Huellas de la Cultura Ecuatoriana - Academia Nacional de Historia

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1. Jota Jota y el alma latinoamericana. Febrero de 1987.
2. El habla ecuatoriana. Julio de 1989.
3. Cultura e historia. Enero de 1992.
4. Orígenes históricos del regionalismo. Junio 24 de 1994.
5. Las historias de Pedro Jorge Vera. Mayo de 1997
6. Fiesta en Trigueros. Junio de 1997.
7. El bucaramato y la pugna inter…. Octubre de 1997.
8. El caciquismo y el poder oligárquico. Diciembre de 1997.
9. Ideario y acción de Vicente Rocafuerte. Marzo de 1998.
10. La cultura nacional en un mundo globalizado. Abril 98
11. Semana Santa, teatro colectivo. Abril de 1998
12. Entre Eros y Thánatos. Octubre de 1998
13. Tras el Tratado de Paz con el Perú. Octubre de 1998.
14. Despedida a Pedro Jorge Vera. 1999
15. Nuestra cultura política. Septiembre de 1999.
16. Un libro póstumo de Carlos Arroyo del Río. Noviembre de 1999
17. Quito en los ojos de los cronistas extranjeros. Marzo de 2000.
18. Nuestra lengua universal..Marzo de 2000.
19. El compositor Evaristo García. Abril de 2000.
20. Tres notables bolivarenses. Julio de 2000
21. De mitos, dogmas y pecados de la Iglesia. Abril 2001.
22. Comunicación y sociedad. Mayo de 2001.
23. ¿Qué es la identidad nacional?. Noviembre de 2001.
24. Prensa, democracia y responsabilidad social. Marzo de 2002.
25. Orígenes y esencias de la lojanía. Mayo de 2002.
26. Las voces de las etnias americanas. Junio de 2002.
27. Hacia una nueva universidad. Septiembre de 2002.
28. Antonio Sacoto y sus interrogantes sobre el ser nacional. Noviembre de 2002.
29. Carlos Paladines y las figuras simbólicas de la educación nacional. Dic. 2002.
30. Región y regionalismo. Febrero de 2003.
31. La ciudad, entre el reto y la utopía. Mayo de 2003.
32. Testimonio de vida. Julio de 2003.
33. Virgilio Guerrero y la Revolución Juliana. Septiembre de 2003.
34. Los dibujos de Clímaco Bastidas. Noviembre de 2003.
35. La prensa y los desafíos de la paz. Diciembre de 2003.
36. Registros de la memoria colectiva. Julio de 2004.
37. Juan Montalvo, el regenerador de repúblicas. Julio de 2004.
38. Algunas reflexiones críticas… Octubre de 2004.
39. Curar y enseñar en la Audiencia de Quito. Febrero de 2005.
40. El nuevo panorama urbano. Mayo de 2005.
41. Henry Luque Muñoz o la pasión de vivir. Julio de 2005.
42. La Alfarada y sus efectos sociales. Abril de 2006.
PRESENTACIÓN
POR CARLOS
CALDERÓN
JORGE NUÑEZ: ETICA Y VERDAD,
LAS FORTALEZAS DEL HISTORIADOR
Carlos Calderón Chico
La figura de Jorge Núñez Sánchez (La Magdalena, Provincia
de Bolívar, Ecuador, 1947) no es desconocida para nadie. Más de
tres décadas trabajando en la investigación histórica, tanto en
archivos nacionales como extranjeros. Miembro de la Real Academia
Española de la Historia y de varias academias del Ecuador y América
Latina. Conferencista y miembro de distintos jurados académicos en
universidades latinoamericanas y europeas. Ex Presidente y Secretario
Ejecutivo de la Asociación de Historiadores Latinoamericanos y del
Caribe. Ex Subsecretario de Cultura durante el gobierno de Rodrigo
Borja (1988). Colaboró en la desaparecida revista NUEVA, dirigida por
la periodista Magdalena Adoum, donde publicó centenares de artículo
y ensayos sobre la historia de nuestro país y de las relaciones entre
Estados Unidos y América Latina a lo largo de varios siglos. Más de
treinta libros de su autoría y otros tantos de su coautoría completan
su aporte a la bibliografía ecuatoriana.
Núñez Sánchez no sólo ha indagado sobre nuestro pasado,
sino que lo ha hecho desde una perspectiva crítica y rigurosamente
documentada. Es miembro del movimiento que ha dado en llamarse
“Nueva historia del Ecuador”, siendo coautor de la obra del mismo
título, publicada a partir de 1983, en 15 tomos y bajo la conducción
editorial de Enrique Ayala Mora, por la Corporación Editora Nacional y
la Editorial Grijalbo Ecuatoriana. Su solidez como investigador, unido a
una profunda sensibilidad y vocación latinoamericanista, han marcado
su vida académica y de maestro universitario. Es en la Universidad
Central y otras del país donde ha ejercido la docencia por más de tres
décadas, habiendo recibido también las más altas preseas en estos
centros de educación superior. Creo que la mejor condecoración que
pudo haber recibido Jorge Núñez es aquella de tener lectores, que
saben que acercarse a sus libros es no salir defraudados tanto en la
visión de la historia como en esa fina percepción que él tiene sobre
los dolores de ésta Nuestra América. Lo atestigua su libro sobre
Nicaragua y las decenas de estudios que ha escrito o ha dirigido, tales
como colecciones sobre historia de las ideas latinoamericanas.
Mi relación académica, intelectual y humana con Jorge Núñez
Sánchez data de más de tres décadas, cuando, allá por 1975, en la
revista Puño y Letra que yo dirigía, en su No. 2, publicó un ensayo
suyo sobre historia ecuatoriana del siglo XIX, concretamente sobre
Olmedo, artículo que debería leerse ahora que las élites porteñas, o
mejor dicho, un sector de ellas, ha iniciado un proceso de mitificación
del prócer guayaquileño. Desde esa fecha hasta hoy, sus libros se me
han vuelto una necesidad para poder identificar mejor a mi país.
Dotado de un poder de análisis y crítica, su valoración de la
historia está dada por las fuentes primarias que con rigurosidad confronta en los archivos nacionales y extranjeros (Archivo de Indias,
de Sevilla, de Simancas, México, Lima, Bogotá, Quito, Caracas, etc.).
Allí está su mérito. No es el “historiador” de fortuna, que todo lo
manda a investigar, que sólo está sentado esperando los documentos,
para “analizarlos” y luego publicarlos, descontextualizándolos, como
está ocurriendo últimamente en Guayaquil, donde los ideólogos de
la falsificación histórica han arremetido contra el Libertador Simón
Bolívar.
Núñez, valorador de la rica tradición crítica de muchos de
nuestros historiadores, evita caer en todo extremismo, porque esa
ceguera lo traicionaría en su visión universal e integradora de lo que
él quiere encontrar y decir: la verdad.
Tanto valor tiene para Núñez el aporte de un González Suárez,
un Wilfrido Loor, un Carlos Manuel Larrea, un Jacinto Jijón y Caamaño,
un Manuel de Guzmán Polanco, como de un Jorge Salvador Lara, sólo
para citar a los más esclarecidos representantes de la historiografía
conservadora; así como inmenso valor tienen los aportes de los
historiadores de la Escuela Liberal: Pedro Moncayo, Abelardo Moncayo,
Roberto Andrade, José Peralta, Pío Jaramillo Alvarado, entre otros a
quienes ha dedicado varios estudios. Algunos de ellos en su momento
fueron considerados como historiadores renegados, y por tanto
perseguidos, como fue el caso de Roberto Andrade. La mayoría de
los arriba citados nunca recibieron los favores del “ogro filantrópico”,
en este caso, del Estado terrateniente-clerical. Pero Núñez tenía que
beber en las fuentes de la solidaridad e integración latinoamericana,
y ese fue el pensamiento bolivariano, martiano, alfarista, sandinista.
Y nuestro historiador expresaba su cercanía a Sandino, Mariátegui,
Albizu Campos, Parra Velasco, o a las revoluciones cubana y sandinista,
así como a todo aquello que significara enarbolar las banderas de la
integración continental
Su obra académica e intelectual, profundamente humana
y ética, está plasmada en acciones que, en su caso concreto, se
llaman libros. Y es que Núñez forma parte de esa generación de
estudiosos de nuestra historia que quiso ver el pasado con ojos
diferentes, con instrumentos idóneos para el análisis de nuestra
formación social. Núñez no tiene asistentes a los que pueda decir:
“métale la parte socioeconómica”, para aparecer como progresistas,
porque la generación de éste y la anterior fue esencialmente una
generación crítica. Estoy pensando en los recordados Jorge Pérez
Concha, Alfonso Rumazo González, Abel Romeo Castillo, Jorge
Villacrés Moscoso, Manuel Medina Castro, Leopoldo Benítes Vinueza,
Elías Muñoz Vicuña, Miguel Díaz Cueva, Osvaldo Albornoz Peralta,
Piedad Peñaherrera de Costales, Plutarco Naranjo, y en los grandes
intelectuales de ahora y siempre: Agustín Cueva, que partió cuando la
lucidez de su pensamiento nos alumbraba con intensidad, el siempre
lúcido Fernando Tinajero y el recordado “Conejo” Fernando Velasco.
En ese grupo generacional, años más, años menos, estuvieron y están
Rodolfo Pérez Pimentel, Melvin Hoyos, Efrén Avilés Pino, Leonardo
Espinoza, Alfonso Carrasco, fallecido en plena creatividad intelectual,
Juan Valdano, Fernando Jurado Noboa, Enrique Ayala Mora, Rafael
Quintero. Otro historiador extrañado, humano y lúcido fue Patricio
Ycaza, vida segada torpemente hace pocos años. Y agregamos otros
nombres que honran la investigación histórica: Juan Paz y Miño,
Pablo Estrella, Patricio Martínez, también desaparecido, Silvia Vega,
Tamara Estupiñán, Hugo Burgos, Rosemarie Terán, Jaime Rodríguez
Ortiz, Alberto Acosta, Andrés Guerrero, Oswaldo Hurtado, Alejandro
Moreano, René Báez, Jenny Estrada, Ezio Garay, Víctor González,
Domingo Paredes, Rocío Rosero, Erika Silva, Gaitán Villavicencio,
Carmen Dueñas, Nelson Gómez, Alejandro Guerra Cáceres y Patricia
de la Torre, valiente y lúcida socióloga quiteña, a quien la derecha
guayaquileña intentó escarnecer por haber publicado un polémico
libro sobre una de las instituciones sacramentales de la ciudad. Si de
alguno me olvido es porque su nombre se oculta entre las cuarteadas
paredes de la ignominia y la deshonra, donde se apoyan algunos
izquierdista de otra hora, hoy abanderados de las autonomías y otras
formas de desintegración nacional.
No es ésta una guía de historiadores e investigadores
ecuatorianos. Simplemente enumero a todos aquellos que representan
una generación, la de Jorge Núñez, que entendieron el compromiso
de la investigación histórica como algo profundamente vinculado a
la formación de una identidad nacional, la que está por encima de
cualquier falsía local o regional y que empata con el sueño de una
Nación Ecuatoriana unitaria y solidaria, capaz de romper con el pasado
ignominioso de explotación y humillación a que han sido sometidos
inmensos sectores del pueblo ecuatoriano.
La generación de Núñez y él mismo, han luchado por todos los
medios, desde sus personales opciones política e ideológicas, por el deseo
de afirmación histórica y de libertad, como en su momento lo tuvieron
los precursores de la emancipación mental latinoamericana, a fines del
XVIII y comienzos del XIX. Estoy pensando en dos personajes a los que
Núñez ha dedicado estudios: en Eugenio Espejo, el mestizo egregio, y en
José Joaquín de Olmedo, nuestro guayaquileño universal, que fustigara
duramente, en sus discursos de las Cortes de Cádiz a la ignominiosa
institución de la esclavitud y en general a toda servidumbre feudal. Y si
queremos citar figuras emblemáticas de nuestra cultura, allí están Andrés
Bello, Simón Rodríguez, Vicente Rocafuerte, Servando Teresa de Mier y
tantos otros que la sensibilidad de Jorge Núñez ha sabido valorarlos en
su justa dimensión. Es el caso del gran pensador y gramático venezolano
Andrés Bello, a quien nuestro autor dedicara un libro.
Allí están las raíces del pensamiento latinoamericanista de Jorge
Núñez. Recuerdo en estos instantes que él dirigió una colección de
pensamiento latinoamericanista hace más de diez años, cuando
desempeñaba las funciones de Secretario Ejecutivo de la ADHILAC
(Asociación de Historiadores Latinoamericanos y del Caribe), titulada
Nuestra patria es América, donde se publicaron alrededor de
quince títulos de lo mejor del pensamiento continental en boga. Esta
acción editorial demostraba la lúcida visión de Núñez, como ciudadano
universal.
LA BIBLIOGRAFÍA DE JORGE NÚÑEZ
Estuve tentado a revisar libro por libro, de lo que conozco y he
leído, acerca de la abundante bibliografía de Jorge Núñez, que suma
cuarenta y siete libros de autoría y veintisiete en coautoría. No son
expresiones de vanidad. A Núñez lo vengo leyendo hace treinta años y
toda su obra de historiador me interesa, así que preferí comentar con
ojos de pretendido buen lector algunos de sus libros, que yo considero
enriquecedores de mi formación académica, por su carácter revelador y
crítico sobre el pasado ecuatoriano.
• EL MITO DE LA INDEPENDENCIA, publicado en 1976, fue
el primer libro que leí de nuestro amigo, y esa lectura me reveló los
desfases ideológicos de esa generación de héroes que promovieron el
10 de Agosto de 1809. Que el llamado Primer Grito de Independencia
finalmente tuvo su fracaso con la muerte de muchos de los próceres
y la matanza de centenares de quiteños, el 2 de agosto de 1810.
Núñez ha revalorado este libro, que está cumpliendo exactamente
treinta años de editado, y él nos ha afirmado que en una nueva
publicación revisaría aspectos de su planteamiento original sobre el
carácter de ese movimiento, aunque sigue reconociendo que, pese a
todas las incoherencias que tuvo este golpe autonomista, allí están los
comienzos de nuestro proceso libertario. Y esto me permite afirmar
que lo que están haciendo ahora ciertos despistados historiadores
guayaquileños es juzgar con ojos de hoy los hechos de ayer.
• LA GUERRA INTERMINABLE, ESTADOS UNIDOS
CONTRA AMERICA LATINA (1989). Los cincos fascículos de la
segunda edición, publicado por el CEDEP, Quito, 1989, es un estudio
clásico de las relaciones entre Estados Unidos y nuestra América.
Núñez desentraña minuciosamente las causas históricas, económicas,
políticas, sociales y culturales de la dominación yankee en su “patio
trasero”. Desde los tiempos de la doctrina Monroe, hasta nuestros días,
Núñez no deja cabo suelto sin atar, entiéndase sin explicar. Considero
a este estudio como a uno de los mejores que se han escrito en
nuestro país sobre el tema. Añadiría simplemente que en la misma
problemática está el libro clásico de Manuel Medina Castro, Premio
Casa de las Américas, La Habana, 1968, titulado Estados Unidos y
América Latina, siglo XIX.
• LOS DERECHOS HUMANOS E HISTORIA DEL SEGURO
SOCIAL ECUATORIANO.
El primero, Los Derechos Humanos, con dos ediciones,
(NUEVA, 1981; ALDHU, 1988), es una historia del tema desde lo
más antiguo de la humanidad hasta esos días, en la que Núñez pasa
revista a la violación de los derechos del hombre en todo tipo de
sociedades y concluye el estudio con anexos de aquellos documentos
que son la piedra angular de su exposición. Mi recomendación sería la
actualización de este estudio y el agregado de algunos documentos,
para volverlo a editar.
En la Historia del Seguro Social Ecuatoriano, Núñez, como
autor principal de la obra, (IEES, Quito, 1984 y 1992), continúa la
recuperación de la memoria laboral y de sus participantes, iniciada
cuando publicó el “Libro No. 1 de las Actas de la Caja de
Pensiones” (1982), y el “Libro No. 2 de las Actas de la Caja
de Pensiones” (1983). Con ello cerraba el análisis histórico de las
luchas reivindicativas de los afiliados a esta institución, que ha jugado
un papel gravitante en la recuperación de los derechos laborales de la
clase trabajadora ecuatoriana.
GUAYAS.
JORGE NÚÑEZ Y EL ARCHIVO HISTORICO DEL
En 1997, cuando desempeñábamos las funciones de
Asesor Académico y Lector de esta Institución, fundada y fortalecida por un verdadero guayaquileño, don Julio Estrada Ycaza, presentamos
los originales y sugerimos a sus directivos la publicación del libro
Guayaquil, una ciudad colonial del trópico. En la presentación
del mismo, señalábamos que su autor recuperaba para el presente
algunas esencias del pasado de esta urbe, vista por él “...como una
antigua ciudad franca, abierta a todas las gentes e ideas, donde cada
quien valía y vale por su propio esfuerzo, sin que importe su color,
origen y apellido...”
En este libro rescata la figura del mulato panameño Bernardo
Roca, origen de un tronco de familias acaudaladas del Guayaquil de
ayer y hoy. Así mismo, nuestro historiador, jugando con una poética
de la cotidianidad, nos presenta dos cuadros siempre recurrentes en el
análisis del pasado: el aporte de un personaje interesante y vital: Carlos
Lagomarsino, que desafiando la perversidad de un funcionario estatal
lo sindica ante la historia por sus corruptelas mediante unos versos
satíricos, que en su momento circularon, primero clandestinamente y
luego se volvieron populares. Buen ejemplo para el presente. También
le dedica un capítulo al Obispo de Cuenca, José Ignacio de Cortázar y
Lavayen, quien en su momento exageró las disposiciones de la corona
y pretendió obligar a las damas de su obispado, y principalmente a
las de Guayaquil, a usar indumentaria pudorosa, que las liberase de
todo lastre terrenal.
Así las cosas, el libro de Núñez sobre Guayaquil es no sólo ameno
y edificante, sino que, basado en documentos de primera mano,
encuentra una ciudad pujante y dinámica, que se empeña en construir
su espacio en la historia y que lo lograría en un futuro cercano, gracias
al esfuerzo multiplicador de todos sus hijos.
En 1999, el Archivo Histórico del Guayas, por recomendación
nuestra, publicó otro libro de Jorge Núñez titulado Un hombre
llamado Simón Bolívar, en la colección Lecturas Ecuatorianas,
hoy lamentablemente desaparecida. Afirmábamos en la contraportada
del mismo que: “En realidad no se trata de una biografía en el sentido
estricto de la palabra. Es, más bien, un acercamiento entre público y
privado a la vida del Libertador Simón Bolívar. Sometido a la hipérbole,
a la mitomanía, al endiosamiento, Bolívar ha sido amputado en sus
partes esenciales: el hombre y la acción material. De esto último se
aleja el historiador Jorge Núñez Sánchez, para proponernos un
Bolívar fuera del mito y que más bien se inserte en la “realidad real”,
en el espacio-tiempo histórico que le tocó vivir. Núñez lo logra”.
LOS FRUCTÍFEROS AÑOS 90.
Esta década es de singular proyección intelectual y bibliográfica
para Jorge Núñez. En 1991, este profesor e historiador publica
la edición definitiva de La Esclavitud de la América Latina,
obra clásica del ilustre cuencano José Peralta, que había sido
publicada parcialmente y con inexactitudes en su título. La edición
contiene un estudio introductorio suyo titulado José Peralta y el
antiimperialismo Latinoamericano. Este profundo estudio
penetra en el pensamiento de un notable pensador ecuatoriano, que
fuera un profundo crítico de la política expansionista norteamericana,
y muestra cómo Peralta construyó su “teoría del imperialismo” a
partir del pensamiento nacional latinoamericano y de sus propias
reflexiones, y que lo hizo antes de que se tradujera al castellano el
clásico de Lenin “El imperialismo, fase superior del capitalismo”.
En 1993, Núñez publica País de Mediodía, colección de ensayos
sobre una variedad de temas, entre históricos y culturales. Me quedo
con estos: Manuela y el exilio, Del ceviche como una de las bellas
artes y Elogio de la cocina ecuatoriana. Aquí aparece el antropólogo
Jorge Núñez, especializado en México, dándonos a conocer verdaderos
ámbitos de vida cotidiana. La segunda parte del libro está dedicado al
estudio de la música ecuatoriana, principalmente del pasillo.
ENSAYOS
AMERICA.
SOBRE
HISTORIA
DE
LAS
IDEAS
EN
En este libro, publicado en 1993 por la Universidad Estatal de
Bolívar, Núñez, a través de cinco ensayos, logra darnos una amplia
visión del pensamiento nacional en América Latina y recupera las
ideas libertarias e integracionistas de tres referentes básicos de ese
proyecto: Simón Bolívar, Eloy Alfaro y José Peralta, para terminar con
una crítica demoledora al proyecto expansionista norteamericano.
En estos tiempos, cuando la agresión y las invasiones
norteamericanas se expresan en un nivel casi demencial, que linda
con lo criminal, por su reiterada violación al derecho internacional
y a la libre determinación de los pueblos, releer este libro es una
necesidad histórica.
La Historiográfica Ecuatoriana Contemporánea (19701994). Publicado en Quito, en 1994, este estudio es un profundo
intento de sistematización del desarrollo de las ciencias sociales
en nuestro país. Siendo un libro de 135 páginas, casi la mitad está
dedicado a analizar el aporte de nuestras instituciones e historiadores,
en este cuarto de siglo, que nuestro autor revisa con prolijidad. La
segunda parte del libro es la más rica y valiosa bibliografía que sobre
nuestras ciencias sociales se ha publicado en el país, hasta esa fecha.
Con ello, Núñez revela un “estar al día” en esta temática.
Me atrevería a afirmar que este trabajo, junto al de Robert Norris
y al de la Junta de Planificación y Coordinación Económica, publicados
hace varias décadas, son los mejores trabajos de conjunto sobre el
tema. Estamos esperando una ampliación de esta problemática en un
futuro cercano, por parte de instituciones o grupos de trabajo.
Existe una segunda edición del texto de Núñez, publicado en el
Anuario de Estudios Americanos, de Sevilla, en su No. 1, y que vio la
luz en 1996. La diferencia está que en esta edición, Núñez amplia el
estudio pero no publica el listado bibliográfico, que si aparece en la
primera edición .
En 1995, Jorge Núñez nos entrega un pequeño librito de
noventa y un páginas, en una serie de la Editorial CDS que se titula
Historia. Como su primer número aparece La revolución alfarista
de 1895. Este estudio, al igual que en su momento fueran los de
Elías Muñoz Vicuña y de Enrique Ayala Mora, completan una tríada
clásica de la bibliografía ecuatoriana sobre tan complejo periodo. Este
estudio merece una masiva reedición.
El Ecuador en la historia es un libro publicado por Núñez
en esta década fructífera de estudios. Es un conjunto de ensayos, la
mayoría de ellos publicados en otros tiempos y lugares. Personalmente
me quedo con El Mariscal Sucre y la Penetración Inglesa en
Colombia, Las Alianzas Matrimoniales y Visión de la Deuda
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Externa Ecuatoriana. En estos tres textos, el historiador Núñez
se revela como un conocedor de la economía y hace gala de una
documentación de primera mano, donde da a conocer los nombres de
algunos próceres extranjeros involucrados en acciones nada santas,
en lo relativo al manejo de nuestra deuda externa en Europa, en los
tiempos de Flores y de los gobiernos que vendrían más adelante.
En 1995, otra vez la Universidad Estatal de Bolívar publica
un ameno y singular libro de Jorge Núñez: Entrevista a Simón
Bolívar. Se preguntarán los lectores si el autor fue contemporáneo
del Libertador. Simplemente el estudioso acude a la imaginación y se
inventa cantidad de preguntas, que son “respondidas” por Bolívar a
partir de sus textos, o sea de su obra teórica que consta de muchos
volúmenes. La creatividad del historiador se pone de manifiesto en
este excelente breviario, que se presenta como un interviú, gracias a la
interposición de preguntas del autor y respuestas del “entrevistado”.
Entre 1995 y 96, el historiador se encuentra como profesor y
asesor académico en la Universidad Estatal de Bolívar, Guaranda, y
allí su labor académica y cultural es edificante y creativa. A más
de llevar a esa recoleta ciudad a grandes personalidades del mundo
universitario, publica una colección de libros de bolsillo titulada Todo
es Historia. Salen alrededor de diez títulos, siendo el primero un libro
de su autoría: El cataclismo de 1797, donde nuestro historiador se
revela como un estudioso de los procesos naturales y su impacto en
la sociedad. En este caso, se analiza un proceso volcánico y el impacto
de este cataclismo en los habitantes de toda una región, que sufrieron
las consecuencias de la devastación. Un breve libro que nos enfrenta
a una temática poco tratada en los estudios científicos de antaño,
pero recuperada en los últimos años, como se expresan en los libros
que han aparecido de esta dramática y singular actividad volcánica.
Entre otros autores que aparecieron en esta colección están
Albert Davin, con Cuando los Chilenos Tomaron Lima, Jenny
Londoño, con ¿Angeles o Demonios?. Las Mujeres y la Iglesia
en la Audiencia de Quito, José Antonio González, con Estados
Unidos y Las Islas Galápagos, María Luisa Laviana, con Brujas y
Curanderas de la Colonia y Arturo Andrés Roig, con La “ Sociedad
Patriótica de Amigos del País” de Quito.
Cuestiones limítrofes Ecuador-Perú, publicado en 1997,
es, a mi entender, uno de los libros clásicos del historiador Núñez.
El análisis crítico y la cantidad de información histórica que brinda,
11
desconocida en muchos casos, vuelve imprescindible la lectura de
los diferentes estudios aquí incluidos, trece en total. Me encuentro
entre aquellos que han releído muchos de estos textos originales, que
tienen la virtud de no caer en un ciego “antiperuanismo”.
Con este libro, Núñez se presenta con una gran solvencia
intelectual y amplio dominio del derecho territorial ecuatorianoperuano. No en vano nuestro autor es doctor en Jurisprudencia y
también doctor en Geografía e Historia, y tiene un conocimiento cabal
de la cartografía histórica ecuatoriana.
Del año 2000 a nuestros días.
Para un lector como yo, en la visión de conjunto que tengo
sobre la obra de Jorge Núñez, los años más ricos en cuanto a eso
que Pierre Macheray llamaba “producción de conocimiento” son estos
últimos, en los que Jorge revela un intenso y maduro período de
trabajo, que, visto en perspectiva, es la suma y culminación de sus
largas investigaciones en archivos extranjeros y nacionales, que él
visita con frecuencia.
A los lectores de estas líneas les dejo la lectura y valoración de
los siguientes títulos, todos ellos publicados en los últimos ocho años:
Historias del país de Quito, La defensa del país de Quito, Bancos
y Banqueros, de Urbina Jado a Aspiazu (sobre los orígenes de
la corrupción bancaria), El Pasacalle, himno de la Patria chica,
(en este libro, Núñez se revela como un profundo conocedor de la
música popular, que ha contribuido a forjar el nacionalismo musical en
nuestro país, desde los tiempos de la revolución liberal).
En el año 2000, FLACSO e ILDIS encargaron a Núñez la
preparación de una Antología de Historia, destinada a revisar
y evaluar la labor de los historiadores ecuatorianos en las últimas
décadas. En el estudio introductorio de esta obra, su compilador
señala que, a pesar de los obstáculos del Estado y la resistencia de
cierto público, la labor de los estudiosos del pasado debe ser vista en
su profesionalismo, como una tarea honesta, seria, valorativa del ser
y del quehacer nacional. Los antologados en este libro representan la
actualidad de las ciencias históricas en el Ecuador..
El Ecuador en el siglo XIX es un libro de Jorge Núñez
publicado en 2002, en coedición, por la Asociación de Historiadores
Latinoamericanos y el Consejo Provincial de Pichincha, y vuelto
a publicar en 2003. Recoge más de diez estudios sobre la historia
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ecuatoriana del período. Es un gran fresco del siglo XIX, que relieva
períodos conflictivos de nuestro proceso histórico–social y da cuenta
de las contradicciones surgidas en torno a personalidades, guerras
intestinas, intereses de clase, etc.
El mismo año de 2003, la Academia Nacional de Historia publicó
su nuevo libro “Pueblos, ciudades y regiones en la historia
del Ecuador”, como segundo título de la Colección Centenario. Es
un libro de gran madurez y profundidad intelectual, profusamente
ilustrado, en el que Núñez desarrolla una visión panorámica de la
ocupación territorial y la vida urbana en el Ecuador, desde los pueblos
precolombinos hasta el presente. Cómo surgieron y todavía surgen
los pueblos del Ecuador, cómo se fundaron y trazaron las ciudades
coloniales, cómo se organizó el territorio a partir de los centros urbanos
y cómo se constituyeron las regiones ecuatorianas, son algunos de los
varios temas analizados en esta obra, con el característico detalle y
profesionalismo de su autor.
Ya hemos dicho que Núñez Sánchez es también un antropólogo,
preocupado de la cultura popular, más que todo andina, y varios
estudios publicados por él lo atestiguan. En el año 2003, la Casa
de la Cultura Ecuatoriana Núcleo de Bolívar le publicó el libro El
Carnaval de Guaranda, una fiesta popular andina. Se trata de
un agradabilísimo estudio sobre una emblemática festividad popular,
que tiene la virtud de revelarnos la profunda simbología de resistencia
cultural que pervive en el Carnaval, una fiesta europea de origen
pagano que adquirió en América nuevas connotaciones subversivas,
las que hoy mismo se expresan en la befa y mofa que las gentes del
común hacen de las gentes del poder.
Recientemente, en 2005, Jorge Núñez y su esposa Jenny
Londoño publicaron una “biografía” de la Empresa Eléctrica de Quito,
que los autores titularon Quito, energía en el tiempo. Este libro es
parte de aquello que se conoce como historia institucional, aunque
sus autores se han empeñado en ir más allá de las acciones de esta
empresa en favor del desarrollo y modernización de la capital, para
mostrarnos al Ecuador entero, a través de las formas de iluminación
usadas en nuestro país desde la época precolombina hasta nuestros
días.
Otros estudios que dan cuenta de la vitalidad intelectual de
Jorge son: Los estudios históricos en América Latina, Historia
y Espacio en el Ecuador, Memoria social y conciencia histórica
en el Ecuador, 2 volúmenes.
13
Este rápido y breve repaso de la bibliografía nuñista, es la
prueba palmaria de una intensa y notable actividad intelectiva, que
tiene su primera estación en los archivos y fuentes, revisados con
prolijidad, para pasar luego a la organización de datos y elevarse
al ámbito del pensar histórico, esto es, a la reflexión sostenida y la
redacción conceptuosa, a las que sigue finalmente la publicación de
una obra. Pero sus títulos nos revelan también el horizonte de sus
preocupaciones intelectuales: la antigua y nueva historia del país, con
sus periodos críticos y sus personajes goyescos; la cultura popular,
vista desde el tumulto y la algarabía de la fiesta o desde las alegrías
y tristezas de la canción; la cultura bibliográfica, analizada en las
líneas de estudio y los esfuerzos individuales de los autores, cada uno
de ellos un mundo particular; la Patria Grande latinoamericana, que
vive más en los sueños de sus grandes pensadores y artistas, que
en los planes cotidianos de sus gobernantes; el territorio, escenario
geográfico del drama histórico–social; los héroes y los mártires, los
volcanes y los mitos, los esquivos símbolos de la identidad nacional.
HUELLAS DE LA CULTURA ECUATORIANA.
Gentes, ideas, libros.
“A confesión de parte, relevo de pruebas”, dice el refrán popular.
Cuando Jorge Núñez, con quien me une una amistad de más de tres
décadas y a quien admiro por todo lo que he aprendido de él, me
solicitó, a inicios de julio pasado, que le escribiera una introducción
a su nuevo libro, el pedido me emocionó y me llenó de orgullo. Su
lectura se dio en medio de dos crisis de salud, que me terminaron
llevando por hora a dos clínicas; y en ese mismo período de tres
meses me ha tocado presentar otros cuatro libros. Entonces, la
lectura de este apasionante libro se dio entre quedadas y avanzadas,
hasta que, a mediados de julio, retomé la lectura de esta voluminosa
obra de alrededor de 400 páginas. Sus 42 textos son la constatación
de lo que he señalado de estas páginas: Núñez es un enamorado del
Ecuador, que analiza y revisa críticamente sus instituciones, sus leyes,
sus gentes, sus gustos colectivos, sus modos de hablar y de pensar.
Este libro de 42 textos, que han visto la luz pública desde
1987, en diarios y revistas, comienza con uno que titula Jota Jota
y el alma latinoamericana, cálido homenaje sociológico al cantor
de “Nuestro Juramento”, para cerrar con un texto publicado en abril
de 2006, titulado La alfarada y sus efectos sociales, que no es
14
otra cosa que el impulso a un importante proyecto cinematográfico
del Taller de Actores y Fábulas, quienes eternizarán en la memoria colectiva, a través de las imágenes en movimiento, los espacios
simbólicos de la ciudad y del país, y que así rinden homenaje a los
héroes ecuatorianos.
En esta obra hay textos breves y textos largos, muchos de una
gran profundidad. Destaco entre ellos: El Habla Ecuatoriana, de
julio del 89; Orígenes Históricos del Regionalismo, de junio del
94; El caciquismo y el Poder Oligárquico, de diciembre del 97;
Un libro Póstumo de Carlos Arroyo del Río, de noviembre del 97;
¿Qué es la identidad nacional?, de noviembre del 2001; Región
y Regionalismo, de febrero del 2003; La Ciudad, entre el reto y
la utopía, de mayo del 2003; Registros de la memoria colectiva
y Juan Montalvo, el regenerador de repúblicas, ambos de julio
del 2004.
Recuerdo que, tras leer algunos de estos textos, lo llamé a
Jorge Núñez para expresarle mi admiración por tanto conocimiento
sobre el pasado ecuatoriano, por la criticidad de sus apreciaciones
y porque en cada uno de estos 42 artículos, ensayos o estudios, el
lector, yo en este caso, salí aprendiendo y conociendo muchas nuevas
verdades históricas, tanto así que, cuando concluí las lecturas del
voluminoso original, estampé en su última hoja esta apreciación mía:
“Lo aprendido en estas páginas es el equivalente a unos 10 libros de
historia ecuatoriana”.
Estoy consciente de que corro el riesgo de ser tachado de
hiperbólico, desmesurado, apresurado y de mostrar excesiva amistad
con el autor. No hay nada de eso. Mis palabras son, simplemente, la
constatación del acercamiento a un historiador que ha hecho de la
investigación del pasado, de la práctica periodística, una forma de
continuar aquello que alguna vez señalara el fundador de la academia
de Estudios Históricos Americanos, hoy Academia Ecuatoriana de
Historia, monseñor Federico González Suárez: “Para llegar a la verdad
es preciso escandalizar”.
Desde luego, Núñez no escandaliza por voluntad de hacerlo. Él
se empeña en revelar verdades ocultas, unas que han permanecido
en ese estado por falta de investigación y otras que han sido
interesadamente escondidas de la mirada del gran público. Y todo lo
hace respaldado en documentos primarios y en métodos científicos
de análisis. En esto, es un continuador del historiador francés Pierre
15
Villar, quien señalaba en sus estudios históricos que “ la historia es un
proceso en permanente construcción”, y que solo la revisión constante
de documentos y su correcta interpretación puede llevarnos a la
objetividad, tan necesaria en la investigación histórica.
Queda en estas líneas el trasunto de mi admiración por quien,
con honestidad y a lo largo de más de tres décadas, se ha abocado
a la tarea de estudiar y escribir la historia de la nación ecuatoriana
y la gran nación latinoamericana, para que las nuevas generaciones
tengan la posibilidad de encontrarse con las raíces del patriotismo.
Esa ha sido la gran contribución de Jorge Núñez al fortalecimiento de
nuestra memoria colectiva, en la que radica la única forma de mirar
con optimismo el presente.
Guayaquil, octubre 9 de 2006
* Carlos Calderón Chico, periodista e investigador guayaquileño.
Miembro de la Academia Nacional de Historia. Autor de más de una decena
de libros de su autoría y otros varios en coautoría.
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1
JOTA JOTA Y EL ALMA
LATINOAMERICANA
17
* Publicado en el semanario PUNTO DE VISTA, Nº. 305, febrero
8 de 1987.
Siempre me he preguntado cuál es esa secreta razón que hace
que América Latina vibre al unísono, cada cierto tiempo, al escuchar
determinadas voces o canciones.
Pues creo que ahí, en el fondo de esos estremecimientos
colectivos, se revela el alma profunda de Nuestra América, esa “alma
matinal” que diría Mariátegui y que nos lleva, casi sin pensar, a
reconocer en ciertas manifestaciones artísticas los rasgos de la común
identidad.
Hay más. En asuntos de música –una de las más notables
áreas de la creación artística del subcontinente– los latinoamericanos
aunamos nuestras vibraciones no solo por encima de las fronteras
territoriales sino también a través de los deslindes y contrapuntos
generacionales.
.A comienzos de los años sesenta, mientras la conciencia social
de América Latina despertaba a la esperanza de un futuro mejor,
gracias a la irrupción histórica de la Revolución Cubana, se produjo en
nuestro subcontinente otro de esos estremecimientos colectivos de su
sensibilidad. Su causa fue la aparición de una canción romántica que
conmovió los corazones de millones de enamorados: el bolero “Nuestro
juramento”. Era la tarjeta de presentación de un nuevo intérprete del
género sentimental, destinado a calar hondo en el sentimiento de la
generación que hoy frisa los cuarenta: Julio Jaramillo.
¿Cuál fue la razón que hizo de Julio el ídolo de toda una
generación de latinoamericanos? Sin duda, su dulce y cálida voz, salida
del corazón del pueblo, plena de profundas resonancias humanas y
de ricos matices melódicos. En la más genuina tradición de nuestra
cultura popular, la voz de Julio Jaramillo no era el producto de una
esmerada educación vocal sino un fruto de la sensibilidad popular.
Voz de arrabal, como la de Gardel. Voz de serenata, como la de Pedro
Infante. Voz de cantina, como la de tantos hombres de nuestra tierra.
Voz hecha para expresar ternuras y tristezas, antes que rítmicas
alegrías.
Si para América Latina Julio fue el bolerista por antonomasia,
para nuestro país resultó ser uno de los más versátiles intérpretes de
la canción nacional. En su voz, el pasillo alcanzó la misma hondura
metafísica que en la de Carlota Jaramillo, y gracias a ella el pasacalle
rompió definitivamente los deslindes regionales a los que aún se
hallaba constreñido –pese a la acción integradora de Carlos Rubira
Infante– para transformarse en el otro gran ritmo nacional. Por fin,
Julio contribuyó decididamente a nacionalizar para nosotros el “vals
peruano”, hermoso género sentimental que, a partir de la guerra del
18
41, había sido estigmatizado y combatido por el patrioterismo. Así, sin
siquiera proponérselo, Julio devino en puente de unidad nacional y en
lazo de fraternidad internacional.
Creo hallar en la labor artística de J.J. otro mérito de significación:
hasta entonces habíamos sido un país netamente receptor de
influencias musicales foráneas. A partir de su éxito y gracias a su labor
artística en el exterior –que, en esto, tuvo el valioso antecedente de
Olimpo Cárdenas– empezamos a proyectar hacia el mundo nuestras
melodías, pese a las limitaciones impuestas por los empresarios
discográficos internacionales.
LOS UNIVERSOS DE LA CANCIÓN
Hay en la música de Jota Jota hay dos universos paralelos, pero
complementarios, que son el del bolero y el del pasillo, más nacional
el uno y más universal el otro. Quizá fue precisamente esa diferencia
la que hizo que Julio comenzara cantando preferentemente ritmos
afincados y frutecidos en la cultura ecuatoriana, como el pasillo, el
pasacalle o el vals, pero que luego se proyectara internacionalmente
a través del bolero, ritmo simbólico de la cultura latinoamericana
e incluso de la iberoamericana, dado el hecho de que también se
escucha y cultiva en España, Portugal y Brasil.
Un segundo deslinde es el referido a la función social de cada
uno de estos ritmos, es decir, al papel que cumplen y al destino que
merecen dentro de los usos cotidianos de la gente.
Hablando de esa sensualidad del bolero, como baile y como
canción, el gran escritor cubano Alejo Carpentier recordaba cómo los
padres de los años cincuenta temblaban cuando su hija adolescente
se ponía a cantar, con la mayor inocencia del mundo, esa letra que
dice: “La última noche que pasé contigo...”
Pero el bolero es ante todo una melodía de amor, una canción
sentimental. Y si desde otro ángulo damos una mirada atenta a
nuestro propio mundo, probablemente nos encontraremos con que el
bolero es una canción romántica de uso “social”, esto es, que combina
perfectamente con el uso público o privado, que es perfectamente
compatible con lo que las llamadas “gentes de sociedad” consideran
de buen gusto y que puede incluirse sin verguenza en programas
radiales diurnos o en programas televisivos “elegantes”, incluidos los
de Televisión Española Internacional.
En cambio el pasillo ... es otra cosa. Algo indefinible, no escrito
ni precisado por nadie, pero vigente y palpable en la realidad, lo ha
ido relegando de los espacios públicos “decentes” y arrinconándolo
19
en los espacios públicos estimados “poco decentes” o francamente
“indecentes”: cantinas, fritaderías, chicherías o cebicherías de
última.
Medio exiliado del espacio público, el pasillo ha terminado por
adueñarse del espacio privado, donde ocupa un primerísimo lugar. Y
ahí es donde vuelve a entrar en escena nuestro querido Jota Jota: a
partir de ciertas evidencias recogidas por aquí y por allá, me aventuro
a pensar que en cada casa del Ecuador, en cada guantera de taxi y,
desde luego, en todos los bares y cantinas populares, hay discos o
casetes con música de Julio Jaramillo, donde se entremezclan boleros,
valses, pasacalles, tangos y, preferentemente, pasillos.
Al natural estremecimiento que causa el pasillo en el alma
ecuatoriana Julio supo agregarle su propio estro sentimental, su propio
aguijón emocional, de modo que en su voz meliflua, fina, acaramelada,
nuestra canción cobró mayor hondura y trascendencia. Y quien quiera
comprobar lo dicho no tiene sino que escuchar sus sentidas versiones
de “El alma en los labios”, “Sombras”, “Guayaquil de mis amores”,
“De corazón a corazón” o “Consuelo amargo”, que en mi opinión son
del todo perfectas, o sus tremendas interpretaciones de “Carnaval
de la vida”, “Náufrago de amor” y “Flores Negras”, donde voz, letra y
música se aúnan para darle al pasillo una hondura metafísica.
Pero Julio hizo más que conmovernos a los ecuatorianos con
pasillos inolvidables. Usando ese sentimiento pasillero que llevaba
en el alma, estremeció a toda América Latina cantando unos boleros
con tremendo swing, tales como “Nuestro juramento”, “De cigarro en
cigarro”, “Arrepentida”, “Interrogación”, “Miente el viento” y “Cinco
centavitos”, o cantando boleros perfectos como “Las hojas muertas”
o “Miedo de hablarte”. Así, a ese ámbito donde hasta entonces había
reinado un bolero romántico, nostálgico o cuando más tristón, al estilo
de “Los Panchos” o “Los Tres Caballeros”, Julio le inoculó una dosis de
tristura popular, con lo cual puso en moda un bolero desgarrado y con
estro pasillero, del tipo “Odio en la sangre” o “Que te perdone Dios”,
creando un estilo que después utilizarían Alci Acosta y José Feliciano.
Ese estilete sentimental que cargaba en la voz quedaría marcado
en todas sus interpretaciones, cualquiera fuese el ritmo de la canción. Eso pasó con los pasillos y boleros, pero también con los valses y hasta
con los pasacalles. En cuanto a valses, redordemos sus estremecidas
versiones de “Fatalidad”, “Alma mía”, “Amada mía”, “Golondrinas”,
“Ayer y hoy” o “Para tí madrecita”, y aún ese hermoso vals de festejo
cumpleañero nombrado “Felicitación”. Y en cuanto a pasacalles,
bástenos recordar su apuñalante versión de “El mendigo”, donde un
apestado del suburbio guayaquileño pide perdón para sus delitos y
conformidad para sus penas.
20
Pese a lo dicho, Jota Jota no era solo un cantante de tristuras y
dolencias. Ocasionalmente también cantaba gozos y placeres, con la
misma calidad que ponía en lo otro. ¿Recuerdan su bella versión de
“Chica linda” o su chispeante canto de “Guayaquileña”?
Empero, ecuatoriano al fin, su fuerte fue siempre la música
sentimental y doliente, en donde su voz alcanzaba la plenitud total
y su público hallaba los mejores matices emocionales. Pionero de la
cultura suburbana, subió hasta el escenario el timbre estremecido
de las gentes de abajo, el tono lastimero de los desarraigados y los
míseros. Por eso, pese al dinero que corría hacia sus bolsillos y fluía
raudamente desde sus manos, la suya era una sensibilidad de barrio
pobre. Con el añadido de que cantar como los pobres, y sobre todo
para ellos, no era su negocio musical sino su tendencia natural, su
vocación humana.
21
2
22
EL HABLA
ECUATORIANA
¿Podemos decir que hay un habla ecuatoriana? La pregunta
viene el caso porque para algunos académicos y, desde luego, para
quienes hacen los programas de estudio del Ministerio de Educación,
la cuestión del idioma nacional parecería reducirse a aprender a hablar
y escribir bien el castellano, o el castellano y la propia lengua nativa,
en el caso de los indígenas.
Pero el asunto es ciertamente más complejo. Como expresión
viva de la cultura popular y por encima de las normas gramaticales,
tenemos un idioma hablado que es bastante distinto al idioma escrito,
más formal y apegado a las reglas idiomáticas. En general, podemos
decir que ese idioma hablado por la mayoría de nuestras gentes, es
decir el habla ecuatoriana, es una mezcla lingüística construida sobre
la base del idioma castellano, pero enriquecida con numerosos aportes
indígenas, africanos y otros.
Y es que toda lengua es un testimonio vivo del quehacer humano
a lo largo de la historia. Y en ella van acumulándose, como en un
archivo, las voces de todas las gentes que cruzaron por su particular
universo. A veces, son voces de grupos humanos que tuvieron una
vigorosa presencia en algún momento de la historia: en nuestro caso,
los pueblos indígenas del equinoccio andino, los incas, los españoles
de la conquista, los esclavos negros y los inmigrantes extranjeros.
Otras veces, son voces traídas por gentes sueltas y anónimas, que
pasan por un lugar y dejan una palabra nueva: misioneros, marineros,
viajeros, comerciantes. El resultado es una suerte de “archivo de la
palabra”, en el que podemos rastrear aportes e influencias, e inclusive
diferenciar épocas y modas lingüísticas. Así, palabras como alfajía
o alfanjía, almacén, almácigo, almadía, almohada, alcohol, zaguán,
loco, etc, nos revelan el aporte que los árabes de Andalucía hicieran
al idioma de Castilla aún antes de que éste llegara hasta las playas
de América.
En general, podemos decir que el castellano del Ecuador es la
principal prueba de nuestra condición de país mestizo, pues en él han
confluido diversos caudales idiomáticos, que aún hoy siguen presentes
en el habla de los ecuatorianos. Los principales aportes lingüísticos los
hemos recibido ciertamente de España y de las lenguas nativas de
nuestro país, entre las que destaca el quichua, aunque no es nada
despreciable el legado que recibiéramos de otras lenguas indígenas,
inclusive de algunas ya desaparecidas , tales como la cañari y la
huancavilca, cuyos rastros perviven en los apellidos de las gentes y en
la rica toponimia local. Así, son aporte cultural cañari apellidos como
Amay, Bistancela, Buñay, Guyaguari, Guzñay, Llivisaca, Saquicela,
Zhagüi, Zhindón, Zhunio, o topónimos como Azuay, Bucay, Chanlud,
Charazol, Guaraynac, Monay, Pindilig, Sabucay, Sígsig, Taday, Zhiquir,
23
Zhoray y Zhumir. Y son de indudable origen huancavilca apellidos
como Cacao, Catuto, Cenacaiche, Cochea, Chono, Guale, Kambay,
Manchón, Mitis, Panchana, Pita, Tomalá, Urdín, Villao, Yanguín y
topónimos como Colonche, Chanduy, Chone, Chongón, Chonana,
Guayaquil, Guangala, Jama, Jujan, Jipijapa, etc.
Pero el castellano usual en nuestro país no solo es el resultado
de un rico proceso de mestización cultural; también lo es de un
interesante proceso interno de evolución de la lengua castellana,
que se produjo particularmente en Hispanoamérica y que marcó
importantes diferencias entre los hispanoablantes de uno y otro lado
del Atlántico.
La más notoria de esas diferencias es probablemente el “seseo”,
por el cual la C y Z son pronunciadas de forma parecida a la S. Este
uso lingüístico fue traído al continente americano por los primeros
conquistadores españoles, que en su mayor parte eran andaluces, y
se generalizó en el habla hispanoamericana. Entretanto, en la mayor
parte de España se siguió hablando con “Cé” y Zeta”, dando a estas
sílabas un sonido más parecido a la “D”, uso que pervive hasta hoy en
la mayoría de regiones de la península ibérica, a la par que el “seseo”
se mantiene en Andalucía y las islas Canarias.
Otra diferencia notable en el castellano de América es la
sustitución del “vosotros”, segunda persona del plural, todavía usada
en el habla de España, por el “ustedes”, lo que conlleva una sustitución
de las formas correspondientes de conjugación verbal (vosotros tenéis,
queréis, podéis, hacéis, movéis) por las de la tercera persona del
plural (ellos), quedando la conjugación en: ustedes tienen, quieren,
pueden, hacen, mueven.
LOS DIALECTOS ECUATORIANOS
En nuestro país, como en el resto de Hispanoamérica, el
vosotros fue sustituido por el ustedes. Pero no sucedió lo mismo con
el pronombre “vos” y el trato personal derivado de éste (voceo), que
pervivieron en el habla popular de la Sierra ecuatoriana y en varios
otros países y regiones de Sudamérica (Argentina, Uruguay, Paraguay,
Chile, Bolivia, Perú), en general acompañados de formas abreviadas
(apocopadas) de la conjugación verbal clásica: tenís o tenés, por
tenéis; querís o querés, por queréis; etc. Mientras tanto, el pronombre
“tú” y el trato personal que éste conlleva (tuteo) se afincaban en
nuestra Costa, del mismo modo que en México, Centroamérica y el
Caribe.
Aquí encontramos, pues, una de las primeras diferencias del
habla regional ecuatoriana, diferencia ésta causada por el choque
24
de dos grandes formas de hablar existentes en América Latina: la
andina y la caribeña. Ese choque, ocurrido en tierras de la mitad del
mundo, ha terminado por hacer florecer en nuestro país dos dialectos
diferentes: el serrano, típicamente andino, y el costeño, típicamente
caribeño. Y también ha convertido a Guayaquil y su área de influencia
en la “frontera sur del Caribe, desde el punto de vista filológico”, como
afirmara el gran lingüista cubano Juan José Arrom.
Establecida, pues, la existencia de dos dialectos del castellano
en el Ecuador, y su vinculación a las dos grandes matrices del habla
hispanoamericana, pasemos a establecer, aunque sea superficialmente,
otras características lingüísticas de cada uno, además del voceo y el
tuteo:
El modo de pronunciación.- Mientras en la Sierra se habla
con la boca más cerrada, en la Costa se lo hace con la boca más
abierta. Según la opinión de un antropólogo físico, esto se debería
a una diferencia en la forma de respirar (aspirar y espirar) de los
habitantes de ambas regiones, la cual estaría determinada, a su vez,
por la mayor o menor cantidad de oxígeno contenida en el aire. Así,
según esta opinión, la abundancia de oxígeno existente en la Costa y
la menor cantidad de oxígeno presente en la Sierra no solo imponen
una diferente forma de respirar a sus habitantes, sino que imprimen a
cada habla regional un particular estilo fonético.
El asunto tiene inclusive que ver con las características físicas
de las gentes de ambas regiones. Por ejemplo, el serrano es más bien
braquicéfalo, porque tiene pulmones y corazón más grandes y una
mayor cantidad de sangre, todo con el fin de captar suficiente oxígeno
del aire enrarecido de la Sierra. Por el contrario, el costeño es más
bien de tórax delgado, pues posee pulmones y corazón más pequeños
y una menor cantidad de sangre y hemoglobina, todo ello en razón de
la abundancia de oxígeno que hay en su medio ambiente.
En el plano fonético, este fenómeno de la diferente forma de
respirar se expresa en una mayor o menor apertura bucal al hablar y
determina, finalmente, que en el dialecto serrano se pronuncien más
fuertemente las consonantes que las vocales, llegando hasta el punto
de “arrastrar” aquellas y volver casi inaudibles a éstas. Lo contrario
sucede en el dialecto costeño, donde las vocales son fuertes y claras,
mientras que las consonantes son aspiradas y leves, llegando hasta
los extremos de casi no pronunciarse, si son intermedias, o inclusive
de suprimirse del todo si están al final de una palabra: “ojo” por ojos,
“cosa” por cosas, “mesa” por mesas.
En general, este fenómeno de la pronunciación dialectal es más
notorio en los sectores campesinos que en las áreas urbanas, pues
25
en estas últimas hay varios elementos que han contribuido a suavizar
el dialecto, entre ellas la educación formal, el contacto con gentes de
otra región y la creciente influencia de la radio y la televisión.
Respecto al dialecto cerrado de los campesinos de ambas
regiones, tengo dos recuerdos personales. El uno, la pronunciación
de una mujer de Cayambe que, al entrevistarla, hablaba con la
boca semicerrada y arrastrando todas las R, RR, LL y CH, en lo que
venía a ser un idioma casi exclusivamente de consonantes, pues las
vocales prácticamente no se oían; nos relataba un accidente ocurrido
en la zona, diciendo que LCaRRoTRoP’LLóLBuRRoPRQ’LaCaRR’Te
ReS’TB’MoJDa; sin embargo, acostumbrado nuestro oído al habla
popular serrana, entendimos bastante bien lo que ella nos decía:
“el carro atropelló al burro porque la carretera estaba mojada”. El
otro recuerdo tiene que ver con la pronunciación de un campesino
de la zona de Salitre (Guayas), que decía a gritos algo así como
“ehahenheheanahanhohoaí”; puesto que todos lo entendían, menos
yo, pedí que me tradujeran lo que había dicho y resultó que había
alertado a sus compañeros respecto a “esas gentes que van pasando
por ahí”.
Cambios en el sonido de las consonantes. En la Costa, esa
tendencia a la levedad que tiene la pronunciación costeña determina
varios cambios en el sonido original de las consonantes. Así, la J se
convierte en una H, pronunciada como en la palabra “Oh” y se dice
“cahón” por cajón, “paha” por paja, “liha” por lija, etc. Igual sucede
con la S intermedia (“Cohta” por Costa, “vihta” por vista) y tambien
con la S final de las palabras, que se pronuncia como H al servir de
enlace con la vocal siguiente (se dice “lohojo” por decir “los ojos” o
“lahcosa” por decir “las cosas”).
También cambia el sonido de la LL, que al pronunciarse (y a
veces al escribirse) se convierte en una Y; por ejemplo, se dice “poyo”
por pollo, “caye” por calle, “yuvia” por lluvia. Al respecto, me han
relatado que un eminente profesor de la Universidad de Guayaquil,
el doctor Angel Felicísimo Rojas, notable intelectual de origen lojano,
buscaba resolver la cuestión poniendo énfasis en enseñar a sus
alumnos costeños a distinguir cuatro palabras que en la Costa tienen
más o menos igual pronunciación: aya, haya, halla y allá.
Agreguemos finalmente que en el dialecto costeño se sustituye
el sonido de la RR con el de la R (carro y ropa se pronuncian igual)
y cambia el sonido de la P, que exige cerrar la boca, por el más leve
de la C, que no lo exige. Así, se dice “acto” por apto, “concecto”
por concepto, “prececto” por precepto, “percección” por percepción,
“Pecsi Cola” por Pepsi Cola. 26
En la Sierra, por su parte, el dialecto regional tiende a acentuar
el sonido de las consonantes y a abreviar o suprimir el sonido de las
vocales. De este modo, la R se pronuncia a veces como RR (“rrío” por
río, “rrojo” por rojo) aunque mantiene su sonido en palabras como
pariente o coraje. También ocurre que la RR se arrastra más de lo
normal y la LL se cambia por un sonido ubicado entre el portugués
X y el quichua o inglés SH (“xhuvia” o “shuvia” por lluvia, “xhave” o
“shave” por llave). Ciertamente, esto no sucede en las provincias
de la Sierra Sur (Cañar, Azuay, Loja), donde la LL se pronuncia en la
misma forma castellano–leonesa clásica.
En cuanto a la abreviación de las vocales, esto es particularmente
notorio en el habla campesina serrana. Pero también hay casos de
supresión de vocales, fenómeno que es generalizado en el habla
popular, aunque tiene particularidades regionales. De esta manera,
las gentes de la Sierra central y del norte suprimen las vocales en la
palabra “pues”, dejándola reducida a un sonido casi onomatopéyico:
“no’ps” por “no, pues”, “si’ps” por “si, pues”. Las gentes de esta región
también suprimen la I en los diptongos que siguen a la N y sustituyen
la sílaba NI por una sonora letra Ñ: “ingeñero” por ingeniero, “coloña”
por colonia. Por su parte los lojanos, famosos por su castizo hablar,
suprimen sin embargo la vocal de ciertas sílabas finales: “est’s” por
estas o estos, “tan’ts” por tantas o tantos.
Los diminutivos: En el habla coloquial se suele acabar muchas
palabras en “ito” e “ita”, con lo cual se da la impresión de que en
la Sierra ecuatoriana todo fuera más pequeño que en el resto del
país. Así, uno no compra una casa sino una “casita”, no tiene un
perro sino un “perrito”, no se encuentra con una amiga sino con una
“amiguita”, a la que se le trata de Rosita, Pepita, Julita, Amadita o
Irenita, se le invita a una “tacita” de café, a una “comidita” o a una
“fiestita”, y nos despedimos de ella diciendo “hasta lueguito”. Cosa
igual sucede cuando uno acude a una cafetería, donde no se pide
un café sino un “cafecito” o un “tecito”, o también “una tacita de
café” y “una empanadita de morocho”. A su vez, en un bar pediremos
“una cervecita” o “un roncito” y ofreceremos a los amigos que nos
acompañan “un tabaquito”, mientras nos preparamos para iniciar
“una bailadita” con “una guambrita”.
La influencia del quichua.- Largo sería hablar del rico acervo
quichua incorporado a nuestra lengua, que abarca desde palabras
esenciales para definir lo humano –tales como “runa” (ser humano)
y “guagua” (niño)– hasta conceptos filosóficos y científicos, como
los referidos a la Pachamama (Madre Tierra) o las fiestas solares.
27
Múltiples palabras empleadas en nuestra vida cotidiana son de origen
quichua: al policía llamamos “chapa” (que quiere decir vigilante). un
cheque falso o sin fondos es un cheque “chimbo”, el filtro de café se
llama “chuspa”, el tamal se llama “humita”, la mazorca se denomina
“choclo” o “chocllo” y el caracol “churo”, al niño decimos “guagua”,
al toro llamamos “huagra”, a la marimacho nombramos “carishina”,
al amigo decimos “pana” o “ñaño” (dos formas de decir hermano en
quichua), al tonto decimos “mushpa” o “shunsho”, a la borrachera
denominamos “chuma” y al borracho “chumado”, y a la resaca
alcohólica nombramos “chuchaqui”, etc.
Hay que relievar que en la lengua andino–ecuatoriana tienen lugar de honor esas hermosas onomatopeyas que nos ayudan a
expresar sensaciones fundamentales: achachay (frío), arrarray o
astaray (calor o quemazón), ajajay (alegría o burla), ananay (amor
admiración) y atatay (asco). Igualmente, ciertos verbos de origen
quichua que describen caricias indígenas, como el bello “cuyar”,
descriptor de la acción de acariciar al ser amado dándole suaves
palmadas en las nalgas.
Los dialectos y el regionalismo.- Un país dividido por grandes
cordilleras y torrentosos ríos, poblado por gentes de distinto origen
cultural y diferente dialecto, que posee climas diversos y, por ende,
costumbres y modos de vida distintos, y que recién hace un siglo
tuvo una vía moderna de comunicación e intercambio inter–regional,
tenía inevitablemente que producir, como produjo, un acendrado
regionalismo. Y en ese fenómeno han tenido lugar protagónico los
dialectos regionales, precisamente porque son una manifestación
relevante de nuestra identidad y marcan las fronteras culturales entre
regiones.
Dado el avanzado proceso de mestizaje y los activos intercambios
y migraciones internas, la mayoría de fenotipos ecuatorianos son
comunes a las cuatro regiones del país. Empero, basta que alguien
abra la boca y diga unas cuantas palabras para que identifiquemos su
origen regional. Un origen que muchas veces es definido con términos
peyorativos, como cuando decimos “monos” a los costeños o “jíbaros”
a los orientales. Incluso el término “serranos”, que en realidad es
una definición geográfica, puede sonar peyorativo cuando se utiliza
en cierto contexto o con cierto tono de voz, y cosa igual sucede con
ese término usado por la prensa guayaquileña para referirse a los
serranos: “interioranos”.
Parte del folklore ecuatoriano son las bromas que en cada región
se hacen respecto del dialecto de las otras. Los costeños se burlan de
las consonantes arrastradas de los serranos o de la entonación musical
28
del habla “morlaca” (azuayo–cañari), pero estos, por su parte, se ríen
de las consonantes aspiradas de las gentes del litoral.
En resumidas cuentas, ningún dialecto ecuatoriano puede
considerarse mejor que otro. Si puliéramos nuestras diferencias, quizá
algún día podríamos tener un lenguaje poblado de elegantes eRes
costeñas, de sonoras Jotas, Gés y eSes serranas, de eLLes clásicas,
pronunciadas al modo de Cuenca y Loja, o de eRes limpiamente
diferenciadas en sus dos posibles sonidos, como lo hacen los carchenses
o los lojanos al decir la palabra “Rural”. Pero cabe preguntarnos qué
ganaríamos con eso y reflexionar sobre la conveniencia de dejar en
paz a nuestros dialectos regionales, que por sí mismos han empezado
a pulir sus aristas más pronunciadas, sin dejar por ello de ostentar su
auténtica personalidad. Porque en los asuntos de la cultura, como en
los de la naturaleza, la riqueza del Ecuador radica en su diversidad y
toda posible uniformidad implica un potencial empobrecimiento.
(Conferencia en la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del
Guayas, el viernes 9 de junio de 1989.)
29
3
30
CULTURA E
HISTORIA
Tradicionalmente se ha entendido a la cultura como un
quehacer superior del hombre, aislado de la realidad material en
que éste sustenta su vida y orientado a la satisfacción de apetitos y
necesidades espirituales, estimados sustancialmente distintos a los
de la vida cotidiana.
Por ventura, el desarrollo de la ciencia de la sociedad, y
particularmente de la antropología social, ha permitido una
reformulación substancial del concepto de cultura, que hoy
entendemos como “el conjunto de bienes materiales y espirituales
creados por la humanidad en el curso de su existencia, que no es
otra cosa que la historia de su práctica del trabajo. En este amplio
sentido, la cultura es un fenómeno social que representa el nivel
alcanzado por la sociedad en un determinado momento.”
Dado que la cultura es un proceso de acumulación histórica de
las experiencias sociales, el desarrollo técnico, determinado por un
esfuerzo colectivo y cada vez más universal de producción y trabajo,
produce en ella saltos cualitativos que marcan su desarrollo histórico
particular. Y es necesario destacar, a este respecto, que ese desarrollo
técnico puede provenir del propio avance y creatividad de un pueblo
o, como sucede cada vez más en el mundo contemporáneo, del
intercambio de experiencias y conocimientos con otros pueblos del
planeta.
En este estricto sentido, es indudable que la cultura alude
fundamentalmente a los bienes espirituales de la sociedad y designa
un orden de actividades especializadas y que poseen formas
significativas, como la ciencia, el arte, la literatura, la filosofía, etc.
Pero es precisamente esa especificidad del quehacer cultural lo
que exige recordar, paralelamente, las bases materiales de la labor
intelectual, para no caer en la siempre peligrosa tentación de mirar
al trabajo intelectual como un hecho aislado del trabajo material de
la sociedad o de creer que las ideas pertenecen a un reino propio
o abstracto, desvinculado de las angustias y aspiraciones reales del
común de los hombres.
No obstante lo dicho, el enriquecimiento de las culturas
particulares por el aporte de la experiencia universal no invalida la
viabilidad histórica de las culturas nacionales, sino que plantea para
éstas una cada vez más profunda interacción dialéctica entre tradición
y renovación. Cada cultura nacional, vinculada históricamente a
las acumuladas tradiciones de su pasado, busca, por otra parte,
renovarse para respoder a las nuevas exigencias histórico-sociales, y
lo hace no solo actualizando y reformando sus antiguas expresiones
culturales sino también enriqueciéndolas con la experiencia universal.
Así, cada cultura nacional de hoy vive un permanente y creativo
31
proceso de confrontación entre su pasado y su presente, entre su
particularidad y la universalidad. Precisamente por ello, nuestras
culturas nacionales de hoy no son una copia simple de nuestra
cultura del pasado sino un producto histórico en permanente trance de modernidad, pero profundamente adherido a formas nacionales,
que marcan su esencial e intransferible rasgo de continuidad en la
historia.
Un proyecto nacional de cultura no puede basarse en la
clausura de las fronteras para impedir la comunicación con las
ideas del mundo. Tiene que actualizar nuestra cultura heredada a
las necesidades reales del país de hoy, dando respuestas nuevas a
los viejos problemas nacionales, produciendo un nuevo espíritu de
progreso en vez de mantenernos sumidos en una visión eglógica y
colonial.
Por lo demás, la posible y cada vez más peligrosa desnacionalización
de nuestra cultura no es ni será el punto de partida de una nueva
colonización del mundo latinoamericano sino la paralela e inevitable
consecuencia de la desnacionalización de nuestra economía. Con ello
pretendemos expresar que sin duda es importante la lucha contra
la penetración cultural extranjera -y específicamente contra la
penetración cultural transnacional- pero que tanto o más importante
es la resistencia frente a la desnacionalización de nuestras economías,
que constituyen la única base real en la que puede asentarse un
auténtico y autónomo desarrollo de nuestra cultura nacional. Por otra
parte, ¿Qué sentido tendría preservar una cultura propia en medio
de una economía neo-colonial?, ¿qué viabilidad histórica ofrecería
para el desarrollo auténtico de nuestra ciencia, literatura o arte el
convertirnos en un “país portaviones” de la economía transnacional?
So pena de caer en una ingenuidad cómplice o en una negligencia
culposa, debemos asumir una cabal defensa y promoción de nuestra
cultura, que implica una activa y permanente promoción de la
totalidad del ser nacional y de la base económica que lo sustenta: los
recursos naturales, los mercados internos, las reservas monetarias,
las tecnologías apropiadas, los precios de nuestras materias primas,
la capacidad adquisitiva de nuestros pueblos, etc.
Resultan indispensables estas precisiones, pues hay una
metafísica del ser nacional, complacida en conceptuarlo como eterno
e inmutable. Y sus cultores son, casi siempre, los representantes
de las viejas clases dominantes, empeñadas en resistir el empuje
vigoroso de las fuerzas de la modernidad. En nombre de esa
metafísica, los cultores de la antigua cultura criolla, que se reconocen
a sí mismos como herederos de la hispanidad colonial, se oponen a
todo cambio que atente contra la inmovilidad formal y conceptual
32
de sus ancestros, a todo contacto que pueda amenazar el estado de
cosas vigente.
Insistimos en que la idea de la tradición es necesaria en cuanto
representa la continuidad cultural de una nación, que, sin ella,
“quedaría fuera de la historia, monstruosamente huérfana”. Pero
toda continuidad es una proyección activa que viene del pasado y no
termina en el presente sino que, por su mismo impulso histórico, busca
orientarse hacia el futuro, en un constante proceso de renovación y
adecuación histórica. Dicho de otro modo, la continuidad cultural
supone un permanente desarrollo, sin el cual una nación correría
el peligro de quedarse al margen de la historia concreta, fuera del
tiempo real y realizable.
Por lo dicho, la tradición solo puede servirnos como raíz de
nuestra continuidad nacional y nunca como freno. Y la continuidad
no puede limitarse, por tanto, a una simple reelaboración cansina y
melancólica de los viejos temas intelectuales y expresiones estéticas;
por su misma esencia nos convoca y nos arrastra al tratamiento de
los nuevos temas y preocupaciones de la sociedad nacional, a la
creación y recreación de los nuevos planteamientos estéticos de
nuestro pueblo.
Además, es un hecho conocido que toda continuidad está
constituida por rupturas sucesivas, que se producen cuando el
conflicto entre lo viejo y lo nuevo alcanza un punto crítico. Y esto
lo demostraron, mejor que nadie, nuestros artistas e intelectuales
del siglo XIX, que bajo el influjo del pensamiento liberal y la recién
conquistada independencia, renovaron profundamente nuestras
culturas y recrearon nuestra visión del mundo en la perspectiva de
la modernidad capitalista. ¿Fueron por ello menos latinoamericanos?
Desde luego que no. Fue precisamente gracias a su actitud audaz,
iconoclasta y transformadora que nuestras recientes repúblicas
pudieron saltar, en relativamente corto tiempo, de la cultura clericalcolonial a la cultura laica que había de caracterizarlas en el futuro,
definiendo de este modo un nuevo carácter, esencialmente nacional,
dentro de la continuidad histórica del ser latinoamericano.
Es más: una revisión minuciosa de nuestra historia demuestra que
la definición de nuestro ser nacional, particular y latinoamericano, se
produjo precisamente gracias a esas rupturas ideológicas de nuestra
historia.
Así, no es casual que los grandes nacionalizadores de nuestro
pensamiento hayan sido exactamente los más audaces revolucionarios
de nuestra historia: Bolívar, Juárez, Martí, Sandino. Y que los más
significativos creadores estéticos de Nuestra América -desde Olmedo
hasta Darío, desde Montalvo hasta García Márquez, desde Rivera y
33
Siqueiros hasta Guayasamín y Le Parc- se hayan identificado con las
grandes transformaciones sociales de su propio tiempo.
Una política de comunicación útil a la continuidad y desarrollo
histórico de nuestra cultura nacional debe plantearse, inevitablemente,
varias preguntas trascendentales. La primera: ¿debemos estimular
una cultura de élites o una cultura de masas?
Tradicionalmente nos han enseñado a identificar como élites
culturales lo que en realidad eran las clases dominantes. Y es que
el sistema oligárquico basó su supervivencia en la marginación
económica, política y cultural de las grandes masas latinoamericanas.
Con ello, los únicos beneficiarios de la riqueza, el poder y la cultura
fueron, inevitablemente, las minorías dominantes, y ello dio como
resultado esa perversa pero cierta identificación de éstas con las
élites culturales.
Hoy la situación ha cambiado, aunque no tanto como sería de
desear. En la mayoría de nuestros países han surgido impetuosas
capas medias, de espíritu renovador y cada vez más amplia
capacitación profesional, que disputan a las tradicionales clases
dominantes el espacio de la producción y el consumo cultural. Y ello
ocurre en un marco de creciente toma de conciencia popular sobre
los grandes problemas nacionales y en una hora en que -para decirlo
con palabras de José Figueres- “los pueblos que una vez dormían
ahora luchan por abrirse paso camino al sol, hacia una vida plena.”
Es, pues, en esta precisa circunstancia histórica en la que
debemos responder a la pregunta formulada.
En lo personal, creo que ha llegado la hora de proponer, como
esfuerzo fundamental de nuestros gobiernos, el desarrollo de una
cultura de masas y para las masas. Una opción política como ésta
se asienta tanto en consideraciones éticas cuanto en exigencias
prácticas. ¿Podemos seguir manteniendo marginados de los beneficios
de la cultura nacional y universal a las grandes mayorías de nuestro
continente? ¿Podemos desarrollar a lo interno de nuestros países una
sólida identidad nacional, sin recuperar las expresiones culturales del
pueblo y sin asimilar la riquísima diversidad de culturas étnicas que
coexisten con la cultura de raíz hispánica? A esta consideraciones
éticas, debemos como hemos dicho antes, agregar preocupaciones
prácticas de la mayor importancia. Y la principal de ellas es saber si
podremos enfrentar a la cultura transnacional, que hoy mismo busca
recolonizar la mente de nuestras gentes, que hoy mismo amenaza
con avasallar nuestras culturas mediante la masiva imposición de
unos modos de vivir y pensar extraños a nuestra realidad, concebidos
para uniformar los pensamientos y sentimientos de los hombres del
mundo bajo la égida de los monopolios transnacionales.
34
Esa potencial alienación, que busca que dejemos de ser nosotros
mismos para convertirnos en unos dóciles siervos de un nuevo sistema
internacional de dominación, avanza con pasos agigantados, gracias
a la formidable ayuda de los medios masivos de comunicación que
están a su servicio. Pueblos pobres y frugales, como los nuestros, que
luchan diariamente por la supervivencia en las más duras condiciones
de marginalidad, se ven enfrentados, de pronto, a las luminosas y
rutilantes imágenes televisivas, que ofrecen a los ojos ávidos del
espectador un mundo de infinitas ofertas de consumo, plagado de
sonrisas y mujeres bellas, en donde los problemas cotidianos de la
gente parecen no existir. El resultado es un shock socio-cultural:
desgarrado entre la ilusión causada por ese falso y recurrente mundo
televisivo y su mísera realidad cotidiana, el hombre latinoamericano
-que, como cualquier hombre de cualquier tiempo, desprecia la
miseria y sueña con la abundancia- termina optando por la evasión.
Y la evasión se expresa de muchas maneras: en la masiva migración
campesina hacia ciudades; en la búsqueda audaz de riqueza fácil,
casi siempre mediante actividades al margen de la ley; en la afiliación
a alguna de las novedosas sectas extranjeras, o en la pura y simple
búsqueda de paraísos artificiales, a través de la drogadicción.
Un reto tan peligroso y masivo como éste requiere, por nuestra
parte, de una respuesta enérgica e igualmente masiva. Y esa
respuesta no puede ser otra que una política social encaminada a la
erradicación de la miseria y una paralela política cultural de masas,
orientada al rescate, promoción y difusión de nuestras culturas
nacionales, en toda la plenitud de sus manifestaciones creativas.
(Esa es, precisamente, la trascendental importancia que tiene para
nuestros pueblos el Programa del Convenio “Andrés Bello” adelantado
en la difusión televisiva y radial de la cultura latinoamericana).
Empero, la formulación y ejecución de una política cultural de
masas no es en sí misma contradictoria con el desarrollo de una
cultura de élites, siempre que entendamos por tales a las vanguardias
intelectuales y artísticas de nuestros países, que representan en el
más elevado nivel los valores éticos y estéticos de sus pueblos, y no
sigamos considerando como élites a las viejas minorías oligárquicas,
empeñadas en la nostalgia del pasado y en la importación acrítica de
expresiones culturales foráneas.
Un segundo interrogante político que se nos plantea es el de
saber si debemos estimular una cultura para la inmovilidad o una
cultura para el cambio.
Si reconocemos como evidente el hecho de que América Latina
requiere una profunda transformación de sus estructuras económicas
y sociales, resultará evidente también que debemos estimular en
35
nuestros países una cultura para el cambio, en vez de una cultura
para la inmovilidad y la preservación del viejo sistema. Y ello no
significa de modo alguno un acto de violencia contra nuestras
tradiciones culturales, pues en toda cultura coexisten históricamente
elementos conservadores y elementos dinámicos.
Se trata, pues, de establecer cuales son esos elementos
dinámicos de nuestra propia cultura para estimular su desarrollo y
orientarlo hacia el desarrollo y el cambio social.
En ningún caso podemos aferrarnos al mantenimiento de
expresiones culturales que, con todo lo importantes que pudieren
haber sido hasta el presente, hoy constituyen una rémora para el
progreso social. La defensa del taparrabos o el fogón de tierra no
han de ser, de modo alguno, los símbolos de la defensa de la cultura
popular, pues la opción de futuro que queremos para el pueblo es la
de una tradición cargada de modernidad y de dinamia creadora.
Una tercera interrogante nos asalta: ¿debemos estimular una
cultura para la dependencia u otra tendiente a la búsqueda de la más
cabal independencia nacional?
La respuesta a esta inquietud está íntimamente vinculada a
las reflexiones precedentes. No puede existir cabal independencia
política y auténtica autonomía cultural si no existe una paralela
independencia económica o si nuestros pueblos siguen atados a la
actual división internacional del trabajo, que los ha especializado en
el arte de siempre perder, como diría Galeano, y los ha convertido en
la reserva estratégica -energética, biológica, mineral y laboral- del
mundo industrializado.
Requerimos, por lo tanto, de una política cultural que se oriente
hacia el cambio interno pero también hacia la transformación de
las estructuras mundiales de poder, es decir, hacia la búsqueda de
un nuevo orden económico y político internacional, en el que la
soberanía de los pueblos débiles sea cabalmente respetada, en la que
los precios de las materias primas sean fijados por sus productores
y en el que la comunicación entre los pueblos sea un camino de
ida y vuelta, por el que transiten libre y equilibradamente las ideas
y expresiones culturales de todos, y no una ruta de sentido único,
que los países poderosos sigan usando para difundir su particular
información, convirtiéndonos en meros receptores de la transmisión
cultural foránea.
Quiero agregar otra inquietud, que para nuestros pueblos
estimo de singular interés: ¿vamos a estimular una cultura para la
paz y la democracia o continuaremos manteniendo una cultura de
autoritarismo y violencia?
La historia de América Latina, con sus múltiples guerras y sus
36
reiteradas dictaduras, ha contribuido a mostrarnos ante el mundo
como el “continente del oprobio”, donde la democracia aparece como
una ficción y la violación de los derechos humanos como el signo
mayúsculo de nuestra vida social.
Nosotros sabemos mejor que nadie, porque lo hemos sufrido
y sufrimos aún en algunas latitudes, el doloroso costo que las
dictaduras tienen para los pueblos de nuestro continente. Pero
conocemos también, de modo inequívoco, que existe en nuestros
pueblos una dolorosa dialéctica de esperanza-desesperanza frente a
la democracia.
Las dictaduras no solo existen por voluntad del dictador y el
poder armado que las sustenta, sino por la tradicional incapacidad de
nuestras democracias para resolver los agudos problemas nacionales.
Así, nuestros pueblos se han debatido entre la usurpación y la
violencia dictatorial, por una parte, y la demagogia desenfrenada o
la retórica pueril de los gobiernos formalmente democráticos.
Es indispensable, en esta hora de Nuestra América, promover
una honda y generalizada cultura democrática, que no se limite a
formular la crítica de las armas o la denuncia de las violaciones a
los derechos humanos, sino que enseñe a los pueblos el ejercicio
activo de la democracia; dicho de otro modo, que denuncie las
limitaciones de la democracia tradicional, eduque a los pueblos para
el civilizado reclamo de sus derechos y enseñe a nuestra clase política
un abecedario de responsabilidad, sensibilidad y honestidad a toda
prueba. Solo así sentaremos las bases para una democracia esencial,
que vaya más allá del simple mantenimiento de las formas políticas
y apunte a la solución de los históricos y acumulados problemas
sociales.
Un agregado final: nuestra política de comunicación cultural debe
comprender también, como uno de los postulados fundamentales, el
de respeto y preservación de la naturaleza, porque de nada servirían
todos nuestros esfuerzos en pro de la identidad cultural y la promoción
del desarrollo si no van acompañados de una política ecológica que
garantice nuestro presente y el futuro de nuestros hijos.
Si la cultura humana empezó con la domesticación de las plantas
y de los animales, ésta solo podrá continuar con el uso adecuado de
los recursos naturales y la preservación de todas las especies.
(Artículo publicado en la obra colectiva “La cultura en la historia”,
publicada por la Asociación de Historiadores Latinoamericanos y del Caribe
(ADHILAC), en 1992).
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4
ORÍGENES HISTÓRICOS
DEL REGIONALISMO EN EL
ECUADOR
38
Todos nos hemos preguntado alguna vez cómo y cuándo se
inició el enconado regionalismo que afecta hasta hoy a nuestro país.
Precisamente una reflexión en ese sentido es la que nos ha motivado
a buscar las raíces históricas de este antiguo problema nacional.
Como parece obvio, el término “regionalismo” viene de “región”
y, del mismo modo que el nacionalismo, abarca varios elementos
ideológicos positivos y negativos. Por una parte, el regionalismo es una
virtud que implica amor al propio terruño, a esa región natal que es la
patria natural del hombre, y también preocupación por su destino. Por
otra, es una enfermedad, una psicosis colectiva en la que se expresan
los recelos y prejuicios que las gentes de una región sienten por los
de otra, a veces durante siglos. A este propósito, hemos planteado en
otro trabajo la siguiente reflexión:
“En cuanto a la primera perspectiva, cabe precisar que la región
es el país natural de los hombres, mientras que el “Estado nacional”
es su país político. De otra parte, es normal que la existencia de una
región sea siempre anterior –a veces por siglos– a la formación del
“Estado-nación”. De ahí que la región y sus determinaciones socioculturales pesen en la vida de las gentes tanto o más que el Estado y
sus influencias político-administrativas.
De otro lado, es inherente al Estado la función de imponer
coercitivamente sus leyes y, a través de la educación, crear, ratificar
o reformar una “ideología nacional”, cuyos valores respondan a
las cambiantes necesidades históricas del país o a las ambiciones
coyunturales de la clase en el poder. Por el contrario, la región no
impone a los hombres leyes, regulaciones o mandatos legales, sino
que actúa en ellos por encima de sus diferencias sociales y a partir
de la fuerza magnética de sus variados elementos: el clima, el modo
de vida, las relaciones de parentesco, el dialecto, las tradiciones
gastronómicas, las formas festivas, etc. Así, en su esencia, la región
es la suma sociológica de sus gentes y la acumulación histórica de una
cultura, mientras que el Estado es la suma política de sus ciudadanos
y la suma administrativa de sus regiones.
Comunidad natural y no política, surgida de la voluntad espontánea
de sus habitantes y expresada en una acumulación de expresiones
culturales, la región, el terruño nativo, es la primera y última patria
de los hombres, aquella en la que nacen y se constituyen como seres
humanos aún antes de aspirar a la condición de ciudadanos de un
Estado.
País primario y patria original, en circunstancias normales la región
es avasallada o relegada por el poder activo del Estado, que impone
forzadas identidades, nacionales o multinacionales, y muy precisas
39
obligaciones cívicas. Pero sus hijos la aman, siguen reconociéndola
como su semilla germinal y viven en buena medida embelesados con
eso que el pasacalle define como “la magia hermosa de la región”. De ahí que en el Ecuador las gentes han inventado para ella una
definición tierna y sustantiva: “patria chica”, que sirve tanto para
delimitar los afectos personales como para diferenciarla de la otra, la
“patria nacional”, a la que también aman pero de modo diverso.”
Hechas estas precisiones sobre la entidad histórico-geográfica que
llamamos “región” y sobre la natural “vocación regionalista” de todos
los seres humanos, podemos disponer de la perspectiva necesaria
para analizar la “enfermedad regionalista”.
Los orígenes históricos de esta endemia se pierden en la noche
de los tiempos. ¿Herencia de los antiguos enfrentamientos tribales
precolombinos? ¿Conflicto creado por las autoridades coloniales,
empeñadas en la defensa de sus jurisdicciones? ¿Consecuencia natural
del aislamiento que la geografía andina impuso a los asentamientos
humanos? ¿Resultado inevitable del feudalismo económico y el
caciquismo político?
Pareciera ser que de todo esto hubo un poco. Lo cierto es que
para el siglo XVII nuestro país tenía ya al menos cuatro “sociedades
regionales” definidas, con economías diferenciadas y cultura particular,
que competían y se recelaban entre sí: la del norte, cuya capital era
Pasto; la del centro, cuya capital era Quito; la del sur, cuya capital era
Cuenca, y la del oeste, cuya capital era Guayaquil. Una quinta, situada
al extremo norte y con capital en Popayán, pasó muy temprano a la
Audiencia de Santafé, en cuya historia llegó a pesar notablemente.
Un siglo más tarde, las contradicciones socio-económicas existentes
entre estas sociedades regionales habían provocado ya una definitiva
consolidación del regionalismo, que terminaría por convertirse en
uno de los elementos ideológicos negativos de nuestro ser nacional.
Los activos prejuicios mutuos que se profesaban los pobladores de las
diferentes regiones son revelados por el uso generalizado de términos
despectivos para designar a los otros: “morlacos” a los azuayos,
“cascarilleros” a los lojanos y sureños en general, “monos” a los
costeños, y “lanudos” o “serranos” a los interandinos del centronorte.
A este respecto, resulta muy ilustrativo el poema joco-serio “Breve
diseño de las ciudades de Guayaquil y Quito”, del jesuita dauleño Juan
Bautista Aguirre (1725-1786), escrito en forma de carta a su cuñado,
don Jerónimo Mendiola. En él se pueden ya advertir claramente los
prejuicios que animaban el espíritu de los guayaquileños de la época
con relación a los capitalinos:
40
Guayaquil, ciudad hermosa,
De la América guirnalda,
De tierra bella esmeralda
Y del mar perla preciosa,
Cuya costa poderosa
Abriga tesoro tanto
Que con suavísimo encanto
Entre nácares divisa
Congelado en gracia y risa
Cuanto el alba vierte en llanto.
Ciudad que, por su esplendor,
Entre las que dora Febo,
la mejor del mundo nuevo
Y del mundo la mejor;
Abunda en todo primor,
En toda riqueza abunda,
pues es mucho más fecunda
en ingenios, de manera
que, siendo en todo primera,
es en esto sin segunda.
Tribútanle con desvelo
entre singulares modos,
la tierra sus frutos todos,
sus influencias el cielo;
hasta el río que con anhelo
soberbiamente levanta
su cristalina garganta
para tragarse esa perla,
deteniendo su ira al verla
la besa humilde la planta. (…)
41
Esta ciudad primorosa,
Manantial de gente amable,
Cortés, discreta y afable,
Advertida e ingeniosa,
Es mi patria venturosa;
Pero la siempre importuna
Crueldad de mi fortuna,
Rompiendo a mi dicha el lazo,
me arrebató del regazo
de esa mi adorada cuna.
Buscando un lugar maldito
A que echarme su rigor,
Y no encontrando otro peor,
Me vino a botar a Quito;
A Quito, otra vez repito,
Que entre toscos, nada menos,
Varios diversos terrenos
Siguiendo hermano su norma,
Es un lugar de esta forma,
Disparate más o menos.
Es su situación tan mala
Que por una y otra cuesta
La una mitad se recuesta,
La otra mitad se resbala;
ella se sube y se cala
por cerros, por quebradones,
por huaicos y por rincones,
y en andar así escondida
bien nos muestra que es guarida
de un enjambre de ladrones.
42
(…) Estas quiteñas como oso
están llenas de cabello,
y aunque tienen tanto vello,
mas nada tienen hermoso;
así vivo con reposo,
sin alguna tentación,
siquiera por distracción,
me venga, pues si las hablo,
juzgando que son el diablo,
hago actos de contrición.
Lo peor es la comida
(Dios ponga tiento en mi boca):
ella es puerca y ella es poca,
mal guisada y bien vendida. (…)
Mienten con grande desvelo,
miente el niño, miente el hombre,
y, para que más te asombre,
aun sabe mentir el cielo;
pues vestido de azul velo
nos promete mis bonanzas
y muy luego., sin tardanzas,
junta unas nubes rateras
y nos moja muy de veras
el buen cielo con sus chanzas.
Llueve y más llueve, y a veces
El aguacero es eterno,
Porque aquí dura el invierno
Solamente trece meses;
Y así mienten los franceses
Que andan a Quito situando
Bajo de la línea, cuando
Es cierto que está este suelo
Entre las ingles del cielo,
Es decir, siempre meando.
43
Este es el Quito famoso
Y yo te digo, jocundo,
Que es el sobaco del mundo
Viéndolo tan asqueroso. (…)
La respuesta a las hirientes burlas de Aguirre vino nada menos
que del doctor Eugenio Espejo. Poco dado a las bromas, éste se
valió de sus personajes del “Nuevo Luciano de Quito” para satirizar a
aquél y tratarlo con desdén, acusándolo de copista de ideas ajenas y
poeta épico frustrado. Es más: Espejo reconoció que Aguirre poseía
“una imaginación fogosa, un ingenio pronto y sutil”, pero precisó que
“siempre se fue detrás de los sistemas flamantes y de las opiniones
acabadas de nacer, sin examen de las más verosímiles: el dijo siempre,
en contra del otro discreto, Novitatem, non veritatem amo (amo más
la novedad que la verdad)”. Para rematar, Espejo enderezó contra
Aguirre juicios igualmente regionalistas, al atribuir sus ligerezas a “el
genio guayaquileño, siempre reñido con el seso, y reposo y solidez de
entendimiento”. “No hay duda –agregó– de que influyó muchísimo en
el ingenio de este padre, el temperamento guayaquileño, todo calor
y todo evaporación”. El Precursor concluyó su juicio sobre Aguirre
afirmando que “en Guayaquil no hay juicio alguno”.
Algún tiempo después, en 1789, al redactar su famosa “Defensa
de los curas de Riobamba”, Espejo pintó con tremendos colores el
espíritu regionalista que afectaba a las relaciones de comercio que
existían entre la sierra y la costa. Dijo a este propósito:
“.....Los guayaquileños, enemigos irreconciliables de los serranos,
extorsionan a éstos sobre manera, y estos mismos... deben ser
seguramente verdaderos buenos cristianos llenos de caridad, ô muy
infelices abatidos, pues que les llevan víveres; pudiendo a buena
cuenta esperar, que ellos salgan a buscarlos con sus géneros, y con su
plata. Los curas están por misericordia divina muy distantes de inspirar
pensamientos crueles: antes influyen los más dulces, y favorables a
la humanidad en común, y a su propia Patria en particular, cuando
manifiestan el deseo de que los guayaquileños se versasen en el
tráfico con la sierra; por que atendiendo su orgullo, natural fiereza, y
su crueldad para con el serrano, debían suplicar a Vuestra Alteza que
se dignase echar sus ojos de clemencia a favor de este que lo merece,
y no de los otros, que son ingratísimos; a fin de que se alterase el
método de comercio, bajo de ciertas reglas, que se deben prescribir
44
por la augusta autoridad de Vuestra Caritativa Real Persona, con la
memoria de que el año próximo pasado de 1788 fueron excluidos de
Guayaquil, y sus pueblos los comerciantes serranos, con el frívolo
motivo de que llevaban el contagio del sarampión, encendido tiempo
havia sin este motivo; y a ésta causa perdieron todos sus intereses,
y lo que es mas sus propias vidas, arrojados al campo, sin socorro
alguno; de modo que esas montañas están pobladas de cadáveres
serranos.”
Visto lo precedente, cabe reconocer que el regionalismo de
nuestro “Precursor” no estaba motivado por simples prejuicios sino
por hechos reales. y tangibles, como la agresividad y el desprecio
étnico de los costeños hacia los serranos. Empero, su regionalismo
tenía también una cara positiva, que se expresaba en el amor y la
admiración desmesurados por lo propio, en este caso por lo quiteñolocal, que don Eugenio anteponía a ratos sobre lo quiteño-general, es
decir, lo propio del país de Quito. Así, de tanto amar y admirar a su
ciudad y sus gentes, el teórico y abanderado intelectual de la “nación
quiteña” se nos volvía de pronto localista y confundía ese quiteñismo
citadino con el quiteñismo patriótico que él mismo había contribuido a
desarrollar y que abarcaba a todos los hijos de la Audiencia de Quito.
En medio de esa confusión de términos, escribía Espejo:
“El genio quiteño lo abraza todo, todo lo penetra, a todo lo alcanza.
... Vosotros señores, les oís el dicho agudo, la palabra picante, el
apodo irónico, la sentencia grave, el adagio festivo, todas las bellezas
en fin de un hermoso y fecundo espíritu. Este, es el quiteño nacido en
la oscuridad, educado en la desdicha y destinado a vivir de su trabajo.
¿Qué será el quiteño de nacimiento (elevado), de comodidad, de
educación, de costumbres y de letras? ... La copia de luz, que parece
veo despedir de sí el entendimiento de un quiteño que lo cultivó,
me deslumbra; porque al quiteño de luces, para definirle bien, es el
verdadero talento universal. En ese momento me parece, señores,
que tengo dentro de mis manos a todo el globo; y yo lo examino... y
en todo él no encuentro horizonte más risueño, clima más benigno,
campos más verdes y fecundos, cielo más claro y sereno que el de
Quito.”
Hablemos ahora del significado de la palabra “morlaco”, tan
debatido y todavía contradictorio. En tanto que adjetivo regionalista,
su uso original entre nosotros viene de la época colonial y parece
haber estado alrededor de dos acepciones gramaticales que el vulgo
identificaba como una sola: la una, “chapetón” o español, y la otra,
45
“persona que muestra tontería o ignorancia”. Así, pues, para los criollos
y el cholerío quiteño, la palabra “morlaco” era un término insultante,
que equivalía a “chapetón tonto” o “chapetón ignorante”.
Por ejemplo, en este sentido parece que fue usada esta expresión
por una mujer que participó en la “Rebelión de los Estancos” (1765),
para referirse a un soldado del Rey, a quien atacó a golpes al tiempo
que gritaba a la multitud: “Matemos a este morlaco desgraciado”. Con igual sentido volvió a ser usada esta palabreja por los
conspiradores quiteños de 1815, cuya acción subversiva (dirigida por
los Montúfares, don Manuel Matheu, don Vicente Aguirre, don Guillermo
Valdivieso y don Antonio Ante) provocó la violenta e indiscriminada
represalia del general español Frómista, que sacó las tropas a la
calle y detuvo a un gran número de patriotas que oficialmente se
habían acogido a la política de “perdón y olvido” del presidente Toribio
Montes. Según consta del proceso judicial correspondiente, en aquella
ocasión el “indio conocido por “Capa Redonda” le habría dicho a
una señora: “Comadre, ya llegó la hora de salir de morlacos. ¿Hasta
cuándo? ¿Hasta cuándo?...”. Para que se entendiera adecuadamente
la expresión usada por el indio, el notario que registró el testimonio
incluyó al pie la siguiente nota: “Morlaco: sinónimo de chapetón o
español, pero en forma despreciativa”. El término pasó posteriormente a usarse como un mote despectivo
contra los azuayos, seguramente buscando enrostrarles su fidelismo al
rey durante la primera guerra de independencia (1809-1812), cuando
se negaron a reconocer la autoridad de la Junta Soberana de Quito
y resistieron luego, con las armas en la mano, a las tropas enviadas
por dicha Junta para ocupar Cuenca y que se hallaban dirigidas por
Carlos Montúfar.
Volviendo al tema general que nos ocupa, fue precisamente en
esa coyuntura histórica, desatada por el autonomismo quiteño a partir
del 10 de agosto de 1809, cuando las diversas regiones de nuestro
país evidenciaron de un modo irrefutable el virus regionalista que
las afectaba. En efecto, mientras Quito creaba una Junta Soberana
a imitación de las de España y pasaba rápidamente del “fidelismo
colonial” al independentismo, las otras regiones del país optaban
por declararse fieles y obedientes al poder colonial y tomaban las
armas para luchar contra los quiteños. Al fin, Guayaquil, Cuenca y
Pasto terminaron formando un coalición contrarrevolucionaria y
colaborando activamente con los Virreyes de Perú y Nueva Granada
para el aplastamiento de la revolución quiteña.
Retomando otra vez el análisis de la semántica regionalista, el
hecho cierto es que, ya desde la época colonial, tras los motes y
46
las palabras despreciativas asomaba el feo rostro del regionalismo,
expresión torva de las reales contradicciones existentes entre las
diversas sociedades regionales. Unas contradicciones que percibió el
Libertador Simón Bolívar, con su formidable visión de sociólogo, a
poco de llegar a Quito, en 1822, y que lo motivaron a escribir:
“Pasto, Quito, Cuenca y Guayaquil son cuatro potencias enemigas
unas de otras, y todas queriéndose dominar sin tener fuerza ninguna
con que poderse mantener, porque las pasiones interiores despedazan
su propio seno”.
Ocho años más tarde, un espadón de origen venezolano, casado
con una de las herederas terratenientes más influyentes del país,
decidió segregar nuestro país de la Gran Colombia y convertirlo en
su satrapía. Hasta entonces, y desde la época precolombina, el país
se había llamado “Quito”: Reino de Quito, Real Audiencia de Quito,
Presidencia de Quito, Capitanía General de Quito, Estado de Quito. Por
tanto, lo positivo y lógico habría sido que la nueva república segregada
de Colombia se llamara “República de Quito”. Pero la lógica de la
historia no era la lógica del regionalismo, de modo que guayaquileños
y cuencanos impusieron su sesgado criterio de que el nuevo país no
debía llamarse Quito sino “Estado del Ecuador”. Así, unos lamentables
celos regionalistas nos privaron, como país, de nuestro nombre
histórico y nos asignaron el equívoco nombre geográfico de “una línea
imaginaria que cruza por la mitad del mundo”. (Lo cual ha servido, de
paso, para que el Perú argumente que la República del Ecuador es
una entidad política nueva, surgida recién en 1830 y que por tanto no
tiene antecedentes históricos ni puede reclamarse heredera territorial
de la Audiencia de Quito).
Ya constituido el Estado del Ecuador y segregada la región de
Pasto, las gentes de nuestro país siguieron cultivando fervorosamente
sus prejuicios. Y de ello no escaparon ni los pensadores más ilustres,
que, aunque con elegancia, dejaron caer sus gotitas de regionalismo.
Así, los escritos de don Juan Montalvo contra el obispo Ordóñez, a
quien, entre otros insultos, le dijo “buscavida”, “cabrón de Mendés”
y “cascarillero”, además de acusarle de ser... ¡cuencano!. Escribió el
terrible “Cosmopolita”:
“He vuelto a leer los viajes de don Francisco José de Caldas:
cuando llego al pasaje en que el pueblo de Cuenca se arroja sobre (el
cirujano Seniergues), tiemblo, no de miedo sino de cólera. ... ¿Cómo,
ayer, en los umbrales de nuestro siglo, hay pueblo en el mundo
47
civilizado, cuya plebe, a las voces de los clérigos, se tira sobre un
sabio y le hace pedazos por brujo? Ordóñez, Ignacio Ordóñez, no
puedes negar tu cuna...”
En el mismo negativo sentido apuntaban los artículos del periódico
guayaquileño “La Balanza”, dirigido por el notable escritor guatemalteco
Antonio José de Irisarri, donde se atacaba con motes regionalistas al
gran polemista azuayo fray Vicente Solano, calificándolo como “Fraile
de Cuenca” y “Fray Molondro de Morlaquía”. A lo cual el aludido
respondió con una inolvidable página de defensa de la identidad
regional y nacional:
“¿Uds., caballeritos de La Balanza, piensan ridiculizar mi patria
con su viejo provincialismo? No sean inocentes, y agradézcanme la
expresión, porque no uso de la que Uds. merecen. Mucho habría
que decir de los países en que Uds. nacieron, si yo tratase de hacer
recriminaciones. Dejemos esto a la canalla y a los escritores malignos.
Baste observar que desde la antigüedad más remota las gentes de todos
los reinos y provincias se han ocupado en zaherirse mutuamente. La
historia de los griegos y romanos y de todas las naciones de la Europa
moderna confirman este provincialismo despreciable. En efecto: ¿qué
español de juicio se contristará porque el charlatán de Rousseau dijo
que Madrid era un pueblo de parlanchines? ¿Qué inglés sabio creerá
que su patria queda degradada porque Mr. Tomas dejó escrito: “Los
tres azotes del género humano son la peste, la guerra y los ingleses?”.
¿Perderá algo la Holanda porque Pigault-Lebrun dijo que solo se sabía
que los holandeses eran hombres porque lo decían sus mujeres ...?
¿Qué americano no se reirá del prusiano Paw porque nos pinta poco
menos que bestias?”.
Siguiendo con las preguntas, nosotros agregamos: ¿Y qué decir
de esa vieja rivalidad entre Cuenca y Loja? Pues que harían falta
páginas y páginas para reseñarla, porque tanto Montescos como
Capuletos aportaron abundantemente a ella. Y es que el regionalismo
se mete sutilmente en el alma, por el lado positivo -el de la defensa
de la “patria chica”, el del reclamo de sus derechos, el de la promoción
de sus riquezas y virtudes- y, a veces sin pensarlo, nos va orillando
sigilosamente hacia el otro lado, el de los celos y recelos, el del
desprecio por los otros y las comparaciones odiosas. Veamos, al
respecto, esta perla regionalista del mismo fraile Solano, en su fase
de salubrista:
“Cuenca se parece a una ciudad asiática con relación a su
48
desaseo. ... Otro tanto puedo decir de Loja; y aun más, porque en
Cuenca al menos la mayor parte de las casas tienen limpieza. Pero
en Loja los patios están llenos de basura, que con las aguas que se
estancan en invierno exhalan un hedor intolerable a las personas que
no están acostumbradas a él. Las casas no dan una salida libre a las
aguas que caen de los tejados... Las calles son insufribles en tiempo
de lluvias. Además, como el temperamento sea bastante caliente...,
la putrefacción es más veloz y... el aire allí es muy nocivo en ciertas
estaciones: el virus se desenvuelve con rapidez y las gentes, por lo
común, son enfermizas. ¿Qué remedio? Ya lo he dicho: el aseo interior
y exterior de las habitaciones.” Como se ha visto, la intención del sabio fraile cuencano era buena,
pero el tonito de superioridad empleado era sencillamente insufrible
para sus vecinos del sur.
No debe extrañarnos, pues, que a orillas del Malacatos los lojanos
sigan hasta hoy recordándose unos a otros, y advirtiendo a los
visitantes: “¡Morlaco, ni de leva ni de saco!”, o también: “Morlaco que
no la hace (?) a la entrada, la hace a la salida...” Y tampoco debe
inquietarnos que, por parecidas razones, los guayaquileños sigan
afirmando que “Dios está en todas partes, pero tiene su despacho en
Quito”, o que los cuencanos, más sutiles que nadie, reivindiquen los
derechos de su región frente al centralismo afirmando que “Quito es
una conjugación del verbo quitar”.
No puedo cerrar esta reflexión sin mencionar, al menos, dos
ejemplos contemporáneos de ese patético regionalismo superviviente.
El uno, lo ocurrido tras la consulta plebiscitaria del gobierno de
Durán Ballén, cuando los dirigentes empresariales guayaquileños y el
matemático Illingworth, viendo el masivo rechazo dado por el país a
sus propuestas políticas, plantearon la independencia de Guayaquil y la
disgregación del Estado ecuatoriano o, en su defecto, el establecimiento
de un Estado Federal dentro de un país unitario... El otro, lo sucedido
tras el derrocamiento de Bucaram, cuando autoridades seccionales
“bucaramistas” de Esmeraldas y El Oro proclamaron la segregación de
sus provincias de la integridad territorial del Ecuador. Tan peregrinas
propuestas fueron siempre rechazadas por las mayorías regionales y
nacionales, pero no dejan de constituir un grave atentado contra la
seguridad nacional, tanto más cuanto que han sido levantadas en el
mismo momento en que el Ecuador buscaba negociar con el Perú una
solución definitiva a su secular disputa fronteriza.
En conclusión:
49
1. Constatamos en el Ecuador contemporáneo la supervivencia
de vigorosas sociedades regionales, de antiguo origen histórico,
cuyo ámbito socio-geográfico se identifica más con las antiguas
circunscripciones coloniales que con la división político-administrativa
republicana. (Dicho de otro modo, en la práctica social subsisten las
antiguas provincias coloniales de Quito, Guayaquil y Cuenca, con
pequeñas variaciones.)
2. Esas sociedades regionales mantienen añejos prejuicios y
contradicciones, en parte como una inevitable herencia socio-cultural
pero también a causa de la acción de grupos interesados, casi siempre
vinculados a las élites del poder local, que por este medio buscan
preservar su hegemonía.
3. Constatamos también la existencia de una reiterada política
“centralista”, que privilegia en la atención estatal a los centros políticos
tradicionales (Quito, Guayaquil y, en menor medida, Cuenca) y maltrata
a las demás provincias y, en general, al sector rural. Constatamos
también que ello genera resentimientos y protestas, que a su vez
alimentan el odio regionalista, aunque, curiosamente, las mayores
protestas provienen de Guayaquil, que históricamente ha sido uno de
los dos grandes beneficiarios de la política centralista del Estado.
4. El neoliberalismo y su prédica anti-estatista ha contribuido a
alimentar el regionalismo. En Guayaquil, donde la prédica regionalista
de las élites ha sido más larga y permanente, se ha desarrollado
una corriente de opinión radicalmente librecambista y pro-capitalista,
que en la actualidad tiene un carácter abiertamente neoliberal, que
contrasta con la opinión política del resto del país y aun de sus
provincias vecinas.
5. Pese a su altisonancia, la prédica regionalista más radical –
aquella que aboga por el separatismo– no tiene destino, pues choca
contra la mayoritaria opinión nacional y la poderosa presencia de unas
FF. AA. nacionalistas y prestigiadas en grado sumo.
6. El regionalismo ha sido atenuado, en varios aspectos, por el
desarrollo de los medios masivos de comunicación y la consecuente
emergencia de una “opinión nacional”; igualmente, por el desarrollo
de un mercado interno cada vez más amplio, que crea vínculos de
interdependencia entre las diversas sociedades regionales.
7. No hay ni podrá haber progreso nacional si no se da un esfuerzo
colectivo para refrenar los excesos del regionalismo. Tal esfuerzo
deberá implicar tanto al Estado como a la sociedad civil: aquél,
reprimiendo las prédicas regionalistas que atacan a la integridad
nacional, y ésta, descalificando o castigando electoralmente a los
líderes regionales, cuando se atrevan a levantar esa vieja bandera
del odio regionalista o localista, durante su promoción política o sus
50
acciones administrativas. Y es que los derechos de una región tienen
su límite en los derechos de las demás y en los intereses superiores
de la nación y del Estado.
(Conferencia en la Universidad Central del Ecuador, el 24 de Junio de
1994)
51
5
LAS HISTORIAS
DE PEDRO JORGE VERA
52
El rico panorama de la pequeña historia, o más exactamente de
las pequeñas historias, viene a iluminarse ahora con la esta gratísima
irrupción de Pedro Jorge Vera, este gran patriarca de la literatura
viva del Ecuador, quien ha decidido utilizar su vida eterna para seguir
escribiendo bellos libros y para internarse por todos los cauces
literarios que le habían quedado inexplorados.
“Cuentos de la historia” ha denominado a estos textos gráciles,
llenos de sutil humor, en los que el signo más constante es una
búsqueda de respuestas a esas preguntas que dejó sin contestar la
historia de los historiadores. Y es aquí donde Pedro Jorge se mete
airosamente en ese territorio poco conocido que hace de frontera
entre lo que acostumbramos llamar historia–ciencia e historia–mito,
es decir, entre la historia de datos registrados por escrito, gracias a la
acuciosidad o el interés de algún escriba, y la historia guardada en la
memoria de los hombres del común y que pervive en la palabra que
va de boca en boca.
De entrada, una tal incursión nos pone sobre aviso y nos lleva
a inquirir si puede llamarse historia a aquello que no se sostiene
sobre datos ciertos sino sobre el frágil hilo de la imaginación. Pero la
respuesta puede ser otra pregunta igualmente inquietante: ¿merece
más credibilidad histórica un dato escrito en el pasado –talvez
interesado o quizá equívoco– que el imaginario colectivo, es decir el
juicio social sobre ciertos hechos humanos?
Aquí es donde entran en juego la intuición, la imaginación y la
literatura como componentes necesarios de eso que llamamos la historia
escrita. Respecto a las primeras, o sea la intuición y la imaginación,
fueron ya reivindicadas por uno de los mayores científicos de nuestro
tiempo, Alberto Einstein, quien dijo que “la intuición y la imaginación
son los más importantes elementos de la investigación científica”.
En cuanto a las relaciones entre literatura e historia, son una vieja
realidad que ha sido aprehendida por nuevas teorías historiográficas,
como las de ..., que sostienen que la historia escrita no es ni más ni
menos que otro género literario.
Reivindicado, pues, el triángulo amoroso entre historia, literatura
e imaginación, vamos a deshuesar, uno por uno, los textos de Pedro
Jorge:
– EL PRIMER GRITO FUE EN EL XVI es una hermosa crónica
sobre ese conflicto de las alcabalas, que los ecuatorianos, con nuestra
pasión tropical, calificamos de “rebelión” y hasta de “revolución”,
pero que estudiosos más tranquilos, como el francés Bernard Lavallé,
identifican solamente como una “crisis política”. El hecho cierto es que
esa crisis tiene, al menos, dos posibles lecturas: una desde la visión
nacional, que necesariamente lleva a verla como un antecedente de
53
la constitución mental y política de la “Patria criolla”, y otra desde la
visión socio–étnica, que conduce a mostrar a este conflicto como una
primera disputa entre chapetones y criollos por ver cual grupo debía
beneficiarse preferentemente con el trabajo de los indios. Pedro Jorge
ha optado por la primera y, consecuentemente, ha ido al rescate de la
grata y enhiesta figura de Alonso Moreno de Bellido, héroe y mártir de
la causa criolla. Y aunque para ello ha tenido que afear la imagen del
presidente Barros de San Millán, ha tenido la honestidad intelectual
de mencionar, aunque sea de pasada, la otra verdad de aquella
historia: que el levantamiento de los encomenderos criollos contra el
presidente de la Audiencia fue motivado por la protección que éste
daba a los indios contra los abusos de curas y terratenientes.
El segundo cuento, EL DUENDE ENAMORADO, habla de Eugenio
Espejo, el abanderado de la “nación quiteña” y precursor de nuestra
independencia. Dice nuestro autor que siempre le preocupó ese
aparente desinterés de aquel personaje por las mujeres, tan notorio
que incluso ciertos biógrafos han hablado de “la misoginia” de don
Eugenio. Y se lanza a la tarea de redondear el alma de Espejo con
los perfiles del sentimiento amoroso, para que ese autodefinido “bello
espíritu” no se quede en la fría soledad del intelecto.
Con trazos firmes y seguros, Pedro Jorge recrea el espacio vital
del Precursor, es decir, tanto su mundo social como su mundo síquico,
y se encuentra con esa realidad que tanto debió doler al duende
quiteño: las mujeres cultas que le interesaban no estaban a su alcance
ni se interesaban por él, y las mujeres que se interesaban por él
no eran cultas ni motivaban su interés, salvo, quizá, esa inquietante
Teresa Quiñónez, flor simbólica que el pueblo ofrece al campeón de
su libertad y que éste apenas toca con su mano.
El tercer cuento –LA GLORIA, LA LIBERTAD Y EL AMOR– está
unido gráfica y simbólicamente con el siguiente, EL REPARTO DEL
BOTIN, dado que ambos enfocan esa simbiosis entre gloria y tragedia
que marcó las vidas de nuestros libertadores. En Bolívar, la tragedia
fue múltiple: el fracaso de sus planes anfictiónicos, a causa de los
recelos aldeanos de unos y los turbios intereses de otros; el intento
de asesinato, ejercitado por unos jóvenes fanáticos, pero inspirado
por unos hombres perversos; y la desmembración de Colombia, la
Grande, en tres republiquitas de pacotilla, que pretendían ser cuartel,
universidad y monasterio.
Por eso, a la hora del reparto del botín sobraban ambiciones y
faltaba grandeza. Allá arriba, en la esquina atlántica, un generalote
y sus bárbaros caudillos de provincia proclamaron la separación
de Venezuela, supuestamente para liberarse de la tutela de unos
leguleyos de Bogotá. Mas acá, en Cundinamarca, los doctores de
54
Bogotá –liderados por un general de oficina, que además era jugador,
avaro y prestamista– buscaron primero asesinar al Libertador y más
tarde a Sucre, último héroe grande que quedaba en Colombia y único
vínculo posible entre las partes aisladas de aquel país. Y acá, es decir
aquí, un generalote sombrío se puso a la cabeza de una docena de
hacendados, todos parientes de su mujer, para emprender en la poco
gloriosa obra de la separación del Ecuador, aunque para ello hubiese
que pasar sobre la sangre del generoso y humanitario mariscal de
Ayacucho. Al final, dos viudas quiteñas quedaron como testimonio vivo de
la gran patria difunta. La una, Manuela Sáenz, fue perseguida por
subversiva y libertaria y terminó entre asilada y confinada en Paita.
La otra, Mariana Carcelén, buscó refugio en los brazos de un oscuro
general, que no tenía otro norte que la concupiscencia y al que el
pueblo llamaba, con justicia, “Barriga, verija, baraja y botija”.
EL JACOBINO RENCOROSO se titula el cuento dedicado a
Rocafuerte, ese gran personaje de nuestro siglo XIX, al que los
ecuatorianos no acabamos de clasificar bien, dados los contradictorios
perfiles de su personalidad.
Diputado en las Cortes de Cádiz, se opuso al absolutismo de
Fernando VII y pasó luego a ser un conspirador internacional de
la masonería y agente de Simón Bolívar para la independencia de
Cuba, antes de volver al Ecuador y ser electo diputado al congreso
ecuatoriano. Ahí se irguió como un líder nacionalista frente al gobierno
del general Flores, contra quien organizó luego la “revolución de los
chihuahuas”, aunque terminó aliado de Flores y encaramado al poder
con su ayuda,... para más tarde volverse nuevamente su enemigo.
Gobernante “ilustrado”, creó escuelas públicas y bucó suprimir la
“contribución personal”, nuevo nombre del infame “tributo de indios”.
Pero paralelamente reprimió toda oposición y fusiló a todo alzado en
armas, en especial a sus antiguos amigos chihuahuas, todo ello bajo
la teoría de que “palo y más palo es lo que necesitan estos pueblos”.
Una buena síntesis del carácter de Rocafuerte la hizo su amigoenemigo Flores, quien dijo que el guayaquileño era “un revolucionario
en la oposición y un tirano en el gobierno”.
Ahora Pedro Jorge rescata esas luces y sombras de su paisano,
a propósito de la persecusión de éste contra Manuela Sáenz, a
la que no sólo expulsó de su propio país sino que ofendió en los
peores y más machistas términos. Es un cuento de gran penetración
sicológica, que configura bien la doble personalidad de Rocafuerte,
aunque por desgracia nos deja con una nueva interrogante: ¿por qué
los grandes tiranos del Ecuador –Rocafuerte, García Moreno, Febres
Cordero– no han salido de la sierra oscurantista sino del liberal puerto
55
de Guayaquil?
Y a propósito de García Moreno, digamos que su espíritu es
perseguido también por el ojo alerta de nuestro autor, y más
precisamente por el ojo izquierdo, puesto que el otro parece haber
sido cerrado por una comprensible pasión jorgiana, de claro origen
benjaminiano. Sólo así se explica que Pedro Jorge, siempre tan sutil
y penetrante, reconozca como únicas fuerzas motoras del gran tirano
el odio y el ansia de poder, y no quiera ver, o no logre ver en plenitud,
sus otros dos grandes impulsos vitales, que yo me veo en el caso de
puntualizar. Uno de ellos fue la pasión amorosa, que se expresó con relación a
varias mujeres, como el mismo Pedro Jorge nos lo recuerda, aunque
de mala gana. Estos episodios pasionales fueron tan terribles que
agitaron la vida íntima del gran tirano hasta el nivel del escándalo
–esposa misteriosamente muerta y pronto matrimonio con la sobrina
de la difunta– y que complicaron aun la vida pública, hasta el punto
de provocar una guerra con Colombia y el extremo final del propio
asesinato del tirano, a manos de un marido burlado y de unos jóvenes
revolucionarios.
El otro impulso garciano fue, sin duda, su pasión por la moralidad
pública. Cortó viejas corruptelas administrativas, persiguió a ladrones
de fondos públicos, canceló a diplomáticos que renegociaban la
deuda externa buscando su propio beneficio y hasta provocó la ira de
la jerarquía eclesiástica, por su afán de moralizar al clero y enderezar
a confesores pícaros y frailes borrachos. Visto todo lo cual no resulta
raro que el fantasma de don Gabriel, el tirano incorruptible, haya
aterrorizado por las noches a Abdalá Bucaram en los corredores del
palacio de Carondelet.
En fin, amigos, podríamos seguir hablando largamente de los
hechos y personajes que se agitan en este libro, pero preferimos
cerrar aquí esta página, para que los lectores entren cargados de
curiosidad a este grato y bello libro de Pedro Jorge Vera, en procura
de regodearse con sus DOCE CUENTOS DE LA HISTORIA.
(Presentación del libro “Doce cuentos de la historia”, en el aula
“Benjamín Carrión” de la CCE. Quito, 13 de mayo de 1997.)
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6
FIESTA EN
TRIGUEROS
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Es enero de 1997 y estoy, una vez más, en el “país de la abuela”,
como Gabriel García Márquez gusta de llamar a España. Hospedado
en el bosque de La Rábida, bajo el generoso alero de la Universidad
Internacional de Andalucía, vuelvo a encontrarme con los rostros
familiares y las manos cálidas de muchos amigos. Uno de ellos es
José Juan de Paz, un historiador andaluz que conoce como nadie
los lugares y monumentos históricos de la provincia de Huelva, la
antigua Onuba romana, y que halla singular placer en explicar a
sus amigos las historias y secretos de las sucesivas civilizaciones
que se asentaron en el área, desde la de los tartesos hasta hoy.
Otro es el notable geógrafo Juan Márquez Domínguez, quien ha
escrito una monumental obra titulada “Los pueblos de Huelva”, que
circula en fascículos con la prensa local. Completan el círculo íntimo
el historiador onubense David González Cruz, el geógrafo chileno
Adriano Rovira Pinto y el historiador boliviano Edgar Valda Martínez.
Los amigos españoles tratan de hacernos grata la vida a los
visitantes latinoamericanos. Juan Márquez nos invita cada jueves al
acto de lanzamiento de un fascículo de su obra, que se efectúa en el
respectivo pueblo, siguiendo un estricto orden alfabético, y termina
siempre con un impresionante ágape poblado de gambas, chacinas,
jamón serrano y vinos generosos de la zona. José Juan y David, por
su parte, montan para nosotros correrías nocturnas por los mejores
bares onubenses, siguiendo las más exigentes reglas del turismo
cultural: se trata de probar el jamón del bar de Juan, los montaditos
del bar de Pedro, los calamares a la riojana de acá y !no faltaba
más! el choco frito de acullá, regado todo con vinos viejos y mostos
jóvenes, que traen al paladar de las gentes la antigua magia de las
bodegas andaluzas.
Una noche de ésas, Juan Márquez nos informa que el domingo
siguiente se celebra en el pueblo de Trigueros una de las más gratas
fiestas de la región: la de San Isidro Labrador. Y allá acudimos el
domingo siguiente Adriano, Edgar y yo, para encontrarnos con la
más impresionante fiesta religiosa que hayamos visto jamás.
Para comenzar, hallamos que Trigueros es bastante más que
un pueblo y tiene, en dimensiones latinoamericanas, el tamaño de
una pequeña ciudad, tal como Guaranda o Azogues. (Es que acá,
en España –nos explica Juan– la base poblacional para que un lugar
pueda considerarse pueblo es de 10 mil personas, mientras que en
América Latina es de sólo 2 mil). Luego nos encontramos con que el
pueblo se halla invadido por una impresionante masa de visitantes
afuereños, que llenan la plaza principal y las calles aledañas.
De pronto, al llegar el mediodía, un cohete se eleva al cielo y
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su estallido marca el inicio de la fiesta. Suenan trompetas, se abren
las puertas de la iglesia y la imagen de San Isidro, cubierta de una
capa púrpura y adornos de plata, sale en hombros de un grupo de
jóvenes “costaleros”, mientras la multitud aclama al santo. Tras ese
inicio ritual, la multitud se agita y pide con aplausos que se dé paso a
la parte central de la fiesta, que consiste en el lanzamiento de regalos
valiosos desde los pisos altos de las casas del poblado. Previamente
un buen número de jóvenes se ha colocado delante de ciertas casas,
conocidas por la generosidad de sus propietarios. Algunos llevan una
suerte de costales amarrados a largas pértigas, con los que esperan
atrapar más fácilmente los regalos lanzados desde los balcones y
terrazas. Otros se han instalado encima de unas tarimas portátiles,
con el mismo fin. Abajo de ellos, una multitud abigarrada confía en
pescar alguna cosa, sin más ayuda que la de sus manos.
Tras unos momentos de espera, se inicia finalmente el acto
central de la fiesta, cuando varias personas se asoman a los balcones
y empiezan a lanzar hacia la multitud los esperados regalos: chorizos,
salchichones, salchichas, piezas de bacalao seco, barras de chocolate
y abundantes moldes de pan. La multitud ruge de alegría. Los jóvenes
de las pértigas cazan gran parte de los regalos, pero la abundancia
es tal que todos pescan algo, sin más que saltar un poco y estirar
los brazos. Incluso nosotros, poco duchos en el asunto, obtenemos
varios panes y un par de salchichones. A lo que no alcanzamos,
ciertamente, es al lanzamiento de los famosos jamones de Jabugo,
piernas de cerdo curadas en el frío de la sierra y bajo un secreto
sistema de secamiento.
Terminado el acto en la plaza, la multitud se alinea en la
procesión festiva, que avanza por las calles encabezada por la imagen
del santo, quien va golpeando puertas con su bastón de plata y
convocando generosidades. En muchas casas vuelve a repetirse el
ritual ya descrito: los jóvenes que piden, los dueños de casa que
regalan y la multitud que goza alegremente de esa increíble fiesta
de generosidad humana. Solo que en cada casa agregan regalos
particulares a los ya tradicionales; de este modo vuelan por los aires
zapatos, juguetes, ropas y variados objetos de uso doméstico.
Pero el lanzamiento no lo es todo. En las calles principales
hay instaladas grandes pipas de vino, desde las cuales unas manos
generosas distribuyen vasos de mosto a los transeúntes. Pero
también hay muchas casas que convidan al público a pasar adentro
y probar sus platos y bocados y a degustar su vino joven, porque
sus propietarios poseen viña propia y gustan de regalar el mosto en
este día mágico, quizá para agradecer a la naturaleza, quizá para
comprometerla a seguir siendo dadivosa con todos.
59
Para entonces, los tres amigos sudamericanos estamos ya
integrados a un grupo mayor, en el que figuran varios españoles,
un par de amigas argentinas y hasta un antropólogo canadiense
enamorado de la cultura iberoamericana: el profesor George Lovell.
Mientras avanzamos por la calle, desde una de esas casas
abiertas me llama un hombre corpulento, que tiene un mechón
blanco en su cabello negro. Lo reconozco de inmediato: se trata de
Antonio Reyes, el funcionario que me ha atendido tantas veces en el
Archivo General de Indias, en Sevilla. “Quien te llama no te engaña”
dicen en mi tierra bolivarense y Antonio hace honor a las reglas de
la hospitalidad española, brindándonos todo lo mejor que hay en la
casa de sus suegros. Además, resulta que es amigo de mi amigo
Juan Márquez, lo que determina que ambos, luego de que vaciamos
botellas y bandejas, encabecen una propia y particular procesión
hacia otras casas amigas, en todas las cuales nos atienden a más
no poder.
Al anochecer, cansados de tanto caminar y ahítos de beber
y degustar delicias, volvemos hacia Huelva y enfilamos finalmente
hacia nuestro albergue en el monasterio de La Rábida. A esta hora
el cuerpo nos pesa más que nunca, pero el alma la tenemos ligera,
porque este día de enero, en un hermoso pueblo de la España
profunda, nos han enseñado que el verdadero sentido de la felicidad
pasa por la alegría compartida y, sobre todo, por la hospitalidad
generosa para con todos los seres humanos.
60
7
EL BUCARAMATO
Y LA PUGNA INTEROLIGARQUICA
61
Hay discursos que revelan la realidad y otros que la ocultan o
enmascaran. Pero el discurso político de Abdalá Bucaram cumplía
paralelamente ambas funciones: por una parte, denunciaba a las
masas la brutalidad de la explotación oligárquica y estigmatizaba como
“oligarcas” a todos sus enemigos políticos, pero por otra ocultaba,
tras una cascada de retórica agresiva, el carácter oligárquico de su
propio proyecto político.
La eficacia de ese discurso está a la vista. Derrocado por un
formidable movimiento popular liderado por la pequeña burguesía
urbana, denunciado hasta la saciedad por la corrupción generalizada
que imperó en su gobierno y perseguido activamente por la justicia,
Bucaram sigue manteniendo el respaldo de un importante sector de
masas urbanas y rurales marginalizadas de la vida moderna. Es un
respaldo ciertamente vergonzante, como antes lo fuera el que le
otorgaba la clase media urbana, que despreciaba el estilo lumpesco
de Abdalá y sus seguidores, pero que detestaba más la voracidad
de los elegantes candidatos de la oligarquía. Y por lo tanto se
expresa como ausentismo o voto nulo en la consulta popular, o como
protestas locales contra la desatención del Estado, pero ese respaldo
existe, tiene fuerza en muchas provincias y revela que el discurso
antioligárquico de Bucaram sembró una inquietud social que no está
agotada, precisamente porque persisten las condiciones de miseria y
angustia colectiva que la hicieron germinar.
De otra parte, los desaforados apetitos de poder de la vieja
oligarquía ecuatoriana, que, sin el contrapeso político del populismo
o de la fraccionada centroizquierda, se ha lanzado al control absoluto
del poder político, demuestran por contraste el peligroso monopolio
de poder que se ha generado en el Ecuador tras la caída de Bucaram.
Así, frente al sostenido funcionamiento de la aplanadora electoral
socialcristiana, los mismos actores progresistas de las jornadas de
febrero de 1997 se encuentran sorprendidos por el triste desenlace de
su acción. Y entonces vuelve a plantearse el dilema del papel histórico
del populismo en general y del populismo bucaramista en particular,
en el actual escenario de la política ecuatoriana, puesto que para
unos analistas es un simple proyecto caudillista y demagógico, que
amenaza a la estabilidad democrática, y para otros constituye una
fuerza representativa de las angustias y anhelos del pueblo, además
de ser, ya en el plano práctico, la única fuerza política capaz de
contrapesar a la derecha socialcristiana en la región más poblada del
país, que es la Costa.
A la larga, nadie ve más allá de estas realidades y todas las
fuerzas de opinión parecen hallarse atrapadas en las redes del
inmediatismo, en busca de una salida política que no sea peor que
62
el bucaramismo. Con ello, parecieran negarse a ver que el ovillo
populista–bucaramista tenía dos puntas, una de las cuales eran las
masas urbano marginales de todo el país, siendo la otra una nueva
estructura de poder económico, consolidada en los últimos años y
que halló en el populismo bucaramista un vehículo para incursionar
en el terreno político.
Obviamente, tal situación plantea a las ciencias sociales un
esfuerzo de análisis que vaya más allá de la coyuntura y de las
formas exteriores de la política, y que intente una aproximación al
conocimiento de las nuevas estructuras socio–económicas constituidas
en el país durante las últimas décadas.
¿Fue el gobierno de Bucaram un ensayo antioligárquico o, por el
contrario, significó la expresión política de una nueva oligarquía que
ha emergido en el horizonte nacional y disputa con la vieja oligarquía
el control del Estado?
Hay variados elementos que nos llevan a creer que el bucaramismo
de Abdalá (heredero del bucaramismo de don Asaad), fue en verdad
la expresión política de una oligarquía emergente, constituida por
un relativamente pequeño grupo de familias de origen sirio–libanés,
radicadas principalmente en la Costa y que habían acumulado
importantes fortunas en la segunda mitad del siglo XX.
Desde luego, una afirmación como ésta nos lleva a nuevos
interrogantes: ¿cómo fue posible que haya surgido una nueva
oligarquía precisamente en el puerto de Guayaquil, coto privado de
la vieja oligarquía agroexportadora? Y ¿en qué espacios económicos
pudo realizarse la notable acumulación de capital de esa nueva
“burguesía turca”?
La pregunta es compleja, porque responderla a cabalidad implica
desarrollar un extenso análisis histórico, sociológico y antropológico
acerca de la llegada de la inmigración sirio–libanesa a comienzos de
siglo, de los tiempos y formas de su radicación en el país, de sus
métodos de supervivencia y ayuda mutua, de la conformación de una
“mentalidad defensiva” en el grupo social derivado de esa inmigración
y, finalmente, de sus actividades económicas y mecanismos de
acumulación de capital.
Tal abanico de cuestiones y temas de estudio escapa a los límites
de este breve ensayo, pero no podemos dejar de anotar algunos
datos de interés sobre tan importante fenómeno histórico–social.
En primer lugar, cabe destacar el hecho de que los inmigrantes
“turcos” (llamados así porque ellos viajaban con pasaporte turco, en
razón de que sus países de origen se hallaban bajo el dominio de
Turquía) se dedicaron en general a tareas económicas descuidadas
por los ecuatorianos, tales como la importación de telas de todo tipo, la
63
venta al detal, el comercio ambulante y el crédito al por menor. Luego,
aplicando a rajatabla la regla de oro del inmigrante (esfuerzo, frugalidad
y ahorro), crearon una pequeña pero muy útil base económica, que
les permitió establecer un sistema de ayuda mutua y auxilio a nuevos
paisanos que llegaran al país, sistema institucionalizado más tarde
bajo la sombra institucional de la “Sociedad Unión Libanesa”.
En segundo lugar, debe mencionarse como parte de sus
prácticas sociales una hábil combinación de endogamia (matrimonio
dentro del mismo círculo socio–cultural) y alianzas matrimoniales
con familias nativas del país y preferentemente de cierta influencia
social y capacidad económica. Obviamente, estas prácticas sociales
respondían a las condiciones concretas de vida y/o a las dificultades
de inserción social que debía enfrentar el grupo inmigrante, rechazado
y marginado por unos, recelado por otros y aceptado llanamente
por otros más. En todo caso, un elemento favorable a la inserción
social de estos inmigrantes era su identidad religiosa con el pueblo
receptor, dada la circunstancia de que casi todos ellos eran católicos
maronitas.
El período de acumulación originaria de capital de los inmigrantes
libaneses duró entre cuatro y cinco décadas y se extendió desde inicios
hasta mediados del siglo XX. Luego, en una segunda etapa, las familias
más acomodadas (como los Isaías y los Dassum) incursionaron en
la banca y la industria, mientras el grueso de la colonia continuaba
preferentemente en el comercio y unos pocos combinaban ésta
actividad con la agricultura. El centro de radicación geográfica siguió
siendo preferentemente el puerto de Guayaquil, aunque muchas
familias se establecieron en otras ciudades de la costa o en el interior
andino, llegando a levantar con su trabajo respetables fortunas.
Sobre ese panorama general de actividades de la colonia libanesa,
caracterizado por el esfuerzo, la creatividad y la iniciativa empresarial,
unas cuantas familias de este origen incursionarían, desde mediados
de siglo, en una de las actividades más rentables de la economía
Un caso particular ha sido el de la familia Eljuri, radicada en Cuenca, que a partir de sus negocios de comercio llegó a levantar
un verdadero imperio económico regional, que incluye empresas comerciales, industriales, financieras y medios de comunicación; paralelamente,
el Grupo Eljuri amplió sus actividades a otras ciudades del país (Quito,
Riobamba, etc), convirtiéndose en un nuevo factor de poder económico y
político nacional. Es opinión generalizada que el Grupo Eljuri fue uno de
los gestores ocultos del gobierno de Sixto Durán Ballén, durante el cual
ganó el concurso de privatización de “Ecuatoriana de Aviación”, en sociedad con un consorcio aéreo brasileño.
64
porteña: el contrabando. Una lectura atenta de la información existente
revela que los “turcos” llegaron al mundo del contrabando orillados,
en buena medida, por la prepotencia de los grandes comerciantes
locales, que monopolizaban las representaciones comerciales y se
negaban a otorgarles crédito en condiciones razonables. Lo cierto
es que, una vez instalados en ese mundo marginal, utilizaron sus
ventajas comparativas (la experiencia comercial, la solidaridad de
grupo, el conocimiento de la economía subterránea) para llegar a
convertirse en una verdadera mafia, que llegó a superar en audacia,
en poder económico y en influencia social a sus similares de origen
criollo. A partir de los años setentas, con la apertura del barrio de
comercio informal bautizado como “La Bahía”, el poder económico de
esta mafia contrabandista –integrada ya por “turcos” y “criollos”– se
acrecentó al punto de transformarse en una amenaza para el gran
comercio formal de Guayaquil, que empezó a clamar contra esa
creciente e imbatible competencia.
Mientras eso ocurría en los arrabales del puerto, las familias más
afortunadas de la colonia progresaban en sus negocios bancarios,
comerciales e industriales, alcanzando con su preeminencia económica
una creciente respetabilidad social, que se expresó notoriamente en
las alianzas matrimoniales establecidas por familias de origen libanés,
como los Dassum y los Isaías, con familias de la más alta prosapia
oligárquica, como los Arosemena.
Un fenómeno similar al de la economía ocurrió en el campo de la
política, donde algunos hijos de inmigrantes libaneses incursionaron
con éxito en diversos partidos. Pedro Antonio Saad ingresó al Partido
Comunista, donde prontamente se convirtió por su talento en uno de
los líderes más respetados, terminando por ser designado Secretario
General de la organización; entre los cuarentas y los sesentas, Saad
llegaría varias veces al Congreso Nacional, en calidad de diputado o
senador y representando siempre a los trabajadores del país. Assad
Bucaram Elmalhim ingresó por su parte a un emergente partido
populista y con ribetes fascistas, la Concentración de Fuerzas Populares
(CFP), que estaba liderado por Carlos Guevara Moreno –”el capitán
del pueblo”– y cuya base social originaria la constituían las masas
urbano–marginales de Guayaquil. A comienzos de los años sesentas,
cuando entró en crisis el liderazgo de Guevara Moreno, a consecuencia
de un fracaso electoral, Bucaram asumió la jefatura de CFP e impuso
su férreo control sobre la organización, a la que convirtió en una
ascendente fuerza política. En todo caso, los guevaristas marginados
de la CFP fundaron un nuevo partido populista, la Acción Popular
Revolucionaria Ecuatoriana (APRE), bajo el liderazgo de otro “turco”:
José Hanna Musse. En fin, para que el espectro político estuviera
65
completo, no faltó un “turco” que se integrara a las filas del Partido
Conservador y fue el doctor Alberto Daccach Zaldías, tras cuyas huellas
iría, ya en los noventas, otro “turco” de igual nombre, Alberto Dahik
Garzozi, que llegaría a ser director del partido y luego Vicepresidente
de la República, antes de ser defenestrado por sus antiguos socios
socialcristianos y huir del país perseguido por la justicia.
Pero la vigorosa emergencia económica de esa naciente
“oligarquía turca” y su creciente contacto con la vieja oligarquía criolla
no bastaron para que aquella pudiera alcanzar el poder político por
vía de las urnas. Sucesivos ensayos electorales de varios candidatos
de origen libanés, apoyados discreta pero efectivamente por sus
“paisanos”, fueron al fracaso, especialmente porque el estilo populista
de todos ellos (los Bucaram y los Hanna Musse, entre los mayores)
no tenía eco en los sectores populares de la Sierra. Sería solamente a
comienzos de los años setentas cuando un candidato de este origen,
Assad Bucaram, irrumpiera con fuerza en todos los sectores populares
del país y se proyectara como una real alternativa de poder frente a
los mediocres candidatos de la oligarquía. La dictadura de Velasco
Ibarra, a través de su ministro de Gobierno, Jaime Nebot Velasco,
desató entonces una virulenta campaña contra Bucaram, líder del
CFP, a quien acusó oficialmente de no haber nacido en el país y de
utilizar una identidad personal distinta a la suya original, pues se
decía que su verdadero nombre era Fortunato Kure Buraye.
Esa “campaña oficial de acoso y derribo” fue tremenda, aunque
no logró disminuir el entusiasmo popular por la candidatura de don
Assad, que más bien empezó a ser visto como una víctima del odio
oligárquico; empero, sí logró crear en amplios sectores de la clase
media una creciente duda sobre la legitimidad de la candidatura
cefepista y un difuso temor sobre el “poder de los turcos” y sus
intenciones políticas. Fue entonces que se produjo la toma del
poder por los militares y la instauración del “Gobierno Revolucionario
Nacionalista de las Fuerzas Armadas”, fenómeno que obedeció a una
serie de complejas determinaciones históricas, pero en el que también
influyó el temor a un probable triunfo de Bucaram en caso de que se
realizaran las elecciones.
Mas los varios años de gobierno militar no lograron ahuyentar al
fantasma bucaramista ni disipar el miedo que los sectores dominantes
tradicionales sentían ante el candidato populista y la fuerza de las
masas populares que lo impulsaban. Así se explica el hecho de
que, en el proceso de retorno a la democracia, se haya incluido una
disposición en el sentido de que para ser candidato a la presidencia
de la república se requería ser hijo de padre o madre ecuatorianos,
requisito que Bucaram no cumplía.
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Como se conoce, el CFP lanzó entonces la candidatura sustitutiva
de Jaime Roldós, hombre de confianza de Bucaram, casado con una
sobrina de éste, con la consigna electoral de “Roldós a la presidencia,
Bucaram al poder”. Dicha consigna equivalía a intentar repetir en el
Ecuador lo que poco antes había sucedido en la Argentina, mediante
el acuerdo “Campora a la presidencia, Perón al poder”, es decir,
que buscaba burlar la limitación legal puesta a Bucaram, mediante
el arbitrio de elevar momentáneamente a la presidencia a Roldós,
para que éste derogara tal limitación, renunciara luego y convocara
a unas nuevas elecciones, que sin duda serían favorables al caudillo
populista.
También es conocido el hecho de que Roldós, una vez en
el poder, no se prestó a la jugarreta, lo que le valió el odio y la
cerrada oposición de Bucaram, para entonces elegido Presidente del
Congreso. En la práctica, ello impidió una vez más el acceso directo
de los libaneses a la cúspide del poder político, pero a cambio ellos
recibieron beneficios del gobierno roldosista y tuvieron participación
en algunos niveles de poder.
Sin pretenderlo, sería el mismo Jaime Roldós quien señalaría
la futura alternativa de poder del grupo libanés, al nombrar como
intendente de policía del Guayas a su cuñado Abdalá Bucaram Ortiz,
quien inició su carrera política con gestos de funcionario incorruptible
e implacable moralizador de las costumbres ciudadanas. Tiempo
después, tras la muerte de su tío–enemigo Assad y de su cuñado,
el presidente Jaime Roldós, Abdalá acrecentaría su imagen y se
convertiría en el “nuevo Bucaram” de la política populista, espacio
en el que su organización, el Partido Roldosista Ecuatoriano (PRE),
sustituiría con ventaja al alicaído CFP.
El último tramo de esta carrera del grupo libanés hacia el poder
tendría como protagonista precisamente a Abdalá Bucaram Ortiz,
nieto de inmigrantes. En 1988, éste quedó como finalista en las
elecciones presidenciales, ganadas finalmente por el socialdemócrata
Rodrigo Borja. En las siguientes elecciones presidenciales, celebradas
en 1992, Bucaram quedó en tercer lugar. Y en 1996 pasó a la segunda
vuelta electoral y finalmente triunfó, convirtiéndose así en el primer
presidente de la república descendiente de inmigrantes libaneses.
Su triunfo electoral es atribuible a una compleja gama de
elementos socio-políticos, que confluyeron al mismo tiempo. Entre
ellos están, de una parte, su notable capacidad de comunicación
con las masas, así como su ilimitada verborrea demagógica, que le
permitía autoproclamarse reencarnación de Jesucristo y Simón Bolívar
y prometer un paraíso terrenal a sus electores; y, de otra parte, el
hecho de que el candidato opositor en la segunda vuelta electoral
67
haya sido el socialcristiano Jaime Nebot Saadi, representante del
poder oligárquico y heredero político del ex-presidente León Febres
Cordero, seguramente el más prepotente líder de la oligarquía. Empero, estos son los elementos más visibles de la cuestión,
pero no los únicos, pues también existieron otros que, en la coyuntura
electoral, pesaron en la intención del voto tanto o más que la
demagogia populista o la prepotencia socialcristiana. Y me refiero a
ciertos elementos de la estructura social, que por si mismos deberían
merecer mayor atención de las ciencias sociales ecuatorianas,
tristemente empantanadas hoy en un interminable debate acerca de
los temas puestos de moda por el sistema: gobernabilidad, consensos,
globalización, modernización, etc.
Uno de los elementos estructurales que influyeron en el triunfo
de Bucaram fue la creciente miseria popular, sustentada por esa
mezcla de atraso, sobreexplotación y dependencia que constituye el
subdesarrollo, y agudizada por la fase de “modernización” que vive
el país, la cual enmascara un brutal proceso de concentración de la
riqueza, que en menos de una década ha hecho escandalosamente
ricos a los ricos y clamorosamente miserables a los antiguos pobres
del Ecuador.
El otro de esos elementos estructurales fue la definitiva
consolidación de una “oligarquía de origen libanés”, asentada
firmemente en varios sectores de la economía –principalmente en
finanzas, comercio e industria–, que posee o controla una importante
red de medios de comunicación (canales de televisión, radios,
periódicos y revistas) y que tiene una creciente influencia en amplios
sectores de la sociedad ecuatoriana (para calcularla, basta pensar en el
número de clientes del Filanbanco o de televidentes de Telecentro).
Un tercer elemento estructural que contribuyó al triunfo
bucaramista fue la crisis de liderazgo en que se halla la vieja oligarquía
guayaquileña tras la muerte de Luis Noboa Naranjo, “el Rey del
Banano”, y que se expresó en el respaldo político y financiero dado a
Bucaram por Alvaro Noboa Pontón, heredero principal del potentado
en mención y precandidato presidencial del PRE para las elecciones
Sorprendido por los resultados de la primera vuelta
electoral de 1996, que mostraban a Bucaram como el candidato
que se enfrentaría a Nebot en la segunda vuelta, Febres Cordero proclamó públicamente que por Bucaram habían votado
“los ladrones y prostitutas”. Ello reavivó en grandes sectores del
electorado los recuerdos del tenebroso gobierno febrescorderista y su indiscriminada represión a toda forma de oposición, por
más legal y tibia que ésta fuese.
68
de 1998.
En fin, un elemento adicional fue la habilidad del bucaramismo
para integrar a su estructura, como aliados estratégicos, a varios
“caciques” políticos de las provincias del litoral que mantenían
enfrentamientos con los “caciques” socialcristianos. De este modo,
el poder los Castro Benítez (PSC) fue contrapesado en El Oro por el
poder de los Minuches (PRE); el poder de los Ponce–Luques y los
Andrades (PSC) fue contrapesado en Los Ríos por el poder de los
Marún, los Toumas y los Llerenas (PRE); el poder de los Saúd (PSC)
fue mediatizado en Esmeraldas con la actividad de sus primos López
Saud (PRE), etc.
Resumiendo, podemos afirmar que esta conjunción de elementos
influyeron en el triunfo de Bucaram, pero también pesaron a la
hora de su derrocamiento y del reacomodo de fuerzas que siguió a
éste. Sin embargo, hay que considerar que mientras los elementos
circunstanciales de la política pueden ser alterados por medidas
también circunstanciales (como la de impedir legalmente que Bucaram
sea nuevamente candidato presidencial), los elementos estructurales
descritos siguen ahí, presentes y actuantes en la sociedad, y en el
futuro seguirán pesando decisivamente en todos los aspectos de la
vida nacional.
LA ACTUAL PUGNA INTER–OLIGARQUICA
Visto en la perspectiva histórica, el bucaramato no ha sido
sino un episodio en al actual enfrentamiento inter–oligárquico, que
únicamente terminará cuando alguna de las fuerzas en pugna alcance
a imponer finalmente su hegemonía o logre integrar un nuevo bloque
de poder, con fracciones oligárquicas de antiguo o nuevo cuño.
Y es que en el escenario del poder oligárquico han hecho su
aparición, durante las dos últimas décadas, varios nuevos grupos de
poder regional, que en los últimos años se han lanzado a la búsqueda
de alianzas estratégicas, con miras a constituir estructuras de poder
nacional que puedan disputar el control político del Estado a la vieja
oligarquía agroexportadora de Guayaquil.
El más importante de ellos es probablemente el Grupo Proinco,
de Quito, que está integrado por viejas familias oligárquicas (los
Calistos, los Durán–Ballén) y familias de la nueva burguesía comercial
y financiera de la sierra norte emparentadas o asociadas con
aquellas (los Wright, los Paz). Mediante la fusión del antiguo Grupo
Proinco–Calisto (finanzas, construcción) con la Casa Paz (cambios,
intermediación financiera) y la empresa La Favorita (supermercados,
agroindustria), este grupo consolidó en la última década un formidable
69
poder económico, a cuya cabeza aparece el Banco de la Producción
(Produbanco). En la actualidad, este grupo controla la más grande y
exitosa cadena de supermercados del país (Supermaxi) y prácticamente
monopoliza el sector de los centros comerciales en la Sierra, con la
única competencia del Grupo Czarninski (Mi Comisariato). No es de
extrañar, pues, que a su alrededor se haya reconstituido la oligarquía
regional quiteña, de la que ostenta un indiscutido liderazgo.
Políticamente, este grupo ha estado representado por la
Democracia Popular, aunque también tenía vínculos con el Partido
Social Cristiano, por medio de Sixto Durán Ballén, pariente y socio de
los Wright. En 1992, tras la ruptura socialcristiana, este grupo fue “el
poder tras el trono” durante el gobierno de Sixto Durán, auspiciando
luego la fracasada candidatura presidencial de Rodrigo Paz Delgado,
en 1996.
Ultimamente, el bullado pacto político entre el Partido
Socialcristiano y la Democracia Cristiana –que se vende a la
opinión pública como un proyecto que busca “la gobernabilidad y
modernización del país”– en realidad apunta hacia una consolidación
de la alianza económica ya iniciada entre el llamado “Grupo de
Guayaquil” (es decir, la gran oligarquía porteña, liderada por Isidro
Romero, uno de los herederos de Luis Noboa) y el Grupo Proinco.
Esa alianza económica, que comenzara con la asociación entre “Mall
del Sol”, el más grande centro comercial de este lado del Pacífico
Sur (Romero) y “Megamaxi” (Paz-Wright), busca ampliarse hacia un
reparto conjunto del mercado nacional y requiere de una paralela
alianza política, que pueda garantizarle el acceso al gobierno y el uso
del poder estatal para beneficiar a sus intereses de grupo frente a sus
adversarios económicos y políticos.
Desde luego, la expresión política de esa gran alianza inter–
oligárquica está todavía en fase de cocción y ha barajado entre sus
posibles fórmulas electorales un binomio integrado por Isidro Romero
y Rodrigo Paz, para la presidencia y vicepresidencia de la república,
respectivamente. Finalmente tal fórmula ha resultado frustrada, ante
la grosería política que implica el presentar como candidatos a las más
altas funciones del Estado a los dos máximos líderes de las oligarquías
regionales, y también ante la necesidad que tienen sus gestores de
contar con un candidato presidencial más idóneo, cuya imagen política
disimule los apetitos de ese emergente bloque de poder y pueda
convocar el apoyo de otros grupos económicos (como los floricultores
de la Sierra, liderados por el democristiano Mauricio Dávalos), así
como el respaldo social de sectores medios y populares, tanto para al
candidato como para el proyecto neoliberal en su conjunto.
Frente a la alianza económica Romero–Paz/Wright, cuya
70
expresión política es el pacto Nebot–Hurtado, se levantan en el
actual panorama ecuatoriano otros poderes oligárquicos y alianzas
empresariales rivales, que buscan disputarles tanto el control de
la economía nacional como la hegemonía política del país. En lo
económico, la motivación principal del momento es el control de las
empresas estatales a privatizarse, y también en esto lleva ventaja la
alianza Romero–Paz/Wright, gracias a la presencia de Rodrigo Paz a la
cabeza del Consejo Nacional de Modernización (CONAM), ente oficial
encargado de las privatizaciones, y a la asociación de la Corporación
Noboa (Romero) con el grupo financiero–industrial español Unión
Fenosa, para la construcción de varias centrales hidroeléctricas y la
eventual compra de otras.
Pero no es desdeñable la capacidad de gestión del recién
constituido Grupo Czarninski–Ginatta de Guayaquil, que vinculara
a la cadena de supermercados “Mi Comisariato”, dueña de algunos
importantes centros comerciales en el país, con la cadena de almacenes
“Ferrisariato” (ferretería y suministros industriales), de propiedad de
Joyce Higgins de Ginatta y sus hijos. Su papel económico de grupo
competidor a la alianza Romero–Paz/Wright se ha complementado
últimamente con su papel político de grupo opositor a la alianza
Nebot–Hurtado (PSC–DP), expresiones de lo cual han sido la
candidatura independiente de Joyce de Ginatta para las elecciones a
la Asamblea Nacional, la agresión personal que sufriera ésta de parte
de asalariados del Consejo Provincial del Guayas, controlado por los
socialcristianos, y más recientemente la candidatura de doña Joyce a
la primera diputación nacional, en calidad de aliada de Freddy Ehlers
y del movimiento Nuevo País.
Completando el actual panorama oligárquico está el Grupo
Noboa, de propiedad de Alvaro Noboa y algunas de sus hermanas,
que controla varios sectores de la economía y sigue liderando el
negocio bananero, con la activa competencia del Grupo Wong
(“Reybanpac”), un grupo burgués emergente que nuclea a hombres de
negocios descendientes de inmigrantes chinos y cuyo notable empuje
empresarial ha democratizado internamente el negocio bananero y
ha roto el antes indiscutido monopolio de “Bananera Noboa”.
En lo político, Noboa fue uno de los grandes financistas de la
campaña de Abdalá Bucaram a la presidencia de la república y uno
de los principales beneficiarios de aquel gobierno, en el que fungió
como Presidente de la Junta Monetaria. Como se recordará, Bucaram
intervino abiertamente en el conflicto sucesorio causado alrededor de
la herencia de Luis Noboa Naranjo, “el rey del banano”, llegando a
amenazar a la viuda de éste, Mercedes Santisteban, para orillarla a
un arreglo que beneficiara a Alvaro Noboa. En los últimos meses, ese
71
estrecho vínculo entre Noboa y Bucaram ha vuelto a manifestarse
mediante la candidatura presidencial de Noboa lanzada por el PRE,
ante la imposibilidad legal de que su líder, asilado en Panamá, pueda
actuar nuevamente como candidato a la presidencia de la república.
Fracturada tras la muerte de su gran jefe Luis Noboa, dividida
políticamente por la crisis de liderazgo del partido socialcristiano
y enfrentada al reto que le plantean nuevas fuerzas de poder
económico, la vieja oligarquía ecuatoriana ha entrado en una fase
de remozamiento y alianza con poderes emergentes, en busca de
restablecer su hegemonía sobre el país. Frente a ella, se levantan
nuevas fuerzas oligárquicas, que impulsan su propio proyecto político
y le disputan a dentelladas el control del Ecuador.
Pero una clase social o un grupo de poder no se define solo por
su carácter o su propia acción, o por sus contradicciones internas,
sino también por el carácter y la acción de sus oponentes. En el
caso de la oligarquía ecuatoriana –o, mejor dicho, “de las oligarquías
ecuatorianas”– todo cálculo acerca de su futuro implica también
una reflexión acerca de las fuerzas anti–oligárquicas, es decir, de
aquellas que resisten su poder, denuncian sus abusos y se oponen
a su proyecto de monopolización económica, dominación social y
hegemonía política.
En las últimas décadas, también esas fuerzas se han remozado.
Y el fenómeno más interesante en este campo es la emergencia
histórica de los movimientos sociales y particularmente del movimiento
indígena, que se ha liberado de las antiguas tutelas políticas y ha
optado por construir su propio liderazgo y su propia organización
partidaria. La presencia del movimiento Pachakútic es, en este sentido,
un significativo aporte a la democratización del país, pero también
el levantamiento de una nueva y vigorosa fuerza anti–oligárquica,
en razón de que los indios han sido históricamente las principales
víctimas del poder oligárquico.
De otra parte, en vez de los viejos “partidos consulares” de la
izquierda, que otrora representaban en el país a las potencias del
mundo socialista, encontramos hoy a una izquierda plenamente
“nacional”, cuyas posiciones programáticas responden más a las
realidades del país real que a las influencias ideológicas externas.
Claro está, eso no nos pone a cubierto del diletantismo de ciertos
grupos ultra–izquierdistas, que confunden las determinaciones del
país real con las formulaciones de su imaginario ideológico.
Sin embargo, la mayor fuerza antioligárquica del Ecuador es la
pequeña burguesía o clase media, gestada a partir de la Revolución
Alfarista y dueña de una importante cultura política. Esta fuerza social
es el sostén básico de la denominada “centro–izquierda” (definición
72
que últimamente solo abarca a la Izquierda Democrática, tras la
definitiva defección de la Democracia Popular–Unión Demócrata
Cristiana hacia el campo de la derecha) y su actuación política ha
sido determinante en las últimas décadas para resistir los embates
políticos de la derecha, castigando en las urnas el autoritarismo de
Febres Cordero, frenando los planes privatizadores de Durán Ballén,
combatiendo la corrupción oficial y finalmente derrocando al bárbaro
gobierno de Bucaram.
Para cerrar este ensayo, debemos finalmente preguntarnos:
¿cuál será, en esta coyuntura histórica, la actitud de esas fuerzas
anti–oligárquicas? ¿Terminarán, una vez más, enfrentadas entre sí y
derrotadas por las fuerzas políticas de signo oligárquico? ¿O lograrán
superar sus diferencias y constituir un sólido frente de defensa de los
intereses nacionales y populares?
El pueblo tiene la palabra y el futuro guarda la respuesta.
Jorge Núñez Sánchez
Quito, 30 de marzo de 1998..
73
8
EL CACIQUISMO
Y EL PODER OLIGARQUICO
74
En el Ecuador llamamos “caciques” a ciertos caudillos locales
o regionales, utilizando un término arawako usado para designar
antiguamente a los nobles indígenas, quizá por asociar sus funciones
de control delegado con las que tenían los caciques indígenas durante
la etapa colonial: controlar a los miembros de su propia etnia e
inducirlos a aceptar mansamente el dominio del poder central.
Los caciques y el caciquismo han desempeñado un complejo y
múltiple papel en la vida político–social ecuatoriana. De una parte, han
constituido un eficaz mecanismo de control sobre la población local,
pues ellos han actuado como agentes locales del poder oligárquico
y correas de transmisión de las ejecutorias o mandatos de éste.
De otra, en busca de legitimar su propia autoridad ante las masas
subordinadas, los caciques han actuado también como representantes
de los intereses y aspiraciones locales ante los poderes centrales. Han
funcionado, pues, como una suerte de bisagra política, moviéndose
alternativamente entre la base social y las estructuras del poder,
lo que ha terminado por darles un poder propio y en cierto modo
autónomo, con el que la población local se siente identificada y con
el que las oligarquías están obligadas a contar para cualquier exitosa
acción política.
A lo dicho cabe agregar que el “cacique” ha sido regularmente
un gran propietario o empresario de la región, que encabezaba un
poderoso clan familiar y que controlaba una amplia y compleja red de
parentescos sanguíneos y civiles. De este modo, él y sus familiares
controlaban por sí mismos a buena parte del electorado (parientes,
compadres, ahijados, peones, clientes y allegados), e influían sobre el
resto por medio de esa red de relaciones de fidelidad, que se asentaba
en el parentesco, las relaciones de negocios, la vinculación laboral o
cualquier otra forma de relación personal.
Obviamente, el caciquismo ecuatoriano tiene una historicidad
concreta, pues no fue igual en todas las épocas. Cuando se
constituyeron las repúblicas hispanoamericanas, la mayoría de ellas
incluyeron en sus constituciones solemnes principios de libertad,
igualdad y fraternidad. Empero, establecieron sistemas electorales
basados en el censo de propietarios, que tendían a marginar a las
mayorías del derecho al sufragio, por causa de pobreza, dependencia
laboral, analfabetismo u otras circunstancias. Más tarde, conforme
fueron eliminándose esas restricciones, a la oligarquía le hizo falta
crear un sistema de control político del electorado, que en buena
medida fue logrado con la participación activa de la Iglesia y sus
sacerdotes en las lides electorales, pero también con la directa acción
política de las grandes familias terratenientes, que crearon y usaron
en su beneficio una red de relaciones clientelares.
75
De este modo, en el Ecuador de la segunda mitad del siglo XIX los
líderes regionales o provinciales fueron ya un elemento fundamental
para el funcionamiento del sistema electoral. Por ejemplo, gracias
a ellos se sostuvo en el poder durante once años (1883 a 1894) el
régimen llamado “Progresista”, y la eficiencia de esta alianza fue tal
que aun se dio el lujo de ganar una elección presidencial con un
candidato que vivía fuera del país y retornó a él solo para posesionarse
del mando (Antonio Flores Jijón). Pero entonces se trataba de grandes
señores de la aristocracia terrateniente, que lideraban políticamente
su región y fungían reiteradamente como legisladores de la misma,
según lo demuestra una simple mirada a las listas de diputados y
senadores de la época.
Sin embargo, durante la segunda mitad del siglo XIX ocurrieron dos
fenómenos que minaron crecientemente ese inicial sistema de control
político, ejercitado por el aparato clerical y las redes clientelares de la
oligarquía. El primero de ellos fue el creciente descontrol social de la
Iglesia sobre las masas populares de la región costanera, fenómeno
iniciado en el cuarto final del siglo XIX y atribuible en buena medida a
la acción de las montoneras liberales, cuya agitación política resultó a
veces más eficaz que los sermones de los curas o las pastorales de los
obispos. El segundo fenómeno, ocurrido tras la Revolución Liberal,
fue la promulgación de prohibiciones legales a la participación política
de los prelados y ministros de la Iglesia, que quedaron impedidos
de participar como candidatos a legisladores o efectuar campañas
políticas a favor de cualquier partido o candidato.
A partir de la eclosión revolucionaria de 1895, emergieron en la
Costa nuevos caudillos regionales de entre la clase de propietarios
montubios que habían dirigido las montoneras liberales. Casi todos
Buen ejemplo de esa pérdida de control político regional por parte de la Iglesia fue el triunfo del candidato liberal
Felicísimo López en la Provincia de Manabí, en las elecciones
legislativas de 1892, pese a las pastorales del terrible obispo
Schumacher, que lo acusaba de ser hereje, masón y enviado del
demonio, y que finalmente lo excomulgó. No obstante lo cual,
en una demostración de que aún controlaba los mecanismos
políticos nacionales, el bando clerical–conservador destituyó
a López de su condición de senador electo, por no cumplir el
requisito constitucional de ser católico, impuesto por la Constitución garciana de 1869, y por hallarse excomulgado por la
Iglesia.
76
ellos tuvieron el rango de coronel otorgado por la tropa –eran los
famosos “coroneles gritados”, llamados así porque su tropa los había
proclamado como tales– e integraron el bando radical del nuevo
ejército revolucionario; la mayoría ascendieron luego al grado de
general, pero todos mantuvieron paralelamente el poder caciquil en
su región. Sus nombres son conocidos: Pedro J. Montero y Manuel
Antonio Franco, de Guayas; Manuel Serrano y Wenceslao Ugarte, de
El Oro; Dionisio Andrade, Zenón Sabando y Julio Santos, de Manabí;
Carlos Concha, de Esmeraldas, entre otros.
De este modo, desde las primeras décadas del presente siglo,
el remozado poder oligárquico costeño montó un nuevo mecanismo
de control político de las masas, mediante el reclutamiento y uso de
los caudillos locales y regionales surgidos de la Revolución Liberal.
Antiguos líderes guerrilleros, hacendados con grado de coronel u
otros líderes naturales de la población pasaron a convertirse en jefes
políticos del nuevo sistema, consolidándose de este modo su liderazgo
social, convertido finalmente en caudillismo político. Y gracias a la
acción de caciques de este tipo, el liberalismo impuso su poder en
el país y mantuvo luego su hegemonía política en la Costa hasta la
primera mitad del siglo XX.
Los caciques cobraron nuevo protagonismo desde 1947, cuando
el ministro Carlos Guevara Moreno, en busca de sustento político
para la reaccionaria dictadura de José María Velasco Ibarra, firmó
con ellos el famoso “Pacto de los Caciques”, destinado a crear un
sistema de control electoral de las masas campesinas en las provincias
de la Costa. Figuras como Efrén Icaza Moreno, de Los Ríos, Emilio
Bowen Roggiero, de Manabí, o Julio Plaza Monzón, de Esmeraldas,
asomaron a la palestra nacional y se convirtieron en grandes electores
y poderosos legisladores durante el período de estabilidad democrática
(1948-1960), con métodos de control social que incluían tanto el
clientelismo como la pura violencia.
En la Sierra, donde los efectos sociales de la Revolución Liberal no
tuvieron el mismo alcance ni profundidad que en la Costa, se desarrolló
más bien un caudillismo político de viejo estilo, en el que siguieron
teniendo un rol protagónico las grandes familias terratenientes y el
poder eclesiástico aliado de ellas. De este modo se entiende que el
electorado serrano haya seguido siendo fiel, durante la primera mitad
del siglo XX, al partido conservador, y que sus únicas “veleidades
electorales” hayan consistido en votar por las derivaciones políticas
del conservadurismo: el Partido Social Cristiano, ARNE y sobre todo el
movimiento velasquista.
En este marco se encuadra precisamente el caudillaje desarrollado
en varias provincias de la sierra por ciertas familias oligárquicas
77
fácilmente reconocibles, como los Armijos de Loja (liderados por el
famoso cura Armijos y su no menos importante hermano, el coronel
Armijos); los Terán Varea/Varea Terán, de Cotopaxi; los Hierros, de
Carchi, etc. Dicho caudillaje respondía a dos condiciones sociales pre–
existentes: de una parte, la presencia mayoritaria de un electorado
campesino analfabeto, no organizado y por tanto fácilmente
manipulable, y de otra parte la agilidad y audacia política de las familias
hegemónicas, que, pese a su conservadurismo, giraban fácilmente
hacia cualquiera de los candidatos derechistas más opcionados.
Desde mediados del siglo XX, esa mezcla de ductilidad y
oportunismo político permitió a estas familias apoyar, alternativamente,
a candidatos conservadores, poncistas, arnistas o velasquistas, según
por donde soplaran los vientos del interés oligárquico o del gusto
popular. En otros casos, como en el de la citada familia Terán Varea/
Varea Terán, el oportunismo se institucionalizó al punto de que cada
uno de los hermanos pertenecía a un partido político distinto, siempre
dentro del espectro de la derecha; así, José Gabriel era –y todavía
es– líder del Partido Conservador, en tanto que Rafael Antonio era
un prominente velasquista y Benjamín, antiguo ministro velasquista,
pasaba a ser dirigente de la Coalición Institucionalista Democrática
(CID), partido neo–derechista que fundara el político guayaquileño
Otto Arosemena Gómez a fines de los años sesentas.
El éxito de esa política familiar fue sorprendente: los hermanos
Terán Varea ocuparon sucesivos ministerios y otras altas funciones
públicas en distintos gobiernos; un familiar suyo, el coronel Reinaldo
Varea Donoso, alcanzó la Vicepresidencia de la República durante el
gobierno de Carlos Julio Arosemena; su sobrino Edgar Terán Terán
(nótese la práctica endogámica de la familia) actuó como Ministro
de Relaciones Exteriores del presidente Febres Cordero y embajador
del presidente Durán Ballén, antes de ser designado presidente de
la Comisión de Negociación Limítrofe con el Perú, esto último por la
misma época en que su tío Benjamín volvía a la función pública como
Contralor General del Estado (1997), su tío José Gabriel buscaba ser
electo miembro de la Asamblea Nacional de 1997-1998, su primo José
Rubén Terán Vásconez (hijo de José Gabriel) ejercía como alcalde de
Latacunga y otro primo suyo, Hernán Quevedo Terán, era nombrado
Presidente del Consejo Nacional de Desarrollo en reemplazo de la
Vicepresidenta de la República.
Un dato adicional: durante la última ocasión en que el doctor
Benjamín Terán Varea ocupó el Ministerio de Gobierno, en la
Un hermano de éste, Patricio, actuó como Secretario General de
la Administración durante el gobierno del ingeniero León Febres Cordero
(1884–1988).
78
administración del presidente Otto Arosemena Gómez (1977–1978),
tuvo como subsecretario al entonces joven político Heinz Moeller
Freire, actual Presidente del Congreso Nacional. No cabe extrañar,
pues, que el Contralor Terán Varea haya protegido oficialmente a
Moeller de las acusaciones de corrupción política que le fueran hechas
en 1997, alrededor del fenómeno de “piponazgo legislativo”.
¿Alguien duda todavía de que la oligarquía mantiene su vigorosa
existencia y sigue controlando los resortes fundamentales de la política
nacional?
(Conferencia en la Gran Logia Equinoccial del Ecuador. diciembre
de 1997.)
79
9
IDEARIO Y ACCION
DE VICENTE ROCAFUERTE
80
Respecto de Vicente Rocafuerte hay una pregunta que hace
tiempo ronda en la cabeza de los historiadores latinoamericanos y
es la siguiente: ¿dónde adquirió Rocafuerte esa notable formación
ideológica que poseyó y que lo llevaría a brillar como uno de los más
destacados pensadores liberales de Nuestra América?
Precisamente mi intervención de esta noche apunta a responder
esa inquietud, con miras a redondear la imagen histórica de aquel
gran republicano, que en su momento fuera uno de los líderes del
inicial proyecto de unidad hispanoamericana.
Comienzo por señalar que para Carlos Landázuri la formación
intelectual y política la obtuvo Rocafuerte en el Colegio de Saint–
Germain–en–Laye, cerca de París, donde fue discípulo de Jerónimo
Bonaparte, hermano del emperador de Francia. Otro estudioso de
Rocafuerte, el difunto Neptalí Zúñiga, consideraba por su parte que
fue John Quincy Adams, el pensador y estadista norteamericano,
quién sirvió a Rocafuerte como “maestro en la fe republicana”.
Por nuestra parte, admitiendo que el pensamiento ilustrado fue
la base de la formación ideológica de Rocafuerte, hemos buscado
precisar aún más las fuentes en las que éste bebió ese ideario que
luego recrearía brillantemente en el escenario americano. Nos hemos
encontrado con que, además del Colegio de Saint Germain, hubo dos
fuentes de fuentes de ideas en las que Rocafuerte abrevó abundante
y provechosamente; ellas fueron la Orden Masónica y las Cortes
Constitucionales españolas. Así, hallamos que nuestro personaje
completó su formación humanista gracias al contacto con otras
dos vigorosas corrientes de pensamiento progresista, que fueron el
pensamiento francmasónico y el liberalismo español, emparentadas
entre sí y vinculadas a su vez con el pensamiento ilustrado.
Por varias razones, no resulta fácil establecer los límites
existentes entre estas corrientes de ideas. En todo caso, lo cierto
es que el liberalismo hispanoamericano, desde la hora previa a la
emancipación, sacó a luz y puso en el tapete del debate político
ciertos principios masónicos generales, tales como la libertad, la
igualdad y la fraternidad entre los hombres, que fueran previamente
difundidos por el liberalismo español. Más tarde, nuestros liberales
convirtieron en consignas de lucha pública algunos otros principios,
más específicos de la masonería hispanoamericana, entre ellos la
lucha por la independencia nacional, la búsqueda de un sistema
democrático–republicano de gobierno y la promoción de la unidad o
confederación política de los Estados de nuestra América.
Pero el escenario privilegiado para la difusión del pensamiento
Neptalí Zúñiga, “Rocafuerte y la Democracia de los Estados Unidos de Norte América”.
81
liberal–masónico, tanto español como hispanoamericano, fueron las
Cortes Constitucionales españolas, desarrolladas primero en Cádiz,
entre 1811 y 1813, y luego en Madrid. En ellas, una amplia mayoría
de diputados, de uno y otro lado del Atlántico, estaba vinculada a la
francmasonería y compartía el ideario liberal. Así, en la Logia Gaditana
compartieron trabajos simbólicos e ideas políticas diputados españoles
y americanos, entre ellos los quiteños José Mejía Lequerica, Juan
José Matheu y Herrera –conde de Puñonrostro–, Vicente Rocafuerte
y José Joaquín Olmedo.
Sin embargo, al interior de la masonería tradicional o regular
surgió por entonces una masonería revolucionaria, organizada
por ciudadanos originarios de América y cuyas logias, de carácter
ultrasecreto, tenían como fin específico la preparación de la
independencia hispanoamericana, por lo cual excluían de su membresía
a quienes no fueran nativos del nuevo continente. La primera de ellas
fue la llamada “Gran Reunión Americana”, fundada por Francisco de
Miranda en Londres, en 1797, para promover la independencia de la
América española. El Consejo Supremo tuvo como sede la residencia
de Miranda, Frafton Street 27, Fitzroy Square, Londres, y fundó filiales
en varias partes, entre ellas Cádiz, donde funcionaba la Logia Lautaro,
de tan importante actuación en la campaña por la libertad del Río de
la Plata, Chile y Perú. Ante Miranda juraron entregar sus vidas por
los ideales de la Logia Americana: Bolívar y San Martín; Moreno y
Alvear, de Buenos Aires; O’ Higgins y Carrera, de Chile; Montúfar
y Rocafuerte, de Ecuador; Valle, de Guatemala; Mier, de México;
Nariño, de Nueva Granada, Monteagudo, y muchos más. Todos ellos
prestaron un solemne juramento masónico que decía:
“Nunca reconoceré por gobierno legítimo de mi patria sino aquel
que sea elegido por la libre y espontánea voluntad de los pueblos;
y siendo el sistema republicano el mas adaptable al gobierno de las
Américas, propenderé, por cuantos medios estén a mi alcance, a que
los pueblos se decidan por él”.
En dependencia de la “Gran Reunión Americana” de Londres,
O’Higgins fundó en Cádiz, a fines de 1801, una segunda logia
revolucionaria, denominada “Sociedad Lautaro de Caballeros
Racionales”, con el objetivo de vincular a la causa de la independencia
a varios americanos que residían temporalmente en ese puerto
español o que ya formaban parte de la Logia Gaditana. Años
después, al ser invadida España por los franceses, Cádiz se convirtió
Miranda había sido introducido a la masonería por George Washington e iniciado masón en una logia de Virginia.
82
en refugio de la Junta Suprema de Regencia y en sede de las Cortes
Constitucionales, lo que permitió que esta logia reclutara para la
causa de la independencia americana a muchos de los diputados
del Nuevo Mundo. Tras su objetivo supremo, de esta logia derivaron
otras, denominadas “lautarinas”, que se establecieron en Mendoza,
Buenos Aires, Santiago de Chile y Guayaquil.
En verdad, todo un audaz y renovador ideario fue expuesto por
el liberalismo español de las últimas décadas del siglo XVIII y fue
planteado por los diputados de las Cortes Constitucionales españolas,
siempre tras ser gestado en las logias masónicas. Olmedo, diputado
por Guayaquil, había tratado sobre la servilidad impuesta a los indios en
sus dos afamados “Discursos sobre las mitas”, mientras otros diputados
liberales hablaron de “romper los grillos de la esclavitud bárbara”.
Jovellanos había planteado en su “Informe sobre la Ley agraria” la
necesidad de entregar tierra y apoyo financiero a los labradores, así
como de crear escuelas básicas, para que éstos “sepan leer, escribir
y contar” y puedan “perfeccionar las facultades de su razón y de su
alma”; y tiempo después, al presentar a la Junta Central española
su afamado “Plan de instrucción pública” (1809), planteó la urgencia
de eliminar el latín en las escuelas y pasar a una total utilización del
idioma castellano como lengua de enseñanza. Antes, Campomanes
había roto lanzas por la educación femenina, alegando que “la mujer
tiene el mismo uso de razón que el hombre (y) solo el descuido que
padece en su enseñanza la diferencia, sin culpa de ella”. Entretanto,
Cabarrús describía en sus textos el triste panorama de la educación
religiosa, en la que los niños casi solo aprendían “el abatimiento, la
poquedad o, si se quiere, la tétrica hipocresía monacal”. En cuanto
a los títulos y privilegios de la nobleza, Jovellanos, había abogado
por la abolición de los mayorazgos, de la herencia de bienes y de la
transmisión hereditaria de títulos nobiliarios, por estimar que ya no
eran consecuencia del mérito personal ni del trabajo propio sino solo
de la “casualidad del nacimiento”. Cabarrús, especialista en asuntos
fiscales, lamentó en su “Memoria al Rey” (1783) que las grandes
y ricas propiedades del clero no pagasen impuestos, mientras que
Campomanes, en su “Tratado de la regalía de la amortización” (1765),
había llegado a propugnar la expropiación de los bienes eclesiásticos
llamados “de manos muertas”. Y el conde de Aranda, en las cartas
que se cruzara con su amigo Voltaire, se refirió en muy duros términos
Jean Sarrailh, op. cit., p. 509.
Sarrailh, op. cit., p. 517.
Ibíd., p. 56.
Ibíd., p. 521.
83
a la Iglesia y criticó muy especialmente a la Inquisición, a la que se
propuso privar de sus métodos bárbaros de investigación y castigo,
antes de procurar su total eliminación.
Formados políticamente en ese ideario liberal de inspiración
masónica, y bajo las distintas realidades y circunstancias que les tocó
vivir, los líderes de nuestra independencia se empeñaron en llevar
adelante una profunda reforma, que abarcase prácticamente todos
los espacios de la vida social, desde la organización política del Estado
hasta las relaciones con la Iglesia y desde los sistemas de propiedad
hasta los planes y métodos educativos. De otra parte, a través
del establecimiento de nuevas logias masónicas en los territorios
liberados, promovieron la concientización de la elite político–militar
de la independencia y difundieron esas ideas de progreso social en
los sectores más avanzados de la población.
Vicente Rocafuerte se inició masón en París, en 1805, en la Muy
Respetable Logia “St. Alexandrie de Escocia”, a la que ya pertenecían
Simón Bolívar, Carlos Montúfar, Fernando Toro Rodríguez y otros
jóvenes liberales hispanoamericanos. Se sabe también que su
iniciación ocurrió por la misma época en que Simón Bolívar fuera
elevado en ese taller al grado de Caballero Compañero. Años más
tarde, recordando esa circunstancia, Rocafuerte escribiría:
“Todos los americanos que nos encontramos reunidos en ese
brillante asilo de la gloria militar de Napoleón, estábamos íntimamente
unidos por los lazos de la más franca amistad, y por la grandiosa
perspectiva que se vislumbraba ya de la independencia de la América
española.” El Libertador fue iniciado francmasón en Francia, en 1805 y en
esa misma logia, segun consta en la fotocopia del acta manuscrita, cuyo
origina fue adquirido por el R:.H:. Ramon Diaz Sanchez, y presentado al
supremo Consejo 33o de Venezuela, en 1956, en el que consta la firma de Bolivar, autenticada por Dona Dolores Bonet de Sotilo, paleografa venezolana,
Miembro de la Academia
Nacional de Historia de Venezuela.
En el Cuadro de HH:. de la Resp:. Log:. St. Alexandrie, correspondiente al
año masonico 1804-1805, cuyo original reposa en la seccion masónica de la
Bibliotheque Nationale de Paris, consta el nombre de Bolivar apareciendo,
por razones explicables a la epoca como ‘Oficial Espanol”.
Vicente Rocafuerte, “A la Nación”, en Biblioteca Ecuatoriana Mínima, tomo “Escritores políticos”, Ed. Cajica, Puebla (México),
1960, p. 147.
84
Gracias a su condición masónica, Rocafuerte tuvo desde entonces
trato directo y fraterno con muchos liberales españoles y sobre todo
con muchos miembros de la Logia “Gran Reunión Americana”: Andrés
Bello, Antonio Nariño, Bernardo O’Higgins, fray Servando Teresa de
Mier y otros líderes de la independencia hispanoamericana.10 Esos
contactos francmasónicos de Rocafuerte se ampliarían a partir de
1814, durante su estancia en España como diputado a las Cortes
Constitucionales, según lo confirma su propio testimonio:
“Por mis ideas liberales y mi entusiasmo por la independencia, me
ligué de amistad con los diputados de México, Ramos Arispe, Terán,
Castillo, Larrazábal, Lavalle, etc, que tenían fama de ser grandes
independientes. En aquella feliz época todos los americanos nos
tratábamos con la mayor fraternidad; todos éramos amigos, paisanos,
y aliados en la causa común de la independencia; no existían esas
diferencias de peruano, chileno, boliviano, ecuatoriano, granadino,
etc, que tanto han contribuido a debilitar la fuerza de nuestras mutuas
Esta Gran Logia había sido fundada por el general Miranda
en 1805, para promover la independencia de la América española. “Para el
primer grado de iniciación en ella era preciso jurar trabajar por la independencia de América; y para el segundo, una profesión de fe democrática. El
Consejo Supremo tuvo como sede la residencia de Miranda, Frafton Street
27, Fitzroy Square, Londres, y fundó filiales en varias partes, entre ellas
Cádiz, donde funcionaba la Logia Lautaro, de tan importante actuación en
la campaña por la libertad del Río de la Plata, Chile y Perú. Ante Miranda
juraron entregar sus vidas por los ideales de la Logia Americana: Bolívar
y San Martín; Moreno y Alvear, de Buenos Aires; O’ Higgins y Carrera, de
Chile; Montúfar y Rocafuerte, de Ecuador; Valle, de Guatemala; Mier, de
México; Nariño, de Nueva Granada, Monteagudo, y muchos más. Fue ahí
donde quedó constituido el ubicuo estado mayor espiritual de la inminente guerra por la emancipación del Nuevo Mundo.” (Luis Alberto Sánchez,
“Historia General de América”, Ercilla, Santiago, 1970, novena edición, p.
557).
10
Jorge Pacheco Quintero, “La masonería en la emancipación
de América”, Ed. La Gran Colombia, Bogotá, 1943, p. 52. Años después,
tras ser desterrado a Cádiz y fugar de sus carceleros, Nariño se vincularía
a la masonería española a través de dos discípulos quiteños del ya difunto
doctor Espejo: José Mejía, cuñado de Espejo, y el conde de Puñonrostro,
ambos diputados a la Cortes constitucionales. Ibíd.
85
simpatías”.11
Rocafuerte era un ciudadano de formación intelectual antes
que guerrera, preparado más para la conspiración política que para
las campañas militares. Eso determinó en buena medida el rumbo
futuro de su acción, luego de que Fernando VII, “El Bienamado”, se
proclamase monarca absoluto y rompiese la Constitución española de
1812 apenas vuelto al trono, tras permanecer prisionero de Napoleón.
Entonces, mientras los diputados peruanos iban al besamanos del rey
absolutista, Rocafuerte se negó a asistir a tal acto y, por el contrario,
fue a visitar a los diputados liberales presos, lo que le valió una
inmediata persecución del gobierno español. Tras fugar a Francia
y recorrer en obligado turismo buena parte de este país e Italia,
Rocafuerte regresó finalmente a Guayaquil en junio de 1817, gracias
a la ayuda reservada de la masonería francesa y del cónsul español
en Burdeos, señor Montenegro, un masón adicto a Fernando VII.12 Años después relataría los pormenores de su regreso:
“Obtuve mi pasaporte para regresar a Guayaquil por la vía de La
Habana, Chagres y Panamá; pero a condición de que en el término
de dos años no había de tomar parte activa en la guerra y causa de
la independencia; pasé por estas horcas caudinas con tal de regresar
al seno de mi familia.”13
Una vez en su ciudad, Rocafuerte se concentró en arreglar los
negocios de su afortunada familia y, adicionalmente, en enseñar
francés e iniciar en las ideas liberales a algunos jóvenes porteños, a
los que familiarizó con la lectura de la “Historia de la independencia de
Norteamérica” del abate Raynal, de “El contrato social” de Rousseau
y de “El espíritu de las leyes” de Montesquieu,
“llevando en esto el objeto de propagar las semillas de la
independencia; y tuve la suerte de sacar a un discípulo muy
aprovechado en el señor Antepara, quien después cooperó con su
11
Vicente Rocafuerte, op. cit., p. 153.
12
Montenegro era un masón honrado y liberal sincero, pero
era ante todo un fervoroso nacionalista, al que la suerte había colocado
junto a Fernando VII durante su cautiverio de Bayona. Eso explica que,
pese a sus ideas, fuese adicto al monarca y mereciese su confianza.
13
86
Rocafuerte, op. cit., p. 162.
valor y talento a realizar la independencia del Guayas.”14 Al fin, presionado por su madre, que deseaba alejarlo del seguro
teatro de una próxima guerra, Rocafuerte emigró a La Habana, donde
prontamente se integró a la logia “Soles y rayos de Bolívar”, que dirigía
el doctor José Fernández Madrid y estaba destinada a promover la
independencia de Cuba y Puerto Rico. Se inició así, para él, otro período
de gran actividad conspirativa en favor la independencia americana,
que lo llevaría nuevamente a España, en calidad de agente secreto
de Bolívar y de la masonería cubana, para auscultar la inclinación
del nuevo gobierno liberal español a reconocer la independencia de
Venezuela (1820).
Tras permanecer cinco meses en España, volvió a Cuba, donde le
esperaban nuevas tareas políticas, siempre encaminadas a promover
la independencia y afianzar la democracia en América. Republicano
irreductible, posteriormente se trasladaría a Estados Unidos, con
la misión secreta de combatir el proyecto monárquico del general
Iturbide, que buscaba coronarse emperador de México. De este
modo, y según sus propias palabras, nuestro héroe llegó a participar
decididamente en los
“planes para extender a todos los puntos del territorio (las)
sociedades secretas para combatir la tiranía y la usurpación,
sociedades muy conocidas por la denominación de escocesas las
unas, y de yorkinas las del contrario partido.” En EE. UU. en calidad de enviado de la masonería escocesa,
adelantaría una gestión destinada a impedir el reconocimiento
diplomático del emperador mexicano por parte del gobierno
norteamericano (también dirigido por la masonería del rito escocés).
Finalmente, en 1823, nuestro hombre sería encargado por la
masonería cubana de coordinar la audaz expedición militar que el
joven general colombiano Manrique, jefe de la plaza de Maracaibo,
intentaba emprender por su cuenta para liberar a Cuba del dominio
español, mas la repentina muerte de Manrique frustró esa expedición
libertaria, que hubiese dado a Cuba una temprana independencia y
quizá la hubiera puesto a cubierto de las desenfrenadas ambiciones
imperialistas del “Destino Manifiesto”.
Pero el espíritu liberal–masónico de Rocafuerte no sólo se revelaría
en su acción política sino que, de modo paralelo, se expresaría a
14
Ibíd., p. 163.
87
través de su obra intelectual, que en general se encamina hacia la
ilustración de los pueblos americanos en las nuevas ideas del mundo.
Pero una empresa tal no podía ejecutarse sin afectar los intereses de
ciertas fuerzas retrógradas que actuaban en Nuestra América, tales
como los grupos conservadores que propugnaban el establecimiento
de monarquías americanas o la Iglesia, que pretendía mantener su
antiguo monopolio sobre las mentes del pueblo.
Así se explica la resistencia que unos y otros levantaron contra
los libros de Rocafuerte y particularmente contra dos de ellos: “Ideas necesarias a todo Puelo Americano Independiente que quiera ser
libre” y “Ensayo sobre la tolerancia religiosa”. Del primero, dijo su
propio autor que había sido escrito con miras “uniformar el sistema
gubernativo en todo el continente, para formar entre todas las nuevas
naciones independientes una comunidad de principios y de intereses
de paz, de orden, de economía y de prosperidad.”15 Respecto del
segundo, podemos decir que se encaminaba a combatir tanto el
oscurantismo religioso predominante en Hispanoamérica como cierta
xenofobia antiespañola que se había gestado en nuestros países al
calor de la guerra de independencia. “La libertad no existe –decía
nuestro autor– sin la tolerancia, sin aquella natural inclinación a
perdonar las flaquezas de nuestro prójimo, sin aquella necesaria
indulgencia para vivir y tratar con individuos de opiniones diferentes
y aun opuestas a las nuestras.”
Esas luminosas palabras de Rocafuerte iniciaron en nuestro país
la lucha contra el fanatismo y la intolerancia religiosa y fueron, por
tanto, útiles al desarrollo civilizatorio. Mas, por suerte o por desgracia,
no son cosa del pasado y siguen siendo necesarias hoy, en el Ecuador
de fines del siglo XX, cuando la jerarquía religiosa ha reiniciado la
lucha contra la existencia del Estado laico y algún cura torvo, y alguna
monja fanática, siguen incitando a sus feligreses a incendiar los
templos de otros cristianos que no comulgan con sus dogmas.
Jorge Núñez Sánchez,
Conferencia en el Centro Cultural Mexicano.
Quito, 18 de marzo de 1998.
15
88
Vicente Rocafuerte, “A la Nación”, Lima , 1844.
10
LA CULTURA NACIONAL
EN UN MUNDO GLOBALIZADO
89
Mi amigo Eduardo Puente ha puesto en mis manos la tarea de
prologar su libro “La cultura en el Ecuador: su dimensión y desarrollo”.
Ello constituye para mí un honor, pero también una responsabilidad,
pues se trata de presentar y apreciar debidamente una obra llena de
sustancia y rica en perspectivas de análisis.
Sin duda el problema a enfrentar comienza con el mismo
significado de la palabra cultura. En una perspectiva histórica,
cultura es el conjunto de bienes materiales y espirituales creados
por la humanidad en el curso de su existencia. Desde una visión
antropológica, cultura es todo lo que el Hombre (es decir, la dualidad
hombre–mujer) hace, produce y elabora en sociedad con otros
Hombres. Desde una perspectiva etnológica, se denomina cultura a
un pueblo o nacionalidad en particular (“cultura quichua”, “cultura
shuar”), lo cual empata con cierta visión histórica, para la cual una
cultura es un tesoro colectivo de la humanidad o de ciertas civilizaciones
(“cultura griega”, “cultura egipcia”, “cultura occidental”). Desde una
concepción sociológica, cultura es el modo de vida de la población,
adquirido mediante un proceso de socialización basado en la imitación
y la educación, o también un fenómeno social que representa el nivel
civilizatorio alcanzado por la sociedad en un determinado momento.
Desde una visión positivista, cultura es específicamente un conjunto
de actividades de creación y recreación, relacionadas con las artes, las
ciencias y la filosofía. Según un uso más lato, cultura es la formación de
la mente y la personalidad, mediante la adquisición de conocimientos.
En fin, según el uso vulgar, cultura es un comportamiento personal
relacionado con los buenos modales.
Obviamente, tan rico panorama de significaciones, entre
contrapuestas y complementarias, nos pone frente al grave dilema de
analizar la cultura desde un visión particularizada o de estudiarla a la
luz de una visión totalizadora, que busque abarcar las más amplias y
globalizadoras concepciones del fenómeno cultural.
Ante tal dilema, Eduardo Puente ha optado por lo último y se
ha lanzado a estudiar la cultura ecuatoriana desde la más amplia
concepción histórico–antropológica, pero centrando su labor en el
análisis de la realidad, único horizonte donde las teorías y conceptos
adquieren certeza y prueban su validez científica.
No pretendo hacer aquí un resumen de su libro, pero sí referirme
a algunos aspectos del mismo que considero necesario analizar
críticamente, desde luego entendiendo la crítica como lo recomendaba
Martí, esto es, como un ejercicio del criterio.
El primero de esos aspectos es el que tiene que ver con el proceso
de globalización y sus efectos sobre las culturas locales. Nuestro
autor enfoca el tema directamente y sin subterfugios, mostrando las
90
ambiciones hegemónicas de los grandes centros de poder mundial y
planteando que “para garantizar la globalización surge la necesidad de
homogenizar comportamientos, actitudes, modos de ser y de actuar;
se pretende entonces que ... la cosmovisión de quienes detentan el
poder sea la única posible, para lo cual se precisa destruir, desconocer
y borrar las diferencias culturales”. A partir de ello, analiza las políticas
y métodos de aplicación utilizados por los poderes imperiales, en su
esfuerzo por imponer la globalización económica y tecnológica a todos
los pueblos del planeta, lo que trae como inevitable consecuencia una
acelerada destrucción de las “identidades locales”.
Frente a este amenazante panorama descrito, el autor coincide
con Eduardo Galeano en percibir que está insurgiendo una “negación
dialéctica” de la globalización, que estaría constituida por la cultura
popular, devenida cultura de la resistencia. Desde luego, ello le lleva a
apoyarse en otros autores –como José Sánchez Parga– para intentar
un necesario deslinde entre la “cultura popular” –entendida como
suma de valores propios y de utopías movilizadoras– y la “cultura
del pueblo”, suerte de mezcla vil en la que se confunden los valores
propios de la cultura popular y los valores impuestos al pueblo por la
cultura dominante.
En general, el esfuerzo de Eduardo es encomiable y apunta a
“poner una pica en Flandes”, es decir, a tratar frontalmente un problema
que ya está entre nosotros y que será cada vez más omniprescente,
pero que el común de los intelectuales prefiere ver como una amenaza
lejana en el tiempo y en el espacio. Sin embargo, no es menos cierto
que se enfoca es un fenómeno complejo y trascendental, cuyo
análisis sostenido requeriría probablemente de un libro de buenas
dimensiones, y que al ser tratado con brevedad, dentro de un libro de
múltiples facetas, lleva a inevitables simplificaciones.
Personalmente estimo que la llamada globalización tiene diversas
causas y también variadas perspectivas, no todas nocivas a la cultura
humana. Obviamente ella responde a un proyecto hegemónico de las
fuerzas imperialistas, fortalecidas tras el derrumbe del comunismo,
pero tras ella hay también una acumulación histórica del desarrollo
tecnológico, que inevitablemente debía producir una acelerada
aproximación entre las culturas y pueblos del planeta. Ciertamente,
toda aproximación entre grupos humanos implica una interacción
entre ellos e inclusive una potencial subordinación del más débil ante
el más poderoso, pero ninguno de ellos es inmune al cambio y, más
tarde o más temprano, terminará asimilando parte de la cultura del
otro. Lo prueban el choque cultural entre Roma y Grecia, donde la
vencedora en el campo de las armas resultó vencida en el campo de
la cultura, o el choque entre España e Indoamérica, a resultas del cual
91
ésta benefició a aquella con su agricultura y aquella benefició a ésta
con su ganadería.
Tengo para mí que el actual choque de culturas no será distinto
en la magnitud de los resultados. Mediante la globalización, los
grandes países capitalistas buscan controlar hegemónicamente el
mundo, beneficiarse de los recursos naturales (materias primas,
biodiversidad, cerebros creativos) de los países periféricos, e imponer
a estos sus patrones culturales (valores, modas, pautas de consumo).
Pero los mismos agresores no saldrán indemnes del intento. Primero,
deberán enfrentar la dura competencia de sus rivales imperialistas.
Luego, se verán invadidos por una imparable migración y penetrados
por la novedosa y vigorosa cultura de los migrantes, que terminará
por mestizar la propia cultura del dominador. Hoy mismo pueden ya
verse ejemplos de ese futuro posible, tales como las angustias de
los “wasp” (blancos–anglosajones–protestantes) norteamericanos ante el crecimiento numérico y la elevación cultural de la población
hispanohablante, o los sufrimientos de la derecha europea ante la
creciente “africanización” de sus ciudades. ¿Y qué decir del creciente
consumo de cocaína en los Estados Unidos? ¿No es una lamentable
prueba de esa creciente compenetración de las dos Américas, que se
manifiesta también en el campo delincuencial?
Pasemos ahora al tema del deslinde entre cultura popular y cultura
del pueblo, que en la breve cita de Sánchez Parga aparece totalmente
maniqueo, pues sugiere que lo que el pueblo tiene de bueno es suyo
propio y lo que tiene de malo ha sido inoculado por los otros. En la
práctica, la realidad cultural es más compeja. Sucede que cada cultura
contiene dentro de sí elementos de tradición y renovación, cuya tensión
dinámica determina finalmente el progreso o estancamiento del todo.
En ese marco, no toda tradición es negativa ni toda renovación es
positiva. Hay fuerzas tradicionistas tan grandes que impiden cualquier
esfuerzo de modernización, así como hay tradiciones tan esenciales
que no pueden ser descartadas, porque ello supondría una definitiva
pérdida de identidad. Cosa igual sucede con las fuerzas que impulsan
la renovación. Si ellas no existieran, una cultura estaría condenada
al anquilosamiento y la decrepitud, pero hay algunas tan vigorosas
o desbocadas que, si no son adecuadamente controladas, pueden
terminar por destruir la propia cultura que pretenden promover
mediante la actualización. Así, pues, el mantenimiento y progreso de
toda cultura es el resultado de la relación dinámica entre esas fuerzas
internas de tradición y renovación, que se expresa en la alternabilidad
histórica de períodos de cambio y transformación con otros de quietud
y preservación de lo logrado.
Similar fenómeno sucede en las relaciones de una cultura con
92
las demás. Unas veces prevalecen las fuerzas internas que impulsan
la apertura y el contacto, en busca de enriquecerse con la asimilación
de conocimientos ajenos, y otras ocasiones aquellas que propugnan
la clausura y el aislamiento, en defensa de su identidad que sienten
amenazada.
Mas es evidente que en el mundo de hoy no hay aislamiento
posible. Las comunicaciones modernas, los viajes y las migraciones
han roto el sello de todas las clausuras (religiosas, dictatoriales) y
aun han penetrado hondamente en el mundo de las mentalidades
sociales, generando una cada vez mayor “identidad humana” de modo
paralelo a todas las demás identidades particulares. Pese a todos sus
vicios y distorsiones, la radio y la televisión llegan con sus ondas
a prácticamente todos los rincones del planeta e intercomunican a
grandes conglomerados humanos. Entre tanto, el Internet y el correo
electrónico están causando una verdadera revolución informática
y comunicativa, gracias a la cual, y con bajo costo, quienquiera
puede acceder desde su casa a la prensa mundial o al más reciente
conocimiento científico, distribuir por el mundo sus libros, ideas u
obras artísticas, o enviar en segundos cartas a sus familiares y amigos
lejanos.
Con lo dicho, de ninguna manera pretendo ignorar los peligros
que se ciernen sobre las culturas nacionales y las identidades
particulares, peligros que Eduardo ha analizado en su obra. Tampoco
busco irrespetar los esfuerzos que muchos pueblos hacen hoy mismo
en legítima defensa de su identidad, que saben o creen amenazada.
Pero sí pretendo alertar sobre cierto “síndrome fóbico” que empieza
a generarse en algunos sectores de la sociedad ecuatoriana respecto
de la tecnología moderna, el proceso de globalización y el mismo
advenimiento del futuro. Desde luego, esa reacción es comprensible.
Golpeadas por los efectos sociales de la globalización, desengañadas
por la corrupción de los políticos y la inutilidad de la democracia,
agredidas a diario en sus modestas vidas por una televisión amarillista,
que mezcla noticias escandalosas con la oferta desenfadada de bienes
inalcanzables, nuestras gentes pobres (es decir, la mayoría del país)
se sienten amenazadas por el progreso, al que ven con una mezcla de
miedo, inhibición y atracción–repulsión ansiosa.
***
¿Cuál es la situación actual de las culturas ecuatorianas?
Hallo que nuestros pueblos –los mestizos, los indígenas, los
negros– tienen hoy su propio proyecto de modernización y que
nuestra cultura nacional–popular vive actualmente un período de
dinámica apertura y renovación, en busca de responder a las nuevas
93
exigencias históricas. Encuentro que, con tal fin, ellos han emprendido
la actualización de sus tradicionales expresiones culturales y procuran
el aprovechamiento de ciertas experiencias foráneas que encuentran
útiles a su propio proyecto de modernidad. Dicho de otro modo, se
trata de un proceso de confrontación entre su ayer y su hoy, entre
su identidad y su ansia de universalidad, que finalmente los llevará
a la buscada renovación de su propia cultura. Como puntualiza
adecuadamente el autor de esta obra, “los colectivos o sociedades,
dentro de su propia dinámica van transformándose y al hacerlo van
transformando su cultura; ésta misma se caracteriza por no ser estática
sino cambiante, pues va incorporando nuevos elementos culturales,
producto de su relación con el medio y su capacidad creativa...”
Desde luego, se trata de un importantísimo proceso de
renovación, que no siempre es entendido cabalmente por los demás,
especialmente por cierta corriente antropológica que –en nombre de
la defensa de las culturas étnicas o populares frente a la penetración
cultural foránea– pretende inmovilizarlas en el tiempo y en el espacio
y negarles el derecho a ejercer su propia renovación y modernización,
única garantía de supervivencia de cualquier cultura. Hay más.
Encuentro que ciertos sectores de las élites indígenas comparten esa
visión de inmovilismo histórico, imbuidas como éstán de una ideología
milenarista, que las lleva a proclamar que todo tiempo pasado fue
mejor y a soñar en utopías imposibles, tales como la restauración del
Tahuantinsuyo, pretendiendo ignorar que los pueblos de hoy no son una
simple supervivencia del pasado sino un producto histórico resultante
de sucesivos cambios y mutaciones, y además en permanente trance de modernidad.
Por suerte, no todos los antropólogos ni todos los dirigentes
indígenas piensan de esa manera y hay fuertes corrientes internas de
renovación, que impulsan el progreso y desarrollo de sus pueblos.
Cuestión similar ocurre en el espacio de la cultura mestiza.
Despreciado igualmente por las oligarquías blancas y por el activismo
indígena, el mestizaje es vivido por muchos ecuatorianos como una
verguenza secreta, como un complejo de bastardía del que hay que
escapar a cualquier precio. De ahí que el mestizo común se pretenda
blanco y el mestizo ideologizado se proclame indio.
Obviamente, sobre tan débiles bases no puede sostenerse ningún
proyecto de nación ni levantarse ninguna identidad sólida. Y me
atrevo a pensar que buena falta le está haciendo al Ecuador actual un
movimiento reivindicativo de su mestizaje, que rescate orgullosamente
la herencia de todas sus vertientes culturales: la indígena, la española,
la negra y los aportes de otros grupos de inmigrantes. Un movimiento
en el que el pueblo mestizo, mayoritario en el país, se reconozca como
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tal, por encima de linderos regionales u otros deslindes sociales, y
levante su propio proyecto histórico–cultural. Un movimiento que
respete a otros similares, tales como el movimiento indígena, y que
trate con ellos en igualdad de condiciones, sin negarles su derecho a
la identidad y a la plena participación en la vida política, pero también
sin negarse a sí mismo esos derechos, hasta hoy presupuestos pero
nunca precisados ni definidos.
* * *
¿Cuál debe ser, en este trance, el papel del Estado frente a la
cultura nacional–mestiza y a las culturas étnicas? ¿Y cuáles pueden
ser las metas de un esfuerzo colectivo de desarrollo cultural?
Para comenzar, coincido con Eduardo Puente en la idea matriz de
que un proyecto nacional de cultura no puede orientarse al aislamiento
ni debe impedir la intercomunicación con las ideas del mundo. Si
algo caracteriza al mundo actual es la fabulosa capacidad tecnológica
alcanzada en el campo de las comunicaciones y la irrefrenable ansia
de intercomunicación que se va despertando en todos los pueblos del
orbe.
Por lo mismo, un proyecto de este tipo tiene que empeñarse en
actualizar nuestra cultura heredada a las necesidades reales del país
de hoy, dando respuestas nuevas a los viejos problemas nacionales,
estimulando un espíritu de progreso y universalismo en vez de
propiciar tendencias aislacionistas, que buscan mantenernos sumidos
en una visión eglógica del pasado, o de fortalecer tendencias racistas,
que pretenden dividir a las gentes según el color de su piel.
En esencia, creemos que cualquier política cultural debe guiarse
por algunos principios que estimamos fundamentales y que son los
siguientes:
1. La cultura tiene que ser un espacio de identidad entre unos
Hombres, pero también un vehículo de intercomunicación con otros
Hombres y con otros pueblos, con miras a construir un proyecto
común de Humanidad, puesto que antes de nuestra nacionalidad,
afiliación política o fe religiosa está nuestra condición humana, que
nos identifica con todos los demás seres humanos del universo.
2. La cultura debe ser un instrumento de progreso social y
económico para los pueblos. Una cultura que preserve la tradición
por la tradición, y que convierta al pasado en trinchera de resistencia
frente al futuro, es desde todo punto de vista anacrónica y contraria
al interés superior de la colectividad.
3. La cultura debe ser un mecanismo de apoyo y sustento de la
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democracia, entendiéndose por tal no solo la formalidad organizativa
del Estado sino también los principios civilizatorios incorporados a la
vida pública a lo largo de la historia y muy especialmente las vivencias
de acción participativa y de libre contraste de opiniones desarrolladas
por la población. Por lo mismo, es inadmisible que en nombre de
cualquier cultura particular se violen las leyes o se irrespeten los
derechos humanos de cualquier ciudadano.
Planteadas estas premisas, quiero referirme de modo más
puntual a uno de los aspectos más importantes de esta obra, cual es
el de la gestión cultural.
Precisamente por el carácter innovador que el asunto tiene en
nuestro medio, el tratamiento teórico de la gestión cultural debe
sustentarse necesariamente en la experiencia, puesto que ello
alimenta a la teoría de información concreta y datos útiles, e impide
que ésta se convierta en una simple entelequia, desconectada de la
realidad y totalmente inaplicable en la práctica.
Precisamente ahí es donde el aporte de Eduardo Puente se
destaca todavía más, puesto que pocos como él han acumulado una
tan rica experiencia en la gestión cultural y la han nutrido, a la vez, de
conceptos, propuestas y horizontes teóricos.
Primero como asesor legal y más tarde en calidad de Director
Ejecutivo del Sistema Nacional de Bibliotecas (SINAB), él fue el principal
artífice del establecimiento de la red nacional de bibliotecas populares
en las áreas rurales y suburbanas del Ecuador. Posteriormente, como
asesor del Consejo Nacional de Cultura y directivo del FONCULTURA,
continuó sirviendo al país desde las áreas más sensitivas del sector
cultural. Finalmente, representó al país en varios encuentros
internacionales destinados al estudio de la planificación y administración
cultural, en los que presentó valiosas ponencias sobre estos temas.
Por todo lo expuesto, las opiniones expuestas en este libro por
su autor son bastante más que un punto de vista personal, pues
constituyen el resultado de muchos años de experiencia práctica y
reflexión teórica sobre la cultura y la gestión cultural.
Esos méritos, unidos a un minucioso análisis de la realidad y a un
rico bagaje conceptual recogido en el ámbito latinoamericano, hacen
de este libro de Eduardo Puente un referente obligado para todo
aquel que en el futuro se empeñe en el estudio de los problemas de
la cultura y en especial para quien busque resolver en la práctica los
problemas de la planificación, administración y promoción cultural.
Quito, 13 de abril de 1998.
Día del Maestro Ecuatoriano
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LA SEMANA SANTA:
UNA OBRA DE TEATRO COLECTIVO
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La Semana Santa es la representación anual del drama ritualístico
de la pasión de Jesucristo, mediante el cual la cultura católica educa
a las nuevas generaciones en el reconocimiento de sus símbolos y
revive en sus fieles esa compleja suma de sentimientos, emociones
y creencias que constituye la fe. Pero ese drama ritual se vive de
distinto modo en las diferentes regiones del orbe.
En el pueblo andino donde transcurrió mi infancia, –La Magdalena,
en la Provincia de Bolívar– la Semana Santa era un tiempo de
recogimiento espiritual, donde las gentes reflexionaban sobre la vida y
la muerte, la crueldad y el amor, la fe en la resurrección y la esperanza
de la vida eterna. La gran obra dramática se iniciaba el Domingo de
Ramos con el acto feliz del arribo de Jesús a Jerusalem, donde las
gentes agitaban palmas traídas por los yungueños desde los bosques
subtropicales de Caluma, Telimbela o La Florida, y cuyas hojas habían
sido primorosamente tejidas por las mujeres de mi pueblo, en forma de
estandartes, cruces, campánulas o esterillas. Mientras Jesús avanzaba
en su borrico hermosamente enjaezado, los chicos soplábamos a más
no poder nuestros pitos, cornetas y cornetines, hechos también con
las hojas de palma mediante un delicado procedimiento de envoltura
que nos transmitíamos en los patios escolares.
En cada uno de los días siguientes se desarrollaba un nuevo
acto, en un “crescendo” de patetismo marcado por el silencio
ambiental, que ni siquiera era roto por el tañido de las campanas,
sustituido en esos días por el ruido seco de las matracas. El Viernes
Santo, el parlamento principal corría a cargo de algún notable orador
religioso, que durante tres horas estremecía al auditorio con su
interpretación de los misterios dolorosos y con sus reflexiones sobre
la importancia de la vida recta y la trascendencia de la muerte. Tras
ello venían el acto de representación del fallecimiento de Jesús, el
estremecedor descendimiento y más tarde una solemne y concurrida
procesión fúnebre, en la que unas hermosas imágenes de factura
colonial recorrían las calles ya anochecidas a hombros de los fieles de
la Hermandad de los Santos Varones, mientras la banda del pueblo
interpretaba unas dolidas marchas fúnebres. El sábado era el acto
colectivo de silencio y el domingo, por fin, la vida volvía por sus fueros,
en medio de la alegría de la Pascua Florida de Resurrección: vestidas
con sus mejores atuendos, las gentes iban a la iglesia o se reunían
en la plaza para “darse las Pascuas” mediante un abrazo, mientras
los chiquillos volvíamos a llenar de ruido las casas, los zaguanes, las
aceras.
He vuelto a vivir el drama de mi infancia en medio del bullicio de
la Semana Santa sevillana. La obra es la misma y su sentido profundo
es semejante, pero son otros los actores y el escenario. Por estos
98
días, la ciudad bruja del Guadalquivir vive el drama de la pasión de
Cristo con el mismo entusiasmo desbordante con que suele vivir
la alegría de la Feria o la peregrinación al Rocío. Las calles están
pobladas de elegantísimas mujeres vestidas de negro y de solemnes
señores vestidos de “capillitas”. Las gentes se arremolinan al paso de
las sucesivas procesiones, atraídas por el solemne toque de las bandas
instrumentales, el misterio medieval de los trajes procesionales y la
belleza de las imágenes que van a hombros de los jóvenes costaleros.
De trecho en trecho, la procesión se paraliza para escuchar a un
cantaor que desde un balcón piropea a la Virgen con una “saeta”,
todo ello en medio de un ambiente perfumado por el olor de azahares,
incienso y cirios.
Pero nada como “la madrugá”, ese ritual trasnochar colectivo con
que los sevillanos esperan, hablando y copeando en los bares, el paso
de la Virgen de la Macarena, que al amanecer del viernes sale de su
capilla de barrio para llegar hasta la catedral. Ahí, en la tensa y feliz
espera de “la madrugá” se resume la religiosidad sevillana, mezcla de
fe e idolatría, de cristianismo y paganismo, de vitalidad y patetismo.
Pero, ¿qué decir de la quiteña procesión de “Jesús del Gran Poder”,
con sus cucuruchos autoflagelantes, sus caminadores de rodillas y
otros buscadores de sufrimiento? Sin duda, aquí la obra teatral se sale
de libreto y se convierte en un “reality show” cargado de angustia y
masoquismo.
(Artículo publicado en el diario El Comercio, de Quito, el 12 de
abril de 1998.)
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12
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ENTRE EROS
Y THÁNATOS
Entre Eros y Thánatos, así podría titularse esta sorprendente
exposición de Wilfrido Acosta Pineda, incansable y ufano explorador
de las diversas expresiones del arte. Y es que ambas divinidades
parecen habitar entre las luces y sombras de estos dibujos
impecables, recordándonos con su leve presencia la profundidad de
esas compulsiones de vida y muerte que habitan en el fondo del
alma humana y que luchan entre sí, produciéndonos siempre una
cierta inquietud indefinida y a veces hasta desgarradores conflictos
interiores.
Aquí, en estos trazos pulcros y perfectos, el Dios del Amor
busca manifestarse a través de la magia del cuerpo femenino –sin
duda, la más bella expresión de la naturaleza humana– y lo hace en
forma de atractivo sensual, de pulsión de vida y de recreación estética
de los secretos impulsos de la libido. De ahí que la mujer sea en estos
dibujos mucho más que un motivo para el arte e incluso algo más
que una expresión figurativa de la sensualidad humana: es también
una promesa de placer y de recreación de la vida interminable. Y
como placer y deseo son inseparables e indivisibles, ambos están
ahí, insinuando calladamente su presencia tras esas gasas y velos
esbozados con la suavidad del grafito, o provocando y retando al
espectador desde la selva oscura del pubis femenino, sacromonte del
arte erótico.
El erotismo es una fuerza subterránea que mueve al mundo
y es también una segunda piel que nos envuelve. Mientras la piel
propiamente dicha nos cubre y nos protege del ambiente, y guarda
prueba de nuestros esfuerzos y transpiraciones, esta otra da testimonio
de nuestras inspiraciones y emociones eróticas, encendiéndose con
las caricias o enervándose con la proximidad del ser deseado.
Eso es, precisamente, lo que Wilfrido Acosta ha logrado plasmar
en esta colección de dibujos, donde la belleza de la factura artística,
elaborada por una mano diestra, se interioriza en la hermosura del
cuerpo femenino y resalta esas blancas colinas y muslos tersos de que
hablara Pablo Neruda o esos amplios latifundios dorsales y quemantes
recóncavos que reclamaba Vinicius de Moraes.
Pero en esta obra está también Thánatos, esa temida e
incomprendida pulsión de muerte que nos habita calladamente y que
nos lleva a huir de las tensiones de la vida o a refugiarnos en la
pasividad de los viejos recuerdos. Ahí está también ella, la sigilosa,
la inevitable, expresándose en la mirada del artista como ruina del
101
pasado y decodificación de los recuerdos de su espacio natal, poblado
de callejas y casas de madera vencidas por el tiempo, azotado por la
fuerza posesiva de la lluvia, que él recuerda incesantemente como un
elemento sombrío.
Colocado entre Eros y Thánatos, habitando el espacio marcado
por esos límites del placer y la angustia, Wilfrido es el oficiante de
un ritual que enarbola la familiar textura de la madera, los hilos
colgantes que sostienen abiertas las puertas de la imaginación y las
ventanas del asombro, para envolvernos en una atmósfera sensual y
electrizante, animada por aquellas figuras de mujer que se escapan
de su lápiz fantástico, pero también de su agitado cerebro de soñador
de espacios y creador de imágenes.
Wilfrido, el artista esencial y vigoroso, el grabador asiduo, el
pintor inconstante, el profesor creativo de todos los días, ha escogido
esta vez como medio de expresión el humilde lápiz de grafito, ese
que el niño utiliza para iniciarse como aprendiz de escribiente, ese
que el letrado usa para hacer correcciones de textos o anotaciones
breves, ese que el carpintero emplea para marcar las líneas de su
corte. En fin, el creador ha recurrido a ese lápiz cuya huella no se
borra jamás sin que medie la voluntad del hombre, porque su marca
no está hecha de tintas envejecibles como el recuerdo, sino de un
mineral más viejo que la historia humana.
Con tan modesta ayuda, la mano de este artista excepcional
ha llevado a la cartulina toda una increíble gama de texturas, que van
desde la rugosidad de la piedra o la gruesa fibra de la madera hasta
un sutil y tenue tejido de cortinas de gasa, desde la enredada madeja
del cabello hasta la suave y casi imperceptible tersura de la piel. Y
todo ello en medio de un fascinante juego de claroscuros, donde las
luces y las sombras ocupan el espacio estrictamente indispensable,
sin que nada sobre, sin que nada falte.
Pero esta colección de dibujos no es una obra destinada solo al
placer visual del espectador. A través de ella, Wilfrido, como todo gran
artista, busca ejercitar su personal mayéutica, mediante el arbitrio de
llevar a sus interlocutores a descubrir y sacar a luz las sensaciones y
sentimientos que llevan dentro de sí, muchas veces sin siquiera estar
enterados de ello. Por eso, la verdadera interlocución entre el artista
y el observador siempre se establece luego de que la mirada curiosa
de este último se ha posado en la obra de arte, la ha recorrido, la ha
escudriñado, la ha evaluado y apreciado interiormente.
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De ahí que el reto de cada exposición, y en especial de ésta,
es entablar una directa comunicación entre el arte y el espectador
que lo mira, para provocar seguidamente otra entre el espectador y
el impulso artístico que lo habita. Así, pues, debo poner fin a estas
palabras, para facilitar ese inefable encuentro entre la obra del artista
y el espíritu de los observadores.
Ahora, amigos, les toca a ustedes mirar y degustar esta
obra, y sobre todo criticarla, tarea que –según decía José Martí– es
indispensable para el hombre pensante, puesto que criticar consiste
en ejercitar el propio criterio.
Jorge Núñez.
Quito, jueves 19 de octubre de 1998.
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TRAS EL TRATADO
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DE PAZ
Entrevista con Alejandro Ribadeneira, reportero del Diario HOY.
Quito, a 28 de octubre de 1998.
1. Después de la firma de paz con el Perú, ¿es necesario reescribir
nuestra historia? ¿Por qué?
Los hechos históricos son una realidad que nada ni nadie puede
cambiar desde el presente. En cuanto a la historia que cuentan los
libros, es decir, la historiografía, no veo por qué debamos cambiarla si
ella se apega a la verdad.
Hallo, sí, que la historia de ambos países ha sido escrita al calor
de una disputa entre naciones, lo cual la ha vuelto inevitablemente
parcial y la ha limitado a destacar de preferencia los aspectos
negativos de la relación entre Ecuador y Perú. Ahora debemos superar
esas limitaciones y destacar también los aspectos positivos que tuvo
esa relación. Por ejemplo, tropas peruanas lucharon en Pichincha por
nuestra independencia y numerosas tropas nuestras lucharon por la
independencia del Perú.
2. ¿Somos un país amazónico? ¿Lo fuimos alguna vez?
Lo somos, lo fuimos y lo seremos, así lo nieguen ciertos historiadores
peruanos y lo duden ciertos ecuatorianos despistados. Una prueba de
ello es que el padre de la diplomacia brasileña, el barón de Río Branco,
firmó en 1904 con nuestro canciller, doctor Carlos R. Tobar, un tratado
de límites entre Brasil y Ecuador, puesto que eran países colindantes
en el Amazonas. Otra, los mapas y relaciones geográficas elaborados
por misioneros quiteños de la colonia y la república. Una más, la
documentación histórica existente, que demuestra que los fundadores
de Jaén fueron quiteños y los de Iquitos fueron ambateños. Otra cosa
es que luego hayamos abandonado la colonización del Oriente o sido
despojados de esos territorios.
Hay que precisar que hoy seguimos siendo amazónicos. Estamos
presentes en la hoya amazónica y formamos parte del Tratado de
Cooperación Amazónica.
3. Todo lo que está en los libros escolares, según León Febres Cordero,
es mentira, luego de la firma de la paz. ¿Cuál es su opinión? ¿Es así?
¿Nos han mentido los historiadores? ¿O la historia está mal contada? Prefiero no opinar sobre opiniones ajenas. En cuanto a su tercera
pregunta, debo aclararle que los historiadores no hacemos la historia
105
sino que nos limitamos a estudiarla y exponerla en textos. Y no veo
que ningún historiador ecuatoriano haya falseado la verdad histórica.
Es verdad que hubo un protocolo Mosquera-Pedemonte y su validez
fue reconocida por el Ministro de RR. EE. del Perú, Alberto Elmore,
en 1890, aunque los historiadores peruanos se hayan empeñado
en negar su existencia. Y también es verdad que en 1941 fuimos
invadidos militarmente por el Perú y que en 1942 se nos impuso
el Protocolo de Río de Janeiro. ¡Pero el Perú dice que los invasores
fuimos nosotros...!
De otra parte, no creo que la historia esté mal contada. Creo que
ha sido parcialmente enfocada e insuficientemente estudiada. Hasta
hoy ha sido una “historia para la resistencia” y en adelante debe ser
una “historia para la integración”.
4. ¿Son los historiados los culpables del odio hacia los peruanos o hay
otros responsables?
Sería necio e injusto satanizar a los historiadores como los
culpables de nuestra mala relación con el Perú. Pero quizá no lo sería
tanto acusar de ello al amarillismo de cierta prensa, que por décadas
ha magnificado cada incidente fronterizo.
En cuanto a los responsables de fondo, habría que pensar, por
ejemplo, en el mariscal Eloy Ureta, que desde sus épocas de coronel
planificó durante largo tiempo, en la Escuela de Guerra del Perú, la
agresión de 1941 contra el Ecuador. El odio de nuestro pueblo al
invasor fue motivado por el invasor mismo y no creo que debamos
avergonzarnos de ese sentimiento. Ahora, claro está, hay que deponer
odios y revanchismos y marchar con hidalguía hacia el porvenir.
5. ¿Qué hacemos ahora con Atahualpa, Orellana y los demás símbolos
de la ecuatorianidad?
Seguir relievándolos y estudiarlos todavía más y mejor. ¿O cree
alguien que a cambio del tristísimo “kilómetro cuadrado de Tiwintza”
debemos olvidarnos de nuestra historia o empezar a escribirla al
gusto de otros?
6. ¿Que opina usted de Julio Tobar Donoso?
Fue uno de los grandes líderes conservadores que tradicionalmente
han manejado la política exterior ecuatoriana y han negociado tratados
de límites: Pablo Herrera, Carlos R. Tobar, Honorato Vásquez, Edgar
Terán Terán, etc.
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Algunos de ellos tuvieron un destino trágico. Herrera murió
enloquecido por haber cedido territorios al Perú y Tobar Donoso debió
soportar tremendas acusaciones e injurias. Pero los tiempos han
cambiado y no sería raro que Edgar Terán terminase sus días como
Gerente de la Texaco para Asuntos Ecológicos o como empresario
minero en la Cordillera del Cóndor…
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DESPEDIDA
A PEDRO JORGE VERA
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Estamos reunidos aquí para cumplir con la voluntad final de
Pedro Jorge, cual fue la de que parte de sus cenizas fuera depositada
en el Pichincha, este monte tutelar a cuyas faldas escogió vivir la
mitad final de su vida, junto con nuestra querida Eugenia y sus hijos,
nuestros queridos amigos David, Ana Ruth, Juan y Silvia.
Triste, pero sin duda bella esta tarea que nos legara Pedro
Jorge, quien tuvo algo de padre, hermano y amigo para todos quienes
frecuentamos su trato y gozamos de su alegre y generosa amistad, de
su inteligente conversación, de su apasionado ejemplo de amor por el
Ecuador y lo ecuatoriano.
Precisamente esa pasión de país que bullía en su interior lo
llevó a repartir su vida, su creación, sus amistades y finalmente sus
cenizas entre las dos regiones históricas de nuestro país, la Sierra y la
Costa. Se dolió como hombre de las angustias del montubio, del indio,
del cholo y del blanco pobre del Ecuador, a los que recreó vitalmente
en su literatura. Se indignó como ciudadano ante los desafueros de
las oligarquías de ambas regiones, a las que denunció sin tregua en
sus columnas periodísticas y sobre todo en las inolvidables revistas
de combate político que fundó: La Calle, “porque es en la calle donde
habla todo el mundo”, y Mañana, “porque hoy se construye el futuro”,
según rezaban sus respectivos epígrafes.
Pero, en el corazón de Pedro Jorge, esa pasión de país no sólo
se expresaba en dolor y rabia frente a las injusticias, sino también en
amor por el Ecuador y lo ecuatoriano, vistos como parte de América
Latina y lo latinoamericano. De ahí que, por encima de los deslindes
regionales impuestos por la geografía y de los regionalismos impuestos
por las oligarquías locales, él formulara varios retos. Así, cuando le
preguntaban por qué había escogido vivir en la capital, siendo nativo
del puerto, contestaba sonriente que “lo elegante era nacer en
Guayaquil y vivir en Quito”. Y cuando le preguntaban qué era lo que
más le disgustaba de Quito, afirmaba que la falta de mar, agregando
que, si alguna vez le fuera dado un poder inconmensurable, capaz
de cambiar el mundo, él, además de arreglar los problemas sociales,
traería el mar hasta Quito...
Seguidor de Martí, estaba convencido de que “la Patria es la
Humanidad”. Latinoamericano esencial, se afilió a todas las causas por
la defensa de la soberanía y la dignidad de nuestra América, y vivió sus
exilios en algunos países latinoamericanos. Pero, ecuatoriano hasta el
tuétano, siempre que le fue dado optar por un lugar de residencia,
optó por el Ecuador y durante las cinco últimas décadas de su vida
–es decir, durante la mayor parte de su vida– optó por vivir en Quito,
ciudad a la que amaba profundamente y en la que veía el corazón
del Ecuador histórico, el de Espejo y Mejía, el de los próceres de la
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libertad, el de tantas gentes de cultura.
No es de extrañar, pues, que en su hora final haya decidido
que parte de sus cenizas reposara en el Pichincha. Quizá quiso, de
esta manera, estar cerca de su ciudad amada, viendo desde lo alto de
la montaña la agitación de las gentes del pueblo, el devenir del país y
la propia huella de su paso por la vida.
Te dejamos aquí, querido Pedro Jorge, amado padre, generoso
hermano, entrañable amigo, para que nos puedas ver a tu antojo y
para que te veamos cada vez que alcemos la vista hacia este soberbio
Pichincha, símbolo mayor de nuestra historia. Descansa en paz, luego
de casi un siglo de lucha por tu pueblo.
Jorge Núñez
(Palabras en el acto de lanzamiento de las cenizas de Pedro
Jorge Vera en el Pichincha).
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15
NUESTRA
CULTURA POLÍTICA
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Los pueblos latinoamericanos tienen, en su generalidad,
una cultura profundamente autoritaria, heredada de 300 años de
autoritarismo colonial y absolutismo monárquico, de una dilatada
historia de caudillismo y de una sucesión intermitente de gobiernos
dictatoriales. Así, el caudillo y el dictador no son un excrecencia
de la cultura política latinoamericana sino, probablemente, los más
auténticos productos de ella.
Otro elemento que afianza esta cultura autoritaria es nuestra
identificación de la política con la figura de un hombre determinado. Por
razones histórico-culturales que deberíamos estudiar en profundidad,
los latinoamericanos, como pueblos, no somos dados a entelequias
políticas y nos resistimos a identificar la política con unos principios
ideológicos o con unos partidos que los encarnan. Para nosotros la
política está simbolizada, representada, concretizada y ejercitada por
un hombre en particular, o, mejor dicho, por “el hombre”, por uno
en particular, que simboliza nuestros ideales, nuestras pasiones y
nuestras esperanzas. Gracias a ese especial fenómeno psico-cultural,
desarrollado a partir de ciertas figuras mítico-religiosas que han
simbolizado a lo largo de nuestra historia la idea del “salvador” figuras tales vomo Viracocha o Jesucristo-, hemos construido un
arquetipo de líder mesiánico al que, instintivamente, delegamos y
confiamos la solución de nuestro futuro. Y sobre ese arquetipo, que
habita en lo profundo de nuestro inconsciente colectivo, se asienta
precisamente la imagen y la presencia del caudillo, símbolo en el
que se corporiza todo nuestro imaginario colectivo y al que, por otra
parte, transferimos parte de nuestro propio yo: nuestras ilusiones
por alcanzar, nuestra ansia de ser, nuestro deseo de poder. Así, el
caudillo es “el hombre” que nos representa pero también el hombre
que quisiéramos ser.
No es casual, pues, que nuestra historia esté llena de caudillos,
de “caciques”, de dictadores y de mandones de toda laya. Ellos han
llenado largamente las páginas de nuestra historia y de nuestra
literatura. Pero, por las razones expuestas, los caudillos no son sólo un
fenómeno del pasado, sino que nuestra cultura popular está siempre
lista para recibirlos, pese a que sucesivas olas modenizadoras han ido
llenándonos de hábitos democráticos, de formas ideologizadas de la
política, de aparatos partidarios, cuyo éxito relativo hay que atribuirlo
especialmente al peso de las clases medias cultas. Sin embargo, cada
vez que la democracia patojea, nuestros pueblos están prestos a
aclamar a un salvador, a un nuevo “pequeño Mesías” que los libere de
la anarquía o de la miseria, que ponga orden en la casa común o que,
al menos, proyecte una imagen de autoridad, que dé confianza a los
espíritus y tranquilidad a las conciencias.
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Quizá por eso mismo, los únicos gobernantes que tienen éxito
en América Latina son, en general, los que se asemejan al arquetipo
del caudillo: fuertes, decididos, justicieros e incluso duros y temibles.
¿Cómo explicar, de otro modo, la sucesión de dictadores mesiánicos
que figuran en nuestra historia? ¿Cómo entender, sobre todo, esas
tiranías tropicales de largo plazo, que se sostienen por la fuerza
pero también por la tolerancia o complacencia de grandes sectores
populares? Porque, para construir cualquier proyecto de futuro, no hay
que olvidar que los Somoza ganaban elecciones y movilizaban masas
en vida, y siguieron inspirando movilizaciones y guerrillas populares
después de muertos. Y tampoco que, luego de la muerte de Trujillo
y el breve interregno democrático de Juan Bosch, el trujillismo siguió
reinando en República Dominicana por medio de un viejo caudillo
medio ciego, Joaquín Balaguer, gracias al reiterativo respaldo electoral
del pueblo. ¿Y qué decir del velasquismo ecuatoriano? ¿No ganó cinco
veces las elecciones, pese a su objetiva alianza con la oligarquía y a la
obvia incapacidad del caudillo para resolver los problemas económicos
y sociales de nuestra nación?
En esta perspectiva, tampoco es casual que los gobiernos
democráticos y de mano blanda sean aquellos que soportan mayores
embates de protesta e inconformidad: huelgas, paros, críticas
desorbitadas e incluso atentados. Y tampoco lo es que los partidos
“ideológicos”, que asientan su acción en un discurso racional, no
rebasen nunca cierto estrecho horizonte electoral, en tanto que tienen
rutilante éxito los partidos nucleados en torno a un líder demagógico,
que apela a la emocionalidad de las masas o a sus instintivos anhelos
de poder antes que a las ideas o a los programas políticos.
Hay un elemento adicional que viene a respaldar, desde el campo
de la ciencia, esta apreciación cultural nuestra. Es el cuestionamiento
que la ciencia contemporánea ha hecho respecto de la naturaleza
esencialmente racional del ser humano.
Desde luego, la sola existencia de tal cuestionamiento
nos parece inicialmente algo terrible. Nuestra cultura, nieta del
racionalismo cartesiano y de la Revolución Francesa, y heredera de
una larga tradición racionalista -que nace en el Renacimiento y llega
hasta el marxismo contemporáneo- se eriza ante el solo hecho de que
alguien se atreva a poner en duda uno de sus valores fundamentales,
cual es la convicción de la esencial racionalidad humana. Sin embargo,
por lo que sabemos y vamos conociendo cada día, es notorio que la
esencia del hombre sigue siendo el mayor enigma del hombre: los
actuales estudios científicos han demostrado que la idea del carácter
esencialmente racional del ser humano no es más que eso: una idea,
una teoría, un supuesto. 113
Esto no quiere significar que el hombre no sea un ser racional,
sino que la capacidad directiva del comportamiento humano, individual
y social, no radica en la razón. Así se explica que el hombre sea
capaz de los más altos logros y descubrimientos científicos y que,
al mismo tiempo, maneje esos nuevos conocimientos orientado
por la más banal ambición económica, por el más brutal instinto de
acumulación. También de igual manera se puede entender que los
pueblos y naciones “civilizados” no hayan podido superar su afán de
dominación, su violencia, sus prejuicios raciales.
Desde la antigüedad, todos los grandes pensadores y
reformadores han apelado a la “racionalidad humana” y a los
“sentimientos superiores” del ser humano, y han fracasado
precisamente por eso, pues, imbuidos de una generosa concepción
del hombre, no entendieron, o no quisieron entender, que el hombre
es “insuficientemente racional”, y que la mayor parte de sus actos
individuales y colectivos son manejados desde su instintividad y
afectividad, siendo a causa de ello la única especie zoológica cuyos
miembros se persiguen y se matan entre sí, en nombre de creencias
nada racionales y profundamente emocionales y sentimentales.
Freud, con su teoría del inconsciente, demostró ya que gran
parte de la conducta individual no es racional, que muchas veces
actuamos sin tener plena conciencia de los motivos de nuestra acción.
Por su parte, la psicología social -ciencia que últimamente se ha
desarrollado de un modo formidable- nos ha enseñado que muchas
acciones de conducta grupal -como los prejuicios, el conformismo, la
atracción y la agresión- surgen de motivos que son fundamentalmente
irracionales.
La psicología política, a su vez, ha llegado a demostrar que
la adhesión ideológica tampoco tiene una base plenamente racional,
y que importantísimas acciones humanas, como enamorarse, hacer
amigos, adherirse a un grupo social, odiar o despreciar a alguien,
afiliarse a una corriente ideológica, se originan en motivaciones
afectivas, emocionales y nada racionales.
Cosa similar han concluido la psicología de las relaciones
humanas y de la comunicación interpersonal, cuyos estudios revelan
que muchas facultades del comportamiento humano tienen un origen
no racional; por eso se habla de lenguaje del cuerpo, de lenguaje de
los sentimientos, de comunicación subliminal.
Pero es desde la neurofisiología de donde ha venido el golpe más
demoledor contra la idea de la esencial racionalidad humana. El doctor
Paul McLean ha concluido que los humanos poseemos dos cerebros:
uno antiguo, compuesto por las estructuras reptil y paleomamífera
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unidas en el sistema límbico, y uno nuevo, la neocorteza o neocortex.
El cerebro antiguo determina el comportamiento instintivo-emocional,
mientras que el cerebro nuevo es el asiento de funciones tales como
la reflexión, la simbolización y el lenguaje. El problema que se plantea
es que la evolución humana, en vez de transformar el viejo cerebro
en el nuevo, simplemente superpuso la neocorteza sobre las antiguas
estructuras, superposición que acarreó una insuficiente coordinación
entre los dos cerebros y un control inadecuado del más nuevo sobre
el primitivo. Somos, por esto, una especie esquizoide, de personalidad
doble, en que la conducta emotiva generalmente se dispara por su
lado, sin control ni previsión de la estructura racional, como ocurre, por
ejemplo, cuando inhibiendo nuestras facultades críticas y reflexivas,
nos damos a matar en nombre de la fe, el credo o la ideología que
hemos abrazado con entusiasmo ciego.
(Conferencia en la Gran Logia Equinoccial del Ecuador. 15 de
septiembre de 1999.)
115
16
UN LIBRO PÓSTUMO
DE ARROYO DEL RÍO
116
Se acaba de publicar la segunda edición del libro póstumo de
Carlos Arroyo del Río “Por la pendiente del sacrificio”. Una vez más,
la publicación ha sido hecha por el Banco Central del Ecuador, que,
en plena eclosión de la crisis económica, todavía parece disponer
de fondos para publicar lujosas ediciones destinadas a homenajear
a los grandes personajes de la oligarquía y a satisfacer intereses
familiares.
Como historiador que soy, gusto mucho de los libros de memorias,
que son documentos testimoniales muy interesantes, pues ayudan a
entender mejor una época, una circunstancia y sobre todo una vida,
revisada a contraluz de los recuerdos. Pero, aunque tiene cierto sabor
autobiográfico, este libro no llena a plenitud ese carácter esencial
de unas memorias, que es el de enfrentarse un hombre a su propio
pasado, en una suerte de confesión definitiva, destinada al juzgamiento
de la historia. Este libro es, sobre todo, el alegato de un abogado,
de un brillante abogado, en defensa de sus propios actos al frente
del gobierno nacional; por lo mismo, su autor hace memoria única y
estrictamente de aquellos hechos y datos que apoyen su pretensión.
Por otra parte, los hechos que se relatan y exponen en este libro
escapan también a la materia de la que generalmente están hechas
las memorias y autobiografías, que son actos u opiniones privados
de las gentes, y alcanzan el ardiente escenario de la confrontación
política y la polémica histórica. Y es que los temas aquí tratados, o
analizados de modo preferente por su autor, son algunos de los más
conflictivos de toda la historia nacional: uno es la invasión peruana de
1941 y la derrota militar del Ecuador; otro es la negociación y firma
del Protocolo de Río de Janeiro, y otro más es la revolución del 28 de
mayo de 1944, actos todos en los que el presidente Carlos Arroyo del
Río tuvo papel protagónico.
Habilísimo retórico y gran abogado, Arroyo expone con maestría
en esta obra los hechos sucedidos en el país antes y durante el conflicto
con el Perú, y que abonan a su defensa, en busca, como dice, de
“pulverizar” los argumentos de sus acusadores. Además, al hacerlo,
traza con gran agudeza y patetismo la terrible situación del Ecuador
en aquella coyuntura, al punto de que, frente a sus razonamientos,
ordenada y sistemáticamente expuestos, el lector concluye que no
hubo, ni pudo haber, un solo responsable en el terrible desenlace
militar de 1941 y el todavía más terrible desenlace diplomático de
1942. Inclusive uno se siente inclinado a admitir los argumentos de
total inocencia planteados por el doctor Arroyo del Río, y que buscan
mostrar que, en aquella terrible circunstancia, el no fue un victimario
sino una víctima de la historia.
Pero es ahí cuando la retórica arroyista toca inevitablemente con
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su límite, pues, en su empeño de defensa, el autor pretende mostrarse
a ojos del lector como un inocente ciudadano que, de un día para
otro, se encontró sentado en el sillón presidencial y enfrentado a
un gravísimo conflicto militar, para el que no estábamos preparados
como país. Y esa no es la verdad. Es cierto, como sostiene Arroyo,
que el país se hallaba desarmado, desorganizado y casi inerme frente
a los planes militares del Perú, país que desde 1939 había formado
la “Agrupación Norte” y había iniciado en su Academia de Guerra los
planes para agredir al Ecuador. Es cierto también que carecíamos de
planes de defensa, de estructura militar y de equipo para enfrentar esa
agresión. Pero no es cierto, como plantea Arroyo, que esa agresión se
haya dado inesperadamente. Y también es falsa su afirmación de que,
como Presidente, se halló de improviso al frente de una catástrofe y
no pudo hacer nada para remediarla.
Por el contrario, el doctor Arroyo del Río había sido durante
alrededor de tres décadas el gran factótum de la política ecuatoriana,
el hombre que movía los hilos de la acción gubernamental, el gran
capitán de la oligarquía porteña y finalmente el verdadero poder tras
el sillón presidencial. Abogado del bufete profesional de José Luis
Tamayo, fue él quien, según ciertos testimonios, “abusando de su
amistad con el Presidente, se permitió tomar su nombre para pedir a
la guarnición del puerto masacrara al pueblo” el 15 de noviembre de
1922. Luego de la Revolución Juliana y convertido
ya en miembro de la Junta Suprema del Partido Liberal, él fue el gran
líder de la oposición oligárquica a este movimiento, a sus dos Juntas
de Gobierno, al gobierno de Ayora y al de Larrea Alba, y luego fue
uno de los mayores agitadores políticos hasta que su partido volvió a
controlar el poder.
Por otra parte, como diputado (1922), Presidente de la Cámara
de Diputados (1923), senador (1924, 1935 y 1939), Presidente del
Congreso (1935 y 1939), Director Supremo del Partido Liberal en el
poder y Encargado del Poder Ejecutivo (1939), Arroyo del Río estuvo,
desde muchos años atrás, mejor ubicado que nadie para conocer
la situación crítica de la defensa nacional y la creciente amenaza
militar que se proyectaba desde el Perú. Para aquel entonces, las
cancillerías amigas nos habían advertido del peligro. Nuestros
diplomáticos en el Perú nos lo habían advertido también. Incluso
nos lo advirtió un gran líder político peruano, que creía sinceramente
en la unidad latinoamericana: Víctor Raúl Haya de la Torre, quien
alertó a los diplomáticos latinoamericanos acreditados en Lima sobre
los preparativos de una guerra contra el Ecuador. Visto lo cual esos
argumentos defensivos de Arroyo del Río caen por su propio peso
y dejan al descubierto el hecho de que, si bien él no fue el único
118
culpable del desastre político–militar, tampoco fue un inocente y
menos aún una víctima. Por muchas razones, los hechos históricos
apuntan a mostrarlo al menos como uno de los políticos responsables
de ese desastre, en el que la responsabilidad mayor estuvo radicada
en la elite socio–política ecuatoriana, ocupada más en atender sus
apetitos económicos y sus disputas de poder que en administrar
previsivamente el Estado y asegurar los intereses de la Nación.
ARROYO ANTE “LA GLORIOSA”
Queda por analizar lo que Arroyo del Río llama “la acción cuartelera
del 28 de mayo” o “el golpe de cuartel del 28 de mayo”, porque, dice
en su libro, “nunca se insistirá lo suficiente en darle (a ese acto) su
verdadero nombre, para que quede bien establecido lo que fue.”
Decían los griegos que los dioses, cuando pretendían perder a
un hombre, comenzaban por enceguecerlo. Algo de esto ocurrió con
el doctor Arroyo del Río. Empeñado soberbiamente en creer que su
gobierno fue el mejor posible en las circunstancias que le tocó actuar,
y convencido de que su derrocamiento se debió únicamente a una vil
conspiración cuartelera, alentada por sus enemigos políticos, él no
quiso ver nunca el mar de fondo de ese alzamiento militar, que había
sido la mayoritaria resistencia nacional acumulada contra su gobierno,
a causa de su carácter semi–dictatorial (pues gobernó largo trecho
con facultades omnímodas), de su dura política represiva para con
toda forma de oposición política y de los graves actos de corrupción
que cometieron altos personajes de su gobierno, como aquel remate
amañado de los bienes confiscados a los súbditos del Eje incluidos en
la “Lista Negra”. Como se comprueba dramáticamente en este libro,
para su autor aquella revolución fue un simple golpe cuartelero contra
un gobierno legítimo, golpe inspirado, según sus palabras, en una
“explosión de odio” y en “pasiones políticas bastardas”.
Pero ¿como vieron el pueblo ecuatoriano y la prensa nacional el
alzamiento armado que lo derrocó? En busca de respuesta, recurro a las crónicas y notas periodísticas
publicadas por el diario El Comercio y fechadas en Guayaquil, el 29 de
mayo de 1944, donde se hace referencia al asalto efectuado por los
militares y el pueblo contra el cuartel de carabineros del puerto, una
de las bases de sustentación del poder arroyista:
“El espectáculo era impresionante. ... El pueblo, con decisión
temeraria, colaboraba codo a codo con los militares. Unos con fusiles
y otros a duras penas armados con palos, cruzaban la zona de
peligro detrás de los militares y, en el claro oscuro de la madrugada,
impresionaba el cruce de siluetas desarrapadas, la mayoría de hombres
119
en camisa y sin zapatos, que por su ignorancia de los secretos
militares o su delirante espíritu, eran blanco fácil de los disparos
contrarios. ... Una fila ininterrumpida de civiles, desde atrás de San
José, se apretaba a las paredes cargados de parque, para alimentar
las diversas armas de combate. Caía un hombre y dos de ellos se
apersonaban a arrastrarlo hasta un lugar cubierto y volvían a su tarea
con absoluta impavidez. ... (Tras la toma del cuartel de Carabineros)
hubo exclamaciones de júbilo. En todos los rostros, la huella clara de
la noche entera sin dormir y el gesto acre de la fatiga se apreciaba
por sobre el esfuerzo de alegrarse y gozar la dulzura del éxito. ...
Grandes masas de gente estaban en las calles y devoraban los diarios
de la mañana. ... Ya que no se informaba aún la caída del cuartel,
con la confirmación del hecho se producían nuevas exclamaciones
de alegría por grupos aislados que continúan cruzándose en diversos
sectores...”
Otro despacho periodístico de la misma fuente da cuenta de la
proclama lanzada por las fuerzas revolucionarias de Guayaquil, que
se iniciaba diciendo:
“Guayaquileños: En estos momentos se ha sublevado toda la
guarnición militar de esta plaza, con el apoyo del pueblo entero,
principalmente estudiantes, trabajadores, empleados e intelectuales,
para dar fin a la odiosa tiranía de traidores que no podemos tolerar
por más tiempo. El Gobierno de Arroyo ha sido una ola interminable
de crímenes, de robos e infames errores que han llevado al país a la
ruina. ... Y todavía su siniestra camarilla se alistaba para retener el
poder, burlando la voluntad del pueblo mediante el terror que han
desencadenado... Mantened el orden a toda costa. El ejército no tiene
ansia de poder. Este será puesto en manos de civiles que garanticen
la inmediata vuelta a la normalidad. ... ¡Viva la Patria Libre!. La
Guarnición Militar de Guayaquil. Mayo 28 de 1944.”
Con el mismo afán de hallar respuestas en la historia testimonial,
recurro también a una crónica del diario El Comercio, publicada el 30
de mayo de 1944. En ella, bajo el título de “Grandes manifestaciones
recorrieron anoche las calles de esta ciudad”, se reseñan los
acontecimientos habidos en Quito el día anterior: primero, los
recorridos intimidatorios del Cuerpo de Carabineros por los barrios de
Quito; luego, diversos incidentes políticos, que incluyen la renuncia del
presidente Arroyo del Río, y finalmente las masivas manifestaciones
de júbilo que estallaron en la capital tras la caída del gobernante.
Entre otras cosas, dice la larga y detallada crónica:
“A las ocho de la noche, y ya en plenitud de conocimiento los
ciudadanos de que el movimiento revolucionario de Guayaquil había
triunfado y de que el doctor Arroyo del Río había renunciado la Primera
120
Magistratura del país, recorrió las principales calles de la ciudad
una imponente manifestación que delirante gritaba: ¡Guayaquil! ¡Guayaquil! ¡Guayaquil! ... A los comités organizadores de la enorme
manifestación que cubría varias cuadras se iban agregando los
ciudadanos que se hallaban en las esquinas y el pueblo en general.
Desde las ventanas se respondía a los gritos de los manifestantes y al
santo y seña de la V que gozosos hacían con las manos.
La imponente manifestación popular avanzó hasta La Alameda
para retornar más numerosa hasta la Plaza de la Independencia... Las
candentes frases pronunciadas por oradores ... lograron enfervorizar
hasta el delirio a la enorme masa congregada en la Plaza... En esto
se hallaban los manifestantes cuando, a las nueve y media de la
noche, una multitud más enorme desembocaba hacia la Plaza de la
Independencia, así mismo portando banderas y retratos del doctor
Velasco Ibarra... También era abundante en esta manifestación
el elemento femenino y hasta se notaba la presencia de una gran
cantidad de niños...
Una gran parte de los ciudadanos y especialmente mujeres que
desde la tarde se hallaba refugiada en sus casas ... comenzaron a
salir para engrosar las manifestaciones nocturnas que se sucedían en
los diferentes barrios y que se dedicaban a recorrer por las calles del
centro... Más o menos a las diez de la noche, se podía afirmar que
cerca de la mitad de la población de la ciudad se había volcado en las
calles para exteriorizar sus gritos de satisfacción por los sucesos...
Debe anotarse el hecho de que, a pesar de que había una enorme
tensión emocional en todas las manifestaciones y de que los gritos eran
de acre censura para el régimen y para el Presidente que acababa de
renunciar, los manifestantes no dieron muestras de incorrección...”
Los testimonios históricos leídos nos relevan de más comentarios
sobre los hechos tratados en este libro.
Por fin, cabe precisar que todas estas palabras, todas estas
disquisiciones históricas a propósito de la publicación de esta obra, no
hacen sino revivir en la memoria de los ecuatorianos los hechos del
pasado. Pero no van a cambiar el curso de la historia y ni siquiera el
veredicto histórico sobre el gobierno del doctor Carlos Arroyo del Río. Como dijera el Libertador Simón Bolívar: “Es el pueblo el que debe
juzgar los actos de sus gobernantes y escribir la historia.”
Y el pueblo ecuatoriano, el que vivió bajo el régimen de Arroyo
del Río y sufrió su gobierno autoritario, dio ya su veredicto histórico,
en la hora oportuna. Esa hora fue el 28 de mayo de 1944, cuando se
levantó una enorme masa popular (y no solo unos militares y políticos
golpistas, como sugiere el doctor Arroyo), masa que, exponiendo su
121
vida, asaltó los cuarteles de carabineros, tomó las armas, incendió los
cuarteles de la policía política, arrastró por las calles de Riobamba a
los torturadores y buscó dar un viraje a la historia ecuatoriana.
Ante esa realidad no hay retórica que valga, ni argumentación
política que pueda sustentarse. De todos modos, la publicación de este
libro por el Banco Central del Ecuador ha sido de interés, porque ha
contribuido a rescatar la versión personal de uno de los protagonistas
fundamentales de aquella hora trágica de nuestra historia y, de este
modo, servirá para “despejar los velos que cubren la historia de ese
período”, como se expresa en el texto de apertura del libro.
Por lo demás, el tema del doctor Arroyo y de su gobierno queda
apenas planteado, pues hay mucha tela por cortar. Por ejemplo, en la
una orilla, todavía están por estudiarse asuntos como la expropiación
y destino final de los “bienes del Eje” en el Ecuador, es decir, la suerte
que corrieron los bienes oficiales alemanes, italianos y japoneses,
y también los bienes privados de los súbditos de esos países, que
existían en el Ecuador a comienzos de los años cuarentas. A su vez,
en la otra orilla, hay que estudiar los aciertos del gobierno de Arroyo,
como la creación del Instituto Nacional de Cultura, antecedente
inmediato y casi olvidado de la Casa de la Cultura Ecuatoriana.
(Conferencia preparada para el acto de lanzamiento del libro “Por
la pendiente del sacrificio”, a pedido de la Dirección de Cultura del
Banco Central del Ecuador. Quito, 10 de noviembre de 1999.)
122
17
QUITO EN LOS OJOS
DE LOS CRONISTAS
EXTRANJEROS
123
Gracias a la excitación imaginativa que provoca el libro, cada
vez que los lectores abrimos un tomo de crónicas, nos sentimos
transportados al pasado. Pero cuando la crónica hace referencia al
ámbito de nuestro propio entorno cultural, como por ejemplo a nuestro
país o a nuestra ciudad, entonces los datos aportados por el cronista,
junto con la imaginación y la memoria, se aúnan para recrear en
nuestro espíritu una suerte de gran fresco de la vida social, en el que
cobran vida seres y cosas ya extinguidos, cuyos actos y hasta gestos
efímeros del ayer se nos vuelven en alguna medida cotidianos.
La crónica es de por si un género cautivante, en tanto que
constituye un testimonio fresco y directo de la relidad, en el que se
plasman las observaciones, vivencias y opiniones del cronista. Pero lo
es todavía más cuando ha sido escrita por un extranjero, cuyos ojos
ávidos y curiosos registraron en su momento todo aquello que a los
propios habitantes del lugar les parecía de lo más común y corriente
y, por lo tanto, no digno de registrarse por escrito. El extranjero,
por el contrario, iba a cada paso haciendo comparaciones con otras
realidades conocidas por él, por más pobres que éstas fuesen; iba
fijando comentarios y elaborando juicios de valor; iba destacando los
aspectos de la realidad que más le impresionaban o que le parecían
más exóticos.
¿A qué quiteño de comienzos del siglo XVIII se le hubiera
ocurrido describir los bailes que eran usuales en la ciudad? ¿O a qué
quiteño de un siglo después se le hubiera ocurrido analizar en detalle
lo que se comía y bebía en Quito, y estudiar la cantidad de queso
que consumía anualmente la ciudad? Probablemente a ninguno.
Pero esas inquietudes sobre los bailes de Quito, y sobre sus efectos
morales, agitaron los espíritus de Jorge Juan y Antonio de Ulloa, y
quedaron consignadas en su formidable obra “Noticias secretas de
América”. Y William Bennet Stevenson, por su parte, se ocupó en
describir los platos hechos con papas y queso, o con maíz y queso,
que señoreaban en la culinaria quiteña y, yendo más allá, estudió el
peso y valor promedio de los quesos de Quito, sacando las siguientes
conclusiones: que cada queso tenía un peso promedio de entre siete
y ocho libras, que cada queso tenía un valor genérico de un dólar
y “que la cantidad consumida anualmente (ascendía) alrededor de
seiscientas cuarenta mil libras de peso, o más de doscientas ochenta y
cinco toneladas”, formidable cantidad si se piensa que era consumida
por una ciudad de alrededor de 60 mil habitantes. Igual cosa sucede
con la descripción del consumo de aguardiente. Lo que para un quiteño
era un goce cotidiano, para un inglés curioso, como Stevenson, era
objeto de análisis detallado y para un sacerdote ilustrado, como
Cicala, era motivo a la vez de estudio y preocupación moral, por
124
cuanto el vicio del aguardiente se había generalizado y llegado a
atrapar en sus redes a todos los estamentos sociales. Mezclado con
agua, limón, azúcar y hierbas aromáticas, el aguardiente se convirtió
en el popularísimo “ponche” y, al decir de Cicala, “de este manera
se introdujo en las casas más conspicuas (además de los tugurios y
casitas), en los tribunales más serios, en los palacios más magníficos,
en las jerarquías eclesiásticas más autorizadas, en las comunidades
religiosas más austeras; sin el menor reparo ni respeto a la clausura
más estrecha y celosa entró el Señor Ponche en los monasterios de las
religiosas más dignas de consideración y observantes. Así, la ebriedad
levantó su trono en la América Meridional”.
Pero, más allá de las cosas curiosas, las descripciones pintorescas
o los juicios morales consignados por los cronistas, cabe adentrarnos
en dos aspectos que me parecen sustanciales para el estudio de las
crónicas, vistas como un género literario situado a medio camino
entre la historia y la antropología. El uno es aquel que Ximena Romero
ha tratado inteligentemente en su introducción al libro “Quito en los
ojos de los viajeros” y que hace referencia a las relaciones entre la
historia y la vida cotidiana. El otro tiene que ver con las motivaciones
y limitaciones del cronista.
Conocida es la crítica que las nuevas corrientes historiográficas
hicieran en el siglo XX a la escuela de historia positivista y en particular
a su estrecha vinculación con el sistema imperante, que la llevó a
convertir la historia en una crónica del poder, poblada de héroes y
hombres de Estado, de fechas simbólicas y de acciones gubernativas.
Precisamente por ello, la nueva ciencia histórica se construyó desde
motivaciones diferentes. Así, la historia social francesa se orientó a la
historia rural, el estudio de la historia serial y los fenómenos de largo
plazo, o la historia de las mentalidades. Del mismo modo, la escuela
inglesa de historia social puso su preocupación en el análisis de los
grandes actores y hechos sociales (trabajadores, bandidos, industria,
salarios). Y la nueva escuela historiográfica norteamericana centró
su atención en los fenómenos de la historia económica, en la que
se reflejan menos los hechos adjetivos de los individuos y más los
fenómenos sustantivos de la vida social.
En esta línea de recuperación de “la otra historia”, ha tenido
particular significación el rescate de la historia de la vida cotidiana, es
decir, de aquellos actos comunes y corrientes que las gentes realizan
en su diario existir y que se enmarcan dentro de usos y costumbres
generales, constituyendo de este modo expresiones de una cultura
popular. Los aspectos de la historia cotidiana son múltiples, como nos
recuerda Ximena Romero: “cómo trabaja la gente; cómo se reparten
las diversas ocupaciones en la familia; cómo se visten los diversos
125
estratos en los días de fiesta y en los días comunes; qué comen,
cómo se divierten, cómo celebran los hechos memorables; cuáles son
sus rituales, sus creencias, sus prejuicios...” Yo agregaría otro más:
cómo piensan colectivamente, es decir, cuáles son sus mentalidades
sociales.
Precisamente para ese rescate de la historia de las gentes
del común, es que las crónicas resultan invalorables fuentes de
información, en especial las crónicas escritas por viajeros extranjeros,
cuya capacidad de observación y asombro nos legó unos testimonios
inapreciables, que hoy mismo nos permiten aproximarnos a unos
actos y fenómenos generalmente no retratados en la documentación
tradicional de los archivos.
He dicho antes que el otro aspecto que debe llamar nuestra
atención es el de las motivaciones y limitaciones que tuvo el cronista a
la hora de ensayar su relato. Y es ninguna lectura debe ser ingenua, en
especial la lectura del pasado, donde a cada renglón podemos hallarnos
con equívocos, trampas o prejuicios, generalmente consignados de
modo ingenuo por el autor, pero que pueden llevarnos a conclusiones
erradas o distorsiones del juicio. De ahí que, frente a cualquier otro
tipo de testimonios, debamos efectuar ese ejercicio de comprensión
que los romanos llamaban “inter legere”, leer entre líneas, y que es el
origen cierto de la palabra “inteligencia”.
Para comenzar el análisis de las crónicas, resulta evidente
que cada cronista escribió su texto motivado por el afán de dejar
un testimonio directo y verídico de lo que vió o creyó ver, de lo que
vivió y apreció por si mismo durante su viaje por tierras remotas o
incógnitas, cargadas de novedad y exotismo. En cambio no siempre
resulta tan evidente el sustrato cultural en que apoyaban su criterio,
es decir, la mentalidad colectiva en la que se habían formado ellos
mismos y que iba a determinar, en gran medida, sus puntos de vista
sobre el mundo observado, sus apreciaciones y evaluaciones de la
realidad y finalmente sus juicios de valor sobre el conjunto de lo visto
y vivido. Y puesto que Ximena Romero ha centrado su labor en los
cronistas que observaron a Quito durante el siglo de la Ilustración,
bien vale la pena puntualizar los bemoles del pensamiento Ilustrado,
para utilizarlos como referente de las opiniones consignadas por estos
viajeros.
La “Ilustración” fue y sigue siendo, sin duda, el más claro referente
ideológico del pensamiento moderno. Irrumpiendo en un mundo
intelectual cargado de prejuicios, de intolerancia y de absolutismo,
ella rompió los moldes del escolasticismo, promovió el desarrollo
científico y estimuló una nueva forma de ver el mundo. Gracias a ella,
el mundo dejó de ser el “Valle de lágrimas” descrito en las antiguas
126
escrituras y reiterado machaconamente por la Iglesia, para pasar a ser
un escenario nuevo y prometedor para la vida humana: se convirtió
en la “Madre naturaleza”, integrada por los reinos animal, vegetal y
mineral. A su vez, la historia dejó de estar marcada únicamente por
la crónica y la hagiografía medievales –o sea las guerras de los reyes
y la vida de los santos– y pasó a cargarse de atisbos antropológicos
y sociológicos. Lo que es más importante: la Ilustración se encarnó
en los personajes “ilustrados”, que aunaron en si una sorprendente
sed de conocimiento y una gran vocación práctica, que los llevó a
emprender en proyectos, empresas y experimentos de todo tipo.
Pero todo haz tiene su envés. Y el envés de la Ilustración fue
su tendencia eurocentrista, su inclinación a ver a Europa como el
centro civilizatorio del mundo y la medida de todas las cosas. De ahí a
desarrollar prejuicios contra el resto del mundo no había más que un
paso y los “ilustrados” europeos lo dieron prontamente. Buffon sostuvo
que el puma era un buen ejemplo de la inferioridad natural americana,
puesto que carecía de la melena del león y era más cobarde que
éste. Paw sostuvo que el clima americano era maligno y determinaba
una inferioridad metal y física del hombre americano, que le parecía
enclenque y en todo inferior al europeo. El abate Raynal escribía que
América era un continente decrépito y criticaba “la excesiva altitud de
las montañas del Perú”.
Y el mismísimo Voltaire –aquel que había dicho que estaría
gustoso de dar la vida por defender el derecho de opinión de quienes
no pensaban como él– llegó a especualr sobre la supuesta inferioridad
de América, continente que sus escritos mostraban como una tierra
pantanosa, poblada de nativos estúpidos e indolentes, cuya inferioridad
se demostraba –según el filósofo ginebrino– en que eran lampiños
y fácilmente dominables por hombres de pelo en pecho como los
conquistadores europeos.
Los “ilustrados” americanos reaccionaron prontamente contra esa
nueva “calumnia de América”, que se venía a sumar a la de los cronistas
de la conquista y sus historias sobre indios rabudos, antropófagos y
aliados del demonio. Nuestros “ilustrados” estaban convencidos de
que se trataba del mismo espíritu colonialista de siempre, pero ahora
disfrazado de teoría científica y razonamiento filosófico. La primera
reacción vino de los jesuitas americanos del extrañamiento, quienes
se empeñaron en el rescate y difusión del pasado histórico y cultural
de su patria americana y en el análisis de los recursos naturales del
nuevo continente. Así surgieron obras fundamentales para la cultura
hispanoamericana, tales como la “Historia antigua de México” de
Francisco Javier Clavijero; la “Historia del Reino de Quito, de Juan
de Velasco; “Instituciones teológicas e historia de la Compañía de
127
Jesús en Nueva España”, de Francisco Javier Alegre; “Los tres siglos
de México”, de Andrés Calvo; la “Rusticatio mexicana”, de Rafael
Landívar; el “Compendio de la historia geográfica, natural y civil del
Reino de Chile” y el “Ensayo sobre la historia natural de Chile”, de
Juan Ignacio Molina, etc. En todas estas obras no solo se exaltaba la
riqueza, variedad y fecundidad de la naturaleza americana, sino que
se iba más allá: se buscaba demostrar la sustantiva autonomía del
mundo americano frente a España. Eran, pues, un canto de amor a
su “Patria criolla”, pero también el punto de partida para el desarrollo
de un cabal pensamiento independentista, como el que formuló
poco después otro de esos jesuitas expulsos, el peruano Juan Pablo
Vizcardo y Guzmán, en su famosa “Carta a los españoles americanos”,
publicada en Londres por Francisco de Miranda con ocasión del tercer
centenario de la llegada de Colón al Nuevo Mundo.
Así, pues, amigos míos, es en el marco de esta contradicción
entre la Ilustración europea y la Ilustración americana que debemos
situar y leer estas crónicas recogidas y organizadas por Ximena
Romero, porque solo de este modo podremos entender a cabalidad
tanto los denuestos como las alabanzas de los cronistas a nuestra
realidad de entonces, incluidos los hábitos y costumbres de nuestros
tatarabuelos.
Quiero referirme, por último, a esa alerta que Eduardo Kingman
ha hecho sobre cierta tendencia que existe entre nosotros a componer
visiones nostágicas de la historia, viendo al pasado como algo inmóvil
y ajeno a los conflictos sociales, alerta que Ximena Romero revive en
este libro y refuerza significativamente con sus propios argumentos.
Hallo que es una preocupación plenamente justificada, puesto que en
los círculos del poder local y en los grupos conservadores del Ecuador
hay un marcado interés por utilizar ciertas disciplinas históricas, como
la genealogía y la crónica, para la justificación de su presencia y sus
acciones.
Me uno a esa alerta. Quien quiera darnos una versión tranquila
y bucólica de la historia, busca engañarnos, ocultando todo lo que
de crisis, agitación y lucha tuvo el pasado. Mostrar una historia
apacible es dar una visión egoísta de la vida y mezquina del mundo.
Porque si algo es la historia, en tanto que fenómeno social, es un
gran escenario de los combates entre los hombres, de las oposiciones
entre los grupos, de las luchas entre las clases. Consecuentemente,
si algo debe ser la historia en cuanto que ciencia es un esfuerzo de
comprensión de esas luchas, contradicciones y encontrados esfuerzos
humanos, en donde unos buscaban perpetuar o enriquecer el orden
existente y otros pretendían destruirlo, para crear un orden nuevo.
Empero, por lo mismo que el pasado estuvo cargado de
128
tradiciones (aunque también de promesas de futuro), de sistemas de
dominación (pero también de acciones de resistencia), la nostalgia y
evocación del ayer no son necesariamente reaccionarias. Además, no
debemos olvidar que su presencia obedece a unos códigos culturales
propios de nuestra cultura iberoamericana, cultura de viajeros
y emigrantes, construida en buena medida sobre la nostalgia y la
saudade, como lo testimonian las habaneras hispano–cubanas, los
fados portugueses o los pasillos y valses latinoamericanos.
Por lo demás, esa visión negativa del pasado y esa hostilidad a
la tradición provienen del espíritu antifeudal de la burguesía europea
del XVIII, como bien lo puntualiza Ximena en su estudio introductorio.
Sobre esa negación del pasado, agrego yo, se levantaría luego la
“idea del Progreso”, visto como promesa de un futuro mejor, idea que
el marxismo vulgar llevaría a su más extrema formulación, llegando
a sostener que todo pasado era reaccionario y todo futuro luminoso,
y a afirmar que la historia era lineal y que avanzaba siempre,
irreversiblemente hacia adelante.
Recuerdo a este propósito una anécdota de la revolución rusa
relatada por John Reed: en los primeros días de la transformación,
Trotsky se encontró con que un grupo de jóvenes guardias rojos,
apasionados e ignorantes, había amontonado en la calle un gran número
de obras de arte y pretendía hacer con ellas una pira, seguramente
para reducir a cenizas el pasado. El profeta armado se les enfrentó
entonces con las armas de la palabra y logró hacerlos desistir de su
intento, explicándoles que la revolución no era la negación total del
pasado sino el mejor producto de éste y que una de sus tareas era la
de proteger el patrimonio cultural de cada nación.
Hoy está claro que ni todo pasado es reaccionario ni todo futuro
es progresista. Evocar en el Ecuador de estos días a la Revolución
Juliana no es apegarse neciamente al ayer, sino buscar las raíces de
la dignidad nacional frente a un presente de oprobio. Por el contrario,
loar a la globalización no es un ejercicio de progreso y modernidad,
sino una preparación de los espíritus para que acepten mansamente el
advenimiento de esa nueva Edad Media que se perfila en el horizonte,
con un supra poder organizando el mundo para su exclusivo beneficio,
el egoísmo individual impuesto como única razón económica, la
mentira mediática impuesta como verdad universal y la banalización
del gusto instaurada como una estética de masas. Frente a un futuro
tal, me declaro conservador y amante de mis tradiciones: quiero
seguir siendo ecuatoriano y latinoamericano, quiero seguir comiendo
locro y sancocho, quiero seguir oyendo pasillos y bailando pasacalles,
quiero seguir bebiendo ron y también pretendo seguir hablando
regularmente en español, por más que una mezcla de perversidad
129
económica y estupidez humana hayan determinado que el símbolo monetario de
nuestro país ya no sea el sucre sino el dólar.
Y aquí concluyo esta presentación, porque ya han visto ustedes, amigas y
amigos, lo peligrosas que pueden ser las reflexiones a que nos conduce Ximena
Romero, con su bella recopilación de crónicas sobre un pasado cargado de
futuro.
(Presentación del libro ““Quito en los ojos de los viajeros”, de Ximena Romero,
publicado por Ediciones Abya Yala. Quito, 3 de marzo de 2000.)
130
18
NUESTRA LENGUA
UNIVERSAL
131
La visita que acaba de realizar a nuestro país el Director de
la Real Academia Española de la Lengua, don Víctor García de la
Concha, nos sirve de pretexto para hablar de nuestra lengua universal,
esa que la mayoría de ecuatorianos y latinoamericanos tenemos por
lengua materna, pero que también sirve de lengua franca para que
otros pueblos americanos, como los indígenas, se entiendan entre
elos y con los demás.
El idioma castellano se extiende hoy por todo el planeta; es la
segunda lengua más importante del mundo y la tercera más hablada,
con 400 millones de hablantes nativos. El castellano, tal como hoy
lo conocemos es fruto de un proceso de decantación de más de un
milenio, a lo largo del cual las diversas lenguas de los habitantes de la
Península Ibérica se fueron modificando por influencia de los invasores
romanos, godos y árabes. Hacia el final del siglo XV, con la unión de
los reinos de Castilla y Aragón, que extendieron su dominio sobre la
mayor parte de la península, la lengua de Castilla -el castellano- se
fue imponiendo sobre otros idiomas y dialectos y cruzó el Atlántico a
lomos de los descubridores, conquistadores y misioneros.
El origen. Como dice Menéndez Pidal “la base del idioma es el
latín vulgar, propagado en España desde fines del siglo III a.C., que
se impuso a las antiguas lenguas ibéricas”.
Existieron dos clases
de latín: el culto y el vulgar. El primero era usado por los escritores y
gente preparada; el vulgar era hablado por el pueblo de Roma. Este
fue el que se impuso en todas las colonias. Dicho latín presentaba
diversas modalidades según la época de conquista del territorio, la
procedencia de distintas regiones de la península itálica, la cercanía o
lajanía de comunicación con la metrópoli, etc. De este modo, en cada
territorio conquistado la lengua impuesta adquirió diversos matices
de expresión.
Con el devenir del tiempo, la evolución del latín vulgar, al lado
de la conformación de las naciones, vino a dar lo que hoy llamamos
lenguas romances, románicas o neolatinas: español, francés, italiano,
provenzal, catalán, gallego-portugués, retrorrománico, rumano
y sardo. En la actualidad el latín convertido en lenguas romances,
sobrevive con diversas modalidades en España, Francia, Portugal,
Italia, Bélgica, Suiza, Rumanía, Hispanoamérica, sur de Estados
Unidos, Filipinas y en otros muchos lugares del orbe, a donde fue
llevado por los conquistadores españoles, portugueses y franceses,
así como por los judíos sefardíes que fueron arrojados de España y
que nos trajeron su lengua, el ladino. Precisamente son herencia del
ladino ciertas expresiones de uso común en las zonas campesinas
de la sierra ecuatoriana: acorado por intranquilo, acedo por agrio,
ansina por así, agüela por abuela, árguenas por alforjas, apiorar
132
por empeorar, bermejo por rubio, calichar por agujerear, catichir por
remendar, colcha por cobija, cuesco por golpe, dentrar por entrar,
emprestar por prestar, empelotarse por desnudarse, escurecer por
oscurecer, mandar por enviar, enjaguar por enjuagar, pichir por orinar,
pieses por pies, zarco por ojiazul, etc.
Y ahora vamos a escuchar una canción castellana del siglo
XIII, que fue conservada por los judíos sefarditas expulsados de
España y que ha sido grabada por el cantor judío Joaquín Díaz: “Las
tres hermanicas”.
Otro elemento conformador del léxico en el español es el
griego, puesto que en las costas mediterráneas hubo una importante
colonización griega desde el siglo VII a.C.; como, por otro lado, esta
lengua también influyó en el latín, voces helénicas han entrado en el
español en diferentes momentos históricos. Por ejemplo, los términos
filosofía, poesía, matemática, huérfano, escuela, cuerda, gobernar,
golpar (origen del verbo golpear), púrpura, etc. Desde entonces,
siempre que se ha necesitado producir términos nuevos en español
se ha empleado el inventario de las raíces griegas para crear palabras,
como, por ejemplo, telemática, de reciente creación, o helicóptero.
Entre los siglos III y VI entraron los germanismos y su grueso
lo hizo a través del latín por su contacto con los pueblos bárbaros
muy romanizados entre los siglos III y V. Forman parte de este cuerpo
léxico guerra, heraldo, robar, ganar, guiar, guisa, guarecer y burgo,
que significaba ‘castillo’ y después pasó a ser sinónimo de ‘ciudad’, tan
presente en los topónimos europeos como en las tierras de Castilla,
lo que explica Edimburgo, Estrasburgo y Rotemburgo junto a Burgos,
Burguillo, Burguete, o burgués y burguesía, términos que entraron en
la lengua tardíamente. Hay además numerosos patronímicos y sus
apellidos correspondientes de origen germánico: Ramiro, Ramírez,
Rosendo, Gonzalo, Bermudo, Elvira, Alfonso. Y también nombres
como Favila, Froilán, Fernán (Hernán), e incluso sacristán.
La lengua árabe fue decisiva en la configuración de las lenguas
de España, y el español es una de ellas, pues en la península se asienta
durante ocho siglos la dominación de este pueblo. Durante tan larga
estancia hubo muchos momentos de convivencia y entendimiento.
Los cristianos comprendieron muy pronto que los conquistadores no
sólo eran superiores desde el punto de vista militar, sino también en
cultura y refinamiento. De su organización social y política se aceptaron la función y
la denominación de atalayas, alcaldes, rondas, alguaciles, almonedas,
133
almacenes. Aprendieron a contar y medir con ceros, quilates, quintales,
fanegas y arrobas; aprendieron de sus alfayates (hoy sastres),
alfareros, albañiles que construían zaguanes, alcantarillas o azoteas y
cultivaron albaricoques, acelgas o algarrobas que cuidaban y regaban
por medio de acequias, aljibes, albuferas, norias y azadones. Y nos
dejaron palabras como alfajía o alfanjía, alhelí, alucema, alimento,
alfeñique, alfandoque.
El español en América. Cuando Colón llegó a América en
1492, el idioma español ya se encontraba consolidado en la Península,
puesto que durante los siglosXIV y XV se produjeron hechos históricos
e idiomáticos que contribuyeron a que el dialecto castellano fraguara
de manera más sólida y rápida que los otros dialectos románicos que
se hablaban en España, como el aragonés o el leonés. Además se
dio la normalización ortográfica con la aparición de la Gramática de
Antonio de Nebrija, un judío sefardí.
El castellano llegó al continente americano a través de los
sucesivos viajes de Colón y, luego, con las oleadas de colonizadores que
buscaban en América nuevas oportunidades. En su mayor parte eran
andaluces, que se asentaron sobre todo en la zona caribeña y antillana
en los primeros años de la conquista, habría otorgado características
especiales al español americano: el llamado andalucismo de América,
que se manifiesta, especialmente en el aspecto fonético.
En el plano fónico, por ejemplo, pérdida de la d entre vocales
(aburrío por aburrido) y al final de palabra (usté por usted, y virtú
por virtud), confusión entre l y r (mardito por maldito) o aspiración
de la s final de sílaba (pahtoh por pastos) o la pronunciación aspirada
de la g y j, especialmente en las Antillas, América Central, Colombia,
Venezuela, Panamá o Nuevo México, hasta Ecuador y la costa norte
de Perú (naranha por naranja, coher por coger). Y llegados a este punto, ¿qué tal si escuchamos algo del habla
que traían esos inmigrantes andaluces? Por ejemplo, esta canción del
maestro Quiroga, cantada por Juanita Reina.
En el Nuevo Mundo se inició otro proceso de afianzamiento
de esta lengua, llamado hispanización. La América prehispánica se
presentaba como un conglomerado de pueblos y lenguas diferentes
que se articuló políticamente como parte del imperio español y bajo
el alero de una lengua común. La diversidad idiomática americana era tal, que algunos autores
estiman que este continente es el más fragmentado lingüísticamente,
con alrededor de 123 familias de lenguas, muchas de las cuales
poseen, a su vez, decenas o incluso cientos de lenguas y dialectos.
Sin embargo, algunas de las lenguas indígenas importantes -por su
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número de hablantes o por su aporte al español- son el náhuatl, el
taíno, el maya, el quechua, el aimara, el guaraní y el mapuche, por
citar algunas.
En su intento por comunicarse con los indígenas, esos
inmigrantes españoles recurrieron al uso de gestos y luego a intérpretes
europeos o a indígenas cautivos para tal efecto, que permitiesen
la intercomprensión de culturas tan disímiles entre si. Además, en
varios casos, los conquistadores y misioneros fomentaron el uso de
las llamadas lenguas generales, es decir, lenguas que, por su alto
número de hablantes y por su aceptación como forma común de
comunicación, eran utilizadas por diferentes pueblos de una región e
inclusive para el comercio inter regional, como sucedió con el náhuatl,
en México, o el quechua, en la zona andina.
Zonas lingüísticas americanas El sistema educacional fue,
quizás, uno de los factores determinantes en el establecimiento de
diferencias lingüísticas en la América colonial, pues ya en 1538 la
ciudad de Santo Domingo tuvo universidad, mientras que la Universidad
de Córdoba (Argentina) fue creada recién en 1613. Finalmente, otra
de las causas de la diferenciación dialectal se refiere a la época de
colonización, ya que la ciudad más antigua, Santo Domingo, fue
fundada casi en el momento de la llegada de Colón a América, mientras
que Montevideo se fundó en 1722. Algunos autores coinciden en distinguir las siguientes zonas
lingüísticas en Hispanoamérica: 1) México y sur de los Estados Unidos,
2) Caribe, 3) Zona andina, 4) Zona rioplatense y 5) Zona chilena.
Otros han llegado a postular hasta dieciséis zonas.
Para observar la particularidad de la zona lingüística
rioplatense, ahora vamos a escuchar un tango argentino de Cadícamo
y Visca, cantado por Adriana Varela en lunfardo, esa vieja habla de los
bajos fondos bonaerenses.
Las diferencias abarcan aspectos léxicos y también fonéticos.
Por ejemplo, diferente realización del fonema S, que es aspirado en
el área del Caribe, es pronunciado a la española en el interior de
Colombia o es ciceado -pronunciado como z- en la sierra ecuatoriana,
en algunos puntos de Colombia y Puerto Rico y, sobre todo, en El
Salvador, Honduras, Nicaragua y costas de Venezuela.
O la confusión de la Y con la LL (como ocurre en el Caribe, en
la costa ecuatoriana y en el Río de la Plata).
O la palatalización de la J en Chile (mujer suena mujier), letra
que es más grave en el área andina y se pronuncia apenas aspirada
en Colombia, la República Dominicana y el área del Caribe.
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Y a propósito del habla del Caribe, hora vamos a escucharla en una
canción de esa zona lingüística : “Son al son”, en la voz de la cantante cubana
Elena Burke.
La influencia de las lenguas indígenas americanas.
Esta brevísima memoria del idioma castellano no estaría completa si no
recordásemos el choque cultural producido con la conquista, como resultado del
cual la lengua española y las lenguas indígenas iniciaron un activo intercambio
de palabras, conceptos y símbolos.
Así ingresaron al idioma castellano palabras procedentes del náhuatl,
tales como: chocolate (chocoátl), cacahuate (cacahuátl), aguacate (aguacátl),
achiote (achíotl); palabras caribes como bejuco (liana) o barbacoa (fogón o
brasa); y palabras quechuas como: cacho (cuerno, chiste o pedazo de algo),
canguil (maíz de reventar), capacho (bolsa de cuero o caucho), carishina
(marimacho), conchabar (ganar el apoyo o la complicidad de alguien), cucayo
(fiambre), chamba (ocupación, trabajo), chamiza (paja para quemar), chapar
(vigilar, espiar), chuma (embriaguez), chuchaqui (resaca alcohólica), churos
(caracoles, rizos), ñarra (pequeño o insignificante), ñeco (golpe de puño), pupo
(ombligo), soroche (mal de altura) y muchísimas más.
Por fin, debe tenerse en cuenta la influencia de las lenguas modernas,
especialmente de la inglesa y la francesa, ya que muchos términos de ellas se
han incorporado al castellano americano, mas no así al peninsular: noquear por
‘golpear hasta sacar del combate al contendor’, rentar por ‘alquilar’ o chequear
o checar por ‘revisar’.
De ahí que el idioma castellano que hoy se habla en el mundo no sea
sólo de propiedad española sino que podamos reivindicarlo como propio los
habitantes de Hispanoamérica, de Filipinas, de Guinea Ecuatorial, del Sahara
Occidental y de gran parte de los Estados Unidos, donde inclusive ha nacido ya
otra lengua, hija del español y el inglés: el spanglish, que viene a sumarse a otro
hijo putativo del castellano, nacido tiempo atrás en la enorme frontera entre
Hispanoamérica y el Brasil: el portuñol.
Como podemos ver, amigos y amigas, nuestra lengua sigue viva y crece
su influencia en el mundo. Lo que es más importante: usando nuestra lengua
común, los hispanohablantes buscamos comunicarnos de muchas maneras. Por
ejemplo, por medio de una rica literatura que leemos en ambos mundos, o de
canciones que van y vienen entre uno y otro lado del Atlántico, como ésta hecha
con letra del poeta cubano Nicolás Guillén y música del compositor español Sergio
Aschero, cantada por la española Ana Belén: “Un marino americano”.
(Programa “Patria adentro”, de Radio La Luna, del 31 de marzo de 2000)
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EL COMPOSITOR
EVARISTO GARCÍA GARCÍA
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Este afamado músico y compositor bolivarense nació en
Chimbo, el 10 de noviembre de 1903 y falleció en Quito, el 1º marzo
de 2000. Estudió en el Conservatorio Nacional de Música, siendo
rector el notable compositor Sixto María Durán. Luego fue maestro de
capilla la capital de la Provincia de Bolívar, Guaranda, y en la cercana
parroquia de Guanujo, durante toda su vida. También fue director de
bandas en las parroquias de San Lorenzo, La Asunción y Guanujo, así
como profesor de música, por más de 25 años, en el Colegio Nacional
Pedro Carbo y en las escuelas fiscales de Guaranda. Fundó, junto
con el rector Alfredo León, el Normal Rural “Angel Polibio Chávez” de
San Miguel de Bolívar, siendo autor de la letra y música de su himno
institucional. Igualmente fue autor del Himno de Guaranda, cuya letra
pertenece a la afamada poeta doña Elisa C. Mariño de Carvajal, y del
Himno del Chofer Bolivarense, con letra de Roberto Alfredo Arregui.
En una noche de bohemia guarandeña, compuso junto con el
poeta Luis H. Falconí el pasillo “Azules Lejanías”, grabado luego en las
voces de las hermanas Mendoza Suasti, del dúo Benítez y Valencia y
de los hermanos Villamar. De igual manera, escribió en Guanujo la
letra del pasillo “Las tres Marías”, con motivo de haber escuchado al
coronel Jorge Real la música de esa composición, aunque sin conocer
al compositor de ella, Alejandro Plaza; unos cincuenta años después,
en 1982, García y Plaza se pusieron de acuerdo para defender sus
derechos autorales, afectados por audaces mercaderes.
Evaristo García casó en Guanujo con doña María Arcelia
López y ahí fundó familia e hizo su vida creativa de compositor y
maestro. Tras jubilarse, en 1964, se radicó en Quito, ciudad a la
amó entrañablemente y a la que dedicó sus hermosos pasacalles
“Carita de Dios” y “Plaza Grande”, popularizados por el dueto de las
hermanas Mendoza Suasti. Aquí compuso también el pasillo “El pollo
Ortiz”, en homenaje al primer compositor nacionalista ecuatoriano,
obra que fue grabada por la empresa Sonolux, con la orquesta del
Conservatorio Nacional de Música y con arreglos del maestro Gerardo
Guevara. El dueto de los hermanos Miño Naranjo grabó su pasillo
“A ella”, que lleva letra del poeta sanmigueleño Flavio C. Mora. Por
su parte, doña Carlota Jaramillo grabó dos hermosos pasillos de
García, titulados “Mirándome en tus ojos” y “Que hable el corazón”,
para un disco hecho por la I. Municipalidad de Quito con motivo del
Sesquicentenario de la Independencia. Y Julio Jaramillo grabó, a su
vez, su pasillo “Despertar llorando”.
Hombre de espíritu romántico y gran creatividad artística,
compuso alrededor de 600 pasillos, 100 sanjuanitos (“Siempre
quiero verte”, “Los arrieros”, “Mi cholita”, “Mi huasipungo”, “Torturas”,
“Ámame siempre”, “Se va la banda”), 40 yaravíes (“Por la serranía”,
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“A mi madre”, “Distancia”, “Mi palomita”), 45 pasacalles (“Carita de
dios”, “Guarandeñita”, “Plaza Grande”), así como un buen número de
valses (“Ave sin nido”, “El romancero quiteño”, “Dulce amor”), albazos
(“Amor con amor”, “El ají”), pasodobles, marchas militares, marchas
fúnebres, cachullapis, capishcas y aires típicos.
En 1994 ganó el concurso nacional para componer el Himno
de Petroecuador. Fue también autor del Himno de los colegios Diez
de Agosto y Rafael Larrea Andrade, de Quito, así como del Centro
Educativo “Roberto Arregui Moscoso”, cuya letra pertenece al poeta
Napoleón Arregui Chauvín.
Cuando falleció este prestigioso compositor, sus canciones se
hallaban en su mayoría inéditas.
(Texto leído en el homenaje a Evaristo García y García, efectuado en
el programa “País secreto”, de Radio La Luna, el 21 de abril de 2000.)
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TRES NOTABLES
BOLIVARENSES
Grave circunstancia esta a la que hoy me enfrento, por la
responsabilidad que implica la exaltación adecuada de los méritos de
tres personalidades de la cultura nacional, a los que el Ministerio de
Educación y Cultura ha resuelto otorgar su máximo galardón, cual es
la “Condecoración Nacional al Mérito Cultural” de Primera Clase.
El clasicismo exige que un discurso comience por el exordio y
yo intentaré hacerlo hablando de los vínculos entre los hombres y la
tierra, entre las gentes y su país de origen, entre la psiquis humana y
el paisaje natural que la moldeó con sus atractivos y exigencias.
Hay un elemento de identidad entre los tres personajes
condecorados esta noche y es que todos ellos son bolivarenses,
es decir, que nacieron en esa pequeña y curiosa provincia que no
está dentro del callejón interandino ni tampoco en la llanura litoral,
pues que su territorio se extiende desde las faldas del majestuoso
Chimborazo hasta los pequeños y fértiles valles subtropicales del
yunga. Hablo de nuestra querida y entrañable Provincia de Bolívar,
que ocupa el territorio del antiguo Corregimiento colonial de Chimbo,
que fuera eslabón fundamental en la vinculación e integración del país
quiteño, uniendo a Quito con su puerto de Guayaquil, y que más tarde
formara parte, sucesivamente, de las provincias del Chimborazo y de
Los Ríos.
Antes he dicho de ella que se trata de una curiosa provincia.
Pero el adjetivo empleado se refiere no sólo a su particular ubicación
geográfica, que la convierte en una suerte de gigante balcón natural,
desde el cual el Ecuador andino mira la limpia belleza del Ecuador
litoral y admira los espejos de agua de sus arrozales y los arreboles
de fuego de sus atardeceres. También la hallo curiosa por su historia,
de la que quiero destacar una circunstancia: en las últimas décadas
del siglo pasado, cuando la región bolivarense formaba parte de la
Provincia de Los Ríos, prácticamente cada provincia del país tenía un
gran colegio nacional destinado a la educación de la juventud; pues
bien, el colegio nacional de la Provincia de Los Ríos no se hallaba en
Babahoyo, sino en Guaranda y era el Colegio de San Pedro, luego
Colegio Nacional Pedro Carbo. Ese instituto fue la fragua en que se
fundieron y moldearon los mejores valores espirituales de nuestra
tierra y no debe extrañarnos, pues, que de ese colegio haya nacido
la voluntad de autonomía bolivarense, ejercitada finalmente por dos
preclaros e inteligentes varones de esa tierra de altas montañas y
límpidos amaneceres: el coronel y doctor Angel Polibio Chávez y el
doctor Gabriel Ignacio Veintimilla, conservador el uno y liberal el
otro.
Mientras hago este exordio, alguien podría preguntarse: ¿Y qué
tienen que ver la geografía o la historia bolivarenses con este acto
141
de condecoración? Por acaso tal cosa esté ocurriendo, me apresuro
a contestar que tienen que ver y mucho. Primero, ya lo he dicho,
porque el ser humano es –como las flores y como los árboles, como
las aves y como las fieras– un producto original de su naturaleza, es
decir, de su geografía. Segundo, porque el Hombre es fruto de una
cultura colectiva y de una identidad regional construidas a lo largo del
tiempo, lo que equivale a decir que también es hijo de su historia. Y
tercero, porque hoy se da la especial casualidad de que uno de los
homenajeados, el eminente jurista y escritor Efraín Torres Chávez, es
nieto del ilustre fundador de nuestra provincia y ejemplifica, con su
acción vital, esa continuidad creativa de las generaciones humanas
que acostumbramos llamar, indistintamente, historia o cultura.
Gran señor de la cultura ecuatoriana es nuestro querido maestro,
nuestro querido amigo, nuestro querido hermano Efraín Torres
Chávez. Estudiante destacado desde las aulas secundarias, se tituló
como doctor en Jurisprudencia en la Universidad Central del Ecuador
y orientó su vida profesional al Derecho Penal. Pero Efraín trascendió
tempranamente el campo estricto del ejercicio de la abogacía para
adentrarse en el de los estudios criminalísticos, en cuyo horizonte
cultural se unen la ciencia jurídica con la filosofía, la psicología, la
sociología, la antropología, la lingüística y las ciencias humanas, en
general. Desde entonces, ¡con cuanta fecundidad y elegancia ha
transitado Efraín por esas rutas intelectuales! Escribió sus famosos
“Comentarios al Código Penal del Ecuador”, obra que le mereció
Primer Premio y medalla de oro de parte de la Universidad Central del
Ecuador. Iguales premios mereció luego su obra “Filosofía y Derecho
Penal”, después de la cual verían la luz, generados por la pluma de
Efraín, otros 24 libros de Derecho Penal, a cual más interesante que
otro.
Quiero destacar de estas obras de su creación las tituladas: “El
derecho de no nacer” y “El crimen del silencio”. Ellas fueron la respuesta
filosófica y sociológica que nuestro autor dio al archifamoso folletín
del cubano Félix B. Caignet titulado “El derecho de nacer”, que se
difundiera por América Latina desde los años cincuentas, primero por
radioteatro y luego por televisión. Pues bien, la obra de Efraín Torres
Chávez alcanzó también una notable difusión continental y puso en
el debate social el sensitivo problema del aborto y las circunstancias
sociales que lo rodean. No es casual, pues, que “El crimen del silencio”
haya sido radioteatralizada y llevada al cine y la televisión, que sobre
ella se hayan organizado debates en universidades de América Latina
y que con esta obra se hayan conmemorado los cincuenta años de
inauguración del Teatro Nacional de Panamá, función a la cual fue
invitado especialmente nuestro autor por el entonces Presidente de
142
Panamá, general José Manuel Pinilla.
Con estos antecedentes intelectuales, se explica a plenitud
que Efraín Torres Chávez haya sido Vicepresidente de la Academia
Interamericana de Criminología; Ministro de la Corte Suprema de
Justicia y Presidente de una de sus salas; Miembro Honorario del
Colegio de Abogados Penalistas de Colombia; Miembro fundador de
la Casa de la Cultura Ecuatoriana, por invitación de Benjamín Carrión;
Profesor Principal de la Universidad Central del Ecuador; Miembro
de Número de la Academia de Abogados de Quito y Director de su
Revista Forense, y Miembro de la Comisión de las Naciones Unidas
para la redacción del Proyecto del Nuevo Código Penal tipo, entre
otras altas funciones académicas y profesionales.
Paso ahora a hablar de la prestigiosa escritora Teresa León de
Noboa, galardonada también en esta noche por el Gobierno Nacional.
Mujer de altos quilates intelectuales, ha cultivado como vocación
pública la nobilísima de maestra y como vocación íntima la no menos
nobilísima de poeta. Digo “poeta” y no “poetisa”, porque adrede
quiero marcar la diferencia sustantiva que existe entre quienes se
entregan con talento y esfuerzo, con inspiración y transpiración, al
cultivo de la poesía como un ejercicio vital, y aquellos que ejercitan
la versificación como deporte juvenil temprano o tardío, esto es, los
poetastros, los poetitas y las poetisas. Pues, bien: Teresa León es
una poeta en toda la regla, alguien que vive la poesía como un diario
ejercicio de creación, como un irrefrenable impulso de revelación
espiritual. Pero hallo que su obra poética tiene un mérito adicional, que
personalmente me cautiva: en sus libros no hay solo bellas palabras,
imágenes armoniosas, metáforas gratas al oído; hay eso y mucho
más: hay palabras trascendentes e ideas profundas, de esas que los
espíritus exquisitos van recogiendo al contacto con la vida o que las
almas vigorosas sacan a luz en respuesta a los retos del destino, a las
angustias del ser, a los equívocos de la sociedad o a las ofensas que se
infringen a la dignidad humana. Digamos, en fin, que su voz poética
ha ido evolucionando desde la ternura y alegría de sus “Cuadernos de
la Edad Feliz”, hasta la grave y estremecida lírica de sus “Rostros de la
Sombra”, en donde la poeta inquiere:
“Conozco ese dolor,
¿de qué está hecho?
¿de qué refinamiento
se entretejió su urdimbre?”
o confiesa, en íntimo soliloquio:
143
“...Voy, ya de todo ajena,
ingrávida y sin nombre,
sin edad y sin forma,
aquí en esta burbuja
dorada que me esconde,
donde mi propia sombra
fugitiva no llega...”
para concluir en un reencuentro con su identidad social e
histórica:
“... Después de ti vendrán
los de la nueva edad
y tu huella será un camino:
de ti arranca ese punto de partida”.
Justo, justísimo que el Gobierno Nacional haya decidido condecorar
a una mujer que ha cultivado la poesía en tan altos territorios líricos
y que, además, otrora sirviera a la Nación en calidad de Directora
Nacional de Cultura, y a la Comunidad Andina, a través de la
Coordinación del Programa Internacional Expedición Andina, siempre
con la misma generosa disposición con que ha servido a su pueblo,
durante largas décadas, desde las aulas educativas y últimamente
desde la Presidencia de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo de
Bolívar.
Quiero hablar, por fin, de la personalidad cultural de Ramón
Torres Pazmiño, otro coterráneo ilustre, al que me unen los generosos
hilos de la amistad, las luces siempre vivas de la razón y unos muy
estrechos lazos de fraternidad.
Hombre de talentos múltiples, Ramón es una suerte de personaje
de la Ilustración, en el que se aúnan el interés por la teoría y el ejercicio
de la práctica, la vocación por la cultura y el espíritu de empresa.
Periodista y político de los buenos, legislador, miembro del Tribunal
de Garantías Constitucionales, diputado constituyente, Gerente de la
Empresa Eléctrica Bolívar –que antes de que existiera el INECEL y
los apetitos privatizadores, montó centrales hidroeléctricas y regó luz
por los pueblos de esa provincia–, Presidente del Comité Técnico de
Capacitación para los organismos de Fiscalización Bancaria de América
Latina, autor de obras de teatro premiadas, poeta y estudioso de la
poesía, todo eso y bastante más ha sido nuestro admirado amigo
Ramón.
144
Mas, ante todo y por sobre todo, ha sido y es un Maestro. Maestro
en lo profesional y en lo simbólico, profesor de alumnos y maestro
de vida, cuyas lecciones están siempre orientadas hacia la luz de
la razón e inspiradas en el trivium filosófico de Libertad, Igualdad y
Fraternidad.
Adrede he dejado para el último el comentar su obra intelectual,
hecha de textos educativos, instructivos de capacitación profesional,
ensayos políticos y culturales, y reflexiones filosóficas. De esa gama
de producciones quiero esta tarde destacar una que nos vincula a
todos con los lazos profundos del espíritu: me refiero a su libro “Voz
Poética de la Tierra”, antología poética de la Provincia de Bolívar, que
viera la luz allá por 1987, en la Editorial Universitaria. Si recopilar la
poesía bolivarense era ya una tarea de significación, en razón de las
dificultades existentes para ello, seleccionar con galanura los mejores
textos de los autores bolivarenses fue un logro notable, atribuible del
todo a la sensibilidad del antologador y su profundo conocimiento de
la lírica bolivarense.
Pero de entonces acá, querido Ramón, han pasado muchos
años y esa antología necesita ser completada por otra, que recoja la
producción de esta última década. De ahí que, con el mayor respeto,
quiero comprometerte ante este selecto auditorio a volver los ojos a
la última poesía de nuestra matria bolivarense, para que el país entero
pueda conocerla y degustarla.
Va llegando a su fin este discurso deshilvanado. Y sólo me queda
destacar la sensibilidad del Ministerio de Educación y Cultura, y en
particular de los señores Subsecretario de Cultura, Dr. Bruno Sáenz
Andrade, y Coordinador de la Subsecretaría de Cultura, Dr. Alejandro
Sigüenza Guzmán, al haber acogido el planteamiento que varias
entidades culturales del país hiciéramos solicitando la condecoración
de estos tres dignos, respetables, ejemplares ecuatorianos.
(Discurso en el acto de imposición de la Condecoración Nacional “Al
Mérito Cultural” a Efraín Torres Chávez, Teresa León de Noboa y Ramón
Torres Pazmiño, efectuado en Quito, en el Aula “Benjamín Carrión” de la
CCE, el 25 de julio de 2003.)
145
21
LA CONSTRUCCIÓN
DE LA IDENTIDAD NACIONAL
146
Durante los últimos años, ha renacido el interés por las formas
de identidad social, en general, y por la etnicidad y los nacionalismos,
en particular. Eso nos motiva a reflexionar sobre nuestra identidad
nacional. Y para hablar de ella debemos comenzar por referirnos a los
elementos que han confluido o han sido utilizados en la construcción
de la identidad ecuatoriana: procesos sociales, órdenes jurídicos e
imaginarios culturales.
Es indispensable comprender que hay una indivisible relación
entre una identidad nacional y otras identidades equivalentes,
lo cual nos lleva al dilema sartreano de la relación entre el “yo” y
el “otro”. Decía el filósofo francés: “el otro es el yo que no soy yo,
pero es indispensable a mi existencia, como lo es, por otra parte,
al conocimiento que yo tengo de mí”. Así, pues, en el campo de las
representaciones nacionales no es posible que exista un yo absoluto y
sin referentes, como el que concebía Fichte, sino que siempre existe
un yo relativo a un otro, o más exactamente una “yo–con–el–otro”,
que muchas veces es un “yo–contra–el–otro”.
Cabe precisar también que no hay identidades nacionales
innatas o pre–existentes, puesto que todas ellas son un producto de
la historia, es decir, el resultado de un más o menos largo proceso de
elaboración social. Obviamente, esto nos lleva a preguntarnos ¿cómo
se elabora o construye una identidad nacional?
Según lo demostrado por la historia, en el imaginario nacional
de todos los pueblos coexisten elementos positivos y negativos, de
afirmación del yo y negación del otro, de supra–valoración de lo propio
e infra–valoración de lo ajeno. Así se explica que la antigua imagen
nacional alemana se haya construido venerando al trabajo, rindiendo
culto al orden, amando las artes .... y odiando a los franceses,
despreciando a los polacos, detestando a los judíos. O que el actual
imaginario nacional israelita encuentre abominables las perversidades
nazis contra los judíos, pero al mismo tiempo justifique fácilmente sus
propias crueldades contra los palestinos.
Pero la historia es un escenario en constante cambio. Cambian
las circunstancias internas y externas, se renuevan los personajes y
los estilos de la política, nuevas ideas sustituyen a otras en la moda,
se transforman los escenarios históricos por acción del hombre y los
escenarios geográficos por acción de la sociedad y la naturaleza.
Como resultado inevitable de ello, las identidades nacionales poseen
un elemento de contingencia y de elaboración narrativa que, sin
embargo, debe ser estudiado en los distintos contextos históricos
que les proporcionaron sus significados sociales y políticos: los
mitos políticos fundacionales y de origen; los lenguajes políticos; la
escenificación del tiempo nacional; las metáforas, símbolos y rituales
147
cívicos establecidos; las políticas historiográficas y filológicas, etc.
¿Con qué elementos se elabora una identidad nacional? Creemos
que, precisamente por tratarse de una elaboración ideológica, ella
está conformada por una compleja mezcla de elementos objetivos
y subjetivos, reales e imaginarios, históricos y mitológicos, que el
grupo social percibe como un conjunto de símbolos y que las élites
dirigentes buscan proyectar como un designio. Un elemento clave
son los lenguajes políticos: independencia, república, ciudadanía,
soberanía popular, derechos humanos, democracia participativa, etc.
Otro elemento fundamental es el orden jurídico creado por el Estado:
instituciones, ciudadanos y territorios.
También debemos considerar las políticas culturales de la
construcción nacional: los fundadores de toda nueva nación, y sobre
todo los integrantes de la generación posterior a la independencia,
tienen invariablemente que plantearse la cuestión de la “identidad
colectiva” y crear mecanismos para impulsarla y difundirla. Este es un
rasgo sociológico de la modernidad
Para lograrlo, un elemento de significación son los relatos de la
nacionalidad: políticas historiográficas y filológicas en la construcción
oficial del pasado, es decir, lo que tiene que ver con las historiografías
oficiales, la consagración de los mitos sobre los orígenes nacionales,
la determinación de los programas escolares, las políticas de
alfabetización y homologación lingüística, etc.
Otro elemento de importancia es la iconografía nacional: los
principales símbolos y figuras (íconos) empleados para representar,
movilizar políticamente y hacer imaginables las identidades nacionales,
desde las primeras alegorías republicanas hasta los modernos
emblemas nacionales, pasando por las imágenes empleadas en
la didáctica política, la estatuaria pública, las políticas culturales,
numismáticas, museísticas, etc.
Otro elemento clave es la descripción de la geografía nacional,
percibida paralelamente tanto como “espacio natural” o hábitat en
el que se desarrolla la vida colectiva de la nación, cuanto como
“territorio”, o sea, como espacio de jurisdicción y ocupación soberana
del Estado, que se busca delimitar con relación a los espacios de otros
Estados próximos. De ahí que, a la par que se busca fijar una historia
oficial, se inicia la construcción de una cartografía oficial y se ponen
en marcha unos programas de estudio de la geografía.
Pero el elemento articulador de todos los demás que conforman
una imagen nacional es el poder del Estado, institución que posee la
representación legal e histórica de una nación (y, en ocasiones, de
varias naciones coaligadas o asociadas) y que utiliza su autoridad y
poder para actuar sobre la historia y la historiografía, para definir y
148
organizar administrativamente el espacio geográfico y sus diversos
elementos –entre ellos, la población– y, en suma, para construir,
retocar o reformar sustantivamente una imagen nacional, tanto para
la mirada propia como para la mirada ajena.
A la luz de estos conceptos, hallamos que el Ecuador atraviesa
por una muy particular circunstancia histórica. Nacido a la vida
independiente como una república blanco-criolla, organizada y dirigida
por los herederos étnicos del sistema colonial, ha vivido un largo
proceso de miscigenación que ha terminado por convertirlo en un país
mayoritariamente mestizo, en el cual se hallan presentes importantes
grupos étnicos indígenas y negros. Dicho de otro modo, la república
blanco–criolla del siglo XIX ha sido reemplazada históricamente por un
país multicultural y pluriétnico, al que le quedan estrechos los signos
de identidad utilizados en el pasado.
Esa transformación, marcada por la sucesiva emergencia histórica
del mestizaje, la indianidad y la negritud, nos ha llevado a la actual
circunstancia, en la que los pueblos indios y negros reclaman un papel
protagónico en la vida pública y exigen una redefinición del carácter
mismo del Estado. La población mestiza, por su parte, ha tomado
progresivamente el carácter de base social de la nación ecuatoriana,
asumiendo todas las responsabilidades propias de tal condición,
incluida la de la defensa nacional.
Un nuevo elemento de impulso a la renovación de la identidad
ecuatoriana ha sido dado por los últimos conflictos con el Perú y en
particular por la “Guerra del Cenepa”. La formidable movilización social
que se produjo en 1981 y 1995, con este motivo, fue una demostración
de esa nueva identidad nacional–popular que había ido gestándose y
que tuvo en Paquisha su simbólico bautismo de fuego y en Tiwintsa
su nuevo hito de triunfo y confirmación histórica.
Más allá de la retórica, asistimos a la emergencia de un nuevo
país, con una personalidad afirmada por el triunfo y la vindicación
de su dignidad. Si el Ecuador derrotado en 1941 y humillado en
1942 sólo alcanzó a reaccionar en 1944 contra la tiranía arroyista,
significativamente el nuevo Ecuador apenas toleró seis meses el
desgobierno de Bucaram y su pandilla.
Mas este nuevo país requiere completar y redondear su identidad.
Además de sus nuevos símbolos patrios (Tiwintsa dice hoy tanto como
Pichincha), y de su nuevo sentido de democracia, requiere de líneas
de pensamiento en las cuales reconocerse históricamente y de las
cuales extraer ideas y proyectos de futuro.
(Conferencia en la Universidad Central del Ecuador. Noviembre 19 de
2001.)
149
22
QUE ES LA IDENTIDAD
150
NACIONAL
Durante los últimos años, ha renacido el interés por las formas
de identidad social, en general, y por la etnicidad y los nacionalismos,
en particular. Eso nos motiva a reflexionar sobre nuestra identidad
nacional. Y para hablar de ella debemos comenzar por referirnos a los
elementos que han confluido o han sido utilizados en la construcción
de la identidad ecuatoriana: procesos sociales, órdenes jurídicos e
imaginarios culturales.
Es indispensable comprender que hay una indivisible relación
entre una identidad nacional y otras identidades equivalentes,
lo cual nos lleva al dilema sartreano de la relación entre el “yo” y
el “otro”. Decía el filósofo francés: “el otro es el yo que no soy yo,
pero es indispensable a mi existencia, como lo es, por otra parte,
al conocimiento que yo tengo de mí”. Así, pues, en el campo de las
representaciones nacionales no es posible que exista un yo absoluto y
sin referentes, como el que concebía Fichte, sino que siempre existe
un yo relativo a un otro, o más exactamente una “yo–con–el–otro”,
que muchas veces es un “yo–contra–el–otro”.
Cabe precisar también que no hay identidades nacionales
innatas o pre–existentes, puesto que todas ellas son un producto de
la historia, es decir, el resultado de un más o menos largo proceso de
elaboración social. Obviamente, esto nos lleva a preguntarnos ¿cómo
se elabora o construye una identidad nacional?
Según lo demostrado por la historia, en el imaginario nacional
de todos los pueblos coexisten elementos positivos y negativos, de
afirmación del yo y negación del otro, de supra–valoración de lo propio
e infra–valoración de lo ajeno. Así se explica que la antigua imagen
nacional alemana se haya construido venerando al trabajo, rindiendo
culto al orden, amando las artes .... y odiando a los franceses,
despreciando a los polacos, detestando a los judíos. O que el actual
imaginario nacional israelita encuentre abominables las perversidades
nazis contra los judíos, pero al mismo tiempo justifique fácilmente sus
propias crueldades contra los palestinos.
Pero la historia es un escenario en constante cambio. Cambian
las circunstancias internas y externas, se renuevan los personajes y
los estilos de la política, nuevas ideas sustituyen a otras en la moda,
se transforman los escenarios históricos por acción del hombre y los
escenarios geográficos por acción de la sociedad y la naturaleza.
Como resultado inevitable de ello, las identidades nacionales poseen
un elemento de contingencia y de elaboración narrativa que, sin
embargo, debe ser estudiado en los distintos contextos históricos
que les proporcionaron sus significados sociales y políticos: los
mitos políticos fundacionales y de origen; los lenguajes políticos; la
escenificación del tiempo nacional; las metáforas, símbolos y rituales
151
cívicos establecidos; las políticas historiográficas y filológicas, etc.
¿Con qué elementos se elabora una identidad nacional? Creemos
que, precisamente por tratarse de una elaboración ideológica, ella
está conformada por una compleja mezcla de elementos objetivos
y subjetivos, reales e imaginarios, históricos y mitológicos, que el
grupo social percibe como un conjunto de símbolos y que las élites
dirigentes buscan proyectar como un designio. Un elemento clave
son los lenguajes políticos: independencia, república, ciudadanía,
soberanía popular, derechos humanos, democracia participativa, etc.
Otro elemento fundamental es el orden jurídico creado por el Estado:
instituciones, ciudadanos y territorios.
También debemos considerar las políticas culturales de la
construcción nacional: los fundadores de toda nueva nación, y sobre
todo los integrantes de la generación posterior a la independencia,
tienen invariablemente que plantearse la cuestión de la “identidad
colectiva” y crear mecanismos para impulsarla y difundirla. Este es un
rasgo sociológico de la modernidad
Para lograrlo, un elemento de significación son los relatos de la
nacionalidad: políticas historiográficas y filológicas en la construcción
oficial del pasado, es decir, lo que tiene que ver con las historiografías
oficiales, la consagración de los mitos sobre los orígenes nacionales,
la determinación de los programas escolares, las políticas de
alfabetización y homologación lingüística, etc.
Otro elemento de importancia es la iconografía nacional: los
principales símbolos y figuras (íconos) empleados para representar,
movilizar políticamente y hacer imaginables las identidades nacionales,
desde las primeras alegorías republicanas hasta los modernos
emblemas nacionales, pasando por las imágenes empleadas en
la didáctica política, la estatuaria pública, las políticas culturales,
numismáticas, museísticas, etc.
Otro elemento clave es la descripción de la geografía nacional,
percibida paralelamente tanto como “espacio natural” o hábitat en
el que se desarrolla la vida colectiva de la nación, cuanto como
“territorio”, o sea, como espacio de jurisdicción y ocupación soberana
del Estado, que se busca delimitar con relación a los espacios de otros
Estados próximos. De ahí que, a la par que se busca fijar una historia
oficial, se inicia la construcción de una cartografía oficial y se ponen
en marcha unos programas de estudio de la geografía.
Pero el elemento articulador de todos los demás que conforman
una imagen nacional es el poder del Estado, institución que posee la
representación legal e histórica de una nación (y, en ocasiones, de
varias naciones coaligadas o asociadas) y que utiliza su autoridad y
poder para actuar sobre la historia y la historiografía, para definir y
152
organizar administrativamente el espacio geográfico y sus diversos
elementos –entre ellos, la población– y, en suma, para construir,
retocar o reformar sustantivamente una imagen nacional, tanto para
la mirada propia como para la mirada ajena.
A la luz de estos conceptos, hallamos que el Ecuador atraviesa
por una muy particular circunstancia histórica. Nacido a la vida
independiente como una república blanco-criolla, organizada y dirigida
por los herederos étnicos del sistema colonial, ha vivido un largo
proceso de miscigenación que ha terminado por convertirlo en un país
mayoritariamente mestizo, en el cual se hallan presentes importantes
grupos étnicos indígenas y negros. Dicho de otro modo, la república
blanco–criolla del siglo XIX ha sido reemplazada históricamente por un
país multicultural y pluriétnico, al que le quedan estrechos los signos
de identidad utilizados en el pasado.
Esa transformación, marcada por la sucesiva emergencia histórica
del mestizaje, la indianidad y la negritud, nos ha llevado a la actual
circunstancia, en la que los pueblos indios y negros reclaman un papel
protagónico en la vida pública y exigen una redefinición del carácter
mismo del Estado. La población mestiza, por su parte, ha tomado
progresivamente el carácter de base social de la nación ecuatoriana,
asumiendo todas las responsabilidades propias de tal condición,
incluida la de la defensa nacional.
Un nuevo elemento de impulso a la renovación de la identidad
ecuatoriana ha sido dado por los últimos conflictos con el Perú y en
particular por la “Guerra del Cenepa”. La formidable movilización social
que se produjo en 1981 y 1995, con este motivo, fue una demostración
de esa nueva identidad nacional–popular que había ido gestándose y
que tuvo en Paquisha su simbólico bautismo de fuego y en Tiwintsa
su nuevo hito de triunfo y confirmación histórica.
Más allá de la retórica, asistimos a la emergencia de un nuevo
país, con una personalidad afirmada por el triunfo y la vindicación
de su dignidad. Si el Ecuador derrotado en 1941 y humillado en
1942 sólo alcanzó a reaccionar en 1944 contra la tiranía arroyista,
significativamente el nuevo Ecuador apenas toleró seis meses el
desgobierno de Bucaram y su pandilla.
Mas este nuevo país requiere completar y redondear su identidad.
Además de sus nuevos símbolos patrios (Tiwintsa dice hoy tanto como
Pichincha), y de su nuevo sentido de democracia, requiere de líneas
de pensamiento en las cuales reconocerse históricamente y de las
cuales extraer ideas y proyectos de futuro.
(Conferencia en la Universidad Central del Ecuador. Noviembre
19 de 2001.)
153
23
PRENSA, DEMOCRACIA
Y RESPONSABILIDAD SOCIAL
154
La democracia es probablemente la mejor herencia que
la historia contemporánea recibió de la historia moderna, pero su
funcionamiento habitual hace que a los ciudadanos nos resulte poco
merecedora de entusiasmo e incluso poco merecedora de atención,
quizá por su ineficiencia. La política, por otro lado, da la sensación
de haberse convertido en una profesión que sólo puede interesar a
quienes viven de ella.
En los actuales momentos, nadie que no sea un ciego o un
necio puede negar que en nuestras sociedades ha ido elevándose
un creciente y justificado escepticismo respecto a los políticos, a los
partidos y a la misma capacidad de la acción política (es decir, de la
vida en democracia) para resolver sus problemas. Y, de este modo,
las elecciones han terminado por convertirse en un simple ritual, que
para muchos resulta inútil o aburrido, con lo cual el acto electoral
ha perdido su carácter de acto fundacional del sistema democrático,
por el que los ciudadanos –dueños de la soberanía y única fuente
legítima del poder– encargan periódicamente el mando del Estado a
una persona que escogen para que cumpla su voluntad mayoritaria.
De otra parte, en el escenario contemporáneo hay crecientes
amenazas al uso de la palabra libre. En cualquier sociedad humana,
el que tiene el control de las palabras tiene el control del poder. Y
eso se ha vuelto todavía más evidente en esta Era de la Información,
cuando las palabras, convertidas en información y procesadas
mediáticamente, se han convertido en la mercancía más valiosa, el
elemento diferencial entre el atraso y el progreso, el factor decisivo
para ganar la batalla de la competitividad, trátese de personas,
empresas o países. Por lo mismo, debe llamarnos a preocupación la
creciente limitación que ha ido surgiendo en nuestras sociedades para
el ejercicio de la palabra libre, para la expresión incondicionada de las
ideas, para el acceso de los ciudadanos a la posibilidad de difundir sin
trabas sus pensamientos, propuestas o frustraciones.
En la sociedad ateniense, inventora de la democracia, el
ejercicio de ésta radicaba precisamente en que cada persona pudiese
hacer uso público de la palabra, en las reuniones del ágora o de
la plaza del mercado, y de este modo participara activamente en el
debate de los grandes asuntos de la ciudad o de la nación. Según
Herodoto, la democracia consiste precisamente en el derecho de cada
cual a hacerse oír en público (“isegoría”). Y Eurípides nos recuerda
que “la igualdad más bella” se identifica con el derecho de cada cual
a defender en público sus intereses y opiniones, en la seguridad de
que los mejores argumentos terminarán imponiéndose.
Las democracias contemporáneas han trastocado el ejercicio
de la palabra. Como ha puntualizado el sociólogo español Ignacio
155
Sotelo, “nuestras democracias representativas modernas se levantan
sobre sociedades en las que predominan redes bien estructuradas de
intereses, (por lo cual) la palabra pública es privilegio de los pocos
que de alguna forma tienen acceso a los medios de comunicación.
Son éstos los que administran –según criterios tanto más restrictivos,
cuanto mayor sea la difusión del medio– el reparto de la palabra. Un
cierto pluralismo de los medios favorece todavía alguna diversidad,
aunque las ideas que constituyen el marco más amplio de convivencia
se mantengan ya bajo un control férreo. Por mucho que los medios se
esfuercen en disimular el poder que ejercen en la configuración de la
opinión pública, el hecho es que el monopolio más agresivo y temible
que se dibuja en el horizonte es el de la palabra.”
Y es que el poder social de la palabra es tal que, durante siglos, el
poder hizo todos los esfuerzos posibles por controlarla. En ese marco,
la Iglesia ejerció su monopolio y la Inquisición persiguió con saña a
todo el que levantara un discurso opuesto o alternativo. Precisamente
por eso la Ilustración, primero, y el liberalismo, después, reivindicaron
como uno de los derechos fundamentales del hombre la libre expresión
del pensamiento, fuese de viva voz o por escrito.
Hoy ese monopolio de la palabra pareciera en plan de restablecerse,
aunque de modo mucho más sutil, camuflando entre un mar de
fuentes de información, datos anodinos y propagandas atrayentes la
presencia de poderosos intereses económicos y políticos, que usan
y rellenan los espacios de opinión a su gusto y sabor, modelando de
este modo un discurso destinado al consumo masivo. Así, a la par que
la comunicación se vincula con la tecnología más avanzada, muchas
veces retrocede políticamente a modelos anteriores a la democracia,
como la oligarquía o el despotismo ilustrado, o a modelos opuestos
a ella, como la dictadura. Lo cierto es que en los últimos años se ha
ido uniformando peligrosamente el discurso de los medios masivos y
dejando de lado las opiniones alternativas, opositoras o disidentes.
Hay más. Ese discurso oficial u oficioso de los medios se
complementa con la presencia reiterada de unos pocos y escogidos
representantes de la llamada opinión pública. Y el resultado de esto es
que, en todos los niveles y ámbitos, nos hemos acostumbrado a que
sean unas pocas las voces que pueden manifestarse públicamente y
que supuestamente hablan en nombre de la mayoría silenciosa, es
decir, de todos nosotros. Una investigación realizada a fines de 1999
por órganos técnicos independientes, reveló que en Ecuador los medios
de comunicación privilegian la opinión de cuarenta personas sobre las
de todos los demás ciudadanos. Esos cuarenta privilegiados son los
únicos que opinan a petición de la prensa, son los únicos entrevistados
de la televisión y de las cadenas radiales más importantes. Dicho de
156
otro modo: ellos no sólo “hacen” la opinión pública y orientan a los
demás con sus ideas; en la práctica, por la reiteración de su presencia,
ellos han suplantado a los demás ciudadanos en el ejercicio de opinar
desde la sociedad civil, y de este modo, gracias a una distorsión de la
democracia, esas cuarenta personas “son” la opinión pública.
Claro está, esos cuarenta representantes, factores o dueños
de la opinión pública no han sido escogidos al azar por los medios de
comunicación. Por el contrario, han sido previamente seleccionados
por ellos, o por sus administradores, porque representan a los grupos
de poder (que financian a los medios), porque han mostrado una
adecuada fidelidad al orden imperante, porque se identifican con las
políticas generales de los propios medios, o, en el mejor de los casos,
porque se hallan dentro del ámbito de “disenso tolerable” que admite
el sistema. En este marco, resulta plenamente explicable que los
entrevistados frecuentes de los medios de comunicación ecuatorianos
sean los presidentes de las cámaras de producción, los voceros de
los partidos con representación legislativa, ciertos abogados o
economistas vinculados al gran capital y determinados sociólogos o
politólogos “light”.
La ventaja de la democracia griega sobre la nuestra radica
precisamente en que cada persona podía exponer libremente sus
argumentos en la asamblea ciudadana. Claro está, entonces como
ahora hubo exclusiones: para ser ciudadano se requería ser varón,
mayor de 18 años, libre y nativo del país. Pero quien cumpliera con
los requisitos de ciudadanía tenía como derecho esencial el acceso
público a la palabra.
Me temo que no tenemos plena conciencia de hasta qué punto
el ejercicio de la libre opinión ha ido desapareciendo de nuestra vida
pública. Como dice Sotelo, “si entendiéramos la democracia a la
manera griega, es decir, como la oportunidad real de cada ciudadano
de decir en público lo que piensa, difícilmente podríamos calificar de
democracias a los sistemas políticos de nuestro entorno.” Pero esta
misma realidad poco edificante nos compromete a varias operaciones
intelectuales, de profundo contenido político. La primera es definir
con precisión a este régimen político que vivimos, en el que la forma
ha sustituido en general a la esencia democrática y en el que el
monopolio de la palabra por unos pocos ha eclipsado a ese gran
aporte histórico de la democracia griega, cual fuera la palabra libre al
alcance de todos.
Una vez definido con precisión nuestro actual sistema político,
la segunda tarea debe ser la de rediseñar, reorientar y si es necesario
reconstruir un sistema democrático abierto y participativo, sin
monopolios ni exclusiones, y sin voceros privilegiados.
157
La preocupación por el futuro está hoy en la conciencia de todos
los ciudadanos del mundo. Nadie quiere que el futuro sea parecido
a este terrible y a veces trágico presente, en el que parecen haber
hecho eclosión simultánea la naturaleza herida por nuestros abusos
y la sociedad misma, que se agita en una intermitente explosión
de violencia. Y alguien ha dicho, con gran lucidez, que no podemos
predecir el futuro, pero sí prepararlo.
Con tal fin, hallo que en el ámbito latinoamericano es
indispensable profundizar nuestra estructura democrática, llenándola
de contenidos reales, y democratizar nuestra institucionalidad,
limpiándola de corrupción y preñándola de eficiencia. Pero esa
transformación de la política tiene que comenzar por la ética y
alcanzar también el campo de la estética. Hasta hoy, nuestra pobre y
desvaída democracia tiene para vastos sectores sociales mal olor, mal
gusto y peor diseño, precisamente por esas carencias, distorsiones
y turbiedades que se evidencian en su interior. Pues bien, tenemos
que volverla atractiva para las mayorías, de modo que la gente viva
la democracia como una alegría, se atreva a dar su opinión, no tenga
miedo de disentir, actúe regularmente en la vida política, participe
mayoritariamente en las elecciones y no se quede en casa rumiando
sus frustraciones y rencores. La política es necesaria y hasta puede
ser bella, pero cultivarla es una tarea de todos y la cosecha debe ser
en beneficio común.
Pero claro está que alcanzar un horizonte democrático luminoso
no nos exime de transitar por los difíciles y oscuros caminos de la realidad
cotidiana, sino que por el contrario nos impone esa tarea. Tenemos
que llegar a esa alta meta ganándonos previamente la credibilidad de
la gente, y eso no lo lograremos si no mostramos agilidad y eficiencia
para resolver los grandes problemas cotidianos de la población, cosa
no siempre fácil de realizar desde un modelo partidista propio del
siglo XIX, sometido a cerradas oligarquías partidarias, notoriamente
corrupto e incompetente. Mas esto de recuperar la credibilidad en la
política y los políticos no se logrará sólo con una mayor educación
cívica en los colegios, ni con campañas masivas en los medios de
comunicación; se logrará básicamente con una mayor eficiencia en la
labor pública.
Un gran demócrata latinoamericano, José Figueres, dijo alguna
vez: “Los pueblos que una vez dormían ahora luchan por abrirse paso
camino al sol, hacia una vida plena.” Eso es hoy más patente que
nunca. Lo acaban de demostrar los indios del Ecuador, que después
de 500 años de vivir bajo la ignominia y el olvido han vuelto a la luz,
para reconquistar su derecho a vivir de cara al sol, en el mismo plano
que los demás habitantes del país.
158
De modos diversos, muchos otros pueblos del mundo expresan
hoy esa esa inquietud de avanzar hacia una vida plena. Las gentes
de hoy esperan que haya mayor eficiencia gubernamental y también
una mayor participación social en la toma de decisiones, con miras a
resolver los terribles problemas que los agobian y principalmente la
miseria, la insalubridad, la ignorancia y la marginación social. Ya no
sólo se conforman con expresar su opinión mediante el voto, cada
tantos años, para que luego los gobernantes usen el mandato popular
a su antojo, o al antojo de las oligarquías o de los grupos de presión,
sino que esperan que la autoridad esté en un permanente contacto
con los electores y sintonice su acción con las grandes corrientes de
voluntad popular.
Ralf Dahrendorf, un notable sociólogo británico, que fuera
director de la London School of Economics y que actualmente es
miembro de la Cámara de los Lores, se ha preocupado por este
tema en un ensayo recientemente publicado bajo el título “Después
de la democracia, ¿qué?”. Él formula en su artículo la siguiente
apreciación:
“El principio más general de la democracia es la posibilidad
de cesar sin violencia a aquellos que están en el poder cuando el
talante y las preferencias de la población han cambiado. Hay varias
formas de alcanzar este fin, pero el método clásico es el del gobierno
representativo, es decir, el de que el gobierno esté obligado a rendir
cuentas ante los parlamentos elegidos.”
Preocupada con esta situación, la última Asamblea Constituyente
ecuatoriana incluyó en la nueva Constitución Política del país todo
un capítulo sobre la revocatoria del mandato, cuya finalidad es
precisamente la de cesar sin violencia a los mandatarios del voto
popular cuando éstos ya no respondan a la voluntad de la población
nacional, regional o local. Por desgracia, el Congreso Nacional
no ha dictado hasta el momento la correspondiente ley que fije el
procedimiento para aplicar esta disposición constitucional.
Más allá de las formas, resulta obvio que un auténtico
espíritu democrático impone a los gobernantes tener una adecuada
sensibilidad frente a la opinión pública, pues el mandato recibido no
es una patente de corso para hacer lo que les viene en gana durante
el período de gobierno. Así, ningún gobierno debe tomar decisiones
trascendentales para la vida de la nación sin auscultar previamente,
y por los medios más adecuados, la voluntad nacional. Peor aún,
ningún gobierno que se precie de democrático puede tomar este tipo
de decisiones contra la manifiesta y mayoritaria voluntad del pueblo
soberano.
¿Pero qué ocurre cuando un gobierno, obedeciendo a la presión
159
de grupos oligárquicos y fuerzas extra–nacionales, comete graves
contravenciones a la voluntad nacional y viola reiteradamente la
Constitución, por ejemplo: otorgando bases militares nacionales a una
potencia extranjera mediante un acuerdo secreto, o suprimiendo la
moneda nacional y adoptando la de un país extranjero, o expropiando
violentamente los depósitos bancarios del público? ¿Y qué ocurre
cuando un Congreso con fama de corrupto no se empeña en poner
coto a esos abusos autoritarios sino que, por el contrario, los tolera y
aúpa? ¿Qué pasa cuando el poder judicial cae en manos de los políticos,
que se reparten cortes y juzgados como botín, y cuando los jueces se
convierten en agentes de sus patrones partidarios, persiguiendo a los
rivales políticos y protegiendo a los delincuentes del propio bando?
¿Qué sucede cuando el Tribunal de Garantías Constitucionales intenta
frenar los abusos del poder y sus resoluciones son sistemáticamente
desobedecidas? ¿Qué pasa, en fin, cuando la Contraloría General de
la Nación se limita a ver, oír y callar, mientras la más escandalosa
corrupción corroe al poder público e inflama de indignación a los
ciudadanos?
Entonces, amigos, ocurre lo que ocurrió en el Ecuador durante
los mandatos de Abdalá Bucaram y Jamil Mahuad: el pueblo se
subleva contra ese mandatario que no ha respetado los términos de
su mandato y lo depone del poder, en un acto de absoluta legitimidad
política. Eso no se llama “golpe de Estado” sino revolución, sublevación
o insurrección popular, que son formas extremas de manifestación de
la insatisfacción popular y expresiones inequívocas de una revocatoria
del mandato político. Inclusive, esas acciones fueron ya contempladas
por los padres del sistema democrático moderno. En su archifamoso
“Contrato Social”, Rousseau dijo que “en el Estado no existe ninguna
ley fundamental que no sea revocable, incluso el mismo pacto social,
pues si todos los ciudadanos se reuniesen para romperlo de común
acuerdo, sin duda el acto sería legítimo.” Y en la “Declaración de
Independencia” de los Estados Unidos, el gran Thomas Jefferson hizo
constar como verdades evidentes para la organización democrática de
la sociedad las siguientes:
“Que todos los hombres han sido creado iguales; que han sido
dotados por su creador con derechos inalienables; que entre esos
derechos se hallan la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad;
que para asegurar esos derechos se han instituido entre los hombres
gobiernos que derivan sus poderes legales del consentimiento de
los gobernados; que cuando una forma cualquiera de gobierno se
hace perjudicial para esos fines, el pueblo tiene derecho a alterarla o
abolirla y a instituir un nuevo gobierno, basándolo en esos principios
y organizando sus poderes en la forma que el pueblo considere más
160
apta para su seguridad y felicidad.”
Creemos que no es deseable que un pueblo se vea constreñido
a efectuar una revolución para hacer respetar su voluntad por parte de
sus mandatarios, cuando estos han violado el mandato y desobedecido
la voluntad general. Precisamente por ello hallamos indispensable
la necesidad de que nuestras democracias se vuelvan no sólo más
sensibles a los cambios de opinión de las mayorías, sino que también
tengan mecanismos adecuados para responder institucionalmente a
esas exigencias populares.
Esto implica al menos dos cosas: una, que los gobiernos utilicen
lealmente los modernos mecanismos de auscultamiento de la voluntad
popular, como las encuestas de opinión, para orientar su propia acción
política en el sentido que desean las mayorías; y otra, que haya una
transformación cabal del mismo sistema político latinoamericano,
basado generalmente en un presidencialismo rígido y unos períodos
de gobierno inflexibles, que muchas veces son aprovechados como
patente de corso por gobiernos irresponsables o corruptos. Encuentro
que lo que hoy necesitamos es un sistema político ágil y flexible, en
el que haya un Presidente con funciones más bien limitadas a las de
un Jefe de Estado, que sirva como ancla de estabilidad democrática
(de modo parecido a los monarcas constitucionales), y donde por
otra parte haya un gobierno surgido de la mayoría parlamentaria y
cuya duración dependa no sólo del período de mandato sino también,
y sobre todo, de las orientaciones mayoritarias y sostenidas de la
opinión pública.
Con un sistema político más flexible y una participación más
amplia podremos obtener una “sociedad de ciudadanos” en reemplazo
de esta “sociedad de consumidores” que van imponiendo, de hecho,
los grandes poderes universales que controlan la globalización. Pero
para ello también es necesario que los consumidores se organicen,
pues en una sociedad como la actual, en que el mercado todo lo
regula, resulta suicida que los consumidores no seamos capaces de
protegernos de los abusos y distorsiones del mismo.
En todo este necesario proyecto de reestructuración de nuestra
vida social y organización política, que nos viene impuesto tanto por
la realidad social interna como por la avalancha globalizadora, el
periodismo tiene una tarea trascendental. No puede seguir siendo
una dócil cónyuge del sistema imperante. Por el contrario, tiene que
rescatar para si el ánimo cuestionador y combativo que caracterizó al
periodismo latinoamericano del siglo XIX, y utilizarlo para colocarse
en la vanguardia de esa anhelada re–fundación democrática. Tiene
que liberarse de la influencia –a veces agobiante– de los grupos de
presión, de los poderes fácticos, para rescatar su plena libertad de
161
opinión. Debe abrir espacio a las voces discordantes, a las opiniones
heterodoxas, a las ideas emergentes de la base social. Debe transmitir
a la cúspide del poder político las voces, protestas o clamores de
la base social. Debe ser implacable en la investigación y denuncia
de todas las formas de corrupción social, pública o privada. Debe
estimular la asociación de los consumidores como un ente importante
en la economía de mercado, y coadyuvar con sus luchas o apoyar sus
reivindicaciones, para refrenar los excesos o abusos de unos poderes
de hecho, que controlan los ámbitos del mercadeo y el crédito, y que
actúan con una verticalidad y prepotencia cada vez mayores.
Antiguo es ya el debate de si la democracia y el mercado son
compatibles. Pero, a estas alturas de la historia, este es un dilema que
no debe resolverse en la teoría sino en la práctica. Con la democracia
formal carcomida desde adentro y las fuerzas del mercado lanzadas al
ataque, nosotros, los ciudadanos que tenemos acceso al uso público
de la palabra, tenemos unos deberes éticos y unas responsabilidades
sociales insoslayables, que apuntan a la reestructuración de aquella y
el refrenamiento de éstas, so pena de que tengamos que vivir un futuro
peor que el presente. Pero tenemos que hacer algo más: debemos
contribuir a rescatar para las mayorías el uso libre e incondicionado
de la palabra, y debemos estimular a esas mayorías a plantear, exigir
y hacer efectivo el derecho de hablar en público y para el público.
La historia de las democracias modernas en buena medida se
corresponde con los múltiples esfuerzos por salvar la palabra libre, la
opinión libre, dándole asilo en los más variados espacios: el oratorio, la
cátedra, el parlamento, (espacios cuyos mismos nombres derivan de, o
conllevan el uso libre de la palabra), o sacándola a luz y difundiéndola
a través de unos medios cada vez más variados de comunicación,
desde la palabra impresa hasta el Internet, donde ahora se refugia,
huyendo del dominio de los monopolios comunicativos y brindando
a las gentes una nueva oportunidad de comunicarse libremente y de
acceder a otras visiones del mundo.
CORRUPCION Y DEMOCRACIA
Junto con una acción sostenida en defensa de la libertad de
palabra, hallo que una renovación democrática de fondo debe conllevar
una lucha abierta y radical contra la corrupción pública y privada, que
en las sociedades modernas se ha transformado en una metástasis
cancerígena que ha invadido todo el cuerpo social y desprestigiado al
máximo la política.
Uno de las más clamorosas manifestaciones de esta corrupción
es la que concierne a los políticos y partidos políticos en sus mecanismos
162
de financiación electoral, cuestión que ocurre en la generalidad de
países democráticos, independientemente de si son ricos o pobres.
Los partidos políticos han dejado de ser los grandes promotores y
animadores de la acción ciudadana dentro de la vida democrática
y se han transformado en implacables maquinarias electorales,
cuya única meta es ganar y sostenerse en el poder por medio del
clientelismo, entregando puestos o beneficios estatales a cambio de
votos, u otorgando favores oficiales a las empresas que ayudaron a
las campañas mediante aportaciones clandestinas.
En el caso de España, eso acaba de ser denunciado por un
reciente informe del fiscal anticorrupción, que afirma:
“Cada partido distrae fondos públicos de la Administración que
desvía ilegalmente para financiarse. Cuando no acuden a los fondos
públicos, los representantes de los partidos obtienen la financiación
de las empresas que contratan con la Administración”.
Concomitantemente, el mismo presidente del Congreso español
ha reconocido que es una práctica común la entrega de dinero negro
a los partidos políticos españoles.
Refiriéndose a lo que sucede en el marco general de la Unión
Europea, el politólogo español José Vidal Beneyto señala en un
reciente ensayo que:
“Esas aportaciones clandestinas, imperativas para la vida y
triunfo de los partidos, se conceden siempre como contrapartida de
favores gubernativos y son la matriz de la corrupción pública. Por lo que
era inevitable que, cuando su existencia acabase siendo conocida, se
impusiera el estereotipo “políticos igual a corruptos”, generalizándose
el rechazo de los partidos. De hecho, el elevado número de líderes
de partidos procesados, y en muchos casos condenados, ha sido el
principal soporte de esa impugnación. En Francia, Emmanuelli, del
PS, Juppé, del RPR, Méhaignerie, de la UDF, Hue, del PCF, Léotard,
del PR; en Italia, Forlani, de la DC, Craxi, del PSI, y Berlusconi, de
Forza Italia; en Alemania, primero el democristiano Späth, presidente
de Baden-Wurtemburgo, luego el actual Jefe del Estado alemán,
el socialista Johanes Rau, que fue presidente de Renania-Norte de
Westfalia, y ahora Helmut Kolh y, con él, Schauble y toda la CDU.”
En América Latina nos enfrentamos a similares situaciones.
Son innumerables los casos de políticos y partidos acusados de
corrupción, el último de los cuales es el de Jamil Mahuad, el hace
poco depuesto presidente del Ecuador, a quien el banquero Fernando
Aspiazu –actualmente preso, enjuiciado por graves actos de corrupción
y perjuicios al Estado– dijo haber entregado más de tres millones
de dólares como aporte para su campaña presidencial, y acusó
de haberse aprovechado personalmente de esos fondos. Mahuad
163
reconoció esa entrega de fondos, en tanto que su hermano y jefe
de campaña reconoció que el sobrante del aporte de Aspiazu todavía
se hallaba en sus cuentas personales. Ello destapó una grave crisis
política, que llevó al derrocamiento de Mahuad, y de cuyos efectos
todavía no acaba de reponerse bien el Ecuador.
Similares problemas se han presentado en Perú, donde los
afamados “Vladivideos” han mostrado en toda su magnitud la
podredumbre moral y la corrupción política del régimen de Fujimori,
que no trepidó en comprar a enemigos políticos, sobornar a jueces
y corromper económicamente a los medios de comunicación, con
la complacencia de las contrapartes. Y similar apreciación se puede
hacer de la Argentina, donde el gobierno de Menem dilapidó los
fondos públicos obtenidos de la privatización de empresas estatales,
en una orgía de corrupción y derroche que terminó por llevar al país
al abismo económico en que actualmente se halla.
Ante este y otros casos similares, la pregunta que se impone
es: ¿cómo hemos llegado a esta generalizada situación de crisis en el
sistema democrático?
Creo que el primer y más evidente motivo lo podemos hallar en
la relación tramposa que se ha establecido entre la política y el dinero.
Desde la una orilla, empresarios y hombres de negocios tratan de
vincularse íntimamente a un poder político cuyas decisiones pueden
afectar a su fortuna; desde la otra, políticos ávidos de riqueza fácil,
o partidos deseosos de recursos para competir ventajosamente, se
colusionan fácilmente con los primeros. A partir de ese momento, el
sistema de representación democrática se deforma peligrosamente,
puesto que para un gobierno así constituido tiene menor importancia
la opinión de sus electores, que son sus jefes y mandantes públicos,
que los intereses de sus amigos empresarios, que son sus socios y
mandantes privados.
De este modo, la política deja de ser una relación entre electores
y gobernantes, entre mandatarios y mandantes, entre los ciudadanos
y el poder, y pasa a ser una sinergia entre el mercado y la política,
entre los negocios y el poder, dejando al sistema electoral como una
simple y necesaria pantomima, que periódicamente legaliza con el
ritual de las urnas un estado de cosas predeterminado por los grandes
poderes fácticos y los grandes partidos políticos.
Interrogándose sobre los orígenes y alcances de esta
degeneración del sistema democrático, el español Ramón VargasMachuca Ortega, profesor y teórico de Filosofía Política, encuentra
que
“En primer lugar, se han impuesto las pautas de la omnipresente
ética mercantil en el funcionamiento de la democracia: cuentan los
164
resultados y no los principios o los procedimientos; todos compiten por
lo mismo y todos pretenden ofrecer la misma mercancía a ciudadanos
a los que se tiene por clientes. ... En segundo lugar, el conglomerado
mediático coloniza la comunicación política imponiendo su lógica,
mediatiza los procesos de decisión públicos y vacía de sustancia una
competición política en buena parte reducida a publicidad, propaganda
y maquinaria electoral, actividades, por lo demás, muy costosas. En
tercer lugar, agotados los grandes idearios y desvitalizada por esta
hegemonía mediático-mercantil, la acción política se desentiende de
las pretensiones de realización de un proyecto, con lo que disminuye
la afiliación voluntaria, la participación, la colaboración desinteresada
del personal cualificado y el apoyo de un electorado de opinión. Este
vacío se ve compensado por la afluencia de quienes encuentran
en la política un canal de movilidad social ascendente a cambio de
apoyo incondicional a las cúpulas de los partidos. El resultado es un
crecimiento inexorable del clientelismo y una burocracia mastodóntica,
realidades tan voraces como gravosas. ... En resumen, las actuales
condiciones del “mercado político” vuelven los costes de la política
incontrolables y convierten la financiación irregular en un componente
cuasi-sistémico del mismo.”
¿Cómo corregir esta degeneración del sistema democrático?
La cuestión es compleja de por sí, ya que los encargados de elaborar
leyes de control del gasto electoral son los mismos partidos que han
ejercitado y consolidado esas prácticas de corrupción. Así, pues, no
se debe esperar mucho de leyes hechas en este contexto. Además,
aunque esas leyes fuesen bien elaboradas en su inicio, siempre estarán
expuestas a revisiones y reformas posteriores surgidas al calor de los
cambiantes intereses políticos.
De otra parte, parece evidente que los medios de comunicación
no querrán renunciar sin más a los elevados ingresos que les
producen las campañas electorales. Sin embargo, cabe esperar que
su responsabilidad social alcance a imponerse sobre sus intereses
económicos, unos intereses que son legítimos en el campo de los
negocios pero que en este caso entran en conflicto con una de las
responsabilidades esenciales de la prensa libre, cual es la promoción
y defensa de la democracia.
Creo que la solución debe ir buscándose desde varios lados.
No debe orientarse tanto a controlar el gasto electoral hecho sino a
refrenar el gasto mismo, limitando las oportunidades de dispendio,
evitando el despilfarro y poniendo coto a las costosas campañas,
desbordantes de propaganda inútil. Complementariamente, el Estado
debe asumir la financiación mayoritaria de las campañas, brindando
espacios gratuitos y equivalentes de propaganda a todos y cada uno
165
de los partidos legalmente reconocidos y organizando instructivos
debates televisados y radiales entre los candidatos, de modo que el
ciudadano pueda analizar ideas y proyectos y no se vea apabullado
por una propaganda desmesurada y subliminal. En fin, los partidos
deberían someterse a sistemas de inspección y auditoría financiera,
como las que se estilan en las empresas privadas.
Pero ciertamente nada de esto tendrá efecto si no hay, desde la
ciudadanía, una reacción vigorosa contra la corrupción política, y desde
la prensa, una acción complementaria de denuncia e investigación
constante, que cree un espacio de transparencia informativa. Sólo así
los políticos o los partidos temerán verse envueltos en prácticas de
corrupción electoral y, si no lo hacen, serán sancionados en las urnas
por la opinión pública.
(Ponencia al Seminario Internacional de Periodismo “Etica,
Responsabilidad y Paz”, organizado por la OAPI y la Universidad del Azuay.
Cuenca, 14 de marzo de 2002.)
166
24
ORÍGENES DE LA
LOJANÍA
167
Mi amigo Félix Paladines nos ha sorprendido con un bello libro
sobre la identidad lojana y las raíces de la lojanidad. Ciertamente, él
había pensado regalar ese libro primeramente a sus paisanos, para
ayudarlos a encontrar su propio ser social, sus raíces colectivas, sus
hábitos y tradiciones culturales, pero ha terminado regalándonos a
los ecuatorianos un catalejo para mirar a fondo a su amada lojanía,
que es también una lejanía: “el último rincón del mundo”, como
solía decir el maestro Benjamín Carrión, con una mezcla de amor y
nostalgia.
Así, pues, hoy hemos venido convocados por la magia de este
libro y también por los sutilísimos hilos de una antigua amistad, que
es también otra forma de identidad humana, construida en este
caso a partir de la empatía personal, pero también de unas comunes
percepciones del mundo.
Entiendo que en este acto se trata de hablar tanto del autor
como de su libro. Respecto del autor, debo decir que siempre me
asombraron su llaneza personal y su paralela profundidad intelectual,
en especial su capacidad para ver más allá de lo obvio, para hurgar
en la realidad en busca de las explicaciones y determinaciones de las
cosas. Por eso mismo, su trato ha sido siempre grato y su conversación
toda una experiencia placentera, puesto que hablar con él equivale a
subir al segundo piso de las preocupaciones humanas, para sentarse
a reflexionar en común sobre cuestiones trascendentes. Este es
el hombre que hoy nos ha sorprendido con su libro “Identidad y
Raíces”. Y digo “sorprendido”, porque con este libro Félix ha tenido
la virtud de descubrir en nosotros, y probablemente en todos sus
lectores, una suerte de capacidad de encantamiento, que supera el
puro encuentro intelectual con una obra inteligente para llevarnos al
nivel de la franca satisfacción estética.
Y conste que no me refiero a un libro de literatura, donde la
belleza formal suele ser parte sustantiva del horizonte buscado por
el autor, sino a un libro de ciencias sociales, donde es común que
los datos, conceptos y categorías de análisis ahoguen a la estética
literaria. Pues bien, quizá ahí radica el primer mérito de este autor y
de este libro: en haber logrado conciliar el rigor analítico con un texto
grato y sugestivo, que atrapa al lector en las primeras páginas y lo
lleva confiadamente hasta la última página.
Un segundo mérito que les hallo es su apasionada búsqueda
de explicaciones, aun por encima de las limitaciones metodológicas.
Por una parte, es obvio que nunca acabaremos de poseer todos los
testimonios del pasado, porque las injurias del tiempo y la incuria
de los hombres han dañado o extraviado para siempre muchos de
ellos. Y, por otra parte, es evidente que el trabajo del investigador
168
se topa, casi siempre, con unos cortes y frenos impuestos por la
realidad: archivos mal tenidos, documentos perdidos, informaciones
fraccionarias, puertas que se cierran a su búsqueda. Entonces, el
investigador tiene que innovar métodos, zurcir datos y apoyarse
en modelos estructurales para aprovechar al máximo los datos
existentes y reconstruir escenarios posibles y probables. En cuanto
ha sido necesario, Félix ha trabajado también en esa línea y lo ha
hecho con sinceridad y seriedad. Eso le da a su obra sencillez y
calidez humana, sin perder rigor ni profundidad. Y revela que no es
un libro escrito para ganar puntos ante la crítica intelectual, sino para
llegar al pueblo llano con una suma de razones trascendentes, que
lo lleve a reflexionar sobre su propio ser, sobre su particular pasado,
sobre su prometedor futuro.
De ahí deriva otro mérito adicional de esta obra: su tono firme,
seguro, fecundo, que viene de alguien absolutamente convencido
de lo que expone y va hacia alegremente hacia los demás, en busca
de estimular en ellos su propia memoria, sus propias resonancias
interiores y esa inaudible melodía del encuentro con la autenticidad.
Lo que la convierte en un libro de estímulo para el optimismo, de
impulso al progreso, de afianzamiento de la confianza colectiva, a
través de la exaltación de las viejas raíces y las virtudes cívicas, sin
dejar por ello de dedicar unas páginas a la crítica de los defectos
identitarios, en busca de pulir las aristas salientes y mejorar el rostro
común.
Loja es tierra de gentes recias y bravías, herederas y
continuadoras de una añeja experiencia colonizadora. Desde el siglo
XVI, los lojanos colonizaron la hoya amazónica hasta más allá del
Ucayali, llegando a las inmediaciones de la actual Bolivia. También
colonizaron el Ande próximo y con sus mulas abrieron rutas de
comunicación hacia el Pacífico noroccidental y suroccidental, por las
que luego fluyeron el oro y las quinas, y más tarde el tabaco, el café,
el algodón hilado, las panelas y el aguardiente. Nacidos y crecidos
entre montañas y bosques, estos hombres de la meseta andina no
se arredraron jamás ante las dificultades y retos de la geografía, y
con sus pisadas construyeron caminos y trazaron rutas de comercio
hacia lejanas latitudes.
De este modo, su semilla vital quedó sembrada en toda
una enorme región, que iba desde las orillas del Pacífico hasta las
profundidades de la selva oriental y desde el nudo del Azuay hasta
las ciudades del norte del Perú, y aún hasta la lejana Lima, donde
con cierta regularidad se consumía carne lojana llegada en pie. Por
lo tanto, no debe llamar a sorpresa que descendientes de viejas
169
familias lojanas hayan llegado a ocupar elevadas funciones en la
vida política y cultural peruanas, incluida la presidencia de ese país
hermano, ocupada a mediados del siglo XX por un descendiente de
lojanos. (Y hablando en voz baja, recordemos que el terrible codictador Vladimiro Montesinos, hoy convertido en el enemigo público
número uno del Perú, se halla estrechamente emparentado con
familias de Loja y Cuenca, las que, desde luego, no tienen ninguna
responsabilidad con sus repudiables actos de corrupción y tiranía.)
Con tales antecedentes, nada extraño resulta que los lojanos
hayan seguido colonizando mundos y que, en el pasado inmediato,
atenazados por la sequía y el imparable avance del desierto de
Sechura, e impulsados por su antigua vocación andariega, hayan
vuelto a sus andadas y hayan fundado “Nuevas Lojas” en el lejano
subtrópico de Santo Domingo de los Colorados o en las también
lejanas tierras del nororiente amazónico, llevando su cultura y su
elegante dialecto castellano a todos los rincones del Ecuador, e
incluso a otras latitudes del mundo.
Para nosotros, hombres de ciudad, que nos movilizamos
en automóvil, autobús o avión, hay datos del ayer que nos
resultan asombrosos o simplemente incomprensibles. En el breve
lapso histórico de apenas un siglo, que en la práctica puede ser
testimoniado por un padre y su hijo, nuestro país ha cambiado
notablemente, especialmente en ciertos ámbitos en que la tecnología
ha revolucionado la vida social y las relaciones humanas, como es el
caso de las comunicaciones. Por esta razón, se nos vuelve asombroso
leer acerca de esos viajes y conquistas de Juan de Salinas y Loyola,
que recorrió a pie, a caballo o en canoa gran parte de la geografía
sudamericana, buscando construir un imperio hijo de España entre
los Andes y la Amazonia, con capital en Loja.
Quizá de ahí devino el ansia de aventura y esa paralela nostalgia
por el regreso que, según nos dice Félix Paladines, caracteriza al
espíritu del lojano. Y que, agrego yo, lo lleva a dejar la tierra silbando
el alegre bolero “Lojanito”, de Salvador Bustamante Celi, para luego
ponerlo a recordar su plácido mundo de bellos ríos y tibios valles, y
llevarlo finalmente a cantar, distante y desolado:
“¡Sino cruel! Hoy en extraños lares
bogo en los mares de la aflicción.
¡Sino cruel! Sobre las recias olas,
bogando a solas va mi dolor.”
Y es que esa es la dialéctica vital del desarraigo, que anida en
170
el alma ecuatoriana y en especial en el alma lojana: un irresistible
anhelo de volar lejos del terruño, con ánimo de hollar nuevos
horizontes, y luego una eterna añoranza de lo dejado, de lo perdido,
y una consecuente ansia de retornar al solar nativo, es decir a su sol,
a su suelo, a sus afectos, a su paisaje.
Desde hace una treintena de años anduve por ese sorprendente
paisaje lojano, en busca de información y conocimientos. En el curso
de esos viajes, me hice de amigos entrañables y generosos, como
Félix Paladines, Marco Placencia, Edgar Palacios, Trotski Guerrero, el
“Obispo” Rojas y Salomón Coronel, con cuya ayuda logré meterme en
archivos públicos privados, entre ellos en el archivo de la Curia, que,
en verdad, era más bien un montón de documentos no clasificados,
a los que mi amigo Salomón trataba de poner en orden y uso. Pero
también tuve ocasión de ejercitar una de mis pasiones intelectuales,
cual es la historia oral, entrevistando a algunos personajes que
guardaban diversos retazos de la otra historia de Loja: la de la vida
social en sus distintos niveles, la de los hábitos cotidianos, la de las
mentalidades colectivas.
Uno de mis informantes fue don Miguel Carpio, por entonces
reputado como el hombre más vejo del “Valle de la Longevidad” de
Vilcabamba. Don Miguel tenía entonces, por 1973, alrededor de 130
años. Eso me llevó a reflexionar en que nuestro país había cumplido
el año anterior el sesquicentenario de su Independencia, y a pensar
también en que el Estado ecuatoriano nació recién en 1830; por
tanto, el Ecuador tenía entonces 143 años de vida, es decir, apenas
trece años más que don Miguel Carpio, quien venía siendo algo así
como el hermano menor de la República del Ecuador. Y fue a partir
de esa revelación mental que diseñé mi entrevista con ese inteligente
y todavía lúcido anciano.
Comencé peguntándole por el mundo de su infancia, por sus
trabajos, por sus viajes, por los antiguos sueños de su gente.
Me contó que venía de una familia de aparceros arrimados,
la cual debía trabajar de sol a sol en las tierras de la hacienda,
incluso los domingos después de asistir a misa. Repregunté acerca
de a qué hora cultivaban su pequeña parcelita. Me dijo que por las
noches, para lo cual él, que ya era maltoncito, le ayudaba a su padre
alumbrándolo con un candil de manteca.
Luego, entrados ya en confianza, me contó que desde entonces
él odió esa dura y triste condición de peón arrimado a una hacienda
y que, apenas pudo, se hizo ayudante de arriero y luego arriero
independiente, recorriendo periódicamente el trayecto entre Loja y
Piura, por el antiguo camino indígena de Huancabamba.
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¿Y dónde dormía usted, dónde hacía paradas?, le inquirí. A
veces, me dijo, en casas posadas que había en los pueblos, pero
la mayoría de las veces en el campo, en la montaña, para lo cual
buscaba un matapalo muy grande y ahí, entre esas enormes raíces,
me acomodaba por las noches con mi piara de mulas, para protegerme
de los tigres. ¿Había mucho tigre por esos lados?, insistí. ¡Uuuuuuh!,
dijo, abundaba el tigre y por eso yo dormía con un ojo abierto, para
estar listo cuando asomara la fiera. Por eso es que maté muchos
tigres y me les bebí la sangré antes de sacarles el cuero. Dicen que la
sangre de tigre es poderosa. A lo mejor será por eso que yo he vivido
tanto, concluyó, con una leve sonrisa de satisfacción.
Después de ese encuentro con don Miguel Carpio, el “hermano
menor de la República”, tuve otras entrevistas importantes con
personajes de Loja, pero ya nada era capaz de sorprenderme cuando
oía las historias insólitas de esa tierra bravía y prodigiosa. Así, pues,
casi no me inmuté cuando un caballero culto y gentil, que por más
señas era cuñado del famoso escritor Alejandro Carrión, me relató
cómo fue que llegó a Loja la primera punta de ganado Holstein,
traída al Ecuador directamente desde los Estados Unidos, por un
empresario de avanzada: don Daniel Alvarez Burneo. El caso fue
que las vacas llegaron por barco al puerto peruano de Paita y desde
ahí las llevaron caminando hasta Loja, pero, para evitar que se les
destruyeran los cascos, les pusieron unas botas especiales que don
Daniel había mandado hacer para ellas con un maestro zapatero
lojano. Y si no recuerdo mal, mi informante me dijo que cada vaca
se había gastado tres juegos de botas en ese largo viaje. Así, pues,
mediante este ingenioso recurso, las vacas llegaron a su destino en
perfecto estado y Loja fue la primera provincia del Ecuador que tuvo
ganado vacuno de alta producción lechera, del mismo modo que,
años antes, su capital había sido la primera ciudad ecuatoriana que
tuvo luz eléctrica.
Muchas otras historias similares podrían relatarse, para mostrar
ese temple especial de estas gentes de Loja, que siempre fueron
gentes de frontera, que templaron su espíritu luchando contra los
elementos naturales, contra las adversidades históricas y sobre todo
contra la incuria y el olvido a que los sometieron los mandones y
políticos de la lejana capital.
Un segundo mérito de este libro radica en el hecho de haberse
evadido su autor de los compartimientos estancos de la interpretación
científica, mediante el arbitrio de pasar y repasar por sobre los
linderos de las ciencias del hombre, para integrar una amplia visión
social de la región lojana, que se proyecta tanto en el tiempo como
en el espacio y que se pasea airosamente por los espacios de la
172
geografía, por los largos tiempos de la historia, por los términos de
la lingüística o por los datos de la sociología, sin dejar de llevarnos
hasta los sabores y olores de la culinaria, las notas gratísimas de la
música o los textos significantes de la poesía. De ahí que, al final de
su lectura, uno se queda con la impresión de haber leído un libro
total, redondo, definitivo, en el que nada falta y nada sobra para
entender el tema planteado.
Otros muchos méritos le encuentro a este trabajo, pero no
quiero anunciarlos, para no prejuiciar el criterio de los lectores,
quienes, estoy seguro, los hallarán por sí mismos.
En todo caso, tengo para mí que esta obra le va a hacer
mucho bien a Loja y a los lojanos, pero también al Ecuador y a
los ecuatorianos. Creo que prontamente va a convertirse en un
modelo de espejo colectivo, en el que los ecuatorianos de cada
región podamos mirarnos, con detenimiento y gozo, el conocido
rostro cotidiano, pero también el alma, no siempre visible en los
espejos de cristal. Y es que Félix ha configurado un libro destinado
a estimular la memoria individual y colectiva y a reflejar las luces y
sombras de una identidad regional. Por lo mismo, confío en que va
a servir de ejemplo para otros esfuerzos similares, que nos ayuden a
rescatar, potenciar y revitalizar otras valiosas identidades regionales
que pueblan nuestra loca geografía: la esmeraldeña, la manabita, la
azuayo–cañari, la bolivarense, la tungurahuense, la carchense y la
oriental, entre otras. Y no incluyo en esta lista a Guayaquil y su zona
de influencia –que abarca la región de la cuenca baja del Guayas–
porque esa labor está en marcha, y por todo lo alto, desde el Archivo
Histórico del Guayas, donde un grupo de soñadores prácticos ha
puesto en marcha una formidable tarea de rescate de la memoria
y la identidad colectivas. Y tampoco menciono a Quito y su región
histórica, donde es ya tradicional el interés por pulir y difundir la
memoria colectiva, y donde hay muchas instituciones y personas
dedicadas a esta grata tarea.
(Palabras en el lanzamiento del libro “Identidad y Raíces”, efectuado el
23 de mayo de 2002, en el aula magna de la Universidad Técnica Particular
de Loja, extensión Quito)
173
25
174
LA VOZ DE LOS
VENCIDOS
En 1992, al cumplirse el Quinto Centenario de la llegada de Colón
a tierras americanas, estalló en todo el continente un generalizado
clamor de los pueblos indígenas contra la situación de opresión y
marginalidad en la que viven. Para la mayoría de los periodistas y
observadores superficiales, se trataba de una reacción coyuntural
de los pueblos indios frente a sus problemas contemporáneos. Hubo
quienes, con absoluta banalidad, creyeron ver en ello una simple
expresión de “antihispanismo”, provocada por las luces y fanfarrias
de la celebración oficial española. En fin, no faltaron los defensores
del sistema, que atribuyeron las protestas indígenas a un “remanente
ideológico del recién fenecido comunismo”.
En verdad, algo de todo eso había en el ambiente, pero la
motivación fundamental estaba más atrás y más adentro, y parecía
escapar a la mirada de aquellos observadores de la coyuntura. Me
refiero al pensamiento milenarista de los pueblos indios, un fenómeno
poco estudiado por la historia de la ideas y que por su trascendencia
merece una mayor atención tanto de la historia cuanto de la
filosofía.
Una aproximación al tema nos lleva inevitablemente al
planteamiento de varias inquietudes iniciales: ¿Existe realmente el
pensamiento milenarista indígena? ¿Cómo se expresa? ¿Cuáles son
sus alcances y perspectivas?
Comencemos por precisar que el pensamiento milenarista
es común a muchos pueblos y culturas de la tierra. En esencia, se
expresa por medio de corrientes de ideas que describen, o a través de
doctrinas que anuncian, la llegada de una era de felicidad y perfección.
Es, pues, una utopía movilizadora, que remueve la conciencia colectiva
y llama a la acción en nombre de un “retorno al pasado feliz”, a la
época anterior a la presencia y dominación del “Mal”.
Un pensamiento social de este tipo lo tuvo el pueblo judío y se
expresó en forma de profecías, tales como las de Isaías acerca del
“Reinado universal de Jehová” y el “Nacimiento y reinado del Mesías”,
era en la cual desaparecería la guerra, las naciones vivirían en paz,
florecerían los desiertos, “los redimidos de Jehová tendrán gozo y
alegría perpetuos, y huirán la tristeza y el gemido”. Lo hallamos en
la cultura judeo–cristiana, expresado como la promesa del libro del
Apocalipsis, de que finalmente habría un “millenium” en el que las
fuerzas del Mal desaparecerían de la faz de la tierra y Cristo impondría
su reino de amor y paz sobre todas las naciones. Lo encontramos
también en la cultura cristiana medieval y sus utopías de la Ciudad de
Dios (“Civitas Dei”) o la Ciudad Ideal (Campanella), donde reinarían la
fraternidad, la justicia y la equidad entre los hombres.
175
Golpeados por la violencia de la conquista y la opresión del
dominio colonial, los indios americanos desarrollaron tempranamente
su propio pensamiento milenarista, su propia profecía de un futuro
feliz, como un medio de resistencia espiritual frente al avasallamiento
total que pretendía imponerles el conquistador. Surgieron así nuevas
formas de religiosidad indígena, que el dominador bautizó con el
prejuiciado nombre de “idolatrías”. Generalmente eran expresiones
culturales clandestinas, aunque en ocasiones llegaron a manifestarse
como activas ideas de resistencia contra los conquistadores, como
ocurrió en el siglo XVI con la idolatría de Martín Ocelótl, en la Nueva
España, y la “guerra del Mixtón”, en la Nueva Galicia.
Empero, la más cabal expresión de esa cultura de la resistencia
fue el movimiento peruano del Taqui Ongo, que surgió hacia 1560 y
que en poco tiempo llegó a tener miles de seguidores. Traducido como
“canto o danza de la enfermedad”, era una ceremonia de ritualización
de la tragedia indígena, en la cual unos shamanes viajeros, que iban
de pueblo en pueblo, entraban públicamente en trance, hablaban con
la voz de los viejos dioses caídos y anunciaban el advenimiento de
una era feliz, que comenzaría con la expulsión de los españoles y de
su dios blanco. Y todo ello ocurría en medio de un frenesí de cantos
y bailes de la multitud, que celebraba así la esperanza de su futura
liberación.
De modo muy semejante a las profecías judaicas, las prédicas de
los sacerdotes del Taqui Ongo contenían también anatemas terribles
contra los indios que rindiesen culto al dios cristiano, a los cuales se
amenazaba con que el día de la venganza de las “huacas” (dioses
indios) los traidores quedarían condenados a vagar por el mundo con
la cabeza para abajo y los pies hacia arriba, o que se convertirían en
animales, antes de ser tragados por el mar junto con los españoles.
En consecuencia, para limpiar sus culpas se les exigía que volviesen a
adorar a las huacas y homenajear a los shamanes, que se despojasen
de los nombres y costumbres de los cristianos y que se purificasen por
medio del ayuno y la abstinencia sexual.
En los siglos posteriores, el pensamiento milenarista indígena
siguió latente y aun se alimentó de las prédicas proféticas y
milenaristas del cristianismo, en un curioso ejemplo de sincretismo
cultural, por el cual el dominado utilizaba en su defensa las propias
razones del dominador. Tal lo ocurrido en la Sierra quiteña hacia 1797,
cuando los indios de la región, afectados por un terrible cataclismo
geológico, en el que se juntaron erupciones volcánicas y terremotos,
se rebelaron contra los españoles y proclamaron que la “Pachamama”
(su Madre Tierra) y los volcanes (sus dioses tutelares) se violentaban
176
para expresar su ira contra los españoles, que habían avasallado a
los indios y hollado sus valles y montañas. “Se alzaron los indios en
el primer instante, publicando entre sí que los que los volcanes de
Tungurahua, de donde procedió el estrago, habían dado aquellas
tierras a sus antepasados y, adorando a aquellos volcanes como si
fueran dioses, trataron de eliminar a los españoles que se habían
escapado de la ruina general,” informaba a Madrid un angustiado
Presidente de Quito.
Hubo más: los indios, en una clara expresión de su milenarismo,
sincretizado ya con la religión católica, proclamaron entonces que
se habían cumplido los tres siglos de dominio que el Papa había
dado a España sobre América y que era llegada la hora de que los
españoles abandonaran esta tierra y los indios recobraran su libertad.
Sumamente preocupado con tal situación, el presidente Muñoz de
Guzmán puso en estado de máxima alerta a las fuerzas militares
coloniales, cuidando, según sus palabras, “de no dejar a este pueblo
sin el freno de la tropa, por lo que en el día me hallo vigilante de la
conducta de los indios de los pueblos arruinados, que según los partes
de los respectivos corregidores me aseguran haberse insolentado y
que profieren no deber ya pagar tributos...”
Mientras la tierra americana sufría estos trastornos geológicos y
sociales, en Europa se expresaba otra forma de pensamiento, la razón
ilustrada, para proclamar por boca de Francisco de Miranda y Juan
Pablo Vizcardo la necesidad de poner fin al dominio colonial de España
sobre América. Pero no sólo cambiaba la forma de pensamiento que
inspiraba esas diferentes proclamas (pensamiento mítico, en los
indios; pensamiento ilustrado, en los criollos), sino también el sentido
profundo de ellas. Así, mientras los indios reclamaban la restitución
histórica de su mundo, usurpado por los conquistadores europeos,
Vizcardo proclamaba en su famosa “Carta a los españoles americanos”
el derecho preferencial de los descendientes de los conquistadores a
ejercer señorío sobre América, derivado del “mayor y mejor derecho”
de sus antecesores ibéricos para “adueñarse enteramente del fruto
de su arrojo y gozar de su felicidad.” De este modo quedó planteada
una contradicción histórica que todavía no ha sido resuelta: la de los
criollos contra los indios, por el derecho a la posesión de las tierras
americanas.
Ruindad de la historia, el pensamiento de los criollos fue
Informe del Presidente de la Audiencia, Luis Muñoz de Guzmán,
al ministro Llaguno. Quito, 20 de febrero de 1797. AGI, S. Quito, L. 250.
Ibid.
177
condensado en innumerables escritos, libros y periódicos, mientras
que el pensamiento de los indios quedó condensado únicamente en
su oralidad y no trascendió a la palabra escrita, precisamente porque
el colonialismo se había encargado de privarles o limitarles el acceso
a la escritura, como una forma de dejarlos al margen de la crónica
histórica. Por eso la dificultad de recoger en su futuro (nuestro
presente) las voces de las etnias americanas, esas voces que relataron
la primera historia, que describieron los horrores del colonialismo, que
a lo largo de tres siglos convocaron a la lucha por la recuperación de su
libertad. Cuando más, esas voces perviven –mutiladas, distorsionadas,
deformadas– en los temerosos informes de las autoridades coloniales,
en las acusaciones judiciales del dominador o en las memorias de los
represores. Y sin embargo contienen tanto empuje histórico y tanta
pasión vital que aún nos estremecen con sus denuncias del oprobio,
con su ansia de libertad, con la fuerza de sus sueños colectivos.
Son bellos sueños, bellas utopías. Sueñan con un mundo justo
y pacífico, donde la violencia y la injusticia hayan desaparecido, para
dar paso a un nuevo orden de equidad y paz. Sueñan también con
un mundo honesto y moralmente limpio, donde haya sido eliminada
toda forma de corrupción inspirada en la avaricia o en la ambición
descontrolada de riqueza, donde el hombre vuelva a valer más que el
oro y florezca la generosidad mutua. Para llegar a ese mundo nuevo,
los autores de esos sueños han definido un tríptico moral a practicar
en todo tiempo: “Ama shua, ama quilla, ama llulla”: no robarás, no
mentirás, no serás vago. ***
¿Qué pasaba, entretanto, con los negros americanos?
Pese a ser víctimas del colonialismo, al igual que los indios,
los negros debieron enfrentar una situación diferente. Arrancados
de su mundo nativo por la brutalidad de los traficantes de carne
humana, trasladados a un mundo que no conocían y al principio ni
siquiera entendían, aherrojados con grillos y cadenas para domeñar
su natural instinto de libertad, vendidos como bestias y maltratados
en toda forma por sus amos, los negros de origen africano ocuparon
en las sociedades coloniales americanas el último lugar en la escala
social, un lugar que estaba a medio camino entre la humanidad y la
animalidad: la esclavitud.
Ríos de tinta se han hecho correr en disquisiciones sobre el
origen de esta bárbara institución creada por los hombres. En el caso
de la esclavitud de los negros, hay quienes con ligereza la atribuyen
al buen padre Las Casas, quien, en una de sus cartas y memoriales
178
escritos al rey en defensa de los indios, recomendó que se trajeran
negros del Africa para que trabajasen en las tierras cálidas de
América. Pero los actuales estudios historiográficos han revelado que
la esclavitud de los africanos, tanto blancos como negros, surgió de
las guerras y conflictos marítimos entre la Europa cristiana y el Africa
musulmana, y era ya una institución arraigada en el sur de España y
Portugal cuando Colón arribó a América. De lo cual podemos concluir
que fray Bartolomé no inventó la esclavitud sino que, a lo más, buscó
aprovecharla en beneficio de sus defendidos.
Para el colonialista, el negro era simplemente un esclavo, una
especie de bestia con forma humana “creada por Dios para servir a
sus amos blancos”. Pero para sí mismo era un ser humano victimizado
por la violencia de sus opresores, un ser con sentimientos, lengua,
dioses y sueños propios, que ansiaba constantemente la libertad.
No es de extrañar, pues, que en la historia del colonialismo europeo
en América se hallen como elementos estructurales de las diversas
sociedades tanto la esclavitud cuanto la resistencia esclava, expresada
en protestas, robos y delitos de sangre contra los amos y capataces,
así como en fugas, levantamientos o formación de palenques y
quilombos de negros prófugos.
También son testimonios de esa resistencia las formas de
represión institucionalizadas por el sistema colonial contra la resistencia
esclava, expresadas en leyes y mandatos legales, que detallaban y
categorizaban tanto los posibles delitos de los esclavos cuanto las
penas y castigos que debían merecer por ellos. En la culminación
de ese proceso de institucionalización de la represión se dictaron los
famosos “Códigos Negros”, que buscaban normar todos los aspectos
de la esclavitud en América Latina. De ellos, el más opresivo fue quizá
el Code Noir promulgado en 1685 para las colonias francesas del
Caribe, que daba al esclavo la categoría de un bien mueble sin ningún
derecho personal, establecía durísimas penas para los esclavos
fugitivos y daba al amo un ilimitado derecho de castigo; inclusive
negaba a los esclavos el derecho al culto religioso, aunque obligaba
a los amos a bautizarlos. En cuanto al ámbito español, el Código
Negro carolino de 1784 era también bastante riguroso: disponía
duros castigos contra los negros rebeldes o cimarrones, prohibía a los
esclavos tener un peculio superior a la cuarta parte de su propio valor,
así como efectuar legados a sus familiares; también impedía que los
esclavos comprasen su libertad, sosteniendo que el dinero reunido
por estos era generalmente fruto de robos o de prostitución.
Empero, más allá de esa brutal realidad socio-jurídica
consagrada por el sistema colonial, supervivía otra realidad, no menos
significativa: era el espacio de la conciencia social de los esclavos, que
179
se percibían a sí mismos como unos seres humanos oprimidos por la
violencia, degradados por la injusticia del mundo y la sevicia de sus
amos, y merecedores de mejor trato, en tanto que “seres racionales
e hijos de Dios”. Así, un esclavo quiteño de fines del siglo XVIII, Mariano
Chiriboga, pidió a las autoridades que le cambiaran de amo, pues bajo
el que tenía, que era don Maximiliano Coronel, canónigo de la catedral,
había “padecido los mayores maltratos y tormentos que pudiera una
criatura humana que, si no hubiera sido por haber concertado la
gran misericordia de Dios, ya hubiera pasado de esta presente vida
a otra”.
Otros dos esclavos, Claudio Delgado y Bonifacio Isidro Carvajal,
denunciaron por la misma época la brutalidad con que eran tratados
los negros en las minas de oro de Barbacoas (actual Colombia), en
especial “... la impía crueldad del capitán y apoderado Onorio Estupiñán
... y con este motibo no cabe explicación de la sebicia que hemos
tolerado aun quando por tinta corriera la sangre de nuestras venas”.
Delgado denunciaba, por su parte, la terrible situación de su esposa,
que se hallaba “combaleciente de un novenario de asotes a ciento,
tarde cinco, hasta dexarla ynábil, tanto que al curarle yba echando
trosos de carne por las partes berendas”. La razón de la crueldad del
capataz era, según el denunciante, que éste buscaba constantemente
“violentar a las mujeres, que si éstas condecienden lo pasan bien, de
lo contrario beben estos tragos de la muerte”.
Además de esas voces testimoniales del dolor humano, en
los archivos existen también valiosas pruebas de esa conciencia de
humanidad que poseían los esclavos y que les impelía a luchar por
todos los medios a su alcance para liberarse de la esclavitud o, al
menos, evitar los maltratos y alcanzar algún resquicio de libertad
personal.
Juliana Villasís, una negra quiteña, escribía en 1801: “Los esclavos
somos las personas más miserables y penosas, pero racionales y de la
especie humana, cuia servidumbre es contra naturaleza...”.
Y el esclavo Francisco Carillo argumentaba, por la misma época:
“No nos falta otra cosa sino es quitarnos esta color morena oscura e
infeliz, pero en la que sea alma racional y censitiva, tiene igual el amo
como el siervo”.
Cit. por Bernard Lavallé, “El cuestionamiento de la esclavitud en
Quito colonial”, Colección Todo es Historia, Nº 8, Universidad Estatal de
Bolívar, Quito, 1996, p. 58.
Id., p. 62.
Id., p. 63.
180
***
Vista esa conciencia de humanidad que poseían los esclavos,
no debe extrañarnos que lucharan por todos los medios en busca de
su libertad: fugando de las haciendas y plantaciones, matando a sus
amos o capataces, buscando cambiar de amo, comprando su libertad
con sus ahorros, litigando en busca de manumisión o rebelándose
masivamente contra el sistema. De ahí que la historia de nuestro
continente esté poblada de rebeliones, motines y alzamientos de
esclavos. En general, se trataba de revueltas espontáneas, efectuadas
por unos pocos esclavos, pero algunos de esos movimientos
implicaron a grandes grupos de trabajadores negros, se efectuaron
con una cuidadosa preparación previa y estuvieron motivados por
concepciones religiosas de carácter milenarista, según las cuales los
dioses africanos vendrían finalmente a liberar a sus hijos de la tiranía
de los esclavistas cristianos. Hubo también casos de rebeliones o
movimientos de cimarronaje efectuados conjuntamente por negros
prófugos e indios alzados.
Casi siempre, esas rebeliones de esclavos terminaron aplastadas
brutalmente por los amos y las autoridades; sin embargo, algunas
de ellas tuvieron éxito temporal y su ejemplo produjo ecos en otras
regiones. Una de estas fue la de los esclavos musulmanes brasileños,
que se alzaron entre 1808 y 1835 en la región brasileña de Bahía y
fundaron la “República de los Palmares”, sostenida durante años en
medio de una constante y a ratos triunfal guerra contra las autoridades
coloniales.
La única rebelión esclava que triunfó en América fue la de los
esclavos haitianos, que, inspirados en el culto vudú, aprovecharon
la crisis colonial producida por la Revolución Francesa para
insurreccionarse en 1791 contra sus amos blancos. Luego de varios
años de lucha, tomó el control del movimiento el jefe revolucionario
Toussaint Louverture, bajo cuyo liderazgo el ejército de esclavos
venció a todos sus enemigos locales y también derrotó a los ejércitos
expedicionarios enviados por España e Inglaterra. En 1801, una
Asamblea Central convocada por Toussaint decretó la “Constitución de
la colonia de Santo Domingo”, por la cual Haití y sus islas adyacentes
reconocían el predominio francés, pero también hacían suyo el espíritu
libertario de la Revolución Francesa, consagrado en la “Declaración
de Derechos del Hombre y del Ciudadano”. En consecuencia, esa
Constitución proclamaba:
“Art. 3. En este territorio no podrá haber esclavos. La
servidumbre ha sido abolida para siempre. Todos los hombres nacen,
181
viven y mueren libres y franceses.
Art. 4. Todo hombre, cualquiera sea su color, puede ser admitido
en cualquier empleo.
Art. 5. No hay otra distinción que la de la virtud y el talento,
ni otra superioridad que la otorgada por la ley en el ejercicio de la
función pública. La ley es igual para todos, tanto cuando castiga como
cuando protege.”
Forzada por la insurrección de los esclavos haitianos, la Asamblea
Nacional francesa declaró abolida la esclavitud en las colonias. Pero
poco después, en 1802, Napoleón Bonaparte anuló la abolición y envió
hacia el Caribe un gran ejército colonial, encargado de restablecer la
esclavitud en las colonias francesas. En el caso de Haití, Toussaint fue
apresado por los franceses, pero los esclavos insurrectos resistieron
exitosamente; tras dos años de guerra, derrotaron al ejército colonial
y consolidaron definitivamente su libertad. En enero de 1804, bajo
la jefatura de Dessalines, fue proclamada la independencia haitiana
y creada la primera república independiente de América, que fuera
también la primera república negra del mundo. En la proclama de
independencia, Dessalines afirmaba:
“... Hemos osado ser libres, osemos serlo por nosotros mismos
y para nosotros mismos. ... Juremos ante el universo entero, ante la
posteridad, ante nosotros mismos, renunciar para siempre a Francia,
y morir antes que vivir bajo su dominación. ... Prestad entonces
juramento de vivir libres e independientes, y de preferir la muerte a
todo lo que pueda volveros al yugo.”
Unos años más tarde, sería precisamente el gobierno haitiano
del presidente Pétion quien proveería de armas y recursos a la
empresa libertadora de Simón Bolívar, poniendo como única condición
que el futuro Libertador de Sudamérica decretara la manumisión de
los esclavos de Venezuela.
Hasta donde pudo, Bolívar hizo honor a ese compromiso.
* * *
La historia humana tiene una inevitable carga de tragedia, al
punto que a veces el conocimiento del pasado es un ejercicio ingrato,
pero inevitable e indispensable para vivir conscientemente nuestro
destino, porque no hay experiencia ninguna en el cerebro humano
que no esté construida sobre la memoria individual o colectiva.
Esa carga de tragedia es especialmente agobiante cuando
182
se trata de construir una historia alternativa a partir de memorias
colectivas vinculadas al sufrimiento, a la opresión o a la marginación.
Ha escrito Czelsaw Milosz: “Uno recuerda lo que duele: los judíos
recuerdan, los polacos recuerdan”. Podríamos añadir: “los indios y
los negros de América recuerdan”. Y explicar que no recuerdan su
pasado por un ejercicio de victimismo o un prurito de revancha, sino
por una irrefrenable necesidad de entender su oprobioso presente y
de rescatar sus raíces originales, su identidad como pueblos.
En general, no es posible reconstruir a cabalidad la memoria
histórica, puesto que no nos es dado recuperar todos los testimonios
del pasado. Pero esta realidad se agrava cuando se trata de pueblos
marginados de la historia, privados por el opresor de todo acceso a
los recursos de la cultura escrita. Por ello, la verdadera historia de los
indios y los negros americanos está hecha de testimonios aislados,
palabras sueltas, sueños inconclusos. Son materiales insuficientes
para reconstruir una memoria total, cabal y completa de esos pueblos,
pero ellos bastan para lograr dos fines fundamentales de la historia:
hacer luz sobre el pasado de una parte de la humanidad, ocultado
intencionalmente por los opresores, y ayudar a los pueblos indios,
negros y mestizos en el esfuerzo de reconstrucción de su memoria y
recuperación de su antigua dignidad.
Y siempre que se trata de temas históricos, aparece por delante
la vieja exigencia de la “objetividad”, que la derecha entiende como
una camisa de fuerza puesta a la ciencia para evitar que ésta vaya
más allá de lo que está escrito en los documentos, más allá de lo que
los escribas del sistema de dominación consideraron digno de ser
registrado como testimonio de su tiempo. Por este medio, tomando
a la objetividad como escudo, se trata de impedir que la historia sea
una ciencia plenamente desarrollada –es decir, una ciencia reflexiva,
capaz de teorizar sobre la realidad pasada y presente– y se busca que
siga siendo la pequeña ciencia de los archivistas, los paleógrafos y
los transcriptores, para la cual lo escrito en el documento es la única
verdad posible. ¿Y qué pasa con lo no escrito o lo apenas sugerido? ¿Y
cómo reconstruir la historia de esos sectores marginales, que estaban
–y aún están– al margen de la escritura? ¿Y dónde queda la historia
de los pueblos de cultura oral?
Hace una cuarentena de años, saliendo al paso de los guardianes
de la “objetividad histórica”, el historiador argentino Dardo Cúneo
escribió: “La objetividad comienza por no desconocer, ni descontar,
ningún elemento de la realidad en vigencia, en beligerancia, y requiere
el coraje de entender los problemas desde su raíz, reconocerlos en
todas sus dimensiones, interpretarlos en sus contradicciones y extraer
de ellas los significados esenciales que hacen a la continuidad histórica
183
de una comunidad, de un pueblo, de una nación; objetividad que
no aisla pasados con respecto al presente, ni a éste con relación a
aquellos.”
La ciencia histórica, a diferencia de los dogmas religiosos,
está hecha de incertidumbres, búsquedas tentativas y pasos de
aproximación. El historiador, como cualquier científico, acepta el error
y la duda como elementos inevitables de su trabajo investigativo,
por lo cual camina con pasos inseguros en busca de la verdad. Y
esto lo diferencia del predicador, que cree ser dueño de una verdad y
afirma que ésta le ha sido revelada. Así, pues, el estudio de la Historia
nos permite conocer el pasado y encontrar claves de comprensión
del presente, pero también nos ayuda a descubrir las rutas del
conocimiento, a comprender las dificultades que hay en ellas y a
identificar los métodos necesarios para superarlas.
De otra parte, y supuesto que la historia general se hace de
historias parciales, uno de los grandes progresos del saber histórico
ha sido la relativamente reciente preocupación por grupos humanos
que antes estaban excluidos: las mujeres, los pobres, los trabajadores,
los esclavos. Lo cual prueba, una vez más, que no se avanza poniendo
límites al conocimiento sino haciéndole ganar, a la vez, extensión y
profundidad.
Y tras estas necesarias reflexiones, volvemos de nuevo al tema
que nos ocupa.
***
Fueron los indios y los negros, víctimas principales del
colonialismo, quienes lucharon primero por la libertad en tierras de
América. Y esto los diferenció de la generalidad de los criollos, que
hablaban en teoría de la libertad, pero en la práctica sólo querían la
emancipación: hijos adultos de España, buscaban independizarse de
su madre patria, para mejor explotar a sus siervos indios y esclavos
negros.
Con todo lo brutal que fue el colonialismo externo, tuvo límites
en su brutalidad. Las Leyes de Indias buscaron garantizar algunos
derechos de los nativos americanos, a partir de la consideración de
que eran vasallos libres del rey de España. Y los Códigos Negros
españoles hicieron otro tanto respecto de los esclavos de origen
africano, bajo la óptica cristiana de que también eran hijos de Dios. Pero las nacientes oligarquías criollas, engendradas en la misma
matriz colonial, no tuvieron límites en su brutalidad respecto a indios,
negros y grupos sociales derivados de estos. Usando y abusando
de las leyes, o violándolas flagrantemente cuando convenía a sus
intereses, ellas esclavizaron a los indios en minas, haciendas, obrajes
184
y batanes, provocando con ello sucesivos levantamientos y rebeliones
de sus víctimas. De este modo el indio, supuesto vasallo libre del
rey, terminó por ser más esclavo que el negro y en muchos sentidos
fue peor tratado que éste. Es que el esclavo valía cientos de pesos
y era preciso cuidarlo bien para proteger la inversión hecha en él,
mientras que el indio era “res nullius”, cosa de nadie, y no importaba
si llegaba a morir por exceso de trabajo o de maltratos. Obviamente,
recordar esta diferenciación de tratos no apunta a ignorar la extrema
crueldad con que los esclavos eran tratados cuando delinquían, huían
o se rebelaban contra sus amos, mereciendo por ello azotainas,
apaleamientos, mutilaciones y hasta condenas de muerte.
Esa brutalidad oligárquica explica, en lo fundamental,
la resistencia de muchos pueblos y regiones americanos a la
independencia gestionada por los propietarios criollos y el paralelo
apoyo brindado a las autoridades coloniales. Los llaneros negros y
pardos de Venezuela y los indios de Pasto son quizá los mayores
ejemplos de esa resistencia popular, hecha al grito de: ¡Viva el rey y
mueran los blancos!
***
Hijo de América tanto como de España, pero heredero del
sistema de dominación creado por los europeos, el criollo será el
protagonista principal de la historia latinoamericana del siglo XIX.
Empero, sería injusto dejar de precisar que entre los criollos hubo
propietarios oligárquicos ambiciosos, que actuaron como factores y
beneficiarios del sistema, pero también gentes de elevada estatura
moral, que se preocuparon de los problemas sociales existentes en
sus países e hicieron suyas las reivindicaciones humanas de indios y
negros.
A comienzos del siglo XIX, hallamos varios ejemplos de criollos
progresistas, que abogaron por la liberación social de indios y negros
como primer paso de una necesaria renovación social, que en última
instancia apuntaba a la conformación de una sociedad democrática.
Quizá el primero de ellos fue el padre de la independencia
de México, don Miguel Hidalgo y Costilla, quien el 5 de diciembre
de 1810 expidió en Guadalajara su célebre “Bando sobre tierras”,
por el que dispuso que concluyesen los tramposos arriendos de
tierras comunitarias indígenas hechas por los hacendados y que “se
entreguen a los referidos naturales las tierras para su cultivo, sin que
para lo sucesivo puedan arrendarse, pues es mi voluntad -decía- que
su goce sea únicamente de los naturales de sus respectivos pueblos.”
Adicionalmente, al día siguiente promulgó un “Bando sobre esclavos
185
y tributos”, en el que hacía las siguientes declaraciones:
“Primera: Que todos los dueños de esclavos deberán darles la
libertad en el término de diez días, so pena de muerte, que se les
aplicará por transgresión de este artículo. Segunda: Que cese para
lo sucesivo la contribución de tributos, respecto de las castas que lo
pagaban, y toda exacción que a los indios se les exigía. ...”
Dos años más tarde, el guayaquileño José Joaquín Olmedo,
diputado a las Cortes de Cádiz, denunció minuciosamente todo el
horror de la mita y otras formas de servidumbre indígena, calificándolas
como “bárbaras herencias de la conquista y gobierno feudal, fomento
de la pereza y del orgullo de los nobles y ennoblecidos, y esclavitud
de los naturales paliada con el nombre de protección. ... Es admirable
-agregaba- que haya habido en algún tiempo razones que aconsejen
esta práctica de servidumbre y de muerte; pero es más admirable que
haya habido reyes que la manden, leyes que la protejan y pueblos que
la sufran. ... Los indios son condenados a esas horribles y famosas
fatigas -denunciaba- sin otra culpa que la avaricia ajena, sin otro crimen
que su humildad y su mansedumbre”, para concluir afirmando que “la
justicia, la humanidad la política aconsejan y mandan imperiosamente
la abolición de la mita y de toda servidumbre personal de los indios, y
la derogación de todas las leyes mitales.”
Poco más tarde, el 12 de marzo de 1813, la Asamblea
Constituyente de las Provincias Unidas del Río de la Plata sancionó
el histórico decreto de supresión de la servidumbre, originalmente
expedido por la Junta Provincial Gubernativa el 1º de septiembre
de 1811 y por tanto declaró “derogada la mita, las encomiendas, el
yanaconazgo y el servicio personal de los indios bajo todo respecto
y sin exceptuar aun el que prestan a las iglesias y sus párrocos o
ministros, siendo la voluntad de esta soberana corporación el que del
mismo modo se les haya y tenga a los mencionados indios de todas
las Provincias Unidas por hombres perfectamente libres, y en igualdad
de derechos a todos los demás ciudadanos que las pueblan, debiendo
imprimirse y publicarse este soberano decreto en todos los pueblos de
las mencionadas Provincias, traduciéndose al efecto fielmente en los
idiomas guaraní, quechua y aymará, para la común inteligencia”.
***
Discurso del diputado J. J. Olmedo en las Cortes de Cádiz sobre
la abolición de las mitas; 12 de octubre de 1812.
186
Una vez conformadas las repúblicas hispanoamericanas, el
colonialismo español fue sustituido por el colonialismo interno de las
oligarquías criollas. Mientras los descendientes de España ejercían
el poder y redactaban solemnes constituciones liberales, indios y
negros siguieron siendo la fuerza esclava que cavaba minas, cultivaba
haciendas y plantaciones, construía caminos, levantaba iglesias
y edificios públicos. Los indios, legalmente tan libres como antes,
tenían el deber adicional de sostener al fisco con sus tributos, aunque
estaban oficialmente marginados del derecho al voto. Los negros,
que lucharan en la vanguardia de los ejércitos de la independencia
y recibieran por ello ofertas de libertad, fueron luego burlados en
sus aspiraciones y sometidos otra vez al yugo de la esclavitud o de
la servidumbre. Eso sí, unos y otros estaban obligados a participar
como carne de cañón en las reiteradas guerras civiles desatadas por
caudillos regionales o clanes oligárquicos ambiciosos de mando, o en
las guerras internacionales declaradas por esas mismas fuerzas del
poder.
Las oligarquías criollas reorganizaron a su gusto la vida pública
y privada. Tras la etapa heroica de la guerra de independencia, en la
que algunos hombres de humilde origen alcanzaron por su bravura
altos puestos en la milicia, todo indio o negro que careciera de amo u
oficio conocido, o que anduviera libremente por calles y caminos, fue
perseguido como delincuente, al amparo de las famosas “leyes contra
la vagancia” que se dictaron en todos los países hispanoamericanos.
De este modo, el sistema hacienda buscó radicar dentro de sus límites
a la fuerza de trabajo y en esta tarea no se diferenciaron mucho los
regímenes liberales de los conservadores.
La república oligárquica fue el modelo de Estado que se
generalizó en el continente, tanto en el norte anglosajón como en el
sur iberoamericano. En todos los países, las Constituciones contenían
solemnes declaraciones acerca de los derechos del hombre y del
ciudadano, pero en todos ellos existían también sistemas electorales
censitarios, que otorgaban el voto únicamente a quienes tuvieran
una propiedad o una profesión liberal, supieran leer y escribir y
no trabajaran en relación de dependencia. Por este medio, fueron
marginados de la vida política los indios, los negros y los mestizos,
que precisamente por causa del sistema eran pobres, ignorantes y
dependientes.
El indio, supuestamente libre, siguió sometido a la triple
exacción del patrón, del Estado y de la Iglesia, por medio de una
combinación perversa y perfecta: lo poco que le pagaba el hacendado
se lo quitaban el cura y el cobrador de impuestos, con lo cual estaba
obligado a seguir trabajando en la hacienda para poder seguir
187
pagando al cura y al gobierno. Hay más: por acaso el peón fuese a
huir de la hacienda en busca de otro patrono, el hacendado buscaba
endeudarlo crecientemente, para mantenerlo bajo el yugo de la ley,
que establecía la prisión por deudas. En ciertos países, las deudas eran
inclusive hereditarias, con lo cual la servidumbre indígena terminaba
siendo semejante, en los hechos, a la esclavitud negra.
El negro, por su parte, vió burladas las promesas de manumisión
que le hicieran los líderes de la independencia. En la Gran Colombia,
el Libertador Simón Bolívar decretó la libertad de los esclavos, pero el
Congreso, dominado por los propietarios criollos, revisó el asunto en
1821 y lo redujo a una simple “libertad de vientres”, por la cual los hijos
de esclavos nacían libres, pero sus padres seguían en la esclavitud;
además, los hijos libertos debían prestar servicios personales al amo
hasta su mayoría de edad, como pago por su manutención.
No era muy diferente la situación de los mestizos. Despreciados
por los blancos y recelados por los indios y negros, los “ladinos”
constituían una suerte de parias acomodaticios, útiles para cumplir
cualquier tarea servil o para ejecutar los trabajos sucios que requería el
sistema. Ellos constituyeron la base social de los ejércitos republicanos,
de las policías rurales, del estamento de capataces y mayordomos de
las haciendas; carne de cañón para las guerras civiles o conflictos
internacionales, ellos fueron también los encargados de apresar indios
y negros prófugos o de aplastar levantamientos populares. Pero, por
otra parte, ellos formaron también las filas del artesanado urbano,
esa masa levantisca de las ciudades que se alzaba periódicamente
contra las tiranías, y más tarde llegaron a constituir la base social de
la naciente clase obrera latinoamericana.
***
En general, fueron las fuerzas liberales quienes abrieron las
puertas de nuestra América al progreso social y a la modernidad
capitalista. Los pensadores liberales de vanguardia, inspirados
en una originaria conciencia nacional y deseosos de construir una
sociedad abierta, donde los hombres valieran por su mérito y no por
su nacimiento o color, se empeñaron en eliminar de nuestros países
los rezagos coloniales, entre los cuales figuraban notoriamente la
servidumbre del indio y la esclavitud del negro.
Empero, los gobiernos liberales no siempre se guiaron por
el pensamiento de su vanguardia ideológica, sino más bien por
realidades políticas o concretos intereses de la estructura social. En
ese contexto, para el liberalismo latinoamericano del siglo XIX, la
supresión de la esclavitud de los negros fue un logro más fácil de
188
realizar que la eliminación de la servidumbre indígena. La campaña
de Inglaterra contra el comercio negrero y la generalización de las
leyes de “libertad de vientres” en América Latina irían mermando, en
la práctica, la capacidad de reproducción del régimen esclavista en los
países de la región. De otra parte, algunos caudillos liberales, como
el ecuatoriano Urbina, hallarían en la manumisión de los esclavos un
provechoso mecanismo para el fortalecimiento de sus fuerzas militares,
enfrentadas en intermitente guerra civil a las fuerzas conservadoras.
Fuese por estas o por otras razones, lo cierto es que hacia el tercio
final del siglo XIX la esclavitud había sido abolida legalmente en
muchos países o fue desaparecido de hecho con la muerte de los
últimos esclavos.
Más compleja les resultó a los líderes liberales la resolución de
la cuestión indígena. De una parte, estaban la fuerza e influencia que
poseía el sistema-hacienda en la mayoría de países del subcontinente,
sistema que no sólo se sostenía en la hacienda tradicional y en la
propiedad territorial eclesiástica, sino también en la plantación de
nueva data, vinculada al mercado exterior. En términos políticos, esto
significaba que la hacienda, como modelo de producción servil y de
control de la mano de obra indígena, interesaba tanto a los antiguos
hacendados conservadores y a la Iglesia como a los nuevos plantadores
liberales. Así, pues, liberar al indio de la dominación servil implicaba
afectar de muerte al sistema hacienda y golpear los intereses de toda
la clase dominante, y los liberales no estaban dispuestos a llegar tan
lejos, fuese porque su debilidad política no lo permitía o porque su
misma ideología les refrenaba en su avance reformista, ante el temor
de afectar los sacrosantos intereses de la propiedad privada.
De esta manera se explica que unos líderes reformistas tan
avanzados como el mexicano Benito Juárez (él mismo un indio
zapoteca), el guatemalteco Justo Rufino Barrios o el ecuatoriano Eloy
Alfaro se hayan enfrentado valientemente a la Iglesia, a los ejércitos
conservadores y aún a las fuerzas intervencionistas extranjeras, pero
no se hayan atrevido a reformar el sistema-hacienda y a liberar al
indio de su condición servil.
Sin embargo, en honor a la verdad, debemos destacar que Alfaro
no se limitó a soslayar la presencia del problema indígena sino que lo
denunció y aún avanzó algunos pasos hacia su solución. Como líder
de la revolución liberal de 1895, en cuyo triunfo los indios tuvieron un
papel protagónico, Alfaro liberó a éstos de la contribución personal
(nombre que en la república había tomado el colonial “tributos de
indios”) y otras gabelas fiscales, así como del trabajo obligatorio en
obras públicas. Además, dispuso la creación de escuelas especiales
para la educación indígena y mandó que las autoridades civiles y
189
militares los tratasen con respeto y los protegiesen de todo abuso. Este
líder radical inclusive llegó a denunciar el problema de la servidumbre
indígena y campesina en su mensaje a la Convención Nacional de
1896, diciendo:
“La raza indígena, la oriunda y dueña del territorio antes de la
conquista española, continúa también en su mayor parte sometida a
la más oprobiosa esclavitud, a título de peones. Triste y bochornoso
me es declararlo; los benefícos rayos del sol de la independencia, nos
han penetrado en las chozas de estos infelices, convertidos en parias
por obra de la codicia...
A título de peones conciertos, los indios son siervos perpetuos
de sus llamados patrones.
...No sólo son culpables los que esclavizan sino también los que
sancionamos con la indiferencia ese delito de lesa humanidad, contra
una clase desvalida...
(También) tenemos en las provincias del Litoral una clase de gente
campesina conocida con el nombre de peones conciertos; esclavos
disimulados, cuya desgraciada condición entraña una amenaza para
la tranquilidad pública, el día en que un nuevo Espartaco se pusiera a
la cabeza de ellos para reivindicar su libertad....”
Lamentablemente, la solución que Alfaro propuso para el
problema de la servidumbre indígena y campesina revela esos ya
planteados límites ideológicos que tuvo el liberalismo latinoamericano:
tratando de no atacar al dogma de la propiedad privada, ¡planteó la
necesidad de que se reuniera un Congreso Nacional de Hacendados,
que le recomendara las medidas a tomar para la liquidación del
concertaje!...
Esas limitaciones ideológicas fueron comunes al liberalismo
latinoamericano decimonónico y la reforma liberal fue desigual en los
distintos países del continente: temprana en unos y tardía en otros,
o profunda en éstos y superficial en aquellos, pero, en su conjunto,
la acción renovadora de los liberales marcó un punto de ruptura
definitiva con el pasado colonial y post-colonial. En muchos casos,
la reforma no alcanzó a cumplir su programa de cambios sociales y
hubo necesidad de nuevas revoluciones para liberar definitivamente
a la fuerza de trabajo de sus viejas ataduras serviles o semiserviles y
dar paso al imperio del trabajo asalariado.
Empero, nada de esto se hubiera alcanzado de no ser por la lucha
de los pueblos americanos y de su antigua conciencia de humanidad,
que todavía sostienen y empujan el sueño de una América liberada
del racismo, la opresión y la desigualdad.
190
26.
EN LOS ALBORES
DE UNA NUEVA UNIVERSIDAD
191
El cambio de milenio encuentra a la universidad ecuatoriana
atrapada entre dos fuerzas poderosas, que tiran de sus brazos en
sentido contrario: de una parte, una tendencia tradicionalista,
profundamente conservadora, que la hace verse a sí misma con la
placidez del pasado, que todavía la hace sentirse como un estadio
superior del conocimiento, que aún la insufla aires de suficiencia
política; de otra parte, una necesidad de cambio y transformación que
emerge desde la base de su propia institucionalidad y un reto social
cada vez más notorio y exigente.
Frente a tal situación, la universidad ecuatoriana ha terminado
por enfrentarse al dilema de seguir dormitando en brazos de
la autocomplacencia o despertar a la urgencia de los nuevos
tiempos y acompasar su paso al de los sorprendentes fenómenos
contemporáneos, entre los cuales destacan la globalización de la
economía, la mundialización de la información y el vertiginoso avance
de la ciencia y la tecnología.
Esta breve comunicación no pretende hacer un diagnóstico de
la universidad existente, sino más bien un pronóstico de la universidad
del futuro próximo, a partir de los elementos de avance que se conocen
ya o se avizoran a la vuelta de la esquina.
Los gigantescos cambios que se esperan en la universidad de
pasado mañana tendrán los siguientes referentes, según anuncian
los especialistas: “las múltiples aplicaciones de las nuevas tecnologías
que empiezan a introducirse en las aulas, la ruptura de las fronteras
culturales y lingüísticas, y las variadas posibilidades de movilidad
real y virtual de los estudiantes. A ello se añade la globalización y un
sustancial cambio del entorno educativo y de las etapas y edades del
aprendizaje, que se convertirá definitivamente en continuo.”
Comencemos por ver el horizonte más evidente de las nuevas
tecnologías: la comunicación por Internet. Se trata de un mecanismo
de acceso a la información que es sencillo, barato y masivo, y que
ya está revolucionando la educación y nos llevará en corto plazo a
cambiar nuestra idea misma de universidad.
Puedo dar mi propio testimonio al respecto: estoy conectado
a la red desde hace dos años y medio, tiempo en el cual he escrito
y recibido más cartas que en toda mi vida, he navegado por algunas
bibliotecas, periódicos y sitios web, y he extraído de ellos un fondo
informativo de alrededor de 150 libros y unos 1000 selectos artículos
de ciencias sociales. Y conste que soy un profesor–investigador muy
ocupado y que apenas le dedico a la navegación por la red un par de
horas a la semana, que preferentemente las ocupo en leer prensa
especializada, que ofrece alrededor miles de ventanas de entrada a
bibliotecas generales, bibliotecas especializadas, archivos informativos
192
y páginas institucionales.
Una sola de estas ventanas, llamada “Página del idioma
español”, abre la entrada a la Academia Española de la Lengua, a
las academias latinoamericanas, a archivos públicos de especialistas,
a fondos literarios particulares, y a un centenar de diccionarios
generales y especializados. Con sólo entrar por esta ventana,
puedo estudiar de modo grato y atractivo todas las complejidades
de la gramática, guiado de la mano por los mejores especialistas
latinoamericanos y europeos, o leer estudios eruditos sobre García
Márquez, Vargas Llosa, Sábato, Borges, Paz, etc, etc. O puedo entrar
a la formidable Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, abierta por la
Universidad de Alicante, y copiar gratuitamente en un disquete las
2.000 obras clásicas de la lengua castellana que ya tiene expuestas,
dentro de un plan de 30.000 títulos que estará concluido en pocos
años. En ella están ya clásicos españoles como Cervantes, Quevedo
y Lope de Vega, pero también Clarín, Pardo Bazán o Larra, junto a
latinoamericanos de todas partes y de todo tiempo: cubanos como
José Martí y Alejo Carpentier, autores de la etapa colonial como sor
Juana Inés de la Cruz o el Inca Garcilaso, autores modernos como
Rubén Darío o contemporáneos como Mario Benedetti.
Otro sitio web igualmente enriquecedor es el del Centro de
Información sobre América Latina y el Caribe de la Universidad de
Texas, que los navegantes conocemos simplemente como <lanic.
utexas.edu> o <lanic> a secas.
Apenas ingresar al sitio, se nos ofrece un menú que incluye, a
escoger: Educación, economía y finanzas, gobierno, humanidades,
leyes, asuntos militares, librerías, museos, internet y computación,
multimedia y comunicación, recreación, recursos regionales, ciencias
puras y aplicadas, todas las ciencias sociales, derechos humanos,
migraciones, pueblos indígenas, agricultura, desarrollo, etc. Si abro
la ventana de Historia, me encuentro con estudios de notables
especialistas y con las mejores revistas del continente en esta
disciplina, en español, inglés, francés y portugués. Pero la más grata
es sin duda su ventana de países, a través de la cual puedo asomarme
a todos en su conjunto, por regiones y por separado, de modo que
puedo tomar contacto con universidades y bibliotecas, ver museos,
leer todos los periódicos y revistas latinoamericanos, tomar contacto
con ONGs, ministerios, estudiosos, etc.
¿Y qué decir de las redes o foros de discusión? Simplemente
que hay miles de ellas, para todas las necesidades, para todos los
gustos. Y que uno puede afiliarse gratis a cuántas quiera, participar
en los debates, efectuar consultas, coordinar trabajos, enterarse de
anuncios de congresos y publicaciones, recibir ensayos y libros por vía
193
electrónica, etc y etc.
¿Dónde quedan las universidades en medio de esta carrera
informativa que da vértigo? ¿En qué quedan nuestros viejos
títulos académicos, obtenidos hace veinte o treinta años, si no los
actualizamos con los nuevos conocimientos? ¿Qué sabiduría podemos
pretender ante un alumno que simplemente lea en internet uno que
otro artículo de nuestra especialidad? ¿Qué importancia puede tener
un libro científico escrito hace sólo cinco años, frente a las novísimas
teorías y conocimientos que nos llegan por la red?
Pero no nos asustemos demasiado. Esta tecnología es barata,
está al alcance de todos y es fácil de manejar, pero además nos ofrece
a todos nosotros formidables oportunidades de darnos a conocer
como personas, como creadores o como buscadores de conocimiento.
Podemos difundir por la red nuestros poemas o artículos científicos,
nuestros cuadros pictóricos o dibujos, o nuestras ideas sociales y nuestra
particular cultura nacional. Las posibilidades de aprovechamiento son
realmente infinitas.
Hace unos pocos años, un colega de gran formación tecnológica
me propuso que montáramos una pequeña universidad por internet,
aprovechando un sistema de afiliaciones que él había diseñado.
Nos entusiasmamos mucho con la idea, tanto que decidimos enfriar
nuestro entusiasmo y andar a paso más lento para asegurar el éxito
de nuestra universidad, que iba a ser la primera por internet. Cuatro
meses después, mientras todavía refrenábamos nuestro entusiasmo,
la Universidad de Oxford abrió sus cursos por internet y sentimos que
nos ganó la gloria de ser los primeros. Hoy hay varias universidades
que dictan cursos por la red, a alumnos que están en cualquier parte
del mundo, con profesores que también están regados por el planeta,
pero que reciben consultas, exámenes y artículos por su correo
electrónico y los contestan o califican por la misma vía. Todo ello con
una velocidad pasmosa y con una eficiencia sorprendente.
Esos cursos son una avanzada del futuro. No importa quién es
el alumno (viejo, joven, minusválido, prisionero), la universidad puede
llegar a él a través de la pequeña pantalla y brindarle una formación
básica, una formación especializada, un curso de actualización o una
información particularizada, lo que sea que éste requiera. El título
académico puede ser enviado por correo, o no ser enviado, pues, cada
vez más, hay quienes buscan el solo conocimiento y no el certificado
que lo acredita.
ALGUNOS SIGNOS DE LA NUEVA UNIVERSIDAD
Si la nueva tecnología está provocando una verdadera revolución
194
informativa, que en poco tiempo va a alterar profundamente los
sistemas educativos del mundo, también va surgiendo desde el propio
seno de las universidades una tendencia hacia la apertura académica,
impulsada por la universalización del conocimiento.
Buena muestra de ello es la creciente ruptura que en algunos
países se va produciendo del tradicional “feudalismo universitario”,
por el que cada universidad valora preferentemente su propio pénsum
de estudios y sólo por excepción, y con muchas trabas, admite la
revalidación de estudios o la equiparación de títulos generados en
otros centros académicos. En las universidades europeas, actualmente existen sistemas
de equivalencia académica que facilitan la movilidad de los
estudiantes entre uno y otro centro de estudios. Lo que es más: las
universidades, con una humildad antes del todo desconocida, llegan
a valorar previamente los cursos libres, congresos profesionales o
simposios científicos que se dictan por fuera de ellas, asignándoles
un número de créditos, lo que permite que sus alumnos puedan
beneficiarse de los conocimientos especializados que ellas mismas
no pueden proporcionar, o que lleguen a sus aulas nuevos alumnos
que traen consigo una parte de la carrera ya hecha fuera del sistema
universitario.
En el actual momento, las previsiones de los especialistas sobre
los cambios que conllevará la nueva educación son principalmente las
siguientes:
1ª.- Sobre los contenidos: La educación se acercará al
mundo laboral, con contenidos más prácticos, concretos y vinculados
entre sí. Profesionales de fuera del cuerpo docente serán utilizados
cada vez más. El conocimiento tendrá primacía sobre la información
y tendrán cada vez mayor importancia la creatividad, la interpretación
de la información, la adaptabilidad al trabajo en grupo y la tolerancia.
La educación memorística perderá casi toda utilidad.
El acceso libre al conocimiento que ofrecen las nuevas
tecnologías complicará la actual enseñanza secuencial de
conocimientos, que constituye la base de nuestro sistema de cursos
y niveles. El reto del futuro será capacitar a los alumnos para que
no se atiborren de información sino que puedan organizar sistemas
coherentes de conocimiento.
2ª.- Sobre la Pedagogía: De modo inevitable, los efectos de
la sociedad digital causarán una revolución en la sicología educativa y
los métodos de enseñanza. Gracias a la informática, la educación será
cada vez más individualizada, aunque será indispensable el trabajo en
195
equipo. Pero esta traerá nuevos retos pedagógicos, como capacitar
al alumno para seleccionar la información e integrarla a un bloque
ordenado de conocimientos.
Creemos que en el futuro se dará un creciente equilibrio entre
tradición y renovación, pues las nuevas tecnologías, además de
provocar cambios, reforzarán elementos tradicionales de la educación,
tales como el estudio de lenguas vivas y clásicas, indispensables para
moverse en el mundo telemático.
Y una de las orientaciones básicas del futuro será la de fortalecer
la “educación para la ciudadanía”, en busca de producir ciudadanos
más conscientes de sus derechos y responsabilidades sociales. Claro
está, “educar para la ciudadanía” constituirá una opción positiva frente
a la creciente tendencia de “orientar para el consumo”, que impulsan
las empresas y medios masivos de comunicación.
3ª.- Sobre los Profesores: Dejarán de ser “transmisores
de conocimiento” para transformarse en “conductores de alumnos”
o tutores pedagógicos, encargados de guiarlos por las rutas de la
información, facilitarles materiales o proponerles búsquedas de
información, enseñarles a escoger los asuntos de fondo y criticar
los contenidos, ayudarles a interrelacionar los conocimientos y
finalmente aplicarlos. Esto capacitará a los alumnos para enfrentarse
positivamente a los retos del mundo laboral y a mecanismos de
educación permanente, pues se habrán formado en el sistema de
“aprender a aprender”.
En el nuevo esquema, se evaluará la capacidad de expresión, de
análisis y síntesis, así como su habilidad para seleccionar e interpretar
contenidos, siempre en relación con requerimientos y problemas
concretos.
En España se calcula que se requerirá al menos de una generación
de profesores jóvenes para adaptarse al contenido de los cambios.
¿Cuánto tiempo requeriremos nosotros, cuántas generaciones de
profesores deberán pasar para que sea sustituido el pizarrón por el
computador y el profesor-conferencista por el profesor–guía?
4ª.- Sobre Carreras y Títulos: Al impulso de los cambios,
crecerán las oportunidades de estudiar en otros países o seguir
cursos de especialización y nuevas carreras. La carrera profesional
se irá complementando en el tiempo con nuevos estudios o será
reemplazada por una nueva carrera, al tenor de los requerimientos
del mercado laboral o profesional.
En Estados Unidos se maneja cada vez más la “teoría del
yogur”, según la cual también los títulos universitarios deben tener
196
fecha de caducidad, pues que únicamente certifican los conocimientos
existentes en el momento de la graduación; a partir de este concepto,
se habla de la necesidad de revalidarlos cada cierto tiempo, ingresando
otra vez a la universidad.
Lo cierto es que en el futuro las gentes ingresarán y egresarán
del sistema educativo en varias ocasiones durante su vida profesional.
Y uno de los grandes cambios universitarios consistirá en flexibilizar
el sistema para facilitar esos reingresos y actualizaciones. Todo esto
estará facilitado por las nuevas tecnologías, que permiten cursar
carreras, postgrados, cursos de reciclaje o de especialización mediante
sistemas de educación a distancia.
Un estudiante de reciclaje probablemente no tendrá que cursar
sus estudios yendo al aula universitaria; lo hará desde el computador
de su casa u oficina, o desde el portátil, o podrá asistir a clases
dictadas por videoconferencia. Sin embargo, se cree que finalmente
habrá un equilibrio entre educación presencial y a distancia.
El doctor Gabriel Ferraté, rector de la Universidad Oberta de
Catalunya (UOC), adelantada europea en educación a distancia,
analiza los escenarios posibles del futuro diciendo: “Hace 10 años
nadie podía imaginar la existencia de una universidad no presencial.
La enseñanza no presencial ganará terreno al concepto tradicional
de universidad. No como opción exclusiva y avasalladora, pero unas
veces será un complemento y otras un sustituto de actividades que no
tendrá sentido hacer presencialmente”.
En cuanto a los títulos, todo indica que ellos se universalizarán
mediante acuerdos inter.–universitarios y no habrá necesidad de
trámites legales inter.–estatales para su convalidación en otro país.
5ª.- Sobre los Centros Educativos: Todo apunta a señalar
que nacerá una nueva universidad, con horarios más amplios y
flexibles, más abierta y participativa, donde se irán borrando las
fronteras que hoy separan el “horario de clases” del “tiempo libre”, o
la permanencia en las aulas y en el hogar. Por ejemplo, cada vez se
harán más trabajos en casa y los mecanismos de evaluación superarán
el consabido “examen presencial”.
En el desarrollo del nuevo modelo colaborarán autoridades
locales, grupos profesionales y organizaciones de la sociedad civil.
Tanto por los nuevos dictados legales, como por la propia fuerza del
proceso de cambio, estos últimos grupos adquirirán una creciente
influencia en la nueva universidad, lo que incluirá una creciente
“A distancia y para toda la vida”, Juan J. Gómez, Madrid, diario
El País, sección Educación, 17-01-00.
197
capacidad fiscalizadora del quehacer universitario.
Podemos agregar que, en el Ecuador, la implantación y
generalización del sistema de autonomías que se halla en marcha creará
un nuevo sistema educativo nacional, cada vez más descentralizado
y autónomo, en donde los gobiernos seccionales tendrán un peso
creciente, tanto en el financiamiento como en la fiscalización de los
centros educativos, incluidas las universidades.
Y todo tiende a mostrar que a las universidades se les dotará
de recursos de acuerdo a la calidad e importancia de sus proyectos
educativos, no según la cantidad de alumnos que tengan. Habrá
varios niveles de calidad y se impondrán con su oferta educativa los
centros más aptos para abrirse al mundo exterior o los de reputada excelencia académica.
Estas tendencias pueden ser bien o mal orientadas, según se las
maneje por parte del poder público y los organismos universitarios.
Mal manejadas, las universidades de las pequeñas provincias
seguirán condenadas a ser una suerte de colegios mayores, destinados
a formar profesionales de segunda categoría, mientras que las
provincias grandes contarán con universidades excelentes, donde se
formarán las élites conductoras del país. Pero bien manejadas estas
realidades tecnológicas y tendencias reformadoras, las pequeñas
universidades de provincias marginales pueden convertirse en centros
de excelencia académica, que aprovechen los conocimientos del
espacio telemático para suplir sus deficiencias docentes y que utilicen
en sentido positivo los beneficios del sistema autonómico.
LA UNIVERSIDAD QUE QUEREMOS
“La universidad debe continuar siendo instrumento de cambio
y transformación social, debe liderar los cambios de una sociedad
en la que cada vez es mayor la influencia de las tecnologías, debe
ser motor principal del progreso y de la modernidad y, en definitiva,
debe comprometerse con un proyecto de sociedad cada vez más
centrada en el desarrollo humano. Hoy día se pide a la universidad
que sea más eficiente, con una adecuada aplicación de los recursos,
y que sea gobernada con eficacia. Se le otorga la autonomía que
reconoce la Constitución, pero se pide de ella responsabilidad y
rendición de cuentas. Como cualquier institución con un elevado
grado de financiación pública, tiene que estar sometida al control de la sociedad.”
“La universidad del cambio”, Saturnino de la Plaza, Madrid,
diario El País, sección Educación, 17-01-00.
198
Las anteriores palabras no son mías. Pertenecen a Saturnino
de la Plaza Pérez, rector de la Universidad Politécnica de Madrid y
presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades
Españolas, y obviamente se refieren a la universidad española. Pero
parecerían escritas para nuestra universidad y podríamos suscribirlas
hoy mismo varios profesores universitarios ecuatorianos. Lo cual
revela que nuestros problemas no son únicos ni particulares, sino que
se enmarcan en un sistema educativo que todavía pervive en muchas
partes del mundo occidental.
Pero el mal de todos no puede ser nuestro consuelo de bobos.
Tenemos que afrontar con decisión nuestros problemas, que son
mayores que los de otros países, y buscar soluciones óptimas avanzando
sin temor tanto en las cuestiones teóricas como prácticas.
Vivimos la sociedad de la información y los tiempos de la
mundialización. Globalización y tecnología son hoy sinónimos
de competitividad. Así, pues, debemos volvernos competentes y
prepararnos para competir, sin dejar de ser abanderados de la libertad,
gestores de la crítica y defensores activos de nuestra identidad
cultural.
Para ello debemos actualizar nuestros métodos de enseñanza
y reformar los contenidos y orientaciones de ésta, para insuflar a
nuestros alumnos conocimientos actualizados, pero también las
herramientas requeridas en el mundo laboral de hoy, tales como un
espíritu emprendedor, un gusto por los desafíos y una capacidad para
trabajar y comunicarse en equipo.
La formación universitaria clásica, encaminada a la obtención
de un título apto para toda la vida, está en franca decadencia. La
nueva orientación consiste en una educación permanente, que
actualice constantemente los conocimientos profesionales o aporte
nueva formación. Tenemos que prepararnos para responder a esa
tendencia social, brindando variados cursos de reciclaje profesional y
varios niveles de enseñanza de postgrado: cursos de especialización,
maestrías, doctorados que merezcan llamarse tales. Así, la enseñanza
posgraduada debe ir ocupando un sitial de creciente preferencia en
la labor universitaria.
Pero nuestra tarea educativa no puede limitarse a repetir
conocimientos venidos de fuera ni quedarse en el ámbito de la
“república de los togados”, es decir, en el nivel de las gentes que
ya tienen título o cursan estudios para tenerlo. Debemos hacer de
la investigación uno de los pilares de la acción universitaria. Para
ello, debemos estimular a los profesores, creando la categoría de
“profesor-investigador”, al que no podrá evaluársele por el número de
horas que pasa en el aula o en el laboratorio, sino por sus resultados
199
científicos, por los libros o artículos que publica, o por las ponencias
que presenta a simposios especializados. Y debemos crear eficientes
sistemas de servicios para atender tanto a la investigación como a la
docencia.
En esa misma perspectiva, despojándonos de prejuicios
profesionales, debemos bajarnos a la base social y, con la más
inteligente apertura, rescatar, valorizar y promocionar esas múltiples
formas de conocimiento que desarrolló nuestro pueblo a lo largo de
su historia. Debemos ir a donde el shamán, la curandera, el tallador,
el maderero, el decimero y cuentero, el compositor popular, etc,
para estudiar y recuperar sus conocimientos del mismo modo que lo
hacen el investigador extranjero o el laboratorio transnacional, solo
que con otros fines: no para explotarlos y despojarlos de derechos,
sino para valorizar y garantizar la supervivencia de esas expresiones
culturales del Ecuador profundo y hallar respuestas para nuestros
problemas sociales. Por ejemplo, frente al terrible brote de paludismo
“falcíparum” que hoy nos afecta como país, cabe preguntarnos ¿no
existirá en nuestras selvas una nueva planta maravillosa que, como la
quina, nos ayude a combatir esta epidemia, que con el calentamiento
del planeta ofrece extenderse aún más? ¿quién sabe si no hay entre
nuestros curanderos indígenas otro Pedro Leiva que nos revele el
secreto de esa medicina nativa?
De otra parte, vuelvo al tema central para decir que, en un
mundo crecientemente globalizado, la universidad ecuatoriana debe
prepararse para armonizar sus sistemas de enseñanza con otros
sistemas universitarios, con el fin de facilitar el intercambio o la
migración de estudiantes y profesores, la equiparación de estudios o
el reconocimiento de títulos.
Pero todo lo dicho no puede hacernos olvidar que la universidad
debe tanto formar como informar. Por eso, en ningún caso puede
descuidar la dimensión humana de su tarea, que es la de capacitar
a sus estudiantes para la convivencia social armónica y la vida en
democracia.
Para concluir, digamos que parte del problema universitario
radica en la pésima relación entre la Universidad y el Poder Público.
Hasta hoy, esa relación se ha desarrollado en un plano de mutua
desconfianza. Por una parte, el poder público duda –y con bastante
razón– de la eficiencia y utilidad real de la educación universitaria, y
por otra parte desconfía de los grupos de poder universitario, en los
que solo ve un ánimo espurio de mantener las cosas tal como están,
para medrar del conflicto. Por otra parte, la universidad halla que
el gobierno, inspirado en teorías neoliberales, busca desentenderse
de sus responsabilidades para con la educación superior y convertir
200
a las universidades en “asilos de jóvenes”, donde estos cumplan el
ritual educativo y alcancen de cualquier manera una titulación que los
consuele, aunque no los capacite para competir exitosamente en el
mundo de hoy.
Para cambiar la educación superior, para dotarla de recursos y
posibilidades, para convertirla en una eficiente palanca de desarrollo
nacional, resulta indispensable que haya relaciones constructivas entre
los poderes públicos y la universidad. Pero estas no pueden limitarse
a los aspectos financieros, sino que tienen que enfocar seriamente,
frontalmente y de modo transparente los problemas internos de la
universidad, tales como su arcaísmo administrativo, su peligrosa
politización y la acción de grupos violentos a su interior, la existencia
de focos de corrupción y, sobre todo, el bajísimo nivel académico de
la mayoría de centros superiores, problemas que, en conjunto, han
determinado su desprestigio frente a la opinión pública.
La universidad debe corregir sus errores y suplir sus carencias,
debe adaptarse a los nuevos requerimientos sociales y, en especial,
debe dejar de verse a sí misma como un partido político de oposición
al sistema. Sólo así estará en capacidad de mantener su centenaria
vocación humanística y responder a los imperativos del desarrollo social y económico, de la difusión del conocimiento y de la recreación
y promoción de la cultura.
(Conferencia en la Universidad Central del Ecuador, la mañana del 18
de septiembre de 2002)
201
27.
ANTONIO SACOTO Y SUS
INTERROGANTES SOBRE EL
SER NACIONAL
202
Hay en el campo de la cultura dos tipos de personajes
perfectamente diferenciados y cabalmente antitéticos: el uno, que
busca el reconocimiento público a través de la notoriedad y el
relumbrón, y el otro, que aspira a la trascendencia por medio de una
labor fecunda y silenciosa. Antonio Sacoto Salamea pertenece a este
último tipo caracterológico. Transitando con discreción y elegancia
entre los dos mundos que escogió para vivir, la América Latina y la
América Sajona, este gran intelectual encarna entre nosotros el mito
de Jano, mirando con sus dos rostros y auscultando con su cabeza
bifronte las rutas del pasado y las líneas del porvenir, a la par que los
horizontes meridionales y septentrionales de nuestro continente.
Migrante temprano hacia las tierras del Norte, sufrió seguramente
los desgarramientos y angustias del desarraigo, pero optó por no
quedarse en el lamento pasillero –aquel que dice “todo lo que quise
yo, tuve que dejarlo lejos”– y se empeñó más bien en comprender
esa antítesis histórica planteada entre la América Latina y los Estados
Unidos, dos culturas y formas civilizatorias contrapuestas, que en
buena medida se han definido y afianzado a sí mismas ejercitando la
negación del otro.
Como es obvio, a nuestro autor le ha preocupado y le preocupa
principalmente entender la parte de esa ecuación histórica que tiene
que ver con Nuestra América, el agitado y esforzado mundo que
conforman las naciones mestizas de Iberoamérica y, por extensión,
sus similares caribeñas nacidas de la acción imperial francesa, inglesa
u holandesa.
Largo y sostenido ha sido el empeño comprensivo del profesor
Sacoto, como lo testimonian sus varios libros referidos a la cultura
latinoamericana, en general, y a la cultura ecuatoriana, en particular.
Cito solo algunos de ellos, cuyos títulos dibujan ya el panorama de
preocupaciones nobilísimas en que se mueve el espíritu creativo e
inquisitivo de su autor: “La novela ecuatoriana. 1970-2000”, “Nuevos
temas literarios”, Juan Montalvo, el escritor y el estilista”.
Ahora, en medio de esta agitada circunstancia del Ecuador y
América Latina, me ha honrado el profesor Antonio Sacoto con el
encargo de presentar las nuevas reediciones de dos de sus libros más
sustantivos: “El indio en el ensayo hispanoamericano” y “Del ensayo
hispanoamericano del siglo XIX”. Ha sido un encargo grato, que he
aceptado con mucho agrado, pero también un encargo complejo,
pues se trata de esbozar al menos las líneas maestras de dos libros
extensos e importantes.
Comenzaré por la expresión intelectual que los vincula, tanto en
su motivación como en su análisis: el ensayo. Porque de ensayos y
ensayistas tratan estos dos libros, y su autor – él mismo un notable
203
ensayista– ejercita su estudio por medio de varios enjundiosos ensayos.
Alguien poco avisado podría pensar que se trata de una coincidencia,
pero yo aprecio que se trata de un ejercicio intelectual deliberado,
que hace con la literatura de reflexión –que eso es el ensayo, en
última instancia– lo mismo que el médico al usar un catéter: penetrar
hasta el interior del órgano y meterse en su esencia, para verlo mejor
y analizarlo más de cerca. Así, pues, Antonio usa el ensayo como
vehículo de aproximación y estudio de este modo de expresión de la
cultura latinoamericana, cabal heredera –en esto del ensayo, como en
muchos otros asuntos– de la cultura española.
Y aquí quiero adentrarme ya en una de las líneas de reflexión de
Antonio Sacoto, esa que se refiere a nuestra indeclinable esquizofrenia
socio–cultural, que nos hace vivir permanentemente desgarrados
entre nuestros orígenes indios y españoles, sin acabar de aceptar
nuestra mayoritaria y potencialmente digna condición de mestizos. Y
digo “potencialmente”, porque los latinoamericanos somos mestizos
en la realidad –también lo son los indios de hoy, que en gran medida
son un producto colonial– pero en conjunto renegamos de esa
realidad como si fuera una vergüenza. El pretendido blanco reniega
de ella por su parte indígena y el indio ideologizado reniega de ella
por su carga de blanquitud. El resultado no puede ser más desolador
y vergonzante: durante tres siglos se añejó un mundo social en el
que el indio –por huir del tributo– se pretendía mestizo; el mestizo
biológico, por huir de la casta de los vencidos, se pretendía blanco, y
el criollo propietario, un mestizo cultural, buscando borrarse el pecado
original de haber nacido en América, se pretendía más español que
los funcionarios chapetones.
Esa sesgada visión social sólo empezó a romperse el día en que un
criollo venezolano llamado Simón Bolívar –que tenía genes de blanco,
negro y probablemente de indio– levantó el pendón de la insurgencia
contra España, proclamando los derechos de los criollos. “No somos
españoles ni indios”, dijo entonces y agregó: “(Los criollos) somos un
pequeño género humano”.
Lástima grande que esa emancipación de los criollos terminara
por convertirse en una reforzada opresión para indios, negros y
mestizos, ahondándose así esa sorda, y a veces abierta, guerra de
castas que nos ha desgarrado durante los dos siglos republicanos.
Vistas las cosas en perspectiva histórica, la república de los criollos fue
más opresiva con los indios, negros y mestizos que la misma corona
española, la cual, no hay que olvidarlo, dictó leyes protectivas para
los nativos y aun para los esclavos negros. Con una eficacia brutal, las
repúblicas hispanoamericanas del siglo XIX, gobernadas por una casta
oligárquica de origen colonial, hicieron del indio, antiguo tributario
204
libre del Rey, una verdadero esclavo de sus haciendas, las cuales
crecieron territorialmente a costa de las tierras de comunidades
indígenas. Lo testimonia la actual geografía humana de los países
andinos: los indios, que antaño vivieran alrededor de lagos y ríos,
fueron luego desalojados de los valles fértiles y forzados a vivir en
las laderas andinas, y más tarde fueron desalojados de las laderas
y empujados a vivir en páramos inhóspitos. En cuanto a los negros,
siguieron siendo esclavos hasta bien entrada la república y luego se
convirtieron en carne de cañón para las sucesivas guerras civiles o en
peonada de los terratenientes, al igual que los mestizos pobres, que
ni siquiera podían andar libremente por los caminos, so pena de que
se les aplicaran las terribles “leyes contra la vagancia”.
La situación fue todavía peor en los países del Cono Sur, donde las
oligarquías blancas encargaron a los ejércitos nacionales la tarea de
cazar indios, siguiendo el ejemplo de la república norteamericana. Así,
los otrora invencibles araucanos fueron exterminados por el ejército
chileno, a la par que los pampeanos y araucanos de la Argentina eran
masacrados por el ejército de su país. Más tarde, unos intelectuales–
gobernantes influidos por el positivismo, justificarían y alentarían
ese genocidio, sosteniendo, como el admirado Domingo Faustino
Sarmiento, que esa guerra de los blancos contra los indios era una
disputa entre “civilización y barbarie” y que había que fecundar con
sangre de indios la tierra para el progreso, con lo cual el ilustrado
argentino se equiparaba al “gran riflero” yankee Teodoro Roosevelt,
quien sostenía que “el único indio bueno es el indio muerto”.
Precisamente Sarmiento es uno de los referentes fundamentales
de esta larga reflexión de Antonio Sacoto sobre nuestro ser nacional
y nuestra cultura latinoamericanos. En uno y otro libro, nuestro autor
analiza el pensamiento anti-indígena de este notable positivista
argentino y desentraña la esencia antinacional de sus ideas, que
renegaban del indio por bárbaro y primitivo, del gaucho mestizo
por ocioso y anárquico, y del criollo de sangre española por su “mal
origen”, al ser hijo de una nación fanática, de inmorales, raptores y
embaucadores. ¿Qué quedaba a flote de la crítica sarmentina? ¿Con
quiénes habría de construirse la nueva nación del progreso? Aquí es,
quizá, el único punto en que flaquea el análisis de Sacoto, pues se
niega a entrar a fondo en el estudio de las soluciones raciales que
esos positivistas latinoamericanos planteaban para la regeneración
de sus respectivos países, la primera de las cuales era el fomento de
la inmigración europea.
Desde luego, lo único novedoso de la receta racista del
positivismo era su envoltura pretendidamente cientificista, pues su
esencia despectiva hacia el indio y su ansia de blanquear la raza
205
hispanoamericana venía de atrás, de los primeros tiempos de la
república, cuando un “condotiero” criollo devenido presidente del
Ecuador, el general Juan José Flores, hablaba ya de traer inmigrantes
europeos para “mejorar la raza” y encargaba a su agente, el general
Wright, efectuar gestiones en Europa con ese fin.
Con gran acierto, Sacoto levanta frente al pensamiento de Sarmiento
el pensamiento de Martí, proveniente de similar matriz liberal, pero
menos influido por lecturas europeas y experiencias norteamericanas,
y más enraizado en las esencias del ser latinoamericano. Como destaca
en su libro, Martí ejerce la crítica de la ideología sarmentina desde
un acendrado americanismo, que lo lleva a relievar lo autóctono, lo
auténtico y lo propio frente al exotismo y extranjerismo de Sarmiento
y sus émulos positivistas. Escribe Martí: “Los hombre naturales han
vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono ha vencido
al criollo exótico. No hay batalla entre la civilización y la barbarie,
sino entre la falsa erudición y la naturaleza”. Y agrega más tarde:
“Injértese en nuestras Repúblicas el mundo, pero el tronco ha de
ser el de nuestras Repúblicas. Y calle el pedante vencido.” Y reitera
en otra parte: “La universidad europea ha de ceder a la Universidad
Americana. La historia de América, de los incas acá, ha de enseñarse
al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra
Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra.”
Concluye Sacoto señalando que Martí, “en su visión de América,
con mentalidad profética logra refutar la tesis derrotista de civilización
(lo yankee y/o lo europeo) frente a la barbarie (lo genuinamente
americano). Es en este camino que el joven cubano le sale al frente
al ya consolidado ideario de Sarmiento, asentado en muchos círculos
intelectuales, dada la importancia del estadista argentino.”
Sin duda, se trató y se trata de una polémica sustancial, que
todavía nos envuelve a los hijos de la América Meridional, aunque
ahora los términos de referencia –es decir, la envoltura del viejo
conflicto socio racial– sean diferentes. En efecto, una atenta lectura
de los últimos resultados electorales en el Ecuador (y antes en Bolivia,
en Venezuela y en Perú) muestra que los indios, negros y mestizos
del área andina han optado por no elegir más a los herederos de sus
amos criollos, por más respetables que estos sean personalmente,
sino a líderes que, en sus facciones y en sus actitudes, se aproximen
a su ser y a su realidad. Es una suerte de desquite histórico de los
marginados y olvidados de la historia, que quinientos años después
de la conquista salen a reivindicar sus derechos políticos y sociales
a través del voto. Y la respuesta es la soterrada ira y el silencioso
temor de los blancos y los mestizos hispanistas, que ven levantarse
una ola popular que amenaza sus privilegios. Como en los días de las
206
grandes rebeliones indígenas de la colonia, en estos días hay entre
nosotros un odio impreciso y un temor indefinido al Otro, a ese ser
social de piel oscura que hasta hace poco ejercía calladamente de
peón, de sirviente o de comparsa electoral, pero que hoy combate
por su dignidad con todas las armas legales y políticas que se hallan
a su alcance.
Por todo ello, tanto en la realidad como en los libros de Antonio
Sacoto, siguen presentes las figuras y los ejemplos de Bolívar, de
Sarmiento, de Montalvo, de Martí, de Alcides Arguedas, de González
Prada. Por acción o por negación, sus ideas siguen animando la
disputa por definir nuestro inconcluso proyecto nacional, en el mismo
momento en que el ALCA amenaza con arrasar nuestras economías
y soberanías, reviviendo el antiguo conflicto entre las dos Américas
–que Sacoto estudia también– y planteándonos otra vez el dilema de
escoger entre “Nuestra América” de Blaine o “Nuestra América” de
Martí.
Quito, 13 de noviembre de 2002.
Aniversario de la Gran Huelga Obrera de Guayaquil.
(Presentación de los libros reeditados de Antonio Sacoto, en el aula
“Jorge Icaza” de la CCE..)
207
28.
FIGURAS SIMBOLICAS DE
LA EDUCACION NACIONAL
208
Siempre es grata la tarea la de presentar un libro en sociedad.
Es como presentar a un hijo recién crecido, propio o ajeno, y ponerlo
a circular por los caminos del mundo, para que aprenda por sí mismo
a escoger rumbos, amigos, compañías. Pero en este caso la tarea es
más que grata, gratísima, por varias razones de significación: una es
la vinculación que hemos tenido con la gestación de este libro, que en
cierto modo provocamos, y otra, la principal, el magnífico logro que
Carlos Paladines ha alcanzado en este texto, que hoy lo entrega al
país intelectual como un anticipado regalo navideño.
Y es que de un regalo se trata, amigos míos, porque su
autor ha condensado en las páginas de esta obra todo el amplio
conocimiento que posee sobre nuestra historia educativa y cultural, y
que en definitiva es el fruto sazonado de sus afanes intelectuales, vale
decir, de sus largos días de investigación, de sus numerosas horas de
reflexión en solitario y también de sus reflexiones en colectivo, a través
de debates, encuentros, congresos y experiencias de cátedra. Porque
un libro científico no se origina únicamente en la voluntad de quien
lo escribe ni sale solo de su docto criterio. Es el producto final de un
dilatado y esforzado proceso de búsquedas, análisis, comparaciones,
autocríticas y debates, que nos lleva de la hipótesis a la conquista
científica, animados siempre por la presencia inquietante de la duda y
por los sucesivos y tranquilizadores encuentros con la certeza.
Veamos ahora qué es lo que nos ha regalado Carlos Paladines.
Formalmente se trata de un libro de 207 páginas, en el que se
estudian las figuras y simbología de la educación ecuatoriana, a través
de seis densos y sustanciosos capítulos. En el primero, que voy a
comentar hoy, se estudia el pensamiento pedagógico ilustrado desde
la emergencia de la conciencia criolla, a fines del siglo XVIII, hasta
la institucionalización de la educación primaria, ya en los tiempos
matinales del Estado ecuatoriano. Sobresalen aquí cuatro personajes
paradigmáticos: Eugenio Espejo, José Pérez Calama, Manuela Espejo
y Vicente Rocafuerte.
En cuanto al Precursor, ha logrado este libro desentrañar la gran
dimensión humana de su pensamiento, puesto que fue un adelantado
en la construcción de una conciencia nacional, pero también en la
búsqueda de una profunda reforma educativa, orientada en última
instancia a regenerar el cuerpo social y formar ciudadanos útiles a la
soñada Patria libre. Particular interés me ha merecido la concepción
de Espejo sobre la educación infantil, expuesta principalmente en
su “Carta sobre la educación de los niños”, que Carlos denomina
acertadamente “Carta Magna sobre la infancia”. Ella está construida
sobre dos apotegmas: uno, el de que “el maestro ha de hacerse
primero amar que temer”, y, otro, el de que ha de “conducir a los
209
escolares por los caminos del agasajo y del honor”. Con una formidable
comprensión de la naturaleza humana, Espejo explica que “la lenidad,
el buen tratamiento, el semblante agradable , y el disimulo de los
defectillos pequeños de los jóvenes hace que estos no falten a la
escuela, y se apliquen al saber. Al contrario un grito horrible, una cara
de condenado, y saña, con el agregado de un azote siempre levantado
para descargarlo con tiranía sobre unas carnes tiernas y delicadas,
entorpece a los Niños, los amedrenta, aborrecen el estudio, hasta
huyen de la casa de los padres, que los obligan a ir a su enemigo, y
comienzan a aprovechar en la carrera de los vicios”.
De modo sorprendente, estas opiniones de Espejo, explicitadas
en 1791, en el primer número de “Primicias de la Cultura de Quito”, se
parecen como dos gotas de agua a las opiniones que, sobre el mismo
tema, consignara 34 años después otro notable ilustrado americano
llamado Simón Bolívar. En efecto, el Libertador también detestaba a
“los que llaman Maestros de escuela: es decir ... aquellos
hombres comunes, que armados del azote, de un ceño tétrico, y de
una declamación perpetua, ofrecen más bien la imagen de Plutón,
que la de un filósofo benigno. ... Decirle a un niño vamos a la escuela,
o a ver al Maestro, era lo mismo que decirle: vamos al presidio, o al
enemigo: llevarle, y hacerle vil esclavo del miedo y del tedio, era todo
uno”, recordaba.
En cuanto a los fines educativos, el Libertador proponía que
ellos fueran los de “formar el espíritu y el corazón de la juventud”,
precisando que el maestro los alcanzaría “cuando su prudencia y
habilidad (llegaran) a grabar en el alma de los niños los principios
cardinales de la virtud, y del honor; cuando (consiguiera) de tal
modo disponer su corazón por medio de ejemplos y demostraciones
sencillas, que se inflamen más a la vista de una divisa que los honra,
que con la oferta de una onza de oro...” Agregaba que “entonces es
que se ha puesto el fundamento sólido de la sociedad: ha clavado el
aguijón que inspirando una noble audacia en los niños, se sienten con
fuerza para arrostrar el halago de la ociosidad, para consagrarse al
trabajo.”
Y respecto de los métodos a emplearse en la nueva escuela,
para la formación de la niñez y juventud, también Bolívar planteaba
la eliminación absoluta de los castigos corporales, por considerar que
envilecen y degradan al espíritu humano. Saliendo en defensa de los
nobilísimos fueros de la dignidad personal, escribía a este propósito:
“Los premios y castigos morales deben ser el estímulo de
racionales tiernos; el rigor y el azote, el de las bestias. Este sistema
210
produce la elevación del espíritu, nobleza y dignidad en los sentimientos,
decencia en las acciones. Contribuye en grande manera a formar la
moral del hombre, creando en su interior ese tesoro inestimable, por
el cual es justo, generoso, humano, dócil, moderado, en una palabra
hombre de bien”.
¡Eugenio Espejo y Simón Bolívar! ¡He aquí, amigos míos, dos
adelantados de la pedagogía moderna!
Otro personaje paradigmático de la educación ecuatoriana al
que estudia Paladines es José Pérez Calama, ese notable pensador
ilustrado que llegó a nuestro país a fines del siglo XVIII, para
desempeñarse como obispo de Quito, y que en realidad actuó como
uno de los grandes motores de impulsión de la Ilustración quiteña.
Generalmente olvidado por nuestra historiografía, este personaje
terminó siendo maltratado por nuestro sabio arzobispo-historiador
Federico González Suárez, que juzgó con cierta ligereza y hasta con
acritud su labor pastoral. Sin embargo, Pérez Calama es un gran
personaje a rescatar para la historia de la cultura ecuatoriana, a la que
marcó con su impronta, pese a que su permanencia en el país quiteño
se redujo a menos de tres años. De ahí la importancia del estudio
que nuestro autor le dedica a este singular obispo, en su faceta de
pensador y reformador pedagógico.
Mas hay que insistir en que Pérez Calama era mucho más que
eso. Fue un reformador de la Sociedad y de la Iglesia, que, armado
con las ideas de la Ilustración, pretendió, tanto en México como en
Quito, transformar una estructura eclesiástica plagada de ignorancia,
prepotencia y corrupción. Y es en ese marco que debe estudiarse su
proyecto de reforma universitaria, que buscaba beneficiar a la juventud
pero también refrenar el poder omnímodo de las comunidades
religiosas e ilustrar a clérigos y frailes “de misa y olla”. El suyo fue un
esfuerzo sincero y valeroso, que lo llevó a enfrentarse con antiguas
y sólidas estructuras de poder eclesiástico y beneficio clientelar,
mereciendo por ello, tanto en Michoacán como en Quito, la resistencia
de los beneficiarios de prebendas y canonjías, que allá lo enjuiciaron
ante las autoridades reales y acá lo combatieron por todos los medios,
incluida la calumnia y el dicterio. Con todo, el ilustrado obispo puso en
marcha la reforma de la Real y Pública Universidad de Santo Tomás,
colaboró con Espejo en la creación de la Sociedad de Amigos del País
(de la que fue su Vicepresidente), dictó disposiciones para eliminar las
corruptelas eclesiásticas y aún se dio tiempo para redactar instructivos
de capacitación para los artesanos del país quiteño, como p. e. los
panaderos de Ambato, a los que enseñó a mejorar sus técnicas de
211
panificación. Pero, al fin, vencido por la resistencia clerical, hizo
efectiva su renuncia a un cargo tan ambicionado por otros y marchó a
pie hacia el puerto de Guayaquil, para embarcarse a España, cargando
solo con un bastón y un pequeño atado de ropas. El pueblo de Quito,
que admiraba al sabio obispo y estaba conmovido con su ejemplo
de desprendimiento personal, marchó junto a él hasta el puerto y lo
despidió entre lágrimas, para un viaje que no tendría buen fin, pues
el barco en que viajaba Pérez Calama se hundió a la altura de la isla
Gorgona.
Trágico y simbólico fin para un personaje que debiéramos
recuperar plenamente para la historia y también para la novela, pues
solo la literatura nos permitiría reconstruir a plenitud sus perfiles
humanos e intelectuales.
Es que la ciencia de la historia no puede rescatar el pasado en
toda su riqueza, en toda su plenitud, pues tiene evidentes limitaciones,
que le son marcadas por las fuentes testimoniales. Por eso, cuando la
historiografía agota sus recursos científicos, hallo indispensable que
la literatura entre en acción, para reconstruir imágenes, redondear
perfiles sicológicos, recrear situaciones, en busca de entender mejor
el pasado y sus personajes, que es de lo que se trata.
Y es aquí donde la labor de Carlos Paladines se acrecienta otra
vez, dado el hecho de que se ha convertido en un adelantado de la
“literatura histórica”, por medio de su hermoso libro “Erophilia”, en el
que acaba de redondear una imagen vívida de Manuela Espejo, esa
maestra a la que estudia en el libro que presentamos, mostrándonos
el modo con que montó su tertulia ilustrada, donde varias mujeres
quiteñas –como Josefa Tinajero y Rosa Zárate– se daban cita para
reflexionar sobre el destino de su país y su propio destino histórico.
Para cerrar las referencias de su primer capítulo, Paladines
estudia finalmente la labor de Vicente Rocafuerte, el “Presidente
educador”, quien fuera el verdadero fundador de la educación pública
ecuatoriana. Como todo reformador social, Rocafuerte no trepidó en
enfrentarse a las estructuras de poder real de su tiempo, tales como
la curia y las órdenes religiosas, y utilizó el poder del Estado para
refrenar los abusos políticos de la Iglesia, sacar adelante su proyecto
de creación de escuelas públicas de método lancasteriano y ejecutar
la secularización de ciertos colegios religiosos.
El gran republicano estaba convencido de que
“Los gobiernos son para las naciones y no las naciones
para los gobiernos; por no haber atendido suficientemente a este
principio, nuestras instituciones no están en consonancia con nuestras
costumbres coloniales; con los restos de una aristocracia que funda
212
su mérito en antiguos pergaminos; con los intereses de un clero que
no carece de miembros educados en las máximas de la Inquisición;
con la ausencia de la justicia, que se pierde en el laberinto de nuestra
confusa legislación…; con la carencia de estudios formales en los
diversos ramos científicos, de donde resulta una escasez notable
de luces y una falta irreparable de patriotas ilustrados en toda la
extensión de la República.”
Ya desde la época de la Gran Colombia, el naciente Estado
republicano halló en la escuela lancasteriana una solución emergente
a sus problemas de instrucción pública, del mismo modo que la
educación “pública laica y gratuita” del liberalismo halló un mecanismo
temporario de expansión en la escuela unidocente. Pero, a veces,
como hemos visto en nuestra historia, las soluciones emergentes no
son sustituidas por las soluciones definitivas y el mecanismo hallado
para salir del paso se convierte, a la larga, en la trampa laberíntica en
la que se quedan encerradas las ilusiones y los esfuerzos.
En este punto, hallo necesario mencionar a un notable educador
ecuatoriano, y por más señas lojano, fray Sebastián Mora Bermeo, a
quien el gobierno grancolombiano confió la tarea de implantar un
primer sistema de instrucción pública. Carlos Paladines no olvida
mencionarlo en su obra, pero creo que es necesario que esta figura
sea mejor estudiada por todos nosotros, tanto por lo que representó
en su tiempo para la educación grancolombiana, como por lo que hoy
mismo representa para la historia de la educación latinoamericana.
Amigos todos:
Me he limitado a comentar en únicamente el primer capítulo de
este libro y ya ven ustedes cuánta sustancia tiene y cuántas reflexiones
provoca. Pero no dejaré de señalar, al menos, los nombres de algunos
otros personajes que Carlos Paladines estudia en este valioso libro:
Simón Rodríguez, Juan León Mera, Francisco Febres Cordero, Pedro
Fermín Cevallos y Juan Montalvo, entre quienes aportaron al esfuerzo
de afirmación del Estado nacional. Daniel Enrique Proaño, José Peralta,
Fernando Pons, las Misiones Alemanas, Leonidas García, Alfredo Espinosa
Tamayo, por parte de los que contribuyeron a concebir e implantar el
sistema de educación laica. Dolores Cacuango, Tránsito Amaguaña,
Julio, Larrea, Gonzalo Rubio Orbe, Reynaldo Murgueytio, Mercedes
Noboa, Zoila Ugarte, Rita Lecumberri, María Angélica Hidrovo, Aurelio
Espinosa Pólit, Hernán Malo, Hermel Velasco, Edmundo Carbo, Emilio
Uzcátegui, en la nómina de quienes impulsaron, mediante la educación
formal e informal, la concientización del país respecto de sus problemas
213
y la formación de ciudadanos capaces de trabajar para resolverlos..
Pero este libro suscitador no sólo nos ha motivado algunos
comentarios sobre el pasado sino también algunas reflexiones sobre
el presente. La principal es que un sistema educativo no se mide
solo por sus fines y objetivos teóricos; se mide sobre todo por sus
logros, por sus efectos ciertos, por sus resultados concretos. Y aquí
es donde se revela que, pese a la buena simiente sembrada por
nuestros pensadores y pedagogos, la actual educación ecuatoriana,
en general, está en deuda con la ciudadanía, salvo el caso de la
educación bicultural bilingüe, que ha ayudado a que los indios, los
eternos olvidados de la historia ecuatoriana, tomen conciencia cabal
de sus problemas y se lancen a rescatar sus derechos por medio
de la lucha electoral, con magníficos resultados. Pero el resto del
sistema educativo adolece de unas terribles carencias materiales,
éticas y pedagógicas. La “educación pública, laica y gratuita” que nos
legara la revolución alfarista ha terminado por ser degradada hasta
el extremo límite, y en esa tarea han compartido responsabilidades
muchos gobernantes, que se han desentendido de esa responsabilidad
fundamental del Estado, y también ciertos grupos políticos, que han
visto en la educación pública una trinchera de acción partidaria, una
escuela de cuadros y un pretexto siempre a mano para la agitación
y la protesta. Y no soslayemos la responsabilidad de los profesores,
que, mal pagados y muy politizados, han abandonado el espíritu de
servicio del antiguo maestro laico y están prestos al paro y afanosos
por el multiempleo.
El resultado final es ese grupo informe de jóvenes que llegan
anualmente a las universidades y que, en su mayoría, se hallan
impreparados para cursar la educación superior. Fracasados en sus
exámenes de ingreso o en sus primeros cursos universitarios, terminan
por desertar de sus afanes educativos y van a engrosar las filas de
la economía informal, de las masas arrebañadas del populismo o,
incluso, de las bandas delincuenciales.
Distinta, pero no mejor, es la situación de la educación privada,
donde, salvo dignas excepciones, priman el espíritu de negocio y el
afán de lucro sobre la responsabilidad legal y el compromiso ético. Es
sabido que la mayoría de maestros de los institutos privados son los
mismos del sistema público, los famosos “maestros-taxis”, que distraen
horas de su labor en la educación pública para venderlas por ínfimo
precio a la educación particular, donde les pagan menos y les exigen
más. Por estas y otras motivaciones, los resultados de la educación
privada son mejores en el campo de la información, pero igualmente
malos en el campo de la formación, como lo prueba el hecho de que
todos los grandes bandidos de cuello blanco que se hallan prófugos la
214
justicia se formaron en escuelas y colegios religiosos.
Disculpen la cruda sinceridad de mis palabras, pero es que
hablo de estos asuntos con el dolor que los buenos ciudadanos
sentimos ante los fracasos de la nación. Y, perdónenme la inmodestia,
también hablo con cierto conocimiento de causa, pues durante más
de treinta años he sido profesor en todos los niveles de la educación
pública, a la que todavía sirvo.
Para terminar, quiero destacar una vez más la valía de este
inteligente y cautivante libro de Carlos Paladines, cuya lectura nos
hace revivir las horas y figuras gloriosas de nuestra educación, pero
también nos llama a reflexionar sobre los grandes problemas de la
educación contemporánea, que deben ser resueltos positivamente
para que algún día tengamos esa Patria consciente y amante de sí
misma que quería Espejo, esa República de ciudadanos responsables
que soñaba Bolívar, ese Ecuador crecido desde adentro que deseaba
Mera, esa Nación progresista y culta que se empeñaron en construir
Rocafuerte y Alfaro.
(Presentación del libro “Figuras y símbolos de la educación en
el Ecuador”, del Dr. Carlos Paladines Escudero, en el aula “Benjamín
Carrión” de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, la tarde del 12 de
diciembre de 2002.)
215
29.
216
REGION Y
REGIONALISMO
Con el amanecer de la república se inició para los países de
América Latina el esfuerzo de construir una nación y su expresión
política, el Estado Nacional. Siguiendo el modelo histórico occidental,
ya estudiado por Weill (1961), Hobsbawn (1991) y Anderson (1993),
esa construcción social se hizo en nombre de los grandes principios
liberales de Libertad, Igualdad y Fraternidad y sobre el apotegma de la
nación única, que, para efectos políticos, debía actuar como una base
electoral ciudadana que sustentase la soberanía nacional. El naciente
Estado Nacional era, pues, una entidad política homogenizadora, que
buscaba demarcar y controlar un territorio perfectamente definido,
cuyos habitantes se identificaran por una lengua única y un pasado
común.
Una entidad política de tales características era importante
para la lucha de independencia emprendida por la clase criolla
hispanoamericana, puesto que levantaba, frente a la legalidad del
Estado colonial, la soberanía y nueva legalidad del Estado republicano.
Tenía, en este sentido, un carácter progresista, anticolonialista y
liberador. Pero, paradójicamente, esa entidad tenía también un
carácter dominador y sombrío, en tanto que imponía a los pueblos
de su territorio un modelo único de vida social y organización política,
que resultaba excluyente e intolerante para todos aquellos que no
aceptaran o compartieran su proyecto homogenizador.
El gran equívoco de nuestra historia empezó ahí, porque el
concepto mismo de “nación única, soberana e indivisible” marcaba
de entrada la exclusión de otras entidades socio­culturales existentes,
como las etnias o nacionalidades indígenas, los pueblos negros y las
llamadas “castas”, que eran el producto antropológico más evidente
del mestizaje y la acción colonial.
Y es que, en teoría, todos los habitantes de los nuevos países
eran despojados de sus antiguas identidades socio culturales, tales
como las étnicas y las regionales, para asumir la nueva, superior y
común identidad de hijos de la Patria nacional y ciudadanos iguales ante
la ley. Pero esos presupuestos teóricos fueron negados prontamente
por la realidad, que se expresó de dos modos paralelos: una larvada
organización del Estado Nacional y una fortalecida pervivencia de las
antiguas identidades.
El Estado ciudadano no logró desarrollarse plenamente y se
quedó en situación larvaria, precisamente porque las elites dirigentes
no lo abrieron a la participación de todos los habitantes, sino que lo
convirtieron en un coto cerrado, del que excluyeron a los iletrados
y a los no propietarios, a quienes negaron el voto y la participación
política efectiva. En el caso del Ecuador, la Constitución de 1830 fijó
varias condiciones para ser ciudadano y ejercer el derecho del sufragio
217
(saber leer y escribir, tener propiedad o profesión liberal, no trabajar
para otro en relación de dependencia), las cuales dejaron fuera de la
participación política al 97 o 98 por ciento de la población del país. Y
situaciones parecidas o equivalentes se dieron en los demás países
de la región.
Esa larvaria situación del Estado Nacional tuvo varios efectos
nocivos para la convivencia social. Los “Padres de la Patria” la
habían concebido como una casa común donde pudieran guarecerse
todos los ciudadanos o, al menos, la mayoría de éstos. Pero luego,
alejado cada vez más de su horizonte social originario, el Estado fue
convertido por las oligarquías criollas en una simple maquinaria de
dominación y exacción económica, por lo cual, para la mayoría de
los pueblos sometidos a él, el Estado dejó de ser la Patria, el padre
protector y educador soñado por los libertadores, para convertirse en
un temido poder que cobraba impuestos, reclutaba hombres para la
guerra, imponía estancos a la producción y el consumo, despojaba a
los pueblos indios de sus resguardos o tierras comunales, perseguía
a los pobres con las famosas “leyes contra la vagancia” y obligaba
a las poblaciones a trabajar gratuitamente en obras públicas. En
resumen, los pueblos indios, negros y mestizos fueron sometidos a
un “colonialismo interno”, en ciertos aspectos más cruel e intolerante
que el antiguo colonialismo español.
Otro efecto nocivo de esa larvaria condición del Estado Nacional
fue el fortalecimiento de las viejas identidades que éste había
pretendido borrar del panorama social. Y es que los pueblos, en busca
de protegerse de los peligros comunes a la vida social (delincuencia,
conflictos grupales, catástrofes naturales, desamparo individual,
etc), y también de enfrentar con éxito las acechanzas del Estado y
los abusos de su autoridad, se ampararon en sus antiguas formas
organizativas: la etnia, la tribu, el villorrio, la región y la religión. De
este modo, el Estado excluyente, que había proclamado a la nación
como único actor histórico y negado participación a esos otros actores
sociales preexistentes, fue negado a su vez por éstos y resistido en
su acción uniformadora. Dicho de otro, la Patria, padre autoritario,
fue resistido en nombre de la Matria, madre protectora de cada uno
de los excluidos, que era casi siempre la etnia o la región, espacios
naturales de la existencia humana y la convivencia social.
CENTRALISMO VERSUS REGIONALSIMO
El conflicto regional y su principal expresión política, que es la
contradicción centralismo–regionalismo, tienen en nuestro país una
variedad de manifestaciones que van más allá del simplista enfoque
218
de la capital versus la periferia. Siempre hubo al menos un tercer
actor en la escena de la discordia y ese actor fue Cuenca, ciudad más
importante que Guayaquil en la época colonial y tercera ciudad del
país durante la etapa republicana. Y la actitud de ese tercer actor en
el escenario histórico–político ha sido multifacética y no se ha limitado
a la lucha contra el centralismo quiteño. De ahí que también resulta
simplista y equívoca esa otra versión del problema, según la cual
Guayaquil aparece liderando a la escuadra de regiones marginadas
por el denominado “centralismo absorbente” de la capital.
¿Cuáles son, pues, los términos en que debe entenderse
históricamente la contradicción centralismo–regionalismo? ¿Y cuáles
son los parámetros con que este problema debe plantearse en la
actualidad?
En busca de responder a esas inquietudes históricas sobre
el pasado y preocupaciones políticas sobre el presente, planteo los
siguientes puntos:
1º.- Necesitamos comprender y definir adecuadamente lo que
es una región.
No sé si por pereza mental, en el Ecuador nos hemos limitado a
creer que las regiones son un hecho natural, producto de la geografía,
que están ahí y han estado siempre del mismo modo. Esa visión
reduccionista y maniquea es precisamente el más abundante fruto del
cultivo regionalista, pues muestra una Costa habitada por costeños y
una Sierra habitada por serranos, seres que son distintos y por tanto
contrarios. Ni siquiera se hace el esfuerzo de pensar que el país tiene
cuatro grandes regiones naturales reconocidas y una quinta menos
conocida pero igualmente real: el “yunga” o subtrópico.
Menos aún se llega a reflexionar en la variedad de elementos
de diverso tipo que coexisten al interior de cada “región natural”
–culturales, étnicos, sociales y económicos– y que contribuyen a
subdividirla en “regiones socio–culturales” con fuerte identidad propia:
Manabí o Esmeraldas en la Costa; Azuay, Loja, Tungurahua o el Carchi
en la Sierra, y Santo Domingo de los Colorados en el subtrópico, para
citar unos pocos ejemplos.
Por lo mismo, necesitamos comprender que una región
es mucho más que un espacio geográfico más o menos uniforme
y que es una realidad social de vieja data, en la que la identidad
histórica y las expresiones culturales (dialecto, mentalidad colectiva,
formas productivas) pesan tanto o más que la geografía en el modo
de vida de las gentes. Sólo entonces podremos definir e identificar
adecuadamente a las diversas regiones del país, así como reconocer
y valorizar su presencia en la historia y la vida contemporánea de
219
la nación, hasta hoy ocultada o disminuida por generalizaciones
simplistas o interesadas.
A partir de esa comprensión previa, necesitamos valorar y
atender debidamente a todas las regiones del país y en especial a
las más atrasadas, como único medio de evitar que el sentimiento
de exclusión social y la miseria oculta del campo sigan alimentando
conflictos sociales y políticos, o estimulando la migración campesina
hacia las ciudades, que termina convirtiéndose en miseria visible,
marginalidad urbana, caldo de cultivo de la creciente delincuencia y
centro de alimentación del más craso populismo.
2º.- Necesitamos precisar y re-dimensionar los conceptos de
“centralismo” y “regionalismo”, como paso previo a la búsqueda de
una nueva relación Estado–región.
En cuanto a los conceptos, ambos han sido satanizados por el
bando opositor, al punto de que la sola idea de un poder central eriza
a los regionalistas de toda laya y la sola mención del regionalismo
causa iguales efectos en los centralistas.
Precisamente la existencia de esta situación vuelve necesaria
una aclaración y deslinde de ambos conceptos.
En sentido general, el Centralismo consiste en una doctrina
que propugna la centralización política y administrativa, reuniendo
todos los elementos de gobierno en el poder central, que de este
modo acumula funciones, capacidad de decisión y autoridad, en busca
de promover más eficientemente el progreso colectivo.
A su vez, el Regionalismo se conceptúa como una doctrina
política que tiende a la descentralización del Estado, el poder político
y la gestión administrativa, con miras a atender de mejor manera las
aspiraciones de cada región.
Se trata, pues, de dos propuestas políticas absolutamente
legítimas, en tanto se inspiran en la búsqueda de un más eficiente
poder público y plantean soluciones alternativas para los asuntos de la
gestión estatal. Además, cualquier político sensato o ciudadano bien
informado comprende que todo país necesita para su funcionamiento
y eventual progreso de una adecuada combinación de centralismo y
regionalismo bien entendidos.
Quienquiera comprende que hay asuntos fundamentales
que tienen que estar en manos del gobierno central, tales como
la defensa nacional, la política exterior o la planificación y macro–
administración de los servicios públicos esenciales (educación, salud,
seguridad interna, obras públicas nacionales). Y también entiende
que hay tareas administrativas y servicios públicos que nadie puede
manejarlos mejor que un Municipio, una entidad de desarrollo regional
220
(como la CEDEGE, el CREA, el PREDESUR o el CRM) o un organismo
público descentralizado (como la Casa de la Cultura Ecuatoriana o la
COPEFEN).
Sin embargo, hay unos límites a partir de los cuales cada una
de estas doctrinas políticas degenera hasta volverse nociva para el
conjunto social.
En el caso del centralismo, la nocividad aparece cuando el
poder central gobierna sin considerar los intereses y aspiraciones
regionales legítimos (pues también hay intereses bastardos) o
beneficia notoriamente a una región –que generalmente es aquella
donde tiene su sede el poder– con perjuicio de las demás.
Por su parte, el regionalismo se vuelve nocivo cuando deja
de sustentar razones de trascendencia social o políticas alternativas,
para enquistarse como prejuicio, rencor o animosidad regionalista,
presuponiendo que todo acto de la autoridad central tiende a
perjudicarlo o es tomado con el objetivo de causar daño a su región.
Vistas así las cosas, resulta imperativo abandonar la vieja táctica
de la queja regionalista, la confrontación y la impugnación “a fardo
cerrado” de toda política centralista. De lo que se trata es de analizar
permanentemente la relación entre los organismos centralizados y
descentralizados del Estado, o entre el poder central y los poderes
políticos locales (Consejos Provinciales y Concejos Municipales), de
estudiar su eficiencia relativa y de asignar mayores responsabilidades
a aquellos órganos de gestión que hayan demostrado mayor eficiencia
o dispongan de mayor capacidad administrativa. Y de valorar todo
ello sin pasión ni prejuicios, porque el objetivo final no es imponer a
troche y moche una tesis política, sino buscar los mecanismos idóneos
para servir con más eficiencia a la comunidad.
Pero nada de eso se puede hacer a partir de consideraciones
generales. No se puede pasar de una vez la educación o el tránsito, hasta
hoy manejados por el poder central, a todos los municipios, a cualquier
municipio del país, porque el resultado sería catastrófico; empero,
sería de desear que el Estado central diseñase un plan quinquenal
para capacitar administrativamente a todas las municipalidades, como
paso previo a una progresiva entrega de mayores responsabilidades
de gestión. Además, junto con la capacitación debe llegar desde
el Estado una firme política de control, porque es bien sabido que
muchas municipalidades del país son verdaderos antros de corrupción
política y robo de fondos públicos, y que en las demás campea una
ignorancia tan crasa que causa tantos estragos como la corrupción.
Iguales preocupaciones deben mover al Estado respecto
de los organismos de desarrollo regional, porque descentralización
administrativa no significa otorgar patente de corso a las fuerzas
221
de poder regional, para que afiancen su dominación o reproduzcan
en el escenario local los mismos vicios de la política estatal que se
han venido criticando y en nombre de los cuales –por oposición a
ellos– se ha emprendido la descentralización. Por lo demás, los varios
escándalos financieros ocurridos en estos organismos de desarrollo
exigen una vigilancia permanente del Estado y sus mecanismos de
control, precisamente para evitar malversaciones y optimizar el uso
de los recursos públicos en beneficio del conjunto de la sociedad.
3º.- Debemos respetar la nueva Constitución Política del Estado
y centrar el debate de la cuestión regional en el marco constitucional
aprobado por la Asamblea Nacional de 1998.
Traemos al debate este tema porque precisamente en estos
días ha arreciado la campaña derechista para desprestigiar a la nueva
Constitución, acusando sus supuestas carencias y debilidades como
justificativo para plantear una reforma constitucional. Y una de las
principales debilidades que se le imputa es su supuesto centralismo,
el que, de existir, sería en gran medida responsabilidad de los mismos
partidos de esa tendencia, cuyos diputados constituyeron el bloque
mayoritario en la Asamblea y participaron activamente en la redacción
de la nueva carta constitucional.
Por lo visto, la cultura política ecuatoriana sigue estando
afectada por lo que el constitucionalista español Gregorio Peces–
Barba Martínez denomina “síndrome de Penélope”: ese afán de
pasarnos la vida tejiendo y destejiendo, es decir, destruyendo de
inmediato lo que a veces se ha construido con mucho esfuerzo. En
realidad, esta característica resulta tradicional en toda la mentalidad
hispanoamericana, pero pareciera tener mayor incidencia en el
Ecuador, país que ha tenido 91 gobernantes en 170 años de vida
independiente y ha cambiado 19 veces de Constitución.
El otro aspecto negativo que los críticos de derecha –de
la derecha regionalista, para ser más precisos– ven en la nueva
carta política del Estado es curiosamente el llamado “candado
constitucional”, mecanismo protectivo que los asambleístas incluyeron
entre las disposiciones transitorias, precisamente con el fin de evitar
que el “síndrome de Penélope” destruyera en poco tiempo ese gran
esfuerzo de modernización y democratización que impulsó la sociedad
civil entre 1987 y 1988 y que finalmente se concretó en la nueva
Constitución, con los inevitables altibajos impuestos por la realidad
política.
Así, para los líderes del partido socialcristiano –que recoge
votos en todo el país, pero tiene su cabeza, su estado mayor y su
referente político fundamental en Guayaquil– la nueva Constitución
222
es un engendro del centralismo y el estatismo izquierdizante, y por
lo mismo debe ser reformada cuanto antes, para permitir la libre
e indiscriminada privatización de las empresas estatales y otros
organismos públicos apetecidos por la derecha neoliberal, como el
IESS.
De nada importan la movilización social que impuso la
convocatoria a una Asamblea Nacional, ni la amplia mayoría de
votantes que aprobó en plebiscito la permanencia del IESS y del
sistema público de seguridad social, ni la misma presencia mayoritaria
del Partido Social Cristiano en la Asamblea Nacional. Tampoco parece
importar a la derecha neoliberal el hecho de que la nueva Carta Política
fuera el resultado de un difícil pero saludable consenso entre todas
las fuerzas políticas y sociales, con miras a fijar un marco de acción
política para el Ecuador del futuro.
Acostumbrados a la imposición de sus criterios, mediante uso
y abuso de la mayoría legislativa o por una implacable política de
chantaje al gobierno de turno, reniegan de todo consenso y de todo
resultado consensual, aunque ello signifique debilitar la imagen del
poder público, desprestigiar a la política y alimentar los recelos y odios
regionalistas.
Pero hay que insistir en el elemento central del conflicto, cual
es la resistencia de una fuerza política, de inspiración regionalista,
a aceptar el nuevo marco constitucional apenas éste ha sido
aprobado. Frente a ello, cabe precisar que una Constitución es la
expresión política más elaborada del “contrato social” de que hablaba
Rousseau, y que políticamente es el acuerdo consensuado de todas
las fuerzas fundamentales de un Estado. Vistas así las cosas, la nueva
Constitución ecuatoriana no fue la excepción, pues se logró aprobarla
mediante un largo proceso de negociaciones y consensos, encaminado
precisamente a crear un marco comúnmente aceptado de convivencia
social y política.
Por lo visto, el conflicto político surgido en este campo no
concluirá hasta que no se reafirme de manera solemne el principio de
la disciplina constitucional, como única garantía cierta de cumplimiento
de las obligaciones permanentes del contrato estatal. Y si este nuevo
contrato necesita cambios, estos deberán hacerse precisamente en
el marco fijado para ello por los diputados constituyentes, sin alterar
plazos, instancias o procedimientos, porque hacer lo contrario sería
convertir a la ley suprema de la república en una cartelera, cuyo texto
se puede cambiar según la presencia de nuevos dramas y nuevos
actores en la escena política.
223
4º.- Debemos evitar la política del chantaje mutuo entre el
poder central y los poderes regionales.
De modo tradicional, pero especialmente en las últimas
décadas, ha florecido en el país la política del chantaje gubernamental
a las municipalidades y Consejos Provinciales, que se concreta en
proveer recursos y otorgar favores oficiales a aquellos organismos
que se plegan sumisamente a la política del partido de gobierno, del
mismo modo que se les niega todo recurso y apoyo oficial a aquellos
gobiernos locales que resisten gallardamente las presiones del poder
ejecutivo o de los caciques del poder legislativo.
Además de ser atentatoria contra los principios de la
democracia, esta política de chantaje ha contribuido a generalizar
la más escandalosa corrupción política, expresada en el transfugio
personal y los “cambios de camiseta”, además de propiciar la erosión
de los partidos políticos y aún el uso inmoral de los dineros públicos,
pues casi siempre el transfugio de los munícipes comienza haciéndose
en nombre del “servicio a los electores” y termina ejecutándose en
beneficio del bolsillo personal.
Pero si es inmoral el chantaje ejecutado desde el poder central,
también lo es el chantaje ejercido desde los poderes regionales,
mediante la amenaza de ejecución de “paros cívicos” y de agitaciones
contra el orden público, o también a través del recurso de presiones
partidarias o interpelaciones legislativas a los ministros del gobierno
en ejercicio que resisten presiones políticas o no satisfacen apetitos
privados.
A este propósito, cabe destacar que los mayores usuarios de
este recurso han sido los partidos populistas de todo género que tienen
su base de acción en Guayaquil, quienes a su turno han convertido a
la municipalidad del puerto en un mecanismo de presión y agitación
regionalista contra el gobierno central, con miras a domeñarlo y obtener
los tristemente célebres “contratos colectivos”, consistentes en la
obtención de fondos para los organismos seccionales controlados por
su partido y de prebendas políticas para los dirigentes del mismo.
El gobierno así chantajeado termina por ceder importantes
espacios de poder a esos falsos “opositores políticos”, que pasan
a co-gobernar el país de un modo vergonzante, que deshonra
a la democracia y desprestigia a la política. Y si de citar ejemplos
se trata, bástenos recordar la entrega de las aduanas al CFP por
parte del gobierno de Oswaldo Hurtado, la llegada a la presidencia
del Congreso del incalificable Averroes Bucaram o los sucesivos
“contratos colectivos” negociados por el Partido Social Cristiano, que
le han permitido co-gobernar el país durante varios años y manipular
a sus anchas los poderes legislativo y judicial, sin quitarse en ningún
224
momento la escarapela de “partido de oposición”, que tan buenos
réditos suele dar en nuestro país.
(Conferencia en la Gran Logia Equinoccial del Ecuador, jueves 8 de
julio de 1999.)
225
30.
LA CIUDAD,
ENTRE EL RETO Y LA UTOPIA
226
Hay muchas visiones posibles de la ciudad, este maravilloso
producto de la civilización humana. Hay quienes han visto a la ciudad
como una creación del hombre que fue inspirada por el demonio,
puesto que, según se comprueba en el Génesis, ella no fue uno de los
productos de la creación. Desde la orilla contraria, algunos pensadores
del Renacimiento la vieron como un espacio de inspiración divina, en
donde el hombre podía regenerar su vida colectiva y liberarse para
siempre de los estigmas del pecado, que tanto angustiaban a los
hombres de aquel tiempo. Por eso, Tomás Campanella describió en
detalle la vida feliz de la “Ciudad de Dios” y Tomás Moro construyó
una entelequia urbana para radicar su “Utopía” de vida pacífica y
armoniosa.
Ya en el ámbito de la historia y en el caso particular de España,
la culminación de la guerra contra los moros, mediante la toma de las
grandes ciudades de Al-Andalus, planteó a los cristianos un problema
a la vez teológico y práctico: qué hacer con los espacios urbanos
construidos por los seguidores de Alá. Si eran centros de idolatría,
como se había venido sosteniendo, debían ser arrasados hasta sus
cimientos, para que nada recordase al vencido Islam, pero ello
implicaba destruir bellas y monumentales estructuras arquitectónicas,
que, en la práctica, bien podían ser aprovechadas por los vencedores. El resultado fue la reconversión de gran parte de las antiguas
mezquitas y ciudadelas arábigo-españolas de Andalucía. A diferencia
de lo ocurrido en Sevilla, donde la mezquita árabe fue arrasada casi en
su totalidad para ser reemplazada por una gigantesca catedral gótica,
la esplendorosa mezquita de Córdoba fue adecuada para utilizarse
como catedral cristiana.
Finalmente, todas esas angustias, inquietudes, urgencias y sueños
del hombre europeo del Renacimiento llegaron al Nuevo Continente
y chocaron con las realidades sociales y urbanísticas construidas por
el hombre americano. Tras el objetivo de fijar su posesión territorial,
el conquistador castellano fundó pueblos y ciudades originales, trazó
fronteras, nombró autoridades y desenvolvió un sostenido proceso
de ocupación territorial, pero también reconvirtió ciudades originales,
derribó templos nativos, reutilizó piedras y lugares sagrados, rebautizó
urbes y países.
Animado por el sueño renacentista de organizar la “Civitas Dei”,
la “Ciudad de Dios”, el conquistador se empeñó en ver al Nuevo
Mundo como el espacio ideal para esa experiencia. Por eso dictó
normas y ordenanzas para organizar la vida social en el escenario
americano, que abarcaban desde las tareas de escogitamiento
de lugares adecuados para el asentamiento de poblados hasta las
propias de la administración civil. De otra parte, preocupado por
227
la dispersión geográfica de la población indígena, se empeñó en
concentrarla y “reducirla” a vivir en poblados, lo que facilitaba su
control y su colonización espiritual. Esas dos experiencias paralelas,
la fundación y organización de ciudades españolas y la “reducción” de
la población indígena, fueron el inicio de la administración municipal
hispanoamericana y de nuestra política urbana.
En cuanto a la ciudad (polis) y a su gobierno (policía), las
“Ordenanzas” se convirtieron, desde entonces, en el mecanismo
fundamental de la autoridad local para ordenar y regular la vida
urbana, y también en la expresión más clara de la creciente autonomía
municipal frente al poder estatal. A su vez, los impuestos municipales
tomaron el nombre de “tasas” para diferenciarse de los propios del
Estado y su recaudación garantizó el sostenimiento de los cabildos
coloniales y, ya en la república, la vivencia práctica de la autonomía
municipal.
En lo que hace referencia a la acción de las fuerzas del poder
(política), el poblado o naciente ciudad fue su escenario privilegiado,
desde el primer momento. Por medio de una hábil política de endogamia
y alianza matrimoniales, los poderosos de la urbe hispanoamericana
fueron monopolizando cargos y prebendas hasta convertirse en
verdaderas oligarquías municipales. La acción de esas oligarquías
marca también la historia de nuestras ciudades y países, tanto por
sus disputas en el ámbito local como por sus enfrentamientos con
el Estado, fuese éste monárquico o republicano. Y ello determinó
también el nivel otorgado a los cabildos o municipios en los distintos
momentos de nuestra historia: absolutamente sometidos al poder
estatal, semi-autónomos o totalmente autónomos.
Ha sido precisamente el deseo de estudiar y conocer mejor
esos fenómenos de la vida urbana lo que me ha llevado a escribir
los distintos ensayos históricos que conforman esta obra, como parte
de mi tarea al frente de la cátedra de “Historia de la Ciudades”, en la
Facultad de Arquitectura y Urbanismo (FAU) de la Universidad Central
del Ecuador.
Cuatro de estos ensayos son inéditos y los tres restantes han
sido publicados antes. Estos últimos son los siguientes: “Ciudad y
poblamiento colonial en Hispanoamérica”, aparecido en el ‘Boletín
de Historia y Antigüedades’, órgano de la Academia Colombiana
de Historia (Nº 805, 1999), “Elites y Sociedades Regionales en la
Audiencia de Quito. 1750-1809”, incluido en el libro ‘Historia de la
Mujer y la Familia’ (ADHILAC, 1991), y “Guayaquil, una ciudad colonial
del trópico”, publicado en un libro homónimo editado por el Archivo
Histórico del Guayas, en 1998.
Finalmente, quiero dejar constancia de algunos reconocimientos.
228
A la FAU y a su Instituto de Investigaciones, que me han facilitado las
condiciones para la realización de estos y otros trabajos académicos.
A la Academia Nacional de Historia, entidad a la que me honro en
pertenecer y cuyo generoso concurso ha hecho posible la publicación
de este libro. Y a Jenny, cuyo afecto, respaldo y opinión intelectual
hacen grata mi vida.
(Palabras en el acto de presentación del libro “Pueblos, ciudades y
regiones en la historia del Ecuador”, editado por la Academia Nacional de
Historia. Quito, Centro Cultural Benjamín Carrión”, 1º de mayo de 2003.)
229
31.
230
TESTIMONIO
DE VIDA
El hecho de recibir esta condecoración de la Academia
Hispanoamericana de Letras y Ciencias me honra sobremanera, pero
me pone también en el trance de interrogarme acerca de mi vida y
obra intelectual, aprovechando la feliz circunstancia de que me hallo
entre amigos y familiares íntimos.
Soy un hombre que viene de abajo. Nací en La Magdalena, una
modesta población de la Provincia de Bolívar, enclavada en el declive
exterior de la cordillera occidental de los Andes y ubicada cerca del
yunga, esa zona mágica donde se encuentran la Costa y la Sierra y
donde los hombres habitan literalmente por encima de las nubes.
Y vine a la vida en un hogar también modesto, formado por una
maestra rural y un pequeño comerciante, un hogar en el que faltaban
algunas cosas pero en el que, a cambio, sobraban amor y espíritu de
progreso y había un buen número de libros.
Todavía no caminaba cuando empecé a concurrir a una escuela
del campo, acompañando a mi madre, que desde entonces fue mi
maestra, mi guía y mi amiga incomparable, mientras que mi padre,
buscando responder a las necesidades de su medio, desenvolvía
una variedad sorprendente de oficios y profesiones: maderero,
agrimensor, boticario, partero, médico, dentista y también artista de
teatro aficionado. A esa madre, que hoy me acompaña, y a ese padre,
que ya partió hacia el Oriente eterno, debo mi inclinación a los libros,
a la música y al servicio público.
Mi inclinación por la historia empezó entonces, en cierto modo,
pero se desarrolló más tarde, bajo el influjo de algunos notables
maestros que hoy recuerdo con veneración: don Manuel Núñez
Secaira, que fuera mi profesor en el Normal Rural de San Miguel de
Bolívar, donde me gradué de maestro; don Gerardo Nicola López,
que lo fuera en el Colegio Nacional Bolívar, de Ambato, donde obtuve
mi bachillerato en Humanidades Modernas, y el doctor Jaime Arturo
Chiriboga, que fue mi profesor en la Facultad de Jurisprudencia de
la Universidad Central del Ecuador. A ellos les debo, y les agradezco
desde el presente, mi vocación por las ciencias históricas y
geográficas, vocación que finalmente me hizo abandonar el ejercicio
de la jurisprudencia y marchar a México, donde cursé estudios de
Antropología e Historia e hice una pasantía de investigación gracias a
una beca del gobierno mexicano.
En síntesis, soy un hijo del sistema de educación pública, laica
y gratuita creado por la Revolución Alfarista y pude completar mi
formación académica gracias al sistema educativo público instituido
por la Revolución Mexicana. Dicho de otro modo, soy un hijo intelectual
de dos grandes revoluciones latinoamericanas del siglo XX y ese
hecho se ha reflejado en buena medida en mi obra de historiador, a
231
través de la cual he buscado comprender los orígenes y proyecciones
de esas rupturas violentas, profundas e irreversibles producidas en
nuestra historia.
Es que la vida en sociedad está signada por una permanente
necesidad de cambios y ajustes en la estructura social, bajo el influjo
de las fuerzas sociales que vienen en ascenso y la resistencia o
descenso de las élites. Las revoluciones llegan precisamente cuando
la vieja estructura represa largo tiempo a las fuerzas renovadoras y
termina por estallar bajo el empuje de éstas.
Dicho de otro modo, en toda sociedad subyacen elementos
de tradición y renovación, que se definen, por oposición, en cada
momento histórico. Y cada uno de ellos cumple una función legítima y
socialmente útil: los unos, preservando lo que merece ser preservado,
y los otros, renovando lo que quedó anquilosado, envejecido, superado
por la dinamia de la vida social. De esa delicada tensión entre tradición
y renovación surge el progreso de los pueblos, en forma de evolución
regular y constante de las cosas y las mentalidades humanas. Pero
cuando esa evolución se frena por largo tiempo, por causa del
dominio de los elementos de tradición, los elementos de renovación
se acumulan y buscan la ruptura del sistema.
Para el historiador, es un reto mayor el comprender la complejidad
y singularidad de las revoluciones. En cada una de ellas actúan fuerzas
y conjuntos de fuerzas que constituyen eso que Gramsci definió como
“bloque histórico”. Pero los bloques históricos son inestables por
naturaleza, en razón de que se hallan constituidos por fuerzas que,
más allá del objetivo común de romper la vieja estructura, poseen
distintas visiones del mundo por venir y, por ende, diferentes proyectos
políticos, que finalmente chocan y buscan prevalecer sobre los otros.
De ahí que en todo bloque revolucionario haya un primer momento
de unidad y un segundo momento de guerra interna o despiadados
ajustes de cuentas, en el que muchas veces caen los grandes líderes
y abanderados de la primera hora, llámense Maximiliano Robespierre,
Francisco de Miranda, León Trotski, Emiliano Zapata o Eloy Alfaro.
En cuanto a los objetivos de una revolución, hay quienes piensan
que hay que cambiarlo todo y hay otros que optan por cambiar lo
estrictamente necesario. Así, hay revoluciones desbocadas, como la
francesa de 1789, que pretendió cambiar hasta los nombres de los
meses del año, y hay revoluciones moderadas, como la alfarista, que
buscan cambiar sólo lo sustancial e indispensable para dinamizar la vida
social. Aunque parezca un contrasentido, también hay revoluciones
conservadoras, que se hacen explícitamente para defender una
cultura o unas formas de vida, amenazadas por una irrupción externa
que busca destruirlas. John Womack ha clasificado entre estas últimas
232
al zapatismo y agrarismo mexicanos, donde los campesinos pobres
resistieron por las armas a la fuerza avasalladora del capitalismo
agrario que impulsaban los científicos y hacendados porfiristas. Y en
nuestros días tenemos notorios ejemplos de esta clasificación en la
revolución iraní y en la resistencia iraquí, donde en nombre de Alá se
resiste a la globalización capitalista impulsada desde Occidente.
Volviendo al tema central de mi intervención, la verdad es que
no solo me he dedicado a estudiar revoluciones. Como historiador, y
especialmente como antropólogo, he buscado también entender las
expresiones de la cultura tradicional, aquellas que nuestros pueblos
se empeñan en conservar como un signo de identidad. Así, me he
dedicado a estudiar algunas formas de la música y la poesía popular,
tales como el pasillo, el valse, el pasacalle y el albazo, o las coplas del
carnaval, buscando desentrañar las claves de su origen, su función
social y su pervivencia. Surgieron así mis trabajos titulados “Pasillo,
canción de desarraigo”, “El Pasacalle, himno de la Patria chica”,
“La música del alba” y “Una fiesta popular andina, el Carnaval de
Guaranda.” En esa misma ruta de preservación de nuestra identidad
se inscriben también mis ensayos sobre la gastronomía popular,
titulados “Del cebiche como una de las bellas artes” y “Elogio de la
cocina ecuatoriana”.
Quiero tocar ahora un punto significativo de mi vida intelectual
y sentimental, cual es mi relación con Colombia, su cultura y sus
gentes.
Hace ya muchos años, cuando cursaba estudios en la Universidad
Central, habité en la recordada y nunca bien ponderada Residencia
Universitaria, donde compartí habitación con dos estudiantes
colombianos que cursaban la Facultad de Medicina: el payanés Edgar
Orejuela Contreras y el valluno Martín Alonso Pinzón. Su generosa
amistad me llevó a conocer parte de Colombia y a iniciarme en
el conocimiento de su rica cultura popular y su envidiable cultura
académica.
Más tarde, nuevos contactos humanos estrecharon esa relación
mía con tan querido país, el principal de ellos mi vinculación con Jenny
Londoño López, que hace veinte años es mi esposa y compañera de
afanes intelectuales, y quien es hija de un médico graduado en la
Universidad de Guayaquil, en aquel glorioso tiempo en que nuestras
universidades atraían con su prestigio a jóvenes de otros países
latinoamericanos.
Finalmente, las actividades intelectuales me vincularon con
prestigiosos círculos culturales colombianos, siendo el principal el
que lidera el gran polígrafo Antonio Cacua Prada. Esos vínculos me
llevaron a compartir esfuerzos y proyectos intelectuales con algunos
233
historiadores y pensadores colombianos y determinaron finalmente mi
designación como Miembro Correspondiente Extranjero de la Academia
Colombiana de Historia. Y fue en esa respetabilísima y centenaria
institución donde tuve el honor de estrechar lazos de amistad y trabar
correspondencia intelectual con el doctor Horacio Gómez Aristizábal,
el eminente presidente de la Academia Hispanoamericana de Letras
y Ciencias, a quien conociera tiempo atrás en esta ciudad de Quito,
durante un simposio internacional. Esos son, pues, los hechos y
circunstancias que han precedido a esta condecoración y que,
seguramente, han determinado que tan prestigiosa Academia me
haya conferido este reconocimiento intelectual.
Quiero aprovechar esta ocasión para rendir un especial homenaje
a Colombia, país al que me hallo ligado por muchos vínculos culturales
y afectivos, y cuyos esfuerzos, dolores y esperanzas los siento como
propios. Confío en que, más temprano que tarde, Colombia volverá a
ser reconocida en el mundo principalmente por sus elevados logros
culturales, científicos y deportivos, por sus notables escritores y
afamados artistas, por su afán de trabajo y su alegría de vivir. Y hago
votos porque ese día llegue pronto.
Esta condecoración me honra en grado sumo, especialmente
por venir de quienes viene. La recibo con íntima satisfacción y a la
vez con modestia republicana. Y la dedico a dos mujeres cercanas a
mi corazón: a mi madre, Amada Sánchez García, quien se empeñó en
templar y pulir mi espíritu como una hoja de metal, para que reflejara
las luces recibidas y resistiera los golpes de la adversidad, y a mi
esposa Jenny Londoño López, cuyo amor y dedicación han animado
mis afanes intelectuales y cuya presencia cotidiana constituye mi
principal vínculo afectivo con la querida Colombia.
Gracias, queridos amigos y colegas, por acompañarme en esta
tarde.
Jorge Núñez Sánchez
(Palabras al recibir la Condecoración “Excelencia Académica” de
la Academia Hispanoamericana de Letras y Ciencias, en acto celebrado en
Quito, en el aula Jorge Icaza de la CCE, el 1º de julio de 2003.)
234
32.
VIRGILIO GUERRERO
Y LA REVOLUCION JULIANA
235
Escribir una biografía tiene varias connotaciones intelectuales.
Por una parte, implica una aproximación sicológica al alma humana,
esa compleja arquitectura síquica y cultural, que ha sido construida
por el propio sujeto en correspondencia con los demás. Por otra,
conlleva un ejercicio de reconstrucción de la historicidad de un ser, es
decir, de una vida humana particular, pero desarrollada en medio de
otras vidas coetáneas, paralelas, vinculadas entre sí, y por lo mismo
marcadas por unos valores, circunstancias y experiencias colectivas.
En síntesis, elaborar una biografía significa bucear en dos universos
paralelos: el de una intimidad personal, hecha de sueños, ilusiones,
angustias, esfuerzos, miedos y otros elementos propios del yo, y el
de una vida externada hacia la sociedad y marcada por ella con ideas,
valores, retos y proyectos de acción.
El desafío planteado al biógrafo seguramente debe ser aún
más complejo cuando el sujeto a ser biografiado es un militar. Y
esto porque los militares forman, en nuestras sociedades nacionales
latinoamericanas, una categoría socio–profesional muy particular,
que se diferencia de otras –como las de los médicos, los maestros o
los deportistas– en la íntima vinculación que posee con eso que los
antropólogos llaman “el espíritu colectivo” o “la identidad tribal”. En
esencia, esa particularidad viene dada por la compleja responsabilidad
que la república les ha encargado, cual es la defensa de sus fronteras,
el mantenimiento del orden público y la preservación de los intereses
nacionales. De ahí que un militar honorable e inteligente asuma
su profesión como una responsabilidad trascendental, inclusive de
proyecciones históricas, y esté siempre viéndose como un defensor
de la soberanía republicana y del sujeto propietario de esa soberanía,
es decir, del pueblo.
Claro está que ese esquema ideológico esencial, con el que se
fundaron nuestros ejércitos republicanos, ha sufrido con el tiempo
torceduras y aun graves distorsiones, al punto que la mayoría de
los militares latinoamericanos, instrumentalizados por los poderes
locales o mentalizados por el poder imperial, han llegado a sustituir
la defensa de las instituciones republicanas por la defensa de las
clases dominantes, con lo cual han terminado transformándose en
cancerberos de las oligarquías y a veces en verdugos de sus propios
pueblos.
En nuestros tiempos, esa distorsión histórica ha sido
personificada por Pinochet, Videla, Bánzer, Garrastazú y otros
dictadores sanguinarios, hoy repudiados por los pueblos y perseguidos
236
por la comunidad internacional. Pero, al menos en teoría, esos actos
no son propios de la institucionalidad militar republicana y constituyen
notorios crímenes contra la democracia y peligrosos atentados contra
la nación. Por el contrario, en la historia latinoamericana también hay
ejemplos de militares patriotas, que, puestos en el duro trance de
disparar contra el pueblo que les dio las armas, han vuelto sus rifles
contra los mandones que desgobernaban sus países y han devuelto a
sus naciones la plenitud de su soberanía. Baste citar a este propósito
el ejemplo dignísimo de Omar Torrijos.
Estas y otras muchas reflexiones me vienen a la mente a la hora
de prologar este nuevo libro de mi admirado amigo Gustavo Pérez
Ramírez, un prestigioso intelectual colombiano que se ha vinculado
al Ecuador por los lazos más sutiles y a la vez más fuertes de la vida,
cuales son los del amor. Casado con la notable escultora ecuatoriana
Fina Guerrero Cassola, a quien conociera en Nueva York, en el marco
de las Naciones Unidas, Gustavo se ha radicado finalmente en
Quito y ha dedicado su lúcida madurez a la grata tarea de pensar
y escribir, reflexionando sobre el destino del hombre y la sociedad
contemporáneos, pero también buscando una mayor aproximación
con la historia y la cultura de nuestros pueblos.
Desde luego, estas tareas no son nuevas para él. Nacido en
Colombia, en tiempos en que la violencia política y social había
producido una grave fractura nacional, Gustavo fue uno de los
jóvenes intelectuales cristianos que se empeñaron en estudiar los
orígenes de la violencia, con miras a comprender ese grave fenómeno
y hacerle frente con las armas de la razón. De este modo, formó
parte de aquel grupo de pensamiento alternativo que en su hora
causó estremecimientos a las buenas conciencias burguesas y a la
conservadora jerarquía eclesiástica de su país, y en el cual brillaba
con luz propia ese joven sacerdote iluminado que se llamó Camilo
Torres Restrepo.
Gustavo compartió con Camilo varios años de formación
académica y de experiencias vitales, tanto en Colombia como en
Bélgica, en donde ambos fueron estudiantes de la famosa universidad
católica de Lovaina. Más tarde, tras su regreso a Colombia, Camilo se
comprometió cada vez más con la búsqueda de una transformación
social y finalmente optó por la vía armada, adhirió a la guerrilla del
ELN y murió luchando contra un sistema que estimaba oprobioso e
inhumano. Gustavo compartió con su amigo ese compromiso ético
contra las injusticias sociales, pero no adhirió a su opción por la vía
237
33.
LOS DIBUJOS DE
CLIMACO BASTIDAS
238
Pocas veces he tenido la plena sensación de una revelación, en cuanto
ésta tiene de inesperado y sorprendente, capaz de disparar al voleo
las flechas de la emoción. Pero ayer tuve una y puedo decir que me
produjo una gratísima impresión, cercana al deslumbramiento.
Clímaco Bastidas, un antiguo y querido amigo, al que hasta ayer había
conocido como un talentoso arquitecto-urbanista y un prestigioso
profesor universitario, participaba conmigo en una reunión de amigos
de la filosofía cuando de pronto, de un modo simple y natural, levantó
del suelo su viejo cartapacio de cuero, lo puso sobre la mesa y sacó
de él una gruesa carpeta de cartulinas, cuyo contenido empezó a
mostrarnos sosegadamente.
Para él, ese acto constituía la revelación de un secreto personal
guardado por años: sus ejercicios artísticos en el campo del dibujo.
Para nosotros, hubo otra revelación: la de un artista excepcional,
que silenciosa y metódicamente había ido enfrentándose a los retos
y exigencias de tan difícil especialidad, puliendo la línea hasta la
perfección y reduciendo la imagen a los trazos imprescindibles.
Es sabido que el dibujo es un arte esencial, un verdadero referente
ético y estético de las artes plásticas y visuales. Pero esa exigencia es
todavía mayor cuando el artista escoge como su elemento expresivo
la tinta y la pluma, porque entonces los errores se magnifican y el
artista no puede refugiarse en el recurso del borra y va de nuevo.
Así, está obligado a dejar que la pluma, o su versión moderna, el
rapidógrafo, corran libre y rápidamente sobre la limpia superficie del
papel o de la cartulina, guiadas solo por su instinto creador. En el caso
de Clímaco, el resultado de esa suma de disciplina y talento es una
obra de impecable factura y espléndida belleza.
Hablemos ahora de su tema predilecto, que es la imagen femenina.
Siendo, como es, un enamorado de la vida y la naturaleza, Clímaco ha
encontrado en la mujer, especialmente en su cuerpo desnudo, el objeto
y sujeto de su arte. Objeto de captación visual y recreación estilística,
que es visto y esbozado desde todos los ángulos, pero siempre con
una delicadeza sorprendente, que a veces raya en el misterio, como en
esas mujeres de piernas abiertas, donde el sexo no dibujado incita a
la imaginación del vidente, o en esas sensuales muchachas sin rostro,
donde el erotismo femenino se sitúa en la garganta alargada por el
estiramiento del cuello o en la nuca, descubierta por la inclinación de
la cabeza y el revoloteo de la cabellera.
239
Pero la mujer es también sujeto expresivo de su arte, puesto que,
a través de la pluma del dibujante, ella se muestra al espectador en
todas sus facetas de expresión corporal.
Y son mujeres múltiples, captadas en las más variadas circunstancias.
Las hay delgadas y robustas, vitales y lánguidas, abiertas del
todo y hacia todo o cerradas al otro y encogidas sobre sí mismas.
Hay jóvenes delgadas y espléndidas, en plenitud vital, y boteritas
sensuales e incitantes. Pero todas ellas llevan en su imagen ese sutil
encanto de la feminidad, captado casi al vuelo por la mano ligera del
artista., cuya pluma pasa sobre su imagen con una delicadeza suma,
como queriendo no invadir su intimidad ni robarles ningún detalle
particular.
Con su obra, que recién empieza a abrirse a los ojos del mundo, Clímaco
nos recuerda las posibilidades técnicas del dibujo, pero, sobre todo,
nos revela un espacio poco explorado del arte figurativo: la posibilidad
de retar al espectador para que éste complete, con su imaginación,
aquello que el artista quiere dejar indefinido o intocado.
Quito, 7 de noviembre de 2003.
240
34.
LA PRENSA Y LOS
DESAFIOS DE LA PAZ
241
El domingo 9 de agosto de 1998, el diario El Universal, de Caracas, publicó un artículo del periodista argentino Andrés Oppenheimer
titulado “La absurda guerra que a todos nos amenaza”. En esa nota, este afamado periodista escribía:
“Uno de los hechos más absurdos de la historia reciente
latinoamericana -la guerra entre Perú y Ecuador de 1995, que
dejó unos 200 muertos- está volviendo a ser noticia, en medio de
crecientes preocupaciones de que una nueva ronda de hostilidades
lleve a la ruina a los dos países y provoque una huida de capitales
generalizada de América Latina.
Diplomáticos de Estados Unidos y América Latina están
preocupados por el incidente de la semana pasada en la frontera
peruano-ecuatoriana (donde dos soldados peruanos fueron mutilados
por una mina terrestre en la zona fronteriza). Señalan que un
resurgimiento del conflicto aumentaría la escalada armamentista en
la región, y haría resurgir viejos estereotipos de América Latina como
un continente bananero.
Complicando aún más las cosas, Perú ha adquirido aviones de
combate Mig-29, y Ecuador está tratando de adquirir F-16 de Estados
Unidos. Y los dos países, a diferencia de otras democracias donde
los civiles han tomado las riendas de la seguridad nacional, tienen
fuerzas armadas que se encuentran entre las más entrometidas de la
región en los asuntos políticos de su país.”
Citando a Gabriel Marcella, profesor de la Escuela de Guerra
del Ejército de Estados Unidos y coautor del libro “Resolviendo el
conflicto entre Perú y Ecuador”, Oppenheimer agregaba que esos
acontecimientos fronterizos deberían alarmar a todo el hemisferio,
“porque las guerras pasadas entre Perú y Ecuador siempre han nacido
de encontronazos accidentales en la jungla.“
“El peligro es que se desate otra guerra”, habría dicho Marcella,
añadiendo que “esta vez, podría ser una guerra de mayores
dimensiones, porque los dos países están mejor armados que en
1995. Sería un desastre”.
Y el autor concluía señalando que ello significaría “un revés
enorme para los esfuerzos de los países de América Latina de
presentarse como democracias maduras, donde los inversionistas
puedan hacer negocios sin temor a guerras disparatadas.”
En el momento en que leí ese artículo de Oppenheimer, me pareció
que el periodista argentino exageraba, puesto que tanto en Ecuador
como en Perú se estaba desarrollando un creciente sentimiento a favor
de la paz y era notoria la existencia de una opinión pública cansada
242
de todo lo relacionado con la guerra. Pero ocasionales noticias que
asomaban aquí y allá me han ido revelando que hay fuerzas oscuras
que conspiran contra el acuerdo de paz firmado entre nuestros países
y se esfuerzan en mantener vivo un conflicto que murió de muerte
natural y está debidamente sepultado.
Hace pocas semanas leí otro de esos artículos alarmistas,
publicado –si no recuerdo mal– por el diario EXPRESO de Lima, según
el cual Ecuador estaría por adquirir unas corbetas italianas para
incrementar su marina de guerra.
Debo confesar que la noticia me alarmó. Me pregunté cómo
podía estar alguien empeñado en comprar barcos de guerra, si los
ecuatorianos ya no teníamos conflictos pendientes con ningún vecino.
Y cómo se le ocurría a nadie pensar en tales derroches militaristas,
mientras no había dinero para pagar a los maestros y trabajadores
de la salud, que vivían por ello en intermitente huelga, y mientras
las calles estaban llenas de niños y ancianos mendigos. Así que avivé
mi viejo instinto de periodista y me puse a investigar el origen de tal
noticia.
En las fuentes militares consultadas, me indicaron que esa noticia
no pasaba de ser un disparate. Me dijeron: ¡Cómo vamos a comprar
barcos de guerra, si el Congreso nos ha aprobado un presupuesto
militar mucho menor que el solicitado y si a duras penas tenemos
para pagar los sueldos del personal, que están congelados hace tres
años!
Como no tenía posibilidad de preguntar al diario EXPRESO por su
fuente de información, decidí investigar en la red (Internet), buscando
información en los medios militares o en los ámbitos dedicados a
asuntos estratégicos. Lo que hallé me dio risa y a la vez me inquietó: se
trataba de que Italia había decidido dar de baja unas corbetas viejas,
pero los italianos, como buenos mercachifles que son, buscaban no
desguazar sus armatostes sino venderlos a algún “país bananero”,
haciéndoles algunos arreglos para que esos barcos viejos parecieran
todavía útiles, tales como cambiarles de motores, ponerles nuevos
lanzacohetes y darles una mano de pintura.
Para lograr su objetivo, los mercaderes de la muerte hicieron
una de sus consabidas jugarretas: encargaron a un “especialista en
geopolítica” que escribiera un artículo destinado a revivir los fantasmas
de la desconfianza entre Ecuador y Perú, En síntesis, se trataba de vendernos armas tremendamente
letales, no por su efectividad militar, ciertamente dudosa, sino por
su brutal costo para nuestras débiles economías nacionales, donde
muchas gentes iban a morir de hambre, como víctimas directas de
una estúpida carrera armamentista.
243
Fue así como salió a luz el artículo: “Rivales del Mar del Sur: las
marinas de Ecuador y Perú”, del autor Giuliano da Fré, publicado en
la revista militar italiana “Analisi Difesa”, Nº 39, de 6 de noviembre
de 2003.
Sin aportar razonamiento alguno, el artículo parte de la
consideración de que “entre los dos países es sabido que siempre
existirá una rivalidad política, que es concretizada en una atención
constante al nivel de preparación militar recíproca”. Admite que el
Tratado de Paz de 1998 “ha puesto fin –al menos por el momentoa la carrera armamentista entre los dos países”, pero agrega que
“las dos pequeñas marinas sudamericanas no han renunciado a su
modernización en un próximo futuro”.
Pasando a lo concreto, el autor señala que “en marzo de 2003
Lima ha manifestado su decisión de adquirir de segunda mano las
tres fragatas Lupo que la marina militar italiana ha dado de baja”, con
lo que el autor contradice a EXPRESO, afirmando que el comprador
de las corbetas no iba a ser Ecuador, sino Perú.
De Fré agrega que, de este modo, Perú aspira a potenciar aún
más su línea de cuatro fragatas tipo Carvajal “que son la punta de
lanza de la flota, un complejo sustancialmente armónico y de alta
profesionalidad, solo en parte limitado por la obsolescencia de algunos
de sus componentes.”
Luego el artículo detalla todo el sistema naval militar peruano:
sus hombres, sus naves de superficie y submarinas, sus armas y
equipos adicionales, y sus cuatro divisiones navales.
A continuación incluye un subtítulo evidentemente sugestivo,
llamado “La Armada de David”, que comienza por hacer un símil del
conflicto bíblico entre Goliat y David, mostrando a Perú como Goliat y
a Ecuador como David.
Dice textualmente: “Si la Marina peruana es un “Goliat”
caracterizado por un hipertrófico gigantismo, Quito dispone de una
fuerza más pequeña pero con equipamiento moderno, y adiestrada
por expertos israelitas, británicos y chilenos.” Tras describir los
hombres, naves, equipos y sistema administrativo de la marina
ecuatoriana, el analista militar pasa a mencionar los fenómenos de
crisis política que han afectado a los dos países y han frenado su
carrera armamentista.
Luego topa otro aspecto del asunto: “la próxima entrada en
servicio de los modernísimos submarinos tipo “Escorpión” en la siempre
rival (del Perú) marina chilena”, lo cual, concluye el articulista, “debe
suscitar grave irritación y más de una preocupación en el Almirantazgo
peruano”.
Y no deja finalmente de alertar sobre los riesgos que conlleva
244
la política de refrenamiento armamentístico emprendida por ambos
países en los dos últimos años, al calor de su grave situación socioeconómica. Señala que el principal de esos riesgos es la probable
“dispersión de aquellos recursos profesionales y tecnológicos
acumulados en el último decenio por las Fuerzas Armadas de los dos
países.”
En síntesis, el artículo tiende a sembrar entre nuestros militares
algunas ideas–fuerza, como éstas:
1. Que hay una rivalidad histórica y casi natural entre Ecuador
y Perú, que seguramente no será disipada por el Tratado de
Paz de 1998.
2. Que esa rivalidad tiene una expresión particular en el
ámbito naval, que, tras la firma de la paz y el arreglo de los
problemas en el área amazónica, será seguramente la nueva
zona de disputa entre ambos países, sobre todo porque
Ecuador “ha logrado acceso a la red fluvial amazónica.”
3. Que la Marina de Guerra del Perú es un Goliat gigante
e hipertrofiado, que necesita modernización y nuevo
equipamiento.
4. Que la Armada del Ecuador es un moderno David, cuya fuerza
es muy pequeña y debe ser acrecentada para enfrentar al
Goliat peruano.
5. Que la modernización naval chilena amenaza a Perú.
6. Y que hay otra amenaza para Ecuador y Perú, que es
el refrenamiento de su carrera armamentista, que los
condenará a un atraso militar y tecnológico.
La conclusión obvia a la que apuntan esas ideas–fuerza es la
de que alguno de esos países, o ambos a la vez, deben comprar
más barcos de guerra y equipos navales para estar a la altura de sus
supuestas necesidades. Y, de paso, su autor les recuerda que nada
mejor para sus escuálidas economías que comprar barcos usados…
italianos.
En nuestra opinión, no debe extrañarnos que unos vendedores
de armas se valgan de supuestos estudios geopolíticos para promover
su inicuo negocio. Pero no podemos ser ingenuos hasta el punto de
creer que esos vendedores de armas no tienen eco en nuestros países,
en nuestras fuerzas armadas y hasta en nuestra prensa.
Siempre habrá un jefe militar preocupado por su país, que cree
sinceramente que hay que comprar armas para prevenir ataques
futuros de no se sabe quién, pero no excluyo que también haya militares
capaces de dejarse sobornar por esos traficantes de la muerte. Siempre
245
habrá periodistas ingenuos, que creen que el patriotismo consiste en
publicar cualquier “noticia reservada” que le dan las fuentes militares,
sin analizarla y desmenuzarla previamente. Pero tampoco excluyo
que puedan haber plumíferos de alquiler, que cobran por publicar
esas noticias, sabiendo que son falsas o sospechando que lo sean.
Por eso, quiero exhortar a los periodistas reunidos en este
foro, (al igual que lo he hecho en otras ocasiones con mis colegas
historiadores), para que en adelante seamos más críticos y analíticos
con ese tipo de noticias que incitan a la guerra, o a la carrera
armamentista o al menos a la desconfianza entre nuestros pueblos.
Recuerdo a este propósito una memorable conferencia que
dictara el 9 de febrero de 2001 el Premio Nóbel de Literatura José
Saramago, al inaugurar el curso de la Escuela de Periodismo creada
por la Universidad Autónoma de Madrid y el diario El País.
El gran escritor portugués dijo entonces que “además del
periodismo de información, de opinión y de investigación, es necesario
un periodismo de reflexión como fórmula para instalar la duda en la
sociedad” y recomendó a todos los periodistas que buscaran ‘darle la
vuelta a los hechos’ para no quedarse sólo en las superficialidades.
Saramago también llamó la atención sobre la responsabilidad de
los medios, ‘infinitamente más grande de la que los propios medios
creen tener’, y se mostró convencido de que ningún periodista
desconoce cuáles son los problemas que amenazan a la humanidad,
pero insistió en que los periódicos no profundizan en las cuestiones
que realmente interesan a la gente y dedican demasiado espacio
a ‘la superficie, a la pequeña espuma que fluctúa en la superficie’.
Finalmente, reprochó a los periodistas su papel de ‘prestatarios de
contenidos’, que escriben por encargo de otros.
En resumen, cuando alguien les diga que su país está amenazado,
duden de la noticia y busquen comprobarla por sus propios medios,
para evitar ser utilizados por gentes interesadas en vender o en
comprar armas, casi siempre con jugosas comisiones de por medio.
Una duda sistemática sobre ese tipo de noticias será el mejor
aporte que ustedes puedan hacerle a su país. Será un aporte muy
efectivo en la lucha contra la corrupción. También será un aporte para
la paz, bien superior de la humanidad, que vale más que cualquier
consigna patriotera. Y será finalmente una muestra de verdadero
patriotismo, porque, como decía Martí, la verdadera Patria es la
Humanidad, y por ende el verdadero patriotismo contemporáneo es
preocuparse por la humanidad en su conjunto y en especial por la
humanidad doliente: por los pobres sin sustento, por los enfermos sin
atención, por los niños sin escuela que existen en nuestros países.
Piensen, amigos míos, que con el valor de un tanque se pueden
246
construir 50 escuelas, que con el valor de un avión de caza se puede
construir un gran hospital y que con el valor de un barco de guerra se
puede educar y alimentar por varios años a millones de niños pobres.
Por eso, el verdadero valor de esas armas no se mide en millones
de dólares, sino en el número de niños hambrientos, de ancianos
olvidados, de campesinos miserables, de gentes analfabetas. Ese es
el costo de las armas y de los preparativos de guerra.
Eso mismo fue lo que dijeron las mujeres ecuatorianas y peruanas en su memorable manifiesto del 3 de febrero de 1995, publicado en
los días en que nuestros países se hallaban en guerra. Esas madres y
esposas de ambos países denunciaron entonces que:
“1.Una guerra entre pueblos hermanos desatada en los albores
del siglo XXI, constituye una afrenta a nuestras culturas y un retroceso
para nuestras sociedades. Su costo trasciende lo económico. Afecta el
desarrollo presente y futuro de nuestros países y lesiona los derechos
humanos.
2. Como consecuencia, el recrudecimiento de la pobreza se
convierte en una realidad que afectará a hombres, mujeres, niños
y niñas de ambos países, pero en particular a los sectores más
vulnerables de la población.
3. Los gastos de una guerra son irrecuperables, y repercuten
directamente en el presupuesto destinado al desarrollo social.”
En consecuencia, solicitaban el cese definitivo al fuego y el uso
de la negociación y el diálogo como únicos instrumentos para resolver
cualquier conflicto entre los países del continente. Y reiteraban
su convencimiento de que “los excesivos presupuestos para el
armamentismo obstaculizan la educación, la salud, la vivienda y el
trabajo a los que tienen derecho nuestros pueblos.” Para terminar,
hacían votos porque “el patriotismo sea una práctica diaria de
solidaridad y lucha por el desarrollo y el bienestar colectivos.”
Por todo lo expuesto, me alegra profundamente que el gobierno
de Perú haya ratificado la “Convención Interamericana sobre
Transparencia en las Adquisiciones de Armas Convencionales”,
adoptada en Guatemala en junio de 1999 y que entró en vigor
recientemente, convención que Ecuador había suscrito con
anterioridad. Y me alegra todavía más que el embajador de Perú
ante la OEA, don Eduardo Ferrero Costa, haya señalado en tal
ocasión que esta decisión de su país se orientaba a “disminuir los
gastos de defensa en la región, a fin de poder destinar mayores
247
recursos al desarrollo económico y la lucha contra la pobreza.”
Amigos todos:
Firmada la paz definitiva entre Ecuador y Perú, la tarea actual de
los periodistas debe ser la de afianzar la paz, promoviendo una cultura
de fraternidad y amistad entre los pueblos. ¡Basta de hablar del país
vecino como un país enemigo! ¡Basta de ver al nativo del país fronterizo
como un sospechoso! ¡Basta de calificar la llegada de productos por la
frontera como “contrabando”, mientras a los productos que llegan por
los puertos los consideramos comercio legítimo!
Les invito también a reflexionar en el tamaño de nuestras Fuerzas
Armadas. Ellas sufren de una visible hipertrofia, que se sostiene a costa
de nuestras modestas economías nacionales. ¡Tenemos más generales
de división que divisiones militares y más generales de brigada que
brigadas efectivas…! ¡Tenemos más almirantes, vicealmirantes y
contralmirantes que barcos de guerra…! ¡Y tenemos tantos generales
del aire como aviones de combate…!
Frente a tal situación, los invito a preguntarse: ¿Cuánto nos
cuesta anualmente esa hipertrofia militar? ¿Qué porcentaje del
PIB dedicamos a gastos militares en general? ¿Y cuánto conoce o
desconoce la sociedad civil sobre los gastos militares?
Esas preguntas resultan indispensables si queremos vivir en una
plena democracia, donde el poder civil (poder democrático, nacido
de las urnas) tenga un control total sobre el poder militar; en una
sociedad abierta, donde haya plena transparencia informativa y donde
la sociedad civil y la opinión pública puedan saber lo que ocurre en su
país, para actuar en consecuencia.
Con razón se ha dicho que la guerra, y todo lo relacionado con
ella, es demasiado importante para dejarla exclusivamente en manos
de los militares.
Y conste que respeto como el que más a nuestras fuerzas
armadas, que constituyen un pilar de sustentación del Estado nacional.
Pero, como ciudadano, no estoy dispuesto a darles un cheque en
blanco, precisamente porque las cajas nacionales están sin fondos y
porque en nuestros países hay otras urgencias que atender y otras
guerras que emprender: una guerra contra la corrupción, otra contra
la pobreza y otra más contra el atraso y la ignorancia.
Así, pues, amigos periodistas, enfilemos las armas de nuestra
inteligencia contra esos enemigos que nos acosan a Ecuador y Perú,
y en general a los pueblos andinos, y dejemos de andar buscando
incidentes fronterizos para magnificarlos con titulares escandalosos
o de seguir alimentando sospechas sobre todo lo que haga o diga el
248
país vecino.
Necesitamos afianzar y sacralizar la paz, pero para ello
necesitamos dejar de comprar armas y, sobre todo, emprender en el
desarme de las conciencias.
(Comunicación presentada al “Programa de Capacitación de Periodistas
para la consolidación de una Cultura de Paz en la Zona de Frontera Perú
– Ecuador”, celebrado en Piura, Perú, entre el 16 y 19 de diciembre de 2003,
por convocatoria de la Universidad de Piura. Publicada originalmente en el
libro “Periodismo de frontera: un proyecto para la paz”, coordinado por Luisa
Portugal y editado por la Universidad de Piura, Perú, en 2003)
249
35.
REGISTROS DE LA MEMORIA COLECTIVA:
EL PASILLO Y LAS
MIGRACIONES ECUATORIANAS
250
INTRODUCCION
Existe la historia porque existe la memoria social. Cada pueblo
o grupo humano busca preservar su memoria colectiva a través de
los recursos mnemónicos que su tecnología le permite: petroglifos,
pinturas rupestres, tablillas de cerámica, papiros, pergaminos, papeles,
grabaciones de sonido, filmes o registros digitales. Es una forma de
combatir colectivamente a los efectos individuales de la muerte. Es
una forma de pervivir en el tiempo y conservar su identidad. Y es
también un modo de instruir a las gentes del futuro, que son, en
definitiva, los destinatarios de esos mensajes.
La canción es también un registro de la memoria colectiva. Y por
sus especiales características, que incluyen, en sus tonos y requiebros,
la preservación de las emociones y sentimientos humanos, resulta
ser un testimonio del pasado aún más completo y revelador que
la escritura. Por ello, ningún texto sobre la diáspora de los judíos
españoles podrá ser más revelador de esos desgarramientos humanos
que las kántigas y romanzas de los sefardíes, del mismo modo que
ningún papiro iluminado podrá transmitirnos la elevación espiritual
del hombre medieval de mejor manera que los cantos corales de la
música gregoriana.
También en el Ecuador, los cantos populares son testimonios útiles
a la reconstrucción de la memoria histórica. P. e., un canto ceremonial
precolombino, reciclado ideológicamente por el conquistador español,
el conocido como “Salve, salve, Gran Señora”, nos revela en buena
medida el carácter ritual y la profundidad espiritual de la antigua
religión solar de los pueblos equinocciales. ¿Y qué decir de las
canciones populares de la colonia que han sobrevivido hasta hoy, en
cuyas letras chispean la crítica social o los requiebros sexuales de la
picaresca popular?
Con la llegada de la educación musical en la época colonial,
empezaron a multiplicarse los registros notados de las canciones,
aunque solo de las de tipo religioso. Más tarde, a partir del siglo
XIX republicano, se difundió el conocimiento de la moderna notación
musical, especialmente con la instalación del primer -y breveConservatorio Nacional, en tiempos de Gabriel García Moreno, luego
con la fundación de la Escuela de Música de la Sociedad Filantrópica
del Guayas y, finalmente, con la creación del nuevo Conservatorio
Nacional, por el gobierno alfarista, en 19... Todo ello aportó
elementos técnicos para el desarrollo y preservación de la música
ecuatoriana y contribuyó a estimular el rescate de los cantos y la
música folklóricos.
Con la Revolución Liberal se multiplicaron las bandas militares de
251
música y hubo un florecimiento paralelo de la música marcial y la música
popular. En todo ello jugaron un papel fundamental los directores de
esas nuevas bandas, en su mayoría músicos con buena formación
académica y de cuyas filas salieron algunos de los más insignes y
afamados compositores nacionalistas: Carlos Brito Benavides, ...Más
allá de las tareas propias de su oficio (desfiles militares, ceremonias
oficiales, marchas de campaña), la otra función relevante de esas
bandas fue la de brindar regularmente retretas de música nacional a
la población urbana del país. Suerte de “conciertos al aire libre”, esas
retretas devinieron uno de los más eficaces medios de difusión de la
música nacional-popular, puesto que grababan en la memoria de sus
oyentes las nuevas composiciones producidas por los músicos de la
escuela nacionalista.
A partir de la segunda década del siglo XX, los testimonios
histórico-musicales son más numerosos e inclusive abundantes, en
razón de haber sido el Ecuador uno de los primeros países en poseer
el sistema de grabación del sonido inventado por la casa “R.C.A.
Victor” de los Estados Unidos. En efecto, la instalación de un centro
de grabaciones musicales en Guayaquil, hacia 1912, efectuado por la
Casa Comercial Encalada, permitió el registro y difusión de numerosas
canciones populares ecuatorianas y latinoamericanas y, sobre todo, de
las nuevas creaciones de los compositores de la escuela nacionalista.
Esos discos de pizarra, tocados en victrola u ortofónica, vinieron a
constituir lo que entonces se llamó “la música mecánica” y coadyuvaron
a la difusión de la música ecuatoriana de un modo parecido al de las
retretas. Así, mientras las bandas militares brindaban interpretaciones
para el gran público, las victrolas permitían recrear interpretaciones
musicales para círculos privados, con la ventaja de que éstas
interpretaciones traían tanto la música como la letra de la canción,
transmitida por la voz emocionada de algún notable intérprete.
Más tarde, aparecieron nuevas formas de grabación y difusión
del sonido, y apareció la radio, que se convirtió en el primer medio
masivo de comunicación moderna. Con ello, la música nacional alcanzó
con sus notas a una masa creciente de ciudadanos y las canciones
populares se convirtieron en una nueva y vibrante forma de identidad
colectiva, en un país dividido por activos regionalismos y con pocos
signos de identidad nacional.
EL PASILLO Y EL NACIONALISMO MUSICAL
Hay pueblos de espíritu triste y el Ecuador es uno de ellos. No
es el caso analizar aquí los orígenes de esa vocación colectiva por
la tristeza, pero es indudable que ella existe y ha existido desde la
252
antigüedad. Hablando de las paradojas del ser quiteño, Alejandro de
Humboldt consignó, a comienzos del siglo XIX, que “las gentes de
este país duermen tranquilas al pie de los volcanes, viven pobres
sobre un subsuelo de oro y gozan con una música triste”.
No debe extrañarnos, pues, que la mayor y mejor expresión del
nacionalismo musical ecuatoriano haya sido el tristón “pasillo lírico”,
género musical creado en el Ecuador a partir de un alegre y movido
ritmo colombiano de baile. Esa mutación que este género sufrió en el
Ecuador obedeció a una compleja variedad de circunstancias históricas
y sociales.
Hacia los años veintes del siglo precedente, una vez concluido el
ciclo revolucionario del liberalismo, se produjo un progresivo reflujo
de la música marcial, que había tenido una presencia preponderante
en el último cuarto de siglo, y hubo un paralelo resurgir de la música
romántica y sentimental. Tras una época signada por el espíritu
guerrero, advino otra más calma y reposada, en la cual el país se
dedicó a restañar las heridas dejadas por las últimas guerras civiles
y a enfrentar los embates de la nueva crisis económica, que vino
acompañada de inestabilidad política, enfrentamientos armados y
revueltas sociales. Sobre ese doloroso mar de fondo, poco adecuado
para la alegría personal o colectiva, floreció en el alma popular esa
canción de dolencias que es el pasillo ecuatoriano. Además, el mismo
género se cargó en aquel período de influencias provenientes de la
música romántica europea y también recibió la importante influencia
de los ritmos indígenas locales. Todos esos elementos coadyuvaron
para producir una serie de mutaciones en el ritmo original llegado de
Colombia.
La primera mutación fue de carácter estético y se dio desde el
“pasillo de baile” hacia el “pasillo canción”, mediante un tránsito que
tardó varias décadas, tiempo en el que uno y otro género convivieron
en armonía. El cambio comenzó cuando varios compositores de la
época post-revolucionaria, siguiendo el ejemplo marcado por Carlos
Amable Ortiz y los hermanos Francisco y Rafael Ramos Albuja,
buscaron incorporar un texto poético a la composición musical, con
lo cual el pasillo evolucionó definitivamente desde el ritmo de baile
hacia la canción. Mas tarde, una conjugación de fenómenos sociales,
elementos estéticos y cambios tecnológicos terminaron por imponer
la difusión mayoritaria del pasillo de canto o “pasillo lírico” y el
relegamiento progresivo del pasillo de baile o “pasillo rítmico”, hasta
llegar a su virtual extinción hacia los años cincuentas.
Otro elemento que contribuyó a esa mutación fue la irrupción
social de la clase media, hija predilecta del Estado laico. Este nuevo
estrato social, empeñado en hallar una identidad para sí mismo y
253
para el nuevo país que surgía, retomó el pasillo -y más tarde otros
ritmos populares- como un símbolo identificador de lo ecuatoriano.
Pero a ese grupo social emergente, no le bastaba con arrebatar a
la aristocracia terrateniente un grato ritmo de baile; estaba más
interesada en cantar que en bailar, y requería de un tipo de canción
que le permitiese expresar sus inconformidades, rebeldías, angustias,
frustraciones y ternuras. Bajo ese requerimiento, el pasillo fue dejando
de ser música de salón y paso de baile, y se convirtió prontamente
en canción estremecida, donde hallaron alero el amor y el desamor,
la nostalgia, los celos, la angustia, la rebeldía, el despecho y, sobre
todo, los adioses...
Como consecuencia de esa mutación, se produjo en el período
reseñado el aparecimiento de una “estética de la tristeza”, que
luego se convertiría en característica general del pasillo ecuatoriano
contemporáneo. Así, el pasillo romántico derivó crecientemente hacia
la nostalgia, la melancolía y la tristeza, bajo la convergente influencia
del modernismo literario y de la música indígena, todo ello sobre el
mar de fondo de los problemas político-sociales.
Esa transición desde el romanticismo hacia la tristeza se patentiza
ya en la obra de algunos compositores liberales y estaba de algún
modo influenciada por la derrota del radicalismo alfarista, así como
por los desmanes de la burguesía liberal gobernante, que culminarían
con una masacre de trabajadores el 15 de noviembre de 1922. Uno
de los primeros pasillos grabados en el Ecuador (1912) y titulado “A
Julia”, ejemplifica ya esa vocación por la tristura:
“Lágrimas tristes, sueños angustiosos,
origen son, negrita, de tu amor;
lúgubres son mis horas silenciosas;
ámame, Julia, y calma mi dolor.”
A partir de la segunda década del siglo XX, el “spleen”, la abulia y
la angustia existencial de los poetas modernistas inundaron las letras
de los pasillos y se volvieron lugares comunes expresiones del tipo
de “tengo enfermo el espíritu”, “la angustia de vivir”, “la crueldad
de la vida”, “mis horas de tedio”, “mi enfermo corazón”, “mis crueles
sufrimientos” o “enfermo de dolor”. Hay una frase simbólica que
resume el espíritu de aquel tiempo y es un verso de Arturo Borja
incluido en un pasillo de Miguel Angel Casares, que dice: “...Esa
tristeza enorme que me mata la vida...”
Paralelamente a la mutación del género musical y en un breve
plazo de dos o tres décadas (de los veintes a los cuarentas), se
254
“A Julia”, música de Oscar Ignacio Alvarado.
produjeron también un cambio de escenario y una renovación de los
actores del mundo pasillero. El salón elegante, donde las gentes de
alta clase bailaban pasillos ligeros, al compás de la música interpretada
por un conjunto de cámara o un pianista de calidad, fue reemplazado
por un nuevo escenario, modesto hasta el extremo límite pero
también más abierto a la socialización: la cantina, donde gentes del
pueblo, embriagadas de alcohol y sumidas en su propio romanticismo,
cantaban pasillos u otras canciones nacionales, acompañadas por el
tañer de una guitarra. Desde entonces, esa trilogía de pasillo, trago y
cantina se volvió indisoluble e hizo del pasillo una típica “canción de
taberna”.
Un afamado ejemplo es el terrible pasillo “Rebeldía”, que allá
por los años cincuentas fuera la primera canción protesta del Ecuador,
sólo que esa protesta no estaba enfilada contra el sistema sociopolítico sino contra el mismísimo Dios:
“Señor, no estoy conforme con mi suerte
ni con la dura ley que has decretado,
pues no hay una razón bastante fuerte
para que me hayas hecho desgraciado.”
De otra parte, la generalización de las migraciones internas,
especialmente entre la Sierra y la Costa, impuso una nueva temática,
marcada por las angustias del desarraigo. Florecieron, así, las “canciones
de adiós” y los pasillos de añoranza a los afectos lejanos, con lo cual el
pasillo terminó por convertirse en una “canción para llorar ausencias,
desahogar infortunios y maldecir destinos desgraciados.” Esa definición
la acuñamos precisamente en un ensayo que escribiéramos hace unos
veinte años y que fuera publicado por la revista “Cultura” del Banco
Central del Ecuador, donde calificábamos al pasillo como una “canción
de desarraigo” y afirmábamos que él había vehiculizado, en el plano
sentimental, todas las tristezas y angustias de los variados migrantes
e inmigrantes del Ecuador.
Antes que nada, cabe precisar que el desarraigo es un acto de
alejamiento, entre forzado y voluntario, que se encamina a poner
distancia entre uno mismo y el sujeto o la tierra amados. Cuando
voluntario, el desarraigo implica un doloroso renunciamiento o una
fuga que busca preservar el super-ego, por la ruta de eliminar el
motivo de la angustia o suprimir la ocasión de la agresión externa.
Cuando forzado, el desarraigo implica una fuga táctica, en busca de
acceder en otro lugar a mejores condiciones de vida y retornar en el
futuro al sitio amado.
“Rebeldía”, letra y música de Angel Leonidas Araújo Chiriboga.
255
¿Por qué surge ese sentimiento de desarraigo? Opino que por
muchas causas individuales y sociales. Estrictamente individuales
son, por ejemplo, ciertos motivos citados en las mismas letras de
los pasillos: desamor, deslealtad, traición, olvido, cansancio, hastío,
resignación, desconsuelo, duda, soledad, desaliento, celos. En
cambio, son de carácter social otros fenómenos entrevistos en el
pasillo como motivo del alejamiento, tales como la migración por
pobreza, expresada literalmente en ciertos estremecidos pasillos,
como “Cenizas” o “Casita Blanca”.
En “Cenizas”, un verdadero clásico del pasillo ecuatoriano,
podemos hacer una lectura literal de ese fenómeno social, por el cual
miles de muchachos serranos migraban forzadamente hacia la Costa
tropical, en busca de un futuro mejor:
“Si yo de aquí me alejo no es porque así
lo quiera,)
Me lleva es el destino sin rumbo a navegar,
Pero jamás olvides que en un rincón del mundo
Llora en silencio un hombre su desgraciado amor.
Llora mi corazón, llora ¡ay! qué triste,
Porque aquí va dejando lo más querido.
¡Como no ha de llorar! Mucho ha sufrido
y arrancan en pedazos su pobre vida.”
Similar es el fenómeno expresado en el muy popular “Casita
blanca”, aunque es distinto el tiempo desde el que se canta: ya no
a la hora de la despedida, como en el caso anterior, sino tiempo
después, cuando la nostalgia ha hecho más dolorosos los recuerdos y
la paralela migración del ser amado ha frustrado la anhelada felicidad
del retorno:
“Hace ya mucho tiempo, con rumbo incierto,
que abandoné la tierra donde nací;
errante por el mundo, como el desierto,
no encontraba tus pasos ¡pobre de mí!
A mi tierra querida volví más tarde
Anhelando ser tuyo, como soñé,
Desde entonces no hay día que no te aguarde
Y en tu casita blanca no te encontré.” 256
“Cenizas”, letra y música de Alberto Guillén Navarro.
“Casita blanca”, letra y música de Filemón Macías.
rascendencia humana óáEcaracterísticoónéníííí ñí, que hasta hace
unas pocas décadas debían ser cruzados con gran esfuerzo y no poco
riesgo. n paísondeáagravaban por la presenciaeíóóiñ évtales ó“l.
úo écóíáíóíóáé, las inundacionesíáá
Al partir, muchos lo hacían con una mezcla de euforia y esperanza,
como ha quedado consignado en el aire típico “Vamos a Guayaquil”,
que en su hora fuera un verdadero motor de impulsión para la
emigración de serranos hacia la Costa:
“Del suelo tropical
surgiste Guayaquil,
Oh, pueblo tan querido
y preferido
por mil y mil.
Vamos a Guayaquil,
nos lleva el corazón
A mirar sus mujeres,
todas hermosas
Como ellas son.
Al llegar a Durán,
Sobre mi río Guayas
Se yergue majestuosa
Cual una diosa
mi gran ciudad.
Su ambiente tan feliz,
Franqueza y corazón,
Y su mujer divina,
rosa abrilina,
ritmo y canción.”
Un breve análisis textual de esta canción basta para revelarnos los
significativos cambios que iban ocurriendo en la mentalidad colectiva
de las provincias de la Sierra, durante la primera mitad del siglo XX.
Uno de ellos, la creciente ansia de progreso y libertad personal que se
levantaba entre las gentes del interior del país, y otro, la ruptura con la
antigua vocación de fidelidad al lar nativo, que el viejo sistema había
convertido casi en un apotegma, en busca de radicar la mano de obra
“Vamos a Guayaquil”, aire típico interpretado por el dúo Ramos
Mendoza.
257
regional. Ahora, rotos los diques del aislamiento entre regiones por
la fuerza creciente de la modernidad (el ferrocarril, las carreteras, la
supresión de la prisión por deudas, el enganche de trabajadores para
la zafra azucarera), los jóvenes indígenas, mestizos o blancos pobres
de la Sierra marchaban “por mil y mil” hacia el puerto caliente, tras
la ilusión de vivir y progresar en una sociedad abierta, despoblada de
los prejuicios sociales y raciales de su Sierra natal.
Convertida en reflejo emocional de la realidad,la canción
registraba las emociones y anhelos del migrante, que partía soñando
con una ciudad próspera y un “ambiente feliz”, poblado de mujeres
bellas y sensuales. Mas, por otra parte, también hacía suyo el canto
de la mujer (madre o novia) que quedaba abandonada a pequeña
casa familiar, envuelta en la bruma de los recuerdos y . Un canto que
resumió el poeta Rafael Blacio Flor en la letra del hermoso pasillo
“Esperando”, cuya música compusiera el artista quiteño Cristóbal
Ojeda Dávila:
“Amor, ¿por qué te fuiste dejándome sombrío?
¿En quién será que piensas? ¡A si lo supiera!...
Tal vez esté lloviendo. Tal vez estés con frío.
Yo, en cambio, vivo triste. ¡Qué triste que es la espera!
Mi vida es un paisaje y tú le das la vida.
Amor, ¿por qué te fuiste? Amor, ú
é
¡é
sta n¡A.
é..¿áá
¡é
íáíáí
íáó
é ¿éí
y¡óas
Otro de esos cantos de mujer abandonada es el que sintetizó
Carlos Falquez en el hermoso pasillo “Faltándome tú”, que grabara en
el alma nacional la voz inolvidable de Carlota Jaramillo:
“Faltándome tú, mi vida se entristece,
las estrellas ya no alumbran, el cielo se oscurece.
258
Faltándome tú, mi alma no se anima,
El camino queda trunco faltándome tú.
Quisiera
que aunque te encuentres muy lejos
te acuerdes de mí)
Y sientas
Un vacío tan inmenso faltándote yo.
Mi vida, regresa.
No puedo más vivir así,
faltándome tú.”
Durante el siglo XX, cada región del país consignó en el pasillo
sus testimonios de desarraigo. Asíl emprender su viaje, emiraba tí,ó
“
á
í
última
áy
í
í
¿á
No era distinta la angustia del riobambeño que bajaba hasta las
tierras cálidas del trópico y, desde la lejanía, cantaba sus endechas:
“¡Oh! amor grande y lejano que atormentas mi vida
con fiebres de retorno y ansiedades de tedio;
oh amor que me consumes como llaga escondida,
como llaga escondida de algún mal sin remedio.
Implorad por mi suerte, labios buenos y amantes,
Ojos de adormidera, fuentes de mi locura;
Mirad que voy muy solo por las sendas distantes,
“Adiós a Cuenca”, letra de Ricardo Darquea Granda y música de
Carlos Ortiz Cobos.
259
Por las distantes sendas de mi mala ventura.”
La canción también guardó testimonio del desarraigo masivo de
los bolivarenses que partían hacia el puerto abrigado, renunciando a
la vida calma y la belleza mágica del Ande, a cambio de hacerse un
lugar en la abierta y competitiva urbe porteña o en las zonas interiores
de la Costa recién abiertas a la economía de plantaciones:
“Mis horas tan felices qué pronto se han pasado!
Pensé fueran eternas; como mi amor, creí;
Mas hoy que me separo, me ausento de tu lado,
Qué largas, qué cansadas serán lejos de ti.
Las campanas anuncian mi partida.
Ven a mis brazos, ven, te estrecharé mejor.
No vaya a ser la eterna despedida,
Estréchame más fuerte, más fuerte mi amor.”
Fí XXóallejón interandinoaáááa ecuatoriana
íjóvenes óéó y vivir estremecidos por las añoranzas:
“Triste y pensativo me alejé.
Llevo destrozado el corazón
por esta ausencia larga y fatal
que al marchar mi vida te dejé,
y con ella toda mi ilusión...
¡No sé porqué partí!
dejando allí, mi bien,
Todo mi amor cifrado en ti.
¡No sé porqué partí...!”
El pasillo, expresión fiel del alma nacional, testimonió todas
las variadas tristezas generadas por el desarraigo. or ejemplo, dejó
prueba del modo en que lmujerla aausada por, en un bello pasillo de
Carlos Brito, con letra de la poetisa mexicana Rosario Sansores, que
alcanzaría fama universal:
“Amor lejano”, letra y música de Angel Leonidas Araújo Chiriboga.
“Besándote me despido”, letra de Augusto César Saltos y música
de Julio César Cañar.
“Ausencia”, letra y música de Alcides Millán.
260
“¡Cuando tú te hayas ido me envolverán las sombras!
Cuando tú te hayas ido, con mi dolor a solas,
evocaré este idilio en mis azules horas.
¡Cuando tú te hayas ido me envolverán las sombras!
Y en la penumbra vaga de la pequeña alcoba,
donde una tibia tarde me acariciabas toda,
te buscarán mis brazos, te besará mi boca
y aspiraré en el aire como un olor de rosas.
¡Cuando tú te hayas ido me envolverán las sombras!”
áóóóníáíóíí y , destinos a los que se han agregado
últimamentespaña e Italia. Láí y deben an dosea íáe sor los viajeros
y sus seres próximos cío es hoy mismo quienes, para expresar sus
emociones, recurren a un soneto del gran poeta colombiano Julio
Flórez, convertido por el compositor azuayo Carlos Arízaga Toral en el
pasillo “Gotas de ajenjo”:
“Cuando lejos, muy lejos, en hondos mares,
en lo mucho que sufro pienses a solas,
si exhalas un suspiro por mis pesares,
mándame ese suspiro sobre las olas.
Cuando el sol con sus rayos, por el oriente
Rasgue las blondas gasas de las neblinas,
Si una oración murmuras por el ausente,
Deja que me la traigan las golondrinas.
Que ya cuando la noche tienda su manto
Yo, que llevo en el alma sus mudas huellas,
Te enviaré con mis quejas un dulce canto
En la luz temblorosa de las estrellas.”
Por su parte, dondesdorá para cantar la tristeza de su desolación
y la añoranza del amor ausente
“L,
e
eá
Ven, por piedad, no tardes amor mío,
que vivir separados no podemos,
261
pues formamos los dos una sola alma
y un solo corazón los dos tenemos.10
A su vez, en la distancia, hay quien que busca grabar en la
memoria del ausente la imagen de un amor que ansía perdurar en el
recuerdo. Es alguien que quedó en abandono y que, por medio del
pasillo, canta angustiadamente:
“¡Acuérdate de mí! en tus horas sombrías,
en tus horas de dicha, acuérdate de mí!
Mi nombre será el bálsamo en tu melancolía,
Mi voz será el mensaje de los que pienso en ti,
El recuerdo sublime de lo que pienso en ti.
Por lejos que te encuentres llévame en tu memoria,
Haz cuenta que mi sombra camina junto a ti,
Yo seguiré tus pasos así, calladamente,
Por doquiera que vayas, ¡acuérdate de mí!.11
¿ágla del Ecuador?ó-musical
áóníúecuatorianos ósóóólDicho en otras alabras, ellos significa
que alrededor de un 20 por ciento de los pasillos que se oyen en
la actualidad se refieren de alguna manera al desarraigo o están
vinculados con éste, aunque sea de manera figurada.
Eíúáéíóóó,óóáñáóChorritos de luz, óesde aquella mañana, Dúés
áíéáúíGrito del alma, ¿Hasta cuándo corazón?, Honda pena, La pena
de no verte, La canción del olvido, La canción del retorno, a novia
lejana, La ventana del olvido, Lejos de mi madre, Lejos de ti, Lejanas
tierras, Lágrimas y recuerdos, Los adioses, Me abandonaste, Me
quedo llorando, Me verás partir, Mi último adiós, Mi soledad, No me
dejes, No éñíóé áíéSáóáóé or, VViajero solitario, uelve, V
ay todavía más: ese sentimiento de desarraigo ha desbordado
los límites del pasillo y ha buscado expresarse por medio de varios
otros géneros musicales, como el viejo yaraví de origen incaico, la
graciosa tonada y aún el festivo pasacalle.
Una cuestión a dilucidar, es sabercáón finalmenteév Lo cierto es
que, pudieron haber oaranaú contrapeloóéasa canción lgun
De este modo el pueblo ecuatorianoóío utilizando los pasillos para
expresar esas tristezas hondas causadas por el amor ausente o por el
extrañamiento de su sol y suelo. Unas tristezas que se han multiplicado
incalculablemente en los últimos tiempos, a consecuencia de la brutal
10
11
262
“Lejos de ti”, letra y música de Víctor Valencia Nieto.
“¡Acuérdate de mí!”, letra y música de Luis Alberto Valencia.
crisis económica desatada en 1998 por un grupo de banquerosbandidos, que fugaron del país después de haberse apoderado de
los ahorros y depósitos de todos sus clientes, contando para sus
delitos con la complicidad activa del derrocado gobierno de Mahuad. A
consecuencia de ello, han salido del Ecuador hacia otros países más de
un millón de ecuatorianos y siguen saliendo otros sesenta mil más por
mes, en la más desgarradora y angustiosa de las migraciones. Muchos
de ellos mueren de hambre, sed o ahogamiento en las terribles rutas
de tránsito hacia los Estados Unidos. Otros son capturados en alta mar,
o en aeropuertos europeos, y devueltos a su país de origen, después
de haber vendido todas sus propiedades y contraído enormes deudas
para costear su viaje, pero siguen intentando, una y otra vez, emigrar
a tierras lejanas, que les garanticen al menos la supervivencia. Los
más felices logran llegar a su meta y, olvidándose de sus profesiones
o títulos, aceptan los trabajos más duros y humillantes, con tal de
ahorrar unas monedas para enviar a su familia lejana.
Es así, amigos míos, que se explica la indefinida vigencia de
pasillos tales como el citado “R, canción con letra de Abel Romeo
Castillo y música de Gonzalo Vera Santos, que hace poco hemos
escuchado cantar a los migrantes ecuatorianos en el madrileño parque
de El Retiro.
Por todo lo expuesto, tenemos la seguridad de que el pasillo tiene
vida para largo tiempo. A diferencia de las canciones novedosas que
impone la moda -las que vienen y pasan como golondrinas de veranoel pasillo está ahí, siempre presente, cambiando periódicamente de
estilo y de factura, pero enraizado en el alma ecuatoriana desde hace
más de un siglo, testimoniando las alegrías y tristezas de la gente de
este país, eternamente fiel a los sentimientos del pueblo.
Quito, 29 de junio de 2004.
Aniversario del nacimiento de Juan León Mera.
(Ponencia presentada al Congreso Ecuatoriano de Historia. Cuenca, julio de
2004)
263
armada, que estimaba equivocada, aunque comprendió su trágica
y conmovedora experiencia, que revelaba la angustia vital del cura
alzado en armas, evidenciando la anquilosada y reaccionaria estructura
de la Iglesia colombiana. Nuestro autor prefirió vincularse a tareas
humanitarias de la comunidad internacional y aceptó la oferta que
le hiciera el Secretariado de las Naciones Unidas para trabajar en
su programa de Cooperación Técnica para el Desarrollo en el Tercer
Mundo, siempre en pos de servir a los más necesitados y de responder
a su propio compromiso con la humanidad.
Entonces buscó analizar en profundidad la experiencia de lucha
de Camilo Torres, de la que él mismo fuera partícipe, para superar la
imagen simplista y manipulada del “cura guerrillero” y recuperar todas
las facetas y alcances de aquella experiencia social y política, motivada
por un sincero compromiso cristiano con los pobres y desamparados,
esos a los que Frantz Fanon llamara con razón “los condenados
de la Tierra”. Surgió así uno de sus libros fundamentales: “Camilo
Torres Restrepo, profeta para nuestro tiempo”. Mezcla de estudio
biográfico, ensayo sociológico, y análisis cultural, aquella es una obra
fundamental para entender el fenómeno de la violencia colombiana y
también los alcances de esa “cultura de la violencia” que ha surgido
y se ha consolidado con los años en ese hermano país. Pero ese libro
es también un reto al pensamiento del pueblo cristiano, mayoritario
en América Latina, al enfrentarlo con los problemas de una sociedad
violentada por la injusticia y también con los desafíos que conlleva el
compromiso con la verdad y la defensa de los humillados y ofendidos
por el sistema.
LA BIOGRAFIA DEL CORONEL VIRGILIO GUERRERO
Lo expresado nos permite colegir que nuestro autor ha
llegado a enfrentar el reto de esta biografía armado de sabiduría y
experiencia, virtudes conquistadas en toda una vida de compromiso
con los demás, poblada de significativas experiencias humanas y
de variadas y selectas lecturas. Y buena falta le hacía al biógrafo
ese equipamiento intelectual, para enfrentar con éxito el desafío de
entender cabalmente a este nuevo biografiado, que, a diferencia de
Camilo Torres, no fue un cura insurgente sino un militar de escuela.
Reto aún más complejo si consideramos que el biógrafo no conoció
al personaje y ha debido rescatar su figura mediante un paciente
esfuerzo de reconstrucción historiográfica.
Llegados a este punto, me pregunto cómo fue que Gustavo
264
se adentró en esta nueva historia de vida. Como intuyera Luigi
Pirandello, hay “personajes en busca de autor”, aunque en verdad
ello ocurre más en la historia que en la literatura, porque en aquella
hay seres concretos que exigen ser rescatados del olvido –como p. e.
el mariscal José de Lamar o el doctor José Félix Valdivieso– y en ésta
hay, más bien, autores en busca de personajes, tanto arquetípicos
como particulares.
Hallo que, en este caso, Gustavo Pérez se encontró frente a
frente con la memoria de un personaje que requería ser biografiado y
que, en cierto modo, le había facilitado parte de la tarea, al dejarle a su
futuro estudioso unas memorias íntimas y un archivo bien organizado.
Lamentablemente, cuando el biógrafo fue tras las huellas de esa
vida ya extinta, ese archivo había sufrido las vicisitudes del tiempo y
estaba disperso y en condiciones precarias, por lo que el hermeneuta
tuvo que rescatar pacientemente los documentos y testimonios, hasta
reconstruir la arquitectura esencial de aquella historia de vida.
Lo que sin duda no dejó de sorprender al empeñoso biógrafo
fue hallarse con una información de significativa importancia, que, en
buena medida, contribuirá a revisar la historia conocida, en tanto que
aporta nuevos datos y puntos de vista sobre hechos y personajes de
la política ecuatoriana de las décadas del veinte al cincuenta: entre
los hechos, la Revolución Juliana, el inicial nacionalismo militar, las
trampas y trampantojos de la política criolla, la historia del Código del
Trabajo; entre los personajes, Isidro Ayora, Federico Páez, Antonio
Pons, José María Velasco Ibarra, Alberto Enríquez Gallo.
Aquí, en este libro, están recogidos esos nuevos elementos
para la historia política del país, engarzados con la historia vital del
coronel Virgilio Guerrero, un personaje formado académicamente en
una escuela de pensamiento positivista y nacionalista, que soñó con
un país mejor y que trabajó lealmente en búsqueda de ese ideal de
progreso. Fue Intendente General de Policía del Guayas; tres veces
Intendente General de la Provincia de Pichincha; Ministro de Previsión
Social, Trabajo, Agricultura e Industrias; Ministro encargado de
Educación Pública; propulsor y mentalizador del Código de Trabajo, de
la Ley de Comunas y otras leyes sociales; dos veces Diputado por la
Provincia de Loja, Gobernador de Cotopaxi, político activo y también
exiliado político…
En fin, Virgilio Guerrero fue un personaje histórico importante,
que destacó en las tareas que le tocó cumplir en la vida nacional y
265
alcanzó notabilidad por su rectitud y honestidad personales, al igual
que por sus esfuerzos de regeneración social. Pero fue también un
personaje algo trágico. Porque sin duda tiene un tinte de tragedia
política, individual y nacional, la circunstancia de que el teniente
Guerrero, que tuvo un papel protagónico en el derrocamiento del
lamentable gobierno de Gonzalo Córdova, hombre de paja de la
oligarquía liberal y la bancocracia, haya sido el mismo coronel Guerrero
que, con las mejores intenciones, tuvo que participar en un gobierno
de la bancocracia liberal, tan controvertido como el de Carlos Arroyo
del Río.
Y conste que no pretendo juzgar a nadie, porque el papel del
historiador no es el de ser un inútil juez de hechos del pasado. Me
limito a consignar una circunstancia trágica de la historia ecuatoriana,
que envolvió a aquel hombre y también al país entero: la declinación
histórica del liberalismo, que sustituyó a los clarines y reformas de
la Revolución Alfarista por la corrupción bancaria y la manipulación
política de las décadas posteriores, cuyos resultados finales fueron
la desmoralización social, la desmembración territorial del país y
una nueva revolución popular, encabezada por otra generación de
jóvenes oficiales del ejército: la “Gloriosa” del 28 de mayo de 1944,
que buscó exorcizar al fantasma de la derrota militar de 1941 y
la desmembración territorial de 1942, para sentar las bases de
un nuevo país, democrático y solidario. Sólo que a la vuelta de la
esquina estaba la figura peripatética de Velasco Ibarra, que, al poco
tiempo, se proclamó dictador y echó por tierra los sueños de aquella
generación…
No sigo más y aquí me quedo, porque mi misión no es la de
resumir este rico e inteligente libro, sino la de presentar a su autor
ante el público ecuatoriano y tentar al lector para que se adentre
en esta sugerente e ilustrativa biografía, que es una ventana abierta
a la intimidad de un ser humano de notables perfiles y también al
panorama de una época fundamental de nuestra historia.
(Palabras en el acto de lanzamiento del libro “Virgilio Guerrero,
protagonista de la Revolución Juliana”, de Gustavo Pérez Ramírez,
efectuado en Quito, en el Aula “Jorge Icaza” de la CCE, el 30 de
septiembre de 2003.)
266
36.
JUAN MONTALVO,
EL REGERADOR DE REPUBLICAS
267
No hay hombres sin tiempo o sin espacio. Todo ser humano, y
particularmente un creador, es hijo de su historia y de su geografía,
de su tiempo y de su circunstancia. Ni la lucha ni la obra de don Juan Montalvo pueden entenderse
fuera del marco histórico y mental del siglo XIX, siglo terrible, en
el que chocaron las viejas estructuras sociales de la colonia con los
nuevos anhelos de libertad que animaban a los pueblos, y en el que
se enfrentaron, con la palabra y con la espada, las viejas mentalidades
hispanófilas y la naciente personalidad mestiza.
Una vez conquistada la independencia, las nuevas repúblicas
pasaron a ser dirigidas por unas oligarquías criollas que no confiaban
en las potencialidades de sus pueblos, que veían al indio con el mismo
desprecio con que lo vieron sus abuelos conquistadores, que trataban
al negro con igual brutalidad que sus abuelos encomenderos, que
despreciaban al mestizo por no ser blanco puro y europeo sin mácula,
como ellos mismos pretendían serlo.
Esos patrones convertidos en presidentes se sentían extraños
en su propio país, vivían soñando con un hispanismo trasnochado
o, peor aún, querían reemplazar el concluso colonialismo español
por un nuevo colonialismo “latino”, a ser ejercido por la Francia de
Napoleón “el pequeño”. En todo caso, se empeñaban en negar el
ser americano, pues su propia inseguridad de criollos –es decir, de
mestizos culturales– los hacía ser extremadamente racistas y los movía
a actuar como colonialistas en su propio suelo. Esa situación rozaba
con el ridículo cuando gobernantes mestizos, como el general Juan
José Flores o el mariscal Andrés Santa Cruz, asumían como suyos los
prejuicios oligárquicos y, más aún cuando, pese a ser generales de
la independencia, se empeñaban en proyectos neocolonialistas, para
entronizar príncipes europeos sobre estas repúblicas indo–mestizas.
Y consagrándolo todo estaba una Iglesia trasnochada y reaccionaria,
dirigida por obispos europeos, que todavía se negaba a reconocer la
independencia de estos países, que aún escribía textos de añoranza
de los reyes y de combate contra la soberanía popular.
Pero los pueblos americanos iban pariendo ya su propia
inteligencia, su propia conciencia, a través de mestizos vigorosos,
como Urbina, o geniales, como Montalvo, que asumían la defensa del
ser americano, de la particularidad americana, frente a los patrones–
presidentes.
Urbina, un general nacionalista y reformador liberal, entendió
que no podía florecer la república sin extirpar las lacras sociales
heredadas de la colonia y principalmente la esclavitud de los negros y
la servidumbre de los indios.
Montalvo, que no tenía más armas que su pluma y su pasión
268
de libertad, fue más allá que Urbina: quiso liberar mentalmente a
todos los hombres del país, a todos los hombres de Hispanoamérica,
de la tiranía social de las oligarquías, de la tiranía moral y cultural
de la Iglesia, de la tiranía política de los dictadores de levita o de
charreteras.
Es que nuestro Juan Montalvo venía de una familia mestiza,
ilustrada y liberal, originaria de Guano, que desde antiguo se había
forjado en el crisol del trabajo artesano, familia que durante los
orígenes de la república habría de generar varios combatientes por la
libertad. Su hermano, el doctor Francisco, fue desterrado por Flores a
causa de sus combates en defensa de la democracia, y en el camino
contrajo la fiebre amarilla, que finalmente lo llevó a la tumba. Eso
afianzó la vocación libertaria y antidictatorial de toda esa familia. Y
su otro hermano, Francisco Javier, se afilió a las variadas luchas por
la libertad, con las armas en la mano, después de haber sido maestro
ilustre y rector del afamado colegio quiteño de San Fernando, rector
de la Universidad Central y finalmente rector del ambateño colegio
Bolívar. Como nos informa Plutarco Naranjo, en este inteligente y
gratísimo libro que hoy presentamos, ese hermano de don Juan,
un liberal militante, habría de alternar su vida entre los triunfos y
las derrotas, padeciendo persecuciones y exilios en los gobiernos
conservadores y alcanzando elevadas funciones públicas durante
los regímenes liberales o, al menos, democráticos: gobernador de
Tungurahua, diputado y secretario del Congreso Nacional, Ministro
Juez de la Corte Suprema y Ministro de Relaciones Exteriores.
En esas primeras décadas de la vida independiente fue durísimo
el combate social y político entre las fuerzas sociales conservadoras
y las emergentes fuerzas liberales. Era una lucha feroz, entre un
pasado que se resistía a morir y un futuro que pugnaba por nacer.
Las fuerzas del pasado, presididas por los terratenientes y la Iglesia,
se empeñaban en mantener en la república un sistema similar al de la
colonia, con esclavos negros, peones indios y sirvientes mestizos. Por
su parte, las fuerzas del futuro tenían su avanzada entre intelectuales
radicalizados, artesanos conscientes y militares nacionalistas, que
buscaban abrir brechas en el sistema de dominación para implantar
los cimientos de una verdadera “república de ciudadanos”.
Para conseguir sus objetivos, las fuerzas conservadoras
establecieron una república de mentirijillas, asentada en un sistema
electoral tramposo, según el cual para ser ciudadano había que ser
propietario de bienes raíces o profesional independiente con buena
renta, y para ser candidato había que ser uno de los más ricos
propietarios; por su parte, el Congreso, integrado mayoritariamente
por curas y terratenientes, era un remedo de poder legislativo, que
269
se limitaba a convalidar la voluntad presidencial. Más tarde, García
Moreno endureció todavía más el sistema, poniendo como primera
condición de ciudadanía la de ser católico practicante y estableciendo
durísimas penas para los masones, librepensadores, herejes o
cristianos de otras iglesias. Con ello redujo el campo de la ciudadanía
a la grey uncida mansamente al yugo de la Iglesia.
Fue contra ese sistema político perverso, impuesto por los
patrones y la jerarquía eclesiástica, sistema totalitario y excluyente
de las mayorías nacionales, que se levantaron los liberales, quienes
defendían con la pluma y con la espada la opción de una patria libre,
con derechos ciudadanos y libertad de conciencia. La prensa liberal
encendió los espíritus de las gentes libérrimas, que tomaron las armas
para resistir al pretorianismo de los dictadores y tiranos conservadores,
y particularmente de Flores y García Moreno. Estos respondieron
aplicando la ley del cadalso a todo revolucionario, inconforme o
rebelde que asomase en la república. Y cuando la represión no bastó
para contener el espíritu de rebeldía de los ecuatorianos, ambos
tiranos conservadores clamaron por un nuevo colonialismo e hicieron
gestiones para entronizar a un príncipe extranjero, que les ayudase a
contener la torrencial ansia de libertad que se levantaba desde la base
popular. Flores, supuesto fundador del Estado ecuatoriano, alabado
hoy mismo por los historiadores de la derecha, usó la presidencia
para gestionar una monarquía española para el Ecuador, o al menos
un protectorado militar español, ofreciendo a cambio usar su espada
para invadir el Perú, reconquistarlo para España y desmembrarlo.
Posteriormente, García Moreno, teniendo a Flores como General en
Jefe del Ejército, actuó como cómplice de la agresión neocolonialista
española contra el Perú (1866), además de solicitar un protectorado
francés para su propia patria y de firmar un Concordato que ponía
al país entero bajo las leyes de un Estado extranjero, como es el
Vaticano.
Dicha sea la verdad, esos actos liberticidas de Flores y García
Moreno, además de atentar contra la independencia del Ecuador,
envenenaron todavía más las relaciones de nuestro país con el Perú,
enturbiadas desde tiempo atrás por otras acciones de estos mismos
personajes, pues no hay que olvidar que Flores, según el historiador
Aguirre Abad, fue quien provocó en gran medida la guerra que culminó
en Tarqui, y más tarde fue García Moreno quien estimuló la invasión
del mariscal Ramón Castilla, en busca de que el ejército peruano le
ayudase a derrocar al gobierno liberal de Francisco Robles.
Visto el asunto al trasluz de la historia, es evidente que esos
conservadores no creían en la viabilidad de la república, no confiaban
en las posibilidades de la democracia, no tenían fe en el país ni en
270
su pueblo. Actuaban como hijos de conquistadores, como colonos
extranjeros en su propio país. Mezcla de jefes pretorianos y patrones
intolerantes, revelaban en sus actos su propia impotencia de gobernar,
su incapacidad para construir un país con elementos propios, sus
complejos de inferioridad, que estimulaban su pretensión de ser
europeos de tercera en vez de americanos de primera.
Frente a ellos se alzaron los liberales, que por toda Nuestra América
llevaban la bandera de la nación indo–mestiza, y que, por eso mismo,
eran tratados por las oligarquías blancas con odio político y desprecio
racial: “El zambo Montalvo”, “el cholo Urbina”, “el indio Juárez”, “el
indio Alfaro”, “el indio Uribe” les decían, queriendo satanizar su origen
racial, pero solo lograban que el pueblo se identificase más con esos
insurgentes, que andaban empeñados en construir una Patria para
todos, en donde la arcaica aristocracia de la sangre fuera sustituida
por la única aristocracia tolerable en una república: la aristocracia del
talento puesto al servicio de los demás.
En ese esfuerzo continental por airear la vida social y democratizar
la vida política, Montalvo fue una suerte de “profeta en armas”, cuyos
combates se desenvolvían en el campo de las ideas y de las palabras,
en una intransigente búsqueda de libertad y democracia. De ahí que
llegara, inclusive, a criticar acremente a algunos liberales de la vieja
guardia, que, como Urbina, sostuvieran la dictadura de Ignacio de
Veintimilla, que se inició con ribetes de liberalismo y terminó aupada
por la clerecía.
Pero su lucha, como nos lo demuestra este bello y fundamental
libro de Plutarco Naranjo, no se limitó a un enfrentamiento con los
dictadores de cualquier color, sino que abarcó todo el campo de la
vida pública y aun entró en el campo de la conciencia privada. En
ese marco de preocupaciones, combatió contra toda forma de tiranía
política, opresión social u oscurantismo religioso que atentara contra
la racional convivencia ciudadana. Y luego fue más allá: con paciencia
y sabiduría de verdadero maestro, buscó desterrar del alma de los
hombres la tiranía de los vicios y las pasiones ruines, para insuflar
el espíritu humano de una verdadera vocación por la virtud, por la
libertad y por la belleza, para ponerlo en aptitud de luchar por el
tríptico ideal de Libertad, Igualdad y Fraternidad.
Para cada unas de esas tareas de su vida, Montalvo usó medios
específicos, adecuados a la necesidad y a la circunstancia. Para el
combate a los opresores, recurrió a la prensa, el opúsculo y, sobre
todo, el panfleto, arma con la que corroyó a dictadores y demolió
símbolos e imágenes del poder.
Sobre el género, ha escrito el gran pensador y escritor colombiano
Otto Morales Benítez: “El panfleto no es oficio menor, ni es despreciable,
271
ni es material de desecho. Concebirlo con la dimensión de grandeza,
requiere ricas habilidades en el escritor. No es un género chico en la
literatura. (…) El panfleto está ideado para la diatriba: por lo que se
ha realizado o por impedir que se exterioricen los diversos matices de
la libertad. Generalmente por defender lo que oprime la caprichosa
voluntad del tiranuelo. La indignación no conduce al análisis riguroso
(…) Él, refleja una batalla política; no se detiene en un examen de las
líneas profundas, de lo que denota la injusticia. (…) Quien los enjuicia
con dicterios, no tiene por qué detenerse en el juicio sociológico
ni en la evaluación del politólogo. Su objetivo es luchar contra el
oscurantismo.”
Y refiriéndose a Montalvo, el gran panfletario del siglo XIX,
ha agregado el mismo autor: “El panfletario –para ello basta leer a
Montalvo– tiene un espíritu romántico, porque sin él no se tomarían
los riesgos ni se plantearían las contiendas que se enfrentan; sin
ese impulso, no habría el fuego en el idioma, inclusive la procacidad
y el dicterio no tendrían el mismo fulgor con que resplandece en
su tiempo y se prolonga. (…) Probablemente sea más placentero
leer otras (páginas) que no nos produzcan tanto conflicto interior;
esto no implica que el panfleto merezca nuestro repudio. La sola
postura personal, la responsabilidad que el escritor asume como
voz y conciencia colectivas, hacen respetable, honda, humanamente
honesta, su misión.
“Montalvo pertenecía a esa extraña casta de valores cívicos que
escuchan el mandato moral de recuperar a sus países para el goce
de la democracia. En ellos no hay cálculo ni oscuras consignas, son
diáfanos, y no se toleran las claudicaciones. (…) Él, está ubicado casi
que en un trono de admiración entre los panfletarios de Indoamérica.
No es ésa la única característica que hace destacar las complejas y
ricas aptitudes de escritor de don Juan Montalvo. (…) Como no se le
ha estudiado con suficiente dedicación, muchos críticos se quedan
apenas en esa vertiente de su inteligencia.”
No le fue fácil a nuestro campeón de libertades enfrentarse a
las tiranías y despotismos que afligían a su amada Patria. Atacado,
perseguido e infamado por esos poderes negros a los que se enfrentaba,
tuvo que vivir sucesivos exilios en diversos países americanos, antes
de optar por un exilio definitivo en Francia. Pero en cada país que
pisaban sus pies de proscrito, encontraba eco en gentes de cultura,
combatientes por la libertad y estudiantes, entre los cuales dejaba
huellas de su magisterio cívico. Estuvo en México, Panamá, Perú y
Chile
Llevado por los vientos del exilio, también residió varias veces
en Colombia. Ipiales, a la que bautizó “ciudad de las nubes verdes”, se
272
convirtió en su tierra de adopción, tanto porque él la adoptó como tal,
cuanto porque los pastusos lo adoptaron a él y hasta hoy recuerdan su
nombre y veneran su memoria. Seguramente recuerdan su hermoso
ensayo “El Sur de Colombia”, en el que describía con unción las bellezas
naturales del altiplano nariñense y exaltaba los valores humanos de
los pastusos, esas gentes que aún hoy se muestran tan cercanas al ser
ecuatoriano. El pastuso, maltratado por la historia y despreciado por
los centralismos bogotano y quiteño a la vez, mereció una dignísima
valoración de don Juan, que escribió: “Sobrio el pastuso, vigoroso, ni
le rinde la fatiga, ni le retrae el miedo… Trabaja como un centauro. El
pastuso es lo que llamamos todo un hombre”.
Pero el afecto de Montalvo no se quedaba en Ipiales y Pasto
sino que se extendía a Colombia toda. En sus diversas obras dejó
consignada su admiración por la cultura neogranadina, por la gallardía
de los combatientes políticos colombianos de su época, por la belleza
de la mujer colombiana –personificada por Estela Pombo–, por los
poetas, héroes y guerreros colombianos.
Colombia le correspondió con plenitud de admiración intelectual,
por encima de afectos y desafectos políticos. Los notables intelectuales
conservadores Miguel Antonio Caro, Rufino J. Cuervo y Santiago Pérez
alabaron públicamente sus “Capítulos que se le olvidaron a Cervantes”
y el notable escritor liberal José María Samper le dijo al oído que
“Cervantes hubiera querido tener mil plumas para firmar ese capítulo”.
Luego, exaltaron su lucha política y su magisterio moral otros muchos
patricios colombianos, entre ellos dos recios combatientes liberales,
ambos de gran proyección intelectual: Juan de Dios Uribe, “el indio
Uribe”, y José María Vargas Vila. El uno publicó, en 1898, un libro
titulado “Lecturas de Juan Montalvo, arregladas por Juan de D. Uribe”,
y el otro mostró a Montalvo como el antecedente inspirador de las
luchas de Alfaro. Por fin, ya en el siglo XX, Montalvo fue valorado
en profundidad por el gran polígrafo y estadista colombiano Eduardo
Santos y por el notable pensador y político Otto Morales Benítez,
ambos afiliados a una vocación cultural indoamericana.
En feliz evaluación ideológica, Santos juzgó que “Son muy pocos
los espíritus cultos de América que no se hayan nutrido de la prosa y
el pensamiento de Montalvo; que no se hayan formado en la cultura
de esos libros tan exquisitos por el estilo como fuertes por el recio
espíritu luchador; tan americanos y tan europeos en tan justa medida;
asombrosamente saturados de cuanto hay de grande en esas fuentes
inexhaustas e irremplazables de la cultura, que son las literaturas
clásicas, y enérgica y profundamente vinculados a nuestras tierras
americanas, a sus paisajes, a sus hombres, a sus problemas y a sus
pasiones”.
273
A su vez, Morales Benítez dedicó un erudito y sagaz estudio a
“Montalvo y sus expresiones indoamericanas”, en donde relievó esa
sustantiva “identificación nacional” de El Cosmopolita, diciendo: “La
tarea intelectual de Montalvo va reflejando su país. Muchos no quieren
ver sino el artificioso empeño en maniobrar determinados giros (…)
La realidad es que él proyecta su propio acento; su meditar está
sumergido en la existencia de su nación ecuatoriana; su refriega no es
en abstracto, está unida al propio escenario de la Patria; a los varones
que la ayudan a construir o la pervierten. Él anhela, en principio,
que el Ecuador logre su liberación humana, estética, espiritual, y lo
que desea, hondamente, es que el poder democrático marque su
derrotero. (…) Escribió su mensaje con la mayor identificación con la
vocación nacional del Ecuador. A la vez, que siempre habló con alcance
continental (pues) no estaba detenido por un recortado concepto de
la misión de la inteligencia.”
Ya hemos hablado largamente sobre Montalvo. Ahora hablemos
de este nuevo libro que Plutarco Naranjo nos regala (intelectualmente
hablando) y que forma parte de la zaga de obras suyas sobre ese gran
escritor y mejor ciudadano, al que tradicionalmente se ha llamado “El
Cosmopolita” y al que, dadas las urgencias de nuestro tiempo, quizá
debiéramos llamarle más bien “El Regenerador”.
Alguien poco avisado podría creer que esta pasión montalvina
de Plutarco Naranjo, afamado médico e intelectual, ha estado y está
alimentada por esa vocación terrígena que llamamos ligeramente
“paisanaje”. Alguien ha dicho que ser ambateño y montalvino es una
misma cosa. Pero yo hallo que, más allá de esa vinculación básica, ha
ido desarrollándose una profunda identificación intelectual y política
entre el estudioso, un hombre de izquierda, con el estudiado, que fue
uno de los fundadores de la izquierda republicana.
Hace años, tuvo el agrado de llevar en mi maleta varios
ejemplares de otro libro de mi amigo Plutarco Naranjo, titulado
“La Primera Internacional en Latinoamérica”, donde se revelan
los alcances que tuvo el liberalismo de Montalvo, que en su ansia
libertaria llegó a empatar ideológicamente con el santsimonismo y el
socialismo llamado utópico, un tema que más tarde sería retomado
y espléndidamente analizado por el notable filósofo argentino e
historiador de las ideas Arturo Andrés Roig. Pues bien, el caso es
que yo viajaba a La Habana, para participar en el Primer Encuentro
de Intelectuales Latinoamericanos, convocado por la Casa de las
Américas en 19… Como todos los libros, aquellos pesaban y ocupaban
mucho espacio en mi maleta, pero los llevé con la convicción de que
serían útiles a un mejor conocimiento del pasado de Nuestra América.
274
Y así fue, en efecto. Colocados en manos adecuadas, esos libros de
Plutarco me ganaron agradecimientos y recabaron elogios públicos
para su autor.
Ahora llega a nuestras manos esta segunda edición de “Los
escritos de Montalvo”, obra publicada originalmente por la Casa de la
Cultura Ecuatoriana, en 1966, como uno de los tomos del libro “Juan
Montalvo, estudio bibliográfico” y luego como libro independiente, ese
mismo año, por parte del Ministerio de Educación. Bien por la Casa de
la Cultura Ecuatoriana, que ratifica, aunque con mucha tardanza, el
acierto de la publicación original.
Y digo acierto, porque sin duda se trata de una sustantiva obra de
divulgación, que recoge, sintetiza y facilita la lectura del pensamiento
de Montalvo, expuesto en muchos libros, revistas y periódicos del
mundo. Ahora, gracias al autor y la entidad editora, podemos acceder
con facilidad al repaso de los textos clásicos de Montalvo, así como
a la lectura de algunos artículos suyos difíciles de hallar, como aquel
titulado “El Sur de Colombia”, publicado en 1878, en la revista literaria
La Patria, de Bogotá.
Hallo que esa acuciosidad en la recuperación de los textos
originales, ese cuidado en la organización de la exposición y en la
selección de párrafos ilustrativos, constituyen precisamente el acierto
fundamental del antologador, que en cierto modo toma la mano del
lector que abre la primera página y lo conduce amigablemente por las
rutas interiores de su libro y de la obra intelectual de Montalvo.
Así, llevados de la mano de Plutarco Naranjo arribamos a un
texto de Montalvo sobre la tiranía, que reza: “Tiranía no es tan solo
derramamiento de sangre humana; tiranía es flujo por las acciones
ilícitas de toda clase; tiranía es el robo a diestro y siniestro; tiranía
son impuestos recargados e innecesarios; tiranía son atropellos,
insultos, allanamientos; tiranía son bayonetas caladas de noche y
de día contra los ciudadanos; (…) tiranía es impudicia acometedora,
codicia infatigable, soberbia gorda al pasto de las humillaciones de los
oprimidos”.
O también a otro texto del Regenerador, sobre los militares, que
pareciera escrito para iluminar esta sombría hora de nuestra nación,
y que dice: “El soldado, es el guardián de la Patria y de la ley: con la
espada al hombro, cuadrado en grandiosa postura, permanece en la
puerta del templo de la libertad. (…) ¡Soldado! ¡Soldado! El acero que
empuñas es bendito, supuesto que en la mano te lo ponen las leyes, y
no es cosa de grandes corazones ni de espíritus refulgentes convertirlo
en cuchilla de verdugo. Esa hoja esplendorosa, esa empuñadura de
oro, ese talabarte que te ciña la cintura no son insignias de ejecutor
infame: si obedeces la ley, cumples tu deber; si obedeces a la tiranía,
275
falta a tu obligación. ¡Soldado! ¡Soldado! Abre los ojos y mira, escucha
puesto el oído. Si eres hombre, tiene razón y voluntad; si tienes razón,
discurres y distingues lo bueno de lo malo: si distingues lo bueno de
la malo, quédate a lo primero, supuesto que no eres verdugo, sino
personaje ilustre.”
Luego nos lleva hacia ese párrafo en que Montalvo interpreta
las flaquezas del pueblo: “El pueblo necesita siempre un hombre en
quien fincar sus esperanzas: cuando no lo tiene, entalla una quimera,
dispone un simulacro, y adora al dios que le hace falta.”
Todavía va más allá y nos enfrenta a otra máxima montalvina
que ahora le cae al Ecuador como anillo al dedo: “Las Tablas de la
Ley mandan no robar. No robarás, esto es, no robarás a nadie, ni a tu
padre, ni a tu madre, ni a tu prójimo, ni el Estado. Robar a la nación
es robar a todos; el que la roba es dos, cuatro, diez veces ladrón:
roba al que ara y siembra, roba al que empina el hacha o acomete
el yunque, roba al que se une al trabajo común con el alma puesta
en su pincel; roba al agricultor, al artesano, al artista; roba al padre
de familia; roba al profesor; roba al grande; roba al chico. Todos son
contribuyentes del Estado; el que roba al Estado, a todos roba, y
todos deben perseguirle por derecho propio y por derecho público.
¿Con que el sudor de la frente del pueblo es para los apetitos y gulas
de un hombre, un mal hombre, que está cultivando la soberbia y
engordando la codicia?”
Podría seguir regodeándome con los textos de Montalvo, ese
notable estilista del idioma y regenerador de repúblicas, pero prefiero
detener aquí esta presentación, para apurar el encuentro físico de los
potenciales lectores con este libro excelente, que espera por ellos.
(Discurso de presentación del libro “Los escritos de Montalvo”, de Plutarco
Naranjo, el jueves 15 de julio de 2004, en el aula Benjamín Carrión de la
CCE.)
276
37.
ALGUNAS REFLEXIONES
SOBRE LOS PRIMEROS
PROYECTOS DE INTEGRACION
LATINOAMERICANA
277
Cuando vemos el actual panorama estatal de Hispanoamérica,
disgregada en numerosas repúblicas independientes, algunas de
las cuales incluso mantienen entre sí soterrados recelos o activas
enemistades, nos provoca la falsa impresión de que la realidad fue
siempre esa y que la disgregación ha sido un elemento consustancial
de la nación hispanoamericana. Pero nada más equivocado que eso.
En realidad –como gustaba de recordar en sus inteligentes libros el
gran historiador y filósofo panameño Ricaurte Soler, fallecido hace
algunos años– Hispanoamérica existió antes que las republiquitas,
precisamente porque el proyecto político y la voluntad de nuestros
libertadores apuntaba a la conformación de una gran entidad política,
que vinculara activamente esas grandes fracciones administrativas
que había organizado el orden colonial: los virreinatos y capitanías
generales.
Una buena prueba de ello está en las ideas que inspiraban la
labor de la Gran Logia Hispanoamericana, fundada por Francisco de
Miranda para que fuera el instrumento político motivador y organizador
de la independencia. El Precursor había educado a sus discípulos de las
logias lautarinas en un credo de independencia y fe republicana. Muy
revelador del espíritu que inspiraba a esta Masonería revolucionaria
era el texto del Juramento de Tercer Grado que hacían los “Caballeros
Racionales” que ascendían al grado de Maestros Masones. Este texto,
redactado personalmente por Miranda, rezaba:
“Maestro, aprobado por los hermanos que te rodean, ... ¿Nos
prometes, bajo tu palabra de honor, que nunca reconocerás por
Gobierno legítimo de tu patria, ni por Gobierno legítimo de los demás
pueblos hermanos que luchan por la Libertad, sino a aquellos que
sean elegidos por la libre y espontánea voluntad de sus pueblos?
¿Nos prometes, además, que propenderás por cuantos medios estén
a tu alcance, a que los pueblos se decidan por el régimen republicano,
que, según los testimonios de todos nuestros hermanos de las épocas
antepasadas, es el más justo y mas conveniente para la Humanidad
en general, y según nuestro sentimiento y nuestra convicción es el
más adaptable para los gobiernos del Continente Americano?”
También es necesario recordar que, más allá de las grandes
ideas de libertad y soberanía, la América Española estaba cruzada
de conflictos sociales y que los actores sociales de la independencia
tenían intereses distintos y aun contradictorios. Para las oligarquías
criollas, hijas adultas del colonialismo español, se trataba de alcanzar
una emancipación de España, su “Madre Patria”, para manejar
por sí mismas estos países que consideraban suyos. Pero para los
278
sectores populares (negros esclavos, indios conciertos, mestizos
marginados y explotados) se trataba de cambiar sus condiciones
de vida, de terminar con la esclavitud y la brutalidad patronal, de
vivir mejor y con más libertad. Dicho de otro modo, los de arriba
querían una emancipación política y los de abajo aspiraban a una
emancipación social. De ahí nació ese cortocircuito entre las élites
criollas, mayoritariamente independistas, y el pueblo, que en muchas
casos resistió a la independencia.
Pero entonces hubo también otros dilemas: ¿Debíamos
fundar grandes repúblicas? ¿O debíamos levantar grandes imperios
territoriales, independientes del español? Pese a su común espíritu
de libertad e independencia, cada uno de los grandes discípulos de
Miranda se inclinó, ya en la práctica, por un modelo político distinto.
San Martín, rodeado y cooptado por las galas de la aristocracia limeña,
pero también asustado por las ambiciones políticas de los caudillos
de la independencia, se inclinó finalmente por instituir un “Imperio
de los Andes” y una monarquía criolla, trayendo para el efecto un
príncipe europeo. Es más, como ha precisado el historiador cubano
Sergio Guerra, el Protector buscó sentar las bases para esa salida
política al instituir la “Orden del Sol del Perú”, como una entidad neo–
aristocrática, en la que debían juntarse los viejos títulos de Castilla y
los nuevos méritos patrióticos.
En México, la derecha fue más allá. La República Mexicana
fue sustituida tempranamente por el Imperio Mexicano de Iturbide y
restablecida más tarde, para ceder luego el paso a un nuevo Imperio
Mexicano, el de Maximiliano de Habsburgo, derrotado finalmente
por los liberales de Juárez, que restablecieron definitivamente la
república.
Frente a ello se irguió la inclaudicable vocación republicana del
Libertador Simón Bolívar, que, pese a las presiones oligárquicas y los
cabildeos de algunos de sus propios ayudantes, resistió finalmente a
la tentación monárquica e impulsó el proyecto republicano en todos
los países que contribuyó a liberar con su espada. Cierto es que, más
tarde, su “Constitución Boliviana” fue una suerte de paso atrás, en
busca de crear mecanismos de estabilidad política permanente, como
el senado vitalicio, pero también es verdad que la forma monárquica
fue descartada totalmente de su ideario.
Pero el horizonte político hacia el que buscaba avanzar el
Libertador tenía otra coordenada fundamental, cual era la unidad
política de los países hispanoamericanos. En su famosa “Carta de
Jamaica” había manifestado ya:
“... Yo deseo más que ningún otro ver formar en América la más
279
grande nación del mundo, menos por su extensión y riquezas que
por su libertad y gloria. (…) Es una idea grandiosa pretender formar
de todo el Mundo Nuevo una sola nación, con un solo vínculo que
ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que (Hispanoamérica) tiene
un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería, por
consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes
Estados que hayan de formarse... “
Tres años más tarde, en medio de las duras tareas de la guerra,
el Libertador expresó su voluntad unitaria a los pueblos insurgentes del
Río de la Plata, a través de una vibrante proclama a ellos dirigida:
“¡Habitantes del Río de la Plata! La República de Venezuela,
aunque cubierta de luto, os ofrece su hermandad; y cuando cubierta
de laureles haya extinguido a los últimos tiranos que profanan su
suelo, entonces os convidará a una sola sociedad, para que nuestra
divisa sea UNIDAD EN LA AMERICA MERIDIONAL.”
Nunca perdió de vista ese objetivo de unidad y en 1822, aún
antes de haber concluido la guerra de independencia, invitó desde
el recién liberado país quiteño –actual República del Ecuador– a los
gobiernos de México, Perú, Chile y Buenos Aires a constituir una
Confederación de Estados y a reunir una asamblea de plenipotenciarios
que, según sus palabras,
“nos sirviese de consejo en los grandes conflictos, de punto de
contacto en los peligros comunes, de fiel intérprete en los tratados
públicos cuando ocurran dificultades, y de conciliador, en fin, de
nuestras diferencias.”
Poco después, el 6 de julio de 1822, el gobierno de Colombia
firmaba con el del Perú un tratado de alianza y confederación, y ambas
partes se comprometieron a promover la incorporación de las demás
repúblicas hispanoamericanas a ese naciente organismo integrador.
Al poco tiempo, Chile se aliaba a Colombia y el 3 de octubre de 1823
México hacía lo propio, con lo cual el proyecto bolivariano parecía
avanzar rápidamente hacia su exitosa culminación.
En diciembre de 1824, habiendo liberado ya los territorios que
hoy corresponden a Venezuela, Colombia, Panamá y Ecuador, y en
la misma víspera de la batalla de Ayacucho, Bolívar dio el paso más
trascendental para la realización de su vieja utopía integracionista, al
reiterar a los gobiernos de Colombia, México, América Central, Río de
la Plata y Chile, su invitación de 1822, para que las nuevas repúblicas
280
hispanoamericanas se integraran en una gran confederación política y
enviasen delegados plenipotenciarios para la celebración del Congreso
Constituyente de la nueva entidad supranacional. Además de ofrecer
para sede del Congreso el istmo de Panamá, Bolívar precisó el sentido
histórico de su proyecto integracionista, al escribir:
“El día que nuestros plenipotenciarios hagan el canje de sus
poderes, se fijará en la historia diplomática de América una época
inmortal. Cuando, después de cien siglos, la posteridad busque el origen
de nuestro derecho público y recuerden los pactos que consolidaron
su destino, registrarán con respeto los protocolos del Istmo. En ellos
encontrarán el plan de las primeras alianzas, que trazará la marcha de
nuestras relaciones con el universo”.
Lamentablemente, esos elevados ideales de unidad fueron
finalmente relegados, ante la afloración de las ambiciones caudillistas,
que nacían unidas al regionalismo, al localismo o un patriotismo
estrecho y aldeano, cuando no estimuladas subterráneamente por
potencias exteriores y particularmente por los EE. UU., que desde el
primer momento temieron y combatieron toda forma de integración
hispanoamericana. Ahí están, como ejemplos históricos que deben
alertar nuestra conciencia nacional, su sabotaje al Congreso Anfictiónico
de Panamá, su oposición activa a las Conferencias Hispanoamericanas
y particularmente al Congreso Internacional Americano promovido
por el gobierno ecuatoriano de Eloy Alfaro, que pretendía analizar y
reglamentar la aplicación de la “Doctrina Monroe”, inventada y usada
por los Estados Unidos como un pretexto para intervenir unilateralmente
en los asuntos internos de los demás países americanos.
(Comunicación al Encuentro de Ciudades Patrimonio de la Humanidad,
organizado por la I. Municipalidad de Quito. Octubre 6 de 2004.)
281
38.
CURAR Y ENSEÑAR
EN LA AUDIENCIA DE QUITO
282
EL LIBRO
Me ha sido muy satisfactorio leer el libro titulado “El Arte de Curar
y Enseñar en la Audiencia de Quito”, escrito por el doctor Edmundo
Estévez, un joven sabio de nuestro querido país. Y la satisfacción ha
sido múltiple, por las razones que a continuación me permito exponer
a los amables lectores.
La primera razón tiene que ver directamente con mi oficio y es la
presencia activa, en el campo de la historiografía ecuatoriana, de un
nuevo y serio historiador de la medicina.
En verdad, esta ha sido una especialidad poco cultivada en
nuestro medio, donde, curiosamente, ha habido y hay muchos
médicos interesados por la historia general o por ciertas especialidades
históricas (la historia política, la historia del arte, la genealogía), pero
muy pocos dedicados a investigar los orígenes y evolución de su
propia disciplina científica. En compensación, los pocos médicos que
se han dedicado a estudiar la historia de la medicina en el Ecuador, lo
han hecho con una notable calidad profesional, legándonos estudios
muy valiosos para las ciencias médicas, para la historiografía y para la
cultura ecuatoriana.
Sería para mí riesgoso elaborar una lista completa de esos
historiadores de la medicina, por temor a dejar fuera de ella a algunos
personajes de mérito, pero creo importante destacar al menos unos
pocos nombres representativos: Gualberto Arcos, Enrique Garcés,
Luis A. León, Plutarco Naranjo y Eduardo Estrella.
Ahora, a esa lista se suma con pleno mérito el nombre de
Edmundo Estévez, por sus méritos generales de investigador y el
mérito particular de esta investigación, que nos permite tener una
visión general, sintética pero a la vez generosa, de nuestra particular
historia de la medicina, vinculándola a la historia de la medicina
universal.
Y de ahí surge, precisamente, la segunda razón de mi satisfacción,
que tiene que ver con la preocupación que el autor muestra por nuestra
propia historia, que se revela como un ejercicio de comprensión y
apropiación del pasado, indispensable para la construcción de una
personalidad histórica nacional.
No es casual que el más grande médico de nuestro país haya
sido y sea, al mismo tiempo, uno de los más grandes personajes
de la historia ecuatoriana. Me refiero, obviamente, al doctor Eugenio
Espejo, quien, a la par que curaba a sus pacientes, pretendía
también curar a su país de los graves males sociales y políticos que
le afectaban. Con ello, el gran sabio mestizo nos dejó una lección de
amor al país y compromiso con sus problemas, pero nos legó también
283
una lección magistral de ciencia política: la de concebir a la “salud
pública” como un horizonte mayor, en el que deben reflejarse tanto
los males sociales que agobian al país, como los remedios destinados
a extirparlos. Y conste que Espejo, el conspirador y revolucionario
criollo, no tuvo ni siquiera noticias de la Revolución Francesa, donde
otros revolucionarios, animados también por ese renovador espíritu
de la Ilustración, crearon un Comité de Salud Pública para combatir los
males sociales de Francia y eliminar –incluso mediante la guillotina–
a sus causantes y beneficiarios. Por desgracia, no hemos asimilado
la lección patriótica de Espejo y hoy la salud pública se identifica
menos con el horizonte mayor de la política y más con tareas útiles
y prácticas, pero menores, tales como mantenimiento de hospitales
(hoy a punto de cerrar), campañas de vacunación (hoy abandonadas),
servicios de atención materno–infantil (hoy disminuidos al mínimo) y
otros asuntos por el estilo.
Esta es otra virtud de la obra del doctor Estévez: es un
libro suscitador de ideas, provocador de reflexiones, incitador al
compromiso y a la búsqueda de nuevos rumbos para la medicina y
para su paciente mayor, la sociedad. Por eso, en busca de informar
a los estudiantes de Medicina y a los demás lectores, el libro incluye
también temas relacionados con la “salud pública”, concebida según
el pensamiento de Espejo. Entre esos temas constan los diversos
códigos éticos utilizados en la historia de la medicina (Juramento de
Hipócrates, Consejos de Esculapio, Declaración de Helsinki), algunas
importantes Declaraciones de Derechos respecto de la persona
humana, y también una breve historia de nuestra moneda nacional,
el sucre, cuya eliminación y sustitución por el dólar, en el año 2000,
marcó el clímax de nuestra degradación política y la pérdida de uno
de los mayores símbolos y mecanismos de ejercicio de la soberanía
nacional.
EL AUTOR
Reseñar un libro exige también hablar de su autor, tanto porque
aquél es inseparable de éste, cuanto porque todo libro de autor único
es un fruto intelectual madurado en el árbol de una vida. Veamos,
pues, cuál ha sido el origen de este jugoso fruto.
Edmundo Estévez es doctor en Medicina y Cirugía por la Universidad
Central del Ecuador, en cuya Facultad de Medicina se graduó en 1982.
También tiene títulos de especialista en Ciencias Básicas Biomédicas,
obtenido en 1990 en la Universidad Central del Ecuador, y en Nutrición
y Salud Pública, obtenido en el Centro Internacional de la Infancia, de
París, en 1996. Y además ha cursado postgrados en Neurobioquímica,
284
Investigación científica, Administración de la Ciencia y Bioética.
En la actualidad es Profesor Principal de Bioquímica y Nutrición
Clínica en la Escuela de Medicina de la Universidad Central del Ecuador
y Director del Centro de Biomedicina de la misma universidad.
Su carrera académica se inició en 1979, cuando fue nombrado
Ayudante de la Cátedra de Bioquímica en la Escuela de Medicina.
Cuatro años más tarde fue designado Profesor Auxiliar de la cátedra
y en 1988 ascendió a Profesor Agregado de ella. Más tarde fue
nombrado Director de la Unidad de Hematología y Nutrición del
Laboratorio de Investigaciones en Metabolismo y Nutrición, Jefe de la
Cátedra de Bioquímica y Secretario Ejecutivo del Instituto Superior de
Investigaciones de la Facultad de Ciencias Médicas.
Tras ser contratado como Consultor en Micronutrientes, para
Bolivia y Belize, y laborar en el Instituto de Investigaciones del Ministerio
de Salud Pública, dentro del Programa Nacional de Micronutrientes,
en 1993 ascendió a Profesor Principal de la Cátedra de Bioquímica,
y luego fue instructor de la Escuela de Graduados, coordinador de
la Maestría en Alimentación y Nutrición, y coordinador del Proyecto
de creación del Centro de Biomedicina de la Universidad Central del
Ecuador (BID-FUNDACYT-028). Para 1994 era ya Director del Instituto Superior de Investigaciones
de la Facultad de Ciencias Médicas, Director de la División Nacional
de Investigaciones (AFEME), consultor nacional e internacional en
micronutrientes. Y en 1995 fue designado Director del Centro de
Biomedicina, consultor de la UNICEF y Coordinador del Proyecto
ANDES-E (Alimentación, Nutrición y Desarrollo en el Ecuador).
En reconocimiento a sus méritos y aportes profesionales, en
1998 fue elegido Director de la Escuela de Medicina, en la Facultad
de Ciencias Médicas de la Universidad Central del Ecuador, y en 2000
fue electo Presidente de la Asociación Ecuatoriana de Escuelas de
Medicina (AFEME), a la vez que la UNESCO lo designaba consultor
temporal en Bioética.
Entre otras distinciones, ha recibido la mención honorífica de
Mejor Docente de la Escuela de Medicina, así como la Condecoración
“Gral. Alberto Enríquez Gallo” del Municipio de Antonio Ante, el
Reconocimiento académico del H, Consejo Universitario de la
Universidad Central y la Medalla al mérito científico “Pilanquí”, de la
Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo de Imbabura.
Ha concebido y dirigido numerosas investigaciones científicas,
proyectos de investigación científica y de investigación clínica
aplicada. También ha sido expositor y conferencista en numerosos
cursos nacionales e internacionales en el ámbito de la especialidad
285
y profesor invitado de la Universidad Andina Simón Bolívar y otras
entidades académicas.
Es miembro de numerosas sociedades científicas ecuatorianas e
internacionales, entras ellas: Sociedad Ecuatoriana de Hematología,
Societe Francaise d’Etude et Recherche sur les Elementos Traces
Essentiels (SFERET), International Society of Hematology (ISH),
Academia Ecuatoriana de Medicina, Academia Nacional de Ciencias,
Sociedad Ecuatoriana de Historia de la Medicina, International
Bioethics Committee ICB / UNESCO, Federación Latinoamericana de
Instituciones de Bioética. FELAIBE, Foro Latinoamericano de Comités
de Bioética. FLACEIS, Corporación Ecuatoriana de Investigación y
Desarrollo para la Salud y Corporación ecuatoriana de Biociencias
(BIOSCORP). Y ha sido miembro del Comité Internacional de Bioética
de UNESCO.
Finalmente consignamos que es autor o coautor de 45
publicaciones nacionales e internacionales, en libros y revistas
especializadas, sobre Ciencias Básicas Biomédicas, Bioética e Historia
de la Medicina. Por sus estudios científicos, ha ganado el prestigioso
Premio Universidad Central del Ecuador en tres ocasiones: en 1987
por su obra “El hierro en la alimentación del hombre”, en 1995 por
“Bioquímica y biología molecular” y en 1998 por “Los Protocolos de
Investigación en Biomedicina”.
(En la presentación del libro, en el Aula “Benjamín Carrión” de la Casa
de la Cultura Ecuatoriana, el 19 de febrero de 2005.)
286
39.
EL NUEVO PANORAMA
URBANO DEL ECUADOR
287
Hay un nuevo y preocupante panorama urbano en el Ecuador.
Ese panorama está signado por viejos problemas sociales, derivados
del propio desarrollo histórico de nuestro país, pero también es el
resultado de los nuevos índices de marginalidad y exclusión social
alcanzados en los últimos años.
En los últimos veinte años, los ámbitos de socialización tradicionales,
como son la familia, el barrio, la escuela y el lugar de trabajo, han
sufrido cambios y alteraciones poco conocidos y estudiados. Hay un
duro impacto de esos cambios sobre la vida de cada uno de nosotros
y sobre el conjunto social. Han migrado del campo a la ciudad unos
tres millones de personas y han emigrado fuera del país dos millones
más. También ha crecido el número de nacimientos de hijos ilegítimos
y de hogares con madres jefes de hogar. Como un resultado de estos
cambios, hoy tenemos un creciente número de hogares sin presencia
del padre y también otros sin presencia del padre ni la madre, donde
los hijos tienen como único referente adulto a sus viejos abuelos.
Esos hogares deshechos generan “niños de la calle”, que mendigan o
se prostituyen para sobrevivir malamente, y también jóvenes y niños
desamparados, cuyos padres migraron al extranjero,
En los barrios urbanos aparecieron nuevos fenómenos de
urbanización que antes no conocíamos, como los guetos. Hay guetos
creados por la pobreza y la exclusión social, que en el plano socio–
político son una bomba de tiempo, pero también hay guetos de ricos
y para ricos, barrios enteramente cercados por altos muros, que son
un fenómeno altamente agresivo en términos sociales.
De otra parte, el enrejado de las casas y la alambrada de los
muros, que se ha generalizado en nuestras ciudades, puede generar
cierto grado de seguridad hacia adentro, pero genera violencia hacia
afuera. La reja es culturalmente agresiva y excluye con violencia a los
que están afuera. Desde otro punto de vista, da la sensación, como
solía decir Agustín Cueva, de que ahora son las gentes honorables las
que viven voluntariamente tras las rejas, mientras los malvivientes se
han adueñado de las calles, plazas y espacios públicos.
En el plano sico–social, una característica de los tiempos
actuales es la desesperanza de los pobres, que van para atrás y viven
sin ilusiones. Hay muchas causas que han generado ese desánimo
social, pero hay que destacar entre ellas el estrechamiento económico
causado por la dolarización, que casi ha hecho desaparecer las
antiguas oportunidades de supervivencia (peonaje ocasional, trabajo
artesanal) y ha empujado a muchos ecuatorianos jóvenes y fuertes
a la emigración, a la vez que ha lanzado a los más viejos y débiles, o
a los menos emprendedores, hacia la resbaladera que desemboca en
la marginalidad.
288
La inestabilidad laboral es una clave para entender la actual
sensación colectiva de inestabilidad, urgencia y angustia. En el
antiguo Ecuador, los trabajadores, tanto del sector público como del
privado, se beneficiaban desde los años treintas de un sistema legal
de protección del empleo y de un paralelo sistema de protección
social. Antes, el sistema laboral era único y garantizaba la estabilidad
del trabajador, su afiliación al IESS y algunos beneficios sociales. De
otra parte, despedir ilegalmente a un trabajador era un asunto grave,
penado por las leyes laborales, y el trabajador despedido tenía seguro
de cesantía en el Seguro Social. Pero vinieron las ideas neoliberales
y todos los gobiernos, incluido el de la Izquierda Democrática, se
empeñaron en la famosa “flexibilización laboral”, que no es otra
cosa que el desmantelamiento del sistema jurídico de protección a
los trabajadores, para que los empleadores puedan pagarles menos,
despedirlos fácilmente y sin indemnización, etc. La idea era atraer a
la maquila extranjera, que se veía como una solución a los problemas
del desempleo. Pero, en la práctica, la maquila no ha llegado y sólo
se ha conseguido desmantelar el sistema de protección laboral y de
sindicalización de los trabajadores.
Hoy, aparentemente la gente vive mejor. Es evidente que se
venden muchos más autos, que hay más familias con televisores y
otros aparatos electrónicos y que ha aumentado el consumo en todos
los ámbitos, como lo prueba la multiplicación de los supermercados y
centros comerciales (“malls” y “shoppings”). Pero eso no significa que
el país se haya desarrollado o que haya crecido significativamente la
riqueza social. Como demostró Agustín Cueva en su obra intelectual,
lo que en América Latina llamamos desarrollo normalmente no es
más que una brutal concentración de la riqueza, por la cual los ricos
se hacen más ricos y los pobres se vuelven más pobres. Claro está,
también se ha enriquecido la capa más alta de la clase media, que
ha sido empujada agresivamente al campo consumista, mediante la
ampliación del crédito de consumo. Pero también es evidente que
hoy, junto a los autos nuevos y en mayor cantidad, ocupan las calles
decenas de miles de gentes famélicas, que se inventan alguna forma de
obtener recursos para sobrevivir (tragafuegos, saltimbanquis, robots,
malabaristas) o que simplemente mendigan, mostrando a luz pública
sus mutilaciones, heridas, enfermedades o harapos. Hoy nuestras
calles son un escenario de una mayor y hasta obscena riqueza, y de
una todavía mayor y escandalosa miseria.
Ese envilecimiento del escenario urbano es un reflejo de un
fenómeno más profundo y grave, cual es el aumento de la marginalidad
social, con sus secuelas de desempleo, subempleo, hambre,
ignorancia, angustia social, agresividad y delincuencia. Además, cabe
289
precisar que la marginalidad actual no solo se origina en la pobreza
y falta de recursos, sino también en una creciente desintegración
social. La familia patriarcal, con todos los problemas que tenía, como
el machismo p. e., era protectiva de sus miembros más débiles.
Actualmente hay una grave crisis de la familia patriarcal campesina,
que termina expulsando a sus miembros más jóvenes hacia la ciudad
o alimentando la migración hacia el extranjero. Y también hay una
crisis de la familia nuclear burguesa, predominante en la ciudad, pues
los padres abandonan a sus familias y crece escandalosamente el
fenómeno de las madres jefes de hogar, los ancianos que mendigan y
los niños que trabajan en la calle.
En fin, vivimos una nueva y creciente barbarie, la “barbarie
urbana”, que a su vez degrada la vida ciudadana en general. Ella ha
sido generada en parte por un ciclo de conflictividad social que, más
o menos, podemos resumir así:
1. El sistema de explotación ha degradado la vida
campesina y ello ha determinado que los pobres
del campo migren a las ciudades, donde no hay un
crecimiento industrial capaz de absorber esa mano de
obra, ni un sistema educacional y político adecuado
para capacitar a los migrantes y sus descendientes.
Esto da lugar a la formación de guetos de marginalidad
urbana (el suburbio de las zonas fangosas de Guayaquil,
los suburbios de las laderas del Pichincha, en Quito),
donde reinan la pobreza, el desempleo y la ignorancia,
y donde ha ido formándose una espiral ascendente de
violencia social, expresada en pandillas y grupos de
choque.
2. En el siguiente momento del ciclo, esas zonas
marginales buscan reivindicaciones sociales y lo hacen
a través de formas sombrías de participación política,
como el caudillismo barrial, que sirve de bisagra entre
los sectores marginales y los cuadros mayores del
populismo, con lo que esas masas marginalizadas de
la ciudad y el campo terminan imponiendo salidas
electorales populistas, que terminan por chocar con los
sectores más “modernos” de la sociedad y agravan la
conflictividad social del país.
3. Paralelamente, se va generando y desarrollando una
“cultura de los marginales” o “cultura lumpen”, que
progresivamente se adueña del ideario popular, de
modo que elimina u opaca a los valores del antiguo
mundo popular urbano, en donde predominaba
290
una cultura obrera, marcada por la organización, la
solidaridad y la lucha antioligárquica. Esta nueva cultura
está marcada por valores como el individualismo, la
insolidaridad, el “sálvese quien pueda”, el “hacer dinero
aunque sea honradamente” y, en general, lo que se
conoce como “la cultura de la sapada”, consistente en
“hacerle pendejo” a otro o aprovecharse de los demás,
buscar formas de riqueza fácil y vivir al margen de la
ley. Pero, en honor a la verdad, hay que precisar que
esa cultura no fue inventada por los marginales, sino,
en gran medida, aprendida por ellos de las acciones
de la clase dominante, plaga de ladrones de cuello
blanco, bandidos de la política, grandes desfalcadores
de fondos públicos, banqueros ladrones y empresarios
expertos en quiebras dolosas.
4. Finalmente, en un cuarto momento, los sectores
ciudadanos no marginales reaccionan contra los
gobiernos populistas y los derrocan (casos de Bucaram
y Gutiérrez), lo que soluciona la crisis política a corto
plazo, pero la agrava a largo plazo, pues ahonda las
diferencias sociales entre el país “moderno y ciudadano”
y el país atrasado y marginal, acumulando en este
último un revanchismo político que conspira contra la
estabilidad
Desde luego, debemos precisar que el mar de fondo de toda
esta conflictividad social ha sido aportado por las políticas neoliberales
impuestas por el Imperio, y aplicadas en el Ecuador tanto por los
gobiernos “ideológicos” como por los gobiernos “populistas”. Son
políticas que han buscado reducir el gasto público a cualquier costo
y que para ello han privilegiado la eliminación de subsidios estatales,
el recorte de inversiones en Salud Pública o Educación Pública y la
extinción de los programas de ayuda a los más pobres. De otra parte,
con el pretexto de “reducir el tamaño del Estado”, en realidad se
han orientado a eliminar el sector estatal de la economía (herencia
de la dictadura militar nacionalista iniciada en 1972) y a propiciar
la privatización y/o desnacionalización de los recursos naturales:
petróleo, minería, aguas, bosques.
Estas políticas no se hubieran podido aplicar sin el concurso y
complicidad de los funcionarios cipayos del Imperio, especialmente
de los ministros de Finanzas y directores del Banco Central, grandes
campeones del neoliberalismo criollo y verdaderos agentes al
servicio del poder extranjero. Ellos han competido en entreguismo y
291
vasallaje, hasta llegar al punto de que los “Mauricios” (Mauricio Pozo
y Mauricio Yépez) optaron por crear y sostener al FEIREP, para usar
los abundantes recursos producidos por los altos precios del petróleo
en recompras sospechosas de deuda externa e interna, todo esto
mientras el sistema educativo del país se derrumbaba, el sistema
de salud pública se hallaba a punto de colapsar y las enfermedades
tropicales plagaban gran parte del país.
DE LA CASA TIPO BUNKER AL GUETO DE LUJO
Pero esas políticas neoliberales y librecambistas, tan ruinosas
para la mayoría del país, han sido muy buenas para algunos sectores:
inversionistas y rentistas, comerciantes grandes y pequeños, gentes
que trabajan en los sectores de turismo y servicios, entre otros. Son
esos sectores los que han alimentado el creciente consumismo y han
ayudado, como clientes, al desarrollo de la industria de la construcción.
Solo que la nueva situación de “barbarie urbana” ha marcado nuevas
pautas arquitectónicas y urbanísticas. La “villa” o amable casa familiar,
ubicada en un barrio abierto y moderno, que durante medio siglo (de
los treintas a los setentas) fuera el ideal de la vida urbana del Ecuador,
fue cediendo lugar, a partir de las décadas finales del siglo XX, a la casa
cerrada tipo búnker o al departamento en un edificio con guardianía,
fundamentalmente por razones de seguridad. Ello ha dado lugar al
aparecimiento de barrios impersonales y agresivos, donde la vista de
la casa se oculta a la vista del público, u otros barrios construidos en
altura, carentes de esos espacios compartidos que hacen amable la
vida urbana: parques, fuentes, avenidas para caminar. Por otra parte, los sectores más pudientes de la sociedad
urbana han optado por aislarse en urbanizaciones cerradas, ubicadas
en suburbios de lujo o, en el caso de Quito, en los valles subtropicales
próximos (San Rafael, Tumbaco, Cumbayá y Nayón). Allí, bajo la
protección de avanzados sistemas de seguridad, han construido
sus amplias y hermosas casas, que no sólo están protegidas de la
amenaza de los delincuentes y marginales, sino que también se hallan
ocultas a la vista del común de las gentes.
Esto implica varias consecuencias sociológicas de la mayor
importancia:
1. Estos guetos para ricos, barrios cercados y
aislados, son un fenómeno particular del urbanismo
contemporáneo.
2. En términos sociales, son un hecho terriblemente
agresivo, pues plantean una separación de clases que
ya no solo es económica y cultural, sino incluso física.
292
Como hemos dicho antes, los sectores de la burguesía
se están aislando dentro del mismo tejido urbano (caso
de El Condado, en Quito), se están asentando en
suburbios estratégicamente aislados, y, en todo caso,
están levantando barreras infranqueables entre ellos y
los demás.
3. Estos barrios son como el anuncio de una futura guerra
de clases y contribuyen a avivar la “barbarie urbana”
contemporánea, con la diferencia de que en los
barrios del suburbio proletario hay pandillas armadas
del propio lugar, que se forman como mecanismos de
autodefensa, y en los barrios cercados de los ricos hay
grupos paramilitares de alquiler.
4. Esto no sólo altera el panorama urbanístico tradicional,
formado por viejos barrios de modelo policlasista, donde
gentes de diversa condición convivían, se conocían,
amistaban entre sí, se apoyaban mutuamente,
establecían lazos de intercomunicación cultural y hasta
formas de parentesco social (compadrazgo, padrinazgo).
También implica una privatización del paisaje urbano,
pues valiosos elementos de éste (arquitectura, paseos,
fuentes, jardines) pasan a ser de uso exclusivo de unos
pocos y son negados a la apreciación estética de los
demás.
5. Este es un fenómeno culturalmente peligroso, que
no ha merecido estudios sostenidos. Y lo es porque
inaugura una forma de apropiación y privatización del
paisaje urbano que, a su vez, presagia formas todavía
más agresivas y violentas de segregación social. Al ritmo
que van las cosas, es posible que, en el futuro, los ricos
pretendan cerrar valles o regiones enteras para su uso
particular, provocando diversas y conflictivas reacciones
políticas y sociales.
293
40.
HENRY LUQUE MUÑOZ
O LA PASION DE VIVIR
294
Pocas veces he visto tanta pasión de vivir como la que animaba
a Henry Luque. Cada palabra, cada acto y aun cada silencio suyo
rezumaban esa gana de vivir a plenitud, de saborear todas las
dulzuras y agruras de la vida, de regodearse en el gozo de la palabra
compartida y en el gozo de jugar con las ideas propias y ajenas,
barajándolas con una pasión propia de tahúr. Porque Henry, hombre
de exquisita cultura, vivía en un mundo dual, que había fabricado a
su medida: a ratos, se sentaba en el parque de las ideas, donde se
citaba y encontraba con otros ideóticos como él, para hablar de las
cosas trascendentales de la existencia humana, pero de pronto saltaba
sobre la cerca para aposentarse en el jardín de las palabras, donde
era un experto en encontrar expresiones precisas, en construir versos
magníficos o en hilvanar frases perfectas, dignas de incorporarse a un
libro de citas citables o, mejor aún, al refranero popular.
Mas él tenía en ese jardín un rincón oculto a las miradas extrañas,
donde se hallaba consigo mismo y buscaba transformar en versos sus
resonancias interiores. Era su taller secreto, donde pulía las palabras
con una sabiduría de orfebre, antes de mostrarlas a luz y compartirlas
con los amigos. Era su forma de sobrevivir en un mundo de salvaje
violencia institucionalizada, pero era también su forma de luchar
contra la malignidad, contra la estupidez y contra el crimen. Escribió
en un formidable texto literario:
“El poeta es un animal de sangre caliente cuando vive, pero
debe ser un animal de sangre fría cuando escribe. Y suele ser débil:
vive con frecuencia aplastado por su biografía y por los horrores de la
época. Escribir es su manera de respirar. Su reto se asemeja al destino
del atleta solitario, sin galería, sin aplauso, ni competencias: no se
trata de vencer, sino de nutrir un ritmo tenaz y sostenido. La creación
y la lectura son, en alguna medida, una vuelta al estado de gracia
de la niñez. La paradoja de la poesía radica en sobrevivir a fuerza de
descifrar la catástrofe.”
Citando a una escritora china, sostenía que “la poesía es un arte
marcial”, y agregaba, de su propio coleto, que:
“El designio del lenguaje poético es la lucha, no para triunfar,
sino para concretar una redención crítica, para indagar causas,
sin ceder jamás al abandono. En apariencia, la escritura no tiene
finalidad, escribir es buscar un fin, pero ya generado un texto, sugiere
respuestas y, sobre todo, interrogaciones.”
295
Ahondando todavía más en esa visión de la creación como un
compromiso, agregaba que:
“Quienes promueven el arte como inútil, le prestan callados
servicios a la violencia. Por este camino, podría entenderse que no
vale la pena iniciarse o profundizar en el arte y la literatura, y que leer
libros es una estupidez, con lo cual se entendería que sensibilizarse
deriva en torpeza. Por el contrario, el rigor estético sugiere una
verdad: el mundo debe ser mejorado.”
Parte maravillada y maravillosa de esa pasión suya por la vida
era su culto sibarítico a los placeres de la mesa y, en especial, a
los de la copa. Gustaba de probar y preparar comidas exóticas, que
había conocido de primera fuente en sus andanzas por el mundo. Y
gustaba de beber feliz y abundantemente con sus amigos, pero no
en cualquier lado ni de cualquier modo, sino en lugares recoletos de
su maravilloso parque de palabras y siguiendo un cuidadoso ritual de
celebración.
En esto era una suerte de ministro ambulante del culto bácquico.
Y así como hay curas que cargan una maletita con sus atavíos y
herramientas simbólicas, preparados para celebrar misa aun en
descampado, Henry cargaba un gordo portafolios de cuero, en el que
reposaban libros y páginas de poesía junto a una botella de buen
vodka y un juego de copas sagradas, de cristal de Bohemia tallado
y coloreado, que iban envueltas en un bolso especial de terciopelo.
Las sacaba con cuidado, las miraba a contraluz para comprobar su
limpieza y gozar de sus luces y destellos, y luego asignaba una a
cada amigo, entiendo que según el color del aura personal. La suya
era la copa azul, que se distinguía de las otras por su mayor tamaño.
Luego abría la botella, olía el vodka como se huele un perfume y
procedía a llenar las copas con un cuidado exquisito, para finalmente
proponer algún brindis inteligente. Sólo así, decía, el dios Baco acepta
los homenajes de los hombres y les regala en compensación buena
salud y feliz vida.
Recuerdo la última vez que gocé de ese ritual celebrado por
Henry Luque, en …. de 2001. Yo había sido invitado a la décima
edición del Festival del Pasillo Colombiano, que anualmente se celebra
en Aguadas, un maravilloso pueblo del Ande colombiano, por cuyas
calles pasean las nubes. Y Henry venía de otro pueblito de la zona,
donde se había celebrado un gran Festival de Poesía, y llegaba en
compañía de Guillermo Ruiz Lara, antiguo Secretario del Instituto
296
Caro y Cuervo, y de Carlos Arboleda González, Secretario de Cultura
del departamento de Caldas y muy inteligente y generoso anfitrión de
todos nosotros. Ellos pasaron a recogerme en Aguadas para llevarme
a Manizales, la capital del departamento y motor industrial de la zona.
Al bajar de Aguadas, Carlos, que conducía el vehículo, optó por no
usar la carretera Medellín – Manizales, entonces infestada de gentes
armadas, sino la vía de Salamina, más angosta pero más segura. El
paisaje era maravilloso y Guillermo lo ilustraba con citas poéticas.
Recuerdo que, al salir de Aguadas, dijo unos versos de Aurelio
Martínez Mutis: ¡Aguadas, Aguadas, luz de madrugadas! Y al pasar
por Salamina enunció una cuarteta popular: Una chica me dijo / en
Salamina: / ¿Cuándo va por el niño, / que ya camina? Al fin, luego de
infinidad de curvas y versos, recitados por todos los viajeros, llegamos
a Manizales a eso de las dos de la tarde y Carlos nos condujo al hotel
que había escogido para hospedarnos. Almorzamos juntos y, luego
luego, Henry solicitó el uso de una sala privada, con el fin de celebrar
solemnemente el ritual bácquico.
Este comenzó temprano en la tarde y terminó casi al amanecer
del día siguiente, en casa de Carlos Arboleda, a la cual nos trasladamos
para cenar y donde Henry tenía encargada una botella de vodka
macerada en pimienta negra. ¡Cuánto alcohol y cuánta poesía
corrieron aquella vez! Pero el momento culminante fue cuando Henry,
a pedido de los asistentes, recitó con su voz profunda, su bella dicción
y su tono estremecido y estremecedor, su poema “Carta al diablo”,
que dice:
Te escribo a tu mansión de tinieblas
para contarte lo mucho que sufro sin ella.
Por consejo de tu azufrado pensamiento
la busqué y la hice mía
en un lecho, no de jazmines
sino de estrellas reventadas.
-Hasta los símbolos del cielo fueron cómplices,
azules cómplices de esa locura-.
Tú que hiciste florecer en mi mano
una rosa ensangrentada
297
para que la pusiera por donde cruza su huella,
sabrás cómo devolvérmela,
pues ella se ha ido
y cuando partió ni siquiera miró hacia atrás
para ver cómo me convertía en estatua de ceniza.
Cierra con tu asombroso tenedor
los párpados de los que pasan por su lado.
Que nadie la contemple
como no sean los ojos,
los terribles ojos de mi ausencia.
Haz que cuando se enfrente a los espejos
no vea su rostro sino el mío;
pon una lágrima de fuego en su mirada
para que sienta una gota del mar de lava que me azota.
Pero no la dejes sufrir, Señor:
si tropieza en el camino
tiéndele tu invisible capa roja
para que caiga no en el infierno del desvelo
sino abrasada en mi delirio.
Hechízala metiendo en su bolso un ruiseñor
que en cada pluma lleve grabado
el verso mío para su corazón escrito.
Entra en puntas de pie a los pasillos de su sueño,
píntale los muros del color de mi zozobra,
y si escapa,
muéstrale mi cabeza cercenada
en un plato de olvido.
Viértele en el jugo del amanecer
tus imponderables sales maléficas,
de tal modo que odie para siempre
el sabor de su lejanía.
298
Señor: ella debe estar leyendo ahora
un libro para vaciarme de su pensamiento,
arráncaselo de sus uñas con tu satánica suavidad;
haz que el silencio
le susurre mi nombre a su oído
y que su saliva le recuerde mis besos.
Pues sin amparo y sin estrella me refugié en su lengua,
su desquiciada lengua
en la que escribí con sangre.
Ella habrá roto mi fotografía en mil pedazos,
reúnelos, Señor,
y arma una luna que se asome a su quebranto.
En ella germinan ligeros decaimientos,
es entonces cuando tu aliento de abismo
puede alcanzar las cumbres:
que si hay candela en su garganta,
sienta que una ráfaga de abandono
sube desde el corazón
a poner explosiones de tos en su vida;
que si un vértigo atraviesa sus entrañas
sienta que es el huérfano
que esconden mis desvelos.
Yo sé que tardíamente concilia el sueño,
transfórmame en la luz de su lámpara,
en el agua que pasa por su cuerpo
cuando se levanta.
Y deja que apoye mi desamparo
en el filo de sus dientes,
que yo sea las palabras
que entran y salen por su boca.
299
Señor de las Tinieblas: déjala orar,
déjala que se hinque de rodillas
bajo el cielo,
no la martirices en ese instante
furtivamente pecaminoso,
pues nuestro amor es tan grande
que desde la eternidad vendrán los bienaventurados
a aprender cómo se ama con loca ceguera
en este infierno de ausencia.
Henry, que era un experto en los asuntos del romanticismo literario, y que
mantenía en la universidad una cátedra sobre ello, descreía sin embargo de
la poesía como pura sensibilidad, pues pensaba que “el poeta moderno tiene
cabeza y su corazón sólo funciona conectado orgánicamente con el cerebro y
con sus contenidos.” Así, él era un poeta pensante, que combinaba la belleza o
eficacia de las palabras con una implacable reflexión crítica sobre el mundo. Por
eso escribió poemas como “Historia nacional”, “Al blanco” o “Paraísos”. Dijo en
ellos:
HISTORIA NACIONAL
Me alejé de casa
y alguien cambió los cimientos por víboras,
aguas negras crecieron
en vez de la orquídea anaranjada,
escorpiones selectos fueron traídos
por el Mandamás
para engalanar el balcón parlante,
el moho arrugó el mármol de las estatuas
y la rata trepadora fue coronada reina.
Así le ocurre a quien largamente
se alejó del origen.
300
AL BLANCO
Con una palabra
se puede matar.
Aunque haya en contra
toda clase de armas.
Aunque se tenga enfrente toda la pólvora.
Basta con dispararla en el momento justo,
lanzársela a la cabeza del enemigo.
O dejársela para que la recuerde.
PARAÍSOS
Si envidias al rico
tu corazón morirá comido por la polilla,
si envidias al pobre
dormirás con los ojos abiertos,
si envidias al famoso
conseguirás cambiar tu rostro por una máscara.
No envidies a nadie,
aléjate de los paraísos inventados
en el cielo y en la tierra.
Finalmente, para despedirme oficialmente de su recuerdo, en este acto de
exorcización de su figura y de su palabra, he escogido recordar su bello poema
VUELO
El mar irá en busca de tus brazos,
en busca del resquicio más hondo de tus huesos.
Te llenará de profundidades, te iluminará
301
de historias vegetales
que dejarán su dulce marca en tus recodos.
Las catapultas, los huecos del mar
y su caricia de olvido navegarán intermitentes
al oeste de tu corazón,
abriendo compuertas, inaugurando flotas
para que la soledad haga su ruta.
Viaja hacia adentro, ahógate. Reta las frescas
manos que no quisieron conocer tu muerte.
Y no vuelvas, no te arrepientas.
Lánzate a lo profundo, como nave
que ensaya el descenso para jamás regresar (Publicado en revista El Búho, Nº 13, Quito, julio–­septiembre de 2005.)
302
41.
LA ALFARADA
Y SUS EFECTOS SOCIALES
303
Hasta que llegó la Revolución Liberal, Quito era una amable
y tranquila ciudad andina, que seguía viviendo a un ritmo casi
colonial. Si no hubiera sido porque aquí se asentaba la capitalidad
del país y residían los poderes simbólicos de la República, no habría
existido ruido alguno que turbara su plácida existencia de población
provinciana.
Pero triunfó la alfarada y se instaló en Quito el régimen
liberal, que trajo consigo la modernidad y emprendió una serie de
transformaciones fundamentales en la vida de la capital. Se inició
la canalización y relleno de las grandes quebradas que cortaban
a la ciudad de Oeste a Este. En el lugar que ocupaba la antigua
“Quebrada de Jerusalem” o “Quebrada de los Gallinazos” –tradicional
basurero de la ciudad– se construyó la moderna avenida Veinticuatro
de Mayo, que prontamente se convirtió en el paseo de moda y el
centro de diversión pública. También se instaló la primera planta de
teléfonos de la ciudad, la primera maternidad y el moderno hospital
“Eugenio Espejo”. En el corazón de la ciudad, la tradicional “Plaza
Grande” fue transformada simbólicamente en la hermosa “Plaza
de la Independencia”, decorada con una columna monumental en
homenaje a los próceres de 1809. Al norte, en la esquina sur de La
Alameda, se levantó el hermoso “Parque Bolívar”, mientras que en
el centro de ese paseo se instaló la nueva Escuela de Bellas Artes.
Y eso para no hablar de los nuevos edificios públicos (de colegios,
escuelas, cuarteles, empresas de correos y ferrocarriles, etc.) que
empezaban a levantarse por todo lado, dando a Quito una imagen de
urbe moderna, que buscaba dejar atrás su vieja imagen pueblerina
y conventual.
Otra importante transformación urbanística ocurrió en el
sureste de la ciudad, donde se construyó la estación ferroviaria de
Chimbacalle, como punto de llegada del “Ferrocarril del Sur”, obra
magna del gobierno alfarista, que unía al puerto de Guayaquil con
la capital de la República. Se creó, de este modo, un nuevo polo
de desarrollo urbanístico, que rápidamente se pobló de florecientes
negocios: bodegas, almacenes, hoteles, restaurantes, etc.
En medio de ese sorprendente desarrollo urbanístico, ocurrido
en apenas tres lustros (1895–1910), se inauguró en marzo de 1898
la primera planta de luz eléctrica de la ciudad. Era una pequeña
instalación hidroeléctrica de 200 Kw, que fue instalada en el sector
de Piedrahita, cerca de Chimbacalle y junto al río Machángara, por
la empresa “La Eléctrica”, de propiedad de Víctor Gangotena, Manuel
Jijón Larrea y Julio Urrutia. Su presentación en sociedad consistió
en poner iluminación nocturna a la iglesia de La Compañía, lo que
causó una gratísima impresión a la ciudadanía. Luego, la empresa
304
proveyó de alumbrado público a la ciudad mediante la instalación
de 60 lámparas de arco voltaico de corriente continua, que más
tarde fueron sustituidas por 500 lámparas incandescentes de 16
bujías. A la vez, el servicio de alumbrado para particulares se hacía
exclusivamente con bombillas incandescentes.
Esos primeros logros de la tecnología eléctrica causaron tal
impacto social en el país que, en los años siguientes, se produjo en
todo el Ecuador una suerte de frenesí por la luz eléctrica. Así, para
1920 ya la habían instalado las principales ciudades del país e incluso
algunos pueblos.
La tecnología eléctrica aportó un nuevo alumbrado, que dejó
atrás a los antiguos faroles con velas de sebo y las lámparas de
kerosene, que, más que alumbrar, entristecían las calles. Pero también
dio paso a la emergencia de nuevos servicios y una nueva forma de
vida. Aparecieron, de este modo, los tranvías eléctricos, que recorrían
la ciudad desde la “Estación Alfaro”, en Chimbacalle, hasta Santa
Prisca, y también aparecieron las primeras industrias, los primeros
cines y los primeros salones de baile y bares elegantes. Entonces,
el señor Steffan, un técnico de la nueva empresa “The Quito Electric
Light and Power”, escribió “Estamos asistiendo ya al principio de un
cambio radical en las costumbres y hábitos de Quito.” Ese cambio en las formas de vida urbana implicó también un
desarrollo y popularización de la música. Hasta entonces, ésta había
sido privilegio de la Iglesia y de unas pocas familias de la aristocracia
terrateniente, que habían logrado traer, desde el puerto, uno que otro
piano “a lomo de indio”. Después, con el ferrocarril, se multiplicaron
en Quito los pianos y las pianolas de rollos, antecedentes de la
“música mecánica” que floreció luego con los gramófonos o victrolas
de discos, a través de las cuales se escuchaban las canciones de moda
compuestas en el país o llegadas del exterior . Por otra parte, tras la
revolución alfarista se multiplicaron las bandas de música militares y
municipales, cuyas retretas sirvieron como medio de popularización
de las composiciones de la naciente escuela musical nacionalista o de
las canciones y géneros musicales llegados del exterior.
En el plano nacional, el ferrocarril de Alfaro revolucionó el
comercio entre las regiones y hasta la alimentación de costeños y
serranos. Hasta entonces, Guayaquil se alimentaba de harina de
trigo y maíz traída de California, con lentejas, garbanzos y hortalizas
llegados de Chile, y con dulces y aceites importados del Perú. Desde
entonces, el puerto y la Costa central empezaron a comer regularmente
productos de la Sierra, mientras que las provincias andinas del centro
y el norte empezaban a consumir cotidianamente el arroz, la sal y
las frutas venidas del litoral. En el Ecuador de entonces hubo, pues,
305
toda una revolución alimenticia, y se pusieron las bases para que se
desarrollara la pasión nacional por el arroz, mejor si mezclado con
alguna leguminosa: Surgieron así el arroz con menestra, la “sopa de
moros y cristianos” y el “arroz con moros”, entre otros platos inter–
regionales.
También se volvieron estacionales las migraciones de
trabajadores de la Sierra hacia la Costa, para participar en la zafra
azucarera, en la recolección de las cosechas de cacao y en los
“barqueos de arroz”.
Y como esas migraciones provocaban despedidas, adioses y
tristezas, hicieron falta canciones que expresaran esos sentimientos
de pesar y fue así como se popularizaron los pasillos, compuestos
por los primeros compositores formados en el Conservatorio Nacional
de Música instituido por Alfaro: Carlos Brito, Segundo Luis Moreno,
José Ignacio Canelos, Julio Cañar, Luis H. Salgado y muchos más. De
esta manera, surgió a la historia la Escuela Musical Nacionalista, que
nos ha legado millares de inolvidables valses, pasillos, sanjuanitos,
albazos, capishcas, alzas, tonadas y otras canciones, fue una de
las mejores herencias culturales del alfarismo. Pero no fue la única.
También formaron parte de esa herencia espiritual la Escuela de Arte
Realista, surgida de la Escuela de Bellas Artes creada por Alfaro,
donde se graduaron esos creadores que hoy forman parte de nuestro
orgullo nacional: Pedro León, Diógenes Paredes, Eduardo Kingman,
Oswaldo Guayasamín, Carlos Rodríguez, Galo Galecio y otros. En fin,
también fue hija espiritual del alfarismo la gran Generación Literaria
del Treinta, integrada por gentes de clase media, que en su mayoría
se educaron en las escuelas y colegios públicos, laicos y gratuitos
creados por la revolución liberal.
Esa triple herencia espiritual, integrada por la Escuela Musical
Nacionalista, la Escuela de Arte Realista y la Escuela de Literatura
Realista, hubieran bastado para justificar ante la historia los costos,
esfuerzos y sangre de esa revolución, que, como hemos visto, hizo
más, mucho más.
Y en esa cuenta del mucho más, pondría yo los parques y
monumentos simbólicos de la nacionalidad que construyeron los
gobiernos liberales, con afán de educar al pueblo en un espíritu
cívico y promover la formación de una nueva identidad colectiva, que
reemplazara al santo colonial con el héroe republicano. Se levantaron,
así, parques y otros espacios simbólicos en todas las provincias del
país, para honrar a héroes como Bolívar, Sucre y Calderón, a sabios
como Pedro Vicente Maldonado o Vicente León, a educadores como
Juan Montalvo y Pedro Fermín Cevallos, o a fechas de gloria, como
las de la independencia nacional.
306
Como vemos, Alfaro y su revolución nos han dado suficientes motivos
como para guardarlos en la memoria colectiva y, más modernamente, como
para verlos a través de la cámara y eternizarlos en la imagen en movimiento. Por
eso, doy la bienvenida a este importante proyecto cinematográfico del Taller de
Actores y Fábulas, dirigido por Diego Pérez Terán y Patricia Hidalgo, y le deseo
el mayor de los éxitos.
(En la presentación del proyecto “Alfaro, la película”, del TAF, en el aula “Alfredo
Pareja Diezcanseco” de la CCE., el 4 de abril de 2006.)
307
42.
DISCURSO DE JORGE NUÑEZ
AL SERLE IMPUESTA LA ORDEN
NACIONAL “AL MERITO”, EN EL
GRADO DE COMENDADOR
308
Excmo. Señor Ministro de Relaciones Exteriores,
Dignísimos representantes del Poder Público y de las Academias
Nacionales,
Señoras y señores:
Al habérseme otorgado la Condecoración de la Orden Nacional
“Al Mérito”, he querido hilvanar una breve reflexión sobre el origen y
carácter de las órdenes, para entender a cabalidad el honor que se me
hace por parte del Estado ecuatoriano.
El más lejano antecedente histórico de las actuales Órdenes
Nacionales republicanas se halla en las Órdenes de Caballería u
Órdenes Militares, corporaciones nacidas en la Europa Medieval para
luchar contra los musulmanes y proteger a los peregrinos que viajaban
hacia Tierra Santa. Precisamente ellas fueron protagonistas de las
diversas Cruzadas, que tuvieron como objetivo reconquistar para la
Cristiandad países que se hallaban sujetos al Islam. Y las primeras
«cruzadas» fueron las realizadas por los cristianos del norte ibérico
contra los moros de la España islámica.
Las Órdenes Militares no fueron creación cristiana. Antes hubo
guerreros musulmanes que hacían vida monástica en sus rábidas,
con parecidos fines de campaña contra sus enemigos. En el mundo
cristiano, las Órdenes juntaron la vida monástica, el ideal de la
Caballería y el belicoso espíritu feudal, bajo un singular código de
normas morales y religiosas. Se formó de esta manera una “milicia de
Cristo”, que alcanzó su cenit en las Órdenes religiosas combatientes,
como las del Santo Sepulcro, del Hospital de San Juan y del Temple,
poderosas organizaciones autónomas, regidas por estatutos propios.
Las Órdenes Militares españolas más importantes fueron las
de Santiago, Calatrava, Alcántara y Montesa. Eran organizaciones
mitad religiosas, mitad guerreras, formadas por monjes que seguían
las Reglas de algunas de las grandes Órdenes existentes. Todos los
caballeros que las formaban debían rendir un voto obligatorio, que
casi siempre era de castidad, pobreza y obediencia, pero también
debían estar siempre dispuestos al combate contra los enemigos de la
fe. Así, la Orden de Santiago tenía como su héroe y símbolo al santo
llamado “Santiago Matamoros”.
Las Órdenes se hallaban gobernadas por un Consejo y otros
funcionarios menores, todos bajo la autoridad de un Gran Maestre,
cuyo poder era igual o mayor al del rey, pues incluía mando sobre
un verdadero ejército, uniformado con hábitos militares, y también
jurisdicción sobre numerosas tierras, villas, castillos y fortalezas.
Los Comendadores eran los encargados de mantener, económica y
militarmente, un castillo o fortaleza enfilados contra los musulmanes.
309
Por ello, percibían los tributos de su distrito o encomienda y los
administraban para mantenerse ellos mismos y sostener la guarnición
a su cargo. Era también la autoridad feudal delegada de la Orden
ante los concejos locales, con atribuciones de justicia y gobierno.
Recibían la encomienda en usufructo vitalicio, estando obligados a
inventariar y conservar en perfecto estado los bienes recibidos, que
tras su muerte debían pasar a un nuevo comendador, elegido entre
los caballeros profesos de cada Orden.
Bajo el mando de los Comendadores se hallaban los Oficiales y
los Caballeros, que constituían los estamentos inferiores de la Orden.
Aunque originalmente las Órdenes aceptaban para la lucha contra los
musulmanes a todos los voluntarios, a partir del siglo XV pasaron a
exigir dos condiciones para acceder al estatus de caballero: ser de
origen noble e hijo de cristianos viejos. Como se sabe, noble era todo
español que hubiera recibido de la autoridad el calificativo de Don, que
significa, precisamente, “de origen noble”. Y “cristiano viejo”, “limpio
de sangre” o “lindo” era quien probase venir de antiguos godos y no
descender de moros o judíos conversos (llamados también “cristianos
nuevos”).
En una sociedad estamental tan cerrada como la española, las
probanzas de nobleza y limpieza de sangre servían para abrir las
puertas de las Órdenes Militares y otros espacios del poder. Por ello
eran tan anhelados los hábitos militares, que consagraban un alto
estatus social y eventualmente servían como escalón para ascender
hacia la alta nobleza titulada.
Empero, tras el triunfo de los reyes católicos Fernando e
Isabel en la “Guerra de Reconquista” española, el destino de las
Órdenes Militares cambió sustancialmente, pues estos monarcas las
despojaron de sus propiedades, jurisdicciones y poder casi absoluto,
les destruyeron sus castillos y fortalezas, y las convirtieron en cuerpos
nobiliarios decorativos, a los que se accedía no por servicios de guerra
sino por méritos al servicio del Estado. Así, la burocracia accedió
también a las mercedes de hábito militar.
En el caso de Hispanoamérica, donde los mismos reyes
mercantilizaron las condecoraciones y títulos nobiliarios, en busca
de fondos para sus guerras europeas, los criollos accedieron a las
Órdenes Militares, o a los títulos nobiliarios de marqueses y condes,
no por sus méritos sino por su dinero, mediante pago de generosas
sumas al Rey.
Mas todo ese sistema de condecoraciones y títulos nobiliarios
empezó a derrumbarse con la irrupción histórica de la Revolución
Francesa y el accionar político de Napoleón Bonaparte. Bajo el poder
de la audaz burguesía republicana, rodaron las cabezas de reyes
310
y nobles, fueron destronadas las casas reales tradicionales y se
declararon extinguidos los derechos feudales y los títulos nobiliarios,
mientras que la “Declaración de Derechos del Hombre” proclamaba
que “todos los hombres nacían libres e iguales” y que “no debía
haber más distinción que el mérito personal”. En ese marco histórico,
Napoleón creó la Orden de la “Legión de Honor”, la más conocida
e importante de las condecoraciones francesas, que se concede a
hombres y mujeres, tanto franceses como extranjeros, por méritos
extraordinarios realizados dentro del ámbito civil o militar. Él mismo
la entregó por primera vez el 15 de julio de 1804, en una grandiosa
ceremonia realizada en París, a los mariscales, soldados, inválidos de
guerra, científicos, artistas y escritores con méritos sobresalientes.
Poco después, las revoluciones anticoloniales de Hispanoamérica
abolieron también los títulos y condecoraciones de nobleza y crearon,
en su reemplazo, Órdenes Patrióticas para reconocer al mérito
ciudadano. La primera de ellas fue la “Orden de San Lorenzo”, creada
en 1809 por la Junta Soberana de Quito, para premiar el patriotismo
de los insurgentes quiteños y “establecer títulos republicanos”.
Esta Orden fue restaurada el 10 de agosto de 1959, con ocasión
del sesquicentenario de la Primera Revolución de Independencia
en Hispanoamérica, por el Presidente Camilo Ponce Enríquez, “con
el objeto de premiar extraordinarios servicios a la República”, y es
mantenida todavía por el Estado ecuatoriano, que la concede en los
grados de Gran Oficial, Gran Cruz y Gran Collar.
Diez años más tarde, el Libertador Simón Bolívar, en su calidad
de Presidente de la República de Colombia, instituyó la “Orden de
Boyacá”, para premiar los esfuerzos y sacrificios de los próceres en
la campaña libertadora de 1819. Hasta hoy, la “Orden de Boyacá”
es el galardón más valioso que Colombia otorga a los oficiales de
sus fuerzas armadas y la más alta distinción honorífica para los
ciudadanos eminentes, que han prestado servicios a esa nación o a
la humanidad.
Posteriormente, el Protector del Perú, general José de San Martín,
instituyó la “Orden del Sol”, mediante Decreto del 8 de octubre de 1821,
para premiar los servicios hechos a favor de la independencia. Entre
Informe presentado al rey por José Fuentes González Bustillo,
Regente de la Real Audiencia y Presidencia de Quito, el 21 de noviembre
de 1809.
Decreto Ejecutivo Nº 1329, publicado en el Registro Oficial Nº
923, del 19 de septiembre de 1959. Reglamentada su entrega por el Presidente Gustavo Noboa Bejarano, mediante Decreto Ejecutivo Nº 1566–A, de
4 de junio de 2001, publicado en el Registro Oficial Nº 655 de 4 de septiembre de 2002.
311
sus primeros beneficiarios estuvieron dos ecuatorianas, que ostentan
el procerato de la libertad: la quiteña Manuela Sáenz y la guayaquileña
Rosa Campuzano, quienes se integraron con la denominación de
“Caballeresas de la Orden del Sol del Perú”. Sin embargo, esta Orden
fue suprimida en marzo de 1825, porque las personas condecoradas
empezaron a usarla como un privilegio. Fue restablecida en 1921, en
vísperas del primer centenario de la independencia.
De similar carácter es la argentina “Orden de Mayo”, cuya ley
de creación precisa que ella está “destinada a exaltar la virtud o los
merecimientos de las personas que promueven el reconocimiento
especial de la Nación y de la humanidad.”
Volviendo a nuestro país, cabe precisar que la Orden Nacional
“Al Mérito” fue instituida por el Congreso Nacional, por Ley del 8
de octubre de 1921, sancionada por el gobierno del presidente José
Luis Tamayo, el 22 del mismo mes y año. Su objeto fue premiar
servicios extraordinarios prestados a la Nación en los campos militar,
tecnológico, educativo o de servicio exterior, y estimular la defensa
nacional. Según su actual reglamentación, dictada por el Presidente
Gustavo Noboa, el 17 de septiembre de 2002, se concede en los
grados de Caballero, Oficial, Comendador, Gran Oficial y Gran Cruz.
Una vez que he entendido a cabalidad la génesis y significado
de esta condecoración republicana, que me ha sido concedida por el
Gobierno Nacional, deseo manifestarle, excelentísimo señor Canciller,
que la recibo con modestia ciudadana y sincero orgullo personal.
No soy un hombre del poder. Tampoco soy un descendiente de
las grandes familias del país, ni soy un hombre de fortuna. Soy un
profesor normalista, formado por el Estado ecuatoriano en el ya
extinguido Normal Rural de San Miguel de Bolívar, y comencé mi
vida laboral como profesor de una escuela unitaria, en el caserío
de Cutuglahua, en esta querida Provincia de Pichincha. Desde
entonces, a lo largo de cuarenta años, he trabajado al servicio de
la educación pública, en todos sus niveles. Así, pues, vengo de
abajo y he subido las escalas del conocimiento gracias al sistema
de educación pública, laica y gratuita creada por el general Eloy
Alfaro.
También debo decir que soy hijo de una maestra rural, que
durante cincuenta años trabajó en selvas, montañas, aldeas y ciudades
del Ecuador y que hoy, ya jubilada, escribe literatura infantil, y de
un pequeño comerciante bolivarense, que, como todos sus paisanos,
viajaba periódicamente entre la Sierra y la Costa, en parte por la Vía
Flores y otra parte navegando por el Babahoyo y el Guayas, hasta
llegar a Guayaquil. Desde niño viajé con él por esas rutas inolvidables
y así aprendí a amar integralmente a mi país, por encima de los
312
prejuicios regionales.
Y ya que de recordar se trata, no está por demás mencionar
que los Núñez andamos metidos en el comercio desde tiempos
inmemoriales y que el primer Jorge Núñez que llegó a tierras
americanas fue un pequeño comerciante judío portugués, que se
asentó en el antiguo Perú y se dedicó a ir comprando y vendiendo
por los caminos de ese país, con sus mulas cargadas de mercancías,
hasta que fue procesado por la Inquisición, acusado de judaizante;
finalmente, murió quemado en la hoguera hace exactamente 411
años, el 17 de diciembre de 1595, por el único delito de tener una
religión distinta de la oficial. Sospecho que soy descendiente de
ese réprobo, cuyo recuerdo reafirma mi espíritu iconoclasta.
En síntesis, no soy hombre de armas, no tengo origen nobiliario ni
desciendo de cristianos viejos, y, en verdad, tampoco estoy dispuesto
a realizar votos de castidad y de obediencia, razones por las que nunca
hubiera tenido cabida en las antiguas Órdenes Caballerescas. Pero
tuve la suerte de nacer en una república laica, que, por su esencia
filosófica, no reconoce títulos hereditarios, como los de nobleza,
sino únicamente los títulos obtenidos con el propio esfuerzo, como
los académicos, república que tampoco margina ni persigue a nadie
por su raza o sus creencias religiosas. Gracias a ello, he merecido el
honor de ser integrado a la Orden Nacional del Mérito, en el grado de
Comendador.
En cuanto al motivo de esta condecoración, si algún mérito tiene
mi labor intelectual es el de haber estado al servicio de la Nación y
particularmente de los marginados y olvidados de la historia; haber
buscado entender las raíces profundas de lo ecuatoriano; haber tratado
de exaltar y afirmar nuestros signos de identidad, para construir un
futuro más generoso.
Y debo confesar que he transitado ese rumbo con una mezcla
de amor e indignación. Amor, porque eso es lo primero que inspira
en uno su tierra natal, esa que el gran Benjamín Carrión gustaba de
llamar “Matria” más que “Patria”, porque tiene más de madre que de
padre. E indignación, porque uno de los signos más lamentables de
nuestra herencia colonial es la desconfianza en el propio ser nacional,
en sus potencialidades y posibilidades; es la burla o el desprecio de
algunos compatriotas hacia lo ecuatoriano; es la admiración ciega a
todo lo extranjero; es la convicción, arraigada en muchos, de que
el país no tiene futuro, ni destino plausible, si no es bajo la sombra
tutelar de alguna potencia extranjera.
Los efectos de esa mentalidad pro–colonial están a la vista: nuestra
soberanía se ha erosionado de tal manera que hoy tenemos tropas
extranjeras en nuestro territorio, hemos visto desaparecer nuestra
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moneda nacional y hay sectores que claman por un TLC con los Estados
Unidos, que ponga nuestra política económica, definitivamente y para
siempre, bajo las órdenes de un gobierno extranjero.
Tenemos que esforzarnos para revertir esta situación. Al igual
que nuestros padres y abuelos, que sufrieron el trauma de la invasión
militar peruana y la mutilación territorial, nosotros tenemos que luchar
para volver a tener una Patria orgullosamente soberana, que, como
soñara Benjamín Carrión, padre espiritual de nuestra generación,
incluso se convierta en una pequeña potencia de la cultura.
Pese a todos los signos negativos de nuestra realidad, tengo
confianza en el futuro del Ecuador. Más temprano que tarde,
nuestro pueblo sabrá rescatar su plena soberanía y se lanzará
a conquistar ese generoso horizonte de libertad y progreso con
que viene soñando desde los tiempos de Espejo, de Olmedo, de
Montalvo, de Mera, de Alfaro, de Peralta, de Moncayo, de Escudero,
de Carrión y de Benítez Vinueza, hasta estos tiempos de Agustín
Cueva y Eduardo Estrella. Y ahí se dará un abrazo fraternal con los
pueblos hermanos, para reconstruir la Patria Grande de Bolívar, la
América Nuestra de Martí.
En el marco de esos sueños colectivos, que son también los
míos, recibo esta presea como un homenaje que hace la Nación a los
que trabajan por educar a sus hijos y defender sus altos intereses.
Me honra compartir este honor con quienes recibieron antes esta
condecoración, entre los cuales estuvieron gentes de la talla de la
escritora chilena Gabriela Mistral, del filósofo y sociólogo uruguayo
Carlos Vaz Ferreira, del hispanista canadiense Richard Pattee, del
economista y estadista colombiano Carlos Sanz de Santamaría, del
intelectual y jurista español Luis Jiménez de Azúa, del antropólogo
y lingüista francés Roger Callois y de los notables ecuatorianos
Wenceslao Pareja, salubrista y poeta; Carlos Alberto Rolando, notable
polígrafo; Hugo Moncayo, escritor, académico y diplomático; María
Piedad Castillo de Levi, escritora, internacionalista y líder feminista;
Carlos Julio Arosemena Tola, banquero y hombre de Estado; Angel
Modesto Paredes, sociólogo e internacionalista; y Jacinto Jijón
Caamaño, un verdadero sabio en las ciencias históricas, que además
fuera político y empresario.
Sobre todo, ilustre señor Ministro, me honra en grado sumo el
recibir esta presea de las manos de usted, que tanto se ha esforzado
por la defensa y promoción de los intereses nacionales y por la
construcción de una Patria altiva y soberana.
Finalmente, permítaseme dedicar esta condecoración a quienes
me han ayudado a ser como soy y a pensar como pienso. A mi madre,
Amada Sánchez García, aquí presente, que me llevó en el primer tramo
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por el camino iluminado de las letras. A mi padre, Tirso Núñez Moya,
que me sonríe desde el más allá. A mi esposa, la socióloga y escritora
Jenny Londoño, que por 22 años ha compartido mis esfuerzos y mis
sueños, y que todavía se ha dado tiempo para desarrollar su propia
obra intelectual. A mis maestros, que me regalaron su vocación de
cultura y sus sueños de justicia. A mis hijos y nietos, simiente de un
nuevo país, ojalá más justo y más democrático. A mis hermanos,
parientes y amigos, que siempre me han rodeado con su afecto. A mis
compañeros de trabajo docente y a mis colegas de trabajo intelectual,
todos ellos merecedores del reconocimiento de la Nación. Y, como
siempre, a mis hermanos espirituales, silenciosos guardianes de una
tradición de Libertad, Igualdad y Fraternidad.
Muchas gracias.
Quito, a 12 de diciembre de 2006.
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