la pena de muerte

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LA PENA DE MUERTE
Eduardo Casillas González
Profesor de especialidad y Maestría en
Bioética y miembro del Consejo Directivo del
Centro de Estudios e Investigaciones de
Bioética (CEIB); Guadalajara, Jalisco.
[email protected]
Resumen
El tema de la pena de muerte es hoy por hoy un argumento bastante difícil
de tratar. En la historia de la teología moral su licitud aparece muchas
veces como una cuestión bien fundada, mientras al día de hoy los puntos de
vista aportados a su favor, no solo no nos parecen convincentes, sino que
muchas veces nos llevan a ver como más justo el parecer de aquellos que
condenan dicha práctica judicial. Se dirá que en el juicio moral juegan un
papel preponderante las emociones, sea por tomar partido por una de las
posturas o al contrario, la otra.
Palabras clave: Pena de muerte, juicio moral, cultura de la muerte,
práctica judicial, sociedad civil.
Abstract
The topic about death penalty is today a hard argument to discuss; in the
moral theology history appears many times as a good founded question.
While today the points of view are at its favor, not only the look convincing.
Even many times they take us to see how is seen as justice for the ones who
are against the legal practice. At the moral judgment play a preponderant
role the emotions by the way of being at one posture or against the other
oneside.
Keywords: death penalty, moral judgment, culture of death, Judicial
practice , Civil society
Revista Etbio Año2- Núm. 3- 2012
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Introducción
El tema de la pena de muerte es hoy por hoy un argumento bastante difícil
de tratar. En la historia de la teología moral su licitud aparece muchas
veces como una cuestión bien fundada, mientras al día de hoy los puntos de
vista aportados en su favor, no solo no nos parecen convincentes, sino que
muchas veces nos llevan a ver como más justo el parecer de aquellos que
condenan dicha práctica judicial.
Se dirá que en el juicio moral juegan un papel preponderante las emociones
en cuanto la opinión de muchos está condicionada por experiencias
amargas como la sentencia y la ejecución de condenas totalmente injustas
de parte de un sistema dictatorial. Al contrario puede suceder que la rudeza
de la criminalidad, en sus formas más cínicas y despiadadas, pueda llevar a
muchos a invocar la pena de muerte como el único remedio eficaz.
La mayor dificultad radica en el hecho de que si nos adentramos en la
historia milenaria de la civilización occidental, vemos que nuestro tema ha
sufrido una extraña suerte: en ocasiones prevalece la execración contra una
pena así de deshumana que culminaba con el abatimiento del pecador,
mientras en otras la certeza que el mejor sistema para combatir la
delincuencia fuese una generosa administración de la pena capital. Esta
última opinión ha tenido prevalencia desde el final de la Patrística hasta el
siglo XVIII, cuando desde un ámbito iluminista, se puso en discusión el
derecho de la sociedad a conminar la pena de muerte.
Analizando las dos posiciones contrapuestas, pretendemos demostrar que
los argumentos de ambas son respetados y que el reconocimiento, del
derecho que el Estado tiene de conminar esta pena, por gravísimos motivos,
ha tenido en el pasado explicaciones histórico culturales, pero que hoy, a la
luz de los estímulos de los hombres de buena voluntad, la recta razón ya no
puede sostener, sin una fuerte reserva moral, que la pena de muerte sea una
punición adecuada a la dignidad de la persona humana.
El derecho de la sociedad de condenar a muerte
Por todos es admitido que la pena de muerte fue conocida y aplicada en
todos los pueblos desde los tiempos más antiguos.
Según la Sagrada Escritura
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En el Antiguo Testamento. Que la prohibición del Decálogo “No matar” no
se aplique de hecho al asesinato del malhechor por autorización de los
poderes públicos en consecuencia de un grave delito, está demostrado por
el hecho de que la pena de muerte está sancionada por varias culpas: “Si
uno derrama la sangre del hombre, su sangre será derramada por el hombre,
porque a imagen de Dios, Dios ha hecho al hombre” (Gn 9, 6); “Aquel que
golpea un hombre hasta matarlo, sea llevado a muerte” (Ex 21, 10); “Si lo
ha golpeado con una piedra… apta a causar la muerte y ha causado la
muerte, es un homicida, el homicidio sea llevado a muerte” (Nm 35, 17).
En el Antiguo Testamento la pena de muerte no es conminada solo por el
delito de asesinato, sino también por los delitos contra la santidad de Dios,
como la idolatría, la bestemia, la violación del sábado y la magia. Esto se
explica con el hecho que el pueblo hebreo estaba en contacto con los
pueblos paganos y por lo tanto siempre en la ocasión próxima de alejarse
de Dios. De la misma forma los crímenes contra la santidad de la familia,
como la rebelión a los padres, y el negativo uso de las facultades sexuales
(adulterio, sodomía, bestialidad), son severamente castigados con la muerte
en cuanto con ellos el pueblo se manchaba en su santidad, imitando los
abominables comportamientos paganos.
En el Nuevo Testamento. No obstante que el mandamiento de no matar
adquiera una nueva fuerza en cuanto está fundado en modo más explícito
en el amor interno del prójimo, nada es dicho contra la pena de muerte
infligida por legítima autoridad civil y es explícitamente reconocido el
poder en la autoridad civil de punir a los reos con la muerte. Así el mismo
Cristo frente a Pilatos no repudia el poder de infligir la muerte, pero
amonesta de no abusar del poder dado por Dios: “No tendrías algún poder
contra mi si no te hubiera sido dado del alto” (Jn 19, 11).
Igualmente San Pablo ve en la autoridad civil el ministro de Dios en el
hacer justicia incluso cuando conmina a la muerte: “No hay autoridad que
no venga de Dios y las que existen han sido establecidas por Dios” (Rm 13,
1). Por lo tanto, el oponerse a la autoridad es revelarse contra Dios: “Si
haces el mal, teme: porque no porta en vano la espada. Ministra de Dios,
ella es también ejecutora de justicia en punición de quien opera el mal”
(Rm 13, 4).
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Este texto no se propone propiamente de reconocer la licitud moral de la
pena de muerte. El objetivo principal del texto de la relación de los
cristianos hacia el Estado es el de ilustrar su realidad de principio y
exhortarlos a aceptar la autoridad estatal. En la afirmación que tiene que
ver con el poder estatal de la espada podemos ver justamente el
reconocimiento de un dato de hecho, pero no un juicio formal y explícito
acerca del aspecto moral de la pena de muerte. En el Nuevo Testamento no
encontramos ni una afirmación explícita, ni una prohibición explícita de la
pena de muerte. El espíritu del Evangelio sin embargo se inclina
seguramente a la indulgencia hacia el prójimo, incluso de aquel que es
culpable.
Según la historia del Cristianismo
Los Padres de la Iglesia han todos reconocido la situación de hecho, que la
autoridad estatal conminaba la pena de muerte. Ninguno de ellos ha
impugnado la validez de este comportamiento. Algunos han declarado que
el ser cristiano era incompatible con la profesión de juez o de soldado
precisamente por el peligro de conminar y llevar a cabo una condena a
muerte.
En la Tradición Apostólica, atribuida a San Hipólito, es solicitado a los
cristianos no ejercitar el oficio de soldado para no matar a nadie, o la
profesión de magistrado supremo o de aquel que tiene el poder de vida y
muerte, para evitar condenas capitales.
Tertuliano declara en De Spectaculis que “es cosa buena que sean punidos
los culpables… y sin embargo no hay necesidad de que los inocentes gocen
del suplicio de los demás… Por otra parte, quién me garantiza que sean
siempre los culpables aquellos que la sentencia condena a las fieras? Y que
al contrario (no sea) la venganza de un juez o la debilidad de la defensa o la
presión de la tortura las que opriman la inocencia? En De Idolatria es más
explícito, porque afirma que el creyente, revestido de una carga pública,
“no debe condenar a muerte a ninguno”.
A Tertuliano hace eco Lactancio en Divinae Institutiones al afirmar: “Dios
prohíbe matar no solo cuando se refiere al asesinato con el objetivo de
robo, cosa prohibida también por las leyes humanas, sino que nos prohíbe
matar también cuando es considerado justo por los hombres… por lo tanto
no es lícito al creyente, que tiene la tarea de administrar la justicia, ni
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siquiera el acusar alguno de pena capital, ya que no hay diferencia entre
matar con la palabra o con la espada: el asesinato en sí mismo es prohibido.
De la misma forma no se debe hacer ninguna excepción a este precepto
divino, porque es siempre ilícito matar un hombre que Dios ha querido
fuese una creatura sacrosanta”.
Minucio Felice en Ottavio se expresa de la siguiente manera: “Para
nosotros no es lícito asistir al asesinato de un hombre y tampoco escuchar
la narración; somos todos contrarios a la efusión de sangre humana, que no
queremos ni siquiera nutrirnos de la sangre de animales muertos”. San
Cipriano dice que a los cristianos no nos es lícito matar sino que (es
necesario dar el testimonio) al punto de ser asesinados.
Otros Padres reconocen el hecho de que la sociedad condena a muerte y
buscan leer esta realidad en el cuadro de la nueva mentalidad cristiana.
Clemente Alejandrino en Stromata afirma: “La ley, teniendo cuidado de
aquellos que la obedecen, los empuja a una piedad estable hacia Dios,
indica las cosas a realizar y tiene lejos de todo pecado, imponiendo penas
por los pecados que resultan menos graves. Cuando se ve uno que se
comporta en modo tal que resulta incurable, siendo llevado a una grave
inmoralidad, entonces, teniendo en cuenta el bien de los otros, para no
hacerlos corromper por él, como cuando se corta una parte del cuerpo
entero, de esa forma aquel que se encuentra en tal situación, con sabia
decisión, es condenado a muerte”.
San Ambrosio, en una larga carta al magistrado Studio, recomienda la
clemencia y alaba a aquellos que por profesión deben conminar la pena de
muerte y, cuando ello sucede, ellos se abstienen de participar en la
Eucaristía. Así como alaba al magistrado cuando una pena capital es
transformada en prisión por pura clemencia en Cartas: “Yo sé que la gran
parte de los paganos se consideran honrados por haber reportado a su
administración en las provincias un hacha limpia de sangre: ¿que cosa
deben hacer por tanto los cristianos?”. San Ambrosio pone el ejemplo de
Jesús cuando le es conducida la adúltera que debía ser lapidada. Jesús no la
condena. En la misma obra: “Tienes un ejemplo a imitar, prosigue San
Ambrosio, puede ser que aquel criminal pueda tener una esperanza de
corregirse; si no tiene recibido aún el bautismo, pueda tener la remisión de
sus pecados; si ha sido bautizado, que haga penitencia y ofrezca su cuerpo
a Cristo. ¡Cuantos son los caminos a la salvación!”.
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Sobre la vía del reconocimiento al Estado del derecho de conminar la pena
de muerte se encuentra también San Agustín en sus Cartas, que más que
poner la cuestión teórica si la sociedad pueda castigar con una pena así de
grave, exhorta a reprimir el mal con firmeza, pero también con suavidad:
“Nosotros no buscamos en esta tierra vengarnos de los enemigos; nuestros
sufrimientos no deben empujarnos a tal mezquindad de ánimo al punto de
hacernos olvidar el mandamiento que nos ha sido dado por aquel, por cuya
verdad y en cuyo nombre sufrimos… deseamos más bien hacerlos
enmendar y no asesinarlos”. Y dirigiéndose al magistrado afirma: “Tu
tienes el poder de condenar a muerte, pero… nosotros imploramos su
supervivencia… no debemos alejarnos nunca del propósito de vencer el
mal con el bien… porque la iglesia quiere el arrepentimiento, no la muerte
de sus perseguidores”. Los perseguidores a los cuales hace referencia San
Agustín, se habían manchado de graves delitos contra los católicos. No
obstante esto, el Santo Obispo de Hipona recomienda a Marcelino: “En lo
que respecta al castigo a infligir a aquellos, aunque hayan confesado sí
horribles delitos, te ruego que no sea la pena de muerte, no solo por la paz
de nuestra conciencia, sino también para resaltar la mansedumbre católica”.
“Por otra parte, prosigue San Agustín, no han sido instituidos sin un
objetivo el poder del soberano, el derecho de vida y de muerte del juez…
(estos ordenamientos) cuando son temidos, no solo sirven de freno a los
malvados, sino que los mismos buenos viven más tranquilos entre los
malvados”.
La severidad del Estado asegura a los honestos y acorrala a los
malhechores. Es esta una exigencia fundamental del vivir en sociedad, aun
cuando San Agustín nos dice que “el mencionado ordenamiento de las
cosas humanas no contrasta con la intercesión de los Obispos” a favor de
los condenados, a fin que en lo que a ellos respecta sea usada la
mansedumbre y perdón cristianos.
Algunas reflexiones
El modo de presentar y desarrollar el tema de la pena de muerte de parte de
Günthor, en el volumen III de Llamada y respuesta, puede ser tomado
como ejemplo de la aproximación de los autores modernos en lo
concerniente a la pena capital. La lectura del pasaje maravilla no tanto por
el contenido, sino más bien por los títulos y subtítulos.
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El primer calificativo dado al argumento es “cuestión difícil”. Modo
inusitado de calificar entre los teólogos que generalmente hacen
afirmaciones seguras, no por presunción, sino porque basan su
argumentación en la Sagrada Escritura, en los Padres, el Magisterio y en las
opiniones de probati Auctores. La dificultad de Günthör siempre ha sido
leída en clave de humilde reconocimiento de la propia incapacidad frente a
un tema así de espinoso y que implica una profunda reflexión de parte de
teólogos y de expertos de la filosofía del derecho.
El primer subtítulo habla de “opiniones oscilantes”, porque algunos son
todavía de la opinión de reconocer al Estado el derecho de conminar la
pena de muerte, mientras otros, en número creciente, no quieren de ninguna
manera reconocer tal derecho.
El segundo subtítulo habla de “falta de lógica”, porque muchos, mientras se
pronuncian contra el aborto, el homicidio, la eutanasia y contra todos los
atentados a la vida, defienden con convicción la pena de muerte, sin pensar
que la vida del malhechor es sagrada como cualquier otra vida, porque el
delito más horrendo no cambia la esencia ontológica de la persona humana,
que es siempre sagrada.
Esta falta de coherencia lógica nos debe hacer reflexionar lo suficiente y
nos debe llevar a replantear el problema de la pena de muerte.
Por lo tanto: dado y no concedido, que la sociedad pueda tener el derecho
de infligir esta extrema pena, a la luz de la recta razón y con las
adquisiciones modernas incluso en campo jurídico, no es ya conveniente
hoy por hoy conminar esta pena, porque la conciencia colectiva, más
madura y humanizada, la rechaza como indigna de la persona humana. Si
decimos “no es ya conveniente” pretendemos entender que la conciencia
occidental, que en el pasado ha tolerado o ha aprobado la pena de muerte,
no lo puede seguir consintiendo.
Hacia una nueva sensibilidad en sintonía con los signos de los tiempos
Hoy por hoy en las naciones más avanzadas se presta particular atención a
organizar la sociedad en modo que corresponda siempre mejor a las
exigencias de la persona humana. Esto conlleva para los individuos la suma
de derechos y deberes cada vez más complejos. Podemos constatar que se
han hecho grandes progresos en las dos direcciones, aunque falta mucho
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camino por recorrer. Todos los ciudadanos son portadores de derechos
civiles y de derechos propios de la persona humana, por lo cual hoy, en el
ámbito civil uno puede perder algunos derechos a causa de su
comportamiento en contraste con las normas de la sociedad, pero no puede
perder nunca sus derechos fundamentales que surgen de su ser persona,
prescindiendo de su conducta malvada o bien reprobable.
El reo, reconocido culpable por parte de un tribunal humano, en cuanto
persona, tiene derecho a la vida por su constitución ontológica y ningún
otro ser en el mundo puede privarlo de este bien supremo. Por esta razón la
pena de muerte es una violación del derecho a la vida y por tanto un
asesinato con el agravante de la premeditación y la lucidez mental en su
realización. No sorprenden por ende ciertos calificativos hechos por parte
de algunos Episcopados o Pastores de forma individual, que han examinado
el problema en el contexto de su actividad pastoral. Se trata de Obispos
estadounidenses, que desarrollan su labor en medio de la cultura de la
muerte de ciertos Estados. Para ellos la pena de muerte “es una punición
brutal e inhumana, de dudosa eficacia disuasiva y dirigida más bien a
elevar el nivel de violencia en la sociedad”,1 “es un castigo arbitrario y
cruel”,2 “es un paso ignominioso y regresivo”.3 A estos juicios negativos se
añade la consideración pastoral de Mons. Marty: “Yo no considero nunca
al criminal como irrecuperable. Si no creo en la posibilidad de la
conversión, de la recuperación, del perdón, no soy cristiano”.4
Hemos dicho al inicio de este trabajo de leer las dos posiciones con un
cierto destacamento, pero, hoy, después de dos mil años de Cristianismo,
¿podemos aún compartir esta forma de impotencia frente a las ejecuciones
capitales? No es el caso de invocar el factor cultural de nuestro tiempo,
incluso es propio del modo de pensar de muchos contemporáneos que la
Iglesia debe hacer un cuidadoso examen de conciencia y preguntarse si
estos impulsos del hombre de hoy no deben ser interpretados como una
forma de signos de los tiempos. No se trata tanto de mutar de doctrina, sino
de coherencia. Si, de hecho, en una sociedad aún en formación y con una
mentalidad proclive a la violencia, se podía tolerar que la pena de muerte
fuese distribuida con tanta facilidad, hoy, dado de que se invoca
1
MONS. UNTERKOEFLER, remitido por G. Caprile, Recientes orientaciones episcopales sobre el
problema de la pena de muerte, en “La Civilización Católica” 130 (1979) II, p. 152. 2
Ivi. 3
MONS. T. KELLY, Ivi, p. 153. 4
MONS. MARTY, en “La Documentation Catholique”, 6.3.1977, n. 1715, p. 245. Revista Etbio Año2- Núm. 3- 2012
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continuamente la sacralidad de la vida naciente, la intangibilidad de la vida
que se apaga y el respeto, en general, de toda persona, no se entiende
porqué, a la luz de la simple razón, se deba tolerar una práctica judicial
talmente bárbara y contraria a la dignidad de la persona humana.
En los siglos pasados la fe era más viva que en nuestros días, la vida era
considerada un exilio en espera de alcanzar la vida beata. Y por otra parte
la existencia era más dura y precaria que hoy en día, al menos en los Países
Occidentales, por lo cual la muerte, en cierto sentido, liberadora, era
aceptada casi de buen talante, porque existía una esperanza sostenida por la
fe cristiana. Hoy en cambio vivimos en un modo secularizado y, en
porcentajes variables, materialista que no ofrece esperanzas más allá de lo
terrenal, pero es un mundo que, por otra parte y paradójicamente, tiene una
mayor sensibilidad en lo concerniente a los valores de los cuales es
portadora la persona humana.
Es verdad que para el cristiano la vida en la tierra tiene su razón de ser en
función de la vida eterna, pero los mismos cristianos respiran el aire de su
ambiente y por tanto son propensos a subrayar el valor de la vida como
absoluto, y consideran que ninguna autoridad humana tiene el poder de
matar. Solo Dios es dueño absoluto de la vida del hombre más allá de las
responsabilidades morales de las cuales la persona debe responder. “La
Iglesia enseña, a la luz de la Sagrada Escritura, que el hombre, creado a
imagen de Dios, es al mismo tiempo materia y espíritu y que la muerte que
lo destruye es un mal”.5
En nuestra mentalidad la vida tiene un precio considerable, y mientras más
madura es la sociedad, más es el valor de la vida. Basta echar un vistazo en
la historia a los varios mensajes que, al respecto, nos han llegado de
diversos pueblos.
Aún con las ambigüedades que conllevan conceptos como aborto,
eutanasia, etc. debemos reconocer que globalmente se tiene más
consideración hoy de la vida que en otros tiempos, cuando los homicidios
eran más frecuentes y la autoridad no intervenía como ahora para reprimir
violencias perpetradas no solo por individuos sino por grupos legalizados.
5
COMISIÓN SOCIAL DEL EPISCOPADO FRANCÉS, Elementos de reflexión sobre la pena de
muerte, en “El Reino Documentos” 33 (1978) 111. Revista Etbio Año2- Núm. 3- 2012
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En esta mayor sensibilización, la vida del criminal resulta también, un bien
precioso, porque se vive una sola vez y no debe ser la sociedad, en la
frialdad de un juicio, quien decida su final irrevocablemente. Hoy
comprendemos mejor que en el pasado que el reo es siempre una persona
humana cuya vida permanece inviolable.
“La Iglesia no puede ser indiferente a esta evolución de la mentalidad”.6
Dice el Concilio: “Como es importante para el mundo que éste reconozca
la Iglesia como realidad social de la historia y su fermento, así también la
Iglesia no ignora cuanto ha recibido de la historia y del desarrollo del
género humano”.7 En este intercambio no hay que ver casi una matemática
dependencia de la Iglesia del mundo para la formulación de principios
morales; pero es necesario tener en cuenta que de la sociedad humana la
Iglesia puede tomar críticamente cuanto de bueno ella pueda ofrecer.
La pena de muerte además es un arma peligrosísima en manos de un
dictador el cual puede gestionar el poder en modo terrorista y la historia
pasada y reciente nos recuerda a este tipo de personajes.
Han hecho notar los Obispos de Indiana en Estados Unidos que “a menudo
hay gran diversidad en el conminar la pena de muerte … la mayoría de los
ajusticiados no son financieramente en grado de asegurarse un buen
abogado … La pena de muerte recae con dureza sobre los pobres”.8
También la Conferencia Episcopal de Utah, hace notar la misma cosa: “Es
un dato de hecho que la pena de muerte se resuelve a menudo en una
injusticia porque al final se aplica sobre todo a los pobres y los
marginados”.9
Al final de estas reflexiones debemos reconocer que los argumentos
aportados hasta aquí para demostrar la licitud de la pena de muerte han
tenido su día. No es posible hoy por hoy sostener que el Estado tenga aún
este derecho, dada la sensibilidad de nuestros tiempos. Desde el punto de
vista teórico los argumentos a favor de la pena de muerte pierden cada vez
más fuerza. La argumentación basada en la razón natural tiene mas valor
porque nos encontramos en un momento histórico y cultural en el cual se
6
Ivi, p. 112. GAUDIUM ET SPES, n. 44. 8
G. CAPRILE, Orientaciones episcopales sobre el problema de la pena capital, en “La Civilización
Católica” 130 (1989) II, 150. 9
Ivi, p. 151. 7
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ha comprendido la inutilidad y la crueldad de una pena irreversible y
bárbara en la cual la persona humana es equiparada a la bestia, que es
abatida sin algún signo de misericordia y compasión. Es, asimismo,
demasiado fuerte la influencia de la organización de la sociedad con su
“derecho” y sus estructuras jurídico-sociales. A una reflexión atenta,
demasiadas son las dudas y los lados de la moneda, para demostrar la
validez de una u otra opinión… Una cosa sin embargo podemos afirmar,
que hoy no es posible ni es conveniente que los Estados de nuestros
tiempos se sirvan de la pena de muerte, porque de ella no recabarán
ninguno de los bienes que a menudo, en el pasado, eran tomados en
consideración. Ella representa siempre una violencia inaudita, cruel y
bárbara frente a la dignidad humana.
La sociedad tiene otros modos para penalizar y hacer arrepentirse al
ciudadano que se ha equivocado. Desgraciadamente el sistema carcelario,
que podría ser alternativo a la pena de muerte, está por todas partes lleno de
carencias, y además es costoso, por lo cual la sociedad prefiere, a veces,
infligir la muerte porque es más rápida, pero esto no se encuadra con una
sociedad civil desarrollada y es criticado duramente por la conciencia
colectiva de los ciudadanos.
La pena de muerte es una punición definitiva, irrevocable, irreparable: una
vez ejecutada, no hay posibilidad alguna de corregir un error humano, una
valoración unívoca, un error … y se vive solamente una vez! Cuántos
inocentes han sufrido esta extrema violencia, por pobres o porque han sido
discriminados o bien porque no han podido contar con una adecuada
defensa en tribunal.
Frente a tantos riesgos, crueldades, sentimientos de venganza, disfrazados
de “valores” más o menos inconsistentes, en pleno Siglo XXI, para la recta
razón, no es posible admitir la pena de muerte, sino que tenemos que obrar
siempre, con coherencia, en favor de la vida que es para todos.
Sin embargo nuestros contemporáneos dejan la sangre por la defensa “de
los animales” … ¿como se podría tolerar que las personas sean tratadas
peor que las bestias por una sociedad violenta que con ello quiere reprimir
la violencia? Debemos tener en cuenta no solo la brutalidad de una
ejecución desde el punto de vista material, sino también el sufrimiento y los
terribles pensamientos que rondan el ánimo humano en la espera de la hora
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fatal. No es humano infligir esta pena en semejante nivel de crueldad
refinada y con sangre fría. Los signos de los tiempos son lo suficientemente
maduros para poder hacer un salto de calidad y decir al mundo que nuestra
sensibilidad no puede tolerar más esta brutalidad que se ha perpetrado por
tantos siglos sin ser conscientes de la maldad ontológica que conlleva.
BIBLIOGRAFIA
CAPRILE, G., Orientaciones episcopales sobre el problema de la pena
capital, en “La Civilización Católica” 130 (1989) II
COMISIÓN SOCIAL DEL EPISCOPADO FRANCÉS, Elementos de
reflexión sobre la pena de muerte, en “El Reino Documentos” 33 (1978)
111
GAUDIUM ET SPES. Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual.
http://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/
vat-ii_const_19651207_gaudium-et-spes_sp.html
KELLY, remitido por G. Caprile Recientes orientaciones episcopales sobre
el problema de la pena de muerte, en “La Civilización Católica” 130
(1979) II
MARTY, en “La Documentation Catholique”, 6.3.1977, n. 1715
UNTERKOEFLER, remitido por G. Caprile Recientes orientaciones
episcopales sobre el problema de la pena de muerte, en “La Civilización
Católica” 130 (1979) II
Revista Etbio Año2- Núm. 3- 2012
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