Carlos - Actividad Cultural del Banco de la República

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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Carlos
Payares González
No es la verdad la que nos hará libres, es la libertad la que
nos hará verdaderos.
El día en que conocí a Carlos Payares, lo esperaba sentado
en una cafetería del centro de Medellín. Llegó puntual y,
luego de los saludos formales, me dio una clase magistral
de historia universal. Recorrimos, sin levantarnos de nuestros
asientos, entre anécdotas, experiencias y análisis fugaces,
episodios interesantísimos, no solo para la humanidad como
tal, sino también, y especialmente, para el país.
Yo solamente escuchaba. Él, con una oratoria impecable,
que desde sus épocas de estudiante de Odontología, y
posteriormente como líder estudiantil, le era reconocida
y admirada, me situaba en el lugar exacto de los hechos
y parecía, realmente, que estuviésemos allí. Pero lo que
importaba de aquellas historias no eran ni los hechos ni los
lugares, sino sus personajes.
Es que para entender los sucesos históricos, me decía
Carlos, primero hay que conocer las características y los
pormenores de sus protagonistas. Y eso es, de alguna
manera, lo que vengo a hacer yo aquí.
Toda su vida la ha dedicado a ser un intelectual. Desde
muy joven, recién llegado de Ciénaga, Magdalena, en
su época de estudiante universitario, comprendió que
para generar procesos de cambio había que combinar el
conocimiento científico con el social. Por eso, y a la par de sus
estudios universitarios, se dedicó a aprender, por su cuenta,
política, economía, filosofía e historia; todo ello influenciado
profundamente por el movimiento estudiantil de aquel
entonces.
Allí, en ese movimiento, no solo descubrió una faceta de
su vida, la de líder y dirigente, sino que también aprendió a
amar el conocimiento. Aquel conocimiento que, aunque es
rebelde y es constante, también duele y desengaña, ya que
entre más conoces la realidad, más pequeño te sientes, pero
sabes también que a una mejor calidad de vida pues aspirar.
Su vinculación a la Universidad de Antioquia, por más
de catorce años, comenzó poco antes de terminar sus
estudios, bajo una figura conocida como auxiliar de cátedra.
Al graduarse, y cuando se formalizó como docente en la
Facultad de Odontología, varios de sus colegas, quienes
lo recordaban como aquel líder estudiantil que los había
enfrentado, manifestaron su inconformismo e intentaron, sin
éxito, separarlo de su cargo.
Como profesor, uno de sus mayores logros fue haber
conseguido que se incorporaran ciencias sociales al currículum
de Odontología, pues estas materias se consideraban, hasta
ese momento, un aditivo totalmente prescindible en la
formación de los profesionales de la salud. Él mismo, y para
dar ejemplo, en 1987, diez años después de haber obtenido
su título de odontólogo, se graduó de la carrera de Sociología
también en el Alma Máter.
Esa pluralidad de saberes le ha permitido incursionar
en el mundo académico desde diferentes áreas del
conocimiento, pero siempre con un marcado sentido crítico
y social. Prueba de ello son sus libros Medicina y sociedad
(1987), Consideraciones sociohistóricas de la odontología
en Colombia y en Antioquia (1991), Una historia que ha sido
mal contada (2006) —acerca de Ciénaga y Santa Marta— y
Memoria de una epopeya. 80 años de la huelga y masacre
de las bananeras del Magdalena (2008), obra que ha sido
publicada en distintos países por la Unión Internacional de
Trabajadores de la Alimentación, UITA, en asocio con la CUT.
También, y durante más de doce años, ha ejercido como
columnista de El Informador, un periódico de Santa Marta. Allí,
expone su visión sobre temas coyunturales, no solo locales,
sino de alcance nacional, como la educación, una pasión que
Carlos siempre ha tenido. Al respecto, Carlos explica: “Cuando
he ejercido la docencia, siempre he buscado enseñar a mis
estudiantes a mirar la crítica como un elemento fundamental
para el conocimiento, que nos permite, además, superar los
errores y poder conocer la realidad, para así actuar bien en el
diario vivir”.
Perfil: Santiago Orrego Roldán / Fotografía: Natalia Botero Oliver
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Graciela
Amaya de Ochoa
Ambos están ad portas de graduarse del bachillerato,
él en Medellín y ella en Bogotá. Por azares del destino se
encuentran en el mismo bus para la excursión a Santa
Marta: a un lado los chicos del Liceo de la Universidad de
Antioquia y al otro las niñas del Colegio Departamental
de La Merced. Ubicados uno frente al otro, él le pregunta:
“¿Qué es lo que te tiene tan pensativa?”, y ella le contesta que
nada… “¿Nada o alguien que dejaste en Bogotá?”, replica
él. Entonces ella le responde: “Uno puede estar pensando
en otras cosas, como en la profundidad del mar o en la
inmortalidad del cangrejo”. Esa fue la chispa, el flechazo
con que Cupido los habría de unir. El mar solamente fue el
preludio de ese amor, de un noviazgo que duró ocho años
mantenido a pulso de cartas. Durante ese lapso solo se
vieron cinco veces. Hoy llevan 38 años de casados y acaban
de ser abuelos de mellizos. Él es Francisco Javier Ochoa y
ella, Graciela Amaya de Ochoa, una de las mujeres que más
sabe de educación y pedagogía en el país.
Nacida en Bogotá, en una familia de cuatro hermanos,
Graciela recibió una notable influencia de su madre,
también educadora. “Ella transfirió a la casa toda esa
vocación, esa entrega abnegada que necesita un maestro.
Y como yo era la mayor, me asignó la tarea de educar a
mis hermanos más pequeños”, recuerda con una dulzura
encantadora.
Se graduó como normalista y a los dieciséis años
comenzó a trabajar en la Escuela Bavaria. Pasó de sus tres
hermanos a educar a treinta niños de segundo de primaria,
a los que enseñó a leer y escribir con canciones y cuentos.
Motivada por aquella experiencia, se presentó a Psicología
en la Universidad Nacional, y a la Universidad Javeriana para
hacer la Licenciatura en Física y Matemáticas. Obtuvo una
beca para hacer una maestría en Orientación y Desarrollo
Educativo en la Universidad de Chile. Desde allí concertó su
matrimonio por teléfono con Francisco Javier, egresado de
ingeniería de la Universidad de Antioquia, quien realizaba
estudios de posgrado en Nueva York.
A Medellín llegó traída por el corazón. Mientras
su esposo era docente de la Facultad de Ingeniería,
ella cumplió su sueño de ingresar a la Universidad de
Antioquia como estudiante de la maestría en Orientación y
Consejería, y luego la invitaron a ser docente de Psicología.
Pronto fue escalando posiciones como jefe de sección en
Teoría Educativa y Psicopedagógica, jefe de Departamento
y decana de la Facultad de Educación. “Adoro la universidad
porque fue mi primera escuela, una escuela de pensamiento
ligado a lo social”, declara.
De su paso por ella, destaca la construcción del modelo
de educación a distancia. “La universidad era pionera
ensayando modalidades pedagógicas, materiales, etc.
Empezamos a abrir ese terreno, pero no dejé la preocupación
por las dificultades de la enseñanza”, dice. De igual modo,
aportó las bases para generar la conexión interdisciplinaria,
propiciando la integración de las diferentes facultades para
aplicar mejores estrategias pedagógicas.
En Medellín tuvo a sus hijos y los crió. Hasta que tras
doce años en la Universidad de Antioquia regresó a Bogotá.
Por su permanente preocupación por mejorar el arte de
enseñar, ha trabajado en tantas universidades que no
caben en los dedos de la mano; fue nombrada vicerrectora
de la primera universidad a distancia del país, subdirectora
académica y de fomento del Icfes, y asesora del Ministerio
de Educación. Además, pertenece a la Asociación
Colombiana de Pedagogía, donde sigue pensando cómo
incidir en la formación de educadores. Así mismo, es asesora
universitaria ante el Consejo Nacional de Acreditación y
evaluadora de programas académicos.
En cierta ocasión, la Casa Antioqueña en Bogotá la
postuló para otorgarle la Orden del Zurriago, una distinción
que se concede a antioqueños destacados en algún campo.
Antes de condecorarla le preguntaron si era verdad que ella
no era antioqueña. Su respuesta fue: “Yo me considero una
paisa adoptada”.
Pefil: Francisco Saldarriaga Gómez / Fotografía: Archivo personal
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Jorge Enrique
Restrepo Gallego
No es mentira. Cuando entras al consultorio del doctor
Jorge Enrique, lo primero que hace es preguntarte cómo
estás; te mira a los ojos y escucha con interés cada palabra
que respondes. No teclea en su computador mientras le
explicas qué te duele, lo mantiene cerrado. No mira el
reloj, te aclara con detalle la causa de tus dolencias y no te
receta Acetaminofén.
Desde su época de estudiante, se grabó el juramento
hipocrático, el cual ha seguido como un precepto. Fue
su maestro, el doctor González, quien le insistió en que
debía ser un médico integral, defender los derechos de
los pacientes y jamás doblegarse al sistema. “Él fue un
gran apoyo porque yo le ayudaba en las cirugías y él
me pagaba honorarios con los que me pude sostener
un buen tiempo”, afirma. En San Roque, donde hizo su
año rural, se encontró por hospital una casona vieja a la
que le faltaban muchos recursos para atender a 12 mil
habitantes: “Cuando llegábamos a un pueblo éramos
todo: atendíamos partos, heridos, adultos mayores…”.
Jorge, voluntario innato, emprendió una campaña para
construir un hospital digno. Con el apoyo del pueblo y
la Federación de Cafeteros, hizo fiestas para colectar
recursos. A punta de conciertos de orquestas como Los
Graduados, construyó el nuevo hospital. Ese mismo
año, una empresa extranjera llegó con el proyecto de
una hidroeléctrica, querían hacer el campamento de los
obreros en el pueblo. Él se dedicó a concienciar a los
pobladores y a políticos: “Yo me opuse con el argumento
de que eso iba a dar un cambio social muy grande en
contra del buen desarrollo de la comunidad, desde la
salubridad hasta la seguridad”. Lo escucharon y le hicieron
caso.
Esa empresa lo contrató para atender los trabajadores
de San Rafael. Estuvo un año, pero no soportó los reclamos
que le hacían los jefes porque daba incapacidades,
atendía pacientes que no eran de la empresa y le
prestaba la ambulancia a quien la necesitara. Esas luchas
lo desgastaban, le robaban el sueño, por eso y porque
su esposa había dado a luz al primero de sus cinco
hijos, regresó a Medellín, al barrio Guayabal y fundó su
consultorio particular hace 28 años. Como médico de
barrio conoce las familias, ha atendido a los abuelos, los
hijos y los nietos. “Me siento muy privilegiado de tener mi
consultorio sin la presión de una EPS. Me he preocupado
por ejercer libremente mi profesión porque el sistema
de salud no le permite al médico ser médico. Me he
preocupado por defender los médicos que Colombia
necesita: médicos de familia integrales”, afirma con orgullo.
Jorge es el presidente de la Asociación de Egresados
de Medicina desde hace seis años. Inquieto por la
actualización médica, creó las diplomaturas en Riesgo
Cardiovascular, en Atención primaria y en Urgencias.
“Estamos muy orgullosos, ya llevamos varias cohortes.
Hemos preparado al egresado para ejercer una buena
medicina ante la sociedad”, cuenta. Aprovecha los
encuentros con los egresados para decirles lo que a él le
enseñó su maestro: el bienestar del paciente es lo primero.
Desde el balcón de su consultorio puede contemplar
el vecindario donde está su casa. Todas las mañanas, antes
de ir al consultorio, transporta a sus hijas al colegio, a la
universidad y al trabajo. Y sale a caminar con su perro.
Jorge es el médico de familia —el de confianza—, un
personaje que parece más cercano a esas películas donde
telefonean al doctor en mitad de la noche y este llega con
un maletín de cuero negro donde lleva su kit de primeros
auxilios: “Yo soy uno de esos. La vida ha sido bondadosa
porque me ha permitido ser libre”. Pero esto ya se lo ha
asegurado Hipócrates en la última línea de su voto: “Si
observo con fidelidad este juramento, séame concedido
gozar felizmente mi vida y mi profesión, honrado siempre
entre los hombres; si lo quebranto y soy perjuro, caiga
sobre mí la suerte contraria”.
Perfil: Ana María Bedoya Builes / Fotografía: David Estrada Larrañeta
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Argiro Artemio
Giraldo Quintero
Argiro Tobón, temiendo por su vida, y aunque ya
sobrevolaba el Atlántico rumbo a España, aprovechó el
sueño de los demás pasajeros; se paró de su asiento de
clase turista y le entregó a la azafata un tiquete de primera.
Suponía que a esa sección no tendría acceso quien, estaba
seguro, lo seguía en el avión. Luego decidió bajarse en
Madrid, antes de lo previsto, para que su verdugo llegara a
Barcelona, despistado. No tenía equipaje. No besó a sus hijos.
No había planes. Corría 1999. Estaba proscrito.
Años atrás, joven, cuando vivía en el barrio Santa Lucía de
Medellín, la dictadura también lo había exiliado a puntapiés
de las calles. La vida lo hizo sensible a la gente y repelente
a los poderes. No tuvo más que atender su vocación. Y eso
poco a poco fraguó el desenlace de su historia.
En la Universidad estudió Derecho, en los sesenta y setenta,
justo después de que el cataclismo de la violencia hubiera
destruido todo y las juventudes tomaran partido ideológica
y políticamente. Se declaró socialista por desconfiar de los
totalitarismos, lo que le granjeó fama de reaccionario entre
los comunistas, el desprecio de los maoístas y la ojeriza de
la derecha. Fue un trance intenso de discusiones de país, de
utopía. Entendió que una protesta se disuelve a palos; una
organización, no.
Apoyó las protestas que minaron el poder de Pinochet
en Chile y contra Videla en Argentina. Desde su oficina
de abogado, despachó a algunos amigos a combatir
en la revolución sandinista de Nicaragua. En el país,
simpatizaba con los miembros del M-19 y aportó desde la
clandestinidad a los diálogos de paz en época de Belisario
Betancur. Después de que ese grupo burlara la inteligencia
del Ejército, robándole todo un arsenal del Cantón Norte,
Argiro fue víctima de una vehemente cacería que lo exilió
por segunda vez. En esta ocasión, fue a San Pedro de Urabá,
donde aceptó el trabajo de juez. Para su mala suerte, las
Farc se tomaron el municipio y las autoridades no vacilaron
en culparlo de la toma: “A mí, que nunca me enfilé en la
guerrilla”. Para desmarcarse de las listas del Das, se exilió
políticamente en el Partido Liberal.
Gracias a su audacia, encontró una oportunidad para sus
pretensiones de transformar el sistema. Fue en Envigado y
con Jorge Mesa con quien se liaron las posibilidades y las
ideas. Bastó un periodo de gobierno, como secretario, para
que su municipio hiciera fama de modelo, de incluyente y
visionario. Un gobierno que puso entre sus prioridades a
los humanos y no el pavimento. Justamente por oponerse
a la mole gris del metro encontró, quizá, los enemigos más
fieros.
Fue rector de la Institución Universitaria de Envigado.
Unos años más tarde, redactó en el recinto Quirama un
proyecto de constitución federal. Aunque fue el más
entusiasta en la elaboración del proyecto, no le extrañó que
su nombre fuera excluido en la ponencia del congreso.
Argiro se acercaba al límite. Sufrió dos atentados. Del
primero se salvó gracias a que una comunidad en la zona
nororiental salió valientemente a rescatarlo: “Me escapé
de los paracos”. El segundo fue horas después del sepelio
de su padre: “Esta vez de mano del Ejército”. Con la misma
adrenalina que esquivó las balas, fue hasta la IV Brigada a
hacer el reclamo, recuerda. “Y me iban a matar allí”. Ese día
debió abandonar el país y refugiarse en Europa.
Cuando llegó a Madrid era uno más de la clase obrera.
Mesero, jardinero, camarero. Con una dieta de pan, gaseosa
y vitaminas, ahorró poco a poco para abrir dos años después
la primera sala de internet que se conociera en Madrid,
una sala para inmigrantes. Con el tiempo logró que se le
reconociera como abogado y estudió el tema del derecho
electrónico.
En España encontró un lugar más amable para sus
sueños. Se hizo masón apasionado y abogado militante
del movimiento 15M. Fabrica vinos y va por la segunda
cosecha de su vid. Respecto a Colombia, sabe que mientras
la pluralidad no prospere, no habrá país feliz. Y mientras no
haya espacio para todos, él se declarará “el más indignado”.
Perfil: Santiago Botero Cadavid / Fotografía: Archivo personal
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Patricia
Martínez Cifuentes
Nació el 8 de abril de 1957, a pesar de que su padre ateo y
su madre liberal hicieron todo lo posible para que naciera el 9.
El hecho de que ese mismo año las mujeres hubieran votado
por primera vez en Colombia, parece haberla predestinado a
ser una convencida defensora de los derechos de la mujer. En
su casa siempre se habló de política y, como cosa “extraña”,
desde su infancia escuchó hablar bien de Fidel Castro y
del Che Guevara, lo que le enseñó a entender que se podía
pensar y ser diferente.
De su padre aprendió que es más importante dar que
recibir, de su madre (intuitiva feminista), que “una no se puede
casar para respirar por la nariz del marido”, y de ambos, a no
ser incondicional de nada ni de nadie; también le regalaron
a Diana, su hermana. De su primer matrimonio le quedó un
tesoro, Juan Fernando, su único hijo, y del segundo, Manuel
Ignacio Murillo, un hombre excepcional para toda la vida.
Se graduó de abogada en el Alma Máter en 1986 después
de haber sido expulsada de la Universidad de Medellín por
su activismo en el paro del 75 y a pesar de haber sacado 5
en álgebra en el Cefa, lo que le auguraba otros horizontes
intelectuales. Allí aprendió de Fernando Mesa Morales, su
gran maestro, que “como la libertad no se puede asir, hay que
defenderla siempre”, y de Carlos Gaviria Díaz, que “la academia
también puede ser un lugar propicio para la felicidad”.
Comenzó su actuación en la izquierda en 1972 en el
movimiento estudiantil que se gestó contra el Estatuto
Docente del gobierno de Pastrana Borrero, liderado por su
ministro Galán Sarmiento. En el 77, ella y compañeros de
las facultades de derecho, comunicación y artes fundaron El
Brochazoo, Animales de Brocha, el arte al servicio de la política,
tratando de contrarrestar lo panfletario de la propaganda
política.
Participó en el comité de defensa de los presos políticos
a finales de los 70 y principios de los 80 (cuando eso, los
militares no desaparecían civiles, solo los juzgaban), y en
1985 comenzó a defender su género participando en la
creación del Colectivo de Mujeres que marcharon el 25 de
noviembre gritando “¡No más violencia contra las mujeres!”,
en protesta por el abuso de que habían sido víctimas en
un paro cívico algunas militantes de la Unión Patriótica,
partido al que nunca perteneció. Desde esa época es parte
del Movimiento Social de Mujeres y actualmente socia de la
Unión de Ciudadanas de Colombia, organización sufragista
que nació, como ella, en el 57.
Entre 1993 y 1997, trabajó defendiendo las comunidades
indígenas con Eulalia Yagarí y la Organización Indígena
de Antioquia. Allí aprendió la importancia de las acciones
afirmativas y los grandes retos y valores que entraña la
diferencia.
No pudo escapar a su destino, desde el 97 se ocupa a fondo
de investigar, estudiar y reelaborar todo lo concerniente a la
legislación especializada sobre mujeres. Desde entonces, las
acompaña en sus batallas contra la segregación, el abuso y la
violencia, les dicta charlas, las capacita y las organiza. Con ese
accionar se ha logrado que la protección de los derechos de
las mujeres haga parte de las políticas públicas de Medellín y
varios municipios del Departamento de Antioquia.
Jesús María Valle Jaramillo fue un ejemplo a seguir: “No
hay que aspirar a ningún reconocimiento, hay que cumplir
con el deber y por el deber mismo”. Convencida de ello,
lo acompañó en la conformación de la Liga de Usuarios
de Empresas Públicas de Medellín y en la Acción Popular
Independiente (API), previo a la Constitución del 91 de donde
surgieron importantes propuestas en derechos humanos.
Patricia quisiera eternizarse en la bella frase que perpetúa a
su amigo mártir: “Aquí estamos y estaremos siempre, en el
fragor de la lucha y en la quietud de la muerte”.
Perfil: José Ricardo Mejía Jaramillo / Fotografía: Juan Fernando Chinchilla Martínez
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Amílkar
Acosta Medina
En cuarto de bachillerato los curas capuchinos de
Riohacha no aguantaban más a Amílkar Acosta. Lo
expulsaron a pesar de que su papá era más que godo,
dirigente godo de la ciudad.
El muchacho mostraba interés por textos non santos
como El capital y Salario, precio y ganancia; y mostraba
agallas para poner todo patas arriba. Al siguiente año, su
papá lo envió para una ciudad goda. En Medellín lo podía
recibir doña Regina Restrepo, que oficiaba como Secretaria
de Educación de un gobierno godo, eminentemente.
Allí terminó bachillerato. Cuando quiso ingresar a la
Universidad de Antioquia, tenía una instrucción clara desde
Riohacha: estudiar medicina. Amilkar, de sangre rebelde,
compró dos formularios de admisión: al primero, con el
que complacía al papá, le sacó una fotocopia y lo envió a su
ciudad natal. En el segundo, que entregó en las taquillas de
la universidad, aspiraba ingresar a economía.
Conoció la librería Nueva Cultura, repleta de literatura
prosoviética y comunista. Fue buen terreno para fecundar
sus ideas y para formarse un carácter bien documentado.
Carácter que se desenvolvió estelarmente en la Universidad
de Antioquia de los 70.
De estudiante de economía supo arreglárselas como
un extraordinario político. Donde encontrara un ladrillo
mal puesto se paraba y sermoneaba la doctrina con
tenor tropical. Desde el primer semestre fue representante
estudiantil y recorrió todos los consejos con los que se
topó. Así, el costeño en poco tiempo representaba a sus
compañeros en el Consejo Superior. Con los dientes que le
dio el respaldo de la izquierda se estableció el “cogobierno”
y bien pudo devolverle las atenciones a la curia. Desde ese
entonces, ni la Iglesia ni los empresarios tuvieron partido
en las decisiones que regían la institución educativa. Antes
de terminar la carrera, a sus 22 años había conseguido
una curul en el Concejo de la ciudad de Medellín, en el
que hacía parte de una magra oposición de dos ediles de
izquierda contra el resto.
En el 75, Amilkar era profesor de finanzas públicas en
la Facultad de Economía. Militaba en el Moir. Un buen día
tomó la decisión de “descalzarse”, tradición cultivada por
los intelectuales chinos que repelían la somnolencia de los
pensadores y los animaba a dispersarse como apóstoles
entre los obreros y los campesinos. Él regresó a Riohacha.
Lejos de la metrópoli ideológica, ganó una curul como
representante procomunista a la asamblea de diputados
de la Guajira, y con dolor vio que Tribuna Roja, periódico
del movimiento, no lo contaba entre sus triunfos electorales
y sintió que lo habían olvidado. Nunca más aceptó la
filiación y se declaró independiente. En el 86 se vinculó a
la gobernación departamental y, tras dos o tres azares, fue
nombrado presidente de la Empresa Colombiana de Gas.
La energía es otra de sus pasiones, y recuerda que en el
centro de estudios del carbón en la Universidad Nacional su
madrina, que trabajaba allí, le permitía fotocopiar los textos
para estudiar el asunto. En plena bonanza marimbera,
reconocía que la riqueza de su región no estaba en el
contrabando, sino en el suelo que pisaban. Se versó tanto
en el tema que cuando Samper le ofreció ocupar el cargo
de Viceministro de Minas, aceptó; aunque el puesto le
exigiese afiliarse al partido liberal. A la fecha, ha publicado
30 libros sobre la energía y la minería.
Lo que siguió después es sabido. Amilkar, como
senador de la República, gestionó los proyectos sobre
biocombustibles. Se sumergió en las entrañas del partido
liberal hasta el punto de hacerse orgánico. Hace parte de
la junta directiva de Ecopetrol y de la junta de la Federación
Nacional de Biocombustibles. A Medellín viaja con frecuencia
y en la última oportunidad que tuvo de pasar por la
Universidad de Antioquia sacó su carné de egresado.
Perfil: Santiago Botero Cadavid / Fotografía: Archivo personal
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Darío
Montoya Mejía
Para tener una vida plena es necesario lograr un perfecto
equilibrio entre tres variables: emprender, tener una familia
y aprender. Es extremadamente satisfactorio cuando uno, a
partir de lo que sabe, puede conquistar un mercado y hacer
dinero. Pero para esto no es necesario tumbar a nadie, ni
mucho menos valerse de artilugios baratos para conseguirlo.
Basta, solamente, con trazarse un objetivo claro y encaminarse,
además, por la senda del aprendizaje continuo.
Capítulo uno
Esta historia comienza con un hombre al que la vida le
dio mucho. Y no me refiero solo a lo material, estoy hablando
de algo más: de ambición, por ejemplo, para trazarse metas y
propósitos; de inteligencia para conquistarlos; y de conciencia
social para compartir, quizá, el mayor regalo otorgado: la
pasión por emprender. Al emprendimiento no llegó por
causalidad. Desde muy joven, y alternando su formación
como ingeniero industrial en la Universidad de Antioquia, de
donde se graduaría en 1982, tuvo unos cuantos negocios, en
ferretería y construcción, que a pesar de que no lo hicieron
rico, sí le permitieron darse una forma de vida interesante.
Sin embargo, un tiempo después, con 37 años cumplidos,
sentía que en su vida se formaba un vacío. Si bien tenía su
familia y sus negocios, dos de las variables fundamentales para
ser feliz, había descuidado la tercera, aprender, y esto estaba,
incluso, a punto de frustrarlo por completo.
Capítulo dos
Aunque en su generación no se acostumbraba volver a
estudiar luego de haber obtenido un pregrado, el protagonista
de esta historia decidió, entonces, regresar a la Universidad. Allí,
en 1993, realizó una especialización en finanzas, evaluación y
formulación de proyectos. Ahora sí, todo en su vida, con las
tres variables equilibradas, estaba de nuevo en orden.
Bueno, casi todo. El haber vuelto a la universidad generó
en él no únicamente un cambio en sus rutinas laborales y
académicas, sino también un nuevo enfoque y una manera
diferente de ver la vida. Allí presenció cómo a los jóvenes
recién egresados por cualquier razón se les cerraban las
oportunidades laborales, y entonces, viendo tal situación, y
buscando la manera de contribuir, pensó: “Yo no tengo plata
para aportarles, tampoco puedo cambiar las leyes de este país,
pero lo que sí puedo hacer es renovar su espíritu y el espíritu
se renueva es con emprendimiento”.
Capítulo tres
Convencido de que emprender genera armonía entre
felicidad, dignidad, estabilidad económica y por supuesto
satisfacción personal, se dedicó a promover ese verbo entre
la juventud.
Su modelo de emprendimiento, que planteó hace más
de diecinueve años, estaba enfocado en emprender a partir
del aprendizaje, de cómo el conocimiento se podía convertir
en resultados. Y hablando de resultados, su convicción por
emprender no solo consistió en divulgar dicha manera de vivir,
sino que, además, diseñó en 1996, con el apoyo de Proantioquia
y diferentes universidades de Medellín, la ‘Incubadora de
empresas de base tecnológica de Antioquia’, cuyo modelo
de trabajo se ha replicado con relativo éxito por todo el país y
hoy, casi dos décadas después, son estas empresas, las de base
tecnológica, las que dominan el escenario de los negocios
internacionales.
Epílogo
Hoy, aquel hombre que comprendió que enseñar a
emprender era una manera de construir país, y después de
ocupar una serie de cargos públicos, en pro del conocimiento
y el emprendimiento entre los jóvenes, está dedicado a
trabajar en un proyecto productivo para las personas a las que
les restituyen tierras, a asesorar entidades sobre educación e
innovación y a liderar la fundación de una institución educativa
para ingenieros.
“Hoy en día soy un convencido de que el trabajo dio
resultado y que generó otra serie de iniciativas en el país
que hoy les permiten a los jóvenes tener nuevas y mejores
instancias para abrirse caminos. Porque al final el valor que le
resuelve el problema a esta juventud se llama emprendimiento,
que no es más que, con lo que se sabe, generar oportunidades
para conquistar mercados.”
Perfil: Santiago Orrego Roldán / Fotografía: José Miguel Vecino Muñoz
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Reina Virginia
Arboleda Tamayo
El momento aún lo tiene presente. Ocurrió en la vereda
Púa del corregimiento Arroyo Grande: un chiquillo de seis
años se acercó a ella y le tocó la pierna: ”Seño… seño, ¿esto
es para mí?” , el chico agarraba con fuerza unos libros que ella
había llevado para leerles.
“No, niño, son para todos”, le decía mientras intentaba
quitárselos.
El niño se puso a llorar y entonces ella se los regaló.
“Eso me marcó y a la vez me dio la pauta: a los niños les
interesaba por lo material, pero había que enseñarles que los
libros son para compartir”, admite, veinte años después, la
bibliotecóloga Reina Arboleda Tamayo.
Reina nació en Buriticá, pero las mejores páginas de su
infancia están en Amagá. Su madre era maestra rural. “El
primer libro que ella me leyó fue La Cenicienta. Papá había
muerto y mamá trataba de comprarnos libritos. Ella tenía El
Quijote como un recuerdo del esposo. Cualquier día sin más
para leer, lo cogí, sólo entendía que iba un señor en burro y
otro a caballo”.
Ya en el bachillerato, pedía libros prestados al profesor,
porque para Reina leer es tan vital como comer. Esas lecturas
moldearon su destino. Soñaba con estudiar Filosofía y Letras.
Luego Bacteriología. Sus estudios de bibliotecóloga fueron
un “accidente favorable”: alguien le hizo caer en la cuenta
de que lo suyo eran las letras. En 1983, se graduó en la
Escuela Interamericana de Bibliotecología. “La Universidad de
Antioquia me invitó a pensar que la bibliotecóloga no es una
viejita soplándoles el polvo a los libros, sino quien pone el
conocimiento de estos al servicio de la comunidad”.
Y gracias a pensar en ese servicio social, 26 años después
de egresar del Alma Máter, sería premiada como Bibliotecaria
Distinguida del Caribe, por el Instituto de Patrimonio y
Cultura de Cartagena, y como Bibliotecaria Distinguida, por la
Rectoría de la Universidad de Antioquia en el 2009.
El camino, sin embargo, no sería una página fácil de
escribir. Por “otro accidente”, debido a las dificultades
laborales de la ciudad, en 1986 se fue a Cartagena y allí
ganó reconocimiento. Trabajó en bibliotecas escolares y
universitarias, también en centros de documentación. Sin
embargo, con la Agencia de Cooperación Española logró sus
mejores frutos.
Escucharla, mientras se toma sus cafés cerreros, es un
recorrido por otra Cartagena: no la “city de postal” con hoteles
de lujo. Reina llegó con sus Libros a las escuelas, sus Mochilas
viajeras y sus Bibliotecas rodantes a las zonas marginales; hay
allí una clase completa de geografía. Hasta Puente Honda,
Puerto Rey, Manzanillo del Mar, Arroyo de Piedra, Pontezuela,
Arroyo Hondo, Púa y Las Canoas, fue a llevarles diversión
y conocimiento a personas que nunca antes tuvieron
contacto con un libro. O con los sueños, como diría ella. “Fue
satisfactorio llegar a zonas en que las ‘escuelas’ eran chozas
adonde los niños caminaban horas para llegar”. Valga decir
que además les escribía. Reina es coautora de los libros de
cuentos Érase una vez, cuentos desde el Caribe y Érase una
vez… Sueños desde el Caribe.
Está en Medellín, ciudad que se llenó de grandes
bibliotecas, pero a ratos la traiciona esa nostalgia de sus
caminatas a las veredas: “En las bibliotecas grandes hay
de todo, pero son impersonales. Para leer, son mejores
las pequeñas; me encantan por el contacto con la gente.
Además, prefiero leer en una manga”.
Reina es y se sabe plena de energía. La misma que quiere
gastar en cuentos para niños. “No soy escritora, pero me gusta
plasmar emociones: tengo años de adulta pero también de
niña, y los niños ven un mundo muy lindo”, explica.
Escritora que quiere ser, dice que escribiría una
autobiografía titulada Historias de una biblioteloca: “Es
que sueño tanto que creo que estoy loca: pero mi locura
entendida como buenas experiencias entre libros”. La última
frase está lejana…
Perfil: Guillermo Zuluaga Ceballos / Fotografía: Julián Roldán Alzate
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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Índice
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA
Pedro Nel
Valencia Alzate
Según él, lo que hace a un buen cronista es su instinto
aventurero mezclado con una generosa dosis de amor por
las letras. Con estas ideas, hasta hace un par de años, fue
editor en España de un periódico para latinos que llegó a
tener 430 mil lectores. El nombre del semanario era Latino,
y ocupó el puesto quince entre los periódicos más leídos de
la península Ibérica. Esta fue una realidad que a Pedro Nel
Valencia no se le pasó por la mente cuando arribó a España a
finales del 2001, para vivir como inmigrante. Allí estuvo diez
años, cuatro de ellos indocumentado, trabajando a veces
como portero, a veces como cronista.
Hoy no está en Madrid. Ni en el El Peñol, el pueblo
“roñoso” donde nació y a donde, seguramente, volverá. Se
encuentra en la calurosa Montería, como jefe de redacción de
El Meridiano de Córdoba, donde ya había estado a finales de
los noventa. Regresó a Colombia por achaques de nostalgia,
razones muy distintas al hastío por la violencia que lo hicieron
viajar a España diez años atrás. “Me fui del país, entre otras
cosas, porque no me gustó la autocensura que teníamos
los periodistas, por los intereses económicos y políticos de
los medios”, afirma Pedro Nel, a quien lo que más le dolió, al
momento de partir, fue dejar a su hijo. “Ya que estoy de nuevo
en Colombia, veo que la situación es la misma, pero al menos
estoy cerca de los míos”, puntualiza con humor.
Pedro Nel hoy tiene 56 años, una mirada calculadora y un
humor trágico. Dicen quienes lo conocieron hace unos quince
años que ahora tiene un carácter calmado, en contraste con
el perfil de regidor que siempre lo caracterizó. Lo que sí no
ha cambiado es su manía por la lectura y su incontenible
deseo de crear tertulias literarias, ya que su memoria guarda
una enciclopédica lista de escritores de todos los tiempos.
En ocasiones, cuando cree estar solo, canta cortas estrofas
de boleros sobre amores fugaces. “Nuestro folclor simple y
profundo, eso también me hacía falta de Colombia”, dice.
Extraña sus días de reportero raso, sobre todo cuando
trabajaba para El Mundo, y Darío Arizmendi lo tenía como
su cronista de cabecera y lo enviaba a cubrir todo tipo de
acontecimientos a lo largo del país: que Armero, que la visita
del Papa, que una masacre en Magdalena... “En ese tiempo se
juntaron dos cosas maravillosas: viajar y escribir. Lo que más
me gustaba era redactar crónica roja”, afirma Pedro Nel.
En aquellos años de periodista, exploró todas las
posibilidades que brinda el reportaje y adoptó su lenguaje
directo. De esta experiencia, quedó un libro de crónicas que
bellamente tituló Días de fuego. Fuera de El Mundo, Pedro Nel
fue el director regional de El Tiempo, a finales de los ochenta,
para Antioquia, Córdoba y Chocó, y estuvo en La Hoja como
jefe de redacción. En 1984, ganó el Premio Nacional de
Periodismo Simón Bolívar, y posteriormente fue finalista del
Premio CPB. El escritor y periodista Daniel Samper Pizano
incluyó uno de sus textos en Antología de grandes crónicas
colombianas.
Cualquiera creería que Pedro Nel vive su ocaso por estar
ahora en un medio pequeño, en comparación con otros
diarios en los que incluso ayudó a fundar departamentos de
investigación. Tiene en mente recopilar sus reportajes que
fueron portadas en Latino y otros periódicos, y ya tiene a mitad
de camino varios libros, entre ellos una autobiografía con su
experiencia como inmigrante. No descarta volver a España.
Cuando se le pregunta por la Universidad de Antioquia,
donde se graduó de Comunicación Social - Periodismo, dice
sentirse orgulloso de ella, porque en aquellas aulas finalmente
forjó su sueño y conoció a personas que le enseñaron lo más
importante: el amor por el periodismo.
Perfil: Pompilio Peña Montoya / Fotografía: Archivo personal
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