Guardar - Historia Crítica

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ALFABETIZACIÓN, CULTURA Y SOCIEDAD
LA EXPERIENCIA DEL SIGLO XVIII EN EL VIRREINATO DE NUEVA
GRANADA*
INFORME DE INVESTIGACIÓN
Renán SILVA**
Resumen
Los niveles y las formas de alfabetización –lectura y en ocasiones lectura y
escritura- en la sociedad colonial neogranadina son muy poco conocidos. El
presente texto hace una revisión del problema, en lo que se relaciona con los
enfoques y métodos de investigación en este campo, indicando los cambios
recientes en la forma de plantear el problema, pues se han modificado las propias
nociones de “alfabetización” y “cultura escrita”, para proponer a continuación
algunas hipótesis de trabajo que surgen de la puesta en tela de juicio de las ideas
corrientes que han dominado en este campo en la historiografía nacional.
Palabras clave: alfabetización, escuela, lectura,
ambulantes, órdenes religiosas, sistema educativo.
comunidad,
maestros
Abstract
The levels and forms of literacy –reading and reading and writing- in New
Granada colonial society are rare known. This article made a review of this
research problem, specific in the approach and methods, due that the notions of
literacy had changed, and tries to propose some different hypotheses of the
Colombian historiography to study this subject.
Key words: literacy, school, reading, community, itinerant teachers, religious
orders, education system.
El presente informe es resultado de la investigación ya concluida “Alfabetización, cultura
y sociedad en el Virreinato de Nueva Granada, 1740-1810”, que contó con el apoyo de la
Facultad de Ciencias Sociales y Económicas -Centro de Investigaciones CIDSE- y la
Vicerrectoría de Investigaciones de la Universidad del Valle, Cali, Colombia. Trabajaron
como auxiliares de investigación Ana María Henao, estudiante del programa de Historia
de la Universidad del Valle, y Zoraida Arcila, estudiante de la escuela de de Historia de la
Universidad Nacional de Medellín. En Bogotá, en el Archivo General de la Nación, en una
larga búsqueda que apenas se puede adivinar en las siguientes páginas, me acompañó el
investigador Guillermo Vera.
** Antiguo profesor del Departamento de Ciencias Sociales de la Facultad de Ciencias
Sociales y Económicas de la Universidad del Valle y miembro en esa Universidad del
Grupo de Investigaciones Sociedad, Historia y Cultura.
*
2
Consideraciones generales
Nuestra comprensión de la historia no reside en el hallazgo de noticias distantes en el
tiempo y ajenas por completo a nuestras preocupaciones. La curiosidad del anticuario ha
dado paso a un tipo de construcción en la que los datos deben encontrar una significación
no en sí mismos, sino con referencia a un problema, y la formulación de los problemas
históricos no es en modo alguno ajena al avance del resto de las ciencias sociales
G. Colmenares
Antes que intentar resolver un problema a través de la presentación de cuadros y
tablas –precarias y siempre aproximadas, cuando se trata de un periodo “preestadístico”-, o acudiendo al relato de la vida común o excéntrica de algunos
“maestros de letras” de la época, o por medio de la transcripción de cualquiera de
los frecuentes planes de estudio de finales del siglo XVIII, parece más adecuado
recordar algunos rasgos centrales de la “educación elemental” en esa sociedad,
para, a partir de ahí, tratar de bosquejar un problema de otro orden e inscribir tal
problema en otro contexto de relaciones, no solo con el fin de aprovechar mejor los
datos empíricos que sobre el tema son abundantes y muy reveladores –cuando se
les interroga de otra manera-, sino además para poner el problema en relación
con un campo de estudios que se encuentra completamente modificado- el del
acceso a la cultura escrita y los usos sociales de la lectura y la escritura-, en
función de los propios cambios que ha conocido la historia cultural desde
principios de los años ochenta del siglo pasado.1
A este respecto hay que recordar, aunque parezca excesivo hacerlo, que la
historia es una ciencia social –con todos sus defectos y virtudes-, y por lo tanto
una disciplina que trabaja en términos de problemas de investigación, aunque tal
elemento a veces no se pueda apreciar con todo claridad, por el hecho de que los
historiadores no dejan de acudir, a veces de manera muy exagerada, a la
tradicional narrativa de la que el análisis histórico no puede liberarse, y ello con
el riesgo de que, como ocurre demasiado a menudo, muchos historiadores se
dejen por esa vía arrastrar al terreno mismo de una crónica que resulta ajena
tanto a los objetos mayores del análisis social, es decir a aquellos problemas que
se relacionan con procesos, con actores, con eventos, con mundos representados,
como ajenos a los principales problemas de la teoría social, tal como estos últimos
aparecen en un momento determinado para una generación de historiadores.
Entre varias de las síntesis recientes cf. Pascal Ory, L’histoire culturelle. Paris, PUF,
2007. Mucho más acorde con los impulsos de este trabajo Roger Chartier, La historia o la
lectura del tiempo. Barcelona, Gedisa, 2007, una síntesis de perspectiva teórica sobre los
cambios historiográficos recientes. Sobre las definiciones conceptuales mayores de la
historia cultural y con sensible atención a los trabajos producidos fuera de Francia cf. R.
Chartier, “La nueva historia cultural”, en El presente del pasado. Escritura de la historia,
historia de lo escrito. México, Universidad Iberoamericana, 2005, pp. 13-38.
1
3
Dando prueba de la práctica de un tipo de historia cultural que se aleja de
las formas tradicionales del relato -por bien documentado que sea-, pero
mostrando al mismo tiempo de qué manera el historiador vuelve a encontrar los
problemas básicos de la ciencia social a través de su tarea específica de
investigación en un campo y disciplina que tiene sus propias especificidades
(teóricas y empíricas), Roger Chartier ha escrito de manera reciente que
Cada historiador examina su práctica a partir de su propio campo de trabajo. A mi
parecer, lo que da sentido a los análisis historiográficos o metodológicos es su
capacidad de inventar objetos de investigación, de proponer nuevas categorías
interpretativas y construir comprensiones inéditas de problemas antiguos2,
lo que quiere decir de manera sencilla que no hay ejercicio de método o ejercicio
historiográfico que se valide por sí mismo, y que más allá de su orientación
teórica particular, de lo que se trata siempre es de que la investigación en un
campo determinado avance, transitando una cualquiera de sus varias
posibilidades, una de las cuales es la de buscar puntos de apoyo para el trazado
de hipótesis generales sobre procesos determinados, incluso antes de que sea
posible trazar una historia particular relativamente acabada de sus objetos
mayores.
De esta manera, lo que intentaremos en estas páginas es recordar algunos
de los rasgos más o menos conocidos del funcionamiento de los procesos de
adquisición del alfabeto (en términos generales el proceso de adquisición de la
capacidad de leer y de leer y escribir en ocasiones –hay que recordar que en la
sociedad colonial neogranadina el proceso tiende a estar separado y graduado
según tarifas, y está más extendida la capacidad de leer que la de escribir, que
resulta minoritaria en alto grado-), y recordando esos rasgos, intentaremos
conectarlos con la dinámica general de la sociedad en el caso del siglo XVIII –
lapso de tiempo en que nos concentraremos-, de tal manera que se pueda llegar
no solo a otra visión del problema, sino a la construcción de un espacio en el que,
sobre la base de hechos conocidos y algunos otros menos conocidos, se pueda
intentar plantear de otra manera un problema que puede resultar muy
significativo, tanto en términos empíricos, como en términos teóricos.
La dirección propuesta se explica no porque existan en nuestro campo de
investigación –las formas de acceso a la cultura escrita- y universo de estudio –el
virreinato de Nueva Granada- los suficientes trabajos que permitieran una
síntesis adecuada de tales procesos, sino más bien porque se puede (o se debería,
en ciertos casos) bosquejar síntesis provisionales, en el camino de trazar hipótesis
que relancen la reflexión sobre ciertos problemas que permanecen ignorados (o
congelados en visiones estereotipadas), lo que de paso podría servir para abrir la
investigación a nuevas fuentes empíricas, lo mismo que para volver los ojos sobre
conjuntos documentales muy amplios que permanecen explorados de manera
muy incipiente.3
2 Roger Chartier, El presente del pasado. Escritura de la historia, historia de lo escrito, op.
cit., p. 10.
3 En la investigación histórica, la idea de una hipótesis como guía de exploración en
dominios muy incipientes en cuanto al análisis –un caso de “síntesis provisionales” -, se
4
Posiblemente lo que vuelve más atractiva y prometedora esta incursión en
campos de trabajo muy poco frecuentados, no sea simplemente el hecho varias
veces comprobado de la riqueza de los materiales documentales a partir de los
cuales se puede explorar el problema, sino ante todo la naturaleza de los cambios
que han afectado las formas mejor establecidas hasta hace unos años de
plantearlo, en lo que tiene que ver tanto con sus proposiciones mayores, como en
lo que se relaciona con sus enfoques y con sus métodos, una modificación que
trataremos de presentar en estas páginas, poniendo de presente algunas
características de lo que puede denominarse la posición teórica del objeto. Demás
está decir que el cuadro que presentamos no constituye un “estado del arte del
problema”, sino ante todo un artefacto construido con fines investigativos, un
conjunto, que esperamos coherente, de proposiciones que tomamos de varios
lugares (no siempre reflejados en la bibliografía aquí incluida) con el fin de dar
solidez a cada una de las afirmaciones que presentamos, las que a su vez
acompañamos siempre con referencias de archivo que indican la manera como la
construcción realizada se liga a la propia historicidad del proceso y no
simplemente es el resultado de la reciente literatura sobre el tema.
En cuanto a trabajos anteriores sobre el tema realizados en el país hay que
decir que se encuentran algunos que contienen hallazgos importantes por
incipientes que sean, pues los problemas de la alfabetización de los “grupos
populares” en la sociedad colonial no han dejado de despertar algún interés, por
escaso que haya sido, aunque la mayor parte de tales trabajos haga énfasis en
otro orden de problemas: la evangelización, los planes de escuela, las obras pías,
el núcleo educativo de la Ilustración de finales del siglo XVIII, la historia del
maestro o la educación de la mujer, para señalar algunos de los temas más
recurrentes. Son todos trabajos que hacen aportes al tema, aunque su carácter
de crónica, y en muchas ocasiones de apología, los limite en sus alcances, y
aunque a veces a algunos de ellos el afán de estar a la “altura de los tiempos”,
como se dice, los conduzca a afirmaciones apresuradas que indican una relación
ingenua y muy inicial con la cultura historiográfica moderna.4
encuentra formulada con claridad en Marc Bloch, en su Historia rural francesa.
Barcelona, Editorial Crítica, 1978, cf. p. 27 y ss, “Algunas observaciones de método”.
4 Cf. por ejemplo entre varios trabajos suyos Alberto Martínez B., El maestro y la
instrucción pública en el Nuevo Reino de Granada, 1767-1809. Bogotá, UPN, 1981.
Escuela, maestro y métodos en Colombia, 1750-1820. Bogotá, UPN, 1986. Cf. igualmente
la vieja pero útil crónica –que a todos nos ha servido- de Jesús María Otero, La escuela de
primeras letras y la cultura popular española en Popayán [1940]. Popayán, Talleres
Editoriales de Departamento, 1963. Para los siglos XVI y XVII resulta de gran utilidad la
consulta de los textos de historia de la Iglesia que se detienen con cuidado en el problema
de la evangelización y los métodos misionales. Cf. por ejemplo, entre varios otros, Mario
Germán Romero, Fray Juan de los Barrios y la evangelización del Nuevo Reino de
Granada. Bogotá, Academia Colombiana de Historia, 1960. De manera más reciente
Mercedes López en Tiempos para rezar y tiempo para trabajar, La cristianización de las
comunidades muiscas durante el siglo XVI –Bogotá. ICANH, 2006-, incluye un amplio
capítulo, pp. 145-199, sobre métodos, estrategias y prácticas de cristianización, pero no
hace jugar en él ningún papel ni a la lectura ni a la escritura. Lo mismo ocurre con María
Lucía Sotomayor en Cofradías, Caciques y mayordomos. Reconstrucción social y
reorganización política en los pueblos de indios. Siglo XVIII –Bogotá, ICANH, 2004-, que
estudia un problema de gran pertinencia, pero no repara en el hecho de cuánta lectura y
5
Perspectivas de análisis
Hay que comenzar ante todo señalando el vuelco radical que los estudios sobre
alfabetización han conocido en años recientes, como hay que señalar que se trata
de un campo de estudios que conoció en fechas muy cercanas tanto la
emergencia de nuevos métodos de trabajo –la exploración sistemática de fuentes
cuantitativas-, como la crítica de tales métodos y en buena parte su sustitución
por lo que podrían llamarse “formas de trabajo etnográficas”, un vuelco radical
que tiene que ver tanto con el cambio global de perspectiva, como con el cambio
en la noción misma de alfabetización.
Se trata de una modificación que se relaciona con aspectos sustanciales y
de procedimiento (es decir de método y de fuentes), y que ha permitido avanzar
hacia lo que el gran estudioso italiano Armando Petrucci ha llamado “una historia
cualitativa del alfabetismo”5, sin que nada de esto signifique que las viejas
conquistas de la historia cuantitativa de los procesos de alfabetización haya
perdido su sentido o que sus logros deban abandonarse, como a veces se ha
entendido, por lo menos en el caso de algunos discípulos de la “microhistoria”,
que entusiasmados con la crítica certera que Carlo Ginzburg hizo de la idea de
Francois Furet de que las clases subalternas solo podían incorporarse al análisis
histórico a través de la demografía y de la sociología, es decir bajo la forma del
anonimato y de la cifra, concluyeron de manera muy rápida en la inutilidad de
toda perspectiva de cuantificación en este tipo de investigaciones, por lo menos en
el caso de las viejas sociedades pre/industriales.6
En realidad la sustitución veloz de los métodos de conteo de “alfabetizados”
por descripciones cuidadosas de las formas de adquisición y los usos sociales de
la lectura y la escritura, no es un hecho de azar y no tiene que ver con la
definición a priori de la primacía de un tipo de métodos sobre otros, como no
indica tampoco una sustitución no muy meditada de una historia apoyada en la
sociología por una “nueva” historia que buscaría un diálogo exclusivo con la
antropología, definida como “ciencia etnográfica de la cultura y sus significados”.
Aunque esta última versión ha circulado con insistencia, y aunque de hecho
muchos historiadores la han acogido, en realidad lo que ha sembrado la duda
escritura intervienen en la vida de las cofradías. Oscar Fresneda y Jairo Duarte, en
Elementos para la historia de la educación en Colombia: alfabetización y educación primaria
–Monografía de grado-. Bogotá, Departamento de Sociología de la Universidad Nacional,
1982, ensayaron por primera vez, hasta donde conozco, un tratamiento cuantitativo de la
escuela en la sociedad colonial, sin haber avanzado mucho en ese momento. D. Bonnett,
M. LaRosa, G. Mejía y M. Nieto –Compiladores-, en La Nueva Granada colonial. Selección
de textos históricos –Bogotá, Universidad de los Andes, 2005-, no mencionan siquiera el
problema, aunque declaran que su libro ayuda a comprender “procesos fundamentales
de la economía, la cultura y la sociedad colonial”.
5 Cf- Armando Petrucci, “Por una historia cualitativa del alfabetismo”, en A. Petrucci,
Alfabetismo, escritura y sociedad. Barcelona, Gedisa, 1999, pp. 40-56 –aunque la mayor
parte de los textos que se publican en esta edición castellana son muy anteriores a 1999.
6 Cf. Carlo Ginzburg, El queso y los gusanos. La historia de un molinero del siglo XVI
[1976]. Barcelona, Muchnik, 1981, p. 19-20. Desde luego que esta no era la posición de
Ginzburg, quien escribe: “Con ello no deseamos confrontar las indagaciones cualitativas
con las cuantitativas” (p. 23).
6
sobre el privilegio de los métodos cuantitativos ha sido más bien su propio éxito,
pues son tales éxitos los que han permitido ver con claridad todo lo que el conteo
de firmas, los promedios, los porcentajes, las largas series, no dejaban ver con
claridad, por reveladores que hayan sido sus resultados en otros dominios. Por lo
demás, una epistemología rigurosa, deseosa de confrontar un sentido común del
trabajo de la ciencia aceptado con excesiva facilidad, lo primero que tendría es
que afrontar la crítica de la oposición falsa entre “cuantitativo – cualitativo” y
recordar que de hecho todo “cuantitativo tiene su cualitativo”, como lo ha
recordado, estudiando problemas similares, Jean – Claude Passeron.7
El cambio pues ha sido más bien el efecto de una modificación en la escala
de análisis, sin que ello ponga necesariamente en tela de juicio muchas de las
tendencias estructurales de largo plazo que los estudios cuantitativos habían
fijado. La constatación que muchos investigadores han realizado es la de que en
la observación del fenómeno y teniendo en mente su descripción, una técnica que
no apunta sobre todo a bosquejar el mapa y sus rasgos generales, a describir la
anatomía del proceso, no puede prestar mayor ayuda cuando se trata de
enfrentar prácticas que reclaman la mirada detenida sobre gestos, sobre
fragmentos, sobre “átomos” dispersos y discontinuos en el tiempo y en el espacio.
La imagen que se impone aquí es, como tantas veces, aquella mencionada por
Gaston Bachelard, cuando recordaba los usos complementarios de dos
instrumentos como el telescopio y el microscopio en el trabajo de la ciencia,
siempre que su elección se hiciera en función de los problemas investigados, por
fuera de toda definición a priori.8
Este último punto es esencial en el caso de la historiografía colombiana –y
en parte latinoamericana-, ya que habiendo sido ajena por completo a la fase de
cuantificación de los problemas de historia cultural, la apertura actual a los
terrenos de una historia de perspectiva etnográfica puede acarrear nuevos
equívocos, pues es posible que las “descripciones densas” no dejen ver las
dimensiones y alcances de la difusión social de un fenómeno como la alfabetización
y de manera muy rápida se especule sobre el cuerpo, la escritura y sus prácticas
rituales, los “gestos” de la lectura y los poderes simbólicos de lo escrito, antes de
que se tenga una idea mínima de las formas de acceso, los modelos de
aprendizaje, y sobre todo la extensión del fenómeno que se quiere describir.
El auge de los estudios sobre alfabetismo y sociedad puede ser fechado con
posterioridad a la segunda guerra mundial, cuando los métodos estadísticos
(seriales) apoyados en el tratamiento masivo de fuentes cuantitativas fueron
aplicados al campo de la historia de la educación y del análisis cultural. Los
resultados fueron promisorios –como en el caso de los trabajos de Lawrence
Stone9- y permitieron poner en discusión muchas ideas habitualmente aceptadas
sobre la difusión social de la escuela y de la escritura. Lo mismo puede decirse de
Cf. al respecto Jean – Claude Passeron, “L’espace mental de l’enquête”, en Enquête –
Anthropologie, histoire, sociologie-. No 3, Premier semestre 1996, pp. 89 – 126.
8 Respecto de las escalas de análisis cf. Jacques Revel –director-, Jeux d’échelles. La
micro-analyse à l’expérience. Paris, Gallimard/Le Seuil/Hautes Études, 1996.
9 Cf. Lawrence Stone, “Literacy and Education in England, 1640-1900”, en Past and
Present, 42, 1969, pp. 69-139, entre varios trabajos más ya clásicos de este autor.
7
7
los trabajos del historiador Carlo Cipolla10, que a través de una obra pionera logró
dar un fondo estructural a los avances del alfabetismo en la sociedad moderna, al
tiempo que mostraba para el caso europeo toda la complejidad de las relaciones
entre avance alfabetizador, escuela e industrialización, una relación que las
sociologías de manual habían convertido en una correlación universal y unicausal
(migración, industrialización, urbanización, alfabetización).11
Aunque no se puede generalizar, la mayor parte de los trabajos sobre
alfabetización y sociedad –sobre todo en el caso de los trabajos de los discípulos
de los grandes maestros- terminó aplicando de manera más bien rutinaria y
mecánica lo que se conoció como el método del conteo de firmas, es decir la
deducción de la capacidad de leer y de escribir de la capacidad de firmar (el acta
matrimonial o el libro de bautismos en que consignaba el nacimiento de un hijo, o
el registro firmado de ingreso al ejército –aunque el ejército mismo fue una
institución alfabetizadora en muchas sociedades-).12
El cuestionamiento del método de conteo de las firmas vino de varios
frentes, pero provino ante todo del reexamen de la propia noción de alfabetización
y de la comprobación de que no existía una separación absoluta entre saber leer y
escribir y no saber, si no que se trataba siempre de un problema de grados de
conocimiento de una técnica e instrumento cultural, grados que podían ir desde
la ignorancia total de cualquier habilidad en esos dos dominios, hecho más bien
raro en una comunidad en donde hubiera ya alguna minoría alfabetizada, hasta
la habilidad desplegada con toda suficiencia que se podría encontrar, en el otro
extremo, en un hombre o mujer de letras, en una sociedad con una cultura
intelectual estabilizada en torno a la comunicación escrita.13
Carlo Cipolla, Educación y desarrollo [1969}. Barcelona, Ariel, 1980.
Casi contemporáneo con el avance de la aplicación de los métodos cuantitativos al
estudio de la alfabetización, el trabajo de Jack Goody ya había puesto de presente el
carácter de mutación cultural profunda que significa la introducción de la escritura en una
sociedad que antes no la conocía, pues se trata del ingreso en un tipo de lógica que
modifica formas de clasificación y categorías de percepción antes dominantes en una
sociedad determinada. Cf. Jack Goody –Comp.-, Cultura escrita en sociedades
tradicionales [1968].Barcelona, Gedisa, 1996, y sobre todo J. Goody, La domesticación del
pensamiento salvaje [1977]. Madrid, Akal, 1985; en mi opinión, para América latina las
más ambiciosas formas de plantearse el problema de los poderes de la escritura son las
de Serge Gruzinski en La colonización de lo imaginario [1988]. México, FCE, 1991, en
donde se muestra de qué manera la escritura transforma de manera radical todas las
formas de imaginar el mundo y cómo las redes de la escritura son parte inevitable del
proceso de expansión de Occidente, una de cuyas fases es precisamente el
descubrimiento de América [1492].
12 Para el estado del arte sintético pero cuidadoso del problema cf. Armando Petrucci,
Alfabetismo, escritura y sociedad, op. cit., pp. 40-44, y pp. 53-56 para una rica
bibliografía, por lo menos hasta ese momento.
13 La idea, que pertenece a Jack Goody, es la de “alfabetización restringida”, e indica que
se trata de usos de la lectura y la escritura que se inscriben en redes de comunicación de
contenido marcadamente oral. Cf. Jack Goody, Cultura escrita en sociedades tradicionales,
op. cit., –“introducción”-, p. 11 y ss. Pero alfabetización restringida, que se opone a
“alfabetización generalizada”, es diferente de “alfabetización tardía”, que es el caso de un
país como Colombia a principios del siglo XX, en donde las redes de la escritura han
10
11
8
La estadística que separa en dos grupos, de porcentajes diversos, los que
saben de los que no saben, es un indicador en el fondo poco elaborado y tosco,
que deja de lado todos los fenómenos graduales, de transición (entre lograr la
habilidad y entre perderla por ejemplo) que son fáciles de observar cuando el
problema se mira por métodos de análisis que no sean simplemente el de la
aproximación cuantitativa que separa entre “saber” y “no saber”, a partir de un
indicador tan poco exacto, tan lleno de significados, como puede ser una firma.
Esta perspectiva deja por tanto de lado el hecho (que es casi la verdadera norma
en las sociedades de Antiguo Régimen) de que se podía participar de la escritura y
de la lectura, localizándose en sus márgenes, como en el caso de los “iletrados”
que aprendían pregones que debían cantar a la población informando acerca de
alguna medida administrativa de las autoridades o de alguna decisión parroquial
que afectara a los vecinos.
Además, el método del conteo engañaba irremediablemente frente a las
habilidades de lectura, por cuanto se trataba de interrogar sociedades que
durante mucho tiempo separaron el aprendizaje de la lectura del de la escritura,
de tal manera que muchas gentes que aparecían firmando con una simple cruz,
lo que impedía contarlos como “alfabetos”, podían perfectamente leer, o por lo
menos deletrear avisos grandes de letras capitales. De la misma forma, y en
sentido contrario, muchos testimonios de archivo indicaban que la firma podía
ser simplemente un dibujo, aprendido a realizar en medios familiares, para
enfrentar pequeñas diligencias que gentes humildes debían hacer muchas veces
en su vida frente a las autoridades administrativas de su localidad.
En el programa de investigación que proponía Armando Petrucci se trataba
de avanzar del “pueblo que firma” (en cualquier forma que sea) hacia el análisis
del “pueblo que escribe”, lo que no solo podría dar una imagen más exacta de la
extensión de un tipo de práctica y del avance de la “aculturación por la lectura y
la escritura”, sino ofrecer un conocimiento menos aproximado de todas las formas
de apropiación singulares que caracterizan las “escrituras populares”, es decir los
usos sociales que de la escritura –que supone la lectura- hacían las gentes de las
clases subalternas, lo que permitía introducir nociones nuevas, como las de
“pueblo que escribe” (una minoría significativa, amplia y variada, dentro de una
mayoría iletrada, en el caso de las sociedades pre/industriales), “escrituras
delegadas”, “intermediarios culturales”, entre otras, además de proponer una
serie de pistas de investigación valiosísimas sobre los funcionamientos reales de
la escritura en los medios populares de las sociedades no industrializadas y
ajenas a la reforma protestante.
Así por ejemplo A. Petrucci logró proponer algunas correlaciones de alcance
sociológico sobre la rica dinámica social que en los grupos subalternos se
terminado por incluir al conjunto de la sociedad nacional, aunque la práctica de la
lectura y la escritura sean habilidades aun muy débilmente expandidas. Para los años
1940 del siglo XX he podido comprobar de qué manera textos escritos (impresos) habían
entrado a formar parte del patrimonio oral de muchas comunidades campesinas. Cf. R.
Silva, Sociedades campesinas, cambio social y transición cultural. Medellín, La Carreta
editores, 2006.
9
desarrolla en momentos en que crece o se contrae la demanda por alfabetización –
efecto del uso creciente de la escritura y de la lectura o del descenso en su uso- y
un sugerente análisis del papel de la familia en la difusión, el control y la
jerarquización de las prácticas de lo escrito, lo que permitió ver a la familia como
un lugar de complejas estrategias de distribución, de limitación y de censura de
las capacidades alfabéticas, privilegiando sujetos, limitando el recurso y sus
instrumentos y fijando las fronteras y el tipo de prácticas en que la lectura y la
escritura podían ser utilizadas.14
De la misma forma, las investigaciones de Armando Petrucci insistieron en
el carácter estratificado y diverso de lo que mencionamos con una expresión
unificadora como “clases subalternas”, pues Petrucci mostró cómo la lectura y la
escritura se distribuyen de manera desigual, siguiendo líneas difíciles de
interpretar, según condiciones, profesiones, oficios, tradiciones, aunque no deja
de aparecer una línea clara que tiende a mostrar que quedan por fuera de la
escritura los grupos populares más bajos en la escala social, quienes sufren al
mismo tiempo una nueva exclusión y una forma de dependencia, pues en una
sociedad en la que se hace cada vez más constante la necesidad de leer y escribir,
hay que acudir a múltiples formas de mediación y de delegación.15
Esta última mención no debe hacer pensar que se trata de correlaciones
generales abstractas en torno a la relación entre grupos sociales y niveles
culturales, a la manera como parece haberse ampliamente asumido luego del
famoso Coloquio que bajo el título preciso de “Grupos sociales y niveles
culturales” se hizo en 1966 en Francia y uno de cuyos temas de discusión –la
correspondencia entre los accesos a la cultura intelectual y la posesión de bienes
materiales- terminó siendo incorporado posteriormente como un postulado de la
propia historia social, al asumirse que entre grupos sociales y niveles culturales
había una relación estructural permanente que concentraba los logros culturales
en términos de la escala de ingresos, de tal manera que los grupos sociales
poderosos eran siempre y en todo lugar los depositarios de los mayores “capitales
culturales” en una sociedad16, aunque antes y después de asumirse de manera
Armando Petrucci, cf. por ejemplo “Escribir para otros”, en A. Petrucci, Alfabetismo,
escritura y sociedad, op. cit., pp. 105-116.
15
Ídem. Hay que señalar que lo que hacemos es una mención muy rápida, simplificada y
parcial en extremo de una cantidad de problemas de investigación mayores en el estudio
de las prácticas de lo escrito, que se derivan de la obra del erudito investigador italiano.
Por lo demás, un estado del arte cuidadoso –que no es nuestro objetivo aquí- debería
incluir por lo menos una decena de nombres de investigadores de países muy diversos,
pues en la reformulación del problema de la historia de las prácticas del leer y el escribir
las contribuciones han sido tanto originales como variadas. Cf. por ejemplo Antonio
Castillo Gómez –Coordinador-, La conquista del alfabeto. Escritura y clases populares.
Gijón, Ediciones Trea, S. L., 2002, pp. 303-332, para una orientación bibliográfica que
recoge sobre todo la tradición francesa e italiana de este tipo de estudios, pero mucho
menos la que se ha desarrollado en Estados Unidos y en Inglaterra. Igualmente el texto es
una muestra de la variedad y riqueza de temas que pueden ser incorporados al estudio
de la expansión, funcionamiento y usos sociales de la escritura.
16 Cf. AAVV, Niveles de cultura y grupos sociales [1967]. México, Siglo XXI editores, 1976 –
desde luego que ese tipo de correlación en buena medida afirmada en las comunicaciones
del Coloquio mencionado, no era la única afirmación presente ni el espíritu mismo de
14
10
práctica este postulado el análisis de los inventarios de bibliotecas mostraba la
presencia del libro y del impreso, en cantidades diversas, en testamentos que no
pertenecían a gentes de alta condición social, y el examen de la circulación del
escrito y de la escritura entre los miembros de gremios y de cofradías mostraba
no solo posesión frecuente del escrito (al lado de la imagen), sino usos sociales
específicos de la escritura y la presencia constante de la práctica de la lectura,
bajo formas que no coincidían con los usos considerados como cultos o letrados,
y que quedaban por analizar.
Además, el análisis de la “profesión” de maestro (incluidos sobre todos los
temporales, los estacionales, los ocasionales, los de medio familiar) mostró en
muchas oportunidades que su condición social estaba lejos en todos los casos
con coincidir con las de gentes de elevada o media condición social (aunque el
caso se podría presentar en preceptores de ciertos tipos de familia) y que la
herencia de una concepción aristocrática de la escritura y su consiguiente
condena como un “arte mecánico”, había permitido retener por mucho tiempo las
habilidades de escritura (y de lectura) en ayudantes y secretarios de variada
condición social.17
La lección general que se derivaba de esta forma más amplia de plantear el
problema del alfabetismo y de la perspectiva que separaba alfabetización de
escuela, por lo menos para ciertos periodos, fue la de mostrar que cada vez más
individuos de diferente condición social y pertenecientes a grupos y cuerpos muy
variados (como variados eran los sistemas de estratificación social y las formas de
organización en cuerpos de la sociedad) se veían inscritos en las redes de la
escritura (manuscrita e impresa), incluso aunque participaran de esa red de
manera puramente marginal o subordinada, aunque desconocieran la habilidad y
no pudieran demostrar competencia en ninguno de los dos dominios (la lectura y
la escritura).
Como lo mostró el descubrimiento de América, en el caso de las
poblaciones aborígenes, cuando éstas eran vinculadas a trabajos forzados (los
diversos tipos de “requerimientos”), los indígenas entraban de inmediato en
contacto con la escritura, a través de la lectura que debían escuchar de las
cédulas, pragmáticas, órdenes y circulares en las que se fijaba y se legitima su
nuevo destino, su paso a otra ocupación o el monto de la tributación que se les
imponía, lo que ocurriría también con las poblaciones negras traídas del África en
calidad de esclavos.18
todos los análisis. Sin embargo, no hay duda que para la historia social resultó siendo el
postulado que con mayor fuerza se retuvo y que fue incorporado como orientación de
enfoque y de método.
17 Cf. por ejemplo Christine Métayer, “Normes graphiques et pratiques de l’écriture.
Maîtres écrivains et écrivains publics à Paris aux XVII et XVIII siècles », en ANNALES,
histoire, sciences sociales. No 4-5, 2001. pp. 881– 901.
18 Escritura inscrita en un ritual, pues como indican las constantes informaciones de los
funcionarios al respecto, la lectura iba acompañada de gestos precisos del cuerpo, como
en el caso de poner sobre la cabeza el texto leído, como señal de cumplimiento de una
orden –leer el requerimiento- y como indicación de su obligatoria aceptación por parte de
los implicados. El marco general de esta práctica representada no es otro que la propia
11
La fuerza de la representación que asocia desde entonces, incluso para las
poblaciones no alfabetizadas o semialfabetizadas de los territorios descubiertos en
1492, la escritura con el poder es clara desde entonces. Como empieza a aparecer
de manera mucho más clara la forma rápida como las poblaciones indígenas
fueron adoptando la escritura –el texto escrito, bajo formas diversas, pero
también los mapas- a todas sus formas de resistencia, de reclamo y de
representación, y los tipos de espacios rituales en que fueron incorporando la
nueva forma cultural, cuya ambigüedad residió desde el principio en que fue al
mismo tiempo una conquista y una imposición.19
Una de las presentaciones más inteligentes y artísticas que se puede haber
ofrecido de este ingreso trágico en un invento tan maravilloso como el de la
lectura y la escritura, por parte de gentes que habían estado por fuera de tales
formas de conocer e interpretar el mundo, ha sido la D. F. McKenzie, cuando
recuerda el “incidente” de los indígenas australianos – los Maoríes- en su “pacto”
con la Corona inglesa, cuando los indígenas fueron sorprendidos por la palabra
escrita, que los obligaba a ceder sus tierras a los colonizadores, como
consecuencia de la firma de un tratado, que bajo su forma escrita les era
completamente ajeno, ya que ellos estaban acostumbrados al valor de la palabra,
como signo de aprobación y no al dibujo de unos signos sobre un papel, hecho
que para ellos no tenía valor alguno. Aunque el documento aparecía
efectivamente firmado por los nativos –quienes de hecho lo habían alegremente
firmado-, su punto de vista cultural no recogía el sentido de obligatoriedad que
era un hecho para los ingleses, por lo que se sentían perfectamente ajenos a las
consecuencias que los ingleses sacaban de la firma del texto y que tenía
consecuencias tan amplias sobre sus inmemoriales propiedades.20
extensión de la esfera del Estado y de sus prácticas administrativas. A medida se olvida,
por lo demás, que España era en el siglo XVI una de las monarquías mejor organizadas
de Europa. En cuanto a la transformación de la memoria oral y visual en memoria escrita
en Europa, de manera muy temprana, y en el marco de la consolidación de los estados cf.
Michael Clanchy, From Memory to written Record. London, 1979, y de manera sintética “La
cultura escrita, la ley y el poder del estado”, en ARCHÉ, 5 –Seminari Internacional
d’Estudis sobre la Cultura Escrita-. Valencia, 1999, pp. 1-14.
19 Cf. Serge Gruzinski, La colonización de lo imaginario, op. cit.; para el caso de las
sociedades andinas cf. los importantes trabajos de Joan Rappaport quien, a través de
ejemplos tempranos (siglos XVI y XVII) de los indígenas del sur/occidente de la actual
Colombia y de otros grupos de la zona centro oriental de Colombia, ha mostrado el uso de
mapas y escrituras notariales en las reclamaciones que las autoridades indígenas
llevaron a los tribunales de Quito y Santafé, lo mismo que las prácticas rituales en que el
texto (manuscrito o impreso) podía funcionar, más allá del dominio que de las prácticas
de escritura y de lectura se tuviera por parte de los miembros de las comunidades (un
conocimiento que parece haber estado más bien concentrado en manos de los “indios
principales”). Cf. entre varios trabajos, J. Rappaport y Tom Cummins, “Between images
and Writing: the Ritual of the Kings Quillca”, en Colonial Latin American Review, Vol. 7.
No 1, 1998, pp. 7- 32.
20 D. F. McKenzie, “The sociology of a text: oral culture, literacy and print in early New
Zeland” [1984], en D. F. McKenzie, The Bibliography and the Sociology of Texts.
Cambridge, Cambridge University Press, 1986.
12
De esta entrada en crisis de un enfoque y de una forma de trabajo, y de la
subsiguiente reconsideración de la perspectiva y de los supuestos que animaban
tales enfoques y métodos, no quedó por fuera la idea tradicional que asociaba de
manera directa y para toda la sociedad la alfabetización con la escuela (e incluso
con un sistema escolar ya constituido). Lo que empezó a observarse, al tiempo
que se ponía de presente el carácter complejo de la noción de competencias de
lectura y escritura, fue el hecho de que la alfabetización no era exclusivamente
obra de la escuela, y en ocasiones no era ni siquiera un producto de la escuela,
pues en muchos casos se comprobó que la capacidad de leer y escribir –en algún
grado- era anterior a la fundación de los sistemas escolares nacionales en el siglo
XIX, habiendo sido el producto de la Iglesia, de los talleres artesanales, de la
familia, de los maestros ambulantes, de la ayuda entre compagnons, de la labor
de preceptores privados y de curas pobres y bachilleres desocupados, lo mismo
que de diversas formas posibles de autodidactismo. Así que la relación directa
entre alfabetismo y sociedad postrevolucionaria, como en el caso francés, se
mostraba como una correlación débil, máxime cuando el análisis del ingreso de
las mayorías en la lectura en las sociedades protestantes del Norte de Europa,
como en el caso sueco, mostraban que el fenómeno no solo no dependía de la
escuela formalmente organizada, sino que tenía como escenario de manera
directa a la familia, bajo el control semanal de los clérigos, que realizaban en casa
los exámenes de lectura de la Biblia.
Desde luego que hubo escuela antes de la escuela republicana del siglo XIX
y antes de la formación a finales de ese siglo en la mayor parte de los países de
Europa de los sistemas educativos nacionales –un proceso que no tiene tan
grandes desfases cronológicos con América latina, que en general en el primer
tercio del siglo XIX había definido los perfiles básicos de su sistema de escolar
primario, aunque su construcción se encuentra aun en marcha a principios del
siglo XX en muchos de sus países-. La labor de las congregaciones religiosas que
se organizaron con el fin principal de la enseñanza y aun más la tarea de las
viejas escuelitas parroquiales, casi siempre dirigidas por un sacristán, debe haber
sido una causa de incremento grande de la lectura y de la escritura, sobre todo
porque la Iglesia intentó responder a la reforma protestante con un aumento de
su acción educativa organizada. La imagen liberal de que la Iglesia se oponía a la
“educación de masas”, cae en una afirmación unilateral fácil de criticar en
términos empíricos y argumentales, pues el hecho de que en muchas ocasiones la
Iglesia católica se hubiera opuesto a ciertas formas de la escuela republicana –
laica y de tendencia liberal y cientifista-, no quiere decir que se hubiera opuesto
siempre y en todas partes a la existencia de escuelas, mucho menos si ella podía
controlarlas a través de las ordenes religiosas especializadas o del simple clero
secular.
La acción de las pequeñas escuelas pagadas con dineros de los municipios,
de las escuelas producto de legados piadosos e incluso de la labor de enseñanza
de buena voluntad de que se hacían eco, en las sociedades pre/industriales,
muchas gentes, bajo la idea de “ayudar al prójimo” por la vía de comunicar la
habilidad de la lectura y la escritura, son realidades bien conocida en Europa,
aunque no lo suficientemente estudiadas en Iberoamérica, aunque sin duda se
13
trató de una fuente más de avance de la cultura escrita, un nuevo paso en
dirección del triunfo de la “civilización de lo escrito”.
Pero ante todo lo que las nuevas nociones más fluidas de escritura y de
lectura y de ámbitos variados de aprendizaje pusieron de presente fue la
necesidad de redefinir la noción misma de escuela, al parecer exageradamente
dependiente de nuestra idea republicana de escuela de cemento, con maestros
nombrados y reconocidos por la comunidad y un grupo estable de niños que
avanza año por año en la adquisición de las habilidades básicas –técnicas y
morales- que comunica la escuela. La escuela en las sociedades preindustriales,
sobre todo en aquellas que pueden definirse como de Antiguo Régimen -tanto en
el medio rural como en el urbano, aunque mucho más en el primero que en el
segundo-, tuvo una forma que se parece muy poco a la imagen posterior de la
escuela, formada sobre la base de la experiencia de la escuela republicana en el
siglo XIX –de todas maneras una escuela más deseada que existente por largo
tiempo en muchos lugares de Europa, para no hablar aun del caso de América
latina, que por años experimentó un notable retraso en este campo, no en
relación con las definiciones constitucionales republicanas, ni en relación con los
debates sobre el lugar de la escuela en la sociedad, o aun sobre las formas
pedagógicas que deberían corresponderse con la formación del “nuevo
ciudadano”, sino simplemente por relación con los logros y realizaciones
prácticas.
Para el trabajo de investigación esto significaba que había que ir a buscar
la “escuela” en otras partes, y que había que redefinir nociones básicas como las
de maestro, currículo, texto, etc. y acoger la idea de prácticas dispersas,
discontinuas, fragmentarias, estacionales (la escuela de invierno de ciertas
comunidades) y a veces hasta encontrar la escuela escondida en el cuarto familiar
(sobre todo en los casos de la familia extensa) y en el taller artesanal mucho
antes de que se pudiera imaginar a finales del siglo XVIII una escuela de perfiles
modernos, y sobre todo mucho antes de llegar a mediados del siglo XIX, cuando
la figura de una escuela inscrita en el marco de los sistemas educativos
nacionales y definida como el lugar básico de la alfabetización, se impusiera.21
Nada de esto niega de manera terminante el papel de la escuela, pero pone
en tela de juicio su exclusividad como productora de “alfabetos”, duda de su
posición privilegiada como agente originario en el terreno de la transmisión del
abecedario y deja en claro que antes de pensar en términos de instituciones
conformadas y homogéneas, casi carentes de génesis y de avatares de formación,
habría que pensar sobre todo en términos de prácticas dispersas (y a veces hasta
21 La mejor reformulación del problema me parece que sigue siendo la de François Furet y
Jacques Ozouf, Lire et écrire. L’alphabétisation des français de Calvin a Jules Ferry [1].
Paris, Les Éditions de Minuit, 1977. Este libro profundamente innovador, de escritura
briosa, capaz de echar mano de un verdadero arsenal de cifras, al tiempo que discute en
detalle sobre un fondo histórico de gran renovación de las concepciones habituales sobre
las sociedades de Antiguo Régimen, será siempre un ejemplo de la forma de ligar Estado,
Iglesia, comunidades y escuela en el análisis del siglo XVIII y de la alfabetización, y de
cómo retirar del análisis las tradicionales causalidades económicas -¡las necesidades de
la industrialización!- que se quieren imponer a toda costa al análisis de los avances de la
civilización de “lo escrito”.
14
disparatadas), no homogéneas, carentes de continuidad. Es más o menos seguro
que lo que haya ocurrido sea que, como en otras oportunidades, durante mucho
tiempo los historiadores hayan proyectado hacia atrás la labor –real o supuestade la escuela republicana del siglo XIX, a la que constitucionalmente se le dio en
la mayor parte de los países de Occidente la tarea alfabetizadora, aunque de
manera práctica no siempre los asuntos hayan transcurrido de esta manera,
incluso en el caso de los siglos XIX y XX.22
El campo de formulación de nuevas preguntas23
En términos generales la situación podría resumirse de la forma siguiente: más
allá de tratar de establecer, a través de acercamientos que pueden ser muy
variados en términos de método, cómo se distribuye social y regionalmente la
habilidad de la lectura y de la escritura –objetivo que debe mantenerse-, se trata
ante todo, en un horizonte de análisis transformado, de localizar el lugar y la
función de “lo escrito” en las sociedades que caen, en un momento determinado,
en las “redes de la escritura”. Se trata de sociedades en las que, en adelante, las
diferentes formas de memoria y todo el conjunto de las relaciones de propiedad, al
igual que aquellas que identifican la pertenencia a uno u otro grupo social y esas
otras que son exigidas por las relaciones con el Estado, cada vez más asumen
una forma escrita, o incluyen modalidades de lo escrito, en competencia con otras
formas y soportes.
En esa perspectiva de una historia de la cultura escrita –que para el caso de
las sociedades occidentales europeas se despliega de manera particular después
del año 1000 y luego a raíz de la aparición de la imprenta, cuando comienza el
proceso de redistribución de las relaciones entre las formas visuales, sonoras y
escritas24-, hay que dar un lugar, después de 1492 a los territorios americanos de
la Corona española, teniendo en mente por lo menos tres objetivos básicos para
una búsqueda de esta naturaleza:
A lo largo del siglo XX y en la medida en que a través de mecanismos diversos la
escuela se impuso a la sociedad –sobre todo a la sociedad popular-, la institución
educativa se convirtió en el centro mismo del sistema cultural legítimo (en términos de los
poderes dominantes), al punto que cultura y educación terminaron volviéndose en
ocasiones términos intercambiables. Es sobre esa base que P. Bourdieu explicó muchas
veces su interés por la educación. Cf. Pierre Bourdieu, Capital cultural, escuela y espacio
social. México, Siglo XXI, 1997.
23 La síntesis de las proposiciones que inspiran los análisis propuestos en los renglones
que siguen se encuentran en ANNALES, histoire, sciences sociales, No 4-5, octubre 2001,
número que contiene un dossier de gran interés sobre los problemas de la cultura escrita.
Cf. con particular atención la Introducción de Jacques Poloni –Simmard, pp. 781 – 782.
De nuestra parte sumamos algunas proposiciones más y tratamos de introducir
elementos que se derivan de manera clara de la propia configuración histórica singular de
la sociedad y periodo que investigamos, sin que construyamos una oposición frontal y
extrema entre las sociedades de Antiguo Régimen y las sociedades hispanoamericanas de
los siglos XVI al XVIII.
24 Cf. Fernando Bouza, Del escribano a la biblioteca. La civilización escrita europea en la
alta Edad Moderna (Siglos XV-XVII). Madrid, Síntesis, 1997, pp. 15-32.
22
15
1. El análisis de todas las formas de acceso a la lectura y a la escritura, para
los diferentes grupos sociales (en toda la complejidad de las estructuras
sociales y sistemas de estratificación que produjeron las sociedades
americanas después de su incorporación al Imperio español), considerando
tal acceso en el contexto de sus determinantes políticos, sociales y
culturales.
2. El análisis de todas las formas de apropiación, de todos los usos sociales
de la lectura y de la escritura, con particular énfasis en los grupos sociales
que hacían por primera vez uso de esta forma de desciframiento y
comunicación y para quienes tal acceso resultaba al mismo tiempo una
conquista “expresiva”, una forma de aculturación y una manera
radicalmente nueva de inscribir y reproducir su memoria, aunque desde
luego tal inscripción y reproducción no dejarán de combinarse, con
muchas otras formas anteriormente existentes.
3. El análisis de los valores y representaciones asignados por la sociedad y
por sus diferentes grupos a la lectura y a la escritura –y en alguna medida
a una forma nueva de conteo, a la escuela, al impreso y a la imagen
impresa sobre papel-, sobre todo en los periodos en que tales prácticas
constituyen “bienes raros”, al tratarse de sociedades en donde quienes
pueden leer y escribir constituyen una minoría sobre todo entre los grupos
subalternos, pero no menos en los grupos dominantes (aunque no en las
mismas proporciones).
Los objetivos mencionados –que a pesar de su carácter general no deben
dejar de estar inscritos, como sobraría recordarlo, en una perspectiva de trabajo
empírico documentado y de descripción minuciosa de orientación etnográficaevitan desde luego la reproducción de sistemas de falsas oposiciones o de
articulaciones lineales, con que a veces se ha examinado el problema, lo que
quiere decir en lo inmediato, que, por una parte, luego de los primeros grandes
momentos de difusión de la escritura -entrada de la civilización de lo escrito en
sociedades que no conocían o no hacían uso intenso del alfabeto-, el esquema
lineal que supuestamente iría de lo oral a lo escrito, sobre todo en los grupos
subalternos, muestra sus carencias; lo mismo que, por otra parte, exige
controvertir la idea de que entre alfabetizados y no alfabetizados hay una
diferencia radical e imaginar que, como muchas investigaciones lo han mostrado,
para otras sociedades, lo que existe es una línea al tiempo continua y
segmentada, un terreno fluido, ambiguo y de difícil definición, por su ausencia de
fronteras nítidas.25.
En las sociedades iberoamericanas de los siglos XV al XVIII, que tantos
rasgos de modernidad temprana presentan (con todas las especificidades,
singularidades y negaciones que de esos rasgos pueden encontrarse en el mundo
americano26), existen, con diferencias sociales y regionales acentuadas, amplias
25 Cf. por ejemplo Istvan György Tóth, “Une société aux lisières de l’alphabet. La
paysannerie hongroise aux XVII et XVIII siècles », en ANNALES, op. cit., pp. 863-880.
26 Puede parecer extraño utilizar la noción de “modernidad” para referirse a un mundo
que todavía a mediados del siglo XX no había integrado rasgos que se definen como de la
“esencia” de tal proceso. Todo depende del uso y significados que se le de a tal noción. Si
se la relaciona con procesos de fuerte individuación, que conducen al “nombre propio”, es
16
zonas marginales a las grandes corrientes de lectura y escritura, pero con
dificultad alguien se encuentra por completo al margen de la escritura y de la
lectura, de manera que solo raramente alguien escapa de las redes de lo escrito –
bajo diversas formas: poniendo una cruz en el libro parroquial a manera de firma,
escuchando la lectura de un edicto pegado en la pared, deletreando en el
catecismo las letras de una oración que conoce a fuerza de repetir y que no
descifra sino adivina; cantando una plegaria que sabe de memoria, pero que al
tiempo “contempla” escrita en una débil hojita volante-. Además, aunque sea de
manera excepcional, todos los miembros de las comunidades en algún momento
de su vida realizan ante el Estado –las administraciones centrales, los
funcionarios de las localidades, los visitadores, los alcaldes pedáneos- algún tipo
de gestión o responden a una imposición que los pone frente a la escritura y sus
poderes. Por lo demás, fragmentos de la cultura escrita –y a veces partes enteras,
aunque modificadas en su contexto- circulan por todos los rincones de la
sociedad, son difundidos e impuestos y llegan en muchas oportunidades a ser
ampliamente compartidos, como en el caso de las oraciones básicas del
cristianismo, de elementos de la cultura jurídica o de ecos de noticias (festejos de
reyes, ejecución de milagros, viajes a Tierra Santa, cataclismos naturales, etc.)27
En el caso iberoamericano, antes de la aparición en el siglo XIX de los
proyectos republicanos de creación de sistemas educativos nacionales, hay que
prestar particular atención a la dinámica entre la corriente de alfabetización que
proviene de muy diferentes lugares de la sociedad (la hacienda, el convento, la
familia) y aquella que, sobre todo en el siglo XVIII empieza a depender de una
escuela que de manera lenta y solo a través de pequeños balbuceos va
organizándose, sin que se pueda confundir con la presencia de una institución
educativa, en el sentido realizado de esta expresión. Por lo demás, para
comprender esta corriente de alfabetización (que en el siglo XX llegará a ser
dominante) hay que hacer jugar un sistema complejo de relaciones entre la Iglesia
–que fue uno de los lugares básicos de alfabetización, el Estado –que intenta
retomar e impulsar el proceso en los finales del siglo XVIII- y las comunidades y
cuerpos que desde mediados del siglo XVIII, sobre todo, concretan y elaboran la
demanda por alfabetización, como una demanda de la sociedad.28
Así pues, inscritas en un marco comprehensivo que no puede ser otro que
la sociedad en su conjunto -por fragmentada que tal sociedad sea en términos de
sus regiones en algunos periodos, como en el caso del virreinato de Nueva
Granada,-, las preguntas principales que deben despejar el camino de un estudio
redefinido de la alfabetización –transformada ahora en la investigación de las
formas de acceso a la cultura escrita, sus usos sociales y sus formas de
claro que el cristianismo es uno de los más antiguos núcleos del proceso, como lo son la
escritura alfabética y las diversas formas de propiedad privada. Por lo demás, el carácter
no lineal y de larga duración del proceso, le permite estar lleno de “azares”, de “marchas”
y “contramarchas”. Para reparar en las enormes complejidades del problema cf. Louis
Dumont, Ensayos sobre el individualismo [1983]. Madrid, Alianza editorial, 1987.
27 Cf. R. Silva, “El sermón como forma de comunicación y como estrategia de
movilización: Nuevo Reino de Granada a principios del siglo XVII”, en Sociedad y
Economía, No 1, septiembre 2001, pp. 103-130.
28 F. Furet y J. Ozouf, Lire et écrire, op.cit., pp. 69-115.
17
representación- deben tomar en cuenta, por lo menos para comenzar,
interrogantes como los siguientes: ¿Quiénes? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Dónde?,
preguntas todas referidas a las modalidades de acceso a la competencia y
habilidad de leer y escribir, pero sin circunscribir tal acceso al mundo de la
escuela formalizada. Debe interrogarse necesariamente también sobre ¿a través
de quiénes?, abriendo un amplio abanico de posibilidades que permitan a la
investigación plantearse preguntas sobre los variados “sujetos de la enseñanza”, a
los que envolvemos en la generalidad de la palabra “maestro”, y lanzar una
mirada sobre prácticas de aprendizaje muy diversas que, de nuevo, no se agotan
en la escuela y que en general la antecedieron bajo su forma institucional.
Se imponen igualmente todos los interrogantes imaginables sobre los usos
sociales que se hicieron de tales habilidades y sobre el importante papel que
durante mucho tiempo cumplieron variados tipos de intermediarios de la
escritura y de la lectura, que al tiempo que facilitaban una relación mediada con
ese tipo de prácticas, la impedían, por cuanto el monopolio de ellas era condición
básica para la supervivencia de su oficio, de sus ingresos y de su prestigio –como
en el caso de los escribanos, sobre todos los escribanos no inscritos de manera
formal en el ámbito de las administraciones centrales o municipales, o en el caso
de “latinistas” de carreras universitarias truncadas o aun en el caso de artesanos
que a raíz de un oficio técnico dominaban las habilidades de lectura y escritura y
eran capaces de transmitirlas y en periodos de ausencia de trabajo o de disputa
con sus patronos ejercían el “oficio de enseñar” y se dedicaban a vender la
habilidad poseída, bien fuera como intermediarios de la práctica o como agentes
de su difusión (enseñándola), casos todos que se encuentran de manera repetida
en los documentos de archivo, pero que aparecen como informaciones
“incidentales”, cuando son en realidad una forma constante, durante un amplio
periodo, de existencia del fenómeno de traspaso de la habilidad de leer y escribir o
de su uso mercantil (préstamo de la escritura a quien la necesita pero no dispone
de la competencia).29
Desde luego también preguntas esenciales sobre la propia decisión –de las
familias y de los sujetos- de someterse al aprendizaje de una técnica que
demanda tiempo y esfuerzo, y que no es ni obvia ni natural, aunque en el
presente, sobre la base de su extensión, pueda representarse como tal. Aprender
a leer y a escribir, como aprender a contar, no son tareas sencillas, demandan
tiempo y paciencia, exigen someter el cuerpo y la “mente” a una disciplina, y a
pesar de todas las formas como el periodo ilustrado trató de regular las prácticas
de castigo, no debió dejar de incluir siempre alguna dosis de éste, como parece
indicarlo la fuerza con que las prácticas de castigo supervivieron en nuestra
sociedad (por lo menos de manera acusada hasta el último tercio del siglo XX, en
que empezó a considerar el castigo como una forma de maltrato infantil).
29 El tema ha sido muy poco explorado para el caso del Nuevo Reino de Granada, aunque
se menciona de manera repetida que un maestro es “escribano en la casa de un
principal”, o que copia textos y escribe cartas para gentes del común en las plazas de
mercado, casi siempre para enfrentar situaciones judiciales. Sobre la supervivencia en
México del siglo XX –pero es un caso común en las sociedades de América Andina- de
estas “escrituras delegadas” en medios populares cf. Judith Kalman, Escribir en la plaza
[1999]. México, FCE, 2003.
18
Este punto relacionado con las decisiones de aprender, de acudir a la
escritura, resulta esencial, si en el trabajo del historiador se quiere hacer
intervenir tanto los elementos de estrategia (familiar, grupal o individual) que
acompañan siempre la acción social, como los elementos de incorporación
subjetiva de las posibilidades sociales que realizan los grupos y las comunidades,
una decisión de enfoque que es la única que puede ayudar a abandonar la idea
simplista de que el acceso a la cultura escrita es el fruto de la “industrialización”
o de las “necesidades económicas” (o aun de la simple y directa imposición de los
grupos dominantes), como si hubiera manifestación de interés o deseo sociales
que no pasara por la elaboración de los grupos y los sujetos, incluso cuando son
impuestas. 30
Desde luego que el examen de tales formas de funcionamiento de la
escritura debe tener en cuenta también los contextos y procesos sociales en que
ella se inscribía y de los cuales dependía. Por una parte porque las demandas de
lectura y escritura, el hecho de que ese tipo de prácticas se impusieran y fueran
reconocidas en unos periodos más que en otros –en ciertos medios sociales, en
ciertos medios laborales- como una necesidad, como una “capacidad deseada”,
debe encontrarse en relación con otros cambios en la sociedad, y por otro lado
porque la escuela, bajo su forma institucional no hubiera finalmente emergido, si
para muchos, en lo alto y en lo bajo de la escala social, no hubiera en algún
momento aparecido como un atributo social del que no era bueno que nadie
estuviera desprovisto, como finalmente terminará siendo reconocido por las
sociedades modernas, más allá de los avatares y dificultades que de manera
práctica el acceso de las mayorías a la alfabetización y a la escuela han supuesto
para las sociedades, para los estados y para los propios grupos sociales que han
llegado de manera tardía a apropiarse de esta capacidad.
La lectura y la escritura como un bien raro
Para el caso del Nuevo Reino de Granada, hasta por lo menos el comienzo del
siglo XVIII, hay que señalar que las habilidades de lectura y escritura no parecen
haber sido muy extendidas, ni en lo alto ni en lo bajo de la estructura social. No
que tales habilidades fueran desconocidas por completo, simplemente que, frente
a las matrices orales y visuales de la comunicación cultural, el “protagonismo de
la escritura” no parece haber tenido la fuerza que puede haber tenido en otras
sociedades de colonización ibérica, lo que acentúa mucho más el carácter
innovador que se puede observar en la petición de escuela de muchos vecindarios
en el último tercio del siglo XVIII. Nada de esto significa que no hubiera un cierto
nivel de circulación del escrito, ni mucho menos que las pocas competencias de
lectura y de escritura existentes coincidieran con los grupos sociales de posición
más elevada en la estructura social, o que preocupaciones por el aprendizaje de
ese tipo de conocimientos hubieran sido ajenas a medios populares antes del
último tercio del siglo XVIII. Pero aun con las anteriores salvedades, lo que se
30 Sobre la elaboración social de toda necesidad y deseo y sobre la inexistencia de
mecanismos exteriores a la sociedad pero que la modelan, como la “industrialización” o la
“economía”, cf. F. Furet y J. Ozouf, Lire et écrire, op, cit., cf. pp. 9-12.
19
observa en las huellas que del proceso han quedado para los siglos XVI y XVII
deja la imagen de una alfabetización débil, y en los medios populares un “retraso”
en términos de alfabetización que, como se sabe, solo hacia finales del siglo XX
empezó a ser colmado, luego de un avance sostenido a lo largo de esa centuria.31
En relación con lo que directamente nos concierne y teniendo en cuenta lo
que la documentación permite afirmar, podemos reconocer en el Nuevo Reino de
Granada a lo largo de sus tres siglos la existencia de algunas fuentes básicas de
producción de gentes con algún dominio de la lectura y un poco menos de la
lectura y la escritura (la enseñanza de las dos habilidades no se hacía de manera
simultánea), sin olvidar el carácter “flexible” y difícil de definir de eso que puede
ser llamado como “dominio del alfabeto”. De manera esquemática podemos
presentar esas fuentes de “alfabetismo” de la siguiente manera.32
Para comenzar, hay que recordar el papel de la Iglesia católica desde el
siglo XVI, en principio sobre todo los conventos y luego a través de las iglesias
parroquiales de las ciudades recién fundadas. Se trataba de pequeños lugares de
enseñanza, producto de la necesidad de preparar buenos cristianos que pudieran
leer el catecismo.33 Estas tareas de enseñanza –casi siempre ocupando las
sacristías- dirigían sus esfuerzos hacia los hijos de los conquistadores y “primeros
pobladores” o gentes distinguidas del vecindario en formación, pero no menos se
mencionan esfuerzos en dirección de la educación de indios y de negros, pero bajo
una forma en la que con dificultad se distingue entre labores de evangelización y
labores de enseñanza de la lectura y de la escritura, o dicho de otra manera, y
esto señala ya un elemento para tener en cuenta, en el caso de los grupos nativos
y de las gentes traídas del África como esclavos, los pocos elementos de
alfabetización existían en el interior de un propósito mayor, que era el de
evangelización, lo que hizo que los esfuerzos por enseñar las habilidades de
Cf. M. T. Ramírez y J. P. Téllez, “La educación primaria y secundaria en Colombia en el
siglo XX”, en J. Robinson y M. Urrutia –editores-, Economía colombiana del siglo XX: un
análisis cuantitativo. Bogotá, FCE-Banco de la República, 2007, pp. 459-515.
32 Para un esquema general de los tipos de “escuela” y prácticas de enseñanza desde el
punto de vista de su financiamiento cf. R. Silva, “Economía y educación en la sociedad
colonial”, en Saber, cultura y sociedad en el Nuevo Reino de Granada, siglos XVII y XVIII.
Medellín, La Carreta editores, 2004, pp. 201-240.
33 Cf. por ejemplo carta del Rey para la Orden de Predicadores, en 1540, para que vengan
algunos religiosos que se dediquen “a la instrucción de los naturales de aquella tierra”, en
Guillermo Hernández de Alba, Documentos para la Historia de la Educación en Colombia.
Bogotá, Patronato Colombiano de Artes y Ciencias, 1969-1986, VII tomos –la mejor guía
para una primera inmersión en el mundo de las prácticas educativas en el Nuevo reino de
Granada- [en adelante DOC, seguido de la indicación del tomo]. T. 1, p. 15. Igualmente
carta al Rey del obispo de Santa Marta en 1545, en donde informa que se propone “juntar
algunos niños de los caciques y principales y de otros, con la voluntad de sus padres, en
cada ciudad, y hacer de ellos una congregación o colegio, para que allí se les enseñe la
doctrina cristiana… antes de que tuvieren noticia de los ritos y supersticiones de sus
padres…”. Ídem, p. 16. Cf. también la carta del licenciado Miguel Diéz de Armendáriz
para el rey, en 1545, en donde cuenta que hay enseñanza de doctrina los días de fiesta,
que se ofrece misa a indios y negros y que se les reúnen en la iglesia, y agrega: “En mi
casa tengo media docena de muchachos a quienes hago enseñar a leer, con esperanza de
que alguno saldrá con algo, aunque la de esta tierra es gente muy inhábil…”. Quien
enseñaba era el sacristán. p. 17.
31
20
lectura, dejaran rezagados los esfuerzos por enseñar la escritura, y que en
últimas lo que primara fuera la repetición memorística y en voz alta de oraciones
que se encontraban en los catecismos que estuvieran llegando desde comienzos
del siglo XVI, oraciones que en muchas ocasiones habían sido aprendidas de
memoria antes de que el aprendiz de lectura tuviera frente a sus ojos el texto
escrito, de tal manera que se puede suponer que muchas veces antes que leer
simplemente repitiera.34
En cualquier caso debería evitarse asumir, como lo hizo en alguna
oportunidad el economista Miguel Urrutia, que todo sitio en donde hubiera una
parroquia, o en donde existiera un convento, había una escuela. Por una parte no
se puede confundir la existencia demostrada o arriesgada como hipótesis de
prácticas de enseñanza en los conventos, por ejemplo, con la existencia de
escuela. Por otra parte, si bien las prácticas de enseñanza (la conversión de los
indios a la santa fe católica y por lo tanto a la lectura del catecismo, por lo menos)
habían sido consideradas como obligación impuesta a frailes y doctrineros, se
sabe hoy con suficiente claridad que la evangelización no fue una fuente directa
de alfabetización (como pudo serlo en otras sociedades) y que de manera repetida
y al parecer insuperable la mayor parte de los clérigos –seculares y regularesincumplían de manera sistemática sus obligaciones para con los fieles.35
Para el siglo XVII, con vecindarios urbanos mejor establecidos y en un
momento en que los sistemas de parroquias, compartidas por regulares y
diocesanos, se había estabilizado, y había curas doctrineros en la mayor parte de
los pueblos de indios, la tarea de evangelización se extendió y alguna parte de ella
debió ser una fuente más de extensión de las habilidades de lectura y de escritura
–difícilmente de conteo-. Pero la documentación deja de nuevo la impresión de
que se trataba de evangelización, a través de repetición oral, con muy poca
presencia de libros y de conocimientos especializados, y con énfasis principal en
No hay ningún trabajo realmente especializado sobre la “nemotecnia colonial”, por lo
menos para el caso del Nuevo Reino de Granada, un tema que debería ser de primer
orden para la historia colonial, sobre todo en el caso de la evangelización de los grupos de
indígenas y de gentes traídas del África. Cf. de todas maneras, sobre los métodos
misionales de enseñanza, Mario Germán Romero, Fray Juan de los Barrios y la
evangelización del Nuevo Reino de Granada, op. cit., entre otras obras; y sobre el comercio
y la circulación de libros europeos (en donde figuran los catecismos, las gramáticas y los
libros de lectura para la enseñanza) dos síntesis recientes son Carlos A. González S., Los
mundos del libro. Medios de difusión de la cultura occidental en las Indias de los siglos XVI
y XVII. Sevilla, Universidad de Sevilla, 2001 y Pedro J. Rueda Ramírez, Negocio e
intercambio cultural: el comercio de libros con América en la Carrera de Indias (siglo XVII).
Sevilla, Universidad de Sevilla, 2005.
35 Miguel Urrutia, en “La educación y la economía colombiana”, en Cincuenta años de
desarrollo económico colombiano. Bogotá, editorial La Carreta, 1979, pp. 120-167, escribe:
“Después de esa fecha [c. 1536] se establecieron escuelas elementales para enseñar
rudimentos de español y doctrina cristiana en la mayoría de los conventos. En 1550
existían por lo menos cuatrocientas iglesias y conventos en el Nuevo Reino de Granada,
de lo que se puede estimar que al menos la mitad tenían escuelas”. p. 127. –aunque no
sepamos bien por qué se puede estimar “que al menos la mitad tenían escuelas”, ni
mucho menos porque se denomina “escuela elemental” a una práctica de enseñanza que
es simplemente evangelización.
34
21
el aprendizaje de oraciones, de cantos religiosos y participación en las ceremonias
religiosas, comenzando por la misa, acompañada de la comunión y confesión, lo
que hacía que las matrices orales, sonoras y visuales de la comunicación cultural
fueran dominantes. Aunque en muchos documentos aparece la expresión
“escuelas parroquiales” y “escuelas doctrinales”, no hay que hacerse muy rápido a
la idea de escuelas tal como los podemos imaginar en la actualidad y muchos
menos hay que hacerse a la idea de una “institución educativa”, que incluso con
mucho esfuerzo y con riesgo de deformar los hechos se puede proponer para el
último tercio del siglo XVIII.36
Hablando de la Iglesia y las órdenes religiosas debemos mencionar lo que
parece ser uno de los problemas más difíciles de investigar en el terreno de la
alfabetización, sobre todo por razones documentales, aunque considerándolo
podemos estar ante una de las mayores fuentes de alfabetización, reconociendo
que los datos numéricos y las descripciones precisas no se ofrecen con la
frecuencia y la claridad que el investigador desearía. Se trata de la tarea
alfabetizadora de la compañía de Jesús. De su tarea de formación de elites
provinciales y de difusora del latín y de las humanidades clásicas no hay ninguna
duda.37 La compañía desarrollo en el Nuevo Reino, y en general en América
Hispana, la más importante red de colegios para la formación en latín y
humanidades –como antes señalamos-, y entre 1610 (aproximadamente) y 1767,
el año de su expulsión, los Jesuitas fueron sin ninguna duda la principal
institución de formación de élites provinciales (aunque el mismo papel lo cumplía
en Santafé, la capital, en donde además tenía estudios generales de filosofía,
facultad de Cánones desde principios del siglo XVIII y enseñanzas de derecho
civil).38
Pero no tenemos las mismas seguridades de que haya cumplido ese papel
en el caso de la alfabetización de base (la enseñanza de la lectura y la escritura).
Aquí las fuentes tienden a ser contradictorias y desiguales. A la información
repetida que existe sobre las llamadas aulas de latinidad no se corresponde la
misma abundancia sobre su trabajo de enseñanza de lectura y escritura. Con
toda seguridad sabemos tenían escuela para niños en Santafé y en Popayán en el
En realidad por mucho tiempo, según nuestras investigaciones desde el inicio de la
ocupación hasta comienzos del siglo XX, la representación de la lectura y de su
aprendizaje continuó perteneciendo al orden de lo sagrado, un hecho que no es
independiente del trabajo de siglos de la Iglesia católica en el campo de la enseñanza de
la lectura y la escritura, y en general de su papel de primer orden en la historia de la
educación en Colombia.
37 Para una panorámica de la historia de la Compañía de Jesús en Iberoamérica cf.
Teófanes Egido (Coordinador), Los Jesuitas en España y en el mundo hispánico. Madrid,
Marcial Pons, 2004.
38 Cf. Doc, T. III –casi todo dedicado a la actividad educativa de la Compañía de Jesús-. La
Compañía había llegado muy a principios del siglo XVII y ya en 1605 el arzobispo
Bartolomé Lobo Guerrero reconocía las excelencias de su trabajo. Cf. Doc, T. 1, p. 97. En
1643 los vecinos de la ciudad de Pasto firmaban peticiones para que los jesuitas pudieran
fundar colegios y escuelas en la ciudad “para nuestros hijos y criados, que como indios
nuevos en la fe requieren de este pasto espiritual”, máxime al estar rodeados d infieles a
los que hay que convertir”. La petición la encabezan el notario eclesiástico, todos los
miembros del cabildo y los vecinos principales. Cf. Doc. Ídem, 178-179.
36
22
momento de su expulsión, y en sus documentos siempre se señala que en todos
sus colegios había siempre al lado de la enseñanza de las humanidades una
escuela para lectura y escritura.39 Puede haber sido así. Sin embargo no se
trataba de escuela pública –en el sentido corriente de la expresión-, y muchas
fuentes indican su preferencia por la enseñanza de la gramática latina a los
jóvenes antes que la enseñanza de las letras a los niños. En los documentos con
los que la Corona justificó su expulsión ante los vecindarios locales se menciona
que la enseñanza inicial, la de las primeras letras, se encontraba abandonada por
parte de los jesuitas, pues, aunque se les había encomendado, no constituía para
ellos un campo de interés, pero puede que el argumento fuera simplemente una
justificación más de la medida.40
No hay duda sin embargo de que la Compañía de Jesús fue en muchos
vecindarios la palanca de impulso de la lectura y de la escritura, y que en su
enseñanza de primeras letras incluyó tanto niños de condiciones sociales
elevadas, con niños pertenecientes a grupos sociales menos favorecidos, aunque
siempre dentro de la esfera de los “niños blancos”. El caso es que para el
momento de su expulsión la compañía, en 1767, puede ser considerada como una
fuente continua de una importante corriente de alfabetización, alcanzando gentes
de variada condición social, aunque no podamos precisar ni siquiera de manera
aproximada la magnitud de ese fenómeno, ni concluir nada respecto de la
observación de los funcionarios ilustrados acerca de su preferencia por la
enseñanza de las humanidades antes que por la enseñanza de primeras letras,
pues la educación de las pequeñas elites provinciales era una de las principales
formas de influencias sobre la sociedad y sobre las autoridades.41
Las donaciones “intervivos” y testamentarias de particulares pueden haber
sido en alguna medida también responsables de una cierta corriente de
alfabetización, pues en ocasiones legados importantes fueron dejados para el
sostenimiento de una escuela –lo que en términos prácticos quería decir, para el
sostenimiento de un maestro-. Sin embargo, en el caso particular del Nuevo Reino
hay que tener en cuenta que las donaciones con fines educativos no fueron muy
frecuentes y tuvieron como objetivos más bien el sostenimiento de un cura pobre
o asegurar la enseñanza de los parientes del donante, pues muchas de ellas
fueron hechas señalando a quiénes se podría dar el beneficio. Además de esto, en
el siglo XVII las pocas donaciones que se presentaron determinaron que el acceso
a esas escuelas debería encontrarse restringido a los blancos (incluidos los
blancos pobres), con exclusión de los demás grupos étnicos y siempre en número
reducido (una decena), de tal manera que si el maestro quería recibir otros
Ídem. T. III, p. 331, por ejemplo, en donde se puede leer que “se reconoció ser [ese
salón] la escuela donde se enseña a leer, escribir y contar a los niños…, con “asientos de
maderos y bancos para escribir y una lacena con su llave para guardar libros, catones y
cartillas”, todo en un ambiente muy religioso, rodeado de imágenes de devoción.
40 Ídem. T. III. Cf. de manera particular Real Provisión de octubre 5 de 1767, en la que se
menciona de manera directa su descuido de las tareas de enseñanza a favor de otras
actividades que habían constituido como su interés particular, pp. 342-345.
41 Cf. por ejemplo Ídem. T. III, pp. 53-166, para observar la penetración acelerada de la
región antioqueña, un viejo vecindario, con fuerte ascendiente español y baluarte del
catolicismo en Colombia desde entonces.
39
23
estudiantes o recibía solicitudes de padres de niños diferentes a los
seleccionados, debería arreglar con ellos por su cuenta, cobrando una tarifa.42
Las “familias notables y distinguidas” –es el lenguaje de la época-, pueden
ser consideradas como una tercera fuente de alfabetización desde el siglo XVI.
Muchos documentos así lo informan. En las ciudades principales (ciudades,
villas, pueblos y pueblos de indios es de manera básica la organización jerárquica
del espacio colonial “urbano”) de manera permanente y a veces por fuera del
ámbito directo de la Iglesia, se reconocen constantes esfuerzos por lograr para los
hijos (con relativa exclusión de las mujeres) la adquisición de la capacidad de
lectura por lo menos, y de manera muy frecuente de lectura, escritura y conteo.
El horizonte en que se inscribe esta fuente de alfabetización tiene que ver con la
idea de obtener un lugar en la pequeña burocracia colonial y en general participar
en los numerosos cargos “políticos” que la vida urbana imponía y que suponían
alguna forma mínima de relación con las prácticas de lo escrito (fuera en las
cofradías más elevadas socialmente, fuera en los oficios de cabildo o en
cualquiera de los cargos civiles que rodeaban la actividad de la Iglesia).
Alrededor de esas expectativas y ante la ausencia de escuelas organizadas
como las que se conocían en España desde mucho tiempo atrás, las familias, que
buscaban su acomodo en la sociedad en formación o que intentaban mantener
una posición social a través del conocimiento de las letras, organizaron prácticas
de enseñanza que garantizaran para sus hijos el aprendizaje de la lectura o de la
lectura y de la escritura, a través de formas diversas, que podían incluir la propia
enseñanza por medio de uno de los miembros mayores de la familia, o el contrato
de un escribano, de los que no ostentaban la calidad de escribanos reales, o de
un fraile o sacristán.43
El Nuevo Reino de Granada gozó desde temprano de la presencia de
seminarios y de lo que se llamó “aulas de latinidad”, dos instancias esenciales
para el acceso al latín – la lengua de cultura por mucho tiempo- y para el acceso
a la universidad en Santafé, lo que suponía haber obtenido previamente las
habilidades de lectura y de escritura. Cuando se considera la biografía de los
letrados del siglo XVII y del siglo XVIII resalta el hecho de que no se menciona por
ninguna parte el lugar del primer aprendizaje (la alfabetización básica) y cuando
se menciona casi siempre el asunto reenvía a esfuerzos del ámbito privado
42 Cf. por ejemplo Doc, T. I, pp. 26-28, para la escritura de fundación de una escuela, en
el monasterio de San Francisco, en 1569, por parte de Luis López, vecino de Santafé,
“para enseñar a leer, escribir, contar y latinidad…”. En realidad es la donación de un
dinero para que un maestro atienda a los miembros de su familia (extensa) y a algunos
“indios principales” de Tocaima, con la obligación “de que recen por el alma del
fundador”.La instrucción sería principalmente en “las cosas de nuestra santa fe católica”.
En 1687 en Santafé Antonio González Casariego había dejado una importante donación
de dinero para que se fundase una escuela en donde un jesuita enseñase a leer, escribir y
contar “hasta cien pobres blancos”, “exceptuándose ser… recibidos indios, negros,
mulatos ni zambos, por ser el ánimo y voluntad expresa de dicho fundador el que solo se
reciban pobres… españoles”. Cf. Doc, T. II, pp. 256-257.
43 Cf. en general sobre este tema el volumen coordinado por Pilar Gonzalo Aizpuru,
Familia y educación en Iberoamérica. México, El Colegio de México, 1999.
24
familiar, a través de “maestros”, eclesiásticos y civiles, contratados bajo las más
diversas modalidades.44
Una cuarta fuente de alfabetización provino de lo que se puede llamar de
manera estricta los “preceptores privados”, casi siempre establecidos en las
haciendas como parte de la familia –muchas veces como parientes pobres- o en
una posición muy cercana a la de la servidumbre. Como se sabe, la mayor parte
de las haciendas grandes disponían de una capilla y tenían incorporado el
respectivo capellán, quien habitaba en la casa de la hacienda, cumplía con
obligaciones espirituales para con sus patronos y para con los trabajadores que
allí laboraban, y tenían como uno de sus encargos mayores la enseñanza de la
lectura y la escritura a la descendencia joven de sus patronos. Eran en general
“letrados pobres” que se encontraban a la espera de una capellanía, de una
parroquia en propiedad, de alguna acumulación de dinero que les permitiera
comprar un “beneficio” y adquirir el título de órdenes mayores (lo que muchas
veces reclamaba un regreso al seminario y un conjunto de trámites ante la
burocracia eclesiástica citadina, algo que demandaba recursos económicos de
alguna importancia). Constituían una parte del clero medio o bajo, en busca de
una mejor oportunidad laboral, lo que los condenaba a una situación inestable de
“semi-criados” en las haciendas, actuando como confesores, como expertos en el
arte del bien morir y como maestros de los hijos de sus patronos. Aunque fueron
en general clérigos de órdenes menores o seminaristas con estudios truncados,
fueron también en ocasiones civiles, casi siempre bachilleres hijos de familias
arruinadas o entusiastas de las letras sin patrimonio, que terminaban adoptando
finalmente, con el paso del tiempo, la figura de un maestro-sirviente asimilado a
la vida de la hacienda.45
En medios urbanos, los talleres de artesanos fueron una fuente más de
alfabetización. Los “obrajes coloniales” no tuvieron, como se sabe, ni la amplitud
ni el esplendor de sus similares de México y del Perú, ni alcanzaron tampoco el
nivel que puede comprobarse en el Reino de Quito. El trabajo fue siempre de muy
baja calificación y la preparación para el trabajo no incluía sino un
adiestramiento mínimo que se lograba a través del propio trabajo, por medio de
una transmisión oral y práctica del oficio. Como lo supieron observar y describir
en muchas ocasiones los funcionarios ilustrados del final del siglo XVIII, los
talleres artesanales locales eran expresión de un trabajo rutinario, poco o nada
abierto a la innovación, limitado por un mercado estrecho y atenido a fórmulas
Cf. R. Silva, Universidad y sociedad. Contribución a un análisis histórico de la formación
intelectual de la sociedad colombiana. Bogotá, Banco de la República, 1992, p. 346 y ss.
45 “Muchas familias prominentes se contentaban con entregar a sus hijos a un preceptor
religioso que los instruía por algún tiempo. Así, el maestro Juan Nieto Polo declaraba en
su testamento (en 1699) haber sido preceptor de gramática, en su hacienda de San
Miguel de la Paila, de don Cristóbal de Caicedo, el Alférez real de Cali”, indica Germán
Colmenares en Historia económica y social de Colombia II. Popayán: una sociedad
esclavista, 1680-1800. Bogotá, La Carreta, 1979, p. 250. Todavía a finales del siglo XVIII,
el visitador Mon y Velarde observaba que, en Antioquia, “la enseñanza se reducía a lo que
los particulares de alguna fortuna podían aprender de un maestro privado, sacerdote
frecuentemente”. Emilio Robledo, Bosquejo biográfico del señor oidor don Juan Antonio
Mon y Velarde. Bogotá, Banco de la República, 1954, p. 83.
44
25
conocidas y empleadas desde “siempre”, lo que no planteaba grandes inquietudes
respecto de las necesidades de formación y de asimilación de nuevas técnicas de
trabajo que exigieran el recurso al libro por parte de los aprendices. 46
Sin embargo, en medida difícil de precisar, los talleres artesanales si
supusieron una forma de acceso a la lectura y también en ocasiones a la lectura y
a la escritura, y los artesanos, por grande que fuera su atraso, deben haber
estado entre los grupos más cercanos a la cultura escrita. Es eso lo que pone de
presente el examen de los contratos que se firmaban entre padres de familia o
responsables de un infante abandonado y propietarios de un taller, pues de
manera regular aparece una cláusula en que se indica que el dueño del taller se
compromete a tratar como un padre a su aprendiz, a darle la comida y el vestido
y a enseñarle las “primeras letras”. No resulta fácil precisar como operaba de
manera práctica esa cláusula y no podemos saber de manera concluyente nada
acerca de si el propio artesano ejercía como maestro –lo que no parece haber sido
muy frecuente- o encargaba la enseñanza de las “letras” o uno cualquiera de los
maestros que ejercían el oficio en las ciudades, a la manera de maestros
ambulantes. Lo cierto es que la obligación existía, pues se menciona en una
buena cantidad de contratos y no hay razones para pensar que fuera incumplida
de manera sistemática por todos los patronos, máximo cuando se mencionaba
como obligación espiritual, en el mismo nivel que la formación cristiana que debía
al artesano ofrecer a sus aprendices.47
Finalmente, y esta nos parece ser la situación más interesante de
considerar, porque creemos que se trata de la corriente dominante de
alfabetización sobre todo durante el siglo XVIII, hay que mencionar a los maestros
ambulantes, esas vidas frágiles e itinerantes que iban por aquí y por allá,
recorriendo los vecindarios, actuando como mediadores de la escritura para los
Visitadores españoles del último tercio del siglo XVIII como Mon y Velarde –cf. Emilio
Robledo, Bosquejo biográfico del señor oidor don Juan Antonio Mon y Velarde, op. cit.- o
ilustrados locales como Pedro Fermín de Vargas –cf. Pensamientos políticos. Siglos XVII y
XVIII. Bogotá, Procultura, 1986- no dejaron de observar el bajo nivel técnico del trabajo
agrícola en el campo y de los artesanos en la ciudad, lo que también se comprueba en el
caso de los talleres de los artistas –cf. Gabriel Giraldo Jaramillo, El grabado en Colombia.
Bogotá, Editorial ABC, 1960-. Se debe mencionar de paso que parece no haber trabajos
destacados en la historiografía nacional sobre uno de los temas más corrientes de
análisis del movimiento ilustrado: su relación con la técnica y su papel en la
transformación del mundo del trabajo. Alberto Mayor –cf. Cabezas duras y dedos
inteligentes. Estilos de vida y cultura técnica de los artesanos colombianos del siglo XIX.
Bogotá, COLCULTURA, 1996- dedica al tema algunas reflexiones anacrónicas y
descontextualizadas, que toma de uno de sus maestros, sobre el tratamiento y el control
que José Celestino Mutis daba a sus “pintores” e “iluminadores”, mira por encima los
reglamentos de gremios que son constantes de la época y abandona el problema.
47 La obligación de enseñanza de las primeras letras y la educación cristiana se repite en
todos los contratos, pero poco sabemos acerca del funcionamiento práctico. Sobre el
mundo artesanal, que de todas maneras aparece como una fuente de relación con la
cultura de lo escrito, hay que recordar que buena parte de la transmisión de
procedimientos técnicos era oral, no solo por la escasa innovación de ese “cuerpo”, sino
porque sobre muchas de sus formas de hacer existía el secreto. Para un ejemplo
mexicano interesante cf. “Artesanos, aprendices, y saberes en la Zacatecas del siglo
XVIII”, en Pilar Gonzalbo, Familia y educación en Iberoamérica, op. cit., pp. 83-98.
46
26
que no poseían la habilidad y como maestros de quienes querían adquirir la
destreza, establecidos de manera más o menos temporal en ciertas ciudades que
empezaban a conocer un desarrollo urbano importante y que se encargaban de
niños de todas las condiciones sociales, a través del pago de pequeñas cantidades
de dinero, que se combinaban con frutos y alimentos que también recibían como
pago. Se trataba de hombres pobres (no se conoce por ahora el caso de mujeres),
despojados de toda propiedad inmueble, con un nivel cultural mínimo (casi
siempre reducido a la lectura, la escritura y un poco de latín), quienes en su
propia vivienda (una o dos piezas) “abrían escuela”, con un permiso temporal de
los funcionarios locales, o simplemente sin ninguna autorización.
Sin embargo actuaban también de manera completamente trashumante,
como buhoneros de la cultura, recorriendo las zonas rurales inmediatamente
aledañas a las ciudades y villas, y ofreciendo sus enseñanzas para niños que
reunían en la casa de una hacienda o en pequeñas propiedades campestres, en
donde de manera temporal se establecían. Hay muchos testimonios de su
existencia y de su relación difícil con las autoridades locales, para su carencia de
licencia para enseñar y se conoce mucho de su existencia porque fueron blanco
favorito de las autoridades, que no les perdonaban su trashumancia, su
combinación de oficios, sus constantes enfrentamientos con cabildos y su lucha
por garantizar el monopolio de la tarea que adelantaban, y que además
terminaron dándole a la “escuela realmente existente” de tanta originalidad, pues
su actividad daba lugar a la existencia de escuelas sin licencia pero toleradas
(escuelas que no eran más casi siempre que una pieza alquilada por el maestro,
quien de paso enseñaba a sus hijos y se hacía ayudar por la mujer), de escuelas
reconocidas por los cabildos –aunque no eran más que la enseñanza de un
maestro-, de escuelas itinerantes y móviles, de escuelas clandestinas, y de una
variedad grande en términos de régimen de contrato del maestro, de pago, de
horario y de época del año en que se enseñaba.48
Desde luego que no hay que descontar fenómenos de “autodidactismo”, desde que no
se olvide lo relativo de esa noción. El trabajo del autodidacta supone por lo menos un
contexto en el que el libro o el impreso circulan y un horizonte social que otorga alguna
valoración positiva, alguna utilidad social al aprendizaje de la lectura y de la escritura.
Joseph Jiménez, autodidacta y ermitaño acusado por el Tribunal de la Inquisición de
Cartagena de Indias en la segunda mitad del siglo XVII –estudiado por Patricia Patiño en
Del desierto a la hoguera. Bogotá, Ariel, 1995-, “le pidió a Alonso, un muchacho vecino,
que le enseñara. En total recibió siete lecciones que le sirvieron para conocer las letras y
empezar a deletrear. Sin embargo, las verdaderas habilidades de lectura y escritura las
adquirió años más tarde en el desierto cuando en su soledad se dedicó a perfeccionar lo
que sabía”. p. 44. Elementos de formación autodidacta se encuentran en Juan Joseph
Medina, el verdugo de Santafé de Antioquia, un mestizo pobre, fiestero, poco honrado, y
alborotador de vecindarios, que escribe de manera repetida al virrey, pidiendo la
conmutación de la pena de muerte a que había sido condenado por un lío de sangre, por
el oficio de verdugo y carcelero de la población. Cf. R. Silva, “Por una historia de las
clases subalternas”, en Boletín Socioeconómico, No 18 –Cali, Universidad del Valle-,
1988, pp. 7-16. El tema general del aprendizaje de la lectura por parte de los
autodidactas populares ha sido muy bien examinado por Jean Hébrard a propósito del
caso de Jamerey-Duval (1695-1775) –cf. J, Hébrard, “L’autodidaxie exemplaire. Comment
Valentin Jamerey-Duval apprit-il à lire?”, en Roger Chartier, Pratiques de la lecture. Paris,
Payot, 1993, pp. 29-74.
48
27
Para el siglo XVIII en particular debe considerarse a este tipo de maestro,
anterior a los primeros intentos de institucionalización de la escuela y que
sobrevivió a todas las legislaciones que intentaron acabarlo, como una condición
esencial del alza de la difusión de la cultura escrita que parece observarse a lo
largo del siglo XVIII y sobre todo en su segunda mitad y que recuerda la falta de
prudencia que ha habido al postular la existencia de la escuela -¡y aun de una
institución escolar!- en fecha tan temprana como los años inmediatamente
posteriores a la expulsión de los jesuitas (1767).
Podemos mencionar como un primer ejemplo para comenzar a intuir esta
forma de enseñanza –y de existencia social- el caso del maestro José Fernando
Torres, vecino de la Villa de San Gil, hombre pobre “cargado de mujer y de hijos, y
sin tener cómo sustentarlos”, pero “medianamente hábil en la gramática”, quien
solicitaba en 1721 una licencia para abrir una aula y enseñar, ya que para
subsistir no tenía “más tratos ni contratos que la enseñanza de algunos niños”.
Examinado por el cura de la localidad se le otorgó la licencia correspondiente. El
maestro Torres cumplió aplicadamente su tarea por mucho más de 10 años, pero
repleto de dificultades, “por cuanto continuamente los jueces de cobranzas
reales... me inquietan y molestan en orden a que contribuya”, por lo cual
solicitaba a las autoridades centrales, en 1730, “que se sirva[n] mandar se me
declare por libre de contribución”, comprometiéndose el maestro en cambio “... a
enseñar a todos los pobres que se apliquen a aprenderlo...”.49
Podemos citar también dos testimonios más, de dos tipos de maestro que
no coinciden exactamente con la figura del maestro ambulante que acabamos de
describir, aunque participan de algunos de sus rasgos. Unos y otros esclarecen
mucho acerca de las fuentes de un alfabetismo popular que resulta muy
desconocido para el análisis e indican no solo rasgos muy singulares de un tipo
de actividad laboral, sino que además ponen de presente la existencia de
prácticas de enseñanza, de “escuela antes de la escuela”, cuya existencia los
ilustrados de finales del siglo XVIII combatieron y en muchas oportunidades
negaron, pues era una actividad no formalizada que escapaba al dirigismo
administrativo que impulsaba la Monarquía. Son textos escritos por maestros,
que nos informan no solo de su actividad, sino de una ampliación de la cultura de
lo escrito entre gentes que de otra manera estaban excluidas de la enseñanza por
completo:
Noviembre de 1738.
Muy Ylustre Cavildo,
Don Francisco Manuel de Neyra escriptor/ general y maestro deL nobilissimo arte
de primeras letras, natural de los reynos/ de españa examinado por el Rey
nuestro/ señor y por su Real y supremo consejo de las indias, y por la Real
audiensia de la mui/ noble y leal ciudad de Sevilla y residente en/ esta de
popaian, parese ante vuestra señoría con la so/lenidad necesaria en juisio y ase
presentasion del título y carta del examen de Sevilla para que vuestra señoría se
sirva de consederme lisensia para abrir excue/la publica en esta ciudad para
educar y en/señar los niños en la Dotrina christia!na, leer escrivir y contar y lo de
49
Archivo General de la Nación [AGN], Colonia, Colegios, T. IV, f. 527.
28
mas que/ compete en la dicha enseñanza.
Por tanto a Vuestra Señoría pido y suplico de por presen/tado dicho título y carta
de examen del maestro de escritura y de consederme // [foI.60v] la lisensia que
pido y en ello resivir el dhexceo de la gran beninidad de vuestra señoría.
Otro señor: que aviendo deescuvierto en esta ciudad/ diferentes hombres
enseñando sin ser/ tales mal la doctrina christiana y las primeras letras suplico a
vuestra señoría se sirva de mandar no usen tal ense/ ñanza pues lo mandado por
los seño/res reyes de gloriosa memoria en sus reales privilexios que estando/
conferidos al nobilissimo arte de pri/meras que en todos los reynos de España y
en toda la tierra firme y la nue/va España no se permita tal enseñan/za en
sujetos semejantes.
Por tanto a vuestra señoría pido y suplico se sirva de pro/veer en justisia sierren
los dichos hom/bres las dichas escuelas ymponiendoles vuestra señoría las penas
que corresponde...50
5 de Junio de 1731
Mui Ilustre Cavildo
Juan Arias Xaramillo Natural de la Ciudad de Buga, y re/sidente en esta de
Popayán ante vuestra señoría en aquella vía y forma que / mas convenga, y aia
lugar en derecho, parezco y digo que haviendo venido a esta dicha ciudad en
compañía de Don Francisco Cayetano Nieto Polo vezino de ella, asistiendole en
ocupazion y exercicio de enseñar a leer y escrivir a sus hijos, como lo estoy/
haziendo, y he hecho en otros lugares con lo mas conducente a dicho Magisterio,
tengo animo, pre/sediendo para ello el consentimiento y licencia superior y
judicial de vuestra señoría de poner escuela publica en una tienda de la casa del
dicho Don Francisco Cayetano Polo, quien me la tiene consedida para el dicho
efecto, y reconosiendo la inopia que esta dicha ciudad tiene de escuelas, en donde
los niños/ si de los señores principales, y pleve, aprendan a leer, escrívir y la
doctrina christiana con que/ se acostumbra enseñar en dichas escuelas, suplico a
vuestra señoría se sirva de admitirme para dicho Magiste/rio publico,
concediéndome para ello la licencia necessaria, y que constando a los señores
vezinos pue/dan poner a sus hijos a que aprendan aquello que mi rudeza pudiere
enseñarles a lo que me/ ofrezco y obligo, y dedicare con todo el celo, y eficacia que
pudiere, y alcansare, con tal de que ayan y devan premiar mi travajo según la
costumbre conforme a razón y justicia ...51
La experiencia del siglo XVIII en Nueva Granada
Después de la expulsión de los Jesuitas de España y de sus posesiones de
Ultramar en 1767, las autoridades virreinales procedieron a realizar los
inventarios de tales bienes, realizaron subastas rápidas de bienes que no daban
espera, se dispusieron a recuperar todos los réditos que la compañía recibía por
legados y testamentarias e intentaron en un principio y sin mucho éxito hacer
funcionar el “sistema económico” de la Compañía. La idea del Monarca –o más
bien la de sus consejeros- era la de utilizar todos los bienes que desde entonces
se denominaron como “temporalidades” (o “bienes de los expatriados”) en la
50
51
Archivo Central del Cauca [ACC], Cabildo, T. 13, f. 60 y v.
ACC, Cabildo, T. 11, f. 41r.
29
mejora de las finanzas centrales del Imperio y, en menor medida, en
saneamiento de las finanzas de cada uno de los virreinatos, lo mismo que en
impulso de obras públicas, construcción de cárceles y ayuntamientos
restablecimiento de las cátedras y otras enseñanzas que había mantenido
Compañía, sobre la base de viejos legados y testamentarias.52
el
el
y
la
En el caso preciso de las fundaciones educativas que habían estado en
manos de los Jesuitas, las autoridades virreinales –en general gentes de fuerte
inclinación “ilustrada” en el último tercio del siglo XVIII y por tanto muy
favorables a la difusión de la enseñanza-, siguiendo las orientaciones del Monarca
intentaron a través de múltiples disposiciones el restablecimiento de la antigua
red de escuelas y colegios, que ahora debería estar bajo controles estatales y con
seculares ejerciendo el oficio de maestro.
Todas las informaciones de que disponemos indican que en el virreinato de
Nueva Granada fue muy poco lo que se avanzó en la extensión de la escuela y en
el aumento del alfabetismo por esa vía, y al parecer, entre 1770 y 1790
difícilmente se logró siquiera alcanzar el reducido número de escuelas de niños
que existía antes de la expulsión de los Jesuitas. Solo después de 1790 y a través
de medidas precisas del virrey José de Ezpeleta se ve una orientación definida
para obligar a los cabildos municipales a la fundación de por lo menos una
escuela en cada población, aunque –de nuevo- de manera práctica fue muy poco
lo que se logró, situación que parece ser común a las demás posesiones españolas
de la región.53
La política fiscal de los Borbones en este terreno fue clara: trató de
desprenderse de toda obligación fiscal con las “municipalidades”, aunque las
invitaba a invertir las “rentas de propios” en la fundación de escuelas, en las
mejoras de los ayuntamientos locales y en la creación de cárceles, al tiempo que
trataba de centralizar todos los recursos de que pudieran disponer las
poblaciones locales. Intentó además poner en funcionamiento las viejas
donaciones de particulares para creación de escuelas, cuyos capitales y réditos no
se sabía muy bien dónde se encontraban y sobre cuyos montos muchos maestros
(transitoriamente nombrados por los cabildos y que mantenían prácticas de
enseñanza en sus domicilios) sostenían reclamaciones judiciales por años en que
no habían recibido un solo centavo, lo que hace pensar que combinaban su oficio
de enseñanza con otros oficios, que cobraban de manera directa a las familias por
su trabajo y que, en una palabra, malvivían, de la caridad de los vecindarios,
recibían salarios en especie y se sometían a solicitar de manera continua
préstamos para su supervivencia. Muchos de ellos, desde luego, abandonaban la
Cf. Germán Colmenares, Las haciendas de los Jesuitas en el Nuevo Reino de Granada.
Bogotá, Universidad de los Andes, 1968.
53 El virrey José de Ezpeleta escribía en su memoria de gobierno: “La calidad de este
papel no conciente descender a ciertas menudencias y pequeños detalles de cada ramo…
solo añadiré que para la enseñanza de las primeras letras en esta capital se está tratando
de poner escuelas públicas en los barrios en donde hacía falta… y que en los lugares de
fuera y de alguna población se han establecido muchas, costeadas por las rentas de
propios, que en esto tendrán una digna inversión”. Cf. Germán Colmenares, Relaciones e
informes de los gobernantes de Nueva Granada. Bogotá, Banco Popular, 1989, p. 223
52
30
enseñanza tan pronto se presentaba la posibilidad y al mismo tiempo que
reclutaban niños para la enseñanza, sacaban provecho económico de su
habilidad, que vendían a quienes se encontraban por fuera de la escritura (o
como hemos dicho en sus márgenes).54
En el caso particular de las escuelas que habían sido manejadas por los
Jesuitas -todas las cuales dependían de donaciones económicas anteriores-, las
autoridades ilustradas hicieron todos los esfuerzos posibles por poner de nuevo
en pie las escuelas de niños que los jesuitas habían creado en las ciudades en
donde habían tenido colegios –aulas de latinidad-, pero los años fueron pasando
entre la formación de los inventarios -sobre todo los de las haciendas-, las
disputas con los cabildos acerca de quién tenía los derechos sobre esas
donaciones y sobre sus réditos, y los enfrentamientos con los notables de los
vecindarios que reclamaban ya la fundación de escuela y de aula de latinidad
como un derecho de todas las localidades, para lo cual el uso de las donaciones
que la Compañía había recibido en el pasado y que algunos vecinos se disponían
a aumentar, les parecía la medida más conveniente, punto en el que las
decisiones de la Corona y de la administración eran por completo opuestas. Así
por ejemplo, la ciudad de Buga, con el apoyo de las autoridades de Popayán,
sostuvo un largo pleito con las autoridades en Santafé, en torno a la posesión de
los bienes de la Compañía, que se encontraban asignados a colegio y escuela, tal
como los legatarios lo habían decidido. Pero Santafé aspiraba a alzarse con todos
los bienes y rechazaba las peticiones de vecinos y cabildo, quienes, además, se
ofrecían a ampliar las donaciones existentes, para fundar escuela, es decir para
tener recursos con los que pagar un maestro que “enseñe a leer, escribir y
aritmética” a los niños, lo mismo que una aula de gramática, “cuando menos”,
única manera de que se “habiliten a cualquier oficio, el alivio de sus familias…
servicio y lustre de los vecindarios”, como decían el procurador del cabildo. De
hecho el cabildo, después de 1767 había estado pagando un maestro de
gramática con las rentas de propios –que dependían de réditos derivados de la
testamentaría que había estado en manos de los Jesuitas-, pero Santafé lo
impedía y el maestro se había marchado para otra población.55
Lo que se ve emerger en este tipo de enfrentamientos, que fueron repetidos,
entre la administración central y los vecindarios –y es lo verdaderamente
importante para nosotros- es la presencia, la inicial conformación de un “deseo de
escuela”, del afianzamiento y extensión de la idea ilustrada de que la educación
era un bien deseable y que el aprendizaje de la lectura y la escritura constituía un
bien que debía extenderse a todos los miembros del cuerpo político, sobre todo
para ocupar los “cargos de la república”, pero no menos para garantizar
54 El comercio de las escrituras prestadas que desarrolla quien posee la habilidad frente a
quienes no la poseen, en una sociedad en la que ya esa competencia se ha vuelto por
muchos caminos importante y el acceso gradual de muchos grupos que uno se imagina
siempre (de manera prejuiciada) por fuera de la escritura, como en el caso de las
poblaciones negras, han sido poco estudiados. Para el caso del Lima colonial cf. José
Ramón Jouve Martín, Esclavos en la ciudad letrada. Esclavitud, escritura y colonialismo
en Lima (1650-1799). Lima, IEP Ediciones, 2005.
55 Doc, T. IV, pp. 170-172 y más en general pp. 155-175.
31
competencias de la vida civil, “en el comercio y en la ayuda de mercaderes”, como
se decía en algunos de los planes de estudio.56
La proliferación de planes de escuela a finales del siglo XVIII en la Nueva
Granada, por lo demás una constante a lo largo de toda Iberoamérica, señala la
manera como se fue abriendo paso en la sociedad una condición que a largo plazo
apuntaba en dirección de la modernidad, pues la demanda por educación
elemental generalizada concede al aprendizaje y a la enseñanza la virtualidad de
transformar la naturaleza humana, la que no queda ya dependiendo simplemente
de las esferas sociales de lo adscrito, sino que empieza a entrar en contacto con
las esferas de lo adquirido, lo que a largo plazo será una condición básica del
mundo moderno, en gran medida conquistada en el siglo XX (aunque incluso hoy
no se trate aun de un bien universal compartido).57
Por fuera de las autoridades ilustradas, dos núcleos principales, ninguno de
los cuales fue ajeno a la Iglesia, sobresalen en el papel de dar forma a esa
demanda de educación que se abre paso en la sociedad. De un lado lo que
podemos llamar los entusiastas de la educación, y de otro lado, los cabildos y las
comunidades locales (la separación entre estos dos núcleos no es desde luego
radical). El primer núcleo está compuesto por ese grupo significativo (aunque
minoritario) de hombres de letras (casi siempre universitarios o antiguos
universitarios) que, en contacto con el movimiento ilustrado, a través de la lectura
y de la socialización con funcionarios ilustrados venidos de España, había
incorporado a su vida personal y a su actividad la educación como un ideal, sobre
la base de una concepción de la sociedad que la piensa en términos de méritos y
de capacidades adquiridas y no de condiciones adscritas por nacimiento.
En Nueva Granada los entusiastas de la educación fueron (como lo serán
durante el siglo XIX) numerosos y de orígenes sociales y culturales lo
suficientemente diversos como para indicar la complejidad del problema. Curas
como José Domingo Duquesne, abogados representantes de cabildos como Luis
Cf. Doc, T. V, p. 43. Como en muchos otros textos de la época, los entusiastas de la
educación en Mompox indican con toda precisión la ausencia de maestros reconocidos y
el hecho de que siguen siendo maestros ambulantes los que dominan el oficio. Por eso
hablan de la necesidad que tienen los padres de “andar mendigando maestros que les
enseñen a sus hijos y terminará el desconsuelo en que viven por no encontrarlos aun a
costa de su dinero”.
57 Aunque la escuela ni la institución educativa existieran, los discursos que la nombran
(la constituyen, la organizan, la definen) eran abundantes, como se observa al comprobar
la proliferación de planes de estudio para escuela de primeras letras en el último tercio
del siglo XVIII y primera década del siglo XIX. Pero de tales discursos no se puede derivar
la existencia de la escuela; ni la forma de funcionamiento de las prácticas de enseñanza
realmente existentes pueden confundirse con las cláusulas que aparecen en los planes de
escuela. Hay que dar un lugar bien contextualizado a ese florecimiento de palabras sobre
la enseñanza y la importancia social de la escuela, sin pretender sacar de ahí una escuela
primaria constituida y funcionando bajo la forma de una institución estable. La mayor
parte de los planes de escuela –unos más formalizados que otros, unos simples
disposiciones administrativas, otros repletos de elementos pedagógicos que fueron
corrientes en la época de la Ilustración europea- se encuentra publicada en Doc, en varios
de sus tomos, sobre todo en tomos IV, V, VI y VII.
56
32
de Ovalle, funcionarios como Moreno y Escandón, numerosos miembros de los
grupos subalternos, cuya vida no conocemos bien (como Víctor Manuel Prieto) y
una cierta cantidad de mujeres, como la amante de Pedro Fermín de Vargas, de
quien se dice, pero no es por el momento un hecho verificado, que “se presentó en
público a arengar” y que “se preciaba de tener escuela pública y abierta en su
casa para enseñar a sus compatriotas”.58
El abogado ilustrado Camilo Torres expresa bien ese entusiasmo por la
educación, por ejemplo en sus dictámenes como revisor del plan de fundaciones
educativas de los Franciscanos en Medellín, a principios del siglo XIX59, pero
expresa en su correspondencia aun mejor la idea que liga la educación con el
ascenso social y una cierta idea de futuro. Así por ejemplo, en una carta para su
amigo Santiago Pérez de Arroyo, quien vive en Popayán, Camilo Torres escribe:
“Ahora lo que importa es asegurar de todos modos la renta del [colegio] seminario,
y no ponerse en si el rector es éste o aquel otro... el colegio es nuestra única casa
de estudios y en donde estudiarán nuestros hijos”.60
De otro lado, los archivos son ricos en informaciones a través de las cuales
se comprueba que los vecindarios presionaron constantemente a las autoridades
centrales por medio de los cabildos, de los procuradores y de abogados que los
representaban en Santafé, para que se restablecieran o se fundaran escuelas y
colegios, no solo en las capitales de provincia sino también en poblaciones
menores. Sin embargo, los controles centrales de la administración colonial
hicieron casi que imposible la formalización y legalización de la mayor parte de
las fundaciones escolares que ponían en marcha los vecindarios, y en muchas
ocasiones presionaron para que las “rentas de propios” no fueran empleadas en la
organización de servicios educativos formales, o en el pago de actividades de
enseñanza que se habían establecido sin su control. En cierta manera la
documentación deja la impresión de que la administración virreinal ahogó, o
intentó ahogar, las nuevas demandas culturales que venían de la sociedad, y que
deben expresar transformaciones importantes en las formas a través de las cuales
los vecinos principales y algunos grupos populares percibían el nuevo significado
de la educación.
La situación es entonces en cierta medida paradójica, pues los funcionarios
ilustrados que localmente controlan la administración en el último tercio del siglo
XVIII, son también entusiastas de la educación, en mayor o menor medida, en
tanto participan de la idea que ligaba, en el pensamiento absolutista, aplicación
del conocimiento y creación de riqueza, y en tanto reconocen el carácter
civilizatorio de la educación (“civil y cristiana”); pero participan también de la idea
de un sistema uniforme de enseñanza controlado desde Santafé, en el que las
iniciativas (relativamente) autónomas de los vecindarios y comunidades no tenían
lugar, por cuanto el proyecto borbónico de recuperación del poder local suponía la
imposición de controles centrales y el debilitamiento de todas las formas de
“autonomía local”, que podrían fortalecer no solo a los vecindarios, sino ante todo
58
59
60
Cf. Pedro Fermín de Vargas, Pensamientos políticos. Siglos XVII y XVIII, op. cit., p. 10.
Cf. Doc, VI, p. 281.
Carta del 6-III-1808, en Repertorio Colombiano, vol. 18, No 1, mayo, 1898.
33
a los patriciados locales, a través de los cabildos. Es por eso que la gran mayoría
de los impulsos educativos que venían de la sociedad, fueron ahogados (o
desviados) y solo en raras ocasiones apoyados de manera efectiva por la
burocracia administrativa con sede en Santafé.61
Es muy difícil estimar en términos precisos, en lo que tiene que ver con el
ascenso de la cultura escrita, cuáles fueron los resultados de estos procesos. De
un lado la ilusión educativa se encuentra en marcha. De otro lado, un
pensamiento pedagógico –que copia de manera directa lo que en España se daba
en este terreno-, que se concreta en la multiplicación del interés por la escuela de
primeras letras y en la formulación de planes y programas se encuentra muy
extendido en la sociedad. Pero ninguno de los dos elementos mencionados
desembocan de por sí en la aparición de la escuela, como un hecho estable y bien
diferenciado por relación con prácticas de enseñanza anteriores, ni mucho menos
significan la aparición de la institución educativa, lo que debe recordarnos
nuevamente la necesidad de seguir valorando todas las formas discontinuas y
fragmentarias de enseñanza de la lectura y la escritura que tenían su base en los
talleres, en las familias, a finales del siglo XVIII en casas y tiendas de tratantes y
mercaderes, y sobre todo en escribanos corrientes –no reales- que cumplían
funciones de maestros y en los viejos maestros ambulantes, que parecen haber
seguido siendo los soportes de buena parte de las corrientes de alfabetismo que
atraviesan la sociedad.
En cierta manera una observación de Felipe Salgar, un cura universitario
que se proponía fundar en la población de Girón en 1789 una escuela de
primeras letras, indica bien el hecho de que se trata de un problema no resuelto
por la sociedad, pues, al señalar que “El que se dedica al estudio de las ciencias,
como el que ha de seguir el del comercio, igualmente que el labrador y el
artesano, todos tienen necesidad de aprender a leer, escribir y contar”, nos
muestra la forma como el punto de vista ilustrado sobre el conocimiento y la
educación se ha impuesto en la sociedad, máxime cuando agrega el carácter
funcional y útil de esos conocimientos en la experiencia misma de la vida social:
“En el curso de la vida civil a todo hombre de cualesquiera condición que sea, no
faltan negocios en qué ejecutar… los primeros principios que aprendió”; aunque
al mismo tiempo reconoce que se trata de un ideal del que la sociedad se
encuentra lejos, pues de manera práctica
Muchas veces vemos que, por efecto del descuido de las escuelas públicas o por el
mal gobierno de ellas en los lugares donde las hay… las personas más elevadas
Un punto en el que puede observarse bien las relaciones de continuidad entre los
objetivos de los ilustrados y los de los republicanos es el de los objetivos y metas de la
política educativa, pues los dos piensan la educación como elemento para incrementar la
productividad del trabajo social y como principio de transformación de la naturaleza
humana (en el caso de los ilustrados para producir vasallos fieles y en el de los
republicanos para producir buenos ciudadanos). Los dos igualmente intentaron, sin
mayor éxito, la construcción de un sistema uniforme de enseñanza cubriendo todo el
territorio, y sin mayor aprecio por lo que las comunidades locales habían sido capaces de
crear, a partir de sus fuerzas y recursos.
61
34
carecen del conocimiento de los números y se ven obligados a mendigar el auxilio
de otras para sus negocios domésticos…,
o dicho de otra manera: la representación de la escuela por la que pugnaban
desde más de veinte años atrás los Ilustrados, fundamentada en la idea de “una
educación cristiana y útil al servicio de las dos majestades”, había ganado peso
relativo en la sociedad, al mismo tiempo que ésta, de manera práctica, se
mostraba incapaz de dar una base material efectiva a lo que conquista como
ideal.
Como hemos hecho notar en otra ocasión, la representación social de la
escuela como bien universal útil que entrega conocimientos de los que toda
persona debe disfrutar se abría paso en la sociedad, pero en medio de
contradicciones y ambigüedades, sobre todo en relación con el alcance y nivel de
los conocimientos impartidos y la condición social de los sujetos del aprendizaje.
De hecho Felipe Salgar señala que según su plan para fundación de escuela, en
ésta “deben ser admitidos los niños de todas las clases… sin distinción de rico ni
de pobre, de noble o de plebeyo…” –con lo cual nos entrega además una clave
precisa de las formas de representación combinadas de la estratificación social a
finales del siglo XVIII-, al tiempo que vuelve a introducir la separación de “clase” –
la palabra puede ser un anacronismo- bajo la forma de separación espacial en el
aula, pues
…se hará en la sala más grande de la casa del maestro una división que consistirá
en separar los bancos… dejando entre unos y otros una o media vara de
intermedio. Servirá esto para denotar que los niños nobles ocupan los bancos de
arriba y los plebeyos y gentes de castas los de abajo. División que se conceptúa
suficiente para que los usos no se mezclen con los otros y se guarden
recíprocamente los respetos que son debidos a cada clase.62
Similar formulación, que hay que interpretar por fuera de todo anacronismo, se
encuentra en varias otras propuestas de aulas de latinidad o de escuela pública.
Así por ejemplo en el Plan para el Colegio Pinillos de Mompox, después de 1802,
en donde se escribe:
El maestro cuidará de separarlos a los pobres y ricos, en bancas o mesas
distintas… [para que]… separados en clase no se igualen ni confundan las
62 Doc, V, 175. Hay que anotar que el plan los incluye a todos, porque no solo habla de
nobles y plebeyos (blancos pobres y diversas condiciones de mestizos), sino que incluye a
las castas –es decir, en esa parte del país y para esa época a los indígenas e indígenas
mestizos. El cura Salgar agrega otros elementos más. Dice por ejemplo que “será uno de
sus cuidados [del regente]… que los niños de buena estirpe no sean osados a injuriar con
mofas ni malas palabras a los de baja extracción, ni se mezclen con ellos, sino para
enseñarles aquello que ignorasen o auxiliarles en lo que necesiten por efecto de la
generosidad que debe ser propia de la gente noble”, lo que debe llevar, según Salgar, a
que se acostumbren “los niños blancos a mirar bajo la perspectiva que conviene a los
otros hombres de clase inferior y se borrarán del todo las perniciosas preocupaciones que
reinan aun contra los artesanos y menestrales, indigna de una nación civilizada”. p. 175.
35
condiciones […] porque si indistintamente se agregaran los de color o condición
baja, se resentirán los primeros [los nobles] y desampararían el colegio.63
En cualquier caso, varios hechos pueden mencionarse como bien
establecidos a partir de los datos existentes, y con base en ellos es posible
introducir algunas preguntas, para intentar luego construir hipótesis, no solo
relacionadas con los fenómenos de aparente expansión del mundo de lo escrito en
el último tercio del siglo XVIII, sino también en relación con una aparente
renovación del oficio de maestro ambulante, después de 1767, cuando fue
desmontada la red de escuelas y colegios de los Jesuitas construida en el siglo
XVII, y con los transformaciones que, en las fases iniciales de la organización
republicana, conocerán las iniciativas que los vecindarios, sobre todo fuera de
Santafé, habían logrado cristalizar, iniciativas que las nuevas autoridades
republicanas no observarán con buenos ojos, desde su perspectiva de centralizar,
controlar e institucionalizar un sistema educativo nacional, continuando en esto la
República con la anterior tendencia centralista de las administraciones
Ilustradas.
No es atrevido pensar por lo tanto que algunas poblaciones de rica
actividad comercial de la primera mitad del siglo XVIII y en donde había
enseñanza de los Jesuitas, pero también presencia de maestros latinistas y de
maestros ambulantes que enseñaban a los niños, hayan conocido un siglo
después una contracción de las oportunidades educativos, por comparación con
el último tercio del siglo XVIII y con lo que ocurría en la primera mitad del siglo
XIX, no solo porque de manera efectiva la actividad de los jesuitas no fue
reemplazada en toda su extensión, sino porque el afán ilustrado de centralización
y de formalización y la lucha sin cuartel contra los maestros ambulantes, hizo
que en cambio de más “escuela”, se tuviera mucho menos.
Una ciudad de relativa prosperidad minera en el siglo XVII, como
Mariquita, ofrece un cuadro educativo más rico en aquella época que el que
encontramos en la misma localidad en el siglo XIX. El Padre Joseph Ortiz Morales
(1658-1713) menciona en sus apuntes biográficos la existencia de varias escuelas
de primeras letras y por lo menos de dos aulas de latinidad, una de ellas dirigida
por un jesuita reconocido en su tiempo como gran erudito en el campo de las
‘Humanidades”.64
Biblioteca Nacional. Sección de Libros Raros y Curiosos. Libro de Protocolos.
Manuscrito 338, f. 226 y v. El problema de la complejidad de las nociones de igualdad
social en el pensamiento de los Ilustrados de Nueva Granada es enorme. Creo haberlo
abordado en términos empíricos y sin prejuicios en R. Silva, Los Ilustrados de Nueva
Granada, 1760-1808, op. cit, pp. 607-615, y en otros textos anteriores. Aquí hay que
evitar de manera particular el anacronismo y la injusticia tan frecuentes en las
historiografías marxistas convencionales, tan poco respetuosas de los hechos (por su
eterno temer a lo que llaman el “positivismo”). La igualdad es una noción a la que las
sociedades no han accedido sino en el largo plazo y con grandes dificultades y a través de
conflictos intensos y no resulta una actitud prudente lanzarse contra los Ilustrados
locales, por sus limitaciones en este punto, sin pasar primero la mirada por la tradición
social y cultural que había sido la suya por varios siglos.
64
Cf. Silva, R., Universidad y sociedad, op. cit. pp. 352-353. “Don Joseph inició sus
estudios, pues, con don Antonio de Prado, pero debió abandonar el aula, posiblemente
63
36
La segunda mitad del siglo XVIII conocerá la emergencia clara de la presión
de los vecindarios por educación (recordemos que se trata de un período de auge
de la vida urbana, con niveles de concentración poblacional en algunos casos
superiores a los del ruralizado siglo XIX), presión que sintetiza un proceso de
diferenciación social y cultural y de aparición de nuevas expectativas, en el que es
posible encontrar rasgos de gran originalidad. Se trata de acciones conjuntas de
los patriciados locales y de los “vecinos simples”, al lado de algunas autoridades
eclesiásticas y elementos de las nuevas “élites culturales”, que en su conjunto
adquieren la figura, que ya hemos mencionado, de “entusiastas de la
educación”.65
La documentación muestra que no se concentran en una zona del
virreinato con exclusividad, que expresan inquietudes tanto de ciudades como de
muy pequeños vecindarios, que cobijan a comunidades con amplia experiencia de
vida urbana, pero también a sitios muy alejados de la vida “civil y cristiana” que
empezaba a convertirse en un ideal de vida social (el ideal de “vivir reunidos a son
de campana”) y que las demandas por escuela, por maestro, por “aula fija y
dotada”, logran articular en torno a ellas a todos los notables de las comunidades:
eclesiásticos interesados en la educación, vecinos principales que hacían parte de
los cabildos, antiguos universitarios, vecinos de formación cultural muy elemental
que muchas veces firmaron las peticiones con una simple “cruz” o por intermedio
de un vecino más adelantado que si sabía escribir y algún bachiller sin empleo
que comenzaba a ver como una posibilidad futura de vida el oficio de maestro
permanente y reconocido. De la abundante documentación en la cual ha quedado
registrada la iniciativa educativa de los vecindarios, podemos citar un caso
ilustrativo:
Señores alcaldes y jueces ordinarios: Los infrascritos abajo firmados por nos y los
demás vecinos por quienes en caso necesario prestamos voz y caución, ante
por muerte del maestro. Pasó luego a la escuela del bachiller Luis Fernández, sacerdote y
escribano, quien era uno de aquellos numerosos escolares graduados en Santafé que
concluidos sus estudios retornaban a sus pueblos de origen, abriendo en su casa o lugar
cercano un salón para enseñar a leer y escribir, contar, algo de canto y rezo. Con
aprobación del cabildo y con el respaldo de grupos de vecinos que querían para sus hijos
una instrucción mínima o el destino de letrados… Con el bachiller Fernández aprendió
Joseph a leer y a escribir y ahí se mantuvo hasta que ya en poder esta instrucción
básica…su padre determinó que debía pasar, también en Mariquita, al aula de gramática
al lado del maestro Sebastián Anguiano… sacerdote jesuita”. pp. 352-353. En términos
de cierre o de disminución del crecimiento educativo alcanzado hasta 1767 la situación
de Puertos como los de Honda o Mompox es similar a la de Mariquita. Lo mismo parece
ocurrir en parte de la región santandereana en donde el crecimiento del alfabetismo en el
siglo XVIII es un hecho no difícil de postular. La situación de la escuela primaria en una
amplia zona del país (Boyacá, Santander y parte del César según las actuales divisiones
territoriales) a mediados del siglo XIX se encuentra bien presentada en Manuel Ancízar,
Peregrinación de Alpha -2 tomos-. Bogotá, Banco Popular, 1970.
65 Los procesos de crecimiento urbano de la segunda mitad del siglo XVIII en la región
santandereana aparecen bien reflejados en buena parte de la documentación citada –y
escasamente interrogada- que aporta Ángela Guzmán, en Poblamiento y urbanismo
colonial en Santander. Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 1987.
37
vuestras mercedes, parecemos y decimos: que en consideración de las urgentes
necesidades que visiblemente padece esta parroquia, es una y no la de menos
atención la falta de un maestro de escuela en que los padres de familia no solamente
podamos precaver a nuestros hijos de la ociosidad y del libertinaje, sino también el
verlos aprovechados de tan recomendable circunstancia de que aprendan a leer,
escribir y contar y con este insaciable deseo de que se críen con la debida educación
para que logrando en su juventud estar revestidos de buena crianza y que con el
cultivo que corresponde, se hagan apetecibles para ejercer los oficios de la
República, sociedad y otros que traen consigo el lustre y adelantamiento de la patria.
Y mirando el que esta muestra es abundante de niños blancos y de calidad que se
requiere para la obtención de cualesquiera oficios políticos; estimulados del dolor que
nos ocasiona el ver que al paso que esta parroquia abunda de sujetos, son tan cortas
las facultades que tienen sus habitadores y vecinos para cumplir los deseos que
tienen de que haya persona que les instruya a sus hijos; por tan lamentable falta de
haberes se hallen y nos hallamos precisados a dejarlos (aunque a pesar nuestro) sin
cultivo alguno por causa de la suma pobreza de este vecindario que todo él, o la
mayor parte, vive en tierras arrendadas pertenecientes a monasterios, capellanes y
personas particulares de fuera de esta jurisdicción, como todo ello les es constante a
vuestras mercedes. ... Marzo, 10, 1787.66
Es claro que no se trata de un manifiesto ilustrado como los que aparecen
en las cartas de Camilo Torres, como la que ya citamos; y que no se trata de una
expresión “clara y distinta” del pensamiento moderno sobre la educación. Pero no
se puede dejar de observar que el texto indica un cierto avance del pensamiento
de los ilustrados sobre la educación, más allá del mundo de la elite universitaria
santafereña, lo que comprueba formas de relevo, modalidades de apropiación, que
no existían simplemente como discursos sabios pertenecientes al registro culto de
los campomanes o los jovellanos, sino que tenían una existencia social difusa,
“resignificada”, derivada del propio lenguaje administrativo de la Monarquía, de
algunos sermones, de edictos públicos pegados en las paredes y de formas de
designar objetos –de nombrarlos- que ya había adquirido una existencia oral
ordinaria, a la manera de un sentido común renovado.67
Por lo demás, la idea de educarse sigue siendo en ese vecindario de
Chiquinquirá expresada bajo la forma menos republicana posible, pues se
adscribe esa necesidad tan solo a los vecinos blancos, “aunque pobres”, un hecho
del que no hay que hacer ningún escándalo, pues la Ilustración no fue siempre y
de manera incondicional una perspectiva de “igualdad social”, sino que además,
“Los vecinos más notables de la Parroquia de Chiquinquirá solicitan de los alcaldes y
jueces parroquiales la necesidad de establecer una escuela de primeras letras”. Doc, T. V,
p. 118-120.
67 En parte esta forma de reconocimiento social de la necesidad de la escuela –no de su
existencia-, que es un triunfo de la Ilustración, se reconoce en los planes de escuela bajo
la forma “Todo el mundo sabe…”. Así por ejemplo en el Plan de escuela de Girón, en
1789, escrito por un clérigo, antiguo universitario en Santafé: “Sería cosa ociosa
manifestar aquí la necesidad de una escuela pública de primeras letras, en los lugares
cabezas de provincia y de una población regular. Todo el mundo conoce su utilidad y es
uno de los preceptos más recomendables de nuestras leyes patrias”, en Doc, V, p. 173. o
también: “Los continuos clamores que generalmente se oyen entre los naturales y
vecinos…lamentándose con muy justa razón de carecerse en ella […] de una aula de
gramática…”. –Proyecto para la fundación de un aula de gramática en la Villa de Mompox
en 1785-. Doc, Ídem, p. 41.
66
38
en algunos momentos se permitió acentuar los elementos de desigualdad frente a
la necesidad de educarse, un horizonte de igualdad que para penetrar la sociedad
tomaría mucho más tiempo que el primer siglo republicano (siglo XIX). Sin
embargo, lo que los vecinos de Chiquinquirá expresan de manera nítida es la
forma como la necesidad de aprender a “leer, escribir y contar” ha ido rodeándose
de valores, de funciones y de significados nuevos, pues se trata de habilidades
que se definen como necesarias para ocupar un “lugar en la sociedad”, para poder
acceder a “los primeros cargos de la república” –que en ese contexto puede ser la
designación que se hace de la propia parroquia de Chiquinquirá- y ya no
solamente de una forma de encerrar a los jóvenes en un lugar para evitar “el ocio
y libertinaje”.
Se impone pues la pregunta más general sobre las condiciones que
hicieron posible la emergencia de tal demanda educativa. Es claro que el último
tercio del siglo XVIII en el virreinato de Nueva Granada muestra la presencia de
una sociedad nueva, por relación con el siglo XVII, en donde es posible observar
avanzados procesos de diferenciación social que se concretan en la
descomposición de los órdenes sociales habituales y en la aparición de nuevos
horizontes de expectativas para los grupos sociales que ocupaban los escalones
intermedios de la jerarquía social (blancos pobres, mestizos, artesanos,
comunidades indígenas en vía de desarraigo respecto de sus estructuras
comunitarias, nuevos habitantes urbanos). Es claro que se trataba de una
sociedad de mayor complejidad (demográfica y cultural), con mayores
intercambios regionales, que intentaba en ciertas regiones, descubrir formas
técnicas de producción de la riqueza social, por lo menos en el caso de los
cultivos que copaban el campo minero, tradicionalmente dominante, y en donde
se percibía de una forma nueva la actividad comercial y el ánimo de lucro.68
Para expresarlo en los términos discutibles de los tipos ideales de los
sociólogos, el virreinato de Nueva Granada a finales del siglo XVIII, en sus zonas
más integradas, más pobladas, más en contacto con la administración y con la
Iglesia y que parecen determinar los elementos esenciales de la dinámica social
percibida en su conjunto, es una sociedad de una forma abigarrada compleja, que
sigue siendo desde muchos puntos de vista una sociedad de órdenes y de cuerpos
–según el diseño ideal que de ella ha hecho la Monarquía-, pero es ya una
sociedad en agudo proceso de transformación, sobre la base de evoluciones
económicas y sociales que habían transformado y corroído sus estructuras. De
manera particular hay necesidad de volver a insistir en el peso del mestizaje
(cultural y biológico) en la transformación de la “sociedad de cuerpos” y en el
significado que tal fenómeno tuvo no solo para homogenizar muchos elementos de
la estructura social, sino ante todo acercar y poner en condición de diálogo, de
contacto y de intercambio configuraciones culturales que, según el diseño original
de la Corona, deberían permanecer separadas por una definida frontera
cultural.69
Cf Jaime Jaramillo Uribe, “Mestizaje y diferenciación social en el Nuevo Reino de
Granada”, en Ensayos de historia social colombiana. Bogotá, Universidad Nacional, pp.
163-203, un texto que sigue siendo el punto de partida básico para la discusión de este
problema.
69 Cf. Francisco Antonio Moreno y Escandón, Indios y Mestizos de la Nueva Granada a
68
39
Desde el punto de vista de la estructuración de los grupos subalternos
resulta necesario, en virtud de la reciente “re/etnización” de la historia
hispanoamericana de los siglos XVI-XVIII por parte de los “Cultural Studies”
sobre todo, volver a insistir en la transformación de las estructuras comunitarias
en estructuras societarias, en el reforzamiento de las vías que condujeron a la
multiplicación de perspectivas individualistas inscritas en formas de apariencia
comunitaria, en las modalidades de acceso a núcleos del derecho que son
distintivos de la existencia de “sociedades de individuos” (la relación entre bienes
y personas, la existencia de bienes muebles e inmuebles, los sistemas de
propiedad basados en formas escritas de memoria, las formas de “representarse”
(en grupo o individualmente) ante los poderes públicos y otros funcionamientos
que constituyen verdaderas formas de clasificación social, percepción y
representación sociales, todo en el marco de la entrada (lenta pero firme) de
nuevos ideales para la vida social: aquellos de la riqueza, prosperidad y la
felicidad.70
Sin embargo, las mencionadas “condiciones de posibilidad”, por más que
ellas sean parte de la explicación del proceso, incluso de manera bastante directa,
no resultan suficientes para su comprensión. Ocurre que tales demandas no
pueden ser sino “expresadas” por actores sociales que deben estar en trance de
modificar su propia percepción de la sociedad, del futuro, y del valor que
asignaban a la formación escolar. El que una comunidad, en ocasiones de gran
atraso y pobreza (como en el ejemplo que antes citamos de Chiquinquirá), se
decida a utilizar parte de sus escasos recursos en un tipo de inversión como la
educativa, y el que familias y grupos familiares, en muchas ocasiones pobres,
tomen esa misma decisión de inversión, indica procesos de cambio social, que
pasan desde luego también por las actitudes y las motivaciones, y que son el
elemento vivido, representado, que no se agota de ninguna manera por la remisión
a “instancias” denominadas como “estructurales”, indicando con ello el “imposible
sociológico” de que pueden tener existencia por fuera de los actores y de sus
relaciones históricamente determinadas.
Esas demandas de los vecindarios, que conforman una dinámica que va
desde la sociedad hacia el Estado han sido muy poco tomadas en cuenta en los
análisis, porque los historiadores han constituido en fetiche lo que ellos llaman “la
política ilustrada” –y a veces de manera directa “la política de Carlos III”-, lo que
impide observar de qué manera hay corrientes que “suben” de la sociedad hacia el
Estado, y cuáles son los elementos de evolución y de transformación sociales que
se encuentran en marcha. En el fondo lo que parece haber ocurrido, como en
parte ya lo mencionamos, es que el orden social ideal que había diseñado la
finales del siglo XVIII –Introducción e índices de Jorge Orlando Melo-. Bogotá, Banco
Popular, 1985, para un cuadro sorprendente de la complejidad de las relaciones sociales
entre indios, mestizos, blancos pobres y otros en las antiguas zonas de resguardo.
70 Para indicaciones precisas sobre la presencia de categorías modernas en testamentos
indígenas de los siglos XVI y XVII cf. R. Silva, “Lo que los testamentos nos pueden
enseñar”, en R. Silva, A la sombra de Clío. Medellín, La Carreta, 2007, pp. 107-130. Para
el avance de los nuevos ideales sociales de la riqueza, la prosperidad y la felicidad R.
Silva, Los Ilustrados de Nueva Granada, 1760-1808. Genealogía de una comunidad de
interpretación. Medellín, EAFIT/Banco de la República, 2003.
40
Corona, una sociedad rígidamente estructurada como una sociedad de cuerpos,
ha venido transformándose bajo el peso procesos que vienen del propio
absolutismo ilustrado y de la evolución interna de la sociedad, concretada de
forma extrema en el avance del proceso de mestizaje, que es el elemento central
en el proceso de modificación del orden social ideal propuesto más de dos siglos
antes por la Corona. 71
En el caso particular que nos ocupa, buena parte de la demanda que
asciende de la sociedad hacia el Estado no encontrará su satisfacción, a pesar de
que tales demandas habían sido estimuladas por la propia monarquía Ilustrada y
eran propuestas en un vocabulario que recreaba de manera muy fiel el propio
lenguaje de la Ilustración. La dinámica que a partir de ahí se genera en el campo
de la escuela es de cierta manera contradictoria, aunque complementaria y
encontrará su respaldo en la acción progresista de los cabildos de ciudades de
algún impulso comercial o agrícola, en la acción de gentes formadas en el sistema
universitario que de manera provisional se desempeñarán como maestros con
licencia que han conseguido su trabajo a través de sistemas de oposiciones y de
nuevo en la actividad de los viejos maestros ambulantes, algunos de los cuales
conocerán ahora la posibilidad de ver legalizado y valorado su oficio, de ser en
ocasiones incluidos en la red de “maestros oficiales”.72
Mencionemos además que la expansión escolar en marcha en el último
tercio del siglo XVIII, no se limita a la escuela de primeras letras. Sin necesidad
de proponer la idea de un sistema escolar constituido por redes integradas de
enseñanza que existiera ya a finales del siglo XVIII, no se debe olvidar que el
fenómeno de expansión escolar es también un hecho en los “colegiosuniversidades” de Santafé y que parte de ese aumento tiene que ver con la llegada
a la universidad de gentes de condición social “nueva”, que no ostentaban ya el
título de “beneméritos y descendientes de primeros habitantes de este Reino”,
siendo más bien los hijos y nietos de familias de inmigrantes españoles tardíos.
Muchos de los graduados en Santafé en “filosofía (el inicio del ciclo universitario)
que no podían continuar en las “facultades” (las cátedras de derecho y teología)
serán en muchas oportunidades maestros de escuela de primeras letras y de
71 Nada de esto conduce desde luego a establecer relaciones de causalidad directa entre
estos elementos de modificación de la estructura social y los movimientos revolucionarios
de 1808-1810, que se conectan ante todo con una crisis general de la Monarquía, que
tiene sus inicios en el centro de ella, en el momento en que la soberanía real, y por lo
tanto la del “pueblo español” se ve en tela de juicio por la invasión napoleónica.
72 La administración en Santafé, combinó al mismo tiempo la persecución de los maestros
ambulantes con la estrategia de convertirlo en maestros con licencia, lo que garantizaba
su control. Pero el asunto encontró soluciones de compromiso diferentes en las
“municipalidades”, según necesidades, respuestas a las oposiciones (por mucho tiempo
hubo escuelas oficiales sin maestros y maestros al margen de la escuela oficial) y relación
del maestro con el cura y el cabildo. En Ubaté, por ejemplo, el monje Miranda, cura
doctrinero, en su Plan de escuela de 1792, los expulsaba sin contemplación: “Que con
ningún color, pretexto, ni motivo se permita que alguno ande por las estancias o en el
pueblo pretextando enseñar a leer, escribir a niños, para solapar su vagabundería y tener
qué comer con título de maestro, pues por lo regular ninguno de ellos sabe leer ni
escribir, y así no lo puede enseñar”. Doc, T. V, p. 228.
41
aulas de latinidad, como sucederá en Santafé, en Medellín, en Cali, en Popayán y
en Santa Marta.
Igual proceso ocurría con las llamadas nuevas aulas de latinidad o aulas
de gramática, que aparecen en la mayor parte de las peticiones de los vecindarios,
que no se contentan con la simple petición de escuela de primeras letras. Así por
ejemplo, en 1795, desde Mompox, el oficial mayor de la Contaduría Principal de
Aguardientes, propone la fundación de una aula de gramática –es decir de
aprendizaje del latín y las humanidades-, puerta de entrada a las facultades
mayores en Santafé y a los “primeros empleos de la República”, luego de mostrar
que en la ciudad domina la práctica privada de la enseñanza a través de formas
variadas de “venta de la habilidad”, sin que se obtengan grandes frutos, razón por
la que los padres de familia se ven obligados a mandar a sus hijos ya sea “a la
casa de un mercader, para que les instruya del trato mercantil”, o a la casa “de
algún sujeto que tenga luces en cuentas y algunos principios de la gramática para
su enseñanza”, aunque finalmente no consiguen “los buenos deseos que les
asisten de ver a sus hijos sobresalientes en el aprovechamiento de la virtud y las
letras…”. 73
Muchos de los graduados en las nuevas aulas de latinidad, después de
1767, serán parte de quienes ingresan al contingente de quienes venden la
habilidad de la escritura, ya que a los escasos “primeros empleos de la República”
no lograban acceder sino unos pocos. Algunos de ellos también, a finales del siglo
XVIII y principios del siglo XIX, cuando aparecen las primeras formas
relativamente organizadas de escuela controladas por los cabildos, serán parte de
los postulantes en las oposiciones que las ciudades realizan para nombrar
maestros, pero el ejercicio de ese oficio será casi siempre temporal, en espera de
continuar los estudios universitarios, de acceder a una escribanía formal o de
ejercer algún otro cargo. Serán, de todas maneras, la primera generación de
“maestros oficiales”, ejerciendo su oficio de manera legal, con título aprobado y
bajo controles bien establecidos de los cabildos y de las autoridades eclesiásticas,
aunque de manera estricta todavía no se pueda hablar de una institución
educativa, como hecho social, es decir como una realidad institucional, estable,
constante, diferenciada, en donde de manera dominante se logra el acceso a la
lectura, a la escritura y al conteo. Pero aun en este caso, que corresponde a las
postrimerías del siglo XVIII y la primera década del siglo XIX, la incipiente red de
nuevas escuelas y colegios de vecindario no dejó de ser fuertemente competida
por los maestros ambulantes (cada vez más perseguidos), por los preceptores
privados para hijos de gentes acomodadas y por talleres, tiendas y medios
familiares en donde era posible también hacerse a los rudimentos de la lectura y
la escritura y aun al dominio calificado de esas habilidades.
73 Doc, T. V, pp. 43-44. La propuesta de aula de gramática introduce una distinción que
será clave en las formulaciones de los ilustrados sobre escuela básica: “Esta [la escuela
de primeras letras] comprende a todos los niños. Leer, escribir y contar son los primeros
elementos de todas las gentes congregadas en pueblos, de modo que ni los labradores,
artesanos, industriosos, ni comerciantes pueden desempeñar dignamente sus respectivas
ocupaciones sin estos primeros elementos. Otra porción más escogida se destina a la
literatura, cuyos primeros rudimentos se reducen a la gramática latina”. p. 46.
42
Es notable, aunque poco se mencione, que en la biografía de los primeros
republicanos y de los últimos ilustrados, todos educados en el marco de la
sociedad “pre/independentista”, nunca se menciona el hecho de haber asistido a
una aula pública y si se hable en cambio de manera repetida de un aprendizaje
adelantado en el medio familiar a través de un pariente o de un maestro
contratado para tal fin y cumpliendo su tarea en la casa de quien aprende.
Y sin embargo la idea de una escuela pública como institución definida
para la adquisición de la lectura, la escritura y el conteo (aunque no menos para
el aprendizaje de una educación “cristiana y política”), separada del ámbito
familiar, controlada por los poderes públicos y regida por un hombre sabio
formado de manera específica para este oficio existía ya como representación
unívoca de la escuela, como se comprueba no solo recordando la manera como los
republicanos ilustrados asumieron de manera inmediata la idea de una escuela
para todos y en todas partes en las primeras constituciones locales y regionales
después de 1810/1812, sino recordando también sus declaraciones (iguales en
este punto a las de los funcionarios ilustrados) acerca de la inexistencia absoluta
de escuela en las ciudades en que habitaban, como lo dirá José Ignacio de Pombo
de Popayán, José Manuel Restrepo de Medellín, Francisco José de Caldas de
Popayán o Camilo Torres de Santafé. Aunque prácticas de enseñanza de la lectura
y la escritura diferentes de la escuela formal fueran el hecho dominante en la
sociedad, para los ilustrados este hecho no existía, o más bien, era solo la prueba
de lo alejada que se encontraba la sociedad de la “verdadera ilustración”.74
El Fiscal de la Real Audiencia Francisco Antonio Moreno y Escandón
expresa mejor que ningún otro de los funcionarios ilustrados de aquel entonces,
que eran además “entusiastas de la educación”, la conducta ambigua y
contradictoria que frente a la educación y a la escuela tuvieron las elites
culturales ilustradas del virreinato de Nueva Granada. De un lado, como
fervoroso regalista que era, Moreno y Escandón no confía en ninguna actividad
autónoma de vecinos, vecindarios o autoridades locales, lo que hizo de él, en el
cumplimiento de sus funciones, un perseguidor decidido de los maestros
ambulantes, a los que señalaba como pícaros y engañadores, que abusaban de la
buena fe de los vecinos y carecían de cualquier habilidad para la enseñanza.
Según sus palabras,
Y causa lástima el desorden que en esta parte [la educación de niños] padece esta
capital [Santafé] en la cual ninguna de las dos jurisdicciones, cuida de esta
delicada enseñanza; y con dolor se experimenta que cualquier hombre que no
tiene para comer toma el arbitrio de abrir en su casa o en una tienda una escuela
74 A finales del siglo XVIII y primera década del siglo siguiente ocurre en ese dominio lo
mismo que ocurre en su campo propio con las nociones de “público”, “público ilustrado”,
“opinión” y “opinión pública” –diferenciada de “opinión popular”, que tienen una pronta
definición ideal en el campo de las élites culturales, las que desde luego se incluyen en el
objeto definido, pero no tienen por el momento una real consistencia empírica, no solo
por las condiciones políticas de censura posteriores a 1790, sino también por la ausencia
de instituciones públicas de sociabilidad modernas en que puedan mostrar y legitimar el
nuevo modelo en curso. Solo el fin de la censura, la libertad de imprenta y el inicial
acceso a las primeras libertades públicas hará posible el inicio de ese camino.
43
donde recoge algunos muchachos, a quienes por su sola autoridad enseñan lo que
sabe, o aparenta saber, para sacar alguna gratificación con qué alimentarse, sin que
precede licencia, examen... entregándose la primera educación a quienes tal vez
ignoran la doctrina cristiana...75
La imagen que ha propuesto F-X Guerra de Nueva España en el siglo XVIII
como la de una sociedad cultivada de antiguo régimen, particularmente en lo que
tiene que ver con ciudad de México, comparable desde el punto de vista de su
cultura intelectual por muchos aspectos con ciudades como Madrid o París,
puede no resultar justa si se aplica de manera simplemente mecánica al
virreinato de la Nueva Granada y a su pequeña capital Santafé. Pero por fuera de
cualquier uso analógico, tal imagen, y los análisis que acompañan su
presentación, tienen la virtud de recordarnos que la difusión del alfabetismo
puede haber sido, y esto para el conjunto de Hispanoamérica, mucho mayor de lo
que habitualmente se piensa. Desde luego que en el caso de Nueva España hay
que tener en cuenta la fortaleza de su universidad, de la imprenta temprana, de
la circulación constante del libro y del impreso, del peso de la propia corte
virreinal y de la relativamente alta integración entre sus regiones, nada de lo cual
fue característico de Nueva Granada. Pero aun así, la riqueza del enfoque de
Guerra, que distingue de manera nítida entre escuela formalizada y prácticas
dispersas de enseñanza, sin reducir la alfabetización a la escuela, le permite
encontrar mucha más “cultura letrada” de la que uno podría imaginar. Como
escribe Guerra:
Las medidas reformistas de los monarcas ilustrados se añaden después de 1760 a
la acción de la Iglesia y a la evolución, que podría decirse natural, de la sociedad
tradicional. La característica esencial de la educación, que crece
considerablemente en el último tercio del siglo XVIII, es la extrema diversidad de
sus actores. Aunque el impulso fundamental venga de arriba -de la Iglesia y del
Estado- la educación depende de hecho de la sociedad: de sus cuerpos, de esos
actores colectivos que forman su trama. Escuelas de las parroquias, de las
diversas instituciones eclesiásticas, de los pueblos (también en las comunidades
indígenas que las financian a través de sus bienes de comunidad, o por
contribuciones especiales), de las haciendas y de los ranchos; diversos sistemas
de enseñanza en los gremios de los artesanos, etc. El conjunto depende en gran
parte de los bienes de mano muerta, sean civiles o eclesiásticos.76
Es claro que para iniciar una indagación que recupere las realidades de la
cultura escrita en la sociedad virreinal del siglo XVIII es necesario, como lo
señalamos desde el principio, modificar nuestra idea de alfabetización, de escuela
y de educación, como lo han hecho múltiples trabajos de historia de la cultura
escrita en los últimos veinte años y comenzar a imaginar la enseñanza en las
diferentes formas de sociedad que antecedieron a la nuestra, bajo el modelo
general de sociedad de cuerpos, como un conjunto de prácticas diversas, de
espacialidades heterogéneas, articulando actores de muy distinta naturaleza y sin
necesidad de constituir un sistema educativo uniforme y de funcionamiento
homogéneo (una realidad que incluso hoy en día difícilmente encontraríamos).
Método provisional e interino... 1774Doc, T. IV (1767-1760. Bogotá, 1980, pp. 195 y ss.
Guerra, Francois-Xavier, “La difusión de la modernidad: alfabetización, imprenta y
revolución en Nueva España”, en Modernidad e Independencias. Madrid, 1992.
75
76
44
Igualmente, para poder interrogar de otra manera el alfabetismo colonial
nos es necesario modificar nuestra idea exageradamente decimonónica de la
política cultural de la Corona española y de la “estructura de oportunidades
culturales” de los hombres y mujeres del siglo XVIII, en toda la diversidad que un
sistema de estratificación tan complejo como el de esa sociedad supone. Bajo el
cuadro exageradamente unilateral de una sociedad reducida por completo a las
tinieblas por una política conscientemente interesada en mantener a todo el
mundo bajo el “férreo yugo de la ignorancia”, como lo difundieron los
republicanos ilustrados en sus explicables intentos por legitimar la nueva
organización republicana en el siglo XIX, resulta difícil reconocer una realidad
cultural diferente de la que hasta ahora hemos imaginado, a lo que colabora de
manera decidida el prejuicio liberal de que todo sistema educativo en el que
participe como actor importante la Iglesia es por principio un camino al
oscurantismo y la opresión.77
Desde luego no se trata simplemente de cambiar una imagen por otra, sino
de garantizar un terreno medianamente libre de prejuicios, que permita acceder a
la construcción de nuevos objetos de indagación. Se trata sobre todo de liberar un
campo en el cual sea por lo menos posible plantear las preguntas que deberían
guiar la interrogación sobre un fenómeno que no deja de ser fundamental para la
comprensión de la sociedad. Incluso en el caso de una política imperial que
efectivamente en ciertos periodos pudo haber tenido entre sus miras mantener a
sus vasallos alejados de toda innovación que los acercara a algunos de los
grandes cambios de Occidente en la segunda mitad del siglo XVIII, como puede
haber sido el caso de la Corona española, sobre todo luego del advenimiento al
trono de Carlos IV, habría que tener en cuenta que la vida social es menos
sistemática (más azarosa, más aleatoria) de lo que un estructuralismo mecanicista
quisiera reflejar. Y como lo sabemos hoy en día, en el campo propio de la política,
de las relaciones de poder, inseparable de las experiencias culturales, es donde
menos puede tener cabida una idea excesivamente rígida de los funcionamientos
sociales, todos ellos habitados por una dosis, aunque sea mínima, de
“accidentalidad”.
De esta manera, por ejemplo, es posible reconocer por lo menos la
posibilidad de que los niveles de lectura y de circulación del libro (lo que supone
cierta avance de los niveles de alfabetización) hayan estado ascendiendo en la
segunda mitad del siglo XVIII, dentro de grupos amplios de la sociedad y no como
fenómeno restringido tan solo a las nuevas élites culturales (caso éste último que
77 La situación particular de la mujer en el campo de la alfabetización es un tema que
permanece abierto. Su exclusión extrema del proceso en el siglo XVIII no parece ser una
afirmación que se sostenga, pues hay muchos casos de mujeres que leen y escriben en
todos los grupos sociales (y esto más allá de los conventos) y hubo de manera
comprobada casos de maestras, cumpliendo por años sus labores. Lo que si parece
comprobarse con facilidad es que buena parte de ese aprendizaje se hizo en medios
familiares, aunque en Santafé había escuela para niñas, en el Monasterio de la
Enseñanza, unas pagando 100 pesos anuales y otras sin ningún pago, y la apertura de
clases se anuncia por medio de carteles públicos. Las niñas aprendían “según su sexo”
labores especiales, pero “además a leer y escribir… común a ambos sexos”. Doc, T. IV, p.
19 y en general pp. 1-25.
45
se encuentra perfectamente documentado). Las constantes referencias que se
hacen en los planes de escuelas para niños de finales del siglo XVIII acerca de las
prohibiciones de lectura de libros que se consideraban como poco virtuosos,
cuando no como verdaderas cátedras de vicio, podría ser un índice del problema.
Así por ejemplo, José Domingo Duquesne en su “Método que deben seguir los
maestros de la escuela del pueblo de Lenguazaque... 1785”, escribe que:
Velará [el maestro] con la mayor atención en que los libros que se traigan a la
escuela [por parte de los niños] sean útiles y no permitirá en ningún caso que
lean novelas, comedias, ni poesías profanas y otros semejantes que corrompan el
juicio, despierten las pasiones y son la semilla de todos los vicios que brotan
después en la mocedad”.78
Igualmente el clérigo Felipe Salgar, cura de la ciudad de San Juan de
Girón, en su ya mencionado Plan para escuela de primeras letras de 1789 escribe
que:
Los libritos insinuados [los catecismos de Fleury y de Reynoso que acaba de
recomendar] son baratos y no hay con qué reemplazarlos. Con que si queremos
que la educación de nuestros hijos sea buena... debemos procurar proporcionarles
estas obritas. Peor es lo que se observa hoy (con harto dolor de los que conocen lo
mucho que valen las buenas ideas) que por la mala elección, o más bien por la
ignorancia de los maestros, se entretienen los niños con la lectura de los “Doce
pares de Francia”, de los “Romances de Henrique Esteban”, o de comedias
igualmente malas por su estilo como por su composición. ¿Qué ideas nobles sacarán
los niños de semejantes autores?”. 79
La gran crisis política de comienzos del siglo XIX (1808) terminará con la
censura cultural que se había reforzado después de 1790 y multiplicará los
impresos en circulación, particularmente bajo la forma de folletos llegados de
España. Un poco después, y modificado ya el contexto político básico anterior, por
lo menos en términos formales y sobre todo en medios urbanos, se declarará la
libertad de imprenta y la libertad de prensa, y se incrementará el comercio del
libro y en general del impreso, en el marco de una sociedad que suponía la
construcción de una instancia política nueva conocida bajo el nombre de opinión
pública, uno de cuyo mecanismos de formación es el de la palabra escrita.
La guerra de liberación de la segunda década del siglo XIX será también
una batalla por la opinión a través de la palabra y del escrito. Establecer pues las
condiciones de alfabetismo de la sociedad y sus niveles culturales diferenciados,
resulta entonces una gran ayuda para comprender la coyuntura política y la
guerra. Y en el más largo plazo, el conocimiento de esos niveles de cultura y
alfabetismo resulta esencial para entender tanto algunas de las condiciones que
supone el ingreso a la modernidad política, como el grado mismo de modernidad
cultural que conocía ya la sociedad de finales del siglo XVIII, modernidad que
resulta de la conjunción de los esfuerzos culturales de la Iglesia durante los siglos
XVII y XVIII, de las políticas y realizaciones culturales de la administración
colonial reformista, y de las iniciativas educacionistas de la sociedad, iniciativas
78
79
Doc, T. V, p. 37.
Doc, T. V, pp. 23 – 24.
46
que expresaban, en la segunda mitad del siglo XVIII, no solo transformaciones
económicas, sino el ascenso de una corriente de soberanía de la sociedad misma,
sin que por el momento podamos ponderar el peso de cada uno de esos factores
en términos de las prácticas educativas reales. Como lo escribieron de manera
muy perspicaz Francois Furet y Jacques Ozouf:
Avant que l’école existe, et pour qu’elle existe, il faut que en quelque part, dans le
corps social, elle soit voulue: en haut, par l’Eglise ou par l’Etat, ou par l’une et l’autre;
en bas, par la société même, c’est -à- dire par ses communautés. Les deux volontés,
celle d’en haut et celle d’en bas, ne sont pas incompatibles; mais elle ne sont pas,
non plus, forcement liées. De ce point de vue, on pourrait imaginer une histoire de
l’école et de l’éducation...”.80
F. Furet et J. Ozouf, Lire et écrire, op. cit. p. 70. [...] . “...dans la France de l’ancien
régime, l’histoire de l’école élémentaire est faite de l’interaction complémentaire des trois
facteurs: l’Eglise, l’Etat, les communautés.
80
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