ALFABETIZACIÓN, CULTURA Y SOCIEDAD LA EXPERIENCIA DEL SIGLO XVIII EN EL VIRREINATO DE NUEVA GRANADA* INFORME DE INVESTIGACIÓN Renán SILVA** Resumen Los niveles y las formas de alfabetización –lectura y en ocasiones lectura y escritura- en la sociedad colonial neogranadina son muy poco conocidos. El presente texto hace una revisión del problema, en lo que se relaciona con los enfoques y métodos de investigación en este campo, indicando los cambios recientes en la forma de plantear el problema, pues se han modificado las propias nociones de “alfabetización” y “cultura escrita”, para proponer a continuación algunas hipótesis de trabajo que surgen de la puesta en tela de juicio de las ideas corrientes que han dominado en este campo en la historiografía nacional. Palabras clave: alfabetización, escuela, lectura, ambulantes, órdenes religiosas, sistema educativo. comunidad, maestros Abstract The levels and forms of literacy –reading and reading and writing- in New Granada colonial society are rare known. This article made a review of this research problem, specific in the approach and methods, due that the notions of literacy had changed, and tries to propose some different hypotheses of the Colombian historiography to study this subject. Key words: literacy, school, reading, community, itinerant teachers, religious orders, education system. El presente informe es resultado de la investigación ya concluida “Alfabetización, cultura y sociedad en el Virreinato de Nueva Granada, 1740-1810”, que contó con el apoyo de la Facultad de Ciencias Sociales y Económicas -Centro de Investigaciones CIDSE- y la Vicerrectoría de Investigaciones de la Universidad del Valle, Cali, Colombia. Trabajaron como auxiliares de investigación Ana María Henao, estudiante del programa de Historia de la Universidad del Valle, y Zoraida Arcila, estudiante de la escuela de de Historia de la Universidad Nacional de Medellín. En Bogotá, en el Archivo General de la Nación, en una larga búsqueda que apenas se puede adivinar en las siguientes páginas, me acompañó el investigador Guillermo Vera. ** Antiguo profesor del Departamento de Ciencias Sociales de la Facultad de Ciencias Sociales y Económicas de la Universidad del Valle y miembro en esa Universidad del Grupo de Investigaciones Sociedad, Historia y Cultura. * 2 Consideraciones generales Nuestra comprensión de la historia no reside en el hallazgo de noticias distantes en el tiempo y ajenas por completo a nuestras preocupaciones. La curiosidad del anticuario ha dado paso a un tipo de construcción en la que los datos deben encontrar una significación no en sí mismos, sino con referencia a un problema, y la formulación de los problemas históricos no es en modo alguno ajena al avance del resto de las ciencias sociales G. Colmenares Antes que intentar resolver un problema a través de la presentación de cuadros y tablas –precarias y siempre aproximadas, cuando se trata de un periodo “preestadístico”-, o acudiendo al relato de la vida común o excéntrica de algunos “maestros de letras” de la época, o por medio de la transcripción de cualquiera de los frecuentes planes de estudio de finales del siglo XVIII, parece más adecuado recordar algunos rasgos centrales de la “educación elemental” en esa sociedad, para, a partir de ahí, tratar de bosquejar un problema de otro orden e inscribir tal problema en otro contexto de relaciones, no solo con el fin de aprovechar mejor los datos empíricos que sobre el tema son abundantes y muy reveladores –cuando se les interroga de otra manera-, sino además para poner el problema en relación con un campo de estudios que se encuentra completamente modificado- el del acceso a la cultura escrita y los usos sociales de la lectura y la escritura-, en función de los propios cambios que ha conocido la historia cultural desde principios de los años ochenta del siglo pasado.1 A este respecto hay que recordar, aunque parezca excesivo hacerlo, que la historia es una ciencia social –con todos sus defectos y virtudes-, y por lo tanto una disciplina que trabaja en términos de problemas de investigación, aunque tal elemento a veces no se pueda apreciar con todo claridad, por el hecho de que los historiadores no dejan de acudir, a veces de manera muy exagerada, a la tradicional narrativa de la que el análisis histórico no puede liberarse, y ello con el riesgo de que, como ocurre demasiado a menudo, muchos historiadores se dejen por esa vía arrastrar al terreno mismo de una crónica que resulta ajena tanto a los objetos mayores del análisis social, es decir a aquellos problemas que se relacionan con procesos, con actores, con eventos, con mundos representados, como ajenos a los principales problemas de la teoría social, tal como estos últimos aparecen en un momento determinado para una generación de historiadores. Entre varias de las síntesis recientes cf. Pascal Ory, L’histoire culturelle. Paris, PUF, 2007. Mucho más acorde con los impulsos de este trabajo Roger Chartier, La historia o la lectura del tiempo. Barcelona, Gedisa, 2007, una síntesis de perspectiva teórica sobre los cambios historiográficos recientes. Sobre las definiciones conceptuales mayores de la historia cultural y con sensible atención a los trabajos producidos fuera de Francia cf. R. Chartier, “La nueva historia cultural”, en El presente del pasado. Escritura de la historia, historia de lo escrito. México, Universidad Iberoamericana, 2005, pp. 13-38. 1 3 Dando prueba de la práctica de un tipo de historia cultural que se aleja de las formas tradicionales del relato -por bien documentado que sea-, pero mostrando al mismo tiempo de qué manera el historiador vuelve a encontrar los problemas básicos de la ciencia social a través de su tarea específica de investigación en un campo y disciplina que tiene sus propias especificidades (teóricas y empíricas), Roger Chartier ha escrito de manera reciente que Cada historiador examina su práctica a partir de su propio campo de trabajo. A mi parecer, lo que da sentido a los análisis historiográficos o metodológicos es su capacidad de inventar objetos de investigación, de proponer nuevas categorías interpretativas y construir comprensiones inéditas de problemas antiguos2, lo que quiere decir de manera sencilla que no hay ejercicio de método o ejercicio historiográfico que se valide por sí mismo, y que más allá de su orientación teórica particular, de lo que se trata siempre es de que la investigación en un campo determinado avance, transitando una cualquiera de sus varias posibilidades, una de las cuales es la de buscar puntos de apoyo para el trazado de hipótesis generales sobre procesos determinados, incluso antes de que sea posible trazar una historia particular relativamente acabada de sus objetos mayores. De esta manera, lo que intentaremos en estas páginas es recordar algunos de los rasgos más o menos conocidos del funcionamiento de los procesos de adquisición del alfabeto (en términos generales el proceso de adquisición de la capacidad de leer y de leer y escribir en ocasiones –hay que recordar que en la sociedad colonial neogranadina el proceso tiende a estar separado y graduado según tarifas, y está más extendida la capacidad de leer que la de escribir, que resulta minoritaria en alto grado-), y recordando esos rasgos, intentaremos conectarlos con la dinámica general de la sociedad en el caso del siglo XVIII – lapso de tiempo en que nos concentraremos-, de tal manera que se pueda llegar no solo a otra visión del problema, sino a la construcción de un espacio en el que, sobre la base de hechos conocidos y algunos otros menos conocidos, se pueda intentar plantear de otra manera un problema que puede resultar muy significativo, tanto en términos empíricos, como en términos teóricos. La dirección propuesta se explica no porque existan en nuestro campo de investigación –las formas de acceso a la cultura escrita- y universo de estudio –el virreinato de Nueva Granada- los suficientes trabajos que permitieran una síntesis adecuada de tales procesos, sino más bien porque se puede (o se debería, en ciertos casos) bosquejar síntesis provisionales, en el camino de trazar hipótesis que relancen la reflexión sobre ciertos problemas que permanecen ignorados (o congelados en visiones estereotipadas), lo que de paso podría servir para abrir la investigación a nuevas fuentes empíricas, lo mismo que para volver los ojos sobre conjuntos documentales muy amplios que permanecen explorados de manera muy incipiente.3 2 Roger Chartier, El presente del pasado. Escritura de la historia, historia de lo escrito, op. cit., p. 10. 3 En la investigación histórica, la idea de una hipótesis como guía de exploración en dominios muy incipientes en cuanto al análisis –un caso de “síntesis provisionales” -, se 4 Posiblemente lo que vuelve más atractiva y prometedora esta incursión en campos de trabajo muy poco frecuentados, no sea simplemente el hecho varias veces comprobado de la riqueza de los materiales documentales a partir de los cuales se puede explorar el problema, sino ante todo la naturaleza de los cambios que han afectado las formas mejor establecidas hasta hace unos años de plantearlo, en lo que tiene que ver tanto con sus proposiciones mayores, como en lo que se relaciona con sus enfoques y con sus métodos, una modificación que trataremos de presentar en estas páginas, poniendo de presente algunas características de lo que puede denominarse la posición teórica del objeto. Demás está decir que el cuadro que presentamos no constituye un “estado del arte del problema”, sino ante todo un artefacto construido con fines investigativos, un conjunto, que esperamos coherente, de proposiciones que tomamos de varios lugares (no siempre reflejados en la bibliografía aquí incluida) con el fin de dar solidez a cada una de las afirmaciones que presentamos, las que a su vez acompañamos siempre con referencias de archivo que indican la manera como la construcción realizada se liga a la propia historicidad del proceso y no simplemente es el resultado de la reciente literatura sobre el tema. En cuanto a trabajos anteriores sobre el tema realizados en el país hay que decir que se encuentran algunos que contienen hallazgos importantes por incipientes que sean, pues los problemas de la alfabetización de los “grupos populares” en la sociedad colonial no han dejado de despertar algún interés, por escaso que haya sido, aunque la mayor parte de tales trabajos haga énfasis en otro orden de problemas: la evangelización, los planes de escuela, las obras pías, el núcleo educativo de la Ilustración de finales del siglo XVIII, la historia del maestro o la educación de la mujer, para señalar algunos de los temas más recurrentes. Son todos trabajos que hacen aportes al tema, aunque su carácter de crónica, y en muchas ocasiones de apología, los limite en sus alcances, y aunque a veces a algunos de ellos el afán de estar a la “altura de los tiempos”, como se dice, los conduzca a afirmaciones apresuradas que indican una relación ingenua y muy inicial con la cultura historiográfica moderna.4 encuentra formulada con claridad en Marc Bloch, en su Historia rural francesa. Barcelona, Editorial Crítica, 1978, cf. p. 27 y ss, “Algunas observaciones de método”. 4 Cf. por ejemplo entre varios trabajos suyos Alberto Martínez B., El maestro y la instrucción pública en el Nuevo Reino de Granada, 1767-1809. Bogotá, UPN, 1981. Escuela, maestro y métodos en Colombia, 1750-1820. Bogotá, UPN, 1986. Cf. igualmente la vieja pero útil crónica –que a todos nos ha servido- de Jesús María Otero, La escuela de primeras letras y la cultura popular española en Popayán [1940]. Popayán, Talleres Editoriales de Departamento, 1963. Para los siglos XVI y XVII resulta de gran utilidad la consulta de los textos de historia de la Iglesia que se detienen con cuidado en el problema de la evangelización y los métodos misionales. Cf. por ejemplo, entre varios otros, Mario Germán Romero, Fray Juan de los Barrios y la evangelización del Nuevo Reino de Granada. Bogotá, Academia Colombiana de Historia, 1960. De manera más reciente Mercedes López en Tiempos para rezar y tiempo para trabajar, La cristianización de las comunidades muiscas durante el siglo XVI –Bogotá. ICANH, 2006-, incluye un amplio capítulo, pp. 145-199, sobre métodos, estrategias y prácticas de cristianización, pero no hace jugar en él ningún papel ni a la lectura ni a la escritura. Lo mismo ocurre con María Lucía Sotomayor en Cofradías, Caciques y mayordomos. Reconstrucción social y reorganización política en los pueblos de indios. Siglo XVIII –Bogotá, ICANH, 2004-, que estudia un problema de gran pertinencia, pero no repara en el hecho de cuánta lectura y 5 Perspectivas de análisis Hay que comenzar ante todo señalando el vuelco radical que los estudios sobre alfabetización han conocido en años recientes, como hay que señalar que se trata de un campo de estudios que conoció en fechas muy cercanas tanto la emergencia de nuevos métodos de trabajo –la exploración sistemática de fuentes cuantitativas-, como la crítica de tales métodos y en buena parte su sustitución por lo que podrían llamarse “formas de trabajo etnográficas”, un vuelco radical que tiene que ver tanto con el cambio global de perspectiva, como con el cambio en la noción misma de alfabetización. Se trata de una modificación que se relaciona con aspectos sustanciales y de procedimiento (es decir de método y de fuentes), y que ha permitido avanzar hacia lo que el gran estudioso italiano Armando Petrucci ha llamado “una historia cualitativa del alfabetismo”5, sin que nada de esto signifique que las viejas conquistas de la historia cuantitativa de los procesos de alfabetización haya perdido su sentido o que sus logros deban abandonarse, como a veces se ha entendido, por lo menos en el caso de algunos discípulos de la “microhistoria”, que entusiasmados con la crítica certera que Carlo Ginzburg hizo de la idea de Francois Furet de que las clases subalternas solo podían incorporarse al análisis histórico a través de la demografía y de la sociología, es decir bajo la forma del anonimato y de la cifra, concluyeron de manera muy rápida en la inutilidad de toda perspectiva de cuantificación en este tipo de investigaciones, por lo menos en el caso de las viejas sociedades pre/industriales.6 En realidad la sustitución veloz de los métodos de conteo de “alfabetizados” por descripciones cuidadosas de las formas de adquisición y los usos sociales de la lectura y la escritura, no es un hecho de azar y no tiene que ver con la definición a priori de la primacía de un tipo de métodos sobre otros, como no indica tampoco una sustitución no muy meditada de una historia apoyada en la sociología por una “nueva” historia que buscaría un diálogo exclusivo con la antropología, definida como “ciencia etnográfica de la cultura y sus significados”. Aunque esta última versión ha circulado con insistencia, y aunque de hecho muchos historiadores la han acogido, en realidad lo que ha sembrado la duda escritura intervienen en la vida de las cofradías. Oscar Fresneda y Jairo Duarte, en Elementos para la historia de la educación en Colombia: alfabetización y educación primaria –Monografía de grado-. Bogotá, Departamento de Sociología de la Universidad Nacional, 1982, ensayaron por primera vez, hasta donde conozco, un tratamiento cuantitativo de la escuela en la sociedad colonial, sin haber avanzado mucho en ese momento. D. Bonnett, M. LaRosa, G. Mejía y M. Nieto –Compiladores-, en La Nueva Granada colonial. Selección de textos históricos –Bogotá, Universidad de los Andes, 2005-, no mencionan siquiera el problema, aunque declaran que su libro ayuda a comprender “procesos fundamentales de la economía, la cultura y la sociedad colonial”. 5 Cf- Armando Petrucci, “Por una historia cualitativa del alfabetismo”, en A. Petrucci, Alfabetismo, escritura y sociedad. Barcelona, Gedisa, 1999, pp. 40-56 –aunque la mayor parte de los textos que se publican en esta edición castellana son muy anteriores a 1999. 6 Cf. Carlo Ginzburg, El queso y los gusanos. La historia de un molinero del siglo XVI [1976]. Barcelona, Muchnik, 1981, p. 19-20. Desde luego que esta no era la posición de Ginzburg, quien escribe: “Con ello no deseamos confrontar las indagaciones cualitativas con las cuantitativas” (p. 23). 6 sobre el privilegio de los métodos cuantitativos ha sido más bien su propio éxito, pues son tales éxitos los que han permitido ver con claridad todo lo que el conteo de firmas, los promedios, los porcentajes, las largas series, no dejaban ver con claridad, por reveladores que hayan sido sus resultados en otros dominios. Por lo demás, una epistemología rigurosa, deseosa de confrontar un sentido común del trabajo de la ciencia aceptado con excesiva facilidad, lo primero que tendría es que afrontar la crítica de la oposición falsa entre “cuantitativo – cualitativo” y recordar que de hecho todo “cuantitativo tiene su cualitativo”, como lo ha recordado, estudiando problemas similares, Jean – Claude Passeron.7 El cambio pues ha sido más bien el efecto de una modificación en la escala de análisis, sin que ello ponga necesariamente en tela de juicio muchas de las tendencias estructurales de largo plazo que los estudios cuantitativos habían fijado. La constatación que muchos investigadores han realizado es la de que en la observación del fenómeno y teniendo en mente su descripción, una técnica que no apunta sobre todo a bosquejar el mapa y sus rasgos generales, a describir la anatomía del proceso, no puede prestar mayor ayuda cuando se trata de enfrentar prácticas que reclaman la mirada detenida sobre gestos, sobre fragmentos, sobre “átomos” dispersos y discontinuos en el tiempo y en el espacio. La imagen que se impone aquí es, como tantas veces, aquella mencionada por Gaston Bachelard, cuando recordaba los usos complementarios de dos instrumentos como el telescopio y el microscopio en el trabajo de la ciencia, siempre que su elección se hiciera en función de los problemas investigados, por fuera de toda definición a priori.8 Este último punto es esencial en el caso de la historiografía colombiana –y en parte latinoamericana-, ya que habiendo sido ajena por completo a la fase de cuantificación de los problemas de historia cultural, la apertura actual a los terrenos de una historia de perspectiva etnográfica puede acarrear nuevos equívocos, pues es posible que las “descripciones densas” no dejen ver las dimensiones y alcances de la difusión social de un fenómeno como la alfabetización y de manera muy rápida se especule sobre el cuerpo, la escritura y sus prácticas rituales, los “gestos” de la lectura y los poderes simbólicos de lo escrito, antes de que se tenga una idea mínima de las formas de acceso, los modelos de aprendizaje, y sobre todo la extensión del fenómeno que se quiere describir. El auge de los estudios sobre alfabetismo y sociedad puede ser fechado con posterioridad a la segunda guerra mundial, cuando los métodos estadísticos (seriales) apoyados en el tratamiento masivo de fuentes cuantitativas fueron aplicados al campo de la historia de la educación y del análisis cultural. Los resultados fueron promisorios –como en el caso de los trabajos de Lawrence Stone9- y permitieron poner en discusión muchas ideas habitualmente aceptadas sobre la difusión social de la escuela y de la escritura. Lo mismo puede decirse de Cf. al respecto Jean – Claude Passeron, “L’espace mental de l’enquête”, en Enquête – Anthropologie, histoire, sociologie-. No 3, Premier semestre 1996, pp. 89 – 126. 8 Respecto de las escalas de análisis cf. Jacques Revel –director-, Jeux d’échelles. La micro-analyse à l’expérience. Paris, Gallimard/Le Seuil/Hautes Études, 1996. 9 Cf. Lawrence Stone, “Literacy and Education in England, 1640-1900”, en Past and Present, 42, 1969, pp. 69-139, entre varios trabajos más ya clásicos de este autor. 7 7 los trabajos del historiador Carlo Cipolla10, que a través de una obra pionera logró dar un fondo estructural a los avances del alfabetismo en la sociedad moderna, al tiempo que mostraba para el caso europeo toda la complejidad de las relaciones entre avance alfabetizador, escuela e industrialización, una relación que las sociologías de manual habían convertido en una correlación universal y unicausal (migración, industrialización, urbanización, alfabetización).11 Aunque no se puede generalizar, la mayor parte de los trabajos sobre alfabetización y sociedad –sobre todo en el caso de los trabajos de los discípulos de los grandes maestros- terminó aplicando de manera más bien rutinaria y mecánica lo que se conoció como el método del conteo de firmas, es decir la deducción de la capacidad de leer y de escribir de la capacidad de firmar (el acta matrimonial o el libro de bautismos en que consignaba el nacimiento de un hijo, o el registro firmado de ingreso al ejército –aunque el ejército mismo fue una institución alfabetizadora en muchas sociedades-).12 El cuestionamiento del método de conteo de las firmas vino de varios frentes, pero provino ante todo del reexamen de la propia noción de alfabetización y de la comprobación de que no existía una separación absoluta entre saber leer y escribir y no saber, si no que se trataba siempre de un problema de grados de conocimiento de una técnica e instrumento cultural, grados que podían ir desde la ignorancia total de cualquier habilidad en esos dos dominios, hecho más bien raro en una comunidad en donde hubiera ya alguna minoría alfabetizada, hasta la habilidad desplegada con toda suficiencia que se podría encontrar, en el otro extremo, en un hombre o mujer de letras, en una sociedad con una cultura intelectual estabilizada en torno a la comunicación escrita.13 Carlo Cipolla, Educación y desarrollo [1969}. Barcelona, Ariel, 1980. Casi contemporáneo con el avance de la aplicación de los métodos cuantitativos al estudio de la alfabetización, el trabajo de Jack Goody ya había puesto de presente el carácter de mutación cultural profunda que significa la introducción de la escritura en una sociedad que antes no la conocía, pues se trata del ingreso en un tipo de lógica que modifica formas de clasificación y categorías de percepción antes dominantes en una sociedad determinada. Cf. Jack Goody –Comp.-, Cultura escrita en sociedades tradicionales [1968].Barcelona, Gedisa, 1996, y sobre todo J. Goody, La domesticación del pensamiento salvaje [1977]. Madrid, Akal, 1985; en mi opinión, para América latina las más ambiciosas formas de plantearse el problema de los poderes de la escritura son las de Serge Gruzinski en La colonización de lo imaginario [1988]. México, FCE, 1991, en donde se muestra de qué manera la escritura transforma de manera radical todas las formas de imaginar el mundo y cómo las redes de la escritura son parte inevitable del proceso de expansión de Occidente, una de cuyas fases es precisamente el descubrimiento de América [1492]. 12 Para el estado del arte sintético pero cuidadoso del problema cf. Armando Petrucci, Alfabetismo, escritura y sociedad, op. cit., pp. 40-44, y pp. 53-56 para una rica bibliografía, por lo menos hasta ese momento. 13 La idea, que pertenece a Jack Goody, es la de “alfabetización restringida”, e indica que se trata de usos de la lectura y la escritura que se inscriben en redes de comunicación de contenido marcadamente oral. Cf. Jack Goody, Cultura escrita en sociedades tradicionales, op. cit., –“introducción”-, p. 11 y ss. Pero alfabetización restringida, que se opone a “alfabetización generalizada”, es diferente de “alfabetización tardía”, que es el caso de un país como Colombia a principios del siglo XX, en donde las redes de la escritura han 10 11 8 La estadística que separa en dos grupos, de porcentajes diversos, los que saben de los que no saben, es un indicador en el fondo poco elaborado y tosco, que deja de lado todos los fenómenos graduales, de transición (entre lograr la habilidad y entre perderla por ejemplo) que son fáciles de observar cuando el problema se mira por métodos de análisis que no sean simplemente el de la aproximación cuantitativa que separa entre “saber” y “no saber”, a partir de un indicador tan poco exacto, tan lleno de significados, como puede ser una firma. Esta perspectiva deja por tanto de lado el hecho (que es casi la verdadera norma en las sociedades de Antiguo Régimen) de que se podía participar de la escritura y de la lectura, localizándose en sus márgenes, como en el caso de los “iletrados” que aprendían pregones que debían cantar a la población informando acerca de alguna medida administrativa de las autoridades o de alguna decisión parroquial que afectara a los vecinos. Además, el método del conteo engañaba irremediablemente frente a las habilidades de lectura, por cuanto se trataba de interrogar sociedades que durante mucho tiempo separaron el aprendizaje de la lectura del de la escritura, de tal manera que muchas gentes que aparecían firmando con una simple cruz, lo que impedía contarlos como “alfabetos”, podían perfectamente leer, o por lo menos deletrear avisos grandes de letras capitales. De la misma forma, y en sentido contrario, muchos testimonios de archivo indicaban que la firma podía ser simplemente un dibujo, aprendido a realizar en medios familiares, para enfrentar pequeñas diligencias que gentes humildes debían hacer muchas veces en su vida frente a las autoridades administrativas de su localidad. En el programa de investigación que proponía Armando Petrucci se trataba de avanzar del “pueblo que firma” (en cualquier forma que sea) hacia el análisis del “pueblo que escribe”, lo que no solo podría dar una imagen más exacta de la extensión de un tipo de práctica y del avance de la “aculturación por la lectura y la escritura”, sino ofrecer un conocimiento menos aproximado de todas las formas de apropiación singulares que caracterizan las “escrituras populares”, es decir los usos sociales que de la escritura –que supone la lectura- hacían las gentes de las clases subalternas, lo que permitía introducir nociones nuevas, como las de “pueblo que escribe” (una minoría significativa, amplia y variada, dentro de una mayoría iletrada, en el caso de las sociedades pre/industriales), “escrituras delegadas”, “intermediarios culturales”, entre otras, además de proponer una serie de pistas de investigación valiosísimas sobre los funcionamientos reales de la escritura en los medios populares de las sociedades no industrializadas y ajenas a la reforma protestante. Así por ejemplo A. Petrucci logró proponer algunas correlaciones de alcance sociológico sobre la rica dinámica social que en los grupos subalternos se terminado por incluir al conjunto de la sociedad nacional, aunque la práctica de la lectura y la escritura sean habilidades aun muy débilmente expandidas. Para los años 1940 del siglo XX he podido comprobar de qué manera textos escritos (impresos) habían entrado a formar parte del patrimonio oral de muchas comunidades campesinas. Cf. R. Silva, Sociedades campesinas, cambio social y transición cultural. Medellín, La Carreta editores, 2006. 9 desarrolla en momentos en que crece o se contrae la demanda por alfabetización – efecto del uso creciente de la escritura y de la lectura o del descenso en su uso- y un sugerente análisis del papel de la familia en la difusión, el control y la jerarquización de las prácticas de lo escrito, lo que permitió ver a la familia como un lugar de complejas estrategias de distribución, de limitación y de censura de las capacidades alfabéticas, privilegiando sujetos, limitando el recurso y sus instrumentos y fijando las fronteras y el tipo de prácticas en que la lectura y la escritura podían ser utilizadas.14 De la misma forma, las investigaciones de Armando Petrucci insistieron en el carácter estratificado y diverso de lo que mencionamos con una expresión unificadora como “clases subalternas”, pues Petrucci mostró cómo la lectura y la escritura se distribuyen de manera desigual, siguiendo líneas difíciles de interpretar, según condiciones, profesiones, oficios, tradiciones, aunque no deja de aparecer una línea clara que tiende a mostrar que quedan por fuera de la escritura los grupos populares más bajos en la escala social, quienes sufren al mismo tiempo una nueva exclusión y una forma de dependencia, pues en una sociedad en la que se hace cada vez más constante la necesidad de leer y escribir, hay que acudir a múltiples formas de mediación y de delegación.15 Esta última mención no debe hacer pensar que se trata de correlaciones generales abstractas en torno a la relación entre grupos sociales y niveles culturales, a la manera como parece haberse ampliamente asumido luego del famoso Coloquio que bajo el título preciso de “Grupos sociales y niveles culturales” se hizo en 1966 en Francia y uno de cuyos temas de discusión –la correspondencia entre los accesos a la cultura intelectual y la posesión de bienes materiales- terminó siendo incorporado posteriormente como un postulado de la propia historia social, al asumirse que entre grupos sociales y niveles culturales había una relación estructural permanente que concentraba los logros culturales en términos de la escala de ingresos, de tal manera que los grupos sociales poderosos eran siempre y en todo lugar los depositarios de los mayores “capitales culturales” en una sociedad16, aunque antes y después de asumirse de manera Armando Petrucci, cf. por ejemplo “Escribir para otros”, en A. Petrucci, Alfabetismo, escritura y sociedad, op. cit., pp. 105-116. 15 Ídem. Hay que señalar que lo que hacemos es una mención muy rápida, simplificada y parcial en extremo de una cantidad de problemas de investigación mayores en el estudio de las prácticas de lo escrito, que se derivan de la obra del erudito investigador italiano. Por lo demás, un estado del arte cuidadoso –que no es nuestro objetivo aquí- debería incluir por lo menos una decena de nombres de investigadores de países muy diversos, pues en la reformulación del problema de la historia de las prácticas del leer y el escribir las contribuciones han sido tanto originales como variadas. Cf. por ejemplo Antonio Castillo Gómez –Coordinador-, La conquista del alfabeto. Escritura y clases populares. Gijón, Ediciones Trea, S. L., 2002, pp. 303-332, para una orientación bibliográfica que recoge sobre todo la tradición francesa e italiana de este tipo de estudios, pero mucho menos la que se ha desarrollado en Estados Unidos y en Inglaterra. Igualmente el texto es una muestra de la variedad y riqueza de temas que pueden ser incorporados al estudio de la expansión, funcionamiento y usos sociales de la escritura. 16 Cf. AAVV, Niveles de cultura y grupos sociales [1967]. México, Siglo XXI editores, 1976 – desde luego que ese tipo de correlación en buena medida afirmada en las comunicaciones del Coloquio mencionado, no era la única afirmación presente ni el espíritu mismo de 14 10 práctica este postulado el análisis de los inventarios de bibliotecas mostraba la presencia del libro y del impreso, en cantidades diversas, en testamentos que no pertenecían a gentes de alta condición social, y el examen de la circulación del escrito y de la escritura entre los miembros de gremios y de cofradías mostraba no solo posesión frecuente del escrito (al lado de la imagen), sino usos sociales específicos de la escritura y la presencia constante de la práctica de la lectura, bajo formas que no coincidían con los usos considerados como cultos o letrados, y que quedaban por analizar. Además, el análisis de la “profesión” de maestro (incluidos sobre todos los temporales, los estacionales, los ocasionales, los de medio familiar) mostró en muchas oportunidades que su condición social estaba lejos en todos los casos con coincidir con las de gentes de elevada o media condición social (aunque el caso se podría presentar en preceptores de ciertos tipos de familia) y que la herencia de una concepción aristocrática de la escritura y su consiguiente condena como un “arte mecánico”, había permitido retener por mucho tiempo las habilidades de escritura (y de lectura) en ayudantes y secretarios de variada condición social.17 La lección general que se derivaba de esta forma más amplia de plantear el problema del alfabetismo y de la perspectiva que separaba alfabetización de escuela, por lo menos para ciertos periodos, fue la de mostrar que cada vez más individuos de diferente condición social y pertenecientes a grupos y cuerpos muy variados (como variados eran los sistemas de estratificación social y las formas de organización en cuerpos de la sociedad) se veían inscritos en las redes de la escritura (manuscrita e impresa), incluso aunque participaran de esa red de manera puramente marginal o subordinada, aunque desconocieran la habilidad y no pudieran demostrar competencia en ninguno de los dos dominios (la lectura y la escritura). Como lo mostró el descubrimiento de América, en el caso de las poblaciones aborígenes, cuando éstas eran vinculadas a trabajos forzados (los diversos tipos de “requerimientos”), los indígenas entraban de inmediato en contacto con la escritura, a través de la lectura que debían escuchar de las cédulas, pragmáticas, órdenes y circulares en las que se fijaba y se legitima su nuevo destino, su paso a otra ocupación o el monto de la tributación que se les imponía, lo que ocurriría también con las poblaciones negras traídas del África en calidad de esclavos.18 todos los análisis. Sin embargo, no hay duda que para la historia social resultó siendo el postulado que con mayor fuerza se retuvo y que fue incorporado como orientación de enfoque y de método. 17 Cf. por ejemplo Christine Métayer, “Normes graphiques et pratiques de l’écriture. Maîtres écrivains et écrivains publics à Paris aux XVII et XVIII siècles », en ANNALES, histoire, sciences sociales. No 4-5, 2001. pp. 881– 901. 18 Escritura inscrita en un ritual, pues como indican las constantes informaciones de los funcionarios al respecto, la lectura iba acompañada de gestos precisos del cuerpo, como en el caso de poner sobre la cabeza el texto leído, como señal de cumplimiento de una orden –leer el requerimiento- y como indicación de su obligatoria aceptación por parte de los implicados. El marco general de esta práctica representada no es otro que la propia 11 La fuerza de la representación que asocia desde entonces, incluso para las poblaciones no alfabetizadas o semialfabetizadas de los territorios descubiertos en 1492, la escritura con el poder es clara desde entonces. Como empieza a aparecer de manera mucho más clara la forma rápida como las poblaciones indígenas fueron adoptando la escritura –el texto escrito, bajo formas diversas, pero también los mapas- a todas sus formas de resistencia, de reclamo y de representación, y los tipos de espacios rituales en que fueron incorporando la nueva forma cultural, cuya ambigüedad residió desde el principio en que fue al mismo tiempo una conquista y una imposición.19 Una de las presentaciones más inteligentes y artísticas que se puede haber ofrecido de este ingreso trágico en un invento tan maravilloso como el de la lectura y la escritura, por parte de gentes que habían estado por fuera de tales formas de conocer e interpretar el mundo, ha sido la D. F. McKenzie, cuando recuerda el “incidente” de los indígenas australianos – los Maoríes- en su “pacto” con la Corona inglesa, cuando los indígenas fueron sorprendidos por la palabra escrita, que los obligaba a ceder sus tierras a los colonizadores, como consecuencia de la firma de un tratado, que bajo su forma escrita les era completamente ajeno, ya que ellos estaban acostumbrados al valor de la palabra, como signo de aprobación y no al dibujo de unos signos sobre un papel, hecho que para ellos no tenía valor alguno. Aunque el documento aparecía efectivamente firmado por los nativos –quienes de hecho lo habían alegremente firmado-, su punto de vista cultural no recogía el sentido de obligatoriedad que era un hecho para los ingleses, por lo que se sentían perfectamente ajenos a las consecuencias que los ingleses sacaban de la firma del texto y que tenía consecuencias tan amplias sobre sus inmemoriales propiedades.20 extensión de la esfera del Estado y de sus prácticas administrativas. A medida se olvida, por lo demás, que España era en el siglo XVI una de las monarquías mejor organizadas de Europa. En cuanto a la transformación de la memoria oral y visual en memoria escrita en Europa, de manera muy temprana, y en el marco de la consolidación de los estados cf. Michael Clanchy, From Memory to written Record. London, 1979, y de manera sintética “La cultura escrita, la ley y el poder del estado”, en ARCHÉ, 5 –Seminari Internacional d’Estudis sobre la Cultura Escrita-. Valencia, 1999, pp. 1-14. 19 Cf. Serge Gruzinski, La colonización de lo imaginario, op. cit.; para el caso de las sociedades andinas cf. los importantes trabajos de Joan Rappaport quien, a través de ejemplos tempranos (siglos XVI y XVII) de los indígenas del sur/occidente de la actual Colombia y de otros grupos de la zona centro oriental de Colombia, ha mostrado el uso de mapas y escrituras notariales en las reclamaciones que las autoridades indígenas llevaron a los tribunales de Quito y Santafé, lo mismo que las prácticas rituales en que el texto (manuscrito o impreso) podía funcionar, más allá del dominio que de las prácticas de escritura y de lectura se tuviera por parte de los miembros de las comunidades (un conocimiento que parece haber estado más bien concentrado en manos de los “indios principales”). Cf. entre varios trabajos, J. Rappaport y Tom Cummins, “Between images and Writing: the Ritual of the Kings Quillca”, en Colonial Latin American Review, Vol. 7. No 1, 1998, pp. 7- 32. 20 D. F. McKenzie, “The sociology of a text: oral culture, literacy and print in early New Zeland” [1984], en D. F. McKenzie, The Bibliography and the Sociology of Texts. Cambridge, Cambridge University Press, 1986. 12 De esta entrada en crisis de un enfoque y de una forma de trabajo, y de la subsiguiente reconsideración de la perspectiva y de los supuestos que animaban tales enfoques y métodos, no quedó por fuera la idea tradicional que asociaba de manera directa y para toda la sociedad la alfabetización con la escuela (e incluso con un sistema escolar ya constituido). Lo que empezó a observarse, al tiempo que se ponía de presente el carácter complejo de la noción de competencias de lectura y escritura, fue el hecho de que la alfabetización no era exclusivamente obra de la escuela, y en ocasiones no era ni siquiera un producto de la escuela, pues en muchos casos se comprobó que la capacidad de leer y escribir –en algún grado- era anterior a la fundación de los sistemas escolares nacionales en el siglo XIX, habiendo sido el producto de la Iglesia, de los talleres artesanales, de la familia, de los maestros ambulantes, de la ayuda entre compagnons, de la labor de preceptores privados y de curas pobres y bachilleres desocupados, lo mismo que de diversas formas posibles de autodidactismo. Así que la relación directa entre alfabetismo y sociedad postrevolucionaria, como en el caso francés, se mostraba como una correlación débil, máxime cuando el análisis del ingreso de las mayorías en la lectura en las sociedades protestantes del Norte de Europa, como en el caso sueco, mostraban que el fenómeno no solo no dependía de la escuela formalmente organizada, sino que tenía como escenario de manera directa a la familia, bajo el control semanal de los clérigos, que realizaban en casa los exámenes de lectura de la Biblia. Desde luego que hubo escuela antes de la escuela republicana del siglo XIX y antes de la formación a finales de ese siglo en la mayor parte de los países de Europa de los sistemas educativos nacionales –un proceso que no tiene tan grandes desfases cronológicos con América latina, que en general en el primer tercio del siglo XIX había definido los perfiles básicos de su sistema de escolar primario, aunque su construcción se encuentra aun en marcha a principios del siglo XX en muchos de sus países-. La labor de las congregaciones religiosas que se organizaron con el fin principal de la enseñanza y aun más la tarea de las viejas escuelitas parroquiales, casi siempre dirigidas por un sacristán, debe haber sido una causa de incremento grande de la lectura y de la escritura, sobre todo porque la Iglesia intentó responder a la reforma protestante con un aumento de su acción educativa organizada. La imagen liberal de que la Iglesia se oponía a la “educación de masas”, cae en una afirmación unilateral fácil de criticar en términos empíricos y argumentales, pues el hecho de que en muchas ocasiones la Iglesia católica se hubiera opuesto a ciertas formas de la escuela republicana – laica y de tendencia liberal y cientifista-, no quiere decir que se hubiera opuesto siempre y en todas partes a la existencia de escuelas, mucho menos si ella podía controlarlas a través de las ordenes religiosas especializadas o del simple clero secular. La acción de las pequeñas escuelas pagadas con dineros de los municipios, de las escuelas producto de legados piadosos e incluso de la labor de enseñanza de buena voluntad de que se hacían eco, en las sociedades pre/industriales, muchas gentes, bajo la idea de “ayudar al prójimo” por la vía de comunicar la habilidad de la lectura y la escritura, son realidades bien conocida en Europa, aunque no lo suficientemente estudiadas en Iberoamérica, aunque sin duda se 13 trató de una fuente más de avance de la cultura escrita, un nuevo paso en dirección del triunfo de la “civilización de lo escrito”. Pero ante todo lo que las nuevas nociones más fluidas de escritura y de lectura y de ámbitos variados de aprendizaje pusieron de presente fue la necesidad de redefinir la noción misma de escuela, al parecer exageradamente dependiente de nuestra idea republicana de escuela de cemento, con maestros nombrados y reconocidos por la comunidad y un grupo estable de niños que avanza año por año en la adquisición de las habilidades básicas –técnicas y morales- que comunica la escuela. La escuela en las sociedades preindustriales, sobre todo en aquellas que pueden definirse como de Antiguo Régimen -tanto en el medio rural como en el urbano, aunque mucho más en el primero que en el segundo-, tuvo una forma que se parece muy poco a la imagen posterior de la escuela, formada sobre la base de la experiencia de la escuela republicana en el siglo XIX –de todas maneras una escuela más deseada que existente por largo tiempo en muchos lugares de Europa, para no hablar aun del caso de América latina, que por años experimentó un notable retraso en este campo, no en relación con las definiciones constitucionales republicanas, ni en relación con los debates sobre el lugar de la escuela en la sociedad, o aun sobre las formas pedagógicas que deberían corresponderse con la formación del “nuevo ciudadano”, sino simplemente por relación con los logros y realizaciones prácticas. Para el trabajo de investigación esto significaba que había que ir a buscar la “escuela” en otras partes, y que había que redefinir nociones básicas como las de maestro, currículo, texto, etc. y acoger la idea de prácticas dispersas, discontinuas, fragmentarias, estacionales (la escuela de invierno de ciertas comunidades) y a veces hasta encontrar la escuela escondida en el cuarto familiar (sobre todo en los casos de la familia extensa) y en el taller artesanal mucho antes de que se pudiera imaginar a finales del siglo XVIII una escuela de perfiles modernos, y sobre todo mucho antes de llegar a mediados del siglo XIX, cuando la figura de una escuela inscrita en el marco de los sistemas educativos nacionales y definida como el lugar básico de la alfabetización, se impusiera.21 Nada de esto niega de manera terminante el papel de la escuela, pero pone en tela de juicio su exclusividad como productora de “alfabetos”, duda de su posición privilegiada como agente originario en el terreno de la transmisión del abecedario y deja en claro que antes de pensar en términos de instituciones conformadas y homogéneas, casi carentes de génesis y de avatares de formación, habría que pensar sobre todo en términos de prácticas dispersas (y a veces hasta 21 La mejor reformulación del problema me parece que sigue siendo la de François Furet y Jacques Ozouf, Lire et écrire. L’alphabétisation des français de Calvin a Jules Ferry [1]. Paris, Les Éditions de Minuit, 1977. Este libro profundamente innovador, de escritura briosa, capaz de echar mano de un verdadero arsenal de cifras, al tiempo que discute en detalle sobre un fondo histórico de gran renovación de las concepciones habituales sobre las sociedades de Antiguo Régimen, será siempre un ejemplo de la forma de ligar Estado, Iglesia, comunidades y escuela en el análisis del siglo XVIII y de la alfabetización, y de cómo retirar del análisis las tradicionales causalidades económicas -¡las necesidades de la industrialización!- que se quieren imponer a toda costa al análisis de los avances de la civilización de “lo escrito”. 14 disparatadas), no homogéneas, carentes de continuidad. Es más o menos seguro que lo que haya ocurrido sea que, como en otras oportunidades, durante mucho tiempo los historiadores hayan proyectado hacia atrás la labor –real o supuestade la escuela republicana del siglo XIX, a la que constitucionalmente se le dio en la mayor parte de los países de Occidente la tarea alfabetizadora, aunque de manera práctica no siempre los asuntos hayan transcurrido de esta manera, incluso en el caso de los siglos XIX y XX.22 El campo de formulación de nuevas preguntas23 En términos generales la situación podría resumirse de la forma siguiente: más allá de tratar de establecer, a través de acercamientos que pueden ser muy variados en términos de método, cómo se distribuye social y regionalmente la habilidad de la lectura y de la escritura –objetivo que debe mantenerse-, se trata ante todo, en un horizonte de análisis transformado, de localizar el lugar y la función de “lo escrito” en las sociedades que caen, en un momento determinado, en las “redes de la escritura”. Se trata de sociedades en las que, en adelante, las diferentes formas de memoria y todo el conjunto de las relaciones de propiedad, al igual que aquellas que identifican la pertenencia a uno u otro grupo social y esas otras que son exigidas por las relaciones con el Estado, cada vez más asumen una forma escrita, o incluyen modalidades de lo escrito, en competencia con otras formas y soportes. En esa perspectiva de una historia de la cultura escrita –que para el caso de las sociedades occidentales europeas se despliega de manera particular después del año 1000 y luego a raíz de la aparición de la imprenta, cuando comienza el proceso de redistribución de las relaciones entre las formas visuales, sonoras y escritas24-, hay que dar un lugar, después de 1492 a los territorios americanos de la Corona española, teniendo en mente por lo menos tres objetivos básicos para una búsqueda de esta naturaleza: A lo largo del siglo XX y en la medida en que a través de mecanismos diversos la escuela se impuso a la sociedad –sobre todo a la sociedad popular-, la institución educativa se convirtió en el centro mismo del sistema cultural legítimo (en términos de los poderes dominantes), al punto que cultura y educación terminaron volviéndose en ocasiones términos intercambiables. Es sobre esa base que P. Bourdieu explicó muchas veces su interés por la educación. Cf. Pierre Bourdieu, Capital cultural, escuela y espacio social. México, Siglo XXI, 1997. 23 La síntesis de las proposiciones que inspiran los análisis propuestos en los renglones que siguen se encuentran en ANNALES, histoire, sciences sociales, No 4-5, octubre 2001, número que contiene un dossier de gran interés sobre los problemas de la cultura escrita. Cf. con particular atención la Introducción de Jacques Poloni –Simmard, pp. 781 – 782. De nuestra parte sumamos algunas proposiciones más y tratamos de introducir elementos que se derivan de manera clara de la propia configuración histórica singular de la sociedad y periodo que investigamos, sin que construyamos una oposición frontal y extrema entre las sociedades de Antiguo Régimen y las sociedades hispanoamericanas de los siglos XVI al XVIII. 24 Cf. Fernando Bouza, Del escribano a la biblioteca. La civilización escrita europea en la alta Edad Moderna (Siglos XV-XVII). Madrid, Síntesis, 1997, pp. 15-32. 22 15 1. El análisis de todas las formas de acceso a la lectura y a la escritura, para los diferentes grupos sociales (en toda la complejidad de las estructuras sociales y sistemas de estratificación que produjeron las sociedades americanas después de su incorporación al Imperio español), considerando tal acceso en el contexto de sus determinantes políticos, sociales y culturales. 2. El análisis de todas las formas de apropiación, de todos los usos sociales de la lectura y de la escritura, con particular énfasis en los grupos sociales que hacían por primera vez uso de esta forma de desciframiento y comunicación y para quienes tal acceso resultaba al mismo tiempo una conquista “expresiva”, una forma de aculturación y una manera radicalmente nueva de inscribir y reproducir su memoria, aunque desde luego tal inscripción y reproducción no dejarán de combinarse, con muchas otras formas anteriormente existentes. 3. El análisis de los valores y representaciones asignados por la sociedad y por sus diferentes grupos a la lectura y a la escritura –y en alguna medida a una forma nueva de conteo, a la escuela, al impreso y a la imagen impresa sobre papel-, sobre todo en los periodos en que tales prácticas constituyen “bienes raros”, al tratarse de sociedades en donde quienes pueden leer y escribir constituyen una minoría sobre todo entre los grupos subalternos, pero no menos en los grupos dominantes (aunque no en las mismas proporciones). Los objetivos mencionados –que a pesar de su carácter general no deben dejar de estar inscritos, como sobraría recordarlo, en una perspectiva de trabajo empírico documentado y de descripción minuciosa de orientación etnográficaevitan desde luego la reproducción de sistemas de falsas oposiciones o de articulaciones lineales, con que a veces se ha examinado el problema, lo que quiere decir en lo inmediato, que, por una parte, luego de los primeros grandes momentos de difusión de la escritura -entrada de la civilización de lo escrito en sociedades que no conocían o no hacían uso intenso del alfabeto-, el esquema lineal que supuestamente iría de lo oral a lo escrito, sobre todo en los grupos subalternos, muestra sus carencias; lo mismo que, por otra parte, exige controvertir la idea de que entre alfabetizados y no alfabetizados hay una diferencia radical e imaginar que, como muchas investigaciones lo han mostrado, para otras sociedades, lo que existe es una línea al tiempo continua y segmentada, un terreno fluido, ambiguo y de difícil definición, por su ausencia de fronteras nítidas.25. En las sociedades iberoamericanas de los siglos XV al XVIII, que tantos rasgos de modernidad temprana presentan (con todas las especificidades, singularidades y negaciones que de esos rasgos pueden encontrarse en el mundo americano26), existen, con diferencias sociales y regionales acentuadas, amplias 25 Cf. por ejemplo Istvan György Tóth, “Une société aux lisières de l’alphabet. La paysannerie hongroise aux XVII et XVIII siècles », en ANNALES, op. cit., pp. 863-880. 26 Puede parecer extraño utilizar la noción de “modernidad” para referirse a un mundo que todavía a mediados del siglo XX no había integrado rasgos que se definen como de la “esencia” de tal proceso. Todo depende del uso y significados que se le de a tal noción. Si se la relaciona con procesos de fuerte individuación, que conducen al “nombre propio”, es 16 zonas marginales a las grandes corrientes de lectura y escritura, pero con dificultad alguien se encuentra por completo al margen de la escritura y de la lectura, de manera que solo raramente alguien escapa de las redes de lo escrito – bajo diversas formas: poniendo una cruz en el libro parroquial a manera de firma, escuchando la lectura de un edicto pegado en la pared, deletreando en el catecismo las letras de una oración que conoce a fuerza de repetir y que no descifra sino adivina; cantando una plegaria que sabe de memoria, pero que al tiempo “contempla” escrita en una débil hojita volante-. Además, aunque sea de manera excepcional, todos los miembros de las comunidades en algún momento de su vida realizan ante el Estado –las administraciones centrales, los funcionarios de las localidades, los visitadores, los alcaldes pedáneos- algún tipo de gestión o responden a una imposición que los pone frente a la escritura y sus poderes. Por lo demás, fragmentos de la cultura escrita –y a veces partes enteras, aunque modificadas en su contexto- circulan por todos los rincones de la sociedad, son difundidos e impuestos y llegan en muchas oportunidades a ser ampliamente compartidos, como en el caso de las oraciones básicas del cristianismo, de elementos de la cultura jurídica o de ecos de noticias (festejos de reyes, ejecución de milagros, viajes a Tierra Santa, cataclismos naturales, etc.)27 En el caso iberoamericano, antes de la aparición en el siglo XIX de los proyectos republicanos de creación de sistemas educativos nacionales, hay que prestar particular atención a la dinámica entre la corriente de alfabetización que proviene de muy diferentes lugares de la sociedad (la hacienda, el convento, la familia) y aquella que, sobre todo en el siglo XVIII empieza a depender de una escuela que de manera lenta y solo a través de pequeños balbuceos va organizándose, sin que se pueda confundir con la presencia de una institución educativa, en el sentido realizado de esta expresión. Por lo demás, para comprender esta corriente de alfabetización (que en el siglo XX llegará a ser dominante) hay que hacer jugar un sistema complejo de relaciones entre la Iglesia –que fue uno de los lugares básicos de alfabetización, el Estado –que intenta retomar e impulsar el proceso en los finales del siglo XVIII- y las comunidades y cuerpos que desde mediados del siglo XVIII, sobre todo, concretan y elaboran la demanda por alfabetización, como una demanda de la sociedad.28 Así pues, inscritas en un marco comprehensivo que no puede ser otro que la sociedad en su conjunto -por fragmentada que tal sociedad sea en términos de sus regiones en algunos periodos, como en el caso del virreinato de Nueva Granada,-, las preguntas principales que deben despejar el camino de un estudio redefinido de la alfabetización –transformada ahora en la investigación de las formas de acceso a la cultura escrita, sus usos sociales y sus formas de claro que el cristianismo es uno de los más antiguos núcleos del proceso, como lo son la escritura alfabética y las diversas formas de propiedad privada. Por lo demás, el carácter no lineal y de larga duración del proceso, le permite estar lleno de “azares”, de “marchas” y “contramarchas”. Para reparar en las enormes complejidades del problema cf. Louis Dumont, Ensayos sobre el individualismo [1983]. Madrid, Alianza editorial, 1987. 27 Cf. R. Silva, “El sermón como forma de comunicación y como estrategia de movilización: Nuevo Reino de Granada a principios del siglo XVII”, en Sociedad y Economía, No 1, septiembre 2001, pp. 103-130. 28 F. Furet y J. Ozouf, Lire et écrire, op.cit., pp. 69-115. 17 representación- deben tomar en cuenta, por lo menos para comenzar, interrogantes como los siguientes: ¿Quiénes? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Dónde?, preguntas todas referidas a las modalidades de acceso a la competencia y habilidad de leer y escribir, pero sin circunscribir tal acceso al mundo de la escuela formalizada. Debe interrogarse necesariamente también sobre ¿a través de quiénes?, abriendo un amplio abanico de posibilidades que permitan a la investigación plantearse preguntas sobre los variados “sujetos de la enseñanza”, a los que envolvemos en la generalidad de la palabra “maestro”, y lanzar una mirada sobre prácticas de aprendizaje muy diversas que, de nuevo, no se agotan en la escuela y que en general la antecedieron bajo su forma institucional. Se imponen igualmente todos los interrogantes imaginables sobre los usos sociales que se hicieron de tales habilidades y sobre el importante papel que durante mucho tiempo cumplieron variados tipos de intermediarios de la escritura y de la lectura, que al tiempo que facilitaban una relación mediada con ese tipo de prácticas, la impedían, por cuanto el monopolio de ellas era condición básica para la supervivencia de su oficio, de sus ingresos y de su prestigio –como en el caso de los escribanos, sobre todos los escribanos no inscritos de manera formal en el ámbito de las administraciones centrales o municipales, o en el caso de “latinistas” de carreras universitarias truncadas o aun en el caso de artesanos que a raíz de un oficio técnico dominaban las habilidades de lectura y escritura y eran capaces de transmitirlas y en periodos de ausencia de trabajo o de disputa con sus patronos ejercían el “oficio de enseñar” y se dedicaban a vender la habilidad poseída, bien fuera como intermediarios de la práctica o como agentes de su difusión (enseñándola), casos todos que se encuentran de manera repetida en los documentos de archivo, pero que aparecen como informaciones “incidentales”, cuando son en realidad una forma constante, durante un amplio periodo, de existencia del fenómeno de traspaso de la habilidad de leer y escribir o de su uso mercantil (préstamo de la escritura a quien la necesita pero no dispone de la competencia).29 Desde luego también preguntas esenciales sobre la propia decisión –de las familias y de los sujetos- de someterse al aprendizaje de una técnica que demanda tiempo y esfuerzo, y que no es ni obvia ni natural, aunque en el presente, sobre la base de su extensión, pueda representarse como tal. Aprender a leer y a escribir, como aprender a contar, no son tareas sencillas, demandan tiempo y paciencia, exigen someter el cuerpo y la “mente” a una disciplina, y a pesar de todas las formas como el periodo ilustrado trató de regular las prácticas de castigo, no debió dejar de incluir siempre alguna dosis de éste, como parece indicarlo la fuerza con que las prácticas de castigo supervivieron en nuestra sociedad (por lo menos de manera acusada hasta el último tercio del siglo XX, en que empezó a considerar el castigo como una forma de maltrato infantil). 29 El tema ha sido muy poco explorado para el caso del Nuevo Reino de Granada, aunque se menciona de manera repetida que un maestro es “escribano en la casa de un principal”, o que copia textos y escribe cartas para gentes del común en las plazas de mercado, casi siempre para enfrentar situaciones judiciales. Sobre la supervivencia en México del siglo XX –pero es un caso común en las sociedades de América Andina- de estas “escrituras delegadas” en medios populares cf. Judith Kalman, Escribir en la plaza [1999]. México, FCE, 2003. 18 Este punto relacionado con las decisiones de aprender, de acudir a la escritura, resulta esencial, si en el trabajo del historiador se quiere hacer intervenir tanto los elementos de estrategia (familiar, grupal o individual) que acompañan siempre la acción social, como los elementos de incorporación subjetiva de las posibilidades sociales que realizan los grupos y las comunidades, una decisión de enfoque que es la única que puede ayudar a abandonar la idea simplista de que el acceso a la cultura escrita es el fruto de la “industrialización” o de las “necesidades económicas” (o aun de la simple y directa imposición de los grupos dominantes), como si hubiera manifestación de interés o deseo sociales que no pasara por la elaboración de los grupos y los sujetos, incluso cuando son impuestas. 30 Desde luego que el examen de tales formas de funcionamiento de la escritura debe tener en cuenta también los contextos y procesos sociales en que ella se inscribía y de los cuales dependía. Por una parte porque las demandas de lectura y escritura, el hecho de que ese tipo de prácticas se impusieran y fueran reconocidas en unos periodos más que en otros –en ciertos medios sociales, en ciertos medios laborales- como una necesidad, como una “capacidad deseada”, debe encontrarse en relación con otros cambios en la sociedad, y por otro lado porque la escuela, bajo su forma institucional no hubiera finalmente emergido, si para muchos, en lo alto y en lo bajo de la escala social, no hubiera en algún momento aparecido como un atributo social del que no era bueno que nadie estuviera desprovisto, como finalmente terminará siendo reconocido por las sociedades modernas, más allá de los avatares y dificultades que de manera práctica el acceso de las mayorías a la alfabetización y a la escuela han supuesto para las sociedades, para los estados y para los propios grupos sociales que han llegado de manera tardía a apropiarse de esta capacidad. La lectura y la escritura como un bien raro Para el caso del Nuevo Reino de Granada, hasta por lo menos el comienzo del siglo XVIII, hay que señalar que las habilidades de lectura y escritura no parecen haber sido muy extendidas, ni en lo alto ni en lo bajo de la estructura social. No que tales habilidades fueran desconocidas por completo, simplemente que, frente a las matrices orales y visuales de la comunicación cultural, el “protagonismo de la escritura” no parece haber tenido la fuerza que puede haber tenido en otras sociedades de colonización ibérica, lo que acentúa mucho más el carácter innovador que se puede observar en la petición de escuela de muchos vecindarios en el último tercio del siglo XVIII. Nada de esto significa que no hubiera un cierto nivel de circulación del escrito, ni mucho menos que las pocas competencias de lectura y de escritura existentes coincidieran con los grupos sociales de posición más elevada en la estructura social, o que preocupaciones por el aprendizaje de ese tipo de conocimientos hubieran sido ajenas a medios populares antes del último tercio del siglo XVIII. Pero aun con las anteriores salvedades, lo que se 30 Sobre la elaboración social de toda necesidad y deseo y sobre la inexistencia de mecanismos exteriores a la sociedad pero que la modelan, como la “industrialización” o la “economía”, cf. F. Furet y J. Ozouf, Lire et écrire, op, cit., cf. pp. 9-12. 19 observa en las huellas que del proceso han quedado para los siglos XVI y XVII deja la imagen de una alfabetización débil, y en los medios populares un “retraso” en términos de alfabetización que, como se sabe, solo hacia finales del siglo XX empezó a ser colmado, luego de un avance sostenido a lo largo de esa centuria.31 En relación con lo que directamente nos concierne y teniendo en cuenta lo que la documentación permite afirmar, podemos reconocer en el Nuevo Reino de Granada a lo largo de sus tres siglos la existencia de algunas fuentes básicas de producción de gentes con algún dominio de la lectura y un poco menos de la lectura y la escritura (la enseñanza de las dos habilidades no se hacía de manera simultánea), sin olvidar el carácter “flexible” y difícil de definir de eso que puede ser llamado como “dominio del alfabeto”. De manera esquemática podemos presentar esas fuentes de “alfabetismo” de la siguiente manera.32 Para comenzar, hay que recordar el papel de la Iglesia católica desde el siglo XVI, en principio sobre todo los conventos y luego a través de las iglesias parroquiales de las ciudades recién fundadas. Se trataba de pequeños lugares de enseñanza, producto de la necesidad de preparar buenos cristianos que pudieran leer el catecismo.33 Estas tareas de enseñanza –casi siempre ocupando las sacristías- dirigían sus esfuerzos hacia los hijos de los conquistadores y “primeros pobladores” o gentes distinguidas del vecindario en formación, pero no menos se mencionan esfuerzos en dirección de la educación de indios y de negros, pero bajo una forma en la que con dificultad se distingue entre labores de evangelización y labores de enseñanza de la lectura y de la escritura, o dicho de otra manera, y esto señala ya un elemento para tener en cuenta, en el caso de los grupos nativos y de las gentes traídas del África como esclavos, los pocos elementos de alfabetización existían en el interior de un propósito mayor, que era el de evangelización, lo que hizo que los esfuerzos por enseñar las habilidades de Cf. M. T. Ramírez y J. P. Téllez, “La educación primaria y secundaria en Colombia en el siglo XX”, en J. Robinson y M. Urrutia –editores-, Economía colombiana del siglo XX: un análisis cuantitativo. Bogotá, FCE-Banco de la República, 2007, pp. 459-515. 32 Para un esquema general de los tipos de “escuela” y prácticas de enseñanza desde el punto de vista de su financiamiento cf. R. Silva, “Economía y educación en la sociedad colonial”, en Saber, cultura y sociedad en el Nuevo Reino de Granada, siglos XVII y XVIII. Medellín, La Carreta editores, 2004, pp. 201-240. 33 Cf. por ejemplo carta del Rey para la Orden de Predicadores, en 1540, para que vengan algunos religiosos que se dediquen “a la instrucción de los naturales de aquella tierra”, en Guillermo Hernández de Alba, Documentos para la Historia de la Educación en Colombia. Bogotá, Patronato Colombiano de Artes y Ciencias, 1969-1986, VII tomos –la mejor guía para una primera inmersión en el mundo de las prácticas educativas en el Nuevo reino de Granada- [en adelante DOC, seguido de la indicación del tomo]. T. 1, p. 15. Igualmente carta al Rey del obispo de Santa Marta en 1545, en donde informa que se propone “juntar algunos niños de los caciques y principales y de otros, con la voluntad de sus padres, en cada ciudad, y hacer de ellos una congregación o colegio, para que allí se les enseñe la doctrina cristiana… antes de que tuvieren noticia de los ritos y supersticiones de sus padres…”. Ídem, p. 16. Cf. también la carta del licenciado Miguel Diéz de Armendáriz para el rey, en 1545, en donde cuenta que hay enseñanza de doctrina los días de fiesta, que se ofrece misa a indios y negros y que se les reúnen en la iglesia, y agrega: “En mi casa tengo media docena de muchachos a quienes hago enseñar a leer, con esperanza de que alguno saldrá con algo, aunque la de esta tierra es gente muy inhábil…”. Quien enseñaba era el sacristán. p. 17. 31 20 lectura, dejaran rezagados los esfuerzos por enseñar la escritura, y que en últimas lo que primara fuera la repetición memorística y en voz alta de oraciones que se encontraban en los catecismos que estuvieran llegando desde comienzos del siglo XVI, oraciones que en muchas ocasiones habían sido aprendidas de memoria antes de que el aprendiz de lectura tuviera frente a sus ojos el texto escrito, de tal manera que se puede suponer que muchas veces antes que leer simplemente repitiera.34 En cualquier caso debería evitarse asumir, como lo hizo en alguna oportunidad el economista Miguel Urrutia, que todo sitio en donde hubiera una parroquia, o en donde existiera un convento, había una escuela. Por una parte no se puede confundir la existencia demostrada o arriesgada como hipótesis de prácticas de enseñanza en los conventos, por ejemplo, con la existencia de escuela. Por otra parte, si bien las prácticas de enseñanza (la conversión de los indios a la santa fe católica y por lo tanto a la lectura del catecismo, por lo menos) habían sido consideradas como obligación impuesta a frailes y doctrineros, se sabe hoy con suficiente claridad que la evangelización no fue una fuente directa de alfabetización (como pudo serlo en otras sociedades) y que de manera repetida y al parecer insuperable la mayor parte de los clérigos –seculares y regularesincumplían de manera sistemática sus obligaciones para con los fieles.35 Para el siglo XVII, con vecindarios urbanos mejor establecidos y en un momento en que los sistemas de parroquias, compartidas por regulares y diocesanos, se había estabilizado, y había curas doctrineros en la mayor parte de los pueblos de indios, la tarea de evangelización se extendió y alguna parte de ella debió ser una fuente más de extensión de las habilidades de lectura y de escritura –difícilmente de conteo-. Pero la documentación deja de nuevo la impresión de que se trataba de evangelización, a través de repetición oral, con muy poca presencia de libros y de conocimientos especializados, y con énfasis principal en No hay ningún trabajo realmente especializado sobre la “nemotecnia colonial”, por lo menos para el caso del Nuevo Reino de Granada, un tema que debería ser de primer orden para la historia colonial, sobre todo en el caso de la evangelización de los grupos de indígenas y de gentes traídas del África. Cf. de todas maneras, sobre los métodos misionales de enseñanza, Mario Germán Romero, Fray Juan de los Barrios y la evangelización del Nuevo Reino de Granada, op. cit., entre otras obras; y sobre el comercio y la circulación de libros europeos (en donde figuran los catecismos, las gramáticas y los libros de lectura para la enseñanza) dos síntesis recientes son Carlos A. González S., Los mundos del libro. Medios de difusión de la cultura occidental en las Indias de los siglos XVI y XVII. Sevilla, Universidad de Sevilla, 2001 y Pedro J. Rueda Ramírez, Negocio e intercambio cultural: el comercio de libros con América en la Carrera de Indias (siglo XVII). Sevilla, Universidad de Sevilla, 2005. 35 Miguel Urrutia, en “La educación y la economía colombiana”, en Cincuenta años de desarrollo económico colombiano. Bogotá, editorial La Carreta, 1979, pp. 120-167, escribe: “Después de esa fecha [c. 1536] se establecieron escuelas elementales para enseñar rudimentos de español y doctrina cristiana en la mayoría de los conventos. En 1550 existían por lo menos cuatrocientas iglesias y conventos en el Nuevo Reino de Granada, de lo que se puede estimar que al menos la mitad tenían escuelas”. p. 127. –aunque no sepamos bien por qué se puede estimar “que al menos la mitad tenían escuelas”, ni mucho menos porque se denomina “escuela elemental” a una práctica de enseñanza que es simplemente evangelización. 34 21 el aprendizaje de oraciones, de cantos religiosos y participación en las ceremonias religiosas, comenzando por la misa, acompañada de la comunión y confesión, lo que hacía que las matrices orales, sonoras y visuales de la comunicación cultural fueran dominantes. Aunque en muchos documentos aparece la expresión “escuelas parroquiales” y “escuelas doctrinales”, no hay que hacerse muy rápido a la idea de escuelas tal como los podemos imaginar en la actualidad y muchos menos hay que hacerse a la idea de una “institución educativa”, que incluso con mucho esfuerzo y con riesgo de deformar los hechos se puede proponer para el último tercio del siglo XVIII.36 Hablando de la Iglesia y las órdenes religiosas debemos mencionar lo que parece ser uno de los problemas más difíciles de investigar en el terreno de la alfabetización, sobre todo por razones documentales, aunque considerándolo podemos estar ante una de las mayores fuentes de alfabetización, reconociendo que los datos numéricos y las descripciones precisas no se ofrecen con la frecuencia y la claridad que el investigador desearía. Se trata de la tarea alfabetizadora de la compañía de Jesús. De su tarea de formación de elites provinciales y de difusora del latín y de las humanidades clásicas no hay ninguna duda.37 La compañía desarrollo en el Nuevo Reino, y en general en América Hispana, la más importante red de colegios para la formación en latín y humanidades –como antes señalamos-, y entre 1610 (aproximadamente) y 1767, el año de su expulsión, los Jesuitas fueron sin ninguna duda la principal institución de formación de élites provinciales (aunque el mismo papel lo cumplía en Santafé, la capital, en donde además tenía estudios generales de filosofía, facultad de Cánones desde principios del siglo XVIII y enseñanzas de derecho civil).38 Pero no tenemos las mismas seguridades de que haya cumplido ese papel en el caso de la alfabetización de base (la enseñanza de la lectura y la escritura). Aquí las fuentes tienden a ser contradictorias y desiguales. A la información repetida que existe sobre las llamadas aulas de latinidad no se corresponde la misma abundancia sobre su trabajo de enseñanza de lectura y escritura. Con toda seguridad sabemos tenían escuela para niños en Santafé y en Popayán en el En realidad por mucho tiempo, según nuestras investigaciones desde el inicio de la ocupación hasta comienzos del siglo XX, la representación de la lectura y de su aprendizaje continuó perteneciendo al orden de lo sagrado, un hecho que no es independiente del trabajo de siglos de la Iglesia católica en el campo de la enseñanza de la lectura y la escritura, y en general de su papel de primer orden en la historia de la educación en Colombia. 37 Para una panorámica de la historia de la Compañía de Jesús en Iberoamérica cf. Teófanes Egido (Coordinador), Los Jesuitas en España y en el mundo hispánico. Madrid, Marcial Pons, 2004. 38 Cf. Doc, T. III –casi todo dedicado a la actividad educativa de la Compañía de Jesús-. La Compañía había llegado muy a principios del siglo XVII y ya en 1605 el arzobispo Bartolomé Lobo Guerrero reconocía las excelencias de su trabajo. Cf. Doc, T. 1, p. 97. En 1643 los vecinos de la ciudad de Pasto firmaban peticiones para que los jesuitas pudieran fundar colegios y escuelas en la ciudad “para nuestros hijos y criados, que como indios nuevos en la fe requieren de este pasto espiritual”, máxime al estar rodeados d infieles a los que hay que convertir”. La petición la encabezan el notario eclesiástico, todos los miembros del cabildo y los vecinos principales. Cf. Doc. Ídem, 178-179. 36 22 momento de su expulsión, y en sus documentos siempre se señala que en todos sus colegios había siempre al lado de la enseñanza de las humanidades una escuela para lectura y escritura.39 Puede haber sido así. Sin embargo no se trataba de escuela pública –en el sentido corriente de la expresión-, y muchas fuentes indican su preferencia por la enseñanza de la gramática latina a los jóvenes antes que la enseñanza de las letras a los niños. En los documentos con los que la Corona justificó su expulsión ante los vecindarios locales se menciona que la enseñanza inicial, la de las primeras letras, se encontraba abandonada por parte de los jesuitas, pues, aunque se les había encomendado, no constituía para ellos un campo de interés, pero puede que el argumento fuera simplemente una justificación más de la medida.40 No hay duda sin embargo de que la Compañía de Jesús fue en muchos vecindarios la palanca de impulso de la lectura y de la escritura, y que en su enseñanza de primeras letras incluyó tanto niños de condiciones sociales elevadas, con niños pertenecientes a grupos sociales menos favorecidos, aunque siempre dentro de la esfera de los “niños blancos”. El caso es que para el momento de su expulsión la compañía, en 1767, puede ser considerada como una fuente continua de una importante corriente de alfabetización, alcanzando gentes de variada condición social, aunque no podamos precisar ni siquiera de manera aproximada la magnitud de ese fenómeno, ni concluir nada respecto de la observación de los funcionarios ilustrados acerca de su preferencia por la enseñanza de las humanidades antes que por la enseñanza de primeras letras, pues la educación de las pequeñas elites provinciales era una de las principales formas de influencias sobre la sociedad y sobre las autoridades.41 Las donaciones “intervivos” y testamentarias de particulares pueden haber sido en alguna medida también responsables de una cierta corriente de alfabetización, pues en ocasiones legados importantes fueron dejados para el sostenimiento de una escuela –lo que en términos prácticos quería decir, para el sostenimiento de un maestro-. Sin embargo, en el caso particular del Nuevo Reino hay que tener en cuenta que las donaciones con fines educativos no fueron muy frecuentes y tuvieron como objetivos más bien el sostenimiento de un cura pobre o asegurar la enseñanza de los parientes del donante, pues muchas de ellas fueron hechas señalando a quiénes se podría dar el beneficio. Además de esto, en el siglo XVII las pocas donaciones que se presentaron determinaron que el acceso a esas escuelas debería encontrarse restringido a los blancos (incluidos los blancos pobres), con exclusión de los demás grupos étnicos y siempre en número reducido (una decena), de tal manera que si el maestro quería recibir otros Ídem. T. III, p. 331, por ejemplo, en donde se puede leer que “se reconoció ser [ese salón] la escuela donde se enseña a leer, escribir y contar a los niños…, con “asientos de maderos y bancos para escribir y una lacena con su llave para guardar libros, catones y cartillas”, todo en un ambiente muy religioso, rodeado de imágenes de devoción. 40 Ídem. T. III. Cf. de manera particular Real Provisión de octubre 5 de 1767, en la que se menciona de manera directa su descuido de las tareas de enseñanza a favor de otras actividades que habían constituido como su interés particular, pp. 342-345. 41 Cf. por ejemplo Ídem. T. III, pp. 53-166, para observar la penetración acelerada de la región antioqueña, un viejo vecindario, con fuerte ascendiente español y baluarte del catolicismo en Colombia desde entonces. 39 23 estudiantes o recibía solicitudes de padres de niños diferentes a los seleccionados, debería arreglar con ellos por su cuenta, cobrando una tarifa.42 Las “familias notables y distinguidas” –es el lenguaje de la época-, pueden ser consideradas como una tercera fuente de alfabetización desde el siglo XVI. Muchos documentos así lo informan. En las ciudades principales (ciudades, villas, pueblos y pueblos de indios es de manera básica la organización jerárquica del espacio colonial “urbano”) de manera permanente y a veces por fuera del ámbito directo de la Iglesia, se reconocen constantes esfuerzos por lograr para los hijos (con relativa exclusión de las mujeres) la adquisición de la capacidad de lectura por lo menos, y de manera muy frecuente de lectura, escritura y conteo. El horizonte en que se inscribe esta fuente de alfabetización tiene que ver con la idea de obtener un lugar en la pequeña burocracia colonial y en general participar en los numerosos cargos “políticos” que la vida urbana imponía y que suponían alguna forma mínima de relación con las prácticas de lo escrito (fuera en las cofradías más elevadas socialmente, fuera en los oficios de cabildo o en cualquiera de los cargos civiles que rodeaban la actividad de la Iglesia). Alrededor de esas expectativas y ante la ausencia de escuelas organizadas como las que se conocían en España desde mucho tiempo atrás, las familias, que buscaban su acomodo en la sociedad en formación o que intentaban mantener una posición social a través del conocimiento de las letras, organizaron prácticas de enseñanza que garantizaran para sus hijos el aprendizaje de la lectura o de la lectura y de la escritura, a través de formas diversas, que podían incluir la propia enseñanza por medio de uno de los miembros mayores de la familia, o el contrato de un escribano, de los que no ostentaban la calidad de escribanos reales, o de un fraile o sacristán.43 El Nuevo Reino de Granada gozó desde temprano de la presencia de seminarios y de lo que se llamó “aulas de latinidad”, dos instancias esenciales para el acceso al latín – la lengua de cultura por mucho tiempo- y para el acceso a la universidad en Santafé, lo que suponía haber obtenido previamente las habilidades de lectura y de escritura. Cuando se considera la biografía de los letrados del siglo XVII y del siglo XVIII resalta el hecho de que no se menciona por ninguna parte el lugar del primer aprendizaje (la alfabetización básica) y cuando se menciona casi siempre el asunto reenvía a esfuerzos del ámbito privado 42 Cf. por ejemplo Doc, T. I, pp. 26-28, para la escritura de fundación de una escuela, en el monasterio de San Francisco, en 1569, por parte de Luis López, vecino de Santafé, “para enseñar a leer, escribir, contar y latinidad…”. En realidad es la donación de un dinero para que un maestro atienda a los miembros de su familia (extensa) y a algunos “indios principales” de Tocaima, con la obligación “de que recen por el alma del fundador”.La instrucción sería principalmente en “las cosas de nuestra santa fe católica”. En 1687 en Santafé Antonio González Casariego había dejado una importante donación de dinero para que se fundase una escuela en donde un jesuita enseñase a leer, escribir y contar “hasta cien pobres blancos”, “exceptuándose ser… recibidos indios, negros, mulatos ni zambos, por ser el ánimo y voluntad expresa de dicho fundador el que solo se reciban pobres… españoles”. Cf. Doc, T. II, pp. 256-257. 43 Cf. en general sobre este tema el volumen coordinado por Pilar Gonzalo Aizpuru, Familia y educación en Iberoamérica. México, El Colegio de México, 1999. 24 familiar, a través de “maestros”, eclesiásticos y civiles, contratados bajo las más diversas modalidades.44 Una cuarta fuente de alfabetización provino de lo que se puede llamar de manera estricta los “preceptores privados”, casi siempre establecidos en las haciendas como parte de la familia –muchas veces como parientes pobres- o en una posición muy cercana a la de la servidumbre. Como se sabe, la mayor parte de las haciendas grandes disponían de una capilla y tenían incorporado el respectivo capellán, quien habitaba en la casa de la hacienda, cumplía con obligaciones espirituales para con sus patronos y para con los trabajadores que allí laboraban, y tenían como uno de sus encargos mayores la enseñanza de la lectura y la escritura a la descendencia joven de sus patronos. Eran en general “letrados pobres” que se encontraban a la espera de una capellanía, de una parroquia en propiedad, de alguna acumulación de dinero que les permitiera comprar un “beneficio” y adquirir el título de órdenes mayores (lo que muchas veces reclamaba un regreso al seminario y un conjunto de trámites ante la burocracia eclesiástica citadina, algo que demandaba recursos económicos de alguna importancia). Constituían una parte del clero medio o bajo, en busca de una mejor oportunidad laboral, lo que los condenaba a una situación inestable de “semi-criados” en las haciendas, actuando como confesores, como expertos en el arte del bien morir y como maestros de los hijos de sus patronos. Aunque fueron en general clérigos de órdenes menores o seminaristas con estudios truncados, fueron también en ocasiones civiles, casi siempre bachilleres hijos de familias arruinadas o entusiastas de las letras sin patrimonio, que terminaban adoptando finalmente, con el paso del tiempo, la figura de un maestro-sirviente asimilado a la vida de la hacienda.45 En medios urbanos, los talleres de artesanos fueron una fuente más de alfabetización. Los “obrajes coloniales” no tuvieron, como se sabe, ni la amplitud ni el esplendor de sus similares de México y del Perú, ni alcanzaron tampoco el nivel que puede comprobarse en el Reino de Quito. El trabajo fue siempre de muy baja calificación y la preparación para el trabajo no incluía sino un adiestramiento mínimo que se lograba a través del propio trabajo, por medio de una transmisión oral y práctica del oficio. Como lo supieron observar y describir en muchas ocasiones los funcionarios ilustrados del final del siglo XVIII, los talleres artesanales locales eran expresión de un trabajo rutinario, poco o nada abierto a la innovación, limitado por un mercado estrecho y atenido a fórmulas Cf. R. Silva, Universidad y sociedad. Contribución a un análisis histórico de la formación intelectual de la sociedad colombiana. Bogotá, Banco de la República, 1992, p. 346 y ss. 45 “Muchas familias prominentes se contentaban con entregar a sus hijos a un preceptor religioso que los instruía por algún tiempo. Así, el maestro Juan Nieto Polo declaraba en su testamento (en 1699) haber sido preceptor de gramática, en su hacienda de San Miguel de la Paila, de don Cristóbal de Caicedo, el Alférez real de Cali”, indica Germán Colmenares en Historia económica y social de Colombia II. Popayán: una sociedad esclavista, 1680-1800. Bogotá, La Carreta, 1979, p. 250. Todavía a finales del siglo XVIII, el visitador Mon y Velarde observaba que, en Antioquia, “la enseñanza se reducía a lo que los particulares de alguna fortuna podían aprender de un maestro privado, sacerdote frecuentemente”. Emilio Robledo, Bosquejo biográfico del señor oidor don Juan Antonio Mon y Velarde. Bogotá, Banco de la República, 1954, p. 83. 44 25 conocidas y empleadas desde “siempre”, lo que no planteaba grandes inquietudes respecto de las necesidades de formación y de asimilación de nuevas técnicas de trabajo que exigieran el recurso al libro por parte de los aprendices. 46 Sin embargo, en medida difícil de precisar, los talleres artesanales si supusieron una forma de acceso a la lectura y también en ocasiones a la lectura y a la escritura, y los artesanos, por grande que fuera su atraso, deben haber estado entre los grupos más cercanos a la cultura escrita. Es eso lo que pone de presente el examen de los contratos que se firmaban entre padres de familia o responsables de un infante abandonado y propietarios de un taller, pues de manera regular aparece una cláusula en que se indica que el dueño del taller se compromete a tratar como un padre a su aprendiz, a darle la comida y el vestido y a enseñarle las “primeras letras”. No resulta fácil precisar como operaba de manera práctica esa cláusula y no podemos saber de manera concluyente nada acerca de si el propio artesano ejercía como maestro –lo que no parece haber sido muy frecuente- o encargaba la enseñanza de las “letras” o uno cualquiera de los maestros que ejercían el oficio en las ciudades, a la manera de maestros ambulantes. Lo cierto es que la obligación existía, pues se menciona en una buena cantidad de contratos y no hay razones para pensar que fuera incumplida de manera sistemática por todos los patronos, máximo cuando se mencionaba como obligación espiritual, en el mismo nivel que la formación cristiana que debía al artesano ofrecer a sus aprendices.47 Finalmente, y esta nos parece ser la situación más interesante de considerar, porque creemos que se trata de la corriente dominante de alfabetización sobre todo durante el siglo XVIII, hay que mencionar a los maestros ambulantes, esas vidas frágiles e itinerantes que iban por aquí y por allá, recorriendo los vecindarios, actuando como mediadores de la escritura para los Visitadores españoles del último tercio del siglo XVIII como Mon y Velarde –cf. Emilio Robledo, Bosquejo biográfico del señor oidor don Juan Antonio Mon y Velarde, op. cit.- o ilustrados locales como Pedro Fermín de Vargas –cf. Pensamientos políticos. Siglos XVII y XVIII. Bogotá, Procultura, 1986- no dejaron de observar el bajo nivel técnico del trabajo agrícola en el campo y de los artesanos en la ciudad, lo que también se comprueba en el caso de los talleres de los artistas –cf. Gabriel Giraldo Jaramillo, El grabado en Colombia. Bogotá, Editorial ABC, 1960-. Se debe mencionar de paso que parece no haber trabajos destacados en la historiografía nacional sobre uno de los temas más corrientes de análisis del movimiento ilustrado: su relación con la técnica y su papel en la transformación del mundo del trabajo. Alberto Mayor –cf. Cabezas duras y dedos inteligentes. Estilos de vida y cultura técnica de los artesanos colombianos del siglo XIX. Bogotá, COLCULTURA, 1996- dedica al tema algunas reflexiones anacrónicas y descontextualizadas, que toma de uno de sus maestros, sobre el tratamiento y el control que José Celestino Mutis daba a sus “pintores” e “iluminadores”, mira por encima los reglamentos de gremios que son constantes de la época y abandona el problema. 47 La obligación de enseñanza de las primeras letras y la educación cristiana se repite en todos los contratos, pero poco sabemos acerca del funcionamiento práctico. Sobre el mundo artesanal, que de todas maneras aparece como una fuente de relación con la cultura de lo escrito, hay que recordar que buena parte de la transmisión de procedimientos técnicos era oral, no solo por la escasa innovación de ese “cuerpo”, sino porque sobre muchas de sus formas de hacer existía el secreto. Para un ejemplo mexicano interesante cf. “Artesanos, aprendices, y saberes en la Zacatecas del siglo XVIII”, en Pilar Gonzalbo, Familia y educación en Iberoamérica, op. cit., pp. 83-98. 46 26 que no poseían la habilidad y como maestros de quienes querían adquirir la destreza, establecidos de manera más o menos temporal en ciertas ciudades que empezaban a conocer un desarrollo urbano importante y que se encargaban de niños de todas las condiciones sociales, a través del pago de pequeñas cantidades de dinero, que se combinaban con frutos y alimentos que también recibían como pago. Se trataba de hombres pobres (no se conoce por ahora el caso de mujeres), despojados de toda propiedad inmueble, con un nivel cultural mínimo (casi siempre reducido a la lectura, la escritura y un poco de latín), quienes en su propia vivienda (una o dos piezas) “abrían escuela”, con un permiso temporal de los funcionarios locales, o simplemente sin ninguna autorización. Sin embargo actuaban también de manera completamente trashumante, como buhoneros de la cultura, recorriendo las zonas rurales inmediatamente aledañas a las ciudades y villas, y ofreciendo sus enseñanzas para niños que reunían en la casa de una hacienda o en pequeñas propiedades campestres, en donde de manera temporal se establecían. Hay muchos testimonios de su existencia y de su relación difícil con las autoridades locales, para su carencia de licencia para enseñar y se conoce mucho de su existencia porque fueron blanco favorito de las autoridades, que no les perdonaban su trashumancia, su combinación de oficios, sus constantes enfrentamientos con cabildos y su lucha por garantizar el monopolio de la tarea que adelantaban, y que además terminaron dándole a la “escuela realmente existente” de tanta originalidad, pues su actividad daba lugar a la existencia de escuelas sin licencia pero toleradas (escuelas que no eran más casi siempre que una pieza alquilada por el maestro, quien de paso enseñaba a sus hijos y se hacía ayudar por la mujer), de escuelas reconocidas por los cabildos –aunque no eran más que la enseñanza de un maestro-, de escuelas itinerantes y móviles, de escuelas clandestinas, y de una variedad grande en términos de régimen de contrato del maestro, de pago, de horario y de época del año en que se enseñaba.48 Desde luego que no hay que descontar fenómenos de “autodidactismo”, desde que no se olvide lo relativo de esa noción. El trabajo del autodidacta supone por lo menos un contexto en el que el libro o el impreso circulan y un horizonte social que otorga alguna valoración positiva, alguna utilidad social al aprendizaje de la lectura y de la escritura. Joseph Jiménez, autodidacta y ermitaño acusado por el Tribunal de la Inquisición de Cartagena de Indias en la segunda mitad del siglo XVII –estudiado por Patricia Patiño en Del desierto a la hoguera. Bogotá, Ariel, 1995-, “le pidió a Alonso, un muchacho vecino, que le enseñara. En total recibió siete lecciones que le sirvieron para conocer las letras y empezar a deletrear. Sin embargo, las verdaderas habilidades de lectura y escritura las adquirió años más tarde en el desierto cuando en su soledad se dedicó a perfeccionar lo que sabía”. p. 44. Elementos de formación autodidacta se encuentran en Juan Joseph Medina, el verdugo de Santafé de Antioquia, un mestizo pobre, fiestero, poco honrado, y alborotador de vecindarios, que escribe de manera repetida al virrey, pidiendo la conmutación de la pena de muerte a que había sido condenado por un lío de sangre, por el oficio de verdugo y carcelero de la población. Cf. R. Silva, “Por una historia de las clases subalternas”, en Boletín Socioeconómico, No 18 –Cali, Universidad del Valle-, 1988, pp. 7-16. El tema general del aprendizaje de la lectura por parte de los autodidactas populares ha sido muy bien examinado por Jean Hébrard a propósito del caso de Jamerey-Duval (1695-1775) –cf. J, Hébrard, “L’autodidaxie exemplaire. Comment Valentin Jamerey-Duval apprit-il à lire?”, en Roger Chartier, Pratiques de la lecture. Paris, Payot, 1993, pp. 29-74. 48 27 Para el siglo XVIII en particular debe considerarse a este tipo de maestro, anterior a los primeros intentos de institucionalización de la escuela y que sobrevivió a todas las legislaciones que intentaron acabarlo, como una condición esencial del alza de la difusión de la cultura escrita que parece observarse a lo largo del siglo XVIII y sobre todo en su segunda mitad y que recuerda la falta de prudencia que ha habido al postular la existencia de la escuela -¡y aun de una institución escolar!- en fecha tan temprana como los años inmediatamente posteriores a la expulsión de los jesuitas (1767). Podemos mencionar como un primer ejemplo para comenzar a intuir esta forma de enseñanza –y de existencia social- el caso del maestro José Fernando Torres, vecino de la Villa de San Gil, hombre pobre “cargado de mujer y de hijos, y sin tener cómo sustentarlos”, pero “medianamente hábil en la gramática”, quien solicitaba en 1721 una licencia para abrir una aula y enseñar, ya que para subsistir no tenía “más tratos ni contratos que la enseñanza de algunos niños”. Examinado por el cura de la localidad se le otorgó la licencia correspondiente. El maestro Torres cumplió aplicadamente su tarea por mucho más de 10 años, pero repleto de dificultades, “por cuanto continuamente los jueces de cobranzas reales... me inquietan y molestan en orden a que contribuya”, por lo cual solicitaba a las autoridades centrales, en 1730, “que se sirva[n] mandar se me declare por libre de contribución”, comprometiéndose el maestro en cambio “... a enseñar a todos los pobres que se apliquen a aprenderlo...”.49 Podemos citar también dos testimonios más, de dos tipos de maestro que no coinciden exactamente con la figura del maestro ambulante que acabamos de describir, aunque participan de algunos de sus rasgos. Unos y otros esclarecen mucho acerca de las fuentes de un alfabetismo popular que resulta muy desconocido para el análisis e indican no solo rasgos muy singulares de un tipo de actividad laboral, sino que además ponen de presente la existencia de prácticas de enseñanza, de “escuela antes de la escuela”, cuya existencia los ilustrados de finales del siglo XVIII combatieron y en muchas oportunidades negaron, pues era una actividad no formalizada que escapaba al dirigismo administrativo que impulsaba la Monarquía. Son textos escritos por maestros, que nos informan no solo de su actividad, sino de una ampliación de la cultura de lo escrito entre gentes que de otra manera estaban excluidas de la enseñanza por completo: Noviembre de 1738. Muy Ylustre Cavildo, Don Francisco Manuel de Neyra escriptor/ general y maestro deL nobilissimo arte de primeras letras, natural de los reynos/ de españa examinado por el Rey nuestro/ señor y por su Real y supremo consejo de las indias, y por la Real audiensia de la mui/ noble y leal ciudad de Sevilla y residente en/ esta de popaian, parese ante vuestra señoría con la so/lenidad necesaria en juisio y ase presentasion del título y carta del examen de Sevilla para que vuestra señoría se sirva de consederme lisensia para abrir excue/la publica en esta ciudad para educar y en/señar los niños en la Dotrina christia!na, leer escrivir y contar y lo de 49 Archivo General de la Nación [AGN], Colonia, Colegios, T. IV, f. 527. 28 mas que/ compete en la dicha enseñanza. Por tanto a Vuestra Señoría pido y suplico de por presen/tado dicho título y carta de examen del maestro de escritura y de consederme // [foI.60v] la lisensia que pido y en ello resivir el dhexceo de la gran beninidad de vuestra señoría. Otro señor: que aviendo deescuvierto en esta ciudad/ diferentes hombres enseñando sin ser/ tales mal la doctrina christiana y las primeras letras suplico a vuestra señoría se sirva de mandar no usen tal ense/ ñanza pues lo mandado por los seño/res reyes de gloriosa memoria en sus reales privilexios que estando/ conferidos al nobilissimo arte de pri/meras que en todos los reynos de España y en toda la tierra firme y la nue/va España no se permita tal enseñan/za en sujetos semejantes. Por tanto a vuestra señoría pido y suplico se sirva de pro/veer en justisia sierren los dichos hom/bres las dichas escuelas ymponiendoles vuestra señoría las penas que corresponde...50 5 de Junio de 1731 Mui Ilustre Cavildo Juan Arias Xaramillo Natural de la Ciudad de Buga, y re/sidente en esta de Popayán ante vuestra señoría en aquella vía y forma que / mas convenga, y aia lugar en derecho, parezco y digo que haviendo venido a esta dicha ciudad en compañía de Don Francisco Cayetano Nieto Polo vezino de ella, asistiendole en ocupazion y exercicio de enseñar a leer y escrivir a sus hijos, como lo estoy/ haziendo, y he hecho en otros lugares con lo mas conducente a dicho Magisterio, tengo animo, pre/sediendo para ello el consentimiento y licencia superior y judicial de vuestra señoría de poner escuela publica en una tienda de la casa del dicho Don Francisco Cayetano Polo, quien me la tiene consedida para el dicho efecto, y reconosiendo la inopia que esta dicha ciudad tiene de escuelas, en donde los niños/ si de los señores principales, y pleve, aprendan a leer, escrívir y la doctrina christiana con que/ se acostumbra enseñar en dichas escuelas, suplico a vuestra señoría se sirva de admitirme para dicho Magiste/rio publico, concediéndome para ello la licencia necessaria, y que constando a los señores vezinos pue/dan poner a sus hijos a que aprendan aquello que mi rudeza pudiere enseñarles a lo que me/ ofrezco y obligo, y dedicare con todo el celo, y eficacia que pudiere, y alcansare, con tal de que ayan y devan premiar mi travajo según la costumbre conforme a razón y justicia ...51 La experiencia del siglo XVIII en Nueva Granada Después de la expulsión de los Jesuitas de España y de sus posesiones de Ultramar en 1767, las autoridades virreinales procedieron a realizar los inventarios de tales bienes, realizaron subastas rápidas de bienes que no daban espera, se dispusieron a recuperar todos los réditos que la compañía recibía por legados y testamentarias e intentaron en un principio y sin mucho éxito hacer funcionar el “sistema económico” de la Compañía. La idea del Monarca –o más bien la de sus consejeros- era la de utilizar todos los bienes que desde entonces se denominaron como “temporalidades” (o “bienes de los expatriados”) en la 50 51 Archivo Central del Cauca [ACC], Cabildo, T. 13, f. 60 y v. ACC, Cabildo, T. 11, f. 41r. 29 mejora de las finanzas centrales del Imperio y, en menor medida, en saneamiento de las finanzas de cada uno de los virreinatos, lo mismo que en impulso de obras públicas, construcción de cárceles y ayuntamientos restablecimiento de las cátedras y otras enseñanzas que había mantenido Compañía, sobre la base de viejos legados y testamentarias.52 el el y la En el caso preciso de las fundaciones educativas que habían estado en manos de los Jesuitas, las autoridades virreinales –en general gentes de fuerte inclinación “ilustrada” en el último tercio del siglo XVIII y por tanto muy favorables a la difusión de la enseñanza-, siguiendo las orientaciones del Monarca intentaron a través de múltiples disposiciones el restablecimiento de la antigua red de escuelas y colegios, que ahora debería estar bajo controles estatales y con seculares ejerciendo el oficio de maestro. Todas las informaciones de que disponemos indican que en el virreinato de Nueva Granada fue muy poco lo que se avanzó en la extensión de la escuela y en el aumento del alfabetismo por esa vía, y al parecer, entre 1770 y 1790 difícilmente se logró siquiera alcanzar el reducido número de escuelas de niños que existía antes de la expulsión de los Jesuitas. Solo después de 1790 y a través de medidas precisas del virrey José de Ezpeleta se ve una orientación definida para obligar a los cabildos municipales a la fundación de por lo menos una escuela en cada población, aunque –de nuevo- de manera práctica fue muy poco lo que se logró, situación que parece ser común a las demás posesiones españolas de la región.53 La política fiscal de los Borbones en este terreno fue clara: trató de desprenderse de toda obligación fiscal con las “municipalidades”, aunque las invitaba a invertir las “rentas de propios” en la fundación de escuelas, en las mejoras de los ayuntamientos locales y en la creación de cárceles, al tiempo que trataba de centralizar todos los recursos de que pudieran disponer las poblaciones locales. Intentó además poner en funcionamiento las viejas donaciones de particulares para creación de escuelas, cuyos capitales y réditos no se sabía muy bien dónde se encontraban y sobre cuyos montos muchos maestros (transitoriamente nombrados por los cabildos y que mantenían prácticas de enseñanza en sus domicilios) sostenían reclamaciones judiciales por años en que no habían recibido un solo centavo, lo que hace pensar que combinaban su oficio de enseñanza con otros oficios, que cobraban de manera directa a las familias por su trabajo y que, en una palabra, malvivían, de la caridad de los vecindarios, recibían salarios en especie y se sometían a solicitar de manera continua préstamos para su supervivencia. Muchos de ellos, desde luego, abandonaban la Cf. Germán Colmenares, Las haciendas de los Jesuitas en el Nuevo Reino de Granada. Bogotá, Universidad de los Andes, 1968. 53 El virrey José de Ezpeleta escribía en su memoria de gobierno: “La calidad de este papel no conciente descender a ciertas menudencias y pequeños detalles de cada ramo… solo añadiré que para la enseñanza de las primeras letras en esta capital se está tratando de poner escuelas públicas en los barrios en donde hacía falta… y que en los lugares de fuera y de alguna población se han establecido muchas, costeadas por las rentas de propios, que en esto tendrán una digna inversión”. Cf. Germán Colmenares, Relaciones e informes de los gobernantes de Nueva Granada. Bogotá, Banco Popular, 1989, p. 223 52 30 enseñanza tan pronto se presentaba la posibilidad y al mismo tiempo que reclutaban niños para la enseñanza, sacaban provecho económico de su habilidad, que vendían a quienes se encontraban por fuera de la escritura (o como hemos dicho en sus márgenes).54 En el caso particular de las escuelas que habían sido manejadas por los Jesuitas -todas las cuales dependían de donaciones económicas anteriores-, las autoridades ilustradas hicieron todos los esfuerzos posibles por poner de nuevo en pie las escuelas de niños que los jesuitas habían creado en las ciudades en donde habían tenido colegios –aulas de latinidad-, pero los años fueron pasando entre la formación de los inventarios -sobre todo los de las haciendas-, las disputas con los cabildos acerca de quién tenía los derechos sobre esas donaciones y sobre sus réditos, y los enfrentamientos con los notables de los vecindarios que reclamaban ya la fundación de escuela y de aula de latinidad como un derecho de todas las localidades, para lo cual el uso de las donaciones que la Compañía había recibido en el pasado y que algunos vecinos se disponían a aumentar, les parecía la medida más conveniente, punto en el que las decisiones de la Corona y de la administración eran por completo opuestas. Así por ejemplo, la ciudad de Buga, con el apoyo de las autoridades de Popayán, sostuvo un largo pleito con las autoridades en Santafé, en torno a la posesión de los bienes de la Compañía, que se encontraban asignados a colegio y escuela, tal como los legatarios lo habían decidido. Pero Santafé aspiraba a alzarse con todos los bienes y rechazaba las peticiones de vecinos y cabildo, quienes, además, se ofrecían a ampliar las donaciones existentes, para fundar escuela, es decir para tener recursos con los que pagar un maestro que “enseñe a leer, escribir y aritmética” a los niños, lo mismo que una aula de gramática, “cuando menos”, única manera de que se “habiliten a cualquier oficio, el alivio de sus familias… servicio y lustre de los vecindarios”, como decían el procurador del cabildo. De hecho el cabildo, después de 1767 había estado pagando un maestro de gramática con las rentas de propios –que dependían de réditos derivados de la testamentaría que había estado en manos de los Jesuitas-, pero Santafé lo impedía y el maestro se había marchado para otra población.55 Lo que se ve emerger en este tipo de enfrentamientos, que fueron repetidos, entre la administración central y los vecindarios –y es lo verdaderamente importante para nosotros- es la presencia, la inicial conformación de un “deseo de escuela”, del afianzamiento y extensión de la idea ilustrada de que la educación era un bien deseable y que el aprendizaje de la lectura y la escritura constituía un bien que debía extenderse a todos los miembros del cuerpo político, sobre todo para ocupar los “cargos de la república”, pero no menos para garantizar 54 El comercio de las escrituras prestadas que desarrolla quien posee la habilidad frente a quienes no la poseen, en una sociedad en la que ya esa competencia se ha vuelto por muchos caminos importante y el acceso gradual de muchos grupos que uno se imagina siempre (de manera prejuiciada) por fuera de la escritura, como en el caso de las poblaciones negras, han sido poco estudiados. Para el caso del Lima colonial cf. José Ramón Jouve Martín, Esclavos en la ciudad letrada. Esclavitud, escritura y colonialismo en Lima (1650-1799). Lima, IEP Ediciones, 2005. 55 Doc, T. IV, pp. 170-172 y más en general pp. 155-175. 31 competencias de la vida civil, “en el comercio y en la ayuda de mercaderes”, como se decía en algunos de los planes de estudio.56 La proliferación de planes de escuela a finales del siglo XVIII en la Nueva Granada, por lo demás una constante a lo largo de toda Iberoamérica, señala la manera como se fue abriendo paso en la sociedad una condición que a largo plazo apuntaba en dirección de la modernidad, pues la demanda por educación elemental generalizada concede al aprendizaje y a la enseñanza la virtualidad de transformar la naturaleza humana, la que no queda ya dependiendo simplemente de las esferas sociales de lo adscrito, sino que empieza a entrar en contacto con las esferas de lo adquirido, lo que a largo plazo será una condición básica del mundo moderno, en gran medida conquistada en el siglo XX (aunque incluso hoy no se trate aun de un bien universal compartido).57 Por fuera de las autoridades ilustradas, dos núcleos principales, ninguno de los cuales fue ajeno a la Iglesia, sobresalen en el papel de dar forma a esa demanda de educación que se abre paso en la sociedad. De un lado lo que podemos llamar los entusiastas de la educación, y de otro lado, los cabildos y las comunidades locales (la separación entre estos dos núcleos no es desde luego radical). El primer núcleo está compuesto por ese grupo significativo (aunque minoritario) de hombres de letras (casi siempre universitarios o antiguos universitarios) que, en contacto con el movimiento ilustrado, a través de la lectura y de la socialización con funcionarios ilustrados venidos de España, había incorporado a su vida personal y a su actividad la educación como un ideal, sobre la base de una concepción de la sociedad que la piensa en términos de méritos y de capacidades adquiridas y no de condiciones adscritas por nacimiento. En Nueva Granada los entusiastas de la educación fueron (como lo serán durante el siglo XIX) numerosos y de orígenes sociales y culturales lo suficientemente diversos como para indicar la complejidad del problema. Curas como José Domingo Duquesne, abogados representantes de cabildos como Luis Cf. Doc, T. V, p. 43. Como en muchos otros textos de la época, los entusiastas de la educación en Mompox indican con toda precisión la ausencia de maestros reconocidos y el hecho de que siguen siendo maestros ambulantes los que dominan el oficio. Por eso hablan de la necesidad que tienen los padres de “andar mendigando maestros que les enseñen a sus hijos y terminará el desconsuelo en que viven por no encontrarlos aun a costa de su dinero”. 57 Aunque la escuela ni la institución educativa existieran, los discursos que la nombran (la constituyen, la organizan, la definen) eran abundantes, como se observa al comprobar la proliferación de planes de estudio para escuela de primeras letras en el último tercio del siglo XVIII y primera década del siglo XIX. Pero de tales discursos no se puede derivar la existencia de la escuela; ni la forma de funcionamiento de las prácticas de enseñanza realmente existentes pueden confundirse con las cláusulas que aparecen en los planes de escuela. Hay que dar un lugar bien contextualizado a ese florecimiento de palabras sobre la enseñanza y la importancia social de la escuela, sin pretender sacar de ahí una escuela primaria constituida y funcionando bajo la forma de una institución estable. La mayor parte de los planes de escuela –unos más formalizados que otros, unos simples disposiciones administrativas, otros repletos de elementos pedagógicos que fueron corrientes en la época de la Ilustración europea- se encuentra publicada en Doc, en varios de sus tomos, sobre todo en tomos IV, V, VI y VII. 56 32 de Ovalle, funcionarios como Moreno y Escandón, numerosos miembros de los grupos subalternos, cuya vida no conocemos bien (como Víctor Manuel Prieto) y una cierta cantidad de mujeres, como la amante de Pedro Fermín de Vargas, de quien se dice, pero no es por el momento un hecho verificado, que “se presentó en público a arengar” y que “se preciaba de tener escuela pública y abierta en su casa para enseñar a sus compatriotas”.58 El abogado ilustrado Camilo Torres expresa bien ese entusiasmo por la educación, por ejemplo en sus dictámenes como revisor del plan de fundaciones educativas de los Franciscanos en Medellín, a principios del siglo XIX59, pero expresa en su correspondencia aun mejor la idea que liga la educación con el ascenso social y una cierta idea de futuro. Así por ejemplo, en una carta para su amigo Santiago Pérez de Arroyo, quien vive en Popayán, Camilo Torres escribe: “Ahora lo que importa es asegurar de todos modos la renta del [colegio] seminario, y no ponerse en si el rector es éste o aquel otro... el colegio es nuestra única casa de estudios y en donde estudiarán nuestros hijos”.60 De otro lado, los archivos son ricos en informaciones a través de las cuales se comprueba que los vecindarios presionaron constantemente a las autoridades centrales por medio de los cabildos, de los procuradores y de abogados que los representaban en Santafé, para que se restablecieran o se fundaran escuelas y colegios, no solo en las capitales de provincia sino también en poblaciones menores. Sin embargo, los controles centrales de la administración colonial hicieron casi que imposible la formalización y legalización de la mayor parte de las fundaciones escolares que ponían en marcha los vecindarios, y en muchas ocasiones presionaron para que las “rentas de propios” no fueran empleadas en la organización de servicios educativos formales, o en el pago de actividades de enseñanza que se habían establecido sin su control. En cierta manera la documentación deja la impresión de que la administración virreinal ahogó, o intentó ahogar, las nuevas demandas culturales que venían de la sociedad, y que deben expresar transformaciones importantes en las formas a través de las cuales los vecinos principales y algunos grupos populares percibían el nuevo significado de la educación. La situación es entonces en cierta medida paradójica, pues los funcionarios ilustrados que localmente controlan la administración en el último tercio del siglo XVIII, son también entusiastas de la educación, en mayor o menor medida, en tanto participan de la idea que ligaba, en el pensamiento absolutista, aplicación del conocimiento y creación de riqueza, y en tanto reconocen el carácter civilizatorio de la educación (“civil y cristiana”); pero participan también de la idea de un sistema uniforme de enseñanza controlado desde Santafé, en el que las iniciativas (relativamente) autónomas de los vecindarios y comunidades no tenían lugar, por cuanto el proyecto borbónico de recuperación del poder local suponía la imposición de controles centrales y el debilitamiento de todas las formas de “autonomía local”, que podrían fortalecer no solo a los vecindarios, sino ante todo 58 59 60 Cf. Pedro Fermín de Vargas, Pensamientos políticos. Siglos XVII y XVIII, op. cit., p. 10. Cf. Doc, VI, p. 281. Carta del 6-III-1808, en Repertorio Colombiano, vol. 18, No 1, mayo, 1898. 33 a los patriciados locales, a través de los cabildos. Es por eso que la gran mayoría de los impulsos educativos que venían de la sociedad, fueron ahogados (o desviados) y solo en raras ocasiones apoyados de manera efectiva por la burocracia administrativa con sede en Santafé.61 Es muy difícil estimar en términos precisos, en lo que tiene que ver con el ascenso de la cultura escrita, cuáles fueron los resultados de estos procesos. De un lado la ilusión educativa se encuentra en marcha. De otro lado, un pensamiento pedagógico –que copia de manera directa lo que en España se daba en este terreno-, que se concreta en la multiplicación del interés por la escuela de primeras letras y en la formulación de planes y programas se encuentra muy extendido en la sociedad. Pero ninguno de los dos elementos mencionados desembocan de por sí en la aparición de la escuela, como un hecho estable y bien diferenciado por relación con prácticas de enseñanza anteriores, ni mucho menos significan la aparición de la institución educativa, lo que debe recordarnos nuevamente la necesidad de seguir valorando todas las formas discontinuas y fragmentarias de enseñanza de la lectura y la escritura que tenían su base en los talleres, en las familias, a finales del siglo XVIII en casas y tiendas de tratantes y mercaderes, y sobre todo en escribanos corrientes –no reales- que cumplían funciones de maestros y en los viejos maestros ambulantes, que parecen haber seguido siendo los soportes de buena parte de las corrientes de alfabetismo que atraviesan la sociedad. En cierta manera una observación de Felipe Salgar, un cura universitario que se proponía fundar en la población de Girón en 1789 una escuela de primeras letras, indica bien el hecho de que se trata de un problema no resuelto por la sociedad, pues, al señalar que “El que se dedica al estudio de las ciencias, como el que ha de seguir el del comercio, igualmente que el labrador y el artesano, todos tienen necesidad de aprender a leer, escribir y contar”, nos muestra la forma como el punto de vista ilustrado sobre el conocimiento y la educación se ha impuesto en la sociedad, máxime cuando agrega el carácter funcional y útil de esos conocimientos en la experiencia misma de la vida social: “En el curso de la vida civil a todo hombre de cualesquiera condición que sea, no faltan negocios en qué ejecutar… los primeros principios que aprendió”; aunque al mismo tiempo reconoce que se trata de un ideal del que la sociedad se encuentra lejos, pues de manera práctica Muchas veces vemos que, por efecto del descuido de las escuelas públicas o por el mal gobierno de ellas en los lugares donde las hay… las personas más elevadas Un punto en el que puede observarse bien las relaciones de continuidad entre los objetivos de los ilustrados y los de los republicanos es el de los objetivos y metas de la política educativa, pues los dos piensan la educación como elemento para incrementar la productividad del trabajo social y como principio de transformación de la naturaleza humana (en el caso de los ilustrados para producir vasallos fieles y en el de los republicanos para producir buenos ciudadanos). Los dos igualmente intentaron, sin mayor éxito, la construcción de un sistema uniforme de enseñanza cubriendo todo el territorio, y sin mayor aprecio por lo que las comunidades locales habían sido capaces de crear, a partir de sus fuerzas y recursos. 61 34 carecen del conocimiento de los números y se ven obligados a mendigar el auxilio de otras para sus negocios domésticos…, o dicho de otra manera: la representación de la escuela por la que pugnaban desde más de veinte años atrás los Ilustrados, fundamentada en la idea de “una educación cristiana y útil al servicio de las dos majestades”, había ganado peso relativo en la sociedad, al mismo tiempo que ésta, de manera práctica, se mostraba incapaz de dar una base material efectiva a lo que conquista como ideal. Como hemos hecho notar en otra ocasión, la representación social de la escuela como bien universal útil que entrega conocimientos de los que toda persona debe disfrutar se abría paso en la sociedad, pero en medio de contradicciones y ambigüedades, sobre todo en relación con el alcance y nivel de los conocimientos impartidos y la condición social de los sujetos del aprendizaje. De hecho Felipe Salgar señala que según su plan para fundación de escuela, en ésta “deben ser admitidos los niños de todas las clases… sin distinción de rico ni de pobre, de noble o de plebeyo…” –con lo cual nos entrega además una clave precisa de las formas de representación combinadas de la estratificación social a finales del siglo XVIII-, al tiempo que vuelve a introducir la separación de “clase” – la palabra puede ser un anacronismo- bajo la forma de separación espacial en el aula, pues …se hará en la sala más grande de la casa del maestro una división que consistirá en separar los bancos… dejando entre unos y otros una o media vara de intermedio. Servirá esto para denotar que los niños nobles ocupan los bancos de arriba y los plebeyos y gentes de castas los de abajo. División que se conceptúa suficiente para que los usos no se mezclen con los otros y se guarden recíprocamente los respetos que son debidos a cada clase.62 Similar formulación, que hay que interpretar por fuera de todo anacronismo, se encuentra en varias otras propuestas de aulas de latinidad o de escuela pública. Así por ejemplo en el Plan para el Colegio Pinillos de Mompox, después de 1802, en donde se escribe: El maestro cuidará de separarlos a los pobres y ricos, en bancas o mesas distintas… [para que]… separados en clase no se igualen ni confundan las 62 Doc, V, 175. Hay que anotar que el plan los incluye a todos, porque no solo habla de nobles y plebeyos (blancos pobres y diversas condiciones de mestizos), sino que incluye a las castas –es decir, en esa parte del país y para esa época a los indígenas e indígenas mestizos. El cura Salgar agrega otros elementos más. Dice por ejemplo que “será uno de sus cuidados [del regente]… que los niños de buena estirpe no sean osados a injuriar con mofas ni malas palabras a los de baja extracción, ni se mezclen con ellos, sino para enseñarles aquello que ignorasen o auxiliarles en lo que necesiten por efecto de la generosidad que debe ser propia de la gente noble”, lo que debe llevar, según Salgar, a que se acostumbren “los niños blancos a mirar bajo la perspectiva que conviene a los otros hombres de clase inferior y se borrarán del todo las perniciosas preocupaciones que reinan aun contra los artesanos y menestrales, indigna de una nación civilizada”. p. 175. 35 condiciones […] porque si indistintamente se agregaran los de color o condición baja, se resentirán los primeros [los nobles] y desampararían el colegio.63 En cualquier caso, varios hechos pueden mencionarse como bien establecidos a partir de los datos existentes, y con base en ellos es posible introducir algunas preguntas, para intentar luego construir hipótesis, no solo relacionadas con los fenómenos de aparente expansión del mundo de lo escrito en el último tercio del siglo XVIII, sino también en relación con una aparente renovación del oficio de maestro ambulante, después de 1767, cuando fue desmontada la red de escuelas y colegios de los Jesuitas construida en el siglo XVII, y con los transformaciones que, en las fases iniciales de la organización republicana, conocerán las iniciativas que los vecindarios, sobre todo fuera de Santafé, habían logrado cristalizar, iniciativas que las nuevas autoridades republicanas no observarán con buenos ojos, desde su perspectiva de centralizar, controlar e institucionalizar un sistema educativo nacional, continuando en esto la República con la anterior tendencia centralista de las administraciones Ilustradas. No es atrevido pensar por lo tanto que algunas poblaciones de rica actividad comercial de la primera mitad del siglo XVIII y en donde había enseñanza de los Jesuitas, pero también presencia de maestros latinistas y de maestros ambulantes que enseñaban a los niños, hayan conocido un siglo después una contracción de las oportunidades educativos, por comparación con el último tercio del siglo XVIII y con lo que ocurría en la primera mitad del siglo XIX, no solo porque de manera efectiva la actividad de los jesuitas no fue reemplazada en toda su extensión, sino porque el afán ilustrado de centralización y de formalización y la lucha sin cuartel contra los maestros ambulantes, hizo que en cambio de más “escuela”, se tuviera mucho menos. Una ciudad de relativa prosperidad minera en el siglo XVII, como Mariquita, ofrece un cuadro educativo más rico en aquella época que el que encontramos en la misma localidad en el siglo XIX. El Padre Joseph Ortiz Morales (1658-1713) menciona en sus apuntes biográficos la existencia de varias escuelas de primeras letras y por lo menos de dos aulas de latinidad, una de ellas dirigida por un jesuita reconocido en su tiempo como gran erudito en el campo de las ‘Humanidades”.64 Biblioteca Nacional. Sección de Libros Raros y Curiosos. Libro de Protocolos. Manuscrito 338, f. 226 y v. El problema de la complejidad de las nociones de igualdad social en el pensamiento de los Ilustrados de Nueva Granada es enorme. Creo haberlo abordado en términos empíricos y sin prejuicios en R. Silva, Los Ilustrados de Nueva Granada, 1760-1808, op. cit, pp. 607-615, y en otros textos anteriores. Aquí hay que evitar de manera particular el anacronismo y la injusticia tan frecuentes en las historiografías marxistas convencionales, tan poco respetuosas de los hechos (por su eterno temer a lo que llaman el “positivismo”). La igualdad es una noción a la que las sociedades no han accedido sino en el largo plazo y con grandes dificultades y a través de conflictos intensos y no resulta una actitud prudente lanzarse contra los Ilustrados locales, por sus limitaciones en este punto, sin pasar primero la mirada por la tradición social y cultural que había sido la suya por varios siglos. 64 Cf. Silva, R., Universidad y sociedad, op. cit. pp. 352-353. “Don Joseph inició sus estudios, pues, con don Antonio de Prado, pero debió abandonar el aula, posiblemente 63 36 La segunda mitad del siglo XVIII conocerá la emergencia clara de la presión de los vecindarios por educación (recordemos que se trata de un período de auge de la vida urbana, con niveles de concentración poblacional en algunos casos superiores a los del ruralizado siglo XIX), presión que sintetiza un proceso de diferenciación social y cultural y de aparición de nuevas expectativas, en el que es posible encontrar rasgos de gran originalidad. Se trata de acciones conjuntas de los patriciados locales y de los “vecinos simples”, al lado de algunas autoridades eclesiásticas y elementos de las nuevas “élites culturales”, que en su conjunto adquieren la figura, que ya hemos mencionado, de “entusiastas de la educación”.65 La documentación muestra que no se concentran en una zona del virreinato con exclusividad, que expresan inquietudes tanto de ciudades como de muy pequeños vecindarios, que cobijan a comunidades con amplia experiencia de vida urbana, pero también a sitios muy alejados de la vida “civil y cristiana” que empezaba a convertirse en un ideal de vida social (el ideal de “vivir reunidos a son de campana”) y que las demandas por escuela, por maestro, por “aula fija y dotada”, logran articular en torno a ellas a todos los notables de las comunidades: eclesiásticos interesados en la educación, vecinos principales que hacían parte de los cabildos, antiguos universitarios, vecinos de formación cultural muy elemental que muchas veces firmaron las peticiones con una simple “cruz” o por intermedio de un vecino más adelantado que si sabía escribir y algún bachiller sin empleo que comenzaba a ver como una posibilidad futura de vida el oficio de maestro permanente y reconocido. De la abundante documentación en la cual ha quedado registrada la iniciativa educativa de los vecindarios, podemos citar un caso ilustrativo: Señores alcaldes y jueces ordinarios: Los infrascritos abajo firmados por nos y los demás vecinos por quienes en caso necesario prestamos voz y caución, ante por muerte del maestro. Pasó luego a la escuela del bachiller Luis Fernández, sacerdote y escribano, quien era uno de aquellos numerosos escolares graduados en Santafé que concluidos sus estudios retornaban a sus pueblos de origen, abriendo en su casa o lugar cercano un salón para enseñar a leer y escribir, contar, algo de canto y rezo. Con aprobación del cabildo y con el respaldo de grupos de vecinos que querían para sus hijos una instrucción mínima o el destino de letrados… Con el bachiller Fernández aprendió Joseph a leer y a escribir y ahí se mantuvo hasta que ya en poder esta instrucción básica…su padre determinó que debía pasar, también en Mariquita, al aula de gramática al lado del maestro Sebastián Anguiano… sacerdote jesuita”. pp. 352-353. En términos de cierre o de disminución del crecimiento educativo alcanzado hasta 1767 la situación de Puertos como los de Honda o Mompox es similar a la de Mariquita. Lo mismo parece ocurrir en parte de la región santandereana en donde el crecimiento del alfabetismo en el siglo XVIII es un hecho no difícil de postular. La situación de la escuela primaria en una amplia zona del país (Boyacá, Santander y parte del César según las actuales divisiones territoriales) a mediados del siglo XIX se encuentra bien presentada en Manuel Ancízar, Peregrinación de Alpha -2 tomos-. Bogotá, Banco Popular, 1970. 65 Los procesos de crecimiento urbano de la segunda mitad del siglo XVIII en la región santandereana aparecen bien reflejados en buena parte de la documentación citada –y escasamente interrogada- que aporta Ángela Guzmán, en Poblamiento y urbanismo colonial en Santander. Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 1987. 37 vuestras mercedes, parecemos y decimos: que en consideración de las urgentes necesidades que visiblemente padece esta parroquia, es una y no la de menos atención la falta de un maestro de escuela en que los padres de familia no solamente podamos precaver a nuestros hijos de la ociosidad y del libertinaje, sino también el verlos aprovechados de tan recomendable circunstancia de que aprendan a leer, escribir y contar y con este insaciable deseo de que se críen con la debida educación para que logrando en su juventud estar revestidos de buena crianza y que con el cultivo que corresponde, se hagan apetecibles para ejercer los oficios de la República, sociedad y otros que traen consigo el lustre y adelantamiento de la patria. Y mirando el que esta muestra es abundante de niños blancos y de calidad que se requiere para la obtención de cualesquiera oficios políticos; estimulados del dolor que nos ocasiona el ver que al paso que esta parroquia abunda de sujetos, son tan cortas las facultades que tienen sus habitadores y vecinos para cumplir los deseos que tienen de que haya persona que les instruya a sus hijos; por tan lamentable falta de haberes se hallen y nos hallamos precisados a dejarlos (aunque a pesar nuestro) sin cultivo alguno por causa de la suma pobreza de este vecindario que todo él, o la mayor parte, vive en tierras arrendadas pertenecientes a monasterios, capellanes y personas particulares de fuera de esta jurisdicción, como todo ello les es constante a vuestras mercedes. ... Marzo, 10, 1787.66 Es claro que no se trata de un manifiesto ilustrado como los que aparecen en las cartas de Camilo Torres, como la que ya citamos; y que no se trata de una expresión “clara y distinta” del pensamiento moderno sobre la educación. Pero no se puede dejar de observar que el texto indica un cierto avance del pensamiento de los ilustrados sobre la educación, más allá del mundo de la elite universitaria santafereña, lo que comprueba formas de relevo, modalidades de apropiación, que no existían simplemente como discursos sabios pertenecientes al registro culto de los campomanes o los jovellanos, sino que tenían una existencia social difusa, “resignificada”, derivada del propio lenguaje administrativo de la Monarquía, de algunos sermones, de edictos públicos pegados en las paredes y de formas de designar objetos –de nombrarlos- que ya había adquirido una existencia oral ordinaria, a la manera de un sentido común renovado.67 Por lo demás, la idea de educarse sigue siendo en ese vecindario de Chiquinquirá expresada bajo la forma menos republicana posible, pues se adscribe esa necesidad tan solo a los vecinos blancos, “aunque pobres”, un hecho del que no hay que hacer ningún escándalo, pues la Ilustración no fue siempre y de manera incondicional una perspectiva de “igualdad social”, sino que además, “Los vecinos más notables de la Parroquia de Chiquinquirá solicitan de los alcaldes y jueces parroquiales la necesidad de establecer una escuela de primeras letras”. Doc, T. V, p. 118-120. 67 En parte esta forma de reconocimiento social de la necesidad de la escuela –no de su existencia-, que es un triunfo de la Ilustración, se reconoce en los planes de escuela bajo la forma “Todo el mundo sabe…”. Así por ejemplo en el Plan de escuela de Girón, en 1789, escrito por un clérigo, antiguo universitario en Santafé: “Sería cosa ociosa manifestar aquí la necesidad de una escuela pública de primeras letras, en los lugares cabezas de provincia y de una población regular. Todo el mundo conoce su utilidad y es uno de los preceptos más recomendables de nuestras leyes patrias”, en Doc, V, p. 173. o también: “Los continuos clamores que generalmente se oyen entre los naturales y vecinos…lamentándose con muy justa razón de carecerse en ella […] de una aula de gramática…”. –Proyecto para la fundación de un aula de gramática en la Villa de Mompox en 1785-. Doc, Ídem, p. 41. 66 38 en algunos momentos se permitió acentuar los elementos de desigualdad frente a la necesidad de educarse, un horizonte de igualdad que para penetrar la sociedad tomaría mucho más tiempo que el primer siglo republicano (siglo XIX). Sin embargo, lo que los vecinos de Chiquinquirá expresan de manera nítida es la forma como la necesidad de aprender a “leer, escribir y contar” ha ido rodeándose de valores, de funciones y de significados nuevos, pues se trata de habilidades que se definen como necesarias para ocupar un “lugar en la sociedad”, para poder acceder a “los primeros cargos de la república” –que en ese contexto puede ser la designación que se hace de la propia parroquia de Chiquinquirá- y ya no solamente de una forma de encerrar a los jóvenes en un lugar para evitar “el ocio y libertinaje”. Se impone pues la pregunta más general sobre las condiciones que hicieron posible la emergencia de tal demanda educativa. Es claro que el último tercio del siglo XVIII en el virreinato de Nueva Granada muestra la presencia de una sociedad nueva, por relación con el siglo XVII, en donde es posible observar avanzados procesos de diferenciación social que se concretan en la descomposición de los órdenes sociales habituales y en la aparición de nuevos horizontes de expectativas para los grupos sociales que ocupaban los escalones intermedios de la jerarquía social (blancos pobres, mestizos, artesanos, comunidades indígenas en vía de desarraigo respecto de sus estructuras comunitarias, nuevos habitantes urbanos). Es claro que se trataba de una sociedad de mayor complejidad (demográfica y cultural), con mayores intercambios regionales, que intentaba en ciertas regiones, descubrir formas técnicas de producción de la riqueza social, por lo menos en el caso de los cultivos que copaban el campo minero, tradicionalmente dominante, y en donde se percibía de una forma nueva la actividad comercial y el ánimo de lucro.68 Para expresarlo en los términos discutibles de los tipos ideales de los sociólogos, el virreinato de Nueva Granada a finales del siglo XVIII, en sus zonas más integradas, más pobladas, más en contacto con la administración y con la Iglesia y que parecen determinar los elementos esenciales de la dinámica social percibida en su conjunto, es una sociedad de una forma abigarrada compleja, que sigue siendo desde muchos puntos de vista una sociedad de órdenes y de cuerpos –según el diseño ideal que de ella ha hecho la Monarquía-, pero es ya una sociedad en agudo proceso de transformación, sobre la base de evoluciones económicas y sociales que habían transformado y corroído sus estructuras. De manera particular hay necesidad de volver a insistir en el peso del mestizaje (cultural y biológico) en la transformación de la “sociedad de cuerpos” y en el significado que tal fenómeno tuvo no solo para homogenizar muchos elementos de la estructura social, sino ante todo acercar y poner en condición de diálogo, de contacto y de intercambio configuraciones culturales que, según el diseño original de la Corona, deberían permanecer separadas por una definida frontera cultural.69 Cf Jaime Jaramillo Uribe, “Mestizaje y diferenciación social en el Nuevo Reino de Granada”, en Ensayos de historia social colombiana. Bogotá, Universidad Nacional, pp. 163-203, un texto que sigue siendo el punto de partida básico para la discusión de este problema. 69 Cf. Francisco Antonio Moreno y Escandón, Indios y Mestizos de la Nueva Granada a 68 39 Desde el punto de vista de la estructuración de los grupos subalternos resulta necesario, en virtud de la reciente “re/etnización” de la historia hispanoamericana de los siglos XVI-XVIII por parte de los “Cultural Studies” sobre todo, volver a insistir en la transformación de las estructuras comunitarias en estructuras societarias, en el reforzamiento de las vías que condujeron a la multiplicación de perspectivas individualistas inscritas en formas de apariencia comunitaria, en las modalidades de acceso a núcleos del derecho que son distintivos de la existencia de “sociedades de individuos” (la relación entre bienes y personas, la existencia de bienes muebles e inmuebles, los sistemas de propiedad basados en formas escritas de memoria, las formas de “representarse” (en grupo o individualmente) ante los poderes públicos y otros funcionamientos que constituyen verdaderas formas de clasificación social, percepción y representación sociales, todo en el marco de la entrada (lenta pero firme) de nuevos ideales para la vida social: aquellos de la riqueza, prosperidad y la felicidad.70 Sin embargo, las mencionadas “condiciones de posibilidad”, por más que ellas sean parte de la explicación del proceso, incluso de manera bastante directa, no resultan suficientes para su comprensión. Ocurre que tales demandas no pueden ser sino “expresadas” por actores sociales que deben estar en trance de modificar su propia percepción de la sociedad, del futuro, y del valor que asignaban a la formación escolar. El que una comunidad, en ocasiones de gran atraso y pobreza (como en el ejemplo que antes citamos de Chiquinquirá), se decida a utilizar parte de sus escasos recursos en un tipo de inversión como la educativa, y el que familias y grupos familiares, en muchas ocasiones pobres, tomen esa misma decisión de inversión, indica procesos de cambio social, que pasan desde luego también por las actitudes y las motivaciones, y que son el elemento vivido, representado, que no se agota de ninguna manera por la remisión a “instancias” denominadas como “estructurales”, indicando con ello el “imposible sociológico” de que pueden tener existencia por fuera de los actores y de sus relaciones históricamente determinadas. Esas demandas de los vecindarios, que conforman una dinámica que va desde la sociedad hacia el Estado han sido muy poco tomadas en cuenta en los análisis, porque los historiadores han constituido en fetiche lo que ellos llaman “la política ilustrada” –y a veces de manera directa “la política de Carlos III”-, lo que impide observar de qué manera hay corrientes que “suben” de la sociedad hacia el Estado, y cuáles son los elementos de evolución y de transformación sociales que se encuentran en marcha. En el fondo lo que parece haber ocurrido, como en parte ya lo mencionamos, es que el orden social ideal que había diseñado la finales del siglo XVIII –Introducción e índices de Jorge Orlando Melo-. Bogotá, Banco Popular, 1985, para un cuadro sorprendente de la complejidad de las relaciones sociales entre indios, mestizos, blancos pobres y otros en las antiguas zonas de resguardo. 70 Para indicaciones precisas sobre la presencia de categorías modernas en testamentos indígenas de los siglos XVI y XVII cf. R. Silva, “Lo que los testamentos nos pueden enseñar”, en R. Silva, A la sombra de Clío. Medellín, La Carreta, 2007, pp. 107-130. Para el avance de los nuevos ideales sociales de la riqueza, la prosperidad y la felicidad R. Silva, Los Ilustrados de Nueva Granada, 1760-1808. Genealogía de una comunidad de interpretación. Medellín, EAFIT/Banco de la República, 2003. 40 Corona, una sociedad rígidamente estructurada como una sociedad de cuerpos, ha venido transformándose bajo el peso procesos que vienen del propio absolutismo ilustrado y de la evolución interna de la sociedad, concretada de forma extrema en el avance del proceso de mestizaje, que es el elemento central en el proceso de modificación del orden social ideal propuesto más de dos siglos antes por la Corona. 71 En el caso particular que nos ocupa, buena parte de la demanda que asciende de la sociedad hacia el Estado no encontrará su satisfacción, a pesar de que tales demandas habían sido estimuladas por la propia monarquía Ilustrada y eran propuestas en un vocabulario que recreaba de manera muy fiel el propio lenguaje de la Ilustración. La dinámica que a partir de ahí se genera en el campo de la escuela es de cierta manera contradictoria, aunque complementaria y encontrará su respaldo en la acción progresista de los cabildos de ciudades de algún impulso comercial o agrícola, en la acción de gentes formadas en el sistema universitario que de manera provisional se desempeñarán como maestros con licencia que han conseguido su trabajo a través de sistemas de oposiciones y de nuevo en la actividad de los viejos maestros ambulantes, algunos de los cuales conocerán ahora la posibilidad de ver legalizado y valorado su oficio, de ser en ocasiones incluidos en la red de “maestros oficiales”.72 Mencionemos además que la expansión escolar en marcha en el último tercio del siglo XVIII, no se limita a la escuela de primeras letras. Sin necesidad de proponer la idea de un sistema escolar constituido por redes integradas de enseñanza que existiera ya a finales del siglo XVIII, no se debe olvidar que el fenómeno de expansión escolar es también un hecho en los “colegiosuniversidades” de Santafé y que parte de ese aumento tiene que ver con la llegada a la universidad de gentes de condición social “nueva”, que no ostentaban ya el título de “beneméritos y descendientes de primeros habitantes de este Reino”, siendo más bien los hijos y nietos de familias de inmigrantes españoles tardíos. Muchos de los graduados en Santafé en “filosofía (el inicio del ciclo universitario) que no podían continuar en las “facultades” (las cátedras de derecho y teología) serán en muchas oportunidades maestros de escuela de primeras letras y de 71 Nada de esto conduce desde luego a establecer relaciones de causalidad directa entre estos elementos de modificación de la estructura social y los movimientos revolucionarios de 1808-1810, que se conectan ante todo con una crisis general de la Monarquía, que tiene sus inicios en el centro de ella, en el momento en que la soberanía real, y por lo tanto la del “pueblo español” se ve en tela de juicio por la invasión napoleónica. 72 La administración en Santafé, combinó al mismo tiempo la persecución de los maestros ambulantes con la estrategia de convertirlo en maestros con licencia, lo que garantizaba su control. Pero el asunto encontró soluciones de compromiso diferentes en las “municipalidades”, según necesidades, respuestas a las oposiciones (por mucho tiempo hubo escuelas oficiales sin maestros y maestros al margen de la escuela oficial) y relación del maestro con el cura y el cabildo. En Ubaté, por ejemplo, el monje Miranda, cura doctrinero, en su Plan de escuela de 1792, los expulsaba sin contemplación: “Que con ningún color, pretexto, ni motivo se permita que alguno ande por las estancias o en el pueblo pretextando enseñar a leer, escribir a niños, para solapar su vagabundería y tener qué comer con título de maestro, pues por lo regular ninguno de ellos sabe leer ni escribir, y así no lo puede enseñar”. Doc, T. V, p. 228. 41 aulas de latinidad, como sucederá en Santafé, en Medellín, en Cali, en Popayán y en Santa Marta. Igual proceso ocurría con las llamadas nuevas aulas de latinidad o aulas de gramática, que aparecen en la mayor parte de las peticiones de los vecindarios, que no se contentan con la simple petición de escuela de primeras letras. Así por ejemplo, en 1795, desde Mompox, el oficial mayor de la Contaduría Principal de Aguardientes, propone la fundación de una aula de gramática –es decir de aprendizaje del latín y las humanidades-, puerta de entrada a las facultades mayores en Santafé y a los “primeros empleos de la República”, luego de mostrar que en la ciudad domina la práctica privada de la enseñanza a través de formas variadas de “venta de la habilidad”, sin que se obtengan grandes frutos, razón por la que los padres de familia se ven obligados a mandar a sus hijos ya sea “a la casa de un mercader, para que les instruya del trato mercantil”, o a la casa “de algún sujeto que tenga luces en cuentas y algunos principios de la gramática para su enseñanza”, aunque finalmente no consiguen “los buenos deseos que les asisten de ver a sus hijos sobresalientes en el aprovechamiento de la virtud y las letras…”. 73 Muchos de los graduados en las nuevas aulas de latinidad, después de 1767, serán parte de quienes ingresan al contingente de quienes venden la habilidad de la escritura, ya que a los escasos “primeros empleos de la República” no lograban acceder sino unos pocos. Algunos de ellos también, a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, cuando aparecen las primeras formas relativamente organizadas de escuela controladas por los cabildos, serán parte de los postulantes en las oposiciones que las ciudades realizan para nombrar maestros, pero el ejercicio de ese oficio será casi siempre temporal, en espera de continuar los estudios universitarios, de acceder a una escribanía formal o de ejercer algún otro cargo. Serán, de todas maneras, la primera generación de “maestros oficiales”, ejerciendo su oficio de manera legal, con título aprobado y bajo controles bien establecidos de los cabildos y de las autoridades eclesiásticas, aunque de manera estricta todavía no se pueda hablar de una institución educativa, como hecho social, es decir como una realidad institucional, estable, constante, diferenciada, en donde de manera dominante se logra el acceso a la lectura, a la escritura y al conteo. Pero aun en este caso, que corresponde a las postrimerías del siglo XVIII y la primera década del siglo XIX, la incipiente red de nuevas escuelas y colegios de vecindario no dejó de ser fuertemente competida por los maestros ambulantes (cada vez más perseguidos), por los preceptores privados para hijos de gentes acomodadas y por talleres, tiendas y medios familiares en donde era posible también hacerse a los rudimentos de la lectura y la escritura y aun al dominio calificado de esas habilidades. 73 Doc, T. V, pp. 43-44. La propuesta de aula de gramática introduce una distinción que será clave en las formulaciones de los ilustrados sobre escuela básica: “Esta [la escuela de primeras letras] comprende a todos los niños. Leer, escribir y contar son los primeros elementos de todas las gentes congregadas en pueblos, de modo que ni los labradores, artesanos, industriosos, ni comerciantes pueden desempeñar dignamente sus respectivas ocupaciones sin estos primeros elementos. Otra porción más escogida se destina a la literatura, cuyos primeros rudimentos se reducen a la gramática latina”. p. 46. 42 Es notable, aunque poco se mencione, que en la biografía de los primeros republicanos y de los últimos ilustrados, todos educados en el marco de la sociedad “pre/independentista”, nunca se menciona el hecho de haber asistido a una aula pública y si se hable en cambio de manera repetida de un aprendizaje adelantado en el medio familiar a través de un pariente o de un maestro contratado para tal fin y cumpliendo su tarea en la casa de quien aprende. Y sin embargo la idea de una escuela pública como institución definida para la adquisición de la lectura, la escritura y el conteo (aunque no menos para el aprendizaje de una educación “cristiana y política”), separada del ámbito familiar, controlada por los poderes públicos y regida por un hombre sabio formado de manera específica para este oficio existía ya como representación unívoca de la escuela, como se comprueba no solo recordando la manera como los republicanos ilustrados asumieron de manera inmediata la idea de una escuela para todos y en todas partes en las primeras constituciones locales y regionales después de 1810/1812, sino recordando también sus declaraciones (iguales en este punto a las de los funcionarios ilustrados) acerca de la inexistencia absoluta de escuela en las ciudades en que habitaban, como lo dirá José Ignacio de Pombo de Popayán, José Manuel Restrepo de Medellín, Francisco José de Caldas de Popayán o Camilo Torres de Santafé. Aunque prácticas de enseñanza de la lectura y la escritura diferentes de la escuela formal fueran el hecho dominante en la sociedad, para los ilustrados este hecho no existía, o más bien, era solo la prueba de lo alejada que se encontraba la sociedad de la “verdadera ilustración”.74 El Fiscal de la Real Audiencia Francisco Antonio Moreno y Escandón expresa mejor que ningún otro de los funcionarios ilustrados de aquel entonces, que eran además “entusiastas de la educación”, la conducta ambigua y contradictoria que frente a la educación y a la escuela tuvieron las elites culturales ilustradas del virreinato de Nueva Granada. De un lado, como fervoroso regalista que era, Moreno y Escandón no confía en ninguna actividad autónoma de vecinos, vecindarios o autoridades locales, lo que hizo de él, en el cumplimiento de sus funciones, un perseguidor decidido de los maestros ambulantes, a los que señalaba como pícaros y engañadores, que abusaban de la buena fe de los vecinos y carecían de cualquier habilidad para la enseñanza. Según sus palabras, Y causa lástima el desorden que en esta parte [la educación de niños] padece esta capital [Santafé] en la cual ninguna de las dos jurisdicciones, cuida de esta delicada enseñanza; y con dolor se experimenta que cualquier hombre que no tiene para comer toma el arbitrio de abrir en su casa o en una tienda una escuela 74 A finales del siglo XVIII y primera década del siglo siguiente ocurre en ese dominio lo mismo que ocurre en su campo propio con las nociones de “público”, “público ilustrado”, “opinión” y “opinión pública” –diferenciada de “opinión popular”, que tienen una pronta definición ideal en el campo de las élites culturales, las que desde luego se incluyen en el objeto definido, pero no tienen por el momento una real consistencia empírica, no solo por las condiciones políticas de censura posteriores a 1790, sino también por la ausencia de instituciones públicas de sociabilidad modernas en que puedan mostrar y legitimar el nuevo modelo en curso. Solo el fin de la censura, la libertad de imprenta y el inicial acceso a las primeras libertades públicas hará posible el inicio de ese camino. 43 donde recoge algunos muchachos, a quienes por su sola autoridad enseñan lo que sabe, o aparenta saber, para sacar alguna gratificación con qué alimentarse, sin que precede licencia, examen... entregándose la primera educación a quienes tal vez ignoran la doctrina cristiana...75 La imagen que ha propuesto F-X Guerra de Nueva España en el siglo XVIII como la de una sociedad cultivada de antiguo régimen, particularmente en lo que tiene que ver con ciudad de México, comparable desde el punto de vista de su cultura intelectual por muchos aspectos con ciudades como Madrid o París, puede no resultar justa si se aplica de manera simplemente mecánica al virreinato de la Nueva Granada y a su pequeña capital Santafé. Pero por fuera de cualquier uso analógico, tal imagen, y los análisis que acompañan su presentación, tienen la virtud de recordarnos que la difusión del alfabetismo puede haber sido, y esto para el conjunto de Hispanoamérica, mucho mayor de lo que habitualmente se piensa. Desde luego que en el caso de Nueva España hay que tener en cuenta la fortaleza de su universidad, de la imprenta temprana, de la circulación constante del libro y del impreso, del peso de la propia corte virreinal y de la relativamente alta integración entre sus regiones, nada de lo cual fue característico de Nueva Granada. Pero aun así, la riqueza del enfoque de Guerra, que distingue de manera nítida entre escuela formalizada y prácticas dispersas de enseñanza, sin reducir la alfabetización a la escuela, le permite encontrar mucha más “cultura letrada” de la que uno podría imaginar. Como escribe Guerra: Las medidas reformistas de los monarcas ilustrados se añaden después de 1760 a la acción de la Iglesia y a la evolución, que podría decirse natural, de la sociedad tradicional. La característica esencial de la educación, que crece considerablemente en el último tercio del siglo XVIII, es la extrema diversidad de sus actores. Aunque el impulso fundamental venga de arriba -de la Iglesia y del Estado- la educación depende de hecho de la sociedad: de sus cuerpos, de esos actores colectivos que forman su trama. Escuelas de las parroquias, de las diversas instituciones eclesiásticas, de los pueblos (también en las comunidades indígenas que las financian a través de sus bienes de comunidad, o por contribuciones especiales), de las haciendas y de los ranchos; diversos sistemas de enseñanza en los gremios de los artesanos, etc. El conjunto depende en gran parte de los bienes de mano muerta, sean civiles o eclesiásticos.76 Es claro que para iniciar una indagación que recupere las realidades de la cultura escrita en la sociedad virreinal del siglo XVIII es necesario, como lo señalamos desde el principio, modificar nuestra idea de alfabetización, de escuela y de educación, como lo han hecho múltiples trabajos de historia de la cultura escrita en los últimos veinte años y comenzar a imaginar la enseñanza en las diferentes formas de sociedad que antecedieron a la nuestra, bajo el modelo general de sociedad de cuerpos, como un conjunto de prácticas diversas, de espacialidades heterogéneas, articulando actores de muy distinta naturaleza y sin necesidad de constituir un sistema educativo uniforme y de funcionamiento homogéneo (una realidad que incluso hoy en día difícilmente encontraríamos). Método provisional e interino... 1774Doc, T. IV (1767-1760. Bogotá, 1980, pp. 195 y ss. Guerra, Francois-Xavier, “La difusión de la modernidad: alfabetización, imprenta y revolución en Nueva España”, en Modernidad e Independencias. Madrid, 1992. 75 76 44 Igualmente, para poder interrogar de otra manera el alfabetismo colonial nos es necesario modificar nuestra idea exageradamente decimonónica de la política cultural de la Corona española y de la “estructura de oportunidades culturales” de los hombres y mujeres del siglo XVIII, en toda la diversidad que un sistema de estratificación tan complejo como el de esa sociedad supone. Bajo el cuadro exageradamente unilateral de una sociedad reducida por completo a las tinieblas por una política conscientemente interesada en mantener a todo el mundo bajo el “férreo yugo de la ignorancia”, como lo difundieron los republicanos ilustrados en sus explicables intentos por legitimar la nueva organización republicana en el siglo XIX, resulta difícil reconocer una realidad cultural diferente de la que hasta ahora hemos imaginado, a lo que colabora de manera decidida el prejuicio liberal de que todo sistema educativo en el que participe como actor importante la Iglesia es por principio un camino al oscurantismo y la opresión.77 Desde luego no se trata simplemente de cambiar una imagen por otra, sino de garantizar un terreno medianamente libre de prejuicios, que permita acceder a la construcción de nuevos objetos de indagación. Se trata sobre todo de liberar un campo en el cual sea por lo menos posible plantear las preguntas que deberían guiar la interrogación sobre un fenómeno que no deja de ser fundamental para la comprensión de la sociedad. Incluso en el caso de una política imperial que efectivamente en ciertos periodos pudo haber tenido entre sus miras mantener a sus vasallos alejados de toda innovación que los acercara a algunos de los grandes cambios de Occidente en la segunda mitad del siglo XVIII, como puede haber sido el caso de la Corona española, sobre todo luego del advenimiento al trono de Carlos IV, habría que tener en cuenta que la vida social es menos sistemática (más azarosa, más aleatoria) de lo que un estructuralismo mecanicista quisiera reflejar. Y como lo sabemos hoy en día, en el campo propio de la política, de las relaciones de poder, inseparable de las experiencias culturales, es donde menos puede tener cabida una idea excesivamente rígida de los funcionamientos sociales, todos ellos habitados por una dosis, aunque sea mínima, de “accidentalidad”. De esta manera, por ejemplo, es posible reconocer por lo menos la posibilidad de que los niveles de lectura y de circulación del libro (lo que supone cierta avance de los niveles de alfabetización) hayan estado ascendiendo en la segunda mitad del siglo XVIII, dentro de grupos amplios de la sociedad y no como fenómeno restringido tan solo a las nuevas élites culturales (caso éste último que 77 La situación particular de la mujer en el campo de la alfabetización es un tema que permanece abierto. Su exclusión extrema del proceso en el siglo XVIII no parece ser una afirmación que se sostenga, pues hay muchos casos de mujeres que leen y escriben en todos los grupos sociales (y esto más allá de los conventos) y hubo de manera comprobada casos de maestras, cumpliendo por años sus labores. Lo que si parece comprobarse con facilidad es que buena parte de ese aprendizaje se hizo en medios familiares, aunque en Santafé había escuela para niñas, en el Monasterio de la Enseñanza, unas pagando 100 pesos anuales y otras sin ningún pago, y la apertura de clases se anuncia por medio de carteles públicos. Las niñas aprendían “según su sexo” labores especiales, pero “además a leer y escribir… común a ambos sexos”. Doc, T. IV, p. 19 y en general pp. 1-25. 45 se encuentra perfectamente documentado). Las constantes referencias que se hacen en los planes de escuelas para niños de finales del siglo XVIII acerca de las prohibiciones de lectura de libros que se consideraban como poco virtuosos, cuando no como verdaderas cátedras de vicio, podría ser un índice del problema. Así por ejemplo, José Domingo Duquesne en su “Método que deben seguir los maestros de la escuela del pueblo de Lenguazaque... 1785”, escribe que: Velará [el maestro] con la mayor atención en que los libros que se traigan a la escuela [por parte de los niños] sean útiles y no permitirá en ningún caso que lean novelas, comedias, ni poesías profanas y otros semejantes que corrompan el juicio, despierten las pasiones y son la semilla de todos los vicios que brotan después en la mocedad”.78 Igualmente el clérigo Felipe Salgar, cura de la ciudad de San Juan de Girón, en su ya mencionado Plan para escuela de primeras letras de 1789 escribe que: Los libritos insinuados [los catecismos de Fleury y de Reynoso que acaba de recomendar] son baratos y no hay con qué reemplazarlos. Con que si queremos que la educación de nuestros hijos sea buena... debemos procurar proporcionarles estas obritas. Peor es lo que se observa hoy (con harto dolor de los que conocen lo mucho que valen las buenas ideas) que por la mala elección, o más bien por la ignorancia de los maestros, se entretienen los niños con la lectura de los “Doce pares de Francia”, de los “Romances de Henrique Esteban”, o de comedias igualmente malas por su estilo como por su composición. ¿Qué ideas nobles sacarán los niños de semejantes autores?”. 79 La gran crisis política de comienzos del siglo XIX (1808) terminará con la censura cultural que se había reforzado después de 1790 y multiplicará los impresos en circulación, particularmente bajo la forma de folletos llegados de España. Un poco después, y modificado ya el contexto político básico anterior, por lo menos en términos formales y sobre todo en medios urbanos, se declarará la libertad de imprenta y la libertad de prensa, y se incrementará el comercio del libro y en general del impreso, en el marco de una sociedad que suponía la construcción de una instancia política nueva conocida bajo el nombre de opinión pública, uno de cuyo mecanismos de formación es el de la palabra escrita. La guerra de liberación de la segunda década del siglo XIX será también una batalla por la opinión a través de la palabra y del escrito. Establecer pues las condiciones de alfabetismo de la sociedad y sus niveles culturales diferenciados, resulta entonces una gran ayuda para comprender la coyuntura política y la guerra. Y en el más largo plazo, el conocimiento de esos niveles de cultura y alfabetismo resulta esencial para entender tanto algunas de las condiciones que supone el ingreso a la modernidad política, como el grado mismo de modernidad cultural que conocía ya la sociedad de finales del siglo XVIII, modernidad que resulta de la conjunción de los esfuerzos culturales de la Iglesia durante los siglos XVII y XVIII, de las políticas y realizaciones culturales de la administración colonial reformista, y de las iniciativas educacionistas de la sociedad, iniciativas 78 79 Doc, T. V, p. 37. Doc, T. V, pp. 23 – 24. 46 que expresaban, en la segunda mitad del siglo XVIII, no solo transformaciones económicas, sino el ascenso de una corriente de soberanía de la sociedad misma, sin que por el momento podamos ponderar el peso de cada uno de esos factores en términos de las prácticas educativas reales. Como lo escribieron de manera muy perspicaz Francois Furet y Jacques Ozouf: Avant que l’école existe, et pour qu’elle existe, il faut que en quelque part, dans le corps social, elle soit voulue: en haut, par l’Eglise ou par l’Etat, ou par l’une et l’autre; en bas, par la société même, c’est -à- dire par ses communautés. Les deux volontés, celle d’en haut et celle d’en bas, ne sont pas incompatibles; mais elle ne sont pas, non plus, forcement liées. De ce point de vue, on pourrait imaginer une histoire de l’école et de l’éducation...”.80 F. Furet et J. Ozouf, Lire et écrire, op. cit. p. 70. [...] . “...dans la France de l’ancien régime, l’histoire de l’école élémentaire est faite de l’interaction complémentaire des trois facteurs: l’Eglise, l’Etat, les communautés. 80