeta;
servir, por así decirlo, como una especie de sístole y diástole
de su respiración espiritual. Además, por la alternancia caprichosa de los metros, la distancia entre las rimas dejaba de ser
fija, pudiendo de ese modo el poeta encoger o estirar esa distancia según el ritmo interior emocional. Machado debió ver con
claridad todas esas ventajas; debió sentir que, a pesar de otras
posibilidades de combinación con la asonancia del romance24, la
que mejor casaba con su modo de ser poético era ésta, con los
metros de la silva, de ahí que la acogiera con tanta amplitud y
que escribiese en ella sus composiciones de mayor vuelo lírico:
«A José María Palacio», «Campos de Soria», etcétera. Todo
esto para la asonancia.
24
Combinó otros metros con ese mismo esquema; por ejemplo, versos
de 9 y 10 sílabas, oomo en el poema XXIV, pág. 63, o versos de 5, 7, 11 y 13
sílabas, como en el poema XLII, pág. 79. Véanse estos textos en el apéndice.
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