pdf El estar sano en el curso de la historia / Pedro Laín Entralgo

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El estar sano en el curso de la historia
P edro L aín E ntralgo
Real Academia Española
A Fernando Lázaro, deseándole salud clásica
y salud romántica.
¿Qué es estar sano? ¿En qué consiste la salud, como estado habitual del hombre
que está sano? Ante estas interrogantes, bien podría decirse algo semejante a lo
que del tiempo dice la famosa sentencia de San Agustín: «Si no me pregun­
tan por lo que es, sé lo que es; si me preguntan por lo que es, no sé lo que
es.» En efecto, las expresiones «Ahora estoy o me siento sano» o «Fulano tiene
una salud de hierro» son pronunciadas en nuestra vida coloquial del modo más
natural y aproblemático, como si el conocimiento subjetivo y objetivo de la salud
—la mía en el primer caso, la de otro hombre en el segundo— fuese tan directo e
intuitivo como el de saber que uno está alegre o que luce el sol. Pero si seriamente
nos preguntamos por las razones de nuestro juicio, seguramente nos veremos en
cierta perplejidad; aunque sea médico el que hablando de sí mismo o de otro haya
de darlas. Porque, bien examinadas esas razones, ¿podremos realmente decir que
para la certidumbre > la seguridad del juicio emitido sean a la vez necesarias y
sulicientes?
Como para no ser tildada de cicatera o pusilánime, la Organización Mundial de
la Salud (O. M. S.) propuso hace años una definición que desde entonces ha corrido
como canónica por todos los países: «La salud [del hombre] no es sólo carencia
de enfermedad, sino posesión de un completo bienestar físico, social y mental.»
Her meso desiderátum. Pero más que definición de un estado de la vida real del
hombre, ¿no son acaso esas palabras la formulación de una falsedad y la procla­
mación de una utopía?
En primer término, la formulación de una falsedad. Si durante algún tiempo
me veo obligado a residir en un lugar excesivamente cálido o excesivamente fétido,
mí malestar físico será evidente. ¿Podré decir, sin embargo, que no estoy sano?
No menos evidente es el malestar social de los que sufren en sí mismos las conse­
cuencias de vivir en una sociedad social y políticamente injusta, o el malestar menm! del examinando que ante el profesor no acierta a resolver el problema que le
han propuesto. Del obrero injustamente tratado y del examinando en apuros, ¿me
será lícito afirmar, sólo por eso, que no están sanos?
Por otra parte, la proclamación de una utopía. Una vida humana en que el
malestar físico, social y mental haya sido totalmente eliminado — y a fortiori una
sociedad entera— son, sin duda, metas a las que es posible aproximarse, más aún,
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a las que es deber aproximarse con empeño; pero no parece que tal aproxima­
ción, ni siquiera suponiéndola creciente, acabe siendo real y efectiva llegada. Léase
lo que de la sociedad norteamericana dicen los novelistas y narradores de la
lost generation o los dramas de Arthur Miller y de Edward Albee, y dígase cuán­
tos hombres sanos hay en ella, si nos decidimos a aplicar metódicamente los cri­
terios de la O. M. S. No: Sangri-la es y será siempre un país utópico, no un
país real.
Para resolver el problema de saber cuándo un hombre está sano, es necesario
apurar el análisis y recurrir a criterios más próximos a la verdadera realidad de
nuestra vida y, por supuesto, al real proceder del médico. Y pienso que para un
cabal cumplimiento de esa tarea algo puede ayudar un breve examen sinóptico
de los distintos modos como el «estar sano» ha sido entendido a lo largo de la
historia. Tal es el objetivo de este ensayo.
Los filósofos medievales distinguieron en la realidad del hombre dos momen­
tos constitutivos: la natura ut quo, aquello por lo que se es, el conjunto y el
fundamento de las operaciones en que el ser del hombre se realiza físicamente
(su naturaleza), y el suppositum ut quod, aquello que se es, el supuesto y prin­
cipio de los actos libres e inteligentes que le constituyen como ser personal (su
persona). Si yo digiero, siento y pienso, es porque la capacidad, la necesidad y la
operación de digerir, sentir y pensar pertenecen a mi «naturaleza»; que yo di­
giera, sienta y piense esto o lo otro, es cosa dependiente del «supuesto» o «centro
personal» que libremente rige y orienta las operaciones de esa naturaleza mía.
Pues bien: aceptando a título de esquema ordenador esa distinción, sin entrar,
por tanto, en la discusión del grave problema metafísico que plantea la conjunción
de la naturaleza y la persona en la realidad del hombre, resulta claro que en la
historia de la antropología occidental pueden ser deslindadas dos líneas cardina­
les: la de aquéllos para quienes el hombre es todo y sólo naturaleza, el natura­
lismo antropológico, y la de aquellos otros para quienes el hombre es una realidad
a la vez natural y personal, el personalismo antropológico. Líneas u orientaciones
a las que corresponden otros tantos modos contrapuestos — o acaso complemen­
tarios— de entender lo que sea «estar sano».
Concepciones naturalistas de la salud
Para los secuaces del puro naturalismo antropológico, la realidad del hombre
se agotaría en sus operaciones físicas. La mirada del antropólogo es entonces ciega
para la intimidad personal del sujeto, o a lo sumo es considerada ésta como un
epifenómeno de la naturaleza humana. La libertad, la responsabilidad y la mora­
lidad son vistas como propiedades y afecciones de una naturaleza humana cósmi­
camente concebida; de lo cual se desprende que la libertad, la responsabilidad y
la moralidad pertenecen constitutiva y totalmente, tanto en el orden metafísico
como en el psicológico, a los dos estados de la naturaleza humana que llamamos
salud y enfermedad. El ejercicio maligno de la libertad sería una actividad feno­
ménicamente distinta de la fiebre y el vómito, pero metafísicamente equiparable a
una y otra. La «buena voluntad», a su vez, pertenecería por esencia a la «buena
salud» tanto como los sentimientos de bienestar somático.
Ahora bien, esta idea naturalista de la salud humana se ha realizado históri­
camente con arreglo a los dos cánones de la perfección que solemos denominar
clásico y romántico. Veamos cómo:
1. La mentalidad naturalista y clásica ha concebido a la salud como norma­
lidad, equilibrio y armonía. La isonomía o «igualdad de derechos» de las potencias,
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Je que habló Alcmeón de Crotona, primera concepción científico-natural de la
salud del hombre, es tal vez el ejemplo más antiguo, puro y sencillo de una con­
cepción a un tiempo naturalista y clásica de la higidez humana. Está sano, según
Alcmeón, el hombre en cuya naturaleza se hallan armoniosamente equilibradas entre
sí las diversas contraposiciones (enantióseis) que forman lo caliente y lo frío,
lo húmedo y lo seco, lo dulce y lo amargo, y las restantes «potencias» (dynámeis)
de la naturaleza animal. Igual significación antropológica que la isonomía de Alcmeón
tiene la eukrasía o «buena mezcla» de que hablan los escritores hipocráticos de
orientación humoralista; aunque en este caso el equilibrio sea referido, más que a
las «potencias», «cualidades» o «propiedades» naturales (lo caliente, lo frío, etc.),
a los «humores» que materialmente las soportan. Durante más de veinte siglos,
los médicos de Occidente seguirán concibiendo la salud — la perfección natural—
como la recta y armónica complexión de los humores del individuo.
Platón pretende moverse «más allá» de Hipócrates (Fedro, 270 c), y, en efecto,
lo hace, porque considera que sin el buen orden del alma — la sóphrosyné— no
es posible la salud del hombre; virtud, salud y sóphrosyné constituyen un com­
plejo unitario, viene a decirnos un bello texto del Filebo (63 c). Sin emmetría,
«buena proporción» o «buen orden» entre los diversos componentes del alma
(creencias, impulsos, sentimientos, saberes) no sería posible la salud del indi­
viduo humano. Pero moviéndose «más allá» de Hipócrates, Platón, el Platón del
Filebo, se limita a completar con el buen orden anímico — el alma, componente
asomático de la naturaleza humana— la idea alcmeónica e hipocrática de la salud.
Ésta es, en definitiva, equilibrio, armonía, recta y bien mesurada proporción. No
sería difícil mostrar que también en Aristóteles hay una estrecha relación entre la
idea de la salud y la doctrina ética del «justo medio» (mesóles), según la cual
la virtud sería un hábito operativo bien centrado entre los extremos viciosos,
desmesurados, del exceso y el defecto (Eth. Nic., II, 9, 1109 a 20).
Si la concepción naturalista de la realidad del hombre es pura y consecuente,
se terminará afirmando que la libertad, la responsabilidad y la moralidad deben
quedar subsumidas en la idea de salud, y en consecuencia que los desórdenes
morales de la vida humana son a la postre desórdenes humorales morbosos.
Con toda convicción lo proclamará Galeno en dos de sus escritos menores,
Quod animi mores corporis temperamento, sequantur y De cuiuslibet animi peccatorum dignotione et medela. «Cuantos piensan que los hombres son capaces de
virtud, como los que piensan que ningún hombre podría ser justo por propia
elección — dice el primero— ..., no han visto sino la mitad de la naturaleza
del hombre. Los hombres no nacen todos enemigos ni todos amigos de la justi­
cia; unos y otros llegan a ser lo que son a causa de la complexión humoral
(krásis) de su cuerpo.» La fiebre y la conducta injusta no serían sino formas
distintas, especies de una misma perturbación genérica: el desorden morboso de
ia krásis humoral, la ruptura patológica de la eukrasía. En cuanto que experto en
el conocimiento y en la corrección de los desórdenes de la naturaleza humana, el
médico es quien en principio debe «tratar» técnicamente la injusticia y la pecaminosidad de los hombres; con entera claridad lo declara así, desde su título
mismo, el segundo de esos dos escritos.
El pensamiento arcaico de la antigua Grecia había enseñado que el hombre
naturalmente sano y socialmente valioso es a la vez díkaios («justo», capaz de
proceder con «justeza» en sus acciones), katharós (somática y moralmente «lim­
pio»), kalós («bello», de naturaleza externa e internamente armoniosa; eso exige
7 patentiza su recta pertenencia al kósmos, en el sentido originario de esta palabra)
y metríos («bien medido»). Desde Alcmeón de Crotona hasta Galeno, el cambiante
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pensamiento médico griego ha sido un desarrollo de estas profundas convicciones
originarias.
No morirá con los griegos la idea naturalista y clásica de la salud. La estequiología fibrilarista de los siglos xvi al x v iii verá la salud en una bien medida
tensión de las fibras entre los extremos morbosos del status strictus y el status
laxus. En conceptos científicos y antropológicos ulteriores, como la «normalidad»
de los patólogos mensuradores de los dos últimos siglos y el «centramiento del
organismo» de Kurt Goldstein, la noción de la salud como «buena medida»
perdurará bajo formas nuevas. Y el radical naturalismo ético de Lombroso en
L ’uomo delinquente, ¿no viene a ser una expresión decimonónica de la «fisiologización» de la moral que a su helénico modo propuso Galeno?
Consciente o no de ese pasado, el médico del siglo xx ve entre sus posibili­
dades la fabricación de «hombres de buena voluntad». No resisto la tentación
de copiar un texto — entre serio e irónico— del biólogo Jean Rostand: «Pro­
longación de la existencia, elección del sexo del hijo, fecundación postuma, gene­
ración sin padre, transformación del sexo, embarazo en retorta, modificación de
los caracteres orgánicos antes o después del nacimiento, regulación química del
humor y del carácter, genio o virtud por encargo...: todo esto aparece desde
ahora como hazaña debida o como hazaña posible de la ciencia de mañana.» En
esa dirección se mueven la neurofisiologia, la neurocirugía, la endocrinología, la
psicofarmacología y la ingeniería genética de nuestro tiempo.
2. Junto a la concepción naturalista y clásica, con frecuencia frente a ella,
hállase la idea naturalista y romàntica de la salud. Designo con este último adje­
tivo no sólo la actitud anímica que dio fundamento al Romanticismo de la Europa
y la América del siglo xix, también, genéricamente, a la que, sea cualquiera su
localización geográfica y su cronología histórica, concibe la perfección del hom­
bre como desequilibrio creador o arrebato perfectivo, y no como proporción equi­
librada y armónica. Entendida como simple equilibrio, la normalidad sería vulga­
ridad o adocenamiento. El individuo humano alcanzaría su máxima perfección
exaltándose, haciéndose, en la medida de sus talentos, «sobrenormal», «genial» o
«heroico».
Platón — el Platón «romántico»— distingue netamente dos géneros de mania:
la manía morbosa o locura exaltada (Titn., 86 b) y una manía creadora, diversifi­
cada en las cuatro especies que él llama profètica, teléstica o ritual, poética y
erótica (Fedro, 244 a-265 b). Aquélla es enfermedad; esta otra otorga perfec­
ción a la naturaleza humana. Frente a la doctrina del Cármides y el Filebo, según
la cual la perfección del hombre es equilibrio y armonía, esas páginas del Fedro
enseñan claramente que el hombre no puede ser perfecto si no se desequilibra y
arrebata. Lo mismo viene a decir Schelling, pese a la enorme distancia entre su
antropología y la de Platón. La operación suma de la mente humaná, la des­
velación de la identidad metafísica de la naturaleza y el espíritu, tal es para
Schelling la obra propia del genio; sólo siendo «genial» — sólo desequilibrándose
en un acto de esforzada creación— lograría el hombre acercarse a la suma per­
fección de que su naturaleza es capaz.
Para quien así entiende la perfección del hombre, ¿qué será la salud? Dos
actitudes parecen posibles. Cabe pensar, en efecto, que la perfección de la natu­
raleza humana individual exige e incluye la salud, con lo cual ésta vendrá a ser
concebida como capacidad para el desequilibrio o la distensión; y así, será llama­
do «sano» el hombre que puede distenderse o desequilibrarse, sin alteración mor­
bosa, todo lo que requiera el esforzado arrebato creador en que la perfección
consiste. Cuando en el Fedón platónico dice Sócrates que su acuciosa investi­
gación de la realidad le dejó extenuado (Fed., 99 d), no de otro modo parece
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entender la salud de su individual naturaleza. Lo mismo vendría a afirmar Nietz­
sche, éste pensando en el futuro del hombre, con su idea de la salud humana
como «naturaleza transfigurada» (verklärte Physis). Mas también puede pensarse
que la perfección del hombre — el acto genial, en el sistema de Schelling— no
es posible sin que su naturaleza pierda el equilibrio que solemos llamar salud;
con otras palabras, sin que ella enferme. La vivencia romántica de la enferme­
dad (el héroe romántico suele ser un hombre febril y enfermizo; hasta Sherlock
Holmes, positivista en sus métodos, romántico en el estilo de su vida, se nos
muestra así), la teoría del genio que elaboró el naturalismo post-romántico (la
tesis antropológica subyacente a la fórmula lombrosiana «genio y locura») y la
visión del mutante evolutivo como resultado de un descentramiento perfectivo de
virtualidad mutacional (Goldschmidt, J. Rostand) son tres claros ejemplos de esa
extremada idea de la relación entre la salud y la perfección.
Mas no sólo en los hombres arrebatados, idealistas y pasionales — «románti­
cos», en el sentido popular del término — opera tal idea. Aristóteles sostiene que
sin cierto exceso de melancolía o bilis negra en la krásis del individuo — por
tanto, sin cierto desequilibrio humoral, sin cierta dyskrasía— no sería posible la
excelencia humana (Problem., 954 a b). Y el olímpico y serenísimo Goethe, se­
cuaz esta vez del Estagirita, dirá siglos más tarde:
Conviene al genio de la poesía
este elemento: la melancolía.
La perfección sin desequilibrio, ¿será a la postre una perfección rigurosamente
sobrehumana, como la belleza de los ángeles en los poemas de Rilke?
Concepciones personalistas de la salud
Desde que el cristianismo se realizó históricamente, nunca la fisolofía occidental
ha dejado de ver en el hombre algo más que pura naturaleza cósmica; siempre ha
pensado que lo propio de la naturaleza humana consiste en ser «personal», véase
en la persona un «supuesto racional» (filosofía escolástica), un homo noumenon
(Kant), un «centro de actos» (Scheler) o una «sustantividad de propiedad», capaz,
por tanto, de ejercitar la actividad de la «apropiación» (Zubiri). De aquí que para
el personalismo, entendida esta palabra en su más amplio sentido, la libertad, la
responsabilidad, la moralidad y la apropiación, ejecutadas, por supuesto, por lo
que en el hombre es naturaleza, no sean última y formalmente imputables a esa
naturaleza suya; y así, la indudable dependencia en que respecto de la salud y
la enfermedad se hallan las actividades de actuar libremente, sentirse responsable
y ejercitar la apropiación, no pasa de ser parcial y accidental. La mala conciencia
no es en sí misma enfermedad, como en tanto que filósofo venía a pensar Galeno,
aunque pueda engendrarla, y los impulsos criminales son perfectamente posibles
con la mejor salud y la más acabada belleza del cuerpo. Nada más antilombrosia.no
que la idea del hombre y de criminal implícita en la actual novela policíaca. Vice­
versa: la perfección espiritual más sublime, así en el orden moral como en el
intelectual y el artístico, puede coincidir con la más detestable salud de la natu­
raleza del sujeto. Para demostrarlo, ahí están Teresa de Jesús, Teresa de Lisieux,
Pascal, Novalis, Kant y el doliente Nietzsche de la Engadina.
Pero, como en el caso del puro naturalismo, no entenderíamos acabadamente la
idea personalista de la salud si no distinguiésemos en ella un modo clásico y un
modo romántico.
1. Hay, en efecto, una concepción a la vez personalista y clásica de la relación
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19.— HOMENAJE A F . LÁZARO CARRETER. TOMO II
entre la salud y la perfección. Una y otra son en tal caso modos de la realidad
humana esencialmente distintos entre sí, aunque no entre sí independientes. Juntas
las dos, consistirían en la armoniosa composición de dos elementos: el equilibrio
psíquico y somático de la naturaleza individual, por un lado, y una bien ordenada
moderación en el ejercicio de la propia libertad, por otro. La perfección del hom­
bre sería el resultado de sumarse entre sí la salud y la ecuanimidad, no entendida
ésta como la em me tría de que habla Platón en el Vilebo, sino como sereno y bien
medido ejercicio de la libertad personal. Dígalo poéticamente un cantor del clasi­
cismo cristiano tan alto como fray Luis de León:
Despiértenme las aves
con su cantar sabroso, no aprendido,
no los cuidados graves
de que es siempre seguido
quien al ajeno arbitrio está atenido.
Quiere fray Luis ser cristianamente perfecto, y quiere serlo a través de la
salud de su cuerpo y la ecuanimidad de su alm a'. El mismo sentido tiene la
Aequanimitas con que el gran clínico William Osler dio título a uno de sus
más conocidos ensayos.
2. Junto a la concepción personalista y clásica de la salud, la idea persona­
lista y romántica de ella. Mas también ahora son dos los modos de concebir la
relación entre la perfección y la salud y, por tanto, la salud misma. Para algunos,
el arrebato creador y perfectivo en el ejercicio de la libertad personal y el desequi­
librio o descentramiento de la naturaleza individual que ese ejercicio necesaria­
mente lleva consigo, no tienen por qué romper el estado de salud. Aun esfor­
zado, el logro de la perfección es y debe ser compatible con un último respeto al
buen orden de la naturaleza; más aún, lo exige. Tal es la actitud espiritual de
muchos místicos y ascetas cristianos. Con toda evidencia lo demostró Schipperges
en el caso de Hildegarda de Bingen. «Con el cuerpo sano podréis hacer mucho,
con él enfermo no sé qué podréis», escribió San Ignacio a una monja que le había
pedido consejo acerca de su perfección espiritual. Es ahora perfecto — o se apro­
xima a la perfección— quien sin enfermedad emplea su salud en el cumplimiento
de una alta empresa, y está sano aquél cuya naturaleza es capaz de desequilibrarse
y descentrarse sin afección morbosa todo lo que la esforzada dedicación a tal em­
presa — santidad, heroísmo, creación intelectual, artística o política— vaya de él
exigiendo. La perfección, en suma, es ahora el resultado de sumarse entre sí la
salud y la magnanimidad, la obediente elasticidad de la naturaleza y la voluntaria
ordenación de la vida hacia fines nobles y arduos.
No todos han pensado así. Novalis, creyente en el espíritu personal y sumo
romántico avant la lettre, tuvo por cierto que en este mundo no puede haber para
el hombre perfección sin enfermedad. Para descollar espiritualmente, el hombre ha
de sentir de algún modo quebrado el inestable equilibrio natural en que la salud
consiste. La vida humana sedienta de eminencia sería una suerte de enfermedad
de la relación entre el espíritu y la naturaleza; vivir con designio de perfección es
saberse enfermo y saber utilizar rectamente la propia enfermedad. «Conocemos to­
davía muy poco el arte de utilizar las enfermedades — escribió Novalis— , Verosí­
milmente, ellas son el acicate y la materia más interesantes de nuestra meditación
y nuestra actividad.» No parece ilícito afirmar que para Novalis y una parte con1 Fray Luis de León fue clásico y sereno en su poesía (y no siempre, como tan cumplida­
mente demostró Dámaso Alonso); pero a la vez fue melancólico y bilioso en su nada fácil
vida. La verdad es que sus conflictos con la Inquisición no le permitieron otra cosa.
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siderable de los románticos, la enfermedad, cierto modo de enfermedad, es la suma
salud del hombre: aegrotatio suprema salus, en el doble sentido de esta última
palabra. Mas ya he dicho que el romanticismo es tanto una actitud del espíritu
como una concreta etapa histórica del mundo occidental. Cuando V. von Weizsácker,
ya en pleno siglo xx, sostenga que la enfermedad humana es «un suspirar de la
criatura» y «un desarrollo de la conciencia producido por un suceso corporal», a
la vez que «un suceso corporal producido por un desarrollo de la conciencia», sus
palabras concederán nueva vida y nueva vigencia al pensamiento personalista y ro­
mántico de Novalis.
Más clásico o más romántico en su orientación, el personalismo ha ido ganando
fuerza y actualidad en la antropología y en la medicina de nuestro siglo. Hoy no
son pocos los que creen y piensan que la medicina, en lo que ciencia tiene, debe
ser desde su fundamento mismo «ciencia de la naturaleza humana», por tanto, de
una naturaleza especificada y personalizada por su pertenencia al ente que llama­
mos «hombre».
Dentro del personalismo se inscribe en buena parte la actual idea de la salud.
A veces, de una manera resueltamente religiosa, tal vez ingenuamente religiosa. En
un Congreso dedicado a la «medicina de la persona» (Bossey, 1948), cuarenta mé­
dicos pertenecientes a nueve países y a cuatro confesiones religiosas suscribieron
este concepto de la salud humana: «Salud significa algo más que un mero no-estarenfermo; consiste en una versión del cuerpo, el alma y el espíritu hacia Dios. Por
ello exige ele nosotros una actitud de responsabilidad, honestidad, desprendimiento,
libertad interna y amor; en una palabra, una instalación sin condiciones en el
orden legislado por Dios.» En cierto modo, una versión devotamente religiosa de
la utópica definición de la salud que propuso la O. M. S. En otros casos, la refe­
rencia de la salud a la persona ha quedado más cauta y reflexivamente expresada.
«No hay salud cumplida — escribió el gran internista R. Siebeck— sin una respues­
ta satisfactoria a la pregunta: Salud, ¿para qué? No vivimos para estar sanos, sino
que estamos y queremos estar sanos para vivir y obrar.» A la salud humana per­
tenece constitutivamente un «para qué» no incluido en ella misma. En la estruc­
tura física y metafísica de la salud humana va inscrita de modo esencial, y, por
tanto, ineludible, la aspiración a un fin que la trasciende; fin que día a día debe
ser propuesto o suscitado, dentro de los que sugieren o permiten la sociedad y la
siderable de los románticos, la enfermedad, cierto modo de enfermedad de esta última
de la persona titular de esa salud. Pero de tal manera es esencial la conexión
entre la salud y el fin, que sólo rectamente ordenada hacia éste adquiere aquélla
acabamiento y valor, y tal es la razón por la cual — tan lejos de lo que hoy enten­
demos por personalismo— pudo decir Platón que la salud y la sóphrosyné siguen
a la virtud, a la arete, como a una diosa la sigue su cortejo (Fil., 63 e). La salud,
concepto esencialmente perteneciente al orden de la naturaleza y, por consiguiente,
a lo que en la realidad del hombre es naturaleza, se especifica e individualiza real
y humanamente en cuanto que el hombre es persona.
¿Es teóricamente posible y factualmente realizable una combinación armoniosa
entre el modo romántico y el modo clásico de estar sano? Tal es, pienso, una de
las interrogaciones que nuestro tiempo lleva en su seno.
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