Leer - Boro

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GALERÍA DE PERSONAJES
Adela
Adela de Vicente y Portela
Adoración
Alonso Quejada García
Ambrosia
América Anillo
Amor Rocco
Amparito Rocco
Ana Butrón
Ana Mari
Andresito Castro
Anselmo
Arbelloto, El
Avelino Sánchez
Azucena Osorio Caracciolo
Bella Quejada Rocco
Benito Bienvenga
Bernarda Rocco – Bernardina -
Berrugo
Bonifacio Zequeira
Butrona, La
Calixto García
Candelaria Ponce de León
Carlos III
Carlos Ingunza
Carlos IV
Carlota
Carmelita Frontela
Carmen Quejada Rocco
Hermana de Felipe II. Muy guapa. Esposa de Eltrino.
Esposa de El Manolito.
Hija de don Luis en Chi-ó y Azucena. Hermana de Joaquín Luis.
Morirá de las fiebres amarillas de 1819, con apenas seis añitos.
Sobrino del Chirino. Será adoptado por Bernardina y Grabié, ya
mayores, para enseñarlo en el negocio. Casará con Rosario Rocco
Frontela, la hija de Juan de Dios y Carmelita Frontela. Tendrán dos
hijas: Carmen y Bella. Con su amante Ana Butrón, “La Butrona”,
tendrá a Alfonso Quejada Butrón y varios hijos más.
Sobrina de Petra, la ama de llaves de don Luis de Quixano.
Esposa de Póstumo Garnica Ponce de León. Madre de Casimiro y
Rosamunda.
Segunda hija de don Silvestre. Muere en la fiebre amarilla de 1800.
Hija mayor de don Silvestre. Amante de Miranda y esposa de
Marco Antonio Gabriel, alias “Grabié”. Adoptará a Juan de Dios.
Chiclanera, sirvienta en casa de Rosario y el Arbelloto. Se hace
cargo de la cantina carraqueña después del Chirino. Amante de
Alonso Quejada García, con el que tiene a Alfonso y varios hijos
más.
Sobrina de un virrey, hermana de Chica.
Hijo del teniente Castro. Marchó a Filipinas.
Pintor mulato de piel casi blanca, descendiente de zambo y blanca.
Pintura luminosa y academicista. Círculo de los Empelotados.
Alonso Quejada García.
Condestable, esposo de Leonorcita.
La viudita de Medina. Amorea como los mismísimos ángeles.
Prima del decimosexto duque de Medina Sidonia. Casará con don
Luis en Chi-ó, le hará tocar el cielo con la punta de los dedos, y
tendrá dos hijos con él: Adoración y Joaquín Luis.
Hija menor de Rosario Rocco y Alonso Quejada García “El
Arbelloto”. Nace el mismo día que Alfonso, su medio hermano, hijo
de su padre y Ana Butrón, con el que se casará y tendrán a Lucio.
Guardiamarina que se enamora de Amparito Rocco y se pega un
tiro en la sien, a los 19 años. Aún hoy (año 2001)puede verse su
tumba en el cementerio de La Ínsula.
Cuarta hija de don Silvestre. Casará con Marco Antonio Gabriel.
Madre adoptiva de Juan de Dios, después de su hermana
Amparito.
Poeta mulato analfabeto del Círculo de los Empelotados.
Terrateniente, amigo íntimo de Candelaria que la introduce en el
Palacio del Arte Natural.
Ana Butrón
General cubano, independentista, de la guerra de los Diez Años.
Albergará el ánima tras el ahogamiento de don Luis en Chi-ó.
Casará con Casimiro Garnica. Parirá a María de las Mercedes,
como fruto de su brutal violación; y a Póstumo, ya muerto don
Casimiro, y fruto de sus relaciones con un mozo de cuadras.
Libertaria utópica…, celestial.
El Borbón albañil…, el menos malo de todos ellos.
Navarro, segundo del buque de don Esto.
Otro Borbón que nos durará del 1788 al 1808.
Abuela materna de don Esto.
Novia de Juan de Dios. Casa con el perverso inglés Míster Lally.
Rescatada por Juan de Dios. Tendrá un hijo con el inglés, John y
una hija con Juan de Dios, Rosario Rocco Frontela.
Hija mayor de Rosario Rocco y Alonso Quejada García “El
Casimiro
Castrillón, Señor de
Chica
Chi-ó
Chirino, El
Churruca
Clararrosa
Conde O’Relly
Cosme Damián “Churruca”
Cosme Morell
Cosme Ponce de León
Cristobalina Martín
Culembona, La
Damián del Salto
El Chele
Elizabeth
Eltrino
Esto Fanjul Colomina
Ezequiela
Felipe II
Felipe V
Félix Águila
Fermín Galán
Fermín Salvochea
Fernando VII
Filiberto
Francisco de Berry
Fransuá
Arbelloto”.
Hijo mayor de Póstumo Garnica Ponce de León y América Anillo.
Hermano de Rosamunda.
Gentilhombre de Medina Sidonia que le cedió la “sillita caca” al
monarca Felipe V.
Sobrina de un virrey, hermana de Ana Mari.
Chino inmigrante en Gadeiras. Se deja robar el ánima por un perro.
Lo recogerá don Luis y albergará el ánima de este en dos
ocasiones. Sepulturero de La Ínsula, contaba unos 187 años la
última vez que supimos de él. No consta que haya muerto…, ni que
siga vivo.
Vejeriego que se hace cargo de la cantina de la Ínsula, después de
León. Tío de Alonso Quejada García, El Arbelloto.
Cosme Damián Churruca
Juan Antonio Olabarrieta era su verdadero nombre. Personaje real
sobre el que se ha novelado respetando tiempos y lugares ciertos.
Libertario utópico. Se ha consultado, entre otros, La “Historia de
Cádiz y su Provincia” de don Adolfo de Castro.
Mando militar perteneciente a la nobleza, que puteó a Miranda
cuanto pudo.
(1761-1805) Personaje Real sobre el que se ha novelado
respetando espacios y tiempos ciertos. ¡¡Por favor, señor leedor,
póngase usted en pie cuando pronuncie su nombre!!
Esposo de Pura. Nieto de una negra horra que temía tener hijos
mulatos. Círculo de los Empelotados.
Padre de Candelaria.
Amiga de Candelaria, esposa de Jacinto Martín. Círculo de los
Empelotados.
Sirvienta negra de la segunda estancia de Candelaria en Cuba.
Amante de Póstumo en su juventud.
Escribano de Medina. Casó con Margarita, la hija menor de don
Luis en Chi-ó y Azucena. Inventor de palabras como “amorear” y
“malamentísimamente”.
Marinero sorderas, del buque de don Esto.
Hija de Joaquín Luis y la inglesa. Nieta de don Luis en Chi-ó.
Niño de los del año 7. Militar en el Desastre de Annual. Último
albergador del ánima de don Luis. Hijo de María de las Mercedes y
el Jerezano. Padre de Luis, Fermín, Candelaria, Clara, Rosa y
Póstumo Valderas.
Marino montañés de Santillana del Mar. Esposo de Leonora
Morante y amante de Leonorcita.
Enloquecida amante y esposa de Peíto Milanés. Círculo de los
Empelotados.
Cuarto hijo varón del capitán de puerto de la Ínsula. Magnífico
guiador del aro. Hermano de Adela, la esposa de Eltrino.
Primer Borbón que reinó en las Españas. Visitó las Gadeiras
aquejado de incontenibles cagaleras.
Esposo de María Águila. Círculo de los Empelotados.
Personaje real sobre el que se ha novelado, respetando lugares y
tiempos ciertos. Consultado, entre otros, “Mito y verdad de Fermín
Galán” de Luis Bertrand Fauquenot, en “Historia 16” nº109.
Personaje real sobre el que se ha novelado respetando tiempos y
lugares ciertos. Bibliografía consultada, entre otras: -”Fermín
Salvochea”. República y anarquismo”, de Fernando Puelles. –
“Aproximación histórica a Fermín Salvochea”, de Ignacio Moreno
Aparicio.
El peor de los Borbones ¡que ya es decir! Nos duró de 1808 a
1833.
Abuelo paterno de don Esto.
Fransuá.
Francisco de Berry. Gaitero. Prisionero francés en Cuatro Torres
durante el asedio napoleónico. “El Enemigo” para los amigos.
Fray Leonardo
Fray Lucas
General Cajigal
Gerardo Murphy
Grabié
Hércules
Hernán Cortés
Hija del Sol, La
Hipólito Lucanor
Ibangrande, Condesas de
Ingrid Paine
Isaac Peral Caballero
Jacinto Martín
Jacobito Ederra
Jacobo Ederra
Joaquín Anillo y Quixano
Joaquín Luis
John
John Turnbull
Juan Antonio Olabarrieta
Juan Colarte
Juan de Dios Rocco
Juana María, La
Julio Fanjul Barón
Julio Álvarez
La Tronío
Leandro Valderas
Leandro Valderas Garnica
León
Leonard Paine
Leonora Morante
Leonorcita
Leopoldo Tagle
Liberto
Lucía
Lucía Rocco
Lucio
Sustituye a Fray Tomás Zurita en la iglesia insular.
Padre Prior de El Puerto Real. Regía la iglesia de La Ínsula
Amigo y protector de Miranda. Coincidirá con él en Cuba. Estuvo en
Trafalgar.
Alférez de navío gaditano. Hermano del que ayudó a Juan Van
Halen a escapar de la cárcel de la Inquisición.
Marco Antonio Gabriel.
Héroe y dios de varias culturas de la antigüedad. Padre de las
Gadeiras.
El mayor de cinco hermanos. Alumno predilecto de don José.
Cazador de pajaritos. Seminarista arrepentido. Casará con
Maitechu.
María Gertrudis de Hora, esposa de don Esteban Fleming.
Personaje real, según don Adolfo de Castro.
Segundo gobernador del Peñón de Vélez.
Amigas de la familia de don Esto.
Esposa de Joaquín Luis.
Personaje real sobre el que se ha novelado, respetando tiempos y
lugares ciertos. Bibliografía consultada, entre otras: -“Isaac Peral.
Historia de una Frustración”, de Agustín Ramón Rodríguez
González. – “Isaac Peral y Caballero” de José Zarco Avellaneda. –
“Isaac Peral, la Tragedia del Submarino Peral”, de Dionisio Pérez.
Esposo de Cristobalina Martín. Círculo de los Empelotados.
Hijo del comerciante gaditano, don Jacobo Ederra. Traductor de
textos extranjeros a don Luis de Quixano.
Influyente comerciante gaditano.
Administrador de la Torre Alta. Fundador de la Novísima Academia
carraqueña. Geómetra, filósofo. Primo de don Luis de Quixano.
Padre de los degenerados Filiberto (Liberto) y Saturnino (Saturno).
Hijo de don Luis en Chi-ó y Azucena, de rasgos chinoides. Casará
en Inglaterra y tendrá dos hijas: Elizabeth que quedará allí, y
Margarita, que vendrá a Medina con su abuela y casará con el
escribano don Damián del Salto.
Hijo de Carmelita Frontela y el perverso inglés Míster Lally.
Inglés residente en Gibraltar, francmasón, amigo de Miranda.
Clararrosa.
Teniente de navío, gaditano. Hombre culto. Novio de amor. La
segunda hija de Silvestre Rocco. Y, tras la muerte de ésta en la
epidemia de 1800, de la tercera hija del mismo, Lucía, con la que
casará.
Hijo adoptivo de Amparito Rocco que harán suyo Bernardina y
Marco Antonio Gabriel. Esposo de Carmelita Frontela. Padre de
Rosario Rocco Frontela.
Sobrina de La Butrona. Amante del Arbelloto.
Padre de don Esto.
Ingeniero naval, miembro de la Junta técnica que tanto martirizó a
Isaac Peral.
Puta de la cantina de León que padecía de ventosidades.
Esposo de María de las Mercedes Garnica Ponce de León. El
Jerezano. Padre de Eltrino.
Eltrino.
Cantinero de La Ínsula en tiempo de don Esto.
Suegro de Joaquín Luis
Esposa de don Esto.
Viuda del condestable carraqueño Avelino Sánchez, amante de don
Esto.
Sobrino ahijado de un capitán de la maestranza.
Hijo menor (sexto) de Joaquín Anillo y Quixano.
Comadrona de Medina.
Tercera hija de son Silvestre, esposa de Juan Colarte.
Hijo único de Alfonso Quejada Butrón y de su media hermana Bella
Quejada Rocco. Pequeño, menudo, correveidile de las niñas. De
José Carlos
Luis Collado
Luis de Quixano
Maíta Mbambé
Maitechu
Manolito, El
Manuel de la Iglesia
Marco Antonio Gabriel
Margarita
María Águila
María Gertrudis de Hora
Marqueses de Torre Alta
Matahombres
Bernardina - India Marina Miguelete
Miranda
Míster Lally
Moisés
Ozemi
Pablo Pérez Lazo
Paca la Colorá
Pantaleón Marcoleta
Pedro Ponce de León
Peíto Milanés
Petra
Plácido
Poldo
Poncho
Póstumo Garnica Ponce de León
Pura
mayor, artista bisexual.
Hijo del intendente de marina. Pecoso de ensortijado pelo.
Cuentacuentos, forzudo, sorbemocos, poeta, seminarista y cura.
Descubridor de “dios padre”.
Natural de Santillana. Contramaestre del buque de don Esto.
Sanguinario y maricón.
Astrónomo residente en la Isla. Primo de don Joaquín Anillo y
Quixano. Primer portador del ánima que navega por aquestos
escritos.
Prodigiosa bruja negrona, tata de Candelaria desde su primera
estancia en Cuba. Visionaria nada utópica.
Sobrina del comandante de tercios navales. Madrileña. Terminada.
Se casará con Hernán Cortés.
Único virrey de la Ínsula con nombre propio. Padre de 9 hijos,
valenciano, francmasón, recopilador de modismos gadeiranos.
Bravo hombre de armas. Casado con Adela de Vicente y Portela.
Alférez de fragata. Gaditano. Conocedor de las colonias.
Hijo de presidiaria de Cuatro Torres. Esposo de Amparito Rocco
primero y de Bernardina Rocco después. Padre adoptivo de Juan
de Dios.
Hija de Joaquín Luis y la inglesa Ingrid Paine. Nieta de don Luis en
Chi-ó.
Esposa de Félix Águila. Círculo de los Empelotados.
La Hija del Sol.
Dueños de la hacienda y torre que administraba don Joaquín Anillo
y Quixano, el Geómetra.
Casamentera de Medina que pondrá en contacto a Azucena con
don Luis, ya en Chi-ó.
Tercera hija del letrado de la Ínsula. Esposa de Poldo.
Penúltimo de siete hermanos. Gran tirachinero. Corredor
incansable.
Personaje real sobre el que se ha novelado, respetando tiempos y
lugares ciertos. Bibliografía consultada, entre otras: - “La verdad
sobre Miranda en La Carraca”, de Nectario María. –“Miranda. La
vida ilustre del precursor de la independencia de América Latina”,
de José Grigulievich Lavretski.
Plebeyo esposo inglés de Carmelita Frontela.
“Tomador de notas” y “recaudador de favores” del monarca Borbón
Felipe V.
Profeta, hijo de un tonelero. Predicador de desiertos, sembrador
irredento de suelos yermos. Gran sabio de los medios,
despreciador de los fines.
Personaje real sobre el que se ha novelado, respetando tiempos y
lugares ciertos.
Puta rondeña y pelirroja de la cantina de León. Sus pechos
manaban la leche eterna.
Alférez de fragata de origen francés. Gran corpulencia y carácter.
El “tío Perico” de Candelaria.
Poeta, amante enloquecido y esposo de Ezequiela. Círculo de los
Empelotados.
Ama de llaves y amante de don Luis de Quixano.
Poeta mulato iniciador del Palacio del Arte Natural, embrión del
círculo de los Empelotados.
Hijo del Brigadier. Personaje original de gran boca y dedos
verrugosos, magnífico tirador con pelotillas de la nariz y
luenguimeador. Casará con Bernardinas “India Marina”.
Pintor. Mulato de piel muy oscura. Hijo de un comerciante asturiano
y una negra bozal. Pinturas oscuras y tétricas. Círculo de los
Empelotados.
Hijo de Candelaria. Marino, realista y españolista. Casará con
América Anillo y tendrá dos hijos: Casimiro y Rosamunda.
Esposa de don Cosme Morell. Círculo de los Empelotados.
Rosamunda
Rosario Rocco Frontela
Salvador Morante
Saturno
Siboney Heredia
Silvestre Rocco
Tomás Hurra
Tomás Morla
Tomás Zurita
Hija menor de Póstumo Garnica Ponce de León y América Anillo.
Hermana de Casimiro. Novia eterna de Fermín Galán.
Hija de Juan de Dios y Carmelita Frontela. Casará con Alonso
Quejada García “el Arbelloto” y tendrá dos hijas: Carmen y Bella.
El Chirino. Tío de Alonso Quejada García “El Arbelloto”.
Hijo penúltimo (quinto) de don Joaquín Anillo y Quixano.
Escritor. Independentista acérrimo. Círculo de los Empelotados.
Genovés, comerciante influyente en Gades. Padre de Amparito,
Amor, Lucía y Bernardina, e iniciador de la Saga de los
advenedizos. Venerable francmasón.
Gobernador del Peñón de Vélez de la Gomera.
Gobernador de Gades.
Franciscano de la iglesia de La Ínsula de origen vasco.
Dedicatoria:
Al Arcángel Gabriel, que susurró a mi oído todo cuanto aquí quedó escrito.
Agradecimientos:
A don Adolfo de Castro, que de su entrañable mano, me llevó hasta el Trienio
Liberal.
A Matilde Moreno que me ayudó a lijar cuanto raspaba.
A todo lo que, cuando yo pasaba, estuvo allí, permitiendo que mis ojos lo vieran,
mi gusto lo paladeara, mi entendimiento lo percibiera o mi olfato con él se embriagara,
o bien concediendo a mi locura y mi pasión..., un inolvidable revolcón con sus
entretelas.
INDICE DE CAPÍTULOS
1. Las Gadeiras ____________________________________________________________ 3
2. La Ínsula ________________________________________________________________ 6
3. Felipe V en la Ínsula ______________________________________________________ 9
4. El Geómetra ____________________________________________________________ 17
5. El Astrónomo ___________________________________________________________ 23
6. Chi-ó __________________________________________________________________ 27
7. La Marisma Tenebrosa ___________________________________________________ 35
8. Don Esto (Primera Parte)________________________________________________ 42
9. Miranda (Primera Parte)(1.778) ___________________________________________ 54
10. Don Esto (Segunda Parte)(1.783) __________________________________________ 63
11. Fiebre Amarilla ( 1.800) __________________________________________________ 72
12. Trafalgar ( 21-X-1.805) __________________________________________________ 83
13. Bonaparte ____________________________________________________________ 105
14. Azucena (1.800-1.814)___________________________________________________ 131
15. Miranda (Segunda Parte) ( 1.814 - 1816) ___________________________________ 140
16. El Manolito (1816 - 1820) ________________________________________________ 171
17. Clararrosa (1820-1823) _________________________________________________ 183
18. Tercera muerte (1.823 – 1.830) ___________________________________________ 202
19. Cuba, la Perla del Caribe ( 1830 – 1844) ___________________________________ 219
20. Retorno a Gadeiras (1844-1850) __________________________________________ 235
21. Romanticismo Gadeirano (1850-1860) _____________________________________ 249
22. “El año de los tiros” (1860-1868) _________________________________________ 259
23. La Primera República (1869-1873) ________________________________________ 270
24. El Peñón de Vélez (1873-1885)___________________________________________ 286
25. El Torpedero Sumergible ( 1885 - 1893) ____________________________________ 294
26. La Quinta Muerte ( 1894) _______________________________________________ 307
27. Las Cartas sobre la Mesa (1895 - 1897) ____________________________________ 316
28. El desastre: La caída del Imperio( 1898 - 1907)______________________________ 324
29. El Verano del Siete: Paraíso-Edén (1907) __________________________________ 332
30. El vuelo de los pichones (1907 – 1920) _____________________________________ 347
31. Africa: los desastres de Annual y Eltrino ( 1921- 1937) _______________________ 360
0
PRÓLOGO
He de admitir que, aparte otras posibles coincidencias genéticas, tengo una
circunstancia en común con nuestro padre Adán. Y ésa circunstancia es que, ambos…,
tuvimos el Paraíso al principio de nuestras vidas.
Yo nací en La Carraca, un frío y gris otoño de la postguerra civil. Y allí disfruté la
niñez, la pubertad y la adolescencia más idílicas que soñar se pueda. Bajo el amoroso
paraguas de mis padres que me protegían de todo mal, entre unos adorables hermanos a los
que todas mis tonterías les hacían reír, entre unos amigos a los que llevo en lo más hondo de
mi corazón y que no eran sino quince o veinte hermanos más. En una paradisíaca Ínsula
donde teníamos cine de invierno y de verano por los que nos entraban a raudales los credos de
Gary Cooper, las flechas de Erol Flynn, los labios y la sensualidad en voz queda de Márilyn,
las Tablas de la Ley de Charlton Heston, el cuerpazo de Kim Novak, los revólveres de Aland
Ladd, las lianas de Johny Weismuler, las lágrimas de Charlot, el cuerpo ensangrentado del
orgulloso Messala, o el “Que así se escriba y así se cumpla…” de Yul Brinner, apartando el
humo del pitillo de Bogart que no te dejaba ver la caída de ojos de Lauren Baccal, babeando
ante el esplendor de Natali Wood, o enflequillándonos a lo James Dean. Teníamos playa con
pantalán para tirarnos, con botes para descubrir nuevos horizontes o coger cangrejos o pescar.
Teníamos Iglesia en la que nos bautizaban, nos daban la confirmación y la comunión, al
tiempo que hacíamos de monaguillos o le comprábamos los Chester, de uno en uno, al
Sacristán. Teníamos campo de futbol donde echar partidos del siglo con los enemigos
mortales de la vecina barriada de San Carlos. Teníamos Ping-pong y casino donde jugar a
cartas o al Palé o al Dominó, mientras tomábamos gaseosa de fresa que te dejaba la lengua
roja. Teníamos bicicletas de todos los tamaños para explorar la Ínsula y echarnos las rodillas
abajo. Teníamos un tétrico cementerio en mitad de la marisma donde llevar a las niñas para
asustarles y ver si caía algo. Teníamos un Penal en el que había hombres privados de su
libertad y en el que, un fatídico día, fusilaron a un marinero. Donde aquel pobre cayó crecían
los vinagrillos más altos y gruesos…, por la sangre derramada, pero ninguno los cogíamos…,
nos daba cosa. Teníamos un muelle lleno de buques de guerra y, durante parte del año, de El
Cano. Teníamos la huerta del almirante donde se concentraban los árboles de la Ciencia del
Bien y del Mal, con las tentaciones más exquisitas que imaginarse pueda cualquier mortal.
Teníamos un viejo tren con los vagones de madera donde ser asaltados una y mil veces por
los sioux o los comanches. Teníamos una Vaquería a la que ir a pedir leche recién ordeñada o
distraer mazorcas de maíz para asarlas en el horno de la cocina económica y comerlos en el
cine…, pues aún, al menos aquí, no se conocían las palomitas. Teníamos una Enfermería
donde nos curaban las pedradas y los rasponazos con yodo soplado…, de donde salíamos con
el turbante de venda en la cabeza o el escandaloso esparadrapo en la rodilla…, secándonos las
lágrimas del dolor y del miedo. Y teníamos tiempo, todo el tiempo del mundo y los veranos
más largos que nunca en mi vida volvieron a acontecer. Vivíamos en la calle, entre jardines,
marismas fangosas, cabañas, subidos a los árboles, cogiendo y martirizando lagartijas,
haciendo fumar a los murciélagos que se emborrachaban y hacían tonterías, como los
hombres…, o saltando y emborrizándonos en los montones de arena de las obras, llenándonos
los zapatos hasta el borde que luego, despreocupados, vaciaríamos en cualquier lugar de la
casa.
Dieciocho años en Edén por el que pasaron los destinos de los padres de todos mis
amigos. Y nunca, jamás, hubo entre nosotros una sola pelea. Disgustos claro que sí, enfados,
discusiones, pero peleas a mamporros, ni tan siquiera una…, en tantos años. Qué paso allí,
ninguno lo sabemos. Pero todos los que vivimos en Paraíso Carraca sabemos que la
convivencia sin violencia…, es posible.
Tanto debo a La Carraca que me creí obligado a escribir esto.
Lo que tienes en las manos es un relato de ficción. Si bien por el mismo desfilan
personajes reales de nuestra más reciente historia, en cuyas ubicaciones se han respetado los
momentos y lugares históricos, sus relaciones con los personajes de ficción son sólo producto
de mi imaginación. Todas ellas tratadas desde el respeto y cariño que el estudio y
conocimiento de sus vidas me ha producido hacia ellos.
El relato está fundamentado en una especie de “trato” entre uno de los personajes de la
historia y el arcángel Gabriel. Por el cual el humano se compromete a relatar lo que el
arcángel le vaya dictando. Tal fue la sensación que tuve al escribirlo, pues en numerosas
ocasiones me pareció que alguien lo soplaba suavemente en mis oídos. Tras varias
reencarnaciones de una bendita ánima sin lograr el cumplimiento del pacto, será en la última
reencarnación cuando, preso en la Cuadra Alta del Penal de Cuatro Torres, se ponga a la
laboriosa tarea de terminar las numerosas cuartillas e irlas pasando a una infantil testigo.
Dado que cuanto el ánima reencarnada escriba, será dictado por el arcángel, lo que relate de
su propia cosecha lo escribirá con la pluma de ganso que le daba el trazo más grueso (negrita)
al objeto de diferenciar su pensamiento del transmitido por el angélico Ser.
El Autor
1
La Ínsula
De
LA CARRACA
2
1. Las Gadeiras
En el origen de los tiempos, solamente estaban las aguas y el
firmamento. Más allá del mar, y circundando sus aguas sin mezclarse con ellas,
había un inmenso río que formaba, alrededor del Universo, un cinturón líquido.
Era el río Océano, que no teniendo ni nacimiento ni desembocadura, era el origen
de todos los ríos, del propio mar y de todas las aguas existentes.
Océano fue una de las tres poderosas fuerzas que dieron origen a la
formación del mundo. Y cuando los dioses dispusieron que las tierras emergieran
de las profundidades de los mares, para formar las tierras firmes del mundo,
Océano convino en que había que delimitar, para los años venideros, las fronteras
entre los mares y las tierras. Y así, dispuso:
- Donde no haya entendimiento entre vosotros, levantaré un muro, acantilado
de inamovibles rocas, donde se estrellarán, sin término en el tiempo, las olas de la
incomprensión entre lo fluido y lo sólido.
- Donde hayáis de fundiros en amoroso abrazo de entendimiento, esparciré las
arenas del desierto para que formen interminables playas de doradas arenas que
sirvan de lecho a vuestros envites amorosos.
- Donde os seáis indiferentes…, surjan las marismas. Y allí, los límites
entre uno y otra, quedarán para siempre difusos, bajo el caprichoso gobierno de
las mareas, para la confusión de las especies.
Hacia el sol poniente, más allá del angosto paso de las columnas de
Hércules, donde el plano mundo tenía sus brumosos confines, se encontraban las
Gadeiras, pléyade de pequeñas islas que constituían el rompeolas de la bahía que
quedaba protegida a sus espaldas. De ellas, sobresalían por su tamaño tres:
Gadir, Erytheia y Kotinoussa. Gadir era la más pequeña y esbelta. Casi
circular, elevada sobre potentes acantilados, orgullosa ante las acometidas de los
mares, era la cuna de la ciudad más antigua del mundo. Cuando el dios Océano,
3
después de emerger las tierras secas de las profundidades de los mares, se
incorporó para contemplar su obra, se apoyó sobre Gadir dejando en ella marcada
la huella de su mano. Maravillado de su propia obra, decidió que aquel fin del
mundo del poniente, sería por siempre suyo. E hizo traer mortales de las más
dispersas partes del orbe y les mandó construir cinco templos para que le
ofrecieran sacrificios. Uno a cada extremo de la huella de sus cinco dedos.
Después, construyeron una ciudad que con el correr de los tiempos llegaría a ser
la más sabia del planeta..., pues sus pobladores eran depositarios de los
ancestrales conocimientos, de todas las partes de la tierra, que aquí trajeron. Y
que les habían sido transmitidos, de generación en generación, desde lo más
profundo de la infinita noche de los tiempos.
La isla de Erytheia era estrecha y alargada como una flecha y dispuesta
del norte poniente al sur levante. En el extremo sur levantaron los hijos de Tyro
un templo a Herakleion; héroe Tyrio que en noble lucha venció a los Geriones y
les robó sus magníficos toros, de bravura sin par en todo el universo. A Erytheia
vendría a morir el héroe, de regreso de mil prodigiosas aventuras por las tierras de
Almagreb y de Lybia, al sur del Mar Nuestro. A donde llegó en un
lamentable estado, provocado por el filtro envenenado que una bella mujer de piel
de ébano había vertido en su oído mientras dormía. Preso de locura y de unas
diablóricas fiebres, entregó su vida con la bajamar de la cuarta luna. Era el
primer año del reinado de El Gran Zopa.
Doce mil pasos distaba el Templo del héroe, de la isla de Gadir. A seis
mil, a mitad del camino, erigieron los gadeiranos una inmensa torre a cuyos pies
dieron tierra leve al cadáver de Hércules. La torre tenía más de cuarenta y ocho
codos de altura y sobre ésta había una estatua del héroe, de doble tamaño del
natural. Cubría su cabeza una piel de león, símbolo de su inigualable fiereza, y
en su diestra portaba unas llaves como símbolo de que poseía las de entrada y
salida al Mar Nuestro. Toda la escultura estaba recubierta de una capa de oro
fino que la hacía brillar de tal manera, que era visible desde todos los puntos del
mar y servía a los argonautas de orientación en sus singladuras. Tal era el
resplandor que desprendía bajo los rayos del sol, que los marineros que lo veían
por vez primera, quedaban aturdidos pensando que había dos soles, uno en el cielo
y el otro en la tierra. A los pies de la torre que basamentaba la estatua, podía
leerse: " NO HAY MÁS ALLÁ ", porque allí..., terminaba el Mundo.
Cerraba la isla de Erytheia, como una larga barrera, toda la bahía que
quedaba a sus espaldas, con las aguas serenas, dando ella sola cara a la mar
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bravía. Mas toda la isla, de norte a sur, había sido regada por las arenas del
desierto y en sus dulces playas venían a morir los más virulentos ataques de la
mar, devenidos en placenteros abrazos de amor.
La tercera de las islas, Kotinoussa, en el levante de la bahía, era un edén
de vegetación y exuberancia, adonde acudían los jóvenes de Gadir a recoger
frutos y bayas y a cazar las más tiernas gacelas. Su frondosidad, su deshabitado
contorno y la frescura de su sombra, la convertían en el bosque de Cupido y de
sus certeras flechas. Mas en su contorno, el encuentro con el mar no era franco
como el de Gadir, ni amoroso como el de Erytheia. Como quiera que se
encontrara entre esta última y la tierra firme, en terreno de nadie, sus costas se
definieron de marismas. Y la tierra firme del continente mundo, donde se
espesaban las brumas, igualmente se definió de cenagosas marismas. De tal
suerte, que no se conocía en el orbe una marisma más extensa, intrincada y
misteriosa que la descrita.
Con el devenir de los tiempos y ayudado por el constante sube y baja de las
mareas y por las avenidas de los ríos que desembocan en la bahía, las islas se
fueron juntando poquito a poco, aumentando sus contornos, aterrándose, y con
ello, aproximándose unas a otras. Hasta que quedaron unidas entre sí y a su vez
con la tierra firme, por la difusa y extensísima marisma. Todo esto aconteció
después de la muerte del dios Océano, y de Hércules, y del hundimiento de todo
el Olimpo, y después de que fueran desterrados todos los dioses de Fenicia, y de
Egipto y de Roma, y de que en los cielos de occidente sólo figurara la
sanguinolenta deidad del crucificado.
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2. La Ínsula
La marisma es un terreno de nadie en la batalla entre el mar y la tierra
firme. Es mar a veces..., pero no del todo. También a veces es tierra, pero
tampoco por completo. Está constituida por fangos de distinta consistencia. Los
que permanecen siempre fuera del alcance de las mareas constituyen un terreno de
cierta dureza, formado por el cieno seco. En el que crece la recia vegetación
marismeña y sobre el que es posible caminar a las personas o las caballerías.
No así a los carruajes, que con frecuencia se atollan en los blandones. La parte
que se encuentra sometida al sube y baja de las mareas, está constituida por un
lodo de débil consistencia, sobre el que no es posible caminar sin hundirse hasta
las rodillas en cada paso. Se encuentra laberínticamente penetrada de miles de
brazos por los que se le cuela el mar con la subida de la marea, para permanecer
plena y estable un ratito, y comenzar de nuevo la retirada de las aguas. En la
parte alta de estos laberínticos islotes crecen unas matas de intenso color verde,
las salicornias, a las que la gente marismeña llama zapinas. Pero en la zona que
está expuesta a las periódicas invasiones de las mareas, no crece nada. De
manera que el aspecto del paisaje marismeño varía considerablemente, pasando de
un mar de plenitud, exuberante, en el que navegan las islitas verdes, con la marea
llena, a una impúdica exhibición de sus fríos légamos, con la vacía. Quedando los
caudalosos canales devenidos en exiguos caños en los que el mar se bate en franca
retirada. Las gentes que habitan las tierras bajas de la marisma saben de la
fugacidad de la belleza y de la brevedad de la plenitud…, lo ven ante sus ojos
dos veces cada día.
El agua de las marismas siempre está turbia, pues su continuo ir y venir
hace que transporte en suspensión toda clase de minucias. Si se levanta la vista,
en medio de la marisma, no hay nada que estorbe a la mirada por encima de las
dos varas sobre el nivel de la pleamar. De manera que constituye una extensión
anfibia en la que la vista se pierde sobre el verdor de las zapinas, los caños y
alguna casita de salinero aislada aquí o allá. En la lejanía están el mar interior
de la bahía por un lado, y la tierra firme y sus bosques de pinares, por el otro.
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El aire está saturado de humedad, los pulmones no terminan de llenarse y se
ponen fatigosos…, en medio de la planicie marina parece como si el cielo se
apretara contra la tierra y contra los hombres. El silencio se enseñorea de todo y
deja a las criaturas enormemente solas entre la tierra y el sobrevenido cielo. Sólo
el suave piar de los archiveves, correteando con sus largos dedos por el fango, pone
un tenue contrapunto a tan sólido silencio.
En medio de este definitivo paisaje, y del gran canal que separa a
Kotinoussa de la tierra firme, se encontraba la Insula de la Carraca.
Kotinoussa, con el paso del tiempo, vino en denominarse la Isla de La
Puente. El gran canal se llamó la Mar de Suaso o el río de Sancti-Petri y el
puente que unía a aquella con tierra firme, por encima de aqueste, el puente de
Suaso. A la vera de este último se había establecido un carenero en el que se
construían y reparaban galeones y otras embarcaciones menores.
Una carraca proveniente del carenero de La Puente, en la desembocadura
del Sancti-Petri con la Bahía de Gadeiras, embarrancó en unos bajos fangosos y
allí quedó, encallada y presa. Blanqueando con el tiempo sus cuadernas, como
huesos al sol, al tiempo que los fangos se aglomeraban a su derredor e iban
constituyendo y dando consistencia a un islote al que desde el primer momento se
identificó con el nombre de la embarcación que, encallada, allí se esqueletaba.
Reinando en las Españas don Felipe V, encargó al Intendente General
de la Marina Española, don José Patiño, la ardua labor de reorganizar la
Armada Española. El mandato del último de los Austrias, había dejado la
Marina reducida a no más de dieciocho galeras, entre todas las escuadras
existentes, las cuales no eran ni mantenidas, ni repuestas cuando se perdían. Mal
provistas y mal armadas. El personal era reclutado por leva forzosa y de las
poblaciones del interior, ya que las costas estaban deshabitadas. De tal forma
que los reclutados eran chusma despreciable, vagabundos y mendigos sin
conocimiento alguno de las cosas de la mar. El mando se concedía a personajes
desconocedores de la profesión, por pura intriga y favoritismo, cundiendo el
desánimo entre los jefes y oficiales. De tal suerte que la nobleza comenzó a
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abandonar la milicia por desprestigio de ésta. Ante tal panorama, don José
Patiño, entre otras medidas, tomó la decisión de construir en la Insula de la
Carraca el primer Arsenal con que contaría la otrora poderosísima Armada
Española. Eligió don José nuestra Insula para ubicar su flamante Arsenal,
precisamente por hallarse rodeada de marismas y al fondo de la Bahía de las
Gadeiras, lo que la hacía inexpugnable tanto por tierra como por mar. Por tierra,
por lo impracticable de los terrenos, ya que en éstos era del todo imposible que
pudiera maniobrar ejército alguno; y, por mar, porque, al encontrarse al fondo de
la bahía, había que acceder a ella a través de estrechos canales de navegación, a
cuyas orillas estaban apostadas numerosas baterías desde las que se destruiría
fácilmente a quién osara aventurarse por ellos.
No fue fácil hacer tierra firme en el fangoso islote. Hubieron de
emplearse miles de metros cúbicos de maderas de roble español y francés, para
hincar estacas en el fango, hasta dar con suelo firme y, construyendo empalizadas,
se fueron rellenando con tierra traída por caballerías, hasta dar consistencia al
terreno. Y así se fue constituyendo un magno establecimiento militar para la
construcción de naves guerreras de todas clases y su posterior mantenimiento y
conservación. Así como hubo de dotarse de pertrechos y géneros suficientes para
equipar las naves y armarlas. Y, con el transcurso del tiempo y la inversión de
muchos miles de reales, la Insula se fue dotando de astilleros, almacenes, muelles,
nave de arboladuras, fábrica de jarcias, iglesia, camposanto, pabellones para
alojamiento de los empleados de más alcurnia y sus familias, cuarteles para la
tropa y la marinería, diques, gradas, nave de cordelería, enfermería…, y un
penal. Así como de gentes diversas tales que operarios, almaceneros, estibadores,
cordeleros, curas, oficiales, marineros, cirujanos, procuradores de causas, curtidores,
zurradores, zapateros, sastres, cordoneros, esparteros, tejedores, carreteros,
mesoneros, taberneros, alcahuetas, molineros de pan, atahoneros, guardas de
ganado, presidiarios…, además de otra gente que, a su vez, parasitaba a
aquestos, como busconas, gitanos, judíos y niños sin oficio. Con lo que se fue
constituyendo un universo de cosas y de gentes…, paisaje y paisanaje de La
Insula, que serán el objeto de esta historia que juntos iniciamos, desde aquellos
lejanos días, hasta aquestos otros.
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Yo, alumbrando estas cuartillas, con el pensamiento puesto en ti,
leedor amigo. Y tú, sintiéndome cuando, a través del perfume de las
letras, penetre en ti. Así nos comunicaremos, para conocernos y para
que cuando me conozcas, me ames..., porque yo ya te estoy
amando…, desde que asumí este laborioso compromiso.
(Aquí, en estos apartijos, de cuando en cuando, con trazo más
grueso, te hablaré, para diferenciar mi palabra de la que me es
dictada.)
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3. Felipe V en la Ínsula
Era el mes de marzo del año del Señor de 1729. El monarca Borbón que
reinaba el Imperio de las Españas a la sazón, tenía anunciada su visita a La
Insula para aquellos días. Se esperaba al mismo tiempo la arribada inminente de
la flota de Indias, que portaba para el Tesoro la suculenta cifra de treinta millones
de pesos, en dieciséis poderosos navíos.
El monarca, por otro lado, debía presenciar la botadura del primer navío
que se había construido en el Arsenal de La Insula y que tremolaba ansioso en las
gradas por dar con su quilla en la mar del Sancti-Petri.
Toda La Insula se había engalanado para el recibimiento. Banderas y
gallardetes ondeaban en la Puerta de Tierra y en todo el camino que llevaba desde
ésta hacia la pequeña Iglesia, y a estribor, hasta la grada donde el navío esperaba
su bautizo. En la explanada existente frente a la Iglesia, con carros, se había
formado un pequeño ruedo y se hallaban encerrados dos toros bravos para ser
lidiados ante el monarca, desconocedor en gran medida de nuestras arraigadas y
sanguinarias costumbres minotáuricas. Un piquete de alabarderos estaba
dispuesto para la custodia, desde la arena del ruedo, del palco del monarca con sus
lanzas alabardas. Entre ellos parloteaban en lengua extranjera, pues los más eran
tudescos o suizos. Los Borbones, por el momento, no habían querido suprimir ésta
tradición de la Casa de los Austria.
El Cuartel de Guardias Arsenales se encontraba en perfecto estado de
revista. Las dotaciones perfectamente uniformadas y dotadas con los recién
estrenados "fusiles con bayoneta". Los mosquetes y las picas habían sido apilados
en el Almacén de Excluidos y olvidadas sus viejas glorias, ante la belleza de los
mortíferos fusiles de estilo francés, que unían en una sola arma mayor eficacia que
las dos anteriores.
De Gades se había desplazado una compañía de Dragones que tenía
formadas las caballerías en irregular e inconstante línea, delante de las casas de
los oficiales, haciendo las delicias de la chiquillería, al tiempo que perfumaban el
ambiente regando generosamente el suelo con sus cagajones o con sus abundantes
meadas.
Las mocitas casaderas, hijas de la oficialidad de Marina, paseaban bajo sus
sombrillas, entre coquetuelas y falsamente ruborizadas, atraídas por la vistosidad
de los uniformes de los Dragones, como las polillas por la luz de la bujía.
Detrás de las viviendas, el camino que llevaba a las baterías y al Presidio
en construcción, había sido marcado por piedras encaladas que lo hacía parecer el
caminito de un cuento de hadas. El puente de palos que había que cruzar para
llegar al Presidio había sido engalanado de gallardetes, y de la inconclusa fachada
del penal, igualmente colgaban banderolas y gallardetes de múltiples colores.
Toda la Insula era una bulliciosa fiesta, llena de colorido, con la gente
alborotada dentro y fuera de las casas y de los establecimientos castrenses. Las
calles estaban llenas de voces confusas, sonidos de afinamiento de pífanos, de
trompetas o de chirimías y del nervioso repiqueteo de cajas y tambores.
Centelleaban los aceros desenvainados y relinchaban las caballerías..., tensando la
espera por el advenimiento del amado monarca. En la puerta de la Iglesia se había
instalado una toldilla que diera sombra al atrio. En el interior se habían dispuesto,
en el lado derecho del presbiterio, cuatro regios sillones y otros tantos reclinatorios,
para sus majestades don Felipe V, la Reina, el Príncipe de Asturias y la Princesa.
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El resto de los bancos habían sido desplazados para dejar sitio a los sillones de los
reyes, pero conservando entre ellos su rango: a la derecha estaban los de los jefes
militares y las autoridades civiles; a la izquierda el personal de oficios y los
administradores; al fondo los comunes, y después los de las mujeres. La marinería
permanecería en pie al fondo del todo y los que no cupieran, formarían fuera.
La Puerta del Mar aún no estaba terminada, ni las oficinas de la
comandancia general, ni los obradores de carpinteros de á flote, por lo que toda la
zona del muelle de atraque estaba cortada al tránsito, para que no desluciera su
perentorio estado del resto de las instalaciones, ya concluidas y en perfecto uso.
La Puerta de Tierra, por la que había de acceder el monarca y la real
comitiva, era donde más profusión de decorados y adornos se había hecho, así como
en la grada donde se encontraba el Hércules, navío de sesenta cañones, dispuesto
para su botadura. Guirnaldas tejidas de flores, hiedras y madreselvas, cintas de
colores, larguísimas y lánguidas banderolas y enloquecidos molinillos que,
clavados en los mástiles, giraban frenéticos por mor de la suave brisa de poniente.
El suelo estaba todo alfombrado de romero y tomillo que desprendían una mezcla
de aromas embriagadora. El trayecto que debían seguir los reyes hacia el
Hércules, había sido cubierto con alfombras cedidas al efecto por las familias más
influyentes, que habían rivalizado entre ellas por cubrir la mayor proporción de
recorrido en función de su rango. Una banda de músicos se había situado en la
Puerta de Tierra y otra en la grada junto al Hércules.
El primer buque de guerra construido en La Ínsula no podía llevar por los
mares del mundo otro nombre que el del héroe ancestral de Las Gadeiras, gran
padre Adán de todos los pobladores de las islas y sus marismas.
La Insula se encontraba unida a la tierra más firme de la Isla de la Puente,
por un inconstante puente de barcas, abarloadas y unidas entre sí, que constituían
un serpenteante istmo. Hora flotando exuberante en la pleamar, hora varado en el
fango de la bajamar impúdica. Exiguo cordón umbilical, inestable puente,
comunicación titubeante, que frecuentemente había de interrumpirse para dejar
pasar los navíos que circulaban a su través y que hacía que sus habitantes, con
harta frecuencia, se olvidasen del exterior y pasasen los días maravillados en la
redondez de su ombligo insular.
Un carro convertido en puesto de venta de asados, fiambres y bebidas,
ofrecía a los viandantes y curiosos los siguientes artículos y precios: una gallina
por 20 reales de vellón, asada o en fiambre; un pollo, por 10 o un pichón por 8 Rs.
de vn. La crema se ofrecía por 10 reales y los Gaboletes por 2. Las bebidas, ya
fueran limón, leche, naranja u horchata, se vendían por 2 reales y el vaso de
ponche por, 3 Rs. de vn. Las moscas se servían gratis.
Ante la tardanza de los monarcas, los ánimos comenzaban a decaer, las
flores a inclinarse, perdido su frescor, la compostura de chalecos, calzones,
miriñaques, faldas de vuelo y corpiños, se convertían en descompostura y
desarreglo. El alborozo, en cansancio; el ponerse de puntillas para ver, en buscar
dónde sentarse. El ajetreo, en quietud y el bullicio, en silencio. Entonces sonó una
descarga de salvas que, como un resorte mágico, recolocó ánimos, chalecos,
corpiños, flores, bullicio, y todo era de nuevo mirar para ver por dónde se
acercaban los deseados, anunciados por el tronar de los cañones. Al poco, se divisó
el cortejo al otro lado del caño, en la Isla de la Puente: caballerías, dragones,
guardia real, nobles de alta alcurnia de Medina Sidonia y de Xeres, que no se
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despegaban de los reyes desde que llegaron a la comarca, comerciantes de Indias
de las más principales familias de Gades, magistrados, notarios, militares de alta
graduación, obreros, tropa, gente y populacho, chiquillería y menesterosos… y, en
el medio, la familia real.
Los vecinos de La Isla de La Puente, tal vez por hacerlo de menos en
relación con su magnífico y sólido puente de Suaso, denominaban con el apodo de
Las Termópilas al titubeante puente de barcas que la unía a La Insula. En jocosa
alusión, sin duda, a la dificultad que suponía su tránsito, tanto para las personas
como para los animales de carga y, sobre todo, para los carruajes y carretas. Que
más de cuatro, ante el nerviosismo que causaba a los animales la inestabilidad del
suelo que pisaban, habían ido a parar al fondo del mar.
Al llegar la comitiva y el gentío que la rodeaba a Las Termópilas, se abrió
paso la guardia real y se adelantaron sus majestades. El monarca era portado por
cuatro lacayos en una sillita caca que le había prestado el señor de Castrillón, rico
hacendado de la vecina ciudad de Medina, que padecía con carácter crónico de
cagaleras cada vez que había de realizar algún viaje y se la había mandado hacer,
al efecto de poder compatibilizar ambos..., desplazamientos y cagaleras. Al parecer,
en los días precedentes, estando de cacería en el coto de Sanlúcar, alguna comida
había sentado mal al Rey y tenía, desde entonces, el vientre suelto. Se debatía en
una constante pedorreta que hacía el olor en su derredor insoportable. Mas, como
es natural, nadie osaba hacer el más mínimo gesto de desagrado. En ésta
situación, portado por los cuatro lacayos, hizo su gloriosa entrada en la Insula don
Felipe V. Llevaba sobre su noble cabeza una bellísima peluca de rizado cabello
blanco, con la raya en el centro, cuyos bucles le colgaban graciosamente hasta
mediada la espalda. Una preciosa casaca de color azul marino, con ribetes dorados,
cubría su gallarda y sedente figura. Por las bocamangas asomaban puñetas de
encaje y puntillas. Una ancha banda de color rosa ceñía su cintura. Y sus reales
pies estaban cubiertos por unas botas de pala alta, por encima de las cuales se
adivinaban unos calzones de color negro, a la sazón bajados. La palidez de su
rostro y de la piel de sus manos resaltaba en medio del moreno tostado de la gente
del mar que le rodeaban. La finura de sus gestos, todo en él, hacía notar la nobleza
de su cuna y la exquisitez de su porte, tan francés. Su rostro parecía a las damas el
más bello que jamás hubieran contemplado.
La Reina, el Príncipe de Asturias y la Princesa, lo seguían a corta, pero
suficiente distancia como para no beneficiarse de los olores reales que despedía la
traca de pedos en que se ocupaba tan real criatura.
Una vez los monarcas todos alcanzaron la Puerta de Tierra, el camarero
mayor del rey hizo un gesto, ante el cual, todos los rostros miraron al suelo.
Entonces su majestad, se levantó de la sillita caca, permitió que con un fino lienzo
limpiaran sus maltrechas posaderas, e igualmente se dejó ajustar los calzones. Un
leve carraspeo del monarca indicó a todos que ya podían levantar la cabeza y gozar
de la presencia de su amado Rey.
Don José Patiño, sencilla peluca de cabello blanco, recogido en la nuca con
una cinta negra, chaleco largo y calzones hasta la rodilla, medias blancas y calzado
con botas de pala baja, artífice del Arsenal que se estaba construyendo en la
Insula, se mantenía a corta distancia del monarca, ya que éste constantemente
requería su presencia, tanto para informarse de tecnicismos navales, como para
que le tradujera, las más de las veces, el habla andaluz que difícilmente había de
comprender cuando apenas comprendía con soltura el castellano. No obstante lo
delicado de la salud del rey, que a menudo se sumía en crisis nerviosas que le
hacían perder temporalmente el juicio, últimamente, al decir del señor Patiño,
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llevaba una larga temporada sin recaer en su enfermedad. Y ciertamente la
Armada española rezaba porque prevaleciera el estado de lucidez de don Felipe, ya
que se estaba beneficiando en gran medida de las inversiones que aquel le estaba
dedicando.
Desde la Puerta de Tierra, ya el monarca erguido sobre sus dos piernas, la
familia real y la comitiva que le acompañaba, a través del pasillo alfombrado que
dejaba la muchedumbre, se dirigió parsimoniosamente hacia el entarimado que se
había preparado en la grada donde el Hércules esperaba ansioso el contacto con la
mar. Los influyentes aprovechaban el paseo para requerir de sus majestades
mayores influencias. Así, el señor de Castrillón, en pago sin duda de tan
inestimable servicio como había supuesto su sillita caca, solicitaba del señor
Patiño, que a su vez solicitara del monarca que le fuera restituido el lugar de
privilegio que ocupara su banco familiar en la Iglesia Prioral de Medina, ya que
éste había sido injustamente relegado a una inferior posición por las malas artes
que un vecino influyente había empleado ante el señor obispo, infligiendo con ello
a su familia un desdoro que les resultaba imposible de soportar por más tiempo. Al
efecto, hacía entrega de una bolsa con quinientos pesos, para ayudar a sufragar los
gastos de la jornada a sus majestades. Con el mismo fin, el Conde de Alcalá,
entregaba a la reina otra bolsa con mil pesos, para solicitar un favor de mayor
envergadura: que no se accediera a las peticiones del bobo de su hermano mayor
para arrebatarle el título familiar. De todo ello, Moisés, escribano del rey en sus
desplazamientos, tomaba buena cuenta. Reaccionando prontamente a la voz de
cualquiera de los componentes de la familia real que, autoritario, le requiriera:
"¡toma nota..., Moisés!”. El tal escribano portaba un escritorio ambulante, sujeto a
su cuello con unas correas de cuero y que apoyaba contra su estómago al efecto de
sostenerlo en horizontalidad y poder garrapatear sobre él. Con una pluma de ave,
y mojando reiteradamente en el tintero que portaba encajado sobre el escritorio,
tomaba nota de los nombres de los generosos contribuyentes. A la vera ponía un
sucinto resumen del favor solicitado y el importe apalancado. Las bolsas con los
pesos iban a una de mayor tamaño que portaba el ínclito Moisés colgada de su
hombro derecho y que los monarcas no perdían de vista ni un solo momento. El
paseo desde la Puerta de Tierra hasta la grada donde había de efectuarse la
botadura se hizo interminable por mor de la cantidad de favores que se venían
solicitando de los amados monarcas.
Por fin sus majestades concluyeron el agotador paseo y el escribano pudo
guardar en su escritorio las notas tomadas, la maltrecha pluma y poner el tapón al
sofocado tintero. Los reyes se instalaron en los tronos que al efecto se habían
colocado bajo el templete, profusamente engalanado. Con ellos se situarían todas
las principalísimas personas que a tan significado acto habían sido invitadas.
El Hércules, infladas las aletas de sus narices de tanto mamoneo, esperaba
impaciente su bautizo de mar. Lo habitual en las botaduras de los buques era
hacerlo tan solo del casco, que después, ya una vez a flote, terminaba de ser
aparejado atracado al muelle. Sin embargo, en ésta ocasión, para que la botadura
fuera más lucida, el navío había sido aparejado con sus tres mástiles y dotados de
toda la cordelería que a su vez había sido engalanada con profusión de banderas y
guirnaldas de flores. Tenía el Hércules un solo, pero magnífico, castillo a popa, y
dos andanadas de cañones de a quince cada una, tanto a babor como a estribor, y
su aspecto era imponente. Irradiaba la misma fortaleza que hubo de transmitir el
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héroe cuyo nombre le había sido dado. Estaba situado en paralelo al caño, de
manera que su botadura se haría de costado.
Gran profusión de obreros y de marineros, con los torsos descubiertos y
sudorosos y los descalzos pies y piernas sucios de fango, situados en sus posiciones,
esperaban la señal del contramaestre de botadura para iniciar las operaciones. A
una indicación de éste, fueron sucesivamente quitando, a secos golpes de maza, las
cuñas que sujetaban el navío en posición vertical, de tal suerte que éste quedó
sujeto tan solo por los cabos que, como cordón umbilical, aún lo tenían sujeto a su
madre tierra que a punto estaba de parirlo. La marea había subido mucho y el
recorrido que habría de hacer hasta tomar contacto con el agua no sería de más de
ocho o diez varas. Siguiendo las instrucciones del contramaestre, los cabos se
fueron arriando lenta y simultáneamente, a la vez que la mole comenzaba, en
medio de un crujir de maderos impresionante, su caminar por las vías de
deslizamiento que habían sido cubiertas de grasa para facilitar el rozamiento. La
entrada del buque en el mar fue estremecedora..., el chasquido que produjo el
violento choque de la quilla con el agua hizo pensar a todos que se había
descuadernado…, pero nada más lejos de la realidad. La botadura del Hércules
provocó una gran ola que, a medida que progresaba por la superficie del agua,
hacía bailar a todas las pequeñas embarcaciones que lo esperaban para darle la
bienvenida al líquido elemento. Enseguida, cabeceó tenuemente unas veces, y
recuperó la verticalidad, quedando ante todos erguido, estable e imponente,
provocando el espontáneo batir de palmas y griterío de júbilo de todas las
gargantas que no esperaban sino el éxito de la empresa. Nueve salvas de cañón
dieron la bienvenida de otros tantos navíos que, anclados en las inmediaciones de
la botadura, esperaban la llegada del nuevo compañero.
En tierra, todo eran felicitaciones y parabienes..., la operación había sido un
éxito. Su majestad estaba exultante de felicidad y dispuso que se gratificara al
constructor con cien doblones de oro y que se regalara a la mujer de éste una
alhaja de veinticinco doblones sencillos. La confianza puesta en Patiño comenzaba
a dar frutos y la popularidad del monarca entre los españoles aumentaba con
acciones como ésta.
No obstante, una nueva soltura del real vientre hizo necesaria la sillita
caca del señor de Castrillón. De tal manera que al monarca se le quitaron las
ganas de fiesta y ésta vez, sin dar trabajo a Moisés, recorrieron rápidamente el
camino de regreso a la Isla de la Puente, donde se embarcaron en las galeras de
don José de los Ríos, que les transportarían por mitad de la bahía, hasta el Puerto
de Santa María.
De ésta forma, el monarca y su séquito no pudieron contemplar el resto de
la Ínsula, ni los Dragones pudieron desfilar ante él, ni las Guardias Arsenales
hacer sonar sus instrumentos musicales, ni se pudo celebrar el santo oficio en la
pequeña Iglesia, ni los presos del penal pudieron contemplar desde las ventanas,
ni tan siquiera desde lejos, la gallarda figura del monarca. Y la lidia de los dos
toros, con perros y con un oso pardo, hubo de dejarse para mejor ocasión. Y los
Alabarderos no pudieron formar el zaguanete ante el palco real para proteger a sus
altezas de la fiereza de los toros.
En El Puerto, sus majestades, tras el paréntesis de otros días de cacería en
el coto de Sanlúcar, llevarían a cabo unas importantísimas reuniones de paz con
los ingleses, en la Casa de las Cadenas de la Plaza del Polvorista. Después del
verano, se marcharían río arriba por el Guadalquivir, camino de Sevilla. Ya en
Madrid, incorporaría a la Corona los términos de La Isla de León, el Puerto de
Santa María y Sanlúcar, de tan a gusto como se había encontrado en la República
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de las Gadeiras, el muy truhán.
No obstante lo breve de la estancia del rey, la Ínsula había recibido su
bautizo de fuego al haber culminado con rotundo éxito su primer compromiso ante
el resto de la nación. Los dinerales que don José Patiño estaba enterrando en el
fango de la Ínsula de La Carraca estaban siendo bien empleados y todos los que
allí quedaron tras la marcha del cortejo real lo sabían. Y también que se abría un
período de prosperidad cargado de promesas para todos los pobladores de La
Bahía.
¡Bendito Hércules, de entre todos los dioses del pasado, que nuevamente
venía a hacer que en las Gadeiras refulgiera el esplendor, como antaño refulgió su
dorada estatua, sol en tierra para todos los navegantes que nuestros mares
surcaron!
En el tiempo que siguió, la Ínsula estuvo sometida a constantes obras que
iban acrecentando su estructura de arsenal de La Real Armada. Se terminó el
muelle principal de atraque con una soberbia Puerta del Mar por la que se recibía
a los curtidos marinos provenientes de los siete mares del Globo. En nada desdecía
de la magnífica Puerta de Tierra, sino que, más bien, competía con ella en porte y
dignidad. En la misma rezaba, sobre el dintel, un texto inspirado en los versos de
la Eneida de Virgilio, del siguiente tenor: “Acuérdate, OH Español, Que Tú Riges
El Imperio De Las Olas”.
Se siguieron construyendo navíos y naves de todas clases en su afamado
carenero, que competía con los existentes en El Ferrol, La Habana o Santander.
Para la desgracia de todos, el Señor llamó a su presencia al ilustre protector de
nuestra marismeña Ínsula, don José Patiño. Si bien éste, en un postrer servicio a
La Armada, se había ocupado en dejar un digno heredero de sus afanes, en la
persona de don Cenon Somodevilla, riojano afincado desde niño en Gades y marino
de Pro, que con el devenir del tiempo se cristalizaría en el Marqués de la
Ensenada. Con su incansable aliento soplaría el velamen de la Ínsula que, con todo
el trapo desplegado, más que navegar, volaría sobre el mar del progreso en el
medio del Siglo de las Luces.
La gran cantidad de embarcaciones que se venía produciendo en los
astilleros de la Ínsula, así como la reparación y mantenimiento de muchas otras,
dieron lugar a que en la misma se fuera estableciendo abundante personal de
oficios con sus familias. Aumentándose en aquellos años, de forma muy
considerable, el número de pobladores de La Carraca, así como el de las vecinas
plazas de El Puerto Real y de La Isla de La Puente.
El establecimiento de tanto personal de forma estable y permanente dio
lugar a que una populosa chiquillería anduviera de continuo ociosa por la Ínsula.
Y, como quiera que las pillerías propias de la edad de los zagales fueran en
aumento, ocasionando el desespero de algunos maestros de oficios y de no pocos
oficiales, se pensó en la conveniencia de tenerlos ocupados en algo. Así, mientras
no tuvieran edad para comenzar el aprendizaje de los oficios de sus padres, irían a
una escuela. El virrey consiguió la financiación necesaria y se le facilitó una
dotación presupuestaria de 2.500 reales al año, para un maestro de niños, y otra
de 1.500 para pagar a una amiga que atendiera la educación de las niñas. Allí se
les enseñaría a leer y escribir, a sumar y restar, y la Historia Sagrada.
Sin embargo, el virrey y su oficialidad querrían una educación especial para
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sus hijos, y distinta de la que la escuela iba a propiciar a la plebe de la zagalería
de la gente de oficio.
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4. El Geómetra
Don Joaquín Anillo y Quixano gustaba de calificarse a sí mismo con el
pomposo título de “Geómetra”. Como él mismo explicaba, en el sentido de que el
geómetra es el individuo que intenta hallar la verdad: " La geometría es la
preparación adecuada para aquellos que aspiran a ser Filósofos. El espíritu
geométrico es el que predomina en éste Siglo y el que nos llevará a la Gloria de los
Tiempos", explicaba don Joaquín a quien quisiera oírle. Y apenas éste se dejara,
profundizaba en la exposición de lo que era el fundamento de su vida: su afán
investigador. Y, siguiendo los postulados de su maestro en la distancia, el gran
astrónomo Bailly, explicaba:
“El Geómetra debe tener éstas cualidades:
*
Visión Profunda,
* Exactitud de Juicio, e
* Imaginación Activa.
Visión Profunda para captar todas las consecuencias de un Principio...;
Exactitud de Juicio, para remontar desde éstas consecuencias aisladas al Principio
del que dependen. Pero, para penetrar en la materia, diseccionarla y representar su
constitución íntima, el geómetra necesita de la más preciada de sus cualidades..., la
Imaginación. Cuando la Imaginación nos ha representado todo, entonces el
geómetra puede seguir adelante; y, si partió de un Principio incontestable, que
garantiza la certeza de su conclusión, se le reconoce que tiene una mente juiciosa; si
dicho Principio es el más sencillo y nos descubre el camino más corto, su arte es
elegante; y, finalmente, se le considera un genio en su arte si llega a una Verdad
grande, útil y que durante mucho tiempo no formaba parte de las Verdades
conocidas...".
Don Joaquín, que solía mantener más caliente la cabeza que el estómago,
muy a su pesar, era el administrador, en la vecina Isla de La Puente, de la torre
vigía que el Marqués de Torre Alta poseía en los terrenos de su finca del mismo
nombre, los de más altitud de todo el entorno. Dicha torre actuaba, en combinación
con la Torre Tavira de Gades, en el avistamiento y comunicación con los buques
procedentes de las Indias Occidentales o de las Columnas de Hércules, en el
estrecho. A cambio de su trabajo, don Joaquín recibía unos pocos maravedíes, el
derecho de habitar una pequeña construcción que había junto a la torre y el de
trabajar su huerta para su sustento. Los maravedíes iban en proporción de los
servicios de avistamiento de buques que se realizaran, pero en ésta labor, la Torre
Tavira de la capital era la que se encontraba mejor situada, por lo que, para
alimentar a sus seis hijos, su esposa, su propia madre y su suegra, tenía que
buscar complementos dinerarios a los exiguos rendimientos que obtenía de su
principal ocupación. Es por esto por lo que, siendo un hombre de gran cultura y
reconocidas religiosidad y prudencia, el virrey de la Ínsula le había encargado la
17
educación a domicilio de sus hijos menores. Posteriormente, algunos jefes militares
habían solicitado del virrey el permiso para que el "Geómetra" atendiera también
la educación de sus respectivos hijos, de tal forma que ésta pasó a ser, en cuanto a
tiempo, la principal ocupación de don Joaquín, la cual realizaba con gran contento
por su parte y la de sus alumnos, ya que había podido descubrir que su vocación de
Filósofo se veía magníficamente complementada con el ejercicio de la docencia. Y
era tal el entusiasmo y la simpatía natural que en su trabajo ponía, que conseguía
la atención de los muchachos y, las más de las veces, su embelesamiento.
Dábase, a la sazón, la circunstancia de que el número de sus alumnos
había ido aumentando, en forma tal, que contaba con catorce hijos de Oficiales bajo
su tutela. Pero sobre todo, se había dado la mágica circunstancia de que nueve de
sus catorce pupilos se encontraban entre los nueve y diez años de edad. Siete
varones y dos señoritas. Y, dada ésta circunstancia, don Joaquín había conseguido
del virrey y del resto de los padres de éste grupo de nueve que las clases las
tomaran conjuntamente en un local que se le había cedido al efecto en el Patio de
Velas, junto a la atahona. Al cual, y emulando a su admirado Platón, no vaciló en
bautizar con el pretencioso nombre de “La Novísima Academia".
El Geómetra había ideado un plan de formación para los muchachos que
consistía en impartirles las distintas disciplinas en el mismo orden cronológico en
que el ser humano las había ido conociendo a lo largo de la historia. De ésta forma,
comenzó por explicarles las dificultades que tenía el hombre de los más pretéritos
tiempos, el poblador de la Turdetania, situada en toda la Bética y en el área de la
Bahía, entre Xeres y Arcensis, en su lucha contra la naturaleza salvaje y con la
carencia de los más elementales utensilios. Pero, al mismo tiempo que les daba
éstas explicaciones, les ayudó a construir, en el descampado que había junto al
dique de conservación de maderas, una choza con unos palos y algunos trozos de
pieles que le facilitaron en la cercana vaqueriza, del mismo modo que lo habrían
hecho los hombres antiguos. Les enseñó la forma de obtener humo frotando dos
maderas hasta que prendieran unas pajitas secas para obtener la presencia del
mágico dios Fuego, tal como le había enseñado un piloto de fragata que se lo había
visto hacer a las tribus salvajes de indios de las Américas. Les hizo sacar esquirlas
de unas piedras de sílex y utilizarlas para cortar o para fabricarse mazas rústicas.
Igualmente llevó a sus tiernas mentes la clara idea de que antes del Diluvio la
comida usual de los Turdetanos eran las frutas, la leche, las semillas y el jugo de la
yerba. Tan elementales alimentos proporcionaban a aquellos seres una
robustísima salud y muchísimos años de vida. Adán vivió novecientos treinta
años, Jareb, novecientos sesenta y dos, y Mathusalá, novecientos sesenta y nueve.
No obstante, después del Diluvio, se perdió aquel estilo frugal y sencillo en el
comer. De resultas del común naufragio, las tierras se quedaron sin vigor y las
plantas que producía no tenían el anterior jugo que fortalecía a los hombres.
Entonces fue cuando el Dios de las misericordias les concedió el uso de las carnes
para su alimento, de forma que se compensara la debilidad que habían adquirido
los vegetales.
De ésta forma, no es de extrañar que los muchachos aprendieran al mismo
tiempo que jugaban. Pero, sobre todo, lo que aprendían había sido de tal forma
vivido por ellos mismos, que les resultaba imborrable para el resto de sus vidas.
Posteriormente, les enseñó los primeros conceptos de cálculo aritmético, al
tiempo que les daba unas nociones de griego clásico, así como de geometría
pitagórica y de la estrategia guerrera de los clásicos en sus batallas más
importantes. Los experimentos de Arquímedes con los fluidos, con los espejos y la
reflexión de la luz solar. Y, sobre todo, les enseñó la Filosofía de los Griegos
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Clásicos. Todo ello unido al estudio de la Geografía del Mundo Helénico, tal como
se conocía entonces. De igual forma haría con la etapa correspondiente al Imperio
Romano y sus conocimientos matemáticos, geométricos, astronómicos, filosóficos,
lingüísticos, geográficos, estratégicos, etcétera. Así, los muchachos irían
adquiriendo los conceptos unidos a la época en que se generaron, con lo cual
llegarían a ser dueños, no solo de los conceptos, sino del tiempo en el que se
produjeron y de todas las circunstancias que los rodearon. Sus conocimientos
serían históricos, de tal forma, que su memoria sería la memoria de toda la
civilización humana. Su experiencia…, sería la experiencia de todos los seres
humanos que les habían precedido.
Ésta fue la gran aportación de don Joaquín a la Ciencia de la enseñanza,
que hasta entonces y después de entonces, se realizaba por materias
independientes, desligándolas del tiempo y circunstancias en que se produjeron,
haciéndolas con ello abstractas y, por tanto, más difíciles de comprender para los
muchachos y de ubicar en su memoria. Y, sobre todo, dejándose perder en el
camino nuestra memoria colectiva.
Decía don Joaquín: " Yo puedo explicar a un joven que, con unos metales
pulimentados, se puede confeccionar una superficie sobre la que se refleje la luz, y
concentrar los rayos del sol en un solo punto, y con ello producir calor, y hasta
fuego, en ése sitio. Pero cuánto mejor comprenderá su tierna mente ésa misma
abstracción, si yo se la dibujo en su paisaje real. Y al tiempo que le estoy
enseñando todo lo concerniente al mundo helénico, e imbuido de aquel ambiente, le
cuento que el gran Arquímedes venía experimentando sobre la concentración de
los rayos solares en un solo punto, merced a la confección de unos espejos cóncavos
de metales pulimentados, de forma que, variando la curvatura de la concavidad,
los rayos se concentraran más lejos o más próximos; y que siendo atacado el tirano
rey de Siracusa, Hierón II, por una numerosa flota romana, Arquímedes acudió en
su favor y apostando en los acantilados por donde debían pasar las naves del
enemigo, dos grandes espejos cóncavos, esperaron la llegada de los romanos. No
obstante, el día de la batalla el cielo aparecía con nubes que ocultaban
temporalmente el sol, por lo que el temor de los siracusanos era que, en el
momento cumbre, el sol se ocultara tras las nubes y su arma experimental
quedara inútil. Mas los dioses favorecieron a Hierón II y, cuando las naves estaban
a la distancia adecuada, resplandeció el sol. Arquímedes concentró sus rayos sobre
la vela de la primera nave y, al poco, ésta salió ardiendo con gran sorpresa del
enemigo, que no había visto volar ninguna flecha incendiaria en dirección a su
nave. Siendo, además, la distancia que les separaba de la tierra imposible de
cubrir con una flecha, ni con arma alguna de la época. El desconcierto cundió en
las naves del enemigo que pensó que los Dioses estaban en su contra. Su
desesperación fue total cuando el mismo proceso se produjo en otra nave más y,
por último, en la nave capitana, que gobernaba el Pretor romano. Cundió el pánico
y los soldados se echaron al mar huyendo del fuego divino que abrasaba sus naves.
La ciencia conseguiría una victoria mágica, que para mis alumnos resultará
inolvidable.”
” También trataré de hacer imborrable en sus memorias cómo la
brutalidad de un ignorante soldado segó, de un sablazo, la vida del sabio cuando
éste, absorto en los diagramas que dibujaba en la arena, ante la aproximación
del romano invasor y sin levantar la cabeza de sus dibujos, le dijo: “No
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desordenes mis diagramas”. Sablazo inútil de bárbaro guerrero que cercenó de
un tajo su cabeza en pleno éxtasis creador, privando al mundo, estúpidamente,
de una de las más grandes inteligencias de la historia”.
Todos los alumnos de la Novísima Academia, para el resto de sus vidas,
asociarían a don Joaquín y sus enseñanzas con el olor a pan recién horneado de la
adyacente atahona.
"¡Sabia confluencia ésta de que coincida, en vuestros sentidos, la percepción
de los alimentos del alma y del cuerpo!", solía decir a sus alumnos, forzándose en
acallar con sus palabras el ruido infernal que proferían sus hambrientas entrañas,
al olorcillo del alimento divino.
De todos sus pupilos, constituían la tierra más fértil a sus siembras
precisamente las dos hijas del virrey. Dos encantadoras y tiernas señoritas que
apenas se diferenciaban en diez meses de edad y dos dedos de estatura. Ambas de
tirabuzones rubios como los rayos del sol en el ocaso, sonrosada tez, claros y
cándidos ojos y exquisitas maneras. Ana María se llamaba la mayor y Chica
denominaban cariñosamente a la pequeña. Y era ésta última la que, sin duda, se
constituyó en la alumna preferida de don Joaquín, pues unía a su despabilada
inteligencia una exquisita sensibilidad y un alcance en sus razonamientos que a
veces asustaban al geómetra, por ser absolutamente impropios de una mujer, y
aún menos, de tan corta edad.
En una radiante mañana de finales del invierno, con luz a raudales en el
despejado cielo y aire fresco en las mejillas, daban un pedagógico paseo todos los
componentes de la Novísima Academia por los terrenos adyacentes al Penal de
Cuatro Torres. Los caños circundantes estaban llenos de buques fondeados en los
que se desarrollaba una frenética actividad. Se estaban abasteciendo numerosos
buques de guerra para una secretísima misión contra una escuadra inglesa que
había de regresar de Gibraltar en los próximos días.
Una cadena humana compuesta por presos del Penal, cargados de grillos y
cadenas, trasegaba bultos desde un carro en tierra firme hasta una chalupa
atracada en el fango. Algunos estaban enterrados en el oscuro cieno hasta la mitad
de sus muslos. El capataz les gritaba increpándolos sin parar, no dándoles ni un
respiro en la ejecución de su trabajo.
Don Joaquín hizo que los muchachos repararan en la perra suerte de los
cautivos, que, por diversas fechorías cometidas en sus vidas, habían ido a dar con
sus huesos en Cuatro Torres y se veían sometidos a tan vejatorio trato y afrentada
ventura, pues entre los presos los había de sus mismas edades, e incluso menores
que ellos. Haciéndoles notar que, sin duda, la vida recta y ejemplar que
practicaban sus progenitores, temerosos de la Ley de Dios y esclavos de la ética y
la ley del Mar, era la que los mantendría apartados de lugares como aquel Penal.
Fue en aquella ocasión cuando Chica, como si estuviese mirando al otro lado
de una ventana que nadie veía, dijo: " Don Joaquín, la mayor esclavitud de los
hombres consiste en su subordinación a su propia reproducción". ¡En mala hora
dijo aquel angelito aquellas extrañas palabras! Interrogó el geómetra a la niña
para obtener más información en relación con su enigmática sentencia, pero lo
único que obtuvo por respuesta fue que la niña, como despertando de un otro
estado, no recordara nada de lo que acababa de decir y que expresara su más
tierna extrañeza ante el insistente interrogatorio de su maestro.
Pero a la venturosa ánima de un Geómetra con aspiraciones a Filósofo, en
pleno Siglo de la Luces, no se le podía lanzar un reto semejante sin esperar que
comenzara a tirar del hilo con el ánimo de desliar todo el ovillo.
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El paseo matutino terminó en torno a las explicaciones del geómetra sobre
la parábola que describe un proyectil lanzado al espacio, y el gran disfrute que
supuso para todos poder comprobarlo lanzando multitud de piedras al agua de los
caños. La catapulta que había inventado Arquímedes para defenderse de los
romanos en la Segunda Guerra Púnica fue el tema de conversación en el paseo de
retorno a la Academia, en el Patio de Velas, cuyo suelo, a la sazón, se encontraba
cubierto de grandes velámenes en fase de confección.
No obstante, cuando don Joaquín, ya solo, regresaba por el paso de las
Termópilas, camino de su casa en Torre Alta, aún bullían en su cabeza las
palabras de Chica, relacionando la necesidad de reproducción de los seres humanos
con su desventura. Posteriores acontecimientos, sin aparente relación con éstos,
vendrían a facilitarle al aspirante a Filósofo condiciones para tirar un poco más del
hilo que deseaba con tanto ardor desmadejar.
En cierta ocasión, atendía el Geómetra a una muchacha a la que le
practicaba una sangría, menester en el que era un gran conocedor. La joven, hija
del mozo de cuadras de los Marqueses de Torre Alta, había quedado preñada en la
última incursión y expolio que hicieron los ingleses junto con los holandeses en las
Gadeiras, y presentaba un lamentable estado de salud, que las afanosas sangrías
de don Joaquín no harían sino empeorar. El padre de la zagala, en medio de las
maldiciones que su desesperación le hacía vomitar, blasfemó diciendo: “ Maldito
sea el dios que puso a las mujeres el gusto en la almeja, que, para uno que se da,
paga vomitando al mundo un pobre más a morir de hambre..."
Aquellas palabras quedaron grabadas en la mente del Geómetra. Y, aparte
de rechazar en su fuero más íntimo la injustificable blasfemia, se puso a cavilar
sobre las mismas diciéndose: “Si el Dios todopoderoso ha permitido algún placer al
cuerpo de los hombres, éste es, sin duda, el de la fornicación, que se sirve de un
ansia irrefrenable por la consecución de un vaciado placentero, para apartar de su
cabeza todo cálculo sobre la conveniencia de traer al mundo a otra criatura a
padecer las privaciones de la vida. Y yo me pregunto: ¿Si Dios nos quiere puros y
espirituales, por qué cuando nos concibió en su infinita sabiduría, no puso el placer
en la oración, en vez de en la fornicación? ¿No es curioso que el mayor premio esté
en el acto que le asegura al hombre su propia existencia como especie humana, al
llevarlo a una incontenible reproducción? De ésta forma, situando el más
placentero disfrute en sus partes íntimas y, siendo el ser humano de naturaleza
débil y pecadora, el hacedor de nosotros se asegura que no cejaremos en el empeño
de reproducirnos. Y, de ésta forma, se garantiza la continuación en el tiempo de su
obra.
”Además - continuaba el geómetra, cerca ya de su morada y en el crepúsculo
de la tarde - de ésta forma toman sentido las palabras de la niña chiquita del
virrey, cuando se asomó a la invisible ventana: " La mayor esclavitud de los
hombres consiste en su subordinación a su propia reproducción". El instinto más
fuerte, al servicio de la reproducción, y ésta como el principal objetivo de la especie
humana. La supervivencia es el fin en sí mismo” - concluyó don Joaquín, ya en su
casa, dejando caer sus molidos huesos en su pobre jergón, y tratando de distraer a
su hambriento estómago, con semejantes chifladuras.
A la mañana siguiente, un olorcillo a pan recién hecho le hizo soñar que se
encontraba en la Novísima Academia impartiendo a sus alumnos la teoría que
había fabulado la anterior noche. Sin embargo, cuando abrió los ojos y despertó,
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pudo comprobar con extrañeza que se hallaba en su propia casa y en su mugriento
jergón. De un salto, se puso sobre sus piernas y corrió al horno, donde,
efectivamente, tal y como imaginaba, encontró a su mujer y a su madre y a su
suegra y a los seis zagales, esperando a que se terminara de cocer el pan que tan
bien olía. No se proponía ni siquiera preguntar de dónde se había obtenido la
harina para confeccionarlo, solo quería… comérselo.
Más tarde se enteraría de que el Marqués, en un ataque de locura, y para
celebrar la buena cosecha que habían producido sus campos de Medina, les había
regalado un saco con más de seis arrobas de suculento trigo y un pellejo de aceite.
En verdad, él sabía que lo que el Marqués le estaba pagando eran otros “servicios”.
Ni más ni menos que los que le prestaba su hija primogénita..., que apenas
contaba con dieciséis años de edad y de la que el amo se había encaprichado desde
la primera vez que la vio. Su mujer también lo sabía de sobra, pero la realidad
era muy dura como para que no creyeran todos en la supuesta generosidad del
señor Marqués. Los tiempos que corrían no eran fáciles para nadie o, al menos,
para ellos, pues… ¿cuándo ha sido el honor patrimonio de los hambrientos?
22
5. El Astrónomo
Ya con las tripas en su sitio, después del banquete de pan mojado en aceite
que se había dado, el Filósofo retomó el calenturiento tema de la pasada noche y se
dirigió con presteza hacia la casa de su primo don Luis, que gozaba de mejor
posición que él y era dueño de una hermosa hacienda en la parte sur de la Isla de
la Puente, así como de otras posesiones en la tierra firme de El Puerto Real, que le
producían unas rentas suficientes como para no tener que pasar ni las fatigas ni
las necesidades que don Joaquín. Por ello, dedicaba absolutamente todo el tiempo
de su existencia a leer a conversar y a investigar.
Cuando don Joaquín le planteó sus secretísimos pensamientos a su primo
don Luis de Quixano, que por ende de astrónomo, era loco, ateo y blasfemador
irredento, éste quedó encantado de la ocurrencia de su geómetra primo y, entre
ambos, se pusieron a tirar del hilo de sus ocurrencias sin reparo religioso alguno ni
cortapisa de ninguna especie. Lo que pasaba por sus mentes salía por sus labios
con la objetividad propia de los hombres de ciencia del siglo que alumbraba las
penumbras de los miedos pretéritos, con la luz de la ciencia y el conocimiento. A la
hora de razonar, los prejuicios, las creencias y los tópicos se dejaban a un lado y
todo lo ancho y lo profundo de las cosas quedaba a merced de la razón que las
traspasaba sin reparo, pesara a quién pesara y siempre, por descontado, a buen
recaudo de la Santa Inquisición.
-¡El hombre no será libre de sus cadenas hasta que no se libere de su
obligación perpetua de reproducirse!- exclamaba lleno de pasión don Joaquín, con
la misma vehemencia con que años después gritaría: -¡Libertad, igualdad y
fraternidad...!- y no con menos hambre.
Don Luis oía el relato de su primo con impaciencia por contarle la teoría,
que a su vez estaba formando, de que las sirenas de las penínsulas del Peloponeso
en el mar Jónico, provenían de las relaciones amorosas de la mujer de algún
pescador con un magnífico pez denominado delfinus, que poseía un carajo parecido
al del hombre (él lo había visto con sus propios ojos en las redes de unos pescadores
en el corral de la Punta de San Sebastián, en Gades).
Semejante disparate había nacido en la calenturienta mente de don Luis a
raíz de dos circunstancias: la primera de ellas fue que, en una ocasión, pudo ver en
el Colegio de Cirugía de Gades, dentro de un tarro con alcohol, un feto humano con
una larga y enrollada cola, en lugar de piernas, y la otra circunstancia era las
lecturas que le había hecho Jacobito del libro de un inglés, no menos loco que él.
Jacobito era el hijo mayor de don Jacobo Ederra, influyente comerciante de
Gades que poseía dos hermosas fragatas para el tráfico comercial con las Indias
Occidentales. La formación de Jacobito había incluido varios años de su
adolescencia en Nantes (Francia) y en Plymouth (Inglaterra), por lo que dominaba
ambos idiomas. Siendo don Luis muy amigo y medio pariente de los Ederra, les
visitaba con frecuencia, atraído, precisamente por la traducción que el muchacho le
dispensaba de las más recientes publicaciones extranjeras sobre progresos
científicos que los buques que atracaban en Gades le traían de los puertos de
tierras lejanas, sobre todo de las colonias inglesas, de Francia y de la propia Gran
Bretaña. Había caído, a la sazón, en manos de ambos el libro de un inglés llamado
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Charles Robert Drellphius, que mantenía la disparatada tesis de que tanto los
osos, como los monos y los loros (que tienen la facultad de hablar como el hombre),
se habían originado de las pecaminosas relaciones que mantuvieron Adán y Eva
con los primeros seres que se encontraron al salir del Paraíso, expulsados por la
cólera divina. Y de ahí, su extremado parecido con el ser humano de los unos, y la
extraordinaria facultad de parlar, de los otros.
Sobre la base de esta disparatada tesis había elaborado don Luis la suya de
las sirenas, más disparatada aún, si cabe, aunque menos peregrina, ya que, si para
mantener la primera era preciso convertir un hombre en un oso, un mono o un
loro, en la segunda, al menos, el trabajo se reducía a la mitad, pues la sirena ya
contaba con medio cuerpo humano.
Sirenas aparte, don Joaquín no quería perder el hilo de su inspiración e
insistía a su primo en sus pensamientos:
- Imaginemos por un momento, don Luis, que el hombre llegara algún día a
descubrir y dominar la facultad que tiene Dios de insuflar un profundo sueño al
hombre y, extrayéndole una costilla, moldear con ella otra criatura semejante.
Imaginemos también, puesto que no nos costará ningún maravedí el hacerlo, que
igualmente se descubriera un bebedizo que, al ingerirlo, inmediatamente, la leche
del macho se hiciera agua. Primo..., entonces los hombres y las mujeres retozarían
juntos por el mero placer de hacerlo, sin que se derivase de ello la concepción de
criatura alguna. Por el contrario, el que quisiese tener un vástago se sometería al
sueño y podría tener tantos como costillas empeñara en su afán reproductor. De
esta forma, lo primero que sucedería sería la desaparición de la pareja, puesto que
ya no serían necesarios un hombre y una mujer para tener hijos. De las costillas
del macho nacerían varones y de las de la mujer, hembras. Cada uno podría,
además, intercambiar las criaturas con los del género opuesto, con lo que se
podrían elegir los hijos al antojo de cada cual, como los melones o las sandías en el
mercado.
- Se equivoca usted, mi querido primo- le contestó don Luis- lo primero que
habría desaparecido, si llegase ése día, sería la idea de dios que hoy tienen ustedes
los creyentes, pues el hombre habría alcanzado tanto poder como el creador al
haber logrado la facultad de hacer la vida. Tendrían vuestras mercedes que
inventarse un nuevo dios con otros poderes no alcanzables... aún. Y lo segundo que
desaparecería - continuaba el astrónomo- serían los géneros, pues ya no tendría
sentido el que hubiese machos y hembras, ya que el único sentido de que estemos
divididos en varones y hembras es la procreación. Entonces los seres retozarían
unos con otros, simplemente por el placer de hacerlo, pues bastaría al macho con
tornar su leche en agua para no concebir en ningún momento. La relación de
acercamiento de las criaturas entre sí no tendría otro fin que el acercamiento entre
seres para fundir los universos de que cada uno es portador. Y éste acercamiento
tanto se daría entre machos y hembras, como entre machos o entre hembras, sin
distinción alguna. Seres frente a seres.
A don Luis se le había ido iluminando la cara como a un poseso a medida
que tiraba del hilo de sus pensamientos, mientras paseaba por la estancia,
gesticulando teatralmente y echando chiribitas de saliva, en proporción directa al
entusiasmo de sus argumentos, que se acrecentaba ante al asentimiento cabecero
con que su primo los iba acogiendo a medida que los paría.
Continuaba: “Y entonces las personas se tendrían un amor perfecto y puro
entre ellas, sin el impulso animal de la procreación. Sería el avance más
importante jamás logrado por el hombre, la rebelión más importante del hombre
ante los dioses, la burla más importante al dios que nos puso el placer en el órgano
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de la procreación. Y los seres se darían al placer, una y mil veces, sin pagar por ello
la alcabala de un hijo no deseado. Las personas no tendrían que dedicar sus vidas
a crear y criar criaturas, para que éstas a su vez hicieran lo mismo, como nos viene
sucediendo desde el padre Adán. Se rompería, de una vez, la cadena y los seres
humanos quedarían libres de la procreación”.
” Los hijos se parirían en el Colegio de Cirugía de Gades - continuaba el
Astrónomo borracho de imaginación y entrando ya en los pequeños detalles - donde
se extraerían las costillas de los padres voluntarios. Y, para liberar por completo a
los padres de su deber de educación, se criarían los chiquillos en los colegios que
fundarían al efecto los Reyes o las Repúblicas, si algún día vuelven, donde se les
instruiría en las ciencias y las artes que cada uno gustase, y donde estarían muy
bien alimentados, pues al ser el número de éstos perfectamente controlable, nunca
habría más chiquillos de los que el buen gobierno de la institución permitiese
alimentar. Y las personas, los padres liberados, se dedicarían al cultivo de ellos
mismos, de sus conocimientos, de sus percepciones, de los grupos sociales que
formasen, todo ello en aras de su perfección física y espiritual, que lo encumbren al
Olimpo de los dioses… o, más bien, dándoles la oportunidad de dar forma al dios
que cada uno lleva en los pliegues de su corazón. Sería el nacimiento de una nueva
era de seres en busca de su perfección absoluta…, de su divinidad. ¡Ten cuidado,
dios de los cristianos, estamos a punto de alcanzarte!” terminó exhausto don Luis,
amenazando con su índice enhiesto al techo de la estancia.
-¡ No blasfeme usted primo!…, me molesta sobremanera que deje fluir su
imaginación como caballo desbocado sin control alguno. Para, además,
indefectiblemente, llegar a una irreverencia contra Dios. Bien está que usted no
crea..., pero considéreme a mí que sí creo. Además - continuó el Geómetra
acercándose a la puerta para comprobar si alguien escuchaba tras ésta - sabe
usted que el Santo Oficio tiene oídos tras las cortinas y los muros..., hará que
acabemos ambos en la hoguera.
- Y conste, no obstante, que se equivoca en sus conclusiones, porque el hecho
de que los hombres se reprodujeran a su antojo podría dar lugar a que la falta de
interés de éstos en la reproducción diera al traste con toda la humanidad, pues se
podría acabar la especie por falta de voluntarios donantes de costillas. Además, la
educación no se haría en colegios gobernados al estilo de las repúblicas griegas, se
harían en los conventos de monjes y de monjas, donde recibirían la adecuada
formación religiosa, además de académica.
- Nada de eso mi querido primo - replicó el astrónomo loco- no se
terminarían las criaturas, pues la cirugía avanzaría tanto que de una sola costilla
se podrían obtener hasta diez vástagos... o, quizá, hasta veinte. Y, por supuesto,
seres de tan elevada condición elegirían como forma de organizarse la de las
repúblicas griegas, pero nunca éstas monarquías feudales que hemos heredado de
los oscuros siglos que nos preceden.
- No sea usted sandio, querido don Luis, esas son formas arcaicas de
gobierno, propias de pueblos inmorales y pretéritos donde la ausencia del Dios
verdadero les hacía desvariar en los más alocados procedimientos de gobierno que
imaginarse puedan. El poder es de Dios y el Todopoderoso, gentilmente, lo pone en
manos de nuestros amados reyes para que controlen y sometan a esta legión de
pecadores irredentos que somos los pobladores de Hispania.
Don Luis, que no estaba dispuesto, ni con mucho, a ceder el placer de decir
25
la última palabra, concluyó: - ¡Pobres cristianos, que estando huérfanos de vuestro
dios resucitado y huido, desecháis los brazos maternales de la Razón presente,
para refugiar en ella vuestros corazones perdidos…!-
26
6. Chi-ó
Don Luis de Quixano tenía un criado chino que, al decir del pobre diablo,
carecía de ánima y no esperaba por tanto de sus semejantes otro trato que el que
se dispensara a los perros. El chino, que acudía solícito al nombre de Chi-ó, había
sido marinero de sampán en el río amarillo, para entendernos, marinero de agua
dulce. No obstante, y dado su carácter aventurero, se enroló en un buque español
de los que hacían la ruta de las Indias Orientales. Aprendió con el tiempo el
castellano y en la fragata Recelosa, recorrió los siete mares del mundo, cocinando
bazofia para la sufrida tripulación. No obstante, aconteció que, en cierta ocasión,
estando fondeados en el puerto de Alejandría, se acercó al buque, nadando desde
tierra, un pequeño can al que no dudó la tripulación en acoger como mascota. El
chino, que era un gran escupidor, no se percató de que el animalito lo seguía por
donde fuera y lamía sus escupitajos. De esta forma, contaban los marineros de la
Recelosa, el animal se fue adueñando del ánima del chino que, poco a poco, fue
perdiendo su personalidad y asumiendo la del can. Así, se hizo acreedor a los
trabajos más duros y desagradables que surgieran en el barco y a las bromas
pesadas y puntapiés de todo el que tuviera antojo en ello, sin la más mínima queja
por parte del desgraciado, que fue asumiendo paulatinamente su nuevo papel de
perro del barco. El propio animal, sabedor de lo acontecido, se comportaba de
forma agresiva con el chino, al cual ladraba y mordía a su antojo, haciéndolo
levantarse del sitio en que estuviera descansando para ocuparlo orgullosamente él
en su lugar.
En cierta ocasión, la Recelosa había recalado en el puerto de La Ínsula y, a
tal punto había llegado la degradación del hombre-perro que, los tripulantes,
hartos de él, cuando en la madrugada desplegaron velas para partir hacia Lisboa,
no dudaron en arrojarlo por la borda, a su desventura. De esta forma, el chino fue
recogido en tierra por la Guardia y conducido de inmediato al Penal de Cuatro
Torres. Como quiera que allí no encajaba en ninguno de los grupos mayoritarios de
presos que había, a saber, marineros castigados, judíos pobres, ladrones,
criminales, gitanos o niños sin oficio, pues no pudo obtener amparo en ninguno de
ellos, por lo que vino en convertirse en la percha de los palos de todos cuantos
pasaban su desventurosa vida en el Penal. Su estado llegó a ser lamentable, pues
todo su cuerpo estaba amoratado y cubierto de llagas de los golpes que recibía y en
su cabeza no cicatrizaba una herida, cuando ya tenía otras tantas abiertas, siendo
su aspecto, además de lastimoso, repugnante a la vista, y el número de moscas que
se alimentaban de sus pústulas, incontables. Mas toda esta situación era padecida
por Chi-ó con absoluta resignación, sin que su pensamiento albergara posibilidad
alguna de oponerse a tan desdichado estado de cosas.
Una mañana en que don Joaquín, antes de las clases, paseaba solo por los
alrededores del Penal, tuvo la ocasión de contemplar una furiosa reyerta entre un
fornido marinero y un agilísimo gitano. Giraba la disputa en torno a un cuarterón
de tabaco que éste había hurtado al primero. Los bastonazos que el gitano se llevó
en el lomo, al cabo, los pagó el pobre chino que, ajeno a todo, permanecía sentado a
la sombra de un gran eucalipto que había junto a la celda de los condenados a
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muerte. El gitano la emprendió a patadas con él, hasta que le hizo vomitar por su
boca los alimentos que había tomado un rato antes. Qué golpes no recibiría en el
estómago que, tras los alimentos, comenzó a vomitar sangre, en cantidad tal, que
el geómetra se decidió a intervenir, requiriendo la presencia del capataz de presos,
para que éste a su vez, mandara que el pobre chino fuera atendido por un cirujano
de los que había en la Ínsula para el cuidado de las dotaciones de los buques.
Cuando don Joaquín refirió lo acontecido a sus pupilos, éstos quedaron
impresionados, primero por la brutalidad de los presos y luego, por el valor de don
Joaquín al salir en defensa de la más pobre de las criaturas de la Insula, aun a
riesgo de extralimitarse en sus funciones. Así es que no se recataron de comentar
en sus casas lo acaecido, de manera que esto sirvió para que los oficiales y, sobre
todo, sus piadosas esposas se enteraran de que en la Insula, a pocos metros de sus
viviendas, existía un chino singular, sin alma, al que se trataba como a un perro.
No tardó, por tanto, el asunto en llegar a oídos de los franciscanos de la vecina
población de El Puerto Real que atendían la Iglesia y las ánimas de los
carraqueños, con lo que el asunto pasó de las mazmorras del Penal a las mesas de
los despachos de los mandos, adquiriendo el rango de “asunto oficial”. Siendo lo
que más les interesaba del caso, no que el pobre chino recibiera un trato tan
vejatorio como el que recibía, sino el hecho de que él mismo se declarara “sin
ánima”, ya que se la había dejado absorber por un perro a través de sus
escupitajos. El desventurado Chi-ó hubo de pasar por los interrogatorios a que fue
sucesivamente sometido, por los franciscanos primero y por un tribunal militar,
nombrado para el caso, después. El asunto fue perdiendo interés a medida que se
fue comprobando que el chino no era más que un ser simple, de comportamiento
elemental y cuasi animal, pero libre de toda morbosidad de carácter religioso, que
lo hubiera hecho digno de que el Santo Oficio se interesara por él. En el fondo,
todos esperaban haber encontrado algún conjuro por el cual el desdichado Chi-ó
hubiese entregado su alma al diablo. A cambio de, vaya usted a saber, qué hechizo,
o de procurarle qué poderes malignos, o de conseguir los favores de alguna preciosa
mandarina de su lejano País. Todo ello fue en vano. El pobre chino no tenía más
misterio que el de ser tan simple como el mecanismo de un cubo, una concavidad
para albergar y un asa para transportar.
No obstante, a medida que decrecía el interés de todos por el hombre-perro,
crecía, en sentido contrario, el de don Luis de Quixano. Éste había sido
puntualmente informado por su primo el geómetra de todos los acontecimientos
que se habían ido produciendo en la Insula en torno al chino sin ánima. Y solicitó,
por mediación de don Jacobo Ederra y de las influencias de éste, que le fuera
entregado el desalmado reo para su observación y estudio y, si era posible,
restituirlo a la categoría de ser humano, que tan estúpidamente había perdido.
De esta forma vino a parar el chino al servicio de la hacienda del astrónomo
loco y blasfemador. No dio el desalmado ser el juego que don Luis esperaba de él.
Por más que trató el sabio hombre de indagar en la personalidad del desdichado
chino, no conseguía sino desesperarse ante la simpleza del espíritu de éste. Al
final, el propio astrónomo llegó al convencimiento de que aquella criatura no
albergaba espíritu alguno entre pecho y espalda, ya que su comportamiento era en
todo similar al de cualquiera de los canes que deambulaban por la hacienda..., con
la única diferencia de que, cuando el chino deseaba algo, en lugar de ladrar,
hablaba.
No obstante, con el paso del tiempo, curó de sus múltiples mataduras y se
hizo cargo de determinadas tareas de la casa, sin que nadie se las encomendara,
sino que, por su propia complacencia, él había elegido hacerse responsable de ellas.
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Así, asumió el encargarse de abrir y cerrar la puerta cada vez que alguien lo
necesitase. Igualmente le encantaba sacar agua del pozo que había en el corral, de
tal forma que no consentía que nadie manejase el cubo de madera que, jocoso,
bajaba balanceándose hacia el precioso líquido y que, pletórico de abundancia,
subía equilibrado a la superficie, entregando generosamente la plenitud de su
plata líquida a los cántaros que, ansiosos, lo esperaban con sus bocazas abiertas y
sedientas. De igual forma, entre el resto de los sirvientes de don Luis, se hizo
popular el afecto que el chino profesaba a todos los animales que había en los
establos, especialmente a los dos caballos, las tres vacas y, sobre todo, a una vieja
burra a la que él llamaba Tatohé y con la que, al decir de los sirvientes, se aliviaba
de sus ansias animales, montándola como si de un asno se tratase. Razón por la
cual, los más bromeaban con él diciéndole que más que el hombre-perro, era el
hombre-pollino, pues la herramienta que éste poseía entre las piernas, distaba
mucho de alcanzar el tamaño de la que disfrutan los asnos adultos. De ahí, decían
las criadas burlonas, la mirada siempre triste que tenía en sus grandes ojos negros
Tatohé.
De cualquier forma, lo que todos tenían claro era que el cuidado de los
animales de los establos corría de cuenta de Chi-ó. Así, éste se fue haciendo un
sitio en el pequeño mundo de la hacienda de don Luis, donde llegó a formar parte
del paisaje natural de las personas y las cosas que lo componían.
Algo comenzó a cambiar en la anodina vida de la desalmada criatura
cuando, en un rincón del establo, se encontró unas viejísimas tablas que resultaron
ser lo que quedaba de un telar, que había sido de la bisabuela paterna de don Luis,
la cual, en su día, mostró una gran habilidad confeccionando bellísimos tejidos, de
los cuales aún quedaban prendas en los arcones del desván de la casa. El chino,
con paciencia propia de su raza, fue recomponiendo todas las piezas y fabricándose
aquellas que bien se habían perdido o estaban muy deterioradas, de manera que
consiguió poner en uso aquel viejo artefacto. Y sin que nadie se explicara cómo,
aprendió el manejo del telar y, guiándose del entramado de los tejidos de la
bisabuela, comenzó a tejer preciosas telas en las que plasmaba dibujos de todas
clases y de gran calidad, de manera que, pronto, se hicieron conocidos en el
contorno de las Islas, de tal suerte que las damas de los oficiales quedaban
maravilladas de las cosas que hacía el desalmado y se lamentaban de no haberlo
recogido en sus casas cuando era un pordiosero apaleado. Y todas fueron
desfilando por la casa de don Luis para hacerle encargos al chino, para que les
confeccionara tales tejidos con tales dibujos. No obstante, Chi-ó, con el más
absoluto descaro, no prestaba ninguna atención de las peticiones de las remilgadas
damas y confeccionaba los tejidos con los colores y dibujos que a él le venían en
gana. Su fama y prestigio creció sobremanera cuando los beneficiados de éstos se
fueron percatando de que los dibujos que representaba el artista eran anuncios de
sucesos que al poco tiempo acaecían, con lo cual la casa de don Luis vino a
convertirse en una especie de Casa del Oráculo del desalmado chino. Así, a la hija
casadera del contramaestre del Presidio, le tejió un mantelito en el que
representaba quince palomas blancas volando junto a dieciséis negros grajos y bajo
éstos un mar embravecido de olas montañosas y dieciséis navíos desarbolados y
hundidos o encallados en las rocas. Y efectivamente, al poco tiempo, los días
quince y dieciséis del mes de enero del año de 1.752, se cernió sobre la Insula un
tremendo viento de levante que se desató en un huracán que parecía que nunca
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iba a tener término. Destrozó tejados de almacenes, tiró muros de obras en
construcción, destruyó la grúa de la machina y rompió las amarras de numerosos
buques, que quedaron al pairo por los caños de la marisma, abordándose unos a
otros o encallando en los fangos circundantes. El número de buques hundidos o
siniestrados era el mismo que se describía en el mantelito del chino, al igual que
aconteció entre el número de aves y la fecha del desastre.
En otra ocasión, el chino, sin que nadie se lo pidiese, tejió un paño para el
altar de la Iglesia y se lo entregó a fray Lucas. El tejido era finísimo al tacto y
blanco como la sal recién cosechada. En el mismo había representado, en el lado
izquierdo, un mar seco en el que los buques aparecían descansando sobre el fondo,
como si el mar se hubiera retirado no se sabe a dónde. En el centro representó,
muy píamente para ser un desalmado, una custodia con las siglas J.H.S. y, en el
lado derecho, una gran ola amenazaba con cubrir la tierra; en el cielo, un grajo. El
Fraile, conociendo las artes adivinatorias que estaba desarrollando Chi-ó, dudó, en
un principio, si aquello constituiría magia de alguna clase, por lo que, en lugar de
utilizarlo para el culto, optó por guardar el paño en un cajón de la sacristía,
mientras consultara con el Padre Prior qué hacer con él. No tardaría el frailuco en
ir corriendo al cajón para comprobar que, una vez más, el chino había avisado con
sus tejidos de las desgracias que habían de acontecer en la Insula. Efectivamente,
el primero de Noviembre de 1755 se produjo un suceso sin parangón en la historia
de la Carraca. A primeras horas de la mañana se sintió un fuerte y continuado
temblor de tierra, que hizo a todos los mortales que lo padecieron sentirse como
hormigas y a merced de la cólera del Todopoderoso que los zarandeaba sin piedad,
sin duda debido a sus múltiples pecados. Después del fuerte temblor, cuando todos
esperaban el olor a azufre de los sin duda abiertos infiernos, se produjeron otros de
menor fuerza, pero que fueron minando el ánimo de los más asustadizos, que, ante
el temor de que la Insula entera fuera engullida por el fango circundante, no
dudaron en recoger sus pertenencias más valiosas y tomar camino de la Isla de La
Puente, con el ánimo de buscar tierra más firme que la que pisaban. Al mediodía,
cuando ya parecía que el peligro había pasado, se produjo un fenómeno singular.
Las aguas se retiraron de tal forma que la canal de los caños quedó en seco y se
pudieron divisar los esqueletos de los múltiples navíos que se encontraban
hundidos en el fondo del mar. Constituía un espectáculo único contemplar toda la
marisma con apenas unos hilitos de agua en el centro de los caños. Se podía ir
andando desde la Insula hasta El Puerto Real o incluso hasta Gades. Los más
insensatos se echaron al fango con el ánimo de acercarse a los restos de los navíos
hundidos para buscar entre sus restos las pertenencias de valor que pudieran
encontrar. Cuando, sin previo aviso, se oyó un rugido estremecedor que heló la
sangre de los más audaces, y toda la mar que se había retirado allende el poniente
volvió, de golpe, sobre la tierra en forma de una gigantesca ola que arrancó,
destruyó y se llevó arrebatadamente cuanto encontró a su paso. Todas las
criaturas que carroñeaban en el fango fueron arrastradas y desaparecieron para
siempre; los que estaban cruzando hacia la Isla, bien por el puente de barcas de las
Termópilas, bien en pequeñas embarcaciones, fueron elevados como a diez o quince
varas de altura y dejados caer posteriormente a su suerte, golpeándose con las
embarcaciones o desapareciendo en las embravecidas aguas. Los buques que
estaban fondeados en los caños o atracados en los muelles se elevaron hasta el
cielo, sus amarras se rompieron como si de hilo de lana se tratase y fueron
arrastrados marisma adentro o bien depositados estrepitosamente sobre el propio
muelle o sobre la tierra más cercana, como si fueran barquitos de papel en los
juegos de un niño. La mar subió en toda la Insula como una vara y media
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haciendo que todas las personas buscaran la parte alta de los edificios para
librarse de una muerte segura. Desde las azoteas se podía ver cómo la Isla de la
Puente estaba igualmente casi toda bajo las aguas y el arrecife que la unía a
Gades había desaparecido bajo las aguas, de tal forma que los dos mares, el abierto
y el de la bahía, eran una misma cosa. Fray Lucas, lleno de miedo y de devoción,
cogió la custodia y, con el agua a la altura del pecho, salió de la Iglesia alzando la
sagrada forma todo lo alto que sus cortos brazos le permitían, al mismo tiempo que
soltaba una retahíla de latinajos que de ninguna forma se le entendían, no se sabía
si por el fervor, por el miedo que le embargaba o, tal vez, por ambos. La cuestión es
que, a partir de aquel momento, las aguas comenzaron a retirarse lentamente y a
primeras horas de la noche, ya se podía caminar sobre seco en casi toda la Insula.
Al día siguiente fue cuando Fray Lucas se acordó del pañito de altar que le había
regalado el chino y corrió a la sacristía a buscarlo. El mueble había salido flotando
y se encontraba en medio de la Iglesia tumbado sobre unos bancos y todo lleno de
barro. Abrió el cajón como pudo y extrajo el tejido que había permanecido
milagrosamente seco e inmaculado. Lo extendió para contemplarlo y pudo ver
sobre el lienzo lo mismo que sus ojos habían visto acaecer la víspera. Aterrorizado
de haber tenido bajo su custodia semejante conjuro y temeroso de que el Santo
Oficio le recriminara no haberlo puesto en su conocimiento, no dudó en darlo a
pasto de las llamas que lo purificaran, al mismo tiempo que se juramentaba a sí
mismo no contarle el episodio del lienzo del chino ni a su propio confesor.
En otra ocasión aconteció que Chi-ó tejió una especie de manta de lana para
su amo y señor, don Luis de Quixano. Éste la recibió con agrado, pues ya
empezaba a estar molesto con que el chino hiciera trabajos para muchos y no se
hubiera acordado de él. Representaba el dibujo de la manta nada más y nada
menos que un eclipse de sol. Efectivamente se veían las distintas fases de un sol y
una luna hasta que éste quedaba totalmente oculto por aquella y cómo, después,
reaparecía el astro rey. Además, ésta vez no se anduvo el chino adivino con
metáforas de pájaros para indicar la fecha del acontecimiento, sino que la puso
bien explícita en la parte superior del lienzo de lana, con números romanos: “ I IV - MDCCLXIV “. No obstante, y por más cálculos que hizo, don Luis no fue
capaz de confirmar la fecha del supuesto eclipse, con lo que perdió la ocasión de
haber anunciado el fenómeno planetario con tantos años de antelación como tuvo
ocasión de hacerlo. A pesar de ello, no se disgustó el astrónomo con el chino, pues,
como espíritu científico que era, aborrecía de los triunfos fáciles y fortuitos y solo
tenía fe en aquello que, científicamente y sobre la base de la razón, era
demostrable.
El eclipse se produciría exactamente en la fecha en que lo predijo Chi-ó y fue
observado desde París y Londres por los astrónomos más importantes de la época.
Su observación permitió demostrar la existencia de una atmósfera alrededor de la
Luna. Y se llegó a la conclusión de que igualmente podrían tenerla los planetas
Marte, Venus y Mercurio. Y, sobre todo, nació la posibilidad de que existiesen otros
mundos habitados. El hombre empezaba a entender que la Tierra no era el centro
del universo y que él podía no ser la única criatura de la Creación. Maravilla de
tiempos científicos en los que cada día se producía un alumbramiento que obligaba
a revisar las hipótesis, haciendo que la mayoría de aquellas quedaran superadas e
inservibles. Lacailleh, en el cabo de Buena Esperanza, determinó con exactitud
todas las estrellas visibles desde el Polo Austral. Calculó que la Luna se hallaba a
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85.464 leguas de la Tierra y el Sol a 35 millones de leguas. Igualmente demostró
que las estrellas son mayores que el sol y que se encontraban fuera de nuestro
sistema solar. Celsius inventaría el termómetro, que rápidamente se difundió por
todo el planeta. Franklin lograría extraer electricidad de una nube, recibiendo una
chispa y cargando con ésta una botella de Leyden. Se inventó y difundió con ello el
uso del pararrayos, cuando, en Francia, Boileau todavía defendía que era Dios
quien tronaba. Lavoisier, en fin, demostraría que el agua de lluvia no se convertía
en tierra, sino que aquella se evaporaba, se condensaba y, posteriormente, se
llovía, cerrando el ciclo. “¡Cada vez necesitamos menos a Dios para explicar las
cosas!” repetía una y mil veces el astrónomo loco para escarnio y desesperación de
su primo el geómetra.
Finalmente, el chino acabaría perdiendo el norte de cuanto hacía con su
telar, pues se dio en representar cosas demasiado absurdas, tales como carruajes
sin animales de tiro o buques mondos, desprovistos de velas y multitud de
disparates más que dieron a entender a todos que sus facultades de oráculo habían
desaparecido.
En relación con nuestros amigos el geómetra y el astrónomo, aconteció en
cierta ocasión, al poco de la peripecia de las costillas, las criaturas y las sirenas y,
sin duda, a causa de ella, que llegó el astrónomo loco una mañana a la Carraca y,
en concreto, a la Novísima Academia, en plena clase de su primo don Joaquín. Su
estado de excitación era incontenible por lo que el académico optó por poner una
generosa cuenta de multiplicar a los muchachos y se salió al patio de velas a oír lo
que su primo tenía tanta necesidad de soltar, como una meada al alba. Entonces el
astrónomo le relató, entre continuos siseos del primo para que bajara el tono de su
voz, que había tenido un sueño portentoso. Había visto una ciudad en la que las
mujeres vestían unos extraños ropajes de aspecto metálico, como livianas
armaduras, entre los que predominaban los de color de oro y de plata. Las
vestimentas estaban dotadas en su parte superior frontal de una especie de tul,
que permitía ver los pechos de las mujeres. El astrónomo babeaba. Y una especie
de cortísima levita apenas cubría las partes íntimas de éstas, dejando al aire y a la
vista, las piernas hasta donde los muslos pierden su sugerente nombre. Estas
mujeres, tanto adultas como mozuelas, poseían un pequeño artefacto al que
denominaban el “Cosmos", que consistía en una especie de huevo del tamaño del
de una gallina, de un extraño tacto y del que pendía un hilito como de seda. Las
mujeres, todas, introducían el Cosmos en sus partes íntimas, dejando pender el
hilito fuera de ellas y entonces se dedicaban a su cotidiano faenar, de manera que
los vaivenes naturales del cuerpo, en su normal ajetreo, hacían que el huevo
cósmico se moviera dentro de ellas, produciéndoles un continuo estado placentero
que se traslucía, en sus rostros, en una ausente y constante sonrisa. Al mismo
tiempo, el artefacto diabólico, y por efecto del rozamiento, se iba cargando de una
energía etérea que, en llegando a un punto determinado de sobrecarga, advertía a
la mujer. Entonces ésta, introduciendo la mano bajo sus metálicos ropajes, tiraba
del hilito, liberando de golpe la energía en forma de un chasquido eléctrico, que les
procuraba tal placer que se veían sometidas a estertores y convulsiones. De ésta
forma, por las calles, se veían discurrir los viandantes y acá había en el suelo una
señora convulsa, más allá una muchachita apoyada en la pared en la misma
actitud, otra recogida sobre sí misma y tiritando placenteramente. A cualquier
mujer que se acercase a uno podía distinguírsele, cómo, por el interior de sus
muslos, discurría hacia abajo el flujo vaginal que su permanente estado de
excitación no dejaba de producir. Algunas sacaban de un pequeño compartimento
que poseía el vestido, un pequeño lienzo blanco, no más grande que la palma de la
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mano, con el que limpiaban la humedad de sus piernas. Después, tiraban el lienzo
al suelo y éste, al contacto con el piso, como que se inflamaba de un extraño fuego
blanco y frío y desaparecía. Y todos caminaban, cada uno a lo suyo, sin reparar en
tan extrañas y obscenas actitudes que, entre ellos, al parecer, eran normales y
cotidianas. De ésta forma, una mujer, gracias al placentero Cosmos, podía
experimentar las convulsiones de la concupiscencia un promedio de veinte a
treinta veces cada día. Esto había motivado que las hembras perdieran el interés
por los varones, que ahora que reparo en ello - decía el astrónomo - no aparecen
para nada en mi sueño. Y vino en concluir que una situación como ésta, en la que
el mundo estaba habitado solamente por mujeres que para nada necesitaban del
varón, sólo podía haberse producido por mor de que la teoría de las costillas se
había, finalmente, producido entre los hombres del futuro. Pues tal pensaba el
chiflado astrónomo que su sueño no había sido sino el privilegio que se le había
concedido de asomarse, por unos breves instantes, al mundo de los tiempos
venideros. Privilegio que él encontraba totalmente justificado por ser un
librepensador que ponía todo su empeño y su entendimiento en saber quién es y a
dónde va, este espécimen de la naturaleza llamado "hombre".
No había querido reparar el desdichado en que había otros especímenes a
su derredor no tan librepensadores y extremadamente inquisidores. Y, a pesar de
los constantes intentos de don Joaquín por disminuir su torrente de voz, retazos de
la desvergonzada conversación llegaron a los oídos de los niños que,
escandalizados, no dudaron en contarlo a sus padres. Aquello supuso el descrédito
y la ruina para ambos: el geómetra fue destituido de su cargo de educador en La
Insula y perdió, igualmente, su ocupación de vigía en la Torre Alta; su madre y su
suegra murieron del disgusto y de unas fiebres que se dispersaron aquellos años
entre las mujeres mayores de Gades y de La Isla de la Puente; la mujer lo dejó y se
amancebó con un pariente suyo que regentaba una venta en el camino de Gades,
junto a las Torres de Hércules y que la prostituía; sus hijos se dispersaron por la
vida, huérfanos de calor y de fortuna, y él quedó indefenso, a merced de pillos,
embaucadores y pícaros que lo fueron devorando a jirones, hasta que, sin saberse a
ciencia cierta cómo, desapareció.
Don Luis, por su parte, hubo de ver cómo su casa, con todas sus
pertenencias y, en especial, sus libros y manuscritos, eran pasto de las llamas
purificadoras a que las entregó el Santo Oficio. Además fue excomulgado y
condenado a exilio de las Gadeiras, pena que el astrónomo eludió o, mejor, que,
como él mismo dijo, acataría plenamente, exiliándose no ya de la Bahía, sino de la
vida misma. Y, además, con gentileza y arrogancia, como correspondía a un
hombre de su rango moral y prestigio ético: abriendo sus venas inmerso en un
baño de tibia agua y dando generosamente la sangre de su ser al líquido elemento,
que fue tiñendo de rojo su virginal ausencia de color a medida que el cuerpo de él,
tomaba la virginal y blanca palidez de la marmórea representación escultórica de
un hombre…, libre..., y pensador.
Después de tan lamentable pérdida como fue la muerte de don Luis,
aconteció el más prodigioso suceso de cuantos protagonizaría Chi-ó, que no fueron
pocos. En el mismo momento en que el astrónomo entregaba su alma a la piedad
del Altísimo, el chino, que había ayudado a su amo en todo el proceso del “exilio” y
permanecía presente junto al barreño que contenía el cuerpo de éste, digo, que, en
ese mismo momento de la muerte, el chino experimentó un fortísimo
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estremecimiento en todo su cuerpo, desde su rapada cabeza hasta la punta de los
dedos de sus sucios pies, quedando convulso en el suelo y vomitando por la boca
espumarajos y no se sabe qué extraños juramentos o blasfemias, en su lengua
natal. Cuando éstos pasaron, se levantó, sacudió el polvo de sus ropajes y se fue en
busca de los sirvientes de la hacienda. Una vez que los tuvo a todos presentes, se
dirigió a ellos como si fuera el propio don Luis, disponiendo lo que había que hacer
para preparar los funerales del amo y para el futuro gobierno y reconstrucción de
la casa. Al principio, todos quedaron sorprendidos pensando que era otra de las
extrañezas del chino. Cuando comprobaron que efectivamente el amo se había
quitado la vida y que el chino ya no era el hombre-perro que todo lo soportaba, se
dieron cuenta que el alma de don Luis se había aposentado en el cuerpo sin ánima
del chino, siendo por todos aceptada la nueva situación con la mayor naturalidad,
pues, en verdad, quien hablaba por la boca de Chi-ó no era otro que don Luis, con
el bagaje de conocimientos y experiencia que había atesorado durante toda su
existencia. Tan así fueron las cosas, que la servidumbre, y con ellos los vecinos y
conocidos, dejaron de nombrar al chino por su nombre y comenzaron a
denominarlo, como al astrónomo, don Luis. De esta suerte, fue en realidad Chi-ó
quien murió y del que nunca más se supo, ni de sus tapices y tejidos, ni de sus
portentosas adivinanzas de los acontecimientos calamitosos y venideros.
Con el tiempo, don Luis en Chi-ó, contaría a sus íntimos que, en el
momento de la muerte, sintió nítidamente cómo su ánima se desprendía de su
cuerpo y flotaba por encima de la habitación, de forma que podía ver, desde el
techo, su yacente cuerpo dentro del barreño de madera con el agua teñida de su
sangre y el chino sin alma tendido en el suelo a su lado, como un perro fiel.
Después, su espíritu continuó ascendiendo hasta que perdió de vista la escena de
su muerte y notó, por lo que debía de ser la piel de su espíritu, una gran
presencia a su derredor, que, en un principio, se materializó en una brillantísima
y fría luz que todo lo invadía. Después, la luz se fue concretando en la presencia
real de un ser espiritual del que manaba una sensación de paz embriagadora
ante la que caían todos los temores y todas las barreras, dejando el espíritu a su
entera merced. El ser espiritual comenzó a comunicarse con don Luis sin
articular palabra alguna con sus labios, en un tipo de comunicación en el que no
existen las palabras, sino bloques de comunicación que pueden ser lo mismo de
sentimientos, que de sensaciones, que de conceptos. Y, en ese tipo de plática, el
angelical ser, le hizo la siguiente proposición: él había trastocado sus planes al
quitarse la vida, cuando aún no había terminado de desarrollar todas las
capacidades concedidas a su persona. Por tanto, esto lo hacía acreedor a lo que el
ser llamó una situación negativa. No obstante, podría librarse de tal situación si
se prestaba a regresar a la vida y a terminar de desarrollarse. Así, don Luis
debería regresar y permanecer en el mundo por el espacio de tiempo necesario
para que produjera el bien que debía. Sin embargo, para dar paz a su espíritu
inquieto e investigador, el ángel se comprometió a que, en cada retorno, le sería
revelada una parte de los misterios que rigen nuestra existencia. Así, don Luis,
entregado que tenía su espíritu a la bondad que manaba de aquella criatura, no
pudo por menos que aceptar las condiciones del acuerdo…, viéndose
repentinamente transportado en el espacio y el tiempo, e introducido en el
cuerpo que yacía a los pies de su cadáver…, el de Chi-ó.
Y, sin saber cómo ni porqué, se encontró con que, en su cabeza, había una
certeza, sin duda introducida por el ser celestial: la de que la Humanidad no
estaba sola en el Universo…, ni muchísimo menos.
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7. La Marisma Tenebrosa
Así pues, la Insula, como queda dicho, fue evolucionando y colmatando sus
espacios de instalaciones y de viviendas para la oficialidad de sus buques y para
los maestros de todos los oficios que servían en el Astillero, con lo que la lucha
contra el fango y el mar, para ganarles superficie útil a ambos, se constituyó en
la obsesión de sus ingenieros y en especial de su virrey. Así, en la zona del caño
de la Culebra, donde la marisma era más densa, se acometió un ambicioso
proyecto de aterramiento para ganar suelos en los que, en el futuro, se pensaba
instalar un gran dique. Y sucedió lo inimaginable y cuya causa, aún hoy en día,
no se sabe a ciencia cierta. Si fue porque los hincos estaban muy frescos o porque
la tierra que se trajo desde El Puerto Real para el relleno resultó muy fértil o
porque la fecha en que se hicieron las empalizadas fue la propicia o,
seguramente, por todo ello junto, que gran número de las estacas enterradas,
agarraron como si de una plantación de esquejes se hubiese tratado. Bien es
sabido que el roble no es árbol que se reproduzca por esquejes, pero no es menos
sabido que la naturaleza es caprichosa y que, con frecuencia, ella misma vulnera
sus más ancestrales reglas cuándo y cómo le viene en gana. La cuestión fue que
los árboles comenzaron a crecer por todos lados y, con el transcurso de no mucho
tiempo, toda el área ganada a la marisma se había convertido en una frondosa
arboleda, que los habitantes de la Insula, pretenciosamente, llamaron “el
Bosque”.
A la vera del Bosque y próxima al dique de conservación de maderas, se
mandó montar por el virrey lo que, con el fasto propio de los tiempos, se
denominó las Escuelas Comunes. Éstas consistían en una construcción elemental
formada por unos cuantos mástiles de desecho de buques que, clavados en el
suelo y ligados unos con otros, fueron, a su vez, cubiertos por retales de
velámenes que, convenientemente remendados, constituyeron una toldilla
suficiente como para albergar unos cuantos bancales, sobre los que las criaturas
hacían descansar sus posaderas mientras les eran sembradas las enseñanzas en
sus tiernas molleras. El espacio interior estaba dividido en dos por un tabique de
anea, de manera que a un lado quedaba la Escuela de los niños y al otro, la
Amiga de las niñas.
Los zagales acudían las mañanas que sus padres les permitían liberarse
de ayudar en las faenas domésticas, que no eran muchas. Las niñas, además de
los conceptos básicos de gramática y de cálculo, recibían enseñanzas de costura y
bordado a cargo de la sobrina de Fray Lucas. Los domingos recibían todos juntos,
antes de la misa de doce, las enseñanzas de la Historia Sagrada que les relataba
el franciscano, y sus tiernas y temerosas ánimas quedaban boquiabiertas con la
maldad de Caín, el catastrófico Diluvio, la imponente Torre de Babel, la
interminable Escala de Jacob, las desventuras de Moisés en Egipto y en el
Desierto, las estentóreas Trompetas de Jericó, el forzudo e inocente Sansón, la
desigual pelea entre David y Goliat o la magnificencia del Rey Salomón. Todos
gustaban más de aquellas historias de la parte antigua de sus credos, que de la
parte más moderna del Cristo y sus apóstoles…, les parecían más misteriosas y
exóticas.
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Más al sur del Bosque, en un claro de éste, se encontraban las vaquerizas,
que eran una gran estancia para los bueyes de trabajo y para las vacas lecheras,
que, en ocasiones, llegó a albergar a más de ciento cincuenta animales. Y más al
sur aún, por un esquelético puente de madera que siempre parecía a punto de
desplomarse, pero que inexplicablemente se resistía a la ley de la gravedad, se
accedía a lo que los muchachos llamaban la Marisma Tenebrosa. Era ésta una
amplísima zona de la cual no se distinguía el final y que hacía a todos pensar
que sería tan grande como toda la Insula, por lo menos. Se daba el caso de que
aquella zona era muy propensa a las brumas matinales que le daban el aspecto
con que los chavales la habían bautizado. Además, la vegetación, si bien estaba
constituida básicamente de zapinas y acacias marinas, dada la humedad que la
envolvía, crecía con mucha más exuberancia allí que en todo el contorno. De
forma que las zapinas más que matas parecían arbustos que, por mayor
abundamiento, estaban de tal forma intrincadas las unas con las otras que
hacían muy difícil desplazarse en aquel paraje. Todas estas circunstancias
habían dado pie a que se fabulasen toda clase de historias aterradoras y
truculentas, ubicadas en la Tenebrosa Marisma, fábulas terroríficas de las que
les encantaba oír a los zagales sentados en las rodillas de sus abuelos o
alrededor de una candela chisporroteante y mágica.
La más reciente de todas las fabulaciones era la que situaba en aquellos
parajes al desventurado geómetra, don Joaquín, aunque no se daba mucho
crédito a ello, pues hacía años que el viejo profesor había sido visto por un vecino
de la Insula, nada menos que en el puerto de Málaga, por lo que algunos lo
ubicaban en las Américas y otros, en las posesiones del norte de África. No
obstante, las hijas del virrey, que a la sazón ya eran mocitas y guardaban el
mejor de los recuerdos de su primer maestro, comenzaron a dar vueltas en sus
cabecitas a la idea de aproximarse a la Marisma Tenebrosa por ver de
reencontrarse con el que había sido el faro intelectual de su más tierna infancia.
En varias ocasiones, con la excusa de ir a la Escuela Común para
consultar alguna duda científica con doña Rosa, la Amiga de las niñas, habían
aprovechado para acercarse al enclenque puente que conducía a la zona
prohibida..., pero, en el último instante, les faltó el valor para pasarlo. Sin
embargo, al poco tiempo, en la celebración del cumpleaños de la esposa del
virrey, a la que acudían todos los oficiales y sus familias, tanto Ana María como
Chica sacaron el tema de conversación con dos viejos compañeros de la Novísima
Academia…, Andresito Castro y Leopoldo Tagle, ambos a punto de entrar en el
Colegio de Guardias Marinas en Cádiz y, por supuesto, más valerosos que el
mismísimo corsario Francis Drake. No dudaron por tanto, ni un momento, en
elevar el tono de la fiesta y ofrecerse a las dos señoritas para acompañarlas en la
arriesgada empresa de buscar al desdichado y querido don Joaquín.
Así fue que un maravilloso día de verano, con la excusa de dar un paseo,
los cuatro jovencitos se encaminaron hacia la Marisma Tenebrosa. Apenas
llegados al canino puente, el ánimo abandonó a las valerosas jovencitas, lo cual,
obvia decirlo, acrecentó el de los dos lobeznos de mar. Andresito, que era más
decidido, se situó junto a Chica, le tomó una mano y le pasó su brazo por detrás,
asiéndola firmemente por la cintura, con lo que la animó a caminar a su vera por
el endeble puente, como si la estuviera sacando a bailar una polca.
Inmediatamente Leopoldo lo imitó haciendo otro tanto con Ana María. No
olvidarían el resto de sus vidas, aquel primer contacto con un cuerpo del género
opuesto. Fue, para ellos, la sensación de llevar a un ángel entre los brazos,
sintiendo al mismo tiempo la tensión de una carne vigorosa y perfumada,
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tremolando entre sus manos. Para ellas, igualmente, la proximidad de un cuerpo
musculoso, tenso y viril, que las rodeaba en actitud protectora, dándoles la
sensación de ser resguardadas en un sentido, al mismo tiempo que asaltadas en
otro. Cuando llegaron a la otra orilla, las señoritas se soltaron coquetamente del
abrazo protector, bajo el que no les hubiera importado estar toda la mañana…,
aunque esto no hubiera que darlo a entender, bajo ningún concepto. Leopoldo, en
un gesto un tanto teatral y desproporcionado, sacó de debajo de la camisola un
precioso puñal, con el que pretendió impresionar a las señoritas y a su propio
amigo Andresito. Las chicas quedaron encantadas de ser protegidas por tan
arrogante alevín de oficial de la Armada. Andresito lamentó no haberse traído un
viejo sable de su abuelo que tenía escondido en el fondo de un arcón. Organizaron
la expedición de tal forma que Leopoldo iba el primero con el puñal en ristre, le
seguía Ana María, que de vez en cuando le daba la mano, según las dificultades
del camino, detrás de ésta iba Chica, que hacía lo que veía hacer a su hermana
mayor, pero con Andresito, que cerraba la comitiva. De esta forma, los caballeros
protegían por la vanguardia y la retaguardia a las que, después de aquellos
acontecimientos, serían los primeros amores de sus vidas.
Quedaron realmente sorprendidos cuando, al acceder a una explanada
libre de vegetación, encontraron una especie de refugio compuesto por unos palos
cruzados a la guisa de los indios americanos, cubiertos de trozos de velamen
viejos, del mismo estilo de los que les hiciera el maestro amado cuando les
explicaba la forma de supervivencia que tenían los hombres antiguos. Su
sorpresa se justificaba, en primer lugar, porque, en realidad, no esperaban
encontrar nada y, en segundo lugar, porque aquel refugio muy bien podía haber
sido construido por don Joaquín. Sus jóvenes corazones comenzaron a latir
descontrolados presintiendo algún acontecimiento novelesco en sus vidas. No
obstante, los varones, haciendo gala del arrojo de que eran capaces, se
adelantaron a aquella especie de choza y Leopoldo, con la punta del puñal,
levantó las lonas para ver si había alguien dentro. Afortunadamente, respiraron
tranquilos al comprobar que el habitáculo estaba vacío. No obstante, Andresito
observó, por el estado de las pertenencias que allí había y la ausencia de polvo
sobre ellas, que alguien había estado allí no hacía mucho tiempo. No había
terminado de hacerse esta composición de las cosas, cuando, a sus espaldas, sonó,
como si fuera un escopetazo, una desconocida y potente voz que les increpaba:
-¿Qué hacen vuesas mercedes en mis aposentos?
La voz procedía de una peluda, sucia y desgarbada figura humana, que se
diría caída del cielo, pues nadie había oído el más mínimo ruido de acercamiento
a sus personas. Leopoldo reaccionó como un valiente y se puso entre el lanudo ser
y las damas, que se abrazaron temerosas. Con el puñal a modo de sable, le
marcaba las distancias al demoníaco ser, manteniéndolo a ralla.
-¡ Baja tu arma, jovenzuelo…! ¿No ves, acaso, en mi porte que soy un
hombre de paz…, un profeta de nuestro Señor Jesús el desamparado?
-¿Quién eres, bellaco…?-, insistió Leopoldo envalentonándose ante la falta
de resistencia del extraño ser.
-¿No me reconoces, Leopoldito…? ¿Tan empingorotado estás defendiendo a
éstas damitas que no reconoces a tu viejo amigo Ozemi?
-¿Ozemi…?
Leopoldo pasó de la tensión de una inminente confrontación, a la
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relajación de reconocer a un viejo amigo donde ha un momento había un
enemigo. El puñal cayó al suelo y, superando el asco que daba el aspecto del
profeta, Leopoldo se abrazó a él efusivamente. Andresito y las señoritas soltaron
igualmente la tensión acumulada hasta el momento y prorrumpieron en grititos,
palmas y saltos que festejaban el encuentro.
Aunque por la fonética de su nombre pudiera deducirse que Ozemi era
una criatura de exótica procedencia, nada estaba más lejos de la realidad, pues,
en verdad, era tan gadeirano como sus amigos. Sólo que la gracia que le
impusieron en la pila bautismal sufriría considerable evolución a lo largo de su
corta vida. Así, su verdadero nombre era Miguel José, mas, como de chiquillo
todo lo trabucaba y volvía del revés, su madre, que era muy guasona, se los
invirtió con el objeto de hacer chufla a su mentada facultad de trueque.
Posteriormente y por aquella tendencia a acelerar el habla que se practica en la
Bahía de los Vientos, viose reducido a Jozemi, desde donde, poco a poco, fuese
condensando hasta quedar en el referido Ozemi.
Era unos años mayor que los componentes de la vieja Novísima Academia
y, además, no pertenecía a la clase social de la oficialidad. Su padre era tonelero
y a él no le habían cogido los tiempos actuales de las escuelas, así que no había
recibido más enseñanza que la que la vida y él mismo le habían procurado. Sin
embargo, había sido un zagal muy despierto y, en su tiempo, el Fraile Lucas lo
había tomado a su servicio para que le ayudara en los oficios religiosos. Ozemi se
aprendió las escrituras sagradas casi de memoria, hasta el punto que, en
ocasiones, enmendaba la plana al Fraile, que ni era muy dado a la lectura ni se
las sabía del todo bien. Durante su tiempo de ayudante de Fray Lucas, se imbuyó
de tal manera del espíritu religioso que el fraile estaba entusiasmado con él,
pues creía haber ganado un alma para el Altísimo y lo había incluso
recomendado en el convento de El Puerto Real para que lo admitieran de novicio
en la congregación franciscana. No obstante, el pobre profeta tuvo la mala suerte
de que el día que la mar se retiró para volver arrasándolo todo, una de las
familias que sorprendió pasando las Termópilas y a las que ahogó tan
brutalmente, fue la suya. A él le cogió en la Iglesia y se subió al tejado desde
donde pudo contemplar la valerosa actuación del pequeño Fraile, pero su
desesperación fue total cuando pudo comprobar que, en su casa, no había
quedado nadie y, por los vecinos, se enteró de que a sus padres y a sus dos
hermanos menores se los había llevado la gran ola. Aquella situación no pudo
superarla su tierna mente y se le fue la olla. Desde entonces, le dio por creerse
profeta en su tierra y no paraba de dar sermones a troche y moche, unas veces
apocalípticos y otras venturosos y paradisíacos. Como después se podría
comprobar, en función de que soplara el viento de levante o cualquier otro menos
tenaz que éste. Con frecuencia decía disparates religiosos que en un principio
alarmó a las piadosas damas de la Insula, que no dudaron en ponerlo en
conocimiento del Santo Oficio. No obstante, éste tenía por entonces otros casos en
qué ocuparse, antes que en los desvaríos de un pobre loco.
La verdad es que Ozemi pasó a ser oficialmente inofensivo la vez que
anduvo por toda la Carraca anunciando el día de su muerte. El pobre, como no
acertaba ninguna de sus profecías, parece ser que, en su dislocada mente, urdió
una, cuyo cumplimiento estuviera en su propia mano y no en la de la
providencia. Una vez llegado el día y la hora anunciados para su tránsito a la
otra vida, se subió a la azotea de su casa, que no estaría a más altura que la de
cuatro varas y, con gran teatralidad, se lanzó al vacío. Sólo que, antes, había
tenido la precaución de colocar tres o cuatro jergones de paja en el lugar donde
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tenía prevista la caída. Ello produjo el jolgorio de todos los presentes y el
desconcierto del profeta, que reaccionó repitiendo la operación por lo menos tres
veces más. Claro que, en todas ellas, tuvo el cuidado de caer sobre blando, que no
sobre el duro suelo donde sus huesos hubieran salido peor recompensados.
Ozemi había desaparecido de la Insula hacía al menos dos años. Como él
más tarde les contaría, todo ese tiempo había vagado por diferentes poblaciones
de las Gadeiras dando a conocer a todos los buenos creyentes las fatalidades o
venturas que les habían de sobrevenir y, aunque el desafortunado no acertaba
una, ni de cerca, no cejaba en su empeño evangelizador que se sostenía de una
inexplicable e inquebrantable fe en la predicación per se.
Ya todos sentados en círculo en el suelo, como solían hacer de niños,
Ozemi les relató que se había aposentado en la Marisma Tenebrosa, donde
llevaba dado a la oración hacía tres meses, sin que nadie de la Insula lo
reconociera, dado su nuevo y peludo aspecto. Y, en el tono que él ponía siempre
que iba a anunciar algo importantísimo y haciéndoles acercar sus cabezas a la
suya para hablar bajito, les dijo que había localizado una banda de salteadores
que vagaban, como él, por la Marisma Tenebrosa y que se dedicaban al pillaje. Y
les contó cómo estaba constituido el grupo por tres truhanes huidos del Penal y
una burra coja y vieja. Los muy ladinos habían ideado un plan que les estaba
dando pingües resultados. En las noches sin luna, se iban los tres, con la borrica,
a la zona de la marisma que lindaba con el caño de la Cruz, donde
acostumbraban a echar las artes de arrastre los pescadores de la Insula.
Entonces ponían un farol en el lomo de la asna y la animaban a caminar de tal
suerte que las cojetadas de la jumenta, en la lejanía y oscuridad de la noche,
hacían creer a los navegantes circundantes que se trataba de otra embarcación
en la mar. Con ello perdían las referencias auténticas de la costa y, desnortados,
encallaban sus embarcaciones en el fango. En ese momento caían los tres
truhanes sobre los pobres pescadores profiriendo los más horrendos gritos y
haciendo ruidos de cadenas y grillos, para hacer creer a éstos que se trataba de
fantasmas. Con lo que los incautos pescadores salían por piernas, cuando no
nadando por la mar y huyendo de tan terribles criaturas de la noche. Esto
permitía a la banda de pillos adueñarse de la pesca que hubieran obtenido los
otros en su fatigoso trabajo, así como de aquellas pertenencias que fueran de su
interés y que aquellos abandonaban en su precipitada huida.
Las señoritas se relamían de placer con la experiencia que estaban
viviendo en la Marisma Tenebrosa, se miraban la una a la otra por detrás de la
escena, gesticulantes y cómplices, divertidas… y aún les quedaba el retorno y un
nuevo paso por el puente… y un nuevo contacto con los chicos…
Ozemi empezó a ponerse un poco cansino sermoneándolos con la necesidad
de que los creyentes se mantuvieran castos y puros durante toda su vida para el
momento de hacer presencia ante el Todopoderoso, lo cual no estaba agradando a
ninguno de los cuatro, que se relamían mentalmente ante la repetición de la
magnífica experiencia de acercamiento ínter géneros. Todo ello, acompañado de
una bruma que comenzó a levantarse, hizo que dieran la reunión y el encuentro
por terminados y se dispusieran a marchar de regreso a la Insula.
Cuando ya se iban, Leopoldo le preguntó al profeta por un terreno junto a
la choza, que parecía estar labrado para la siembra.
- Es la tierra en la que, constantemente, realizo mis siembras, pero de la
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que nunca obtengo frutos - dijo el profeta -, mas eso no ha de desalentar mi
ánimo ni mi fe, pues yo he sido puesto por el Hacedor en este mundo para
sembrar, con independencia del resultado.
- Pero Ozemi - le contestó Leopoldo -, en estos terrenos tan salitrosos no es
posible que prenda nada de lo que siembres.
- Dios me ha puesto aquí – le contestó Ozemi, lleno seguridad en sus
palabras – para que le dé a esta tierra cuantas oportunidades estén en mi mano
de que rinda fruto.
Y terminando de decir esto, el profeta hizo el gesto de meter la mano en
una imaginaria bolsa, coger una imaginaria semilla y esparcirla por la tierra.
Los amigos se miraron entre sí y no se extrañaron de que, en el salitroso huerto
de Ozemi, no fructificaran sus imaginarias semillas.
Después, y a modo de despedida, Ozemi abrazó efusivamente a los dos
amigos y acto seguido hizo una exagerada reverencia ante las damas,
apartándose en exceso de ellas y rubricando con el gesto sus anteriores prédicas
de castidad. Cuando ya todos se marchaban, en la distancia, Ozemi les soltó a
voz en grito el último sermón, diciéndoles:
- “¡Bienaventurados los tiernos, porque ellos mantendrán sus almas
crujientes y calentitas como bollitos de pan, para el hambriento dios del Eterno!”
La bruma se había ido espesando entre tanto hasta el punto de empezar a
preocuparles, pues no se veía más allá de dos varas y no les hubiera gustado, en
absoluto, darse de narices con la banda de la burra coja.
Al fin llegaron al puente. Nuevamente Andresito se adelantó y Chica se
situó a su lado, dócilmente. Ésta vez el abrazo protector fue mucho más
contundente que el del viaje de ida. Detrás, Leopoldo y Ana María, repetían como
monos cuanto veían hacer a los adelantados. En ésta ocasión, tras la experiencia
de la ida y sabiéndose mutuamente aceptados, había que aprovechar el corto
trayecto. Caminaban apretaditos, al paso, de forma que sus cuerpos eran un solo
bloque. La sensación de formar un todo, juntos, fue prodigiosa. Se miraban
tiernamente a los ojos sin importarles dónde ponían los pies en su caminar. La
bruma algodonosa que se había formado en torno a ellos se hacía cómplice,
aislándolos del resto del mundo. Cuando debían estar a la mitad del puente,
Chica se detuvo haciendo un gesto de atracción de Andresito hacia ella. Él se
dejó atraer encantado. Se miraban intensamente, queriendo exteriorizar en sus
miradas todos los sentimientos que los embargaban. Él acercó su rostro al de ella
y, temiendo desvanecer el sueño, la besó fervorosamente en la mejilla. Chica se
ruborizó hasta las orejas, pero inmediatamente reaccionó y, poniéndose de
puntillas, le besó los labios a él. En ese momento eterno, la caprichosa bruma se
apartó, dejándolos expuestos al mundo en medio de un sol radiante. El
encantamiento estalló como una pompa de jabón..., se separaron pudorosamente
y continuaron el camino, tensos, envarados, ante el mundo, sus reglas, sus
prejuicios, sus castraciones…
En este separado, te diré:
Humano amigo que sostienes sobre tu regazo
estos papeles que antes yo escribí y que constituyen nuestro
medio de comunicación, ¿te acuerdas de cuando tuviste tú el
primer contacto con otro universo humano? ¿Te acuerdas de
cuando te invadió aquella sed irrefrenable de unión, de
complementación..., a ti, que hasta entonces habías existido
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solo e inocentemente completo?
Mete la mano en tu corazón, hasta lo más
profundo, y remueve los sentimientos que yacen en el fondo,
como posos de vida…, y deja que el rancio sabor de aquellos
olores, aquellas imágenes, aquellos sonidos y aquellos tactos,
te embriaguen de nuevo…, ésta vez, de dentro a fuera.
La experiencia de la Marisma Tenebrosa resultó imborrable para los
cuatro jóvenes, que se dejaron embargar de un amor etéreo y sublime que les
sorbió el seso los siguientes meses de sus vidas. Después, como todo calor que
sobrepasa la temperatura ambiente, comenzó a enfriarse, hasta quedar
solamente como un bello recuerdo. Leopoldo y Ana María se verían con cierta
frecuencia, pero sus vidas tomaron rumbos distintos. No obstante, cuando, muy
de vez en vez, se cruzaban sus caminos, en sus miradas había una complicidad
secreta que sólo ellos conocían. Andresito y Chica, en cambio, tomarían
derroteros distintos al inicio del año siguiente y no volverían a verse nunca más.
El padre de él fue destinado a Filipinas y allí hizo fortuna. Nunca regresaron.
Ella se casaría con Tomasito Aramburu, hijo del conocido armador de buques de
Gades, don Jerónimo Aramburu, y las vicisitudes del comercio internacional en
que se ocupaba la familia, les llevaron a residir durante muchos años en
Inglaterra.
En el cementerio de la Insula, la niña Chica, la predilecta de don Joaquín,
después de llorar muchos días la ausencia de Andresito y, despechada por no
haber recibido ninguna carta suya, colocaría, junto a la cruz del huesario, dos
piedras blancas con sus nombres. Pero ella era muy sabia e intuía que, a pesar
de todo, aquel beso en el puente no se podía enterrar en un cementerio…, porque
nunca moriría…, porque sería eterno con ella.
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8. Don Esto (Primera Parte)
Don Andrés Ernesto Fanjul Colomina era un hombre, sin duda alguna,
singular. El más pequeño de cuatro hermanos, debía su nombre compuesto, aparte
de a ser la moda en Santillana en aquel tiempo, a una disputa entre sus
progenitores. Efectivamente, estando ambos de acuerdo en que el neófito debía
portar el nombre de uno de sus abuelos, la diferencia vino en torno a si este debía
ser el del materno o el del paterno. Cuando apenas comenzaba a tener uso de
razón y, como una sirvienta confianzuda le pusiera en antecedentes de la disputa
que su nombre originó en su día entre sus padres, después de pasarse una tarde
entera garrapateando nombres en un papel, decidió que se haría llamar "Esto".
Nombre que compuso con las dos últimas letras de los que le impusieran en la pila
bautismal. Y ya, a tan corta edad, comenzó a mostrar la fortaleza de su carácter
ante todos los miembros de su familia, pues era inútil llamarle por sus nombres
verdaderos, ya que ni acudía, ni hacía el menor caso. Su determinación y
terquedad le llevaron a hacerse nombrar, para los restos, don Esto Fanjul
Colomina. Tiempo después y en privado, en alguna ocasión, su madre disputaría
con su padre que el niño había cogido mas proporción del nombre del abuelo
materno, ya que al fin y al cabo, Esto, eran los cuatro séptimos de Ernesto, el
nombre de su padre, don Ernesto Colomina Morante. Pero ya, a estas alturas, a
don Julio Fanjul Barón le había dejado de preocupar la composición y las letras
del nombre de su hijo y estaba en cambio más atento a la personalidad que este
comenzaba a desarrollar, por cierto, muy de su agrado.
En una ocasión, al poco de su rebautizo personal, le aconteció que, leyendo
en un gran libro de la biblioteca de su padre, que se titulaba "La Sagrada Historia
del Dios de Israel", entró el niño en un estado de espiritualidad tal que,
constantemente, martirizaba a sus mayores con preguntas de toda índole sobre los
hechos sagrados, poniéndolos, las más de las veces, en gravísimos apuros, pues su
imaginación era exuberante y sus cuestiones iban al meollo de las cosas sin la
menor consideración, sajando sus basamentos religiosos como un escalpelo.
En dicha época, el niño no salía de un estado de asombro permanente ante
las maravillas y milagros que el gran libro describía: el gran diluvio exterminador
de todos los seres de la tierra y el Arco Iris de la nueva alianza entre el terrible
dios y los hombres; los 950 años que vivió Noé; la confusión de las lenguas que
originó la soberbia de los hijos de éste al querer fabricar una torre tan alta que
llegara al cielo; la destrucción con una lluvia de azufre y fuego de las pérfidas
Sodoma y Gomorra y la conversión de la mujer de Lot en estatua de sal; la mano
proverbial del Ángel que detuvo la asesina de Abraham cuando iba a sacrificar a
su tierno hijo Isaac; la visión del impostor Israel y la escalera que unía los Cielos
con la Tierra; la adivinación de los sueños que ejecutaba el pequeño José; el paso
del Mar Rojo ante los atónitos ojos del Faraón y sus guerreros. Tantos y tantos
hechos llenos de misterio y poder divinos llevaron al infante Esto a tal estado de
excitación espiritual, que se propuso emular a los héroes de la Sagrada Historia,
seguro él de que contaría con la colaboración divina que tan pródiga había sido con
los antiguos. Para ello, cogió lo que más quería de todas sus pertenencias, su
perrito Chispita. Un pequeño y lanudo can de agua de pelo blanco, al objeto de,
como hiciera Abraham, sacrificarlo a Dios. Puso al pequeño animal sobre una
piedra a modo de altar y, habiendo tomado en la mano derecha un gran puñal, con
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la izquierda acariciaba traidoramente al animal para que permaneciera confiado.
Su convicción de que el Ángel detendría su mano en el último momento, era tal
que descargó, sin dudarlo, un rotundo golpe sobre el cuello del pobre perro. Su
estado de éxtasis espiritual explotó como pompa de espuma con el calor de la
viscosa sangre del perro sobre sus manos. El animal salió huyendo como alma que
lleva el diablo, aullando de tal forma que parecía estar gritando a su amo la
traición con que le había ejecutado. Súbitamente, las fantasías quedaron a un lado
y se encontró con la realidad del animalito herido de muerte.
El niño pasaría días encerrado en su habitación tras la muerte de Chispita,
desencajado el espíritu dentro del cuerpo. Una de las veces que don Julio fue a
hablar con él, a tratar de quitarle importancia a lo sucedido, observó que, en uno
de los papeles que había sobre la mesa, el niño había escrito: " Me cago en dios que
no detuvo mi mano, las Escrituras Sagradas son una gran mentira..., no pudo
suceder entonces, lo que, ni por asomo, sucede ahora”. Don Julio se apresuró a
coger el papel y guardárselo, pues, de haberlo visto la madre del niño, se hubiera
llevado un gran disgusto. Sin embargo, a él no le pareció mal aquella reacción por
parte del tierno Esto y resumió para sí mismo: "Éste muchacho, cuando cree algo,
lo cree firmemente y, cuando experimenta, saca conclusiones certeras y
valientes, aquí puede haber un espíritu científico...".
Entre las visitas que, con frecuencia, se veía
obligado a realizar
acompañando a su madre, la que más le gustaba al tierno Esto, era cuando tocaba
ir al caserón de la abuela Carlota, la madre de su madre. Era la casa más divertida
del mundo, pues su abuelo Filiberto había viajado por todo el Globo, especialmente
por las colonias de África, y las paredes estaban repletas de objetos fantásticos
como lanzas y escudos de indígenas, conchas de tortugas de carey, fusiles,
espingardas, látigos, sables ondulados, puñales, máscaras terroríficas, colmillos de
elefante y cuantísimas cosas más. Encima de la chimenea, había una gran cabeza
de tigre disecada que, cuando era muy pequeño, le producía pavor hasta el punto
de mojarse los pantalones. Encima de una mesita pegada a la pared, además de
retratos de señores con uniformes militares y sombreros de plumas, había una fila
india de elefantes de ébano, de mayor a menor. Eran cinco, en actitud de caminar
parsimoniosamente, con una pata levantada y las otras tres en el suelo.
Destacaba, sobre el color negro de la madera, el blanco marfil de sus colmillos.
Esto, siguiendo un instinto inexplicable, cogió al pequeño de los elefantes, el
último de la fila, y lo puso caminando en sentido contrario al resto de la
paquiderma familia. El efecto que le produjo ver al pequeño caminar contra la
corriente..., le encantó. En lo sucesivo, cada vez que visitaba a la abuela Carlota, lo
hacía con el secreto propósito de apartarse al saloncito, fuera de la vista de todos, y
poner al pequeño de los elefantes a caminar en franca rebeldía. La abuela Carlota
no llegó a asociar los cambios en la mesita de los elefantes, con las visitas de su
hija y su nieto Esto. Pues, cuando descubría al rebelde elefantito, normalmente
habían pasado varios días de la visita de éstos. No obstante, era una mujer que,
posiblemente por su falta de equilibrio interno, necesitaba de un extremado orden
en todo lo que la rodeaba, por lo que los episodios del pequeño elefante llegaron a
incomodarla sobremanera.
En cierta ocasión, en una preciosa tarde del mes de Mayo, vinieron de visita
a la casa de los Fanjul, el tío Jesús, la abuela Carlota y sus dos inseparables
amigas, las condesas de Ibandogrande, Pilar y Angelita, dos solteronas
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parlanchinas y divertidísimas mujeres, sobre todo Angelita, que le había enseñado
a Esto las palabrotas más estupendas jamás imaginadas. Se habían instalado en el
velador del jardín para merendar. Los señores paseaban bajo la arboleda y
hablaban del primer pacto de familia con los Borbones franceses y de la necesidad
de contrarrestar la superioridad de la flota inglesa, que estaba poniendo en serio
peligro las colonias americanas. Esto jugaba haciendo rodar un aro de madera con
la ayuda de una guía con la que lo empujaba. Cuando se acercó al grupo de las
señoras para coger una galleta de la mesita, la conversación de éstas derivaba en
los siguientes términos:
-"... pues puedo aseguraros - decía la abuela Carlota - que tanto sucedió en
la familia de mi madre como en la de mi padre, siempre los benjamines fueron
los más rebeldes".
Al oír estas palabras, la madre de Esto exclamó:
-¡El elefan!,- y se interrumpió tapándose la boca con su propia mano, al
tiempo que fijaba sus ojos abiertos como platos en su hijo Esto. Sus miradas se
hicieron cómplices, un relámpago en el interior de la cabeza de su madre le
había hecho ver que era Esto, el benjamín rebelde, el que ponía al benjamín de los
elefantes a caminar en sentido inverso a la manada. Esto se supo descubierto, mas,
sin pronunciar palabra, levantó la comisura izquierda de sus labios en una tenue
sonrisa de complicidad con su madre..., terminó sigilosamente de coger la
galleta, y se retiró a jugar con su aro.
Jamás hablarían Esto y su madre de aquel episodio..., pero ambos sabían lo
que el otro sabía. Entre ellos había una especial comunicación que se pondría de
manifiesto en otras muchas oportunidades a lo largo de sus vidas. En más de una
ocasión, comentaría don Julio, medio disgustado medio envidioso, que entre su
pequeño Esto y su madre sobraban las palabras, pues sólo con mirarse se
entendían. Y, ciertamente, así era.
En otro tiempo, siendo ya un mozalbete, jugaba Esto con un sobrinito suyo,
con el que en alguna medida llenaba el hueco del hermano menor que nunca tuvo y
por el que sentía verdadero afecto. El juego consistía en simular, con la pelota de
trapo que tenía en las manos, que se la lanzaba al pequeño al rostro, pero, en lugar
de ello, extendía los brazos hacia su carita, permaneciendo la pelota en el mismo
lugar del espacio. Esto producía un efecto de susto en el pequeño que le hacía dar
un gracioso repullo al tiempo que cerraba sus ojitos y después, cuando comprobaba
que la pelota no se había estrellado sobre su cara, estallaba en carcajadas. Seguían
con el juego el mozalbete y el niño al instante en que entraba en la habitación un
primo mayor de Esto y, por esas inexplicables razones que el azar maneja, falló el
quiebro que Esto hacía y la pelota fue a estrellarse en pleno rostro del tierno
infante que, inmediatamente, comenzó a berrear, anunciando a todos la traición de
que había sido objeto. Indignado el primo mayor, cogió al niño en brazos, lo llevó
donde el resto de la familia y expuso cómo había visto a Esto estrellar
“intencionadamente” la pelota en el rostro del pequeño. Esto quedó consternado.
¿Cómo explicar a todos que las cosas no habían sido como parecían, que había sido
un accidente, que él quería muchísimo a su sobrino y que sería incapaz de causarle
daño alguno de forma premeditada? Pero la apariencia de los hechos que había
contemplado su primo era irrefutable. Sólo él conocía la verdad de sus intenciones.
Sólo él conocía la verdad y, sin embargo, todas las pruebas razonables estaban en
su contra. Esta situación le produjo un bloqueo de la mente y desistió de dar unas
explicaciones que, de antemano, nadie iba a creer. Cuando, avergonzado y
apresuradamente, pasaba por el salón huyendo hacia su habitación, oyó cómo la
estúpida de su tía Isabel, la madre del primo chivato, comentaba a los demás que
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su inexplicable reacción podía estar provocada por los celos, ya que el sobrino era
como un hermano menor para él.
En la soledad de su habitación, lloró amargamente ante la impotencia que
sentía para hacer conocer la verdad a los demás. Sin embargo, no tardó en oír los
nudillos de su padre golpeando suavemente la puerta de su habitación. Una vez
dentro, simplemente le preguntó: - ¿Qué ha pasado?- Esto sintió como si le
hubieran tendido un puente por el que poder huir del abismo de la impotencia. Se
abalanzó al cuello de su padre y lloró como si todavía fuera un niño. Nunca
olvidaría la forma tan simple en que su padre lo sacó de aquella horrible situación
de incomprensión. Con una sencilla pregunta que, no dando ninguna concesión a
las apariencias, le daba la oportunidad de explicarlo todo, desde su origen. Le
contó con todo lujo de detalles el juego y el fallo producido. Su padre lo escuchó y lo
creyó desde la "a" hasta la “zeta”. Cuando se iba a retirar a explicarle al resto de la
familia lo sucedido, Esto lo detuvo y le dijo:
-¡Papá, nadie sabe lo que hay en el corazón de las personas! ¡Nadie debería
de juzgar a nadie! ¡Es necesario que exista dios para leer dentro de nuestros
corazones y poder juzgarnos sin tener en cuenta las engañosas apariencias!
Don Julio asintió con la cabeza y no pudo evitar una sonrisa al recordar la
anécdota de Chispita... y, en ésta otra ocasión, igualmente resumió: ¡Éste
muchacho destruye y crea dioses como si fuera un gran pensador..., promete ser
un buen ateo, para mayor gloria de tantos dioses!
Así, los encuentros de Esto con su padre, a lo largo de los hitos de su vida,
fueron fundamentales para él. Don Julio siempre estuvo allí donde él lo
necesitaba, dispuesto a escucharlo pacientemente, ávido, como una esponja, de
mojarse con su llanto o dispuesto a permanecer en silencio junto a él…, cuando el
silencio era lo que la ocasión requería. Siempre lleno de serenidad, por delicada
que fuera la situación, constituyéndose en el faro de referencia en las tormentas de
su infancia.
Solamente durante la adolescencia, cuando empezó a adquirir, en
determinadas materias, más conocimientos de los que tenía su padre, empezó a
cuestionarse si necesitaba la referencia de aquel y, poco a poco, a medida que
aumentaba su seguridad en sí mismo y fortalecía su personalidad, se fue
separando de su progenitor. Y, a medida que se separaba, el coloso de Rodas que
había sido su padre se iba desmoronando y dejando ver debajo del héroe, al
hombre. Esto llegó entonces a menospreciarlo y no comprendía cómo lo había
podido idolatrar durante su infancia. Se llegó a sentir con la misma desesperanza
que cuando comprobó que los milagros de la Escritura Sagrada eran cuentos de un
pueblo arcaico.
Duró esta situación casi tanto tiempo como su formación lejos del hogar.
Don Julio, percatado de ello, no hizo nada especial al respecto. Permaneció en su
sitio, con más serenidad si cabía y retirándose prudentemente en alguna discusión
en la que observó en el tono de su hijo una falta de consideración que nunca hasta
entonces le había mostrado. Esperó pacientemente hasta que Esto, después de
conocer las limitaciones de su padre, empezó a conocer las suyas propias. A partir
de aquellos momentos inició su retorno hacia su padre..., el hombre. Y el
encuentro sería pleno de satisfacciones para ambos.
Mas todos estos cambios no se producen en unos momentos, sino a lo largo
del tiempo, a veces, de demasiado tiempo. Cuando fueron dos adultos con la
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facultad de desarrollar su amistad y respeto mutuos, las circunstancias de la vida
los mantendrían separados en el espacio y, antes de que Esto se pudiera dar
cuenta, don Julio era un anciano. Sus facultades mermaron sobremanera y se
quedó, primero, huérfano en vida de su padre, pues aquel anciano de torpe
lenguaje y mínimas facultades, no era más que la sombra de don Julio. Y después,
se quedó huérfano de aquel viejito que amaneció un día muerto en su lecho,
conservando en su fría mano el frasquito de pócima que había bebido la noche
anterior. En ése gesto quiso ver Esto el coraje de su padre, que preso de la
decrepitud de aquel anciano en que se había convertido, había tenido un último
gesto de conciencia liberándose de su cuerpo arruinado.
Don Esto no soltó una sola lágrima en los funerales de don Julio. A nadie
sorprendió, pues todos conocían de sus particularidades. Antes les habría
sorprendido que se comportase como uno más y diera rienda suelta al dolor, que
sin duda sentía. Sí lloraría cinco años después, cuando, rebuscando unas escrituras
de propiedad entre los viejos papeles de su padre, vino a dar con el papelito en que
él mismo escribiera la blasfemia, cuando mató al pobre Chispita. Por detrás, don
Julio, de su puño y letra, había escrito: " Este muchacho tiene el mismo coraje que
yo, sin duda viviré en él”. Esto lloró desconsoladamente, como sólo lo había hecho
el día que dio el pelotazo a su sobrino, pero, esta vez, su padre no estaría allí para
tenderle el puente. Y entonces se sintió profundamente solo, totalmente
abandonado, absolutamente huérfano del mejor ser que había pasado por su vida.
Y ya lo creo que lloró. Y, cuando ya no le quedaban lágrimas en los ojos ni mocos
en las narices, lloró por dentro, y el pecho se le fue llenando de pena hasta que le
llegó a la garganta, entonces se desvaneció. El médico de la familia que le
reanimó supo lo que le había pasado y le reprendió enérgicamente:
- ¡Naturalmente tú no puedes ser como los demás, tú tienes que permanecer
inmutable en el entierro de tu padre y después llorar, hasta extenuarte, cuando te
vienes a acordar de que, en su día, no lo hiciste! ¡Pues no me vuelvas a llorar para
adentro que te ha faltado muy poco para morirte..., hombre de dios..., o de quién
seas! - terminó el galeno, que le conocía bien y a fe que no sabía de quién sería
aquel hombre tan particular.
Aquella sensación de orfandad ya no le abandonaría a lo largo de toda su
vida. Poco a poco, a medida que se hacía mayor, iba viendo a su padre en sí mismo:
las mismas actitudes, las mismas expresiones, las mismas frases hechas que don
Julio. Llegó a estar plenamente convencido de que su padre vivía en él y con él.
Fue entonces cuando empezó a acariciar la idea de cuán hermoso hubiese sido
contar con la presencia de su progenitor, ahora que él también era un adulto. Y
llegó a la conclusión de que la especie humana progresaba muy lentamente, debido
sobre todo, a que la transmisión de experiencias entre las generaciones no se hacía
de forma adecuada, ya que aquellas nunca coincidían en la sazón. Cuando el padre
está en la madurez, el hijo no lo está, y por contra, cuando el hijo la alcanza, el
padre ya la ha sobrepasado y ha entrado en la decrepitud de la vejez. El joven
recibe la experiencia cuando ni la entiende ni la quiere. El ser maduro, cuando
está en condiciones de apreciar las experiencias ajenas, ya no tiene quién se las
transmita. Y, si esto lo extendemos no sólo a dos, sino a tres generaciones,
entonces los huecos son todavía mayores. Imaginaos - decía don Esto en las
tertulias del Casino de Santillana, en las que brillaba con luz propia- que la vida
media de los seres humanos se ampliara, aún sin llegar a la exageración de los
novecientos años de las Sagradas Escrituras, pero que, al menos, se vivieran unos
ciento veinte años. En este caso, podrían convivir un hijo con cincuenta, el padre
con setenta y cinco y el abuelo con cien. Y tendrían quince o veinte años para
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coexistir en plena madurez con capacidad para transmitir y recibir conocimientos y
experiencia, hasta que el abuelo chocheara. Esto, sin duda alguna, decía eufórico
Esto, haría que progresáramos con mayor rapidez, ya que nuestra memoria
colectiva sería muchísimo más rica, abarcaría un período más amplio y la
posibilidad de repetir errores, sería mucho menor.
Don Esto había seguido los pasos de su aventurero abuelo materno, don
Filiberto, y, después de haber navegado en multitud de fragatas y navíos
comerciales, había ido a dar con sus marineros huesos a los escalafones de la
gloriosa Armada Española. La primera vez que arribó a la Insula fue en el año de
1755 en que se botaron a la mar las fragatas Ventura, Industria y Liebre, de 28
cañones cada una de ellas. Don Esto bajó desde Santander para hacerse cargo,
como segundo, del mando de la primera de ellas. Ostentaba la graduación de
Teniente de Navío de segunda clase. Apenas contaba con veinticinco años, pero ya
se había casado con doña Leonora Morante, que a su vez, había dado a luz al
primero de sus hijos, Julito. Posteriormente, a lo largo de su carrera, serían
múltiples las ocasiones en las que arribaría al puerto de la Insula, las más de las
veces, tras largas y penosas singladuras. No obstante, fue en esta primera ocasión
cuando conoció a Leonor de Sánchez, esposa del Condestable don Avelino Sánchez.
Fue en la recepción que el virrey de turno dio a las tripulaciones de las tres
fragatas que se acababan de bautizar de mar. El Palacio, a unas pocas varas de la
Puerta del Mar, lucía esplendoroso en éstas ocasiones. El salón regio aparecía
iluminado por tres enormes lámparas de techo en las que lucían cantidad de velas,
que mantenían la estancia como si fuera el atardecer. Las grandes puertas de
cristales que daban al jardín permanecían abiertas de par en par, de manera que
el salón se continuaba en el jardín sin impedimento alguno. En la zona ajardinada,
unos esclavos negros, vestidos con lujosas libreas, mantenían en alto unos grandes
faroles, de manera que toda ella era perfectamente visible. Algunas esclavas
negras, vestidas todas de blanco, portaban una especie de caza mariposas con los
que, muy delicadamente, para no estorbar las conversaciones de los señores
oficiales y las damas, recogían los pequeños insectos que acudían a la luz de los
faroles. En la cena, Esto había sido situado por la anfitriona, la esposa del virrey,
entre la esposa del Condestable y la preciosa hija mayor del Brigadier Velázquez.
Don Esto era un buen mozo y estaba acostumbrado a que lo colocaran entre las
señoritas jóvenes y casaderas, pero empezaba a extrañarse de que su condición de
casado no hubiese hecho cambiar esta circunstancia. Nunca entendería las
artimañas de las mujeres.
Sin embargo, en aquella ocasión, toda la atención del teniente de navío de
segunda no fue para la hija del Brigadier, como cabía esperar por parte de la
virreina, sino que la monopolizó totalmente la esposa del Condestable.
Sin duda, aquello fue amor instantáneo… la flecha del angelote de ojos
vendados atravesó sus corazones sin piedad ni miramiento. Leonor era mucho más
joven que su marido y su matrimonio había sido una componenda familiar a la que
ella no había tenido posibilidad alguna de oponerse. Desde el primer momento,
quedó prendada del joven oficial, de su soltura, su educación, su forma norteña de
hablar, su experiencia mundana y, sobre todo, de su simpatía personal. No había
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conocido en toda su vida a nadie que tan siquiera se pareciera remotamente a don
Esto. Él, a su vez, se sintió seducido por ella desde el primer instante. Su aspecto
físico era impecable: delgada, muy alta para ser mujer, tan alta que era la única
dama que Esto había conocido que hiciera buena pareja con él. Le encantaba poder
hablar con una mujer sin tener que inclinarse en exceso para hacerlo. Además de
esta primera e insólita circunstancia, su cara era preciosa, sus maneras graciosas
y educadísimas y su cultura musical, excepcional. Hablaron casi toda la cena y
parte de la noche, hasta el punto de que el Condestable empezó a carraspear ante
la virreina para que ésta interviniera ante lo que comenzaba a constituirse en una
situación chocante. Pero ellos estaban tan ensimismados el uno en el otro, que no
se habían apercibido. Cuando la esposa del virrey se les acercó con el Condestable
para dejarlo junto a su esposa y tomó de la mano a Esto, con la excusa de
presentarle a una dama de Santander que decía conocer a su familia, sólo
entonces, ambos cayeron en la cuenta de que su actitud había llamado la atención
de los presentes. Leonor, como un ángel de candor, enrojeció hasta las orejas y fue
a refugiarse, recatada, del brazo de su esposo. Esto, en aquel momento, no hubiese
dudado en rescatarla de los bracetes del grasiento y gordinflón Condestable.
Gustoso la habría raptado y se habría fugado con ella para cubrirla de besos y de
caricias.
Nunca olvidaría don Esto el rubor de las mejillas de Leonor cuando sintió
descubierta la atracción que sentía hacia él.
Después de aquella ocasión, cada vez que el buque de don Esto recalaba en
el puerto de la Insula, cuando atravesaba la Puerta del Mar para adentrarse en
ella, el corazón le brincaba en el pecho ante la posibilidad de reencontrarse con
Leonor. Y fuera la que fuese la actividad que hubiese de desplegar en sus tareas
profesionales, todas sus actuaciones estaban mediatizadas por la posibilidad de
acudir a la casa del Condestable o a cualquier recepción, merienda o protocolaria
visita, donde existiese la más mínima posibilidad de encontrarse con su ángel de
candor. Mas ella, que anteponía a sus sentimientos personales la lealtad a su
marido y la honorabilidad de su condición de mujer casada, hizo todo lo posible
porque el ansiado reencuentro no se produjese.
Pero, en esta ocasión, el destino se aliaría con don Esto. El Condestable, de
resultas del último asedio a la Plaza de Gibraltar, quedó herido de tan mala traza,
que la cangrena lo fue pudriendo y, en unos meses, entregó su ánima, rindiendo
ante el Hacedor el último de sus viajes. Doña Leonor quedó viuda a la temprana
edad de veinticuatro años, cuando, por su parte, don Esto contaba apenas con
veintiocho.
Ante tal providencia del destino, la joven viuda no pudo resistir el asedio a
que la sometió el joven teniente de navío, por entonces, ya de primera clase. El
virrey le permitió a Leonor que continuase ocupando la vivienda que pertenecía al
cargo de Condestable, en primer lugar porque el que sustituyó a su marido residía
en El Puerto Real y no mostró interés por la residencia que a su disposición tenía
en la Insula. Y, en segundo lugar, porque ella, a cambio, se comprometió a ayudar
a la Amiga de la escuela de las niñas que, por aquel entonces, se encontraba
padeciendo unas fiebres que, con harta frecuencia, la hacían faltar a sus
responsabilidades para con las niñas de la Insula. Así pues, ella estabilizó su
situación en el arsenal y, de resultas, don Esto también estabilizaría la que sería
la más duradera y venturosa de todas sus relaciones extraconyugales.
Los poderosos señores podían permitirse la licencia de tener una
“mantenida”, con una sola condición: que ésta no quisiera reemplazar a la
verdadera esposa. Al ser el santanderino hombre de buenísima familia y elevada
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condición social, aquel adulterio fue admitido socialmente sin el menor reproche.
De esta forma se convirtió en habitual que, del mismo modo que otros compañeros,
al desembarcar en la Insula, iban en busca de sus esposas, don Esto fuera al
encuentro de su Leonorcita. Decidió llamarla así para distinguir con más
contundencia su nombre del de su esposa. ¡Que también fue coincidencia el que la
una se llamara Leonora y la otra Leonor, con la de nombres que hay!
Apenas hacía dos días que don Esto había desembarcado en Gades y un
carruaje lo había traído hasta la Insula con su baúl de piel de bisonte de las
colonias inglesas del norte. Su buque zarparía de nuevo en los próximos días, por
lo que una estancia tan corta los tenía, a él y a Leonorcita, cariacontecidos. En esta
ocasión rendía viaje procedente del Imperio Otomano y don Esto había obsequiado
a su querida Leonorcita con una preciosa alfombra de gran espesor y una
vestimenta tradicional de aquellas tierras, que utilizaban para la noche de los
desposorios. Consistía el vestido en una especie de chilaba de amplísimas mangas
y cuello escotado hasta la cintura, confeccionado con un tejido que parecía seda al
tacto y, sin embargo, tenía la transparencia del organdí. Ambos se habían puesto
los vestidos turcos y, mientras él permanecía sentado ordenando el contenido de un
pequeño arcón que había sobre la mesa, ella deambulaba por la casa haciendo todo
sin hacer nada. Leonorcita, de puertas para adentro, siempre estaba descalza. A él
le encantaba observarla furtivamente... y, a ella, ser observada dando la
apariencia de estar ajena. En un instante en el que ella se inclinaba para coger la
cajita de la costura, la amplia abertura del cuello del vestido, permitió ver uno de
sus blanquísimos y redondos pechos. En otro momento en el que se agachaba en
cuclillas para coger un alfiler del suelo, el vestido se pegaba a su espalda y a sus
nalgas, dibujando sin pudor ninguno el surco de sus posaderas. Ahora se estiraba
para coger una bobina de hilo que estaba en una estantería a la que apenas
alcanzaba…, y el amplio cuello se deslizaba dejando su precioso hombro al
desnudo, insinuante. O bien, al asomarse tras las cortinas, al ventanal, el
contraluz definía exactamente su silueta bajo la tenue vestimenta. Y ella,
consciente de estar bailando para él la danza del amor, abría distraídamente el
compás de sus piernas, de manera que se dibujaran también, al contraluz, los rizos
del arco de sus muslos. Y permanecía allí un rato, variando suavemente la postura
de su cuerpo, insinuando y ofreciendo con ello una u otra parte del mismo.
Este juego podía llevarles horas, durante las cuales, don Esto se sentía el
ser más afortunado del mundo por haber encontrado una mujer de tanta belleza e
inteligencia juntas. Y se lo hacía saber a ella alabando continuamente lo
maravilloso de su nido de amor, ausente de inoportunos pequeñuelos, donde sólo
ellos existían, con la plena libertad de la desnudez de sus cuerpos y de sus almas.
¡Qué ignorante estaba él de que, cada vez que hacía estas alabanzas, clavaba un
agudo puñal en la esperanza que ella tiernamente acariciaba…, la de darle algún
día un hijo a aquel su amado dios mundano! Mas ella, en la entereza de su
carácter, obtenía las fuerzas para esperar pacientemente a que el destino le
propiciara la ocasión de confesar aquel secretísimo anhelo a su bien amado.
Ya había tenido que ponerse, en una ocasión, en manos de una comadrona
de Gades, que con un repugnante bebedizo y una larga espátula de hierro, le había
hecho abortar el feto de la criatura que albergaba en su seno. Afortunadamente,
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esta desgraciada situación se produjo durante una larga ausencia de don Esto, lo
que le permitió restablecerse tanto física como espiritualmente, pues, a resultas
de la misma, quedó tan mermado su ánimo que, ni tan siquiera en el tribunal de la
confesión, encontraba alivio a su pena y desconsuelo.
Don Esto, en su bendita ignorancia, gozaba que aquella relación no tuviera
nada que ver con la que mantenía con su esposa. En su matrimonio, él era el
depositario de las herencias de su familia y de la de Leonora y tenía que cumplir
unos roles predeterminados con su cónyuge, con sus hijos, con sus familiares, con
su sociedad, de tal forma que el poder conseguido y acumulado hasta entonces, se
conservara primero y se acrecentara después. Y para ello, cada uno conocía
perfectamente su papel… y lo cumplía. Y allí no había lugar ninguno a la
intimidad entre el hombre y la mujer, pues la destruían los hijos, o los sirvientes, o
los familiares, que siempre aparecían en el más inoportuno de los instantes.
Lo de Leonorcita era totalmente distinto. Primero porque ella era una
persona única, irrepetible; después, porque ella no jugaba ningún papel ante
nadie, y tercero, porque don Esto estaba y permanecía allí, simplemente porque
era lo que quería, sin que ello implicara el sostenimiento de imperio alguno, sin
que tuviese que interpretar otro papel que el de un universo hombre ante un
universo mujer.
El juego amoroso continuaba cuando, cerrando en pleno día puertas y
contraventanas y a cubierto del inquisidor mundo externo - en el que brotaban
como la mala hierba las habladurías- y a la tenue luz de unas bujías, despojaban
sus cuerpos de toda vestimenta y, experimentando la libertad de la desnudez,
continuaban faenando y haciendo cosas tal y como si estuvieran vestidos. E
igualmente se observaban y se exponían alternativamente y de forma
disimulada…, hasta ver quién era el que, no pudiendo aguantarse más, se
abalanzaba loco de pasión en pos del otro.
En este apartadero, te diré:
Este entretenimiento, jugado entre personas astutas
y dueñas de sí mismas…, es un maravilloso recreo de amor que
colma los sentidos de sensaciones y sacia el hambre de
universo humano.
Ambos yacían sobre el lecho desordenado, una vez consumada la mutua
entrega. Y entonces ella, apartándose a un lado y cubriendo su desnudo cuerpo, ya
apagado de pasión, le inquirió mimosa:
- ¿Qué te sucede…, mi dueño? Desde que has llegado de este tu último viaje,
noto que tus pensamientos están lejos de aquí..., ¿me ocultas alguna desgracia?
¿He hecho algo que te incomode? ¿Hay alguna cosa en la casa que no sea de tu
agrado…? pues ya sabes que mi único anhelo es que mi dueño y señor se halle
aquí como en el cielo.
- ¡Nada de eso, reina de mi vida…, todo en ti y en tu casa está a mi entera
satisfacción! ¡Y cuento como un penado, los días y las horas que me faltan para
verte, cuando estoy lejos de ti! Pero tienes razón cuando dices que no tengo la
cabeza del todo aquí. Un suceso acaecido en éste último viaje, no se me aparta del
pensamiento.
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- ¡Cuéntamelo, luz de mi vida…!,- le suplicó ella melosa, intuyendo que,
haciéndolo hablar, extraería la espina que él tenía clavada en el corazón y le
restituiría la calma y el sosiego perdidos.
- Supongo que habrás oído hablar en alguna ocasión del Geómetra que hace
unos años, estableció una academia para zagales en la Insula.
Ante el mohín de asentimiento de ella (siempre que él se disponía a abrirle
su alma, ella, por no interrumpirle, ni tan siquiera hablaba…, y de continuo le
seguía el relato con gestos de su lindo y expresivo rostro), don Esto continuó con el
relato:
- Según me han referido, el loco filósofo tuvo la desgraciada ocurrencia de
escandalizar a la Santa Inquisición con sus postulados y teoremas, habiendo
propiciado que cayera sobre él todo el peso del Santo Tribunal. Y hacía años que
nadie sabía del paradero de tan singular personaje. Pues bien, cuando levamos
anclas del fondeadero de la bahía de Oran, poniendo rumbo a Algeciras, uno de los
marineros de la fragata Ventura, me hizo entrega de un trozo de piel, enrollada
como un pergamino y atada con una cinta.
Al tiempo que decía lo cual, don Esto se levantó y, abriendo su baúl, sacó el
pergamino del que hablaba y le hizo entrega del mismo a Leonorcita.
- Al referido marinero, - continuó don Esto - se la había entregado un
guardia del Presidio del Castillo de Oran, donde había ido a visitar a un viejo
camarada. Se la entregó, junto con unas monedas, para que la hiciera llegar a
cualquier oficial de un buque con pabellón de la Armada Española. El marinero,
escarmentado de otras malas experiencias, no se había atrevido ni a quitar la
cinta, que estaba sellada con lacre.
Leonorcita, con delicado gesto, se dispuso a desentrañar el misterio y tiró
suavemente de la cinta hasta que el pergamino quedó liberado de su atadura. Miró
a su universo humano con candoroso gesto y esperó hasta que éste, embelesado en
la contemplación de su hermosura, recuperara la consciencia…, entonces él,
haciendo un gesto con su mano, le dijo: - ábrelo y léelo.
Leonorcita esbozó una sonrisa de satisfacción al verlo tan seducido y
comenzó a deslizar lentamente su vista sobre los caracteres que había en el
pergamino, que no resultaban de fácil lectura, pues sin duda habían sido escritos
en condiciones de gran precariedad, propiciada por la situación a que se viera
sometido el cautivo. No obstante, Leonorcita, comenzó a leer:
En otro tiempo más placentero de mi vida, me fue dado el
privilegio de gozar del afecto de una discípula, que sin duda estaba tocada por la
mano del Señor nuestro Dios, pues le había sido concedida la inusual gracia de
tener portentosas visiones de los más intrincados y ocultos misterios de la
naturaleza. Así, en cierta ocasión, estando mi discípula en el trance de la visión, me
dijo: “Don Joaquín, la Verdad está en el centro geométrico de la esfera”.
Después de haber estado meditando durante años sobre aquellas palabras y
a pesar de, tiempo atrás, haber llegado a la conclusión de que la Verdad no existe,
hoy debo decir lo que sigue: la Verdad, Sí existe. Lo que sucede es que el hombre no
está capacitado para abarcarla, pues, para comprender la verdad de un solo punto
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del espacio, tendríamos que tener la capacidad de observar ése punto desde todos
aquellos que constituyeran una esfera de la cual ese punto sería el centro geométrico.
Mientras que nuestras pobres facultades solamente nos permiten observar ése punto
desde otro único punto.
Si gozáramos de la facultad de tener un ojo esférico, que viese hacia dentro,
desde todos los puntos de su superficie, al punto que constituye su centro
geométrico…, entonces tendríamos el conocimiento exacto de ése punto… y su
verdad. Algo totalmente inalcanzable para el ser humano que sólo dispone de un
único punto de vista para todas sus especulaciones.
Pero esta conclusión que, en un principio podría hacernos flaquear el ánimo,
al ponernos de relieve la relatividad con que observamos y consideramos todo, por
otra parte, nos debe llenar de gozo y sacar de nuestros corazones la desesperanza,
pues hemos concluido, nada menos, que la existencia de la Verdad. Ahora sólo nos
queda, llegar a abarcarla.
No te burles dios de los cristianos - que diría si me hubiese oído postular mi
primo don Luis -, pues, igual que descubrimos que no eras tú quién tronaba en la
tormenta, ni quién mandaba las aguas de los cielos… llegaremos algún día a tener
ese ojo esférico que, mirando hacia dentro, abarque la dulce Verdad.
Todo esto escribe y concluye don Joaquín Anillo y Quixano, caído en la
desgracia por mor, de su facultad de usar el entendimiento de que el Hacedor le
dotó…, y del Santo Oficio. Y que, preso de cadenas y grillos en la española ciudad
de Oran, cumple pena a la que no ha merecimiento. Si alguna alma española, de mi
mísero estado tiene cristiana caridad, venga a socorrerme, antes de que las pocas
fuerzas que me restan abandonen para siempre este maltrecho cuerpo.
Leonorcita había quedado impresionada por la lectura del pergamino de don
Joaquín, mas no por su contenido geométrico y filosófico, sino por el riesgo que
podría suponerles que el Tribunal del Santo Oficio tuviera conocimiento de que
ellos eran depositarios de semejante texto en el que se vertían blasfemias de toda
índole. Suplicó a don Esto que le permitiera arrojar el pergamino al fuego ya que
éste sólo podía traerles desgracias. Y tanto insistió la mujer y tan asustada la vio
don Esto que, al final, accedió a su petición y el pergamino del “ojo que abarca la
verdad de un punto en el espacio”, fue pasto de las llamas…, consumiéndose con él
la última esperanza de salvación del condenado de Oran.
Don Esto acalló su conciencia pensando que, realmente, era un osado el
geómetra, que después de haber padecido de sambenito y juicio del Tribunal, aún
se permitía entregar a un oficial de la Armada Española un pergamino cargado de
disparatados postulados y execrables irrespetuosidades hacia el Altísimo. Sin duda
aquel hombre, al persistir en su actitud herética después del castigo sufrido, debía
haber perdido la razón.
En este aislado, te diré:
Y el fuego purificador, como tantas otras veces a lo
largo de la historia, lo volvió todo a cenizas… borrando para
siempre los caminos andados, los cálculos obtenidos, los
pensamientos formulados, los teoremas esbozados… haciendo
vanos tantos esfuerzos y sacrificios, condenándonos a
tenerlos que volver a caminar, calcular, formular o
imaginar… quedando algunos de ellos, sin duda, perdidos
para siempre entre las cenizas de los fuegos que provoca el
52
miedo irracional…
La pobre Leonorcita, con el paso del tiempo, atribuiría a aquel episodio del
pergamino la serie de desgracias que, seguidamente, les acontecieron. La primera
fue tener que abandonar la vivienda del Condestable ya que el nuevo oficial que
había accedido al cargo la requería para su uso. No obstante, esta circunstancia
fue prontamente resuelta por don Esto, que compró para ella una casa en la calle
Sacramento, la más larga y bonita de la vecina Gades, mas, en el nuevo nido de
amor, ya nada fue igual. Las ocasiones de la vida pasan una sola vez y es inútil
pretender retenerlas o repetirlas en el tiempo.
Los viajes de don Esto se hicieron cada vez más largos y penosos y sus
amorosos encuentros se fueron espaciando. El final se cernió sobre ella cuando, por
segunda vez, tuvo que recurrir a la matrona para que le interrumpiera la
concepción de una nueva criatura de su amado universo. De resultas de las
atrocidades que le practicó la mal nacida mujer, le quedó un constante flujo de
sangre en sus partes íntimas, que ningún cirujano del Colegio de Gades de los que
don Esto concilió para consulta, logró detener. El amor de don Esto fue
palideciendo poquito a poco en su lecho de dolor, hasta que un primero de mayo,
cuando por las calles de Gades cantaban las niñas en procesión a la Virgen
María…, con la bajamar, Leonorcita exhaló su último aliento, con las manos de su
universo cogidas fuertemente y mirándolo dulcemente a los ojos, suplicándole el
perdón por ser ella quién rompía tan precioso encuentro de humanos universos,
como el que ellos habían protagonizado.
Don Esto solicitó y obtuvo la autorización del virrey para enterrar a
Leonorcita en el Cementerio de la Insula, donde habían disfrutado los mejores días
de su apasionado y equilibrado amor.
Por respeto a su difunto esposo, que también yacía allí, se guardó de poner
sobre su tumba el epitafio amoroso, apasionado y ferviente que hubiese deseado
poner. Y una gran losa de mármol en la que se había grabado: “Aquí yace
Leonorcita”, puso frontera entre el amplio y etéreo cielo de la marisma insular y el
despojo de tan gran mujer. Y, junto a ella, yacía el secreto de sus dos hijos
perdidos, que don Esto nunca llegaría a conocer.
de ella!
¡Qué dolor de Leonorcita…, escribiéndola, me enamoré
Ya después de estos acontecimientos, don Esto Fanjul Colomina navegaría
tocado en la línea de flotación, tragando mares de pena, vagando por la vida,
herido de muerte, vaciado de contenido, pues su ánima jamás hallaría cobijo en
otro ser como el que había encontrado en Leonorcita.
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9. Miranda (Primera Parte) (1.778)
En 1778, el Borbón de turno se llamaba Carlos III. Tanto éste como su
antecesor habían puesto una especial atención en la modernización de la gloriosa
Armada Real, por lo que el auge que estaba experimentando la Insula era
innegable.
La vecina Gades, por añadidura, atravesaba los que serían los mejores años
de su historia, pues aún conservaba el monopolio del tráfico con las Indias
Occidentales y su desarrollo comercial había sido portentoso, situándose entre las
ciudades más cosmopolitas del mundo conocido. Su población había aumentado de
forma explosiva llegando a contabilizarse más de 65.000 criaturas, de las cuales,
más de 2.000 eran extranjeros (franceses, genoveses, flamencos, irlandeses…) y
ello sin contar la población flotante del puerto y sus alrededores. Una burguesía
mercantil poderosa, activa e inquieta, que habría de jugar un papel fundamental
en la llegada del Nuevo Régimen, era partícipe de los cambios ideológicos que se
estaban experimentando en toda Europa. Como quiera que sus relaciones
comerciales con el extranjero no estaban exentas de riesgos y la protección que les
dispensara el Estado pudiera calificarse de nula, rápidamente prendió en esta
clase social la forma de asociación de moda en la época…, la francmasonería. Una
red de sociedades secretas, extendida por toda Europa y por las Colonias de las
Indias Occidentales, que constituía un magnífico soporte para los comerciantes,
dotando a sus miembros de valiosísimas ayudas, contactos, conocimientos y
medidas de autoprotección. Estas asociaciones se cuidaron mucho de situarse por
encima de cualquier confesión religiosa, pretendiendo ser compatibles con todas y
sin ir contra ninguna de ellas. Su finalidad no será ni mucho menos alterar las
instituciones existentes, sino, dejando a éstas a un lado, encaminarse hacia una
nueva moral universalista por encima de las naciones individualizadas. Su
finalidad filantrópica y humanitaria hará que su más ansiada meta sea el
perfeccionamiento moral y material de la Humanidad. Si bien todo ello rodeado de
un secretismo a ultranza que lo hacía muy chocante para los que estaban fuera, los
francmasones se dejan guiar por un afán constructivo y positivo de la sociedad,
acuñando conceptos tales como la creencia en el progreso indefinido del hombre, en
la tolerancia y en la no-diferenciación de las personas por sus creencias religiosas o
su pertenencia a distintas clases sociales. Sus postulados sobre la enseñanza
mutua, la cultura intelectual y la práctica de la fraternidad y de la solidaridad, la
hacían muy atractiva para los idealistas de la época, por lo que rápidamente se
superó su estado inicial de vinculación al comercio internacional, para ir dando
entrada, en sus secretas reuniones, a personajes de la nobleza, de la política, de las
profesiones liberales, del funcionariado estatal y, cómo no, de los oficiales jóvenes,
entre los que empezaba a tomar cuerpo la absurda y revolucionaria idea de que
progresara en los escalafones quien hiciese méritos para ello, independientemente
de cualquier otra condición como el linaje, la pureza de raza o el poderío económico
del sujeto en cuestión.
Toda esta situación, por proximidad, se irradiaba de inmediato a las
vecinas Isla de la Puente e Insula de La Carraca, con lo que el aire de la que don
Luis de Quixano denominara en su día la República de las Gadeiras estaba
perfumado de olor a Liberalismo.
Don Silvestre Rocco, aventajado comerciante de origen genovés, había
conseguido de la Junta de Administración y Trabajos, que presidía y manipulaba
54
el virrey de La Carraca, la concesión de entrador de alimentos ultramarinos a la
Insula. Quien, a la sazón, y con la debida autorización, se había hecho construir en
las inmediaciones de la Puerta de Tierra insular, una opulenta vivienda al estilo
de las de los comerciantes de Gades. Es decir, con la planta baja dedicada a
almacén de mercancías, el entresuelo destinado a oficinas para el control de las
compras y ventas y teneduría de los libros propios del comercio, la planta principal
dedicada a vivienda de su familia y la tercera planta para alojamiento del servicio.
En la azotea, igualmente, se hizo construir una torre mirador que había de
cumplir la doble misión de controlar la entrada de buques desde la bahía y la de
servir de recreo a los miembros de su familia y a las amistades de más trato y
confianza, que porfiaban por mirar y curiosear con el catalejo que, al efecto, había
instalado el comerciante genovés.
Don Silvestre era francmasón declarado y había preparado una reunión
para aquella tarde de verano, precisamente en la azotea de su domicilio, donde
había hecho instalar sillas suficientes para acoger a los hermanos que habían de
reunirse en fraternal convivencia.
Habíase efectuado la citación a instancia del criollo Francisco de Miranda
quien, días atrás, había entregado a don Silvestre una carta de presentación
firmada por su buen amigo de la colonia inglesa de Gibraltar, Mr. John Turnbull.
Miranda estaba recién llegado a la vecina ciudad de Gades y requería de sus
hermanos ayuda para integrarse en la sociedad gaditana, así como cartas de
presentación que le abrieran puertas y facilitaran entrevistas con personajes
influyentes.
Había nacido el tal Miranda en la colonia de Venezuela o Tierra Firme del
Caribe, como gustaban de llamarla en las Antillas. De padre canario ( isleños les
llamaban en Venezuela) y madre criolla, había ingresado en el ejército de Su
Majestad en el que ostentaba la graduación de capitán, habiendo prestado servicio
militar, cinco años antes, en el Regimiento de Infantería de la Princesa, en
Málaga. De allí, había pasado a tomar parte en la guerra de Melilla contra el
Sultán de Marruecos, Sidi Mohamed, donde mantuvo un comportamiento valeroso
en las batallas, y ejemplar en el padecimiento de las múltiples privaciones a que
se vieron sometidos en aquellas tierras de abrasadores rayos de sol, donde el
hambre, las enfermedades y la tortura fueron sus compañeros cotidianos. Sin
embargo, tales virtudes no recibieron la recompensa que él esperaba: un merecido
ascenso o alguna condecoración que pasara a formar parte de su novísima hoja de
servicios. Ello hizo que Miranda comenzara a albergar en su corazón el
sentimiento de que era tratado injustamente por su condición de criollo. Este
sentimiento de inferioridad había propiciado que, desde que tuvo conocimiento del
auge de la francmasonería, se viera fuertemente inclinado hacia ella. No en vano,
en el seno de ésta, se predicaban los postulados que habían de permitirle a él hacer
una gran carrera y destacar en los méritos de que era portador, sin distinción de
razas ni linajes, y con el apoyo y ayuda de mentes liberales como la suya.
Ganada la guerra de Melilla, el regimiento de Miranda vuelve a la
Península y se acantona en Gades al mando del aristócrata Conde de O’Relly.
Dábase la circunstancia de que don Francisco de Miranda, al contrario de lo
que era costumbre entre sus camaradas, no probaba el vino, ni era amigo de
55
juergas con mujeres y, además, pasaba la mayor parte de su tiempo libre leyendo
con avidez los libros de que constantemente se proveía. Dominaba los clásicos
griegos y citaba a Rousseau y a Voltaire con una familiaridad tal que pronto se
hizo acreedor al apelativo de librepensador. Dominaba el latín clásico y el francés,
y se defendía bastante bien en inglés. Todo lo cual era demasiado para un
advenedizo criollo que pretendía sacar, con tanta pulcritud y conocimientos, los
pies del plato. Por lo que sus jefes no se sentían cómodos con él y, por tanto, no le
hacían partícipe de su confianza. Pero Miranda no habría de cambiar, por ello, su
forma de plantearse la vida.
Desmesurada, no obstante, resultó ser la inquina que le tomó el Conde
O’Relly al capitán Miranda, hasta el punto de acusarle, sin fundamento aparente,
de malversar fondos del Regimiento y de practicar el cohecho con los proveedores
del mismo. Ante la falta de pruebas consistentes, Miranda fue puesto en libertad
condicional, pero, no obstante, la instrucción de su causa quedó en suspenso…,
pendiente de ser reabierta “cuando fuese conveniente” para sus enemigos.
En esta situación de libre, pero “bajo sospecha”, se encuentra Miranda
cuando decide acudir a la protección de los hermanos francmasones, con los que
había tenido su primer contacto tres años atrás, en Gibraltar.
En aquella bonita tarde, don Silvestre Rocco había hecho de cicerone a don
Francisco de Miranda y le había enseñado las magníficas instalaciones de la
Insula.
¡Qué poco sospechaba el primero que estaba facilitando información
privilegiada a quien, con el tiempo, sería un traidor a la Bandera a la que ahora
servía, y qué poco sospechaba el segundo, cuando visitaba el Penal de Cuatro
Torres, que aquella no sería su última visita a tan tenebroso establecimiento!
Después del ilustrativo paseo por las diversas instalaciones del carenero, el
muelle, las fábricas de jarcias, talleres, diques de conservación de maderas, penal,
baterías, etcétera, ambos regresaron a la mansión del genovés, donde ya les
esperaban algunos hermanos de la logia francmasónica. La esposa de don Silvestre
había dispuesto que la servidumbre ofreciera un refrigerio a los hermanos,
consistente en limonada o leche batida y unas pastitas recién hechas. Las
degustaron mientras daban lugar a que el astro sol inclinase la verticalidad de sus
rayos sobre la azotea y la hiciera, con ello, más agradable a los visitantes.
Una vez instalados en la azotea, y cuando ya todos habían saciado la
curiosidad de asomarse al torreón y echar un vistazo por el catalejo, don Silvestre
los convocó a que tomaran asiento a su derredor y les previno de que la reunión
que iban a tener carecería por completo de los formalismos que tenían las sesiones
habituales de los francmasones, pues se trataba, simplemente, de presentar y dar
a conocer al singular criollo, al objeto de facilitarle la existencia mientras
permaneciera en la Bahía.
Así, comenzó don Silvestre por presentar a don Pantaleón Marcoleta, de
origen francés y natural del industrioso puerto atlántico de Brest, alférez de
fragata y hombre de gran corpulencia y carácter, que hacía que los demás se
sintieran bien al tenerlo de su lado. Don Juan Colarte, gaditano de familia de
origen flamenco, teniente de navío y amante de la cultura francesa con quien, más
adelante, departiría amigablemente Miranda en el, tan querido para él, idioma de
Rousseau. Don Manuel De la Iglesia, natural y vecino de Gades, alférez de fragata,
conocedor de las colonias de las Indias Occidentales y, por tanto, sabedor del trato
discriminatorio que, en ellas, sufrían los criollos por parte de los castellanos viejos
y de los funcionarios y cargos políticos de la Metrópoli. Don Tomás Zurita,
franciscano de origen vasco, perteneciente al convento de dicha orden en El Puerto
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Real y que atendía, por aquel tiempo, la Iglesia de la Insula. Y, por último, don
Gerardo Murphy, también gaditano, alférez de navío, de familia irlandesa y
hermano del capitán de fragata que en su día ayudaría a Juan Van Halen a
escapar de la cárcel de la Inquisición.
Aunque no todos los presentes pertenecían a la misma logia, ostentaban
cada uno las siguientes categorías: don Silvestre Rocco era Venerable; don Tomás
Zurita y don Juan Colarte eran maestros; los restantes, Manuel De la Iglesia,
Pantaleón Marcoleta y Gerardo Murphy, ostentaban la categoría de compañeros, y
Francisco de Miranda, si se decidía por ingresar en alguna de las logias existentes
en Gades, entraría con la categoría de aprendiz.
Durante la reunión, Miranda había puesto a sus compañeros al corriente de
sus desventuras con el Conde O’Relly, habiéndose tomado todos ellos buena cuenta
y brindándole al criollo contactos y recomendaciones, si, finalmente, se decidía por
pertenecer a la gran familia. Igualmente le pusieron al corriente de que, antes de
que él se decidiera a solicitar el “contacto”, ya ellos tenían conocimiento de su
persona y su causa a través del Gobernador de Gibraltar, el comandante Boyd, y
del negociante inglés John Turnbull, activo participante en el comercio de
contrabando precisamente con Venezuela y con grandes intereses en aquella
colonia española y en el futuro del joven e inquieto Miranda, quien no pudo por
menos que manifestar su sorpresa, pues desconocía por completo la pertenencia de
estos dos buenos amigos a la francmasonería. A ambos los había conocido a su
regreso de la guerra de Melilla, a finales de 1775, durante unos meses que había
permanecido en Gibraltar y de los que había quedado gratamente sorprendido por
la amabilísima acogida que le habían dispensado. Desconocía el capitán Miranda,
por aquel entonces, que tanto halago y amabilidad no tenían otro objeto que el de
sembrar, en su corazón, la semilla de la traición para con la Metrópolis, pues su
condición de criollo que, frente a los españoles era motivo de desdoro, sin embargo,
para los ingleses, lo era de aprecio y consideración, deseosos como estaban de pasar
a entendérselas con los nativos de las colonias para acabar con el monopolio
comercial que ejercía el Estado español.
No obstante, aquella sensación de saberse observado y analizado por los
ingleses y, posteriormente, recomendado a los hermanos francmasones de Gades,
le resultaba en gran medida gratificante, por lo que suponía de importancia para
su persona y por el poder que empezaba a vislumbrar que tenía la Gran
Hermandad.
Cuando el Venerable Silvestre se disponía a dar por concluida la reunión,
Fray Tomás sacó de debajo del hábito un papel que desdobló cuidadosamente y,
llamando la atención de todos los presentes, les dijo: “Oid las coplillas que canta el
populacho y que dan una visión muy acertada de lo que piensan de nosotros”. Y
leyó: Reglas para conocer a tanto francmasón como anda suelto por ahí:
Si escuchas con atención,
ilustre y sabio Panés
te revelaré quién es
en España francmasón.
- El que escribe algún papel
trasladándonos en él
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cuanto dicta la razón
ese huele a francmasón.
- El que veas con anteojos
teniendo buenos los ojos
y más vista que un lirón,
ese huele a francmasón.
- El que siendo buen cristiano
socorre a su pobre hermano
con piadoso corazón,
ese huele a francmasón.
- El que quiere que la fe
viva pura y libre esté
de toda superstición,
ese huele a francmasón.
- El que quiere que celoso
sea bueno y religioso
el fraile y no bigardón,
ese huele a francmasón.
Al terminar ésta estrofa, todos rieron la alusión al fraile y éste el primero,
que se estaba divirtiendo en grado sumo con la lectura de la coplilla. Continuó el
religioso:
- El que quiere que su Rey
esté sujeto a la Ley
y al poder de la Nación,
ese huele a francmasón.
Esta estrofa fue aplaudida por todos y con especial vehemencia por el joven
Miranda…, causando ello satisfacción entre los presentes, que comprobaban de
esta forma cómo se asemejaba la ideología del criollo a la de ellos.
- El que siendo fraile o cura,
es liberal y procura
del pueblo la ilustración,
ese huele a francmasón.
Nueva salva de aplausos y vítores que ponían de manifiesto cómo los
elementos más progresistas de la sociedad gadeirana de la época buscaban en la
francmasonería el lugar más idóneo y seguro donde manifestar y dar rienda suelta
a sus sentimientos más revolucionarios.
- Si a la luz de un mal candil
trabaja puesto el mandil
Ese sí, que es Francmasón.
Terminó con gran gesticulación el fraile ante las risotadas y chanzas de
todos los que, en el momento oportuno, habían venido a banalizar el ambiente que,
con las últimas estrofas, se había puesto a más temperatura de la que ellos
hubiesen querido mostrar a Miranda en la primera de sus reuniones. No obstante,
el criollo estaba disfrutando y tomando parte activa de tal manera en la reunión
que quedaron seguros de que éste no se diferenciaría tachándolos de elementos
excesivamente progresistas.
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En los meses venideros, se reproducirían las visitas de Miranda al
domicilio Insular de don Silvestre Rocco, no ya por mor de las reuniones de los
hermanos francmasones, sino por el atractivo que, para éste, tenía la mayor de las
hijas del comerciante genovés, Amparito. Señorita de dulcísimas maneras y belleza
reconocida que, con frecuencia, quedaba extasiada ante los alardes de cultura
clásica que le hiciera don Francisco de Miranda. Dábase la circunstancia añadida
de que el teniente de navío, don Juan Colarte, frecuentaba igualmente el citado
domicilio, atraído, a su vez, por la segunda de las cuatro hijas de don Silvestre,
Amor. De esta forma, las dos parejas que constituían los cuatro jóvenes, con
frecuencia, paseaban por La Insula en animada charla, tanto de banalidades
propias de su juventud, como enzarzados en filosóficas disquisiciones en las que,
aunque todos tomaban parte activa, solía resultar inevitable que acabara
descollando la concienzuda preparación académica del criollo.
En una de esas tardes, las dos parejas, acompañadas del padre de las
señoritas, se habían acercado a la parte noroeste de la Insula, donde el Río SanctiPetri la separaba de la Isla de La Puente, en cuyo lugar estaba empeñado el virrey
de turno en la construcción de un dique de seco. Don Silvestre, con gran disgusto
para las aburridas damitas, acaparaba la atención de los dos pretendientes,
explicándoles las dificultades que suponía el carenar los buques tumbándolos de
costado en seco, para que dieran la quilla y, de esta forma, poderles limpiar los
fondos, resultando éstas operaciones de gran coste y dificultad por la gran cantidad
de cabrestantes que se debían emplear de forma simultánea, aparte de los riesgos
que suponían para la integridad del propio buque. Pero, hasta la fecha, todos los
intentos que se habían hecho para construir el ansiado dique habían sido
infructuosos, pues no se había podido dar con suelo firme donde sustentarlo; tal
era el acopio de deleznables capas de fango que se encontraban en aquel lugar. No
obstante, aquella tarde, un grupo de unos cincuenta presos del Penal de Cuatro
Torres trabajaba en la zona del dique clavando largas hileras de estacas de
madera en el fango. Llamó la atención de los paseantes un grupo de niños que,
debido a su menor peso, se desenvolvían con mayor soltura por el fango que los
cautivos adultos. A ellos les estaba encomendada la labor de situar las estacas en
el lugar que, desde tierra firme, indicaba el ingeniero. En un momento, uno de los
zagales dio un grito de dolor, pues, al parecer, se había hecho un corte en un pie
con alguna concha de ostión de las muchas que se encuentran en el fango. Un
compañero le ayudó a salir a tierra firme y Amparito y Amor se ofrecieron solícitas
a curar al zagal. El capataz de los cautivos hizo que les trajeran agua limpia y
unos lienzos. Las señoritas, para distraer la atención del muchacho de la cura que
le iban a practicar, le dieron palique. El chiquillo decía llamarse Marco Antonio
Gabriel, había nacido en el propio Penal, donde su madre cumplía pena por
ladrona, al haber robado a un marinero dos maravedíes, de su propia faltriquera y,
aunque de eso hacía ya muchos años, la mujer y su hijo se habían habituado a
vivir en el presidio, donde, al menos, tenían una comida fija al día y no caían en
reclamar la libertad a la que sin duda tenían ya merecimiento. Añadió el zagal,
que charlaba por los codos con gran desparpajo y gracejo, que debía sus tres
nombres a los tres hombres más importantes en la vida de su madre: el padre de
ella, que se llamaba Marco, su desaparecido hombre, que se llamaba Antonio y él,
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que se llamaba Grabié. A Miranda le hizo mucha gracia la salida del zagal y le
obsequió una moneda de plata y, como lo había visto tan despabilado, le dijo que,
con el permiso de las señoritas que tan amablemente lo habían curado, si se
acercaba por la casa de éstas los jueves al atardecer, él dedicaría un rato a
enseñarle la lectura. El muchacho quedó encantado con la moneda de plata y le
dijo al capitán que le pediría autorización a su señora madre para acudir a las
enseñanzas que el militar le proponía. Al final, las señoritas, de regreso a su
mansión, iban muy contentas, pues el encuentro con Grabié les había salvado lo
que en principio se les planteaba como una tarde soporífera, aguantando las
charlas de los señores. Estas caridades de guante blanco en las que se da la migaja
al miserable suelen dejar muy acomodadas las conciencias mojigatas.
No sería aquella la última vez que Miranda tuviera la ocasión de tratar a
Grabié, pues éste consiguió la anuencia de su madre y todos los jueves acudía
puntual a su cita con el criollo.
El muchacho, que ya había recibido algunas enseñanzas en la escuela de la
Insula, realizaba unos progresos muy considerables, pues, a su afán por conocer,
había que añadir la paciencia con que don Francisco de Miranda iba penetrando,
poco a poco, en su tierna mente, pues no se limitaba el capitán a la estricta
enseñanza de las letras, las sílabas y las palabras, sino que ponía, en el tierno
corazón de Grabié, las semillas de la liberalidad, la independencia de criterio y la
dignidad que se debe a toda persona por el simple hecho de serlo. De manera que
no tardaría mucho tiempo en enterarse el criollo de que su alumno se había
convertido en el cabecilla de los chavales del presidio, a los que lideraba con gran
tino y determinación. En alguna ocasión, Amparito le reprocharía a Miranda, en
relación con Marco Antonio Gabriel, que lo había convertido, con sus enseñanzas
revolucionarias, en un potrillo cimarrón y rebelde. A lo que el capitán respondía:
“Me he limitado a sembrar en su corazón la semilla de la libertad. Las rebeldías se
producen en los corazones libres cuando toman conciencia, primero, de su derecho
a la libertad y luego, de las cadenas que lo subyugan. Las revoluciones no son más
que la cosecha del fruto que dan los corazones libres”. Cuando Miranda hablaba en
esta forma, Amparito se estremecía de miedo, pues, con esa intuición de que son
capaces las mujeres, adivinaba que el criollo había de estar destinado a empresas
de mayor envergadura que las que le ocupaban en aquellos días y que,
irremisiblemente, lo apartarían de ella.
Tantas eran las tardes que el capitán Miranda pasaba en la Insula que
habría sido capaz de dibujar de memoria el plano de todas sus instalaciones. No
obstante, independientemente de su memoria, se había confeccionado un detallado
plano en el que, constantemente, hacía anotaciones y puntualizaciones que sacaba
de su directa observación de la realidad. Lo mismo había hecho de las
instalaciones existentes en la Isla de la Puente y en Gades. El interés de los
ingleses por el comercio con las colonias españolas de ultramar y el casi constante
estado de guerra que mantenían con los españoles, le hacían suponer que aquellos
planos serían de gran estima para sus posibles futuros aliados.
Solo hacía dos años que se había proclamado la independencia de las
colonias inglesas en América del Norte, en la que habían tomado parte activa, del
lado de los independentistas, españoles y franceses. Así es que no sería de extrañar
que los ingleses quisieran devolver “el favor” a los españoles, aliándose con los
independentistas de las colonias hispanas para conseguir su emancipación de la
Metrópoli. Por si fuera poco, la situación de Miranda dentro del regimiento de
O’Relly no mejoraba. Por más que envía un escrito tras otro al Ministro de la
Guerra, para conseguir su rehabilitación definitiva de las injustas acusaciones del
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Conde, éste ni se digna contestarlos, resabiado como estaba con los informes que le
llegan del capitán Miranda en que lo describen como librepensador, excesivamente
culto para ser un criollo y amigo de la francmasonería, a la que ya le había puesto
abiertamente la proa el Santo Oficio.
Mas el destino abre y cierra puertas, conduciendo a los mortales donde su
albedrío tiene antojo de llevarlos. Así, una puerta se abre cuando el mando del
regimiento de Gades pasa de las manos del enemigo O’Relly a las manos del medio
criollo Juan Manuel de Cajigal, con el que rápidamente conectará Miranda en
amistad y americanismo. Pero otra puerta se cierra, y ésta de un portazo, cuando
el inevitable Conde es, por el contrario, nombrado Inspector General del Ejército.
Es decir, que quien le abrió el Expediente era ahora el encargado de enjuiciarle
disciplinariamente. Con este giro de los acontecimientos, malamente podría el
capitán Miranda esperar que se sobreseyera su causa pendiente, sino, más bien,
todo lo contrario. Mas, juguetón el destino, después de abrir y cerrar ambas
puertas, aún se permitió, para no hacer demasiada sangre, abrir un portillo:
Francia declara la guerra a Inglaterra, ambos también “amigos” tradicionales, y se
decide a enviar un ejército de cuarenta mil hombres en ayuda de los insurrectos
independentistas de la colonia inglesa. España, en virtud del Pacto de Familia de
la Borbonada, se ve obligada a declarar igualmente la guerra a sus tradicionales
“amigos” los ingleses. En la Insula se comienzan a preparar, a toda prisa, barcos y
tropas para enviar a las colonias inglesas de ultramar. En éstas ocasiones la
actividad desenfrenada se desplazaba del carenero hacia la Puerta del Mar, donde
el muelle se asemejaba a un bosque de mástiles, de tantas embarcaciones como en
él se atracaban y fondeaban. Los presidiarios eran desplazados de cualesquiera
ocupación que tuvieran y eran todos empleados en el pertrechado de los buques y
de la tropa que había de embarcar en ellos.
Y en este portillo es donde el ennegrecido futuro del capitán Miranda
encuentra unos tenues rayos de luz por los que escapar de tan aviesas
circunstancias como el destino le había deparado. Así, se presenta voluntario en el
cuerpo expedicionario, en una de cuyas formaciones militaba su amigo Cajigal,
recientemente ascendido a General. Y es admitido.
En la mansión de los Rocco, los gozos y las penas se repartían por plantas.
Así, en la planta baja y en el entresuelo, la masiva entrada de mercancías para
pertrecho de los buques mantenía a todo el personal en desenfrenada actividad, y
la mente de don Silvestre, a pesar de su probada agilidad, era incapaz de calcular,
sobre la marcha, el montante de los beneficios que la Expedición de Voluntarios le
iban a reportar. No obstante, se relamía de gusto ante tal circunstancia. Sin
embargo, en la planta principal, la pena invadía a Amparito y a su madre y
hermanas, que veían con desesperación cómo los temores de la primera sobre la
marcha del capitán Miranda de la República de las Gadeiras, tomaban cuerpo
desgraciadamente. Amparito estaba fervientemente enamorada del venezolano y,
aunque éste le había prometido que regresaría de la guerra cargado de gloria para
llevarla al altar y hacerla madre de sus hijos…, ella sabía que aquella puñalada
que recibía su corazón…, sería para siempre.
Por su lado, Marco Antonio Gabriel albergaba sentimientos encontrados
para con el aventurero capitán: por una parte, estaba colmado de agradecimiento
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hacia el hombre que le había abierto los ojos, no ya al conocimiento de la sabiduría
escrita, sino al conocimiento y descubrimiento de sí mismo, y, por otro lado,
albergaba la rabia contenida de quien, sin haber conocido padre alguno, encuentra
al mejor de todos, para que, al cabo, éste se le quite drásticamente. Preguntándose,
en su despecho, si no hubiese sido mejor quedarse huérfano como siempre estuvo.
El paso del tiempo, no obstante, le respondería esa pregunta al jovencito Marco
Antonio Gabriel.
Así pues, una lluviosa mañana del mes de abril de 1780, con viento del
sudeste, zarpó del muelle de la Insula, con rumbo a La Habana, una escuadra
integrada por cuarenta navíos de guerra y de transporte. Componían el cuerpo
expedicionario un total de diez mil hombres, todos ellos al mando del general don
Victorio de Navia Osorio, formando parte de la misma el general don Juan
Manuel de Cajigal, así como el capitán don Francisco de Miranda…, entre muchos
otros. En el muelle de la Insula, con el marco de la Puerta del Mar tras ellos, y la
lluvia calando sus cuerpos y sus almas, quedaban dos corazones destrozados…, los
de Amparito y Grabié…, entre muchos otros.
En este retirado, te diré:
¡Qué terrible sensación de soledad la que se
experimenta en el alma cuando ésta es despojada de lo que
más quiere…, y no puede hacer nada por evitarlo! ¡Qué duros
son los golpes que el destino nos propina en nuestra tierna
juventud, para forjarnos en recios adultos desesperanzados de
recibir bondad gratuita alguna!
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10. Don Esto (Segunda Parte) (1.783)
La fábrica de jarcias se había concluido y trabajaba a pleno rendimiento y
satisfacción del virrey. En los terrenos adjuntos de la Isla de la Puente, se empieza
a construir el Departamento, al que se dará el nombre de San Carlos en honor del
rey gobernante y benefactor de la Armada, don Carlos III. Sir William Herschel,
astrónomo real británico, descubría, con el telescopio de reflexión ideado por él
mismo, el planeta Urano. Concebía el gran sistema estelar de la Galaxia, al que
describía como un universo-isla, y reveló que el sistema solar se dirige hacia un
punto de la constelación de Hércules. ¡Siempre el Héroe gadeirano, poderoso dios
nuestro, guiando los pasos de sus hijos de la Bahía de los Vientos…, y del resto del
orbe con ellos! La escuadra inglesa mantenía bloqueada la bahía
permanentemente, para dificultar el tráfico con las colonias. Algunos se
preguntaban, ante tal persistencia, si no se habrían propuesto los ingleses
establecer una ciudad flotante ante las costas de Gades.
Los municipios de Alcalá de los Gazules, Sanlúcar y Xeres donaron
gratuitamente las maderas de sus bosques para la construcción de buques en la
Insula. Los más importantes comerciantes de Gades y los cónsules extranjeros,
costearon el armamento necesario para dotar a veinte naves que hostigaran a la
flota inglesa por medio del corso. Todo ello mantenía a la Insula en plena
producción. Amparito había recibido una efusiva carta del capitán Miranda en la
que le declaraba su amor, los éxitos que obtenía en su carrera militar a las órdenes
de Cajigal, y le prometía un pronto regreso a las Gadeiras. Y después de esta
misiva…, otra. Y después…, silencio. Un silencio tan espeso como la soledad que
invadió la vida de tan tierna criatura.
Así estaban las cosas cuando el capitán de navío don Esto Fanjul
Colomina, en la primavera del año de 1.783, el mismo día en que cumplía los
cincuenta y tres años, y al mando del Navío "Manila", fondeaba en el Puerto de la
Insula. Rendía viaje procedente de Flandes, habiendo escoltado a los buques
Virgen de África, La Prudencia y San Julián, que, cargados hasta los topes de
mercancías, entre las que predominaban los finos paños y los encajes, habían
quedado atracados en el Puerto de Cádiz. Don Esto no estaba dispuesto a dejar
pasar su aniversario sin pisar tierra firme y sudar la noche con buen vino de la
tierra y alguna hembra placentera. Le acompañaban, en la chalupa que les
acercaba al muelle, el segundo de a bordo, don Carlos Ingunza, y el contramaestre,
don Luis Collado. Navarro el primero de ellos y, vecino de Santillana y por tanto
paisano de don Esto, el segundo. Ambos constituían una compañía muy del agrado
del capitán para éstos menesteres.
El navarro era un hombretón de gran estatura y corpulencia que le daban
un aspecto de patán que nada tenía que ver con su verdadera condición, ya que era
poseedor de una gran cultura y preparación humanista. Había sido seminarista en
Tudela, cantó misa en Tafalla y se le fue la cabeza con la mujer del corregidor de
Sangüesa, por lo que tuvo que salir del pueblo a toda prisa, vestido de campesino y
a deshoras. Llegó huyendo hasta Hondarribia, donde decidió hacerse marinero,
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para conocer los Siete Mares y poder disfrutar libremente de los placeres carnales
el resto de su vida. Se había formado profesionalmente en las Colonias, por lo que
era un gran conocedor de aquellas tierras y, sobre todo, de aquellos mares. Era un
gran bebedor y un magnífico conversador.
El contramaestre, por otro lado, era un personaje contradictorio: durísimo
con sus subordinados, de los que más que hacerse respetar, se hacía temer, y, sin
embargo, tierno como una paloma con el marinero que le mirara dulcemente.
Había sido el único hijo varón de los seis que tuvo el alfayate de Santillana del
Mar, por lo que su crianza fue toda ella entre mujeres. Era casado y padre, a su
vez, de cinco varones. Todo había sido normal hasta que le naciera el segundo de
sus hijos. En aquel tiempo no pudo aguantar más el picor de su trasero y se echó
en brazos de un bello marinero portugués que le rompió el cerete. Después de
aquello, redobló su agresividad para con la canalla por contrarrestar aquella
“debilidad” y que no le perdieran el respeto a bordo. El tercero de sus hijos fue un
monstruo de enorme y horrible cabeza que nunca llegó a articular palabra alguna.
Su mujer le decía que era el justo castigo que dios les mandaba por su iniquidad.
No obstante, después del monstruo tuvieron dos hijos más, ambos normales, sin
que él hubiera dejado de arrumacarse con los marineros que se le ponían a tiro, por
lo que dedujo que el hijo monstruoso no tenía relación alguna con su debilidad
carnal.
Aparte este defecto, era un hombre muy eficaz que se hacía indispensable
para sus superiores y que tenía un agudísimo sentido del humor, por lo que era un
buen compañero para divertirse en la cantina, aunque, llegada la hora de buscar
compañía pagada en el sarao, él tirara por otros derroteros.
Ya en tierra, los tres hombres de mar, embozados en sus largas capas, se
dirigieron a la cantina. Los tacones de sus altas botas restallaban en el suelo
mojado por la llovizna, marcando la reciedumbre de su caminar, el talante
aguerrido del ejército que constituían. La cantina estaba detrás del muelle, junto a
la Fábrica de Jarcias. El grupo de caballos que había sujetos en la puerta les hizo
saber que adentro habría bastantes parroquianos. Y el olor del estiércol se les
antojó un exquisito perfume producto de la tierra firme. Se accedía al tugurio por
unas angostas y mugrientas escaleras que descendían unos pocos peldaños. Al
entrar, se pasaba a una espesa atmósfera de olor a sudor agrio, vino y humo de
lámparas de aceite de ballena, que hacían difícil la respiración. Había algunos
paisanos y, sobre todo, muchos marineros ansiosos de buena comida, buen vino y,
sobre todo, mujeres.
León, el cantinero, saludó efusivamente a don Esto y a sus acompañantes.
Eran clientes desde tiempo atrás y se llevaban dejadas muchas monedas y corridas
muchas juergas en aquel antro. Les preparó la mejor mesa del local, desalojando a
varios marineros de tropa que se apartaron sin chistar ante la presencia de tanto
oficial de alta graduación. Rápidamente, empezó a montar León la noche y el
espectáculo. Sacó a todas las niñas al local, que comenzaron a servir vino por todas
las mesas y a exhibir sus encantos, que pujaban por rebosarse de sus escotados
corpiños. Las risas y las bromas picantes se extendieron por el tugurio de mesa en
mesa. Al momento, Paca la Colorá, acompañada por un infame guitarrista, llenaba
el ambiente de alegría con sus canciones soeces. Paca era la buscona más señalada
de la cantina de León. Natural de Ronda, se la había dejado al cantinero el
patriarca de una troupe de gitanos ambulantes, en pago de deudas de juego. Tenía
los pechos como dos cántaros de los que, no se sabía por qué fenómeno de la
naturaleza, sin haber jamás parido, nunca dejaba de manar leche. Los marineros
se le quedaban dormidos en sus brazos, mamándole de sus generosas ubres, como
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tiernos lechoncillos. Las patillas casi se le unían con la pelusa colorada del bigote
y, cuando le hacían alusión a la naturaleza artificial del color de su cabello, no
dudaba en levantarse los faldones y enseñar a todos la pelambrera roja de sus
partes íntimas. Tenía una simpatía natural que, unida a un insaciable instinto
maternal, la hacían, con mucho, ser la preferida de todos, pues, de la obtención de
sus favores amorosos, se derivaba, por añadidura, el gozar a posteriori de una
mamadita de sus grandes y generosos pezones.
Mientras les servían las viandas a don Esto y sus acompañantes, en la
vecina mesa, los marineros del Manila bromeaban entre ellos. Porfiaban, pues
ninguno quería estar con una buscona llamada la Tronío, ya que ésta padecía de
incontenibles y atronadoras ventosidades. Estaban, no obstante, tratando de
involucrar a un compañero novato, gaditano, al que llamaban el Chele. Y se
decían: “Qué se la quede el Chele que está muy sordo y no se enterará de los
truenos que se larga la condenada cuando fornica”. “Eres tonto - le contestaba otro
- no los oirá, pero sin duda los olerá”. “Que no, - porfiaba un tercero- os aseguro
que, cuando hacemos las guardias juntos, puedo ventosear libremente junto a él,
pues no las huele tampoco”. Todos reían las pocas mañas del pobre Chele, al que,
al final, acabaron convenciendo para que se conformara con la Tronío.
Cuando los oficiales habían dado buena cuenta de la abundante cena,
regada con buenos caldos que les habían sacado los colores del rostro y les habían
llenado los ojos de brillo libidinoso, se les acercaron varias muchachas dispuestas a
sacarles los calostros de los largos días de navegación…, y las monedas, de seguido.
En una cercana mesa, se había instalado un caballero de elegante porte que
era acompañado, desde que llegó, por la más bella de las niñas de León. Sus
ropajes de paisano - chaleco largo, elegantes volantes de lienzo, calzones hasta la
rodilla y botas de pala alta - no permitían conocer su graduación y, por añadidura,
su rostro no resultaba familiar a ninguno de los mandos del Manila.
Don Esto hizo un gesto a Paca la Colorá, que inmediatamente dejó al
guitarrista y se sentó junto a él, apartando con un gesto a las otras. El cantinero,
pendiente de todos los movimientos, se acercó a la mesa con una linda gitanita
para el navarro y una garrafa de pinta y media de ron de isla, de la Española. Y en
el viaje de vuelta, se llevaría consigo al contramaestre, del cual no se sabría más
hasta el día siguiente.
El caballero de la mesa de al lado se dirigió a la Colorá y le dijo: - Paca, con
el permiso del Oficial, ¿serías tan gentil de cantarnos la copla del Cantinero?
- ¿Tengo el honor de conoceros..., Señor?, le dijo don Esto al tiempo que se
levantaba y se acercaba a la mesa del misterioso paisano.
-¡Naturalmente, hijo…, soy vuestro padre, don Julio Fanjul Barón!
La jarra de ron que don Esto sostenía en su mano cayó estruendosamente al
suelo. Aquel hombre era un descarado, carente de la menor educación. Don Esto,
queriéndose enfadar sin conseguirlo, le increpó: -¿qué broma es ésta?, mi padre
hace años que murió, señor.
-¡Sentaos, Andrés Ernesto, y os lo explicaré!
Hacía siglos que nadie le llamaba así y, al oírse nombrar como en su
pretérita infancia, los vellos se le habían puesto como escarpias. El misterioso
caballero le sirvió de su garrafa de ron al tiempo que, poniendo su mano en el
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antebrazo del marino, le atrajo a su mesa y le hizo sentarse a su vera.
-¿Nunca os habéis preguntado, al llegar a cada encrucijada de la vida, que
según se eligiera una u otra opción, se podrían haber vivido muy distintas
existencias? Los chinos dicen, “donde planta el hombre su pie, siempre existen cien
diferentes caminos”. Imagínese, cien caminos diferentes a cada paso en la vida…,
qué infinitud de posibilidades no escogidas…, dejadas de vivir. Yo conocí a vuestra
madre, que Dios tendrá en su gloria, a los doce años, en Santillana. Su familia que,
como usted sabe, procedía de Miéres, se había instalado en nuestra misma calle
dos meses atrás. Nuestros padres se conocían y las familias comenzaron a visitarse
con frecuencia, por lo que pronto entre nosotros se estableció una sincera amistad.
En una ocasión, le entregué una cartita de declaración de amor para que se la
diera a su amiga Carmencita Manero, la chica más preciosa de todo Santillana.
Sin embargo, no sé cómo se rodearon las cosas, que entendió que mi declaración
era para ella misma y, después de leer la carta, me estampó un beso en la mejilla,
que aún me pone la carne de gallina al recordarlo. Entonces reparé en ella y pensé
que así estaban bien las cosas, así que no la desengañé de la equivocación que
había sufrido. Y, gracias a ello, vivimos una vida juntos, llena de amor, de
comprensión y de serenidad, que no dudaría en repetir..., créame. Y, en definitiva,
usted debe su existencia a aquella cartita y a aquella confusión que yo dejé correr.
Don Esto no salía de su asombro ante aquella disparatada historia que le
contaba el caballero, pero que, por contra, adornaba con tal lujo de detalles que
sólo podía conocer alguien muy allegado a su familia.
La Colorá comenzó a cantar la canción del Cantinero, que relataba una serie
de circunstancias de doble sentido en las que el cantinero era reiteradamente
engañado por su esposa, que se repartía generosamente de mesa en mesa de la
cantina, mientras el pobre cornudo solo se preocupaba de la buena marcha del
negocio.
- ¡ Voy a tratar de explicarle la situación, aunque mucho me temo que le
sirva de poco! - continuó el misterioso caballero.
- Imagínese, Andrés Ernesto, que está en un gran salón y es de noche. En
una de sus amplias paredes, pintada al fresco, está representada toda su vida,
desde que nace hasta que muere. Usted, alumbrado por un tenue candil, ilumina
un instante de la representación. Eso es el tiempo presente en su existencia. Toda
la vida está sucediendo simultáneamente y aquel punto de la representación sobre
el que alumbramos con el candil de nuestra consciencia, es éste mismo instante
que ahora vivimos. Todo sucede en el Planeta al mismo tiempo. Adán y Eva están
en el Paraíso al mismo tiempo que el Cristo expira en la Cruz y que Colón está
clavando el estandarte de Castilla en las arenas de las playas de las Indias
Occidentales. Sólo que nuestra consciencia colectiva ilumina únicamente un trocito
de la representación…, el presente colectivo.
Don Esto permanecía boquiabierto y en una extraña actitud de
subyugación por todo lo que decía su supuesto padre. El navarro, que no había
perdido puntada, desde la mesa de al lado, le inquirió:
- Aunque diéramos por bueno cuanto acaba usted de relatar, señor, ello no
explica que usted, teniendo la misma edad, más o menos, que don Esto, pretenda
absurdamente ser su padre. Y eso, saltándonos el pequeño detalle de que don Julio
Fanjul Barón lleva no menos de quince años criando malvas en el camposanto de
Santillana del Mar.
Don Esto, como volviendo del limbo, y pasando su mirada de su segundo a
su supuesto padre, sólo acertó a decir: -¡¡ Eso!! El caballero continuó:
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- Me temo que la explicación se va a complicar, pero puesto que sus
señorías la requieren, trataré de ser todo lo conciso que la ocasión me permite.
Supongamos que, en un futuro lejano, por ejemplo en el año mil novecientos y
tantos, se construyera un artilugio mecánico, una especie de Botella de Leyden, de
misteriosas propiedades eléctricas, que permitiera caminar a lo largo del tiempo,
colocando el candil del presente, tanto en el futuro desconocido como en el pasado
más pretérito, es decir, que un hombre que tuviera su presente en el año mil
novecientos nueve se introdujera en el referido artilugio y apareciera en el año mil
setecientos ochenta y tres y, una vez logrado esto, no conformándose con
permanecer como espectador de tan prodigioso espectáculo, se implicara en el
presente del mil setecientos ochenta y tres, de manera que afectara a la vida de
sus antepasados y con ello, por ende, a la suya propia. De esta forma se vería
obligado a vivir otra vida, a partir del punto en que intervino. Algo así es lo que me
ha sucedido a mí. Alguien alteró el pasado de mis padres y ello originó que naciera
nuevamente, treinta años después de la primera vez y que me encuentre viviendo
una vida distinta de aquella en la que fui el padre de don Esto y con consciencia de
ello, que es, si cabe, lo más prodigioso del caso.
El navarro, haciendo honor a su pasado clerical, dijo:
- Con razón San Agustín, a la pregunta de qué es el Tiempo, se decía: " Si
nadie me lo pregunta, lo sé… si tengo que explicárselo a quien me lo pregunta…,
no lo sé ".
El caballero rió a carcajadas la ocurrencia del oficial, provocando que a don
Esto se le erizaran los pelos de la nuca…, aquella risa era sin duda la de su
padre...
Don Julio Fanjul Barón, aún sonriente, cogió ambas manos de su hijo y le
dijo:
- De todas formas, Esto, usted no debía sorprenderse tanto de lo que nos
acontece esta noche…, tanto ha deseado que nos encontráramos así, de la misma
edad, de hombre a hombre...
- Tiene razón, Padre - le contestó don Esto convencido, al tiempo que
apretaba fuertemente las manos de aquel hombre - he de sobreponerme a la
sorpresa y aprovechar el momento.
-¡ Éste es mi hijo Esto!- exclamó don Julio sonriendo.
- Y dígame, padre ¿ está usted casado nuevamente con mi madre..., tiene
usted hijos..., su posición es desahogada?
- Ya le he dicho antes que hubiera vivido gustosamente otra vida con su
madre, pero, en ésta ocasión, no tuve tanta suerte, mi joven esposa falleció en el
terremoto del año cincuenta y cinco, en Gades. No tuvimos tiempo de tener
descendencia y dedico mi vida por entero a la Ciencia Galénica. Me gradué en el
Real Colegio de Cirugía de Gades y pasé al escalafón de la Real Armada en el
Cuerpo de Cirujanos, en el que ostento la graduación de Brigadier. Mis exigencias
son pocas y mi posición social y económica..., suficientes.
- Sin embargo, - terció el navarro - no hacéis asco a las niñas de León ni al
buen ron de las Antillas.
- Un hombre enviudado tiene sus necesidades..., y ya os he dicho que soy
cirujano, no cartujo de la de Xeres.
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- Vuestra ocupación, padre, os hace estar en la tenue frontera que separa la
vida de la nada…, muchos valientes habrán muerto en vuestros brazos, en medio
de las batallas, con sus cuerpos destrozados y sus almas cargadas de pecados...,
decidme señor, ¿ tiene sentido la existencia del ser humano..., merece la pena la
vida?
Don Esto había hecho esta pregunta, un tanto ingenua en apariencia, por
saber si su padre se sentía arrepentido, en alguna medida, de haberse quitado la
vida cuando fue su verdadero padre.
- Mi amadísimo hijo, os estáis poniendo muy transcendente y la cantina de
León no es lugar para filosofar..., ¡bebamos..., y echemos un pulso, a buen seguro
que os ganaré!
Los tres marinos y las mujeres que les acompañaban empinaron, hasta que
les vieron el fondo, sus respectivas jarras. Don Julio, de un manotazo, las arrojó
todas al suelo dejando la mesa limpia para el duelo.
-¡Poneos ahí enfrente valiente, que vais a conocer el nervio de los brazos que
estrecharon a vuestra madre cuando os concebí!
Don Esto se situó frente a su padre dispuesto a demostrarle la fortaleza
que le había dado a sus brazos el sostener la caña del timón durante cientos de
singladuras. Don Carlos Ingunza se situó en el centro para hacer de Juez de Duelo.
Las mujeres comenzaron a jalear a uno y otro atrayendo la curiosidad de los
demás, que pronto hicieron un gran corro en torno a ellos y comenzaron a cruzar
apuestas. Padre e hijo se atenazaron las manos, los codos clavados en la mesa. El
segundo aguantaba con sus manos las de los contendientes -¡a la de una, a la de
dos..., y a la de tres!, dijo al tiempo que los soltaba.
Ambos arcos se tensaron…, tanteando cada uno al otro para captar su
posible resistencia. Don León plantó de un golpe, en la mesa, un reloj de arena de a
minuto. Los apostantes por don Julio gritaban como malditos, pues conocían, de
otras ocasiones, su tremenda fuerza. Los tanteos se hacían cada vez más serios.
Don Esto fue el primero en atacar. Recién volteado el reloj por primera vez, no
aguantó más y se decidió a demostrarle a su padre su fortaleza. Don Julio no
pareció inmutarse y en nada se alteró la sonrisa burlona que mantenía en sus
labios. Sin embargo, en el punto de mayor envite, casi cedió unos cuarenta y cinco
grados. Pero, no obstante, resistió bien. Al cambiar don Carlos nuevamente el
reloj, fue don Julio quién atacó. ¡Dios mío, - pensó Esto - tiene la fuerza de un
búfalo! Ambas frentes estaban perladas de gotitas de sudor. Cuando Esto estaba a
punto de dejarse llevar..., disminuyó la tensión del brazo de su padre, dándole un
respiro para recuperarse. Le había llevado a menos de un palmo de la superficie de
la mesa. Ambos acusaban el esfuerzo y su respeto mutuo había crecido en la
misma proporción que habían menguado sus respectivas fuerzas.
El vocerío de los apostantes era ensordecedor. Los marineros del "Manila”
jaleaban como posesos a su capitán. Las más de las mujeres se habían puesto del
lado de don Julio. Don Carlos hacía tanta fuerza, queriendo ayudar a su amigo,
que su rostro se había puesto rojo como el de un pavo y las venas del cuello parecía
que le iban a reventar. De pronto, don Esto, quedó como sordo, aislado de toda la
algarabía que le rodeaba y en ese momento entendió claramente que él no debía
ganarle a su padre, del mismo modo que entendió que su padre tampoco debería de
vencerle a él. Don Julio, que le miraba fijamente, parecía estar dentro de su cabeza
y, con un gesto de sus párpados, le demostró estar de acuerdo con sus
pensamientos. En ese instante, don Carlos volteó por tercera vez el reloj y al
tiempo cogió con sus dos manos las de los contendientes y gritó:
-¡Tablas!
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Ante lo que todos los presentes en el corrillo mostraron su decepción con
injurias e imprecaciones. Las monedas volvieron a sus respectivas bolsas.
- La chusma siempre quiere vencedores y vencidos..., no entiende la nobleza
de las tablas, que a todos restituye en el honor - dijo el navarro don Carlos.
Ambos tenían el brazo destrozado. Se levantaron y se dieron un fraternal
abrazo. Don Julio se volvió hacia donde estaban su capa y su bastón.
-¡Sois el primer hombre a quién no puedo vencer! - le dijo a su hijo, al tiempo
que, ceremoniosamente, le entregaba su bastón a modo de trofeo. Don Esto aceptó
encantado el presente, cuyo mango de marfil representaba a dos figuras humanas
entrelazadas como serpientes.
-¡Son Alú, el poderoso hombre, luchando con Sholoi, el dios inmisericorde de
los Samoanos!. Durante una malanga, ebrio el dios de kava, le robó su bella
compañera al hombre. Alú venció noblemente a Sholoi, recuperó a su bella amada
y se convirtió en el dios más justo que nunca han tenido en aquellas bellas Islas de
Samoa- le dijo don Julio sonriendo.
León, siempre atento, les trajo otras garrafas de ron, recogió las jarras del
suelo y se las puso nuevamente sobre la mesa.
En esto regresaba a la mesa contigua el Chele, después de haber estado con
la Tronío y no traía buena cara el hombre. Antes de que los compañeros le dijeran
nada, habló él:
-¡Yo no vuelvo a gastarme las monedas con esa buscona..., ventosea como
una mula cuesta arriba!
Todos estallaron en risotadas.
- ¿Pero Chele, cómo te has dado cuenta de ello…? le dijeron llenos de
curiosidad.
-¡Zagal..., cómo no me iba a persibí..., con el viento que me echaba en las
criadillas!
Algunos se revolcaban de la risa, pues no esperaban tal desenlace.
A partir de aquí, todos bebieron y se dejaron llevar por los vapores del ron
de caña y por el ímpetu profesional de las mujeres.
En mitad de la bacanal y tirados por el suelo, Paca la Colorá se había
aflojado el corpiño y, oprimiendo su pecho, trataba de introducir uno de los
chorritos de leche que de él manaba, en la jarra de don Esto, que permanecía
tumbado en el suelo a su lado, reclinada la cabeza en sus muslos. El navarro había
desnudado a la gitana y corría tras ella, ambos a cuatro patas, hasta que la
alcanzaba; entonces fornicaban por detrás, como los perros. Don Julio, en cambio,
trataba a su buscona con extrema delicadeza, ante lo que ésta se mostraba
altamente complacida.
- Hágame caso, Andrés Ernesto, hay que tratar a las damas como a rameras
y a éstas como a damas,- le decía, al tiempo que conocía a la muchacha, con
redoblado ímpetu, por segunda vez.
Don Esto, sin embargo, no mostraba apetito carnal hacia Paca, que
continuaba jugando con sus pechos. No quería abandonar la cuestión que había
comenzado cuando su padre lo interrumpió con el duelo de fuerza.
- Perdonadme que insista, padre, pero..., ¿tiene sentido la existencia del ser
humano..., merece la pena la vida?
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Don Julio, retirándose de la bella buscona y guardándose sus partes dentro
de los calzones, se acercó a su hijo y, sudoroso aún, se sentó en el suelo junto a él y
la Colorá.
- “Nunca ha de cambiar, don Esto..., cuando quiere algo lo quiere de veras y
no ceja hasta conseguirlo. Necesita una respuesta que le dé sentido a su vida...,
después de todo, estamos en el rutilante Siglo de las Luces, cuando todo se
disecciona, se analiza, se conoce y se define. Recién hemos descubierto un nuevo
planeta, al que hemos puesto el pomposo nombre de Urano, el dios griego castrado
por su madre, de cuyos testículos nació la sin par Venus Afrodita. El eclipse del
sesenta y cuatro nos hace suponer la existencia de otros mundos habitados. El
hombre se libra de sus temores, comprende mejor a la Naturaleza y ya casi no
necesita a los dioses para explicar los fenómenos naturales. Y, en medio de este
tiempo de análisis y de luces, usted quiere definir su existencia. ¿Por qué no?
”Le daré mi respuesta sincera, amigo mío…, los seres humanos somos el
instrumento de análisis de alguien…, tenemos sentido como colectivo…, por decirlo
de alguna manera, la Humanidad tiene sentido para alguien..., el ser humano
individualizado no lo tiene. De la misma manera que el marinero, aisladamente,
no es nada en la batalla..., lo son las naves, la flota que éstas componen en su
conjunto para la confrontación en el combate. Es la flota la que vence, la que logra
el objetivo de quienes la utilizan. El marinero, el timonel, el cañonero, el cirujano,
el comandante, individualmente…, no tienen sentido en el análisis al que estamos
sometidos”.
- ¡Y naturalmente, " los analistas "... son los dioses! - dijo Esto.
- Les llamaremos como usted quiera, hijo. Pero puesto que esto no nos gusta
ni a usted ni a mí, lucharemos contra los dioses, fornicaremos y pecaremos hasta
que no tengan más remedio que reparar en nuestra existencia individualizada y
pecadora… y, entonces, les exigiremos un sentido para cada uno de nosotros...
- ¿Tal vez fue eso lo que sucedió en Sodoma y Gomorra?-, dijo don Esto, como
volviendo a la época de su infancia en la que estuvo tan mediatizado por las
Sagradas Historias.
- No lo sé, mi querido amigo..., creo que estamos muy borrachos y decimos
demasiadas tonterías…, dejadme volver con mi damita y mañana hablaremos de
todas las trascendencias que usted quiera.
- Me ha llamado por segunda vez amigo...,- le dijo don Esto.
- ¿Y es que acaso no lo es? A partir de esta noche se unen en su persona mi
hijo, mi amigo y el primer mortal que me resiste un pulso y, créame, que no son
pocos títulos y honores.
- ¿La solución entonces pasa por revolcarnos en el pecado, como los cerdos en
el lodo, hasta que los dioses fijen en nosotros su mirada?-, dijo el navarro, que se
había sentado junto a ellos, sudoroso y medio desnudo.
- Pero de nada ha de servir que unos pocos se desvíen del experimento
proyectado..., tendríamos que hacerlo todos a la vez para llamar la atención de los
dioses…, - dijo don Esto continuando el razonamiento iniciado por don Carlos exactamente como hicieron los habitantes de Sodoma y Gomorra.
- ¡Puesto que queremos un sentido para nuestras vidas - gritó don Julio
levantando su jarra de ron y salpicando a cuantos le rodeaban - sodomicémonos y
gomorricémonos y que el fuego y el azufre de la ira divina den un sentido a
nuestras perdidas almas!
Y entonces, todos, como poseídos de una febril locura, se dieron a la total
lujuria de sus cuerpos y la concupiscencia de sus ánimas.
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Con el paso del tiempo, don Esto recordaría la borrachera del día de su
cincuenta y tres cumpleaños, como la más bestial de cuantas había protagonizado
a lo largo de las muchas singladuras que hizo por los anchos mares del Mundo y en
sus mil cochambrosos burdeles.
Nunca más volvió a plantear, en el Casino de Santillana, ni en parte
alguna, su teoría de que, consiguiendo la convivencia de tres generaciones, la
especie humana progresaría más rápidamente. Su encuentro con su padre, en
medio de una borrachera, no había sido como él lo había imaginado. Y el recuerdo
que de él le había quedado era tanto amargo como dulce…, las dos cosas al mismo
tiempo.
Don Esto murió unos años después. Estaba infestado de sífilis, pero no fue
por ello por lo que dejó este mundo. El Navío Aquiles de sesenta y ocho cañones,
que él capitaneaba por aquél entonces, se fue a pique frente a las costas de Oran,
en medio de un temporal tan virulento como jamás se había conocido en aquellas
latitudes; se alborotaron de tal forma las olas que batían en todas las direcciones,
al tiempo que el cielo se cubría de sombríos y enlutados nubarrones y un fortísimo
viento lo quería arrancar todo de su sitio, los mástiles crujían, las jarcias se
tensaban hasta estallar, la torrencial lluvia hacia pensar que el mar se había
puesto de cielo y caía sobre ellos, la proa del buque, sacudida a uno y otro lado, no
hallaba rumbo alguno, la mar, partida en deslizantes montañas, se abría en simas
deseosas de tragarse el navío y sepultarlo, y la dotación, en fin, aterrorizada, no
esperaba encontrar otro puerto que el postrero de sus vidas. El Aquiles, en un
machetazo, no pudo recuperar la proa, se filó por ojo..., y se fue directo al fondo de
los infiernos con toda su tripulación. En aquel mismo instante, en la Insula, se
produjo un pequeño estremecimiento de la tierra. El fraile fosor que cuidaba el
camposanto se encontró con que la tapa de la tumba de Leonorcita, se había
movido de su sitio. Del interior de la oscura cripta salía un embriagador perfume
de rosas que lo invadió todo.
Entre los pertrechos que aparecieron flotando en el lugar del naufragio,
después de la tempestad, apareció el bastón que a don Esto le regalara su padre la
noche de la Insula. Como quiera que fuera lo único que quedó de él, su viuda y sus
hijos procedieron, en una solemne ceremonia, a enterrarlo en el panteón familiar
del cementerio de Santillana, junto a los restos de su padre, correspondientes a su
primera vida. Y, sobre el mármol de la tumba, hicieron grabar el epitafio que él le
había encomendado a su esposa. Rezaba así: " Aquí yace la memoria de Don Esto
Fanjul Colomina, que marchó con el candil de su consciencia a alumbrar en otra
parte”.
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11. Fiebre Amarilla ( 1.800)
El año de 1789 se habían construido en los astilleros del Arsenal las
corbetas Descubierta y Atrevida que habrían de formar la expedición científica
que, al mando de Alejandro Malaspina, surcarían los mares de América, Asia y
Oceanía, paseando con gallardía por todos los océanos el prestigio del más
importante astillero de todo el Orbe, en aquel momento…, el de la Insula de la
Carraca.
En el solar que quedaba entre la Iglesia y el Ramo de Ingenieros, se había
iniciado la construcción de una nueva Iglesia de dimensiones muy superiores a la
existente. La parte externa de la obra estaba pronta a concluirse. Hasta hacía
pocos meses había permanecido en alberca, pero ya habían obrado la techumbre y
estaban terminando las dos imponentes espadañas desde las que las campanas
congregarían a los fieles hombres de la mar a los santos oficios.
En relación con el dique de seco, por fin don Julián Sánchez Bort había
conseguido encontrar suelo firme a más de quince varas de profundidad y,
basándose en éste y previa la excavación de los fangos de lo que constituiría la
concha del dique, se había comenzado el estaqueado y afirmación del terreno. Poco
después, se inauguró con la varada del “Santa Ana”, imponente navío de tres
puentes y 112 cañones, construido en El Ferrol en el ochenta y cuatro. La
ceremonia fue presidida por el entonces Capitán General de la Armada, don Luis
de Córdova, con la asistencia del Obispo de Gades-Buenos Aires y la concurrencia
de autoridades militares y civiles. Habían intervenido en su construcción nada
menos que 710 obreros y 305 cautivos del Penal, de los cuales 24 habían perecido
enterrados entre el fango y la tierra por mor de varios desprendimientos.
De la vecina Francia, llegaban excitantes noticias sobre la sublevación del
pueblo en París, con la intención de subvertir el orden establecido. Noticias que,
lógicamente, eran acogidas con entusiasmo por los que, ha tiempo, se venían
considerando “liberales” y que, por el contrario, causaban pavor en aquéllos que
pretendían permanecer anclados a las tradiciones, al pasado y al antiguo régimen.
Como aquellos que, ignorantes de las actuales modas, seguían utilizando las
anticuadas pelucas de antaño.
La moda en el vestir estaba, igualmente, cambiando como consecuencia de
la influencia francesa que llegaba casi a diario a través de los muchos buques del
país vecino que recalaban en Gades o en la propia Insula. Los pantalones estaban
sustituyendo a los calzones. Se impone en la Bahía la moda europea que es,
inmediatamente, copiada por los ciudadanos del interior. Además de los
pantalones ceñidos, se ponen de moda, la bota de pala baja, el chaleco y la
chaqueta corta. Las mujeres, con gran acomodo para ellas, se liberan del insufrible
corsé. Prestigiosos sastres de la Corte se desplazaban a las Gadeiras para copiar
las nuevas modas que imponía la revolución en el vecino país.
Parejo a la construcción de los diques de seco, se construyó, pegada a éstos,
la Casa de Bombas, que habría de emplearse en achicar el agua de los diques. Se
instalaron 8 bombas reales movidas a mano. Las manos las ponían los presidiarios
que acudían voluntarios a este menester, a cambio de la recompensa de medio
cuartillo de vino, tres onzas de queso y una galleta.
Fallece el Borbón Carlos III, gran benefactor de la Ínsula, y le sucede su hijo
Carlos IV.
Se terminó el frontón de la Puerta del Mar en el que quedó grabado el
escudo real y el nombre del nuevo rey: “Carolo IV”.
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Cuando, al fin, se termina la nueva gran Iglesia, en 1.791, en el lugar de la
viejita, muy próxima a la Puerta del Mar, se construyó el nuevo Almacén General,
que también llevaría la firma del quinto Borbón en las Españas.
Don Carlos IV, al igual que lo hiciera en otro tiempo su antecesor don Felipe
V, visitó la Insula y la Escuadra Real en ella amarrada. Fue en una neblinosa
mañana del mes de Marzo de 1.796. En esta ocasión, no venía Moisés, ni ningún
otro que hiciera sus veces, para tomarse nota de los favores que los gadeiranos
solicitaran de sus majestades. Tampoco este monarca traía el vientre suelto y, por
tanto, no hizo falta la sillita caca del señor de Castrillón que, por más inri, ya
andaba el pobre, desde hacía unos años, criando malvas en el cementerio de
Medina, allá arriba del todo, junto a la Iglesia de Santa María Coronada. Decía su
viuda que aquella obsesión suya de descomponerse el vientre cada vez que viajaba
se lo había llevado, pues, sin tener proyectado periplo alguno, entróle tal
descomposición del vientre que él estimó que se debía al hecho de que iba a
acometer su postrer viaje. Y tanto arraigó esta creencia en su mente, que acabó,
efectivamente, entregando su exangüe cuerpo en continuas cagaleras y efectuando
su última romería a la presencia del Todopoderoso. Para esta travesía no precisó
su ya famosa sillita caca.
En estos años se construye en la vecina Isla de la Puente el nuevo
Observatorio Astronómico de la Real Armada, al que se trasladan todos los
artefactos e ingeniosos inventos de que estaba dotado el de Gades, y que hubieran
constituido las delicias de nuestro amigo, el astrónomo loco, don Luis de Quixano,
a la sazón en el cuerpo del chino Chi-ó, y del que nos ocuparemos en breve.
Así, la República de las Gadeiras, Bahía de los Vientos, cierra el Siglo de las
Luces entre dos grandes temores: el de que va a finalizar el mundo con la centuria
que expira, y el que le produce el bloqueo a que es sometida por la escuadra del
Almirante Nelson.
El primer año del nuevo siglo fue realmente funesto para la Insula y, en
general, para toda la República Gadeirana. Al constante estado de tensión que
suponía el bloqueo de la bahía por los ingleses, se sumó, en el verano, la más
terrible epidemia de vómito negro que azotó jamás a tan benditas tierras. El
contagio lo trajo una expedición de buques procedentes de la mayor de las Antillas,
en cuyas costas dichas fiebres son endémicas. Componían la expedición tres
fragatas de comercio y el navío de 80 cañones “Neptuno”. Venían cargadas, dos de
ellas de azúcar, para persuadir, y la tercera, de plata del Potosí. Las fragatas
atracaron en Gades y allí extendieron la epidemia por toda la población. El navío
hizo lo uno y lo otro en la Insula. Los primeros síntomas se empezaron a dar entre
el personal del muelle y entre los cautivos del Penal.
El ataque de las fiebres era repentino, produciendo en el enfermo una
altísima fiebre, dolor en todas las articulaciones de los huesos y el afilamiento de
la lengua que asimismo se tornaba de un vivísimo color rojo. Al tercer o cuarto día,
se producía un empeoramiento del enfermo; empalidecía como un moribundo y
comenzaba a tener hemorragias, ictericia y vómitos. Hasta aquí, a pesar de lo
dramático del cuadro, todavía podía haber salvación. Lo malo es que apareciera el
hipo. A éste seguían las cagaleras incontenibles y los vómitos negros. El que
llegaba a esta fase, decíase que le había entrado “el jipío de la muerte”… y,
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ciertamente, que era milagroso el que alguno escapara con vida de él. No obstante,
al que no le entraba el hipo, que afortunadamente eran los más, a partir del
séptimo u octavo día, le comenzaban a bajar las fiebres y, tras una corta
convalecencia, ya podía estar seguro de que no moriría de la fiebre amarilla, pues
el que la superaba quedaba inmune a ella para el resto de sus días.
De los muelles y el Penal, se extendieron las fiebres a los acuartelamientos
de Marinería y de las Guardias Rondines, así como a las viviendas de los oficiales y
del personal de oficios y a las dotaciones de los otros navíos atracados en el muelle
o fondeados en las dársenas. De las dos mil y ochocientas y cuarenta y siete
criaturas que estaban registradas como aposentadas de forma permanente en la
Insula, seiscientas y ocho se contagiaron de las fiebres, amén de otros ochenta de
los individuos de las agrupaciones de la maestranza, que residían en la Isla de la
Puente o en El Puerto Real.
El virrey, aconsejado por los cirujanos de la Armada con destino en la Insula
y a semejanza de lo que se estaba practicando en las otras poblaciones de la Bahía,
tomó varias medidas para evitar en lo posible la extensión del contagio. Así, se
prohibió la entrada en la Insula del ganado de cerda y de las vacas lecheras que, a
diario, entraban a abastecer de leche a la población. Se dio estricta orden, además,
de que todos los propietarios de marranos retiraran a éstos de las calles y
descampados y los estabularan en sus respectivos domicilios. Una dotación de 150
presos fue destinada a barrer las calles, los alrededores del propio Penal, la
explanada que se extendía entre la nueva Iglesia y las viviendas y oficinas, y ante
el Almacén General y el Palacio del virrey y la Puerta del Mar. Las dotaciones de
los acuartelamientos hacían lo propio con sus instalaciones. Por las tardes, antes
de la puesta del sol, se salpicaban, con aguas puras mezcladas con vinagre, todas
las dependencias, el interior de las casas, las cubiertas y sollados de los buques y
hasta las calles. Las basuras se acopiaban en zonas descampadas, según para
dónde soplaran los vientos. Así, unas veces junto al Penal, o bien donde los diques
de a seco y, otras veces, en la zona de las escuelas y alrededores del bosque, y allí
se les prendía fuego para perfumar el ambiente y preservar así a las criaturas del
contagio. Se prohibió la venta de alimentos que, según los médicos, resultaban
perjudiciales, tales como la carne de carnero, los melones y las sandías.
En la nueva Iglesia, bajo la protección de Nuestra Señora del Rosario, a la
sazón Patrona del Mar, se retiraron los bancos de las familias de los oficiales y, en
ella, se estableció el hospital de campaña, donde se traían todos los infectados,
pues no se vio conveniente situarlos en el Hospitalillo, donde hubieran extendido el
contagio a los otros heridos y enfermos. Así, del lado derecho de la Iglesia, estaban
aquéllos a los que ya les había entrado el “jipío” y, del lado izquierdo, los que aún
no habían llegado a ésta terrible fase o bien estaban ya convalecientes, prontos a
verse libres de las altas temperaturas que padecieran sus enfebrecidos cuerpos.
Don Tomás Zurita, el franciscano francmasón que tuviera a su cargo la vieja
Iglesia, igualmente, había recibido la encomienda de gobernar la nueva y, a fe, que
su valeroso comportamiento durante los meses de la fiebre, le valieron la
consideración y el respeto de todos los pobladores de la Insula. Con gran tesón
llevaba la atención de los enfermos y de sus familias, estando al cabo de las
necesidades de unos y otros. Necesidades tanto materiales como espirituales, pues
igual se ocupaba el fraile de los alimentos del cuerpo, de los que él llamaba “sus”
enfermos, y de la limpieza corporal de éstos, como tenía palabras de ánimo para los
decaídos, les infundía valor cristiano a los temerosos o les administraba el tribunal
de la confesión a los moribundos y la extrema unción a los agonizantes.
En el cementerio de junto a la Iglesia, se había excavado una gran fosa en la
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que se iban inhumando los cuerpos de los apestados fallecidos a quienes no
reclamaba ningún pariente. El hedor era insoportable en sus alrededores.
Fray Tomás contaba, para el gobierno de su improvisado hospital, con la
ayuda de los cirujanos de la Armada, algunos alumnos del segundo curso del Real
Colegio de Cirugía de Gades, y, en especial, con la que él mismo había requerido
del astrónomo loco de la vecina Isla de la Puente, es decir, de don Luis en Chi-ó, a
quien el fraile consideraba hombre muy instruido en todas las ciencias y de gran
criterio en las cosas de la vida corriente y que, por tanto, podía resultarle de gran
ayuda en tan extrema situación como se encontraban.
Don Luis en Chi-ó que, a la sazón, era casi un anciano, no dudó en acudir en
ayuda de su buen amigo y frecuente contertulio, el frailuco de la Insula. Cuando
éste se lamentaba de lo mal que habían empezado el nuevo Siglo en la Insula, el
chino astrónomo comenzó por discutirle que el nuevo siglo aún no había empezado
y que no lo haría hasta el uno de Enero del próximo 1.801. Fray Tomás, como
tantas otras veces, lo dejó por imposible, pues el astrónomo, desde que habitara en
el cuerpo del chino, había aumentado considerablemente su terquedad, que nunca
había sido poca.
El astrónomo, desde su resucitación, había venido empleando su tiempo y su
hacienda en ayudar a cuantos podía, con el ánimo de, cuando tuviera que volver a
presentarse ante el celestial ser, no hacerlo con las manos vacías, como ya le
sucediera la primera vez. A toda la sapiencia que acumulaba de su vida anterior,
había añadido, en éstos tiempos de su madurez, una especial capacidad para ver
las dificultades ajenas con una gran perspectiva en la distancia, lo cual le permitía
relativizar la mayor parte de los problemas que le traían los que acudían en su
auxilio, provocando esto un gran consuelo en sus desesperanzadas ánimas.
A comienzos del otoño, el número de infectados se había estabilizado; no
obstante, a diario, se acogía en la Iglesia un promedio de cinco a seis enfermos. De
igual forma, todos los días, dos o tres convalecientes abandonaban por su propio
pie la protección directa de Nuestra Señora del Rosario, y otros dos o tres salían
con los pies por delante, camino del vecino cementerio y ya con la única misión, en
éste mundo, de contribuir a mantener el horrible hedor que la fiebre amarilla
extendía por toda la Insula y su marisma circundante.
Cuando, ya en el mes de noviembre, remitió la terrible epidemia, en la
Insula habían sucumbido a la misma 316 vecinos. De ellos, la mayoría varones,
pues apenas se contaron 22 mujeres y 16 párvulos entre los muertos. De estos 278,
noventa y seis eran cautivos del Penal que vio, con ello, enormemente aliviadas de
espacio sus atestadas instalaciones. Cuarenta y ocho de los fallecidos eran
marineros, tanto de las instalaciones de la Insula como de los buques en ella
amarrados. Dieciséis víctimas lo fueron de entre el cuerpo de Guardias Rondines.
Ocho, de entre los herreros de ribera, seis, de entre los caldereros de cobre, dos, de
entre los de hierro, doce, de entre los operarios de las sierras mecánicas, diecisiete,
de entre los albañiles, ocho, de entre los carpinteros de diques y calafates, uno, de
la agrupación de velas y otro, de la de recorrida. Veintidós, de entre los armeros,
doce, de entre los maquinistas, dos más, de entre los de la Casa de Bombas,
dieciocho, de entre los peones de la sección del movimiento, tres estudiantes de
cirugía, un cirujano y cinco oficiales. Entre ellos, el virrey, el brigadier del Ramo de
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Artillería, un ingeniero jefe de 1ª, un capitán de fragata secretario de la
Comandancia y un teniente de navío, jefe del Movimiento.
Amor, la segunda de las hijas del comerciante don Silvestre Rocco, falleció
presa de las fiebres. No obstante, don Juan Colarte, su pretendiente, se consoló
pronto con la tercera de las hijas de Rocco el genovés. También las padecieron
Amparito y don Silvestre, pero ambos tuvieron la suerte de que no les entrara “el
jipío de la muerte”. También superó las fiebres Marco Antonio Gabriel, no así tres
de sus compinches del Presidio, que perecieron en los primeros envites de la plaga.
Igualmente sucumbieron a los vómitos negros cuatro de las busconas de la
Cantina, entre ellas la sin par Paca la Colorá ¡con la vitalidad que tenía aquella
criatura! Otros que superaron la crisis fueron Ozemi el profeta y León el cantinero,
ya que ambos padecieron los terroríficos vómitos. Igual suerte padeció don Tomás
Zurita y don Luis en Chi-ó. Y, aunque los dos superaron la crisis sin llegar al
“jipío”, don Luis, ya muy mayor, quedó muy tocado por las fiebres y se dispuso, por
segunda vez, a entregar su alma al Altísimo, si el ser angélico, que sin duda había
de pedirle cuentas, se lo permitía.
Mientras tanto, una terrorífica flota inglesa compuesta por 148 buques,
conduciendo 15.000 hombres de desembarco, se presentó a vista de la Torre Alta.
La misión que los conducía hasta la Bahía de las Gadeiras era el apresamiento de
la escuadra española, así como el saqueo, destrucción e incendio de la Insula de la
Carraca, pues había cobrado gran fama entre los ingleses la importancia de las
instalaciones en ella existentes y el auxilio que prestaban a la Armada Española.
Llega la flota inglesa en el peor de los momentos, cuando la población de la
República está diezmada por la terrible plaga. Los pocos que aún permanecen en
pie, apenas tienen fuerzas para sostener un arma. Y, en estas terribles horas, se
dio la más incruenta de las batallas de la historia de la Insula. El Gobernador de
Gades, a la sazón el distinguido vecino de Xeres, Teniente General don Tomás
Morla, auxiliado por el nuevo virrey de la Insula, remite una misiva al Almirante
de la flota inglesa, Keith, y al General Abercromby que estaba al mando de las
tropas de desembarco. En ella, les da cuenta de la situación de calamidad por que
atraviesa la población y apela a la humanidad del pueblo británico manifestando,
no obstante, la predisposición de la hermana mayor, Gades, de constituir un
valladar inexpugnable que no se superará, sino por su total aniquilación y ruina.
Los ingleses le contestan que tienen orden de su soberano de apoderarse de
la flota y de tomar o destruir la Insula de la Carraca. Por ello, les conminaba a
entregar tanto los navíos equipados, como los que se estaban equipando, para la
guerra con Inglaterra… a cambio de ello abandonarían nuestras costas sin
producir daño alguno en el Arsenal de la Insula.
El Gobernador y el virrey contestaron a la carta de los ingleses con otra,
llena de indignación por la ofensa que les suponía, tan siquiera, la consideración,
por parte del enemigo, de una deshonrosa rendición y entrega de la flota española,
y manifestándoles, una vez más, su predisposición a luchar hasta la muerte.
Sorprendentemente, al día siguiente, la flota inglesa leva anclas, despliega
velámenes y parte hacia Gibraltar. ¿Gesto de humanidad ante una población
diezmada por la plaga? ¿Miedo al contagio? Tal vez un poco de cada una de estas
causas motivó la brillante victoria de la pluma del Gobernador Morla.
Afortunadamente, la población de la Insula sintió con ello desvanecerse sus
temores y pudo dedicarse por entero a la atención de sus enfermos y
convalecientes.
¡Menos mal - exclamaría don Luis en Chi-ó a su amigo el fraile Zurita,
cuando le puso al corriente de la marcha de los ingleses - porque esto ya hubiese
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sido demasiado para este maldito siglo que no acaba de concluir!
El maltrecho astrónomo en el chino, como ya se ha dicho, no llegaría a
recuperarse del todo después del padecimiento del vómito negro. Fue, poquito a
poco, perdiendo vitalidad hasta llegar a un punto en el que ya no transcurría su
vida sino en el lecho del dolor. Las piernas ya no podían sostener aquel malparado
cuerpo de chino. Su corazón acumulaba mucho cansancio y éste se había
trasmitido a su ánimo, que había dejado de ser alegre, para tornarse melancólico y
triste.
Era el final del mes de agosto del siguiente año al de la fiebre. El jazmín que
crecía bajo la ventana de la alcoba de don Luis en Chi-ó estaba cargado de estrellas
blancas que, en medio del verde cielo que constituía su follaje, lo invadían todo de
su delicada fragancia. El astrónomo loco, ateo y blasfemador irredento, se disponía
a entrevistarse con el ser angélico y, para tener el mayor conocimiento posible en
su próxima audiencia, había mandado llamar a su amigo el fraile Zurita, que
entendía mucho de ángeles. El fraile, con gran regocijo por su parte, al comprobar
cómo el ateo, viendo próxima la hora de su muerte, requería de su auxilio
espiritual, se dispuso a preparar el ánima de tan singular personaje para su
tránsito a la otra vida.
Así, con suma paciencia y devoción, le refirió que Dios Todopoderoso, con
frecuencia, hacía sus apariciones a los mortales en forma de Ángel del Señor, como
cuando se apareció a Moisés en la zarza ardiente que no se consumía.
- Los ángeles – le decía fray Tomás – aparecen adornados de muchas
cualidades humanas: hablan, comen y poseen una sabiduría limitada. Entre sus
principales misiones se encuentra la de servir de guías a los mortales, como en el
caso del ángel que acompañó al criado de Abraham en su viaje en busca de una
esposa para Isaac, o el que guió al pueblo de Israel en el desierto.
Al oír esto último, el astrónomo se sonrió, por lo que el fraile se interrumpió
en su relato y le preguntó por la causa de su sonrisa. A lo que el astrónomo
contestó: -¡pues, a juzgar por el tiempo que anduvieron perdidos en el desierto, el
ángel que les guiaba debía de ser algo torpe!
-¡No sea usted irreverente, don Luis!,- le reprendió el fraile, aunque en su
interior también él riera la ocurrencia del moribundo. Y continuó: - Existen nueve
órdenes o coros de seres angélicos, a saber: Serafines, Querubines, Tronos,
Dominaciones, Potestades, Virtudes, Principados, Ángeles y Arcángeles - recitó de
memoria y con gran satisfacción, don Tomás.
- Pero ¿cuáles son, de todos ellos, los más importantes…, los más
poderosos…? - le inquirió don Luis incorporándose, angustiado ante tanta
exhibición de erudición angélica y el poco tiempo del que disponía.
- Pues los de mayor categoría son, naturalmente, los Arcángeles…, de los
cuales solamente nos ha sido revelada la existencia de tres, a saber: Miguel, Rafael
y Gabriel - terminó el fraile.
- Sin duda el mío es un Arcángel y me da el corazón que es Gabriel exclamó tranquilizado don Luis en Chi-ó, dejando descansar su cabeza sobre la
almohada, una vez que había obtenido la información deseada.
- También existen los ángeles malos – continuó don Tomás – como es el caso
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de Luz Bel, príncipe de los ángeles caídos… – y, en llegando aquí, se interrumpió,
pues el cuerpo del chino donde residía don Luis, se estremeció. Éste, con los ojos
cerrados y un hilito de voz, le dijo al fraile, -¡El mal…, no me interesa…! y expiró.
Nuevamente, como la vez primera, notó cómo su ánima se desprendía de su
cuerpo y flotaba en el techo de la habitación. Desde allí, pudo contemplar cómo don
Tomás inclinaba su cabeza poniendo su oreja sobre su yacente pecho, para
comprobar que su corazón había dejado de latir. Dio unas voces para que se
acercaran los criados, uno de los cuales le traía el espejo que el fraile le había
solicitado. Al ponerlo frente a sus narices, pudieron comprobar que no respiraba.
Entonces, don Tomás, que había venido preparado para ello, comenzó a sacar de
debajo del hábito los óleos y algodones necesarios para darle la extrema unción.
Don Luis, por su parte, notó cómo su alma continuaba ascendiendo y perdía
de vista la escena de su muerte y todo lo demás. Un delicioso perfume, nunca antes
percibido e imposible de describir, invadía sus sentidos. Y notó, por la piel de su
ánima, la presencia de su Arcángel. Una brillantísima y fría luz invadía todos sus
sentidos. Poco a poco, la luz se fue materializando en el angélico ser y, tal como le
sucediera la primera vez, una embriagadora sensación de paz lo poseyó por
completo, haciendo desvanecerse todos sus miedos y dejando su espíritu a la
merced del luminoso ser. En esta ocasión, cuando le miró al angélico rostro, pudo
percibir en él una tenue sonrisa. El magnífico ser le hizo saber que, tal y como
traslucía su sonrisa, efectivamente, estaba más contento con él que la vez anterior.
Por ello había podido percibir el aroma de su presencia. Asimismo le trasmitió que
aún no había concluido su acuerdo, pues apenas habían pasado cincuenta años
terrestres, mientras que su acuerdo había sido por más de doscientos. El ser
angélico continuaba transmitiéndole, sin dejar a don Luis la oportunidad de
preguntarle si él era el Arcángel Gabriel.
- Tu andadura – continuaba el ángel – en el cuerpo de Chi-ó ha sido
satisfactoria para todos. Y ello debe animarte a seguir en el camino que has
emprendido. No obstante, todavía existe una importante desproporción entre las
facultades que te han sido concedidas y los frutos que de ellas has obtenido. Es
nuestro interés que continúes en el mismo tiempo y en el mismo lugar, pero no
disponemos de ningún envoltorio corporal nuevo que facilitarte. Por ello, deberás
de continuar en el cuerpo de Chi-ó, el cual, no obstante, será dotado de una nueva
vitalidad que te facilite tiempo suficiente para que te desarrolles.
Don Luis aceptaba de buen grado cuanto el ser angélico le estaba
trasmitiendo, pero persistía en su afán de identificarlo. Éste, sabedor de ello, le
contestó antes de que don Luis le preguntara, con una dulcísima sonrisa en su
rostro: -¡ Si…, soy Gabriel!-. Y el ánima de don Luis se sintió como abrazada toda
ella de un gran amor, de una espesa y templada luz y de un delicioso aroma que
percibía, no sólo por su olfato, sino por todos los poros de su ánima. Hubiera
querido permanecer así eternamente, pues, sin duda, aquello era la Gloria, pero,
como la vez anterior, se vio repentinamente transportado por el espacio y el tiempo
e introducido de nuevo en el yacente cuerpo de Chi-ó.
En ese instante, don Tomás le estaba ungiendo aceite con un algodón en la
planta de sus pies. El cuerpo de Chi-ó se estremeció y, al propio tiempo, el fraile
dio un respingo, sorprendido. Don Luis, nuevamente en el cuerpo de Chi-ó, se
incorporó y permaneció sentado en la cama, ante el asombro y aspavientos de
criados y fraile. El aspecto del cuerpo de Chi-ó era magnífico. Parecía que se
hubiese quitado veinte años de encima. De un jovial salto se puso en pie, ante lo
que todos los criados salieron corriendo de la alcoba, despavoridos. Don Tomás,
apoyado contra la pared del fondo y con el libro de sus oficios cogido con ambas
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manos a la altura de su pecho, parecía quererse proteger de aquel fantasma que
se acababa de incorporar de la muerte.
- No tenga usted miedo de mí, don Tomás – le previno el resucitado – he
vuelto para hacer cuanto bien pueda en los días que me resten antes de volver a la
Gloria.
Don Luis en Chi-ó pasó su brazo por los hombros del fraile, quien, poco a
poco, iba perdiendo su miedo y lo hizo bajar junto a él al patio de la hacienda,
donde lucía un espléndido sol. El perfume del jazmín le recordó el de Gabriel, pero
en la misma proporción en que un grano de arena puede recordar a una montaña.
Mandó el resucitado a sus temerosos criados que le sacaran una mesa y dos sillas a
la sombra, junto al jazmín, así como que los proveyeran de pan, aceite, sal y una
jarra de vino. La muerte le había producido al astrónomo un magnífico apetito.
Don Tomás, poco a poco, fue recobrando la serenidad y echó mano de la
explicación de que, sin duda, el astrónomo no había muerto del todo, sino que
habría permanecido en un estado de muerte aparente del que se recobró a la vida.
Don Luis en Chi-ó, mientras ambos daban buena cuenta del pan mojándolo
en el aceite con sal y entre trago y trago de buen vino, le fue relatando al fraile su
encuentro con el Arcángel Gabriel. Ante esta situación, el fraile no sabía a qué
carta quedarse, pues, en los relatos del astrónomo, había cosas que le venían bien
a la Santa Madre Iglesia, pero había otras de muy dudosa conveniencia. No
obstante, el vinillo estaba haciendo caer algunas de sus prevenciones y ya
escuchaba al resucitado con el ánimo más dispuesto.
El astrónomo ardía en deseos de contarle al fraile el segundo de los
mensajes que le había sido revelado por el arcángel Gabriel y que aparecía nítido
en su mente tras su resucitación.
-¡Don Tomás de Zurita – le dijo el astrónomo con un aire de trascendencia
tal que si fuera a revelarle el misterio de la Trinidad – debo comunicarle, porque
así me ha sido revelado, que el Espacio, puede no existir! Nosotros los mortales
cometemos un error al concebir el espacio, y es que lo situamos en un entorno
inerte, cuando este entorno pudiera tener inercias y estar sometido a leyes que, en
un momento determinado, lo hicieran desaparecer. Le pondré un ejemplo: imagine
vuecencia un piojo sobre un cuerpo humano dormido y, por tanto,
circunstancialmente inerte. El piojo se pregunta, ¿cuál es el espacio que media
entre aquel montículo (tetilla izquierda del cuerpo yacente) y aquel otro (tetilla
derecha)? y ¿cuál es el que media entre el extremo del dedo índice derecho y aquel
punto en la frente del durmiente? Y el piojo hará sus mediciones y llegará a la
conclusión de que, para desplazarse de montículo a montículo, ha de tardar seis
horas y, para el otro desplazamiento del dedo a la frente, ha de tardar catorce. Y
esto será irrefutable para él. No habrá ley que pueda cambiarlo, salvo una, que es
la de que el entorno de sus mediciones tenga leyes propias y desconocidas para él
que puedan eliminar el espacio, como, por ejemplo, la que se produce en el
momento en que el durmiente despierta. Desde ese momento ya el entorno no es
inerte, sino que está vivo y sujeto a leyes. Ninguna de estas leyes podrá alterar la
distancia existente entre los dos montículos, bien es cierto, pero, por el contrario,
resulta que el ser entorno siente un picor justo en el punto de su frente a donde
pretendía dirigirse el piojo. Entonces, por las leyes que rigen el cuerpo entorno, el
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dedo índice derecho se desplaza al punto de la frente para rascarlo. En ese
momento, entre esos dos puntos, no existe espacio alguno, ya que se encuentran
acoplados, por virtud de las leyes del cuerpo humano que sirven de entorno al
piojo.
Don Tomás seguía con tanta atención los razonamientos del resucitado,
como la que ponía en mojar el pan en el aceite, cuando le tocaba.
- Si en el lugar del piojo nos ponemos nosotros y en el lugar del cuerpo
entorno, ponemos el espacio éter donde yacen las estrellas, pudiéramos concluir
que este éter tuviera reglas o leyes que desconocemos, que pudieran hacer que, en
un momento determinado, una estrella que está lejísimos de nosotros, por un picor
en nuestra corteza terrestre, se viera súbitamente transportada hasta aquí,
desapareciendo en esos momentos el espacio que media entre ambos, y habiéndose
producido un desplazamiento que llevaría miles de años…, en tan solo un instante.
De ahí que hayamos de concluir que, efectivamente, el espacio existe…, pero bien
pudiera no existir..., en determinadas ocasiones.
Don Luis en Chi-ó, durante el último tramo de su ferviente exposición,
había dejado de mojar pan en el aceite; no así su contertulio que parecía, o bien
que dar la extrema unción le abriera el apetito, o bien que tuviera hambre
atrasada desde la última primavera, por lo que el astrónomo no se vio
cumplimentado como esperaba, al tener su escaso público dividida la atención y
con más parte de ésta acá, en el aceite, que allá, en el espacio etéreo.
El astrónomo, que parecía haber regresado de la muerte con una vitalidad
incontenible y un optimismo exuberante, contempló por un instante al frailuco, con
su barba pringada de óleo y moteada de miguitas de pan y sin venir a cuento le
espetó:
- ¡Don Tomás de Zurita…, vive Dios que he de buscarme una mujer que
aplaque este fuego que me ha nacido en las entrañas! - Y, sin mediar más palabra,
se dirigió a sus aposentos dejando al fraile solo en la sombrita, junto al jazmín,
cosa que tampoco importó mucho a éste…, pues aún quedaba pan y dorado jugo de
oliva en que mojarlo.
Por no faltar a la verdad, será justo que admitamos que don Luis en Chi-ó
habíase visto subyugado a la querencia que el chino tenía de aplacar sus viriles
fuegos en el establo (no en vano el cuerpo de Chi-ó permanecía fiel a sus
costumbres) y, a una mente tan cultivada como la del astrónomo, estas
excentricidades no le disgustaban, sino, más bien, le hacían sentirse distinto a
cuentos le rodeaban y añadían a su existencia esa pizquita de pimienta que
necesitan los que navegan por la vida como el salmón, siempre en contra de la
corriente.
Don Luis había desposado en su juventud a una prima segunda por parte de
su madre, muchacha estéril y enfermiza que no dio descendencia al sabio varón y
que murió antes de cumplir los treinta, después de haber permanecido varios años
postrada en el lecho por los continuos flujos de sangre que manaban de sus íntimas
bajeras. Mal éste que la hacía poco atractiva a su esposo para la intimidad.
Cuestión doméstica fue que don Luis hallara consuelo en el ofrecimiento de su
lecho que, al respecto, le hiciera la que pudiéramos llamar ama de llaves o
gobernanta de su casa. Era ésta una señora de mucho carácter que dirigía con
mano de hierro al resto de los criados; hija de un matrimonio que había servido en
casa de los padres de don Luis, que siempre había vivido con ellos y que, por tanto,
se consideraba de la familia. Tenía esa edad en que la mujer todavía conserva
lozanía en sus carnes y añade a ello la experiencia de una vida y la carencia de
vergüenza, en el buen sentido de la palabra. Por lo que el astrónomo, teniendo esta
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parcela de su vida en orden, no le prestó más atención que la que se presta al
problema del agua cuando se tiene un pozo en el patio: que aprieta la sed…, pues
se sale y se bebe; que apretaba el ansia de mujer, pues, a la caída del sol, se iba a
la alcoba de Petra y se saciaba el deseo.
Este planteamiento tan simple de la vida conyugal, viudo y con manceba
bajo el propio techo, le había permitido a don Luis verse libre del cuidado y crianza
de zagales, así como de dar complacencia a esposa alguna. Su vida estuvo dedicada
por entero a la ciencia y a la filosofía.
De aquí que resultara tan extraño a todos el afán de encontrar consorte con
que el astrónomo había despertado de la muerte, máxime cuando, en el establo, no
faltaba una pollina para el chino y, además, una sobrinilla de Petra, llamada
Ambrosia, había también, alguna que otra vez, ofrecido al amo compartir su
jergón.
En el tiempo siguiente, y no cejando el astrónomo en su empeño, acudió en
primer lugar a una casamentera de probada eficacia, en la Isla de la Puente. Y
después a otra en Gades. Mas ninguna de ellas le ofreció a don Luis en Chi-ó
consorte alguna que le agradara. Acudió, en tercer lugar, a la que decíase de mayor
reconocimiento en la comarca, una mujer enviudada por tres veces, Matahombres
llamada por mas señas, que vivía en la cercana Medina, la cual le puso grandes
impedimentos para hacerse cargo de su caso, pues nunca había casado a ningún
chino y dudaba mucho que cualquier mujer quisiera prestarse a tan inconveniente
alianza. No obstante, una buena bolsa de escudos hizo cambiar a la casamentera
de opinión, amén de que éste le contara su verdadera historia y cómo él no era en
realidad un chino, sino el famoso astrónomo de la República de las Gadeiras, don
Luis de Quixano.
De entre las tres posibles consortes que Matahombres le brindó, llamó
poderosamente la atención a don Luis en Chi-ó la historia de una de ellas que
había enviudado como consecuencia del placer extremo que proporcionara a su
marido, en uno de cuyos éxtasis amorosos le estalló el corazón. La viudita, al decir
de Matahombres, era una preciosa damita de veintipocos años, de una conocida
familia de Medina, que había quedado, como consecuencia de su enviudamiento,
en una posición económica poco airosa y que le urgía enderezar. La casamentera,
con semejantes antecedentes, no había encontrado ningún valiente que se
atreviera con ella. Y, hábilmente, consiguió camelar al astrónomo enchinado,
susurrándole al oído en voz queda, que la tal viudita tenía la facultad de mover los
músculos de su vagina con una habilidad tal que llevaría al séptimo cielo al más
indiferente varón. Ella había podido comprobarlo directamente en unión de Lucía,
la comadrona; ambas habían metido sus dedos en sus bajeras y habían quedado
maravilladas de la habilidad de aquella singular mujer. Además, unía a tan rara
virtud, la de ser prudente, educada en el cultivo de las letras y muy hacendosa en
la administración de su casa.
Tan bien se la pintó la Matahombres y tanto era el ardor con que el
astrónomo se había resucitado en su segundo envite, que se decidió a entrevistarse
con ella. Azucena, que así se llamaba la viudita, los recibió en su casa de la calle
Siñigo. Matahombres acompañaba a don Luis en Chi-ó al objeto de hacer las
presentaciones y facilitar, en lo posible, el encuentro. El sabio hombre quedó
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prendado de Azucena, nada más verla. Era esbelta, de tez y manos blanquísimas.
Su cuello y la porción de su pecho que mostraba su finísimo vestido, parecían
esculpidos en mármol por algún artista romano de los tiempos en que Medina era
Asido. Sin embargo, don Luis se percató prontamente de que su aspecto de chino
no le había agradado en absoluto a ella, por lo cual hizo todo lo posible por
entablar conversación en la que pudiera hacerse ver tras aquél cuerpo de oriental
poco agraciado a que, por dos veces ya, le había condenado su amado Arcángel
Gabriel. Y vive Dios que estuvo afortunado el bribón al sacar como tema de
conversación la Iglesia Mayor de Santa María la Coronada, de la cual, al parecer,
ambos eran muy conocedores y devotos admiradores. Ella se fue animando por
momentos, a medida que aquel extraño chino le hablaba en un perfecto castellano
y con acento de la Bahía, de la Capilla Mayor ochavada, de los arbotantes y
cresterías de las portadas que confirman su pertenencia al último gótico, del
claustro anexo, de estilo gótico–mudéjar, que se creía anterior a la propia Iglesia y
por el que ambos, según se decían, habían paseado en silencioso recogimiento de
sus ánimas, del retablo del altar mayor con sus 168 imágenes que, al describirlo
entre ambos, había llenado los ojos de Azucena de tal emoción que hacía esfuerzos
vanos por contener las lágrimas que pugnaban por rebosarse a su delicado rostro y
que, al fin, resbalaron aliviadas por su mejilla hasta morir en el pañolito de fino
encaje con que ella las enjugó. Tal exhibición de sensibilidad había puesto los
vellos de punta a don Luis que apenas podía contener el deseo de estrecharla entre
sus brazos y adorarla.
Cuando al rato la Matahombres, como era su misión, entró en exponer las
condiciones económicas del posible matrimonio, éstas ya parecían superfluas a
ambos, pues, entre ellos, se había establecido una comunicación que a los dos llenó
de esperanzas sobre el futuro de sus relaciones.
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12. Trafalgar ( 21-X-1.805)
Es en la vida coincidencia fatal que al hombre de ley le salga la cría ilegal.
Don Joaquín Anillo y Quixano había tenido con su esposa, en la casa de Torre
Alta, seis vástagos. De ellos, a los dos últimos, había que echarles de comer
aparte. Saturnino era el que hacía quinto y Filiberto, el benjamín. La original
forma de hacer cuanto hacía, del sin par geómetra, modificó ligeramente los
nombres que su esposa había puesto a los dos niños, dando éste en llamar, al
primero, Saturno y al segundo, Liberto.
Cuando el Santo Oficio vino en arruinar la vida de don Joaquín y con él la
de toda su familia, a éstos dos, al ser los más pequeños, los entregó su madre a
una prima suya de El Puerto Real, mientras ella se daba a la mala vida. Los
zagales, tan eran de la piel del diablo, que su tía, que bastante tenía con los
suyos, pronto se hartó de ellos y los echó a la calle a que se buscaran la vida
como pudieran. Esto les acontecía cuando apenas el mayor tenía ocho años, y
Liberto, seis. De ésta forma, su escuela fue la calle, los muelles, los mercados, los
arrabales, donde el trozo de pan igual había que disputárselo al propio hermano
que al perro callejero o a la rata del tamaño de un gato, y donde, por desventura,
las más de las veces era el contrincante el que se hacía con el condumio y el
perdedor quedaba con el hambre mordiéndole las entrañas. Así, habían crecido y
se habían hecho hombres, robando, mintiendo, traicionando, peleando,
engañando, hiriendo…, e incluso matando, llegando a hacerse los nombres de
Saturno y Liberto tan conocidos como temidos en las Gadeiras.
En cierta ocasión, cuando contaban entre veinte y veintidós años, estaban
trabajando en el dragado del Caño de la Cruz, en la zona de éste que circunda el
islote del Penal de Cuatro Torres. Dicha operación, que había de efectuarse con
cierta periodicidad por el constante acopio de fangos que aportaban las continuas
mareas, se hacía durante la bajamar. Se empleaba en ello numerosísimo
personal, para aprovechar al máximo el corto período de tiempo en que la canal
del caño permanece en seco. Entre los que estaban allí trabajando, se contaban
doscientos peones de contrata y otros tantos presos del Penal. El personal
contratado se disponía en filas paralelas al sentido del caño y en la parte más
baja del mismo, a ambas orillas. Desde allí, apaleaban el fango unas varas más
arriba, en donde estaban dispuestas, de igual forma, las filas de cautivos, sujetos
unos con otros por cadenas prendidas a los grillos que abrazaban sus tobillos, y
que, a su vez, apaleaban el fango que recibían de debajo, a lo alto, a tierra firme.
Saturno y Liberto, contratados como peones, estaban ubicados en la fila de
la canal apaleando hacia arriba. Como quiera que el mayor de los hermanos se
percató de que en la fila de presos que había por encima de ellos, se encontraba
un roteño con el que mantuviera meses atrás una acalorada disputa en la
cantina de León, quiso aprovechar la ventajosa situación de que éste se
encontrara sujeto a cadenas y grillos para resarcirse. Entonces, y al efecto,
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comenzó a apalear el fango de tal suerte, que las más de las veces le caía encima
al truhán de Rota. Cuando éste se percató de la personalidad del que le mandaba
tan cariñosos fangazos, montó en cólera, vomitando toda clase de injurias y,
arrastrando con las cadenas a sus compañeros, trató de acercarse a Saturno con
la intención de atizarle con la pala que llevaba cogida de ambas manos. Tan
torpes fueron sus movimientos en medio del fango, en el que se enterraba a cada
paso hasta las rodillas y, además, teniendo que tirar de quienes en absoluto
estaban interesados en acompañarle, que vino en caer de bruces en el lodo, liado
en las cadenas y quedando a la merced de su enemigo. No se lo pensó Saturno
dos veces y, aprovechando la ocasión que la suerte le brindaba, caminando como
un cangrejo por el fango, se acercó al infortunado cautivo y la emprendió a
palazos con él. Las palas que se empleaban en esta labor eran las mismas que se
utilizaban en las labores de las salinas, talladas en una sola pieza la pala y el
mango y de una madera de gran resistencia. Pues, cuál no sería el ímpetu que
Saturno puso en sus golpes que uno de ellos vino a dar en la cabeza del
desgraciado, partiéndose en dos la pala y produciendo, la cabeza del desdichado,
un terrorífico ruido, semejante al que se origina al cascarse una sandía. Liberto
no quiso quedarse al margen y acudió en innecesario auxilio de su hermano. Los
peones y los demás presos habían dejado de apalear y permanecían silenciosos
observando la desigual pelea. Querían que alguien muriese para caber a más
rancho y, para darles tiempo a los contendientes, guardaban silencio al objeto de
no alertar a los guardianes. Cuando Liberto llegó donde el yacente cautivo, como
no encontrara resistencia en éste, miró furioso a su alrededor y, con la furia de
una fiera salvaje, descargó la pala que blandía en alto contra el prisionero que,
atado a las cadenas del roteño, más cerca le caía. Con tanto tino hizo el animal
su ataque que vino a dar tal que un hachazo en el cuello de éste, que se truncó
como débil columna ante semejante tajazo, yendo a dar su inerte cuerpo, junto
con el de su compañero, allá en el fango. Entonces los dos hermanos, espalda con
espalda, blandiendo amenazadores sus palas, desafiaron hostilmente al mundo
que tanto odiaban, en las personas de cuantos allí les contemplaban. Ya en ese
momento comenzaron los presos a increpar a los dos hermanos y, percatándose
los guardias de lo sucedido, montaron sus armas efectuando algunos disparos al
aire para amedrentar a la chusma. Siete fusiles con sus bayonetas apuntaban a
los dos hermanos cuando éstos se decidieron a tirar las palas al fango y
entregarse a los guardias. Como estaban junto al Penal de Cuatro Torres, les
ataron las muñecas a la espalda con unos cordeles, con la idea de ponerles los
grillos cuando llegaran al presidio.
Ya en el cuerpo de guardia del Penal, como siguiera el griterío de los
presos afuera, que daban a entender que se había producido otro foco de
desórdenes, la mayoría de los guardias acudieron afuera en auxilio de sus
compañeros, quedando allí solamente dos soldados y el oficial de guardia,
momento que, sin vacilar, aprovecharon los dos hermanos, que habían
conseguido aflojar sus ataduras por el camino, para abalanzarse sobre los dos
incautos y arrebatarles sus fusiles, volviéndolos contra éstos y disparándolos a
bocajarro. Aún no habían caído, ya muertos, al suelo, cuando Liberto se había
vuelto hacia el oficial que permanecía sentado tras su escritorio. De un envite le
atravesó el pecho con la bayoneta, dejándolo clavado al respaldo del sillón en que
se encontraba…, con la boca abierta y los ojos espantados de terror.
Con la velocidad y el instinto de las alimañas, hacían todos sus
movimientos los malvados hijos del buen don Joaquín. Así, emprendieron una
veloz huida hacia el Caño del Higuerón, pues bien sabían ellos que su única
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escapatoria estaba en el fango y el agua de los caños, donde se movían con
destreza inigualable, pues caminaban sobre la amorfa superficie con la rapidez
del cangrejo y nadaban por las aguas con la misma maña que el róbalo.
Apercibidos los más cercanos guardias de los disparos y de la huida de los dos
canallas, dispararon sus fusiles contra ellos, pero no los alcanzaron. Divididos
sus objetivos como estaban, entre acudir en pos de éstos o en apoyar a sus
compañeros en la insurrección del resto de los presos en el dragado del Caño de
la Cruz, se sujetaron a unos instantes de indecisión que fueron cruciales para el
logro del objetivo de los dos truhanes, pues antes de que los guardias se
aclarasen, ya estaban ellos en medio del caño, gateando sobre el fango a toda
marcha hacia el agua y nadando después con portentosa furia hacia la orilla de
la Marisma Tenebrosa.
En unos minutos, habían quitado la vida a cinco mortales: dos presos, dos
guardias y el oficial del presidio y nadaban ahora ufanos por las mismas aguas
en las que años atrás, su augusto padre les explicara a los niños de la Novísima
Academia la parábola que describen los proyectiles al lanzarse al espacio ( la
misma que describían las balas que, desde tierra firme, les lanzaban los
tardíamente organizados guardias y que caían por su derredor sin causarles mal
alguno…, habiendo en cambio ellos causado tanto mal, en tan corto tiempo).
De resultas de aquella terrible “proeza”, Saturno y Liberto sufrieron una
tenaz persecución por parte de las Guardias Rondines que, no obstante, no
consiguieron culminar con la captura de éstos, que habían visto acrecentarse, por
otra parte, su pérfida fama en los contornos, hasta el punto de ser utilizados sus
nombres para asustar a los niños desobedientes:
Duérmete niño y no tengas susto,
que no ha de pillarte Saturno.
Más si quedas despierto…,
te pillará Liberto.
En su huida, llegaron hasta Sevilla donde, al ser desconocidos tanto ellos
como sus fechorías, se enrolaron en la dotación de un buque correo que habría de
llevarles hasta Lisboa. Desde allí, navegaron a las Antillas Mayores,
estableciendo su centro de operaciones primero en La Española y, más tarde, en
Jamaica. Tuvieron buen cuidado de ocultar sus conocidos nombres y se hicieron
llamar los hermanos Anillo. Cuando alguno les requería su nombre de pila,
acudían a los originales que les impusieran en la pila bautismal, antes de que su
padre los pasara por el filtro de su humor, es decir, Saturnino y Filiberto, con lo
que estaban bien ciertos de que, de ésta forma, nadie los relacionaría con los
truhanes de la Ínsula.
Navegaron en buques con patente de corso, tanto del gobierno inglés como
del español; así, tanto protegiendo a los cargamentos que salían de La Habana
con destino a Gades, como saqueando a los mismos…, dependiendo de quien los
contratara, pues no habían más patria ni bandera que su beneficio propio.
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Cuando les faltó el corso, no tuvieron empacho en enrolarse en barcos piratas
argelinos en los que se contaban por cientos sus fechorías. Siendo de por sí
feroces y temibles los piratas de Argel, ¡cómo no serían los hermanos Anillo para
destacar tan sobremanera sobre aquéllos! Hicieron famosa, entre la vil canalla
de la piratería, su forma de trabajar emparejados en los abordajes, que consistía
en que Liberto se encaraba al adversario al tiempo que Saturno le buscaba la
espalda, lo prendía y, entonces, el menor de los hijos de don Joaquín degollaba a
su víctima de un certero y experimentado tajo.
También probaron fortuna en las naves que se dedicaban al tráfico de
esclavos entre el norte de África y las colonias inglesas y españolas de las
Américas. Mas era tal el ensañamiento que ambos mostraban contra los
inocentes desgraciados que el capitán del buque negrero, no pudiendo soportar el
estropicio que le hacían en la mercancía, se decidió a deshacerse de ellos. Así,
ayudado de varios miembros de la tripulación, los sorprendieron mientras
dormían, los desarmaron y los prendieron, dejándolos a su suerte al pasar el
estrecho de Gibraltar, en una falúa con agua para un par de días. Las corrientes
los llevaron a las playas de Tarifa y, desde allí, no pudieron esquivar la tentación
de regresar a la República de las Gadeiras que abandonaran cuando apenas eran
unos mozalbetes.
Para entonces ya nadie recordaba allí a Saturno y a Liberto y a los niños
se les asustaba con otros truhanes más conocidos en aquel tiempo. Su aspecto
distaba mucho del que tuvieran cuando se fugaron del Penal, pues ahora eran
dos hombres de más de cincuenta años, que en nada recordaban a los hijos de
don Joaquín. Además, se daba la circunstancia de que la maldad, que con tanto
empeño desarrollaban, había ido moldeando sus rostros de tal guisa que, al que
los topara en la oscuridad de la noche, lo espantaban como si viera al mismísimo
Belcebú.
Así pues, tranquilos de no ser reconocidos por sus antiguos paisanos,
arribaron a la Ínsula cuando en ésta fondeaba la escuadra combinada francoespañola que, al mando del almirante Villeneuve, se aprestaba para romper el
bloqueo de Nelson e invadir Inglaterra. La actividad en el Arsenal era, por tanto,
frenética, tanto en los astilleros haciendo reparaciones y puestas a punto de navíos
y armamentos, como en cuanto al avituallamiento y pertrecho de los barcos.
En el Arsenal se encontraba la flor y nata de la Armada española. Así, no
era extraño ver caminar por los muelles, o frente al palacio del virrey o por delante
de la flamante nueva Iglesia, al almirante Gravina, con su segundo, el
vicealmirante Ignacio María de Álava, que estaba al mando del navío de tres
puentes el “Santa Ana”, o a los jefes de escuadra Escaño y Cisneros con los
capitanes de navío Mac Dowell, que estaba al mando del “Rayo”, también de tres
puentes, y Hore, al mando del “Príncipe de Asturias”, o a Alcalá Galiano que
mandaba el “Bahama” o, en fin, a Churruca, que mandaba el “San Juan
Nepomuceno”, pues todos estos buques estaban atracados al muelle de la Puerta
del Mar.
Además de los mencionados buques, se encontraban en la Ínsula el
“Santísima Trinidad”, único navío de cuatro puentes existente entonces en el
mundo, que estaba armado con 132 cañones, fondeado en el caño de La Carraca o
Río de Sancti-Petri. Igualmente fondeados, pero en el caño de la Cruz, se
encontraban ocho navíos de línea, debidamente artillados: el “Argonauta”, el “San
Agustín”, al mando de Cajigal, el “Neptuno”, el “Montañés”, el “Monarca”, el “San
Leandro”, el “San Francisco de Asís” y el “San Ildefonso”.
Para terminar de describir el bosque de mástiles que parecía rodear a la
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Ínsula por todos los puntos de su rosa de los vientos, baste decir que, a los
mencionados, habría que añadir los buques franceses, “Bucentauro”, “Formidable”,
“Mont-Blanc”, “Berwick” y “Algeciras”, todos ellos fondeados donde el caño de La
Carraca se encuentra con el caño de San Fernando.
La tripulación de las naves españolas superaba los diez mil hombres, por lo
que añadidos éstos a los normales pobladores de la Ínsula, aquélla más se
asemejaba a un activo y frenético hormiguero que a otra cualquier cosa, por lo que
no es de extrañar que la entrada de los dos truhanes en la Ínsula pasara
totalmente desapercibida.
La Armada tenía grandes dificultades para completar las dotaciones de sus
barcos, pues no se encontraba gente con experiencia en el arte de la navegación.
Aunque en Francia la Revolución había puesto en práctica la conscripción para el
reclutamiento de soldados de todas las armas, en España, se continuaba
empleando la leva forzosa de ociosos, vagos y truhanes, que la justicia destinaba al
servicio de la mar.
En esta ocasión, para reemplazar los marineros que faltaban, se estaban
encuadrando soldados de infantería, pescadores y campesinos que, engañados de
falsas promesas, pasaban a constituirse en ignorante carne de cañón. Un
magistrado de la vecina Isla de la Puente, presionado por las circunstancias, había
decretado que los cautivos de Cuatro Torres que así lo desearan, pudieran
enrolarse en los buques de la escuadra combinada. De esta forma, ochenta y dos
presos decidieron probar fortuna en la inminente batalla, donde alguna posibilidad
de escapar se les habría de presentar, antes que pudrirse en los trabajos forzados y
celdas del Penal en que se hallaban.
Cuando los hermanos Anillo se presentaron en la cantina de León, ninguno
de los que allí se hallara que fuera de sus tiempos de muchachos, ni remotamente
los relacionaría con aquellos dos curtidísimos hombres de mar. Tranquilizados
ante esta circunstancia, no tuvieron reparo en pedirle a León que les sirviera ron
antillano, que era la bebida más cara que se pudiera permitir cualquier
desarrapado marinero en la cantina de la Ínsula, donde los que no fueran oficiales,
a lo más que alcanzaban, era a pagarse una jarra de vino.
Cuando los Anillo, ya cargados de bebida, comenzaban a ponerse patosos,
entró en la cantina un grupo de oficiales. Ante esta nueva situación recobraron la
prudencia y permanecieron observadores de cuanto acontecía.
El grupo de oficiales estaba compuesto por el capitán de navío don Cosme
Damián de Churruca, su segundo en el “Nepomuceno”, don Francisco Moyna, el
oficial Rafael Malespina y el guardiamarina Ruiz de Apodaca, cuñado de
Churruca. Todos lucían impecables sus uniformes de oficiales y los cabellos
debidamente empolvados, según la usanza de la época. Solamente Moyna utilizaba
peluca blanca de cabello rizado y recogida en la nuca en una coleta. El
guardiamarina Apodaca, sin duda, se había sometido a los martirios de las
tenacillas del peluquero, pues lucía sus cabellos en perfecta forma de ala de pichón.
Llamó poderosamente la atención de Liberto la persona del capitán de navío
Churruca. Era éste un hombre de poca presencia física, pues su estatura era
mediana y su corpulencia exigua. En absoluto daba la imagen de un poderoso
guerrero de los océanos, sino, más bien, de un hombre de ciencia, que es lo que en
87
realidad era. Mas lo que llamó la atención del truhán fue, sobre todo, el rostro de
éste y sus maneras y gesticulaciones, pues tenía el oficial un bello rostro,
enmarcado por una abundante cabellera rubia apenas empolvada, recogida en una
coleta, y un mentón perfectamente afeitado y puntiagudo que, unido a su recta y
también alargada nariz, daban al conjunto de su semblante una bella y noble
expresión. Su celeste mirada hacía el conjunto del rostro analizado más propio de
un poeta que de un rudo hombre de mar. Había que añadir a cuanto se ha descrito
que sus modales cortesanos eran de una exquisita elegancia, sin el menor atisbo de
amaneramiento, sino en su justa y estricta proporción. Era, en su conjunto, el
comandante de navío Churruca una persona tal que, al verla, cualquiera se sentía
atraído por ella.
Tal vez fuera el conjunto de armonía y bondad que irradiaba el caballero
oficial lo que atrajo hacia sí la atención de aquél que era, por el contrario, justo la
representación humana de la desproporción y la maldad (aparte quedara la
perversa atracción que el malvado Liberto sintiera, desde mozalbete, hacia los de
su mismo género).
Después de aquel encuentro, al malvado hijo de don Joaquín no le cabía en
su cabeza otro pensamiento que el de enrolarse en el buque del bello oficial. Así, no
tardaron en dirigirse hacia la Comandancia de Reemplazo, donde, dada su
cotizada experiencia como hombres de la mar, les fue dado el que eligieran el
buque en el que quisieran enrolarse, que, naturalmente, fue el “San Juan
Nepomuceno”. Desconocía el truhán que el comandante de navío Churruca había
coincidido en 1.782, en el asedio a Gibraltar, con el entonces capitán de corbeta don
Leopoldo Tagle, con el que trabó una entrañable amistad. Durante las largas
noches de guardia, don Leopoldo le había referido su adolescencia en la Ínsula y,
naturalmente, le habló de la Novísima Academia y del inolvidable don Joaquín
Anillo. Y, tal vez, no le resultara difícil a don Cosme Damián ir atando cabos hasta
dar con la verdadera y terrible personalidad de aquellos malhadados.
El almirante Gravina había convocado una reunión urgente en el palacio del
Virrey para aquella tarde. A la misma, asistieron Ignacio de Álava, Escaño, que
era el Jefe del Estado Mayor, Cisneros, que era el jefe de Escuadra, Churruca,
Alcalá Galiano, Cajigal, Hore y Mac Dowell.
El virrey era perfectamente consciente de la situación por la que
atravesaban sus compañeros de armas, en puertas de librar una batalla en la que
podía estar en juego el futuro dominio de los mares. La tensión era patente en
todos ellos y el virrey sabía que la mejor manera de librarlos de la crispación
acumulada sería alrededor de una buena mesa con buenos caldos y animosa
charla.
Así, había mandado preparar los salones del palacio como en las grandes
ocasiones. Las lámparas colgantes del techo, atestadas de velas, mantenían la
estancia casi como con luz del día. El mes de octubre hacía innecesario tanto el
abrir las ventanas como encender las chimeneas, pues la temperatura ambiente
era ideal.
El virrey se proponía obsequiar a los presentes con una opípara cena que les
hiciera olvidar, aunque solo fuera por un rato, que la muerte, olfateada la
contienda, afilaba su guadaña para segar vidas como a frágiles espigas, sin
miramiento alguno.
El almirante Gravina había regresado de un rapidísimo viaje a Madrid y
deseaba poner a los miembros de su Escuadra al corriente de las instrucciones
recibidas de la Corte. Sentados en torno a la mesa, Gravina les relataba cómo
había puesto en antecedentes a Godoy del espíritu dubitativo del almirante
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Villeneuve y de cómo, no sólo había desperdiciado, por dos veces, la ocasión de
atacar a las fuerzas inglesas en condiciones ventajosas por la superioridad de sus
fuerzas, como había sucedido con Nelson en las Antillas y con Calder en Finisterre,
sino que había sido incapaz incluso de atacar a los tres navíos de Collingwood que
bloqueaban el puerto de Gades, cuando la flota combinada arribó a la Bahía de Las
Gadeiras. No obstante, Godoy, según relataba el almirante, siguiendo
instrucciones directísimas del inapetente Borbón, Carlos IV, le había encarecido
que aceptaran la situación tal y como se presentaba, pues el generalísimo
Bonaparte había destituido a Villeneuve y no tardaría en recibirse tal despacho en
la escuadra combinada. De esta forma, no quería su majestad que surgieran
conflictos que alterasen la armonía para que, en modo alguno,
pudiera
descargarse de culpa el inepto Villeneuve, achacando su impericia al
comportamiento de los marinos españoles. Era cuestión, pues, de limitarse a
entretener al almirante francés, mientras llegaba el despacho de Napoleón
destituyéndole.
En el transcurso de la animada charla que se produjo durante y después de
la cena, los marinos de la escuadra española tuvieron ocasión de expresar sus
pareceres en relación con la situación en que se encontraban. Así, Cisneros puso de
manifiesto su desagrado, pues había percibido en los oficiales franceses un modo
de proceder en extremo inadecuado. Sin duda procedentes de la revolución y de los
tiempos que corrían en Francia, éstos se mostraban en exceso ordinarios y bruscos
en el trato y despóticos en el mando. Habiendo notado en éstos, además, un cierto
desprecio hacia los oficiales españoles, sin duda por la ascendencia aristocrática de
la mayoría de ellos. Mac Dowell, para apostillar las observaciones de Cisneros,
añadió que había observado, además, que los revolucionarios consideraban a los
españoles como gente anticuada y supersticiosa en los procedimientos y estrategias
navales. Galiano observó, no sin cierto atrevimiento propiciado sin duda por los
vapores del magnífico vino con que acompañaban la exuberante cena, que era
ridícula la situación que mantenían las tres potencias mundiales, España,
Inglaterra y Francia, en la que hoy estábamos aliados con uno contra el otro,
mañana con el otro y contra el uno y pasado los dos contra nosotros, siendo tal
situación debida a la inconstancia de los monarcas, más pendientes de sus pactos
familiares y de la evolución de la revolución, que del destino de sus naciones. En
un principio, todos quedaron en silencio ante la osadía de la crítica lanzada por
Alcalá Galiano, pero, como Gravina asintiera con un gesto ante la exposición de
tal criterio, ya ninguno tuvo empacho en apoyarlo abiertamente. El abrazo del
inglés o del francés – añadió don Ignacio de Álava – no hace sino medirte la
espalda en la que clavará el puñal de su traición.
Desde luego – añadió Churruca – ya quisiera yo, para nosotros, una
situación como la que tienen ahora mismo los ingleses; las dos escuadras enemigas
reunidas en un puerto y con la superioridad de su mejor armamento y de sus
expertas dotaciones, para aniquilarlas a las dos de una sola vez. Es la ocasión que
vienen esperando desde antiguo para quedarse dueños de los mares del mundo.
- ¡Efectivamente amigo Cosme – enfatizó Gravina – y, precisamente por ello,
hemos de dar la vuelta a esta nada favorable situación! El tiempo está a punto de
empeorar - continuó el almirante - los temporales se sucederán durante toda la
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estación y hasta el próximo invierno…, así pues, permanezcamos a resguardo en
La Carraca y dejemos que los elementos diezmen sus fuerzas hasta equipararlas a
las nuestras…, entonces será la ocasión de acabar de una vez por todas con Nelson,
con Collingwood y con toda la ralea de ingleses que infestan los mares del mundo y
nuestra plaza de Gibraltar; que después se podrá dar satisfacción a los deseos del
generalísimo francés de invadir las islas británicas y someterlos para siempre a
sus dictados.
Mas, a los pocos días, todos los planes de Gravina se desvanecerían, pues,
conocedor Villeneuve de que Rosilly se encontraba ya en Madrid, pronto a
reemplazarlo en el mando de la flota combinada, y deseoso como estaba el
almirante francés de rehabilitar su menoscabado prestigio, decide entrar en
batalla desoyendo los sabios consejos de los oficiales españoles. Y, de ésta forma, el
día 19 de Octubre, el buque insignia de la combinada, el “Bucentauro”, izó la señal
de darse a la vela. Siguiendo las instrucciones de Godoy, Gravina se somete a los
designios del inepto francés y, desde su nave, el “Príncipe de Asturias”, repite a los
suyos la señal de largar trapo.
Liberto había hecho muy buenas migas con el contramaestre del
“Nepomuceno” y estaba logrando ganarse la confianza de éste que, con frecuencia,
lo mandaba a transmitir órdenes por cuenta suya, con lo que el malvado estaba
prontamente adquiriendo un cierto rango entre la vil canalla. Saturno, por el
contrario, a última hora había decidido enrolarse en el buque francés
“Redoutable”, pues requerían en éste la presencia de buenos tiradores de fusil a los
que se ofrecía una buena paga en revolucionarias monedas de plata. Y Saturno
era un especialista en hacer puntería con un buen fusil. También se sentía atraído
por conocer más de cerca en qué consistía la tan renombrada revolución del vecino
país. Y, sobre todo, que, jugando una partida de dados en la cantina de León con
unos marineros del “Redoutable”, a través de los cuales se había enterado de su
necesidad de buenos tiradores, quedó prendado de la bolsa de monedas de oro que
portaba uno de ellos llamado Mauriac y que el avaricioso truhán estaba empeñado
en hacer cambiar de dueño.
De esta forma, encaramado al palo mayor del “San Juan Nepomuceno”
Liberto, y, desde la proa del “Redoutable”, Saturno, pudieron ambos hermanos
contemplar el espectáculo maravilloso del desplegar simultáneo de las velas de
nada menos que treinta y tres navíos y siete fragatas. Un suave viento de Levante
llenaba la operación de parsimonia y solemnidad, al tiempo que las inmensas
moles de madera se enfilaban una tras otra por los caños de San Fernando y de
Boca Chica, camino de la Bahía de las Gadeiras. En las murallas de la antiquísima
Gades, un inmenso gentío se asomaba deseoso de contemplar el espectáculo de la
potente flota combinada y, con el agitar de sus pañuelos, les transmitían sus
deseos de triunfo sobre la odiosa flota inglesa, que tanto perjuicio estaba
causándoles con sus constantes bloqueos del tráfico con las Indias Occidentales.
Cuando la flota estaba ya en mar abierto, el Levante calmo, como suele
hacer, roló a Sudoeste largo, de tal forma que el almirante francés ordenó tomar
dos rizos de las gavias, ceñir mura a babor y dirigirse mar adentro sin formación
alguna. Ya por la tarde, como quiera que el viento hubiera amainado bastante,
viraron a un tiempo por redondo, largaron los rizos a las gavias y formaron varias
columnas paralelas de buques que hicieron derrota hacia el Estrecho de Gibraltar.
Cuando tal sucedía, era a la caída de la tarde del día 20, pues la ausencia de
vientos propicios para las maniobras dentro de la Bahía había retardado toda la
operación.
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Saturno, en el Redoutable, por medio de un vasco francés que algo hablaba
en castellano, se estaba emocionando con los relatos revolucionarios que le
contaban sus nuevos camaradas. En el sollado de marinería, sin duda inducidos
por el malandrín, habían formado una timba y se estaban jugando la soldada a los
dados. Saturno había conseguido meter en ésta a Mauriac, el gabacho de la bolsa
de monedas de oro que tanto ansiaba. Entre vez y vez que los dados rodaban por el
barril que se habían instalado a modo de mesa de juego, el vasco le traducía, a
instancia de uno u otro de los jugadores, cómo, en el vecino país, se habían
sublevado los pobres contra los nobles; cómo habían pasado por la guillotina a
centenares de aristócratas y habían confiscado sus bienes y repartido los mismos
entre los más desfavorecidos de la fortuna; cómo los revolucionarios habían pasado
de siervos o plebeyos a denominarse con el nuevo título de “ciudadanos”; cómo
estaban consiguiendo que ningún cargo estuviera reservado a las clases
privilegiadas, ni en el gobierno de París ni en los de las demás ciudades, ni en la
justicia, ni en ninguna parte. Todo lo cual estaba enardeciendo a Saturno, pues
cuanto más le relataban más se aseguraba que precisamente aquel vecino país era
el que necesitaban él y su hermano Liberto para enriquecerse prontamente.
Cuando le relataron los principios revolucionarios de Libertad, Igualdad y
Fraternidad, entusiasmado, les decía que todo eso era precisamente lo que él y su
hermano anhelaban desde su temprana edad y que tan era así, que el nombre
verdadero de su hermano no era Filiberto, como hacían creer a todos…, sino
Liberto, como la Revolución propugnaba que habían de ser los “ciudadanos”
(Saturno aprendía rápidamente los postulados de la revolución).
Lo que no apercibió el muy incauto fue que los gabachos se habían
confabulado entre ellos para distraerlo con la charla y, así, restarle atención en el
juego, de tal forma que, cuando vino a darse cuenta de ello, se encontró con que le
habían ganado hasta la última moneda. Cuando cayó en la cuenta de cuán sandio
había sido, al tiempo que se levantaba, dio una patada al barril, que rodó por el
sollado junto con los dados y las monedas que tenían sobre él dispuestas.
Prontamente, sacó el cuchillo que portaba detrás en su cintura dispuesto a
cargarse, para empezar, al vasco traductor, y después, a cuantos más, mejor.
Cuando tenía al pobre vascongado trincado por detrás, pidiendo auxilio a sus
compañeros en arameo, y Saturno se disponía a rebanarle el pescuezo, un disparo
de pistola le hizo detenerse un instante…, lo suficiente para ver acercarse al
contramaestre con dos pistolas apuntándole a su cabeza. Soltó al gabacho que se
había cagado y meado encima y echaba una peste insoportable, apartándolo de él.
El contramaestre se le acercó profiriendo insultos contra Saturno de entre los que
no hacía falta saber francés, para entender que le estaba llamando, entre otras
cosas, cochino español. Cuando estuvo a su altura, le golpeó la cabeza con la
pistola que había anteriormente disparado, haciéndole caer al suelo. Cuando se lo
llevaban entre dos soldados, pudo oír cómo los franceses se reían a carcajada
limpia. Le quedaba la duda de saber si las risas eran por la satisfacción de haber
engañado al engañador o, simplemente, por el estado en que había quedado el
vasco.
Ya en cubierta, lo amarraron a la base del palo mayor y, para aplacarle los
ánimos, le dieron diez latigazos. Después, lo volvieron al sollado con la advertencia
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de que si volvía a alborotar, lo fusilarían. Y Saturno supo que no lo decían en
broma.
Cuando en un buque se está a punto de entrar en batalla, parece que, entre
la dotación, se despierta el deseo de sentir cerca la muerte y, en ésos momentos, la
vida de cualquiera no vale lo que una simple moneda. La inteligencia natural de
que gozaban los hijos de don Joaquín les hacía saber muy bien cuándo era el
momento de echarse para adelante y cuándo el de esperar pacientemente mejor
ocasión. Y éste era el momento de aguantar las risas que se oían al fondo del
sollado y esperar la batalla. Entonces, Mauriac y el vasco estarían lo
suficientemente atentos a las balas del inglés como para esperar el cuchillo de
Saturno que los degollaría por la espalda.
Por su parte, Liberto, con la tenacidad y paciencia con que la araña teje su
mortal trampa, estaba actuando ante sus jefes de manera eficaz y correcta, hasta
el punto de, en tan poco tiempo, estarse ganando la confianza de todos. Demasiado
sabía él que, en los momentos de calma que preceden a la tempestad de la batalla,
los débiles, los demás seres humanos que no fueran él mismo o su malvado
hermano, necesitaban desesperadamente confiar en todo lo que les rodea…,
seguramente para instalar un poco de seguridad en sus temerosos corazones. Y él
aprovechaba esta circunstancia para trasmitir a sus oficiales la sensación de que
todo lo que se le encomendaba se cumplía de inmediato y cualquier orden era
ejecutada pronta y eficazmente. Y el muy ladino, al instante, se estaba
presentando ante el oficial que fuera, para darle cuenta del cumplimiento de lo
ordenando y, en posición de firmes, solicitar del superior un nuevo mandato que
cumplir. A más de un oficial le había sacado el comentario de: “gente así es lo que
le hace falta a la Armada de su Majestad, no tanto campesino y maleante inútiles
“. Sin duda, no conocían la verdadera condición de Liberto, ni la maldad de sus
planes.
El muy truhán había puesto especial interés en camelarse al cocinero, pues
de sobras sabía que éste era el que más fácil acceso tenía al camarote de
Churruca.
Aquella noche del 20 para el 21 de Octubre de 1805, con la luna en cuarto
menguante y persistiendo el viento del Sudoeste largo, se presentaba hermosa
para una singladura pacífica, mas el olor de la cercana contienda no permitía a
ninguna de las cuarenta mil criaturas (veinte mil por cada bando) que iban a
exponer sus cuerpos al fragor de las balas y de la metralla, percatarse de la
belleza que les rodeaba en aquella otoñal anochecida. Los oficiales habían cenado
en el camarote del brigadier, pues, aunque lo habitual era que Churruca cenara en
compañía de su segundo, don Francisco de Moyna, en esta ocasión, quiso el
comandante tener a todos sus oficiales cerca para infundirles la confianza y el
ánimo que la delicada situación requería. Por más que le había insistido Liberto al
cocinero para que le permitiera participar en el servicio de la cena, éste no lo había
consentido. El malvado hijo de don Joaquín Anillo ardía en deseos de encontrarse
cerca de aquel singular oficial y contemplar su pasmosa serenidad, su correcto
castellano de la gente del norte que tan bien pronunciaban todas las palabras y, en
especial, las eses. La forma tan medida de todos los gestos de sus manos o de su
rostro, la exactitud con que iba dando entrada en la conversación a uno u otro, de
tal manera que, sin que nadie se percibiera de ello, hacía derivar la conversación
hacia donde era de su interés llevarla. De la misma guisa que, suave, pero
enérgicamente, gobernaba su nave llevándola donde deseaba en el momento en
que quería.
La cena la habían efectuado a la caída de la tarde. Después de una breve
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sobremesa en la que en todo momento Churruca había mantenido el ánimo alto y
la voz firme, e incluso se había permitido bromear con más frecuencia de la que
acostumbraba, les mandó que se dispusieran a descansar estrechando uno a uno
sus manos e infundiéndoles unos ánimos de los que ciertamente no andaba
ninguno sobrado. Después de esto, el comandante del San Juan Nepomuceno, se
dispuso a escribir una emotiva carta a su amada esposa en la que traslucía los
temores que le infundía el que la escuadra combinada estuviera en manos del
indeciso Villeneuve, en lugar de estarlo en las expertas y recias manos de su amigo
Gravina. Cuando hubo terminado y secado la tinta de su escrito, lo selló y lo dejó
encima de su escritorio (pasara lo que pasara al día siguiente, confiaba en que el
que la encontrase la haría llegar a su destino). Después, estuvo un rato de rodillas,
orando ante el crucifijo que había clavado sobre la mesa de su camarote.
Posteriormente, intentó dormir en la hamaca…, pero no conseguía conciliar el
sueño. Al rato, se cubrió con el capote y salió a cubierta. El alférez don Benito
Bermúdez estaba al timón. No obstante, don Cosme apetecía estar solo con sus
pensamientos, así que se hizo traer una silla de tijera con el asiento y el respaldo
de cuero, de las que tenía en su cámara, y se situó en la mura de estribor del
puente de popa. Liberto, que estaba pendiente de cuanto se relacionara con el
comandante Churruca, cuando lo vio allí solo, envuelto en su capote en el medio de
la noche, sintió, sin saber muy bien cómo ni para qué, que la fiera que había en su
interior apetecía acechar de cerca a aquella posible víctima de sus inexplicables
maldades.
Era costumbre de los marinos de la época el tomar a medianoche una sopa
de ajos a la que se echaba un huevo crudo. Liberto fue a la cocina y encontró allí a
un pinche que estaba preparando la sopa para los oficiales de guardia. El cocinero
dormía en el sollado, según le dijo el pinche. El malvado Liberto no tuvo dificultad
en convencer al ayudante del cocinero de que éste le había encargado a él de
servirle la sopa al comandante, en caso de que éste la solicitara, como, según él,
había sucedido.
Con extremo cuidado portaba Liberto, por la cubierta del Nepomuceno, la
bandeja de plata sobre la que el pinche había instalado el plato de sopa de ajos del
comandante, los cubiertos, una servilleta, el huevo crudo y un trozo de pan, por si
el señor Churruca quería echar migotes. Cuando estuvo ya en el puente de popa, a
unos pasos de Churruca, se detuvo y, adoptando la actitud que bien sabía él que
tanto agradaba a los oficiales, de sumisión, obediencia y prudencia en el trato, dijo:
- Buenas noches, mi comandante, le he visto a usted aquí y me he permitido
traerle la sopa de ajos, por si le apeteciera a su señoría.
Churruca se sobresaltó ligeramente, pues no se había apercibido de la
presencia del marinero. Después, se extrañó que aún fuera medianoche, pues
pensaba que ya sería madrugada, pero, sin duda, aquella noche había de ser más
larga que las demás. Y, de pronto, sintió deseos de tomarse la sopa e incluso de
charlar. Así es que le dijo a Liberto:
- Acércame esa sopa, marinero, que no hay que perder las buenas
costumbres.
Liberto se acercó al comandante y, cuando le entregaba la bandeja, percibió
el característico olor de los uniformes de los oficiales y sus manos rozaron
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levemente las del oficial, lo que le produjo un leve estremecimiento que no
acertaba a explicarse y que, además, le molestaba sobremanera, pues él no tenía
miedo de nadie y era muy capaz de rebanarle el cuello a cualquiera, incluso al
comandante ¡y ahora mismo!, si fuera preciso. Siguiéndose en sus actos de sus
pensamientos, la mano de Liberto fue a posarse sobre la empuñadura del cuchillo
que llevaba en la parte de atrás de su cintura y en ese momento de confusión
interna del malandrín, el comandante, que apetecía de platicar, le dijo:
- Tengo buenas referencias de su comportamiento en el Nepomuceno,
marinero Filiberto.
El truhán se sintió gratamente sorprendido de que el comandante del buque
conociera su nombre. Churruca prosiguió:
- ¿Habéis servido en otros buques de la Armada Real?
- Sí señor, en la fragata Venganza y en el navío España - mintió Liberto -,
pero de eso ya hace muchos años, señor. He navegado, sobre todo, en buques correo
en las colonias de América y, una vez, he dado la vuelta al mundo y he “doblado el
cuerno” del cabo de Hornos por el paso de Drake - seguía mintiendo Liberto.
Al tiempo que decía los embustes, mostraba al comandante el lado izquierdo
de su cara para que éste distinguiera la argolla de plata que atravesaba el lóbulo
de su oreja. Entonces el comandante observó que Filiberto hablaba con él sin
descubrirse la cabeza de su harapiento sombrero de tres picos. Y le dijo al
marinero:
-¿No te dispondrás a mear contra el viento?, - ante cuya ocurrencia ambos
rieron distendidamente, pues es sabido, entre las gentes del mar, que el que
consiguiera atravesar sano y salvo el cabo de Hornos adquiría desde ese momento
tres privilegios: el primero, lucir una argolla en su oreja izquierda que señalaba
que había realizado tal proeza; el segundo, no descubrirse la cabeza, ni incluso
ante el rey; y el tercero, mear contra el viento, aunque éste salpicara a los
infortunados que no hubiesen realizado tal gesta.
- ¿Tienes experiencia en combate, hijo?
- Si señor, he combatido cientos de veces…
- ¿En los buques correo…? se sorprendió el comandante, creyendo que era
ahora cuando fanfarroneaba para darse importancia ante él.
- No señor, cuando di la vuelta al mundo…, fuimos atacados por piratas
argelinos en dos ocasiones en el Atlántico y, otras tantas, por los sanguinarios
piratas chinos en el Indico.
- Y, por lo que veo, de todos esos ataques saliste indemne…
No del todo, señor, - dijo Liberto, levantándose la camisa y mostrando, a
la tenue luz de la media luna, una gran cicatriz en el vientre y otra en la espalda.
Y, antes de que el comandante continuara, Liberto se le adelantó diciéndole:
- ¡Señor…, vamos a morir mañana?
Espero que no, hijo, pero, si el honor de nuestra Patria así lo exige…,
sabremos morir dignamente.
Señor, morir es morir y listo…, quiero decir, que da igual que sea o no
dignamente, si se nos acaba la vida…, ya, qué ha de importar.
- Aunque se nos acabe la vida, aquí dejamos seres queridos y ellos han de
vivir con nuestro recuerdo. No será lo mismo que vivan orgullosos de nosotros por
haber sabido defender nuestra nave hasta la muerte, que obligarles a vivir con el
recuerdo de un comportamiento cobarde y villano que les haría avergonzarse de
nuestra memoria y de ellos mismos.
- Señor…, yo no tengo a nadie. Cuando apenas era un muchacho, el Santo
Oficio sometió a mi padre a sambenito y al destierro, mi madre se echó a la mala
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vida, mis hermanas calentaron las camas de nuestros señores hasta que, ajados
sus cuerpos, fueron igualmente dadas a la mala vida. ¡Creo que todos estarán
muertos! Yo nunca estuve en ninguna parte el tiempo suficiente para formar una
familia. Si he dejado algún hijo por el mundo, lo desconozco. ¡A nadie le va a
importar cómo muera yo mañana…, si con honra o cobardemente!
En ese caso, marinero Filiberto, te tienes a ti mismo. No te resultará
igual presentarte ante el Altísimo cargado de gloria y habiendo cumplido con tu
deber que hacerlo como un cobarde.
¡Señor…, perdóneme la franqueza, pero lo más altísimo que yo conozco
es la cofa del palo mayor de mi nave!
- En ese caso, Filiberto, - le dijo el comandante al tiempo que se levantaba
del sillón – te daré una razón para que mañana pelees y mueras como un valiente.
¡Y ésta es que tu comandante está dispuesto a morir cargado de gloria mañana, en
esta batalla! Si la sobrevivo, buscaré tu cuerpo entre los desechos del combate y te
encontraré cubierto de gloria o me mearé sobre tus huesos. Y si, por el contrario,
muero en la pelea, vendré desde la otra vida a mearme contra viento cada vez que
asomes tu apestosa cara por la mura de tu buque…, y tendrás que, como un
imberbe, limpiar mis orines de tu viejo rostro.
Y, al tiempo que ésta chanza le decía, el comandante cogió la mano de
Liberto con las suyas, clavó sus celestes ojos en su negra y torcida mirada y, ya
seriamente, apretando su mano, le dijo:
-¡ Lucharás por mí, Liberto, y por el Nepomuceno…, y, si ello no te bastara,
lucharás por la memoria de don Joaquín Anillo, tu padre!
Liberto sintió como si de las manos y de los ojos del comandante se
descargaran eléctricos rayos hacia él, que hicieron estremecer todo su cuerpo.
Estaba completamente desconcertado, pues nunca hombre alguno le había hecho
sentirse subyugado de aquella forma. Además, le había descubierto y sabía quién
era él y hasta conocía quién era su padre. No tardaría en llamar a los guardias
para que le prendieran. Todos estos pensamientos y sensaciones, atropellados en
su cerebro, habían paralizado la felina agilidad de que siempre hacía gala en los
momentos difíciles. El comandante soltó su mano y, a modo de despedida, le dijo:
-¡Mi espalda es amplia, Liberto, como para acoger la más grande de las
traiciones, mas mi corazón también es amplio, como para ignorar lo que hasta
ahora has sido y acoger con los brazos abiertos al valiente que vas a ser mañana!
Y, en diciendo esto, se dio la vuelta y permaneció unos instantes allí parado,
como dándole la opción a que sacara su cuchillo y lo hundiera cobardemente en su
espalda. Como quiera que Liberto no saliera de su estado de parálisis, el
comandante, lentamente, bajó del puente y, tras saludar al alférez don Benito
Bermúdez de Castro, se dirigió hacia su camarote.
Churruca había dejado la bandeja de la sopa en la cubierta del puente.
Cuando Liberto recuperó su capacidad de moverse, se agachó, la recogió y se
dirigió con ella a la cocina. El pinche se había ido a dormir, así es que la soltó sobre
la mesa, cogió el trozo de pan que el comandante no se había comido y se fue al
sollado en busca de su mugrienta hamaca. Y allí permaneció royendo el trozo de
pan como un ratón y tratando de poner orden en sus pensamientos y sus
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sensaciones.
Era casi el alba cuando su rendido cuerpo consiguió apenas conciliar un
corto sueño, que se vería bruscamente interrumpido por el toque de diana.
Clareando el alba, pudo ver Liberto, desde la cubierta del Nepomuceno,
cómo la escuadra combinada formaba una extensa línea a retaguardia de la cual se
encontraban ellos. Los vigías habían advertido de la presencia, proa al Norte, de la
escuadra enemiga. Se divisaban a barlovento veintisiete navíos, siete de ellos de
tres puentes, y seis fragatas, formados todos ellos en línea de batalla. La
confrontación era inminente y los rostros de todos se habían vestido de gravedad y
preocupación.
Nada más iniciarse la partida, debido a la impericia del almirante francés,
se decantó del lado de los ingleses. A las siete de la mañana, Nelson había
mandado arribar a sus navíos formando dos columnas que habían de dirigirse al
centro y retaguardia de la extensa línea que componía la escuadra combinada, con
la intención de dividirla, rodearla y, cogiéndola entre dos fuegos, aniquilar,
primero la retaguardia y, posteriormente, la cabeza de la línea.
Villeneuve, con su maldito carácter indeciso, perdió un tiempo precioso,
pues, observada la maniobra del enemigo, tardó una hora en decidirse a ordenar
virar por redondo a toda su línea, ciñendo el viento por babor en el navío de
cabeza, para formar todos por sus aguas, consiguiendo invertir las escuadras y la
numeración de los buques. Pero todo esto se hizo teniendo ya al enemigo muy
cerca. En aquellos momentos reinaba la calma y la operación se efectuaba con
lentitud. Además, no se había comparado previamente el andar de cada navío y
ahora se comprobaba que lo hacían de forma desigual. Con todo ello, se consiguió
que la línea de ataque se encontrara deshecha cuando ya estaba el enemigo
encima, es decir, lo que Nelson quería conseguir a base de pericia, arrojo y
cañonazos, romper la línea combinada y dividirla, se lo entregaba Villeneuve ya
hecho, y gratis, sin haber tenido que disparar uno solo de sus cañones.
Algunos buques se sotaventearon, la línea se deformó y se produjeron
importantes claros por los que los buques enemigos podrían pasar, orzar a
sotavento y coger a la combinada entre dos fuegos. Gravina se dio cuenta de lo que
estaba pasando. Se abstuvo de arribar, tal como ordenara Villeneuve,
manteniéndose a barlovento con Magon y los doce navíos que componían la
escuadra de reserva y le pidió permiso al almirante francés para obrar
independientemente con Magon y arribar ellos sobre las columnas inglesas cuando
comenzase el combate, devolviéndoles su misma estrategia y cogiéndolos de esta
manera entre dos fuegos: el de la escuadra combinada principal y el de la escuadra
de reserva que mandaba él.
El inepto Villeneuve no permitió a Gravina seguir su estrategia, que
hubiera cambiado el resultado de la contienda, y le ordenó continuar alineado
sobre la cola de la formación, dejando con ello los doce navíos de la escuadra de
reserva fuera del tablero en que había de desarrollarse la partida principal.
Nelson mandó a Collingwood poner proa al “Santa Ana” con su columna, al
tiempo que él, con la suya, enfilaba al “Bucentauro” de Villeneuve. Ambos se
encontraban en el centro de la desordenada línea combinada. De esta forma, dos
compactas columnas de buques ingleses incidieron perpendicularmente a una
larguísima y descompuesta línea combinada, por cuyo centro les fue fácil penetrar
y envolverlos en dos bolsas, en las que produjeron un catastrófico fuego cruzado
para la escuadra franco-española.
El “Nepomuceno” estaba en un extremo de la línea de combate de la
combinada. La columna de Collingwood se dirigió al “Santa Ana” y se abrió el
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fuego entre éste y el “Royal Sovereing”. Cinco buques de dicha columna se
dirigieron hacia el “Nepomuceno”, abriéndose en aquellos momentos fuego a
discreción. Churruca, desde el puente de popa, dirigía las operaciones de su barco
con una serenidad pasmosa. Liberto, antes de comenzar la batalla, se había
presentado a su comandante y, en posición de firmes, le había pedido permiso para
permanecer junto a él durante la contienda y ayudarle a trasmitir las órdenes.
Churruca había accedido y, por tanto, Liberto se encontraba igualmente en el
puente de popa dispuesto a acudir a donde su comandante lo mandara, pero su
verdadera intención, al solicitar permanecer junto al comandante, era la de
protegerlo. Él mismo no sabía exactamente por qué, pero necesitaba averiguar qué
es lo que tenía aquel vasco que le había estremecido las entrañas; y para ello
necesitaba que permaneciera vivo.
De los cinco buques que se habían dirigido contra el “Nepomuceno”,
debieron considerar que tres serían bastantes y los otros dos se dirigieron hacia las
naves de la combinada más cercanas a ellos.
Por otra parte, el “Redoutable” había quedado apartado de la zona de
confrontación y su comandante ordenó acudir en ayuda del “Bucentauro”, que era
atacado por el “Victory” de Nelson, y del “San Ana”, que cruzaba su fuego con el
“Temerary”. El “Santísima Trinidad” también acude a atacar al “Victory”,
consiguiendo, de un certero cañonazo, romperle el palo de mesana que, en su caída,
arrastró y aplastó a numerosos hombres. También han logrado romperle la rueda
del timón que saltó hecha astillas. No obstante, Nelson y su segundo, el capitán
Hardy, pasean sobre el alcázar de popa con la misma serenidad con que Churruca
lo hace en su buque. ¡Sin duda son hombres forjados con un temple especial!
Saturno no ha tenido ocasión de saborear el dulzor de la venganza contra
Mauriac y el vasco, pues, nada más amanecer, le facilitaron un magnífico fusil y le
hicieron subir a una de las cofas desde la cual debía hacer puntería sobre los
oficiales de los barcos enemigos. Era ésta una técnica muy usada por los franceses
y que en ocasiones, daba muy buenos resultados, pues la caída de los jefes con
frecuencia desalentaba a las dotaciones que se entregaban sin necesidad de
destrozar los buques. No obstante, hacer puntería desde lo alto de la cofa, donde el
movimiento del buque se multiplica por diez y, teniendo, al mismo tiempo, el
blanco sometido a los vaivenes de la mar, era harto difícil. No obstante, allí estaba
el malvado Saturno dispuesto a cazar oficiales ingleses como si de conejos se
tratara.
En un momento determinado, el “Redoutable” está a medio tiro de pistola
del “Victory”. Saturno, calculando los vaivenes a que está sometido en lo alto del
palo mayor de su buque, efectúa el disparo cuando, en el vaivén de derecha a
izquierda, su fusil apunta a dos metros del objetivo. Y apunta con los dos ojos
abiertos. Aquel ser tan bien dotado para hacer el mal, hizo puntería en el
secretario de Nelson, al cual alcanzó en pleno vientre. Desde lo alto del palo, daba
Saturno gritos de alegría por su acierto, gritos que le eran coreados por algunos
camaradas desde abajo, aunque él no los entendiera por estar proferidos en
francés. Se aprestó a repetir la hazaña, pero los siguientes disparos los falló uno
tras otro. Cuando estaba empezando a cansarse de aquello, tuvo la fortuna de dar
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un disparo junto a los pies del segundo de Nelson, de tal suerte que las astillas que
levantó el disparo hirieron la pierna de éste que hubo de ser retirado al sollado
para que le atendieran los cirujanos. Este nuevo acierto volvió a animar al
malvado Saturno, que, en ésta ocasión, se propuso hacer puntería sobre el propio
Nelson que, advertido de que los tiradores del “Redoutable” lo habían tomado como
blanco, decide retirarse del puente de popa para seguir dirigiendo las operaciones a
cubierto de los tiradores. No tuvo tiempo de concluir su proyecto: el siguiente
disparo de Saturno, sin duda aliadas las fuerzas del mal con él, consiguió una
diana plena sobre el almirante. Le alcanzó en el hombro izquierdo, destrozándole
el pulmón y el espinazo. Nelson cae de rodillas en la cubierta, al tiempo que, de su
hombro, mana un chorro de sangre que le mancha el uniforme. Lo retiran a su
camarote donde, entre terribles dolores, prolongará su agonía hasta la caída de la
tarde.
De esta forma, un hombre tan valeroso y honorable era eliminado de la faz
de la tierra por un vil canalla como Saturno, cuya vida no alcanzaría para pagar ni
una milésima parte de la del almirante que tan certeramente había derribado.
El canalla, concluida su hazaña, bajó a la cubierta del “Redoutable”, sin otro
ánimo que el de buscar a sus burladores y darles la muerte que les tenía
prometida.
A la hora aproximada en que caía herido de muerte le almirante Nelson, el
“San Juan Nepomuceno” se batía aún gallardamente contra los tres buques
ingleses que lo acosaban. Aunque eran cuantiosos los daños causados a la nave de
Churruca, no lo eran menos los ocasionados por ésta a sus adversarios. Tan era así
el resultado de la desigual batalla que los dos buques que, en un principio,
desistieron de atacarle hubieron de acudir en ayuda de los tres primeros, si
querían cumplir las órdenes del almirante inglés, de reducir a toda costa la punta
de la línea de la Armada combinada. De esta forma, el “Dreadnougth” se arrimó
tanto al costado del “Nepomuceno” que comenzó a cañonearlo a quemarropa, pues
no se separaba de él mas allá de la distancia de medio tiro de pistola. En medio de
una autentica lluvia de balas y de metralla, Churruca, que ya había aceptado en
su fuero interno la muerte en aquel día y en aquella hora como algo irremediable,
hacía alarde de una serenidad y entereza encomiables: no cesaba de dar
instrucciones y órdenes que cada vez servían de menos, (y él mismo lo sabía) pues
no contaba apenas con hombres en pie que pudieran ejecutarlas. Liberto, en medio
de aquel infierno de fuego, cañonazos ensordecedores, lamentos de los heridos, olor
a sangre y a carne quemada, metralla que se incrustaba a su alrededor, lo mismo
en las maderas que en las criaturas, mantenía la misma serenidad que su
comandante, del que no se separaba un solo instante, como no fuera para
cumplimentar cualquier instrucción que éste le diera.
Como viera Churruca que el “Dreadnougth” les estaba infiriendo un
mortífero castigo y que nadie seguía sus instrucciones, él mismo, seguido de
Liberto, se dirigió a uno de los cañones de proa que estaba desarmado. Entre
ambos lo armaron y dispararon repetidas veces contra el “Dreadnougth”, con tal
suerte que consiguieron tumbarle el palo mayor, que arrastró y aplastó en su caída
a más de quince hombres. Liberados de momento del terrorífico fuego del buque
inglés, Churruca regresó al puente de popa. Apenas alzó la voz para dar órdenes a
los artilleros de babor, cuando una certera bala de cañón le alcanzó en la pierna
derecha, a la altura de la ingle. Se hubiese desmoronado al suelo, si no lo hubiese
aguantado contra su pecho Liberto. Que se apercibió rápido de que al comandante
lo habían herido de muerte, pues apenas podía mantener la cabeza erguida, que se
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le desplomaba sobre el pecho. La palidez de la muerte se extendió por su bella faz.
Liberto pidió auxilio a voces. Acudió el oficial Rafael Malespina que también se
encontraba en el puente de popa. Liberto se lo entregó en sus brazos al tiempo que
se enfrentaba a la herida del comandante, con la idea de hacerle un torniquete que
detuviera la tremenda hemorragia. Cuando apartó las ropas del uniforme, se
encontró con que la pierna estaba prácticamente seccionada del cuerpo y era
apenas sostenida por la tela del pantalón. La herida estaba en la misma ingle y
allí no había manera de instalar un torniquete.
Entonces, Churruca solicitó que le llamasen a su segundo, pero, en aquellos
momentos, don Francisco Moyna ya era cadáver. Hubo, pues, de dejar el mando
del “Nepomuceno” en manos del comandante de la primera batería, que era el
oficial de mayor graduación, de los que permanecían vivos.
Cuando iban a bajarlo a su camarote, hizo un gesto con su brazo y los
detuvo. Señalando hacia la bandera les dijo:
- ¡Clavadla al mástil, pues no han de arriar nuestro honor mientras nos
quede un hálito de vida!
El propio Liberto, preso de una incontenible furia, subió a lo que quedaba de
la arboladura del “Nepomuceno” y, con unos clavos, fijó la bandera del buque al
mástil en el que ondeaba orgullosa de tener bajo ella a hombres tan valerosos.
Cuando los ingleses vieron el gesto de los españoles, después de saber que
su comandante había sido alcanzado por una bala de cañón, sin que nadie
ordenara nada al respecto, dejaron de hacer fuego sobre el “Nepomuceno”. Para
entonces, eran seis los buques ingleses que lo cañoneaban. No cabía más que
esperar a que aquel valeroso español muriera dignamente para, después, reducir
su destrozado buque. La orden de Nelson, que a aquellas horas había entregado su
alma a Dios, se cumpliría sin demora.
Ya en su camarote, administrando las pocas fuerzas que le quedaban,
Churruca fue dando a cada uno las instrucciones precisas y, al mismo tiempo, les
agradecía el valor demostrado en la batalla. Con la mayor serenidad y afrontando
la muerte que impaciente le esperaba, se despidió de cada uno de ellos. Con el que
más tiempo estuvo fue con su cuñado, don José Ruiz de Apodaca, al que, sin duda,
estuvo dando recado de últimas voluntades para su amada esposa, y le encomendó
llevar a ésta la carta que la noche anterior dejara sobre el escritorio.
Cuando ya consideraba que había dejado todas las instrucciones dadas y se
había despedido de los pocos oficiales que le sobrevivieron, dejó caer su maltrecho
cuerpo hacia atrás en la hamaca y se dispuso a recibir cristianamente la visita de
la muerte. Así permaneció durante unos minutos…, sin apenas mover ninguna
parte de su cuerpo, con los ojos cerrados y metiendo y sacando de sus pulmones
apenas un hilito de aire.
Cuando, de repente, se incorporó y dijo:
-¡ Liberto…, hijo mío…, ¿dónde estas…?!
El canalla hijo de don Joaquín estaba oculto en la sombra, en un rincón sin
luz del camarote del comandante…, llorando como un niño. Cuando se sintió
llamado por Churruca, se secó precipitadamente las lágrimas de sus ojos y, con su
sombrero de tres picos cogido con ambas manos contra su pecho, se acercó al
moribundo.
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- ¡Señor, estoy aquí…, a su vera…, para lo que usted quiera mandarme!
Churruca, con una lucidez impropia de su estado, le dijo:
- ¿Te descubres ante mí…, tú que tienes el privilegio de no hacerlo ni ante
los reyes?
- ¡Señor…, - apenas acertaba a balbucear Liberto, embargado por la emoción
- vos sois para mí más valeroso que cualquier rey! ¡Ante el valor y la entereza que
habéis demostrado en el combate, ningún hombre puede permanecer cubierto!
-¡Acércate, Liberto, quiero decirte algo! - le susurró Churruca cogiéndolo de
su camisa y acercándolo a su rostro.- ¡Sé que has sido un canalla durante gran
parte de tu vida y que, posiblemente, no encuentres ante el Altísimo quién hable
nada en tu favor!¡ Sin embargo, el corto tiempo en que estuviste a mis órdenes, me
fuiste leal y, durante el combate, me mostraste el valor y la entereza que la noche
pasada te demandé!¡ Por eso, quiero que sepas que, para mí, has sido un hombre
cabal y bueno y que, cuando llegue a la presencia del Altísimo…, de la cofa del palo
mayor del mundo - le dijo guiñándole un ojo – le hablaré en tu favor!
Cuando decía esto último, había cogido en sus manos la de Liberto y la
apretó con las pocas fuerzas que le quedaban. Después, se desplomó nuevamente
en la hamaca. El canalla asesino, Liberto, no pudiendo aguantar la emoción que le
atenazaba la garganta y estremecido nuevamente por el apretón de manos de su
comandante, prorrumpió a llorar amargamente, al tiempo que se retiraba a un
apartado rincón y dejaba su lugar de privilegio junto al héroe a los oficiales que
rodearon a su comandante.
De nuevo en el “Redoutable”, Saturno, al bajar a la cubierta, fue felicitado
por todos los franceses que aún mantenían la esperanza en la victoria sobre la flota
inglesa, sobre todo después de haber visto herido de muerte a su Almirante Jefe.
Una vez concluidas las felicitaciones, un contramaestre le chapurreó en mal
castellano que se acercase a la cocina a tomarse una botella de ron, que se la había
ganado por su puntería. Cuando entraba por la escotilla, se encontró con el vasco
francés que, habiendo olvidado inocentemente su anterior querella con Saturno, le
abrió los brazos para felicitarle por su puntería. Saturno, al tiempo que le
correspondía en el abrazo, le clavó su cuchillo en la espalda, a la altura del
corazón. Lo dejó muerto instantáneamente. Sacó el cuchillo y, apartándose, dejó
desplomarse el cuerpo en el suelo, ya inerte.
Sin otro pensamiento que su sed de venganza, ni se molestó en retirar al
muerto que quedaba impidiendo el paso hacia la cocina. Se dio la vuelta y salió
nuevamente a la cubierta para buscar a Mauriac. Cuando todos estaban con la
vista y los sentidos puestos en los barcos enemigos, Saturno, ignorando la batalla,
sólo estaba pendiente de buscar, entre los franceses, la redonda y rojiza cara del
franchute y su suculenta bolsa de monedas. Por fin lo divisó en proa, atendiendo
un cañón de estribor con dos artilleros más. Cuando estuvo a la altura de ellos, no
echándole éstos cuenta alguna por estar a lo que estaban, tanto se quiso regodear
el malvado en la ejecución de su venganza que se permitió levantar al cielo su
brazo armado con el cuchillo, con la intención de descargarlo sobre la espalda del
infortunado Mauriac. Un instante antes de que iniciara la bajada de su brazo
exterminador, recibió un fortísimo golpe en la cabeza, que dio con él en la cubierta
del buque.
Cuando recobró el conocimiento, lo sostenían entre dos marineros y el
cocinero no paraba de dar voces en francés, diciéndole algo al oficial que le
contemplaba impasible, al tiempo que señalaba frenéticamente hacia la cocina.
Saturno dedujo que el muy asqueroso le estaba acusando de haber matado al
100
vasco. Se arrepintió de no haber escondido su cuerpo. El oficial, de forma
terminante, dio unas instrucciones a los que lo sujetaban. El contramaestre, que
chapurreba algo de castellano, le dijo: ¡Perro español, acabada batalla…, te
fusilaremos! y le hizo un gesto pasándose el dedo pulgar por el gaznate, por si le
quedara a Saturno alguna duda de cuál iba a ser su final. Acto seguido, lo
amarraron fuertemente a la base del palo mayor y volvieron su atención a la
batalla. En aquellos momentos, la moral de victoria era importante en el
“Redoutable”, pues desconocían el desastre que se estaba produciendo a su
alrededor en la flota combinada y dejarían el fusilamiento del asesino español para
más adelante.
Cuando, pasadas dos horas, se había hecho patente para ellos la derrota, su
comandante entregó la nave a los ingleses. Cuando los oficiales enemigos
embarcaron para tomar el mando del “Redoutable”, algunos marineros franceses,
señalando a Saturno, que aún permanecía amarrado, les dijeron a los ingleses que
él era el que había matado a Nelson. Cuando los oficiales, de regreso al “Victory”,
contaron lo que habían visto en el “Redoutable”, el dolor que la dotación del
“Victory” sentía por la muerte de su valeroso almirante se tornó rabia
incontrolable contra la alimaña que lo había cobardemente asesinado. Profiriendo
toda clase de improperios, insultos y blasfemias, un nutrido grupo de marineros
del “Victory” se dirigió al “Redoutable”. Sin mediar palabra ni gesto alguno, todos,
como fieras enloquecidas, comenzaron a clavar sus cuchillos y sables sobre el
cuerpo del infortunado Saturno. El ensañamiento fue tal que, al poco, ya no era
reconocible allí, no sólo Saturno, sino cuerpo humano alguno, pues sólo había un
amasijo de sangre y carne destrozada. No contentos aún con su venganza, los
marineros ingleses, tomaron los trozos del mutilado cuerpo de Saturno y lo
arrojaron al mar, para pasto de los tiburones.
Así terminaron los días de tan gran canalla sobre la faz de la tierra…, sin
que en su oscura y pérfida existencia hubiera ni tan siquiera un punto de luz…, un
instante de paz o un destello de amor.
En el “San Juan Nepomuceno”, Churruca había exhalado su último suspiro.
El comandante de la primera batería, a la sazón comandante del buque, mandó
arriar la bandera. Como Liberto oyera la orden, desde el rincón en que como un
chiquillo lloraba la muerte de Churruca, con su felina agilidad, trincó la primera
arma que vio, que resultó ser el sable del brigadier Churruca, y, blandiéndolo
sobre su cabeza, dijo:
-¡Al que arríe la bandera de mi comandante, vive dios que le arrío yo la vida
de un sablazo!
La feroz expresión del rostro de Liberto y la resolución suicida de sus gestos
hizo desistir al comandante de su propósito. No obstante, para acabar con aquella
carnicería sin sentido, mandó izar bandera blanca. Curiosamente, esto no
incomodó a Liberto, que nada sabía ni quería saber de batallas ni victorias ni
patrias; lo que él no iba a permitir era que se contraviniera una orden del que ya
se había constituido en “su” comandante.
101
Cuando el “Nepomuceno” fue abordado por las tropas inglesas, varios
oficiales se precipitaron al camarote de Churruca, disputándose, al parecer, el
sable del bravo oficial español que tan heroicamente había defendido su nave
contra tantos buques adversarios. Cuando tales pretensiones fueron traducidas al
castellano, todos se volvieron mirando hacia Liberto, que se había posesionado del
mismo desde que lo blandiera contra la orden de arriar la bandera y, con la
sagacidad y aplomo de la que solía hacer gala en los momentos difíciles, dio uno
pasos hacia los oficiales ingleses y, con gran solemnidad y decisión, les mintió:
-¡Señores, unos instantes antes de morir, el comandante Churruca me llamó
a su lecho de muerte y me encomendó encarecidamente que entregara su sable a
su amada esposa…, por si alguno de sus hijos, hoy niños, se decidieran el día de
mañana por seguir la carrera de las armas y ponerse a la disposición de su Patria
para lavar la afrenta que hoy hemos sufrido!
Tanto los oficiales españoles, como los ingleses cuando les tradujeron lo que
decía Liberto, quedaron sobrecogidos con sus palabras. Entre los valientes, nada
se aprecia más que el valor, aunque éste venga del adversario.
Los oficiales ingleses, aún impresionados por las palabras de Liberto,
regresaron a sus buques y, llegando lo antedicho a los oídos de Collingwood,
mandó que, inmediatamente, se oficiaran a bordo del “Nepomuceno” unas exequias
por el alma de tan bravo oficial, a las que asistieron, junto a la marinería
española, la marinería inglesa, mostrando con ello los oficiales ingleses su
caballerosidad y la magnanimidad de su hidalga condición.
La batalla, que había comenzado a la altura del cabo de Trafalgar, había
concluido, seis horas después, apenas a ocho millas de la ciudad de Gades. Las
playas, desde Tarifa hasta Sanlúcar, recogerían los restos de buques destrozados
de las dos escuadras. Así, el “Francisco de Asís” y el “Neptuno” varan en las costas
de El Puerto de Santa María. El “Rayo” y el “Monarca” lo hacen en Sanlúcar de
Barrameda. El “Fogueux” encalla en las playas del arrecife. El “Bucentauro” lo
hace en la punta de San Sebastián y el “Indomptable” se hunde en el canal. De los
ingleses, el “Neptune” se varó en la playa de Conil. El “Prince” lo hizo en las del
arrecife de Gades. El “Tiger” se encalló en El Puerto de Santa María, el “Spartiat”
en las playas de Rota y el “Achile” y el “Minotaur” en las de Sanlúcar. El
“Defiance” se hundió cerca de Tarifa, cargado de la plata de la escuadra inglesa.
Liberto fue pasado por los ingleses, para que cumpliera el último deseo de
Churruca, a una de las pocas urcas españolas que había resistido la batalla y que
se retiraba hacia Gades. Lo que quedaba del “Nepomuceno” se lo llevaron los
ingleses a Gibraltar, como trofeo de guerra y allí permanecería durante muchos
años para exhibición del poderío alcanzado por su armada. A la puerta de la
cámara del comandante de navío don Cosme Damián Churruca, colocaron una
lápida en la que, en letras de oro, podía leerse: “CHURRUCA” y, a todo el que
quisiera entrar a contemplar el lugar en que el oficial había entregado su sable al
marinero Liberto, se le hacía descubrirse por respeto a su memoria.
El regreso a Gades y a la Ínsula fue desolador. La población les recibía
avergonzada por la derrota sufrida. Las mujeres y los chiquillos lloraban
desesperadas al no hallar entre los sobrevivientes a sus seres queridos. La rabia
contenida crispaba todas las mentes, que, pesarosas, buscaban una explicación y,
sobre todo, un culpable. Los cirujanos del Colegio de Gades no daban abasto con la
cantidad ingente de heridos que les aportaba cada buque que atracaba. A la Ínsula
se desplazaron incluso los estudiantes de los últimos cursos para atender a los
heridos menos graves. Los que precisaban de amputaciones eran desembarcados
en Gades, donde había mayor contingente de cirujanos con experiencia. El
102
desaliento y el desastre se abatieron sobre Las Gadeiras.
Liberto consiguió localizar a la viuda de Churruca y le hizo entrega del
último deseo de su marido, que él mismo se había inventado. Esta lo recibió
emocionada y quiso volcarse en atenciones con el extraño marinero, pero Liberto,
sabedor de que sus minutos del lado del bien tocaban a su fin se mostró esquivo,
tímido y huidizo. En cuanto pudo, se zafó de la familia de Churruca y regresó a la
Ínsula. Allí se metió en la cantina de León, dispuesto a emborracharse y a fornicar
hasta donde le llegaran las monedas que le habían dado por su reclutamiento.
Estando en mitad de la borrachera lo enteraron de la suerte que había sufrido su
hermano Saturno y, entonces, el amargor de la maldad se le atenazó a la garganta
y le invadió su olfato y su gusto, de forma que el tenue dulzor que la bondad del
héroe rubio de la celeste mirada había puesto en sus labios desapareció para
siempre. Como una bestia salvaje arremetió contra todo lo que se encontraba
frente a él, dándole igual que fueran objetos o personas. Entre varios quisieron
sujetarle y sólo consiguieron salir mordidos, arañados o golpeados.
Cuando, al cabo, los Guardias Rondines lo llevaban preso para Cuatro
Torres, a la vista de la inmensa y tenebrosa mole y guiado de la borrachera, al
recordar el episodio del caño de la Cruz con su hermano Saturno, estuvo a punto de
gritarles que él era Liberto, el que los había masacrado años atrás… pero, una vez
más, su instinto de fiera salvaje le salvó en el último momento y se mordió la
lengua hasta sentir el gusto de su propia sangre que, a falta de otra ajena, parece
como que le aplacó la furia.
Después de aquello, Liberto desapareció en la mugrienta oscuridad de las
cantinas, los tugurios y burdeles, donde su criminal condición volvió a adueñarse
de él de tal forma que el cometa de su vida, en su larga trayectoria, siempre
navegó inmerso en la oscuridad del mal…, salvo los pocos días en que su recorrido
coincidió con el heroico planeta de la firme y celeste mirada, en los que se embriagó
de luz para después, terriblemente, volver a sumirse en la más espesa tiniebla.
¡Que Dios se apiade de su alma!
Unos años después, las Cortes Constituyentes de Gades decretaron que
siempre hubiera en la Armada Española un navío que llevara el ilustre nombre de
CHURRUCA. Sin embargo, el Borbón de turno y el pueblo de hoy ya lo han
olvidado.
Te diré:
¡Maldito sea el pueblo que pierde la memoria de sus
hombres ilustres…, más le valiera purificarse
en una
sangrienta revolución y empezar de nuevo!
Después, el lento discurrir de los aconteceres a través del lánguido y penoso
tiempo, unido al necio afán que tiene el ser humano de sujetarse a arbitrarias
“modas”, hizo que se fueran cambiando los nombres de las islas de nuestra amada
República de Las Gadeiras. Así, a Gades se le vino en denominar Cádiz, cosa que
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nosotros ignoraremos totalmente, pues es evidente el mal gusto que propició tal
cambio. La Isla de La Puente trocó su apellido por el de León y, tras ello, es de
suponer que por un mal afán de definirla con prontitud, fue mutilada de éste su
nuevo patronímico, pasándose a denominarla La Isla, a secas (pequeña
amputación con la que, porque no se nos tache de intransigentes, transigiremos). Y
a La Ínsula de La Carraca, por el mismo motivo y con simétrico proceder, se la
mutiló del nombre, dejándola sola con su cacofónico apellido. Nosotros, aquí, la
seguiremos denominando con su precioso nombre de La Ínsula…, de por siempre.
En este apartijo, te diré:
No acierto a comprender cómo se me ocurren las cosas
que escribo, pues nunca antes las había ni remotamente
imaginado. Tal se diría que, cuando me siento en la triste
bancada, alguien las susurra en mi oído.
104
13. Bonaparte
No pasaría mucho tiempo sin que la Borbonada nos pusiera nuevamente en
una inverosímil situación. El sucesor del “inapetente” sería el “funesto”, pues a
Fernando VII le cupo el honor de ser el peor entre los peores. Así, le concedió
permiso a Bonaparte para pasar al patio…, y éste se le metió en la alcoba.
Tras los sucesos del 2 de Mayo en Madrid, en la Ínsula se produce una
insólita y explosiva situación: los buques franceses y españoles supervivientes de
la batalla de Trafalgar se encontraban fondeados o atracados en los caños y
muelles de Gades y la Carraca, costado con costado, amura con amura, los que
hasta ayer eran nuestros aliados hoy concitaban contra sí las iras de todos los
españoles, pues, conocida la masacre que las tropas napoleónicas habían producido
entre los madrileños, el pueblo encolerizado gritaba venganza y muerte al
gabacho invasor. El almirante F.E. Rosilly mandaba la flota francesa, compuesta
por los navíos “Héroe”, “Algeciras”, “Plutón”, “Argonauta”, “Neptuno” y “Atlas” y la
fragata “Cornelia”.
En Gades, el feroz populacho acusa al gobernador Solano de afrancesado,
ante su falta de decisión para mandar atacar a los franceses. Gente de muy mala
calaña habitaba en aquellos difíciles años en los barrios más populares de la
capital de las Gadeiras. Gente pendenciera y sin nada que perder y mucho que
ganar en cualquier tumulto y que, todos los días, se amanecía esperando que un
Bando anunciara el inicio de la ansiada venganza. Finalmente, el populacho
sublevado irrumpe en la casa de Solano y, ante la pasividad de la milicia, lo
persiguen a través de las azoteas, lo encuentran, lo capturan, lo arrastran hacia el
patíbulo..., y, en medio del tumulto, una mano asesina le parte el corazón de una
puñalada. Algunos, apenas saboreado el gusto de la tragedia, quieren más y
abogan por colgar del cuello el cuerpo sin vida del gobernador.
Ante esta situación, el virrey de turno, se tienta la ropa. La Ínsula se
encontraba dejada a su ventura tras el desastre de Trafalgar. Los reales caudales
no llegaban. El número de operarios desempleados era numerosísimo y andaban
ociosos deambulando por todos los rincones. Los oficiales de la Armada, fuera cual
fuese su graduación, se hallaban, desde meses atrás, en la más absoluta de las
indigencias. Algunos, que carecían de fortuna personal, morían de enfermedades
de rara denominación que no eran sino la forma que tenía el cirujano de evitar el
tener que admitir que oficiales de la Real Armada de Su Majestad estuvieran
muriendo simplemente de hambre. La situación podía asemejarse a la de Gades y
temía el virrey que los operarios, a las órdenes de los oficiales descontentos, se
pudieran sublevar contra él por no tomar medidas contra los gabachos.
Hizo llegar su inquietud a la Junta de Sevilla, órgano de decisión ejecutiva
que se había constituido ante el secuestro de nuestro monarca por Napoleón. La
Junta no le ofreció al virrey otra solución que la de vender o empeñar los objetos de
valor con que contara en las arcas de la Ínsula o incluso en la nueva Iglesia. Mas
no se encontró quien mostrara el más mínimo interés por ellos, pues, estando el
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suelo patrio invadido del poderoso ejército de Napoleón, todo el que tenía algún
dinero lo atesoraba con gran encono previendo que, en los días de angustia y
escasez que se avecinaban, pudieran serle de gran utilidad. Cada vez era más
frecuente ver, bien en la explanada frente a la Iglesia o bien en los muelles de la
Puerta del Mar, reuniones de oficiales en las que alguno, más exaltado que el resto
de los compañeros, proponía tomar las armas y arengar a los operarios para
constituir un improvisado ejército con el que atacar a la escuadra de Rosilly. En el
fondo de sus almas, suficientemente oculto por el anhelo de vengar a la Patria,
estaba el deseo de saquear los buques franceses en los que se sabía que no faltaban
viandas de ninguna especie y con los que podrían aplacar tan tenaz hambruna
como la que venían padeciendo.
La situación de Rosilly no era ciertamente envidiable. Collingwood
continuaba bloqueando la Bahía de las Gadeiras y era de esperar que Inglaterra,
que temía ver invadidas sus costas por el ejército francés, no tardara en aliarse con
la ya invadida España. Así pues, para salir de aquella situación, tendría, primero
que derrotar lo que quedaba de la Armada española y sus baterías de costa y,
después, vencer a Collingwood en mar abierto. Su única esperanza era la llegada a
la Bahía de algún apoyo procedente de Sevilla a través de Sanlúcar de Barrameda.
Tal vez queriendo alejar de sí el fantasma de Villeneuve y sus indecisiones,
Rosilly, con gran osadía, da viento a sus velas, sale a la Bahía y, tras hacer un
amago de dirigirse al Puerto de Santa María, vira nuevamente hacia la Ínsula y
fondea su flota ya agrupada a la salida del caño de La Carraca, frente a la Casería
de Osio. Su intención era bombardear la Ínsula, tomarla y esperar la llegada de las
tropas de Napoleón que no tardarían en arribar a la Bahía y, de ésta forma,
facilitarles el apoyo necesario para conquistar La Isla y Gades.
Ante este giro de los acontecimientos, el virrey toma la decisión de montar
varias baterías para defender la Ínsula. Así lo hizo en el islote del Penal, en las
Puertas del Mar y de Tierra, en el islote Verde, frente al muelle y, pasando a la
Isla, en el Lazareto, en la Casería de Osio y en Fadricas. De tal forma que ambas,
Isla e Ínsula, en su frente a la Bahía, quedaron coronadas de baterías.
Desde Gades, Morla dio instrucciones para que se cegara de alguna forma la
entrada al Arsenal por el caño de la Carraca, único de calado suficiente como para
permitir la entrada de los navíos de Rosilly. El virrey no dudó en echar a pique en
mitad del caño el navío “Miño” y la urca “Librada”.
En las baterías del islote Verde se instalaron cuatro morteros. Otros tantos,
en la de la Casería de Osio. Dieciocho bombarderas y doce cañoneras se habían
aparejado y armado en la Ínsula y estaban apostadas, mitad en el caño de la
Carraca y mitad en el caño de Boca Chica, para prever una entrada de la flota
francesa por el lado de El Puerto Real. Morla, desde Gades, había guarnecido con
dos regimientos la Isla y el Trocadero y había convenido con el virrey en que le
daría las instrucciones desde la Torre Vigía de Gades a la Torre Alta de la Isla,
desde donde le serían, a su vez, transmitidas a la Ínsula.
Te diré:
¡Qué lástima que ya no atendía la Torre Alta nuestro
geómetra filósofo, don Joaquín Anillo..., cómo sobreviven las
cosas a las personas, pues somos tan prescindibles... !
En la mañana del 9 de Junio, tras varios parlamentos entre Rosilly y Morla,
106
este último mandó izar en la Torre Vigía la bandera blanca con aspa azul, que era
la convenida para indicar el inicio del fuego. La Torre Alta transmitió la orden de
Morla a la Ínsula e, inmediatamente, atronó el aire. Las cañoneras, las
bombarderas, las baterías de la costa, todas a un mismo tiempo, comenzaron a
lanzar fuego por sus bocas, al tiempo que los truenos de la guerra hacían encogerse
los corazones de las mujeres y enardecían los de los valerosos pobladores de las
Gadeiras, deseosos de vengar en la flota de Rosilly las afrentas padecidas el
terrible dos de mayo. Las columnas de humo que se levantaban por toda la costa
interior de la Bahía, hacían distinguir los lugares donde estaban ubicadas las
baterías. Al ruido ensordecedor, siguió el olor a pólvora... y, cuando los franceses
respondieron al fuego, el olor de la metralla incandescente se añadió a aquél y, al
ruido ensordecedor de los morteros, se unieron los ayes de los heridos, las voces de
mando de los oficiales dando instrucciones y las de los cirujanos reclamando ayuda
para contener las hemorragias.
Rosilly no estaba dispuesto a ser presa fácil. Si conseguía asaltar la Ínsula y
apoderarse de la escuadra española, le serviría en bandeja al Generalísimo la
oportunidad de reconstruir una flota que le permitiera nuevamente plantearse la
invasión de Inglaterra. Así pues, desplegó su escuadra formando una “V”, de
manera que daba réplica tanto a las ofensas que se le remitían desde el Trocadero
como a las que recibía desde la Ínsula o la Isla.
¡Vive dios que la rapidez de los franceses en disparar y montar nuevamente
sus cañones era considerable!
-¡Hijos de perra - exclamó un viejo marinero superviviente de Trafalgar - así
teníais que haber actuado cuando los navíos ingleses acribillaban al “Nepomuceno”
y os batisteis en retirada para Gades!
Tras seis horas de incesante fuego, la población ociosa se había
acostumbrado al combate y acudía curiosa a asomarse a la Bahía para contemplar
el desarrollo de la batalla. En la Casería de Osio una mujer fue alcanzada por una
bala de carabina que le arrancó el antebrazo izquierdo. En la azotea del Penal de
Cuatro Torres, una bala de cañón alcanzó a dos cautivos que, en ese momento,
abrazados, peleaban rodando por el suelo, dejándolos hecho un informe amasijo de
sangre y vísceras. Sus diferencias, hasta hacía un momento irreductibles, habían
desaparecido y ya formaban ambos una misma masa imposible de diferenciar. El
domingo siguiente, en la misa, el fraile tomaría aquel suceso para hacer
reflexionar a los pecadores recluidos en tan siniestro Penal sobre la futilidad de
nuestros anhelos materiales y la necesidad de tener nuestras almas siempre
dispuestas para rendir cuentas ante el Supremo Hacedor. No como aquellos pobres
infelices que, sorprendidos por la muerte en brazos de la ira, darían con sus almas
sin duda en los más profundos avernos. Y a juzgar por el número de confesiones
que provocó el sermón, éste había conseguido asustar a más de cuatro.
Con la puesta del sol, cesaron los cañonazos. Los franceses habían dejado
inútiles diez bombarderas y cuatro cañoneras, así como varias de las explanadas
de los morteros que habían quedado destrozadas. Cuatro españoles habían
perecido y cinco resultaron con heridas de consideración. Los cuatro finados lo
fueron en una de las baterías del islote Verde, donde una bala roja había ido a
dar en el polvorín e hizo saltar todo por los aires..., hombres incluidos. Por parte
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de los franceses, el balance fue peor: perecieron trece hombres, uno de ellos un
oficial del “Argonauta”, que había sido echado a pique en el mismo caño de la
Carraca. Los heridos franceses se elevaron a cincuenta y uno y el destrozo en los
cascos de los buques y sus arboladuras fueron de mucha consideración. Con la
llegada de la noche, ambas partes de la contienda se afanan en recomponer
destrozos, curar heridos y reavivar ánimos. Por todas partes de la costa de la
Bahía entre Gades y el Trocadero, pululaban, como luciérnagas, los puntitos de
luz de las antorchas que se habían prendido para alumbrar las composturas y
reparaciones. Los buques de Rosilly, por no delatar sus posiciones a los cañones
españoles, recomponían sus averías a la tenue luz de la menguante luna.
El día siguiente amaneció con un fuerte temporal de levante que tenía
toda la mar de la Bahía picada de olas y las aguas biliosas con los fondos
revueltos. Desde la Ínsula, se esperaba la señal de la Torre Alta que indicara el
reinicio de la contienda, pero no llegaba. Al parecer, parlamentos iban y venían
entre Morla y Rosilly, habiéndose trasladado el campo de batalla de la marisma
a los despachos, desde los que se negociaba la rendición de los franceses. Entre
tanto, el virrey de la Ínsula mandó poner a flote el “Argonauta”, así como reparar
todas las explanadas de morteros dañadas. Igualmente, se habilitaron nuevas
cañoneras de barcas de pescadores que fueron generosamente cedidas desde
Chiclana y Conil por sencillos hombres de la mar que querían de esta forma
contribuir a la derrota del invasor.
Finalmente, tras dos días de arduas negociaciones y habiendo exhibido
Morla más capacidad ofensiva de la que realmente tenía, pues apenas disponía
de municiones para un día más de batalla, Rosilly, bajo la promesa de salvarle
vidas y equipajes de él y sus oficiales, se rindió. El general Juan Ruiz de Apodaca
accede al navío “Algeciras” y se hace cargo de Rosilly y de sus oficiales que son
conducidos al castillo de San Sebastián, a la espera de su remisión, por vía
marítima, a territorio francés. Entre el material de guerra capturado a los
franceses, quitando los cientos de fusiles, cañones, bayonetas, pistolas, sables,
carabinas, esmeriles, chuzos, balas y pólvora, lo más valioso, sin duda, y que
reclamó para su Ínsula el virrey, fueron los víveres que se hallaron en sus
bodegas y que les habrían alcanzado como para cuatro meses de navegación. Con
ellos, conseguiría el virrey aplacar la gazuza de los oficiales de la Ínsula, y con el
hambre, se calmaron los exaltados ánimos que habían precedido al primer hecho
de armas de la que sería la guerra de la Independencia.
Los tres mil seiscientos setenta y seis prisioneros franceses fueron llevados
a la Ínsula e instalados en el islote del Penal de Cuatro Torres, pues el interior
del cautiverio estaba repleto de presidiarios españoles con los que el virrey no
estimó conveniente mezclarlos. La Ínsula quedó entonces superpoblada, pues, a
los más de quinientos presidiarios y cerca de dos mil operarios desocupados,
había que añadir los numerosísimos prisioneros franceses. Así, el paisanaje de la
Ínsula, por su aspecto externo, era de lo más variopinto. Se podían distinguir
andrajosos operarios ociosos, andrajosos reclusos con grillos en sus tobillos o
muñecas, uniformes franceses compuestos de pantalón blanco, casaca azul y
correajes blancos cruzados al pecho, todos deambulando por doquier en gran
ociosidad y bajo la custodia de los regimientos de las milicias provinciales de
Toro, Ciudad Rodrigo y Logroño que habían sido remitidos a la Ínsula por Morla,
para su defensa. No faltaban, en este cónclave netamente militar, miembros de
la guardia real, cazadores y húsares, ingenieros, artilleros e ingenieros
zapadores-minadores, aunque todos éstos en menor cuantía que los primeros.
108
Amparito Rocco descendió de su coche de caballos en la Isla, frente a la
Puerta de Tierra de la Ínsula. Bajó de la mano de su criado las resbalosas
escaleras de piedra del muelle y embarcó en el bote que había de cruzarla hasta
la Carraca. Entregó al barquero una moneda de dos reales de vellón, con la que
le pagaba el viaje de ida y el de vuelta. El barquero, como era su costumbre, le
suministró una pulida china del tamaño de un huevo de palomo y de color
blanco. Sería la que habría de entregarle a la vuelta, para demostrar con ello que
tenía pagado el viaje de retorno. El muy ladino se conocía perfectamente todas
sus piedrecitas y no había quien hubiera conseguido engañarle dándole otra para
hacer el viaje de regreso gratis.
A sus cuarenta y nueve años, Amparito aún conservaba trazas de la
belleza que tuvo años atrás y, desde luego, todo el porte y elegancia de entonces.
Había permanecido soltera, pues ella se había enamorado una vez y ésta, para su
desgracia, había sido para siempre. Su madre se había consumido de
desesperación, viendo cómo su hija desechaba todos los pretendientes que la
fortuna de su padre y su belleza le ponían a la puerta de la casa. Hacía unos años
que ella, su viudo padre y la pequeña de sus hermanas, también soltera, habían
trasladado su domicilio a Gades. Después del desastre de Trafalgar, el Arsenal
de la Ínsula había venido muy a menos y don Silvestre había extendido el campo
de sus negocios a la capital de Las Gadeiras, hasta el punto que terminó por
vender su vivienda en la Ínsula y comprar otra en la calle Pelota de Gades.
Amparito venía a la Ínsula a visitar a su amigo Marco Antonio Gabriel...,
es decir, a Grabié. Le traía alimentos para el cuerpo y para el alma: pan, queso y
dos libros. Desde que partió Francisco de Miranda, ella se había aferrado a
Grabié, como si éste hubiera sido el hijo que no tuvieron entrambos. Ella había
continuado las enseñanzas que iniciara con el muchacho el capitán del ejército de
su Majestad, hasta hacerlo un hombre instruido. Así, si, en un principio, Grabié
había sido huésped asiduo de Cuatro Torres, primero por herencia materna y,
después, por sus pillerías de zagal, en los tiempos corrientes, lo era por sus ideas
de corte liberal y revolucionario.
A lo largo de todos estos años, nunca habían perdido el contacto, si bien es
cierto que hubo períodos - de incluso años- en los que no se vieron, nunca faltó
una carta o los recuerdos de un amigo común, que mantuvieran viva su relación.
En esta última etapa, hacía varios meses en los que Amparito, uno de cada dos
jueves, venía a visitar al amigo de sus años mozos en la Ínsula y a traerle
presentes con los que aliviar su cautiverio.
Al cruzar la Puerta de Tierra, Amparito sintió un estremecimiento; le
sucedía siempre que la franqueaba, pues le venían a la memoria los felices años
que había vivido en su Ínsula de su alma. Caminó hacia la nueva Iglesia, donde
entró unos minutos a hacerle una visita al Santísimo.
Dado el gran número de pobladores con que contaba entonces el arsenal,
se encontraba gente pululando por doquier. Y, como quiera que no había (ni la
habrá) norma lo suficientemente rígida como para que el tiempo no la quiebre,
no era extraño ver prisioneros franceses, salidos del islote del Penal, por
cualquier lugar de la Ínsula, siendo la forma de distinguirlos, entre tanto otro
uniforme de militar español, su correaje blanco cruzado al pecho.
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Amparito, después de la visita y a través de la explanada que había frente
al Templo, pasando junto a las casas de los oficiales y después por detrás de
éstas, encaminó sus pasos hacia el puentecito de madera que unía el islote del
Penal con la Ínsula. Los operarios, soldados, presidiarios e incluso algunos
prisioneros franceses, se apartaban gentilmente al paso de la señora y les
quedaba la mirada prendida de ella y de su elegante y señorial porte. Llevaba
Amparito un vestido Redingote en túnica hasta los pies, de color verde claro, con
un fichú sobre los hombros, atado a la espalda, con dos grandes cintas sueltas
desde el cuello, todo él de color negro y cubría su aún oscuro cabello con un
elegante sombrero de fieltro, también negro, adornado con una cinta y unas
plumas del mismo verde que el vestido.
A la entrada del puentecito, había una garita con un guardia y, del lado
del presidio, un cobertizo de maderas en el que se había instalado un cuerpo de
guardia para controlar las entradas y salidas de los prisioneros franceses. Al
acercarse Amparito, el vigilante dio una voz al cuerpo de guardia de donde salió
un oficial a recibir a la señora. De forma rutinaria, pues de sobra conocían de la
integridad de la hija del señor Rocco, inspeccionaron la cesta donde portaba las
viandas y los libros, y, con ceremonioso gesto, le dieron paso al presidio. A la
entrada de éste, había otro vigilante y otro cuerpo de guardia. Al verla de lejos, el
oficial mandó a un chiquillo a buscar a Grabié. Así, cuando Amparito llegaba a la
puerta del Penal, Grabié la estaba esperando, con las dos hambres reflejadas en
su rostro. Con un gesto, el oficial de guardia les indicó que tenían su permiso
para pasear por los alrededores. Uno junto a otro, comenzaron a caminar
lentamente, para, como siempre, dar la vuelta completa al islote. Amparito
apartó el mantelito que cubría el canasto de caña y se lo ofreció al recluso.
Grabié tomó el pan y partió un trozo con sus manos que se llevó con ansiedad a
la boca. Después cogió dos trozos de queso que se comió incluso con la corteza.
Cuando hubo saciado la hambruna, se interesó por los libros. Amparito, como
una madre con su pequeño, le hizo tener paciencia hasta que comiera más, pues
de sobra sabía ella que lo que le quedara en la cesta después de su visita él lo
repartiría con sus compañeros. Así, cuando hubo comido dos trozos más de queso
y otro grande de pan, le sacó con gran misterio el primero de los libros que le
traía: un tomo encuadernado en piel con aspecto de muy nuevo. En la portada,
grabado en letras doradas, podía leerse, José Cadalso: un autor gaditano,
militar, muy conocido en las Gadeiras. La obra se titulaba “Las noches lúgubres”.
Amparito le estuvo adelantando que se trataba de una historia de amor
desesperado, como el suyo, en que se relataban las conversaciones de un
caballero con el sepulturero del cementerio al que acude a desenterrar el cadáver
de su amada muerta. Le explicaba Amparo a Grabié que la obra tenía un
trasfondo de realidad, pues Cadalso se había enamorado perdidamente de una
actriz madrileña llamada María Ignacia, de gran belleza y distinción, que había
muerto de unas fiebres, para desesperación y abatimiento del autor, que
reflejaba en la novela su personal desconsuelo. Grabié mostró un fingido interés
por el libro con el objeto de no agraviar a doña Amparito, pero lo cierto es que los
libros de amores apasionados le entusiasmaban más a ella que a él. El segundo
de los libros, sin embargo, sí que le llenó de satisfacción. Se trataba de una obra
del Abate Marchena, titulada “A la Nación Española”, obra de la que tenía
referencias Grabié y por la que ardía en deseos de tenerla entre sus manos, pues
ya le habían anticipado que era una invitación a que los españoles siguiéramos el
ejemplo de los franceses y de su Revolución, de la que el Abate era un entusiasta
partidario. Amparito sabía de sobra que el segundo libro había de gustarle más
110
que el primero y, para conseguirlo, había visitado varias librerías de la capital
hasta dar con él. Pero ella experimentaba una cierta morbosidad en compartir
con él, y sólo con él, la desgracia de su amor imposible. Habían recorrido la
mitad del islote cuando Amparito, fingiendo cansancio, se sentó en el poyete de
una batería. Le preguntó si había presenciado la batalla con la flota francesa.
Grabié le relató el episodio de los dos presos que fueron alcanzados por la bala de
cañón, ante lo que ella mostró una gran preocupación, pues nunca había pensado
que el Penal estuviese al alcance de los cañones franceses. Reprendió a Grabié
por no habérselo hecho saber antes y le hizo prometer que, en el caso de que se
produjera una nueva batalla, por nada del mundo, se subiría a la azotea a
contemplarla.
Después, de una forma sorpresiva, Amparito se interesó por sus planes
inmediatos de futuro, ofreciéndole las influencias de su padre para sacarlo del
presidio y buscarle un medio honrado de ganarse la vida. Pero lo más extraño era
que, en todo momento, venía hablando en plural, ligando su futuro con el de ella.
Esto llenó de confusión a Grabié que, sin explicarse cómo ni por qué, en aquel
instante, vio por primera vez en su vida la mujer que había en Amparito. Y vive
dios que allí sentada, con la brisa acariciando sus cabellos sueltos bajo el
sombrero y al contraluz de los tenues rayos de sol que dejaban pasar las copas de
los árboles, estaba preciosa. Y la actitud coqueta que mostraba ante él le hizo
notar que la virilidad, entre sus piernas, se despertaba. Por lo que se sintió
tremendamente avergonzado y enrojeció hasta las orejas, como el niño
sorprendido observando el cuerpo de mujer de su madre. Ella se dio cuenta de
todo y le tomó de la mano al tiempo que lo atraía para que se sentara a su lado.
Con el contacto de sus delicadísimas manos, la situación entre sus piernas
empeoró aún más. Entonces, con esa sabiduría que tienen las mujeres para las
cosas del amor, que van, vienen de vuelta y vuelven a ir, cuando el hombre aún
no ha dado un solo paso, le dijo a bocajarro:
- ¡ Marco Antonio Gabriel, la próxima primavera cumpliré cincuenta
años…, soy tan virgen como el día en que mi madre me trajo al mundo y he
decidido dejar de serlo! ¡Y quiero que tú seas quien te lleves mi flor..., y después,
si es posible, que Dios me perdone y, si no lo es, me da igual, estoy firmemente
decidida a cometer este pecado!
Grabié se quedó estupefacto y no sabía qué decir, pero ella notó
perfectamente que su proposición, aunque le había sorprendido, no le había
desagradado. Apretando su mano con las suyas, concluyó:
- No es preciso que ahora digas nada. Tendrás noticias mías a través de
mi criado. ¡Y ahora vámonos!
Acto seguido, se levantó y continuó el paseo hablando nuevamente del
Abate Marchena y de Cadalso, como si nada hubiera pasado. Grabié la seguía,
ocultando como podía, con las manos enlazadas ante sí, el montículo que en sus
calzones ocasionaba el despertar incontenible de su virilidad. Ella, dominando
completamente la situación, sonreía malévola y satisfecha ante la turbación que
había provocado en él y, sobre todo, ante el efecto que sus palabras habían
producido en su entrepierna.
Cuando se despidieron, ella le dio la mano para que se la besara, cosa que
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nunca antes había hecho. Él, ya repuesto en parte, se la besó apasionadamente y
quedó turbado por el contacto de su piel en sus labios y por el perfume que
desprendía su blanca y diminuta mano.
Grabié permaneció en el puente de pie, mirándola, hasta que su figura
desapareció tras las casas de los oficiales. Sólo entonces se dio cuenta de que
tenía en una mano dos libros y en la otra una canasta con pan y queso.
Marco Antonio Gabriel contaba en aquel tiempo con treinta y ocho años.
Había conocido, en el sentido bíblico, varias mujeres en su vida, se había
enamorado una vez a los diecinueve años, pero nunca jamás antes había
experimentado las sensaciones que aquella tarde, pues Amparito era una mujer
que estaba muy por encima de cuantas él había tratado en toda su vida. Era
como si una estrella del cielo, por años adorada, querida y admirada, de pronto
hubiese bajado del firmamento poniéndose a su alcance.
Grabié, aún sobre una nube, lentamente entró al Penal y, como un
sonámbulo, se fue al rincón donde tenía su jergón. Sus camaradas, conocedores
de la jugada, le esperaban hambrientos. Él, que ya tenía saciada el hambre de
pan, no sabía a cuál tesoro dedicarse, si a los libros que tenía en una mano o al
perfume y al recuerdo de Amparito que tenía en la otra. Comenzó, como un
patriarca, a repartir el pan y los trozos de queso entre sus compañeros más
allegados. Entonces reparó en un prisionero francés, que los miraba con los ojos a
punto de salírsele de las órbitas, pues es conocido el afán que le tienen los
gabachos al queso. No era más que un muchacho de unos dieciséis años. Grabié
le hizo un gesto con un trozo de queso en la mano, preguntándole que si quería.
El chaval asintió frenéticamente con la cabeza. Grabié le indicó que se acercara y
se sentara junto a él. Cuando lo hubo hecho, le dio un trozo de queso y otro de
pan. El franchute había de ser despabilado, pues, a pesar del poco tiempo que
llevaba entre españoles, hablaba algunas palabras con gran voluntad e interés
por su parte. Cuando hubo terminado de comer su pan y su queso y, después de
haber estado sonriendo todo el tiempo e incluso riendo las bromas de los
españoles que sin duda él no entendía, dijo: “yo Fransuá”. Entonces todos rieron
y fueron diciendo sus nombres a aquel pequeño y desvalido enemigo.
Cuando terminaron con la comida, Grabié se echó en su jergón, puso los
dos libros bajo su cabeza y, acurrucado sobre sí mismo, acercó su mano a su
nariz, para aspirar el aroma a Amparito que aún le permanecía. Y así, como un
niño, se durmió aquella noche.
Después de aquel día, y sin duda al olor del queso, el ratoncillo Fransuá no
se separaba de Grabié ni a sol ni a sombra. Poco a poco, éste se fue encariñando
con el joven gabacho al que llamaba, irónicamente, “el enemigo” y, de alguna
manera, queriendo devolver la gracia que él había recibido en su día, quiso
ayudar a Fransuá a aprender el castellano. El muchacho resultó ser, nada
menos, que gaitero del ejército de Napoleón. Había nacido en el ducado de Berry,
donde es tradicional el citado instrumento musical, de la misma forma que aquí
lo es en Galicia. El padre de Fransuá era zapatero en la ciudad que lleva el
mismo nombre que el ducado y un ferviente defensor de la Revolución, que,
apenas Bonaparte lo necesitó, según decía él, no dudó en alistarse junto con sus
tres hijos varones con edad de empuñar un fusil o de tocar una gaita, como era el
caso de Fransuá, el más pequeño de los que estaban al servicio de la causa
revolucionaria.
Poco a poco y a medida que el gabacho iba aprendiendo a expresarse en
la lengua de Cervantes, fue haciéndose más interesante para Grabié, pues
resultaba una fuente de primerísima mano para beber en ella los principios de la
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revolución que estaba cambiando las mentalidades de la vieja Europa.
Fransuá le hizo saber a Grabié que si ellos, los franceses, estaban
luchando en España, no lo hacían contra el pueblo, al que venían a liberar de sus
cadenas ancestrales, sino contra los nobles y el clero que los oprimían. Los
franceses y su Revolución se habían comprometido a apoyar a todos los pueblos
oprimidos de Europa. Napoleón era un gran libertador de pueblos y su hermano
José habría de llevar a los españoles a la gloria junto a Francia y al pueblo
francés.
Aquel lenguaje enardecía a Grabié que era en definitiva un hombre
extraído de lo más bajo de la sociedad gadeirana, pero que había adquirido, por
causas fortuitas del destino, la formación suficiente como para darse cuenta de
quién era, de dónde estaba..., y de adónde tenía el derecho de ir. Él apenas tenía
conocimiento de lo que había acontecido en las colonias inglesas de la América
del Norte y Fransuá le fue relatando cómo allí fue donde primero el pueblo se
había revelado contra la opresión de la nobleza y sus privilegios y contra los
injustos poderes que ejercían los reyes. “El mejor rey es el que tiene su cabeza en
el cesto de la guillotina, como hicimos nosotros con el Borbón nuestro y con su
María Antonieta”, le decía el revolucionario francés de manos ensangrentadas, al
revolucionario español de teorías de salón.
También le informó de cómo nuestras propias colonias estaban
soliviantadas contra nuestros reyes, entre sorprendido y divertido de la
ignorancia que los propios españoles tenían sobre asuntos de tanta trascendencia
para ellos mismos.
- ¡Los poderosos no quieren que los pueblos de España se enteren de que
todos los ciudadanos de Europa y de América se están levantado contra ellos
para cortarles sus cabezas! - decía el muchacho, ya lanzado en su proselitismo
revolucionario.
-¡Sin ir mas lejos, - añadía Fransuá, entusiasmado con el efecto que sus
palabras producían en Grabié y en sus compañeros de presidio, que le rodeaban
para escuchar su gangoso castellano, - los caribeños de tierra firme han
proclamado la bandera nacional de Venezuela y, a las órdenes del general
Miranda, han intentado revelarse por dos veces contra los realistas, sin
conseguirlo, de momento!
Cuando Grabié oyó el nombre de Miranda, el corazón le brincó en el pecho.
- ¿Don Francisco de Miranda?,- preguntó exaltado al franchute.
- No sabría decirte, pues sólo sé de ese revolucionario su apellido. Mas
conozco a un compañero que ha de saber su nombre completo… Si es de tu
interés, se lo preguntaré.
- ¡Bueno - le dijo Grabié como perdiendo interés en el asuntopregúntaselo, pero no puede ser el mismo, pues el que yo conozco jamás
traicionaría a España!
- ¡No quieres comprenderlo - insistía el gabacho- no se trata de traicionar a
las naciones, los pobres no tenemos nación, somos todos iguales, se trata de que
todos los ciudadanos, franceses, venezolanos, españoles o ingleses, nos unamos
en rebelión contra los nobles privilegiados que nos roban y nos empobrecen! ¡Y
contra los frailes que nos embaucan, atemorizan y gobiernan a su antojo!
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Grabié no quiso continuar la conversación con aquel muchacho que
parecía que viniese de otro mundo, sabiendo de todo mucho más que todos ellos,
que eran hombres mayores. Tenía la sensación de ser un bobo que no se enteraba
de nada de lo que estaba sucediendo por el mundo exterior y, en su fuero interno,
pensaba que no era lo mismo revelarse dentro de España contra los poderes
arcaicos, que hacerlo desde fuera y pretendiendo robarle un territorio a la nación
española. Sin duda, aquel venezolano sería algún pariente de su padre adoptivo,
algún otro Miranda.
Sin embargo, en su interior, no se quedaba tranquilo con aquellos
razonamientos. Era la primera vez que tenía alguna posible noticia del que había
sido como un padre para él y, en su corazón, se encontraban los sentimientos,
deseando por una parte saber algo cierto que le concerniera, aunque fuera malo,
y por otra, no deseando que aquella noticia de traición le correspondiera al que
había marcado el norte de su vida.
Después de aquel día, en muchas otras ocasiones, “el enemigo” le había
hablado a Grabié de las maravillas de la Revolución que se había vivido en su
país. Le contó cómo habían suprimido el régimen feudal y señorial de tan
arraigada tradición en toda Europa. Las cosas más increíbles y maravillosas
habían sucedido, según el muchacho, en la Francia revolucionaria: se había
prohibido la venta de cargos públicos y los títulos nobiliarios, se obligaba a
nobles y clero a pagar tributos, como al resto de los mortales y, en fin, la
monarquía absoluta había sido abolida para siempre. Bien es verdad que todo
aquello no había sido gratuito, pues había costado muchas vidas de reaccionarios
sacrificados por el bien de la Revolución. El Tribunal de Nantes, sin ir más lejos,
había ejecutado a más de ocho mil traidores en menos de tres meses.
Grabié tomaba como al dictado todo cuanto le iba relatando el joven
gaitero, tal que si estuviera dispuesto a confeccionar el Manual del
Revolucionario. Que, por otra parte, ardía en deseos de compartir con sus amigos
de La Isla y de Gades.
Amparito, por su lado, no había dado señales de vida desde el día de los
libros de Cadalso y del Abate Marchena. No había mandado a su criado como le
había prometido, para traerle recado suyo. Había pasado incluso el jueves en que
debía traerle nuevas provisiones, sin tener noticias de ella. Fransuá, escamoso de
que no hubiera más pan ni queso, estaba, con diferentes excusas, retrasando el
contacto que le había prometido a Grabié con un compañero suyo que podría
darles más noticias sobre el revolucionario independentista de Venezuela. Sin
duda, ella debía estar arrepentida y avergonzada de cuanto le había dicho aquel
día, que cada vez se le antojaba como más lejano e incierto. Y ya hasta dudaba
de haber oído de sus labios aquella promesa de entrega, y todo le parecía
producto de su imaginación.
Por otro lado, al afán de encontrarse con ella y con su madura belleza,
debía añadir el deseo incontenible que le embargaba de darle a conocer las que
podían ser las primeras noticias, en tantos años, de Francisco de Miranda, su
amor imposible y desesperado. Cuando sus pensamientos llegaron a este punto,
por primera vez en su vida, sintió celos de su padre. ¡Virgen Santísima!, qué
revoltijo de sentimientos se estaban produciendo en su desconcertada alma.
Sentía deseo carnal para con la que había sido como su madre y, al mismo
tiempo, celos del que había sido como su padre... y, a la vez que desearía abrazar
con toda su alma al Francisco que le abrió los ojos a la ilustración de su alma,
también deseaba ardientemente pedirle cuentas de su traición al Miranda
independentista.
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Tras la capitulación de Madrid, la Junta de Sevilla tomó la resolución de
hacer reparar todos los buques de la real y maltrecha Armada, que se hallaran
en condiciones de hacerse a la mar. Mandó que se artillaran y arbolaran para,
en caso de que los franceses instalaran artillería contra el Arsenal, éstos
pudieran hacerse a la mar y salirse de su alcance. Esto originó que la actividad
en la Ínsula reviviera y que la mayor parte de los operarios ociosos encontraran
ocupación. El virrey había conseguido apoyo económico por parte de los ingleses
que, además de pertrechos de todo género traídos de su arsenal en Gibraltar,
estaban ayudando a la causa española con aportaciones dinerarias de suculenta
cuantía. No en vano estaban ellos bien apercibidos de que la derrota de Napoleón
en tierras españolas era la mejor garantía para salvaguardar a su nación del
desembarco de las tropas francesas. El fantasma del hambre, de momento, se
disipaba y, hasta en el presidio y su islote, los estómagos de los cautivos y los
prisioneros de guerra se apaciguaban después de tantas privaciones.
La lectura del libro del Abate Marchena venía al hilo de cuanto les
contaba el muchacho gaitero de Berry, pues era el Abate un entusiasta
partidario de cuanto había acontecido en el vecino país y estaba deseoso de que
todo lo que allí se había hecho se repitiera aquí en España. No acertaba Grabié a
explicarse estos deseos por parte del Abate, pues, según “el enemigo”, el clero
había salido muy mal parado de la Revolución: les habían confiscado todos los
bienes a la Iglesia, les habían hecho renunciar a sus múltiples privilegios, les
obligaban a pagar tributos, y la Comuna de París había cerrado todas las
Iglesias de la ciudad del Sena. Para colmo, se repudiaban las antiguas creencias
religiosas y se propugnaba una nueva Religión Revolucionaria: el Culto a la
Razón.
Cuando había perdido casi toda esperanza de que Amparito se acordase de
él, estando un día cogiendo gusanas del fango para carnada, se acercó, desde
tierra a donde estaba él, junto al caño del Higuerón, en el límite de la Marisma
Tenebrosa, un mozalbete del Presidio que venía mandado por el oficial de
guardia. Le gritó que acudiera cuanto antes al Penal, pues tenía visita. El
corazón se le desbocó en el pecho, deseando que por fin fuera Amparito. Se limpió
del fango como pudo en el mismo caño, subió precipitadamente al bote en que
había navegado hasta allí y se puso a remar frenéticamente hacia el
embarcadero de Cuatro Torres. Amarró el bote y acudió corriendo, sudoroso y
oliendo a fango, al cuerpo de guardia de la entrada. Allí no había ninguna mujer.
El oficial bromeó con él diciéndole que esta vez se habría de conformar con el
criado en lugar de la señora. Efectivamente, Amparito le había mandado al
criado en lugar de venir ella..., después de tanto tiempo sin verla, aún no se
apiadaba de él y le mandaba aquel estúpido con la cesta de cañas. Cogió con mal
gesto la cesta que le ofrecía el sirviente y ya se marchaba cuando éste le indicó
que, dentro, además del queso y el pan había una carta y que tenía orden de
esperarse la contestación que procediera. Aquello cambió por completo el
semblante de Grabié que, retirando el mantelito que cubría las viandas, encontró
el papel y, devolviéndole la cesta al criado, se retiró bajo unos árboles cercanos a
leer la carta de su madre amada. Cuando estuvo solo, antes de nada, aspiró el
aroma que desprendía el papel doblado y lacrado. Los bellos de la nuca se le
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erizaron cuando recordó el perfume de su mano y el contacto de sus labios con su
blanquísima piel. Como quien rompe la cerradura de la puerta que lo separa de
la gloria, rompió Grabié el lacre de la carta de Amparito y comenzó a leer:
Mi niño amado, disculpa mi tardanza en escribirte, después de la
preciosa tarde en la que hablamos de Cadalso... y de nosotros. Mi padre enfermó
gravemente, ya está muy mayor, y no he podido separarme de su lecho en todos
estos días. Afortunadamente, según el cirujano de la Armada que lo está tratando,
ya ha pasado lo peor, y un poco más sosegada he encontrado un ratito para
escribirte estas líneas.
Has de saber que tengo concedida audiencia, nada menos que con Morla,
para el martes próximo. Voy a exponerle tu caso y espero que la gran amistad que
le une a mi padre le haga ser piadoso con tus rebeldías de juventud y encuentre
alguna solución que acabe o mitigue tu cautiverio. Naturalmente, ayudaría
mucho el que estuvieras dispuesto a sentar cabeza y decidirte a formar una
familia estable que pusiera en orden tu vida y tus pensamientos.
El próximo jueves iré a visitarte a Cuatro Torres. Espero poder darte
buenas noticias de mi entrevista con Morla. Te llevo una sorpresa que espero será
de tu agrado.
Cuento los minutos que faltan para volver a verte, mi niño amado. Esta
noche habrá luna llena; a la hora de las brujas, yo la estaré mirando..., mírala tú
también y sabrás lo que mi corazón pugna por decirte y que mis labios silencian.
Recibe un fortísimo abrazo y el más tierno de los besos,
de tu Amparito
Grabié, después de la lectura de la carta, quedó confundido. Sentimientos
y sensaciones se le encontraban, y una prisa grandísima por contestar aquella
misiva se apoderó de él. Reaccionó cogiendo de la cesta, que aún portaba el
criado de Amparito, un cuarto del queso y liándolo en el mantelito. Se fue al
cuerpo de guardia y le pidió al oficial que le permitiera pluma y papel para
contestar un mensaje de muchísima urgencia para un familiar enfermo, al
tiempo que le ponía en las manos el hatillo con el trozo de queso.
Al poco, estaba Grabié sentado en la mesa del oficial escribiendo, con la
más elegante de sus caligrafías, lo que sigue:
Mi amadísima Amparito, apenas termino de leer tu carta y aún me
embriaga el perfume de tu carísima alma que en ella has depositado. Siempre has
sido la estrella más fulgurante del cielo de mis pensamientos, pero desde aquella
hermosa tarde en la que apareciste ante mí, no como mi madre adoptiva y
cultural, sino simplemente, como una adorable mujer, un fuego voraz ha prendido
en mis entrañas y no encuentro río de aguas cristalinas que me alivie de su ardor,
que me consume. Pues es bien cierto que esas cristalinas aguas no pueden ser
otras que la luz de tu mirada, la cantarina melodía de tu voz y el frescor de tu
aliento..., que sólo podrán brindarme tu añorada presencia.
Si tu corazón cuenta los minutos, el mío lleva el compás de los instantes
que han de sucederse hasta que el halo que envuelve a tu figura me envuelva a mí
con ella, de tan cerca que esté de tu persona.
Me pides que me disponga a estabilizar mi vida..., y, ciertamente, nada me
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complacería más que poder hacerlo junto a ti, mas la rebeldía de mis sentimientos
no pretendas sacarla de mi corazón, amada mía, pues cómo, si no fuese por mor
de esa misma furia ciega, se atrevería este pobre mortal a poner sus ojos en una
diosa del Olimpo, como eres tú.
Llegado a este punto, cuando se disponía a comunicarle las posibles
noticias que había conocido sobre don Francisco de Miranda, la culebra de los
celos, que ya había anidado en su corazón, contuvo su pluma y, receloso, guardó
silencio.
Y, así pues, continuó escribiendo:
Tantos años llevan mis pobres huesos durmiendo a la sombra de este Penal
que ya no había más horizonte a mis anhelos que los de la triste marisma que lo
rodean. Y estaba mi ánima resignada a deambular su existir en ésta lúgubre
sombra, sin que ello la alterara, mas ahora que la luz del sol se ha puesto al
alcance de mis manos, en la estrella matutina que refulge en tu límpida frente, no
hallo sosiego a mi cautiverio, ni compostura a mis huesos que lo reconcilien con el
perdido sueño.
A la hora de las brujas, mi corazón volará hasta la blanca luna y ésta,
como limpio lienzo nupcial, cobijará nuestras almas fugitivas de la Tierra. Allí te
espero, mi amor.
Recibe el más apasionado de los besos,
de tu Marco Antonio
Rubricó su carta de tal guisa por dos razones: la primera porque se notaba
un hombre nuevo y distinto de Grabié; la segunda porque se sentía, como el
héroe romano de su mismo nombre, ante la bellísima reina Cleopatra...,
apasionadamente enamorado.
El criado partió con su carta hacia la que se le antojaba lejanísima Gades.
Él quedó impasible, mirándolo perderse en la distancia, como un dios que
remitiese a Mercurio, el de los pies alados, en pos de verter un filtro de amor en
el oído de su amada.
Olvidado de las miserias terrenales, entregó la cesta de las viandas a sus
voraces compañeros, que dieron buena cuenta de ella al tiempo que le hacían
chanza y burla por el estúpido estado de enamoramiento en que se hallaba.
El cielo estaba negro como cuando murió el Cristo en el Calvario. Hacía
varios días que no paraban de caer chaparrones, acompañados de fuertes rachas
de viento, que hacían que la lluvia cayese de lado. Todo estaba encharcado y
varios carruajes se veían abandonados al haber quedado atollados. Apenas
mediada la tarde, parecía noche cerrada. Marco Antonio el enamorado había sido
mandado con otros presos al astillero para ayudar en las labores de carenado de
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una cañonera, tumbada de costado, ya que era un experto en el manejo de los
cabrestantes. Había convenido con Fransuá, “el enemigo”, que se verían allí con
el prisionero francés que podía darles noticias de Miranda. Dadas las
inclemencias del día, se había abandonado la faena de la carena y cada cual se
había ido a donde pudiera cobijarse del temporal. En un cobertizo semiderruido,
se encontraron los tres y, puesto que nadie había de echarlos en falta en tan
lúgubre noche, encendieron una candela, dispuestos a pasar allí la noche, dando
cuenta del pan, tocino y vino que había comprado el muchacho con las monedas
que le facilitara Marco Antonio enamorado.
El conocedor de Miranda resultó ser un oficial de la fragata “Cornelia” al
que llamaban Coquen. No sabía ni una palabra en castellano, así es que él le
hablaba un trocito a Fransuá y después éste le traducía a Marco Antonio, más o
menos, la respuesta del oficial. El procedimiento era desesperantemente lento y,
a veces, se enzarzaban los dos gabachos en un parloteo del que el español nada
entendía. Lo que sí estaba claro era que, como no se le fuera facilitando comida y
vino, el malandrín del gabacho no hablaba. Poco a poco, se fue iluminando el
hasta entonces oscuro pasado de su héroe, de la estrella polar de las singladuras
de sus pensamientos libertarios. Así, supo que, después de haber luchado con las
tropas españolas y francesas junto a los colonos americanos, y contra los
ingleses, Miranda abandonó el ejército de su real majestad para quedarse con los
rebeldes independentistas. Después, ya en Europa, luchó junto al ejército
francés, en el que adquirió el grado de Mariscal de Campo, primero, y de
General, después. Estuvo en la cárcel injustamente acusado por Dumouriez de
haber sido el causante del levantamiento del sitio a Maastricht y de la retirada
del ejército revolucionario francés de Holanda. No obstante, pudo demostrar su
inocencia y salió de la cárcel aclamado por el pueblo. Después de aquello, el
oficial de la “Cornelia” no había vuelto a saber nada de don Francisco de
Miranda. Y, para colmo, el pan, el tocino y el vino se habían acabado, por lo que,
llenos los estómagos y cargadas las cabezas, se dispusieron los tres a dormir la
tormenta al rescoldo del chisporroteante fuego.
Castaños y Reding habían vencido en la gloriosa batalla de Bailén al
todopoderoso ejército de Napoleón, en la persona de su general Dupont. El
general Lacy escoltaba a los prisioneros franceses en número que superaba con
creces los ocho mil. A través de Porcuna, Bujalance, Ecija, el Arahal, Utrera, Las
Cabezas, Jerez y El Puerto, los traía a Sanlúcar de Barrameda y a la Bahía de
las Gadeiras. El pueblo, o mejor, el populacho, los asaltó y saqueó en El Puerto
de Santa María y en El Puerto Real. En la Isla, adonde llegaron ya desvalijados,
fueron apedreados. Como quiera que en la Ínsula ya no cabía un alma, los
prisioneros de Bailén fueron introducidos en pontones que se habían habilitado
al efecto con los navíos tanto franceses como españoles que se encontraban
desarbolados y maltrechos. La mayoría estaban anclados en Gades, a la altura
de Puntales. También había otros en La Isla, a la altura de la Casería de Osio, y
otros dos, en la Ínsula. Se pactaba con los ingleses la forma de remitir a su país
de origen a tantísimo prisionero, que suponía una pesada carga para las exiguas
arcas de la Junta sevillana.
Como quiera que el ejército francés no se detuviera ni desalentara por
la derrota de Bailén, su marcha prosiguió y, así, se apoderaron de Sevilla y,
posteriormente, se desplazaron hasta nuestra Bahía, dispuestos a tomar las
ciudades de las Gadeiras y culminar con ello su conquista de España. Para
hacerles frente, el Duque de Alburquerque llega a Gades con una división de
once mil hombres. La Junta le nombra Capitán General del Ejército y Costa de
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Andalucía y toma a su cargo la tarea de fortificar la capital de Las Gadeiras. Su
pequeño cuerpo, la extraordinaria palidez de su rostro y sus cabellos rubios
cogidos a la nuca con una negra cinta, no le daban, amén de su también rubio
bigote, el aspecto de un recio hombre de armas, sino, más bien, el de un hombre
de sociedad y de salones, de encajes y de palabrería. Sin embargo, el Duque era
un gran militar y un magnífico estratega. Rápidamente se percató de que la
defensa de Gades no estaba en la Cortadura, como creían los gaditanos, y en
cuya construcción se afanaban todos sus habitantes con gran responsabilidad y
solidaridad, sino en la Isla y la Ínsula. En la primera, anulando el puente de
Suazo y, en la segunda, merced a la marisma que la rodeaba, impracticable para
cualquier ejército. De esta forma, cortó los pocos caminos que, entre las
marismas y salinas, tenían practicados los pescadores y salineros, de forma que,
no ya caballerías ni cañones pudieran transitarlas, sino, ni siquiera soldados de
infantería. Para completar la defensa de la Ínsula, se establecieron nuevas
baterías en la orilla del caño de Sancti-Petri y en el Portazgo, camino de El
Puerto Real. En relación con La Isla, el jefe de Escuadra, Francisco Javier de
Uriarte, tuvo la inteligencia de desmontar los sillares del ojo central del puente
Suazo, haciéndolo de tal suerte que numeró las distintas piezas para que, en su
día, liberada la Nación del opresor francés, pudieran restituirse a su lugar exacto
y volverlo con ello a su estado natural. También se reforzó La Isla con nuevas
baterías en Sancti-Petri, en Gallineras y en la salina de Los Ángeles Custodios.
El puente Suazo estaba defendido por más de cien cañones.
Cuando el Mariscal Víctor establece su cuartel general en El Puerto
de Santa María, el Duque de Alburquerque, de este lado, cuenta con sus once mil
hombres más cinco mil ingleses que habían desembarcado en Gades y se habían
puesto a sus órdenes. A los pocos días, llegó al Puerto de Santa María el Rey de
España, José I. Nos traía los frutos de la Revolución, tales como la Declaración
de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, la creación de juicios con jurados
constituidos por “ciudadanos” para los casos penales, la supresión de las penas de
prisión en las causas por deudas, la igualdad de todos los “ciudadanos” ante la
Ley, la asistencia letrada para los acusados, el derecho a comparecer ante el juez
en veinticuatro horas (habeas-corpus), la presunción de inocencia para el acusado
(habría que demostrarse la culpabilidad, no la inocencia..., ¡demasiado para
nuestras pobres mentes acostumbradas a la Inquisición!) y la libertad de
conciencia y de derechos civiles para protestantes y judíos. Pero él era un rey
impuesto por un hombre, y el pueblo de España quería a su Borbón, que le venía
impuesto por Dios.
En aquellos días, estando en El Puerto de Santa María el monarca,
los moscones de Andalucía acudían presurosos a la miel del poder, mas José
permanece imperturbable a las alabanzas y lisonjas baratas de los
terratenientes, capitalistas, personajillos y ricos burgueses, que, en vano, le
adulaban. José I, que, a pesar de su mote, apenas probaba el vino, quería entrar
en Gades como entró Jesús en Jerusalén, triunfante y aclamado por traerle al
pueblo la buena nueva de las nuevas leyes y los nuevos derechos, mas los
múltiples parlamentarios que viajan desde la España ocupada hasta Gades, a
parlamentar con la Junta, no sirven para mover ni un ápice la firme
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determinación de ésta, de resistir hasta la muerte. Desalentado José I por la
tozudez de los gadeiranos, parte para Ronda y otras ciudades andaluzas. Ya no
volvería a pisar la bendita tierra de la Bahía..., con él se nos fueron cien años de
progreso.
En la primavera, hubo unos días de terribles vendavales de poniente que
alcanzaron la consideración de huracanes. Por dos ocasiones consecutivas, los
prisioneros franceses de los pontones de Gades lograron cortar las amarras de
éstos, de tal suerte que el viento arrastró a las embarcaciones sin gobierno hacia
las costas de El Puerto de Santa María, donde sus camaradas los recibieron
llenos de júbilo. Más de mil soldados y oficiales recuperaron, de forma tan
estúpida, las fuerzas sitiadoras francesas. Para que no se repitiera por una
tercera vez la burla de los prisioneros franceses a los ineptos vigilantes de Gades,
los prisioneros que quedaban en los pontones fueron enviados a la isla de
Cabrera, en las Baleares.
En septiembre, la Regencia convocó las Cortes en La Isla, en su Iglesia
Mayor. Éstas concedieron la libertad de imprenta y quitaron el gobierno al
Consejo de Regencia.
Mientras tanto, los franceses habían construido en Sevilla veintiséis
cañoneras, que emplearon en el terrible asedio al Trocadero. Como no
consiguieran su objetivo, comenzaron a bombardear Gades desde la Cabezuela.
Los vecinos de aquella isla que residían en la zona a la que llegaban los cañones
franceses hubieron de abandonar sus casas y pasar a vivir con familiares que
tuvieran sus domicilios fuera del alcance de las bombas. Con el objeto de cubrir
la distancia entre la Cabezuela y las casas de Gades, los franceses habían
sustituido, en el interior de las bombas, la pólvora, por plomo. De esta forma, al
tener más peso el proyectil, lograba hacer más distancia. (Este plomo del interior
de las bombas sería el que utilizarían las mujeres de Gades para sus tenacillas
del pelo).
La situación en la Ínsula se había aliviado en parte, en tanto en cuanto la
mayoría de los prisioneros de la escuadra de Rosilly había sido enviada a Francia
en buques ingleses. Al virrey no le parecía prudente tener tal cantidad de
prisioneros franceses de esta orilla, cuando, de la otra, había un ejército francés
de más de cuarenta mil hombres. En cualquier momento, un amotinamiento de
éstos hubiera supuesto tener a la zorra dentro del gallinero. Con la marcha de los
prisioneros, la superpoblación en el islote del Penal había cedido. No obstante, el
Duque le había aconsejado al virrey que conservara algunos franceses, por si se
hiciera preciso efectuar un canje por prisioneros españoles. Así es que quedaron
en Cuatro Torres unos cincuenta prisioneros, entre los cuales se encontraba
Fransuá. Su uniforme se le había convertido en unos andrajos, por lo que, con las
ropas que le fueron cediendo unos u otros de los amigos de Marco Antonio
enamorado, se encontraba vestido de paisano. De tal guisa iba “el enemigo”, que
no se le distinguía de cualquier otro cautivo español, en tanto no abriera la boca
y se descubriera que era un gabacho. El gaitero de Berry se estaba adaptando al
terreno que pisaba de tal forma que pasaba la mayor parte de su tiempo con los
españoles, en vez de hacerlo entre sus compatriotas, lo que redundaba en que se
defendía, cada vez mejor, en castellano y era requerido constantemente por
personas de ambos bandos para hacer de interprete. Esto le suponía una
constante fuente de ingresos, tanto en monedas como en especie, es decir, en
comida, de tal suerte que el muchacho devolvía con creces, al grupo de Marco
Antonio, los favores recibidos en primera instancia y ahora era él quién, con
frecuencia, les proporcionaba opíparos banquetes de pan con tocino, pan con
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queso, o pan con pan.
Una barcaza atracada al muelle esperaba a tres pelotones procedentes de
Gades, que se disponían a cruzar el caño de la Carraca en dirección a la Ínsula:
un pelotón era de las milicias urbanas, a los que llamaban los pavos; el otro era
de cazadores, a los que, por sus cananas, denominaban los cananeos, y, los
terceros eran artilleros de Puntales a los que apodaban los perejiles.
El criado de Amparito Rocco quiso colarse en la barca con los pelotones de
Gades, pero el sargento que estaba al mando no se lo permitió. Así es que no tuvo
más remedio que esperar al barquero que, en aquel momento, estaba en el
muelle contrario cargando personal en dirección a La Isla.
Marco Antonio, Fransuá y tres amigos más se encontraban en la cantina
de León tomando unos vinos a costa del franchute. La cantina la llevaba un
sobrino de León que, hacía unos meses, se había hecho cargo de ella, tras la
muerte repentina del viejo cantinero. El muy desdichado fue a dar con los huesos
de su alma en el infierno, pues la muerte le sobrevino cuando estaba fornicando
encima de una de sus niñas. Lo enterraron en la zona anexa al campo santo
donde se daba sepultura a los extranjeros, protestantes, suicidas, moros y demás
criaturas que no profesaran la fe católica o que hubiesen muerto en pecado
mortal. Por más que insistieron las putas del cantinero ante los oficiales clientes
para que intercedieran con el fraile, éste se mostró inflexible, pues era evidente
que, habiendo muerto en plena fornicación, su ánima no tendría cabida ni tan
siquiera en el purgatorio, al ser éste un pecado de los gordos y, como tal,
merecedor de la pena máxima de fuego eterno. Marco Antonio, desconociendo que
el criado de su amada le esperaba en el Penal para darle una carta, mataba el
tiempo en aburrida charla con los compañeros. Cuando, al cabo, regresaban por
la explanada de frente a la Iglesia nueva, casi se tropiezan con el mensajero de
Amparito que, cansado de esperar, había decidido regresarse a Gades, dejando su
misión para mejor ocasión. Afortunadamente, Marco Antonio, por este azar del
destino, pudo recibir la misiva de su amada en la que le comunicaba, llena de
júbilo, que su entrevista con Morla había sido muy satisfactoria, pues había
conseguido que le permitieran seguir cumpliendo su condena en el domicilio de
los Rocco en Gades, donde recibiría un puesto de trabajo en las oficinas del
comercio de don Silvestre. Si, transcurridos unos meses, observaba buena
conducta, don Tomás de Morla vería de conmutarle definitivamente la pena que
tenía impuesta. En breve espacio de tiempo, esperaba Amparito poderle remitir
el salvoconducto que don Tomás le estaba preparando. Ahora no podía separarse
de su padre, pues don Silvestre había vuelto a empeorar y requería de todos sus
cuidados y los de su hermana pequeña. Marco Antonio apenas recordaba a la
hermana pequeña de Amparito, ya que hacía muchísimos años que no la había
vuelto a ver. Sólo recordaba su nombre, Bernarda, aunque le decían
cariñosamente Bernardina, y su cabello rubio cobrizo, y su naricilla respingona
que parecía mirar al cielo. Ahora, Bernardina tendría aproximadamente treinta
y cuatro años, pues era unos tres o cuatro años menor que él y estaría hecha una
mujer en la que difícilmente se reconocería a la niñita que él evocaba.
El criado de Amparito entregó a Marco Antonio la cesta de las viandas y
un paquete envuelto en papel de periódico, atado con una guita. Muy
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circunspecto, al darle el cesto le hizo una especie de reverencia. Sin duda,
Amparito le había instruido para que, ahora que iba a entrar a formar parte de
la familia, fuese tratado como tal.
Ya en el Penal, mientras comían el queso y hacían chanzas a Marco
Antonio imitando grotescamente la reverencia, pudo comprobar el enamorado
galán el contenido del misterioso paquete. Se trataba, nada menos, que de un
magnífico traje moderno de los que se estilaban desde la revolución de Francia:
pantalón ceñido - los calzones pasaban a formar parte de la historia - un par de
botas de pala baja, blusa, chaleco y chaqueta corta. Todo ello, nuevo a estrenar.
El desdichado Marco Antonio no podía creerse que aquello le estuviera pasando a
él. Nunca en su vida había estrenado una ropa ni unos zapatos y ahora se
encontraba a punto de vestirse como un burgués y de pasar a vivir una vida como
la de un rico comerciante de Gades, y todo ello al lado de la mujer más bella,
inteligente y bondadosa de todas las Gadeiras. Las revoluciones ideológicas,
aunque fuera por esta sola vez, habrían de dejarle paso a la buena vida que le
esperaba, y se encontraba dispuesto a ser el más dócil de los corderitos en el
aprisco de algodones que su amada le estaba preparando. Sus amigos se
alegraron con él de la ventura que la diosa fortuna había depositado sobre su
cabeza y con ello le demostraron el afecto que le profesaban, pues ¡qué fácil es
que la envidia empañe los buenos momentos de los amigos, cuando éstos no lo
son de veras!
A los pocos días, de nuevo recibía Marco Antonio enamorado al criado
reverente de Amparito y, en esta ocasión, solamente portaba dos cartas: una de
Amparito diciéndole que se pusiera el traje nuevo y que se regresara a Gades con
su criado; la otra era el salvoconducto que debía presentarle al oficial de guardia
del Penal, para que, inmediatamente, lo liberara, pues pasaba a depender
directamente de la custodia de don Tomás de Morla, que, a su vez, se la
traspasaba a su amigo don Silvestre Rocco. Sin duda, los resortes de la
francmasonería se mantenían bien engrasados y funcionaban a la perfección.
Cuando Marco Antonio, vestido como un príncipe, se despedía de sus
amigos y de los soldados y oficiales que le habían custodiado por tantos años, la
emoción le embargó hasta el punto de que no pudo reprimir las lágrimas.
Especialmente cuando le tocó el turno al “enemigo”, pues el joven gabacho había
conseguido sobreponer su amable personalidad muy por encima de su condición
de soldado enemigo y granjearse el respeto y el cariño de todos, y muy
especialmente de Marco Antonio, que, no en vano había sido su profesor de
castellano. Cuando, abrazado al muchacho, se despedía de él, Marco Antonio le
dijo al oído:
- ¡Si tengo ocasión, tiraré de ti y te sacaré del Penal! - pues intuía que,
desde su nueva posición social, tendría acceso a las manijas del poder y que, con
éstas, podría conseguir que, en la próxima remesa de prisioneros que se
liberaran, fuera su amigo Fransuá.
Marco Antonio, caminando tras el criado de Amparito, paseó su elegante
figura por todo el arsenal, desde el islote del Penal, pasando por delante de las
casas de los oficiales, frente a la Puerta del Mar y el Palacio del Virrey y junto a
la nueva Iglesia y, después, junto a los astilleros, hasta llegar a la Puerta de
Tierra. Quienes le reconocían se quedaban boquiabiertos ante el cambio
experimentado y él, muy metido en su nuevo papel, no se dignó ni dirigirles la
palabra..., había llegado su hora y no la dejaría escapar.
Al acercarse al muelle, el criado le ofreció la mano para ayudarle a bajar
los resbalosos escalones del muelle. Pero aquello ya era demasiado y Marco
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Antonio bajó al bote sin ayuda de nadie. Ya en La Isla, les esperaba el coche
calesa de la familia Rocco, tirado por un magnífico potro pinto. Ambos subieron a
él, cada uno en su sitio, y comenzó el viaje a trote lento por el camino que los
llevaría a través de la población militar auxiliar de San Carlos, hacia la Iglesia
del Carmelo, las Torres de Hércules, la fuente de agua dulce, las obras de la
Cortadura, la Iglesia de San José y el nuevo cementerio de cuando la terrible
peste negra del 1.800, las murallas de la ciudad de Gades, la cuesta de las
Calesas, la Plaza de San Juan de Dios y la calle Pelota.
Cuando llegaron a la puerta de la casa de los Rocco, una criada que, sin
duda, hacía guardia esperando su llegada, comenzó a dar voces hacia el interior
de la casa anunciado su presencia. Marco Antonio no traía otro equipaje que la
cesta de caña que el criado le dejara la última vez con las viandas, en la que
ahora portaba los libros que Amparito le había dejado y algunos papeles suyos.
La casapuerta daba acceso a un patio interior en torno al cual estaban los
almacenes del género y las oficinas. Dos escribientes con raídas levitas y anteojos
se asomaron a verle. Y, al final de la escalera que accedía a la vivienda, con un
traje oscuro, un delantal blanco de preciosos encajes y todo el cabello suelto sobre
los hombros, componiendo una imagen muy hogareña e íntima, estaba Amparito.
Su precioso rostro irradiaba alegría ante la presencia de su amado niño y tan
sólo su esmerada educación le impidió echarse escaleras abajo en busca de
Grabié..., bueno, más bien de Marco Antonio Gabriel. Él, que no tenía el freno de
la estricta educación de que hacían gala los burgueses gaditanos, subió sin
embargo los escalones de dos en dos y se plantó, en un pispas, junto a ella. Pero,
al llegar allí, se quedó cortado y no supo qué hacer, dudando entre besarle la
mano o, simplemente, hacerle una reverencia como las que le hacía el criado.
Antes de que se decidiera, fue ella la que le tomó de las dos manos y,
adentrándolo a la casa, le dijo:
- Ven, te presentaré a mi familia.
Las habitaciones de la casa de los Rocco eran amplias, luminosas y
estaban llenas de muebles de finas maderas, sobre los que había cantidad de
objetos. Las paredes apenas se veían, pues estaban cubiertas de cuadros, tapices,
cornucopias, armas cruzadas entre sí y grandes espejos de gruesos marcos
dorados. Amparito lo pasó por dos habitaciones y, a la que hacía tres, lo sentó en
un “tú y yo” y le dijo que esperara. Al momento, regresó trayendo a una linda
muchachita de la mano.
- ¡Te presento a mi hermana Bernardina!
Marco Antonio hizo una ridícula reverencia, que provocó las risas de las
dos hermanas y, al momento, se incorporó para mirar detenidamente lo que no
acertaba a explicarse. ¡La hermana de Amparito era preciosa! Conservaba el
cabello rubio, aunque un poco más rojizo que cuando era niña, y, por supuesto, su
nariz seguía siendo pequeña y respingona, pero encajaba perfectamente en su
gracioso rostro. Era inexplicable que aquella preciosidad se hubiese quedado
soltera. Sin duda, las hijas de don Silvestre eran criaturas de mucho carácter y
personalidad.
Mas todas estas elucubraciones dieron al traste cuando la muchacha abrió
la boca para decirle a Marco Antonio que lo recordaba muy bien de los tiempos de
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su infancia en La Ínsula y etcétera, etcétera, pues su voz tenía un timbre
agudísimo que hacía parecer estúpida cualquier cosa que aquella pobre criatura
pudiera decir. ¡Qué cruel es la naturaleza - pensó Marco Antonio - molestarse en
crear una criatura tan bella, para desfavorecerla tan drásticamente con aquel
desafinadísimo timbre de voz! Sin duda, aquella era la causa de su soltería y no
el carácter de las Rocco, concluyó para sus adentros Marco Antonio.
Amparito se dio perfecta cuenta de las dos reacciones del que proyectaba
hacer su hombre: primero, la admiración de la belleza de Bernardina y, después,
la desilusión al oír su estentórea voz. Había presenciado aquel fenómeno en no
pocos pretendientes de su hermana, pero, en ésta ocasión, no le importó, es más,
le agradó que, al cabo, su hermana hubiese producido desencanto en su Marco
Antonio, pues ella no tenía edad para competir con la lozanía de su hermana
pequeña.
Marco Antonio fue instalado en una habitación de la segunda planta que
quedaba apartada del resto de los cuartos en los que se acomodaba la
servidumbre: la cocinera, dos mujeres para el cuerpo de casa, y el criado
reverente, pues la lavandera y la planchadora no dormían en la casa. La alcoba
de Marco Antonio daba a la calle Pelota a través de un amplio balcón, desde el
que se divisaba la Plaza de la Catedral. Estaban en lo mejor de Gades, entre la
Casa Consistorial y la Catedral, ¡qué más se podía pedir!
En la habitación había una gran cama con cabecero y pies de madera de
caoba, sobre la cama, voluminosos almohadones muy de moda en la época, en
una pared, un gran armario, también de caoba, de una sola puerta, con un gran
espejo, en el que, por primera vez en su vida, Marco Antonio se vio de cuerpo
entero. Y tuvo la agradable sensación de ser más alto de lo que creía. En la otra
pared, había una especie de tocador con un espejo ovalado, una palangana y,
debajo de ésta, una jarra de porcelana para dotar de agua a la primera. A los
lados del espejo, unas perchas de bronce permitían colgar la ropa del que
utilizase la jofaina, y, junto a ésta, había un cepillo para el pelo y una bigotera (
sin duda Amparito se proponía que él se dejase bigote, como la mayoría de los
mercaderes de Gades). En el interior del armario, había otros trajes y camisas
con chorreras y camisetas enterizas y calzoncillos largos y camisones de dormir y
todo lo que una criatura pudiera soñar en prendas para vestir su cuerpo. Y, sin
lugar a dudas, todo había sido puesto y ordenado por las amorosas manos de
Amparito. En aquel momento, Marco Antonio hubiese querido que su pobre
madre, desde el otro mundo y a través de un agujerito, lo contemplase. Seguro
que se llenaría de orgullo y satisfacción por la suerte que estaba teniendo su
único y querido hijo.
Cuando estaba asomado al balcón, contemplando la gente que pasaba por
la calle, tocaron a la puerta de la habitación y, antes de que él se moviera para
abrirla, entró Amparito.
-¿Te gusta tu nuevo presidio..., o prefieres Cuatro Torres?
- De nada me servirían todas estas riquezas que has puesto a mi alcance,
si tú no estuvieses en medio de ellas, como la más preciosa de mis joyas.
Se acercaron el uno al otro y quedaron en mitad de la habitación, con las
manos cogidas y mirándose tiernamente a los ojos, inexistente el universo en su
derredor, sin más anhelo en sus ánimas que poseer cada una la del otro y el
frenético afán de dejar de ser dos para convertirse en ambos. Lentamente,
Amparito fue acercando su rostro al de Marco Antonio, hasta que sus pómulos se
rozaron. ¡Qué cálido contacto el que experimentaron, qué cantidad de afecto
transmitían sus mejillas unidas! Suavemente giraron sus rostros hasta besarse
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tiernamente los labios. Estremecidos, se apartaron y se miraron de nuevo.
- Esto no es más que un anticipo, mi amor -le dijo ella- y ahora ven que te
he de presentar a mi padre.
Le arregló el cuello de la casaca, le estiró ésta hacia abajo y le peinó el
cabello con sus dedos. Lo tomó de la mano y tiró de él hacia la habitación de don
Silvestre, en la planta primera. Bajaban las escaleras como dos alborozados
chiquillos cogiditos de la mano.
Don Silvestre se había levantado para la ocasión y estaba sentado tras su
impresionante mesa de despacho, en la biblioteca. Las paredes estaban todas
forradas de estanterías llenas de libros. Don Silvestre medio se incorporó cuando
ellos entraron y le tendió la mano a Marco Antonio. Con un gesto, les indicó que
se sentaran.
-¿Cómo debo llamarle, caballero?- le inquirió don Silvestre, muy metido en
su papel de responsable de él ante don Tomás de Morla.
Amparito intervino para quitarle gravedad a la situación.
- Padre, cuando le conocimos en la Ínsula, siendo un mozalbete
despabilado, le llamábamos Grabié, pero ahora que es un caballero debemos
llamarle por su verdadero nombre, Marco Antonio Gabriel.
- Espero que usted sepa valerse por sí mismo - insistió don Silvestre
dirigiéndose a Marco Antonio y queriendo impresionarlo.
-¡Naturalmente, señor!
- Como conocerá usted por mediación de mi hija, el señor de Morla, al que
me une una antigua e inquebrantable amistad, me ha hecho responsable de su
custodia hasta tanto no se haga usted merecedor del indulto total, al efecto, y
para lograr su pronta rehabilitación, no hay mejor medicina que el trabajo
constante y sacrificado. Me informa mi hija que sabe usted leer, escribir y las
cuatro reglas, pues ello será suficiente para empezar a hacerse un sitio en la
oficina. Yo, como puede usted ver, no me encuentro bien de salud y necesito
alguien que me informe a diario de los acontecimientos del comercio, usted será
mis ojos y mis manos en el negocio, para lo que voy a depositar en usted toda mi
confianza, ya que le avala la palabra de mi hija Amparito. ¡Espero que no nos
defraude!
Un golpe de tos le hizo interrumpirse, ocasión que aprovechó Marco
Antonio para meter baza.
- Don Silvestre, debe usted saber que soy plenamente consciente de la
oportunidad que usted y su amable familia me ofrecen para regenerar mi vida.
Antes me quitaría mil veces la existencia que defraudar la confianza que su hija,
y usted a través de ella, han puesto en mí. Dé usted por cierto que pondré mis
cinco sentidos en aprender el manejo de su comercio y que trataré de ser, para
usted, el mas leal de sus servidores.
Amparito notó, por la expresión del rostro de su anciano padre, que las
palabras de Marco Antonio le habían agradado y, con esa sabiduría milenaria
que tienen las mujeres gadeiranas, supo que era el momento de retirarse y dejar
a los hombres que hablaran de negocios. Así lo hizo y, a partir de aquel
momento, comenzó la conquista de don Silvestre a cargo de Marco Antonio.
Aquella misma noche, Amparito entró de puntillas en la habitación de
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Marco Antonio. A oscuras, se desnudó y se metió en la cama junto a él. No quería
que él viese sus desmayados pechos. Tanto tiempo habían esperado ser
abarcados por las recias manos de su valiente espadachín, don Francisco de
Miranda que, cansados y exhaustos, habían perdido su turgencia de verde fruta
para devenir en lánguida y vencida desesperanza. No obstante, Marco Antonio,
completamente ajeno a las cuitas de la mujer, pasó la más fantástica noche de su
vida. Su idealista, romántico y etéreo amor se mezcló con el olor del sudor de sus
cuerpos y de los fluidos de sus sexos, formándose, en lo profundo de la oscuridad
fantasmagórica, extrañísimas sensaciones, mezcla de sentimientos puros con
carnes apasionadas, tiernas palabras de amor con mordiscos de carnes trémulas,
éxtasis de entrega total de almas con olores de axilas obreras del sexo..., en fin,
ánimas y carnes, inmoladas trémulas en el altar de la pasión.
A partir de aquel día, Marco Antonio, con la inteligencia y simpatía de las
que era muy capaz, fue penetrando, poco a poco, en el negocio y en la familia de
los Rocco, ganando confianzas y devolviendo lealtades, recibiendo el trato de uno
más de la familia y aportando su trabajo y esfuerzo sin tacañería ni
miramientos, siendo el primero en levantarse y el último en acostarse, dando
cuenta a don Silvestre de cuanto acontecía en el negocio, proponiéndole mejoras
y renovaciones, y requiriendo su conformidad para cada decisión que se
adoptaba, con lo cual el anciano padre de las Rocco fue, cada vez más,
descansando en él e incluso experimentando una notable mejoría en su
maltrecha salud.
Algunas tardes, ante la insistencia de Amparito y Bernardina, Marco
Antonio dejaba el trabajo en la oficina del comercio y salía a pasear llevando del
brazo, a cada lado, a una de las hermanas Rocco. Si los franceses no estaban
bombardeando, caminaban a través de la Plaza de San Juan de Dios, se
acercaban al Puerto y, desde allí, contemplaban, en la lejanía, las torres de la
Iglesia de la Insula y los mástiles de los navíos que en ella se guarecían.
También podían ver las baterías de los franceses en la Cabezuela. Y, cuando
había jaleo, se distinguían las llamaradas de los cañonazos y las columnas de
humo, allende el caño de Sancti-Petri y el puente de Suazo. Entonces, Marco
Antonio se acordaba de sus compañeros del Penal y de la poca fortuna que asistía
a sus desconsolados días. Y, especialmente, se acordaba de Fransuá, llenándosele
el ánimo de desasosiego ante lo incierto de su futuro. Y hacía memoria de la
promesa que le había hecho, y se sentía mal por no haber logrado nada al
respecto.
Pero los acontecimientos de su propia vida se sucedían con tal velocidad
que apenas tenía tiempo para pensar nada más que en sí mismo. El personal que
tenía don Silvestre en el negocio era absolutamente inepto, lo que se ponía de
manifiesto cada día que pasaba, ante la eficacia de que, por otro lado, hacía gala
Marco Antonio. El día entero lo ocupaba entre la dirección del negocio, la
rendición de cuentas con don Silvestre y, de cuando en cuando, algún paseo o
alguna visita de cortesía a las amistades de los Rocco, del brazo de las hermanas.
Sin apenas él darse cuenta, Amparito había empezado a presentarlo a sus
amistades como su prometido. A Marco Antonio no se le escapaban los gestos y
comentarios que al respecto todos hacían. Chismorreaban sobre la diferencia de
edad entre ellos, sobre sus distintas posiciones sociales y, también, sobre la
prolongada y caprichosa soltería de ella y su decisión de romperla a tan
avanzada edad, pero ella no parecía darse cuenta de nada, pues la felicidad la
embargaba, se sentía rejuvenecida y, más bien, aparentaba estar arrepentida por
no haber dado antes aquel paso.
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Las visitas nocturnas de Amparito continuaron proporcionándoles éxtasis
amorosos en virtud de los cuales ella aparecía cada mañana más lozana y fresca
que la anterior, a la vez que a él se le fueron marcando las ojeras y casi se le
trasparentaban las orejas. Al poco tiempo, ella tuvo una interrupción de la
menstruación que, cándidamente, asoció a un embarazo lo que motivó que los
acontecimientos se precipitaran y se fijara de inmediato la fecha de la boda. Con
la excusa de los chismorreos de la gente, ella lo organizó todo en la más estricta
intimidad para, de esta forma, evitar que las amistades le echaran la cuenta de
los nueve meses. Así, una primaveral mañana, montaron en la calesa don
Silvestre, que estaba muy mejorado, Bernardina, Amparito, Marco Antonio y el
criado reverente, a las riendas. Partieron para la Iglesia de San José, en
extramuros de la ciudad, un padre con sus dos hijas, un cautivo bajo custodia y
un criado. Y regresaron un suegro, una cuñada, un matrimonio feliz..., y un
criado.
Al poco tiempo, Amparito sufrió una tremenda decepción, cuando el
cirujano amigo de la familia, don Cosme Argudo, le confirmó que su esperanza en
el principio de una nueva vida no era más que el final de su fertilidad. Entonces,
toda la entereza de que siempre había hecho gala pareció derrumbarse ante su
instinto de maternidad burlado, sintió un gran arrepentimiento por el tiempo
perdido y entró en gran melancolía.
La casa no era la misma, huérfana de la alegría contagiosa de Amparito y,
por más que todos trataban de entretenerla y hacerla olvidar su frustración,
nada conseguían, hasta que un día Marco Antonio se presentó en el comedor,
cuando todos le esperaban para comenzar el almuerzo, con un bebé en sus brazos
liado en unos cobertores. Con la excusa de quitarse la levita, dejó el pequeñuelo
en el regazo de Amparito y fue como si en el interior de su cabeza se hubiese
encendido una bujía y su rostro se hubiese iluminado todo desde dentro. Aquel
día ni almorzaron ni hicieron otra cosa que adorar al niño como si fueran los
magos de oriente. Marco Antonio les mintió cuando les dijo que lo había
conseguido de la casa cuna para que su esposa lo conociera y decidiera si se lo
quedaba en adopción. Sus padres habían muerto víctimas de un bombazo de los
franceses y no tenía hermanos, ni parientes, ni familiar alguno que se pudiera
hacer cargo de él.
El pequeño se sentía muy a gusto en el regazo de Amparito y le bastaron
una sonrisa angelical y un “ta, ta” para cerrar, en torno al cuello de ella, el
grillete que la esclavizaría, para los restos, a él. El río de maternidad que
pugnaba en desbordarse por el escote de sus pechos, encontró el cauce en el que
verterse, produciendo el desahogo de su ánima y el alivio todo de su pena. A
partir de aquel día, Amparito volvió a ser la que era y la casa de los Rocco se
llenó de la alegría de aquella nueva vida. Además, un muchacho de buena
familia estaba pretendiendo a Bernardina y había superado el trauma de oírla
hablar, sin salir corriendo. El chico era un virtuoso del órgano que tocaba en los
oficios religiosos en la Iglesia de San Francisco. Había sido seminarista, pero no
se decidió a terminar los estudios, pues era muy corto de genio y no creía tener
personalidad como para ejercer el ministerio de Cristo. Se conformaba con hacer
de sacristán y organista en la mencionada parroquia. Así pues, en la familia
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Rocco, todo iba viento en popa, en una de esas fases de la vida en las que,
raramente, todo se pone en fila y camina bonito y bien en la dirección deseada.
En febrero del siguiente año, las Cortes se trasladaron de La Isla al
oratorio de San Felipe Neri en Gades. En la Ínsula, se seguía trabajando en la
habilitación de los navíos y fragatas que las recientes batallas habían dejado
maltrechos. La situación del sitio de las Gadeiras se les había enquistado a los
franceses, que no hallaban forma de ponerle término a aquella estúpida situación
de tener dominado el país entero, menos aquella pequeña e insignificante porción
en la que se habían refugiado todo el orgullo y los deseos de independencia de sus
obstinados pobladores. Aunque, en honor de la verdad, había otra pequeña
población a cuya conquista también hubieron de renunciar los gabachos, la
ciudad de Tarifa. La tenacidad de su resistencia desalentó a los franchutes, que
decidieron concentrar todos sus efectivos en el Puente Suazo y caño de SanctiPetri que los separaban de las tres islas de Hércules.
Las baterías instaladas en el islote del Penal de Cuatro Torres efectuaban
muy certeros disparos que diezmaban las tropas enemigas situadas en el camino
de El Puerto Real, de forma que obligó a éstas a ocultarse entre los frondosos
pinares que lo circundaban. Por otra parte, don Juan de Dios Topete, que
mandaba una escuadra compuesta de unas treinta y cuatro pequeñas
embarcaciones, se movía por los laberintos de los caños con gran soltura y
produciendo frecuentes estragos en las desalentadas tropas de los gabachos.
Componían la escuadra lanchas obuseras, faluchos y lanchas cañoneras que se
movían con gran pericia por los múltiples canales que se habían abierto, al
efecto, en las márgenes del caño de Sancti-Petri, conectando entre sí los
múltiples brazos del dédalo de las marismas, de forma que se presentaban
sorpresivamente donde más confiadas estaban las tropas francesas y, abriendo
fuego sobre éstas con gran tino, las diezmaban y ponían en retirada.
En aquel invierno se dio un señalado hecho de armas que pudo haber
cambiado el curso de la guerra: el general José Zayas concentró en La Isla, a la
altura de la desembocadura del Sancti Petri, un poderoso ejército compuesto de
más de once mil hombres. Contaba, además, con ochocientos caballos y en torno
a veinticinco piezas de artillería, al frente de las cuales puso al general La Peña.
Además disponía de la valiosa colaboración de los ingleses que habían
desembarcado a cuatro mil infantes, al mando del general Grahan.
Zayas armó un puente de barcas en la desembocadura del caño SanctiPetri, mandó a La Peña establecer la artillería en el cerro de los Mártires y la
caballería la formó en la playa.
El movimiento de las tropas francesas no previó la situación de la
artillería de La Peña, poniéndose al alcance de la misma. Cuando Zayas recibió
la señal convenida con sus exploradores desde la torre de La Barrosa, mandó a
las baterías abrir fuego. Éstas lo hicieron con gran precisión y eficacia,
produciendo un gran descalabro en las tropas francesas, que, ante el acoso de la
infantería y caballería españolas, iniciaron su retirada hacia la cota más elevada
del área, que era la Loma de la Cabeza del Puerco. Zayas pareció conformarse
con lo obtenido hasta entonces, mientras que el bravo general Grahan continuó
el acoso a los franceses, consiguiendo, después de una terrible batalla, conquistar
la Loma. En el empeño han perecido dos mil hombres, la mayoría franceses, pero
también muchos ingleses, y cuantiosos prisioneros caen en poder del general
inglés, mas éste monta en cólera, pues, si Zayas le hubiese seguido en lugar de
retirarse, la victoria sobre los franceses se habría logrado con menor coste de
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vidas inglesas. Y en este momento tan favorable para haber terminado de
derrotar a los franceses, Grahan, en lugar de perseguirlos, regresa tras de Zayas
por el puente de barcas, para pedirle cuentas del abandono en que le ha dejado
con tan alto riego y coste de vidas para él.
Como dos muchachos, el general español y el inglés se enzarzan en una
discusión personal, reprochando el español al inglés no haber seguido sus
instrucciones de retirase al puente de barcas y el inglés al español, el haberlo
dejado solo frente al enemigo, en lugar de secundar su valeroso ataque. A tal
punto llegaron en su enfrentamiento que concertaron un duelo personal para
satisfacer sus mutuas ofensas, en tanto el maltrecho ejército francés se reponía
de la que pudo haber sido una derrota de muy grandes consecuencias y quedó en
una escaramuza, si bien es cierto que con un elevado coste en vidas sobre todo
para los gabachos. Perecieron en ella tres generales y dos coroneles, todos ellos
de gran estima para el Emperador, y cuyos corazones le fueron remitidos en
sendas cajitas de plomo.
En la Ínsula, en la Isla y, sobre todo, en la capital de las Gadeiras, Gades,
se respiraba un aire nuevo y fresco, renovador de ideas y de formas de gobierno.
El enemigo francés, con su invasión, propiciaba que las ideas de libertad de los
españoles despertaran, provocando que sus ansias de autonomía no se
detuvieran en la sola liberación del solar patrio del dominio del invasor. Las
Cortes gadeiranas, solas, están elaborando una Constitución que proclamaba que
la soberanía residía sólo en la nación y no en los monarcas, que habían dejado a
ésta abandona a su suerte. La nación sola era quien se había rebelado contra el
destino que el Borbón había querido darle entregándola a Napoleón. La nación
sola había declarado la guerra al invasor. La nación sola se había organizado y
dirigía su destino. Así pues, ahora, sería también la nación sola quien dictara sus
propias leyes y se diera, como habían hecho los franceses, su propia Ley de
Leyes.
No obstante, los reaccionarios a las ideas reformistas no eran ni pocos ni
mudos. Los ciudadanos de las Gadeiras, así pues, tomaban partido alineándose
entre los liberales, partidarios de las reformas, o entre los serviles, contrarios a
éstas. En los cafés, en los casinos y en las tertulias familiares, no había otro
tema de conversación que los nuevos y revolucionarios tiempos que estaban todos
ellos viviendo.
Naturalmente, la casa de los Rocco no era una excepción a la regla y los
dormidos ideales de rebeldía de Marco Antonio rebrotaban en el propicio
ambiente que suponía aquella ciudad plagada de grandes políticos y
personalidades de relevancia nacional.
El día 19 de Marzo de 1.812, los franceses festejaban con cañonazos de
salvas el aniversario del rey de España, José I. Los serviles celebraban el
aniversario de la cesión del trono por parte de Carlos IV a Fernando VII,
también con salvas de las baterías de las murallas de Gades, y los liberales
homenajeaban la Constitución que acababan de juramentar, con un Te-Deum en
el convento del Carmen.
La situación de guerra se había mitigado en gran medida. Los bombardeos
eran, recíprocamente, cada vez menos frecuentes e intensos. Parecía que ya todos
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se habían acostumbrado al sitio y resultaba más importante el contrabando a uno
y otro lado de la línea de fuego que la propia guerra en sí. Todos, cansados de
privaciones y precariedades, buscaban desesperadamente un poco de comodidad o
satisfacción procurándose, en cada lado, lo que escaseaba y se hallaba en
abundancia en la otra parte. Así, los canales de Topete eran ahora utilizados por
los contrabandistas, que se servían de ellos para burlar las vigilancias de uno y
otro lado, con gran pericia por su parte. Incluso se ofrecían, por un módico precio,
paseos en barcas de recreo a los caballeros y damas más osadas que desearan
acercarse a contemplar la línea de fuego, que estaba constituida en el caño de
Sancti-Petri.
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14. Azucena (1.800-1.814)
Don Luis en Chi-ó, que nunca en sus anteriores vidas había sabido lo que
era enamorarse, había sucumbido ahora arrebatado por la belleza, la gracia, la
cultura, la sensibilidad, la bondad de carácter y, en fin, la personalidad toda de
Azucena. Nunca antes había sentido el astrónomo loco necesidad alguna de
complementación, pues se había bastado, en sus existencias, consigo mismo,
mas, en ésta su última resucitación, tal parecía que el Arcángel hubiese metido
su angelical mano en sus entrañas y le hubiese sustraído parte de sí mismo. Sólo
una acción así justificaría la sensación, que desde entonces tenía, de sentirse
incompleto, semi vacío. Y su terca mentalidad había dado en sustanciar que
aquella sensación de vacío solamente podría ser aplacada con el encuentro de
una divina mujer, complemento de su persona y fuente donde saciar sus ansias.
Y, por ventura, la viudita de Medina era justamente la única criatura de todo el
Orbe que podía llenar aquel vacío, y el afortunado y enchinado de don Luis, se
había topado con ella.
Después de su primer encuentro, y habiendo dado el muy malandrín con la
tecla de la sensibilidad de Azucena, se sucedieron sus entrevistas, con la
Matahombres de carabina, en las que él tuvo muy buen cuidado de escoger temas
de conversación que dieran pie a exhibir sus conocimientos, su extensa cultura y
su esmerada educación y delicadeza. No tenía más opción que resultar
exuberante en estas cualidades que hicieran aparecer su personalidad tras la
horrible apariencia del cuerpo del chino, de forma que ella reparara en su
espiritual condición antes que en su rostro achinado de amarillenta tez.
Su alma enamorada no veía en la viuda mujer nada más que virtudes y
gracias.(Bien es conocida esta ceguera en todos los enamorados) Todo lo que ella
decía, pensaba o hacía, a él le parecía bien. Tan sólo una pequeña sombra de
duda se presentaba a los deseos de don Luis en Chi-ó para con su amada: el
manifiesto deseo de ella de engendrar una numerosa prole que les llenara la casa
y la vida de alegría. Nunca antes el astrónomo había engendrado hijos y los
zagales se le mostraban como inoportunas e incordiantes criaturas con las que no
tenía ningún deseo de compartir su vida. Mas, por contar con la presencia en su
vida de su amada Azucena, estaba dispuesto a los sacrificios que ésta le
demandara y sin tacañería alguna por su parte.
Así sucedió que, a los pocos meses, don Luis de Quixano y Chi-ó y doña
María Azucena Osorio Caracciolo, prima segunda por partida doble del
decimosexto Duque de Medina Sidonia, contrajeron nupcias, como no podía ser
de otra forma, en la bellísima Iglesia de Santa María Coronada. A ella acudieron
algunos familiares de la novia y los más allegados sirvientes de don Luis y, como
madrina de ambos y rebosante de orgullo y felicidad profesional, la
Matahombres.
En un principio, y mientras se efectuaban los cambios que en la vivienda
de don Luis en La Isla, había dispuesto Azucena, decidieron vivir en la casa de
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ella en Medina. Allí pasaron su primera noche como marido y mujer, como el
gran padre Adán, generador de generaciones, y la fértil madre tierra Eva,
engendradora de Adanes generadores.
Faltaríamos a la verdad si no admitiéramos que don Luis en Chi-ó llevaba
una cierta prevención cuando, vestido con su camisón de dormir, se disponía a
meterse en la cama donde, tapada hasta el cuello, lo esperaba su amada esposa,
pues no en vano la Matahombres, por favorecer las cualidades amorosas de doña
Azucena, había exagerado las cualidades de ésta y el fatídico fallecimiento de su
primer esposo en pleno éxtasis, provocando cierto temor en el trémulo neófito.
Cuando, tímidamente, acercó don Luis su mano para tomar bajo los cobertores la
de ella, se tropezó con su cuerpo desnudo, el cual palpó incrédulo y satisfecho a la
vez. La costumbre era hacer la cópula levantándose los faldones del camisón,
ambos copulantes, mas aquella implícita propuesta de su esposa le encantó. Así,
presurosamente, se sacó el camisón por la cabeza y quedó, al igual que ella,
desnudito, desnudito. Como dos adolescentes, fueron aproximando poco a poco
sus cuerpos bajo los cobertores, hasta quedar costado con costado. Finalmente, él
se incorporó ligeramente y, mirándola a sus dulces ojos, comenzó a besar con
gran ternura su rostro todo y, después, su cuello de escultura romana, y sus
hombros redondos y sus blanquísimos y alimonados pechos de pequeñísimos
pezones, y su vientre plano y suavísimo..., y ya le sobraban los cobertores, que
fueron a dar en el suelo de la alcoba, y su redondo y cálido ombligo y sus
generosos muslos y sus piernas y sus pequeños y preciosos piececitos. Y, cuando
hubieran debido agotársele los besos, suavemente, la invitó a darse la vuelta y
ponerse boca abajo y, nuevamente, comenzó a adorarla desde la planta de los
pies, subiendo por sus torneadas pantorrillas, sus largos y fuertes muslos, sus
redondísimas nalgas de piel de melocotón y las infinitas curvas en todas
direcciones de su larguísima espalda, hasta retornar a su cuello, donde éste se
acurruca en recóndita nuca y hermosa y alborotada cabellera de sedoso brillo y
suavísimo tacto. Entonces ella, con gran desparpajo, propio de una viuda que no
de una primeriza, hizo lo propio con él, cubriendo, con amorosa pasión, todo su
chino cuerpo de tiernos y calurosos besos. Nada hablaban con palabras, pues
eran las miradas de sus ojos, los besos de sus labios y los gestos todos de sus
cuerpos, los que habían tomado el lugar de aquellas en sus tiernas
comunicaciones. ¡Y, vive Dios, que se entendían a las mil maravillas en aquel
lenguaje! Cuando, enardecidas sus pasiones, consumaron la fusión de sus
cuerpos, comenzó la maravilla de las maravillas. Era como si ella tuviese una
mano dentro de su vagina que tiraba de él hacia dentro de ella, de tal forma que
a don Luis le pareció que aquello había de ser el final de su existencia, ya que
todo él se iba a salir, a través de su miembro varonil, a vaciarse en el interior de
ella. La habilidad de Azucena era tal que, al tiempo que de ésta manera excitaba
a su varón, en la misma medida se iba excitando ella. Así, cuando llegaron al
clímax de su fusión, el placer que experimentaron fue de tal intensidad que
ninguno de ellos pudo contener los profundos gritos que el abandono de sus
cuerpos extrajo de sus gargantas.
Don Luis sobrevivió a su primera experiencia de amor con su nueva
esposa. Y no sólo eso, sino que adquirió tal afición a las mismas que los vecinos
de la calle Síñigo llevaban la cuenta de los apareamientos del nuevo matrimonio
por medio de los gritos que ambos proferían y que se oían en las casas vecinas,
próximas a la ventana de su alcoba. Porque el asunto no pasara a mayores con la
intervención del clero, debido más a la envidia que al escándalo al que algunas
vecinas envidiosas aludían, hubieron los amantes de desplazar sus encuentros a
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los sótanos de la vivienda, donde unas abandonadas caballerizas de tiempo
inmemorial, estaban los suficientemente apartadas de todos como para dar
rienda suelta a su locura de amor sin escandalizar a nadie. Allí se hicieron
instalar una hermosa cama con un magnífico colchón, comprado en Gibraltar,
confeccionado con la mejor lana inglesa y en el que el astrónomo loco conseguía
mantener a raya la insaciable sed amorosa con que había vuelto en su última
resucitación a la vida.
La llegada de las tropas francesas les había sorprendido en su residencia
provisional de Medina, por lo que no les fue posible su instalación definitiva en
La Isla, como era su proyecto.
Los franceses establecieron en la ciudad de Medina un importante
asentamiento militar, pues la consideraron de estratégica importancia para
defender sus posiciones de asedio a la Bahía. No tuvieron miramiento en destruir
el cementerio existente junto a la Iglesia de Santa María Coronada, puesto que
aquel era el punto de mayor influencia para el fuego de su artillería y
construyeron, en su lugar, una muy bien fortificada batería. Los vecinos de
Medina hubieron de hacerse cargo de los huesos de sus difuntos y darles
cristiana sepultura donde hallaron un trozo de terreno para habilitarlo al efecto.
Muchos huesos, como no se interesara familiar alguno por ellos, fueron
enterrados por los soldados franceses en un gran agujero que hicieron allí mismo,
junto a la batería. Entre otros ilustres huesos, allí fueron a parar los de nuestro
cagalistroso amigo el señor de Castrillón, cuyos herederos hacía tiempo que
habían abandonado la bella Asido para instalarse en la no menos bella Sanlúcar
de Barrameda.
No fueron tiempos fáciles los que hubieron de pasar don Luis en Chi-ó y su
esposa en la Medina ocupada. Los oficiales franceses ejercían despóticamente su
poder sobre la España ocupada. Tanto en Medina como en Chiclana, donde
tenían establecido su cuartel general, S.M. José Bonaparte I, se dignó confirmar
verbalmente a cada autoridad española en su respectivo puesto. Así, confirmaba
tanto a los corregidores como a los miembros del Consejo de ambas ciudades, así
a los vicarios como a los demás componentes del clero y otras autoridades. Mandó
publicar un Bando en el que invitaba a todos los vecinos a tener las puertas de
sus casas francas para admitir en ellas el alojamiento de las tropas francesas,
como nuestros aliados que eran. Del mismo modo, debían cuidarse todos de no
causar vejación alguna a las referidas tropas, debiendo facilitárseles los auxilios
que precisaran y evitando a toda costa las controversias y disgustos con ellos.
Así, resultaron ser muchas las casas de Medina que se vieron invadidas
por los oficiales e incluso soldados franceses. Don Luis en Chi-ó, que se había
vuelto tremendamente celoso por lo feliz que se encontraba con su esposa, no
permitía que ésta asomara siquiera la nariz a los balcones o ventanas de la casa,
pues temía que cualquier oficial se prendara de su hermosura y acabara así con
su nueva felicidad. Había extendido el bulo de que padecía una extraña
enfermedad contagiosa que provocaba su mal color y de esta forma se libró de
dar hospedaje en su casa a ningún gabacho. No se libró, sin embargo, de tener
que pagar cuantiosas gabelas que los franceses imponían a su libre capricho,
tanto contra los particulares como contra las instituciones públicas. Se
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incautaban de cuanto se les antojaba, ya fuera propiedad de los particulares,
como de la Iglesia, cuyo tesoro artístico expoliaron, o del Cabildo, cuyas arcas
dejaron exiguas. Sometieron a la población toda a un “saqueo legal”, forzando al
Cabildo a echar mano de cualquier cantidad de los fondos públicos de Propios, así
como de cualquier arbitrio o existencia procedente de lo cobrado de paja y de
utensilios y cualesquiera fondos que tuviera en su poder el tesorero, en el arca de
las tres llaves de los tres claveros.
Como quiera que en los campos y caminos, de continuo se asesinaba, en
múltiples emboscadas, a los soldados franceses, éstos extremaban sus medidas
de precaución no dejando salir de la villa a quien no poseyera un pase especial
del comisario francés.
En esta situación de permanente estado de secuestro en su propio
domicilio, pasaban los días y los meses para Don Luis y doña Azucena, que, mil
veces, se arrepintieron de no haberse instalado en un principio en La Isla y
librarse, con ello, de aquel calvario al que ahora estaban sometidos.
En la marisma existente entre el puente de Suazo y El Puerto Real, en el
lugar llamado el Meadero de la Reina, había una venta a la que, al parecer,
acudían asiduamente pescadores muy conocedores de todas aquellas marismas
que rodeaban a la Ínsula, una zona de nadie entre ambos frentes, precisamente
porque por ella nadie era capaz de desenvolverse, de tanto fango como allí se
acumulaba.
Don Luis en Chi-ó supo que aquellos pescadores, por una buena bolsa de
monedas, pasaban de contrabando a las personas tanto a uno como al otro lado
de las nuevas fronteras de España. Así, cuando lo tuvieron todo convenido, una
noche de invierno en la que azotaban con furia la lluvia y el viento de poniente,
se lanzaron a la aventura de traspasar las líneas enemigas. Abandonaron
Medina con las pocas pertenencias que podían llevar encima, vestidos ambos de
muleros y acompañando a una reata de estos animales que se dirigía a
Trebujena. En el Meadero de la Reina, empapados hasta los huesos, dejaron a los
muleros y se pusieron en manos de los pescadores que habrían de llevarlos, a
través de los caños, hasta la España libre. La noche de perros era propicia para
que los vigilantes franceses estuvieran a cubierto y poco pendientes de que
cualquier loco se aventurase a echarse a los fangos de la marisma en semejantes
circunstancias. Así pues, no tuvieron problemas con los soldados de Bonaparte,
pero sí con el frío, el agua, el fango que en algunas ocasiones les llegaba hasta las
rodillas, y el miedo a quedar atrapados en los lodos o ahogados en las frías
aguas. Después de varias horas de bogar por los caños, sin parar de achicar el
agua que la propia barca hacía, más la que la lluvia le añadía, consiguieron
desembarcar en la Isla a la altura de la Casería de Ocio, después de haber
circundado toda la Ínsula, pues los pescadores continuaban hasta Gades, donde
habían de dejar a otro matrimonio recogido también en la venta del Meadero de
la Reina.
Ya en su casa de la Isla, don Luis en Chi-ó recobró el orden de las cosas y
el control de la situación, pues, aunque también de este lado de España las
privaciones y las carencias eran muchas, aquí, al menos, no había franceses
expoliadores de bienes y de honras de los hombres honestos.
De su contacto con los franceses sólo le había quedado el calendario
revolucionario y el nombre de sus nuevos meses que le había oído contar en una
cantina a un sargento francés y que su prodigiosa memoria había retenido con
sólo una vez que los oyó: los del Otoño eran Vendimiario (por la vendimia),
Brumario (por las nieblas) y Frimario (por el hielo); los del Invierno, Nivoso (por
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la nieve), Pluvioso (por la lluvia) y Ventoso (por el viento); los de la Primavera,
Germinal (por las semillas), Floreal (por las flores) y Pradial (por los prados) y,
finalmente, los del Verano eran, Mesidor (por la cosecha), Termidor (por el calor)
y Fructidor (por los frutos).
El 23 de Agosto diríase que era el fin del mundo, pues las baterías
francesas no pararon de hacer fuego en todo el día y parte de la noche. Fue su
despedida como si hubiesen querido gastar toda la pólvora posible antes de
marcharse, dejando constancia de su poderosa, pero poco eficaz, artillería. Al día
siguiente, levantaron sus campamentos y partieron para Madrid, que había sido
liberado por las tropas aliadas anglo-españolas. Entonces, las tres Gadeiras,
como si fueran la Pinta, la Niña y la Santa María, se vaciaron por el puente
Suazo hacia la España ocupada, desembarcando y descubriéndoles la heroicidad
de su tenaz resistencia y las libertades elaboradas durante su fructífero período
de sitio, pretendiendo la colonización y evangelización de todo el solar patrio con
las nuevas ideas y religiones surgidas durante los treinta meses y veinte días del
asedio. Fue, sin lugar a dudas, una de las más brillantes páginas de la historia
escrita por los habitantes de tan singulares islas.
Cuando después del levantamiento del cerco francés, don Luis en Chi-ó y
doña Azucena regresaron a su casa de Medina, quedaron sobrecogidos. La
soldadesca la había ocupado apenas se enteraron de que habían huido a las
sitiadas islas, desvalijaron todas las prendas y objetos de valor y quemaron los
finísimos muebles en fogatas que habían hecho por doquier en las noches de
invierno, de tal forma que la vivienda semejaba una cueva de paredes peladas y
manchadas de humo, donde no había sino porquería por los suelos, restos de
excrementos de la chusma francesa y las primeras yerbas que comenzaban la
colonización del habitáculo abandonado. De la multitud de muebles, cuadros,
espejos, tapices, alfombras, libros, documentos, vestidos, zapatos, ropa de casa,
menaje de cocina..., nada quedaba en absoluto. Lo que no había sido robado o
destruido por los franceses se lo habían terminado de llevar los españoles. De tal
manera que a la pobre Azucena no le quedó ni un recuerdo de su familia ni de su
vida anterior, sólo las pocas joyas que había llevado la noche de su huida. Qué
terrible sensación de expolio al contemplar cómo toda su intimidad y la de sus
antepasados habían sido expuestas a la luz pública, violentada y ultrajada.
De regreso en La Isla, el espíritu se le desencajó en el cuerpo y estuvo
muchos días abatida y lloraba desconsolada apenas cualquier cosa le recordaba
su casa de Medina o a cualquiera de sus familiares, de los cuales ya no les
quedaba testimonio alguno para dejar en herencia a sus hijos el día de mañana.
Mas, como siempre sucede en la existencia de todas las personas, las
desgracias se presentan arracimadas. Así, otro suceso vino a conmocionar la vida
de la amorosa pareja. Azucena quedó, al cabo, preñada de su amantísimo esposo
y sobrellevó todas las incomodidades del embarazo con gran resignación y
ternura, pues lo único que restaba a su existencia para el colmo de su
satisfacción era, precisamente, el verse recompensada con el hijo que Dios ahora
le daba. Mas, cuando llegó el día del parto, la ventura se tornó desgracia, pues el
temor que ella albergaba de concebir un chinito se vio con mucho superado por el
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ser que realmente engendró: un cuerpo monstruoso con dos cabezas, cuatro
brazos con sus manos, dos piernas, dos corazones y dos órdenes de costillas. La
deforme criatura nació ya muerta, mas, como antes asomara una pierna, en ella
se le administró el sacramento del bautismo por tal de que aquella alma pudiera
entrar, siquiera en el Purgatorio.
Azucena quedó postrada después de tan frustrante experiencia y, con la
ayuda de su confesor, llegó a la determinante conclusión de que aquello había
sido un castigo divino por el uso abusivo que ambos hacían del matrimonio, al
haber sido éste concebido por Dios, en su infinita sabiduría, para la procreación
y, ni mucho menos, para el placer mundano.
Así fue como se terminó para don Luis en Chi-ó el placer de los placeres y
la perfecta comunión de los cuerpos que hasta ahora había mantenido con su
esposa y, de allí para adelante, los faldones remangados, sembrar la semilla en el
surco y nada de movimiento en los músculos vaginales y nada de gritos de placer,
que sin duda ahuyentaban a los espíritus del bien y atraían a los monstruosos
espíritus a engendrarse en los vientres pecadores.
De esta manera, don Luis en Chi-ó y Azucena concibieron una preciosa
niña española y un simpatiquísimo chinito. A la primera, le pusieron Adoración,
por la madre de ella, y al segundo, Joaquín Luis. Joaquín por su tío segundo, el
inolvidable geómetra, y Luis, obviamente, por su padre espiritual, que no físico y
carnal.
Justo es admitir que una vez que doña Azucena hubo conseguido la
descendencia que tanto deseaba y que tan ricamente llenaba su vida, se permitió
ciertas condescendencias para con su fogoso y amantísimo esposo y, alguna que
otra vez, se sumía en el pecado y hacía que el cuerpo del chino y el ánima del
astrónomo gritaran de placer, pues tal era el miramiento con que él la trataba,
tal su permanente enamoramiento y la paciencia con que había padecido las
restricciones impuestas por el estricto confesor que, difícilmente, podía ella
negarse “ad aeternum” a los suaves pero tercos acosos del sediento chino.
Cuando Azucena consentía en una de las circunstancias anteriormente
aludidas, él quedaba colmado de agradecimiento y ternura y, como quiera que
en los recovecos de su cabeza permanecieran algunas vivencias y recuerdos del
chino Chi-ó, en cierta ocasión, él mismo se sorprendió ante la historia que de sus
labios relató a su esposa. Estaban afuera, bajo el jazmín. Una vieja sirvienta
sentada a la vera de ella tenía la labor en la falda y le entraba a matar, una y
otra vez, al ojo de la aguja, con el estoque del hilo tieso, humedecido y estirado en
su desdentada boca. Pero, como a los toreros malos, le faltaba fe en el empeño – y
un poco más de vista – y acababa pasando de largo vez tras vez. Azucena,
deseando terminar con aquello y prestar su atención a lo que se disponía a
relatar su esposo, le cogió estoque y morlaco, se cuadró… y se la ensartó hasta la
bola. Con aire de suficiencia entregó la aguja hilada a la vieja y su atención al
chino. Éste fue su relato:
“Había en el cielo que cubría el gran Oriente un dios tremendamente
poderoso y, además, bastante infinito, mas y posiblemente a causa de ello se
aburría mucho. El tiempo no pasaba para él y el espacio era él mismo, que lo
abarcaba todo y, como quiera que, en cierta ocasión, su infinita prudencia fuese
superada por su infinita curiosidad, decidió hacer un experimento: moldeó un
muñeco con forma de muñeco, le insufló un soplo de tiempo que le duraría una
vida y lo puso en un espacio agradable para él, llamado Paraíso o Edén. Y, en su
creación, puso el dios unas carencias, mas, en su entorno de Edén, también
dispuso todo lo necesario para satisfacerlas. Y el muñeco, al que el dios llamó
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Zhen, consumía su tiempo de vida en armonía con el Paraíso, sin que nada
alterase el equilibrado discurrir de su existencia. Entonces, como el experimento
resultase tedioso al infinito dios, decidió introducir una alteración en su muñeco
Zhen y, para ello, le metió, en todo lo más entrañable de su ser, una terrible
necesidad de complementación. Y, a partir de aquella circunstancia, el muñeco se
llenó de ansiedad y desasosiego, lo cual resultaba interesante al dios, que
comenzó a suministrarle otros muñecos para que lo complementaran: así, le
proporcionó muñecos caballos, muñecos pájaros, muñecos delfines, mas ninguno
de éstos apaciguaba el ansia del muñeco con forma de muñeco. Entonces probó el
dios dándole poder sobre los demás muñecos..., pero pronto se cansó de su poder,
pues con ello no encontraba respuesta a su necesidad de complementación.
Probó, pues, el dios a remodelarlo y hacerlo más bello que ninguno de los
muñecos creados. Mas le sucedió igual. También le otorgó bellos metales de
radiante brillo y bellas piedras como estrellas caídas del cielo y conchas de las
más exóticas profundidades de los mares, al sur del sur. Mas nada de esto
apaciguaba al insaciable muñeco. Cuando ya la infinita paciencia del dios estaba
a punto de agotarse, tuvo una feliz idea que no alcanzaba a explicarse de qué
infinitud le habría venido: se le ocurrió modelar una muñeca con forma de
muñeca e insuflarle un soplo de tiempo y ponerla en Edén, para que los dos
muñecos se encontraran y ver cómo reaccionaban.”
Azucena permanecía boquiabierta ante la historia que su marido le
contaba, ya que esta no parecía otra que la historia de Adán y Eva, sólo que
contada desde el punto de vista de su ateo e irreverente esposo. No obstante,
como quiera que le intrigara el final a que pudiera llegar la misma, se cuidó de
reprenderle su falta de respeto religioso y le dejó continuar.
“El dios llamó al muñeco mujer, Thaolí, mas, como Edén era muy grande,
pasaba el tiempo y los dos muñecos no se encontraban. Y observó el dios bastante
infinito que Thaolí le había salido con la misma ansiedad en su interior que
Zhen, por lo que se apresuró en dejar caer circunstancias en derredor de ambos,
de tal manera que se fueron aproximando en el espacio. Así, aconteció que un
atardecer, cuando Zhen caminaba hacia la playa de Edén, para satisfacer su
necesidad de contemplar una puesta de sol, de repente, quedó cegado por la luz
de otro sol que se había posado en la arena de la orilla. Tapando con su mano la
radiante luz y entrecerrando sus ojos, pudo ver que la luz no provenía de otro
sol, como en un principio había creído, sino de otro muñeco semejante a él. Mas
¡qué digo semejante! infinitamente preciosa: su cabello rubio brillaba como un
astro, su figura era una pura armonía de redondeces, la tersura de su piel
incitaba el tacto de Zhen, sus piernas eran flexibles y larguísimas, al tiempo que
sus brazos estaban hechos para atraer y recoger dentro de ellos.”
Al tiempo que esta descripción hacía, don Luis en Chi-ó contemplaba cada
parte que describía, en el cuerpo de su hermosa Azucena, para que ella
entendiera que, en Thaolí, la estaba describiendo a ella. Estas sutilezas, se
debían sin duda a los restos de sensibilidad oriental que quedaban en el cuerpo
de chino que habitaba don Luis y que resultaban de muchísimo agrado a la
amante esposa del astrónomo.
“Su rostro, - continuó don Luis en Chi-ó - era una sinfonía formada por su
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límpida frente, óvalo perfecto, amplia y serenísima sonrisa, sonrosados pómulos
flanqueando una pequeña y recta nariz, y al final..., unos inmensos ojos oscuros
que invitaban a precipitarse en su interior, pues, sin duda, allí se encontraba el
ansiado complemento.
”Entonces, Zhen y Thaolí se vieron. Muy despacito, se aproximaron.
Levemente, se gruñeron, se estudiaron y se tocaron. Después se miraron..., y
dejaron caer sus barreras, y se acariciaron, y se sintieron, y se vertieron en la
mirada ajena y se entregaron sin reservarse. Y así fue que se fundieron y, en la
fusión…, se complementaron.
”Y, después de aquello, resultó que quedaron prendidos el uno del otro y a
su derredor ya no hubo nada que no fueran ellos mismos..., ni tan siquiera el
infinito dios con su infinita curiosidad.
”Entonces, el dios abominó de su experimento, pues los muñecos se
bastaban en su complementariedad y ello no le agradaba en absoluto. Así pues,
lleno de infinita cólera, le dijo al muñeco:
- ¡ Te expulso de Paraíso Edén, pues has encontrado un
complemento que te llena de indiferencia hacia mí, que soy tu creador!
”Y el muñeco Zhen, lleno de amor, respondió al dios bastante infinito:
- ¡No me importa salir de tu Edén, pues el Paraíso de Zhen estará donde se
encuentre Thaolí!"
”Y entonces el dios, apesadumbrado, exclamó para sus adentros:
- ¡Sin duda alguna..., he creado un pequeño dios! “
Cuando don Luis hubo terminado su relato, Azucena estaba rendida de
amor y de ternura, pues había sutilmente entendido que todo lo había referido a
ella. Y aquel final tan hermoso hizo brotar lágrimas de ternura en sus bellos ojos.
A medida que los niños iban creciendo, comprobaba don Luis en Chi-ó la
banalidad de sus anteriores y egoístas existencias. Aunque aquellas pequeñas
criaturas quitaban mucho tiempo a su dedicación al estudio empírico, eran, a su
vez, unos pequeños cosmos muy dignos de observación y estudio. Nunca antes
como ahora, había tocado, abrazado y acurrucado tanto como en esta vida. Con
los niños, había un muy especial lenguaje que no tenía necesidad de palabras,
sino que estaba todo él compuesto de gestos, empujones, gesticulaciones, caricias
o dedos en los ojos. Aunque, cuando los niños se ponían patosos o llorones, don
Luis en Chi-ó salía corriendo reclamando el auxilio de Azucena o de cualquier
sirviente que se hiciera cargo de los meones y él retornaba, refunfuñando, a sus
cuitas filosóficas o astronómicas.
Por aquellos días, hubo de pasar el astrónomo enchinado por el triste
trance de despedirse de su muy querido amigo el fraile de la Iglesia de la Ínsula,
don Tomás de Zurita, pues, estando suministrando el sacramento de la comunión
en la misa que, a diario, oficiaba a los marinos, a la temprana hora de las siete y
media de la mañana, le había sobrevenido al frailuco bonachón un vahído que dio
con sus huesos, las hostias y el copón que las contenía, en el suelo. Más revuelo
causó entre los presentes el sacrilegio de las hostias esparcidas por el pecaminoso
suelo que los espumarajos que, por su boca, echaba el infortunado fraile.
Recabada la presencia de don Luis en Chi-ó a petición del propio don
Tomás, acudió, como no podía menos de ser, presurosamente a su presencia.
Cuando llegó junto al lecho del moribundo amigo, éste aún tenía fuerzas y
ánimos como para recordarle al astrónomo cuando la situación había sido al
revés y él le había atendido en su lecho de muerte. Bromeó el fraile con la
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posibilidad de que él también regresara de la otra vida y, si así fuese, harían,
como en la otra ocasión, una celebración a base de buen pan blanco y buen jugo
de aceitunas. Cuando ya apenas le quedaban fuerzas y se notaba ir, don Tomás
apretó la mano de su amigo y le dijo:
- ¡No se preocupe, don Luis, le hablaré en su favor a su arcángel San
Gabriel y le diré que se está usted portando muy bien en su nueva vida, para
que, la próxima vez, le deje descansar en la presencia del Altísimo! ¡Ojalá que
allá exista otra Ínsula..., y gente como usted...!
Y, en diciendo esto, el frailuco expiró quedándole una faz muy placentera
en el seno de la muerte. Don Luis se mantuvo a su lado, esperando su
resucitación, hasta que el hedor que despedía su cadáver le hizo perder toda la
esperanza. Él, junto con otros frailes, portó las parihuelas de madera en las que
sus restos fueron dados a la tierra y, entre los rezos de unos y otros, sobresalió la
voz de don Luis, agravada por la emoción, diciéndole, como si fuera un patricio
romano:
- ¡ Que la tierra te sea leve..., Tomás..., mi hermano!
Aquella fue la primera vez que a don Luis en Chi-ó le entró la pesadumbre
de la que ya iba siendo su larga vida y su ánima, por vez primera, apeteció del
descanso de la muerte, pues era muy duro ir enterrando a todos los parientes,
amigos y sirvientes, permaneciendo anclado en la vida, sin esperanza de seguir el
mismo camino que todos los demás seguían y a cuyo término estaba el precipicio
de la muerte. ¿Tan perverso había sido él, como para merecer tamaño castigo?
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15. Miranda (Segunda Parte) (1.814 - 1816)
La noche pasada había sido de perros, pues había vomitado hasta la
primera leche que tomó de los pechos de su madre. Nunca se acostumbraría a la
mar y a la inseguridad que produce en el organismo el tener un suelo en
constante movimiento de bamboleo. Además, los grillos que atenazaban la
libertad de sus manos y de su espíritu le hacían un daño horrible que no le había
permitido conciliar ni un instante de sueño. A trompicones, subió la escala desde
el sollado a la cubierta del bergantín correo “Alerta”. El mulato portorriqueño
que el capitán del buque le había puesto de guardián, le siguió a la superficie. La
bofetada de aire salino en el rostro le despabiló la mente y le repuso el ánimo. A
babor, se distinguía una costa que bien pudiera ser la de San Vicente, pues, a
juzgar por los días de navegación que llevaban desde que salieron de Puerto Rico,
debían estar llegando a la Península Ibérica.
Cuando preguntó al contramaestre por la costa que avistaban, éste le
contestó que debía ser la punta de Chipiona, pues el capitán le había dicho que
esperaba atracar en Gades antes de que el sol se pusiera por su popa. El corazón
le dio un vuelco cuando oyó la palabra Gades. Ya que tenía la mala conciencia de
haber dejado cuentas pendientes en aquellos puertos y no se encontraba en
aquellos momentos, vencido y preso, con el ánimo de justificarse y dar
explicaciones. En el fondo de su ánima, albergaba la esperanza de que Amparito
Rocco se hubiese casado con cualquier empingorotado lechuguino, hijo de algún
hacendado comerciante de la próspera Gades o que se hubiese entregado a la
meditación y rezos contrayendo nupcias con Dios... o, en el último caso, que se
hubiese muerto en cualquier epidemia. De Grabié..., ni se acordaba. Sin
embargo, su portentosa máquina cerebral sí que comenzó a trabajar, dejando a
un lado sensiblerías, recordando los viejos amigos de la logia francmasónica de
Gades, a los que, sin duda, habría de acudir para proveerse de medios
financieros, en primer lugar y para que le facilitaran contactos con los liberales
gadeiranos, posteriormente. Así pues, superado el desánimo de la mala noche
pasada, retornó al sollado y comenzó a buscar entre los múltiples papeles que
guardaba en su arcón, cartas de presentación y de recomendación de personajes
pertenecientes a la francmasonería francesa o inglesa, de los que, por cierto,
tenía bastantes y, a buen seguro, estarían relacionados con sus “hermanos” de la
cosmopolita Gades. Atado con una cinta encarnada encontró un rollo de escritos
en el que, a modo de indicador del contenido, una etiqueta rezaba “Gran Reunión
Americana”. El rollo contenía comprometedores escritos de la Logia que años
atrás fundara en Londres y que, ahora, resultaban extraordinariamente valiosos.
Como siempre, y ante situaciones adversas, la máquina del cerebro de
Miranda comenzó a trabajar urdiendo maquinaciones y proyectando intrigas y
conspiraciones en las que tanto y tan bien se había ejercitado en su periplo por el
viejo y nuevo continentes, desde que dejara La Ínsula, treinta y seis años atrás.
Así, cuando el bergantín “Alerta” fondeaba el ancla en el puerto de Gades,
ya había seleccionado los nombres de los liberales y masones a los que se
dirigiría apenas tocara tierra y dispusiera de pluma y papel al efecto: el
diplomático Antonio Alcalá Galiano, el militar Juan Van Halen, el comerciante
Silvestre Rocco (si es que aún estaba vivo) y los diputados criollos Mejía
Lequerica, de Nueva Granada, y Olmedo, éstos últimos pertenecientes a la logia
que llevaba el nombre del famoso nativo chileno que luchó por la libertad de su
patria, oprimida por los conquistadores cristianos..., “Lautaro”.
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El capitán general de Gades, a la sazón don Cayetano Valdés, cuando tuvo
conocimiento de que le endosaban la custodia del traidor Miranda, se hizo un
mar de dudas entre si encerrarlo en el Castillo de San Sebastián en la propia
Gades, en el de Sancti-Petri, que sólo tenía acceso por barca desde Chiclana, o en
el Penal de Cuatro Torres en La Ínsula.
El capitán del “Alerta” le entregó a Valdés un despacho del capitán
general de Caracas, don Domingo Monteverde, ante quien había capitulado
Miranda. En él le encomendaba a su prisionero con el encarecimiento de que
recibiera el más severo cautiverio que a sus fechorías de traición correspondía,
pero sin que ello supusiera merma alguna de sus condiciones físicas, pues, en la
situación en que se encontraba la colonia venezolana, pudiera resultar
conveniente, más adelante, una ejecución pública y ejemplar del prisionero. Ante
esta requisitoria, sin duda, el Penal de Cuatro Torres se presentaba como más
seguro para la custodia, al tiempo que permitiría al cautivo una cierta
confortabilidad, si le ubicaba en una de las cuatro torres reservadas a los
cautivos de elevado rango. Así pues, Valdés remitió, a su vez, el prisionero al
virrey de turno en La Ínsula, que, en persona, se desplazó hasta el Penal y, una
vez inspeccionadas las celdas, decidió instalar al criollo traidor en la torre
trasera derecha, sin duda la más soleada de las cuatro por cuanto estaba
orientada al sur.
Al segundo día de estar fondeados en Gades, don Francisco de Miranda,
vestido con el uniforme de general francés que reservaba para las grandes
ocasiones, y encadenado como un malhechor, fue transbordado a una pequeña
embarcación de remos que, por mitad de la Bahía, le llevaría hasta la Puerta del
Mar de La Ínsula, la misma por la que partió para Cuba hacía tantos años,
dejando, en un día de lluvia y de espesa boira, caladas de frío, las almas de
Amparito Rocco y de Marco Antonio Gabriel..., su niño Grabié. Un piquete de
soldados le esperaba en el muelle. El capitán del “Alerta”, con gran alivio por su
parte, entregó el prisionero al teniente de navío que mandaba al piquete de
recibimiento. Éstos, inmediatamente, rodearon al prisionero y se dispusieron a
custodiarlo hasta el Penal. El carácter frío y calculador del criollo, por un
momento, fue domeñado por los sentimientos que se le agolpaban en el pecho, al
caminar por los mismos lugares en los que, tantas otras veces, había paseado en
la amable compañía de Amparito, de su hermana Amor y del teniente de navío
don Juan Colarte. ¡Cuántas veces se había puesto con la pluma frente a un papel
con la intención de escribir unas letras a Amparito..., y cómo lamentaba ahora no
haberlo hecho nunca! Cuando menos, debía haberla desengañado para liberarla
de su compromiso..., mas, qué tonterías son éstas, seguro que la hija de don
Silvestre, a éstas alturas de la vida, ya ni se acordaría de su existencia.
Al caminar por el muelle y frente al palacio del virrey, los que por allí
transitaban se volvían, curiosos, preguntándose quién sería aquel general que
iba preso. Cuando, al salir de la calle de las viviendas de los oficiales, dieron al
manchón que había frente al Penal, la tenebrosidad de éste le heló la sangre en
las venas. Lo primero que se le vino a la cabeza fue cuán difícil resultaría una
evasión de aquella fortaleza aislada en el medio de la marisma.
El teniente de navío, con idéntico proceder al del muelle, hizo entrega del
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prisionero al alcaide del Penal. Tanto protocolo daba muestras a Miranda de la
importancia de su persona e intuía, por ello, que le habrían de tratar bien.
Custodiado por dos guardias y por el propio alcaide, fue conducido a través
del patio central del presidio a cuyos lados estaban las celdas de castigo. Por las
escaleras del fondo, subieron a la planta primera, donde se amontonaban los
presos en una tortuosa fila, al principio de la cual repartían el rancho del día.
Una vez allí, salieron a una especie de balcón que daba al patio interior, del cual
partía, hacia la azotea, una escalera de gato de peldaños de hierro incrustados en
la pared. Por ella, accedieron a la azotea a través de la que se llegaba a la puerta
de la torre sur. El alcaide, muy ceremonioso, se adelantó y, manojo de llaves en
ristre, procedió a dar las tres vueltas de llave que tenía la cerradura. Abrió la
puerta y, haciéndose a un lado, insinuó una reverencia al tiempo que decía: ¡Señor Miranda..., su quadra!- , pues así llamaban a las dependencias sitas en
las cuatro torres. El criollo penetró a una amplia estancia como de nueve por diez
varas. Tenía dos buenas ventanas, aunque fuertemente enrejadas, que daban al
Sur y al Oeste. El suelo estaba enlosado con ladrillos de barro cocido, las
paredes, estaban recién encaladas según se percibía en el olor que despedía la
estancia, el techo estaba cruzado de fuertes vigas de madera desde las que, dada
la ocasión, sería fácil colgarse para poner término al cautiverio. En un rincón, un
sólido catre de madera y, sobre éste, un jergón de paja cubierto por unos
cobertores, una pequeña mesa de madera, un taburete con el asiento de anea y
una escupidera-orinal de cobre, completaban todo el mobiliario de la cuadra. Del
muro de la pared, pendía una cadena al extremo de la cual había un dogal de
cuello. Como el alcaide hiciese el gesto de dirigirse hacia él con las llaves en
ristre, don Francisco lo detuvo diciéndole,
-¡ No pensará encadenar por el cuello a un general de Napoleón…?
Ante la firmeza de la expresión del criollo y la fuerte personalidad que
emanaba, el alcaide dudó primero y desistió después, de su inicial propósito.
- Tengo orden de proveerle de dos sirvientes que vigilarán su conducta. De
momento, en la puerta de la cuadra, quedará un vigilante en cuyo auxilio podrá
acudir, si lo precisara. Igualmente, me ordenan ponga en su conocimiento que el
capitán general de Gades le ha otorgado una asignación diaria de diez reales, con
calidad de reintegro de sus propios bienes. Si fuera su deseo, en lugar del rancho
diario y con cargo a su asignación, se le puede mandar traer comida de mayor
prestancia, desde la cantina. Por último, se me indica que ponga en su
conocimiento que, si se le sorprende en actitud de fuga, se le disparará a matar,
sin miramiento alguno. Sus pertenencias serán desembarcadas mañana mismo
del “Alerta” y podrá disponer de ellas tan pronto las traigan al Penal, - concluyó
el alcaide al tiempo que salía de la estancia y cerraba la puerta tras de sí, dando
las tres sonoras vueltas a la llave.
El criollo, lejos de desanimarse al quedar preso en el interior de la cuadra,
se sentía lleno de ánimo. Sin duda, aquella iba a ser la mejor de las prisiones que
había padecido en su azarosa vida. Notaba al personal muy preocupado con la
responsabilidad de su custodia y el hecho de que el capitán general le hubiese
asignado una cantidad digna le hacía concebir la esperanza de estar siendo
tratado como un prisionero de Estado de alto rango. Sin duda, la España liberal
y constitucional que ahora le recibía distaba mucho de la que él había conocido
en su juventud. Tenía la sensación de que su causa liberadora de las colonias no
debía de ser vista con malos ojos por los liberales de la moderna Gades y, de ahí,
se deduciría el buen trato de que estaba siendo objeto.
Lleno de optimismo por su inmediato futuro, se asomó a la ventana que
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daba al Oeste. Pudo reconocer el Puente de Suazo que había sido la frontera
reciente de España y al norte de éste una importante aglomeración de casas que,
sin duda, serían las primitivas instalaciones de San Carlos que se habrían
multiplicado con el paso del tiempo, de lo cual deducía que la importancia del
arsenal de La Ínsula había ido en aumento. Mas al sur, y a lo lejos, se distinguía
el pueblo de Chiclana, del que recordaba una población muy afanosa y experta en
la producción de las cochinillas de las que se extraía la grana para el tinte de los
tejidos. Recordaba bien este detalle porque, la anterior vez que estuvo en las
Gadeiras, se había llenado de rabia al comprobar cómo en Chiclana se estaba
sacando un importante provecho a la producción de grana, cuando tanto la
cochinilla como las tunas de las que se alimentan, eran originarias de las
colonias y, sin embargo, allí, por la desidia de unos y la indolencia de otros, se
despreciaba esta industriosa forma de conseguir bienestar y progreso para
quienes la practicaban.
Eran apenas las seis de la tarde de aquel frío mes de enero y el veterano
guerrero, vencido y cautivo, contemplaba cómo el sol se ocultaba tiñendo de rojo
las aborregadas nubes que se extendían por el horizonte. Los atardeceres de
Europa no eran iguales que los de su continente colombiano, mas el corazón de
diamante que albergaba su pecho de acero no concedería ni un instante de tregua
a la ternura ni a la sensiblería. Al día siguiente, en cuanto recibiera su arcón y
sus papeles, comenzaría a escribir cartas y, con ello, a tocar las primeras notas
de su, por escribir, sinfonía de la huida.
Al día siguiente por la tarde, le subieron a la torre el arcón con sus
pertenencias personales. Miranda se sacó por la cabeza la cadena de plata que
colgaba de su cuello, de la que pendía la llave, lo abrió y, después de trastear
algunos objetos, como para asegurarse de que no faltaba nada, cogió una bolsa de
monedas que hizo sonar intencionadamente, magreándola en sus manos y, al
tiempo que le pedía al alcaide que le procurara una mesa más grande, un sillón
acorde a la mesa y útiles para escribir, le ponía en su mugrienta y ansiosa mano
una reluciente moneda de oro. Éste, como buen pillo que era, mordió la moneda y
quedó plenamente satisfecho de la mordida, y del lenguaje que hablaba el
prisionero. Uno como aquél, en cada torre, era lo que él necesitaba y no tanto
harapiento y muerto de hambre como le metían en su presidio. El alcaide, todo
reverencias y “vuecencia” de aquí para adelante, hizo entrar a la estancia del
criollo a los dos presos que esperaban fuera.
– Éstos son, señor Miranda, los dos criados que mejor he podido
seleccionar para cautivo de tanto rango como vuecencia, de entre la canalla que,
a diario, aquí me depositan. Éste más enjuto y espigado atiende al nombre de
Pedro José y dice ser, al igual que usted, y con perdón, criollo..., de la ciudad de
Maracaibo, allá en la colonia de Venezuela, de la que él dice saber que también
es natural vuecencia. Y este otro rubiasco es un prisionero francés muy
despabilado, que se ha presentado voluntario por si vuecencia necesitara hablar
con alguien en la mismísima lengua del maldito Napoleón, que él la habla como
la nuestra, pues es nativo de la tierra de Vascongada. Y se llama Fransuá.
Sin mediar palabra con el alcaide ni intentar sacarle de su gazpacho
franco vascongado, Miranda se puso a hablar con el muchacho en correcto
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francés, ante el asombro de todos. Le preguntó por su pueblo de origen y por las
causas que habían dado con él en tan lamentable presidio. El “enemigo”, nada
más abrir la boca para explicar su corta historia, esparcía por doquier, sin
poderlo evitar, su fervor revolucionario, lo que agradó sobremanera al general.
Además, en determinados momentos, podría resultar muy ventajoso poderse
dirigir a un sirviente sin que nadie alrededor entendiera sus mensajes o recados.
Dirigiéndose al alcaide, le dijo:
- Verdaderamente, ni yo mismo habría elegido mejor a los sirvientes. No le
quepa duda de que, cuando se repare la injusticia que me tiene preso en éste
rincón de las Españas, señor alcaide, sabré recompensar su generosidad y su
afable trato.
Cuando el alcaide bajaba de la torre sur por la escalera de gato, estaba
convencido de que los dioses se habían apiadado de él poniendo bajo su custodia
a tan relevante y generoso personaje, del que esperaba, con buen tino, sacar
cantidad de monedas que llevarse a sus amarillentos dientes.
Don Silvestre Rocco había mandado venir al notario para hacer el
testamento. El notario se llamaba don Juan Quintín Rosendo Shroeder y era
hijo de un afamado cirujano gaditano, casado con una condesa alemana de tan
gran estatura que casi le doblaba la suya. Como el tal notario gozase de pocas
simpatías, debido, sin duda, a su muchísima “malage”, la gente de Gades, con el
sentido del humor que desde antiguo les caracteriza, le llamaba “el hijo de la
grandísima”. El tal se había presentado a las diez de la mañana, sorprendiendo
al servicio en las elementales labores de limpieza matutina, a don Silvestre,
dormido, y a sus dos hijas, recién levantadas. Con su gorro de seda negra, la
chaqueta grande y el chaleco de color negro abotonado hasta el cuello, los
pantalones estrechos hasta las rodillas, medias blancas de seda y zapatos de
ovillo, permaneció en el dintel de la puerta hasta que Amparito, envuelta en una
larga bata blanca de encaje, y cubriendo con un velo negro sus despeinados
bucles, lo pasó al recibidor, donde prontamente le fue suministrado un humeante
chocolate que, en alguna medida, aplacó su habitual mal humor y lo entretuvo
hasta que don Silvestre estuvo lo suficientemente despierto y aseado como para
recibirle.
Aquella misma mañana, don Silvestre, en secreto, había mandado a su
yerno Marco Antonio al Consistorio a hacer las gestiones pertinentes para
adquirir un trozo de terreno en el Cementerio de San José, al objeto de mandar
construir, sobre él, un mausoleo familiar acorde con su rango social. También le
había encargado que, cuando éste estuviera terminado, hiciera todo lo necesario
para que los restos mortales de su segunda hija, Amor, fueran trasladados al
panteón familiar desde el pequeño campo santo de La Ínsula, donde reposaban
desde que le dieran sepultura el fatídico año de la Fiebre Amarilla. Ni que decir
tiene que el dedicar tanto afán a tales menesteres venía ocasionado por el hecho
de que el pobre hombre, día a día, se sentía morir.
En su testamento, don Silvestre, lo primero que estableció fue que se le
enterrara vestido de monje carmelita; después, constituía en albaceas a dos
canónigos de la catedral, amigo el uno y confesor el otro, y a su yerno preferido,
Marco Antonio, pues el casado con su tercera hija, Lucía, nunca había sido de su
agrado. Como quiera que poseía tres grandes “casas solas” en Gades, dejaba una
a cada una de sus hijas, con sus respectivos mobiliario y menajes. La de la calle
Pelota, donde se ubicaba el negocio, a Amparito, que era la mayor; a Lucía le
dejaba la que, a su vez, habitaba ella con su marido, sus hijos y sus
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chocantísimos suegros, en la calle Plocia, y a la pequeña y solterona Bernardina,
pues el organista no se decidía verdaderamente a tocarle el órgano, le asignaba
una hermosa casa sita en el Paseo de la Aduana, que producía unas rentas de
alquiler de casi seiscientos reales de vellón al año. El negocio era íntegramente
para Amparito y Marco Antonio Gabriel, con la condición de que, de las rentas
anuales que produjera, se hicieran tres partes: una para cada una de sus hijas, si
bien Marco Antonio, por su trabajo, percibiría mil doscientos reales al año.
Después, nombraba a “su propia alma” heredera de dos mil reales, que se
habrían de invertir en decirle 30 misas de San Gregorio, 20 misas del Espíritu
Santo, otras 20 a la Santísima Trinidad y, por último, 30 más a la Virgen del
Carmen. Además, como mandas pías forzosas, dos mil r. de v. para socorro de las
viudas y huérfanos de militares caídos en la reciente guerra de la Independencia
contra los franceses. Y, por último, además de cinco mil reales para el panteón
familiar en el Cementerio de San José, otros tres mil para que fueran repartidos
entre los “pobres vergonzantes” de la Ínsula de la Carraca. Misión que se debía
encomendar a fray Leonardo que, desde la muerte de don Tomás Zurita,
administrara la preciosa Iglesia nueva de aquel arsenal, donde él había
consolidado los cimientos de su fortuna personal.
Cuando Marco Antonio Gabriel regresó de realizar las gestiones del
panteón en el Consistorio, portaba bajo su brazo un ejemplar del periódico
gaditano “El Redactor General” correspondiente a aquel día, 8 de Enero de 1.814.
En la página tres del citado periódico, podía leerse en destacadas letras:
” En el presidio de La Carraca ha ingresado el famoso conspirador don
Francisco de Miranda. Recluido en una mazmorra del Penal de Cuatro Torres, se
le puso al peligroso delincuente de Estado un dogal de hierro al cuello,
encadenado al muro”.
Mas, con el trajín del mausoleo, del testamento y del “hijo de la
grandísima”, nadie en la casa tuvo tiempo de leer el periódico de aquel día, que
acabó, en parte, prendiendo el fuego de la cocina y, en parte, envolviendo dos
bailas y unas mojarras que se habían comprado a un pescadero ambulante a la
puerta de la casa.
No tardaría mucho el pobre de don Silvestre en dar trabajo a sus albaceas.
Una bonita mañana de mediados de febrero, cuando el pueblo bullía en las
fiestas de carnaval y las cuadrillas llenaban las calles cantando coplas del país y
canciones patrióticas, y mientras sus hijas conversaban agitadas sobre a qué
baile de disfraces, de entre los que organizaban sus amistades, deberían acudir,
el bueno y francmasón de don Silvestre amaneció tieso como una estaca y las
cubrió de luto en medio de la fiesta.
Y qué poco comparte la gente las penas con el apenado, cuando el
ambiente bulle festivo. ¿Cambiar el disfraz tan largamente preparado y la fiesta
soñada, por el luto, el velatorio y el llanto...? ¡Mejor no nos damos por enterados
y ya iremos a hacer la visita de pésame el Miércoles de Ceniza y cumpliremos en
la misa de difuntos que se le celebre a tan inoportuno muerto!
Sólo los muy íntimos estuvieron en el velatorio carnavalesco de don
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Silvestre y solamente diez calesas lo acompañaron al cementerio de San José.
Como quiera que no había dado tiempo apenas a comenzar el mausoleo, con su
hábito de carmelita, fue enterrado en un nicho, hasta tanto se le pudiera
trasladar a su definitiva última morada.
A partir de aquel día, Marco Antonio, con gran delicadeza por su parte,
entregaba a Amparito, sin abrir, toda la correspondencia que venía a nombre de
don Silvestre, aunque prácticamente toda ella fuera relativa al negocio. Ella
agradecía este caballeroso gesto y apenas les echaba una ojeada y se las devolvía
a su gentil esposo.
¡Malhaya el azaroso Destino que se sirve de inconcebibles caminos,
casualidades imposibles y coincidencias remotas, para imponerse rotundo a las
débiles prevenciones y defensas de los humanos y golpear, certero y divertido, en
el centro de la diana vanamente protegida! Así, la carta que, desde la “Quadra
Alta” del Penal de La Ínsula, le remitiera don Francisco de Miranda a su antiguo
“hermano” de la francmasonería, don Silvestre Rocco, fue a parar a las manos de
quien menos en el mundo la esperaba..., Amparito Rocco. Cuando ella deslizó
fugazmente la mirada por encima de los ordenados renglones, algo en ellos le
resultaba familiar. Cuando, cansada de los formulismos de presentación y
referencias a comunes amigos que en la misma se plasmaban, se dirigió, derecha,
a la firma para conocer la identidad de aquel despistado que desconocía la
reciente muerte de su padre, el corazón se le detuvo un instante... y, después, se
le desbocó a galope tendido. Sin apenas poder respirar ni cerrar la boca, que el
asombro le había pasmado, releyó la firma y, de golpe, se le presentó la
familiaridad que en aquella carta había notado..., era, sin duda alguna, la gótica
letra de Francisco, la pulcritud en los renglones de su bien amado Miranda, la
bella y cuidada prosa de su primer y único amor..., de Mirandita. El llanto en la
contigua habitación de Juan de Dios, el hijo adoptivo de Amparito y Marco
Antonio que, a la sazón, contaba tres añitos, le sirvió en bandeja la coartada de
retirarse con toda la correspondencia en el regazo de su falda, para sustraer a los
ojos de los demás la turbación que la embargaba. Al tiempo que atendía el llanto
de la criatura, guardó apresuradamente la carta de Miranda en el bolsito de su
vestido y dejó el resto de las misivas encima de una cómoda con la intención de
que su marido las encontrara allí. Apenas durmió aquella noche, durante la que
no paró de moverse a uno y otro lado de la cama, pues, al atardecer, había subido
furtivamente a la azotea y allí había podido leer detenidamente la carta. Ni de
refilón la mencionaba a ella..., ¡el muy asqueroso! Una carta estrictamente de
“hermano” a “hermano”, como si se hubieran dejado de ver hacía un par de meses
y no más de treinta y cinco años, como en verdad era. Y ni una sola referencia a
la familia, ni a su mujer, ni a sus hijas ni a la que había sido su novia por tantos
meses, ni al niño Grabié..., ni a la buena o mala salud de todos juntos. No podía
comprender aquella frialdad, aquel absoluto distanciamiento entre los intereses
y los sentimientos.
Sin embargo, a la mañana siguiente y poco a poco, se fue serenando y
dando lugar en su corazón a la realidad de tanto tiempo pasado. Dios mío, se
decía, treinta y seis años es toda una vida. Yo misma cuento ya con cincuenta y
cinco y él debe estar para cumplir los sesenta y cuatro..., tenemos edad para ser
abuelos. Pero su corazón no era el de una abuela, pues es harto sabido que,
aunque el cuerpo se arruina por fuera con el paso de los años, el ánima de las
criaturas es por siempre la del niño que se fue. Y, así, Amparito, aunque se
forzaba en meter cordura en su corazón a base de razonarle sobre el tiempo
transcurrido, bien es cierto que aquél le hacía caso omiso, pues, habiendo
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removido ella los posos de los recuerdos de su primer amor, lo había perfumado
todo de primavera y de esperanzas locas, que giraban, como galaxia de
minúsculas estrellas, alrededor de su enloquecida cabeza.
Su carácter se hizo insoportable en aquellos días, pues pasaba, sin
solución de continuidad, de un estado de euforia y alegría contagiosa, cuando
mandaba su corazón, a otro estado de abatimiento y tristeza, cuando su cabeza le
hacía ver que allí no había más que dos viejos, uno de los cuales ignoraba por
completo a la otra.
Marco Antonio Gabriel, en la bendita ignorancia del cabrón, atribuía aquel
estado de su esposa a la reciente muerte de su padre. Además, al haber quedado
como único responsable del comercio, tenía toda su atención puesta en éste. Por
cierto, que, ahora que tenía mando y poder, le estaba dando vueltas a su viejo
proyecto de traerse de dependiente a su amigo Fransuá. Ya estaba aflojando el
sentimiento antifrancés que había imperado durante el asedio, se reanudaban
los negocios con aquellas plazas, y un traductor podía ser de mucho interés, e
incluso de prestigio, para su negocio. Marco Antonio no había perdido el contacto
con el muchacho desde que se vino de la Ínsula y lo había visitado en varias
ocasiones. Afortunadamente, su suegro, antes de morir, lo introdujo, en la
medida de lo posible, en la sociedad gaditana y le había hecho múltiples
presentaciones de autoridades y personalidades, ahora de gran valor para sus
propósitos con Fransuá. Sin embargo, su suegro lo había mantenido, en todo
momento, ajeno a la francmasonería y, aunque en un principio esto le molestaba,
por interpretarlo como una falta de confianza hacia él, ahora que la Iglesia se
estaba oponiendo fuertemente a los francmasones, empezaba a pensar que tal
vez hubiera sido mejor así.
No obstante, en esta ocasión, Marco Antonio, con el auxilio de los
canónigos albaceas de don Silvestre, había conseguido llegar bien recomendado a
la presencia de don Cayetano Valdés, capitán general de Gades. Y, después de
explicar a éste su propia historia y la del muchacho francés, consiguió del alto
mando lo que en su día lograra Amparito para él, la custodia del prisionero bajo
su estricta responsabilidad en caso de fuga y con el compromiso de conseguir el
arrepentimiento de sus fechorías y el sometimiento de aquél a las cristianas
costumbres gaditanas.
Cuando don Marco Antonio penetraba en su casa, la cocinera gallega se le
acercó, como era su costumbre, a darle parte del almuerzo que se había
preparado para aquel día. Sin darle tiempo para negarse a oírla, ésta, comenzó
con el pormenor del menú: - He preparado para el señor una sopa de fideos
amarillos, y después, un puchero de frijoles, garbanzos y verduras con carne,
tocino, chorizo y morcilla, todo ello acompañado de unas aceitunas aliñadas de
las que tanto le gustan al señor, y, para postre, higos secos y queso de cabra.
–Muy bien, Gallega (que así llamaba Marco Antonio a la cocinera), todo
está muy bien, me parece un menú exquisito que, a buen seguro, disfrutaré
dentro de unos instantes, pero ahora permítame que tengo una buena noticia
para la señora y la señorita.
Cuando Marco Antonio le refirió a su mujer y a su cuñada lo acontecido y
su propósito de colocar a Fransuá de empleado con la familia, Amparito no tuvo
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la reacción que él esperaba. Y no sólo eso, sino que muy circunspecta, y cuando
ya estaban sentados a la mesa y servidos los fideos amarillos, ella le dijo: Tenemos que hablar luego.
Después del almuerzo, era costumbre en Marco Antonio el retirarse al
recibidor a darle un vistazo al diario y descabezar un sueñecito en la misma
butaca. Amparito anduvo rondando por la puerta del recibidor, mirando entre los
visillos y, cuando comprobó que su esposo, después de la cabezada, nuevamente
la emprendía con el periódico, tocó un par de veces en el cristal y abrió la puerta.
Él, con un gesto de la cabeza, le dio a entender que entrara. Cuando se detuvo a
su lado, él la encontró preciosa. Durante los últimos días de la enfermedad de
don Silvestre sus relaciones matrimoniales habían sido nulas. Se levantó y,
mirándola tiernamente, trató de acariciar su mejilla, mas ella, envarada, se
apartó y, sin mediar más nada, le espetó:
-
¡ Francisco Miranda está en La Ínsula!
¿Cómo dices..., Miranda aquí..., en La Ínsula..., qué Miranda?
Ya te lo he dicho, Francisco Miranda..., nuestro Miranda.
¡Querrás decir “tú” Miranda, le rectificó él lleno de celos!
Sin querer entrar al trapo que él le tendía, sacó del bolsito de su vestido la
carta del general y se la entregó a su marido. Él, temblorosas las manos, seco el
paladar y balbuceantes los gestos, fue deslizando su vista por el escrito de
perfecta caligrafía y correctísima expresión, hasta concluir en los últimos
renglones:
Desde “Quadra Alta” del Penal de Cuatro Torres el día 28 de Enero de
1.814.
Rubricado por el General de Napoleón y futuro Gran Inca de las Américas,
Don Francisco Miranda
Al pobre de Marco Antonio Gabriel fue como si, de golpe, se le derrumbase
todo el castillo de naipes de su vida. Entre él y su esposa tomaba cuerpo
espontáneamente el viejo fantasma de su primer y único amor huido. Y él,
súbitamente, dejaba de ser don Marco Antonio Gabriel para volver a ser,
simplemente, Grabié.
Inexplicablemente, reaccionó postrándose de rodillas ante su esposa y
abrazándose como un chiquillo a su cintura. Ella persistía en su envaramiento,
mas los sollozos de su marido y sus aniñadas súplicas de que no lo dejase
nuevamente en el arrollo, enternecieron su alma y terminó por relajar su tensión
abrazando la cabeza de él contra su vientre y acariciando su cabello. Al cabo, casi
repuesto, se incorporó y se la quería comer a besos y caricias. Ella, sin embargo,
sintió una inexplicable repugnancia hacia aquél plebeyo, que trató de disimular
como pudo y, en aquel instante, supo cómo una simple carta había sido suficiente
para desplazar de su corazón a Grabié y restituir en su sitio a su bien amado y
nunca olvidado Miranda.
En este apartado, te diré:
Pues, ¿quién conoce las causas que llevan a los
corazones de las criaturas a discurrir por los caminos de la
lealtad o por las sendas de la traición? ¿Hay, acaso, alguna
148
razón que las explique, alguna causa que las justifique o
alguna voluntad que las guíe? No, no hay razones, ni causas,
ni voluntades en el amor..., sólo una locura embriagadora de
la que toda alma cuerda debe ponerse a salvo..., o perecer
dulce y alocadamente en ella.
Grabié tuvo la certeza de que ya nada volvería a ser como había sido en
vida de don Silvestre. Esto le hacía tener una gran ternura y añoranza para con
el recuerdo de su suegro que quedaría, por siempre, asociado a la memoria de
“los buenos tiempos”. Amparito se había empeñado en ir a La Ínsula a visitar a
Miranda, que, sin duda, se encontraría en una precaria situación. Habría que
hacer algo por él, ya fuera liberarlo de su cautividad o, al menos, atenuársela en
la medida de sus posibilidades. Éstas intenciones fortalecían la postura de
Grabié pues ella tendría, en cualquiera de los casos, que contar con sus
conocimientos e influencias adquiridas en el negocio familiar. Por otra parte,
Miranda debía de estar hecho un anciano ante cuya visión ella acabaría por
desengañarse. El tiempo no habría pasado en balde para él. Además, lo más
probable es que el viejo criollo estuviera casado y cargado de hijos mestizos o
mulatos. En cualquier caso, habría que esperar antes de decidir qué carta jugar,
pues no se iba a resignar a perder aquello que tanto trabajo le había costado
alcanzar, solamente porque un fantasma del pasado se hubiera materializado en
la marisma tenebrosa de la Ínsula.
Era el primer día de paz después de ocho largas jornadas de un tenacísimo
viento de levante de los que ponen los nervios a flor de piel. Corría el mes de
marzo, era cuaresma y estaba próxima la Semana Santa.
La mañana se presentó despejada y radiante, el aire estaba lleno de luz
en todas direcciones, y, en la vertical, el cielo se concentraba en celeste rabioso.
En la marisma, las manchas amarillas de los florecidos vinagrillos, destacando
contra el verde fuerte de los tréboles y el alocado canto de los pájaros,
presagiaban el despertar de la primavera. Francisco de Miranda, retrepado en el
catre, leía un libro de Cadalso, que el alcaide le había prestado, sustraído sin
duda a algún antiguo recluso. Oyó unos precipitados pasos afuera y, después, la
llave entró en la cerradura y dio las consabidas tres vueltas. Pedro José, uno de
sus sirvientes, todo alterado, le comunicó que el señor Rocco, con su gentil
esposa, habían venido a visitarle en correspondencia a la carta que él les había
enviado días atrás. Miranda tuvo la sensación de que, por fin, después de haber
lanzado tantas cartas-anzuelo a pescar, en una, al menos, había picado un pez.
Y, ciertamente, no era aquel un pez pequeño ni desdeñable. Rápidamente, tomó
conciencia de que aquella ocasión no se debía dejar pasar en vano y había que
aprovecharla al máximo.
- ¡Rápido, Pedro, saca del arcón el uniforme de general, he de causarle
buena impresión a don Silvestre! Ve limpiándome las botas mientras yo me
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visto. ¿Dónde está Fransuá?…, ¡Maldita sea, ese bribón nunca se encuentra
cuando se le necesita!
.
Grabié y Amparito habían venido desde Gades directamente en una
barquita de vela hasta el muelle de la Puerta de Tierra; el airecillo de poniente
había sido muy favorable para ello y el viaje se hizo corto. Las comunicaciones de
La Insula con Gades y con El Puerto Real eran mucho más rápidas por mar que
por tierra..., siempre que el estado de aquel lo permitiera, claro está.
Caminaron hasta la Iglesia nueva, donde Amparito no se pudo resistir a
hacer una visita al Santísimo. Acto seguido, entraron al pequeño cementerio que
había junto a la vieja Iglesia y Amparito puso un ramito de flores sobre la tumba
de su hermana Amor. Después, continuaron hasta las casas de los oficiales, mas
ninguna de las caras con que se cruzaban les resultaban ya conocidas. Los dos
hacían una estupenda pareja que llamaba la atención de los viandantes. Eran
dos auténticos lechuguinos a la última moda que dictaba Londres, por lo que se
notaba a leguas que eran señores “del comercio” de Gades: ella vestía un
hermoso traje negro que se había confeccionado para cumplir el luto de su padre,
cuyo velo negro le caía elegantemente sobre los hombros, donde se unía
graciosamente con la mantilla, también negra, que iba prendida del rodete de su
recogido pelo. Unos zapatos de raso completaban su impecable indumentaria de
luto, en medio de la cual destacaba, sobremanera, la palidez de su rostro y la de
sus manos, entre las que se movía nerviosamente un pequeño abanico de encajes,
también negro. Grabié no desmerecía de la elegancia de Amparito. También de
riguroso luto, vestía calzón ajustado hasta las rodillas, medias blancas, botas a lo
farolé, camisa también blanca, chaleco gris, corbatón y levita negra. Peinado a la
inglesa y, sobre la testa, sombrero de copa alta. Todo muy británico, muy liberal,
como era la moda.
Cuando llegaron al Penal, Grabié se abstuvo de sacar el salvoconducto
para liberar a Fransuá, pues primero habrían de lidiar el reencuentro con
Miranda y, de resultas del mismo, ya vería si lo del franchute lo resolvía en el
momento o lo dejaba para otro día. Se presentó al alcaide que, aunque tenía
referencias de Grabié, era nuevo en el cargo y no le conocía, y le comunicó su
intención de visitar a don Francisco de Miranda, del cual eran viejos conocidos,
en correspondencia a la carta que éste remitiera a don Silvestre Rocco. El alcaide
les hizo pasar a una especie de estancia que había en la habitación contigua al
cuerpo de guardia, que hacía las veces de comedor, dormitorio, cuarto de timbas
y recibidor de visitas de reclusos..., según viniera al caso. Y ciertamente que se
invitaba a que las visitas fueran breves, pues no había en la misma más que un
par de catres pegados a la pared, unas tablas a modo de mesa y unos
destartalados taburetes alrededor de la misma. Ambos permanecieron de pie en
el centro de la habitación en la que el suelo era de tierra, pues sentían asco de
rozar sus elegantes vestimentas ni con las mugrientas paredes ni con los sucios
muebles descritos.
Don Francisco, con la sola ayuda de Pedro José, se había puesto su
flamante traje de general (el díscolo Fransuá estaba desaparecido). Dudaba entre
calarse el sombrero bicornio con la escarapela y galones de general, o plegarlo y
llevarlo bajo el brazo. Optó por calárselo, no al estilo de Napoleón,
completamente cruzado, sino ligeramente al bies, como él gustaba de hacerlo y
tenía confrontado que encantaba a las señoras. Bajó como pudo la escalera de
gato y después, muy dignamente, continuó con paso firme y lento, de general de
Napoleón, por en medio de aquella chusma que enmudecía y permanecía quieta a
150
su paso. Cuando llegó al cuerpo de guardia, el alcaide, haciéndose a un lado y
marcando una reverencia, le indicó la habitación contigua donde le esperaban el
señor Rocco y su gentil esposa.
Con la parsimonia y empaque que él sabía muy bien dar a los momentos
importantes, erguido el gesto, el brazo izquierdo plegado a la espalda y la mano
derecha introducida en la guerrera, al estilo Bonaparte, penetró a la estancia
contigua, dispuesto a jugar sus cartas con el viejo hermano de la logia “Lautaro”
de Gades.
Grabié y Amparito, que en aquel momento estaban de espaldas a la
ventana, pudieron ver, de golpe, al criollo que accedió a la dependencia
recibiendo en su rostro toda la luz de la estancia. “¡Qué mayor está, tiene el pelo
cano!”, pensó Grabié. “¡Qué gallarda figura conserva, qué madurez le confiere el
blanco cabello!”, pensó Amparito. ¡De dónde habrá sacado ese viejo y raído
uniforme de oficial ruso!”, pensó Grabié. “¡Qué hermoso está con el uniforme de
general francés, se parece al mismísimo Napoleón!”, pensó Amparito. “¡Qué
ridículo anillo lleva en su oreja izquierda!…, ¡ puede que, en su día, le quedara
bien, pero es bien sabido que a los varones las orejas no les dejan de crecer hasta
la muerte, y vive Dios que a Miranda le habían crecido, quedándole el pendiente
descolgado, en una ridícula posición!”, pensó Grabié.” ¡Qué misterioso resulta el
anillo que porta en su oreja izquierda!”, pensó Amparito.
“¡Aquí debe de haber alguna confusión – pensó Miranda – pues ese
empingorotado figurín no es don Silvestre Rocco! ¡Y la elegante señora tampoco
es su esposa!”. Mas, cuando se iba a volver para demandar una explicación del
alcaide, algo en las facciones de la mujer le resultó familiar. Y, de pronto, como
un relámpago en su mente, vio la imagen de la Amparito que él había conocido y,
haciendo gala de su poderosa personalidad, afrontó la situación con soltura y
gallardía y, dirigiéndose hacia ella, la tomó de las manos y exclamó jubiloso:
-¡Pero si es Amparo, la bella Amparito Rocco, la más hermosa de las
damas de la Insula que yo conocí!
Amparito, cuando lo oyó decir su nombre, con aquel acento criollo que a
ella tanto le gustaba, se sintió derretir como manteca al fuego y hubo de hacer
esfuerzos por no echarse frívolamente en sus fuertes brazos de militar veterano.
- Sin duda alguna, este elegante caballero será el afortunado esposo de la
bella de La Carraca, continuó, al tiempo que se volvía hacia Grabié, sin soltar las
manos de ella, que mantenía fuertemente sujetas.
-¡Yo soy – dijo Grabié anticipándose a cualquier explicación que ella
pudiera dar – Marco Antonio Gabriel..., efectivamente, el esposo de la bella de La
Insula..., el segundo en el corazón de doña Amparito Rocco!
-¿Cómo decís – continuó Miranda, que no estaba dispuesto a perderle la
cara a la situación por más que ésta se le complicara – que usted es Marco
Antonio Gabriel..., el niño Grabié..., a quien me cupo el honor de abrir los ojos del
entendimiento a la luz de las ciencias y de la sabiduría?
- ¡Efectivamente – continuó Grabié – hasta ayer mismo era don Marco
Antonio Gabriel, heredero del respeto, la fortuna y la hija mayor de don
Silvestre, pero, desde que apareciste tú - le dijo recalcando el tuteo -, he vuelto a
ser Grabié, el muchacho del Penal de La Insula!
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Amparito, como celosa del protagonismo que pretendía Grabié, sin darle al
criollo ocasión de contestar, le espetó:
-¿Por qué tantos años de silencio, Francisco..., no merecía mi amor ni una
simple carta de desengaño?..., ¡te esperé tanto tiempo, rechacé a tantos
pretendientes en aras de nuestra lealtad eterna!
- Bueno, bueno, muchachos, vamos por partes y tranquilitos – decía
Miranda con su pegajoso acento criollo, tratando de ganar tiempo para hacerse
con tan comprometida situación – que no estamos hablando de antesdeayer...,
que han transcurrido más de treinta años..., que se nos ha pasado toda una vida,
como el que no quiere la cosa. No sabéis cómo lamento que nuestro encuentro se
haya realizado en tan lamentable situación, pues, aunque ahora me veáis en este
trance, debéis saber que estoy llamado a ser el Gran Inca, el Emperador del
continente Colombiano, cuando éste sea liberado de las cadenas de la metrópoli
explotadora. ¡Seré el Napoleón de las Américas!,- continuaba con todo descaro,
arrollándolos con su fortísima personalidad y su mundología.
-¡Alcaide! – gritó, volviéndose hacia la puerta – ¿vais a permitir que esta
noble señora y su esposo permanezcan de pie toda la jornada? ¡Por Dios, traedles
sillas donde sentarse, antes de que se agoten y quieran abandonarme!
Una vez acomodados los tres, Miranda les hizo que le contaran su
situación actual y la de su familia, que él haría lo propio, a su vez. Ya tendrían
tiempo, más adelante, de contarse la historia de sus vidas, desde que dejaron de
verse, hasta hoy mismo. Así, después de dos horas de densa conversación,
dirigida en todo momento al antojo y conveniencia del general, éste había tomado
perfecto conocimiento de la situación de la familia Rocco, de la devoción que aún
le conservaba Amparito y de lo fácil que habría de resultarle recuperar el respeto
y el afecto de Grabié.
Al cabo, los despedía dominados, confusos y a su merced, con la promesa
de retornar a visitarlo pasados unos días. Su enorme habilidad y experiencia de
conspirador e intrigante le bastaron para atar a sus dedos los hilos de las
marionetas que había hecho con ambos, a los que, a partir de aquel día,
dominaría a su completo y descarado interés.
Cuando salían a la puerta del Penal y se disponían a despedirse, se les
acercó Fransuá que, dirigiéndose a Miranda, le mostraba una jaulita de madera
con barrotes de cañas, dentro de la cual aleteaba asustado un jilguero, al tiempo
que le decía:
- ¡Mi general, al fin, os he conseguido el pajarito que me pedisteis!
Fransuá no había reparado en la personalidad de los señores que
acompañaban a Miranda y tan solo trataba de agradarle después de haber
sabido por Pedro José que el general estaba disgustado con él por no haber
estado para ayudarlo a vestirse. Entonces, Grabié llamó su atención diciéndole:
- ¿Es que ya no reconoces a quien tuvo el honor de abrirte los ojos del
entendimiento a la lengua de Quevedo, Calderón y Cervantes?
- ¡ Don Marco Antonio Gabriel – exclamó el “enemigo”, francamente
contento de encontrarse con su protector – perdóneme que no le haya reconocido,
ni a su gentil esposa – continuó, haciéndole una reverencia muy francesa a
Amparito- y debe saber que me colma de satisfacción que ustedes se hayan
dignado venir a visitar a mi señor don Miranda!
-¿Tu señor...?, le inquirió Grabié.
- ¡Efectivamente, intervino Miranda dándose importancia, el capitán
general de Gades ha tenido a bien facilitarme dos sirvientes para hacer más
llevadera mi temporal estancia en tan lamentable presidio y uno de ellos es
152
Fransuá, con el que, aparte de los servicios propios de un ayuda de cámara,
tengo la satisfacción de poder ejercitarme en la lengua de Voltaire, Baudelaire y
Chateaubriand, que, como ya sabréis, hablo con igual soltura y deleite que el
castellano!
El destino, a tan pocos pasos de la humillación, le ofrecía a Grabié la copa
de la venganza en bandeja de plata. Con los reflejos propios de sus tiempos de
pillo carraqueño, reaccionó sacándose el salvoconducto de un bolsillo de la levita,
al tiempo que le decía al muchacho francés:
- ¡Bueno, Fransuá, en realidad el motivo de nuestra visita a Cuatro
Torres, es doble! : si bien de una parte hemos venido a cumplimentar a nuestro
viejo amigo y “protector” (con retintín), don Francisco Miranda, de otra, y ésta
creo que será para ti la más importante, estamos aquí también para traerte este
documento!-, terminó, al tiempo que le extendía el salvoconducto.
Cuando Fransuá leyó el documento por el que pasaba a depender de don
Marco Antonio, se le llenaron los ojos de lágrimas, se sacudió sus sucias
vestimentas para no manchar a su amigo y, después, se le abrazó, sollozando de
alegría.
- Además- continuó Grabié regodeándose en su venganza – hemos
decidido la señora y yo que tus conocimientos de idiomas pueden ser muy
beneficiosos para nuestro comercio y, a partir de hoy, serás nuestro empleado y
vivirás en nuestra misma casa..., como uno más de la familia.
Miranda, gran estratega, supo perder aquella batalla y permaneció
impasible y mudo, dejando al muchacho venido a más, que disfrutara de aquella
pequeña victoria, pues su guerra era muy otra.
Sin embargo, Amparito hacía esfuerzos por contenerse, pues consideraba
de muy mal gusto y poca gallardía quitarle a Miranda su sirviente cuando se
encontraba en tan difícil situación, pero su esmerada educación gadeirana,
curtida en las leyes de la obediencia, la sumisión y la prudencia, le hicieron
posible guardar silencio y contribuir también con ello, al regodeo de Grabié.
Marco Antonio y Amparito se despidieron cortésmente de don Francisco y
del alcaide y, mientras Fransuá recogía sus pertenencias, le esperarían en la
Iglesia, donde aprovecharían el tiempo en oración por el alma de don Silvestre.
Aquella noche, en la habitación de Grabié y Amparito, hubo discusión
matrimonial y alguna que otra voz del marido se oyó en el resto de la casa. Ella
le reprochaba la descortesía para con Miranda al privarle de Fransuá, y él le
echaba en cara, cómo, en sus mismas narices, le había faltado poco para
arrojarse en los brazos del criollo. Los reproches fueron puñaladas dirigidas por
uno y otra al centro de sus corazones. Estaba palmariamente claro que la llegada
del general a la Insula había dividido sus vidas en dos etapas: el antes y el
después. Tan agrio fue el camino por el que aquel enfrentamiento les llevó que, a
partir de aquella noche, Grabié volvió a dormir en la habitación de arriba, donde
lo hiciera de soltero, recién llegado de la Insula. Ante los ojos de Bernardina y de
los sirvientes, el matrimonio estaba temporalmente roto.
El azar quiso que, por aquellos días, a Grabié le surgiera la necesidad
imperiosa de desplazarse a Sevilla para materializar un magnífico contrato que
llevaba tiempo trabajándose, consistente en la exclusiva de aprovisionamiento de
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cacao para una fábrica de chocolate que se había abierto en la ciudad de
Hispalis. Aquel contrato podía ser muy beneficioso para el comercio de los Rocco
y el tener un suministro de tal envergadura asegurado podría dar una gran
estabilidad al negocio. Como quiera que la situación en el domicilio familiar de la
calle Pelota no pasara precisamente por su mejor momento, él pensó en la
posibilidad de unos días de separación, pues, con frecuencia, en la distancia, las
cosas se ven de distinta forma y se ajustan mejor las proporciones.
Así, una mañana de finales de aquel marzo, apenas clareaba el día,
navegaba Grabié en un correo de la compañía de Retortillo y Hermanos que,
rumbo a Sanlúcar y remontando el Guadalquivir, lo dejaría en el muelle de
Sevilla.
Amparito no se lo pensó dos veces; llena de romántica devoción por el
único y verdadero amor de su existencia, estaba dispuesta a dar la vida por él si
llegara el caso, y no habría severos principios educativos, ni el qué dirán de la
gente, ni restos de respeto alguno por su marido, que le impidieran echarse en
brazos de su amado, moral, y, si se daba el caso, físicamente.
Consiguió ganarse la voluntad de Fransuá, con la promesa de canjear su
ayuda por una opinión favorable a su entrada en el negocio familiar, e incluso se
permitió, con gran osadía y descaro, insinuarle que ella podía influir en su
hermana Bernardina para que se fijara en él. De ésta forma, podría emular a
Grabié y entrar en el negocio, no como un empleaducho del tres al cuarto, sino
como esposo de una dueña capitalista, por pleno derecho conyugal y a la misma
altura que el vanidoso Grabié.
Fransuá se veía a sí mismo vestido con levita y sombrero de copa paseando
por las calles de Gades, llevando del brazo a la estentórea Bernardina y detrás de
la uniformada ama de cría que llevaría en el cochecito a la criaturita fruto de su
amor. Ante tales fantasías, la lealtad que el franchute profesaba a Grabié se
debilitó primero y sucumbió después, cuando Amparito le garantizó que cuanta
ayuda le prestase quedaría en el más estricto secreto. De esta manera, al día
siguiente de la partida del esposo con rumbo a Sevilla, Amparito, con la excusa
de ir a visitar al notario, al “hijo de la grandísima”, para aclarar unas dudas de
los albaceas de su padre, partió acompañada de Fransuá. Sólo que, en lugar de
encaminarse a la notaría, se dirigieron al muelle donde se embarcaron con
destino a La Ínsula. Portaban, como en los tiempos de Grabié, un canasto
conteniendo pan blanco, un gran trozo de queso de oveja y un libro.
En esta ocasión, Miranda no bajó vestido de general. De forma más
familiar, se presentó con zapatos de hebilla, medias de color carne, calzones
claros ajustados hasta debajo de las rodillas, camisa blanca con gran cuello y
puñetas, y chaquetilla corta de color oscuro. El cabello, descubierto, lo llevaba
atado a la nuca con una cinta negra, que hacía destacar sobremanera el blanco
de su cabellera.
Como quiera que, en aquellos días, el terco Fernando VII acabara de
regresar a España, a Miranda le urgía ponerse en contacto con los liberales de
Gades, con sus hermanos de la “Lautaro” y, sobre todo, con sus aliados ingleses.
La entrevista con Amparito y Fransuá fue mucho más directa al no estar
presente el incómodo Grabié. Miranda tuvo todo el tiempo cogidas las manos de
Amparito, transmitiéndole el temor que le hacía albergar el regreso del rey y que
el aperturismo de la etapa constitucional pudiera irse al traste con la contumaz
intransigencia borbónica. Apenas llevaban un rato de charla en la conocida
habitación contigua al cuerpo de guardia, cuando ya tenía a sus dos visitantes
urgidos de la necesidad de actuar prontamente. Ambos quedaban bien
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aleccionados de que deberían, por una parte, intentar establecer contacto con
Mejía Lequerica, diputado criollo al que Miranda esperaba poner de su parte sin
grandes dificultades, y, por otra, fallecidos don Silvestre y don Tomás Zurita,
debería procurarse una entrevista con don Juan Colarte o don Pantaleón
Marcoleta (Amparito se quedó de piedra al enterarse de que su cuñado Juan, el
esposo de su hermana Lucía, era francmasón). Por último, al objeto de
restablecer el contacto con sus aliados ingleses, Amparito debería de entrar en
contacto con el cónsul inglés en Gades.
Al criollo no se le escapaba que, para todas aquellas gestiones, le habría
resultado mucho más útil contar con Grabié, que estaba muy introducido en la
sociedad gaditana y, que además, contaba con el respaldo de regentar un
saneado negocio, pero, por otra parte, no había tiempo que perder y era preciso
comenzar a moverse con los “embajadores” que, de momento, disponía: Amparito
y Fransuá.
En un momento de la entrevista, Miranda mandó al franchute a su celda,
para que dejara allí las viandas que la mujer le había, tan gentilmente, traído.
El muy brivón aprovechó aquellos minutos para abrazar apasionadamente a
Amparito, a la vez que le besaba el cuello, las mejillas, los labios, le acariciaba
los pechos, le decía que nunca la había olvidado, que ella había sido su único y
verdadero amor y prueba de ello era su soltería. Amparito se dejaba hacer, llena
de turbación, de devoción y sin apenas contener el deseo de remangarse las
faldas. Un ruido en el cuerpo de guardia les hizo recomponerse rápidamente ante
el temor de ser sorprendidos. Ya más serenos, y mientras regresaba Fransuá, el
criollo siguió vertiendo venenosas palabras de pasión en su sediento oído, y la
invitó a que, la próxima vez, viniera disfrazada de hombre y, de ésta manera (él
tenía de su parte al truhán del alcaide), subiría a su celda, recuperarían el
tiempo perdido y tejerían su nido de amor.
Amparito estaba encantada con aquella nueva situación tan romántica,
tan aventurera y tan distinta de toda su vida anterior. Se sentía rodar cuesta
abajo y su único afán era coger más y más velocidad en la caída, importándole
poco todo lo demás. Había esperado tantos años, se había contenido tantas veces,
durante tanto tiempo, que estaba dispuesta a tomarse su venganza y no dejaría
de hacer cuanto las circunstancias le pidieran, a costa del precio que fuere
preciso pagar.
Fue a ver a su cuñado Juan Colarte, con el que mantenía una relación
distante a causa de lo poco que agradara a su padre el trato que le daba a su
hermana Lucía. Le habló de Francisco Miranda, de la situación en que se
encontraba y de la necesidad de que se le proveyera de fondos por parte de la
Hermandad. Juan la trató con gran frialdad y sin dar por hecho, en ningún
momento, ni que perteneciese a la francmasonería ni que fuese a lograrle ayuda
alguna. Simplemente se dio por enterado del mensaje y le dijo que, si venía al
caso, ya recibiría noticias suyas.
Ardía en deseos de que sus gestiones fructificaran de algún modo, para
tener la excusa de ir corriendo a La Ínsula a decírselo a su amado criollo. Esta
vez tenía más marcado el acento colonial que la primera vez que vino, cuando lo
conoció. Y a ella aquel deje en el habla le sonaba a música de querubines. Con el
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cónsul inglés tuvo más suerte que con su cuñado. Llegó hasta él gracias a uno de
los clérigos albacea de su padre. El tal mister Duff se mostró muy receptivo para
con la situación de Miranda y se ofreció, amablemente, a procurarle la ayuda que
éste necesitara. A Mejías Lequerica le fue imposible localizarlo, pues se
encontraba en Nueva Granada. De todas formas, realizados los tres encargos de
su amado cautivo, aunque con dispar ventura, estaba al punto justificado el
visitarlo para ponerlo al corriente del resultado obtenido.
Grabié aún no había regresado de Sevilla, pero debía de estar a punto de
hacerlo, por lo que había que aprovecharse de ello prontamente. Con la exclusiva
ayuda de Fransuá, que era el único que conocía del contubernio, salieron en la
calesa con la excusa de ir a dar un paseo por el arrecife. En una bolsa de mano,
llevaba ella ropa vieja de su padre, que, por las noches, en la soledad de su
habitación, había recompuesto para ajustarla a sus medidas. Nada más salir de
la Cortadura, había una fuente de agua dulce y, junto a ésta, un ventorrillo. Allí
se pudo cambiar de ropas Amparito y salir vestida de hombre. Para no llamar la
atención, se sentó en el pescante de la calesa, junto a Fransuá. Se había puesto
unas botas de pala baja, medias blancas, calzón negro ajustado a las rodillas,
una camisa rayada con chorreras blancas, para disimular el pecho, una levita en
la que cabían dos como ella y un gran sombrero de media copa en el que escondía
su recogido cabello. El corazón lo tenía como un potro desbocado, por los muslos
hacia arriba le corría un hormigueo y, de puros nervios, sentía constantes deseos
de orinar. ¡Aquello era un disparate..., pero estaba decidida a llegar hasta el
final!
Ciertamente, no llamaba la atención el que la levita le quedase grande,
pues era muy habitual que la gente vistiera ropa heredada o incluso prestada,
que no era de su talla. Solamente la gente de muy buena posición se permitía
lucir ropa hecha a su medida. No obstante, cuando llegaron al cuerpo de guardia
del Penal, el alcaide, tal vez porque estaba en el ajo, se tuvo que tapar la boca
para disimular la risa que le producía ver a toda una señora vestida de aquella
guisa. Ella se percató, pero seguía sin importarle nada que no fuera lograr su
objetivo. El alcaide les acompañó en el recorrido hasta las escaleras, subió con
ellos a la primera planta y, cuando trepaban por la escalera de gato, con la
excusa de ayudarle desde abajo, aprovechó para empujarla por los muslos y por
las nalgas y magrearla todo lo que pudo. Ella se contuvo las ganas de abofetear a
aquel rufián, en cuyas manos estaban, y se tragó su orgullo con tal de llegar a la
torre del castillo donde la esperaba su amado príncipe cautivo.
El alcaide les abrió la puerta y permitió la entrada de Amparito y
Fransuá. Tras ellos, la cerró dando una sola vuelta a la llave.
En esta ocasión el criollo estaba más sereno que en las anteriores. No
mostró sorpresa alguna al ver entrar a Amparito vestida de hombre, porque
estaba seguro de que ella seguiría al pie de la letra sus instrucciones. Con gran
gentileza, le cedió a la mujer la única silla que había en la cuadra y él se sentó
en el catre. Pacientemente, permaneció escuchando cuantas explicaciones ella le
transmitía de las gestiones realizadas. Cuando ella hubo terminado, como si
hubiera perdido el interés por su fuga y, sin darle importancia a la labor
realizada, le expresó su agradecimiento y le dio una carta para que se la
entregara al embajador inglés, Mr.Duff. Y, acto seguido, lleno de ternura, le dijo
cogiéndole las manos, -¡ahora, mujercita valiente, cuéntame qué ha sido de tu
vida durante todos estos años!
Amparito le refirió toda su monótona existencia, poniendo especial
hincapié en su numantina resistencia a cuantos pretendientes la asediaron
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después de la marcha de él. Y pasando, como de puntillas, sobre su matrimonio
con Grabié y la adopción de Juan de Dios. Mientras ella hablaba, de cuando en
vez, él le besaba las manos que le tenía cogidas con las suyas.
Después que ella hubo terminado, comenzó él. Al tiempo que iba y venía
por la estancia dando largas zancadas, les fue refiriendo cómo, por su condición
de criollo, se le fueron negando todas las posibilidades de hacer una brillante
carrera militar. A sus dificultades con O’Relly aquí en la Península, hubo de
añadir otras de similares circunstancias allá en Cuba, donde, injustamente, le
acusaron de estar implicado en operaciones de contrabando y de entregar
secretos militares a los ingleses. Todas estas falsas acusaciones no iban
encaminadas más que a cercenar sus méritos, pues tenía un pecado original de
imposible bautismo..., había nacido en las colonias y, por tanto, era y sería un
criollo hasta el día de su muerte, hiciera lo que hiciese. Aquello le había llenado
de tristeza e impotencia en un principio, mas, después, se dijo a sí mismo, “¿me
desprecian por ser un criollo?, ¡pues seré criollo, mas no inferior!”. Y, así, se fue
forjando, en su interior, el deseo incontenible de rebelión contra la Metrópoli, que
se limitaba a explotar las Colonias, poniéndolas en manos de funcionarios y
virreyes corruptos que sólo se ocupaban de enriquecerse, y forzándolos a un
monopolio colonial que multitud de naciones estaban ansiosas por romper. Así se
quebró en el interior de su alma su inicial lealtad y devoción a la corona
española, para irse transformando, poco a poco, en lealtad y devoción a la
independencia del que él llamaba el Continente Colombiano.
Les refirió, muy de pasada, su participación en la guerra de independencia
de las colonias norteamericanas, su brillante participación en la toma del fuerte
de Pensacola, en la Florida y, posteriormente, en la toma de las Bahamas.
Relataba su vida como aprendida de memoria, como si, con frecuencia,
hiciese exámenes de conciencia y la tuviese toda ella repasada una y mil veces.
Les relató cómo, al poco de las guerras del continente americano del norte,
vino a Europa y conoció Inglaterra, Holanda, Prusia, Austria e Italia. Después
viajó a Grecia y Turquía y, finalmente, a Rusia, donde, en los baños públicos,
hombres y mujeres se bañan juntos y desnudos. Les refirió su estancia en Kiev y
el magnífico trato que le dispensó la Emperatriz Catalina II, que le concedió el
grado de coronel del ejército ruso y le prometió su apoyo en la lucha por la
independencia. No en vano los rusos tenían fuertes intereses económicos en la
costa oeste del continente americano.
Ambos, Amparito y Fransuá, permanecían boquiabiertos ante las
excelencias que aquel gran personaje les relataba de sus relaciones con las más
importantes personalidades del mundo entero.
Continuó refiriéndoles sus arduas negociaciones con los ingleses y,
especialmente, con su primer ministro, William Pitt (hijo), a quien,
inocentemente, entregó más de diez valiosísimos documentos relativos al estado
de las fortificaciones españolas en los puntos más importantes de
Hispanoamérica y de la Península. Entre ellos, iban unos detallados planos de
Gades y de La Ínsula. El inglés se quedó con sus documentos y, a cambio, no le
dio sino vanas promesas de un apoyo que nunca se materializó. Harto de los
engaños de ingleses y rusos, acepta la propuesta de los franceses de incorporarse
157
a su ejército, en el que le otorgan el grado de general y le encomiendan el mando
de una división en el Ejército del Norte, al frente de la cual consiguió tomar la
ciudad de Amberes. Después de la ejecución de Luis XVI y de la proclamación de
la República, participó en el asedio de Maastricht y ganó la batalla de Tirlemont.
Mas, debido a la traición del general en jefe del Ejército del Norte, Dumouriez,
que se pasó al enemigo, hubieron de retirarse de los frentes de Holanda y de
Bélgica. Injustamente, la Convención lo acusa de conjurar contra la República y
de ser un espía del enemigo. No obstante, el Tribunal Revolucionario lo absolvió
y puso en libertad.
Fransuá ponía gran atención a esta parte del relato que tan directamente
le afectaba, pues era un gran conocedor de los episodios recientes de la
Revolución en su país.
- Después, - continuaba Miranda – el intrigante Robespierre, nuevamente,
me encarceló y, sin causa ni juicio, me mantuvo injustamente recluido por
diecinueve largos meses. Como veis, la pena del cautiverio no es extraña a mi
indómita ánima, que larga e injustamente la ha venido padeciendo, hasta en
estos días.
Tuvo buen cuidado Miranda, por mantener en los rostros de su auditorio el
interés despertado, en no referir, ni de pasada, su relación con Sara Andrews,
con la que, a pesar de haberle dado dos hijos, no quiso formalizar sus relaciones
casándose con ella y la mantuvo, hasta el final de sus días, como su ama de
llaves. ¡Válgame Dios, el vanidoso criollo, llamado a ser El Gran Inca del
Continente Colombiano, no podía casarse con una inglesita cualquiera..., él se
conservaba soltero para en su día contraer gloriosas e imperiales nupcias con
una india nativa del Continente..., sólo podía ser así..., el Gran Inca debía
engendrar mestizos, pues, en el mestizaje, estaría la fuerza de su Imperio!
¡Contra el europeo blanco invasor..., el mestizaje libertador!
- Fue ciertamente turbulenta la etapa europea – les refería el general,
como pensando en voz alta – donde, entre guerras, batallas e intrigas, se me
fueron los mejores años. Tantas promesas de unos y otros gobiernos, tantos
intereses entrecruzados de unas y otras naciones, tantas alianzas fallidas, tantas
traiciones. Hubo un momento en que apenas tenía a quién acudir, pues los
españoles me tenían por traidor y agente de los ingleses; los ingleses, por agente
de los americanos; los americanos, por agente de los rusos, y los rusos, por agente
de los franceses. Y, vive dios que, en aquellos años, toda Europa era un caos de
intrigas en el que me encontré irremisiblemente envuelto.
Fransuá, con la franqueza que acostumbraba, le espetó: “¿Y con quién
estaba, pues, la lealtad de usted? ¡Que bien parece que a todos traicionaba sin
remordimiento alguno!”
Amparito
quiso fulminar con su mirada al muchacho que, tan
insolentemente, hablaba al general, mas éste, quitando importancia con un gesto
al atrevimiento del franchute, le pasó su brazo por los hombros y, como un padre
a su hijo, le dijo:
- Amigo Fransuá, la lealtad es un invento de los poderosos para subyugar
a los débiles: “Yo soy tu Señor y te instruyo en que pongas en tu corazón, como
principal virtud, tu lealtad a mí”. De esta forma me aseguro que siempre estarás
bajo mi influjo y te utilizaré a mi conveniencia. La fidelidad es la principal virtud
del creyente hacia Dios, y hacia sus representantes terrenales: obispos, frailes y
demás, y hacia el Rey, que el mismo Dios unge de poder en la tierra y, ya de
paso, hacia los ministros del Rey y hacia los gobernadores y hacia cualquiera que
mande algo. Así, el que está por encima se asegura la subyugación del que está
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por debajo, merced a su “lealtad”, y el que tiene el poder lo conserva y el que de
él carece, ni soñar con él puede, pues no lo alcanzará jamás. ¡Hazte caso del
consejo que te da este anciano y no seas fiel ni leal, más que a ti mismo!
Llegado a este punto de la plática, como viera que ambos oyentes
buscaban acomodo a sus posaderas, lo interpretó como síntoma de su cansancio
y, al tiempo que les emplazaba para continuar el relato de su vida en otra
ocasión, le entregaba al franchute la jaulita del jilguero y le pedía, guiñándole un
ojo, que lo sacara afuera y le limpiara la jaula..., que ya él le avisaría cuando la
señora se dispusiera a partir.
Amparito había levantado un altar con base en su exacerbado
romanticismo y la cúspide en las nubes de los cielos y, encima de ésta, había
colocado a su Miranda, y se disponía, llena de fervor, a adorarlo. El criollo, en
absoluto ajeno a la situación, supo estar a la altura de las circunstancias y, a
pesar de contar en aquellos días con dieciocho meses continuados de prisión sin
haber podido tocar a mujer alguna, estuvo lleno de delicadeza y de ternura.
Sabedor de que ya no eran niños y de que la vista de sus cuerpos no había de
resultar reconfortante para ninguno de los dos, hábilmente condujo los
arrumacos, caricias y besos, de forma que, vestidos, ambos se fueron excitando
hasta consumar una unión que por más que el cautivo quiso hacerla delicada,
nuestro amigo el astrónomo la habría calificado, simplemente, “de faldones
arremangados”.
No obstante, Amparito quedó, después de tan esperada unión, si no
maravillada, al menos conservando el altar y a Miranda en lo alto..., lo que no
era poco. Por su lado, el cautivo largó el lastre tanto tiempo contenido, que, en la
penosa circunstancia en la que se encontraba, tampoco podía considerarse de
desdeñable importancia. De todas formas, si segundas partes nunca fueron
buenas, ni que decir tiene que, después de tantos años, con ánimas y cuerpos
trasteados por la vida, pues todavía menos.
Mas aquel denso día no había de concluir sin un nuevo albur de la fortuna,
pues, cuando Amparito y Fransuá, ya de vuelta del Penal, penetraban por la
Puerta de Tierra en dirección al muelle, al cruzarse con un joven guardiamarina,
Amparito metió la bota en una grieta del enlosado y hubiese caído al suelo si el
joven oficial no la hubiese cogido en sus brazos. Mas, en el brusco movimiento
que ejecutó, se le cayó el sombrero desparramándosele su bella cabellera. Y,
ciertamente, que la mujer vestida de hombre, con el cabello rebelde en su rostro
y las mejillas arreboladas por ver descubierto su disfraz, estaba preciosa,
misteriosa..., adorable. El muchacho recogió el sombrero del suelo y, al tiempo
que se lo entregaba, le decía:
- ¡Bella señora, soy el guardiamarina Benito Bienvenga, estoy a sus pies
para cuanto guste mandar!
Ella tomó el sombrero y, con un ágil y femenino gesto, se recogió el cabello
y lo ocultó nuevamente dentro de aquél, al tiempo que trataba de continuar su
camino con un, -¡Muy agradecida, caballero!
Pero el joven oficial insistió,
-¡Por favor, señora, decidme al menos vuestro nombre..., no sería justo
partirme el corazón con vuestra mirada y desaparecer después sin más en la
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nebulosa de vuestro enigmático disfraz!
-¡Por favor- replicó ella exasperada, y agotado ya el cupo de emociones del
día – si puedo ser vuestra madre, jovencito!
Y ambos, Amparito y Fransuá, continuaron hacia las escaleras del muelle
para tomar la barca de regreso a La Isla. Mas como el oficial insistiera con el
gesto, el franchute, con una indiscreción que hasta entonces se le desconocía,
contestó divertido y en lugar de su señora,
-¡Es doña Amparo..., la bella de La Ínsula!
Ella le propinó un cosqui en la cabeza al indiscreto Fransuá, por el que se
estuvo rascando un buen rato. Partieron hacia La Isla y el joven guardiamarina
quedó en lo alto del muelle viendo alejarse a la bella Amparo..., enamorado hasta
lo más intimo de sus tiernos huesos.
Grabié volvió de Sevilla con el contrato del suministro de cacao a la fábrica
de chocolates en el bolsillo y con un ataque de cuernos que le tenían el carácter
imposible de soportar. Sospechaba de todo y de todos. Amparito mantenía con él
su actitud envarada y distante y volcaba toda su atención en Juan de Dios y en el
gobierno de la casa. Grabié, por el contrario, cuanto más distante estaba ella,
más la deseaba, cuanto más ella lo ignoraba, más estaba él pendiente hasta de
sus mínimos movimientos. Bernardina, en medio de la incruenta batalla, era una
espectadora de excepción que había tomado partido por Grabié. Sospechaba que
las frecuentes ausencias de su hermana durante la estancia de su marido en
Sevilla debían haber puesto en entredicho el honor de su cuñado. Fransuá, por su
lado, trataba de actuar con la mayor diligencia y agrado para con su protector y,
en su fuero interno, se debatía entre la lealtad traicionada a su patrono y la
lealtad mantenida y no recompensada a su patrona, pues, ante ciertas
aproximaciones que había iniciado hacia Bernardina, había recibido un diáfano
rechazo. Como pasara el tiempo y nuevamente Amparito lo acosara para que
fuese otra vez su compinche en el nuevo viaje que proyectaba a La Ínsula, su
resistencia llegó al límite y, finalmente, se decidió por sincerarse con Grabié y le
relató todo lo acaecido durante su ausencia. Éste encajó el desengaño bastante
bien. Durante su estancia en Hispalis, había tomado la suficiente perspectiva del
problema como para concluir que lo primero habría de ser el conservar su actual
posición social, por encima de cualquier romántico y aparatoso desenlace con
causa en el ultrajado honor. ¡Mayor ultraje es la pobreza! El dueño de la fábrica
de chocolates, con el que había vivido una fabulosa noche de juerga flamenca tras
la firma del contrato, le había dicho que la felicidad completa del mercader sólo
se alcanzaba cuando se disponía de una esposa y madre de los hijos en la casa, y
de una jovencita mantenida, para el amor y las fantasías, en un nidito aparte y,
desde entonces, venía dándole vueltas al asunto para organizarse de tal guisa su
futura vida. Por tanto, reservando a Amparito en su vida el papel de esposa
ficticia y madre de su hijo, poco le había de importar la fidelidad de ésta, siempre
y cuando fuera mínimamente prudente, mas, aunque éstas eran las cábalas de
su cabeza, su corazón andaba por otros derroteros, lampando por vencer a
Miranda y rescatar a su esposa.
Es algo conocido por quienes tienen muchos años vividos que el acontecer
de sucesos no tiene sujeción alguna a reglamentaciones. A lustros de anodino
aburrimiento y ausencia de eventos de clase alguna, pueden suceder días en los
que acontezca lo no acaecido en mucho tiempo atrás..., y aún algunos más, de
regalo.
De esta forma, ocurrió que uno de los espectadores quiso dejar de serlo y
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tomar un importante papel en la tragedia. Así, una templada noche del mes de
abril, cuando apenas Grabié se había metido en la cama, pudo oír, en la
oscuridad de la noche, cómo se abría la puerta de su habitación y su esposa, de
puntillas, regresaba a él y se metía, como hiciera tiempo atrás, en su cama. Dudó
un instante si debería mostrarse frío y esquivo con ella o si abalanzarse sobre su
deseado cuerpo y llenarla de besos. Ése fue el instante que aprovechó Bernardina
para decir muy quedamente y junto a su oído:
- Marco Antonio, tú eres un hombre bueno y no mereces el trato que te da
tu esposa.
Grabié se quedó de piedra cuando supo que quién se había metido en su
cama era su cuñada y no su compañera, pero aún más se sorprendió porque,
hablando quedamente, la voz de Bernardina no solamente no era desafinada,
sino que era cálida, timbrada y arrebatadora. Ella, entendiendo la doble
turbación que le tenía mudo y paralizado, continuó hablándole tiernamente:
- Marco Antonio, ¿tanto te sorprende que una mujer joven se fije en ti?
¿Acaso no te crees merecedor de una hembra que pueda darte su juventud y la
posibilidad de tener hijos con ella, o es tal vez mi voz lo que más te sorprende?
Pues debes saber que éste ha sido mi gran secreto durante toda mi vida. ¿Crees
que no me daba cuenta de cómo mis estúpidos pretendientes se apartaban de mí
asustados con el timbre de mi voz? Yo podría haber retenido a cualquiera de ellos
hablándole como te estoy hablando ahora a ti, pero, créeme, ninguno merecía la
pena, y menos desde el día en que tú entraste en esta casa y en mi vida. Me he
estado guardando para éste momento. Tu mujer te traiciona con un fantasma de
su pasado, no sé si con su cuerpo, pero, desde luego, sí con su alma. El mundo se
derrumba a tu alrededor..., pero aquí estoy yo, esperando mi turno para, en tu
momento más difícil, entregarte el secreto de mi voz..., y la flor de mi cuerpo.
Las palabras de Bernardina habían ido encendiendo la pasión en Grabié
que, incorporándose sobre ella, le besó tiernamente los labios y después,
acercando su boca a su oído, le susurró:
-¡ Bendita seas en esta hora, que me ofreces, en medio de mi guerra, tu
candorosa paz!.¡Tomaré el secreto de tu voz y la flor de tu cuerpo!
Y vive dios que la tomó. Y el frescor y tersura del cuerpo de Bernardina,
junto al misterio de su excitante voz, invadieron la vida de Grabié, que ya no
tuvo ojos más que para ella y sentimientos más que para su recién nacido amor.
Cuando, sentado en la mesa del despacho, alguna factura le recordaba al
chocolatero de Sevilla, sus labios se estiraban en una insinuante sonrisa, pues
pensaba en la cara que éste pondría cuando se enterara de cómo él había
resuelto el dilema de la felicidad y, además, ahorrándose el pisito y sin salir de la
propia casa.
Mas la relación de Bernardina y Grabié fue creciendo y afianzándose, de
forma que ambos deseaban más que una simple situación de “el señor y su
mantenida”. Además, su cariño se les escapaba en las miradas, en los gestos, en
las palabras, en los encuentros a solas..., y ya todos en la casa sospechaban.
Sin embargo, fue Amparito quien quiso dejar las cosas claras y tomó el
asunto por los cuernos: una noche, después de cenar, le pidió al servicio que se
retirara y, acto seguido, se encaró con su marido y su hermana. Comenzó por
161
admitir su traición en ausencia de Grabié, pero no sólo no mostraba ningún
arrepentimiento al respecto, sino que declaró abiertamente su intención de
persistir en ella, admitiendo a cambio la traición de que ellos la estaban
haciendo objeto. Todo podía quedar entre las cuatro paredes de la casa, si ellos
estaban de acuerdo. Grabié quedó conforme, con una sola condición: que sus
relaciones con el criollo fueran lo suficientemente discretas como para no poner
su honor en entredicho. La misma condición les puso Amparito a ellos, de tal
forma que, a todos los efectos, tanto dentro como fuera del domicilio, ella seguiría
siendo su esposa y la señora de la casa. Así pues, como si de flemáticos
anglosajones se tratase, los tres, civilizadamente, se repartieron los cuernos y los
roles a desempeñar, como si de un nuevo y liberal juego se tratase.
No pasaría mucho tiempo sin que Amparito, ya abiertamente, le
propusiera a su marido la realización de una nueva visita al cautivo de la
“Quadra Alta”. El embajador inglés le había mandado una carta para que la
hiciera llegar a Miranda lo antes posible.
En esta ocasión Fransuá no les acompañó, pues Grabié había perdido
confianza en él desde su confesada traición y prefería mantenerlo al margen en
tan delicado asunto. Cuando llegaron al Penal de Cuatro Torres, se encontraron
con la sorpresa de que el recluso no estaba en la torre, sino dando un paseo por
los alrededores del islote, en compañía de su inseparable Pedro José Morán.
Amparito y Grabié les salieron al encuentro. Los hallaron sentados a la sombra
de un gran pino piñonero y quedaron embelesados por la bella canción que el
general estaba ejecutando con una rústica flauta de caña. Cuando terminó su
interpretación y entre los aplausos de los presentes, se acercó a los visitantes y,
con exquisitez, besó la mano de ella, conteniendo el deseo de Amparito de
echársele al cuello, y después estrechó, respetuoso, la mano de él. Amparito le
entregó la carta de Mr. Duff, que él procedió a deslacrar y leer de inmediato. La
tensión se transformó en alegría cuando pudo comprobar que el embajador se le
ofrecía gentilmente para cuanto hubiese necesidad.
Miranda notaba en la actitud de Amparito que algo había cambiado, pues
no se preocupaba la mujer de ocultar ante su marido la atracción que sentía
hacia él. Ante su desconcierto, Amparito se le abrazó y le contó el acuerdo con su
marido y su hermana. El criollo la separó suavemente y, con gran habilidad, la
reprendió mimosamente,
-¡Pues, a pesar del acuerdo, en público siempre hay que guardar la
compostura, y el honor de Grabié, bien vale la pena nuestra prudencia!
Aquello agradó sobremanera a Grabié que dejó caer al suelo las barreras
de sus prevenciones contra el general y quedó con su ánima desprotegida a
merced de aquel.
Continuaron el paseo por los alrededores del islote. Junto a unos
lentiscos, dos presos daban de cuerpo y unos gallinos mierdosos apenas les
dejaban terminar, queriendo picotear sus excrementos. Miranda, deseoso de
ganarse a Grabié, casi todo lo que hablaba lo hacía dirigiéndose a él. Entonces le
refirió cómo había puesto en manos de la empresa comercial “Robertson, Bel &
Company” el dinero de la revolución venezolana: veintidós mil pesos y mil
doscientas onzas de oro. Requería de Grabié su mediación, como hombre
conocedor e influyente del comercio gaditano, para reclamar a dicha compañía
inglesa sus fondos, pues el primer gasto que debía afrontar ahora la Revolución
colonial era la liberación de su líder. Grabié accedió amablemente a ejercer de
intermediario. Después, ya más distendido, se propuso continuarle a Amparito el
relato de su vida, que la anterior vez dejara inconcluso.
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A partir de aquí, les refirió cómo, por fin, en 1.806 había conseguido
formar una expedición para liberar Venezuela. Desde Nueva York, parte con el
buque expedicionario “Leandro” y un puñado de patriotas voluntarios hacia las
costas caribeñas del continente. Consiguieron liberar las ciudades de La Vela y
Coro. Mas la población no estaba preparada para la independencia y no les
comprendían. Hubieron de abandonar el intento unos meses más tarde y
refugiarse en las Antillas. De allí, regresó a Londres, donde, ya en 1.808,
coincidiendo con la ocupación de España por los ejércitos de Napoleón, exhorta a
los cabildos de las colonias a que aprovechen la situación de la Metrópoli para
proclamar su independencia, con lo que consiguió que se formaran las primeras
Juntas Patrióticas en el continente Colombiano. Aquello vino a cristalizar en las
primeras insurrecciones antiespañolas que se produjeron en el alto Perú y en
Quito.
Grabié seguía con gran interés el relato de Miranda..., Amparito,
simplemente, lo adoraba y se derretía con su musical acento.
- Desde Londres, - continuaba Miranda- pude ejercer una importante labor
de divulgación de las ideas independentistas a través de la revista “El
Colombiano”, que yo mismo fundé. Si el continente del norte es América y sus
habitantes, americanos, el del sur es Colombia y nosotros, sus habitantes,
colombianos. Fruto de aquellos años fueron las rebeliones de Caracas de 1.810,
en que el pueblo se levantó contra el Capitán General y se constituyó la Junta
Patriótica caraqueña. También en Buenos Aires se constituyó otra Junta. Nueva
Granada, en el mismo año, se libera del gobierno español y constituye una Junta
Patriótica que puso al país el nombre de Cundinamarca. En 1.811, fui nombrado
Teniente General del glorioso ejército de Venezuela, al frente del cual conseguí
sofocar el motín realista que se produjo en la ciudad de Valencia. Fui elegido
diputado y vicepresidente del Congreso Nacional, y asimismo, Presidente de la
Sociedad Patriótica. Fueron unos años gloriosos. La mayor parte de los criollos
influyentes, los mantuanos, estaban del lado de la revolución. España bastante
tenía con quitarse a Bonaparte de su grupa, para ocuparse de las colonias. Fue el
momento idóneo para dar el golpe de gracia. Pero nos faltó tiempo. La caída de
Napoleón en el frente ruso precipitó los acontecimientos. Si la ocupación de la
Metrópoli hubiera durado, tan sólo un año más, a estas horas el continente
Colombiano sería independiente y yo habría sido investido como el primer Gran
Inca. No obstante, no perdimos el tiempo. Aquel mismo año, en el mes de Junio,
nuestro congreso Nacional, conmigo al frente, proclamó la independencia de
Venezuela y en el mes de diciembre se promulgaba la Constitución de la
República.
Llegados a este punto, Grabié se interesó por la forma de gobierno que
Miranda había previsto para las colonias. El general, hablando de estos temas,
como que se agigantaba ante sus interlocutores, abría sus inmensas alas y
desplegaba toda la envergadura de hombre de Estado que atesoraba en aquel ya
medio caduco y maltratado cuerpo.
- “Pues verás, Grabié, - continuó, pasando su brazo sobre los hombros del
comerciante, como si aún fuera el chiquillo al que otrora educó – el moderno
sistema político que tenemos pensado, como no podría ser de otra manera, sería
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similar al aprobado por vuestras recientes Cortes Gaditanas, es decir, una
Monarquía Constitucional, pero, a diferencia de la vuestra, en lugar de un rey, la
gobernaría un Emperador..., el Gran Inca, cuyo poder sería hereditario. El poder
legislativo correspondería a un Senado, que, a su vez, estaría constituido, a título
vitalicio, por caciques que nombraría el Inca. También habría una Cámara de
Representantes, con miembros elegidos por la población. El Gran Inca,
naturalmente, sería yo, que he portado, sobre mis espaldas, todo el peso de la
formación del futuro Imperio.
”El viejo mundo se desmorona a nuestro alrededor, Grabié, - continuaba
el general emocionándose por momentos con su propio relato- recibió su primer
golpe en Norteamérica, con la independencia de las colonias inglesas, el segundo
lo ha recibido en Francia, con la revolución burguesa y la abolición de la
monarquía, y, el tercero, el de gracia, se lo darán las colonias españolas con su
independencia. Acabaremos con el despotismo español en el continente
Colombiano y, sobre los escombros que queden del viejo Régimen, levantaremos
un Estado Nuevo, próspero y justo como ningún otro, y regido conforme a los
postulados de Rousseau y Montesquieu, Voltaire y su amigo el abate Raynal. Y
en ese nuevo Estado no gobernará ninguna de las rancias familias europeas...,
gobernaré yo, un criollo dispuesto a fundirse con los indígenas y dar nacimiento
al mestizaje que habrá de gobernar el mundo futuro.”
Amparito puso las orejas tiesas al oír aquello de la “fusión con los
indígenas”, mas Grabié vino, sin querer, a echar un cabo al criollo al preguntarle
por el abate Raynal. Así, Miranda, continuó su relato procurando distraer a
Amparito.
- Conocí al abate en 1.781, en Marsella. Era un hombre de gran criterio e
ideas ciertamente avanzadas para su época. Un precursor de los tiempos
modernos que a nosotros nos ha tocado en suerte disfrutar. No olvidaré sus
palabras cuando, lleno de fervor, me confesaba:”Francisco, he perdido la fe en
Dios, que bendice el poder del Rey, un manirroto y libertino, pero he adquirido fe
en el Hombre, en su capacidad para romper las ataduras de la caduca sociedad y
crear otra nueva, libre y justa”.
- ¡Cuánto mundo has recorrido...!- le dijo Grabié, lleno de admiración.
- Ciertamente no he perdido el tiempo. Habré acertado unas veces y
errado otras, pero ningún mandoble quedó en la funda de mi espada..., cada
golpe que la vida me exigió..., lo di.
“Ya en marzo del año 12, fui nombrado Generalísimo del ejército
venezolano con poderes dictatoriales, al efecto de aglutinar las fuerzas y asestar
el golpe definitivo a los realistas, partidarios de la corona española, mas no
contábamos con que las fuerzas de la naturaleza se pondrían en nuestra contra.
Justo el día del Jueves Santo, el 26 de marzo, un fortísimo terremoto sacudió el
centro del país, coincidiendo el área del movimiento de tierras, con las
poblaciones sublevadas contra la corona española. Aquello supieron utilizarlo
muy rebién los realistas, al frente de los cuales estaban los curas y los monjes,
que asustaban a la población diciéndoles que el seísmo había sido un castigo del
cielo por el pecado mortal de los venezolanos al derrocar la autoridad del Rey de
España, que estaba ungido por Dios. “¿No veis – decían a los inocentes nativos –
que el terremoto solamente ha afectado a los pueblos donde gobierna el
Anticristo?” Los frailes fanáticos exhortaban a los creyentes al arrepentimiento,
asegurando que Caracas seguiría la misma suerte que Sodoma y Gomorra. De
esta forma, tanto la población como mi propio ejército se vieron moralmente muy
debilitadas, pues la mayor parte de ellos son creyentes. Peleamos bravamente
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contra el canario Monteverde, realista plebeyo, mas el ejército español se apoderó
del fuerte de San Felipe, defendido por Bolívar, y, desde allí, bombardearon,
machacaron y, finalmente, conquistaron el Puerto Cabello, que era como el
corazón de Venezuela. A todo este panorama había que añadir la rebelión de los
esclavos que se produjo en el sur del país. Ello llevó el desánimo al corazón de los
terratenientes, que achacaban sus males a la recién declarada República, y les
hacía añorar la estabilidad de los tiempos de la corona española. En estas
circunstancias, con mi ejército y la población desalentados, consideré que una
capitulación ante Monteverde nos podría dar un respiro para reorganizarnos. El
25 de julio, firmé el acta de capitulación en San Mateo, mas, cuando me disponía
a viajar a las Antillas, para, desde allí,
recomponer la moral de los
revolucionarios, fui traicionado por Simón Bolívar. Él, únicamente consideraba
la superioridad de mis tropas en relación con Monteverde, no quería admitir que
la batalla la teníamos perdida de antemano; entre la población, por el terremoto
y, entre los mantuanos, por la rebelión de los esclavos. Así, Bolívar,
traidoramente, me entregó a Monteverde, al tiempo que hacía caer sobre mis
espaldas todo el peso de la derrota y me quitaba de en medio para erigirse él en
el futuro Gran Inca. Prueba de su traición fue que Monteverde, en pago por mi
entrega, le concedió un pasaporte para el extranjero y lo dejó en libertad. Si la
batalla hubiese sido entre hombres cabales, Monteverde debía haberle dicho a
Bolívar, “Roma no paga a traidores”, y lo hubiera encarcelado junto a mí y al
resto de los patriotas.
”Medio año estuve preso en la Guaira, a pan y agua, encadenado y con
agua hasta los tobillos. A principios del año 13, me trasladaron al fuerte del
castillo de San Felipe, en Puerto Cabello, donde permanecí por ocho meses más,
aherrojado. Ya en el verano de aquel año, me llevaron a Puerto Rico, donde el
Gobernador me dio mejor trato, quitándome las cadenas y mejorando mi
alimentación. Desde allí, vine a La Ínsula a bordo del bergantín Alerta. El resto,
ya lo conocéis.”
El criollo, después de su larga disertación, había quedado agotado.
Además, recordar su reciente capitulación ante Monteverde, sin haberle
presentado batalla, para sí quedaba como mandoble enfundado en la vaina de su
sable. Y aquello le concomía las entrañas, pues él no era un cobarde y, sin
embargo, aquel gesto de estrategia, bien fácilmente podía tacharse como tal. Su
hasta entonces amigo Simón Bolívar ya lo había hecho. Apretando con fuerza sus
puños, sólo esperaba que la vida le diera una nueva oportunidad para demostrar
su valor ante sus patriotas colombianos del sur.
Grabié y Amparito habían quedado anonadados con la aventurera vida del
General y, boquiabiertos de espíritu, le estaban completamente entregados.
Aquella tarde, cuando partieron para Gades, portaban tres cartas del
criollo: una, que habían de entregar al embajador británico en Gades, Mr. Duff,
para el ministro inglés, Mr. Vansittart; una segunda, para su amigo francmasón
de Gibraltar, Mr. John Turnbull, y, la tercera, para la empresa comercial
Robertson Bel & Company, también en la Gran Bretaña. En todas ellas, un
denominador común..., recabar fondos para sobrevivir, primero, y para sobornar
a sus carceleros, después.
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Amparito y Grabié cumplían, con la mayor diligencia, los encargos de don
Francisco Miranda, pero el panorama internacional estaba cambiando
rápidamente. Fernando VII había anulado la Constitución y ordenado detener y
encarcelar a los liberales. Los ingleses, únicos aliados del patriota colombiano, se
habían quitado la máscara de liberales y ahora apoyaban descaradamente al
despótico Cavernícola VII. Derrotado Napoleón y, vencidos igualmente los
independentistas en las colonias españolas, a los ingleses ya no les interesa para
nada la alianza con Miranda. Por ello, las cartas del general no provocaban el eco
que él esperaba. El ministro inglés ni se molestó en considerar sus peticiones. La
“Company” inglesa sólo esperaba que se pudriese en presidio para quedarse con
su dinero. Únicamente Peter, el hijo del señor Turnbull, mostró cierto interés por
el cautivo, remitiéndole quinientas libras, en lugar de las mil doscientas que
precisaba para montar su evasión, planeada para huir a Portugal primero, y a
las Antillas después.
En el domicilio de la calle Pelota, los Rocco jugaban bien el moderno,
divertido y liberal juego de los cuernos encadenados, pues, si Amparito
adulteraba con Miranda, y Grabié con Bernardina, ésta, a su vez, engañaba al
delicado organista-sacristán, con el que no se había decidido a romper, por
maquillar, en alguna medida, la situación de puertas para afuera. Además, ¡oh
maravilla de los prodigios!, a Bernardina, a medida que su cuñado le regaba el
huerto, se le iba templando el timbre de la voz, de manera que aquello parecía
que iba a tener el final feliz de un cuento de hadas, en el que la princesita fea,
por la influencia del amor de su príncipe, se tornaría bella y adorable.
Dios sabe de qué ardides no hubo de valerse el joven guardiamarina
Benito Bienvenga, para, simplemente con la referencia de “doña Amparo, la bella
de La Ínsula”, lograr enterarse del domicilio de Amparito. Ciertamente lo suyo
había sido un flechazo del cegado y caprichoso Cupido, pues el muchacho, desde
el día en que se la tropezó en la Puerta de Tierra de La Ínsula, bebía los vientos
por ella. Amparito, por su parte, no sentía la menor atracción hacia el muchacho,
que, ciertamente, por la diferencia de edad, podía ser su hijo. Desde luego, su
vanidad de mujer se encontraba bien engordada con el hecho tan poco usual de
haber enamorado de aquella forma a un tan jovencísimo galán. El apuesto y
uniformado mozalbete le escribía unas apasionadas cartas, que ella se cuidaba
muy mucho de no contestar, por no dar la mínima esperanza a tan descabellado
proyecto como albergara el muchacho en sus delirios amorosos.
No obstante, el paso del tiempo, en lugar de enfriar al enamorado oficial,
mas bien parecía exacerbarlo en su frenesí romántico. Así, no conforme con
escribir las cartas que su amada se empeñaba en ignorar, comenzó a pasearle la
calle, lo que empezaba a constituir un problema por el “qué dirán” del vecindario,
pues, aunque, en un principio, pudieran atribuirse los paseos a que pretendía a
la hermana pequeña de los Rocco, aquello ya suponía el estar en boca de los
vecinos y, si se descubría que la pretendida era la hermana casada, podía derivar
en problemas con el honor de Grabié, que bastantes gaitas tenía con el asunto de
su mujer y el general Miranda, para ahora encontrarse con un jovenzuelo
paseándole la calle a su esposa.
El asunto comenzó a fastidiar a Amparito, pues el seguimiento a que el
guardiamarina la tenía sometida, le dificultaba, en gran medida, sus viajes
disfrazada a La Ínsula. Así es que decidió hacer frente resueltamente al asunto.
Aprovechando el día que se desplazó a La Ínsula en compañía de su esposo para
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proceder a desenterrar los huesos de su hermana Amor, y llevarlos a reposar al
panteón familiar ya construido en el cementerio de San José de Gades, se dirigió
resueltamente a la casa de su joven enamorado. El joven oficial era hijo de un
capitán de navío, recientemente fallecido, y residía con su viuda madre en una de
las casas de oficiales del arsenal. Afortunadamente, el joven Benito se
encontraba embarcado y pudo hablar sin violentarse, con la madre de aquel. La
buena señora estaba en la más absoluta ignorancia de las fantasías amorosas de
su lunático hijo y, desde el primer momento, comprendió la postura de Amparito
a la que agradeció, una y mil veces, la gentileza para con ella y la prudencia con
que acometía el asunto, quedando de su mano el enderezar la conducta de su
romántico hijo, de allí en adelante.
Por su parte, el general Miranda, con el paso de los meses, no veía en
absoluto que sus asuntos tomaran el rumbo de enderezarse. Gracias a un amigo
de los Turnbull en Gades, supieron que el embajador inglés, Mr. Duff, se estaba
comportando traidoramente, pues todas las propuestas de alianza que Miranda
le hacía al ministro inglés, aquel, por congraciarse con el cavernícola Borbón, se
las informaba puntualmente a los españoles. Los demócratas y liberales
malamente podían prestarle apoyo alguno, cuando eran perseguidos,
encarcelados y desterrados. Los diputados liberales de las Cortes de Gades,
estaban de vuelta en las colonias y cuidando de conservar su propia integridad
ante la ferocidad que estaba mostrando el “Deseado” VII.
Por su parte, el canalla del alcaide de Cuatro Torres, en cuyas manos
había puesto Miranda la intendencia y los contactos precisos para su evasión,
constantemente le subía el importe de los gastos necesarios para aparejarla. Ya
estaban en mil doscientas libras.
En medio de aquella desoladora situación, cargando ante el mundo con
todas las culpas de la derrota de la sublevación, con los aliados ingleses jugando
con él al antojo de sus intereses, con Simón Bolívar aprovechando su ausencia
para engrandecer su figura, con los pillos de la Company sin quererle reintegrar
el dinero de la Revolución, con el peso de la prolongada cautividad sobre su
silvestre ánimo, con la voraz humedad marismeña calando cada vez más hondo
en sus avejentados huesos..., solamente un bálsamo tenían las penas del criollo:
Amparito. Y solamente un exiguo punto de apoyo sus planes de futuro: los
Turnbull.
A comienzos de 1.816, Miranda había conseguido reunir las mil doscientas
libras, mas dificultades de última hora con el capitán del barco que había de
llevarlo hasta Lisboa hacían precisas otras trescientas. Miranda comisionó a
Amparito para que las fuera a buscar a la casa de los Turnbull, en Gibraltar y
Grabié la acompañó en el buque correo que hacía la travesía Gades-GibraltarMálaga. Los amigos ingleses de Miranda le entregarían las trescientas libras así
como la dirección del domicilio de Lisboa en el que debía esconderse hasta que
partiera para Las Antillas. El plan de fuga estaba preparado para tres días
después de que se hiciera la entrega del dinero.
Los Rocco regresaron de Gibraltar apesadumbrados. Por lo visto, fuera de
la Ínsula, ya nadie quería saber nada de Miranda. Los ingleses de la Roca les
recibieron con gran amabilidad y con el relato pormenorizado de las ayudas
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prestadas al criollo, que sumaban la escalofriante cifra de más de quince mil
libras. Ya no querían saber más nada de ayudas a una causa tan perdida como la
de Miranda. Del domicilio de Lisboa, decían no saber nada.
Cuando se entrevistaron con el general, le engañaron con ambiguas
explicaciones y vanas esperanzas de futuras ayudas económicas..., que nunca
llegarían.
Para mayor desolación, aquel terrible y frío invierno vino a llenarse de
luto y de tristeza con la muerte del joven guardiamarina. Loco de amor por
Amparito y sin encontrarle sentido a la vida lejos de su amada del disfraz,
hundido en la melancolía y perdido en la soledad de una guardia nocturna, se
disparó un romántico tiro en la sien derecha. La madre del muchacho quedó
desolada, desvanecido el único ser querido que era su sustento para seguir
viviendo. En la lápida que pusieron sobre su tumba, mandó grabar estos bellos
versos:
Marchita en flor, la flor fue de mi vida.
Casi al nacer morir..., he aquí mi historia.
Mi existencia y mi tumba, el mundo olvida.
Pero guarda una madre mi memoria.
Aún hoy pueden leerse estos bellos sentimientos en la vieja lápida,
difuminadas sus letras por el musgo, entre matas de jaramagos secos y hojas
caídas.
Amparito quedó profundamente impresionada y afectada por el suicidio de
aquel chiquillo de diecinueve años. (Quiero decir, por su “muerte en acto de
demencia”..., olvidaba que los oficiales de la Armada no se suicidan...).
No podía evitar el sentimiento de culpa que la embargaba y hacía suyo el dolor
de la desconsolada madre, a la que se sentía más próxima que a su desdichado
enamorado. Además, el proyecto de fuga de Miranda la tenía, desde tiempo
atrás, entristecida, pues sabía de sobras que, cuando el general se marchara,
sería para siempre. Se había volcado por entero con él y ahora se encontraba con
que su sitio en su casa se lo había quitado su hermana. Se había lanzado cuesta
abajo y ya no tenía vuelta atrás. Había jugado fuerte, se lo había apostado
todo..., y estaba a punto de quedarse sin nada.
En aquellas lamentables circunstancias, apenas entrada la incipiente
primavera, el 25 de marzo, mientras el indómito criollo tocaba primorosamente
la flauta bajo el pino piñonero, en compañía de su inseparable Pedro José Morán,
un ataque maligno dio con él en el suelo, donde quedó sin conocimiento y
convulso. Aunque volvió en sí, de resultas del ataque, le quedó una calentura
pútrida con demasiada malicia. Como parecieran los síntomas del tifus los que le
aquejaban, fue prontamente trasladado al Hospitalillo, donde quedó ingresado
en observación. Tenía todo el costado izquierdo paralizado, pues un aire metífico
le inficionaba la sangre, corrompiéndosela.
Amparito no se separaba de él en todo el día. Solamente, a la caída del sol,
tomaba una barca de regreso a Gades, donde dedicaba una ínfima atención al
pequeño Juan de Dios, y el resto del tiempo lo pasaba dando suelta al llanto que
durante el día, delante de Miranda, se contenía. Su amado criollo se estaba
muriendo sin que ella pudiera hacer nada por él. El horizonte se le ennegrecía de
tormentosos nubarrones..., la vida empezaba a carecer de sentido.
Por las noches, Pedro José Morán, acompañaba al febril patriota, cuya
gran humanidad se iba encogiendo por días, consumiéndose ante el furibundo
ataque de las fiebres, que no cesaban. Apenas si podía hablar, pues la parálisis
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del lado izquierdo le afectaba a la lengua, que la tenía como de borracho, y, en
alguna medida, a las entendederas, pues las frases que lograba hilvanar, de vez
en cuando, carecían de sentido las más de las veces. En una ocasión, con
desacostumbrada claridad, y con esa graciosa forma que tienen los criollos de
pronunciar la erre, le dijo a Amparito:”¡Niña, tiene grasia, tan sólo una “r”
diferencia el comienzo del término..., empecé mi vida caraqueño..., y la voy a
terminar carraqueño...”.
Su delgadez era extrema, sus profundas ojeras le daban un cadavérico
aspecto, el cabello se le había vuelto totalmente blanco, sin brillo alguno.
Amparito y Grabié, ejerciendo sus influencias, consiguieron que tres
eminentes profesores del Colegio de Cirujanos de la Armada de Gades, amén de
un famoso astrónomo chino residente en La Isla, se reunieran en consulta en
torno al debilitado Miranda.
Para la desgracia de cuantos le querían, el diagnóstico de los cuatro sabios
era concluyente: “el infortunado ha sufrido una apoplejía que se le ha complicado
con una inflamación que le ha acudido a la cabeza, y con una acumulación
morbosa de humores en la boca, que dificultan, de forma importante, su
alimentación… Se encuentra en los últimos trances de su vida”.
En la madrugada del día 14 de Julio del año dieciséis, don Francisco
Miranda, Coronel de Su Majestad don Carlos III, General del Generalísimo
Napoleón Bonaparte y Generalísimo de los Ejércitos de Venezuela Libre...,
exhalaba su último suspiro en los brazos de Pedro José Morán, en un oscuro
rincón del Hospitalillo de La Ínsula de La Carraca, olvidado de todos,
abandonado por la Fortuna, la Gloria..., y la Esperanza.
El Presbítero Bachiller don Juan Francisco de Paula Vergara administró
la extrema unción a su cadáver. Los frailes de El Puerto Real, que, como buitres
inquisidores, esperaban la muerte del excomulgado..., se abalanzaron sobre sus
despojos haciéndolos desaparecer. Su cadáver fue enterrado junto al cementerio,
fuera del campo santo, como correspondía a un excomulgado. Sus pertenencias
todas fueron dadas al fuego purificador, incluso su colchón, sus sábanas y las
ropas con que expirara.
Al día siguiente, Amparito se encontró con el sitio vacío en el Hospitalillo.
Pedro José hubo de sostenerla para que no cayera desvanecida al suelo. Sólo le
cupo el consuelo de regar con sus lágrimas la tierra que cubría el cuerpo de su
criollo, junto al cementerio, ante las miradas y cuchicheos de cuantos la
observaban.
Ni “El Comercio”, ni “La Palma”, ni en “La Soberanía Nacional”, ni en “La
Monarquía Tradicional”, ni en la “Federación Andaluza”, ni en “El Cantazo”, ni
en ningún otro periódico de cuantos se editaban en la capital de Las Gadeiras,
apareció la más pequeña referencia a la muerte de Miranda.
A los pocos días, Amparito amaneció muerta en su solitaria cama. Tenía
los labios morados y la tez blanquísima. La noche anterior se había tomado
entero el frasquito del romántico láudano que el cirujano recetara en su día a don
Silvestre para mitigar sus dolores.
Grabié, en un gesto que desde alguna parte le agradecerían, Miranda
primero y, sobre todo, Amparito, dispuso que el cadáver de su mujer fuera
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sepultado en el cementerio de la Ínsula lo más cercano posible al lugar donde,
días atrás, se diera tierra al criollo libertador. De esta forma, desoyendo a todos y
siendo fiel sólo a sí mismo, siguió el consejo que le diera el mejor hombre que
conoció en toda su vida.
La caprichosa fortuna quiso que la sepultura de Amparito quedara junto a
la tumba de Leonorcita, la amante de don Esto, y a tan sólo dos varas de donde
no hallaban paz los restos del niño enamorado, el guardiamarina Bienvenga.
¡Cuántas criaturas devenidas a tierra, a vano polvo...,
cuántos sentimientos diluidos en el celeste éter de la
marisma de La Ínsula! ¡¡ Cuánta nada!!
Al cabo, Grabié retornó a ser don Marco Antonio Gabriel. Desposó a su
cuñada Bernardina y, aprovechando la empopada que las circunstancias le
ofrecían..., navegó por la vida con ventura.
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16. El Manolito (1816 - 1820)
El Virrey de turno era un capitán de navío de gran corpulencia física, no
demasiada enjundia, arrojo temerario y vozarrón de trueno, características todas
ellas idóneas para el ejercicio del mando en la Real Armada de su Majestad, o en
cualquiera otra. Oriundo de Guadasuar, un pueblecito al lado de Valencia, se
había criado con unas hermanas de su madre que le recogieron a los diez años,
cuando una epidemia de tifus lo dejó huérfano de padre y madre. A los catorce
años, se escapó de la casa con el propósito de irse a la isla de La Española a
plantar un cafetal y hacer fortuna, con la esperanza de sacar a sus queridas tías
de las estrecheces en que se desenvolvían. Cuando llegó a Gades, quedó prendado
de la prestancia de los uniformes de los oficiales de la Armada Real y,
olvidándose de los cafetales, se hizo guardiamarina. Sus tías se alegrarían
mucho del repentino cambio de planes. Casó con una preciosa gaditana de
acomodada familia, Adela de Vicente y Portela, a la que, al regreso de cada
singladura, le hacía un hijo. Al cabo, de los doce que parió, le vivían nueve. Su
situación familiar era muy desahogada en virtud de lo aportado al matrimonio
por Adela, y ejercía su profesión por auténtica vocación, ya que lo que más le
gustaba en el mundo era, primero, hacerse obedecer, y, segundo, sentir las velas
henchidas, al par que su pecho, de aire salino, notar la incierta mar bajo la
quilla, y tener el mundo entero, en mil posibles rumbos, ante su proa. Los
avatares mil de los ascensos y las vacantes, de las influencias y los intereses de
unos y otros y las infamias de la mayoría, le habían llevado a ser, desde hacía
tan sólo unos meses, la primera autoridad de la Ínsula..., el Virrey.
En los círculos de la oficialidad de la Real, se le conocía, desde
guardiamarina, con el mote de “El Manolito”. Y no es que fuera éste un cariñoso
diminutivo de Manuel, pues él se llamaba, como buen valenciano, Salvador,
sino porque gustaba de decir, en lugar de monolito, manolito, tal como había oído
a la gente sencilla de las Gadeiras. Era el guadasuarés un magnífico conocedor
del castellano, amén del dialecto valenciá, pero, a su llegada a esta Bahía, quedó
subyugado por la forma de hablar de los gadeiranos y, muy especialmente, por la
manera en que la gente menos instruida deformaba las palabras a su
conveniencia y antojo. Así, no podía sustraerse al placer de llamar a cada
monumento o pedrusco que se lo mereciere, “manolito”, en lugar de su correcto
nombre. Y, aunque igual le sucedía con muchas otras palabras, como ésta fuera
la primera que adoptó a su particular vocabulario, le quedó el sobrenombre para
los restos.
El guadasuarés mantenía la peregrina hipótesis de que el populacho no
hablaba mal por ignorancia ni desconocimiento, sino por el deseo de hacer suyas
las palabras que no comprendía. Pues él, en muchas ocasiones, había probado a
enseñar a los marineros la forma correcta de decir determinadas palabras y
había podido comprobar cómo éstos, aún después de conocer la correcta, seguían
utilizando la deformada, porque, además, concluía el oficial, él mismo había
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podido comprobar cómo ello producía un inmenso placer. De ahí que, no pudiendo
sustraerse a tan extraño goce, se complaciera en decir: “armóndiga” por
albóndiga, ya que las primeras son mucho más redondas y contundentes que las
segundas y, además, mucho más sabrosas; “amarrón” por marrón, pues es a
todas luces evidente que el primer color es mucho más pronunciado que el
segundo, que a su vera, casi queda en café con leche; “machuelo” por mochuelo,
pues todo el mundo sabe lo bravas que son estas aves nocturnas; o bien
“santificado” por certificado, cuya evidencia es tal que no precisa aclaración
alguna; y otras lindezas lingüísticas por el estilo.
Desde que casó con Adelita, se había traído de Guadasuar a sus dos tías
solteras que desempeñaban el papel de niñeras de su numerosa prole, a la que
atendían con mayor celo que si hubieran sido sus propios hijos. Y en éste tiempo
que ahora estamos describiendo, todos ellos, el matrimonio, los nueve hijos y las
dos tías, residían gozosos en el Palacio del Virrey Insular.
A la sazón, la evacuación de las aguas negras se había convertido, en
aquel tiempo, en un problema de primera magnitud para la administración de la
Ínsula. Los pozos negros que se venían practicando al efecto, ante lo fangoso del
subsuelo, en absoluto filtraban el agua que, en ellos, se iba acumulando, con lo
que, frecuentemente, rebosaban de fétida porquería. A tal punto había llegado el
problema que se había creado un cuerpo de poceros, dentro del ramo de
mantenimiento, encargado de la monda de éstos. Mas el Virrey, no conforme con
este tradicional sistema, cavilaba sobre la posibilidad de aprovechar el sube y
baja de las mareas, para que, con la pleamar, llegara el agua hasta los pozos y
retiraran las inmundicias vertidas, con cada bajamar. De esta manera, los pozos
siempre estarían limpios, pues se retirarían los excrementos dos veces cada día.
Al efecto, con la ayuda de expertos ingenieros del astillero, se dio forma a un
ingenioso proyecto que consistiría en la construcción de unas madronas o canales
subterráneos confluyentes en un foso o canal central, situado en el medio de la
Insula y, dotado de compuertas. Con la pleamar, el foso quedaría lleno de agua
de los caños y, en ése preciso momento, se cerrarían las compuertas, quedando
por tanto retenida toda el agua que contuviera. Cuando hubiese bajado la
marea, se abrirían de golpe todas las compuertas del foso, cuyas aguas correrían
precipitadamente hacia los caños vacíos, arrastrando, en su carrera, todos los
residuos acumulados en los canales subterráneos, provenientes de las
dependencias, viviendas, cuarteles, etcétera. El sistema era realmente habilidoso
y, con el paso de los años, se mostraría de gran eficacia.
Mas, apenas comenzadas las obras de construcción de las madronas, en la
plaza que había delante del Palacio del Virrey, apareció en el subsuelo lo que
parecía ser otra de anterior época. Con gran sigilo, el ingeniero jefe mandó
disimular el hallazgo a los ojos de los obreros y fue a dar cuenta del mismo al
“Manolito”. En la noche de aquel mismo día, alumbrados de hachones, se
introducían en la madrona el Virrey, el ingeniero y el capataz de la obra,
dispuestos a desvelar el origen de tan misteriosa construcción. La altura del
canal permitía caminar por él erguidos de cuerpo, lo cual, en principio, parecía
un exceso de construcción para canalizar aguas negras. Caminaban en dirección
Este. La oscuridad era total dentro del angosto recinto y solamente se veía a
cuatro o cinco varas por delante del hachón que portaba el Virrey. El suelo que
pisaban era empedrado y liso, carente de guijarros sueltos o cualquier otro
obstáculo que dificultara el paso. Un fuerte olor a humedad y a rancio lo
inundaba todo, mas no a podredumbre ni a aguas negras, como en principio era
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de esperar. Algunas ratas huían ante su presencia; de un certero puntapié el
virrey estampó a una de ellas contra la pared y allí quedó chillando moribunda.
El trayecto era todo recto, sin ángulos ni curvaturas que, desde allí abajo, se
percibieran. Al cabo, el recorrido terminaba en una sólida puerta de mohosos
herrajes. Con el esfuerzo de todos, consiguieron descorrer el cerrojo y abrir el
portalón lo suficiente como para que pasara un cuerpo. Una cortina vegetal
cerraba el paso tras la entreabierta puerta. Apartada ésta, valiente y
violentamente, por el osado Virrey, salieron al fin al aire puro de la noche y, con
gran sorpresa de todos, pudieron comprobar que se hallaban en el jardín del
Palacio. Este inesperado hallazgo llenó de preocupación al Virrey, pues veía con
ello francamente vulnerable la seguridad de su residencia. Hizo, en al acto, jurar
a sus acompañantes absoluta confidencialidad sobre el pasadizo secreto que
habían encontrado, asegurándoles, enérgicamente, que les iba la vida en ello. En
la siguiente noche, y haciéndose acompañar solamente del ingeniero, en quién
tenía mayor confianza, el virrey continuó inspeccionando el entramado de
pasadizos y pudo comprobar que unía el Palacio, por el Este, con el muelle, a la
altura de la Puerta del Mar, y, por el Oeste, llegaba hasta debajo de la Iglesia
nueva, terminando en una gran sala de unas ocho por seis varas, que debía de
caer, aproximadamente, debajo de la sacristía. En el centro de la sala, había una
gran mesa de madera de caoba de la que traían de vuelta los buques de las
Indias, toda ella cubierta de una gruesa capa de polvo; las paredes parecían estar
pintadas de color rosado y el techo, de celeste; mas todos los colores estaban muy
desvaídos. Daba la sensación de haber sido un lugar de reuniones secretas
mucho tiempo atrás abandonado, tal vez cuando se comenzó la construcción del
Templo, más de treinta años atrás. En la sala, había dos puertas: una de ellas
daba a un pasillo por el que se accedía a una angosta escalera de piedra que
venía a dar a la sacristía por cuyo lado estaba la puerta de acceso perfectamente
disimulada por las molduras de madera que forraban la pared; tras la otra
puerta que había en la sala, les esperaba una gran sorpresa.
El cerrojo corría con la ligereza del que está en continuo uso. Abrieron..., y
apareció una habitación devenida en mazmorra, en cuyo suelo, entre sucias
pajas, yacía tendida una criatura que no se inmutó ante la apertura de la puerta,
mas, cuando el Virrey con su enérgica voz, le demandó: “¡quién vive!”, se
incorporó asustado arrastrándose por el suelo hasta ponerse contra la pared. Era
un horrible ser, vestido de harapos, con toda la piel de su cuerpo blanquísima,
los cabellos y hasta las cejas y las pestañas, también blanquísimas y una enorme
cabeza llena de mataduras y pústulas. A la luz de los hachones, sus ojos
aparecían de color rojo, como si de una criatura diabólica se tratase. El Virrey,
profundamente impresionado, retrocedió junto con el ingeniero y cerraron la
puerta tras de sí. La criatura comenzó entonces a emitir una especie de retahíla
lastimosa que asemejaba, en aquella tenebrosidad, el lamento de un alma en
pena.
Al siguiente día, ambos expedicionarios, con gran sigilo, mandaron traer a
su presencia a Fray Leonardo, el cual, hábilmente interrogado, y sin que llegara
ni a barruntar las verdaderas intenciones de éstos, fue descartado como
conocedor de la existencia del monstruo. Las sospechas cayeron entonces en la
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viuda del sacristán, mujer de cierta edad a la que aún quedaban vestigios de una
pasada lozanía y que se ocupaba de limpiar los suelos de la Iglesia, al tiempo
que ayudaba en los entierros al sepulturero. Tenía cedido el cuartucho del
sacristán, junto a la sacristía, en el que vivía con un hijo medio bobo al que
constantemente se le caía la baba y andaba, de continuo, trasteándose sus
partes. Llamada a la presencia del Virrey y el ingeniero, y ante la pregunta del
primero sobre cuántos hijos tenía, la pobre mujer, como quien descarga de golpe
un peso que soportara durante años, contestó “dos” y, acto seguido, sin mediar
más palabra alguna de los interrogadores, le mujer les contó que aquella criatura
infernal que tenía encerrada en el sótano de la Iglesia había sido el fruto de una
relación pecaminosa con un fraile y a la que se vio forzada para evitar que el
Santo Oficio investigara a su difunto esposo el sacristán, por unas infundadas
acusaciones de herejía que urdiera el propio fraile. En los encarnados ojos del
monstruo estaba la maldad de aquel pecador, y en la blancura de su piel y de sus
cabellos, la pureza e inocencia de ella..., “mas entre el pecado del otro y la pureza
mía - concluyó la mujer- se había engendrado aquella monstruosa criatura”. Ella,
avergonzada con el nacimiento del blanquísimo ser, lo había ocultado a todos
desde su nacimiento y, con la anuencia de su esposo, lo había instalado en aquel
sótano, del cual ni siquiera los frailes tenían noticia. Allí lo alimentaba
periódicamente y lo mantenía apartado del mundo para ocultar su pecado y la
vergüenza de su marido, a los ojos de todos.
La pobre mujer, cuando hubo terminado de vaciar el cáliz de sus angustias
ante aquellos poderosos señores, exhausta, se desvaneció a sus pies. Su
desmadejado cuerpo en el suelo había quedado de tal suerte destapado que sus
muslos hicieron que ambos varones, por un momento, comprendieran al fraile
sátiro. ¡Cuán frágil es la condición humana..., incluso en cualesquiera inoportuna
circunstancia!
El Virrey quiso mantener todo el asunto en el más estricto secreto, pues la
seguridad del Palacio y, por ende, la de su persona, estaban en juego. Al
siguiente día, despejada la sacristía de curiosos o inoportunos visitantes,
solamente él, el ingeniero y la madre del desdichado, bajaron al sótano, quitaron
los grillos que lo sujetaban al muro y lo subieron a la sacristía. El desventurado,
que no había visto la luz del sol desde el día en que nació, cubría su cara con
ambas manos. Ya arriba, y después de mucho rato, fue apartando muy
lentamente las manos de su rostro y levantando la vista en aquella estancia
apenas en penumbra y quedó maravillado de la tenue luz que percibía. Su
deformado rostro se llenó de felicidad y su semblante irradió, por un instante,
una hermosa claridad. Como quien ha visto a Dios, exclamó: “¡ Luz...!” y, en
aquel instante cayó al suelo muerto. En su rostro quedó reflejada una increíble
sonrisa llena de dulzura y paz.
El Virrey dijo: “¡Dependiendo de donde está un alma..., allí pone a su
Dios…, este pobre, que ha vivido toda su vida en la oscuridad, ha hecho, de ésta
tenue luz, su divino Ser!”.
El Manolito no alcanzaba la profundidad de sus propias palabras...: el
ingeniero, en cambio, nunca las olvidaría, las guardaría en su memoria como
propias de un filósofo, que la ventura había querido poner, caprichosamente, en
labios de aquel rudo guerrero de la mar.
El pobre albino, involuntario Segismundo de las marismas carraqueñas,
fue sepultado en la fosa común del cementerio, aquella misma noche, por su
madre, el ingeniero y el Virrey.
Las obras de las madronas se concluyeron sin más sobresaltos y el señor
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de la Ínsula, usando de sus influencias, consiguió una iglesia en La Isla a la que
se trasladó la sacristana con sus hermosos muslos. Y, seguidamente, procuró un
nuevo y lejano destino para el ingeniero. De aquella forma, él quedó como único
conocedor de la existencia de los sótanos eclesiales y de sus comunicaciones con
el Palacio y con la Puerta del Mar.
“El Manolito” era francmasón. De ahí que no le resultara ajeno el detalle
de los colores de paredes y techo de la sala bajo la sacristía; pues acostumbran,
precisamente éstos, a pintar las paredes de sus Logias de color rojo y el techo de
azul, en el que dibujaban plateadas estrellas. Luego era evidente el uso que se
había dado a aquella sala en el pasado y el interés del Virrey por desalojar de la
Ínsula a los incómodos testigos del hallazgo.
Además del singular sistema de madronas para la evacuación de las
inmundicias que los cuerpos dan de sí, el liberal Virrey, infatigable restaurador
de la decaída Ínsula, se ocupó de reedificar el Cuartel de Maestranza, que había
sido destruido por un voraz incendio unos años antes; también, del arreglo de las
herrerías, que eran constante pasto de las llamas, construyendo catorce fraguas
de piedra que dieron un estupendo resultado. Hizo, igualmente, una costosa obra
de restauración del Hospitalillo donde murió Miranda, ya que los enfermos
graves los estaban llevando bien a Gades, al colegio de Cirujanos, bien al nuevo
hospital que se había hecho en el departamento de San Carlos, en La Isla, y, por
tanto, éste había caído en abandono de todos. Pero de cuantas obras ejecutó el
infatigable “Manolito”, la que más le colmaba a él de satisfacción era la
renovación del Penal de Cuatro Torres, en donde reparó todos los desperfectos
que el tiempo venía causando en tan singular edificación, y sobre todo, hizo que
se dedicara una estancia de la planta baja a escuela para la instrucción de los
cautivos, pues mantenía la disparatada idea de que la cultura era un bien al que
tenían derecho todos los hombres y, en un tiempo en el que solamente sabían
leer los clérigos, los comerciantes, los profesionales libres, los oficiales y algunos
pocos más, quiso imponer la ley de que lo más bajo y lo más ruin, la vil canalla
del presidio, aprendiera siquiera una elemental lectura y alguna de las cuatro
reglas. ¡Típica excentricidad de reyezuelo todopoderoso! Acompañaba al Virrey
en tan descabellado proyecto, un no menos excéntrico profesor llamado Pau
Nicolau, vecino de El Puerto Real, erudito en letras, en canto religioso y en el
tañido del laúd, que había de ser el voluntario y desinteresado instructor de tan
heterogénea pandilla de criminales, ladrones, salteadores, lujuriosos
fornicadores, traidores de su Majestad, amotinados, judíos, dementes,
prostitutas, sodomitas, herejes, holgazanes, niños sin oficio, y demás. También el
profesor Pau tenía la esperanza de que alguna de aquellas desventuradas
criaturas, dotadas del conocimiento suficiente para convertir los garabatos en
palabras, las palabras en pensamientos, y los pensamientos en más
conocimientos, llegara a enderezar su vida y, pagadas sus culpas, encontrara
algún venturoso camino que no le hiciera retornar con sus huesos al presidio.
El estúpido Borbón, a su regreso a España, había implantado el Régimen
anterior, como si en el país no hubiese ocurrido nada, como si no hubiesen
perdido la vida, en la Guerra de la Independencia y por la Libertad, una décima
parte de la población (un millón de españoles, de los diez y medio que, por aquel
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entonces, poblaban el solar patrio). Restablece el Tribunal del Santo Oficio,
anula la Constitución de 1.812 y comienza una ferocísima depuración de
afrancesados y de liberales. Su sistema de gobierno está sustentado en la
persecución y la venganza. No en vano se habían producido importantes conjuras
contra “el deseado”: la primera en Gades, a finales de agosto de 1814, o en 1816,
cuando la famosa “Conspiración del Triángulo”, cuyo objetivo era asesinar al Rey
e instaurar un régimen Liberal. A éstas siguió la Trama Masónica, que corrió,
como reguero de pólvora, por casi todas las ciudades importantes de la costa
mediterránea.
El propio estado de policía creado por el monarca estaba consiguiendo dar
a las Sociedades Secretas una importancia que, hasta entonces, no habían
tenido. En la capital de Las Gadeiras se constituyen dos nuevas logias
francmasónicas: el “Taller Sublime” y el “Soberano Capítulo”, a las que se
inscriben importantes personalidades de toda la Bahía. El liberalismo estaba de
moda, sobre todo entre intelectuales, comerciantes de alto rango y oficiales del
ejército. Don Antonio Alcalá Galiano pertenecía al Taller Sublime. El capitán
Facundo Infante, perteneciente a la Junta Directiva de la francmasonería
madrileña, había llegado a Gades a refugiarse de la persecución a que era
sometido por el Gobierno de su Majestad. Las reuniones secretas se venían
celebrando indistintamente en la casa de los Isturiz, en Gades, o en una cueva
cercana a la ciudad de Alcalá de los Gazules. Hubo un tiempo en que se
celebraron en la casa del vendedor de chocolate, don Juan Lozano de Torres, que,
por aquella época, era muy liberal, hasta el punto de publicar unos folletos de
marcado carácter republicano que fueron elogiados por el periódico gadeirano
liberal “El Conciso”. Mas ahora se había tornado en hombre de gran influencia
ante el rey, del que llegaría a ser Ministro de Gracia y Justicia. Colgaba de su
pecho una gran cruz en mérito a haber sido el primero en anunciar el embarazo
de la reina. Tenía una gran ascendencia sobre el Rey, del que conseguía lo que se
proponía. Había convencido al muy estúpido de que existía, entre ambos, una
total identidad de temperamentos, hasta el punto de que lo que le pasara al uno
tenía que ocurrirle, irremisiblemente, al otro. Portando constantemente de su
cuello un retrato del rey, había conseguido encumbrarse, desde la esfera más
humilde, hasta el puesto de consejero de Estado, y logrado ser un componente
más de la famosa “Camarilla” del rey. Hombre basto, inculto, adulador y
propenso al mal, el mismo temperamento que su majestad..., sólo que, al cabo,
don Juan Lozano era pillo, y su majestad, imbécil, ahí era donde se separaban
sus gemelos temperamentos.
La Camarilla era una habitación del Palacio Real, contigua a los
aposentos del monarca, donde éste se reunía con sus familiares y consejeros. En
ella se conspiraba contra el régimen constitucional y el espíritu liberal, en íntima
comunión con el Tribunal del Santo Oficio. Era allí donde se regían los destinos
del país entero y donde se movían los hilos del poder absolutista, donde se podían
pescar los mejores destinos y enganchar las más gozosas canonjías. El Rey, que
no era dado a chancearse con los cortesanos, tenía, en cambio, gran placer en
hacerlo con los criados y sirvientes de palacio, a los que permitía, en su
presencia, las mayores libertades. Así, componían la también llamada “Junta
Apostólica” personajes tales como Villares, que era guardarropas, o Grijalba,
mozo de retrete de palacio; el infante don Antonio, que era medio idiota, y su
hermano el infante don Carlos; Montenegro, que era ayuda de cámara del rey;
don Pedro Gravina, o el ínclito Chamorro, que había sido aguador de la fuente
del Berro y llegó a bufón y Jefe de la Camarilla, que vigilaba la cocina por temor
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a que envenenaran al rey y, entre cazuelas y marmitas, despachaba los
memoriales, pues, a pesar de no saber leer ni escribir, dirigía y aconsejaba a su
majestad en los más importantes asuntos de Estado; o el esportillero y mozo de
cuerdas Ugarte, aventurero codicioso que llegó a tener gran influencia sobre el
rey y se convirtió en árbitro de los ministerios y de la suerte de los españoles; sin
dejarnos atrás al inefable duque de Alagón, que no era más que un capitán de
Guardias, compañero del rey en sus devaneos galantes (ya se sabe, Borbón...,
follón) y del que se cuenta que compartía con su majestad un código secreto de
señales, merced al cual se entendían sobre las circunstancias personales de las
damas que iban a solicitar favores del rey, de tal suerte que éste, cuando le
convenía, invertía el sentido de los “favores” en beneficio de su entrepierna; o el
ruso Tatischef, representante de la corte de San Petersburgo, que, desde la
Camarilla, ejerció una despótica política absolutista, disponiendo a su capricho
de los empleos y desempleos, y de la suerte de muchos españoles. Y, mientras en
otros países los monarcas se reunían en consejo con sus ministros, altos
funcionarios y expertos consejeros, “el deseado”, en medio del océano de
desorganización que era su Estado absolutista, se reunía con los personajes antes
descritos, en cuyas manos ponía el irresponsable Borbón los destinos de España.
Así pues, era la poca talla de la persona del rey la que le hacía rodearse de
enanos.
En este ambiente de despotismo, acoso y persecución, no es extraño que el
Virrey se tomara su tiempo antes de poner en conocimiento de los compañeros
del Taller Sublime la existencia del sótano de la Iglesia. No obstante, ésta fue
acogida con gran júbilo por don Facundo Infante, que, desde su llegada a Gades,
no encontraba forma de reorganizar la lucha contra el absolutismo por falta de
local en que reunirse, pues nadie prestaba su casa para tales menesteres por
miedo al Santo Oficio y a los espías reales. El Manolito, pues, asumía un
importante riesgo con el ofrecimiento del sótano carraqueño, si bien es cierto que,
al poder acceder al mismo a través del pasadizo por el jardín de su propia casa,
los riesgos estaban francmasónicamente calculados.
La virreina, como era costumbre entre las familias de las Gadeiras, había
amueblado el Palacio disponiendo que todo lo mejor se instalase en el recibidor,
que, por así decirlo, era la habitación donde se había de recibir a las visitas y, por
tanto, de exhibir los mejores muebles y ajuar doméstico, en detrimento del resto
de la casa, que había de ser para disfrute de los moradores, y donde se podría
pasar con menos lujo y ostentación. Departía amablemente aquella tarde en el
recibidor con unas amigas, esposas de oficiales de la Real, entre humeantes tazas
de hirviente y espeso chocolate, cuando una de las señoras, enviudada en
Trafalgar, entre suspiros, exclamó:
- ¡Qué bien, hija, sentir un hombre peyendo en la casa..., qué seguridad
más buena!
Y es que el Manolito, en su despacho, al tiempo que repasaba unos
papeles, se debatía en una estentórea pedorreta con la que tenía a toda la casa
advertida de su presencia. Padecía el buen hombre de flatulencias y, como
hubiese notado que, en el duro banco de la Iglesia, le acudían en tropel aquéllas
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a su natural salida, hizo que, en su despacho, le tornasen el cómodo sillón de
mullidos y tapizados cojines por un simple banco de madera de lisa y dura
superficie a la que, a juzgar por los resultados, acudían mágicamente atraídas, y
en manada, las espiritosas flatulencias; que él, no tenía reparo alguno en
liberar, ni aun a sabiendas de que, en el recibidor, hubiera “visitas”.
Los papeles que con tanta concentración y sustraimiento examinaba el
Virrey, eran unas secretísimas listas de masones pertenecientes a la Orden del
Corcho, a la de los Frailes Azules y a la de los Sacerdotes Caballeros Templarios
de la Sagrada Bóveda Real. Le habían sido encomendados por el capitán
Facundo Infante, para que los hiciera llegar al coronel Arco Agüero,
perteneciente a la Junta Directiva de las Sociedades Francmasónicas, en Madrid.
Una vez memorizadas las listas, dobló los pliegos, los lacró, los introdujo en una
bolsa de cuero apropiada para el traslado de documentos, que se sujetaba al
pecho, y la guardó en una caja de hierro para la contabilidad, con cerradura de
dos vueltas. Después, y siempre en medio de la festiva traca, se puso a
confeccionar la lista de los miembros que, según su personal criterio, se deberían
convocar a la Sesión del Taller Sublime que, por primera vez, habría de
celebrarse en el remozado sótano de la Iglesia de su Ínsula. Sin lugar a dudas, la
presidencia correría a cargo del Venerable don Antonio Alcalá Galiano, liberal,
orador y diplomático de prestigio, hijo del comandante del “Bahama” que
falleciera heroicamente en la batalla de Trafalgar, defensor de la causa nacional
durante la Guerra de la Independencia y al que se auguraba un gran futuro en
una España liberal. A continuación, reseñó al huido capitán don Facundo
Infante; a don Marco Antonio Gabriel, importante comerciante que regentaba la
Casa de Comercio de los Rocco; don Francisco de Berry, dependiente de la Casa
de Comercio del anteriormente mencionado, francés, revolucionario y exaltado
defensor de la causa liberal, y que atendía, sin embargo, por el nombre de
Fransuá; después a don Juan Van Halen, capitán del ejército, recientemente
huido de las mazmorras del Santo Oficio en Madrid con la ayuda de una
sirvienta del alcaide de los calabozos a la que enamoró. Natural de la Isla y que,
habiendo rechazado dignamente varias proposiciones que le hicieron diversos
agentes de los estados emancipados de América, para que se comprometiera con
ellos a entrar al servicio de su causa contra la Metrópoli, las desechó todas,
argumentándoles que no estaba dispuesto a convertirse en un traidor como
Miranda. Lo tenía escondido en su Palacio el Virrey, mientras preparaba su
huida a Rusia, donde esperaba entrar al servicio de la milicia de aquel
floreciente imperio y hacer fortuna; y a don Juan Álvarez y Mendizábal,
chiclanero, dependiente de la Casa de Comercio de Bertran de Lis, que era
proveedor de víveres para el ejército. Mocetón de veintitantos años, de estatura
colosal, de no muchas letras, pero dotado de entusiasta vitalidad, vivísima
imaginación y una inagotable capacidad para concebir los más originales y
disparatados proyectos, de gran extravagancia en su proceder y en su manera de
vestirse. Hombre sin igual por su originalidad, su ímpetu vitalista, su robustez y
resistencia, extraordinario compañero para tenerlo al lado en cualquier empresa
extraordinaria; también reseñó a los tenientes coroneles Nicolás Acosta y Alfredo
Benicia; al oficial de la Armada Real, don Olegario de los Cuetos; y a los
Tenientes Puga, Ruiz y Suero.
Mas la inauguración de la Logia carraqueña hubo de esperar mejor
ocasión. Los acontecimientos se precipitaron y don Antonio Alcalá Galiano
convocó la reunión de la logia en una cueva situada al pie del cerro en que se
encarama la ciudad de Alcalá de los Gazules, y los sucesos que se siguieron
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apartaron la atención del Virrey de estos asuntos masónicos.
Las constantes guerras con los independentistas de las colonias
americanas hacían preciso remozar la depauperada Armada de Su Majestad y
dotarla de nuevos y poderosos buques que sirvieran de apoyo a las fuerzas allí
destacadas. Desde la terrible derrota de Trafalgar, los pocos buques que la
habían sobrevivido se habían ido deteriorando paulatinamente, al no haberlos
dotado de los más elementales cuidados de mantenimiento. Por entonces, llegó a
oídos del Virrey que, en contra de toda lógica y del más elemental sentido común,
en la Camarilla de su majestad se estaba proyectando la compra de buques
usados a su majestad imperial de las Rusias. Aquello podía sentar un
desafortunado precedente para el prestigioso arsenal de La Ínsula, pues, de
ninguna manera, podía resultar más ventajoso a la nación española comprar que
construir sus propios buques. Lleno de rabia y con el ánimo soliviantado por la
infamia que se proyectaba contra el astillero carraqueño y todos los hombres que
de él y para él vivían, hizo venir a palacio al recién nombrado alcalde de la Isla, y
consiguió que éste, arrollado por su fuerte personalidad, no vacilara en firmar
junto a él, un enardecido manifiesto en el que, rayando la falta de compostura
debida para con el Borbón, ambos se mostraban “totalmente contrarios a
cualquier solución que no fuese la construcción de los buques que la nación
necesitaba, en los astilleros del arsenal, al efecto levantados por el augusto
bisabuelo de su majestad”. El manifiesto fue remitido a uña de caballo a la Corte
madrileña y copias del mismo fueron expuestas en la Ínsula, en La Isla y en
Gades, para que todo el pueblo tuviera conocimiento de la infamia que se
proyectaba contra las Gadeiras y su arsenal.
Él 10 de Febrero de 1818, los barcos rusos fondeaban en la Ínsula. Para el
escarnio de los gadeiranos y para que el miembro de la Camarilla, Tatischef, se
hiciese con el suculento corretaje de la venta. Su majestad católica había cerrado
la operación con el emperador ruso y le había comprado una escuadra compuesta
de cinco navíos de 74 cañones, tres fragatas de 50 cañones y otras tres de
cuarenta. Él 27 del mismo mes, los marinos de la Real Armada española,
tomaban posesión de la escuadra rusa fondeada en los caños de La Ínsula. Al
Manolito parecía que iba a darle una apoplejía del insulto en que se debatía; y
andaba tal que si le hubieran metido una piña en el culo, desasosegado y a punto
de estallar, como un globo lleno de flatulencias. De forma terca y sistemática, fue
requiriendo de los comandantes de la nueva flota informes del estado en que se
encontraban los buques, no sin antes haber predispuesto los ánimos de éstos en
contra de la operación realizada por su majestad, por cuanto de desprecio hacia
el astillero carraqueño suponía y por el peligro que entrañaba que aquella
medida sentara precedente para futuras ocasiones, pues ello significaría,
primero, admitir que los rusos o cualesquiera otros extranjeros fueran tan
buenos constructores navales como los gadeiranos, cosa que, a todas luces, no era
cierta; segundo, que nuestros buques, hechos por extraños, podían ser
boicoteados para que fallasen cuando más se precisaran, y, tercero, que los 1.822
operarios de las siete Agrupaciones ( 1- Herreros de ribera, gradas y ramo de
maderas. 2- Montaje y carpinteros de á flote. 3- Modelos, Fundición, Calderería
de cobre, Herreros de cobre, Calderería de hierro, Maquinaria, Embarcaciones
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menores. 4- Casa de bombas, Sierras mecánicas y Albañiles. 5- Carpinteros de
dique y Calafates. 6- Velas y Recogida. 7- Armería, cañones y montajes) se
quedarían sin ocupación, teniendo que marchar a otras tierras en busca del
sustento, desperdiciándose tan buenos oficiales como se habían formado en la
Ínsula a lo largo de los años y perdiéndose para siempre la tradición astillera de
las Gadeiras.
De esta forma, no fue extraño que los defectos que los buques rusos
tuviesen se vieran multiplicados por cien, y las virtudes - que alguna tendrían fueron sepultadas en él más absoluto silencio. Así, no resultó raro que, al poco
tiempo, corriera de boca en boca del populacho que los buques estaban
apolillados o podridos, o que carecían de tal o cual artilugio imprescindible para
la navegación, o que la quilla estaba “daleada” o el palo mayor empalmado. La
desafortunada compra fue calumniada y ridiculizada por todas las gentes y muy
especialmente por las de la Ínsula, que, con su Virrey al frente, se mostraron
despiadados para con “la escuadra de su majestad”.
Los buques no llegarían a salir de la Bahía ni cumplieron singladura
alguna. Unos años después, serían dados por inútiles y, para regocijo de todos,
desguazados en los astilleros del arsenal. Así se terminó de redondear aquella
nefasta operación ejecutada a espaldas de los intereses del pueblo y de la
Armada, dándose por inútiles unos buques, cuando, en verdad, no lo eran.
Al año siguiente (1.819), una nueva epidemia de fiebre amarilla se
extendió por las Gadeiras. Sin embargo, en ésta ocasión, fue en La Isla donde
ésta más virulenta se mostró. Llegaron a contarse más de seis mil doscientas
personas muertas, entre hombres, mujeres, viejos y niños, pues a nadie
respetaba la terrible plaga. Y, de entre la lluvia de dardos que la epidemia
supuso para los habitantes de la Isla, una de ellas vino a dar, con certera
crueldad, en los corazones de Azucena y de don Luis en Chi-ó, pues se llevó, en
cuestión de unos pocos días, a su querida niña Adoración, que, por entonces,
contaba tan sólo con seis añitos.
La mujer fue quien peor encajó la tragedia, pues el chino, como estaba
curtido de tanta vida como llevaba vivida, ya tenía hecho el cuerpo a la muerte
de los seres queridos. La pobre Azucena entró en una gran melancolía, de la que
no encontraba consuelo ni tan siquiera en el hijo que le quedaba vivo..., el chinito
Joaquín Luis. Solamente el recogimiento espiritual que le proporcionaban la
oración y la santa misa la mantenían con vida. En aquella circunstancia, el fraile
carmelita que le servía de guía espiritual adquirió gran ascendencia sobre el
gobierno y vida de la familia del astrónomo chino. De esta forma, Azucena sólo
veía por los ojos del fraile, sólo daba crédito a las palabras del fraile, y no tenía,
en fin, más voluntad que la del fraile y, a tal punto de desquiciamiento llegó
aquella situación, que un precioso domingo de primavera, mientras el chino
ponía un poco de alpiste al jilguerito que en su jaula cantaba a los cuatro vientos
el celo que lo embargaba, Azucena, que regresaba de la Santa Misa, le dijo a su
esposo que quería tomar los hábitos y dedicar la vida que le restara a la
contemplación del Altísimo. El chino, como solía hacer en las ocasiones en las
que perdía el control de su templada persona, profirió toda clase de blasfemias e
improperios en su lengua natal china y, en aquella postura se mantuvo cada vez
que su amada esposa traía el asunto a colación. Mas de nada iba a servirle
aquella explosiva actitud, pues la determinación de Azucena parecía muy capaz
de poder más que ella. Así pues, optó el astrónomo por darse al diálogo paciente
y calmoso al objeto de encontrar el origen de tan descabellada idea. Y no tardó en
dar con él. El maldito fraile carmelita era el culpable de la demencia de su
180
amada esposa, pues en el trance tan doloroso en que se encontraba su alma por
la pérdida de su querida niña, había venido en referirle la estrambótica historia
de una monja del convento de Santa María de Gades, que había fallecido, en olor
de santidad, el año primero del recién estrenado siglo. Había sido la citada
monja, en su vida anterior a la toma de los hábitos, doña María Gertrudis de
Hore, nacida en 1.742 en el seno de una familia de comerciantes de Gades, y
estaba la dama adornada de virtudes tales como la discreción, la prudencia, el
cultivo de las letras, la liberalidad y, sobre todo, de una hermosura sin par en las
Gadeiras. Había casado a los veinte años con don Esteban Fleming, caballero de
gran posición, que estaba perdidamente enamorado de ella. La fama de sus
virtudes, y sobre todo de su hermosura, fueron tales que le pusieron el
sobrenombre de “La Hija del Sol”. Y presa de su hermosura quedó doña María
Gertrudis, al punto de que pasaba toda su vida sacrificada a mantener, a pesar
del paso de los años, el merecimiento del sobrenombre que tan ricamente
halagaba su vanidad de mujer. Mas, cuando aún no había cumplido los cuarenta
años, estando aún lozana su belleza, tuvo la visión de cuán vana estaba siendo
su vida en tratar de conservar aquel rostro que había de ser, irremisiblemente,
pasto de los gusanos que habían de tornar su lozanía en polvo. Cuando veía su
rostro reflejado en el espejo, se llenaba de tristeza, pensando que era más
hermoso de lo que su vanidosa alma merecía. Así, entró su alma en estado de
melancolía y su ánimo no hallaba sosiego en el constante abanicar de sus
suspiros. Cuando ya no pudo más, le confesó a su esposo su deseo de apartarse
del mundo y de encerrarse en el recogimiento para dedicarse por entero a la
oración. Su heroico esposo, a pesar de que aún era joven como para prescindir del
calor de su esposa en el lecho, y de que se mantenía enamorado de ella,
considerando solamente la felicidad de su amada, consintió en que ella cortase su
cabello, tomase los hábitos y se enclaustrase. De esta forma, en el año de 1.779,
cumplidos los treinta y siete años, La Hija del Sol entró en el convento de Santa
María, donde un año después profesaría la regla, que conservó hasta el día de su
muerte. El pueblo, incapaz de comprender que la virtuosa mujer renunciase a la
gloria terrenal, buscaba justificaciones a su conducta en el regreso de un amante
de su juventud o en los celos incontenibles del esposo o, en fin, en su miedo a
verse algún día anciana y fea en la sociedad que la adoró por joven y hermosa.
Y, subyugada por la historia de La Hija del Sol, Azucena quería seguir los
pasos de la bella monja y entregar su cuerpo al sacrificio y privaciones y su alma,
a la oración y recogimiento. De esta forma, el pobre chino se veía envuelto en las
maquinaciones del maldito fraile, que quería privarlo de su amada esposa para
que se la cediera a un dios antropófago, devorador de cuanta carne joven le fuera
sacrificada.
Mas es banalidad del hombre el oponerse a la terquedad de la mujer y,
apenas entrado el verano, Azucena, con el consentimiento escrito de su
desconsolado chino, tomaba los hábitos en un convento de un perdido pueblo de
la estepa castellana.
Don Luis en Chi-ó maquinó varios planes para martirizar e incluso
asesinar al pérfido fraile que lo había privado del más absoluto complemento que
había encontrado su extravagante ánima en su largo y solitario peregrinar por
181
las tierras de Gadeiras. Mas, al final, su noble condición se impuso, haciéndole
desechar cuantos disparates maquinó para llevar la desgracia a quien tanta a él
le había procurado.
182
17. Clararrosa (1820-1823)
La fiebre amarilla del 19, poco a poco, iba remitiendo y, en sustitución de
aquélla, otra fiebre, la liberal, se extendía con más virulencia que la primera,
contagiando a todos del bendito ansia de la Libertad.
Veinticinco mil hombres se hallaban acantonados en las Gadeiras, a la
espera de ser embarcados en una expedición para sofocar los levantamientos
independentistas de Buenos Aires. Los buques que habían de transportarlos
estaban en la Ínsula, pertrechándose para la singladura. Los soldados y sus
oficiales no tenían ningún deseo de embarcarse en la defensa de unas lejanas
colonias que, como cuentas de rosario quebrado, se iban desgajando
irremisiblemente de la Metrópolis; cuando, aquí, el país y sus gentes eran
vilmente sometidos y escarnecidos por el más abyecto de cuantos reyes habían
conocido las Españas. Los americanos residentes en las Gadeiras conspiraban
secretamente, según sus intereses, en favor o en contra de la expedición. La
causa del Palmar del Puerto estaba a punto de producirse. La conjuración
liberal, a punto de declararse. El gobierno central, en el más absoluto
desconocimiento de la situación. Y, del mismo modo que cuando la fruta está en
su sazón, se deja venir y cae del árbol que la sustentó, así, justo así, como un
proceso de maduración, estalló la revolución.
El primero de enero de 1.820, a las 8 de la mañana, en Las Cabezas de
San Juan, el General Riego hace formar las tropas y jura la Constitución de
1.812, la bendita Carta de las Libertades que los liberales de España, cuando
España eran Las Gadeiras, se dieron a sí mismos y a los pueblos de las Américas
y del ancho mundo.
Cuando llega a Las Gadeiras la noticia del pronunciamiento de Riego y de
su salida con una columna de mil doscientos hombres hacia los pueblos de
nuestra provincia, las reacciones son dispares. Así, La Isla, que es ocupada por
Quiroga, se muestra partidaria de la Constitución y acoge, con vítores, a las
tropas liberales. En Gades, por el contrario, la población es sometida por el
absolutista Rodríguez Valdés, que se apresura a preparar la ciudad para resistir
el ataque de los constitucionales. La población trata de seguir la sublevación que
encabeza Rotalde y liberan a los presos del Castillo de San Sebastián, pero
Rodríguez Valdés, con el ejército de su lado, frustra la sublevación y efectúa una
despiadada persecución de liberales gaditanos. Ante la inquietante situación,
Fernando VII manda una carta dirigida al pueblo de Gades, para que se le dé
pública lectura. Los gaditanos se mean en ella y apenas unos pocos serviles
acuden a escucharla. La Ínsula, por el contrario, se encontraba dividida: por una
parte, el Virrey, sus oficiales de la Armada y la población de oficios se pusieron
del bando constitucional, pero, por el contrario, los mas de quinientos hombres
que componían los batallones de Soria, Valencey y Lealtad se decantaron por el
servilismo absolutista y, además, disponían de las baterías, fuertemente
armadas, de dos lanchas cañoneras y de un navío de guerra muy bien armado,
que patrullaba por el río Sancti Petri. Así, la voluntad de los más fuertes
183
prevalecía sobre los más débiles.
No obstante, Quiroga, que había sido guardiamarina y se había pasado al
ejército durante la Guerra de la Independencia, se propuso recuperar la Ínsula
para la causa liberal. Conocedor de la condición del Manolito, le mandó un
mensajero para prevenirle de que, en la noche del día 12, desembarcaría en la
Insula con tropas suficientes como para someter a los absolutistas. El Virrey no
perdió el tiempo y puso en alerta a su oficialidad así como a los más significados
de la población civil del arsenal, que, con gran sigilo, mantuvieron a los
absolutistas en la más supina ignorancia de lo que se les venía encima. En el
almacén de excluidos, se amontonaban, por docenas,
mohosos sables
procedentes de la derrota de los buques franceses de Rosilly. El Virrey, con gran
secreto, mandó que se entresacaran los que pudieran dar mejor servicio a la
causa liberal y los tuvo prestos a ponerlos en manos de la población de oficios, si
la evolución del desembarco de Quiroga, así lo demandaba. De esta forma, tan
sólo once días después del machetazo constitucional de Las Cabezas, el teniente
coronel don Lorenzo García, siguiendo las instrucciones de Quiroga, embarca con
cuatrocientos soldados de los batallones de Asturias, Guías y Aragón en un
buque correo de la línea Gades-Gibraltar, y sin más armas que los fusiles que
portaban los soldados. Su destino era la Puerta del Mar de la Ínsula. Cuando, en
la oscuridad de la noche, amuraron al muelle, se encontraron con que los vigías
habían dado la voz de alarma y un numerosísimo bloque de soldados, rodilla en
tierra algunos y de pie los otros, les apuntaban con sus fusiles y les conminaban
a la rendición. En esto que, desde tierra, por la Puerta del Mar penetran a la
escena gran cantidad de civiles, al frente de los cuales el Manolito, sable en
ristre, va dando vigorosos ¡Vivas! a la Constitución. Desde el buque correo, don
Lorenzo García arenga a los soldados de tierra diciéndoles que son sus hermanos
y que vienen a liberarlos de las garras del absolutismo, como hicieran días atrás
con la población de La Isla, y que, a los que se pasen al ejército constitucional, se
les dará una soldada de bienvenida. Ante la duda de los oficiales y soldados de
tierra, el Manolito, seguido de algunos oficiales de la Armada y de un tropel de
civiles insulares, traspasa la formación de los soldados y, acercándose al buque,
ayuda a los constitucionales a desembarcar. Hubo unos momentos de gran
tensión cuando un oficial del Valencey se adelantó a sus soldados, que aún
permanecían en formación y, con el sable en alto, gritó “soldados..., apunten...” y
con la intención de, al bajar el brazo, dar la señal de fuego. En ése crítico
instante, el Manolito sacó un pistolón que portaba en el cinto y, casi a boca jarro,
le descerrajó un tiro en mitad del pecho. Y sin dar tiempo a nadie a reaccionar, y
al oficial apenas a caer muerto al suelo, levantó ambos brazos al cielo y con su
voz de trueno gritó: “¡Viva la Constitución de 1.812!, ¡ Viva Dios!” Y el griterío
seguido de los civiles de a tierra y de los soldados del buque, arrastró, al fin, a los
soldados absolutistas a ponerse del lado de Dios y de la Constitución. Y
comenzaron a abrazarse entre ellos dando constantes vivas a la nueva situación
que, de momento, les libraba de tener que enfrentarse a tiros los unos contra los
otros.
Es portentoso cómo algunas personas están dotadas de esa chispa de
decisión en el momento preciso y, con ello, consiguen dominar el destino a su
antojo y conveniencia, tornando lo negro en blanco y cambiando, en un instante,
el curso de los acontecimientos y de la historia. Sólo algunos elegidos están
dotados de esa capacidad y, por ello, son admirados y respetados grandemente
por la desangelada masa del resto de los mortales. Aquella actuación hizo del
Virrey el líder indiscutible de cuantos soldados y civiles, poblaban la Ínsula.
184
El Manolito, con gran temple a pesar del éxito obtenido y conocedor de la
inconstante condición humana, quiso sellar aquel débil pacto con algo más que
vivas y, subiéndose a un noray, les emplazó a todos en la fonda. Allí, el ron de
caña correría de cuenta del Virrey y sellaría con mucha más fuerza el pacto
constitucional de aquella chusma soldadesca que no tenía más ideales que su
tripa y su bolsa.
De esta forma quedó La Insula del lado de los liberales, junto con su
hermana mayor, La Isla, y quedando aún la más preciada hermana, Gades, en
manos de los absolutistas, de los adoradores de la causa del “altar y el trono”.
A los pocos días, una nueva intervención del Virrey salvó la más valiosa
joya de la Iglesia de La Insula, el frontal de plata. De vara y media de alto, por
cuatro de largo, cubría totalmente la parte frontal del altar mayor de la Iglesia,
en las grandes ocasiones. Repujado en fina plata traída de las Américas, pesaba
alrededor de cincuenta libras y, en el centro del mismo, una inscripción
rezaba:”Reinando nuestro católico Monarca el Sr. D. Carlos III, dispuso la
fabricación de este frontal de plata para la iglesia del Real Arsenal de la
Carraca, el Intendente General de la marina D. Juan Gerbaut el año de 1.777 ".
Pues, como quiera que el sostenimiento del ejército de Quiroga en ambas islas
comenzara a hacerse insoportable para sus exiguas arcas, se presentó en la
Ínsula con el firme propósito de requisar la joya y darla, al peso, al mejor postor.
Varios codiciosos comerciantes de La Isla acompañaban al general, haciendo
cantar sus repletas bolsas de monedas de oro, que sonaban como graznido de
buitre ante la esperada pitanza de una precipitada venta. El Manolito, muy
crecido desde su victoriosa actuación de la noche del 12 de enero, se opuso
frontalmente, como no podía menos de ser, a la venta del frontal, mas, haciendo
gala una vez más de su gramática parda, le dio una airosa salida al general,
ofreciéndole los galápagos de cobre que había en el taller de calderería de este
metal y del que los ávidos comerciantes se apresuraron a apoderarse, pagándolos
a menos de la mitad de su precio y quedando, en fin, satisfechos los buitres con
la carnaza del cobre, el general con sus monedas de oro, y el virrey con haber
conservado el frontal de plata de don Carlos III. ¡Los metales y su poder de
aplacar las ansias de los mortales!
A los pocos días, en el palacio del Virrey de la Ínsula, se celebraba una
reunión informal de oficiales y civiles liberales, casi todos ellos francmasones, al
objeto de comentar los horribles sucesos del 10 de marzo en Gades. Al parecer,
cuando la población entusiasmada se congregaba en la Plaza de San Antonio
para celebrar el acatamiento, por el monarca vil, de la Constitución, la
soldadesca servil, a la que sus oficiales habían dado a beber por la mañana
temprano vino mezclado con pólvora, había irrumpido en la Plaza, tornando lo
que había de ser una fiesta para la liberal capital de las Gadeiras, en auténtico
drama, pues, borrachos de vino y de furia absolutista, la emprendieron a tiros
con la indefensa población civil, hiriendo y masacrando, en primer lugar, a
cuanta criatura se cruzaba a su paso y dedicándose, después, al pillaje y al robo
de la población horrorizada que ni en sus propias casas estaba a salvo, pues los
muy salvajes, con un pequeño cañón que portaban, no dudaban en echar abajo
cualquier puerta de la casa de un rico comerciante o de cualquier personaje de
185
posición, que a ellos les hiciera pensar que encerraba, tras de sí, un botín digno
de su desaforada codicia.
La consternación, tanto en La Isla como en La Ínsula, era grande. Y los
amantes de las libertades, por doquier, se congregaban para comentar el horrible
suceso y proponer, para los villanos y sus jefes, un ejemplar castigo que hiciera
justicia a la diezmada población gaditana.
A la sazón, el jardín del palacio, en aquella tarde primaveral, bullía de
sentimientos patrióticos, liberales, y de sed de venganza. El Manolito hacía las
presentaciones de un recién llegado a don Antonio Alcalá Galiano y a don
Francisco de Berry. Era éste un hombretón del porte del mismísimo Mendizábal.
Entre rubio y castaño..., rubiasco, con el cabello recogido en una gruesa coleta en
la nuca y barba algo más oscura que el cabello, pegada al rostro. De facciones
correctas en las que sobresalían una alta nariz y sonrosados mofletes de pastor
vizcaíno, ademanes recios, llenos de virilidad y energía, y que debía de contar con
algo más de cincuenta y cinco años. Vestía casaca color avellana, camisa blanca,
chaleco y calzón negros y bota cumplida. El Virrey lo presentaba como don José
Joaquín de Clararrosa, médico vascongado, procedente de las Américas y más
recientemente de la ciudad portuguesa de Faro. Nuevo hermano del Taller
Sublime, que le traía el proyecto de instalar en la Insula una fábrica de aguas
curativas de su propia invención a las que llamaba el “Chinchonate Febrífugo”,
que ya se recetaban en todo Portugal y se esperaba que pronto sucediera lo
mismo en todas las Gadeiras. El señor Clararrosa tenía una simpatía y un
desparpajo tales que pronto conoció y fue conocido de todos los presentes. Sus
ideas eran por demás liberales, revolucionarias, anticlericales, y, a veces,
estrambóticas, pero, en aquel ambiente y en aquellos momentos, muy bien
recibidas y hasta aplaudidas por la mayoría, especialmente por el joven
empleado de la casa de comercio de los Rocco, don Francisco de Berry (para
nosotros Fransuá), el cual quedó cautivado por el frescor de las ideas del médico,
por la originalidad con que las exponía y, sobre todo, por el ardor con que
acompañaba todas sus acciones.
Aquella tarde, se tuvo conocimiento de que en las logias de Sevilla estaba
tomando cuerpo un complot para el derrocamiento de Fernando VII y la
proclamación de una república federal. Aquello entusiasmó por igual a
Clararrosa que a Francisco de Berry, a los que no perdían de vista ni un
momento don Antonio Alcalá Galiano y el Virrey, que se mostraban más
comedidos en la expresión de sus sentimientos.
Lo mejor que tenían las reuniones en el palacio del Virrey de la Ínsula
eran, sin duda alguna, los banquetes de que iban acompañadas. En una gran
mesa, se instalaron los no menos de veinte comensales que, a la luz de múltiples
bujías y bajo la atención de numerosos y solícitos sirvientes, se dispusieron a dar
buena cuenta de cuantos manjares se habían preparado en la cocina del sótano
de palacio. El vino de Chiclana acompañaba eficazmente la entrada de cualquier
vianda en aquellos ansiosos gaznates. Un cuarteto de cuerda interpretaba
serenas melodías que facilitaban la concordia de los comensales y presagiaban
unas eficaces digestiones. De vez en cuando, interpretaban arreglos de canciones
patrióticas como el Trágala o de himnos como el de la Lid o el de Riego. Y,
entonces, todos los comensales se ponían en pie y los coreaban, henchidos los
pechos de patriotismo y los ánimos de vapores chiclaneros, cada vez más
evidentes.
No habría de pasar mucho rato hasta que el recién llegado Clararrosa se
convirtiera en el centro de la reunión. Tenía un dejillo adquirido en su estancia
186
en las Américas, que, unido a su acento norteño, con esa profusión de eses que
tanta admiración causan en la Bahía, conferían a sus exposiciones un marchamo
de “importado de maravillolandia”, que a todos hacía cederle el protagonismo.
Habló de asuntos tan dispares como su teoría de que muriendo el cuerpo muere
también el alma o bien de la inutilidad del celibato sacerdotal o de la proposición
que había hecho a las autoridades francesas, durante su estancia en París, de
canonizar a Robespierre, pasando por insultar sin piedad ni recato alguno al
monarca, a la Camarilla y a toda su parentela, cada vez que, en su larga
perorata, venía a cuento. Encandiló a los más de los presentes con su proyecto de
escribir un Catecismo Constitucional, que esperaba conseguir que fuera de
obligado estudio en las escuelas, que habría de ser el vehículo para sembrar, en
las inteligencias y los corazones de los niños gadeiranos, el amor por la libertad y
el conocimiento de sus derechos frente al absolutismo monárquico. Igualmente
peroró sobre otro proyecto de reforma del clero que tenía en mente escribir y al
que pensaba dar el nada despreciable título de “Concordata de la Nación
Española con Su Santidad para la reforma del Clero”, pues parecía el tal señor
Clararrosa estar muy bien informado del mundo eclesiástico y clerical. Así,
proponía una iglesia nacional, sometida al gobierno, en la que tanto el
matrimonio como el divorcio fuesen asuntos civiles, sin intervención de la iglesia.
Proclamaba que los sacerdotes deberían casarse para conocer de cerca las
vicisitudes por las que pasan sus feligreses y, por último, atacaba ferozmente al
sacramento de la penitencia, del que aseveraba ser una ceremonia inútil y
perjudicial inventada por los católicos.
Los hermanos Isturiz observaban al recién llegado con la misma
prevención que lo hacían el Manolito y Alcalá Galiano..., pues se les estaba
antojando a todos ellos que el forastero iba demasiado deprisa y demasiado
profundo.
Sin embargo, cuando Clararrosa expuso el tema de la imprenta, consiguió
hacer caer las prevenciones de éstos y que se unieran a los demás en el aplauso
de que fue objeto. Expuso el inventor del Chinchonate su teoría sobre el poder de
la palabra..., y más concretamente de la palabra escrita. Llevó al ánimo de todos
la importancia que los “diarios” estaban tomando, tanto en América como en
Europa, en cuanto a las posibilidades de influir en la formación y educación de
los ciudadanos a través de la información. Tanto la Logia como las causas
liberales que todos los presentes abrazaban necesitaban de un “diario” desde el
que se tuviese informada a la población y que, al mismo tiempo, sirviese para
desenmascarar y atacar a los serviles y absolutistas. Toda ésta perorata,
debidamente condimentada con la floreada exposición de su experiencia en
publicaciones en las Américas, llevó al recién llegado a conseguir el compromiso
de los presentes de aportar las cantidades necesarias para dotar al Taller
Sublime de voz propia en Las Gadeiras. Y el vocero no habría de ser otro que el
señor don José Joaquín de Clararrosa.
-“¡Veni, vidi…, vici!”- le dijo don Francisco de Berry a Clararrosa al tiempo
que dejaba la boca abierta como un bobo. Pues el joven, ante el pavoneo
intelectual y revolucionario de que había hecho gala el forastero, había ido
pasando, paulatinamente, del asombro a la aprobación, de ésta a la admiración,
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de ésta última al encantamiento y se encontraba a las mismas puertas de la
subyugación. Tal era el impacto que la personalidad arrolladora de Clararrosa
había producido en aquel joven que la invasión napoleónica le había dejado a la
familia de los Rocco en Gades.
-¡Llevo un machete en cada mano, en la derecha..., la razón y en la
izquierda..., la verdad…, con ellos me he abierto paso en las más intrincadas
espesuras de los bosques americanos..., aquí no había de ser distinto!-, le
contestó el vascongado, lleno de suficiencia y rebosante de satisfacción.
A partir de aquella tarde, las vidas de ambos personajes se entrelazarían
de forma tormentosa y definitiva.
Clararrosa, con las aportaciones facilitadas por sus “hermanos”, abrió la
Imprenta de la Sincera Unión, desde la que comenzó, no haciendo mucho caso de
sus padrinos, a hacer el uso que su espíritu indómito y libre le indicaba. Así,
empezó a emitir el Diario Gaditano de la Libertad y de la Independencia
Nacional, desde el que arremetió y polemizó con todo bicho viviente que le
entrara al trapo. Y don Francisco de Berry se convirtió en su más ferviente
colaborador al tiempo que leal admirador y correligionario. A tal punto que llegó
a desatender sus deberes en la casa de comercio de nuestro amigo Marco Antonio
Gabriel, del que hubo de ser reprendido en no pocas ocasiones. Pero la influencia
de Clararrosa en el señor de Berry tomó unos derroteros que nadie, y éste último
el primero, se podría haber imaginado. Pues la admiración había llegado a tal
punto que Francisco llegó a creer que se había enamorado del editor del Diario
Gaditano y esto producía un gran desajuste en su estado espiritual, que tan
pronto se subyugaba ante la personalidad de Clararrosa, deseando abrazarlo,
besarlo y fundirse espiritualmente con él, como caía en gran desconcierto y
melancolía pensando y sintiendo que se había vuelto maricón, indignidad
máxima a la que podía llegar cualquier varón. Su carácter se tornó grandemente
variable, pues tan pronto se mostraba afable y encantador como se volvía
irascible y desagradable en extremo. Se preguntaba si había perdido el apetito
carnal por las mujeres por haberse producido una inexplicable transformación en
él, lo que le llevó en varias ocasiones a acercarse a los prostíbulos con distinto
resultado, hecho que no contribuyó más que a aumentar su turbación, pues lo
que simplemente fuera falta de apetencia ante una puta fea y asquerosa que más
invitaba a salir corriendo que a tocarla, él lo tomó por falta de apetito ante el
sexo opuesto. Su confusión fue en aumento, pues, insistiendo en su deseo de
desentrañar lo que había acontecido en su ánima y en su cuerpo, se sumió en la
más sórdida experiencia que hasta entonces había vivido, y, del mismo modo que
había probado su apetencia carnal con las prostitutas, quiso tantear con
maricones. De esta forma, fue a dar en el apartado de una taberna de las del
puerto de Gades, lleno de mugre y de rancios y desagradable olores, en compañía
de un jovencito diez años menor que él, de amanerados gestos y comportamiento
afeminado. El maricón le embadurnó la picha de aceite y lo sometió a
manipulaciones tales que hizo que su miembro se envergara, produciendo en él
mayor desconcierto, pues había puesto la decisión de considerarse maricón o no,
en función de que su miembro viril reaccionara de una u otra forma ante los
envites de criaturas de su propio sexo. Nunca se borraría de su mente la imagen
que él mismo componía con el maricón del puerto, introducido su miembro en el
culo de aquél, al tiempo que el otro se masturbaba frenéticamente. Su cuerpo
permanecía, no frío, sino helado, a leguas de aquel otro cuerpo en el que se había
metido pecaminosa, sórdida y asquerosamente. No sentía ningún afecto por
aquella criatura, ni ningún deseo de abrazarla, ni besarla, ni mucho menos de
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fundirse espiritualmente con ella. Cuando se vació dentro del culo del joven
maricón, para terminar de resultar la experiencia más desagradable que tuviera
en su vida, al sacar su miembro viril de tan inapropiada funda, éste venía sucio
de pura mierda. El joven amanerado quiso, solícito, limpiarlo y tratarlo con suma
atención por ver de hacer de él un futuro y asiduo cliente. Francisco lo rechazó
violentamente, se vistió con prontitud y le tiró unas monedas, muchas más de las
que el otro esperaba recibir, y salió precipitadamente de aquel antro de miserias
humanas. El frescor de la calle y la ausencia de malos olores le reconfortaron en
cierta medida, mas tenía la sensación de no haber estado tan sucio en toda su
vida. Entonces se instaló en su cabeza el deseo de un reconfortante baño de agua
caliente. Encaminó sus pasos hacia los baños públicos que, por entonces, había
en la calle Sacramento y, con tiritera en el cuerpo y sobre todo en el alma, se
sumergió en una tina de agua caliente como el niño que, esmorecío, se retornara
al confortable calorcito del vientre materno. Con polvos de asperón y un
estropajo, frotó su piel hasta enrojecerla..., mas lo que aquella criatura tenía
sucio era su ánima..., y ésta no se limpia con agua caliente y asperón.
Clararrosa, ajeno a cuanto acontecía en la atormentada alma de Francisco
de Berry, continuaba con su guerra particular a través de la batería de cañones
en que había convertido su Diario Gaditano. En esta ocasión publicó un artículo
en el que exhortaba a los habitantes de las colonias americanas de España a que
se sublevaran contra la metrópolis y lucharan por la independencia de sus
tierras. El apóstol de la libertad no se detenía ante nada; libertad para todos y
para siempre, con independencia de los intereses económicos, o de cualquier otra
índole, que vinieran al caso. Pero aquello exaltó los ánimos de los más acérrimos
patriotas absolutistas y fue por ello denunciado y preso. Afortunadamente, el
juez que hubo de enjuiciarlo era un “hermano” y, gracias a ello, obtuvo la
libertad prontamente. Mas aquellos exabruptos no gustaban a los miembros más
moderados de la francmasonería gadeirana, entre los que se empezaba a
establecer un distanciamiento con el exaltado Clararrosa.
A los pocos días, como era frecuente en aquellos arrebatados años, se
organizó en la Ínsula una procesión cívica en exaltación de las libertades
constitucionales. El Virrey había cuidado de todos los detalles de la organización.
El cortejo saldría de la Puerta de Tierra, donde se esperaba la llegada del
Gobernador Militar de Gades y otras autoridades civiles y militares de La Isla.
Allí se unirían al cortejo, compuesto por dos carros cubiertos de flores en los que
se exhibían los retratos de Riego y de Quiroga, y cantidad de patriotas, portando
cada uno de ellos un cirio encendido, acompañarían la procesión. Abría la
comitiva un caballero de alto porte, vestido de chaqué negro y sombrero de copa
alta, con la cara empalidecida con polvos y fúnebre aspecto, que portaba en alto
un gran cartel en el que podía leerse:
“Habiendo fallecido el Sr. Despotismo, hijo de Doña Arbitrariedad y de D.
Capricho; sus enemigos Constitución y Libertad celebran tan feliz acontecimiento
en La Insula de La Carraca, conduciendo su cadáver hasta el islote del presidio
donde se le dará sepultura, para que, con buen viento y marea favorable, navegue,
no en la mar, sino en sus profundidades. Sus herederos han visto incrementados
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grandemente sus patrimonios con bienes tales como “la seguridad personal”, “la
igualdad ante la Ley”, y un Sagrado Libro de pastas de oro contra el absolutismo
y la tiranía. Murió y ya no resucitará jamás. AMÉN.”
La procesión partió hacia el interior de la Ínsula, pasando junto a la
Iglesia, cuyas puertas permanecían cerradas, para mostrar a las claras la
inhibición del clero ante tales manifestaciones, y prosiguió por delante de los
cuarteles, de las viviendas de los oficiales y, a través del puentecillo, penetró en
el islote del Penal, desde cuyas ventanas y azoteas los cautivos gritaban, con más
corazón que nadie, VIVAS a la libertad. En la parte sur del islote, en las
proximidades del torreón que ocupara el Generalísimo Miranda en su breve
estancia en la Ínsula, se hizo el paripé del entierro del Sr. Despotismo. En el
camino de vuelta hacia el palacio del Manolito, donde se ofrecería una recepción
a las autoridades, Francisco de Berry, que participaba activamente en la
procesión, se encontró con unos compatriotas suyos, la familia de mesié Theodore
Rolançé, que residían en La Isla y a los que le unía, aparte una relación
comercial, el lógico hermanamiento que se establece entre paisanos que se
encuentran lejos de su tierra. La familia de los Rolançé estaba compuesta del
matrimonio y sus dos hijos solterones. Madelen, la mayor, y Rolan, el menor,
que ayudaba a monsieur Theodore en su negocio de aprovisionamiento del
ejército y del que se decía que era de la cáscara amarga. En aquella ocasión, tan
sólo se encontraban en la procesión cívica el matrimonio y la hija mayor. La
alegría por el encuentro fue mutua, pues a todos ellos les gustaba poder hablar
en su lengua materna, cosa que raramente les era dado hacer por falta de
oponente. Al momento, se pusieron todos a parlotear entre sí en gangoso y
acelerado franchute. Parecían tener miedo a que concluyera el encuentro sin
haber podido hablar cuanto deseaban.
Ya en la casa del Virrey, durante la recepción, la conversación de Fransuá
con sus compatriotas le llevó, irremisiblemente, a hablar de su admirado
Clararrosa, mas, cuando esto hizo, observó cómo, de inmediato, se producía un
envaramiento en la hasta entonces relajada y divertida Madelen. Mientras él
continuaba narrando las excelencias del libre pensador, Madelen no paraba de
pellizcarle en el brazo y hacerle extraños mohines con su cara, hasta que, por fin,
entendió que quería hablarle aparte. Con la excusa de presentarla a unos
amigos, la separó de sus padres y, ya en un apartado rincón del jardín de palacio,
Madelen, visiblemente alterada, le reveló que ella conocía a Clararrosa de sus
años mozos. Le relató cómo el verdadero nombre de su admirado Clararrosa no
era otro que el de Juan Antonio Olabarrieta, capellán de los buques de la
Compañía de Filipinas que hacían la travesía de Gades con las Américas. En su
juventud, había sido su confesor y se había enamorado perdidamente de él y de
su maravillosa verborrea, habiéndole entregado al muy rufián el más preciado
bien que poseer pueda cualquier jovencita..., su flor virginal. Madelen
permanecía alterada y se expresaba en un tono bastante elevado, pero lo hacía
con la tranquilidad de saber que, a pesar de estar llamando la atención de los
circundantes, nadie del entorno les entendía, pues continuaban hablando en la
lengua de Robespierre. Fransuá no daba crédito a lo que sus oídos oían, mas
Madelen, imparable, continuó refiriéndole cómo el Padre Olabarrieta había
obtenido sus favores a base de engaños tales como haberle prometido que se
saldría del sacerdocio y, una vez obtenida la dispensa papal, se casarían y se
marcharían a las Américas. Ella, inocentemente, se dejó arrastrar por su
palabrería, como parecía estar haciendo ahora Fransuá, y le prevenía de la
190
falsedad de todo cuanto proviniera de aquel desalmado ser. Continuó refiriéndole
cómo la abandonó y se marchó a la Indias Occidentales, donde continuó con sus
locuras y fue perseguido, juzgado y condenado por el Tribunal del Santo Oficio,
que le puso el sambenito de “ herético, ateísta, materialista, impío, blasfemo,
luterano, calvinista, mahometano y judaizante”..., Madelen parecía recitar de
memoria la condena de la Santa Inquisición.
- ¡Y ahora regresa, después de tantos años - continuaba la mujer- y tiene la
desfachatez de cambiar su nombre verdadero por, según él manifiesta a sus
íntimos, los nombres de las cuatro mujeres que más ha amado en su azarosa
vida…, unas tales Josefa, Joaquina, Clara y Rosa!
Y concluyó la mujer, casi al borde del paroxismo y a grito pelado:
- ¡Y el muy desgraciado se ha olvidado de mí y no ha compuesto su nuevo
nombre con el mío...!
Fransuá abrazaba tiernamente a Madelen para consolar y aplacar su
amargo y escandaloso llanto, cuando pasó junto a ambos un jovenzuelo
elegantemente vestido que detuvo un momento la animada conversación con sus
acompañantes, para, dirigiéndose a Fransuá, decirle con amanerado gesto:
-¿ Es de su agrado la recepción que le ofrece mi augusto padre…?
Fransuá se sorprendió creyendo que el llanto de Madelen pudiera ser
interpretado, equivocadamente, como una descortesía hacia aquella familia, a la
que le unía, además de una reciente amistad, el “hermanamiento” con el Virrey a
través del Taller Sublime. Mas el jovenzuelo, sin dejarle responder y exagerando
su afeminamiento continuó:
- ¡Qué te ocurre maricón..., no te gustó mi culito?
Francisco de Berry se quedó pasmado, pues, al momento, reconoció en el
hijo del Manolito al jovenzuelo con el que había estado en el tugurio del puerto.
Madelen había detenido su llanto y permanecía igualmente pasmada ante lo que
acababa de oír. Fransuá, notablemente turbado, se apartó sin contestar al
insolente jovenzuelo, regresó a Madelen con sus padres y se retiró del palacio a
refugiarse en su habitación de la casa de los Rocco en la calle Pelota. Allí, su
desconcierto iría creciendo como bola de nieve ladera abajo.
Entretanto, Clararrosa continuaba su frenética actividad
no
permitiéndose descanso alguno, ni a sí, ni a la maquinaria de la Sincera Unión...,
su imprenta. Sacó a la luz un tratado de Balneología – Médica, en el que exponía
el arte de aplicar los baños en beneficio de la salud de la ciudadanía, dando con
ello los primeros y tímidos pasos de algo tan desconocido, por entonces, como era
la higiene corporal. Consiguió igualmente que viera la luz su anunciado
Catecismo Constitucional o breve compendio de la Constitución de la Monarquía
Española, acomodado a la comprensión de los niños que frecuentan las aulas de
primeras letras, utilísimo sobre todo para las clases iliteratas de la Nación, que
ofreció a la Junta Suprema interina, de forma totalmente desinteresada.
También publicó un Diccionario Tragalalógico o biblioteca portátil de todo lo
tragable por orden alfabético, en el que hacía gala de un muy particular sentido
del humor norteño y en el que disparataba a sus anchas haciendo aparecer a
Herodes casado con una vasca de apellido Menchaca a la que profesaba una vieja
y profunda antipatía. Pero donde se superó a sí mismo y consiguió levantar
191
mayor polémica incluso que con el artículo sobre la independencia de las
colonias, fue con la publicación de la Teoría para la Organización de una
Concordata que la Nación Española puede celebrar con Su Santidad para la
reforma del Clero, si el sabio y respetable Congreso de las Cortes tuviese por
conveniente acceder a los vehementes y uniformes deseos de los amantes de la
Patria, en el que planteaba su deseo de una iglesia nacional sometida a la
política, atacaba a las instituciones religiosas tachándolas, no de emanadas de la
ley divina, sino de pura invención humana favorecida por la ambición de la Curia
Romana. Propone que el matrimonio y el divorcio se resuelvan como asuntos
civiles, sin intervención alguna de la Iglesia. Propone que los curas contraigan
matrimonio y termina afirmando categóricamente, que el Sacramento de la
Penitencia es una ceremonia inútil y perjudicial. Sin olvidarnos de que la
exuberancia de su calenturienta mente bulló hasta incluso meterse en el mundo
de la moda femenina, a cuyo efecto publicó su Sagrada Revolución Trajeológica
Femenil, que era casi un tratado en el que, con un revolucionario sistema, se
combinaban las prendas de tal suerte que las mujeres podían ir en apariencia
vestidas, sin dejar de sentirse desnudas, ya que, según decía él, había obtenido,
de sus numerosas experiencias con mujeres, el conocimiento de que el mayor goce
de éstas está en sentir el roce de sus carnes libres y desnudas, sin que los que les
observan se perciban de ello.
El desparpajo y poco respeto con que trataba temas tan tabúes en la
sociedad gadeirana le llevaron a procurarse numerosos y perversos enemigos,
que, rápidamente, arremetieron contra él, polemizando en otros periódicos o
publicando en su contra cartas abiertas o panfletos de diversa índole. Así sucedió
con el Padre Lasso de la Vega, con el propio Obispo de Gades, el también Padre
Solchaga y, sobre todo, con el coronel Fernández de Castro, que, públicamente, le
desenmascaró, haciendo saber a todas las Gadeiras que, detrás del polémico
Clararrosa, se escondía el apóstata y sambenitado Juan Antonio Olabarrieta.
Mas nada de esto detenía, ni tan siquiera alteraba mínimamente, el espíritu
combativo y revolucionario del alocado apóstol de la libertad total. Antes al
contrario, parecía encontrar, en las airadas respuestas de sus oponentes, la
confirmación de que caminaba por el correcto sendero de su verdad.
La marcha de los acontecimientos políticos en la nación y, por ende, en
Las Gadeiras, estaba diferenciando claramente dos sectores entre los Liberales:
los Veinteañistas o radicales y los Doceañistas o moderados. Y esto tenía su
traducción incluso dentro de las Logias francmasónicas, donde, a su vez, se
alineaban los mismos en comuneros y moderados. Ni que decir tiene que el
adalid de los comuneros del Taller Sublime era el librepensador Clararrosa y
que, por contra, el de los moderados era don Antonio Alcalá Galiano. Entre
ambos se comenzaba a abrir un abismo que amenazaba con tragarse a ambos.
A finales de 1.821, el complot para derrocar a Fernando VII estaba en su
punto álgido. Como era de esperar, ambas facciones diferían sobre la táctica a
seguir para la consecución del destronamiento. Incapaces de llegar a un punto de
encuentro, deciden enviar a sus respectivos agentes a Madrid, a la sede central
del Soberano Capítulo, con la finalidad de ganárselo para sus respectivas causas.
Los comuneros enviaron a un tal Regato, que era agente doble del propio rey; los
moderados, al teniente coronel Alcosta. La sede central del Soberano Capítulo
estaba dominada por la facción moderada y, una vez recibidos los agentes de
Gades, remiten a la Bahía a don Olegario de los Cueto, con la misión de
investigar la situación, tomar conciencia del estado en que se encontraba el
complot y, sobre todo, hacer fracasar los planes de los exaltados.
192
Don Antonio Alcalá Galiano, grado 30 de la francmasonería y, por tanto,
“Gran Elegido Caballero del Aguila Blanca y Negra”, ostentaba, en la Logia del
Taller Sublime, la función de Venerable y había convocado una asamblea o
tenida en el local de La Ínsula, al objeto de recibir al emisario del Soberano
Capítulo madrileño y su mensaje de “concordia” para ambas facciones. Pero
Clararrosa y sus vociferantes seguidores, especialmente Moreno de Guerra, no
estaban dispuestos a dejarse dar coba, pues su exaltación y clarividencia crecía
por momentos: había que dar un golpe de mano y, como hicieran los franceses,
cortarle el pescuezo al oprobioso monarca y a toda su parentela..., para no dejar
simiente alguna de mala yerba.
La frustración que producía en la Bahía la pérdida de las colonias latía en
el ambiente. Se comenzaba a dar los primeros pasos en la histórica vindicación
de un puerto de comercio libre para Gades, que le permitiera enfrentarse a la
caída del tráfico con las Américas. En este clima, Moreno de Guerra había
propuesto, lleno de pasión, “dar una patada al Puente Suazo”, único eslabón de
Las Gadeiras con el resto de la Península y del Mundo, y convertir de esta forma
la Bahía en una especie de cantón independiente: ¿O acaso no fuimos ya en una
ocasión España, cuando la invasión francesa? ¡Pues seamos ahora la República
Independiente de Las Gadeiras, para gloria de nuestras generaciones futuras!”
De esta forma, la tenida de la Ínsula se presentaba llena de tensión. Por
una parte, el grupo de Alcalá Galiano, los Isturiz, el Manolito y los suyos; del
otro, Clararrosa, Fransuá, Moreno de Guerra y los de ellos. Y, en el fondo de
todo, la tremenda dificultad que encontraban aquellos idealistas románticos para
implantar los éteres de la libertad a una sociedad mercantilista acostumbrada al
absolutismo.
Llegado el momento, a las siete de la tarde de un frío y lluvioso día del
recién entrado invierno, se reunía la flor y nata del Taller Sublime en el palacio
del Virrey de La Ínsula. Allí, en los aposentos que, al efecto, les dejara éste, se
habían puesto las bandas y los mandiles. De las primeras, pendían espadas o
puñales, según el grado. Asimismo, los mandiles tenían grabados diferentes
motivos, acordes con el grado del hermano, de forma que, entre ellos, se
reconocían la importancia relativa de cada uno en la Orden. El mandil del
Manolito era de color verde y tenía bordada una espada desenvainada y, junto a
la punta de ésta, un corazón carmesí; el de Moreno de Guerra era blanco con
manchas rojas, ribeteado de negro, tenía bordada una cabeza ensangrentada
sostenida por los cabellos y un brazo manchado de sangre con un puñal en la
mano; en el de Fransuá, sobre fondo avellana, aparecían bordadas tres cabezas
hincadas en otras tantas picas, por último, el del Venerable tenía bordado, sobre
fondo azul celeste, la imagen del ídolo Baphomed, con cabeza de cabrito, entre
cuyos cuernos arde una antorcha, alas de arcángel, brazos y manos de hombre
haciendo el signo del esoterismo, pechos de mujer y una cruz con una rosa en el
torso.
Desde palacio, a través del pasadizo secreto, pasaron al Templo
francmasónico, que se encontraba justo debajo del otro templo..., la nueva
Iglesia. La transformación del local donde se hallara al pobre albino, el
Segismundo de la Ínsula, había sido total. En la pared que da frente a la puerta
193
de entrada, el Oriente, se había instalado un dosel carmesí, así como un estrado,
elevado tres escalones del resto de la sala y separado de ésta por una
balaustrada. En el centro del estrado, sobre cuatro peldaños más, estaban la
mesa y el sillón del Venerable. En la pared de detrás, estaba escrito, en
caracteres hebreos, el nombre de Jehová; a la izquierda de éste, se representaba
un disco solar y, a la derecha, una luna llena. En el sillón del Venerable, se sentó
Alcalá Galiano. A su izquierda, y cerca de la balaustrada, se había dispuesto una
mesita triangular, delante de un sitial. Era el lugar destinado al orador, así
pues, allí se situó el hermano Clararrosa. En el lado opuesto, en otra mesita y
sitial idénticos, destinados al hermano secretario, se puso el teniente coronel
Alcosta. Cerca de éste último, pero ya fuera del estrado, en bufete igualmente
triangular, estaba el tesorero, que era el teniente Puya y, junto a este, en una
sillita baja de anea, el maestro de ceremonias que era Marco Antonio Gabriel. Al
Occidente, franqueaban la puerta de entrada dos hermosas columnas de madera
imitando el mármol, de dorados capiteles adornados de hojas de acanto y
granadas entreabiertas. Sobre la columna de la izquierda, estaba pintada la
letra B y, sobre la otra, la J. Junto a ésta última columna, había otro bufete
triangular con el sitial del primer vigilante, a la sazón, el Virrey, pues los
órdenes de la vida afuera no tienen nada que ver con los órdenes dentro del
Templo masónico. En el lado opuesto, estaba igualmente situado el segundo
vigilante, en éste caso un brigadier de caballería. Delante de las dos columnas, se
sitúan, de pie, los dos expertos y, junto a la puerta de entrada, el guarda interno,
que no era otro que nuestro turbado Fransuá. El techo todo estaba pintado de
azul celeste. De la parte de Oriente estaban pintados unos rayos simulando la
salida del sol. En la parte del Norte estaban dibujadas unas negras nubes, entre
las que centelleaba una fulgurante estrella. En el friso, apoyado en doce
columnas, estaban representados los signos zodiacales y un cordón lleno de
nudos, cuyos extremos venían a caer sobre las columnas B y J. A ambos lados
del salón había dos filas de asientos, donde se ubicarían el resto de los hermanos.
La de la derecha es la columna del Mediodía y la de la izquierda la del Norte. El
pavimento todo estaba cubierto de alfombras de colores azul y carmesí. Todos los
oficiales de la Logia llevaban colgados del cuello los atributos que designan sus
respectivos cargos y el resto de los hermanos igualmente portaban las insignias
de su rango. Sobre la mesa del Venerable, había un compás, una escuadra, una
espada, cuya hoja forma ondulaciones, un ejemplar de la Constitución de 1.812 y
otro del Reglamento General del Soberano Capítulo. Como quiera que se trata de
un habitáculo subterráneo, no había ventana ni abertura ninguna al exterior.
Varias lámparas de cirios iluminaban tenuemente la Logia, dándole un marcado
ambiente de misterio y seriedad. Al principio de cada columna de asientos, se
sitúa un celador, que es el encargado de dar o quitar la palabra, siempre
coordinado con el Venerable. A tal efecto, los tres disponen de un pequeño
mallete o martillo para llamar al orden cuando ello fuera preciso.
Cuando ya estaban todos situados en sus respectivos lugares, el
Venerable dio unos golpes de mallete y, entonces, Fransuá procedió a cerrar las
puertas del Templo. A continuación y en voz alta, el Venerable preguntó al
primer vigilante, el Virrey:
-¿Cuál es vuestro primer deber en la Logia?
Y éste le respondió:
-¡Asegurarme que el Templo se halla a cubierto!
Y, acto seguido, le encargó al guarda interno, Fransuá, que comprobase si
había profanos en el local y si todas las puertas estaban debidamente cerradas,
194
con el fin de que nada de lo que iba a ejecutarse dentro de la Logia pudiera ser
visto ni oído por ningún profano. Fransuá verificó que la puerta de acceso estaba
debidamente cerrada, pues la otra, que daba al piso superior y a la sacristía,
había quedado escondida y condenada detrás del dosel del Venerable. Comunicó
al Virrey que todo estaba conforme y éste, a su vez, lo transmitió al Venerable.
Entonces, Alcalá Galiano le preguntó al hermano vigilante primero, nuevamente:
-¿Cuál es vuestro segundo deber?
A lo que el Virrey respondió:
-¡Asegurarme que todos los presentes son masones!
-¡Aseguraos, pues!- respondió el Venerable. Y añadió:
-¡En pie y a la orden!
Y, entonces, todos los asistentes, sin excepción, se levantaron y,
volviéndose hacia el Oriente, pusieron su mano derecha sobre el pecho a la
altura del corazón e inclinaron la cabeza, que era la postura secreta convenida
para aquella reunión. Los vigilantes recorrieron las dos columnas de asientos
examinando, sucesivamente, a cada hermano, que al aproximarse éstos, les
hacían el signo convenido según su grado, de tal forma que éste no fuera visto
nada más que por el vigilante. Una vez concluido el examen, el Virrey,
dirigiéndose nuevamente al Venerable, le dijo:
-¡Hermano Venerable, todos los individuos que hay en el Templo son
masones!
A lo que el Venerable respondió:
-¡Hermanos primero y segundo vigilantes, invitad a los obreros de
vuestras respectivas columnas para que, unidos a mí, ayuden a abrir los trabajos
de esta respetable Logia, bajo los auspicios del Gran Oriente de Las Gadeiras, en
el grado de..., “compañero”!
Entonces, dos hermanos masones que no tenían el grado de compañeros,
sino solamente el de aprendices, hubieron de abandonar la Logia con gran
disgusto reflejado en sus rostros, pero disciplinados y sometidos, pues no tenían
la preparación necesaria para permanecer en aquella asamblea. Casualmente,
los dos eran comuneros, por lo que Clararrosa y Moreno de Guerra cruzaron una
mirada de entendimiento ante la jugada del Venerable, que les privaba,
limpiamente, de dos votos.
El apóstol de la libertad se mostraba inquieto en su sitial. Toda aquella
parafernalia de la masonería lo sacaba de sus casillas. Él era demasiado directo
como para contemplar serenamente tan laboriosas e inútiles maneras.
El emisario que enviara el Soberano Capítulo madrileño esperaba afuera,
en lo que se llamaba pomposamente “los pasos perdidos” y que no era más que el
pasillo de acceso a la cámara de la Logia. El Orden del día incluía la lectura de la
plancha o acta de las últimas sesiones, el discurso del Venerable, el discurso de
Clararrosa, el pase del tronco o saco de proposiciones y, finalmente, el pase del
tronco de beneficencia para recoger las ofrendas económicas, que se contarían en
la mesa del orador y serían el baremo de la incidencia de sus palabras en las
conciencias y las bolsas de los hermanos.
La plancha de las anteriores sesiones fue aprobada sin reparo de clase
alguna. Y, a continuación, tomó la palabra el Venerable Antonio Alcalá Galiano.
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Conocedor de la actitud levantisca que a duras penas mantenía a los hermanos
comuneros sujetos a sus asientos, quiso hacer un discurso prudente y conciliador,
elevándose a la altura de los grandes ideales, donde esperaba encontrar el
aplauso y la complacencia de todos los presentes. Así, se decidió a hablar de la
libertad. Y dijo:
- Hermanos liberales, hemos hecho de la Libertad con mayúsculas, la
razón de nuestras vidas. Habiéndonos tocado vivir una terrible época de
absolutismo y de opresión, ejercidas tanto por los poderes políticos como por los
religiosos, que han venido cercenando las más elementales libertades de nuestros
conciudadanos y sometiendo al pueblo a la esclavitud y al miedo, hemos, no
obstante, de congratularnos, pues también nos ha sido dado a conocer el glorioso
tiempo del amanecer de las libertades en las rebeliones de los pueblos americano
y francés. Y, conocida la luz del día de las libertades, ¿ quién querrá vivir en la
oscuridad de la opresión, en el futuro? Las campanas de la libertad repican en
América y en toda Europa y su tañer perdurará para todas las generaciones
futuras. Y pronto se extenderá, como el aceite en el agua, por todos los
continentes y pueblos de la tierra. Un nuevo amanecer de la humanidad se abre
ante nuestros ojos. Pronto veremos cómo, en todos los pueblos de todas las razas,
las leyes constitucionales hacen a los hombres iguales y hermanos. Las fronteras
de la esclavitud y la desigualdad, desaparecerán de la faz de la tierra.
Pero no nos engañemos, hermanos, pues solamente el hombre que sabe
es verdaderamente libre..., y tanto más libre será, cuanto más sepa. No tiene
cuento proclamar la libertad de hablar a tu hermano, si tu hermano no tiene qué
decir. No sirve de nada dar la libertad de pensar, a quien no tiene pensamientos
que alimentar. De la misma forma que es vano dar la libertad de volar a quien
no has dotado previamente de alas para hacerlo.
A Clararrosa se le cambió el gesto de su crispado rostro y una tenue
sonrisa de sorpresa y aprobación de lo que estaba oyendo, le iluminó la cara.
-¡ Libertad es cultura, mis queridos hermanos –continuó el Venerablesólo los hombres sabios, cultos, tienen acceso a la verdadera libertad! ¡No
proclamemos la libertad de los pueblos y que nuestras palabras queden
suspendidas en el éter, vacías de contenido..., démosle cultura al pueblo y de ésta
forma sí que los haremos verdaderamente libres!
Todos a una prorrumpieron en aplausos ante las sabias palabras del
Venerable, que había tenido la habilidad de hablar de un “lugar común” que
distendía los ánimos. Sin embargo, Moreno de Guerra, que estaba más pendiente
del emisario de Madrid que de cualquiera otra monserga, no paraba de hacer
gestos a Clararrosa, invitándole a que interviniera ya, pues presumía que el
madrileño traía órdenes de optar por la vía moderada, por lo que la intención de
los comuneros era la de impedirle la entrada. Aprovechando la bulla de los
aplausos, Fransuá se acercó al estrado e, igualmente, animó al apóstol de la
libertad a que se lanzara al ruedo.
Los golpes del mallete del Venerable restablecieron el orden y un cierto
silencio, que fue, de inmediato, aprovechado por Clararrosa y, poniéndose de pie,
hizo una especie de reverencia, como de agradecimiento por la palabra otorgada,
y se dispuso a perorar. Por muy lejos que pusiera la pica Alcalá Galiano,
Clararrosa la pondría más lejos aún. Así que comenzó diciendo:
- Suscribo en todo las palabras del Venerable. No obstante, para que las
mismas no queden suspendidas en el éter, vacías de contenido, y, como quiera
que en nuestra patria liberal, se cuentan cien desheredados por cada hombre
acaudalado, yo propongo remitir al Congreso, para su estudio, un proyecto de
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disposición por la cual, cada hombre adinerado que mande un hijo suyo a ser
instruido fuera de su domicilio deberá proveer los medios necesarios para que
cien pobres aprendan la lectura y las cuatro reglas.
Moreno de Guerra, Fransuá y cuatro comuneros más de la columna norte,
prorrumpieron en vítores y aplausos al tiempo que se miraban entre ellos y
gesticulaban como diciendo, “¡que el Venerable se chupe ésa!”
Entonces, Clararrosa también quiso elevarse a las alturas en su exposición
y continuó:
- ¡Compañeros!, ( el hecho de que se dirigiera a los “hermanos” en estos
términos ponía frenético al Venerable, que no podía soportar la indisciplina de
que constantemente hacía gala el rebelde vascongado) cuando Balkis, la reina de
Saba, visitó a Salomón, quiso ver al hermano Hiram y su ejército de obreros que
estaban construyendo el Templo de Jerusalén, pues su fama se había extendido
por todos los países y se decía que su frente despejada reflejaba, a un tiempo, el
espíritu de la luz y el genio de las tinieblas. Cuando estuvieron junto a Hiram,
éste, levantando el brazo derecho, trazó, con su mano en el aire, una “T”. Ante
esta señal, el inmenso ejército de obreros comenzó a avanzar con un movimiento
como el de las olas del mar. Y el mismísimo Salomón palideció al comparar aquel
mar de obreros, dispuestos a invadirlo todo, con su débil cortejo de sacerdotes y
cortesanos y temió por su propio trono. Entonces Salomón descubrió la
existencia de un poder superior al suyo y aún más universal: ¡el Pueblo!
- ¡Compañeros!, (insistía haciendo rechinar las tripas del Venerable) no
olvidemos nosotros la lección que, en aquel entonces y para siempre, aprendiera
el sabio Salomón..., el poder más universal que existe es el del pueblo. Y así se ha
demostrado, como se enseña a los compañeros del grado 32 ( Alcalá Galiano
palideció, pues era gravísima falta el revelar los secretos de un grado superior a
los grados inferiores y todos los presentes, incluido él, ostentaban grados
inferiores al 32), con la rebelión religiosa acaudillada por Lutero, con la
proclamación de la soberanía del pueblo en la América del Norte y con la de los
derechos del hombre en la vecina Francia y al decir esto hizo un guiño de
complicidad a Fransuá que lo escuchaba sin pestañear y con la boca abierta por
la admiración.
Llegado a éste punto, el Venerable, que había mudado el blanco de su
rostro por rojo carmesí, se puso a golpear frenéticamente con el mallete exigiendo
la atención y el silencio de todos. Cuando lo hubo logrado, se puso de pie y,
esgrimiendo el índice de su mano diestra contra el orador, como si de un padre
reprendiendo a su travieso hijo se tratara, le espetó:
- ¡Her-ma-no orador, ( le dijo recreándose en la pronunciación del trato
reglamentario entre masones) usted debe saber que, en ningún caso, está
permitido revelar secretos correspondientes a los grados superiores! ¡ Por lo que,
en este mismo momento, le quito el uso de la palabra y ordeno la apertura de
una plancha disciplinaria a la que deberá de dar cuenta de quién le ha hecho
partícipe de semejantes secretos, además de su inadmisible comportamiento en
esta tenida!
No había de resultarle tan fácil al Venerable acallar al volcán en erupción
en que se estaba convirtiendo el hermano Clararrosa.
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-¡ Reclamo el uso de la palabra!, - dijo Clararrosa al tiempo que, de un
puñetazo, destruía la mesita triangular y se ponía en pie. Continuó:
-¡ Señor Alcalá Galiano!, dejémonos de retórica y vayamos al fondo de la
cuestión. Aquí no hay más soberano que el pueblo. Eliminemos para siempre de
la faz de la tierra la semilla del absolutismo. No valen los pañitos calientes para
curar al pueblo de la opresión..., hay que sajar, amputar y exterminar al
opresor. No vamos a permitir la entrada a este sagrado Templo donde se rinde
culto a la Libertad, a ese emisario madrileño que trae los calzones manchados
porque no tiene valor para hacer la revolución. Somos los fuertes de espíritu los
que tenemos que tomar el mando para salvar al pueblo. Ustedes déjennos hacer
y les traeremos aquí, al templo, la libertad consagrada para España y los
españoles.
- ¡ Por los clavos de Cristo, señor Clararrosa! - dijo el Venerable fuera de
sí, dejando a un lado el protocolo- ese emisario nos trae instrucciones de la
central del Soberano Capítulo en Madrid, a quien debemos obediencia ciega.
-¡ No me mencionéis a Cristo, señor Venerable que usted, como grado 30
que es, ha quemado incienso sobre el altar al tiempo que ha rezado la oración de
Lucifer y ha escupido y pisoteado el crucifijo!- le dijo el apóstata Clararrosa, ya
fuera de sí.
A partir de aquel momento, fue el desbarajuste y el descontrol absolutos
y ya todos tomaban la palabra sin dejarse hablar unos a otros y vociferando a un
tiempo; unos se rasgaban las vestiduras ante tantísimas irregularidades como se
estaban produciendo en aquella tenida, y otros jaleaban y vitoreaban al
anárquico vascongado. Y, por encima del tumulto y el griterío, el Venerable, en
estéril gesto, amenazaba con su dedo enhiesto a Clararrosa con la pena del
“deshonor perpetuo...”, que le seguiría y mancillaría mientras viviera.
Pero ya de nada servían las palabras. Los comuneros habían conseguido
su propósito de reventar la reunión y, con ello, de impedir la entrada del
emisario que traía una propuesta que ellos no querían oír.
Clararrosa y los suyos, puñales y espadas desenvainados, salieron a los
pasos perdidos, donde arrollaron al emisario que quedó tendido y maltrecho en el
suelo y continuaron por el pasadizo camino del palacio. Ya en la Puerta del Mar,
tomaron una barca que, a vela, les conduciría hasta Gades. Durante el viaje,
llenos de exaltación, juraron que matarían a Alcalá Galiano, a los Isturiz y al
Virrey de La Insula, pues ellos eran los que se oponían a que la revolución
llegara a buen término.
Mas los dioses tenían escrito, en los libros del Destino, otros planes para
aquel maravilloso loco, rompedor de cadenas y liberador de ataduras. A los pocos
días de la marimorena de la Insula, los comuneros prepararon una procesión
cívica por las calles de Gades en la que pasearon, en una carreta, un monigote
ahorcado al que habían clavado un cartel en el que se podía leer: “El Repudiado”,
en directísima alusión al monarca camarillero, que, durante la invasión francesa,
había recibido el apodo de “El Deseado”. El pueblo seguía en masa al exaltado
Clararrosa en todas sus acciones y manifestaciones, sabedores de que, donde
aquél anduviera, habría transgresión de las normas, y con nada disfrutaba tanto
la gente sencilla como pudiendo dar libertad a las pasiones contenidas y las
protestas reprimidas. Y aquella ocasión no había de diferenciarse de las
anteriores, así es que, un gran gentío se unió a la comitiva de los exaltados
francmasones que, llegados a la Plaza de la Constitución, donde contra la
fachada de la Iglesia, tremolaba la lápida conmemorativa de la Constitución de
1.812, simularon el ahorcamiento del monarca y le prendieron fuego al muñeco
198
que lo representaba; todo ello entre inimaginables insultos e improperios hacia la
persona real. Aquello acabó desproporcionándose hasta el punto de que hubo de
intervenir la guardia, ocasionándose un feroz enfrentamiento del que resultaron
numerosos heridos por ambas partes. Al día siguiente, fue destituido el
gobernador militar y, en su lugar, fue nombrado el general Sebastián, cuya
primera orden, nada más tomar posesión del cargo, fue la de poner preso a
Clararrosa. Los calabozos de San Sebastián, con la humedad que los
caracterizaba, recibieron el corpachón maltrecho del vascongado. ¿ Encontraría
una Rosa que lo liberara de su cautiverio como aquella lo liberó de las
mazmorras del Santo Oficio en las Américas?¿ Algún “hermano” de la facción
exaltada, por ventura, sería el juez que habría de juzgarlo?
Era el 25 de enero de 1.822 y apenas se había visto el sol en los cielos de
las Gadeiras desde la tumultuosa tenida francmasónica de la Insula, en
diciembre del pasado año. Un período tan largo de tiempo nublado tenía a la
gente entristecida y harta de humedad. Fransuá y Moreno de Guerra visitaban a
diario al Hércules de las libertades, que parecía haberse contagiado de la
melancolía de aquel lluvioso invierno y tenía el ánimo frío y desencajado. Aquella
tarde, Fransuá, mientras Clararrosa se tomaba el plato de sopa y el pan que le
habían traído, le habló de Madelen y de la frustración que le ocasionaba que no
hubiera compuesto su heroico nombre con el de ella. El inventor del Chinchonate
ni se acordaba de la muchacha francesa de La Isla y, ante los detalles que
Fransuá le relató, exclamó entre risotadas: “¡Si hubiera de componerme un
nombre con el de todas las flores que desvirgué, más que un nombre tendría una
letanía!”
Cuando hubo terminado de comer, entre dientes, dijo que la sopa tenía un
sabor raro. Fransuá se alarmó y le animó a que vomitara, temeroso de que le
hubieran puesto un veneno, pero Clararrosa le quitó importancia aduciendo que,
“¡a saber de qué estaría hecho aquel brebaje!” No obstante, al día siguiente su
salud de hierro se había quebrantado: le acudió una fiebre contra la que nada
pudo el inocuo Chinchonate; la piel del rostro se le tornó aceitunada,
desapareciéndole el característico color rosado de sus carrillos, se sintió morir y,
al día siguiente, 27 de enero, hizo venir al notario ante quien otorgó testamento
y dispuso cómo había de ser enterrado: ” Ordeno y mando que mi cuerpo no lleve
al sepulcro otra mortaja que la de mi vestido ordinario, que consistirá en casaca,
chaleco, calzón negro y bota cumplida, y, entre mis manos, el libro de la
Constitución de la Monarquía Española, prohibiendo, como absolutamente
prohíbo, se toquen campanas ni se hagan señales algunas por mi muerte por lo
que encargo a todas las autoridades eclesiásticas y civiles hagan cumplir y
guardar lo contenido en esta disposición, haciéndola cumplir por si atentaren
infringirla y por ser así mi voluntad”. Cuatro médicos de la Armada Nacional
sirvieron de testigos de sus últimas voluntades. Fransuá y Moreno de Guerra
no se apartaron de él ni un solo momento, pues se adivinaba el próximo final. Al
amanecer del día 28, sin recibir los Santos Sacramento ni la Extremaunción, tal
como había sido su expreso deseo, con el último aliento, salió aquella valerosa
ánima de los toscos límites de aquel corpachón humano, para, ya enteramente
libre, desparramarse por los éteres ancestrales de la Bahía de las luces.
199
Los comuneros dijeron a boca llena que lo habían envenenado los
francmasones moderados, a la cabeza de los cuales ponían a los Isturiz y a Alcalá
Galiano. La noticia de la tragedia corrió por las calles de Gades de boca en boca y
se extendió, como gota de aceite en el agua, por toda la Bahía. Moreno de Guerra
estaba dispuesto a sacar de aquella desgracia el máximo partido para su facción.
Fransuá estaba destrozado y la dimensión humana de la pérdida del ser querido
lo embargaba hasta el extremo de perder sentido cualquier consideración política
del caso. El pueblo acudió en tropel al castillo de San Sebastián para ver el
cuerpo sin vida del apóstol de la libertad. Era costumbre de la época amortajar
los cadáveres con hábitos religiosos de fraile o de monja. El de Clararrosa,
siguiendo sus instrucciones, se amortajó con sus vestimentas habituales. En el
mismo calabozo quedó expuesto el féretro abierto, con el cadáver de la guisa
descrita. En sus manos, se dispuso un ejemplar de la Constitución. Fransuá lo
abrió por las páginas donde se transcribía el capítulo referente a la Soberanía
Nacional. Y entre los dedos pulgar e índice de su mano derecha, colocó una
pluma, pues aquélla había sido la principal arma de aquel espadachín de las
libertades. El pueblo se agolpaba en los calabozos deseosos de ver el cadáver. En
un momento determinado, algún exaltado gritó: “¡Llevémosle a hombros por todo
Gades!” Y dicho y hecho. La caja, abierta, fue sacada en hombros de las cárceles
y llevada en procesión por las calles. Los comuneros de Moreno de Guerra no
perdieron el tiempo y, repartiendo monedas, consiguieron que gran cantidad de
chiquillos del hospicio y desocupados se unieran al cortejo portando cirios
encendidos. Aquello hizo que gran cantidad de curiosos se sumara a la comitiva.
Ésta llevó el cadáver hasta la casa del finado en la Alameda de Apodaca y
después, siempre a hombros de sus más fanáticos seguidores, hasta la Plaza de
la Constitución. Allí, frente a la lapida conmemorativa de la Carta de la
Libertades Patrias, se cantó el Trágala. Después, en la misma plaza, el féretro
fue llevado hasta el frente de la casa de los Isturiz donde se dio, lentamente, una
vuelta al cadáver, delante de sus balcones, al tiempo que muchos acusaban a
éstos de haber provocado la muerte de Clararrosa. Después, el cortejo continuó
hasta el cementerio de las Puertas de Tierra en Extramuros. Pero ya, a partir de
aquí, no eran tantos los que le acompañaban. La adhesión a los ideales también
se mide por metros. Y, a medida que el cortejo se alejaba hacia el cementerio,
muchos iban quedándose por el camino. Eran las cuatro de la tarde cuando,
finalmente, le pusieron la tapa al féretro y fue inhumado en la tercera fila del
muro sur del cementerio, el que da a la playa.
Unos días mas tarde, unos traidores, creyendo hacer una felonía,
exhumaron el cadáver y lo enterraron en la arena de la playa, gritando a viva
voz que un apóstata no podía estar enterrado en suelo santo. Los muy necios lo
sacaron del patio trasero de la pequeña madre iglesia y lo enterraron nada
menos que en la calle principal de la gran madre naturaleza. En la dorada playa
de la isla de Erytheia, regada por los dioses de las arenas del desierto, donde el
mar besa tiernamente enamorado a la tierra. No podían haberle hecho mejor
homenaje, en su burda ignorancia y estéril fanatismo.
La libertad quedaba huérfana de loco. Habrían de pasar muchos años
antes de que otro apóstol levantara, crispado, el puño al cielo de la Bahía, en
contra de la tiranía y el absolutismo, presto a reclamar para el Pueblo el poder
que un día el mismo Salomón le reconociera. Mas ese día, no obstante, habría de
llegar.
Fransuá no encontraba término a su desasosiego ni a la descompostura de
su ánima dentro de su cuerpo, en el que no hallaba encaje. Entró en melancolía.
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La vida perdió sentido para él. Había imaginado una amorosa amistad, llena de
ternura y candor, alejada de todo contacto humano, para él y su admirado Titán
de las libertades. Su ánima se había extraviado en la búsqueda de la
complementación humana. Unos días después del entierro de Clararrosa, se le
vio, desde por la mañana temprano, en el cementerio de La Insula..., con una
pistola en la mano. Estaba clara su intención de pegarse un tiro en medio del
campo santo, algo muy a la guisa de la época y que apenas llamaba la atención.
Los que pasaban le miraban y cuchicheaban, porfiando sobre el tiempo que
tardaría en decidirse a darse el tiro. No tardó mucho. A las doce del mediodía,
cuando las campanas de la Iglesia comenzaron a tocar el carillón previo al
señalamiento de la hora, el dedo índice de Fransuá puso término a la vida del
Gaitero de Berry en las lejanas tierras de Andalucía, apretando el gatillo de un
pistolón y proyectando una onza de duro metal contra sus tiernas entendederas...
y, como era de esperar, destrozando lo duro a lo tierno.
En este apartadijo, te diré:
Si tú, amigo leedor, eres tierno y redondito..., romo,
júntate conmigo, pues juntos haremos más resistencia a lo
duro e incisivo, mas no lo olvides: nuestra victoria está en
nuestra resistencia. Los tiernos hemos de asumir todas las
heridas..., sin desfallecer, hasta que los duros comprendan
que somos, en nuestra terca ternura, más definitivos que
ellos.
201
18. Tercera muerte (1.823 – 1.830)
El Liberalismo idealista fue barrido de las Gadeiras como lo fuera la arena
del arrecife por una tenaz levantera. Tan etéreo, tan irreal, tan contradictorio,
tan dividido y frente a tan fosilizadas tradiciones, tanto poder económico, tanta
iglesia arcaica y tanto populacho deseoso de caenas, no podía haber sido de otra
manera. El ominoso rey, el Angulema y los cien mil hijos de San Luis volvieron
las cosas a su anterior estado. A finales de agosto del 23, tomaron el Trocadero,
desde donde lanzaron granadas y cohetes incendiarios sobre la Insula y sobre
Gades.
Mientras esto acontecía, el rey bobo, a la sazón en Gades, todas las
tardes, desde las murallas o desde la azotea del palacio de la Aduana, hacía
volar sus barriletes, al tiempo que, socarrón, observaba los movimientos de las
tropas de Angulema. El resto del tiempo lo pasaba en visitar iglesias y sobre todo
el ventorrillo del Chato, donde bien se proveía de manzanilla, de coplas y de
hembras placenteras.
Los bombardeos produjeron grandes destrozos en la Insula. Los talleres de
velas y de jarcias, fueron destruidos por las bombas y por el incendio que éstas
provocaron. El Manolito, muy comprometido con los constitucionales y sabedor
de que le iba la vida en ello, luchó como un bravo contra los del Trocadero. A tal
punto que, con las baterías carraqueñas, hizo retroceder a las tropas del conde de
Angulema.
Mas aquel sueño tocaba a su fin. Durante todo el mes de septiembre, se
arreciaron los bombardeos que terminaron con la toma por los de Angulema del
caño del Trocadero y del Castillo de Sancti-Petri, en La Isla. El día 23, tras
intenso bombardeo, hubo un intento de desembarco en la Ínsula, que fue
nuevamente rechazado por el bravo Virrey. No obstante, el día 29, las Cortes se
rindieron al monarca absolutista después de hacerle firmar condiciones que, por
supuesto, no respetaría. El día 30, abandona el Borbón Gades y desembarca en el
Puerto de Santa María. Los días 1 y 4 de octubre, un par de reales decretos
derogaron toda la legislación del trienio de las libertades..., tantas esperanzas,
abolidas de dos plumazos. La ejecución de Riego, el héroe constitucional, y la
entrada triunfal de Fernando VII en Madrid a los gritos de ¡Viva el Rey absoluto!
y ¡Vivan las cadenas!, significarían el levantamiento de la veda contra los
constitucionales, los liberales y los francmasones, que huirían despavoridos,
sobre todo, hacia Gibraltar y Lisboa. La “Niña Gaditana”, nuevamente, pasó de
ser vitoreada a ser vituperada:
Bórrese de la memoria
La infernal Constitución,
Y sólo sirva en la historia
Para eterna execración.
Cantaba el pueblo traidor para adular
al monarca y a los nuevos y poderosos señores, los partidarios del “Altar y el
Trono”.
Una época de terror y de ausencia de derechos abría sus lúgubres fauces a
los pobladores de las Gadeiras, que, rápidamente, aprendieron que lo que ayer
era bueno, hoy era terriblemente malo..., y viceversa.
Doña Azucena, en su interpretación del papel de Hija del Sol, había
sufrido un extraño percance que su esposo, por ventura, ignoraba. El fraile que
embaucara su entendimiento con las historias de monjas heroicas, como quiera
202
que también fuera confesor de su convento, se había constituido en su guía
espiritual incluso en la clausura. Todos los miércoles, pues, acudía con
puntualidad sor Angélica, que así se llamaba Azucena en el convento, al sagrado
sacramento de la confesión y guía espiritual del frailuco. Y, de tal manera aquél
se había apoderado de la voluntad y entendimiento de la mujer que la había
llevado al convencimiento de que debía ayudarle a la mortificación de su cuerpo.
A tal efecto, el muy pícaro había preparado el confesionario de tal manera que la
inocente Azucena pudiera meter su brazo por el ventanuco destinado a ser mudo
testigo de los más horribles pecados y, una vez dentro, él, levantando los faldones
de su hábito, le hacía entrega de su miembro viril al objeto de que ella, tal que si
tocara la zambomba, le sacara la soberbia, que, de no ser así, le llevaría a la
comisión de horribles pecados de concupiscencia. De esta forma, aquella mujer
con experiencia de la vida matrimonial y conocimiento de los secretos de alcoba
se comportaba como una necia mojigata que ignorara los más elementales
resortes de la lascivia humana. Decíale el desvergonzado fraile que aquel acto,
en virtud de estar ejecutado entre religiosos, bajo techo sagrado y siendo para
evitar males mayores, apenas tenía el grado de falta leve o, a lo sumo, de pecado
venial, con lo que resultaba más rentable a sus ánimas y a las cuentas
celestiales, dos pecados veniales que uno o, Dios sabe cuántos, mortales. A tal
punto estaba idiotizada doña Azucena por su deseo de ser santa, sin contar para
ello con su propio criterio, sino con el que otros le imponían a su conveniencia y
antojo. Así, el vicioso fraile, no faltaba ni un solo miércoles a sus encuentros de
“dirección espiritual” con la embobada sor Angélica.
Pues aconteció que, en cierta ocasión, sin ser miércoles, y estando toda la
comunidad religiosa dada con gran recogimiento a los rezos y cánticos en la
iglesia del convento, se presentó al confesionario el fraile y mandó recado a
Azucena de que se acercara al mismo con urgencia. Al parecer, el muy
degenerado había tomado un brebaje que, al efecto, le había preparado una
buscona del Ventorrillo del Duque y no encontraba manera de someter la
soberbia que le había acudido a su viril miembro, convirtiéndolo, mas que en
miembro, en estaca irreductible. La necia de Azucena, solícita, procedió como de
costumbre a introducir su brazo y a zambombear al inicuo pecador, mas
aconteció que, una vez expulsada la soberbia pecadora del estacado miembro, tan
placentero resultó el alivio al pecador que no se apercibió de que con su rodilla,
movía la aldabilla de madera que sujetaba la puerta del confesionario, la cual,
por estar descuadrada en sus bisagras y por la inexorable ley de la gravedad, se
fue deslizando lentamente, abriéndose y dejando a la vista al pecador con los
faldones arremangados hasta el pecho, el cuerpo desnudo de cintura para abajo,
hasta las sandalias de los pies, despatarrado, con los ojos, más que cerrados,
vueltos, y la vara de mando, aún con algo de soberbia, en la mano de la inocente
sor Angélica. En el momento de hacerse el silencio tras los fervorosos cánticos, el
chirrido de la puerta, antes de quedar totalmente abierta, llamó la atención de
las monjitas hacia el confesionario pecador, en cuya dirección se volvieron todas
las cabezas con el consiguiente espanto para sus cándidos ojos y tiernas almas.
Azucena le dijo a don Luis en Chi-ó que se salía del convento porque había
perdido la vocación, pero lo que de verdad había perdido era la idiotización de la
203
que había sido objeto por su desmesurado deseo "de ser buena"..., sin ser ella
misma.
Esto le había costado tres años de su vida y, sobre todo, y lo que más le
dolía, tres años de la vida de su amado chino y de su olvidado chinito Joaquín
Luis. Así pues, tratando de recuperar el tiempo perdido, todas las atenciones
para con los dos varones de su casa le parecían pocas, deshaciéndose en mimos y
contemplaciones para con ellos. Rápidamente, tomó el timón de la hacienda que
don Luis en Chi-ó, con su dedicación a la ciencia y los experimentos, tenía
bastante abandonada. El chino estaba encantado, pues todo parecía volver a su
orden natural, como en los buenos tiempos: los criados, azuzados, dejaron de
holgazanear, las habitaciones volvieron a estar ventiladas y limpias, las comidas
se hacían a sus señaladas horas, las gallinas regresaron al corral, las bestias a
los establos, volvieron las coladas una vez al mes, las ropas de la cama
nuevamente estaban limpias, y un orden magistral, como sólo una esposa es
capaz de imponer en una hacienda, volvía a proveer sus vidas de un entrañable y
cálido confort.
Estaba, en aquel tiempo, el astrónomo loco empeñado en realizar el
experimento de Volta, que, sirviéndose de una pila eléctrica, había conseguido
descomponer el agua en sus dos elementos básicos: el hidrógeno y el oxígeno. La
pila que Volta describiera como “órgano eléctrico artificial” consistía en la
superposición de series de tres arandelas, una de cobre, otra de cinc, ambas en
contacto y a su vez, cubiertas las dos por una tercera arandela de papel
humedecido. Mas no acababa de dar don Luis con el papel adecuado, y el dichoso
experimento no terminaba de funcionar. Encontrándose su ánimo en la fase de
“juramentos en su natal lengua” y, a punto de pasar a la siguiente fase, que era
la de “virulenta cólera”, se apareció en la hacienda un emisario de la Insula y,
más concretamente, del virrey de turno (el Manolito estaba huido en Tánger vía
Gibraltar, en la casa de unos primos de Adela de Vicente, su esposa). Se iba a
establecer en la Ínsula una casa de educación naval para la formación de los que
estarían llamados a ser los futuros oficiales de la Real Armada y se le ofrecía al
astrónomo chino la posibilidad de enseñar a los alumnos de dicha escuela las
disciplinas de Orientación Astronómica y Experimentación Física. Dos ramas del
frondoso árbol del conocimiento humano en las que el chino brillaba con luz
propia en el azul cielo de las Gadeiras.
Su primera reacción ante tal ofrecimiento fue de complacencia, mas,
enseguida se le vino a las mientes el mal trato del que, en su día, fuera objeto su
amado primo don Joaquín Anillo y Quixano, allá en su primera vida, cuando él
habitaba aún en el cuerpo de don Luis de Quixano. Y se propuso rechazarlo por
solidarizarse con la memoria del geómetra, mas los sabios consejos y la
temperancia de Azucena le hicieron, en fin, aceptar el encargo que, en el fondo,
tan ardientemente deseaba desarrollar. De esta forma, su vida, nuevamente
quedaba ligada a la de la Insula, a la que, a partir de ahora, se desplazaría en su
calesa todos los días laborables de la semana, de lunes a sábado.
El Colegio Real y Militar de Caballeros Guardiamarinas se estableció en el
edificio que, al efecto, se construyó junto a la Iglesia nueva y cercano al
Hospitalillo. Un magnífico edificio de planta cuadrada y de dos alturas en el que
se impartirían conocimientos científicos, moral cristiana y espíritu militar,
proporcionalmente, a setenta y dos mozalbetes de las Gadeiras, divididos en
cuatro grupos de dieciocho.
El que hacía el número dieciséis de aquellos alevines no era otro que Juan
de Dios, el hijo adoptivo de Amparito Rocco y Marco Antonio Gabriel, que, a la
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sazón, contaba con catorce años de edad. El muchacho era despabilado como
pocos y su amor por las cosas de la mar y sus gentes rayaba en la locura. Entre
aquel alumnado donde muchos venían por imposición paterna, él destacaba muy
por encima de los setenta y uno restantes, pues era como un pez en el agua entre
torpes renacuajos. Pronto se hizo el alumno Juan de Dios Rocco de Antonio
(Amparito había arreglado papeles y voluntades para invertir sus apellidos) el
preferido de cuantos maestros le adoctrinaban. Mas a él, con quien más le
gustaba platicar de lo divino y de lo humano era con el estrambótico chino, con el
que se encontraba en perfecta armonía y al que tenía la sensación de conocer de
toda la vida y de haber estado esperando que se aproximase a su existencia
desde mucho tiempo atrás. Por su parte, don Luis en Chi-ó tampoco podía ocultar
su predilección por aquel estudiante que captaba sus enseñanzas al vuelo y cuyos
deseos de conocer parecía que no se iban a saciar nunca.
Mas el diablo no descansaba ni dormía y tampoco paraba de enredar, por
ver de engañar y confundir las desorientadas ánimas de las pobres criaturas de
las Gadeiras. Así, se había extendido por aquel tiempo en toda la Bahía, una
especie de cofradía que se autodenominaban “Los Hermanos del Pecado Mortal”.
Deambulaban por las calles de las tres islas, en las noches, con una linterna y
una campanilla, al tiempo que soltaban unas monsergas lúgubres y monótonas,
especie de saetas, con las que trataban de meter el miedo en los corazones de los
muchos pecadores que poblaban nuestras islas y les exhortaban al pronto
arrepentimiento de sus yerros, para que no les sorprendiera la muerte en pecado
mortal. De paso, y como resulta invariable en todo el que se ocupa de las almas
ajenas, pedían limosnas, según decían, para dar misas y pedir por las ánimas de
todos aquellos desgraciados que estuvieran inmersos en la mortal falta. Muchos
militares, por desdecirse de su pasado liberal y hacer méritos ante los
representantes del nuevo, absoluto y ominoso Gobierno, se aprestaban a
enrolarse en la cofradía de los Hermanos del Mortal Pecado. Y, así, no era
extraño verles, embozados en la capa, colgando de su espada la linterna,
sacudiendo en alto la campanilla y cantando las terribles saetillas, por las
oscuras callejuelas y a la puerta de los ventorrillos, fondas o cantinas, donde el
pecado mortal tenía aposentada su existencia; tanto en las borracheras
aturdidoras de los que querían desapuntarse de una vida que no querían vivir,
como en la concupiscencia de los que, ateridos de soledad, buscaban el
momentáneo calorcito de la carne pecadora ( horribles “faltas” que los seguidores
del terrible dios judaico de las luengas barbas blancas y el ingrávido triángulo
sobre la testa, no dudaban en catalogar de “mortales” para el ánima..., como si al
ánima, en caso de morir, hubiera ya de importarle nada...).
De entre aquellos tediosos, uno sobresalía de todos los demás..., el teniente
Puya, que, en su afán por hacerse olvidar su pasado francmasón, se llevaba la
palma en cuanto a la tenacidad de sus actuaciones, apasionamiento de sus saetas
y recaudación de fondos para las misas.
Del otro lado del mar de Suazo o caño de Sancti-Petri, para la parte de La
Isla, en la Avanzadilla, un gitano con su compañera y unos pocos de churumbeles
había instalado un chozajo de anea, con un mostrador y cuatro mesas, al que
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llamaba el Ventorro de la Avanzadilla y en el que servía vinillo de la peor
condición del de Chiclana y, si la ocasión se terciaba, mataba y guisaba un
gallino de los que por allí deambulaban picoteando chinos o bien alquilaba su
propia cama al que de ella hubiera menester, y, si se encartaba, con su
compañera incluida, pues todo era válido para el gitano Carmona, con tal de
sacar unas monedas con las que aplacar su incontenible codicia.
Aunque los trabajadores que trasegaban desde La Isla hacia La Ínsula, y
viceversa, eran la principal clientela del ventorro del gitano, no faltaban, en el
mismo, los arrieros, los trajinantes y, por supuesto, los contrabandistas.
Pues bien, vino al caso que una tarde, de vuelta para sus casas profesores
y alumnos del Colegio de Guardiamarinas, algunos de ellos, movidos por el deseo
de confraternizar enseñantes y enseñandos e inculcarles el concepto de
camaradería, tan hermano del espíritu militar, se decidieron a entrar al Ventorro
de la Avanzadilla y tomar, con la debida prudencia, unas cañas de vino de la
tierra. El gitano les recibió alborozado al ver personal de tanta alcurnia en su
establecimiento y se deshacía en exageradas reverencias. Lucía el tal Carmona
un sombrero de catite, que es como el calañés, pero de copa alta, sobre un
pañuelo de yerbas con el que cubría su negrísimo cabello, atado en un nudo a la
nuca. Grandes patillas enmarcaban su cetrina faz, que conservaba, en la frente y
en la nariz, sendas cicatrices de sus tiempos de contrabandista. Juntó dos mesas
y, en ellas, atendió solícito a las necesidades de profesores y alumnos. En otra
mesa, cuatro peones del Arsenal, con una mugrienta baraja, se jugaban el jornal
del día, olvidándose de los hambrientos niños que en sus casas les esperaban
piando y con los picos abiertos como gorriones. La ventera, sentada a un lado del
mostrador y rodeada de gatos restregones, picaba tabaco. Aunque sucia y
delgada en exceso, no estaba de mal ver y, a juzgar por sus descalzos andares,
debía de ser graciosa en la danza. En otra mesa, dos contrabandistas de
Gibraltar se hablaban con mucho misterio y casi siempre al oído, con un señor
muy bien vestido que les acompañaba, y que debía de ser el capitalista
financiador de sus operaciones en el Peñón.
Mediada la distendida pero respetuosa tertulia entre profesores y
colegiales, en esto que se empieza a oír lejana una campanilla y un murmullo,
que, a medida que se acerca, es reconocida por el Carmona, al que la faz se le
torna de cetrino-contrabandista a ceniciento-asesina y, cogiendo una estaca de
acebuche de detrás del mostrador, se sale afuera dispuesto a terminar de una vez
por todas con el pelmazo del teniente Puya, que, a diario, le espantaba la
clientela. Don Luis en Chi-ó, que se hallaba entre los presentes, se apresuró a
dejarle a la gitana una bolsa de monedas que doblaban el importe de lo
consumido por todos, y, seguido de profesores y alumnos salió a detener, en lo
posible, la paliza que le esperaba al “hermano del pecado mortal”. Mas no
llegaron a tiempo de evitarle un par de estacazos en el lomo, que dieron con él en
el polvoriento suelo. Mientras que el chino y Juan de Dios sujetaban al airado
ventero y le hablaban de las monedas que le habían dejado a la gitana, el resto
de miembros del Colegio de Guardiamarinas, se dedicó a atender al maltrecho
teniente. El ventero voló despavorido a quitarle las monedas a la gitana, antes
de que ésta se las escondiera bajo la lengua o dentro de sus partes íntimas. Los
demás socorrieron e incorporaron al de las conciencias puya. Éste, extrañado de
ver un chino en tan noble compañía y en tan inmundo tugurio, parece ser que fijó
su atención redentora en don Luis y, aunque dolorido y encorvado, comenzó, con
renovado ímpetu e inquebrantable decisión, a sermonear al paciente sabio que
cubrió sus oídos de protector caparazón y, sin echar cuenta de cuantas sandeces
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el otro le relataba, se limitó, con la ayuda de Juan de Dios, a encaminarlo en
dirección a su casa, en donde esperaba poderlo atender de los golpes recibidos.
Ya en la hacienda de don Luis en Chi-ó, mientras que una criada y Juan
de Dios le subían las ropas manteniéndole el dorso descubierto, doña Azucena le
aplicaba a las heridas aceite con yerbas curativas y, entre tanto, el irreductible
pelmazo, sin dar tregua a sus bienhechores, les recitaba de memoria todas las
saetillas que se conocía. A juzgar por el dolor que experimentaba al respirar, don
Luis se temía que tuviera algunas costillas rotas. Así que le recomendó a su
esposa que le aplicara compresas aceitosas a los golpes y se las cogiera al cuerpo
con vendajes, lo que, al mismo tiempo, le serviría para disminuirle la movilidad y
facilitarle la curación de los quebrantados huesos. Cuando todo esto estuvo
concluido, por fin, el hombre-cotorra se calló, permaneció en silencio unos
instantes y, de seguido, comenzó a hacer pucheros y concluyó poniéndose a llorar
como un chiquillo.
Don Luis en Chi-ó, con un gesto, les indicó a las dos mujeres que se
salieran de la estancia, pues no era cosa de que vieran a un hombre llorar de tan
amarga manera y desairada compostura.
Cuando el teniente Puya se hubo secado con los puños sus cuantiosas
lágrimas y largado al suelo sus abundantes mucosidades, ya serenado el ánimo,
les refirió, al chino y a Juan de Dios, cuán desesperanzado estaba con el escaso
resultado de sus plegarias, sus letanías, sus saetas y las abundantes misas que
pagaba con las recaudadas limosnas, pues el pecado mortal, en lugar de
menguar, aumentaba día a día y todos sus esfuerzos y los de sus hermanos no
estaban sirviendo para nada. Tres años de liberalismo habían sacudido de las
ánimas el sagrado temor de Dios. El desconsolado teniente había llegado a la
conclusión de que la especie humana está condenada a los infiernos
irremisiblemente y que de nada servirían sus esfuerzos ni los de todos los curas y
frailes del mundo juntos, con el santísimo Papa al frente.
- El hombre es malo por naturaleza - decía lleno de rabia - y pasa la
mayor parte de su vida en pecado mortal..., pues apenas el estado de gracia le
dura el tiempo que tarde en ir del confesionario al reclinatorio y cruzar su
mirada con cualquier mujer, que, al instante, se le infunden pecaminosos
pensamientos y lujuriosos deseos que lo sumen nuevamente en las garras del
Satán. ¡Habría que morir en el mismo momento de recibir la absolución de los
pecados, para tener alguna posibilidad de ir al cielo! -, decía colmado de
desesperanza en la especie humana.
Don Luis se mordió los labios para no dar merecida respuesta a aquel loco
iluminado y a sus desatinos religiosos, pero no andaban los tiempos como para
enfrentarse a la nuevamente poderosísima Madre Iglesia ni a ninguno que, como
los Hermanos del Pecado Mortal, en algún modo la representase.
Con el cinismo que los tiempos de represión desarrollan en las personas de
vergüenza, el chino, Azucena y Juan de Dios, despidieron afectuosamente al
apaleado militar metido a redentor y al que profundamente despreciaban. Éste
ni dio las gracias por las mercedes recibidas..., tan merecedor de ellas se
consideraba.
Tras la marcha del desconsolado Puya, ya en la intimidad que alumno y
207
maestro se tenían, Juan de Dios, sabiendo que sus palabras, por atrevidas,
agradarían a don Luis, exclamó:
- Más les valiera a estos locos del Pecado Mortal ocuparse en la búsqueda
de la Virtud Vital..., tal vez así se inventaran un dios más misericordioso que esa
especie de Saturno antropófago al que, con tanto empeño, procuran suculentos
bocados de carne pecadora.
Don Luis esbozó una profunda sonrisa de satisfacción y, con paternal
ternura, le dijo a Juan de Dios:
- Muchacho, la razón es dios..., aun cuando, a veces, aquélla niegue la
existencia de éste..., y no es razonable un dios ejecutor de su propia obra..., no es
razonable poner en el corazón del hombre el deseo por la carne y después
condenarlo al fuego eterno por ello.
La sonrisa de satisfacción pasó del rostro del maestro al del alumno. Juan
de Dios había envidado a su maestro y éste, con la sencillez que le caracterizaba,
había resuelto airosamente el reto dejando, de un certero tajo, la hermosa verdad
desnuda.
El virrey de turno, como todos los idiotas que tienen un presupuesto a su
disposición y han de justificar su eficacia con la dilapidación del mismo, era
presa de un frenesí albañilero y multiplicaba las ejecuciones de obras en La
Insula. La travesía desde la Puerta del Mar a la Puerta de Tierra la pavimentó
de piedras blancas y lisas, al estilo de las de Gades, con la superficie labrada
para evitar resbalones en los días de lluvia. Hizo construir nuevas viviendas
para los oficiales, mejoró las instalaciones del puerto y remozó, en parte, las
cuatro cuadras del Penal de Cuatro Torres. Y, muy imbuido por su esposa del
gusto gaditano, mantenía todas las edificaciones pintadas de los colores azul
cielo y blanco sal, que pasaron a ser los predominantes en el Arsenal.
Con la disponibilidad de nuevas viviendas para oficiales, la población
distinguida se vio incrementada de forma importante y la vida social cobró
nuevos ímpetus. Además, como quiera que Gades se hubiera convertido en la
capital española del “buen tono”, rara era la familia de la Insula que no tuviera
algún pariente forastero pasando temporada de gorra “para tomar el aire
gaditano”. Gades era para España, lo que París para Francia en cuanto a buen
tono se entiende, estando la capital de las Gadeiras, al respecto, muy por encima
de la capital del reino, todo lo cual contribuía a que las modas de la época, es
decir, los paseos al aire libre, las visitas, las tertulias y los bailes, estuvieran a la
orden del día entre las ocupaciones de los ciudadanos de la Bahía y muy
especialmente de los de la Insula.
Dos tertulias eran las más concurridas y habituales de cuantas se
celebraban en La Ínsula: la liberal de Julita Charlo, esposa del director de la
Escuela de Guardiamarinas, y la conservadora de Faustina La Madrid, la madre
del virrey de turno.
En cierta ocasión, habían acudido Azucena y don Luis en Chi-ó a la
tertulia carraqueña de Julita Charlo, si bien un poco a regañadientes por parte
del chino, que era poco dado a los devaneos sociales. La casa del director de la
Escuela de Guardiamarinas era lo suficientemente grande como para acoger, sin
agobios, a los más de veinte contertulios que allí se daban cita. Las señoras
estaban en una salita haciendo labores de punto, al tiempo que hablaban de
modas, buenas costumbres y, de cuando en vez, de alguna contertulia que no
estuviera presente. En el salón contiguo, había dos corrillos de caballeros: uno de
mayores en el que, alrededor de una partida de tresillo, se trataban los asuntos
políticos y los negocios, cuando no ambos al mismo tiempo; en el otro corrillo, de
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jóvenes caballeros, se hablaba de libertades, de estudios y de futuro. En el
jardín, a las órdenes de un petimetre afeminado, las jovencitas eran instruidas
en los bailes de moda, el rigodón, el vals, la gavota, la polka y los lanceros. El
virrey ejercía una labor absolutamente impropia de su cargo, pero a la que se
veía abocado por su condición de cotilla indomable: hacía de correveidile entre los
caballeretes y las jovencitas, yendo de oreja a oreja ejerciendo, al mismo tiempo,
de confidente que de consejero, alcahuete y casamentero.
La tarde había dado de sí para oír estupendas interpretaciones al piano,
bonitas canciones y conversaciones de toda índole: se habló de los liberales
exilados en el norte de África y en Gibraltar, de los carbonarios, del poco trabajo
de los astilleros insulares, de las obras que ejecutaba el virrey, de la
conveniencia de venir desde Madrid por la Mancha o por Extremadura y de
hacerlo en coche de colleras, en calesa andaluza o en diligencia, también se trajo
a colación el nuevo servicio de vapores a Sevilla y la situación cada vez más
insostenible de las colonias americanas. Se jugó largo rato, por parte de los
jóvenes y las señoritas, al diabólico juego de las prendas, que hacía las delicias
de todos y muy especialmente del virrey. El azar del juego había hecho mirarse
a los ojos al guardiamarina Juan de Dios Rocco y a la jovencísima Carmelita
Frontela y, aunque ellos lo ignoraban, aquella tarde la araña tejedora de los
destinos humanos había dejado que sus hilos se cruzaran y, en el futuro, la vida
de cada uno de ellos tendría como referente la del otro.
Cuando la tertulia estaba llegando a su fin, don Luis en Chi-ó,
distraídamente, le comentaba a su interlocutor, un comandante de fragata, que,
cuando se encontraba perdido en sus investigaciones, practicaba lo que él
llamaba el juego de ”la respuesta loca” o “la pedrada del ciego”. Consistía el
experimento en lo siguiente: cuando se hallaba atascado en un problema al que
no le encontraba solución, llamaba a su presencia al más ignorante de los
criados, le vendaba los ojos y, poniéndolo de cara a las estanterías donde apilaba
sus libros y documentos, le hacía elegir uno. Tomado éste, y aún vendados los
ojos, le hacía abrirlo por cualquier página y, posteriormente, señalar con el dedo
un renglón. Y repetía esta operación hasta encontrar alguna palabra o frase que
pudiera dar respuesta a la interrogante que se planteaba. A veces, hallaba
inimaginables caminos por los que continuar sus cávalas y especulaciones.
Nada más oír esto el comandante, dio un salto en su asiento y, queriendo
revitalizar la tertulia gracias a su protagonismo, dijo a voz en grito:
- ¡Propongo que juguemos a la “Respuesta Loca” o “Pedrada del Ciego”!
Al instante, todos, jóvenes y adultos, caballeros y damas, rodeaban al
comandante y al chino. El oficial, improvisando sobre la marcha, dijo: “el juego
consiste en que cada uno de cuatro jugadores formule una pregunta. Un quinto
jugador, con los ojos tapados, elegirá un libro de la biblioteca, lo abrirá y pondrá
su dedo índice sobre un lugar de una página cualquiera. Se leerá el renglón
donde se haya posado el inocente dedo y aquel jugador que, con más ingenio,
pueda hilvanar una respuesta a su pregunta, con la Pedrada del Ciego, ganará el
juego”.
En la primera partida que organizó el comandante de fragata, se cuidó de
meter al chino, que era el único que conocía el procedimiento, a doña Julita, la
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anfitriona, a una preciosa mocita casadera, sobrina de ésta y llamada Alejandra,
y a don José Rejo, gallego propietario de un almacén de coloniales que proveía
habitualmente a los buques del Arsenal. El inocente que había de dar la pedrada
del ciego resultó ser Juan de Dios Rocco.
Iniciado el juego, el mozalbete eligió, de las estanterías de la biblioteca,
un viejo y carcomido catecismo. Ahora tocaba a los jugadores hacerse las
preguntas. Doña Julita se preguntó: “¿Seguirá la moda de los cabellos en bucles
lacios y mal rizados...?” Don José se preguntó: “¿Continuará la sangría de las
colonias...?” Alejandra formuló su pregunta en los siguiente términos:
”¿Persistirá la moda de los rostros empalidecidos?”, pues la pobre detestaba el
sabor del vinagre. Por último, el astrónomo loco, queriendo dar el tono de hombre
filosófico al más puro estilo de la pasada centuria, se preguntó: “¿Cómo se originó
el universo?” cuestión ésta última que a todos los presentes les pareció chocante,
pues ¿ acaso no estaba claramente explicado en la Historia Sagrada el origen del
mundo y del hombre? No obstante, nadie rechistó, pues las excentricidades del
chino tenían una especie de patente de corso en virtud de la cual sus
extravagancias, en lugar de ofender, hacían gracia.
Continuado el juego, Juan de Dios vino a poner el dedo sobre un renglón
del viejo catecismo. Entonces le liberaron del vendaje de los ojos y leyó: “...el
gran pecado original...”. Todos al unísono pensaron “la pregunta del chino es
pecado”. Aquella pedrada no respondía a las modas de cabellos ni rostros, ni
mucho menos al futuro de las colonias, pero decía claramente que el chino había
sido un osado al preguntarse por lo que ya estaba suficientemente contestado en
los libros sagrados.
Entonces, Juan de Dios dijo: “¡ un momento, la carcoma se ha comido parte
del papel..., lo que realmente dice aquí...!”, no pudo terminar de leer, pues se
había enrojecido de vergüenza hasta las orejas. Don Luis en Chi-ó, lleno de
curiosidad, tomó de las manos del muchacho el catecismo y, acercándoselo a sus
lentes, pudo comprobar que, efectivamente, algún malévolo y hambriento bichito
se había comido el papel justo donde antes estuvieran las letras “c” y “a” de la
palabra “pecado”. Así pues, lo que realmente se leía era “... el gran pedo
original...”. Al chino le dio un ataque de risa y el catecismo se le deslizó de las
manos al suelo. Todos corrieron a cogerlo para ver el motivo de tanta vergüenza
en el joven y de tanta risa en el viejo, pero, al caer, se había perdido la página y,
por más que la buscaran, no darían con ella. Todos, cargados de una curiosidad
infinita, se volvieron hacia el chino y el muchacho dispuestos a todo con tal de
que se les revelara el misterio del catecismo. Una vez recuperado el astrónomo de
su ataque de risa, les dijo:
- Yo he encontrado la respuesta a mi cuestión con una auténtica pedrada
de ciego..., el origen del universo estuvo en una gran explosión primigenia que
fue la que dio origen a todos los astros y estrellas que pueblan los cielos. Todos
los cuerpos celestes no son sino partículas resultantes de un gran estallido, que
andan perdidas por los éteres infinitos..., camino no se sabe de dónde ni a qué.
Entonces, el comandante, que estaba muy mosqueado, pues no había
ejercido protagonismo alguno con su improvisado juego, terció diciendo:
- Eso es una sandez, don Luis, pues qué gigantesca masa primigenia
habría hecho falta para dar origen a tan descomunal universo como el que
podemos divisar desde un catalejo..., y ello sin contar con la porción que no está
al alcance de nuestros ojos por hallarse en el hemisferio austral o, simplemente,
fuera del alcance de nuestra herramienta óptica.
A todos encantó aquella explicación que dejaba las cosas en su sitio y,
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especialmente desairado al herético chino. Este y Juan de Dios también
quedaron encantados con aquel fin de fiesta que les eximía de explicar lo que,
realmente, habían leído en el catecismo y origen del arrebolamiento del uno y el
desternillamiento del otro y que, además, hubiera podido rozar, por irrespetuoso,
el límite de lo denunciable al Santo Oficio.
Ya en la sosegada tranquilidad de su hacienda isleña, y después de haber
aguantado estoicamente la regañina de su amada Azucena por su
comportamiento en la tertulia insular, él no daría por perdida aquella pedrada
de ciego, sobre la que seguiría barruntando, pues si algo tenía claro era que las
explicaciones de los libros sagrados no eran sino “historias” para contar a los
niños al calor de las candelas invernales.
Doña Azucena se vio coartada, en lo sucesivo, de acudir a aquella ni
ninguna otra tertulia, pues la originalidad de su amado chino la hacía estar en
ascuas todo el tiempo temiendo cualquier inconveniencia o extravagancia por
parte de aquél, situación con la cual se hallaba plenamente conforme el
astrónomo loco, pues, como ya sabemos, no era muy amante de perder su tiempo
en banalidades sociales. No sucedía lo mismo con Juan de Dios Rocco que,
prendado de la belleza y el candor de la niña Carmelita Frontela, acudía
puntualmente a todas las tertulias en las que intuía su presencia. Como lógica
consecuencia de las tiernas miradas que se lanzaban, la niña, con el valor propio
de su género, y ante la torpeza propia del de Juan de Dios, se valió del alcahuete
del virrey para mandarle recadito, citándolo en la lechería que se había instalado
junto a la Puerta de Tierra. Allí comenzó una relación que duraría muchos años,
frente a frente los dos chiquillos, batido de chocolate entre medias, dulces bigotes
sobre el labio superior y tiernas miradas llenas de candor, viendo cada uno a un
ángel en el otro, sintiendo cada uno poder llenar su hueco con el otro.
En estos años en que las colonias americanas se iban desgranando, una a
una, de la corona de las Españas, la actividad económica de Las Gadeiras decaía
de forma estrepitosa. El comercio gaditano, que venía a duras penas
sobreviviendo, perdía la pujanza de años anteriores: las casas de comercio, los
armadores de buques y las firmas extranjeras se ven reducidas a una sexta parte
de las existentes. Antiquísimas familias del tradicional comercio gaditano
abandonan las Islas para siempre, corriendo tras el subyugante tintineo de las
monedas de oro que ahora circulan en otros buques de otros puertos de mar. La
preocupación de la corona por la Armada parecía ir en el mismo sentido, por lo
que la actividad de la Insula, igualmente, se reducía de forma drástica. Mas, con
ser todo el panorama bastante sombrío, la población de Las Gadeiras, después de
haber vivido tantas épocas de esplendor y tantas otras de decadencia, no se
asombraba de nada ni dramatizaba en demasía. Cuando se tiene en la memoria
colectiva todo el mar, ¡quién va a asustarse por una ola!
Juan de Dios había ido pasando, con inmejorables calificaciones, todos los
cursos del Colegio Real y Militar de Caballeros Guardiamarinas y, a la sazón,
estaba cubriendo sus primeras singladuras en la fragata Diana, buque de 34
cañones botado en los astilleros de Mahón en el año de gracia de 1792. Navegaba
por el cabo San Vicente proveniente de Santander y ardía en deseos de arribar a
211
la Insula para reencontrarse con su amada Carmelita. Habían regañado antes de
que él partiera y, después, se habían recompuesto por carta, por lo que las ansias
de ambos estaban acrecentadas con el deseo de perdonar y ser perdonado. No
eran infrecuentes estos disgustillos entre ellos, pues ambos venían de cuna con
una buena porción de carácter que hacía que cuando chocaban..., saltaran
chispas, mas el enamoramiento que los idiotizaba, hasta ahora, venía superando
cuantas pruebas se le habían presentado.
El buque Diana, como tantos otros, había sido acompañado, durante
buena parte de la travesía, por un nutrido grupo de grandes peces, que entre la
gente del mar de Las Gadeiras, por su carácter juguetón, eran conocidos por el
nombre de golfines ( palabreja que hubiera hecho las delicias de nuestro Virrey
el Manolito), y se dio la circunstancia de que un par de ellos, de gran tamaño,
siguieron al buque al interior de la Bahía e incluso se adentraron hasta el puerto
de La Insula con él. Allí venían haciendo el divertimento de los curiosos y
desocupados, que, por aquel tiempo, eran muchos, y la desesperación de los
pescadores de corrales, que aseguraban que aquellos bichos habían espantado a
los peces de los caños y que no entraba ni uno sólo en sus buchacas.
Don Luis en Chi-ó, por su parte, andaba en su hacienda sumido en
sus experimentaciones y con el ceño un tanto fruncido, pues, últimamente, venía
percibiendo una sensación que lo llenaba de desasosiego. Tenía la sospecha de
ser un vehículo de expresión de alguien que manifestaba sus más vertiginosos
pensamientos a su través, pues eran bastante frecuentes las ocasiones en las que
se sorprendía a sí mismo exponiendo razonamientos o teorías que nunca antes
había elaborado ni formulado. Dado lo particular de su existencia y su
predisposición a reincidir en la vida humana, se estaba barruntando que aquél
que se servía de él, haciéndole hablar un guión cual muñequito de guiñol, no
había de ser otro que el arcángel Gabriel, que, reiteradamente, lo remitiera al
mundo a revivir su vida, Dios sabe por qué ocultas razones.
En cierta ocasión, recién regresado de Santander su discípulo y amigo don
Juan de Dios Rocco, y estando éste pronto a formalizar su compromiso con su
adorada Carmelita Frontela, se habían reunido en la hacienda del astrónomo al
objeto de darles a conocer, oficialmente, a la que pronto sería su encantadora
prometida. Azucena había preparado un finísimo y escaldante chocolate en el
que, con verdadera fruición, todos mojaban los bizcochos del Príncipe, en forma
de ese, que Juan de Dios había traído de una pastelería de Gades. Después de la
merienda, las mujeres, que habían congeniado perfectamente, se pusieron a
comentar el caso que escandalizaba a la sociedad gaditana en aquellos días. Se
trataba del matrimonio que había contraído doña Lutgarda Imbrech, viuda de un
potentado comerciante de la plaza gaditana, con el jovenzuelo Ricardito Terry,
hasta entonces escribiente de la citada casa de comercio y veinte años más joven
que ella. Pues bien, cuando ya las dos mujeres habían expuesto cuantas razones
hacen estos matrimonios inconvenientes desde todo punto de vista, don Luis en
Chi-ó, que, hasta aquel preciso instante, había estado ajeno a la conversación de
las damas, terció con la siguiente parrafada:
- El amor no tiene sujeción alguna a la razón ni al tiempo. No tiene
sujeción a la razón porque es un sentimiento y los sentimientos se
independizaron de la razón cuando ambos, surgiendo del instinto, dieron lugar al
ser humano sabio y reflexivo y tampoco está sujeto al tiempo porque vive lo que
la llama incalculable del sentido y acomete a las criaturas en cualquier momento
de sus vidas, porque las criaturas que moran en los cuerpos, tengan éstos el
212
tiempo que tengan, siempre son nuevas y, por tanto, predispuestas al
sentimiento amoroso.
Después de formular estos pensamientos, el astrónomo se dio perfecta
cuenta de que estaba siendo guiado por los invisibles cordeles del Arcángel, mas,
no pudiendo evitarlo, continuó:
- Sucedió al respecto, en la Ciudad Medina, en la época nazarí, recién
hallado el Nuevo Mundo, que había un singular jardinero al servicio de un
poderoso señor, antiguo visir del destronado rey de Granada, devenido a morisco
por conservar su vida y su hacienda. El mentado jardinero era verdaderamente
primoroso en el cultivo de flores y árboles de todas las especies, de tal suerte que
todas las plantas que caían bajo su tutela tornaban la tristeza en esplendor y la
parquedad en exuberancia. Así es que el jardín del visir era un auténtico primor
que causaba la admiración de los colmados y la envidia de los escasos. Tan
satisfecho llegó a estar el antiguo visir con su jardinero que le hizo entrega de su
joven sobrina, chiquilla de belleza sin par, maneras exquisitas y esmerada
educación en el cultivo de las artes de la conversación, la música y el amor. El
jardinero, al momento, quedó prendado de la hermosa criatura, a la que hizo el
sol de sus futuros días, pues, sin ella, no hallaban la luz sus ojos. Mas, como
quiera que la muchacha hacía poco tiempo que había quedado huérfana de su
padre, convenció al jardinero para que éste permitiera que su, todavía joven
madre, viniera a vivir con ellos. Mas, si la jovencita era un manso estanque de
perfecciones, la madre era la fuente que las alimentaba. Doblando la edad de su
joven hija, no alcanzaba aún los treinta y cinco años. Su belleza, si bien carente
de la frescura de la de su retoño, gozaba del exquisito dulzor de la madurez plena
y sus maneras y donaire en el cultivo de las artes no eran sino el libro en el que
aprendiera las lecciones su tierna hija.
Mas, como quiera que la celestial araña que, ciegamente, teje los hilos de
los destinos de los hombres no cesa en su quehacer, vino a cruzar con el hilo de la
bella madre el del también viudo padre del jardinero. Viejo guerrero, pendenciero
y dilapidador de su hacienda, había sido recogido de la miseria por su hijo, años
atrás. En la última fase de su vida, no se sabe qué extraña maduración de su ser
había venido en tornar su pendenciero carácter en plácida ternura y su obstinada
terquedad, en comprensiva sabiduría. Y, como dos ríos que, tras precipitada
andadura de sus aguas por las escarpadas vertientes del monte, al llegar a la
llanura, remansadas sus aguas, se fundieran en uno solo de mayor caudal y
suave discurrir..., así se encontraron y se fundieron sus ánimas, dejando de ser
cada uno de ellos, para ser ambos. Mas aquella situación en nada agradó al
jardinero y, aún menos, a su joven esposa, pues dieron en considerarla grotesca y
desmesurada, dada la gran diferencia de edad entre ambos progenitores.
Los padres nada podían hacer por agradar a sus hijos, por más que lo
deseaban, pues ya no era cada uno un caudal independiente, sino un nuevo río
yunta de dos..., y los ríos no pueden volverse atrás.
La obstinación de la joven esposa sacó de su ser al jardinero, llevándolo a
un feroz enfrentamiento con su padre, con el que tan buen hijo había sido hasta
entonces. Puso contra él a todos sus viejos amigos y a las personas influyentes de
la Medina, siendo tal el desafecto que todos mostraron a los amantes y tanto el
213
escándalo producido en las mezquinas ánimas que los dos enamorados, ante el
vacío que se abría a sus pies, no pudieron hacer otra cosa que, como el río que
eran, precipitarse en cascada de sus vidas desde lo alto de la Medina al vacío
aterrador. Allá abajo quedaron sus cuerpos, en la grotesca postura de la muerte,
sin la gracia de la vida.
El rencor del jardinero, en contra de lo que le aconsejaban los espantados
medinos y sus malas conciencias, no consintió en darles tierra juntos y el único
consuelo que les otorgó fue el de enterrar sus cuerpos orientados a la Meca.
Con el paso de los años, el furor del jardinero se fue aplacando en la
misma medida que fue creciendo el remordimiento que devoraba su ennegrecido
corazón.
El antiguo visir entregó un día al jardinero las semillas de un árbol,
traídas de las Indias y de nombre Jacarandá, por ver que la portentosa mano del
artesano las hiciera germinar y convertirse en frondosos árboles. Tiene la
Jacarandá unas grandes hojas, como de verdes encajes, que la brisa hace
moverse como suntuosos plumeros. En la primavera, se inunda de arracimadas
flores lilas como pequeñas campanitas y, a veces, sin que se pueda precisar
cuándo ni por qué, exhala un finísimo y sutil perfume que invade los sentidos del
que los percibe, llenándolo de complacencia con el mundo que le rodea.
Por dar algún descanso a su atormentada ánima, el jardinero, que había
conseguido sacar diez plantones de las diez semillas que su señor le
proporcionara, se guardó dos de aquéllos con el propósito de plantar un árbol en
cada tumba de los amantes que fueron río de amor. Para cumplir dicho proyecto,
a hurtadillas de su esposa, se acompañó del mayor de sus hijos y entre ambos
plantaron las dos Jacarandás sobre las tumbas de los abuelos del niño. Una vez
concluido el trabajo, el jardinero contó a su hijo la historia de sus abuelos
amantes, y la gran cantidad de lágrimas que vertieron sus ojos mientras lo hacía
le procuraron gran alivio a su pecho, donde el rencor devorador pareció
aplacarse.
Tan impresionado quedó el niño con la historia de sus abuelos que,
siempre que podía, se apartaba al fondo del tajo y mantenía los árboles de sus
antecesores limpios de yerbas y humedecía sus pies en las calurosas tardes del
verano.
Al séptimo año, ambos árboles florecieron y lucieron sus exuberantes
racimos lilas, ante el regocijo y complacencia del nieto. Los árboles distaban
entre sí como de doce a trece varas y, en su crecimiento, el del lado izquierdo
venía desarrollando más las ramas de su lado derecho y el otro, al revés, de
manera que daba la impresión de que las ramas de su lado más cercano se
extendían como si fueran los brazos de los amantes que quisieran darse las
manos.
A los doce años, ambas Jacarandás habían desarrollado cada una su
enfrentada rama hasta el punto de que ambas se tocaban. Entonces, el nieto
mayor, que estaba aprendiendo el arte de la jardinería de su padre, con gran
osadía por su parte, injertó la rama del árbol de la tumba de su abuelo con la
rama del árbol de la tumba de su abuela. En aquellos día y hora, la sangre de los
amantes se fundió a través de la sabia de sus Jacarandás, que ya no fueron dos
árboles, sino uno sólo con dos pies. Aquella primavera sus flores brotaron de
color rojo carmesí y la rama común se fue engrosando y robusteciendo haciendo
con ello un arco vegetal sobre las tumbas de los amantes. Y, todos los abriles, lo
medinos, peregrinaban al tajo a ver las únicas Jacarandás del reino que daban
sus flores del color del amor puro y auténtico.
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Terminado que hubo su relato don Luis en Chi-ó, Azucena lo contemplaba
arrebolada de amor, con los ojos llenos de lágrimas, temblorosas por rebosársele,
y la boca abierta de admiración y subyugación por aquel impredecible ser con
que los dioses habían favorecido su existencia. Hacía mucho tiempo que la
eficiente esposa no complacía a su esposo como en los tiempos de la
Independencia, precisamente en la Medina, ya Sidonia y, no pudiéndose
aguantar, se levantó de su asiento y, sin reparar para nada en la presencia de
Juan de Dios y Carmelita, tomó a su chino de la mano y se lo llevó a la alcoba...,
donde hizo que el chino tocara el cielo con la punta de sus dedos. ¡Qué pocos
momentos como aquél depara la vida a la existencia de cualquier hombre, ni aun
viviendo varias, como era el caso del astrónomo loco!
Como durante aquella visita, Juan de Dios le hablara al chino de los
golfines y éste mostrara gran curiosidad por contemplar aquellas criaturas de la
naturaleza, a los pocos días, se encontraban ambos a bordo de una pequeña
chalupa al objeto de acercar lo más posible al sabio a los animales que, hasta
ahora, se venían mostrando absolutamente inofensivos. Dos pescadores estaban
a los remos, Juan de Dios a la proa y el sabio chino a la popa. Navegaron largo
rato por entre los buques que se hallaban fondeados en las aguas del puerto y, al
fin, aparecieron los dos grandes peces. Como si fueran conocedores del interés
que despertaban en el sabio, rodearon la barquichuela y se dejaron ver en
mansedumbre hasta el punto de que, pronto, los hombres superaron la impresión
que les había producido su gran tamaño. Cuando, después de un buen rato de
observarlos, ya se disponían a regresar a tierra, uno de los pescadores levantó
unos trozos de velamen que había en el fondo de la chalupa y bajo los que
guardaba dos arpones de los que utilizaban en los corrales de pesca y, al tiempo
que cogía uno y le pasaba otro a su compañero, le dijo a don Luis en Chi-ó:
- ¡ Si ya ha visto el caballero lo bastante a estos malditos, ahora nosotros
vamos a acabar con ellos, que hace una semana que no cogemos una mala
mojarra y los chiquillos están esmayaitos de hambre!
Juan de Dios vio como algo natural que aquellos pescadores defendieran
su propia subsistencia, mas el astrónomo loco, horrorizado por el desatino que
sería acabar con aquellas formidables criaturas, se puso en pie para tratar de
impedirles el manejo de los arpones. Pero el sabio no era hombre de mar y,
rápidamente, perdió el equilibrio, haciendo zozobrar la pequeña embarcación, y
cayendo al agua junto con uno de los pescadores. Los ropajes que llevaba le
impedían moverse y la desorientación que tenía era tal que no daba con la
superficie, produciéndole ello tal angustia que, cuanto más nervioso se ponía,
más desorientado estaba. Los pulmones le iban a estallar y sus manos no
lograban abrir las cortinas de mar que daban al aire. Cuando no pudo más,
respiró agua..., sintió un frescor reconfortante en los pulmones y perdió la
conciencia.
Se sintió en el espacio, flotando por encima de la chalupa donde Juan de
Dios se despojaba de su casaca y de sus botas y se lanzaba al agua. Al poco, le vio
salir a respirar. Después, se sumergió otra vez. Parecía que él también se iba a
215
ahogar, cuando, al fin, regresó a la superficie trayendo con él el cuerpo del
chino..., su cuerpo.
Mas, puesto que su consciencia permanecía en el espacio que no en su
cuerpo, es que debía estar muerto. Con la ayuda del pescador que permanecía en
la barca y también del que estaba en el agua, Juan de Dios consiguió subir el
pesado cuerpo del chino a bordo. Allí quedó de bruces en las cuadernas del fondo,
echando agua por la boca y las narices. Le levantaron los pies para que
terminara de echar el agua de los pulmones y, al poco, estaba el chino tosiendo y
vomitando todo lo que había comido aquella mañana.
Y estando pues el chino vivo, don Luis permanecía en el éter..., incorpóreo.
Entonces el ánima de don Luis sintió un fuerte tirón, como las otras veces en que
murió. Y parecióle que se desplazaba a gran velocidad por una gran oscuridad
sin límites en el espacio. Mas no sentía desasosiego alguno, antes al contrario, su
estado era en extremo placentero. Entonces comenzó a ver algo de claridad en un
punto lejano, muy lejano. La luz se fue acercando..., debía de ser su amado
arcángel..., Gabriel. No obstante, en llegando a la luz, no veía nada, y sin
embargo sentía una gran presencia. Y, sin oír palabra alguna, supo que aquella
presencia era la del arcángel que, en esta ocasión, quería mostrarle cómo se
puede tener existencia y presencia sin adoptar forma alguna. El tono de las
percepciones que recibía era amigable, por lo que quiso aprovechar para pedir
una explicación del porqué de sus reiteradas vidas, mas sentía cómo un algo le
impedía concebir la pregunta en su mente..., era como si no pudiese controlar su
pensamiento porque éste era conducido por alguna fuerza indiscutible. No
obstante don Luis se rebelaba y quería ser dueño de su mente y plantearle a
aquella divinidad que, si en otras ocasiones había puesto fin voluntariamente a
su vida, esta vez todo había sido un accidente y..., ahora que se acordaba, él no
tenía ningún deseo de abandonar a su querida Azucena ni a su amigo Juan de
Dios, ni su placentera vida en Las Gadeiras. Entonces, la presencia le hizo sentir
que él era un instrumento a su servicio, que estaba resultando muy útil a sus
intereses, pero que aún debía serlo por un tiempo más. Y, estúpidamente, don
Luis se sintió conforme con aquella situación y albergó, en su ánima, el profundo
deseo de servir fielmente a aquella presencia que, sin duda, lo subyugaba.
Y el arcángel, a modo de pago anticipado por los servicios que había de
prestar en su nueva vida, le transmitió una nueva revelación.
Entonces don Luis, con los ojos del alma, que no necesitan leer por sílabas
como nosotros, sino que lo ven y entienden todo al mismo tiempo, vio claramente
el versículo 17 del Evangelio de Mateo: “Seis días después, toma Jesús consigo a
Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, al monte Tabor. Y se
transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos
blancos como la luz. En esto se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban
con él. Entonces Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: Señor, es bueno estarnos
aquí. Si quieres haré tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.
Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió, y salió de la
nube una voz que decía: “Este es mi hijo amado, en quién me complazco;
escuchadle”. Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo.
Mas Jesús acercándose a ellos, les tocó y dijo: “Levantaos, no tengáis miedo”. Ellos
alzaron sus ojos y ya no vieron a nadie más que a Jesús solo.”
- Pues bien - le dijo el arcángel - esa presencia divina allí mismo, sobre la
superficie de la Tierra, tan cercana como para que su voz fuese oída directamente
por los humanos, no corresponde al dios Supremo..., sino a un dios menor..., de la
escala intermedia..., la Gran Divinidad nunca ha estado tan cercana a vosotros
216
los mortales de la Tierra.
Don Luis, buen conocedor de las escrituras, mantenía aún la boca de su
espíritu abierta de asombro, calculando la transcendencia de que el padre del
Cristo no fuera el dios total, sino un dios menor, cuando, de repente, vuelta a
empezar, de nuevo se sintió retornar a la ilimitada oscuridad, sabiendo de sobras
él que, ahora, al final, no se encontraría una luz celestial, sino otra envoltura,
similar a la del chino, donde debería recluir su ánima hasta dios sabe cuándo.
Un chasquido como el de una sandía que se reventara contra el suelo..., y
se sintió dentro de un cuerpo de mujer. ¡Dios mío..., esto ya es demasiado, ahora
voy a tener que vivir en un cuerpo femenino!, mas, como ya sabemos que la carne
es débil, el siguiente pensamiento de don Luis fue el de aprovechar la coyuntura
y tocarse los pechos..., se los palpó, y vive dios que los tenía firmes y tersos. Se
pellizcó los pezones y sintió un pequeño placer en ello, mas no en tocarlos el
varón, sino en ser tocada la varona. A continuación sintió deseos de chupárselos,
mas, como eran duros y pequeños, no se llegaba con la boca, lo cual le produjo un
gran desencanto. Enseguida pensó que aquel cuerpo de mujer también había de
tener una vaina para su miembro..., se echó mano y se palpó la entrepierna..., y
una gran decepción lo embargó, ¡pues si de nada le había valido tener un
miembro sin vaina, de qué había de valerle ahora tener una vaina sin miembro!
Entonces pensó que, si, algún día, él era dios, concebiría a los seres completos...,
cada uno con su miembro y su vaina para enfundarlo. Y, de repente, un gran
chasquido en su cabeza borró toda la memoria de don Luis, que fue a reservarse
en una cápsula que tiene el alma para albergar las memorias de otras vidas y
sucedió que gran parte de don Luis quedó preso en la cápsula del ánima y
solamente una pequeña porción del mismo pasó a ser Candelaria Ponce de León,
la joven esposa de don Casimiro Garnica, teniente del ejército de su majestad con
destino en Santiago de Cuba, que, milagrosamente, había revivido después de
haber dado a luz a una niña muerta y haber perdido muchísima sangre y que,
inconscientemente, se acababa de echar mano a sus partes..., del dolor que debía
sentir la pobrecita.
Por su parte, Juan de Dios, loco de contento por haber podido salvar al
chino del ahogamiento que había sufrido, cuidaba de este con gran mimo por
regresárselo a Azucena en las mejores condiciones posibles. El pobre chino
parecía muy afectado, pues apenas articulaba palabra alguna. Juan de Dios
atribuía su extraño comportamiento al susto que había pasado, mas, cuando
regresaban a La Isla, ya en la calesa del chino, su extrañeza iba en aumento,
pues no sólo es que no hablara, sino que su mirada había perdido todo el brillo y
agilidad que la caracterizaban e incluso la forma de estar de su corpachón
parecía haber cambiado perdiendo cierta gracia y prestancia que, en otro tiempo,
tuviera.
Cuando doña Azucena los vio entrar por la puerta, no pudo reprimir un
grito de angustia. Después se llevó las manos a la boca y para sí misma, dijo, ¡dios mío, don Luis se ha muerto!
Efectivamente, don Luis había muerto para ellos y aquel ser que Juan de
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Dios traía consigo no era más que el desalmado Chi-ó..., vacío de don Luis.
Pasaría mucho tiempo hasta que el guardiamarina, hijo adoptivo de
Amparito Rocco y de Marco Antonio Gabriel, admitiera que aquel cuerpo no
albergaba ya el ánima de su admirado y querido don Luis. Entonces, lo lloró
amargamente, pues sentía que nunca más en su vida se tropezaría con alguien
de tanta valía.
Por su parte, Azucena le ofreció al chino que siguiera en su hacienda y que
se ocupara en lo que quisiera, por ejemplo en atender la puerta como hiciera en
otro tiempo, mas el desalmado chino, sin decir nada a nadie, se marchó.
Más tarde conocerían que se había refugiado en la Insula donde había
hecho amistad con el sepulturero del campo santo a quien ayudaba en los
enterramientos, exhumaciones y demás trasiego de muertos o huesos que viniera
al caso.
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19. Cuba, la Perla del Caribe ( 1830 – 1844)
Candelaria era natural de El Puerto de Santa María y Casimiro era de Camargo en Santander,
donde estaba el histórico astillero de Guarnizo, competidor encarnizado del de La Insula. Se habían
conocido en la diligencia haciendo el viaje de Madrid a Sevilla. Ella regresaba de pasar una
temporada en la casa de su tía Adela, que acababa de dar a luz al quinto de sus hijos, y como
Candelaria era la mayor de siete hermanos, se daba muy buena traza con los recién nacidos, así es que
todas sus tías, que eran cuatro, se la rifaban cada vez que habían de parir para que, al menos, les
ayudara durante la cuarentena del recién llegado. Casimiro, por su parte, venía a Gades a incorporarse
al Regimiento Valencey, surto en La Insula y en el cual ostentaba la graduación de teniente. Con su
uniforme gris, sus galones, su sable y su sombrero con escarapela, sus blancos guantes y sus botas
altas, estaba más guapo que un San Luis. Sus maneras tan corteses y, sobre todo, esa forma suya tan
fina de pronunciar las eses finales, fascinaron a la niña Candelaria desde que, en la Puerta del Sol, le
tendió su enguantada mano para ayudarla a subirse a la diligencia.
Sin embargo, lo que más encandiló a Casimiro, aparte sus rubios tirabuzones y su carita de
querubín, fue la manera tan graciosa en que pronunciaba las erres, pues lo hacía, aunque de forma
natural y por mor del frenillo de la lengua, al estilo francés, gangoseándolas.
Una vez en las Gadeiras, él comenzó a visitarla en su casa de la Plaza de El Polvorista, cada
vez que sus obligaciones militares se lo permitían. No faltaban embarcaciones que hicieran el
trayecto de la Bahía entre La Insula y Gades, y entre ésta y El Puerto, a cualquier hora del día.
Después de tres meses de “pretensiones” y un año de relaciones, y ante la inminencia de su
próximo destino a las Indias Occidentales, se precipitaron los acontecimientos y contrajeron
matrimonio en el Convento de las Clarisas de San Miguel, un mañana de un frío y gris otoño del año
del Señor de 1830. Ella contaba con dieciséis años de rodada por este ancho mundo, y él, con seis
más..., lo que lo hacían mucho más experto y mayor. Tres semanas después, a bordo de la fragata
Preciosa, de 34 cañones, surcaban la mar océana en busca de las Antillas y del inicio de su vida
matrimonial.
Tras una horrible travesía en la que la pobre niña estuvo más tiempo asomada por la borda,
dando de comer a los peces lo que previamente ella comiera, que en cualquier otra postura o actitud,
llegaron a la estrecha bahía en cuyo fondo se encontraba la ciudad de Santiago de Cuba. Altas
paredes rocosas la limitaban por ambos lados y los picos de la Sierra Maestra la enmarcaban por
detrás. El castillo del Morro les dio la bienvenida cuando navegaron junto a él y, posteriormente, la
fortaleza Estrella, a la que iba destinado el teniente Garnica. La ciudad había experimentado un
importante crecimiento desde que, en 1778, se proclamara el Reglamento de Libre Comercio, pero no
alcanzaba, ni aun de lejos, a la muy próspera capital de la isla, la Habana.
Uno de los múltiples terremotos que suelen cimbrear la ciudad de cuando en vez les dio la
bienvenida apenas pusieron pie en tierra. Aquello no se lo perdonaría Candelaria a Santiago mientras
viviera. Después de cruzar la mar océana sobre un suelo permanentemente inestable, en continuo
bamboleo, lo que más ansiaban sus mareados pies era disponer de un suelo sólido y estable sobre el
que afirmarse. Sin embargo, la ciudad la recibía con un larguísimo estremecimiento de sus entrañas
que la hicieron sentirse como la más ínfima de las hormigas… ¡ inhóspita ciudad con la que,
firmemente, se propuso no congraciarse jamás!
-¡Pues a todas luces – decía Candelaria desconfiada – si no es manera cristiana recibir con un
tazón de sal a quien viene sediento del polvoriento camino, aún menos lo es el recibir con un meneo a
quien trae los pies borrachos del balanceo de la mar…!
No hubo manera de hacer que la joven esposa de don Casimiro tornara este sentimiento de
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despecho hacia Santiago, que se le había arraigado en lo más profundo de sus sentires.
- ¡Si la mujer te pide que te despeñes por un tajo..., amigo Casimiro, no te queda más que
pedirle al santo que aquel sea bajo!- le decían los compañeros del Regimiento ante su resistencia a
cumplir los deseos de su esposa de trasladar su residencia a La Habana.
Finalmente, no tuvo Candelaria necesidad de recurrir a su amistad con el gobernador de
Santiago, para que mediara ante los jefes de su amado esposo en vistas a procurarle el deseado
traslado. El azar trabajó, y gratis, para ella. Una revuelta de esclavos negros en la vecina isla de Haití
había metido el miedo en el cuerpo de los terratenientes de La Habana, Matanzas y Oriente y, con su
influencia sobre los poderes administrativos, no habían tenido dificultad en conseguir que se
reforzaran los destacamentos militares de la capital. Así, a los pocos meses de su llegada a Santiago y
como parte de aquellos refuerzos, viajaron por tierra, desde una punta a otra de la Isla, los esposos
Garnica y Ponce de León.
La selva tropical cubría la mitad de la superficie de la isla; las tierras bajas y cálidas de las
costas estaban plagadas de manglares; en el interior, se extendían los bosques tropicales secos, de
hoja caduca, con magníficos ejemplares de cedros tropicales, de acajús, perales, angelines y
almácigos y, en los suelos más pobres y arenosos, se desarrollaban hermosos pinares con centenarios
ejemplares del pino de Cuba y del pino Occidental, así como del pino tropical (hembra) y el caribeño
(macho); por la Sierra Maestra y el altiplano de Baracoa, se extendía la selva tropical perenne,
impenetrable. Afortunadamente, la fauna isleña adolecía de ejemplares peligrosos para el hombre: ni
pumas, ni tigres, ni lobos, ni nada parecido había concebido el creador para aquel paraíso, antes al
contrario, los animales mortíferos para el hombre no pasaban de ser diminutos mosquitos
transmisores de la malaria, la fiebre amarilla y otras mortales inconveniencias. Abundaban las aves,
como los flamencos, los zorzales reales, el ruiseñor de dulcísimo canto y, sobre todo, el zunzuncito,
pequeño pajarillo que ha de encontrarse entre los más diminutos de todo el orbe y que abundaba casi
tanto como los mosquitos. La gran variedad de murciélagos arrancaba con facilidad los histéricos
gritos de las damas, esposas de la oficialidad, que acompañaban la expedición de auxilio desde
Santiago hasta La Habana. En los numerosos ríos y riachuelos que hubieron de cruzar, no fue raro
que encontraran numerosos ejemplares de focas fluviales, de carácter afable y juguetón. No tenían el
mismo carácter las hieráticas iguanas, los hambrientos y agresivos cocodrilos y caimanes, ni las
indiferentes tortugas.
Candelaria estaba en avanzado estado de gestación cuando iniciaron la marcha. Inútiles
habían sido los consejos de su esposo ni de sus amistades de que pospusiera su desplazamiento hasta
después de haber dado a luz. El terror que se le infundía cada vez que recordaba el temblor de tierra
del día de su llegada, aumentado con los varios temblores que después de aquél había sufrido durante
su estancia en Santiago, ponían alas a sus pies para salir de aquella ciudad que se le antojaba que el
diablo cernía de vez en cuando para hacer caer a los pecadores a las profundidades del averno.
El viaje en carreta no estaba siendo nada favorable para su salud ni la de la criatura que
portaba en sus entrañas. El comandante de la expedición planificaba los desplazamientos de tal forma
que las acampadas nocturnas se hicieran junto a los asentamientos rurales, donde los hubiera, de tal
forma que al menos la noche la pasara la preñada al abrigo de los bohíos de los campesinos, ya fueran
blancos o negros horros (libres).
A dos días de viaje para llegar a La Habana, le aconteció a la niña lo que ya describimos
cuando el arcángel dispuso que don Luis entrara en su cuerpo, una vez que ésta había muerto de mal
parto. Las esposas de los oficiales compañeros de Casimiro que la asistieron haciendo las veces de
comadronas habían quedado pasmadas ante aquel caso que no dudaban en calificar de “milagroso
resucitamiento”, ya que la había vuelto a la vida después de desangrarse toda y haber estado sin
conocimiento ni pulsos por más de diez minutos. Quienes convivieron con ella a partir de aquel
acontecimiento, ciertamente, pudieron constatar que la niña no era la misma después del aborto: su
carácter, su actitud ante la adversidad de la vida, su serenidad, su sagacidad..., hacían pensar que se
había producido en ella una gran maduración de su personalidad. Su esposo, don Casimiro, sería el
primero en notarlo. Sin ir mas lejos, su actitud en el tálamo nupcial cambió radicalmente, pasando de
mantener una actitud de recipiente estático en posición de decúbito supino, a convertirse en sinuosa
anaconda activa, juguetona y apasionada, huidiza, a veces, hasta provocar el deseo incontenible del
varón, instante en el que se revolvía para entrelazarse en el más apasionado abrazo de amor. Cuando
era requerida por su marido y la enfermedad lunar propia de las mujeres le impedía cohabitar con él,
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no rechazaba el juego amoroso que su marido le solicitaba, sino que, utilizando de las otras cavidades
de su cuerpo, conseguía llevar a término el envite a que había sido requerida, logrando la plena
satisfacción de su amado hombre. Aquella nueva actitud, sin embargo, tenía desconcertado a
Casimiro, que se debatía entre la aceptación de aquella agradable convivencia marital que su mujer
le procuraba y los escrúpulos religiosos que la misma le infundían. Y le venían éstos, precisamente,
de que, en las largas tertulias de los cuerpos de guardia con los compañeros de milicia, al parecer
todas las esposas mantenían, al igual que la suya antes, la actitud de receptoras estáticas, como
correspondía a un acto encaminado única y cristianamente a la procreación. Y solamente oía de sus
camaradas la descripción de relaciones con mujeres activas y que utilizaran de otros orificios
corporales, además del natural, cuando éstas estaban referidas a relaciones con busconas o con
esclavas negras. En varias ocasiones, había estado a punto de trasladar sus escrupulosas dudas a su
confesor, el fraile del destacamento don Antonio de Benito, mas no lo había hecho porque estaba
seguro de que éste se lo reprobaría y le exigiría la supresión inmediata de tales juegos amorosos. Así
es que prefería mantenerse en la duda y seguir disfrutando de su excepcional esposa, hasta más ver.
Qué sencillo habría sido requerir de Candelaria una explicación a su cambio de actitud
amorosa. Y ella le habría contado cómo, desde que perdió a su hijo, veía la vida como un corto
espacio de tiempo al que tendría que sacarle todo el provecho que fuera posible, y también que la
esclava Mbambé la estaba instruyendo en las artes del amor que practicaban en su tierra africana, y
que aquélla le procuraba los aceites con los que embadurnaba su cuerpo y las especias cuyo olor a él
tanto le enloquecían. Sin embargo, Casimiro optó por el silencio cobarde desde el que sacaba el
provecho de la actitud “pecaminosa” de su esposa, pretendiendo mantenerse, respecto de la misma,
desconcertado e inocente. Éste sería el primer abismo que se abriría entre ambos.
Corría el año de 1832 y apenas dos llevaba el matrimonio en La Habana, cuando Candelaria
recibió una carta de su madre en la que, entre otras muchas cosas de Las Gadeiras, le contaba acerca
de la muerte del tío Vicente, hermano de su madre, solterón y del que Candelaria era su sobrina
preferida. Al parecer, le había dejado en herencia dos importantes viñedos en El Puerto y una gran
salina en Chiclana. Casimiro, que no estaba muy animoso con su carrera militar y sintiéndose más
inclinado al comercio, al ver cómo tantos se enriquecían a su alrededor con los ingenios azucareros,
consiguió convencer a la todavía niña Candelaria para que vendiera sus posesiones heredadas en las
Gadeiras y las invirtieran en la adquisición de una propiedad para explotar la caña de azúcar. A la
vuelta de unos años, habrían multiplicado el capital y podrían regresar a su amada Bahía Gaditana,
donde vivirían de rentas durante el resto de sus días.
Así fue como, al poco tiempo, los esposos Garnica eran propietarios de una finca en el vecino
término de Matanzas, de casi cuarenta caballerías (que ésta era la medida de superficie que se
utilizaba en la isla, y que equivale como a unas ocho mil fanegas castellanas), dedicada a la caña de
azúcar y dotada de su ingenio correspondiente. Otra más chiquita, de sólo diez caballerías, en el
altiplano de Baracoa, dedicada al café. Y, por último, una señorial casa en la calle del Obispo de La
Habana, de donde era difícil hacer salir a Candelaria para visitar sus propiedades. En la finca de
Matanzas, tenían treinta esclavos, en la de Baracoa, cinco y en el domicilio familiar, otros cinco,
además de dos sirvientes blancos.
Candelaria no tenía gran apego por las cosas materiales de este mundo, de ahí que no hubiese
tenido reparo alguno en poner a disposición de su esposo la pequeña fortuna que había heredado del
tío Vicente. Casimiro, en cambio, parecía haber nacido para los negocios, en los que se desenvolvió,
desde un principio, con gran soltura. Bien pronto se vieron inmersos en la alta sociedad habanera y en
sus tertulias, bailes, casinos, cafés y asociaciones culturales.
La Habana era un emporio de riqueza en manos de la clase dominante española. La
revolución de esclavos de Haití y el ejemplo independentista de las demás colonias habían hecho que
su majestad imperial pusiera especial énfasis en endurecer los controles y la represión contra la
población cubana. El Gobernador, don Miguel Tacón, gobernaba Cuba “a taconazos”. No eran ajenos
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los intereses de la corona y de los altos gobernantes de Madrid, al negocio de la trata de esclavos,
abolido desde 1820, pero que se continuaba realizando de forma clandestina con la anuencia de
cuantas autoridades españolas tenían puestos sus intereses en tan lucrativo comercio. No obstante, se
empiezan a señalar las primeras diferencias entre los terratenientes criollos y la clase dominante
española: aquellos comienzan a aproximarse a la pequeña burguesía en la que sí se estaban dando los
primeros indicios de un sentimiento nacionalista cubano. Aquí se produciría el segundo de los
abismos que irían separando a Candelaria de Casimiro, pues ella comenzó a simpatizar con los
ideales independentistas, mientras que su esposo permanecía fiel a su honor y origen español, por
encima incluso de sus propios intereses económicos.
El vientre de Candelaria había quedado yermo con el aborto que tuvo en las montañas y de
nada habían servido las rogativas ni las novenas hechas ante la Virgen de la Caridad del Cobre a que
se vio conducida por sus amigas burguesas, ni los ritos paganos ante Yemaya, diosa del mar, de la
maternidad universal y de la feminidad fecunda, a los que la llevó su maíta Mbambé. Ninguno de
ellos sirvió para que su vida conyugal se viera bendecida con el fruto de su vientre y, porque la
situación pasara de difícil a imposible, cada vez eran menos frecuentes las siembras de semilla que su
esposo ofrecía a su ansioso y estéril claustro materno. Las temporadas que Casimiro pasaba en las
haciendas de Matanzas y Baracoa eran cada vez más largas y, si después de un largo camino, el
hombre no acude presuroso al pozo de la casa a saciar su sed, es porque ya la sació en pozo ajeno. Al
cabo, su maíta le vino a confirmar que el amo tenía una querida blanca en Matanzas y que también se
hacía calentar la cama de la hacienda de Baracoa por una negra bozal (nacida en África), de belleza
sin par.
Aquél sería el tercer abismo que se abrió entre ambos. Y teniendo ya tres de los cuatro puntos
cardinales sin comunicación posible, sólo quedó entre ellos el puente de la educación, de las buenas
maneras y de los convencionalismos sociales, por los cuales siguieron viviendo como un matrimonio
católico, apostólico y romano, aunque no fueran sino un fracasado proyecto de familia que nunca
llegaría a realizarse.
Mas si esta situación hubiese sido bastante para que cualquier otra mujer se pasara el resto de
su vida culpándose de su esterilidad y con ella, del fracaso de su matrimonio, éste no era el caso de
Candelaria. Sirviéndose del poderoso carácter que albergaba aquel delicado cuerpo femenino, hizo
valer sus derechos y exigió de su marido tomar parte y gobierno en la administración de lo que, a la
postre, era su fortuna personal. Y de esta manera, ella comenzó a desplazarse a las haciendas
familiares al objeto de conocer de la situación y gobierno de las mismas. Los demás pensaban que su
actitud estaba encaminada a interponerse entre su esposo y sus aventuras amorosas, por tratar de
recuperar a su hombre, mas no era esto lo que movía a Candelaria, que ya daba por perdido para
siempre el respeto de su esposo para con ella y además, muerto el amor, a qué recuperar un cadáver
en putrefacción. Lo que sí quería ella era recobrar su estima, su capacidad para enfrentarse a la vida
y, sobre todo, ganar su independencia. ¿No había, tanto en España como en Cuba, ejemplos de
mujeres que, habiendo quedado viudas, habían administrado con prudencia y sabiduría el patrimonio
familiar? Pues otro tanto quería hacer ella que, a los efectos, se consideraba viuda del respeto y del
amor de su esposo.
Casimiro no tuvo más remedio que transigir con aquella nueva situación pues ella estaba en
su derecho de administrar lo suyo y él, además, tenía la mala conciencia de haber desatendido a su
esposa y haber cometido, no sólo uno, sino dos continuados adulterios.
En aquella situación, Candelaria, en su más íntima conciencia, tomó la decisión de ser la
madre de todos sus esclavos y sirvientes, a los que su esposo había venido tratando de forma
despótica y desconsiderada, como se acostumbraba en toda la isla. Comenzó a poner en práctica la
romántica idea de una administración paternal y generosa de sus bienes, dejando que del fruto de los
mismos también participaran los que, con su trabajo y esfuerzo, lo hacían posible.
Casimiro, en un principio, se sublevaba por dentro viendo cómo su trabajo y empeño de
tantos años era puesto en altísimo riesgo por el capricho romántico de su despechada mujer. No fue
pequeña la contribución que, a tal estado de ánimo, tuvieron sus amigos terratenientes, que no veían
con buenos ojos los experimentos liberalistas que Candelaria estaba haciendo con los esclavos.
Durante un tiempo, anduvo ocioso perdiendo su tiempo en casinos, cafés y tertulias en La Habana,
pero él no era ni un holgazán ni un mal hombre. Se había equivocado en el trato dado a su compañera
y se había dejado llevar por la moda burguesa de tener varias queridas, pensando que ella, al igual
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que las otras esposas, acabaría aceptándolo. Y al final había quedado como el gallo de Morón, sin
plumas y cacareando. En las tertulias, había conocido a un aventurero inglés, llamado James
Marshall, que decía tener conocimiento cierto de dónde se encontraba “El Dorado”, allá en el vecino
continente. Naturalmente, lo único que precisaba para llegar hasta él era un socio capitalista que le
financiara los gastos de la expedición hasta la alta California, que, desde el año 1822, había pasado a
poder de la recién independizada nación Mejicana y estaba aún prácticamente despoblada, si
quitamos a cuatro frailes y otros tantos caparrotas que allí buscaban fortuna.
Casimiro hizo acopio de todos sus fondos y apostó todo a una sola carta: California. Ni tan
siquiera se despidió de su esposa. Cuando Candelaria regresó a la casa de La Habana, después de un
largo período de tiempo en Matanzas, se encontró con su ausencia y con una carta lacrada que el
mayordomo le entregó de parte de su marido.
La Habana, a 7 de Noviembre de 1837
Querida esposa mía, no puedo seguir soportando la humillación de sentirme ocioso mientras
tú administras nuestro lar. Ni un día más viviré de ti ni de tus rentas. Voy a efectuar una inversión en
el Continente que espero que me venturen la Virgen Blanca de la Caridad del Cobre y "Ogun", el
dios lucumi de las montañas y los minerales, pues si ellos no me protegen..., será el final.
Mas con todo, lo que me hace imposible la armonía conmigo mismo es haberte perdido como
compañera y como esposa. Desde la mala hora en que se secó tu vientre en el altiplano, un cambio
se produjo en ti que yo no he sabido ver a tiempo. Fue como si, roto el cántaro de la fertilidad,
brotara de él una blanca y fulgurante paloma, hermosa y libre. Hoy que te he perdido sé que, aunque
no pudieras darme hijos, no encontraré en el ancho mundo una mujer tan valerosa como tú. Nadie
ha sabido darme el amor que tú me has dado y yo, ¡qué ciego estaba!, ponía reparos morales a tu
entrega sin límites.
No parto por dejarte, sino, antes al contrario y aunque parezca una contradicción, parto
para reconquistarte. Haré fortuna o pereceré en el intento. Y vendré a poner el mundo a tus pies, y a
mí con él.
Rubricado por don Casimiro Garnica
La rúbrica estaba emborronada, prueba fehaciente de que Casimiro no había podido
retener sus lágrimas al despedirse de su esposa. Sin embargo, Candelaria, cuando terminó la lectura
de la epístola, tenía el corazón como de cobre y un tenue pliegue de la comisura de sus labios
semejaba una sonrisa de victoria, pues aquello era lo que más deseaba en aquellos momentos de su
vida..., sentirse libre de ataduras matrimoniales y de convencionalismos sociales con los que cumplir.
Su madre, que le escribía regularmente una vez al mes, la mantenía informada de los
acontecimientos en España y en Las Gadeiras. Junto a la última misiva, le había remitido un ejemplar
del periódico de El Puerto Real, llamado El Aldeano, en el que un oficial de la Armada de su
Majestad, llamado Joaquín Abreu, de condición liberal, diputado en las Cortes durante el Trienio
Liberal, venía exponiendo el pensamiento utópico de un tal Charles Fourier.
Consistía la teoría del idealista franchute en una nueva organización armónica de la sociedad,
fundamentada en dar libertad a los deseos y pasiones humanos que se desarrollarían libre y
armoniosamente en un estado de vida en pleno contacto con la naturaleza. Propone el gabacho la
supresión del matrimonio por considerar que éste restringe artificiosamente al hombre y a la mujer en
el desarrollo de sus humanas pasiones, pues éstas están puestas por el Hacedor en el ser humano para
ejercitarlas y no para constreñirlas. La comunidad ideal será una sociedad agrícola, pero organizada
científicamente, en la que se buscaría la armonización entre el trabajo, el talento y el capital.
Ni que decir tiene que las teorías de Charles Fourier parecían hechas a la medida de la
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situación por la que atravesaba Candelaria. A sus veintitrés años, en el cenit de su hermosura y, como
quien dice, viuda, era una linda flor deseandito ser libada por cualquier apuesto colibrí. Y todos los
convencionalismos sociales, especialmente los referentes al matrimonio, le estorbaban en sus
románticos proyectos de paraíso terrenal. Sus tímidos intentos en la reorganización del trabajo y el
reparto de sus frutos que ella venía iniciando en sus posesiones, le aparecían, ahora, científicamente
estudiados por un sabio francés.
Consiguió, a través de su madre, la dirección del grupo de Abreu en Gades e inició con ellos
un apasionado intercambio de misivas. El movimiento furierista triunfaba en París, donde sus
partidarios editaban la revista La Democracie Pacifique. Abreu suscribió a Candelaria a la citada
revista y la puso en contacto con otro grupo que se había organizado entre miembros relevantes de la
burguesía gaditana, al frente de los cuales estaba Margarita de Morla. Este grupo había presentado,
en la diputación de Gades, un proyecto para la constitución de un Falansterio en los terrenos del
Tempul en Xerez. El dinero para la construcción de la casa comunal y de las herramientas de trabajo,
aperos de labranza, semillas, etcétera, sería aportado por los capitalistas afines al movimiento y
mediante el método de adquisición de acciones. Los miembros del Falansterio, tal y como postulaba
Fourier, serían mil seiscientos que vivirían en la casa comunal y a los que se repartiría el trabajo en
función de sus aptitudes y talento. Con el fruto de su trabajo, los trabajadores también podrían
adquirir acciones del Falansterio. Todo ello encaminado a conseguir una perfecta armonía entre
capital, trabajo y talento.
Candelaria, entusiasmada con las noticias que recibía de Las Gadeiras y de París en relación
con el movimiento furierista, rápidamente, comenzó a hacer proselitismo entre sus muchas amistades
isleñas, tanto en La Habana como en Matanzas. En su casa de la calle del Obispo, se inició una
tertulia con el propósito de tratar, únicamente, sobre el furierismo y sus progresos en Europa. Se
reunían todos los jueves a las cinco de la tarde y eran frecuentes las sesiones que se prolongaban
hasta altas horas de la madrugada. Los pequeños burgueses y los terratenientes, tanto criollos como
españoles, que ansiaban comerciar con los Estados Unidos y, en aras de ello, tímidamente
propugnaban la independencia liberadora, estaban entre los principales componentes del grupo.
Aparte, claro está, de los románticos e idealistas que creían posible la convivencia armónica y
equilibrada entre los seres humanos..., como si no fuésemos fieras los unos para con los otros.
Los románticos, naturalmente, metían en el proyecto furierista tanto a blancos como a negros
o mulatos, así fueran libres como esclavos. Los llamados a ser los capitalistas del grupo, por su parte,
aborrecían este aspecto del proyecto, pues ponía en grave riesgo el principal sustento de sus
portentosos negocios..., la mano de obra gratuita, la esclavitud.
Así es que la pobre Candelaria veía con desaliento cómo su proyecto de Falansterio cubano
no entusiasmaba a los capitalistas isleños tanto como, al parecer, sucedía en el continente europeo.
Sin embargo, una experiencia liberalizadora se presentó ante ella, tal vez como preámbulo de
otras de mayor envergadura, pero que se dilatarían más en el tiempo. Tuvo conocimiento Candelaria,
a través de su maíta Mbambé, de que, en las montañas de Matanzas, retirado de la población, vivía en
un gran bohío, un mulato, poeta loco que se andaba todo el tiempo tan desnudito como cuando dios lo
trajo al mundo, y que les hacía versos a las palmas reales y a los cocoteros y a los zunzuncitos y que
se la pasaba hablando largo y tendido con éstos, y entablando plática con ellos, como si le
contestaran, y que su gran bohío era visitado por pintores y poetas, pues allí tenían sus tertulias sobre
arte, pero que, al parecer, la condición que ponía a cuantos quisieran entrar en su bohío era que se
pusieran tan desnuditos como él. - ¡ Y dicen los negros – añadía Mbambé – que allá se han visto lo
mismito señores que damas, platicando, tanto entre ellos como con las palmas y los ruiseñores..., y
sin más vestimenta que su propio pellejo de cada cual y cada quién!
El idílico cuadro que Candelaria forjó en su imaginación a raíz de las palabras de su maíta le
supo a hielo y a fuego. A hielo puro y limpio, le sabían las criaturas, despojadas de todo prejuicio,
dedicadas a la adoración del arte, y a fuego, que se le subía desde las piernas hasta el pecho,
llenándola de cándido rubor, al imaginarse desnuda entre desnudos. Y a partir de aquel momento, se
llenó de inquietud y se iba y se venía. Se venía de ganas de entrar en aquel grupo de románticos
adoradores de la criatura humana buena y solidaria y amante de las artes, y se iba de la tremenda
vergüenza que sentía tan sólo de imaginarse desnuda y expuesta a las miradas de todos.
Mas la atracción por entrar al bohío del poeta mulato pudo al cabo en ella más que todos los
rubores. No paró de indagar hasta conocer los nombres de las personas que frecuentaban el edén del
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arte, y al fin supo que entre ellos estaba, ¡cómo no!, su muy querido amigo don Bonifacio Zequeira.
Rápidamente se las ingenió para mandarle recado anunciándole su visita con cualquier vano pretexto.
Vivía don Bonifacio en la Plaza de San Francisco, por tanto, bastante cerca del domicilio de
Candelaria, en una hermosa casa con un precioso balcón cubierto de celosía de madera, haciendo
esquina. Era un señor de edad, cuya principal característica física era su luenga barba entrecana que
le llegaba hasta la mitad del pecho. Sus manos eran de una finura exquisita, comparables a las de
cualquier señora, pues jamás habían hecho esfuerzo alguno que estropearan su piel. Había heredado
de sus antecesores suficiente patrimonio como para no preocuparse, durante toda su vida, más que de
medio administrarlo y consumirlo a su antojo, en la seguridad de que había de faltarle vida para poder
agotarlo. Se había instruido en las artes plásticas y en las letras, hablaba latín y francés, criticaba
cuanto se le antojaba, ridiculizaba al más pintado y no se callaba ninguna ni se quedaba con nada en
el cuerpo, que no quisiera. Independentista apasionado, simplemente porque estaba harto de ver que
los destinos de los habitantes de la isla fueran regidos, caprichosamente, por corrompidos
funcionarios al mando de corrompidos reyes, y a cientos de leguas de los intereses de los isleños.
Exquisito en el trato y muy amigo de sus amigos, contaba como a una de sus más queridas niñas, a la
bella y “viudita” Candelaria.
La recibió a la atardecida, justamente en la habitación de la balconada de madera calada, a la
que Candelaria se apresuró curiosa a asomarse para ver, sin ser vista, a la gente que transitaba por la
Plaza. Don Bonifacio puso al corriente a la niña de las reuniones en el bohío de Plácido, que así se
llamaba el poeta mulato.
- No se trata nada más - le decía a Candelaria -, que de una tertulia como otra cualquiera,
sólo que con dos condicionantes, puestos obviamente por el artista anfitrión: el primero es que
considera su casa como el Palacio del Arte Natural y, por tanto, para entrar allí, las personas han de
dejar afuera todos sus prejuicios y convencionalismos sociales y deben, en consecuencia, de estar
desnudos para ser iguales; y el segundo condicionante es que, en la tertulia, sólo se puede hablar de
arte o de banalidades, estando especialmente proscritas las conversaciones sobre negocios, política o
religión.
- Me parece perfecto- respondió Candelaria emocionada- todas las personas iguales sin
importar su condición social ni el color de su piel, ni su poder terrenal. Solamente cuenta su amor a
las artes. Pero dígame, don Bonifacio- continuó indagadora- ¿ también acuden a la tertulia damas...?
- Evidentemente niña -, respondió don Bonifacio, sin soltar más prenda y disfrutando con la
curiosidad desmedida de Candelaria.
- ¿ Pero damas distinguidas, conocidas de la sociedad habanera...?-, insistía ella muertecita
por saber los nombres.
-¿ No sé si conocerás a don Cosme Morell y a su esposa Purificación? – dijo él a sabiendas
de que los conocía.
- ¡ Don Cosme y doña Pura!-, exclamó ella sonrojándose, al tiempo que se tapaba la
asombrada boca y se los imaginaba a los dos en cueros, cogidos de la mano.
- ¿ O a don Félix Águila y a su esposa doña María?-, continuó él, disfrutando como un
diablillo del escándalo que estaba produciendo en ella, que permanecía tapándose la boca con ambas
manos y con los ojos abiertos como platos, cada vez que le pronunciaba el nombre de esposos,
novios, viudos o solteras que ella conocía.
- ¿Pero a qué viene tanto escandalizarse, niña mía, acaso no tenemos todos debajo de
nuestros ropajes el mismito pellejo que dios nos dio al nacer?
- Discúlpeme don Bonifacio -, dijo ella recomponiéndose y tratando de recuperar el control
de su mente, que se hallaba perdida en una especie de bacanal romana de retorcidos cuerpos
desnudos con caras conocidas.
- A ver muchachita - le dijo él paternalmente, al tiempo que le cogía la mano con las suyasno turbes tu ánimo por tan poca cosa. Todos los que hemos acudido a las tertulias de Plácido, las
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primeras veces, nos hemos sentido azarados, tal y como te sucede a ti ahora, tan sólo con imaginarlo.
Pero, a medida que vas perdiendo el estúpido e hipócrita rubor, descubres que no hay manera más
linda de sentir la libertad de nuestro padre Adán que la de deambular por doquier en cueros, entre
semejantes bondadosos, cultos, idealistas y respetuosos de la desnudez de tu cuerpo y, lo que es más
importante, de la de tu alma.
Ella sonrió pícaramente, sabedora de que su sonrisa desarmaba al bueno de Bonifacio, y
permaneció coqueta, esperando la ansiada pregunta..., hasta que, al fin, él la pronunció:
-¿Quieres acudir a la próxima reunión?, será la semana entrante.
Ella enrojeció hasta las orejas, pero aun temiendo que el rostro se le incendiara de
vergüenza, respondió:
-¡Lo deseo con toda mi alma!
Maíta Mbambé la sacó de los brazos de Morfeo recién dadas las nueve de la mañana. El
señor Bonifacio había dispuesto que, a las once, la calesa en la que los tres habían viajado el día
anterior hasta Matanzas estuviera lista en la puerta de la casa. Y al señor Bonifacio no le gustaba, ni
tantito así, esperar un minutito. Así es que, con tiempo suficiente, comenzó la negra a preparar a su
niña Candelaria para la ceremonia iniciática a la que se iba a someter.
-¡ Primero que nada, niña, déjame ver cómo tú estas de limpia, no sea que tengas aggún
churrete en agguna patte y vayan a pensar que somos unos pueccos! – le decía Mbambé en tanto que
la niña se desperezaba y se dejaba quitar el camisón, sometiéndose a la minuciosa inspección de la
negra, que ahora le daba la vuelta para mirarle la espalda, hora le levantaba los brazos para mirarle
los sobacos, hora detrás de las orejas...
- He pensado – continuaba la negra – que, como vas a dar un paso tan impottante que te
puede llevar a una vida nueva, podías ponette tu traje color marfil de la boda..., ¡te hace tan bonita!
Candelaria no se extrañó de la propuesta de la Maíta, pues aquel traje fascinaba a la negra y,
frecuentemente, le proponía que se lo pusiera para cualquier ocasión que ella consideraba especial.
Sin embargo, esta vez, sí que podía ser pertinente vestirse con aquel traje.
Mbambé, como viera que su propuesta no había desagradado a su niña, y mientras proseguía
con su revista de higiene, continuó:
- También he pensado que, puetto que al final te vas a desnudar, no deberías ponette el corsé,
ni las enaguas, ni los calzones, ni nada..., solamente el vestidito sobre la canne...
- Pero ¿ y si se me levanta la falda del vestido?- dijo la niña, al tiempo que ponía ambas
manos sobre sus desnudos muslos, como queriendo detener al imaginario vestido plegado sobre sus
piernas.
- Qué tontería, un vettido hatta los pies, cómo se te va a levantar..., te tendría que pillar un
huracán…, y en el verano no hay huracanes…
Al final, Candelaria se dejó convencer por la Maíta y, a las once en punto, bajaba las
escaleras de la casa, a cuyos pies le esperaba don Bonifacio Zequeira, sintiendo cómo sus muslos se
rozaban entre sí y todo su cuerpo se movía libre bajo el tenue vestido. Le encantó aquella sensación
y, sobre todo, le gustaba que los demás no supieran, ni tan siquiera remotamente sospecharan, el
secreto de su desnudez bajo el vestido, que solamente compartía con Mbambé.
El viaje duró un buen rato, pues el bohío del poeta mulato estaba bastante apartado de la
civilización. Cuando llegaron, pudieron ver un gran claro en medio de un palmeral, sobre cuyo suelo
se extendía una corta capa de yerba y, en el centro del cual, se erigía el gran bohío. Varios troncos
secos, tallados in situ, hacían de esculturas de aquel natural jardín. Hombres y mujeres caminaban o
platicaban entre ellos..., todos desnudos. El cochero de don Bonifacio, que ya conocía el lugar, se
desplazó hasta el lateral de la cabaña, quedando a resguardo de las miradas de cuantos, también
desnudos, conversaban en el porche delantero del bohío.
- ¡Hemos de pasar por el Purgatorio antes de penetrar al Paraíso!-, le dijo don Bonifacio a la
niña, al tiempo que se apeaba del carruaje y le tendía la mano para que ella hiciera lo propio.
Cogida de la mano, la llevó hasta una puerta del lateral, que abrió tirando de un cordel que
salía por un agujero de la misma. Penetraron en una habitación en la que había una larga bancada
sobre la que se amontonaba la ropa de todos los que ya habían pasado al “Paraíso”. En un rincón,
había una tina de madera con agua, según dijo don Bonifacio, bendecida por Obatala, y una gran
esponja de mar flotaba en ella.
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- Antes de entrar en el Palacio del Arte Natural, tienes que efectuar un rito de purificación y
de resurrección a la nueva vida que te espera del otro lado.
- ¿Sí? -, sólo acertó a decir Candelaria en su turbación.
Don Bonifacio comenzó a desvestirse y, como viera que ella permanecía embobada
contemplándolo, le dijo:
- Tú también debes desvestirte, Candelaria. Y después, un iniciado, que supongo que
desearás que sea yo, debe limpiarte todo el cuerpo con la esponja de mar impregnada en el agua
bendita.
- ¡Sí..., claro! – le respondió arrebolada la niña, al tiempo que, dándole la espalda, se
remangaba el vestido y se lo sacaba por la cabeza.
Don Bonifacio quedó gratamente sorprendido por el carácter de Candelaria que, le acababa
de mostrar que no llevaba puesta más ropa que el vestido. Y estuvo seguro de que superaría el rito y
el rubor que en aquellos momentos la embargaban.
Con toda la delicadeza que su exquisita educación le permitía, la tomó de la mano y, ya
desnudos los dos, la acercó a donde estaba la tina. Sumergió la esponja en el agua de Obatala y, como
quien limpia una escultura de su veneración, así fue aquel hombre limpiando, desde la cabeza hasta
los pies, el cuerpo de aquella mujer.
Candelaria, a medida que la esponja recorría su cuerpo de arriba a abajo, notaba como si se
estuviera liberando de su antigua piel y otra nueva y fresca le brotara en el lugar de aquella. Se le
vino a la mente un recuerdo de su infancia cuando, allá en El Puerto de Santa María, había visto a una
culebra pasarse entre dos piedras dejando en la angostura su vieja piel, como si se quitara un brillante
vestido de fiesta.
Cuando hubo terminado, don Bonifacio, cariñosamente, le dijo:
- ¡Ánimo, lo estás haciendo muy bien! -, y, por otra puerta, la condujo al interior del bohío
donde varios hombres, delante de un cuadro recién pintado que aún olía, conversaban sobre la
expresividad de determinadas formas allí plasmadas.
Candelaria, cuando todos se volvieron para mirar a los recién llegados, no pudo evitar, en un
acto reflejo, el taparse los pechos con el antebrazo y mano izquierdos y el pubis con su mano derecha,
al tiempo que humillaba su cabeza y encorvaba su cuerpo como queriendo esconderlo.
Los del cuadro comprendieron que se trataba de una neófita y, regresando sus rostros y su
atención al cuadro, continuaron con sus disquisiciones artísticas, tratando con este gesto de
desviolentar a Candelaria. Pero ella, no obstante, no consideró oportuno, de momento, desnudarse de
sus manos redentoras. Un bello jovenzuelo que permanecía sentado en el suelo comiendo fruta de una
canasta que tenía ante sí cogió un pequeño mango y se lo echó a Candelaria, con la intención de que
ésta, al cogerlo en el aire, desnudara su cuerpo. Mas la niña no reaccionó y dejó que el pequeño fruto
golpeara sobre su vientre y cayera al suelo. El muchacho esbozó una sonrisa de disculpa, como
diciéndole, “¡yo lo he intentado...!”
Bonifacio, con extrema delicadeza, puso su mano sobre el hombro de la niña por atraerla con
él, ya que sabía que la mano no se la daría en aquellos momentos por nada del mundo. Así, la atrajo
hacia afuera y caminaron por el jardín hacia una zona en la que no había nadie, con la esperanza de
que allí se encontraría más segura. Se sentaron sobre una esterilla a la sombra de los árboles desde
donde podían ver el conjunto a suficiente distancia como para que Candelaria no se sintiera centro de
atención de mirada alguna. Sentada con las piernas juntas y a un lado, despacito, fue bajando los
brazos hasta dejarlos cruzados a la altura del vientre, dejando ver sus pequeños y blancos pechos. Sin
embargo, Bonifacio los ignoraba y centraba su atención en el rostro de la niña. Entonces ella, por
primera vez desde que estaba en el “Paraíso”, reparó en el rostro de su iniciador que, rebosaba ternura
hacia ella y fue tal el ánimo que aquel gesto de Bonifacio le infundió que se olvidó de sus brazos, de
sus pechos y de su cuerpo y pasó a centrarse en el de su acompañante, con cierto descaro. El bueno
de Bonifacio estaba muy delgadito y de todo su ser lo que más destacaba era su luenga barba. Pudo
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observar la niña que todo el cuerpo del hombre estaba tostado por igual, lo que daba a entender que
se exponía desnudo al sol con frecuencia. Entonces volvió a reparar en su propio cuerpo, que se le
antojó excesivamente blanco. Bonifacio, leyendo sus pensamientos, le dijo:
- Debes tener cuidado con el sol, pues tu blanquísima piel se puede quemar, si te expones
mucho tiempo. ¿Quieres que te vaya a buscar agua de coco?
- ¡No por favor! -, le contestó ella, horrorizada ante la idea de quedarse sola siquiera un
segundo.
- Como podrás comprobar, niña, la libertad no es fácil de tomar, pues son muchos los
prejuicios y convencionalismos que nos atan a una conducta predeterminada y esclava.
Entonces, Candelaria miró fuertemente a su buen amigo y como diciéndole “te vas a enterar
de quién soy yo”, se levantó, dio unos pasos hasta que salió de la esterilla, se puso mirando hacia el
bohío, por donde estaban todos y, muy despacito, sabiendo que efectuaba un rito, fue separando sus
piernas y echando su cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados y cara al cielo. Y sintió como la brisa
pasaba entre sus piernas, liberándola del suelo y, enseguida, comenzó a levantar los brazos hasta
ponerlos en cruz y notó como la brisa liberadora pasaba entre ellos y su cuerpo y sintió que los brazos
se le hacían alas y su espíritu se elevó al celeste éter donde planeó como un ave, ebria de libertad. Y,
en aquel instante, en su mente etérea, saltó como un chispazo de presencia de don Luis, que la llenó
de poder. Y un ruido, como de palmas, la volvió en sí. Estaba de nuevo en el suelo con las piernas
separadas, los brazos en cruz y la cara mirando al cielo. Abrió los ojos y se le llenaron de celeste.
Persistía el ruido de palmas. Miró al frente y pudo contemplar cómo todos los habitantes del Palacio
del Arte Natural se habían vuelto hacia ella y le aplaudían. Candelaria, con el poder que le había dado
el chispazo, permaneció en aquella descarada actitud, recibiendo el reconocimiento de todos porque
acababa de superar la prueba iniciática. Hizo una inclinación como la hubiera hecho una diva después
de interpretar un bello canto y, con ello, cesaron los aplausos, todos volvieron a lo suyo y ella...,
¡había conseguido liberarse del pudor!
Ya a partir de aquel momento, tuvo capacidad para fijarse en los rostros de las personas,
pues, hasta entonces, la tensión la había tenido cegada. Abandonaron la esterilla y se encaminaron
hacia el bohío. Les salió al paso una delgada muchacha de rostro huesudo y mirada negra y
penetrante, que llevaba, con ambas manos, un coco abierto.
- Soy Ezequiela - le dijo – ¿ me permites que te ponga agua de coco sobre la piel?..., la tienes
tan blanca y tan bonita..., si no lo haces te quemarás y la mudarás como los lagartos.
Candelaria asintió con un gesto y volvió su cara hacia Bonifacio esperando una presentación
por parte de éste.
- Niña, una de las normas de conducta aquí en el “Paraíso” es la lucha sin cuartel contra el
prejuicio. Así es que aquí nadie te dirá “éste es fulanito, hijo de don tal, de la familia cual, de esta
profesión y poseedor de tales y cuales tierras, caudales o poderes. Simplemente te dirán su nombre.
De manera que, cada vez que conozcas a alguien, comenzará tu historia con él y la de él contigo,
partiendo ambos de nada. De ésta forma podrás escribir tantas historias sobre ti misma como
personas vayas conociendo. Para que esto sea posible, entenderás que el primer pecado de tu nueva
religión es la murmuración. No debemos transmitir nuestras experiencias, positivas o negativas, a los
demás. Cada quién ha de valerse de sus propias vivencias en el conocimiento de sus prójimos.
- ¡Sabia medida! -, contestó Candelaria. Y, acto seguido, y dirigiéndose a Ezequiela, que
había permanecido impasible escuchando la arenga de Bonifacio, le dijo:
- Mi nombre es Candelaria, soy hija del Sol por el día e hija de la Luna por la noche y no
tengo más fortuna que el alma que me habita. ¡Por favor Ezequiela, protege mi piel con tu agua de
coco!
Complacida la muchacha, al tiempo que la embadurnaba toda de la pegajosa agua protectora,
le contó que estaba perdidamente enamorada de su novio, Peíto Milanés, el poeta, que andaba por el
jardín platicando con los pájaros, pero que, cuando se regresara, se lo presentaría, para que viera lo
guapo que era. Bonifacio, ante lo que empezaba a ser una cháchara de señoras, se apartó de ellas y se
dirigió a una pareja que se balanceaba indolentemente en sendas hamacas colgadas del techo del
porche. Candelaria los reconoció al instante, eran Cosme Morell y su esposa Pura. Una vez que
Ezequiela hubo terminado, se despidió cortésmente de ella y se acercó al matrimonio. Se saludaron
con besos, manos y sonrisas. Vio con sorpresa que Pura estaba preñada, con un vientre como de
cuatro meses y los pechos enhiestos se le preparaban para transformarse en fuentes de templadita
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leche. Cosme estaba tan delgado como aparentaba cuando estaba vestido, salvo una prominente
tripita, como si se hubiera tragado una aceituna, por mimetizar el embarazo de su esposa. Y tenía el
pingajo tan cohibido que su sexo parecía un nido con tres huevitos.
Y ya comenzaba a maravillarse Candelaria de cuánto hablan nuestros cuerpos cuando,
simplemente, les permitimos hacerlo.
El matrimonio le dio la bienvenida y la felicitaron por la prontitud con que se había
despojado del pernicioso pudor. Hablaron del embarazo de Purificación, que era el primero, y del
tiempo que hacía que no se veían en La Habana, a pesar de lo cerca que vivían. Después de un rato de
plática banal, Pura, dirigiéndose a todos y en voz alta, dijo:
- ¡Amigos, les presento a Candelaria, ella les puede informar con mucho conocimiento de lo
que platicábamos ayer sobre el furierismo!
La niña se vio gratamente sorprendida de ser presentada como conocedora de la corriente
furierista, tema del que tan apasionadamente gustaba de hablar.
Algunos se acercaron a ellos y comenzaron a hacerle preguntas sobre las teorías de
organización social de Fourier, de las que tan sólo tenían vagas noticias.
La niña se desplegó y comenzó a bautizar a aquellas sedientas ánimas con el don de su
palabra, como si fuera un espíritu santo lloviéndose sobre sus cabezas.
Fue curioso que, cuando ella más énfasis ponía en describir el Principio Furierista de la
Armonía, “la cual sólo prosperará entre los hombres –decía recitando al francés- cuando desterremos
las limitaciones que la conducta social y los convencionalismos ponen a la satisfacción de nuestros
deseos y pasiones… “, se sintió interrumpida por unos desgarradores lamentos. Cuando se volteó
hacia el lado de donde aquellos provenían, pudo contemplar, en el medio de la yerba del jardín, a
Ezequiela copulando, a la guisa de los perros, con el que debía ser su amado Peíto Milanés y
profiriendo gritos, no de lamento, sino, muy al contrario, de complacencia. Al volver su rostro hacia
su auditorio, se encontró con muchas caras sonrientes, como que le decían “¡eso ya lo sabíamos
nosotros antes de que lo inventara el sabio francés!”
Aquella noche, Bonifacio y Candelaria se quedaron a dormir en el bohío de Plácido. A la
atardecida, los que gustaban de la cocina, varones o varonas, se entretuvieron en preparar lindos
manjares y viandas que, posteriormente, y en animada charla, comieron todos alrededor de una gran
mesa de madera rústica que había en el medio de la estancia y que constituía el único mobiliario,
aparte de la cocina, las hamacas que por doquier colgaban de las vigas del techo y los cuadros sin
enmarcar que forraban todas las paredes.
La charla duró hasta entrada la madrugada. Y el sueño del día siguiente, hasta bien entrado el
mediodía. Y así, se fueron sucediendo días y noches cargados de lindas experiencias y del
conocimiento de criaturas que se presentaban ante ella puras e inmaculadas, deseosas de estrenarse,
sin pasado, con ella.
Muchas fueron las enseñanzas que la niña, en la que estaba don Luis, sacó de aquellos días
en el Palacio del Arte Natural. Y una de ellas, no la menos importante, la de conocer la gran
capacidad de expresión que posee el cuerpo humano y de la cual nos privamos cuando lo cubrimos.
Por ejemplo:
¡Qué hermoso cimbrear el de unos pechos blancos y pequeños cuando su dueña se afana en
batir huevos para una tortilla!
¡Qué bello sonido! La dama sentada pelando fruta para hacer compota. Le cae el fruto de las
manos y, contraviniendo su natural instinto de abrir las piernas para recogerlo en la falda, como se
sabe y siente desnuda, las une..., y allí queda recogido el fruto, entre los muslos, que tan bella
armonía hicieron al chocarse.
O el solemne vaivén de unos pechos grandes y negros cuando su dueña maja los ajos en el
almirez.
Y el miembro de un varón que, poniendo viandas sobre la gran mesa, se roza con ésta en el
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va y viene, una y otra vez, hasta que el dragón dormido comienza a despertar, iniciando el ciclo de
las cinco fases de su desarrollo que, divertido, había definido Milanés, a saber: gurrina, fláccida,
morcillosa, eréctil y…, majestuosa.
¡Qué placer el contemplar el vientre de doña Pura! Adelantado primero al pubis restándole
protagonismo a éste y luego, ansioso de importancia, sobrepasando incluso a los pechos, dejando a
aquellos en segundo término, para convertirse, al final, en el protagonista máximo de aquel cuerpo al
que todos acudían para ver moverse los bultitos que, en su superficie, marcaba desde dentro la
criatura con sus pies o con sus manitas.
¡Qué sinfonía de paisajes en los fuertes muslos de un recio varón yacente, o en su plano
vientre y en la meseta de su pecho! ¡ Qué voluptuosidad en la interminable espalda de una dama
incorporada en el lecho!
¡Qué profunda serenidad la de un cuerpo confiado y abandonado al descanso nocturno!
¡Qué placer desvelarse por la noche y oír el rumor de unas crecidas uñas rascando el
abigarrado vello de un pubis, acompasadamente, y volver a coger el sueño junto con el tañedor del
vellón, mecido por su cansino compás!
¡Qué hermoso, en fin, contemplar nuestras partes ocultas en cualquier actividad de nuestro
cotidiano quehacer!
En este apartado, te diré:
Desnuda tu cuerpo siempre que puedas, prepara tu entorno para ello y
encuéntrate contigo mismo. Y, si has de conceder a la sociedad tu cubrimiento
externo, debajo de tu vestimenta deja tu cuerpo corito, para que te sepas y te
sientas libre. Y, cuando algún insulso ser te aburra con sus apegos terrenales,
separa tus piernas, deja que la brisa corra entre ellas..., y no olvides que, a la
postre, eres un cuerpo celeste y libre…
Milanés debía su nombre al tiempo del colegio. En una competencia entre zagales, por peer
el que más fuerte y más seguido, intervino él con su cuerpo chiquito, haciéndose un ridículo pedo, tan
fino y agudo, que de ahí le quedó, para los restos, el mote de Peíto. Hacía larguísimos sonetos, de
muy bella compostura y rítmica musicalidad, dedicados siempre a sus dos temas preferidos; a saber,
la naturaleza libre y salvaje, y Ezequiela. Constituían una pareja de menuditos, apasionados el uno
por el otro. Eran como dos sedientos en posesión cada cual del cántaro que saciaba la avidez del otro.
Cuantos habían vaticinado una corta vida a aquella apasionada relación habían visto, con el paso del
tiempo, lo erróneo de sus augurios.
El mulato Berrugo también era poeta, aunque no sabía leer ni escribir. Sin embargo, tenía la
facultad de componer largos versos y retenerlos en su memoria hasta que alguien se brindara a
llevarlos al papel. Si se lo proponía, era capaz de mantener una conversación versificada
componiendo divertidos pareados. Era muy valiente, casi temerario. Siempre que había cualquier
situación de apuro, era el primero en dar la cara con un arrojo desmedido. Todos lo apreciaban y le
tenían un gran respeto y consideración. Sus composiciones, al igual que las de Plácido, tenían como
tema recurrente el sufrimiento de los de su raza. Ambos habían compartido tiempos de esclavitud
hasta que se huyeron a la Sierra como negros cimarrones, donde estuvieron varios años apalencados.
Cuando sus versos comenzaron a tener eco entre los pequeños burgueses partidarios de la abolición
de la esclavitud, se pudieron permitir bajar a la civilización y montaron la tertulia del Palacio del Arte
Natural, en el que, tan satisfactoriamente, estaban comprobando cómo era posible la armonía entre
los seres, con independencia del color de su piel.
Doña Pura era una romántica encantadora que estaba muy contenta de la experiencia de la
desnudez en el “Paraíso” y de las personas tan buenas que allí había encontrado. Su marido, don
Cosme Morell, sin embargo, estaba allí por otras razones: sabía que su abuela materna, ya fallecida,
había sido una negra horra. En la familia lo ocultaban a piedra y cal, pues, hasta ahora, ningún
descendiente había heredado el pigmento maldito, pero él se sabía muy bien, que en cualquier
generación futura, podía surgir la catástrofe. Así pues, haciendo borrón y cuenta nueva de su pasado,
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en el que no había dudado en usar mano de obra esclava en sus plantaciones de tabaco, se había
sumado a los experimentos liberadores de Candelaria y pagaba a sus esclavos en función de la
producción y, además, se había hecho “miembro” del “Círculo de Los Empelotados”, como
empezaban a llamarlos en La Habana. Y todo su afán por hacer desaparecer la diferencia de trato para
con los negros no era más que por tener la previsión de que un hijo o un nieto suyo le saliera mulato.
El grupo de los literatos del Palacio del Arte Natural se completaba con el criollo Siboney
Heredia. Independentista acérrimo, por las vejaciones que había recibido su familia por parte de los
gobernadores de la isla, a causa de haber exteriorizado en extremo su simpatía por la Constitución
Gaditana, tanto él como sus hermanas habían cambiado sus nombres de pila por otros aborígenes,
Taina y Cholula, pues aborrecían de todo lo que atestiguara su origen español. Siboney gustaba de
escribir relatos costumbristas e históricos siempre centrados en su adorada Isla Cubana.
Los pintores más allegados al grupo de Candelaria, de cuantos allí acudían, eran Poncho y
Anselmo, o lo que era lo mismo que decir la noche y el día. Poncho era mulato de piel muy oscura,
hijo de un comerciante asturiano y una negra bozal, había recibido una esmerada educación que para
nada le servía en su concepción del arte. Tenía mal carácter y sus pinturas eran oscuras y tétricas sin
acogerse a ninguna de las pautas academicistas de la época. A veces utilizaba las propias manos para
extender la pintura en el lienzo. Andaba en permanente búsqueda de ni él sabía el qué. Anselmo, por
el contrario, era mulato de piel casi blanca, descendiente de zambo y blanca. Su carácter era alegre y
afable, su pintura luminosa y academicista, y sabía muy bien lo que quería: atrapar la atmósfera de
los paisajes isleños en sus lienzos. Mantenían una continua pugna de pareceres entre ellos, más
propia de dos chiquillos que de los dos adultos que eran. Anselmo presumía de tener un largo
miembro que, en lo que Peíto llamaría la fase de gurrina, le llegaba a los muslos. Por el contrario,
Poncho se vanagloriaba de tener muy buen cojón y siempre que el tema salía a colación, machacaba a
todos repitiendo el estribillo -”¡ el que buen cojón tiene, seguro va y seguro viene!” - sin que nadie
entendiera muy bien qué quería decir aquello, en contraposición a la indiscutible realidad del
miembro de su amigo.
Sus concepciones artísticas y personales ante la vida eran dispares, sus caracteres también y,
sin embargo, no se hallaban el uno sin el otro, pues al tenerse mutuamente como referencia, si les
faltaba ésta, se encontraban perdidos. Pintaban continuamente, a veces incluso más de una obra al
mismo tiempo, pero, mientras las obras de Anselmo tenían una muy buena acogida entre la pequeña
burguesía de comerciantes e incluso entre los grandes terratenientes, que las adquirían para
exhibirlas en sus salones, no sucedía lo mismo con las obras del triste Poncho, ya que éstas no
resultaban, en absoluto, de buen gusto para la sociedad pudiente. Solamente un comerciante,
suministrador de víveres del Arsenal de La Habana, mostraba cierto interés por la obra de Poncho y,
de cuando en cuando, le compraba alguno de sus cuadros. Las malas lenguas decían que por
mediación del propio padre del pintor, el comerciante asturiano. Lo cierto es que, cuando cualquiera
de ellos vendía una obra, había una fiesta en el Círculo de Los Empelotados en la que se servían
exquisitos manjares y se la pasaban hasta altas horas de la noche cantando y bailando en torno a una
candela y haciendo sonar tambores de mayohuacán, maracas de concha, sonajas de madera con
guijarros, flautillas de palo y trompas de concha de caracola.
Prontamente, Candelaria fue adquiriendo un papel predominante dentro del Círculo de Los
Empelotados y, merced al liderazgo que en él ejercía, fue incorporando al sistema del Círculo los
procedimientos furieristas de los que se mantenía al corriente merced a sus contactos con la
Península, donde, por cierto, y en relación con la experiencia cubana que Candelaria les relataba en
sus misivas, se dividían entre escandalizados y maravillados, pues nadie quedó templado, al efecto.
Pronto llegaron a contar con doce miembros capitalistas que aportaron cantidades más
testimoniales que otra cosa, con las cuales adquirieron el bohío y las tierras a Plácido y Berrugo. Se
labraron los terrenos que circundaban la cabaña y el jardín, para proceder a su cultivo. Se adquirieron
bestias: un buey, un caballo, una vaca lechera, dos marranas preñadas y dos docenas de gallinas. Se
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construyó una especie de cobertizo donde los animales pudieran guarecerse del sol y del relente de la
noche. Y se repartieron el trabajo, entre los treinta y cuatro miembros que componían el Paraíso, cada
uno según sus preferencias y habilidades. Se declaraba libertad para el amor entre los que lo quisieran
y se respetaba a las parejas que optaran por mantenerse ligadas. Los hijos que nacieran como fruto
del amor serían hijos de todos los miembros del Círculo que habrían de proveerlos, en el futuro, de
amor y de bienestar. Y todo esto, y muchos detalles más, quedaban reflejados en el contrato que
había de firmar todo miembro que ingresara en el Círculo de los Empelotados, que así terminó
llamándose, de forma oficial, el falansterio cubano.
Candelaria bendijo una y mil veces la hora en que su vientre se secó allá en el altiplano, pues
ahora se permitiría amar libremente a quien quisiera, sin tener la preocupación de quedar en cinta. Y
su esterilidad, añadida a su belleza y a su fuerte personalidad, eran muy apreciadas por los varones
del falansterio, que la revoloteaban como las abejas a la más suculenta flor.
La primera vez que la niña ejercitó su amor liberal, lo hizo con Anselmo, al que se entregó
apasionadamente, mas, como era la primera vez que conocía varón distinto de su esposo, se llenó de
remordimientos, hasta el punto de que optó por acercarse a Matanzas para liberar su atormentada
conciencia en el ministerio de la confesión. Pero fueron tales las sandeces que hubo de escuchar de la
retrógrada y dieciochesca forma de pensar del fraile que la asistió, que, en saliendo de la Iglesia,
tomó la firmísima resolución de que, de aquel día en adelante, haría lo que le dictara su conciencia,
sin más guías que su sentido común y el amor a toda la creación y, si al final del camino estaba
Jesucristo, maravilloso y, si no..., ¡lo sentiría por él!
Después de aquello, se permitió amar con su alma y con su cuerpo a don Cosme, a Berrugo, a
Anselmo otra vez y al mismísimo don Bonifacio, que la colmó de ternura como no lo haría nadie
jamás.
Y ella, entonces, sintió que había subido un escalón en la evolución del ser humano, que no
habrían de subir la mayoría de los seres, sino con el paso de muchas generaciones. Y experimentó la
comprensión de que la afectividad y las caricias entre los seres, hasta ahora restringidas al fin
supremo de la procreación, tenían un campo de actuación mucho más extenso..., el de dos personas
cualesquiera para complementar entre ellas su afecto espiritual, su mutua admiración y su respeto.
- Las personas del futuro - decía Candelaria a su boquiabierto auditorio del Círculo - se
tocarán, se besarán, con la misma naturalidad con que nosotros nos hablamos. Su comunicación será,
además de espiritual, material. Y ello no implicará, entre ellos, el establecimiento de ningún lazo
artificial como el noviazgo, el matrimonio o el amancebamiento, sino que, al igual que ahora
nosotros, después de mantener una amable o emotiva conversación, nos levantamos y nos separamos
sin que ninguno se sienta por ello vinculado oficialmente con el otro, de la misma manera, dos seres
se comunicarán con los gestos, con la palabra y tocando y juntando sus cuerpos hasta lograr el
latigazo del placer, para, después, seguir cada uno su camino sin que quede entre ellos más
compromiso que la afectividad que se han mostrado…, y su recuerdo.
- ¿ Cuando hablas de “seres”- le inquirió Bonifacio – quieres dar a entender que no importará
el sexo?
- ¡ Exactamente!-, le contestó la niña sin poder evitar el sonrojarse.
- ¿Cómo, cómo…? – intervino Poncho con su habitual mal genio – ¿que los hombres y las
mujeres se besuquearán entre sí, mariconeando o tortilleando como la cosa más natural del mundo?
¡Me parece que, ésta vez, estás yendo demasiado lejos, Candelarita!
Y, ciertamente, y a juzgar por el silencio que se siguió allí, todos pensaban que la niña se
había extralimitado en su concepción de un amor tan excesivamente liberal que los escandalizaba.
Todos, menos Ezequiela, que, de la mano de las palabras de la niña, subiría al escalón donde
ella se encontraba y, en aquella altura, caminarían juntas.
Y así, en el paraíso de los desnudos, caminaban, escudriñaban y experimentaban los mil
laberintos y recovecos que tiene el alma humana, avanzando por donde el valor les permitiera y
dejando para otra ocasión los laberintos que se les antojaban demasiado angostos a sus aventureras
ansias de conocer. En medio de una armonía general, no exenta de episodios de incomprensión y
deslealtades, pero que eran asumidos y superados por la mayoría con grandes dosis de deseos de que
el experimento progresara..., ¡pues era tanto lo que recibían a cambio!
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Mas ¿qué te pensabas mi enternecido amigo..., que en este Edén no
había de haber serpiente maligna...?. Pon tu candidez en vela que, con la mía, ya
tenemos bastante para andarnos a chocazos con la cruda realidad.
Es portentosa la capacidad que tiene nuestra convencional e hipócrita sociedad para cambiar
sus criterios de forma radical. Salvadores de la especie humana proclaman ideas nuevas y
maravillosas que “se ponen de moda” y, automáticamente, son aceptadas por todos y se compite por
mostrarse más influenciado y convencido de aquellas que cualquier otro, se las defiende a capa y
espada y se está dispuesto a entregar la vida por ellas. Entonces, aparece alguien a quien no le
convienen las nuevas ideas y, de un sablazo, rasga el velo que, según él, impedía a todos ver la
mentira de la anterior verdad, y es tal el poder del sable e hiela de tal forma la sangre el silbido que
aquel emite al rasgar el aire en su tajada que, prontamente, lo que era blanco se vuelve negro y lo que
era oscuro se pone claro y -¿ quién, yo...?, ¡ por favor, si yo abomino de aquellas tales y perniciosas
ideas que querían cambiar el orden establecido!
Así, las autoridades españolas, que, hasta entonces, se habían mostrado condescendientes con
los experimentos de Matanzas, dieron el sablazo. Gran cantidad de negros y mestizos, esclavos como
libres, estaban mostrando su descontento con su situación y, animados por el ejemplo de Haití, se
organizaban para sublevarse. Así, la alta sociedad habanera, que en principio contemplaba divertida
el experimento de los Empelotados, cambió radicalmente de parecer y, ante el peligro que corrían sus
ingenios azucareros y sus plantaciones de café y tabaco, se pusieron totalmente de parte de las
autoridades españolas y contra toda veleidad liberadora o igualadora para con los esclavos y con los
negros o mestizos en general.
Así pues, el gobernador, las fuerzas militares y los hacendados organizaron una feroz
matanza de morenos. Detenían indiscriminadamente a quienes se les antojaba, sometiéndolos a
terribles torturas hasta hacerlos confesar su participación en el levantamiento o el nombre de otros
que estuvieran implicados, mediante falsas denuncias, de tal forma que la detención de uno aparejaba
la detención en cascada de otros muchos. Por ello la matanza fue conocida como la “Causa de la
Escalera”. Las condenas a muerte eran numerosísimas y el que no moría ejecutado tenía muchas
posibilidades de hacerlo sucumbiendo a los malos tratos a que era sometido en el presidio.
En estas circunstancias los hacendados se olvidaban de sus sueños independentistas y se
ponían, de forma incondicional, de parte del gobierno español.
El Círculo de Los Empelotados no se libró de la Escalera. Una mañana temprano, irrumpió en
su explanada, a caballo, un puñado de “valientes” mandados por un capitán, con el odio en sus
rostros, espumarajos de rabia en sus fauces y exhibiendo la desnudez de sus sables asesinos, frente a
la cándida desnudez de los cuerpos de los empelotados. Las ideas habían cambiado la noche anterior,
y ellos no se habían enterado. Lo blanco se había vuelto negro, lo bueno, malo y lo inocente,
culpable..., y aquellas cándidas criaturas lo ignoraban. El primero en recibir en su desnudo cuerpo el
desnudo acero fue Berrugo, que salió a recibirlos a manos limpias. El “valeroso” capitán se lo hundió
en su descubierto pecho sacándoselo por la espalda. Mas aún tuvo valor y tiempo el bravo poeta, para
decirle a aquel canalla:
Tu desnudo acero es tu razón baldía,
mi desnudo cuerpo negro, una utopía.
Ganas tú esta desigual contienda,
mas yo venzo..., para quien lo entienda.
y terminando sus pareados, cayó al suelo muerto, ensartado
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como un pez, con los ojos y la boca abiertos, dejando por donde escapar su tierna y brava alma, en
busca de nuevos y utópicos mundos de igualdad y de armonía.
Don Bonifacio fue herido de gravedad. Plácido fue hecho prisionero, pues interesaba
encausarle como promotor del disparate empelotado. También murieron Poncho y Jacinto Martín.
Heridos quedaron Peíto, Siboney Heredia, Félix Águila, Cosme y Anselmo, amén de muchos otros.
Las mujeres fueron todas violadas, repetidas veces. A Candelaria se la reservó el “bravo” capitán, que
había sido compañero de armas de su esposo Casimiro Garnica.
Quemaron el bohío, destrozaron los cultivos y se llevaron los animales, dejando detrás de
ellos una inmensa humareda, hombres maltrechos y ensangrentados, mujeres violentadas y sucias de
barro, sudor, babas y semen repugnantes... y, sobre todo, dejando las cosas en su orden natural y las
utopías en su sitio..., el barro ensangrentado.
Don Bonifacio, a pesar de los desmedidos cuidados de Candelaria, falleció a los pocos meses
a causa de las heridas recibidas. Dejó en herencia a su niña una parte importante de sus propiedades.
Murió en sus brazos, rememorando juntos las tres veces en que habían fundido sus cuerpos y sus
almas en una sola. Murió en paz consigo mismo y con el mundo que le albergó. Candelaria lo
amortajó y presidió sus funerales, como si hubiese sido su viuda. Escandalizó a todos acompañando
al cortejo fúnebre hasta el Cementerio de Colón y permaneciendo erguida, al pie de la fosa, mientras
lo enterraban, pues las mujeres tenían prohibida la entrada al recinto en el acto del sepelio. Lo amó,
lo amortajó, lo enterró y lo guardó en su corazón..., ¡ pues nadie más dulce que él para los restos!
Plácido, después de preso, fue juzgado y condenado a muerte. En una lluviosa mañana del
asfixiante verano de 1844, fue ejecutado en el patíbulo que había junto al Templete, en la Plaza de
Armas. Lo colgaron desnudo para ridiculizar en él a su Círculo de Los Empelotados. Y, en el
momento de la muerte, como no se le viniera a las mientes ningún pareado, como al genial Berrugo,
se le envergó el miembro y les escupió vida a sus cobardes aniquiladores.
Peíto y Ezequiela vivieron juntos de la forma convencional, mas, de puertas para adentro de
su casa, siempre que podían..., se empelotaban. Y se fundían en cualquier lugar, antes que en la cama.
En ellos, la semilla de la libertad había arraigado demasiado profunda como para olvidarla.
Don Cosme respiró hondo cuando le nació un niñito blanco como la leche y olvidó, e hizo
olvidar a Pura, aquella loca aventura de Matanzas.
Anselmo anduvo perdido un tiempo. Sin la referencia del asesinado Poncho, sus pinceles
estaban yermos. Estaba locamente enamorado de la niña Candelaria y, en su seno, se debatía el deseo
de poseerla en exclusiva, con la fidelidad a las ideas furieristas. Y mientras él se atormentaba, la niña
se le iba.
Los esposos Félix y María Águila, que incluso en el paraíso no habían dejado de formar
pareja, continuaron viviendo de forma convencional.
Cristobalina Martín, asesinado su esposo Jacinto, se había pegado mucho a la niña
Candelaria, en cuya casa pasaba largas temporadas. También a veces, retirados los criados y veladas
las cortinas, se empelotaban en sus habitaciones y allí, en ocasiones, subían los escalones, y otras,
desnuditas las tres, maíta Mbambé les hacía sortilegios africanos en los que llamaba a unos
domésticos espíritus que les anticipaban lo que había de sucederles en el futuro.
Candelarita quedó muy mal después de la triste experiencia del asalto al Círculo. Lavaba
constantemente su cuerpo, pues no acababa de quitarse la sensación de tenerlo todo sucio de
violentación y, si sus entrañas se habían cerrado pertinazmente al riego vital, primero de su esposo y
después de sus amantes del Paraíso, ahora, inexplicable y traidoramente, se habían abierto como flor
madura al chicate abominable del asesino capitán. Cuando, a la segunda falta de la menstruación, se
le siguió el endurecimiento de los pechos y una incipiente elevación de su vientre, a los despabilados
ojos de maíta Mbambé no le pasó desapercibido el embarazo de la niña. Aquella situación la hizo
perder todo el arrojo y valentía que hasta ahora había mostrado y un deseo incontenible de estar bajo
la protección de su madre, allá en Las Gadeiras, la decidieron a dejar la isla y regresarse a su tierra
natal. Y así, si en su primer embarazo se vio viajando de Santiago a La Habana, ahora, en el segundo,
y de tres meses largos, se veía embarcada, en medio de la mar océana, rumbo al Puerto de Santa
María. La acompañaban Cristobalina Martín y Maíta Mbambé. Anselmo había quedado, además de
boquiabierto ante la partida de su amor, encargado de enajenar todo su patrimonio, a excepción de la
casa de la calle del Obispo..., por si algún día volvía a La Perla del Caribe.
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20. Retorno a Gadeiras (1844-1850)
Cuando el temporal de poniente azota el Arrecife durante días y noches, transporta las arenas de
la playa abierta de la mar bravía a la playa de la Bahía. Y cuando Eolo, cansado de cansar a las criaturas,
decide soplar en sentido contrario, retorna las arenas de la playa de la Bahía a la playa de la mar bravía.
Y en tanto se entretiene el pequeño dios del viento en soplar arenas de una a otra vertiente, los humanos
quedan resignados a su destino, pues lo que se quita hoy, mañana se vuelve a su sitio y el Arrecife
permanece y sigue cumpliendo su misión de unir a la mayor de las Gadeiras con sus hermanas menores,
permitiendo a los seres el paso a uno y otro lado. Mas cuando el Dios Grande del Ojo Triangulado dice
de hacer soplar el viento del tiempo..., entonces, no hay retorno, lo que el tiempo se lleva se lo lleva para
siempre, vaciándolo todo con ausencias de muerte irreparables, sembrando la desolación y cediendo a
las aislantes aguas los amorosos istmos sumergidos.
Para que ello no hiciera insoportable la vida de las criaturas, un atardecer en que el Dios Trino
estaba de buen grado viendo el crepúsculo cósmico en la bella mirada de un leal arcángel, la Madre
Tierra Virgen, consiguió, para los humanos, la capacidad del olvido. Sólo de esta forma la terrible
desertización que produce el paso del tiempo no enloquece a los hombres, ya que, prontamente, olvidan
el vergel de vidas y proyectos que precedió al desierto de las muertes.
Pues tal fue lo que aconteció en las Gadeiras durante el tiempo que anduvimos enredando en
la isla antillana con los empelotados y sus sueños de igualdad y de libertades.
El ominoso rey había muerto y sin duda, se hallaba en el purgatorio expiando sus muchas
iniquidades. Comenzó la sublevación carlista unos días antes de que se promulgara la división del
territorio patrio en provincias, quedando las Gadeiras, como era de esperar, en la de Gades, a la que
insistían en denominar Cádiz. Un largo período de decadencia se había instalado en la Bahía y la
pobreza reinaba por doquier. Las viviendas de oficiales de La Insula se habían quedado vacías. Sus
moradores marcharon, cansados de no recibir sus pagas durante meses y meses. Otro tanto sucedía
con las casas de la maestranza, pues no había trabajo en el astillero, ya que ni se construían nuevos
buques ni se mantenía la exigua flota de la Armada, que andaba toda desarmada. La escuela de los
niños estaba vacía, cerrada, con los cristales rotos y dejando las carreras de los zagales el paso a las
yerbas, que todo lo invadían. El Colegio Real y Militar de Caballeros Guardiamarinas también
permanecía cerrado. Todas las calles estaban desiertas, los edificios abandonados. El ambiente era
decadente y ruinoso y hasta el aire era triste. El viento del tiempo se había llevado la abundancia y las
personas que la habían representado. Las colonias, como frutas maduras, se dejaban caer del árbol de
la madre patria, iniciando cada quien su nueva andadura, abriendo sus comercios a nuevas naciones y
acabándose el monopolio que tanta prosperidad habían dado a las benditas Gadeiras. Tan sólo el
Penal de la Insula mantenía su cansina existencia, pues el número de sus moradores aumentaba en
proporción directa de la miseria circundante. El Manolito había muerto en Tánger de unas fiebres
malignas sin haber podido terminar su Diccionario del Lenguaje Gadeirano. Las últimas definiciones
que había censado eran: “Buitre Leonardo”: Dícese del Buitre Leonado. Y, “Esclabituado”: Dícese
del esclavo que está conforme con su esclavitud.
También su mujer, Adela de Vicente, había fallecido, unos meses después de su regreso a
Gades, de una apoplejía. Fray Leonardo había sido enterrado por el chino Chi-ó en el cementerio de
La Insula. Se lo encontraron, apagado como una mariposa sin aceite, sentado en el sillón en el que
acostumbraba a oír los pecados de sus feligreses e impartirles el generoso ministerio del perdón de
los pecados. Dios sabe qué atrocidades no escucharía el pobre para quedarse tan tiesecito como se
quedó. No hubo manera de estirar su cuerpecillo y tuvieron que darle cristiana sepultura hecho un
cuatro.
En La Isla el panorama no era mejor, pues el barrio de San Carlos se hallaba en el mismo
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trance que La Insula y la gente desocupada y hambrienta no encontraba otra senda que la de la
pillería. Azucena, que a la sazón era una viejita de sesenta y cinco años, huérfana de don Luis, había
abandonado la hacienda solariega y se había retornado a su Medina natal, donde, desnortada sin su
estrella polar, no le quedaba otra singladura que esperar que la barca de Creonte la llevara, a través
del proceloso mar de la muerte, a encontrarse con su amado, pues ignoraba que el ánima de su
querido don Luis se hallaba inmersa en el cuerpo de una muchachita de El Puerto de Santa María,
llamada Candelaria. Pero así de chuscas son las cosas, tanto en la vida, como después, en la muerte.
Su hijo, el chinito Joaquín Luis, era un señor de treinta años, virtuoso como su padre, pero
que había tomado la senda del comercio en lugar de la vereda de la ciencia. Hacía siete años que
había viajado a Liverpool, en Inglaterra, para hacerse cargo de un buque de la Naviera de Arrigunaga,
para la que trabajaba en Gades. Un temporal en el Mar del Norte lo había desviado de su ruta al
tiempo que tumbado la arboladura y maltrecho los aparejos, hasta el punto de no poder continuar
viaje a Gades. Se desplazó para liquidar el cargamento del buque y los acontecimientos se
precipitaron de tal forma que, a los cuatro meses, se había casado con la hija de un acaudalado joyero
de aquella Plaza y entrado a trabajar en el negocio de su suegro, Mr. Leonard Paine. Desde entonces,
no había regresado a las Gadeiras y su madre, Azucena, no tenía noticias de él más que por algún que
otro gadeirano que regresara de aquellas lejanas tierras con recado, o papel escrito para ella. Ya tenía
dos preciosas hijas, ninguna de las cuales había heredado sus rasgos asiáticos.
Gades no escapaba a la decadencia reinante. Barrios enteros, antaño populosos y alegres,
tenían ahora sus sólidas casas cerradas, abandonadas a su suerte, con cristales y fachadas rotas y
deterioradas, creciendo hierbas en tejados y balcones y, sobre todo, en las calles, de no pasar nadie
por ellas. Marco Antonio Gabriel y su esposa Bernardina, eran dos viejos de setenta y cuatro y
setenta años respectivamente, que achacosos, esperaban la llegada de la muerte, pues su tiempo había
pasado y ellos, como todos los viejos, se sabían de más en este mundo. No habían tenido hijos que
heredaran el negocio familiar y éste languidecía en manos de encargados más preocupados de sisarles
que de hacerlo prosperar. Juan de Dios no había querido renunciar a su carrera militar y hacerse
cargo del negocio de su padre adoptivo y surcaba los tenebrosos mares del mundo buscando la
naturaleza desatada, para desafiarla temerariamente allí donde la encontrara. Tenía treinta y tres
años, y un lobo instalado en su corazón. Carmelita Frontela, su Carmelita, lo había traicionado tan
fuerte y tan hondo que, aún pasados doce años, la herida manaba abundante sangre como si acabara
de haber sido abierta. Sucedió que, apenas huida la ánima de don Luis y marchado el chino al
cementerio de La Carraca, hubo de embarcarse Juan de Dios para las Américas, demorándose su
regreso, por muy diversas causas, más allá de dieciocho largos meses. Cuando al fin retornó, se
sorprendió de que, en el muelle de Gades, en lugar de Carmelita, le esperaran su padre y su tía-madre
Bernardina. Ellos le pusieron al corriente de que su prometida había escandalizado a toda la sociedad
gaditana rompiendo su compromiso unilateralmente y contrayendo matrimonio con un inglés del que
se declaraba perdidamente enamorada. Y todo ello en el corto espacio de tiempo de los cinco meses
posteriores a su partida. En aquellos momentos, había trasladado su residencia a Londres donde
acababa de dar a luz a su primer hijo. A Juan de Dios se le derrumbó el esquema de mundo que se
había forjado en sus años mozos y en el cual el honor era pieza clave en la sujeción de todas sus
partes. Perdió su fe en los seres humanos y pasó de no ver más que virtudes en las personas de su
romántico universo, a no distinguir más que miseria, bajeza y traición en la nueva composición del
mundo que ahora se hacía. Pasó, en definitiva, a engrosar el pelotón de los románticos desencantados,
tan numerosos en la época y, en varias ocasiones, tuvo apoyada en su sien el cañón de su pistolón sin
que, afortunadamente, se decidiera, en el último segundo, a dispararlo. Desde entonces, había vuelto
la espalda a la tierra firme y sólo aplacaba al lobo de sus entrañas cuando se daba a la mar y a los
olores y sonidos de la brea, el ron, las jarcias y el viento en las henchidas velas. Era voluntario en las
más arriesgadas travesías y exponía su vida en los temporales a la naturaleza desatada, desafiante,
como si no le importara el riesgo de perderla. Esta actitud le hizo acreedor a la admiración y máximo
respeto de sus subordinados, que le obedecían ciegamente, y de sus compañeros de armas, que
rivalizaban entre ellos por contar con su amistad. Su pericia en el arte de la navegación, junto con la
caprichosa suerte que le acompañaba en sus más alocados desafíos a la muerte, hacía pensar a los
supersticiosos marineros que tenía alguna alianza con los infiernos, al mismo tiempo que se sentían
tan seguros con él y su fortuna, como si estuvieran en tierra firme.
Su despecho por Carmelita le había llevado a la extravagancia de mandarse construir un
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monumento funerario. Se hizo tallar una columna partida, en mármol italiano, del que él mismo a
veces traía en su propio barco al regreso de Génova, a modo de lastre. En el trozo de la columna que
aún permanecía en pie, hizo esculpir el nombre de Carmelita; en la parte caída, hizo tallar el suyo. El
monumento lo colocó, con el beneplácito de Chi-ó, en el cementerio de La Insula..., a los pies de la
tumba de su madre adoptiva, Amparito Rocco. Siempre que regresaba de una travesía, se acercaba al
cementerio carraqueño y sentado en la base del monumento funerario de su amor, sacaba del bolsillo
interior de la guerrera un frasquito de perfume, traído del reciente viaje y a modo de presente, lo
esparcía en la tierra, a su derredor, para que todo el ambiente quedara sublimado. Romántica y
tenebrosa costumbre la que fue adquiriendo con el transcurso de los años y que, a los ojos de los
demás, no hacía sino acrecentar la imagen de lobo de mar estrafalario que todos se habían forjado de
él.
Por aquellas fechas, acababa de nacer en Gades una criatura ( qué ignorantes estaban sus
amantes padres del destino que le esperaba) que, con el devenir del tiempo, habría de empuñar en su
nervuda mano la antorcha de la libertad de los hombres, que un día dejaran caer a la arena de la playa
de San José, las exiguas manos del fornido loco de las libertades, Clararrosa, el apóstata de todos los
credos menos de uno…, el de la libertad total. Le pondrían de nombre Fermín, aunque su padre lo
veía tan chiquito, menudito y poquita cosa que, cariñosamente, y a pesar de las regañinas que ello le
comportaba por parte de la madre, le llamaba “Gusarapito”.
Candelaria, en El Puerto de Santa María y bajo el manto protector de su queridísima madre,
había dado a luz a una preciosa niñita que, según la abuela, era su viva imagen. Quiso ponerle el
nombre de Utopía, pero el cura no se lo permitió, pues no existía santa ni santo con tal nombre en el
santoral católico. Tampoco le fueron admitidos los nombres de Libertad, ni Igualdad, ni mucho
menos el de Fraternidad, así es que hubo de conformarse con ponerle María de las Mercedes, que era
el nombre que había propuesto el abuelo desde un principio y con lo que éste quedó muy satisfecho,
pues el hombre bordeaba ya esa edad en la que empiezan a no tenerlo en cuenta a uno ni en su propia
casa. Entre tanta discusión, habían pasado cuatro meses y la niña permanecía morita, con el riesgo,
para su inquieta abuela, de condenarse al limbo si la muerte le sorprendía en tal situación. Tan a
gusto quedó el abuelo el día que cristianaron a la niña en la cercana iglesia del convento de La
Concepción, que los convidó a todos a comer en un ventorro del camino de Rota.
No habría de ser menuda la lucha que emprendería, desde el primer momento, Candelaria con
su madre, pues aquélla, ante el mayúsculo escándalo de la abuela, porfiaba constantemente por
mantener a la niña desnudita.
-¡Como si fuera una pobre! - le espetaba la abuela - que no tuviera con qué cubrir sus carnes.
Y cualquiera que entre de la calle y la vea así..., ¿qué se pensará?..., ¿que no tenemos para vestir a
nuestra nieta...?
Y así continuaba con una interminable retahíla en la que ella misma se preguntaba y se
respondía, debatiéndose por salir del escándalo, mientras Candelaria, tendida una sábana en el suelo,
sobre la alfombra, retozaba y jugaba con María de Las Mercedes en sus vivas carnes, divertidas
ambas con el desconcierto que procuraban a la abuela. ¡Cómo disfrutan los jóvenes desconcertando a
los viejos con sus nuevas modas y costumbres!
La primavera gadeirana estaba pronta a asomarse por levante, adelantándose al calendario,
como de costumbre. Eran los primeros días de marzo y, sin embargo, cuando salía el sol, hacía desear
la sombra. La Semana Santa caía a mediados de mes y, en la casa de los Ponce de León, se había
planeado acudir a La Isla, a casa del tío Perico, con la intención de ir a los Oficios de la Iglesia de La
Insula y, sobre todo, a la procesión que se proyectaba para la tarde del Jueves Santo. Saldrían en
cortejo todas las cofradías para pedir el perdón de los pecados y la vuelta de trabajo a los astilleros
que acabara con la miseria y la hambruna que se extendía por toda la Bahía.
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El tío Perico, hermano del padre de Candelaria, tenía una bonita hacienda cercana al
convento del Carmen, con una hermosa huerta en la parte trasera en la que no faltaban los frutales,
los asnos, vacas, perros, acequias, ranas y demás, que hacían las delicias de los juegos de los
pequeños.
Casimiro Garnica, el marido con que salió Candelaria de Las Gadeiras para las Antillas, y
sin el que había regresado, estaba, a todos los efectos, buscando oro en el continente Americano del
Norte. Claro está que todos lo suponían el padre de María de las Mercedes. Bueno, la abuela no las
tenía todas consigo, pues había conocido por las cartas de Candelaria tanto de sus desavenencias
conyugales como de los experimentos del Círculo, por lo que tenía sus sospechas…, aunque, desde
luego, no estaba dispuesta a preguntar y salir con ello de la duda. Tanto había cambiado la niña desde
que se fue a las Américas que, a veces, se preguntaba si no se la habría hechizado la negra gorda
aquella que había traído consigo y que tanta ascendencia tenía sobre ella.
La Semana Santa se celebraba por aquel entonces con suma rigurosidad. Era obligatoria la
abstinencia y, muy frecuente, el ayuno, que algunos comenzaban el Lunes Santo y no levantaban
hasta el día de Pascua. Era habitual permanecer en vela y rezando en gran recogimiento hasta altas
horas de la madrugada. Se mortificaba el cuerpo para purificarlo de sus malas tendencias y fortalecer
su debilidad, sometiéndolo a la mordedura de duros cilicios y a la flagelación, hasta hacer brotar la
sangre redentora. Era el tiempo en el que las mocitas se cortaban el cabello, a veces reservado desde
la más tierna niñez, para ofrecerlo, en magnífica trenza, a las imágenes de su mayor veneración. Los
sentimientos de piedad estaban a flor de piel y el sacrificio del Cristo estaba en todas las mentes y en
todos los corazones, agigantado, al mismo tiempo que haciendo fútiles las vanidades mundanas que
se empequeñecían ante aquél y predisponiendo a las familias a la reconciliación, a los enemigos al
perdón, a los adversarios a la comprensión y, en fin, extendiéndose entre todos el deseo de unificar
criterios, aunar intereses y limar asperezas. Todos querían ser buenos los unos con los otros. Se
socorría a los pobres con mayor largueza que de ordinario y muchos eran sentados a la mesa de los
burgueses a compartir el menú de verduras y pescados y, sobre todo, el pan, el divino redentor de las
tripas desmayadas.
El Domingo de Ramos, todos los Ponce de León, los de La Isla y los de El Puerto, fueron al
convento de los Carmelitas a la misa de once. El tío Perico y don Cosme, el padre de Candelaria,
portaban cada uno una palma blanca para que les fuera bendecida, exhibirla en la procesión
conmemorativa de la entrada de Jesús en Jerusalén y, después, colgarla en la casapuerta, el patio
interior o el balcón de la casa, según el gusto de cada familia.
Constantemente en las casas se mandaba callar a los niños, cuando éstos, entretenidos en sus
juegos y disputas, levantaban sus infantiles y cantarinas voces y se les recordaba que se estaba en
tiempo de Pasión y que, por tanto, había que guardar la debida compostura no dando voces ni
mostrando alegría de ninguna clase. El Lunes y Martes Santos, igualmente, acudió toda la familia de
Candelaria a los Santos Oficios de la iglesia del convento Carmelita. El Miércoles, como preludio de
la gran celebración del Jueves Santo, acudieron a la Iglesia de la Insula donde celebraron las
Tinieblas rodeados de gentes de la mar, de la maestranza de los astilleros, de soldados y de oficiales y
ricos comerciantes llegados de La Isla y de Gades. Se celebraron los Trenos o Lamentaciones de
Jeremías y resonó, con tétrica solemnidad, en los rincones del templo y de los corazones de los
presentes, el Miserere.
Cuando de anochecida salían de la Iglesia, Candelaria quedó subyugada por la visión, a
contraluz del sol poniente, del aledaño cementerio. Recortada sobre el tenue y violáceo cielo se
distinguía la figura de un caballero sentado sobre alguna tumba y en actitud de orar, compungido por
la pérdida de algún ser querido. Una inmensa ternura le invadió el corazón y sintió deseos de
acercarse al desdichado y procurarle el consuelo que sin duda su descompuesta ánima anhelaba...,
mas sus familiares tiraron de ella hacia la Puerta de Tierra y pronto se encontró en la barquichuela
rumbo a La Isla. Mas la oscuridad de la noche no logró borrar de su mente aquella triste y bella
imagen.
El Jueves Santo, vestidos todos con las mejores prendas que poseían de finos paños de color
negro, pero sin adorno, aderezo, ni joya de clase alguna, acudieron los Ponce de León, junto con
muchas otras familias de Las Gadeiras, a la tan anunciada procesión de La Insula. Los coches de
caballo los dejaron en el muelle de la Avanzadilla. Allí esperarían los cocheros hasta que regresaran.
Después, varias chalupas trasegaban el personal hasta la Puerta de Tierra, desde donde todos, en
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presurosa carrera, se dirigían a la Iglesia para reservarse los mejores sitios. Los Ponce de León, como
algunas otras poderosas familias, no tenían prisa, pues disponían de bancos reservados, dada su
posición social.
Todos los bancos de la Iglesia se habían sacado afuera y dispuesto en dos filas paralelas entre
las que habría de discurrir la procesión camino del Penal, primero, para, después de liberar los ocho
presos, dirigirse hasta el muelle y, a través de la Puerta del Mar, por delante del Palacio del virrey y
ya junto al Cementerio, regresarse al interior del templo.
La familia de Candelaria se situó en sus bancos de la primera fila. Apenas diez familias más
gozaban de tal privilegio, el resto de los mortales se distribuía en gozoso barullo por detrás de las
bancadas y en dirección al presidio, a partir de donde aquellas se acababan. Las puertas de la Iglesia
permanecían cerradas. Adentro se arrebujan los mozos de las escuadras, los soldados romanos, los
cofrades, los porteadores, las bandas de músicos, las autoridades civiles y eclesiásticas, los
portaestandartes y algunos penitentes, todos embriagados por el aroma del incienso que expelían los
numerosos incensarios que los nerviosos monagos trataban de mantener a punto para el momento en
que las puertas se abrieran y comenzara la procesión. Las pequeñas imágenes descansaban todas en el
suelo, dispuestas en fila sobre sencillas parihuelas adornadas con guirnaldas vegetales. Cuatro
porteadores necesitaba cada una, con excepción del Señor del Sepulcro que, por su mayor tamaño,
precisaba de ocho.
Dando las campanadas de las cinco de la tarde en el reloj de la Iglesia, se abrieron
solemnemente las puertas, produciendo el alborozo y palmoteo de la chiquillería, que fue
prontamente reprimida por el “¡ ssshh !” de los mayores. En primer término salieron los mozos de las
escuadras con sus uniformes de alguaciles, seguidos de la banda de trompeteros. Detrás, en solitario,
el portaestandarte con el pendón de S.P.Q.R (San Pedro Quiere Roscos). A continuación, un
escuadrón de soldados romanos marcando solemne y pausadamente el paso. Les seguía un grupo de
niños con hábitos morados portando altísimos pendones y la vesta o fuego sagrado. Y ya apareció la
primera de las imágenes en el marco de la puerta, la Vera-Cruz, perteneciente a la cofradía de los
tintoreros de paños, acompañada de una banda de trompetas con sordina. De seguido, salieron la
imagen de la Prisión del Señor, del Montepío de los Presidiarios de Cuatro Torres, el Azotamiento,
de la colonia francesa, el Ecce-Hommo de la cofradía de los panaderos, el Descenso de la Cruz, de
los gremios de herreros y caldereros, la Piedad, de los mesoneros y taberneros, la Santa Espina, de los
tejedores de velas y, finalmente, el de mayor solemnidad, el Señor del Sepulcro, bajo palio negro,
rodeado de tropa romana por los cuatro costados, con la presidencia y autoridades y seguido de un
piquete de tropa con las armas a la funerala, es decir, apuntando al suelo. Helaba la sangre en las
venas ver a aquel Cristo yacente, tan chiquito, tan muerto, con la tez tan pálida, y el silencio y
recogimiento que iba despertando a su paso por entre las dos filas de cristianos que lo flanqueaban.
Los corazones se subían a las gargantas y las lágrimas se rebosaban por los ojos y el amor de aquellas
criaturas por su pobre dios masacrado se extendía sobre ellos como una nube de sentimiento que casi
se podía tocar con las manos y sentirla sobre el rostro bañado de lágrimas. Entre imagen e imagen, se
intercalaban los penitentes cumpliendo sus promesas, con el rostro cubierto para no ser reconocidos,
caminando de rodillas o arrastrando gruesos grillos o flagelándose la desnuda y ensangrentada
espalda, o portando pesadas cruces.
Los señores se esperarían sentados en sus bancos a que la procesión regresara después de
efectuar su recorrido. La gente sencilla no, corría una y otra vez adelantándose a la comitiva para
verla pasar y, nuevamente, emocionarse, tantas veces como el ánimo les resistiera. El virrey de turno
había mandado colocar palmas del Domingo de Ramos en los balcones de las casas de los oficiales,
pero de sobras sabían todos que las casas estaban deshabitadas y medio en ruinas.
Cuando, a través del puente, llegó la comitiva al llano que hay delante del Penal, los presos se
hallaban perfectamente situados en formación militar. Años atrás, como quiera que una bandada de
palomas torcaces se hubieran habituado a vivir en los torreones del presidio, a la querencia de la
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pitanza que les suponían las sobras del rancho, hasta hacerse casi domésticas y comer de la mano de
los presos, se había impuesto el criterio de liberar a los primeros ocho reclusos a los que se les posara
el “espíritu santo” sobre sus cabezas, lo cual había resultado, en gran modo, injusto para los calvos,
pues los poseedores de buenas matas de pelo no dudaban de esconderse entre el cabello granos de
trigo o migas de pan que provocaran el descendimiento del santo y hambriento espíritu. Pero la
hambruna reinante había dado con las espirituales columbas en el puchero y tal procedimiento se
hacía, a la sazón, inviable. Así pues, el virrey había dado al alcaide del presidio la facultad de elegir a
los presos que hubieran observado la mejor conducta para darles la libertad. No fueron pocos los
intentos de untarle que hubo de desechar el tal alcaide, pues eran numerosos los presos de buena
posición económica y social que, por entonces, habitaban el Penal. Mas, raya en el agua, el alcaide
era un hombre de criterio y principios morales que supo rechazarlas todas y seleccionó a los ocho
desgraciados, no criminales, que realmente, eran más merecedores del perdón divino. Los liberados,
con gran alborozo y recrecida -pobrecillos- su fe en la justicia humana, se apresuraron a sustituir a los
cargadores del paso del Señor del Sepulcro, que se despojaron de sus hábitos morados y sus
capuchones y se los cedieron a ellos. La esposa de uno de los afortunados, presente en el divino acto
de justicia, se abrazó a las piernas de su esposo hecha un mar de lágrimas y de agradecimiento. Todos
los participantes en la procesión estaban enternecidos de lo bien que estaban hechas las cosas..., el
resto de los presos, no.
Mientras tal acontecía en torno al Penal y a la procesión, los burgueses, oficiales y
autoridades, esclavos de su sitio, permanecían junto a la Iglesia esperando el retorno del séquito
sagrado.
Una uniformada criada tapaba con un paño negro a Candelaria que, sentada en el banco,
amamantaba a María de las Mercedes que, con ambas manitas, se asía al crecido pecho de su madre.
Candelaria oyó acercarse, por detrás, a su madre y, sin volver la cabeza, para mirarla, le dijo:
Mamá pareces una feria ambulante con tantísimos colgajos.
- ¡Será bruja esta niña!..., ¿cómo sabías que era yo sin ni siquiera mirarme?
- ¿Cómo no había de saberlo, mamá?, si, con todo lo que te cuelgas del vestido, haces un
ruido inconfundible.
- Pues tantas cosas no llevo - le contestó la madre al tiempo que mirándose a sí misma hacía
inventario - a ver..., el abanico, la antuca, el librito de memorias y la bolsa..., ¡no son tantas cosas,
niña!
- Ya – le dijo Candelaria, al tiempo que se cambiaba a la niña de pecho- pero es que en la
bolsa llevas un baratillo.
¡ Hija, no es para tanto!, el reloj, el sello, el espejo, el dedal, las tijeras, el lápiz y el
punzón del crochet..., pero qué quieres, con esta moda tan moderna de saludar con la mano hay que
colgárselo todo de la cintura para tenerlas libres.- Y, sentándose junto a su hija, continuó: - ¿A ver
cómo mama mi nietecita?- dijo, al tiempo que apartaba intencionadamente el paño negro de la criada
con que se ocultaba el festín de Merceditas. Mas, viendo que su hija no reaccionaba ante la
exposición de su pecho a la mirada de todos, ella misma volvió a poner en su sitio el telón al tiempo
que le espetaba:
- ¡Candelaria, hija, qué cambiada has venido de las Antillas! No sé qué diabluras cometerías
con aquel grupo del Círculo de la Habana que me referías en tus cartas, pero tal parece que hubieras
perdido completamente el pudor. Acabo de descubrirte el pecho y no te has inmutado por cubrirte...,
no te importa que tus vergüenzas queden a la vista de todos.
- ¡Madre, yo no tengo vergüenzas, tengo pechos y, por supuesto, que no me avergüenzo de
ellos!
En aquel momento, y de soslayo, al retirarse a la niña de mamar y entregársela a la criada
para que le sacara el flatito, le pareció ver una imagen conocida. Volvió la mirada hacia el cementerio
y, efectivamente, allí estaba el caballero del día anterior inclinado sobre la tumba en actitud
desconsolada. Tal vez lloraba la pérdida de una madre o de un hijo muy querido o quizás, de una
apasionada amante fallecida de repente en sus amorosos brazos. Compuso su vestido abrochando la
botonadura que permitía la salida de su pecho, limpió una manchita de leche que le había dejado la
boquita de la niña y, recomponiéndose toda ella, y sin dudarlo un instante, se dirigió hacia el
cementerio para consolar al misterioso caballero. Mas cuando, ya dentro del recinto, se hallaba a tan
sólo unos pasos del desconsolado varón, de pronto se quedó parada, encontrando ridícula su
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pretensión de inmiscuirse en los sentimientos de un desconocido y todo el valor que la impulsara
cuando dejó a su hija en brazos de la criada, se le esfumó de golpe. Iba a darse la vuelta para
regresarse cuando el caballero, apercibido de su presencia, giró lentamente la cabeza y la miró a los
ojos. Nunca antes Candelaria había enfrentado su persona a un rostro como aquél. Un escalofrío le
recorrió la espina dorsal desde la rabadilla hasta la nuca. Era un equilibrado y hermoso rostro
enmarcado en una leonina cabellera, con una terrible mirada en la que se confundían la fiereza y la
ternura. Sintió como si un poderoso león herido la observara con indulgencia, desde su tremendo
poder, intrusa en su territorio, dudando entre devorarla o ronronearle. No pudo evitar la niña que el
miedo le aflojara el cántaro y sintió cómo unas gotitas de orina se le habían escapado, corriéndole
muslos abajo. Enrojeció hasta el sombrerito negro que cubría su hermoso cabello.
- ¡Madre de Dios!, - exclamó para sus adentros Candelaria dándose la vuelta para marcharse.
- ¿Nos conocemos?, - le inquirió él con una poderosa voz. Y, ante lo pasmada que ella
permanecía, continuó:
- Me llamo Juan de Dios y me ha parecido oírle pronunciar mi nombre.
Ella no quiso deshacer el malentendido y continuó, presentándose a su vez:
- Yo soy Candelaria Ponce de León y, francamente, tengo la sensación de conocerle, pero no
recuerdo de qué.
- ¿Tal vez sea usted familia de don Pedro Ponce de León?
- ¡Naturalmente, es mi tío Perico!
Aunque ambos tenían la sensación de conocerse con anterioridad, intuían que no había sido
precisamente por mediación del tío de Candelaria. Mas como los dos apetecían de la compañía del
otro, convino que las cosas así quedaran y así las dejaron.
- Creo haberle visto durante las Tinieblas de ayer en este mismo lugar. Y al observarle
nuevamente hoy, no he podido evitar el deseo de acudir a consolarle. ¿Ha perdido usted
recientemente algún ser querido?
Juan de Dios se volvió hacia el monumento de la columna rota, dando acceso, con su gesto, a
que Candelaria se acercara a contemplarlo.
- ¡Carmelita! - leyó Candelaria acercándose al trozo de columna que permanecía en pie. Y
continuó: - ¿Era su esposa..., su hija?
Juan de Dios, con un gesto, la hizo reparar en el trozo de columna caído.
-¡Juan de Dios!- leyó esta vez la niña. – ¡Ya sé - continuó indagadora- eran su madre y su
padre!
- No es eso, ambos viven - dijo gravemente Juan de Dios- o, al menos, no están sepultados...,
aún.
Entonces Candelaria tuvo una intuición, y en forma superficial, como quien acierta una
adivinanza, exclamó:
-¡Ya sé, se trata de un desengaño amoroso!
-¡Mas bien de una traición..., la más vil e inexplicable de las traiciones!
Candelaria quedó al instante prendada de aquel caballero de tan altos y sublimes
sentimientos, que se había hecho construir aquella alegoría en el campo santo, para tener donde llorar
la traición de su amada y a la que, a todas luces, seguía subyugado.
- ¿ Sucedió recientemente?-, preguntó ella.
- Sí, apenas hace doce años -, contestó al tiempo que sacaba del bolsillo de su guerrera el
frasquito de perfume y lo extendía al pie de la columna de Carmelita. Y ante la mirada inquisitiva de
la niña, le mostró el frasquito, diciéndole:
- Lo he traído de El Cairo.
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Candelaria no salía de su asombro, al tiempo que estaba adquiriendo la certeza de encontrarse
ante un ser humano excepcional, al que, sin duda, el destino había maltratado inicuamente. Y sintió
celos de la tal Carmelita porque, en aquel instante, quiso que Juan de Dios fuera para ella. Y sintió
deseos de romper aquella insolente columna, que aún después del terremoto de la traición más
abyecta, permanecía en pie, dueña del corazón y el destino de aquel hombre.
Como quiera que la devota procesión ya se aproximara, Maíta Mbambé se adentró en el
campo santo para advertírselo a la niña, comandada por la madre de Candelaria, que ya empezaba a
escandalizarse por la plática de su hija con aquel desconocido. Mas, cuando estaba la negrona a unos
pasos de la pareja, de repente, la tez se le puso color ceniza, que es como los negros se ponen blancos
por el miedo, y exhaló un terrorífico grito que heló la sangre de los presentes. Quedó con la boca
abierta por el pánico, al tiempo que señalaba con su dedo índice hacia donde había hecho acto de
presencia el sepulturero de La Insula, Chi-ó.
Candelaria se acercó a socorrerla al tiempo que le pregunta qué era lo que la asustaba.
- ¡Ay mi niña..., ése de ahí es un muetto viviente!-, decía temblorosa y señalando al chino.
-¡No digas tonterías, Maíta, y deja de gritar que estás escandalizando y mi madre nos está
fulminando con la mirada!
-¡ Yo te lo juro, mi niña, créeme por lo que más tú quieras, ése de ahí es un muetto
viviente!..., ¿no ves que no tiene amma, que está hueco?..., ¡yo te lo juro por Obatala, el dios
grande!..., ¡ese hombre...
-¡Ya basta, negra del demonio!,- le reprendió Candelaria azorada por la estúpida situación a
que aquélla estaba dando lugar con sus supersticiones.
El chino se les acercó, les inquirió con la mirada si precisaban algo de él y, cuando se disponía
a seguir su camino, algo le saltó a Candelaria en su interior ( sin duda don Luis) que le hizo sentir
lástima y ternura hacia aquel pobre hombre. Otro tanto le sucedió a Juan de Dios, que de sobras sabía
que, antes de que se quedara tonto, aquel chino había sido el mejor ser que él conociera. Se le acercó
para darle unas monedas y, durante un instante, estuvieron los tres juntos, el cuerpo del chino, don
Luis en Candelaria y Juan de Dios y, entonces, una chispa celeste, especie de arco voltaico, saltó en
medio de ellos, provocando un nuevo grito de espanto de la negrona que, esta vez, se apresuró a tapar
su boca para no recibir una nueva reprimenda, pues de sobras sabía ella cómo eran los blancos para
estas cosas.
En este aparte, te diré:
A veces no es bueno ver más que los demás, ¿verdad Maíta Mbambé?
Quién lo diría, nuevamente los dos amigos, alumno y maestro, frente a frente,
pero en qué circunstancia tan compleja. El maestro en el cuerpo de una preciosa
niña y, entre ellos, perfumes amorosos y atracción vital. Y todo ello ante los ojos
del pobre chino, cuyo cuerpo tanto tiempo albergara al astrónomo loco. Cuando
decimos que las cosas de la vida son muy complejas..., verdaderamente, no
sabemos hasta qué punto lo son.
- ¡Doña Candelaria! – balbució como un mozuelo el lobo de mar – ¿me autoriza usted a
visitarla?
-¡Soy una mujer...! - iba a decir “casada”, pero se contuvo. Y en aquel preciso instante,
decidió, firmemente, no seguir haciendo el paripé de amante esposa esperando el regreso del marido
y admitiría abiertamente la verdad de ser una esposa abandonada, mental y corporalmente separada
de su marido.
-¿ Me autoriza...?-, insistió Juan de Dios.
- Desde luego, venga a vernos cuando quiera, estaremos en la hacienda del tío Pedro hasta
después de la Pascua, en que regresaremos a El Puerto, en la Plaza del Polvorista tiene usted su casa.
Siempre será usted bien recibido, don Juan de Dios...-, dijo ella dejando en suspenso la pronunciación
de su apellido.
Él captó la indirecta y se apresuró a enmendar su olvido diciendo:
- Discúlpeme doña Candelaria, Juan de Dios Rocco, de la casa de comercio de los Rocco de
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Gades, capitán de navío de la Armada de su Majestad la Reina, para servirla. No faltaré a la visita que
tan amablemente me autoriza -, concluyó Juan de Dios, al tiempo que le tomaba la mano derecha y se
la besaba mirándole intensamente a los ojos. Don Luis en Candelaria dio un repullo tal que hizo
estremecer todo el cuerpo de la niña que lo albergaba. Juan de Dios interpretó que la había
emocionado y una tenue sonrisa, por primera vez en mucho tiempo, iluminó su grave rostro.
Candelaria tomó con ella a Maíta Mbambé y juntas se retiraron a los bancos para ver el
regreso de la procesión. Ahora se sentía como si volviera a ser la misma que en La Habana. Aquí se
había dejado llevar por los convencionalismos sociales y había perdido gran parte de la naturalidad y
frescura que desarrollaran su personalidad en la isla caribeña. Cuando estaba pasando a su altura el
grupo de romanos que custodiaban al Señor del Sepulcro, requirió la atención de su madre con un
codazo y le espetó:
- ¡Mamá..., Casimiro y yo nos separamos hace mucho tiempo, de mutuo acuerdo..., él no
volverá jamás!
La pobre mujer dio un respingo al tiempo que repetía:
-¡Dios Santo!...¡Virgen Santísima!...¡ Y entonces esta niña..., ¿de quién es...?-, y se
santiguaba frenéticamente una y otra vez.
Candelaria percibió entonces el aroma de una sensación de libertad similar a la que
experimentó el día que se desnudó ante todos en el Círculo de los Empelotados..., y un gran bienestar
la inundó.
Ante la atonía en que agonizaba el comercio con las Américas, los comerciantes de Gades, no
resignándose a la decadencia y esperando, tal vez, tiempos mejores, se decidieron por emprender
aventuras inversoras con los capitales antaño atesorados. Así, se instalaron ingenios para la
producción y comercialización de orozuz y de jabones. Se crearon nuevas sociedades bancarias. Se
reactivaron las inversiones en Chiclana, para el cultivo del nopal y la producción de la cochinilla para
la obtención del tinte de la grana y, sobre todo, se establecieron comercios al por mayor y menor de
toda clase de artículos procedentes del extranjero. Se despertó un inusitado interés por los artículos
importados de la China. Era como si, agotado el comercio con un extremo del mundo, se acudiera
desesperadamente al otro confín del globo terráqueo, en busca de un nuevo amanecer. Todo habría de
ser, a la postre, inútil, pues el sol de las Américas se estaba ocasando en las Gadeiras..., lentamente,
pasito a paso, pero sin lugar a dudas..., para siempre. No obstante, la moda de las importaciones del
Imperio Chino, dio con los huesos de nuestro Juan de Dios en la ruta de Oriente al mando de un
buque comercial de la Sociedad Arrigunaga. La travesía venía a durar entre ocho meses y un año, en
función del número e importancia de las averías que, durante la misma, se padecieran.
Juan de Dios había visitado en varias ocasiones a Candelaria en su casa de El Puerto y, si
bien entre ellos se estaba desarrollando una sosegada amistad, ahora, en mitad del Océano Índico,
rumbo al Canal de Madagascar, proveniente de Shanghái, había colgado desesperadamente su
soledad del último clavo que para él era la niña y, día por día, se enamoraba más de ella.
En la camareta de oficiales, fijado el rumbo y en medio de una mar en bonanza con brisa
favorable, después de la cena, departían, amistosamente, los mandos del buque, bajo el atento oído de
su capitán, que aprovechaba el suave balanceo de la mar para escribirle una carta a Candelaria.
Tendrían que hacer una prolongada escala en Ciudad del Cabo y esperaba que la misiva le llegara
unas semanas antes que él.
- ¡No seas estúpido – le decía un joven alférez a un todavía más joven guardiamarina - las
mujeres no tiene pelos en el culo!
- ¡Cómo que no! - intercedió con marcado acento gallego el cura del buque -, yo conocí a una
prostituta china en Taipeh que tenía en sus partes una pelambre que le llegaba por detrás, más allá del
culo, hasta la misma rabadilla. Y por delante, casi le subía hasta el ombligo. No he visto mujer más
velluda en todos los días de mi vida. De los sobacos le salían dos brochas más peludas que las barbas
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de San José. Y en mitad del pecho, entre teta y teta, tenía un mechón de pelo enrizado como el del
más recio marinero de la Armada de su majestad. Las patillas se le bajaban por la cara hasta la mitad
de las mejillas y la pelusa negra que le cubría el labio superior, de habérsela engomado, diérale
envidia al mismísimo Castelar.
-¡ Me estáis embromando!- exclamó lleno de candidez el guardiamarina.
-¡Nada de eso, rapaz! - continuaba el cura- créeme lo que te diga que es más vero que la
palabra de Dios. Además, era la más solicitada de todas las mujerzuelas del burdel, pues al atractivo
de sus vellosidades añadía el que en sus mismísimas partes tenía dos conductos: uno, que era el
normal, y el otro, más angosto, por el que cobraba doble precio, pues también doblaba el gusto al que
lo calzaba.
-¿No se equivocaría el padre cura, / en la ceguera de la calentura/ y se calzara del mismísimo
ano la angostura...?- intercedió el contramaestre, que era muy diestro en versificar, provocando las
risotadas de todos.
-¡Nada de eso, señor contramaestre!- contestó el osado clérigo. -¡Y permite que te
replique..., / que por la anal angostura..., / cobraba el triple!
Las risas de todos corearon la ocurrencia del desvergonzado canónigo trovero.
-¿Pero usted, padre misacantano, cómo sabe de estas cosas...? – dijo el cándido
guardiamarina arrebolado de vergüenza.
-¡Joven – intercedió Juan de Dios sin levantar la vista del papel en blanco en el que se
disponía a verterse -, en la mar..., todos los hombres son hombres, sin ninguna distinción!
Todos rieron de buen grado la sentencia del capitán y continuaron fabulándole al novato
fantásticas historias por tal de asombrarlo cada vez más, aprovechándose de la inocencia del
muchacho que, en gran medida, les hacía recordar la que ellos habían perdido, ¡tanto tiempo atrás!
Juan de Dios, tapando sus oídos a la charleta de los oficiales, se puso a lo suyo:
+
JHS
En Altamar para Ciudad del Cabo
Mi qeridísima Candelaria, aún no acierto a entender la apasionada defensa qe V.
hace del movimiento fourierista, sobre todo en lo tocante a la abolición del matrimonio y su
substitución por esos contratos a la usanza mercantil, tan fáciles de romper como un
cualquier recibo, sin qe para nada intervenga la Santa Iglesia Católica. Pienso qe (con el
debido respeto sea dicho) su opinión estará influida por la desdichada experiencia qe para
V. supuso su matrimonio en la Isla caribeña y de la cual tengo la esperanza de qe el paso
del tiempo le ha de librar. Yo no le oculto qe mis sentimientos por V. me hacen albergar la
esperanza de qe así sea en un no lejano futuro.
Quando V. apareció en el Cementerio de La Insula y, seguidamente, en mi vida, todo
cambió para mí. Es V. esa persona, esa alma gemela, qe todos esperamos encontrar y qe yo
ya he encontrado. Nunca olvidaré la tarde qe en el juego de Prendas de la tertulia de la casa
de don Juan Van Halen, besé su cálida mejilla. El fuego qe aún abrasa mis labios cuando lo
rememoro, y el delicado perfume que emanaba su cabello sedoso, están grabados en mi
corazón a fuego y son la más ansiada compañía a la que recurro en mis largas horas de
soledad en medio de esta mar océana. Debe V. dar por supuesto que mis intenciones para
con V., en su condición de madre viuda, son de toda honestidad pertinente y sólo ansío el
momento de estar a su presencia para rogarle qe me permita ser su leal esposo y padre
adoptivo de su preciosa hijita. Alguna vez me ha manifestado V. su criterio en el sentido de
qe no ve V. bien el recuerdo tan arraigado que poseo de mi primer amor - léase Carmelita
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Frontela - y en lo tocante debe V. conocer qe si bien esa herida dejó de manar sangre el día
del Jueves Santo último, en qe la conocí a V., digo qe, no obstante, debe V. saber qe esa
herida estará siempre ahí. Sólo espero, de su caridad cristiana, y si me acepta por esposo, qe
se resigne a convivir con ella, pues no está en mi mano cambiar el pasado y muy cierto es qe
lo qe puedo ofrecerle a V. es un corazón atravesado en toda su amplitud por la traición, mas
espero y deseo qe con vitalidad suficiente como para colmarla de amor.
Un nuevo barullo de risas abrió los oídos de Juan de Dios retornándolo a la reunión de
oficiales. El desvergonzado cura, haciendo inverosímil el más difícil todavía, estaba tratando de
convencer al bisoño guardiamarina de que la famosa buscona china tenía un chulo que, a su vez,
poseía un miembro viril ramificado en dos, de tal suerte que venía a coincidir con los dos conductos
de aquélla, siendo, por tanto, aquellas criaturas dos auténticas porciones complementarias de un
todo…, el que constituían cuando se acoplaban. El pobre muchacho estaba ya sobrepasado en su
credulidad y no creía nada, especialmente aquello que proviniera del capellán. A Juan de Dios, con el
ánima aún en los amorosos éteres de su carta a Candelaria, le resultó harto grosero el comportamiento
del zafio ministro de Dios en aquel buque. Así es que, dando las buenas noches en tono autoritario,
todos entendieron el fin de tertulia que implicaba y, levantándose, se fueron retirando de la camareta.
No obstante, la noche se presentaba tan apacible que al capitán le dio pereza retirarse a
dormir y, deseando disfrutar de la mar en calma, subió al puente de popa y verificó, con el timonel, el
rumbo que llevaban y el barrunto de tiempo que aquél tenía. Nada hacía presagiar un cambio en las
condiciones de la atmósfera, así es que se hizo instalar un coy en cubierta y, envuelto en una manta,
se acostó a contemplar las estrellas mientras la mar lo mecía en sus brazos. Una gran serenidad se fue
metiendo en su cuerpo dejando su ánima en una especial predisposición a la inteligencia. Entonces,
como si lo leyera dentro de su cabeza, en la pizarra de su frente, pensó:
El tiempo venidero enerva mis sentidos, inquieta mi esperanza…, alerta mi cadáver.
El presente…, me arrastra.
El pasado, me pertenece. Lo domino y lo compongo. Lo detengo en un cuadro de luz
acaramelada. Redondeo sus aristas, lo lleno de paz, aminoro su ritmo hasta poder bajarme y
subirme en marcha, lo invado de perdón y de olvidos, divinizo a sus personajes…, me destilo
una dulce nostalgia embriagadora…, y en ella me acurruco.
Y efectivamente, acurrucado como un ronroneante gato en el coy, se dispuso a rememorar el
cálido beso en la mejilla de Candelaria, en la fastuosa casa del francmasón Van Halen en El Puerto de
Santa María.
Los ruidos de la mar y del barco comenzaron a interpretar su sinfonía. Así, las olas en el
casco hacían una tenue y constante percusión muy aminorada por la bondad de la noche. El crujido
de los mástiles era la música de cuerda: el bauprés en proa era el contrabajo, el palo mayor, las violas,
y los de mesana y contramesana, los violines. La brisa en las jarcias sacaba sones de flautas…, y, a
veces, los chasquidos del velamen parecían las exclamaciones de admiración y aplausos del público
expectante…, que eran las estrellas de los cielos infinitos. Tanta armonía y tanta paz le procuraron a
su persona una laxitud tal que le sobrevino la más extraña experiencia de toda su vida.
Tan potente se hacía su inteligencia sobre la tosquedad de la materia de su cuerpo que, al
pronto, sin saber cómo, se sintió todo él del lado de la inteligencia, hasta tal punto que, desde el éter,
podía contemplar su cuerpo acurrucado en el coy, cubierto con la manta y con una placentera sonrisa
en su rostro, como la de la criatura que, harta de mamar los maternales pechos, se dispone a un
plácido sueño de sesteo. A cada momento, el campo de visión se le ampliaba, de tal forma que ahora
podía distinguir todo el buque como desde la cofa del palo mayor. Y descubrió que, con sólo
desearlo, se desplazaba allí donde quería. Así, bajó al pañol de marinería y pudo comprobar, hecho
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espíritu, cómo toda la dotación dormía, a excepción de un viejo marinero, pendenciero y borracho
que, a escondidas en su coy, bebía de una garrafiña de ron, sin duda robada.
Pensó si pensar en desplazarse a donde estuviera Candelaria, mas, al pronto, le dio miedo
de separarse del barco y de su cuerpo, pues desconocía si sabría encontrar el camino de regreso. Mas
el recuerdo de la cálida mejilla de Candelaria en sus labios le procuró el valor que, en un principio, le
había faltado. Pensado y hecho, en el cielo de El Puerto de Santa María él y, a sus pies, la Plaza del
Polvorista y, en ella, la casa de la niña en la que habitaba don Luis. Se sintió aliviado, pues tenía la
sensación de estar unido al cuerpo que quedó en el barco por una especie de hilo de Ariadna, que le
habría de facilitar el encuentro del laberinto de retorno. Penetró, como fantasmal espíritu, por los
techos y paredes hasta dar en la alcoba de Candelaria. ¡Qué hermoso su cuerpo abandonado al
descanso…, en la inocencia del sueño! Su relajado rostro sobre el almohadón, su entreabierta boca,
su acompasado respirar, su desnudo brazo sobre el cobertor, el marcado contorno de su cuerpo bajo
las ropas de la cama, su garganta y el comienzo de su pecho, que sus abandonadas ropas permitían
ver…; subyugado por tanta belleza, y aun a riesgo de ser, en su desatinado acoso, rechazado y
humillado, se abalanzó sobre ella para abrazarla…, mas su ser no tenía consistencia y sus etéreos
brazos no asían materia alguna. Su desaliento fue tremendo…, tenerla allí, tan asequible, tan
hermosa, y no poder sentirla. ¡Qué estupidez esto de ser espíritu…, cuánto diera por ser burda y
cálida materia…! Mas, en esto, aconteció lo más asombroso que pueda acontecer a criatura pobladora
de este valle de lágrimas, y fue que, al igual que le sucediera a él en el barco, pudo contemplar cómo
la inteligencia de Candelaria se separaba de su cuerpo y se elevaba sobre éste, constituido en
espectral ser como el que él mismo era y, entonces, su asombro fue infinito cuando, al mirarse frente
a frente con Candelaria, pudo ver que aquella inteligencia era la de don Luis de Quixano, que, desde
su superior conocimiento, le sonreía amablemente. Y, en aquel momento, al saberse inteligencia
frente a inteligencia, todas las consideraciones y apetencias groseras que acompañan la materia, se
esfumaron de él. Sin mediar palabras, él entendió que quería fusionarse con don Luis y que éste, a su
vez, quería fusionarse con él. Y, en el medio del éter de la alcoba de Candelarita, sobre su relajado y
bello cuerpo, se fusionaron las inteligencias de Juan de Dios y don Luis…, y así permanecieron por
unos instantes que parecieron infinitos, conociendo cada uno del otro, no sólo lo acontecido en la
presente vida, sino hasta la primera que tuvieron. Y cuando, colmados el uno del otro, se separaron,
quedaron como dos hermanos que lo fueran desde siempre y para siempre, sabiéndolo todo cada uno
del otro.
Y entonces, la inteligencia de su ahora hermano don Luis, puso en la suya propia el deseo de
acudir donde Carmelita Frontela, al tiempo que, sonriéndose, se regresaba al cuerpo de la bella niña.
Sin tiempo para pensar, Juan de Dios fue nuevamente transportado hasta lo que parecía una
gran ciudad, a juzgar por la cantidad de casas que la constituían. Su espiritosa constitución, volando
sobre los tejados, se vino a detener sobre una placita constituida por un círculo de viejos árboles,
pelados de hojas, en cuyo centro lucía una magnífica estatua ecuestre de cualquier noble del pasado.
La fuerza que lo venía arrastrando desde la alcoba de Candelaria tiró de él y, a través de los tejados,
penetró en el comedor de una suntuosa mansión. En una amplia mesa, se hallaban sentados los
miembros de una familia: el marido a la cabeza de la mesa, a su diestra, la esposa y el mayor de sus
hijos, enfrente su madre y, a su siniestra, dos preciosas niñas de dorados tirabuzones. Juan de Dios,
que intuía donde estaba, se situó donde poder ver el rostro de la esposa…, mas aquella desdentada
mujer, sin duda alguna, no era Carmelita Frontela. ¡Vive Dios que, repasados uno a uno aquellos
rostros, ninguno le resultaba ni mínimamente familiar! Sin embargo, su etéreo ser hízose de piedra
cuando, tras las cortinas que daban a la cocina, apareció, portando una humeante sopera a la altura de
su pecho, una criada cuyo rostro era auténticamente igual que el de Carmelita. El señor se dirigió a
ella en un lenguaje que parecía inglés y que, aunque él normalmente no lo comprendía demasiado
bien, ahora, en su condición espiritosa, lo entendía como al mismísimo castellano. El muy ladino le
estaba reprendiendo por su tardanza en traerles la sopa. Ella, prudentemente y sin rechistar, bajó la
vista al suelo y aguantó el chaparrón. Juan de Dios no salía de su asombro, pues si Carmelita debía
ocupar el lugar de la esposa de aquel maldito inglés ¿cómo es que estaba reducida a la condición de
criada?
En el espirituoso estado en el que él se encontraba, el tiempo resulta sumamente extraño y
caprichoso y, a veces, retrocede o avanza como si se pasaran varias páginas de un cuento de una sola
vez. Así, sin haber dado lugar a que terminara la cena de aquella familia, de pronto, se encontró en la
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habitación de Carmelita: un cuartucho sórdido y desangelado en el que, a la tenue luz de una casi
agotada bujía, la pobre Carmelita, entre sollozos, trataba de leer algo en un manoseado papel. Juan de
Dios se acercó para tratar de leer a su vez y se quedó boquiabierto al reconocer su propia letra en
aquel escrito:
Mi adorada Carmelita…, comenzaba la carta. No puedo mirar hacia atrás en la historia de
mi vida, sin verte junto a mí, en cada capítulo de ella…, continuaba. ¡Dios mío, era la carta que él le
había escrito cuando, apenas llegado de las Américas, conoció de su traición!
Lo que seguía estaba borroso, la tinta corrida, sin duda alguna por las lágrimas de lecturas
anteriores. Pero era igual, pues él la sabía de memoria de tantas veces como la había rememorado en
aquel tiempo: El tamaño de tu traición…, la hondura y tino de tu estocada, son de tal vileza, q. no
pueden haber sido concebidas, albergadas ni ejecutadas, por la candidez de tu alma, a la q. conozco
como a la mía propia. Estoy cierto de q. fuerzas e intereses ajenos a los tuyos te han llevado a
perpetrar ésta horrible traición hacia nosotros. Tendría yo q. no haber conocido la pureza de tu
corazón, la translucidez de tu bendita alma, la rectitud de tu carácter, ni la honestidad de tu
intención, para poder concebir q. tamaña maldad se pudiera instalar en ti.
Los espíritus lloran…, pues tal le estaba aconteciendo a la etérea concreción de inteligencia
de Juan de Dios, que, a no haberse sabido de memoria la carta, no la podría haber continuado, no ya
por lo borroso de la escritura, sino por la imposible visión que las lágrimas procuraban a sus ojos.
Me bastará una palabra, un cualquier gesto tuyo, para acudir a rescatarte de la traición q.
te aprisiona…, y vive Dios q. no han de temblarme el brazo ni el corazón para zajar a cuanto inglés
o bastardo interés se enfrenten a nuestra empresa. No ha de pesar en tu ánima el haber entregado tu
virginal cuerpo a la urdida traición, ni la criatura de pecado q. tu vientre alumbró, pues mi amor por
ti es tan inmenso q. todo ya, sin q. tú me lo pidas, te lo he perdonado. En el nuevo continente se han
roto las cadenas de los convencionalismos sociales q. esclavizan a las personas estigmatizadas. Allí
podremos empezar una vida nueva, tú, yo y tu hijo. Mas qé digo empezar, quiero decir continuar,
pues mi vida sólo fue tal a tu vera y desde q. te apartaste de mí sólo hago morir un poco cada día,
esperando tu regreso.
Mi amadísima Carmen, un solo gesto q. confirme toda la fe q. tengo puesta en ti y, al punto,
me tendrás junto a ti, presto a rescatarte.
¡Cristo está en nuestra empresa…, hazme una señal!
Carmelita dobló cuidadosamente la carta y, por su escote, la introdujo junto a su pecho
izquierdo, a la vera del corazón. Secó sus lágrimas y, vaciado el pecho de angustias y más sereno el
ánimo, se metió en la cama, donde, acurrucada y apretando con su mano la carta contra el pecho, se
dispuso a pensar y, si Dios quería, a soñar con una idílica vida en las Américas en compañía de su
amor perdido.
A Juan de Dios se le juntaba con la pena de ver así a Carmelita, la rabia de no poder hablarle
ni consolarla, ni acurrucarse junto a ella y sujetar con su mano la vieja carta contra su pecho. Mas,
hallándose en este debate de sentimientos, de pronto sintió cómo era jalado el hilo de Ariadna y, al
instante, hallábase como en el extremo del palo bauprés de su buque, divisando todo el barco de proa
a popa y a su cuerpo en el coy, entre los palos de mesana y contramesana, suavemente mecido por los
vaivenes de la mar. Y un suave pero firme jalón lo terminó de regresar adentro de la materia
corpórea. Durmió plácidamente todo el resto de la noche, hasta que los primeros rayos del sol
naciente lo regresaron definitivamente al mundo de los mortales. Cuando esto aconteció, recordaba
punto por punto todo el fantástico periplo, y, aun entendiendo que todo había sido una ensoñación, no
dudaba ni lo más mínimo de la veracidad de lo soñado. De tal forma era así que el incipiente amor
que había experimentado por Candelaria se vio transformado en solidísima amistad hacia don Luis
que la habitaba y, además, el viejo amor que siempre tuvo por Carmelita le resurgió fortalecido y
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alimentado con la esperanza que suponía el saber que su carta permanecía junto al corazón de su
amada y nunca olvidada niña. El deseo de rescatarla de la penosa situación en que se hallaba se
instaló poderosamente en su corazón y en su mente. Al cabo, bajó al camarote, cogió la carta que le
había escrito a Candelaria y la dio al fuego por la llama del candil.
Candelaria, sin embargo, cuando despertó al día siguiente, no recordaba nada de su espiritoso
encuentro con Juan de Dios.
En esta división, te diré:
¿ Qué azaroso dios será el que gobierna estos extraños sucesos? …, ¡ más
le valiera huirse al fondo del infinito éter celestial, junto con el Cristo…, y dejar
en paz a los desheredados hijos del antropófago dios del ojo triangulado!
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21. Romanticismo Gadeirano (1850-1860)
El Chirino era un jándalo montañesuco de los muchos que, por aquel entonces, bajaban de los
montes cántabros a la bella y acogedora Bahía Gadeirana. Había trabajado en la casa de comercio
gaditana de su paisano González de Peredo y había casado con una vejeriega de pocos hallares y
mucha pompa vana, de la cual había cogido el apodo familiar, que otra dote no le aportó la pajolera
mujer. Había movido influencias para quedarse con la cantina carraqueña que fuera en otro tiempo el
prostíbulo de León y de Paca la Colorá. Allí despachaba algunos ultramarinos, pan y vinos a granel.
En La Ínsula, se había comenzado a construir la factoría de fundición y los talleres se preparaban para
la construcción de motores de vapor, pues se estaba imponiendo, en todos los astilleros importantes
del mundo, la construcción de buques de hélice. Ello estaba despabilando la actividad de la Insula y
Salvador Morante, que así se llamaba el Chirino, pensaba que había llegado el momento de un nuevo
despegue económico para el arsenal y él no quería perdérselo, sino, más bien, todo lo contrario:
quería estar en primera línea de fuego, pues le habían asegurado personas muy influyentes del Casino
Gaditano, que, con el motor de vapor y la hélice, se abría una nueva era para el comercio marítimo
que haría del arsenal un nuevo emporio industrial, como antes lo había sido Gades en el ámbito
comercial.
A la obra de la factoría de fundición había que añadir la extensión de los carriles de
ferrocarril por todas las instalaciones insulares para facilitar la conclusión de los efectos a todos los
talleres y almacenes. Además, recientemente, se había creado la Compañía de Guardias Arsenales,
que habían venido a sustituir a los antiguos Rondines. El servicio se le había encomendado al Cuerpo
de Inválidos, que, celosamente, tenía a su cargo la vigilancia de los aprovisionamientos y efectos del
arsenal, para impedir la extracción fraudulenta de los géneros. En fin, tal parecía que un nuevo
horizonte se abría después de tan prolongado período de decadencia.
El búcaro de la ivernal noche se había cascado. Por la grieta abierta penetró la luz y el
almendro llenó de copos rosados sus resecas ramas, voceando a los cuatro nortes que el día
comenzaba a ganarle la mano a la noche. Aquella preciosa mañanita de ivierno llenaba los espíritus
de optimismo y alegría. El solecito calentaba al socaire de las tapias. El aire fresquito en el rostro
despabilaba los ánimos. Los dos predominantes vientos gadeiranos reposaban sobre las marismas,
manteniéndolo todo quieto alrededor. La mar de la bahía, tan calma estaba que diríase era plata
licuada, perezosamente ondulada por los barquitos de vela que la navegaban. No era, pues, de
extrañar que Marco Antonio Gabriel se resistiera a bajar al oscuro tugurio del Chirino y prefiriera
quedarse afuera, al solecito. Bernardina, no obstante, más a empujones que convencido, logró bajar a
su marido para permanecer ambos bien abrigados mientras terminaba de atracar el buque de su hijo
Juan de Dios, proveniente de los mares de la China. Pobrecitos, eran don quebradizos viejecitos a
punto de cascarse como frágiles jarritas de porcelana para dejar escapar sus cansadas ánimas en busca
de otro mundo…, que éste ya les resultaba ajeno.
El Chirino les acercó unas sillas para que se acomodaran durante la espera y les puso un
taburete a modo de mesa sobre el que les sirvió dos copas de moscatel. El muchacho que ayudaba al
montañesuco, un ruchito de los campos de Vejer de la Frontera, sobrino de su esposa, daba palique a
los ancianos. El zagal era muy despabilado y comunicativo y se había venido a la tienda de su tío
político con la consigna materna de instruirse y cultivarse en el trato con el personal de alcurnia que
la frecuentaba.
“Que si ya se están viendo jilgueros por los campos, anunciando la llegada del buen tiempo”.
“Que si los mirlos ya andan persiguiendo a las mirlas” Qué novelería no estaría contándole el
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zagalejo a los dos cansados viejos que, al pronto, se dirige a su tío en voz alta y en los siguientes
términos:
- Tío Salvador, ¿cómo se llaman esos árboles de los que tantos tenemos en la hacienda de
Vejer y que dan las arbellotas?
-¿Arbellotas?, - le dijo el tío acercándose y jalándolo de la oreja para la trastienda ¡arbellotas te voy a dar yo a ti como molestes a estos señores, so alcornoque!…, ¿habrase visto lo
finolis que se me está poniendo éste desde que lo traigo a la Ínsula…?
- No se ponga usted así con el muchacho -, terció Bernardina con su destemplada voz en
favor del zagalejo, y continuó…, dejándose venir:
- El muchacho, sin duda, se habrá influenciado de la forma de hablar capitalina, pues si aquí
a las vellanas les decimos arvellanas, a los cauciles arcauciles y a las mendras armendras, qué tendría
de extraño que a las bellotas se les dijera arbellotas.
-¡Eso, eso!-, insistió el muchacho desde el fondo. El tío le propinó un cogotazo por si las
moscas y, sin tener muy claro si la señora hablaba en broma o en veras, se apartó a atender a otros
parroquianos.
Bernardina llamó al zagal y, muy maternal, le acarició el cogote donde se rascaba del golpe
recibido. El Arbelloto miró a su tío de soslayo y, como éste le devolviera la mirada sin reproche
alguno, se acercó un taburete y se sentó junto a los ancianos. Y allí estuvo entreteniendo un buen rato
a los padres de Juan de Dios, narrándoles las excelencias de los campos y pueblo vejeriegos, tal que
si unos y otro le pertenecieran como a fantástico Marqués de Carabás. A Bernardina le llamó
poderosamente la atención la calenturienta imaginación del zagal, el desparpajo con que la
manifestaba y, sobre todo, la claridad que había en su mirada. Y, de pronto, tuvo el pálpito de que
aquel muchacho era la tabla de salvación de la casa de comercio de los Rocco. Con la certeza de que
su padre aprobaría lo que iba a hacer y, sin dudarlo más un instante, hizo un gesto al Chirino para que
se acercara. Le hizo saber quiénes eran ellos y, sin mas dilación, le propuso llevarse al Arbelloto a su
casa, donde recibiría cobijo, alimentación e instrucción en el negocio del que, si todo marchaba
según ella esperaba, pronto se le nombraría ayudante. El muchacho dio un salto de alegría y se abrazó
a la cintura de Bernardina muy zalamero, pues, desde el primer momento, se había sentido muy
atraído por aquella abuelita. El Chirino se quedó parado calibrando las ventajas e inconvenientes de
prescindir del zagal y, prontamente, llegó a la conclusión de que el trato sería bueno si mediaba
compensación económica al respecto. Así es que prolongó su silencio cuanto pudo hasta que
Bernardina entendió la treta y, sacando de algún pliegue de su vestido una bolsa de monedas, extrajo
tres enormes discos de oro que, ceremoniosamente, puso en la extendida y ávida mano del jándalo.
- “Escríbeme en un papel el nombre completo del muchacho y las señas de su madre, que he
de escribirle una carta de mujer a mujer. Y tómate nota de nuestra dirección, por si nos tuvieras que
mandar algún recado para él.”
El Arbelloto permanecía con los ojos como platos y la quijada descolgada por el asombro que
le había producido su elevado precio. Su nombre completo era el de Alonso Quejada García y sus
padres vivían a la falda del pueblo, donde estaba la barcaza que salvaba a los viandantes el paso del
río Barbate.
Cuando, finalmente, fueron avisados que el capitán Rocco había desembarcado, subieron los
tres a su encuentro. El aspecto de Juan de Dios era magnífico y el optimismo que manifestaba llenó a
los pobres viejos de alegría. Tan eufórico, expresivo y cariñoso se mostraba con sus padres que, hasta
que no llegaron al palacio del virrey, donde se ofrecería una recepción en honor del armador del
buque y de Juan de Dios, no reparó éste en el zagalejo que acompañaba a sus padres. Y lo primero
que se le vino a las mientes cuando lo contempló fue preguntarse si aquél tendría la misma edad que
el hijo de Carmelita. Y así debía de ser, pues ambos andaban en torno a los doce años. Así pues, la
impresión que le causó el muchacho fue buena y, en su fuero interno, lo ligó al hijo de Carmelita y se
propuso ser amable con él, cuando tuviera tiempo para ello. Ahora ardía en deseos de hablar con su
madre y requerirle todo lujo de detalles sobre el paradero de su amada. Se había hecho el propósito
de no contar a nadie su extraordinario sueño, pero, desde luego, estaba firmísimamente decidido a
rescatar a Carmelita de las garras de aquel villano inglés. Y necesitaba toda la información que al
respecto pudiera facilitarle Bernardina. Así es que la velada transcurría de tal guisa que los invitados
del virrey iban detrás de Juan de Dios para que les refiriera las maravillas y extrañezas que había
contemplado en la China, mientras que éste andaba en pos de su madrastra inquiriéndole toda clase
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de detalles sobre el actual paradero y circunstancias de Carmelita. Hasta tal punto insistió que
Bernardina, ya un poco molesta, le espetó:
- Juan de Dios, me alegra verte tan cambiado y animoso…, mas, ¿no crees que ya es tiempo
de que olvides a Carmelita Frontela?
-¡Bernardina!- le contestó él lleno de apasionamiento -, he sabido que Carmelita es
tremendamente desgraciada en su matrimonio con el inglés, ¡y voy a ir a rescatarla!
Una sombra nubló el rostro de la madrastra que, del animoso estado de su hijo, había
deducido que éste había superado el desengaño amoroso y ahora comprobaba que no era así, sino,
más bien, que estaba, definitivamente, perdiendo el juicio.
-¡Madre, póngase en mi lugar…! - le dijo cogiéndole ambas manos y lleno de ternura, -¿si
usted hubiera mirado por un agujero del techo la casa de Carmelita y hubiera podido comprobar que
estaba muy atribulada y que añora nuestro pasado amor…, qué haría?
El día estaba resultando un auténtico torbellino de sentimientos para la pobre Bernardina,
sobre todo después de tantos años de calma chicha. Pero una vez más, en tan corto espacio de tiempo,
tuvo otra corazonada. Llevó las manos de su hijo, que aún sostenían las suyas, a sus labios…, las
besó y, todo corazón, le dijo tierna y alocadamente:
-¡Ve por ella!
Juan de Dios y su madrastra, su madre más que nunca aquella noche, se fundieron en un
cómplice abrazo. Y ya a partir de este momento, el capitán estuvo a disposición de los invitados del
virrey de turno, les narró las mil y una maravillas que sus ojos habían contemplado en el Oriente… y,
como una estrella de allí, brilló su personalidad en los medios de la noche toda.
Alonso el Arbelloto era el mayor de seis hermanos, de los que los tres primeros fueron
varones y las tres últimas varonas. Su madre había deseado, por encima de cualquier cosa, tener hijas
hembras para confeccionarles preciosos vestidos. Hasta que le nació la primera hija, que fue su cuarto
alumbramiento, en la intimidad de su casa, había jugado con los varoncitos a vestirlos con los ropajes
de niña que tenía preparados para cuando le naciera la ansiada hembra. No sería justo decir que
aquello había influido en el carácter del muchacho hasta el punto de hacer dudosa su varonía, pero no
es menos verdad que se le había quedado un cierto amaneramiento que hacía que, de vez en cuando,
se le fuera la mano de paseo o bien se pusiera a hablar muy finolis, poniendo los labios en trompeta.
Aquella circunstancia, lejos de disgustar, agradaba sobremanera a Bernardina a la que su
seco vientre había privado de frutos de cualquier sexo y, de esta guisa, en el Arbelloto, parecíale
tener a dos en uno.
Ahora estamos en el muelle de Gades, es de mañana, muy temprano. Está muy nublado y el
sol recién asomado al mundo apenas proporciona la claridad necesaria para no tropezarse con los
aparejos, barriles, fardos, sacos de mercancías y gentes que hay por doquier. Juan de Dios y el
Arbelloto se disponen a embarcar en la balandra María que había de llevarles hasta El Puerto de
Santa María, donde visitarían a “Candelaria con don Luis”.
Apenas embarcados y soltadas las amarras, comenzó a llover. Juan de Dios cobijó a Alonso
bajo su capote. Era la primera vez que el chiquillo se embarcaba y estaba, además de asombrado,
asustado. La travesía fue rápida, pues el viento de poniente les trincaba de popa y casi volaban sobre
las olas. No obstante, al Arbelloto le pareció el viaje más largo de su vida, pues el pobre se lo pasó
vomitando por la borda las migas del desayuno que le había preparado la gordísima cocinera de
Bernardina. Cuando desembarcaron en el muelle de la Plaza de las Galeras Reales, Juan de Dios lo
acercó a la fuente de las galeras para que se limpiara y se tratara de aliviar el olor a agrio que llevaba
encima.
Fue grande la alegría de Candelaria cuando vio, bajo el dintel de su puerta, dibujada al
contraluz de la gris mañana, la silueta del guerrero devuelto por la mar…, hasta tal punto que se
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abrazó a su cuello estrujando intencionadamente su cuerpo contra el de él y zampándole un sonoro
beso en la mejilla. Le encantó también el bello mozalbete que le acompañaba, al cual mandó con las
sirvientas para que lo secaran y le cambiaran las empapadas ropas. Alborozada, cogió de la mano a su
entrañable amigo y lo condujo hasta la sala de visitas, donde se acomodaron dispuestos a
reencontrarse. Ella no podía disimular que se bebía los vientos por él, después de tan larga ausencia.
Juan de Dios, más distante, se percató, prontamente, de que ella no recordaba nada de su espiritual
encuentro y seguramente ignoraba que ella no era ella misma, sino su amigo y hermano del alma, don
Luis de Quixano.
- ¡Juan de Dios!… - le dijo ella tomándole ambas manos y llevándoselas a su palpitante
pecho - he pensado mucho en ti durante esta larga ausencia…, y no quisiera tener que sufrir otra vez
tu lejanía. ¡ Mi querido y romántico Juan de Dios…!
- Ardo en deseos de que me relates los últimos disparates de tus locos amigos los
furieristas… - le espetó él tratando de enfriar la situación.
- ¡Déjame de monsergas…! - le contestó furiosa ella, al tiempo que, abriéndole la mano, le
colocaba la palma contra su pecho en la porción que lo permitía su escote - ¿ no ves cómo palpita mi
corazón…?
Al hombre se le revolvió la culebra entre las piernas, al tiempo que, por las mientes, se le
venían y se le iban las imágenes de Carmelita Frontela, de don Luis de Quixano, del chino Chi-ó, del
cementerio de la Insula y, sobre todo, de la palma de su mano sobre el palpitante pecho de la
bellísima Candelaria.
Ni ángeles, ni arcángeles, ni espiritosos encuentros de hermandad alguna podrían ya detener
la caída del enclenque andamiaje de la voluntad del hombre, frente al poderoso torbellino de la carne
despertada.
La mano de Juan de Dios traspasó la puerta del escote del Edén y, como cogiendo
nuevamente el fruto del prohibido árbol, asió en su concavidad la plenitud toda del pecho palpitante
de la mujer…, loco de deseo por colmarse y aunque nuevamente le costara un Paraíso.
Ella, puesto el varón a galopar, llena de coquetería y de control sobre la situación, lo contuvo
delicadamente extrayendo su mano y besándole la punta de los dedos. Después se levantó, se acercó a
la puerta, la cerró y, lentamente, comenzó a desnudarse. Él se puso a bajarse los calzones
apresuradamente, mas ella lo contuvo con un gesto y le hizo seguir su juego de ir despojando el
cuerpo de ataduras lentamente, muy poquito a poco. En aquellas artes, ella era una experimentada
cofrade del Clan de los Empelotados.
En este rincón, te diré:
Dejo a tu fantasía los devaneos y juegos amorosos que, seguidamente,
acontecieron en la salita de Candelaria…, mas has de saber que, obviamente, allí,
ninguna ánima encontró el colmo que buscaba.
Después, ya vestidos los cuerpos y los espíritus, recuperada la compostura que trae de la
mano la pasión cuando se apaga, reanudaron la conversación, justo cuando entraba a la habitación
Alonso el Arbelloto, vestido con unos cobertores y unas cintas, no se sabe si de romano, de cardenal
o de madre abadesa. Las criadas que lo acompañaban y la desfogada pareja no paraban de reír al ver
las monerías y gesticulaciones del muchacho, remedando, hora una gran señora, hora un valeroso
capitán de navío y, después, un tití o un lorito de los que acostumbraban a tener los marineros en los
barcos.
Aquella noche, como se hubiera acrecentado el temporal, Juan de Dios y Alonso se quedarían
en las habitaciones de invitados de la casa de los padres de Candelaria. Nuevamente durante la cena,
el Arbelloto fue el centro de atención y divertimento de todos los comensales. El zagal tenía una
rústica inocencia, unida a un inusual desparpajo y espontaneidad, que lo hacían una rara avis en
aquel mundo de modales, de contención y compostura permanentes.
Durante la velada que siguió a la cena, mientras Alonso seguía con sus patochadas, nuestra
pareja se había apartado a un tranquilo rincón donde platicaban sosegadamente. Candelaria puso al
corriente a Juan de Dios del afán incontenible que le había surgido por escribir. Se había propuesto
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relatar una larga historia en la que, describiendo un cuerpo femenino, desde los pies hasta la cabeza,
emplearía cada parte del cuerpo descrita, para tratar de hallar la explicación de cuantos interrogantes
tiene la especie humana femenina. Así, describiendo los pies, entraría en un capítulo que dedicaría a
analizar el camino que habían recorrido las mujeres, desde los tiempos de la Biblia hasta nuestros
días; cuando describiera las piernas, trataría de demostrar cómo el sexo débil había sido y era las
columnas sobre las que se sostenía la familia y, con esta, la sociedad entera; cuando las caderas y el
sexo, la armonía del movimiento y la multiplicación; cuando el vientre, la substanciación de la
naturaleza; cuando los pechos, la generosidad y la abundancia; cuando los brazos, el cobijo de los
varones, chicos y grandes. Y, cuando la cabeza, el control de todo lo demás.
-¿ Tu personaje no tendrá dorso?- le dijo burlón Juan de Dios. -¿ Ni generosas nalgas para
descansar, ni sinuosa espalda para despreciar?
-¡Es verdad!-, dijo ella pasmada de su craso olvido. - No te burles de mí… - le reprochó
mimosa. Y continuó: - No sé que es lo qué me está ocurriendo, ni por qué me ha entrado esta
urgencia por escribirlo todo. A veces siento como si alguien pusiera imágenes en mi cabeza que no
puedo parar de describir. Y, en otras ocasiones, es tal que si alguien me estuviera susurrando al oído
bellísimas palabras o acertadísimas expresiones, que yo nunca había imaginado antes.
Juan de Dios pensó que era el momento propicio para hablarle de la experiencia espiritosa de
su sueño en altamar.
-¡Candelaria!, en el viaje de retorno tuve una extraña experiencia que quisiera relatarte, pues
te afecta a ti también - Ella era todo oídos. Juan de Dios continuó, - Cuando en medio de una
serenísima noche, me recosté en la cubierta para contemplar el estrellado cielo, me aconteció que
toda mi inteligencia se concentró en un solo punto de mi frente e, inopinadamente, saltó fuera de mí
de tal forma que quedé externo de mi cuerpo, pudiendo contemplar éste como lo haría una gaviota
desde el aire. Dábase, además, la circunstancia de que, con sólo pensar en desplazarme a algún lugar,
de inmediato me encontraba en él. Así es que, encontrándome lleno de amor hacia tu persona, deseé
con toda mi alma estar junto a ti, y apenas el tiempo de pensarlo que ya me encontraba en el éter de tu
alcoba, contemplando allí abajo tu cuerpo abandonado a la indolencia del descanso. Quise abrazarte y
fundirme contigo, mas mi inteligencia no tenía consistencia alguna y mis brazos pasaban a través de
tu cintura como si fuera un haz de luz.
Ella se acercó cariñosamente a él y se acurrucó bajo su brazo, dispuesta a oír el desenlace del
amoroso sueño. Él, sin piedad, continuó el relato:
- ¡En aquel momento sucedió lo más fantástico que imaginarte puedas!…, pues, de la misma
forma que mi inteligencia se había separado de mi cuerpo, pude contemplar cómo a ti te sucedía lo
mismo.- Ella se acurrucó aún más. - Entonces…, mi querida niña…, pude comprobar…, que tu
ánima… ¡es la de don Luis de Quixano!
Ella se estremeció en un grito al tiempo que, envarada toda, se ponía de pie. Permaneció unos
instantes enfrentada a Juan de Dios, tapándose con la mano su desmesurada boca abierta, hasta que se
le volvieron los ojos y cayó desvanecida en los brazos del capitán, que se apresuró a recogerla en su
caída antes de que se golpeara contra el suelo.
Cuando recobró la conciencia, se hallaba en su lecho, rodeada por toda la familia y atendida
por don Gasparito, el galeno de la familia. Se le había levantado una terrible jaqueca y no quiso sino
que todos la dejaran sola para descansar.
A la mañana siguiente, Candelaria era otra persona. No quiso levantarse de la cama hasta que
Juan de Dios y Alonso se hubieran marchado. Con una banal excusa, ambos fueron despedidos por la
madre de Candelaria. Al salir, Maíta Mbambé se le acercó y, disimuladamente, le puso un billete en
la mano. Cuando, ya en la calle, Juan de Dios lo leyó, pudo comprobar que era una dirección en el
Campo del Balón de Gades, el barrio de los negros donde habitaba la numerosa colonia de morenos,
y la palabra domingo y el número 10. Estaban a miércoles, de manera que Juan de Dios dedujo que se
trataba de una cita para el domingo próximo a las diez de la mañana.
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Efectivamente, así fue. Era el domingo y poco después de las diez de la mañana, cuando
Maíta Mbambé abrió el portón y le dio paso al capitán al interior de una corrala. El olor a mierda era
infame. Tal parecía que todos sus moradores habían dado de cuerpo a la vez y el suelo del patio
estaba sembrado de mojones y regado de orines. Contra una pared, un chiquillo desnudito se
entretenía pellizcándose con una mano la pichilla, mientras con la otra explotaba las pompas de
mocos que hacía soplando por la nariz las velas que le colgaban. Entraron a un cuartucho en el que
una anciana y gordísima negrona, sentada en el suelo, fumaba en una cachimba cuya cazoleta
semejaba una blanca calavera. Maíta se dirigió a la abuela en una extraña lengua, en lo que parecía
una presentación del personaje…, que era Juan de Dios. Le invitaron a sentarse en un taburete que
había en medio del cuarto. La vieja dejó la humeante pipa en el suelo y, con la ayuda de Maíta, se
incorporó. Sacó de sus entretelas una especie de plumero y comenzó a dar vueltas en torno al capitán,
al tiempo que mascullaba una ininteligible retahíla y le daba plumerazos, desde la cabeza a los pies.
Después, cogió una cántara que le ofrecía Maíta Mbambé, de la que dio dos tragos: el primero se lo
echó al coleto, el segundo lo tuvo bucheando por su desdentada boca hasta que lo espurreó a los pies
de Juan de Dios. Por el olor, supo el capitán que era ron de caña. Después, Maíta le hizo al hombre
poner las dos manos vueltas hacia arriba, en cuenco. La vieja, de otras entretelas, se sacó unos
blanquísimos huesecillos que vertió en las manos de Juan de Dios. Luego se las cerró con las suyas
durante unos instantes y se las abrió de golpe, de forma que los huesecillos fueron a dar en el suelo.
La vieja y Maíta se espantaron al ver la posición que aquéllos habían tomado sobre la tierra, mas de
sus bocas no salió sonido alguno. Juan de Dios comenzó a sentirse incómodo. Las mujeres se dieron
cuenta y, parloteando algo entre ellas, dieron por terminada la sesión. La vieja salió del cuarto
dejando solos al capitán y a la sirvienta negra. Maíta se sentó en una esterilla sobre el suelo, frente a
él.
-¡ Mi señó capitán!, tú eres un espíritu viajero…, y has visto lo que hay poddentro de mi niña
Candelaria. Y además, has hecho que lo sepa ella mismita…, que no lo sabía.
Juan de Dios iba a replicarle cuando la negrona, con un imperativo gesto, le hizo callar. Y
continuó:
- Tú ahora tienes que machcharte mu lejo. Primero porque tienes una cosa impottante que
hacer en el notte y segundo, porque mi niña no podrá vette en mucho tiempo. Le has abietto la puetta
al espíritu que ella lleva dentro y hasta que los dos no se reconcilien no deben encontrarse contigo,
¡como no sea que quieras que ella se piedda para siempre…!- terminó amenazadora.
-¿Cuándo podré verla?-, le inquirió mosqueado y deseando terminar con aquella patraña de
viejas y de espíritus.
- Tú ahora vete al notte y haz lo que tienes que hacer allí…, cuando vuelvas yo lo sabré y te
mandaré recado.
Cuando salía, al mosqueo que llevaba por haberse visto manejado como un pelele al antojo
de una sirvienta negra, hubo de unirse el que le procuró el pisar con sus impecables botas, una
espléndida mierda. Salió de la corrala maldiciendo y restregando la bota contra el suelo para librarla
del plebeyo olor. Prefería mil veces pisar un cagajón de cualquier bestia de carga que una mierda
humana. Sin duda alguna, la mierda humana es la más ofensiva y la más mierdosa de todas cuantas
existen, para pisar.
Marco Antonio Gabriel murió en el cincuenta y tres; lo que quedaba de él, quiero decir, pues
aquella espuertecilla de huesos en que había devenido poco tenía que ver con el zagal que, en otro
tiempo, bebiera los salitrosos vientos de la Insula, cuando era Grabié y tuvo la suerte de topar en su
deriva con la estrella de Amparito Rocco. Tuvo una mala muerte, él que había sido un buen hombre.
Le habían salido unas úlceras por todo el cuerpo y estuvo en un puro lamento los dos meses que le
duró la agonía. Bernardina, que era una mujer de una sola pieza, sin haber mediado palabra alguna
entre ellos al respecto, lo enterró en el Campo Santo de la Insula. Junto al patético monumento de
Juan de Dios y Carmelita Frontela…, a los pies de Amparito. Bernardina sabía que él lo habría
querido así y a ella no le importaba: ¡el paso del tiempo, relativiza tanto las cosas…!. Ella misma no
habría de tardar mucho en unirse a ellos. Tenía tanta paz aquel trocito de tierra junto a la gran Iglesia
que, aquel día, mientras el chino daba a la tierra a Marco Antonio Gabriel y a Grabié, los dos en uno,
a Bernardina le apeteció verdaderamente morirse y hartarse de dormir.
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En el mismo momento en que Chi-ó comenzó a echar paladas de tierra sobre la caja, en el
astillero se daba a la mar el que sería el último navío de vela que se botaría en las Gadeiras todas.
¡Qué día más triste…! en él comenzaba el fin de una época dorada de maderas y velámenes, de
navegación silenciosa en la que sólo las olas y el viento tenían la palabra. Materiales nobles, sonidos
nobles…, nobles hombres. Tuvo el triste honor el navío de sesenta y ocho cañones bautizado con el
nombre de Reina Isabel II, pues ya por aquellos días nos gobernaba la borbona fornicadora. Cuando
su quilla hendió las aguas del caño, hizo un ruido tal que estremeció los corazones de cuantos, allí
presentes, cerraban página a una Época.
-¡Qué loco desafío!,- exclamó un viejo teniente de fragata - ¡hemos mordido al Árbol de la
Ciencia, el fruto de la máquina de vapor…, pero vamos, por ello, a perder el Paraíso de la navegación
a vela…!
A partir de ahora se impondrían las hélices, los ruidos, el carbón, los hierros. La rapidez, la
suciedad y el estruendo venían de la mano. Muchos marinos se negarían a aquel infame cambio y,
junto con sus viejas naves, irían quedándose varados a un lado de los caños y de la vida, negándose a
embarcar en aquellos nuevos ingenios que se empeñaban en ignorar los vientos y las mareas, como si
las máquinas humanas fueran a poder más que la naturaleza desatada.
Alonso, de la mano de Bernardina, ya gobernaba lo que había quedado de la casa de comercio
de los Rocco.
Juan de Dios, aconsejado por Bernardina, había obtenido varias cartas de recomendación
para personalidades de Londres y, especialmente, para el embajador español. Cuando desembarcó en
la capital de la Gran Bretaña, se instaló en la casa de los Mompaceres, familia de origen francés, de
larga tradición comercial con las casas más importantes de Gades, y especialmente con los Rocco.
Eran una familia encantadora que lo colmaron de atenciones y delicadezas. La hija mayor, Delphine,
era de una belleza indescriptible. Las proporciones de su rostro eran perfectas y la pureza y blancura
de su piel la hacían parecer de porcelana. Tenía multitud de pretendientes de la aristocracia
londinense, atraídos por su belleza y por el patrimonio de su padre, con los que ella se entretenía
coqueteando con frialdad extrema. Cuando supo el verdadero motivo del viaje de Juan de Dios,
quedó prendada de la gallardía de éste.
-¡Sólo un caballero español es capaz de semejante hombría!-, le había dicho a su madre
apasionadamente, cuando aquélla le contó que venía a rescatar a su amada después de trece años de
fidelidad a su recuerdo.
El embajador español hizo sus indagaciones acerca del marido de Carmelita. El muy villano,
apenas que ella dio a luz a su hijo John y, como no llegara la dote que los padres de Carmelita le
habían prometido, pues había caído sobre ellos la ruina, se divorció y la sentenció a trabajar de por
vida a su servicio. Se volvió a casar e hizo creer a John que era hijo de su segunda esposa y que su
verdadera madre no era más que una sirvienta española. Carmelita callaba y sufría en silencio la
traición, por no complicar más la situación, pues el malvado habría sido muy capaz de tomar
represalias contra John, si ella le hubiera abierto los ojos a la verdad.
El embajador se mostraba partidario de negociar con mister Lally, que así se llamaba el
villano, el rescate de Carmelita. Juan de Dios se subía por las paredes y juramentaba que, si aquél se
comportaba como un corsario, exigiendo un rescate por su prisionera, la mejor manera de tratarlo
sería con la punta de su acero.
Finalmente, se impuso la cordura del embajador y las negociaciones llegaron al punto en el
que mister Lally entregaría a Carmelita, sin mas ajuar que la ropa que llevara puesta, contra la
entrega de una buena suma de monedas de oro. Y en cuanto a John, ni tan siquiera hablar de él
admitiría. Según pudo consultar el embajador, Carmelita estaba conforme con las condiciones que se
le imponían.
Así pues, después de cuatro meses de estancia de Juan de Dios en Londres, Carmelita sería
entregada al embajador en el domicilio de mister Lally, y sólo a él, pues, si se hiciese acompañar de
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alguien, se anularía de inmediato la operación. Tal era el pánico que le infundía la posible presencia
del fogoso capitán español. El mediador entregó la bolsa de monedas, que fueron minuciosamente
mordidas y contadas por el inglés. Verificada la bondad del pago, hizo venir a su presencia a
Carmelita. La pobrecita, aun vistiendo los mejores ropajes que poseía, no pasaba de ser una sirvienta
mal vestida, mas su rostro estaba radiante de alegría. Se había despedido de los demás sirvientes,
aunque con su exmarido, la esposa de éste, su hijo John y sus hermanastros, no cruzó palabra alguna,
ni tan siquiera intercambió una mirada, pues apenas levantaba ésta del suelo. Salió de allí despojada
de todo bien material y, sobre todo, de la más elemental dignidad que requiere para sí mismo
cualquier ser humano.
Cuando, de regreso a la embajada, Juan de Dios se apresuró a abrir la puerta del carruaje para
darle su mano y ayudarla a bajar, ella dio un respingo hacia atrás, asustada. El embajador la
tranquilizó y, tomándola del brazo, la invitó a apearse. Juan de Dios había pensado que, cuando la
tuviera frente a sí, la abrazaría tiernamente…, sin embargo no pudo hacerlo pues notó cómo ella,
temerosa y asustadiza, le guardaba la distancia corporal sin permitirle ninguna aproximación. Juan de
Dios, en aquellos momentos, tuvo el presentimiento de que toda aquella aventura había sido una gran
equivocación, mas trató de tranquilizarse a sí mismo, pensando que habría que darle tiempo a
Carmelita para que se sobrepusiera y se le quitara aquella fusquedad de animalito temeroso que la
embargaba.
La llevó consigo a la casa de los Mompaceres donde, al igual que a él, la colmaron de
atenciones, mas su actitud apenas experimentaba mejoría alguna. Aquella Carmelita no tenía nada
que ver con la criatura alegre, jovial y segura de sí misma que él había conocido en las Gadeiras.
Cuando al fin pudo tener una entrevista reposada con ella, le habló de su proyecto de rehacer
sus vidas en el continente americano. Ella, ausente, no le contestó. Sólo consiguió que, de sus ojos,
bajo su mirada perdida, brotasen dos amargas lágrimas. Entonces Juan de Dios se acordó de la carta
que, en el sueño, ella guardara en su pecho y, con tanto atrevimiento como inocencia, asió con su
mano el pecho izquierdo de Carmelita, pudiendo notar bajo el vestido la dureza, sin duda, del papel
de su carta. Ella cogió la mano de Juan de Dios y la apretó contra la carta, su pecho y su corazón…, y
así permaneció unos instantes. Después, se levantó, acarició la mejilla del hombre con una mano, al
tiempo que con la otra sujetaba la carta contra su busto, y se retiró a su habitación.
A la mañana siguiente, cuando la doncella fue a llevarle el desayuno a la cama, Carmelita
estaba sentada frente a la ventana, mirando la calle, al tiempo que se cogía un cabello de la cabeza, lo
jalaba hasta arrancárselo, lo pasaba por sus labios, chupándolo de cabo a rabo para dejarlo tieso y lo
dejaba caer al suelo, a su lado. Donde ya había una porción de ellos que indicaban el rato que llevaba
de tal guisa.
Desoyendo los consejos del embajador y de los Mompaceres, Juan de Dios optó por traérsela
a España. No estaba dispuesto a volver de vacío después de tanto tiempo y esfuerzos. Por su amigo
Alcalá Galiano conocía de la existencia de una Casa de Toledo, donde se recogía y daba tratamiento a
las personas que perdían la cordura. Allí, desgraciadamente, había muerto Margarita López Morla, la
apasionada furierista jerezana, en su segunda recaída en la demencia. Y allí se dirigió Juan de Dios, si
bien con pocas esperanzas de recuperación, al menos por dotarla de todas las atenciones y cuidados
que, hasta entonces, el canalla inglés le había negado.
En Madrid, permanecería Juan de Dios unos meses, haciendo frecuentes visitas a Carmelita
en la Casa de Toledo. Ésta permanecía en un mutismo absoluto, como si hubiera perdido todo interés
por el mundo que la rodeaba. Afortunadamente, se le quitó la manía de arrancarse los cabellos, ya
que, de lo contrario, a estas alturas, habría estado calva como una calavera. Finalmente, como no se
vieran mayores progresos en su enfermedad, Juan de Dios decidió que, en su casa de Gades, estaría
mejor atendida por su madre y las criadas de lo que lo estaba en la casa de reposo y con menor coste
para sus castigadas arcas.
Su nueva vida en las Américas quedaba en nada; la esperanza de renovar su viejo amor con
Carmelita se esfumaba; toda su vida quedaba nuevamente sin definición alguna, suspendida en el
éter, fría y yerma. No hallaba horizonte hacia donde volver la mirada. Candelaria era don Luis y
ahora los tenía perdidos a los dos. Su padre había muerto. Sólo le quedaban su anciana madrastra, su
enferma e inasequible amada, el zagalejo de Vejer… y, entre tanto desespero y tanta solitud, la
realidad incuestionable de la Mar abrazando a su añorada Gades…, siempre en su sitio, siempre
ahí…, la fiel, honesta, dura y brava Mar.
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De regreso a Las Gadeiras, lo primero que hizo fue mandar quitar las columnas del
monumento funerario del Cementerio de la Insula. Se llevó una buena impresión de cómo manejaba
Alonso el negocio familiar y de la buena armonía en que vivían éste y Bernardina y rezó para que la
llegada de Carmelita no la alterara. Ni tan siquiera se planteó mandar recado a Maíta Mbambé. Así es
que, nuevamente, se dio a la mar.
Navegó por el Atlántico hasta La Coruña, desde allí puso proa a Brest en la vecina Francia y,
a través del Canal de la Mancha, enfiló la desembocadura del Sena, recalando inicialmente en el
puerto de Le Havre, donde descargarían los ricos caldos de Xerez que portaban en sus bodegas,
siguiendo, a través del río, hasta el puerto fluvial de Rouen, donde embarcarían los cereales que
habían de traer a Las Gadeiras. Mientras se hacían las faenas de la carga en Rouen, navegó río arriba
en un paquebote hasta París, por disfrutar durante unos días de la bella y cosmopolita capital
francesa.
Coincidió, aunque él no lo sabría jamás, su estancia en la gran ciudad con la muerte y
entierro de la bellísima Delphine.
Ella estaba conmovida y enamorada de la gallardía que había demostrado Juan de Dios en
Londres con su novelesca recuperación de Carmelita Frontela y se había dado a la muerte por el
romántico procedimiento de abrirse las venas en un baño de agua tibia. Asqueada por un par de
desafortunadas experiencias con cortejadores que tan sólo buscaban la perfección material de su
belleza, dio en elevar a los altares la feroz fidelidad de Juan de Dios para con su amada, a través de
tantos años y vicisitudes. Y, junto con la gesta, puso, en el ara del amor perfecto, al autor de la
misma, el galán español. Unas fiebres malignas la habían dejado muy debilitada y, cuando
comenzaba a sobreponerse a aquéllas, vio tan desmejorada su hermosura que no pudo evitar el
penetrarse en una gran melancolía que la hizo creer que aquella situación en la que se encontraba
habría de ser irreversible.
¡Cuántas veces las criaturas, por no dar lugar a que el tiempo realice su trabajo…, lo
estropeamos todo, llevando a devenir en definitivo e irreparable lo que apenas era banal y
transitorio!
Cuando vino la muerte a ocupar el espacio que la sangre había dejado en sus venas, su rostro
recuperó, de forma milagrosa, la hermosura que había tenido en sus mejores momentos. Y hasta tal
punto su exangüe rostro parecía bellamente esculpido en mármol que uno de sus enamorados, tan
locamente prendado de su belleza, como ignorado por Delphine, que a la sazón era un virtuoso
escultor, tomó frenéticos apuntes del ya frío rostro de la joven para, a la postre, esculpirle y erigir
sobre su tumba, la más bella escultura de cuantas se hallaban en el cementerio parisino de Père
Lachaise.
Juan de Dios regresó a Las Gadeiras a mediados de Julio. El viento de Levante arreciaba
desde hacía una semana sin darse reposo alguno, tanto por la noche como por el día, oscilando entre
fuerte y desatado. Y hacía un calor de sofoco. Juan de Dios se lo había encontrado todo tal y como lo
había dejado antes de su partida. Carmelita no había mejorado ni tampoco empeorado, sin embargo,
¡a saber por qué razón!, Juan de Dios la encontraba más atractiva que nunca. La prolongada falta de
compañía femenina y la impenitente levantera se le metieron en las mientes y en la entrepierna con la
fijación de una gotera y no paró de buscarle las vueltas a Carmelita…, hasta que se las encontró.
Sacó a relucir durante el almuerzo el tema de la higiene personal, cuya práctica tan de moda
se encontraba por aquellas fechas entre la alta sociedad parisina y que los más afamados cirujanos
relacionaban, de forma directa, con el goce de la buena salud. Tantas vueltas se dieron al tema que,
cuando se levantaron, después de los postres, todos estaban ansiosos por escamondar sus mugrosos
cuerpos. Bernardina mandó a las criadas preparar una tina de agua templada en la habitación de
Carmelita, con el propósito de lavarla de pies a cabeza y ver de procurarle, de esta forma, alguna
salud de la que tan necesitada estaba. Cuando, con la ayuda de una criada, la tenían dentro del
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barreño con el agua por los tobillos y toda desnuda, Juan de Dios, con la decisión de la pasión que lo
embargaba, penetró en la alcoba. Bernardina se dispuso a regañarle, pero cuando vio la varonil
determinación que había en la mirada de su hijo, hizo un gesto a la criada y se retiraron las dos,
cerrando la puerta tras de sí…, dejando que sucediera lo que tenía que suceder.
La vida, las más de las veces, es como un juego de azar. Yo diría que como el perverso juego
de las “siete y media”, en el que resulta de rigor, que te pases…, o que no llegues. Y así le había
venido sucediendo al pobre de Juan de Dios, que siempre anduvo errado, unas veces por largo y las
otras por corto, mas aquel día, en aquella ocasión, siguiendo los pasos que el corazón y la entrepierna
le pedían, iba a envidar a la vida y le iba a sacar, por la mano, las siete y media.
Él allanó la partida haciendo que todas sus acciones estuvieran presididas por una dulce
lentitud y una gran ternura. Ella, ausente, parecía más una espectadora de la partida entre Juan de
Dios y la Vida, que la otra mitad, la otra pieza a encastrar. La primera carta fue de puro azar…, el
“As de Bastos”: el atributo del varón, sabrá dios por qué causas, se dotó de tal rigidez y consistencia,
como el pobre Juan de Dios no recordaba más que de sus tiernos años mozos. Enseguida de la tierna
aproximación, se vino el suave abrazo y la complementación. Una vez los dos en uno, vino la
segunda carta, también de puro azar…, el “Dos de Copas”, pues, sin duda, hubieron de ser las dos
copas de riquísimo y dulcísimo moscatel chiclanero que se había tomado el varón durante el
almuerzo las que hicieron que sus amorosos fluidos corporales, que, normalmente, rondaban a la
vuelta de la esquina, en esta ocasión, hubieran de andar perdidos en lontananza, a juzgar por el
tiempo que tardaron en acudir a su inexcusable cita. El envite de las dos primeras cartas, tan
oportunamente servidas, estaba consiguiendo que la espectadora dejara, por momentos, de ser tal,
para convertirse en parte muy protagonista de la jugada. Tanto fue así, que la siguiente carta no pudo
ser otra que el “Cuatro de Espadas”, pues cuatro certeras estocadas recibió, el epicentro cerebral de la
mujer, consecuencia de los cuatro gozosos estertores que le produjeron su perfecto acoplamiento
corporal con el varón. De resultas de aquel maravilloso encuentro, desapareció para siempre la locura
de Carmelita Frontela. Fue como cuando, desatascada una cañería, la suciedad se vierte toda por el
sumidero en ruidoso vacío, haciendo que todo vuelva a circular de un modo perfecto, o como cuando
se deshollina una chimenea y el tiro vuelve a respirar, el aire se purifica de humos, el fuego se aviva y
todo vuelve a su rutinario y magnífico funcionamiento.
Después de la unión de sus cuerpos, Carmelita, como si acabara de despertar de un sueño,
retomó sus vidas en el punto en que las había dejado cuando él marchó a las Américas y ella se había
enamorado equívocamente del plebeyo inglés y comenzó a darle a Juan de Dios toda clase de
explicaciones del porqué de su comportamiento en la traición, y a relatarle al mínimo detalle las
causas y justificaciones de sus errores de jovencita inexperta. La pobrecita las había repasado una y
mil veces en su agonía con el pérfido británico.
Mas con todo y con esto, si sumamos nuestras cartas, a saber, As de Bastos, Dos de Copas y
Cuatro de Espadas…, hacen sólo siete, ¿dónde está la media que falta…?. La media vino en forma de
“Sota de Oros”: llegó a los nueve meses de aquel encuentro, en la forma de una preciosa hijita que
trajo debajo del brazo el pan de la prosperidad para la familia de los Rocco Frontela. Pues Juan de
Dios y Carmelita contrajeron cristiano matrimonio en la iglesia del Carmen de la bella Gades. Y la
vida, como en otra ocasión le sucediera a su padre adoptivo, Marco Antonio Gabriel, nuestro Grabié,
le ofreció a Juan de Dios una venturosa empopada.
Daba gloria verlos pasear por las calles de Gades, cogidos de la mano, como dos novios
llenos de madurez y plenitud. Las personas mayores que conocían su historia de desencuentros, les
sonreían al pasar y casi les aplaudían, llenos de gozo y de felicidad en la contemplanza de aquella
milagrosa pareja de tan azaroso destino y difícil encuentro.
¡Qué raro y qué bonito, es ganarle a la Vida una partida!
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22. “El año de los tiros” (1860-1868)
Candelaria, por su parte, desde la violenta revelación que le hiciera Juan de Dios, había
entrado en una fase convulsiva en la que sus estados de ánimo eran tan variables como los vientos de
las Gadeiras y, a veces, tan violentos como aquéllos. No puede decirse que don Luis hubiera vuelto a
manifestarse plenamente como una nueva personalidad de la niña, sin embargo, ella había tomado
conciencia de que su ánima venía desde muy atrás en el tiempo y empezaba, poco a poco, a
descubrirla, estableciéndose una especie de corriente en ambos sentidos, entre Candelaria y don
Luis, su consciente y su inconsciente, que les abría y cerraba puertas, encendía y apagaba luces,
enriqueciéndolos o empobreciéndolos, maravillándolos o espantándolos. Don Luis no podía
manifestarse de una forma pura y directa, en su anterior condición de varón, sino como pasando a
través del tamiz mental de la mujer, con la extravagante femineidad que ello comportaba.
De cualquier forma, con el paso del tiempo, ella se iría normalizando y volvería a hacer vida
social, recuperando sus reuniones con los románticos idealistas que pugnaban por reorganizar el
mundo y retomando la escritura de su apasionado libro en defensa de la influencia de la mujer en el
esquema social al uso.
En cierta ocasión, después de haber escrito cuatro enfervorizadas páginas proclamando la
independencia de la mujer frente al sojuzgador varón, como quiera que se sintiera el estómago vacío,
bajó a la cocina y entró en la despensa por ver qué llevarse a la boca. En esto que, del gallinero que
había en el patinillo, regresaban la cocinera y su ayudanta, con la cosecha de huevos. Mientras los
iban colocando en la fresquera, ajenas a la presencia de Candelaria en el interior de la despensa, la
pinche, algo más joven que la cocinera, pero ambas mozas, le refería a ésta su salida del pasado
domingo.
- Nosotras seguíamos caminando como la que no quiere la cosa…, y ellos los dos detrás
nuestra diciéndonos zalamerías sin parar...
- Y, quiénes eran, ¿los muchachos Voluntarios del mes pasado…?
Candelaria, mientras oía la conversación de las muchachas, ajena a ellas, proseguía su
búsqueda de algo que le quitara el hambre.
- ¡No, mujer, estos dos son nuevos! El mío es artillero y el de la Sole es carabinero. Pero,
déjame que te cuente. Sin que ellos se apercibieran, nosotras nos fuimos encaminando hacia el
cementerio, que tú sabes que al fondo hay dos panteones muy grandes y una pérgola cubierta de
flores de petimení, que está muy reservada.
- ¡Hija!, ¿ y no te da cosa de ir al cementerio…?
- ¡Qué va, tonta!, si es el mejor sitio para verte con los muchachos. Pues, como te digo, nos
fuimos a la pérgola del cementerio y pusimos al niño a la entrada con un dulce de arropía que le había
comprado el mío, para que tosiera si veía acercarse a alguien. Y entonces ellos empezaron a decirnos
gracias y nosotras, venga de reírnos. Y, cuanto más gracia nos hacían, ellos más cosas decían. Y
nosotras riyéndonos y riyéndonos y ellos, de mientras, tocándonos los chochos… ¡nos lo pasamos,
divinamente!
Candelaria, al taparse la boca con las manos para contener la risa que le había provocado el
inesperado desenlace, cayó al suelo la manzana que había cogido. Al oír el ruido, las cocineras
corrieron, avergonzadas, al patinillo. Candelaria aprovechó la coyuntura para, haciendo mutis por el
foro, regresar a su habitación. Una vez allí, muerta de risa, cogió las cuatro hojas de papel y las hizo
un puñado. Más tarde las recuperaría y plancharía con las manos contra su pecho. Y en la primera de
ellas abrió un paréntesis y escribió: “Para leer en el próximo siglo, en el que espero que no suene a
chino”.
Casimiro Garnica, el esposo errante de Candelaria, vino a recalar en las Gadeiras allá por el
259
año de 1853, recién cumplidos los 45 años. Se presentó en casa de los Ponce de León de El Puerto,
como quien regresara de comprar “pescaito” frito en la freiduría de la esquina. Se había hecho
preceder de un equipaje de siete grandes baúles, portados por cuatro criados negros en dos lujosos
coches de caballo, que con las mismas y, sin dudarlo un instante, Candelaria había pasaportado, sin ni
siquiera dejarlos descargar, hacia la fonda de La Rufana, que era la de más postín de los Puertos en
aquellos tiempos.
Al final, la realidad jurídica de su matrimonio y la presión que la sociedad portuense ejercía,
más que sobre ella, sobre sus padres, terminó imponiéndose y Candelaria hubo de admitir que su
marido viniera a vivir bajo su mismo techo, que no a yacer en el mismo tálamo. Los caudales que
traía consigo Casimiro y el derroche que de los mismos hacía siempre que tenía ocasión para ello, no
fueron tampoco ajenos a la buena acogida que le dispensaron sus comprensivos suegros. Alguna mina
de oro hubo de encontrar el malandrín en la baja California, pues tal parecía que portara consigo
toneladas del preciado metal. Don Luis y Candelaria despreciaban, cordial y educadamente, al rico
indiano que no sólo no había evolucionado en su personalidad con el paso del tiempo, sino más bien
todo lo contrario, pues tantas más riquezas atesoró que tanto más zafio, materialista y soez se volvió.
No habría, sin embargo, de arrepentirse la arisca esposa del regreso de su olvidado marido,
pues, al cabo de unos meses, se lo trajeron fiambre, de madrugada, procedente de un ventorrillo de
lenocinio en el que se corría grandes juergas con gente de baja estofa a la que de continuo convidaba.
Un galeno dijo que había muerto de meningomielitis aguda y otro que de enterocolitis tuberculosa,
pues, al parecer, presentaba tal variedad de sintomatología médica que había dónde escoger. Tal vez
el diagnóstico más certero lo diera un gitano, asiduo de sus borracheras y bacanales, que sentenció:
“don Casimiro s’a muerto…, jarto de tó”.
La cuestión fue que Candelaria se encontró heredera de una importante fortuna y libre de su
engorroso matrimonio y de su depravado marido, todo ello de una sola tacada. Con gran extrañeza de
todos, se emperró en enterrarlo en le cementerio de la Insula, a pesar de la complicación
administrativa que ello comportaba. Maíta Mbambé no tuvo más que mirar los ojos de la niña, para
conocer la causa de aquella decisión…, se brindaba a sí misma, en las futuras visitas a la tumba de su
esposo, la posibilidad de un encuentro fortuito con el romántico Juan de Dios.
Después del entierro en el cementerio de Chi-ó, se quedaron unos días en La Isla, en la casa
del tío Perico. Candelaria venía manteniendo encuentros amorosos, desde antes que regresara su
marido de California, con el mozo de cuadras de la casa de sus padres. La negrona era la enflautadora
de las citas amorosas, a las que Candelaria se entregaba sin ningún reparo por precaverse de un
embarazo bastardo. Siempre había actuado así desde que conoció su dificultad para quedarse encinta.
Pues bien, estando en la hacienda del tío Pedro, la negra adivina vio algo en la expresión de
Candelaria por la que supo que la niña estaba preñada del gañán de los establos. Lo que menos le
interesaba ahora a Candelaria, pensaba la negra, es que se la supiera grávida bastarda, pues había sido
público y notorio el rechazo de ella hacia su marido. Para solventar el problema, una mañana muy
temprano, acudió a la alcoba de Candelaria y la despertó llena de agitación. Le contó que había
tenido un terrible sueño en el que vio cómo su hija, María de las Mercedes, corría con sus manos
cargadas de monedas de oro y del cielo bajaba un terrible pajarraco que quería engancharla de su
rubia melena para transportarla a su nido, encandilada con el brillo de las monedas. Un zagal que veía
la escena pujaba por acudir en su ayuda, zarandeando los barrotes de madera de la jaula en la que se
encontraba preso. Y, al final, la horrible ave consiguió su propósito arrastrando a la pobre niña,
suspendida de sus trenzas, a los más escarpados picos de la cordillera en la que tenía su guarida. La
interpretación del sueño que Maíta hiciera metió el corazón de Candelaria en un puño, que es lo que
ella buscaba. Le dijo que el sueño presagiaba los graves peligros que entrañaría la administración de
la fortuna que María de las Mercedes heredaría. Y que el único que podría ayudarla sería el hermano
que ella tuviera, que en el sueño era representado por el niño de la jaula. Candelaria, que era como
tierna arcilla en las manos de la negra, lo creyó a pies juntillas, llenándose su alma por ello de
congoja. Cuando, al cabo de dos días, estaba suficientemente angustiada, Maíta Mbambé le trajo de
la mano la solución de sus problemas. Había tirado los huesos las dos noches anteriores, a la hora de
las brujas, y la respuesta estaba clara…, debería someterse al “embrujo del póstumo”.
El tal encantamiento consistía en que la viuda debía acudir a la tumba del marido muerto, en
la primera luna llena después del entierro, los días antes, durante y después, del plenilunio, vestida
solamente con blusa y saya blancas. Se montaría a horcajadas sobre el montículo de tierra que
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gravitaba sobre el cadáver y, una vez allí, debería de mear el orín que habría estado conteniéndose
todo el día. El calor de la orina despertaría el miembro del muerto que se empalmaría y, a través de la
tierra, penetraría en la viuda, preñándola de un póstumo.
La luna llena era el siguiente día, de tal manera que aquella misma noche habían de hacer la
primera visita al cementerio de la Insula, para lograr el sortilegio y procurarle el hermano protector a
la hija de Candelaria. La experiencia, no obstante, fue desastrosa, pues la criada había hecho beber a
Candelaria más agua de la cuenta durante todo el día, de manera que aquélla, antes de cabalgar el
lomo de tierra, no pudiendo más, abrió la espita y allá que fue el dorado y cálido fluido sin tino
alguno, a caer donde a él mismo se le antojó. La segunda noche fue todo lo contrario, pues después
de haber permanecido a horcajadas un buen rato sobre la tumba, sin duda los nervios la atenazaron y
se le quitaron totalmente las ganas de orinar, hasta el punto de no echar gota. El tercer día, o mejor
dicho, la tercera noche, todo iría mejor. Cuando llegó la hora, Candelaria tenía muchas ganas de
orinar, pero se podía aguantar. Se puso de pie, con las piernas abiertas, sobre el lomo de tierra y poco
a poco fue bajándose hasta dar con las rodillas en el suelo. La parte interior de sus muslos sintió el
frescor de la tierra nocturna. Debería de orinar un poco y después contenerse, para dar lugar a que la
tierra se fuera empapando de su calor, pues si orinaba del tirón el preciado líquido de vida se
desparramaría por los lados sin llegar a calar al muerto. Fue bajando sus caderas hasta que sus nalgas
tocaron la desnuda tierra. Esta vez Candelaria estaba muy concentrada en lo que hacía y, sobre todo,
estaba firmemente convencida de que iba a ser poseída por el cadáver de su difunto esposo. Orinó un
poco y, haciendo un gran esfuerzo, se contuvo. El orín, en su hinchada vejiga, pugnaba por salirse
todo a caño libre, mas ella se aguantaba. Con sus muslos apretaba el lomo de tierra como si estuviera
realmente montando varón y, de nuevo, abrió cautelosamente el caño. Comenzó a tener sofoco y no
dudó en quitarse la blusa por la cabeza quedándose el torso desnudo. Se tumbó hacia delante sobre el
lomo de tierra dando con sus pechos sobre ella y asiéndose con muslos y brazos a lo que ya para
entonces era el cuerpo de su marido, nervudo, recio y joven, como cuando recién casados la poseía en
Santiago de Cuba. Se sintió firmemente penetrada y cabalgó, sudorosa y sucia de tierra, a la luz de la
hermosa luna que las galopantes nubes dejaban entrever de cuando en vez, hasta que…, al mismo
tiempo que dejaba escapar el caño del orín que aún le quedaba en sus entrañas, recibía los chicatazos
del muerto que la dejaron colmada y exhausta, cayéndose desplomada hacia delante sobre el lomo de
tierra.
Maíta Mbambé, que había contemplado en silencio toda la escena y que se había cuidado de
procurarse testigos que la chismorrearan, se apresuró a tapar a Candelaria con el chal que se había
quitado al llegar y que ella le guardaba. Delicada y cariñosamente la abrazó y la levantó, apoyándola
contra su generoso pecho. Cogida por los hombros la condujo hasta la calesa que las aguardaba y, con
las mismas, se retornaron a la Isla.
El hijo varón que le naciera a Candelaria a los ocho meses, aunque de nombre de pila
Casimiro, como su difunto padre, sería conocido, para los restos, por el sobrenombre de El Póstumo,
mote que algunos empleaban inocentemente, ignorantes de su origen y otros, conocedores del
chismorreo del episodio del cementerio insular, lo empleaban con su mijita de sorna.
Cuando Maíta Mbambé le había sacado el niño de las entrañas, se lo escamondó y, al
entregárselo, llena de ternura, le dijo al bebé:
-“¡ Aquí te entrego, niño mío, pom’madre a la mejó mujé dem’mundo…, te acompañará en
esta vida hasta que cumplas los cuarenta!”
Candelaria, que justamente acababa de cumplir sus cuarenta años, supo entonces, a ciencia
cierta, que viviría hasta los ochenta. Si bien se le encogió el corazón al saber tan ciertamente su final,
cuando comprobó el amplio margen que aún le quedaba, se consoló y tomó la decisión, para no
perder el tiempo y estar consciente en todo momento de la vida que le quedaba, de que, a partir de
aquel año, contaría su edad, no por los años vividos, sino por los que le restaban por vivir.
Candelaria, ante la desazón que le producía saberse don Luis, había terminado por adjudicar
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al fantástico mundo de los sueños y de las brujerías de Maíta Mbambé el suceso que le rebelara Juan
de Dios. Ninguna consecuencia práctica se derivaba del hecho de que ella hubiese vivido algunas
otras vidas, si de ninguna manera podía valerse de aquellas experiencias. Así pues, a qué martirizarse
con buscar respuestas inalcanzables que sólo conseguían ponerla de un humor de perros, haciendo la
convivencia con ella, a todos los que la rodeaban, insoportable. Entonces, delicada pero
conscientemente, cerró aquella puerta que apenas había entreabierto, renunciando a cuanto de bueno
o malo hubiera tras de ella.
En Gades, el gusarapito Fermín Salvochea había crecido y se había convertido en un
renacuajo mozalbete de espigada figura, finos modales y acusada personalidad. No era ajeno a la
cristalización de aquella personalidad don Fermín padre, que había sabido inculcar en su único hijo
los más altos valores éticos y morales que poseía. Desde pequeño, el mozalbete había tenido
predilección por relacionarse con chavales de inferior condición social que la suya y gustaba más de
la calle que de los salones para sus juegos. Aunque unos años mayor que él, había hecho amistad con
el rústico Arbelloto, al que había transmitido, en gran medida, sus conocimientos mercantiles y sus
ideales democráticos. Pasaban largos ratos en el comercio de los Rocco, una vez cerrado al público y
marchados los empleados, en interminables pláticas filosóficas, políticas y sociales.
En cierta ocasión, un domingo por la tarde, estando la marea muy baja, se echaron a caminar
por la arena mojada, Fermín, Alonso el Arbelloto y dos zagales más, amigos de Fermín, de familias
pobres y asiduos de éste. El muchacho venía emocionado con la historia de Clararrosa que su padre le
había contado días atrás. En el Casino, había completado, hablando con algunos señores mayores,
coetáneos del cura apóstata, su visión del legendario personaje. Condujo a los compañeros de paseo,
ensimismados en la novelesca narración de las aventuras del cura, hasta que llegaron a la altura del
cementerio de San José. Cuando estaban en el lugar aproximado en el que fue enterrado Clararrosa,
Fermín cogió un puñado de arena y, mostrándosela al sol poniente, le dijo:
-¡Levanto en mi mano el relevo de la lucha por las libertades del hombre…, y juro entregar
mi vida a esta noble causa!
En el camino de regreso, se comprometió ante sus camaradas a que, para no olvidar la
promesa que acababa de hacer, a partir de aquella tarde, todos los días de su vida que la salud se lo
permitiera, se bañaría en aquellas benditas aguas que eran depositarias de los restos del cura loco de
las libertades, tanto en invierno como en verano, en primavera como en otoño.
En el año cincuenta y siete, un nuevo acontecimiento haría que los Ponce de León de El
Puerto se juntaran con los de La Isla, en La Insula: la inauguración de la traída del agua potable al
Arsenal, desde los pozos sitos en la vecina población de San Carlos. Unos tubos de hierro traían el
preciado líquido hasta el frente del arsenal y, a partir de allí, se forraban de unas mangas de
gutapercha y eran tendidos al fondo del caño para que no entorpecieran el tránsito de buques. Al
llegar a la orilla del Arsenal las tuberías subían nuevamente a tierra y el agua, buscando su nivel,
ascendía hasta un magnífico depósito de hierro que se había levantado junto a la Puerta de Tierra.
Desde el depósito, el agua caería por gravedad a los distintos departamentos, obradores y cuarteles y,
especialmente, a una espléndida fuente que se había instalado en la explanada que había entre las
casas de oficiales y la Iglesia. La plaza se había engalanado de guirnaldas vegetales, cintas y
banderolas, y la ceremonia de funcionamiento de la fuente simbolizaría el funcionamiento de toda la
instalación.
Después del acontecimiento, las autoridades pasaron al palacio del virrey, donde serían
agasajados con unos pasteles. El ambiente que se respiraba entre civiles y militares era de optimismo,
pues la actividad económica de la Bahía se estaba revitalizando. La construcción del ferrocarril, la
salida de productos como los vinos de Jerez y el aceite de oliva, con destino a los puertos de la
América independiente y especialmente hacia Cuba (La Pequeña América) estaban dando una
actividad renovada al puerto de Gades. La construcción naval de la Insula mantenía en activo a más
de 1.500 obreros. Se había abierto en Gades una fábrica de tejidos de hilo movida por vapor. La
fábrica de tabaco alcanzó a tener 1.800 obreros. Se abrieron fábricas de naipes y de gas. Y, por
último, la guerra de Crimea, que tanto estaba favoreciendo al comercio de España y en especial al de
Las Gadeiras. Los puertos de la Bahía y ésta misma, estaban repletos de buques procedentes de todas
las naciones y de todos los puntos cardinales de la rosa de los vientos.
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El Palacio del virrey estaba repleto de autoridades y personalidades de las Gadeiras. Que
nosotros conozcamos, estaban Juan de Dios y Carmelita Frontela con su hijita Rosario, que ya tenía
diez añitos. Elizabeth y Margarita, las hijas de Joaquín Luis, nietas de don Luis en Chi-ó y de
Azucena, que tenían, respectivamente, veintidós y veinte años. Se habían cuajado en dos preciosas
damitas inglesas que hablaban la lengua de su padre con marcadísimo acento británico y se habían
convertido en el centro de atención de todos los jovenzuelos de la recepción, que las rodeaban como
moscones a la miel. Habían venido a conocer a su abuela y residían con ella en Medina, desde dos
meses atrás. También estaban los padres de las referidas jovencitas: Joaquín Luis e Ingrid Paine. No
podían faltar don Pedro Ponce de León, los padres de Candelaria, ella misma y su inseparable Maíta
Mbambé, al cuidado de El Póstumo, que contaba ya con seis años, así como María de las Mercedes,
un precioso pimpollo de dieciséis años, con la misma belleza y desparpajo que su singular madre. Ya
por estas fechas, Candelaria, con su nuevo sistema de cumplir años, contaba con treinta y siete, en
lugar de los cuarenta y tres que le correspondieran. Tampoco faltaban los inseparables Arbelloto y
Fermín, que se debatían ansiosos entre acudir a los corrillos de los mayores, donde se debatían temas
políticos, o acudir a la irresistible llamada de la sangre junto a los corrillos de jóvenes y jovencitas.
Maíta estaba toda angustiada, pues se había percatado de la presencia de Juan de Dios y se
temía un inevitable encuentro con su niña, del que no esperaba nada bueno. Sin embargo, fue María
de las Mercedes la primera en tropezarse con Juan de Dios y, olvidándose de la compostura exigida
por su nuevo estatus de “señorita”, reaccionó como la niña que era y se le abalanzó al cuello llena de
alegría. Después de conocer a Carmelita, los cogió a cada uno de una mano y, como quien ha
encontrado un tesoro, los llevó a la presencia de su madre. Cuando Candelaria se dio la vuelta a la
voz de su hija y se la encontró flanqueada por Juan de Dios y Carmelita, se quedó sin respiración. Las
calmas y las tempestades, las alegrías y las penas, el pasado y el presente, don Luis y ella misma, se
le iban y se le venían, entorbellinándola hasta la parálisis más tonta y absoluta.
-¡Mamá…, es Juan de Dios… y su preciosa esposa, Carmelita…!-, le dijo María de las
Mercedes queriéndola sacar del pasmo.
- Juan de Dios…-, repitió ella con un hilito de voz.
Entonces él, lleno de calma y dueño de la situación, le cogió las enguantadas manos, se las
besó y se la presentó a Carmelita diciéndole:
- Ante ti tienes a la persona que más estimo en este mundo…, ha sido mi estrella polar en las
más difíciles singladuras de mi vida.
“Besa mis manos…, pero se refiere a don Luis…”, pensó Candelaria confundida.
- Su ayuda - continuó Juan de Dios- fue inestimable para que me decidiera a rescatarte.
Estuvo en el lugar adecuado en el momento preciso.
Carmelita se adelantó y cogió las manos de Candelaria de las de su esposo, estrechándolas
tiernamente contra su pecho y con enorme afectividad le dijo:
- Juan de Dios me habla con frecuencia de usted…, espero que reanuden su vieja amistad…,
cuenten con mi colaboración para ello.
- En verdad, Carmelita, que Juan de Dios es portador de cualidades poco comunes en estos
tiempos que vivimos…, usted ha tenido cumplida prueba de ello…, mas conmigo tiene una cuenta
pendiente que espero que algún día saldaremos…, sobre todo porque se da el caso de que yo soy la
acreedora…, y él es el deudor…
Maíta Mbambé, atenta desde la barrera a la lidia de aquel bravo morlaco, salió al quite de
Candelaria, requiriendo su presencia para cualquier nadería del niño Póstumo.
Cuando se hubieron separado, Juan de Dios supo que estaba totalmente curado de la pasión
que un día sintió por ella. Candelaria, sin embargo, no. Una mujer de su hermosura no estaba
habituada a ser rechazada en beneficio de otra mujer…, aunque tuviera que reconocer que Carmelita
estaba preciosa y, al parecer, totalmente curada de su locura. Despechada, se aproximó a una tertulia
de caballeros, conocedora de sus encantos y dispuesta a convertirse en el centro de atención de todos,
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desplegando estratégicamente todas sus armas de seducción, que no eran pocas. En el centro del
corro, un espigado jovenzuelo estaba refiriendo, como si fuera de primera mano, los sucesos de
Benaoján. Al parecer, dos comerciantes de Utrera, henchidos de espíritu revolucionario, se habían
sublevado con doscientos hombres en la zona de Utrera y de El Arahal, en demanda de trabajo y,
¡cómo no!, del reparto de las tierras. Según explicaba vehementemente Fermín, habían recorrido
victoriosamente las poblaciones de Utrera, El Arahal, Paradas y Morón. No obstante, cerca de
Benaoján, habían sido sorprendidos por las tropas de Narváez que los derrotaron en toda la línea. La
represión fue brutal, pues se fusilaron no menos de noventa y cinco jornaleros, sin misericordia
alguna.
Candelaria intercedió sacando a colación la reciente ilegalización del Partido Democrático
que se fundara en el año 49. La mayoría se mostraba indignado ante tan poco democrática medida,
pues el tal partido englobaba en sus filas a miembros de la mediana burguesía que, en ningún
momento, se habían mostrado contrarios a la ley y las buenas costumbres. Candelaria continuó
refiriéndoles cómo, a partir de la ilegalización, se estaban organizando al estilo carbonario. Es decir,
en células de 10 miembros, llamadas “chozas”, en las que sólo uno conocía a los demás miembros.
El Comité Central era llamado, siguiendo la moda furierista, “Falansterio”. Entre sus miembros más
señalados en las Gadeiras, estaban Paúl y Angulo, Rafael Guillén, Ramón Cala, la misma Candelaria
y…, cómo no, Fermín y el Arbelloto.
La reunión, puesto que la mayoría de sus componentes eran demócratas, discurrió por la
continua alabanza del sistema democrático, tomándose como ejemplo los continuos pasos dados en
este sentido por las colonias americanas, y muy especialmente por los americanos del norte. Un
capitán de corbeta, queriendo rubricar la tertulia remedando a Benjamín Franklin, dijo:
-“¡Donde hay libertad, allí está mi patria!”
Fermín, sin pensárselo dos veces, le contestó:
- ¡Pues donde no la hay, allí está la mía!
- He aquí dos formas de enfrentarse a la vida – terció Candelaria – la de quien busca el
Paraíso, allá donde éste se halle, y la del que está dispuesto a inventarlo allá donde no se encuentre.
La frase de Fermín había dado, como una flecha, en el centro del corazón de Candelaria. Y la
de ésta, a su vez, atravesó de parte a parte el indómito pecho del larguirucho Salvochea. Ambos
quedaron prendados el uno del otro, como dos cometas que se hubieran cruzado fulgurantes y
espectaculares, en el firmamento infinito. ¡Qué importa a las almas sublimes la diferente edad de los
cuerpos que las contienen! ¡Es tan fatigoso el solitario caminar de los seres evolucionados a través
de la desértica aridez de la mayoría de las criaturas…, tan primarias, que cuando dos de ellos se
encuentran, el júbilo de sus corazones es espléndido, pues toman conciencia de no estar perdidos en
el infinito de la incomprensión y la ignorancia!
No obstante, el destino no iba a procurarles ocasión de profundizar el uno en el otro, pues el
larguirucho iba a ser enviado por sus padres, siguiendo la tradicional costumbre burguesa de la época,
a perfeccionar sus conocimientos mercantiles a Inglaterra, donde, además, completaría con la práctica
sus estudios del lenguaje de los pérfidos albiones. Allí se encontraría con Javier Istúriz,
revolucionario gaditano del año veinte, emigrado en el veintitrés, y que, a la sazón, era embajador de
España en Londres. El ambiente intelectual y revolucionario en todos los órdenes de la vida y de las
ciencias que se encontraría Fermín en Inglaterra iba a marcarlo para el resto de su vida. Cuando el
joven gaditano, descendiendo del vapor regular que hacía la travesía, puso el pie en el muelle de
Londres, lo primero que vieron sus ansiosos ojos fue un cartel de tela pegado a un muro en el que se
representaba a un mono vestido de chaqué, con esta leyenda a sus pies: “Darwin”. Sin duda, la teoría
de la evolución de las especies escandalizaba a los londinenses de la época.
Durante éstos años, mientras aquí se iniciaba la guerra de África en respuesta a las continuas
agresiones de los cabileños en torno a la españolísima plaza de Ceuta…, allí, Fermín, conocía a
Thomas Paine y se convertía, hasta los huesos, al Internacionalismo: “¡Mi patria es el mundo, todos
los hombres son mis hermanos, y mi religión consiste en hacer el bien!”
En Las Gadeiras, se concluía la línea de ferrocarril desde El Trocadero hasta Gades,
permitiendo la tan esperada comunicación directa con Sevilla. Se declararon dos días de fiesta, se
repartió pan entre los pobres, rancho especial entre los presos y seis dotes reales entre las doncellas
pobres (una de las cuales le vino a tocar a la ayudante de cocinera de la casa de Candelaria, la que se
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dejaba tocar el chocho en el cementerio) y se organizaron bailes, desfiles y fuegos de artificio. Al
mismo tiempo, en Londres, Fermín conocía a Robert Owen y levitaba con el ideal sublime del
comunismo: “¡Los recursos y los medios son de la comunidad, no precisamos legisladores
sojuzgadores y el camino hacia el Paraíso es la revolución!”
Mientras, aquí : recibíamos la visita del califa de Marruecos, Muley-el-Abbas, Pérez del
Álamo se sublevaba con 600 hombres en la Villa de Iznájar, al grito de, “VIVA LA REPÚBLICA Y
MUERA LA REINA”, y la borbona Isabel visitaba Las Gadeiras, que no la Carraca, dejando al virrey
de turno colgados, el arco del triunfo, el obelisco, la botadura de un buque, la puesta de la quilla de
otro y el almuerzo a bordo del Villa de Madrid, que se encontraba en gradas…. Y allí: Fermín
conocía a Bradlaugh, de cuya mano fue sacado de la “sólida” formación religiosa que le habían
procurado sus instructores y, muy especialmente, su madre, para convertirse en un valiente y
razonador ateo: “¡La Ciencia, que no la existencia de un Ser Supremo, explicará el enigma de nuestra
propia existencia!”
En definitiva, cuando, tras cinco años de permanencia en Inglaterra, con veintiún años,
Fermín regresa a su Gades natal, viene convertido en un revolucionario y proveído de una cultura y
una madurez impropias de su corta edad, que causarían el asombro de sus amigos y conocidos de la
niñez. Su aspecto exterior era marcadamente romántico: continuaba muy delgado, se había dejado
crecer la barba, acentuando su alargado rostro, se resguardaba los ojos con el ala de un amplio
sombrero y con unos quevedos de cristales azulados; hablaba, al contrario de sus paisanos, muy
bajito y pausado, dándole a sus gestos la austeridad y serenidad tan propia de los ingleses y que tanto
contrastaba con el carácter vehemente y escandaloso de los gadeiranos.
Prontamente, retomó su contacto con los discípulos de Abreu, a los que discutía tercamente
sus principios furieristas, anteponiéndoles la transformación de la sociedad que él ansiaba, desde sus
postulados internacionalista, ateo y de comunismo libertario. Sus puntos de reunión eran dos,
fundamentalmente: la trastienda de la casa de fotografía de Guillén y Bartolero, en Gades, y la casa
de Candelaria en El Puerto de Santa María.
Candelaria se veía a sí misma en Fermín, más que en sus propios hijos, pues éste era, sin
duda alguna, la fusión sólida y armónica de la honestidad y la rebeldía, en una sola inquebrantable e
irreducible pieza. Ella era consciente que, de la forja de los dioses, raramente sale una pieza tan bien
templada como era Hiscio de la Santísima, que así llamaba a Fermín cuando quería quemarle la
sangre, pues Alonso el Arbelloto le había revelado que, en la pila bautismal, lo habían crismado con
los nombres de Fermín, Luis Gonzaga, Mariano, Servando e Hiscio de la Santísima.
Las ideas revolucionarias que el joven traía de Inglaterra eran para ella como aire fresco de
juventud, que habían de sobrepasar prontamente las románticas y poco prácticas tesis furieristas, de
las que su vertiente más revolucionaria era la abolición del matrimonio en favor de una más o menos
reglada promiscuidad, pero que, entre los gadeiranos en particular y en España entera en general,
había sido obviada por contraria a la moral católica imperante. No obstante, la influencia de
Candelaria en Fermín también era importante. La congruencia que ella mantenía entre sus ideas y sus
obras, sus ansias de libertad absoluta, aun siendo mujer, su adoración por todo lo natural, empezando
por el propio cuerpo y su desnudez, embargaban al romántico Hiscio. No fue casualidad que sus
baños en las playas del poniente gaditano, a partir de ésta época, los hiciera en virginal desnudez y en
honor, además de Clararrosa, del Círculo de los Empelotados, de cuyas andanzas Candelaria lo había
informado, con esa generosidad con que se cuentan las propias vivencias después de pasado el
tiempo, omitiendo los detalles prosaicos y dejando toda la narración, como cuento para niños,
envuelta en un halo de magnificencia e irrealidad…, que lo hacen tan atractivo.
Al poco de haber regresado Fermín de Inglaterra, el 8 de noviembre de 1864, fallecía en
Gades don Juan Van Halen, a los 74 años de edad. Había regresado a Gadeiras unos años atrás y,
aunque gustaba de vivir en El Puerto, los médicos le habían recomendado el clima de Gades como
más favorable para sus males. Había sido en vano. Su segunda esposa, respetando su deseo, dispuso
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que el cadáver fuera embalsamado para trasladarlo al cementerio de El Puerto, donde tenían un
panteón familiar en el que había sido enterrada su primera esposa. El panteón estaba en la parte más
recóndita del campo santo, precedido de una pérgola recubierta de rosas de petimení… ¡que sin duda
recordarás!
El entierro de Van Halen, destacado protagonista en el Trienio Liberal, de azarosa y
aventurera existencia, congregó en El Puerto a personalidades civiles y militares de toda la Bahía.
Candelaria, haciendo caso omiso a la costumbre de la época, que restringía la entrada al campo santo
tan sólo a los varones, estuvo presente, de punta a rabo, y desafiante, en la ceremonia del sepelio.
Después, se reunieron en su casa los habituales contertulios furieristas, así como nuestros
Alonso y Fermín. Cosa rara en los duelos fue que se hablara de la muerte, y más raro, si cabe, fue la
salida que, al respecto, tuvo Fermín. Les refirió cómo, durante el tiempo que estuvo en distintas
ciudades de Inglaterra, pudo comprobar por sus propios medios, el elevado número de suicidios que
allí se daban. Al parecer, era muy corriente que, en las grandes urbes, personas de ambos sexos
encontraran en la propia muerte el único y posible remedio a los males y miserias que los
subyugaban. Y propugnó el suicidio colectivo como poderosísima arma de lucha contra el
capitalismo, capaz de hacer temblar los cimientos de la estructurada sociedad. Habría que hacer
desaparecer en los desheredados el miedo a la muerte, ya que ésta bien podía ser la única tabla a la
que sujetarse, el único medio de conmover la orgía de la sociedad capitalista, con una inmolación
colectiva que interrumpiera el festín de los privilegiados, que, ajenos e indiferentes al dolor y la
pobreza circundantes, verían, delante de sus propios ojos, cómo desaparecía el factor fundamental de
sostenimiento de su perverso sistema: la mano de obra esclava. Candelaria estuvo tentada de
interrumpir la extremosa exposición de su querido Fermín, distendiendo el ambiente y llamándole
Hiscio de la Santísima, pero se contuvo ante la seriedad que éste estaba poniendo a su intervención.
Después que aquel terminara, Candelaria se quedaría preocupada, pues no le cuadraba que una
solución tan negativa y pesimista se hubiera instalado en el ánimo del denodado gaditano.
Mas, si el inconstante y ondulado discurrir de la existencia venía de una boyante situación
económica, pronto las cosas habrían de cambiar para, más que descender de la cresta al valle, caer en
picado, dándole a Gades y a su bahía la puntilla definitiva, que la haría pasar a ser una ciudad de
segundo rango. Había llegado a ser Gades la capital de España con más periódicos: “La Moda
Elegante”, “El Comercio”, “Palma de Cádiz”, “El Boletín Eclesiástico”, “La Revista Médica”, “El
Boletín de Ventas”, “El Noticiero de Cádiz”, “El Constitucional”, “El Ateneo de Cádiz” y “El Diario
de Cádiz”, que había venido a sustituir a “El Eco”, eran los de más frecuente y elevada tirada, entre
otros de más irregular publicación. Así, no es extraño que, cuando en España ocho de cada diez
habitantes eran analfabetos, en Gades, la mitad de los ciudadanos supiera leer y escribir. Mas tanta
gloria y esplendor habrían de dejar, tristemente, el paso a la mediocridad y a la pobreza. El comercio
fue decayendo hasta llegar al grado último de paralización. A la crisis económica internacional que
había comenzado en el 63 con la caída del precio de las materias primas y la espectacular subida del
precio del algodón, motivado por la Guerra de Secesión norteamericana, habría de unirse la retirada
de capitales extranjeros de los bancos gadeiranos y el consiguiente cierre de comercios y quiebra de
Bancos, muchos de los cuales tuvieron que cerrar sus ventanillas ante la retirada masiva de capitales.
De los seis Bancos existentes en Gades, cerraron cinco. Cierra la fábrica de tejidos y gran número de
talleres. En el arsenal, se despiden empleados por cientos, pues los pedidos son suspendidos, cuando
no cancelados definitivamente. En unos pocos años, la población de Gades disminuye en unas seis
mil personas. En La Isla, casi mil personas y, en el arsenal, más de dos mil se desplazan a otras
poblaciones en busca de trabajo. Las malas cosechas se suceden y aparece en el horizonte el fantasma
del hambre. Y, de la mano de esta crisis económica vendrán aparejadas la crisis social y la
revolucionaria.
Por aquellos años previos al derrocamiento de la borbona fornicadora, los acontecimientos se
sucedían en Gadeiras. La fragata “Numancia” entró en dique en los astilleros de la Insula, después de
haber rendido viaje alrededor del mundo. Hito que, si en la navegación a vela había correspondido a
la nave “Victoria” al mando de Elcano, que había arribado a El Puerto de Santa María en 1522,
ahora, en la navegación a vapor, le había correspondido a la flamante fragata “Numancia”. Ninguna
de las dos, a pesar de sus gestas, sería conservada para el futuro como “glorias del pasado”. ¡Qué País
266
éste, siempre anduvo tan sobrado de gloria presente, que no creyó necesario guardarla para el tiempo
y las gentes venideras!
A los pocos días, arribó a Gades la fragata austríaca “Novara” con destino a Trieste, llevando
a bordo el cadáver del Emperador mejicano, Maximiliano. En la Alameda de Apodaca se instalaron
unos deliciosos baños para ambos sexos. Se encontraban en una ensenada toda rodeada de piedras
marinas, de tal manera que era imposible que penetraran a ellos ni tan siquiera los peces más
inofensivos. Como los bañistas no hacían pie, se asían a una soga. Constaba de un suntuoso salón de
descanso y, en dos galerías, se disponían los cuartos para los baños templados de agua dulce. Tenían
un gabinete de hidroterapia y un profesor pedicuro que arreglaba divinamente los callos, también, un
salón de peluquería y una exposición permanente de plantas, así como un magnífico restaurante. Se
podían alquilar cajones para cinco señoras o cuatro caballeros, camisetas, toallas, sábanas,
peinadores, calzoncillos, gorros de baño, sombreros de palma, etc. Y todo ello a unos precios muy
asequibles, para las clases pudientes, claro está.
Mas como el ambiente social, no sólo no se serenaba, sino que más bien todo lo contrario, no
era extraño que la asistencia a los baños se viera turbada por motines o sediciones que se traducían en
las consiguientes carreras por las calles de los implicados y el apresurado cierre de portones y de
establecimientos comerciales.
Fermín, que en el año 68 ya era un hombre de veintiséis años, se había instituido en un
eficiente cabecilla de la rebelión y actuaba de contacto con el general de la guarnición de Gades, al
que hacía llegar las instrucciones que, desde Londres, le enviaba Prim. Éste troceaba sus misivas y
remitía los pedazos a distintas personas de Gades, que, posteriormente, las hacían llegar a Fermín,
que las unía. De esta forma él era el único que tenía conocimiento de la globalidad de las mismas.
Alonso el Arbelloto, aunque cinco años mayor que Fermín, como su fiel discípulo ideológico, lo
seguía y secundaba en sus actividades revolucionarias. En más de una ocasión, fue el encargado de
recoger las cartas de Prim, ya que su condición de Encargado de una respetable casa de comercio lo
hacía estar libre de sospechas.
El fin que cada Partido perseguía con la revolución que se estaba cociendo era muy variado:
Prim, a la cabeza de los Progresistas, quería una revolución de guante blanco que se tradujera en un
simple cambio de la dinastía reinante; Fermín, alineado con los Demócratas, iba mucho más allá…,
quería una auténtica revolución con participación popular que subvirtiera el orden establecido,
aunque hubiera que hacer correr la sangre para ello; por otro lado estaban los Unionistas, a cuyo
frente se situaba Topete, que se conformaban con un simple cambio de gobierno. Éste justificaba sus
indecisiones ante la revolución diciendo que “hasta el sexo de la persona que ocupaba el trono me
hizo titubear”. El muy sandio titubeó ante un sexo frente el que otros no tuvieron reparo en cargar
repetidas veces. Una sola cosa tenían claro las tres tendencias, que se traduciría en el magnifico grito
popular de: “Abajo lo existente”.
De tal forma se habrían de rodear las circunstancias que, nuevamente, las Gadeiras iban a
asombrar al País entero con una segunda revolución. Gades va a ser el nuevo foco de propagación de
un pronunciamiento militar encabezado por la Marina al grito de “Abajo los Borbones”. El
sentimiento republicano federalista estaba muy enraizado en la población de las Gadeiras.
En la Ínsula, el ambiente que se respiraba era de total excitación. Los preparativos del pasado
10 de agosto para el pronunciamiento revolucionario habían fallado. En aquella ocasión, Topete y
Primo de Rivera no se pusieron de acuerdo sobre quién debía comenzarla: el primero quería que
Primo de Rivera hubiera sublevado al regimiento de Cantabria en Gades, mientras que éste último
apostaba porque, en primera instancia, hubiese desembarcado Topete con la Marina en la propia
ciudad. De cualquier forma, aquella primera descoordinación llenaba el ambiente de malos augurios
para este segundo intento. En el muelle de la Ínsula, se encontraban los siguientes buques: las goletas
Santa Lucía, Edetana, Ligera y Concordia; los vapores Ferrol, Vulcano e Isabel II, y las fragatas
Lealtad, Villa de Madrid, Tetuán y Zaragoza. En ésta última ondeaba la insignia del almirante.
267
A bordo del buque insignia, se encontraban don Juan Prim, Topete, el coronel Melero, los
futuros ministros Sagasta y Zorrilla y José Paúl y Angulo, demócrata radical gaditano, íntimo de
Fermín. La Zaragoza estaba al mando del capitán de navío don José Malcampo. El 16 de septiembre,
se perfilaron cuidadosamente las acciones para el siguiente día…, había que evitar un nuevo error.
Esa misma noche, la escuadra levaría anclas del puerto y fondeadero carraqueños para situarse en la
Bahía, donde esperarían el alba de un nuevo tiempo para las Gadeiras y el País entero. El coronel
Melero desembarcaría en Gades aquella misma noche para tratar, al día siguiente, de sublevar al
Cantabria. Fermín, al frente de un grupo de paisanos armados, esperaría los primeros síntomas de
sublevación del regimiento para confraternizar con ellos. Primo de Rivera permanecería en La Insula,
desde donde, al siguiente día, pasaría a la población militar de San Carlos, en La Isla, y trataría de
levantar, primero a los militares de San Carlos y, después, a toda la población isleña.
A la mañana siguiente, el gobernador militar de Gades, isabelino hasta los huesos, vino a
facilitar todo el proceso con una serie de desafortunadísimas medidas, que terminaron de sublevar a
la población. Declaró el estado de sitio de la Plaza y Provincia entera gaditanas y prohibió la
formación de grupos en las calles, al tiempo que ordena la entrega de armas por parte de los paisanos
y la salida de la ciudad de todos los forasteros. A media mañana, el coronel Melero ha conseguido
sublevar al regimiento Cantabria, que es el más importante y numeroso de la ciudad. Fermín, José
Paúl y los suyos se alinean junto a los sublevados y, todos juntos, recorren las calles al grito de
“Abajo los Borbones”. Los de Salvochea entremetían gritos con mayor mensaje social, como era el
de “Trabajadores, no hay sociedad posible sin vosotros”. La escuadra se pronuncia colocándose en
línea de batalla frente a la ciudad de Gades a la que saluda con una salva de 21 cañonazos. El día
transcurrirá de la siguiente forma: calles desiertas de ciudadanos, portones y comercios cerrados a cal
y canto y el discurrir de los soldados y voluntarios armados, en fraternal jolgorio de cánticos, gritos
de consignas y algarabía aguardentosa. Pues no había noticias de La Isla.
A primeras horas del día siguiente, Fermín y José Paúl, auténtica punta de lanza de la
revolución, constituyen, en el Ayuntamiento gaditano, una Junta Revolucionaria Provisional. A
media mañana, se tiene conocimiento de que Primo de Rivera ha conseguido sublevar la Plaza de La
Isla, poniéndola de parte de los revolucionarios. Con la entrada de la Isla, la revolución estaba
ganada. Sin dispararse un solo tiro. Y mientras el Gobierno de la Nación, ignorante de todo,
veraneaba en San Sebastián, en Las Gadeiras…, triunfaba “La Gloriosa”.
Al siguiente día, 19 de septiembre, cuando el pronunciamiento ya ha triunfado, saltan a tierra
Prim y Topete, que son aclamados por la población de Gades. La Junta Revolucionaria, léase Fermín,
José Paúl y el Arbelloto entre otros, va a lo suyo, que es la revolución. En Sesión Extraordinaria,
suprimió los derechos de consumo y el desestanco del tabaco y la sal; liberó a los presos políticos y
aprobó las libertades de enseñanza pública, imprenta, cultos, reunión, asociación y de comercio; los
serenos dejarían de decir “Ave María Purísima”, al cantar las horas, y se harían obras públicas para
dar trabajo.
Al día siguiente, Topete constituye la Junta Provincial, que agradece los servicios y disuelve
a la Revolucionaria. Se nombrará una Junta Local en la que tendrán representación los tres partidos.
A partir de aquí, la revolución se trasladará a Sevilla primero y al resto de España después. Los
generales Serrano y Prim marcharán a Córdoba y Barcelona, respectivamente, sublevando las
ciudades a su paso. Y, así, se fue alejando, dejando al cabo las cosas casi como estaban, pues el
objetivo de aquellos revolucionarios de guante blanco no había sido otro que el de derribar al
Gobierno para ponerse ellos, provocando la caída de la dinastía. Una vez logrados estos objetivos, se
dio carpetazo a las Juntas Locales y, con ellas, a la Revolución.
En el mes de octubre, tras disolver las Juntas, el Gobierno nombra a monárquicos para regir
los destinos del Ayuntamiento y la Diputación. En una población donde la mayoría de sus habitantes
eran de tendencia republicana, aquello se constituye en un polvorín, a la espera de una chispa.
Y la chispa se originaría en El Puerto de Santa María. La brava Candelaria, junto a otros
leales furieristas y demócratas, se habían puesto al frente del amotinamiento de los jornaleros sin
empleo, que habían tomado las Casas Consistoriales, pues la grave situación económica del
Ayuntamiento había hecho que la ayuda diaria que entre aquellos se distribuía hubiese bajado
drásticamente, de 11.000 a 6.000 reales. El gobernador civil pide refuerzos militares a Gades para
sofocar el motín. Cuando éstos se disponen a embarcarse, en la Puerta del Mar, le salen al encuentro
los Voluntarios de la Libertad, al mando de Fermín que tratan de impedirlo por ayudar a los
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insurrectos de El Puerto. En el momento de mayor tensión, sin que nadie, por ninguno de los dos
bandos, hubiera dado la orden de abrir fuego, un arma se dispara. La ensalada de tiros que se armó,
fue fenomenal. Como chiquillos jugando al pilla pilla, cada quien buscará una base: los Voluntarios
se harán fuertes en el Ayuntamiento, el Ejército en la Aduana.
A partir de aquí, los Voluntarios se hicieron dueños de la población y comenzaron a levantar
los adoquines de las calles para construir barricadas. Todas las calles que desembocaban en la
Aduana o Plazas adyacentes fueron cortadas con parapetos de adoquines. En tan sólo unas horas se
levantaron casi doscientas trincheras en toda la ciudad. La burguesía, quitando la honrosa distinción
del Arbelloto, que era un “sobrevenido”, permaneció al margen de la revolución, con casapuertas y
comercios cerrados, esperando que las soluciones al hundimiento de la ciudad vinieran de Madrid.
Los Voluntarios y los grupos de ciudadanos armados fueron los que quisieron, desesperada y
rabiosamente, detener la imparable caída en la pobreza de la perla de las Gadeiras. Se daba la
circunstancia de que las fuerzas del Ejército no eran suficientes como para intentar un asalto con
posibilidades de éxito. Además, la resistencia de los insurrectos, a las órdenes de Hiscio de la
Santísima, era tenacísima. La crudeza de los enfrentamientos fue subiendo hasta alcanzar su punto
álgido el día 7 de diciembre, en el que ambos bandos emplearon a fondo la artillería. El número de
heridos fue elevadísimo. Al día siguiente, se enterraron en el cementerio de extramuros de San José,
39 víctimas, de las cuales 5 eran mujeres. Después de esta recíproca masacre, el grupo consular de la
ciudad obtuvo de los dos bandos una tregua de cuarenta y ocho horas, que, por el contrario,
aprovecharon ambos bandos para rearmarse. Mas, apenas concluida la tregua, como caído del cielo,
aparece en la Cortadura, a la entrada de Gades, el general Caballero de Rodas al mando de ocho mil
hombres y abundantísima artillería. Hasta aquí llegó la insurrección. A Fermín, hombre de letras y
teorías, fue como si se le cayese de golpe la furia que lo había convertido en hombre de acción y pasó
a considerar la masacre de inocentes en que aquella situación podía desembocar. Alonso, enfebrecido
por el olor de la pólvora y la sangre, le conminaba a una resistencia numantina que convirtiera la
rebelión gadeirana en el punto de partida de la del País entero. -¡Sin duda en El Puerto, Candelaria y
los suyos nos secundarán…, esto puede ser el principio del verdadero cambio social…!-. Sin
embargo, Fermín se había enfriado. El peso de tantas vidas como ahora dependían de él lo llenó de
sensatez y cordura. Trataron de salvar la honrilla poniendo como condición a su capitulación entregar
las armas al cónsul de los Estados Unidos. Pero Caballero de Rodas no estaba dispuesto a tales
concesiones y los sometió a la humillación de salir a la Puerta de Tierra y apilar, en un mismo
montón, su honor, sus ideales y sus enmudecidas armas. Después, hubieron de darse presos.
El día 13, el general entraba victorioso en la ciudad. Fermín, con la entereza y gallardía que
lo caracterizaban, se declaró único responsable de la revuelta y no consintió en delatar a ninguno de
sus colaboradores. Fue sometido a consejo de guerra sumarísimo y condenado a doce años de
destierro en Ultramar.
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23. La Primera República (1869-1873)
Candelaria perdió un ojo en la revuelta de El Puerto. Cuando fracasó la insurrección gaditana,
un destacamento enviado por el general triunfador puso las cosas en su sitio en el consistorio
portuense. Todos los cabecillas fueron presos, Candelaria fue enviada a su casa por un feroz cabo, “a
que se dedicara a las labores propias de su condición de mujer”, no sin antes propinarle una bofetada
de tal calibre que le produjo el vaciado del ojo izquierdo. El oído del mismo lado le estuvo pitando
durante días, quedándole, al cabo, considerablemente disminuido en su capacidad auditiva.
La mordedura de la violencia sobre su frágil cuerpo la acobardó sobremanera. Era la
violencia tan ajena a la razón, a la cordura y a las buenas maneras en las que ella acostumbraba a
desenvolverse que, aparte de herida, quedó profundamente desconcertada. Maíta Mbambé, que
contaba ya setenta años, llevaba varios queriendo convencer a la niña para que regresaran a Cuba. Y
el estado de ánimo que le había quedado, tras el suceso del ayuntamiento, la llevó a decidirse.
Según su forma de cumplir años, tenía veinticinco por vivir, pues había cumplido los
cincuenta y cinco. Naturalmente, ya no era joven, pero mantenía una gallardía en su madurez que la
hacía una señora muy atractiva. Cubría su malhadado ojo con un parche al viejo estilo de los
bucaneros, que le daba un excitante aire de dama misteriosa y aguerrida. Ella siempre sabía sacar
provecho de cualquier situación, por adversa que ésta fuera…, ventura que está reservada a muy
poquitos y afortunados seres de cuantos deambulamos por este valle de inconsciencia.
Decidida a rendirse a los deseos de la negrona Maíta, marcharían, por una temporada, a Cuba.
Para despedirse de sus más fervientes amigos, la dama tuerta organizó una fiesta singular. El alto
prestigio que había adquirido a los ojos de los republicanos, que eran la mayoría de los habitantes de
las Gadeiras y la casi totalidad de los oficiales de la Armada, le lograron influencias que le
permitirían disponer de la fragata “Lealtad”, para atender a bordo a cincuenta invitados y pasearlos
por la Bahía, desde la tarde hasta la puesta del sol y, después, hasta bien entrada la noche. Ella se
encargó de preparar todo con los cocineros del buque y trajo a cuantos sirvientes fueron precisos para
atender a sus invitados y a toda la dotación del buque a la que ella, amablemente, incorporó a su
fiesta. Acudieron Alonso el Arbelloto e Hiscio de la Santísima, que se había beneficiado en la
primavera pasada de una amnistía que lo había exonerado de los doce años de destierro que le
endosaron por la Insurrección. No faltó ninguno de sus amigos furieristas de El Puerto ni de Gades.
También acudió el virrey de turno de la Insula, ya que habían embarcado allí y allí desembarcarían de
madrugada. Y unos instantes antes de levar anclas en el fondeadero del muelle de la Puerta del Mar
carraqueña, la chalupa embarcó, procedentes de Gades, a José Paúl Angulo, el incondicional de
Fermín, Juan de Dios con su inseparable Carmelita Frontela, Rosario, la hija de ambos, y un
guardiamarina, amigo de la familia, llamado Peral.
En un momento determinado, como si hubiesen sido guiados por una mano invisible, como la
que a mí me está guiando a escribir esto, se encontraron en la proa de la formidable nave, solos,
Juan de Dios y Candelaria. Ella había estado toda la tarde departiendo con unos y otros, radiante,
simpática y encantadora, como una reina corsaria de ojo parcheado, al mando de su invencible nave
y, en un momento en que se había retirado a recobrar resuello, se encontró con él, que había
permanecido todo el tiempo rememorando su fantástico sueño en el estrecho de Madagascar. Se
vieron y se acercaron, de la misma forma que, inexorablemente, se acercan el sol y el horizonte. Unas
altísimas nubes habían llenado el cielo de borreguitos que, con el ocaso del rey, se tornaban de
rosadas tonalidades. Bajo aquel primoroso dosel que la serena naturaleza les ofrecía de marco para su
encuentro, la luz en su derredor se hizo tenue, y bondadosa con las arrugas que el tiempo había
marcado en sus rostros. Eran dos seres humanos bellísimos, plantados en la valiente proa del bajel,
con sus cabellos entregados a las caricias de la brisa marina, sus miradas perdidas en el horizonte y el
rojizo atardecer dando a sus rostros un tono bronceado, sobre aquel mar en paz de Hércules y bajo
aquel cielo en paz del dios huido. Sin mediar palabra alguna, ambos retiraron su mirada del lejano fin
y la posaron el uno en el otro. Se tomaron de las manos…, se abrazaron tiernamente, juntaron sus
mejillas y lloraron el uno en el cuello del otro. Juan de Dios no sabía hasta qué punto abrazaba a su
amigo don Luis o a aquella brava mujer en la que habitaba. Candelaria no sabía hasta qué punto
abrazaba al caballero romántico de la tumba de la Insula o a un amigo de todas las existencias.
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Ambas criaturas, perdidas en la complejidad de sus azarosas vidas…, cansados de buscar respuestas
sin hallarlas y de perderle batallas a la edad, exhaustos…, se abrazaban. Cuando al cabo, lentamente,
se separaron, ella, con las mejillas aún marcadas por las huellas de las lágrimas, le dijo:
- Querido Juan de Dios…, estoy cansada de esperar a alguien a quien consolar…, a alguien a
quien me consuele consolar…, porque todo esto de vivir, es una sed tan continua, tan insaciable…
- Querida Candelaria, tienes en ti al ser más magnífico que en mi existencia he hallado…,
déjate ser quien eres, no te tengas miedo, que ha de resultarte venturosa la experiencia.
Candelaria, a la que el tema de don Luis y sus otras vidas ponía de un humor de perros, se
soltó de Juan de Dios y corrió a refugiarse en el camarote del capitán, donde, con la excusa de
arreglarse el cabello, entró a llorar amargamente. Aquel hombre parecía ciego o tonto o ambas cosas
a la vez… ¡ pero, ¿acaso no era evidente la atracción que sentía por él?…, si hasta los peces de la
Bahía se habían percatado de su forma de mirarle! Cuando ella le estaba pidiendo amor
desesperadamente, él le salía otra vez con la monserga del sueñecito y del sabio que habitaba en ella.
Al poco tiempo, Candelaria partiría para Cuba. Le acompañaban su hijo Póstumo, Maíta
Mbambé y la fidelísima Cristobalina Martín, que había permanecido junto a ella (tan junto como fue
preciso en cada momento), desde que vinieran de las Antillas tras la disgregación del Círculo. Ella
sabía que volvía para morir allí…, Candelaria, sin embargo, esperaba regresarse algún día a la Bahía
de las Gadeiras. No les acompañaba, de momento, María de las Mercedes, pues, desde el año 67 que
llegaron a Gades las Religiosas del Amor de Dios y fundaron el Instituto, se había apegado a ellas
hasta el punto de ingresar en la Orden, de novicia, en octubre del año de los tiros. La finalidad de las
religiosas era la de formar maestras para misionar en las Antillas, así es que, durante el tiempo que
estuvieron impartiendo su enseñanza en la capital, fueron varias las señoritas de la sociedad burguesa
que pasaron a engrosar sus filas, arreboladas de amor por el prójimo menos favorecido. Así es que, el
año 71, poco después de que se fuera Candelaria, las Religiosas del Amor de Dios cerrarían su
Instituto gaditano y, dejando a la población un tanto boquiabierta y con la cosecha de vocaciones
religioso-pedagógicas en las bodegas de la Orden, partieron para el Caribe con el noble propósito de
culturizar y cristianizar a cuanto indígena impío se les pusiera por delante.
En la casa de los Rocco, los vientos soplaban de otro cuadrante. El joven Peral era hijo de un
isleño, don Juan Manuel Peral, primer condestable del Cuerpo de Artillería, que veinte años atrás
había sido destinado a Cartagena, donde había contraído matrimonio, fruto del cual era el mozalbete
que ahora habitaba con los Rocco. La amistad de don Juan Manuel Peral y de Juan de Dios les venía
de un viaje y estancia en Filipinas, en el que habían coincido en sus años mozos. La camaradería
entre ambos había perdurado después en las Gadeiras, y ahora que el hijo de aquél se encontraba en
la Escuela Naval en calidad de guardiamarina, cada vez que salía franco de ría o con cualquier tipo de
permiso, se alojaba en la casa de los Rocco. Allí fue muy bien recibido por todos, excepto por
Alonso, que vio en él a un posible competidor para sus ansiados amores con Rosario, la “media” de la
siete y media que, en su día, le sacaron sus padres, por la mano, a la vida, ¿recuerdas? Pues la tal
“media” se diría que había crecido hasta hacerse entera…, enteramente una señorita preciosa de
diecinueve años, dispuesta a merendarse la vida que se le pusiera por delante, en dos bocados. Y no
anduvo descaminado el Arbelloto con sus suspicacias, pues un tilín hubo entre la niña y el mozalbete
de los Peral, mas, al cabo, se vio que había sido más que sentimiento de profundidad,
deslumbramiento de la niña por la elegancia del uniforme de marino de Isaac, pues ambos eran de la
misma edad…, y ya se sabe, a los diecinueve años un varón es apenas un mozalbete y una hembra es
una mujer hecha y derecha. No obstante, Rosario, que sabía tener seguro a su inseparable y familiar
Alonso, bien que lo hizo sufrir, coqueteando con cuanto caballerete de la burguesía gadeirana se le
ponía en el punto de mira. Al final, lo que era un afecto casi de hermanos, junto con la cordura que
los burgueses suelen poner a sus sentimientos, se unieron, para entre ambos, llevarlos al altar mayor
de la Iglesia de la Insula, donde contraerían el mejor matrimonio posible para ellos y el negocio
271
familiar.
Las nietas de don Luis en Chi-ó, Elizabeth y Margarita, hijas de su chino hijo don Joaquín
Luis, corrieron distinta suerte. Así, la de nombre inglés, de facciones más agraciadas, permanecería
en España y más concretamente en la casa de su abuela, en Medina Sidonia, donde contraería
matrimonio con don Damián del Salto, honorable escribano de aquella Villa que, además, ejercía, en
ocasiones, de secretario de sus casas consistoriales. Por el contrario, la de nombre español regresaría
a Inglaterra con sus padres. Aunque no se podía decir que tuviera rasgos orientales, sí era cierto que,
al desarrollarse de niña a mujer, su rostro se había quedado como a medio camino entre oriente y
occidente, dando como resultado un semblante poco agraciado que le dificultaba el camino hacia el
ara connubial. Ello hizo que la muchacha volcara sus capacidades en el negocio familiar de las joyas,
llegando a hacerse una verdadera experta en diamantes africanos, insustituible para su padre y su
abuelo.
En el otoño, estalló la insurrección federal en media España. En Andalucía, Cataluña y
Aragón, los civiles armados se constituyeron en Voluntarios de la Libertad, que se echaron a las
calles a subvertir lo establecido. En la Ínsula, se puso a la cabeza de los descontentos el Chirino, tío
de Alonso el Arbelloto, que estaba encorajado con la situación económica reinante, pues lo estaba
llevando a la ruina. Le siguieron unos cincuenta hombres, casi todos desempleados del astillero, que
no tenían otra cosa por perder que sus miserables vidas. Apenas alguno llevaba escopeta, pues la
mayoría se habían tenido que conformar con coger viejos y mohosos sables del Almacén de
Excluidos, de los que se retiraron a las dotaciones francesas de Rosilly. En la Isla, se unirían a los
Voluntarios de Gades, que en número de unos 600 habían partido bajo el mando de Fermín, con la
misión de sublevar a la Provincia toda. Por su parte, Paúl y Angulo, a la sazón diputado
constituyente, se levantó en armas en el Sotillo de Trobar, cerca de Jerez. Mientras que Fermín y el
Chirino se dirigían a Medina Sidonia, el de Jerez lo hacía hacia Arcos de la Frontera, al frente de no
más de 100 hombres.
Cuando Fermín y sus Voluntarios llegaron a Medina, fueron recibidos por la población con
extrema frialdad. Las calles desiertas y las puertas y ventanas cerradas les hicieron comprobar que la
población no estaba por revoluciones de ninguna clase. Algunos de los hombres de Salvochea eran
comerciantes y pequeños burgueses venidos a menos o arruinados, que albergaban en sus corazones
un gran resentimiento contra todo aquello que permaneciera en pie y requerían de Fermín
autorización para expoliar a la población. Fermín pudo, a duras penas, contenerlos. Tomaron el
Ayuntamiento, al que hicieron venir al escribano y al alcalde, exigiéndoles una contribución de
guerra que deberían de obtener en el plazo de seis horas de los principales contribuyentes de la
ciudad. Al día siguiente, los insurrectos de Salvochea fueron casa por casa cobrando la contribución
de guerra, expoliando cuantas armas encontraban y vaciando de pan las tahonas. Igual proceso se
siguió los días siguientes en la población vecina de Alcalá de los Gazules: frialdad de la población
para con los voluntarios, negativa a la colaboración de las autoridades y, finalmente, expolio de la
población.
Por su parte, las tropas de Paúl y Angulo vivían similares experiencias, en Arcos primero y en
Grazalema después. Como ambas facciones tuvieran conocimiento de que eran perseguidos por una
columna al mando del coronel Gurrea, se retiraron a la sierra de Ubrique, donde se fusionaron y
continuaron la marcha junta. Se les unió el diputado Rafael Guillén. En las cercanías de Algar,
tuvieron el primer encuentro con las tropas de Gurrea. Los federales les gritaban: “¡Gurrea…, levanta
la pata y mea!”, pero, del primer enfrentamiento, se derivaron importantes bajas para ambas partes,
dejando aún las espadas en alto para ulteriores ocasiones. Los federales continúan su peregrinar hacia
Benaoján, con las fuerzas gubernamentales pisándoles los talones y sin encontrar excesivo apoyo ni
entusiasmo a su paso por las distintas poblaciones serranas.
Fermín, Paúl y el diputado Guillén no ocultan su preocupación. Conocen sus limitaciones y
se saben en inferioridad numérica y táctica respecto a sus perseguidores. En sus corazones, se ha
instalado el desencanto, pues esperaban una reacción muchísimo más favorable de las poblaciones
por su causa. Fermín se lamentaba una y mil veces de la ignorancia del pueblo que lame las cadenas
que lo esclavizan, incapaz de sublevarse contra ellas. ¡No será posible una revolución eficaz, mientras
el pueblo no conozca su derecho a la libertad y tome conciencia de su actual estado de esclavitud!
Al día siguiente, huyendo de las tropas del “levanta la pata y mea”, se dieron de bruces con
las del coronel Luque, que se les había adelantado en su camino a Ronda, rodeándolos. Entre dos
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fuegos y sin táctica guerrera, sufrieron una estrepitosa derrota de la que sólo algunos se salvaron
huyendo en desbandada. El diputado Guillén, que iba de levita y con botas de charol, fue preso y,
sobre la marcha, ejecutado. Fermín y Paúl, a través de Cortes y Jimena, llegaron a Gibraltar. El
Chirino, junto con otros muchos, fue preso y se libró de la ejecución porque un paisano suyo,
sargento de las tropas de Luque, dio la cara por él.
En Gibraltar, el estado de ánimo de los derrotados iba por barrios: si para Paúl no había
significado más que un intento fallido, de los muchos que habría que ejecutar hasta conseguir la
república federal, para Fermín, en cambio, era su segunda y estrepitosa derrota en muy poco tiempo.
Y lo que más lo desconsolaba era la falta de respuesta por parte del pueblo y la resignación de éste a
su perra suerte. ¿Pero es que nadie se da cuenta de la situación de desigualdad que subyuga a los
desheredados…, ni tan siquiera ellos mismos? ¿Es que no sé hacerme entender…, nadie comprende
lo que digo? ¿Nadie ve lo que yo veo…? ¡En verdad que me siento como tuerto en país de ciegos…,
pero ni mucho menos soy el rey, más bien parezco el loco que todo lo saca de quicio!
No aguantaría mucho tiempo el inquieto Hiscio de la Santísima en la Roca británica. Ni los
monos sin rabo, ni la cueva de San Miguel, ni la visión del continente africano, que casi se podía
tocar con la mano, conseguían distraer su estado de ánimo. Así es que, apenas recibió dinero de su
padre, inició viaje por mar hasta el puerto de Le Havre y, desde allí, subiría, por el Sena, hasta París.
Apenas llegado a la capital de Europa, buscó los ambientes intelectuales e internacionalistas,
encontrándolos en torno a los editores de La Marsellesa. Destacaba de entre aquéllos por su prestigio
internacional y su radicalismo, Henry de Rochefort, con el que pronto trabaría una sólida amistad.
Mas su estancia en el vecino país no estaría marcada por la política, sino por algo bien distinto: el
amor.
Solía el esbelto, romántico y rebelde español, cubrirse los ojos de la luz con unos quevedos
de cristales azulados, que llamaban la atención entre los parisinos, por su originalidad, y muy
especialmente de la sirvienta de la posada en la que Fermín solía almorzar cuando no estaba muy
fuerte de dineros, que era casi siempre. El tugurio se llamaba “Le Bougon”, cuya traducción más
aproximada podría ser la de “El Gruñón”. Y, a fe, que el dueño hacía méritos para merecer el nombre,
pues difícil sería encontrar al que le aventajara a desagradable, protestón y cascarrabias. Sin embargo,
la doncella que atendía las mesas de los comensales era el extremo opuesto de su patrón y marido:
una chinita de exquisitos y ralentizados ademanes, que parecía, más que caminar, volar a ras del
suelo, atendiendo a cuantas peticiones se le hacían con una preciosa sonrisa, paciencia de oriental y
gran eficacia, y haciéndose respetar de todos en toda circunstancia. Diríase que hacía bueno el
proverbio chino de “ser amable es ser invencible”. Desde un principio, ella acogió con especial
atención las comandas de Fermín, al que se desvivía en atender hasta el punto de, a veces,
ruborizarlo, pues no era dado el caballero español, al goce de privilegios personales, sino, más bien,
disciplinado y paciente a la hora de aguardar su turno.
La situación fue creciendo como bola de nieve ladera abajo. No sería posible precisar quién
la comenzó ni quién la continuó, simplemente Margot, que así se hacía llamar la camarera, que
apenas cruzaba palabra con nadie, fue intimando poco a poco con Fermín, al que, delicadamente,
hacía partícipe de su desgraciada relación con el bougon de su marido. Éste rara vez salía de la
cocina, pues, incapaz de dominar su deplorable carácter, sabía que era lo mejor para el negocio.
Hombre chico en estatura y en hombría de bien ponía la rentabilidad de la posada por delante de su
delicada esposa y de él mismo, si era menester. Ello facilitaba las cada vez más extensas parrafadas
confidenciales entre ambos. Ella tenía una femineidad como jamás Fermín había visto en mujer
alguna. Eran tales su encanto y su elegancia que, aun sabiéndose subyugado por ella, no advertía el
hombre peligro alguno en ello, sino, más bien, el placer irresponsable de quien se deja llevar,
borracho de amor, por una celestial criatura. Tal se diría que Margot era la síntesis perfecta de la
charme francesa y la delicadeza oriental.
Pronto urdieron planes para verse fuera de la posada. Primero, en románticos paseos por las
273
orillas del Sena, los jardines de Les Tuilleríes o L’Ile de la Cité. Mas, como la bola de nieve no
detuviera su loca caída ladera abajo, el siguiente paso fue una cita de amor en la habitación alquilada
de Fermín, en la rue de ST.Sulpice, en el Barrio Latino. Allí viviría Hiscio de la Santísima la más
loca aventura de amor de su existencia. Como si el regidor de los destinos supiera la travesía que le
esperaba, como quien deja saciarse hasta la hartura al camello que ha de enfrentarse a una infinita
travesía por el desierto, así, los dioses inmisericordes, cuya existencia él negaba, lo dejaron que se
saciara de amor romántico y carnal, pues aquélla habría de ser la única fruta fresca que sus labios
tomaran por el resto de su vida, que sería un desierto yermo de amor y de ternura.
Mas el joven gadeirano aprovechó el envite que el destino le brindaba y apuró hasta la última
gota de la copa de amor que Margot le brindara. La china abandonó al rufián francés y se fue a vivir
con Fermín. Durante dos eternos meses, París estuvo rendido a sus pies. Por las mañanas, él acudía a
la editorial de la Marsellesa, donde efectuaba traducciones de inglés y francés al español y, de paso,
se mantenía informado de las corrientes sociales y políticas del momento. Mientras, ella cuidaba de la
habitación, de la vestimenta y de la comida del mediodía. Las tardes eran enteras para ellos mismos.
Paseaban y paseaban sin parar, cogidos de la mano, mirándose a los ojos, tropezando con cuanto
obstáculo se interponía en su camino…, ajenos al mundo, mutuamente hechizados. Al caer la luz, se
recogían en algún café del Barrio Latino, donde tomaban cualquier cosa que los mantuviera vivos
mientras seguían bebiéndose el uno al otro. Sobre las nueve y media de la noche, subían a su
habitación y allí se desposeían de toda clase de cortezas, hasta quedar sus seres en carne viva…, y,
entonces, se daban sin límite el uno al otro…, hasta quedar extenuados. ¡Tanto amor llegó a hacer
dudar a Fermín de su ostentoso ateísmo!
Napoleón III había fracasado en su expedición a México en ayuda de Maximiliano. Prusia
había entrado a formar parte de las grandes potencias de Europa al haber vencido a Austria,
constituyéndose en un peligro potencial para la nación francesa y su monarquía. El prestigio del
emperador había ido disminuyendo al tiempo que crecía la tensión con Prusia, hasta desembocar en la
guerra. La derrota de los franceses llevó pareja la capitulación de Napoleón III en Sedán, y el fin del
II Imperio. Francia cedió Alsacia y parte de la Lorena, pero París no aceptó el acuerdo. La
indignación popular por el vergonzoso tratado y la tradición revolucionaria de los parisinos hicieron
estallar en la capital una revuelta: la Comuna de 1870. El gobierno abandonó la capital y las tropas
llevaron a cabo una sangrienta represión contra los parisienses, completada con una serie de
deportaciones en masa.
Fermín se libró por los pelos, pero Margot fue deportada. Al cabo, tendría noticia de que
antes que regresar a oriente, la china y el gruñón, prefirieron emigrarse a las Américas.
De todas formas, cuando llegó la deportación ya ellos no estaban juntos. El final de su
aventura fue asquerosamente prosaico. La editorial donde colaboraba Fermín fue clausurada. Al
tiempo, un disgusto con sus padres, por carta, hizo que éstos le restringieran sus ayudas económicas.
En un breve espacio de tiempo, pasaron de una relativa abundancia, a no tener apenas para pagar la
habitación y malcomer. Margot se puso histérica, pues tenía auténtico pánico por la pobreza. Había
padecido tanto en su país de origen que el olor de la miseria la enloquecía. Aun permaneciendo
enamorada de Fermín, no dudó en abandonarlo y buscar la seguridad del fonducho del franchute, que
la recibió con los brazos abiertos, pues el negocio no había sido el mismo desde que ella se marchara.
Y así quedó Fermín, sentado en la cama de su habitación, con el pellizco del hambre en sus
entrañas, la mirada perdida y su aventura amorosa estallada en sus propias manos, como pompa de
jabón.
El ánima de Fermín quedó desollada, en primer término por la pérdida de Margot, con la que
se había íntimamente fundido y de la que ahora se encontraba desgajado, y, en segundo lugar, por la
banal causa que había motivado su final: una leve y pasajera pobreza. Al joven gadeirano, crisol de
sentimientos de la más exquisita pureza, aquello se le hacía incomprensible, sobrepasándolo e
introduciéndolo en el valle del desánimo romántico en el que se dejó llevar, febrilmente, por el
acervo rousseauniano de “siento antes que pensar”, despreciando, como consecuencia, a toda la
especie humana y al mundo que la contenía.
Entonces acaeció la muerte de Víctor Neir, al parecer a manos de Pedro Bonaparte, primo de
Napoleón III. El asesinato fue interpretado por los radicales como una provocación, y Rochefort hizo
un llamamiento al pueblo de París para que acompañara a los restos de la víctima hasta el Cimetiére
274
du Père Lachaise. Al frente de la multitud estaban, en actitud de duelo, Rigault, Blanqui, Flourens,
Varlin, Rochefort y el propio Salvochea.
¡Oh carambolas del destino!, la comitiva del entierro de Neir no pudo pasar por otra calle,
dentro del cementerio, que por aquella en la que se encontraba el mausoleo de Delphine
Mompaceres. Su bellísimo y marmóreo busto era, en aquellos momentos, iluminado por unos rayos
de sol que, atravesando osadamente las copas de los árboles circundantes, daban sobre ella, como si
fuera la diva de aquel escenario de mármoles y muerte.
Cuando Fermín la vio, una expresión de pasmo se extendió por su delgado rostro, haciéndolo
aparecer, boquiabierto, aún más alargado. Se olvidó de Víctor Neir, de sus compañeros radicales
republicanos, de la política social y del rencor que contra todo y todos albergaba. La comitiva siguió
su camino mientras Fermín quedaba prendido, como tantos otros antes que él, de la belleza de
Delphine.
Aquello supondría el inicio de una experiencia platónica que le acompañaría durante el resto
de su vida. Se puso a investigar sobre la personalidad de Delphine y, cuanto más avanzaba, más se
prendaba de ella. El colmo de las coincidencias fue cuando supo que había muerto locamente
enamorada de un romántico caballero español, que no solamente era paisano suyo, sino hasta
conocido…, don Juan de Dios Rocco, de los Rocco de toda la vida del comercio gadeirano.
¡Ciertamente el mundo es un pañuelo!, se repetía una y otra vez, mientras oía, del autor de la
escultura, el relato de los últimos días de la vida de Delphine.
El idealismo extremo de la muchacha y su enamoramiento por la virtud y fidelidad de Juan de
Dios le hicieron a él, a su vez, enamorarse, con su idealismo extremo, de la virtud y fidelidad de
ella…, componiendo entre los tres un extraño tren de enamorados, en el que cada quién volcaba todo
su amor sobre el precedente, ajeno al amor que sobre él vertía el de detrás.
Mas, en aquel duro tiempo de desencantos, tras las derrotas guerreras y el fracaso de los
ideales, el destierro, y el desamor de Margot, Delphine supuso un buen clavo ardiente al que
sujetarse.
En Gadeiras no suele haber pozos. Desde luego, en la Carraca, no hay ninguno, pues, al estar
toda ella construida sobre fangos, lo que se encuentra al escarbar son aguas salobres. En la Isla hay
algunos, en Gades, muy pocos…, algún pozo de mareas, si acaso. Lo que sí que hay son aljibes para
recoger el agua de lluvia. De todas formas, por fuera, poco se distingue un aljibe de un pozo, pues
ambos tienen un brocal, una garrucha por la que pasa una soga y, atada al extremo de ésta, un cubo,
que baja riendo y sube llorando. El alma del pozo es un cilindro y el del aljibe un prisma, mas, en
ambos casos, pozo o aljibe, el brocal es la puerta que los gadeiranos tienen, en su propia casa, para el
otro mundo. Verdad es que aquél supone el camino doméstico más corto para encontrar la muerte.
Por allí se fueron de este mundo el soldado que no quería ir a la guerra, el comerciante arruinado que
no veía salida a la crisis, el viejo harto de ser un estorbo, la joven burlada y preñada de deshonra, el
hambriento que, por darse una hartura, se la daba de agua… o, en fin, el enamorado de cualquier
imposible, ya que el imposible corresponde muy mal en el amor.
Pues bien, al pobre del Chirino se le amontonaron las causas como para que el horizonte de
su vida se le resumiera al brocal de un aljibe: el negocio era una ruina y se encontraba viejo, inútil y
estorboso porque se había enamorado de una mujer treinta años menor que él, que lo había burlado
después de sacarle el poco dinero que le quedaba y, para colmo de males, ahora la Chirina, llena de
orgullo y de pompa vana, no le permitía el regreso pródigo a la casa de Vejer.
Además, arrastraba muy mala conciencia por la muerte del chico que le ayudaba en la tienda.
Por hacer gracia, al tiempo de cumplir el ritual de hacerlo un “hombre”, lo habían hartado de vino
hasta el punto de producirle un cólico que lo llevó a la muerte.
Alonso lo había recogido en la casa de los Rocco de la calle Pelota y, en el aljibe del patio,
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quiso poner fin a sus quebrantos y sus días. Cierto es que el que está obcecado en la desgracia no
tiene atención para otra cosa que su propia infelicidad. Así, ¿cómo había de estar pendiente el buen
hombre de si el año había sido de pocas lluvias o de que estaban a finales del verano, y aquello haría
que el nivel del agua estuviera no más arriba de la rodilla de un hombre? De esta desafortunada guisa,
la puerta de la muerte se le volvió la puerta del jardazo, pues tal fue el que dio con sus huesos en el
suelo del aljibe, apenas amortiguado por la poquita agua que contenía, y, como no era cuestión de
empecinarse hasta el punto de meter la cabeza en el agua para el ahogo, pues el hombre, magullado
de ánima y de carnes todas, se dio a la humillante tarea de pedir ayuda para salvar su lamentable vida.
¡Y cómo retumbaba dentro del aljibe su demanda de auxilio!…, hasta él mismo se dio lástima…, y se
puso a llorar como un chiquillo su desventurada existencia.
Nadie le escuchó…, fue como si fuera la vida misma, donde nadie escucha a nadie. El
maldito viento de levante, en un momento que se quedó la puerta de la calle abierta, entró hecho una
racha que fue a dar con la levantada tapa del aljibe, para, de un golpetazo, volverla a su posición
original…, dejando al pobre Chirino preso en la acuosa mazmorra. Cuando el agua de la tinaja que
había en la cocina, llegó a un tercio del fondo, la cocinera mandó a la ayudanta a sacar agua del
aljibe. Levantó la tapa y, al echar el cubo abajo, un extraño bulto blanco, donde debía haber oscura
agua, le hizo dar un respingo. Se asomó, metiendo la cabeza en el brocal y poniéndose las manos a
los lados de la cara, a modo de viseras, para quitarse claridad y hacerse los ojos a lo oscuro. El
Chirino, sentado en el fondo, con el agua por el pecho, afónico después de haber estado un día y
medio pidiendo socorro, levantó la cabeza y, al distinguir al contraluz del brocal una figura humana,
aun tuvo moral para esbozar una sonrisa en su demacrado rostro.
Entre Juan de Dios, Alonso, el cochero, las cocineras, las mujeres del cuerpo de casa, los dos
oficinistas del despacho y dos mozos del almacén, trataron en vano de sacarlo a pulso con una soga
que le habían hecho amarrarse a la cintura. Hasta que no se pasaron los primeros nervios y
comprobaron la inutilidad de sus esfuerzos, no se les ocurrió ir en busca de una escalera larga de las
que utilizaban los limpiadores de aljibes. Cuando sacaron a la ciruela pasa que era el Chirino, tan
aliviado de su inmediato mal se encontraba, que aún tuvo humor para decir:
-¡Mi querida me abandona, mi mujer no me deja volver y la muerte no me acude…, no, si
cuando las hembras se ponen contra uno…!
Mas la parca, no es que no le quisiera acudir, es que se le vino con retraso. Del remojón le
vino un constipado y, de éste, una pulmonía que dieron con sus huesos en el nicho 23 de la tercera
fila del bloque de San Joaquín, del Patio Quinto, del Cementerio de San José, de extramuros de
Gades.
En el lecho de muerte, y ante la presencia de Juan de Dios, el alférez de navío Peral, que
había regresado de Marruecos y esperaba emprender viaje para Cuba, Carmelita y el propio Alonso,
legó de palabra todos sus bienes, “ a mi sobrino político el Arbelloto, que ha sido para mí como un
hijo”. Claro que “sus bienes” se reducían a la ropa que yacía sobre una silla a los pies de su cama, la
concesión de la ruinosa fonda carraqueña y una terca burra con la que traía la leña y la harina para el
horno del pan.
No obstante lo exiguo del legado, Alonso, de inmediato, se puso a cavilar sobre la manera de
obtenerle algún rédito, pues no venían los tiempos muy sobrados en lo tocante a los beneficios
comerciales. En medio de tanta confusión social y política, no se sabía por dónde habían de venir los
tiros, así es que bueno sería tener los dineros en más de un negocio, por si uno empeoraba poder
defenderse con el otro. Así es que convenció a Juan de Dios para que entre los dos se gastaran una
pequeña suma en adecentar el viejo local de la Insula para expender en él artículos ultramarinos,
tanto al mayor como al detall, para surtir a los buques de hélice que por allí menudeaban.
En verdad que la jugada le salió redonda al avispado Alonso, pues su suegro ignoraba las
relaciones carnales que él mantenía con la ayudante de la cocinera, una muchacha de Chiclana, bajita
pero muy bien proporcionada, de apretadas carnes y bonitas facciones, trabajadora y formal como
pocas, que pensó que, abriendo su cama al yerno del amo, otras puertas se le habrían de abrir a ella.
Así es que, cuando Alonso propuso a Ana Butrón para regentar el local carraqueño, todos entraron al
trapo con entusiasmo, consiguiendo él, de paso, quitar de la vista de todos a la Butrona, que venía ya
con una empreñadura de tres meses, que a duras penas podía ocultar bajo refajos y delantales. Y al
mismo tiempo, conseguía tenerla apartadita, a su entera disposición, para cuando a él le viniera en
ganas. ¡Las cosas bien hechas…, dios las bendice!
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Y no habría Ana de hacer de menos a quienes tanto le habían confiado. Se llevó a una
hermana mayor, de menos luces que ella, y a un primo, también mayor, para que, en la casa, hubiera
un hombre que las defendiera. Lo primero que arreglaron fueron las dos habitaciones donde habrían
de vivir ellos. Después remozaron el horno del pan y el despacho de ultramarinos. El señorito Alonso
se había empeñado en poner en el suelo una tierra amarilla de albero, muy bonita, traída nada menos
que de Sevilla. En lugar de la mesa, se puso un pequeño mostrador sobre el que se exhibían los
productos más exóticos que hubieran venido de ultramar. En el patio posterior, un emparrillado de
hierro sustituyendo al viejo y deteriorado de madera, sobre el que se fijaron las ramas de las dos
parras existentes. A la sombra del emparrado, se colocaron cuatro mesas, donde se servirían vinos y
se cedería a los parroquianos una baraja de naipes, a la que le faltaba la sota de espadas, y unos
dados, pues ya se sabe que el juego seca las gargantas y hace trasegar las botas. Ana y sus ayudantes
no pararon de trabajar en el remozamiento de todo, hasta que aquélla se puso de parto. Después del
nacimiento del niño, apenas guardó cama el tiempo imprescindible para pasar el riesgo de las fiebres
puerperales. Antes de cumplir la cuarentena, ya estaba la Butrona, niño en brazos colgado de la teta,
dirigiendo el negocio. El padre no consintió en ponerle al recién nacido su propio nombre, ya que ello
haría atar cabos a más de un despabilado, así es que Ana se tuvo que conformar con ponerle Alfonso,
que era el que más se le parecía, y ello sin ofender a nadie.
La situación en Gadeiras, si se diferenciaba en algo de la desastrosa situación general del
País, era para empeorarla. La división de los republicanos en benévolos e intransigentes se marcaba
cada día más, y la disposición de éstos últimos a la revolución sangrienta, era cada vez mayor. Se
comentaba que Paúl y Angulo había formado parte del grupo que asesinó a Prim, a trabucazo limpio,
en el interior de su berlina. Eran legión los pequeños comerciantes arruinados, artesanos sin trabajo y
operarios despedidos de los astilleros carraqueños, que pensaban que, en el triunfo de la república,
podía estar la salvación de la Bahía y la suya propia, alineándose en masa junto a los intransigentes,
pues ningún cambio les había de dejar peor de lo que ya estaban.
Fermín, merced a otra amnistía, se había regresado a Gades unos meses antes de la
declaración de la Primera República, el 11 de Febrero de 1873. Ésta fue bien acogida por todos los
ciudadanos de Gadeiras, republicanos o no, pues todos pensaban que era la única opción posible de
que pudiera cambiar la dramática situación económica que embargaba a toda la Bahía. No obstante,
la población militar de La Insula quizá mostraba menor entusiasmo que la población civil. El hecho
de que los Voluntarios de la Libertad nombraran “democráticamente” a sus oficiales y sargentos no
resultaba de su agrado. Así como que se les dotara de uniforme militar. Éste consistía en blusa azul
de jerga, como la de la Marina, hombreras, tabla con botones blancos en metálico, pantalón
igualmente blanco en forma de bombachos y polainas con botines. Se cubrían la cabeza con una gorra
en la que cada arma ponía su distintivo.
En Gades, tras unas elecciones democráticas, salieron 32 concejales, que, a su vez, votaron
entre ellos para elegir al que había de ser alcalde. Fermín obtiene 31 votos y Manuel Francisco Paúl,
1, sin duda el de Fermín, ya que, por entonces, estaba mal visto votar por uno mismo.
El entusiasmo popular por Fermín se había extendido a toda la población, pues no olvidaban
su ejemplar comportamiento en la “revolución” de La Gloriosa, en la insurrección gaditana de
diciembre del mismo año o la expedición del año siguiente en la sierra gaditana, en las que siempre
supo conservar la cabeza fría para evitar derramamientos de sangre inútiles, y en los que no dudó en
presentarse como responsable único, para asumir todo el peso de la represión sobre sí mismo.
Así, el 22 de marzo, Hiscio de la Santísima tomaba posesión de la alcaldía gaditana y, en la
misma sesión de investidura, comenzó a llevar a la práctica las primeras medidas para el cambio que,
durante tantos años, había estado gestando.
En un salón de sesiones repleto de público republicano, se acordó, entre los vítores del
entusiasmado gentío, la abolición de los consumos y arbitrios, se declaró el deseo de mejorar la
situación del obrero, artesano y proletario, así como dotar de armas a los Voluntarios de la
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República. Igualmente se acordó no transigir con la inmoralidad pública, dar mayor importancia a la
ilustración del pueblo y, por último, y entre el delirio del público asistente, se acordó comunicar a
Madrid el propósito de abolir las “Matrículas del Mar”; ley de origen medieval en virtud de la cual
los hijos o nietos de hombres de la mar, tenían, forzosamente, que seguir la tradición y trabajar en la
mar.
Consecuencia de aquellas medidas fue el entusiasmo popular generalizado y la población
entera respiró hondo, llenándose los pulmones de aire renovado y limpio.
En la Insula, la situación de la mayor de las Gadeiras se veía con un cierto distanciamiento y
bastante cautela. A los profesionales de las armas no les resultaba de su agrado que se dotara de
uniformes y armamento a los civiles ni que se organizaran según el procedimiento de elección
democrática en el que para nada se respetaba la pirámide de mando ni la carrera militar.
A los pocos días, en la “Tienda de Ultramarinos” de la Insula, Alonso, en visita “de
inspección”, se había sentado en el emparrado de la parte de atrás y, entre vaso y vaso de bautizado
vino de la tierra de Ana, comentaba, con unos oficiales de la Armada, las últimas novedades del
gobierno republicano gaditano.
-¡Amigo Alfredo –dijo Alonso a un guardiamarina sin destino, al que el virrey de turno le
había encargado que se hiciera cargo de la escuela, mientras encontraran un maestro - las medidas
que han tomado la pasada semana, son relativas, en su mayor parte, a tu actual ocupación!
- ¿La enseñanza…?
- ¡Efectivamente! – dijo Alonso, permaneciendo a continuación callado, para excitar la
curiosidad que los presentes tenían sobre cualquier noticia de la republicana Gades.
- ¡Bueno…, y qué medidas son ésas?- le interpeló el aprendiz de maestro.
- Pues verás…, a ver si no me olvido de ninguna. En primer lugar – dijo apartándole la cara a
su interlocutor y guiñándole al resto de la concurrencia - han acordado prohibir a los directores
cobrar a los alumnos cantidad alguna en concepto de gastos de material.
Todos rieron la directísima indirecta, pues sabían que el guardiamarina practicaba tal tipo de
recolecta entre sus alumnos.
- Además, - continuó Alonso – se enseñará a escribir a todos los alumnos con las dos manos.
- ¿Pues qué han de escribir, – exclamó un alférez vasco – con plumas tan grandes como
bastones…?
- No hombre, - intercedió el virrey – se referirá a escribir con cada mano,
independientemente.
- Así es- sentenció Alonso disfrutando con el desconcierto que sus noticias provocaban.
- ¿Y qué utilidad puede tener el escribir con ambas manos indistintamente…?- se preguntó,
en voz alta, el guardiamarina.
- ¡Muy sencillo!, - exclamó el virrey animado por su anterior acierto - para poder escribir sin
parar durante mucho tiempo, pues, cuando se canse de una mano, podrá seguir con la otra.
- Buena observación, - dijo Alonso en todo cobista – o también para que los hombres, a partir
de estas enseñanzas, dejen de dividirse en diestros y siniestros. ¡Más cosas!, - continuó Alonso: Se
traducirá o escribirá una Obrita con la que se inculque a los niños el amor por los animales y las
plantas.
- Esa norma - intercedió nuevamente el vasco- seguramente será por influencia de los
extravagantes que el pasado año fundaron la Sociedad Protectora de Animales y Plantas.
- ¡Qué peculiaridad! - exclamó el virrey –, eso han tenido que copiarlo de algún país
extranjero, pues no se conoce en todo el reino…, digo, en toda la república, nada parecido.
- ¡Más novedades! - exclamó Alonso, dando un palmetazo en la rodilla de Alfredo, para
reclamar su atención - cada maestro llevará un libro donde anotará los resultados de los exámenes,
por asignaturas separadas. Se realizarán exámenes cada seis meses y habrá un examen anual de
oposición a premios, al que cada profesor llevará a sus alumnos más aventajados…, y se aumentará el
sueldo de aquellos maestros cuyos alumnos salgan premiados en mayor número.
Todos aplaudieron con estrépito el aumento de sueldo, dando golpes de felicitación en la
espalda del guardiamarina.
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- Por último, - concluyó Alonso – se establecerán gimnasios en todas las escuelas y se
procurará que éstas parezcan un pueblo microscópico de pequeños habitantes, en donde los niños
aprenderán todo lo bueno y útil que el hombre tiene necesidad de practicar y saber al tratar con sus
semejantes, para que estén verdaderamente preparados para la vida futura que les espera. ¡Se
pretende – apostilló poniéndose en pie y remedando a un pomposo orador – introducir en la escuela
el espíritu naturista!
Todos aplaudieron el final de la puesta en escena dramatizada por el comerciante gadeirano,
que, enardecido por los aplausos, pidió a la fiel Ana una nueva jarra de vino. Más tarde, y ya en
privado, le pediría otras cosas.
En el Penal de Cuatro Torres, como sucediera tantas otras veces, había un inquilino
(alquilino hubiera hecho las delicias del Manolito) de elevada posición social. Se trataba de uno de
los tíos de Candelaria, los Ponce de León de la Isla, que era Conde de no se sabe muy bien qué
condado y que se hallaba preso por haber matado alevosamente a su esposa. Fue un caso muy
particular, pues el tal noble, que era persona de gran cultura e instrucción, así como una bendita alma
pacífica, enemiga de toda violencia, había caído en una especie de locura, motivada por un mal
sueño. Resulta que el buen hombre, que mantenía una convivencia correcta y pacífica con su esposa,
tuvo la mala fortuna de, una noche, soñar que su esposa mantenía relaciones incestuosas con su
propia hijita de ocho años, mas aquel diablórico sueño (va por el Manolito), tuvo como característica
que lo distinguiera de cualquier otro la de su espeluznante realismo. De tal forma que aquel buen
hombre, cuando se regresó de los brazos de Morfeo al mundo real, no sabía distinguir qué había sido
sueño y qué era la realidad. Se dio además la circunstancia de que la niña había tomado el pecho de
su madre hasta casi los cinco años, por lo que había cogido la costumbre, cuando se despertaba a
media noche, de acudir al lecho conyugal y, como un gatito mimoso, acurrucarse en el regazo de su
madre y colgársele de la teta, que si bien ya no le daba leche, al parecer, sí que la tranquilizaba, pues
se quedaba de inmediato dormidita.
La repugnancia del vivísimo sueño estaba haciendo al Conde albergar una tremenda aversión
hacia su inocente esposa, que comprobaba, atónita, el rechazo a que la sometía su esposo sin causa
alguna. La última y definitiva circunstancia se concatenó, cuando una noche, al regresar el austero
noble de una tertulia en la casa de un amigo, dios sabrá por qué, se encontró, en el lecho, a ambas
desnudas, la madre y la hija, colgada ésta del pecho de aquélla y ambas en plácido sueño.
El pobre hombre se cegó con la visión de la repugnante relación incestuosa, que sólo existía
en su imaginación, y allí mismo se abalanzó sobre el cuello de su esposa y, ante los ojos de su
aterrorizada hija, estranguló a la inocente mujer.
Después de aquel suceso, la hoya no le quedó muy templada al tío de Candelaria, pues, de
cuando en cuando, se le iban las cabras al monte y hablaba incongruencias que nadie comprendía,
mas, en el ínterin, se mostraba afable, conversador y educado, como siempre había sido.
Hasta tal punto llegaba a ser agradable su compañía y exquisitos los ágapes de que
acompañaba sus tertulias que el propio alcaide del Penal le cedía la habitación del cuerpo de guardia
y a las mismas asistían, a más de éste, el mismísimo virrey, el cura castrense y diversos oficiales,
algunos, acompañados de sus esposas, que, morbosas, gustaban de contemplar de cerca al hombre
que había estrangulado con sus propias y limpias manos a su media naranja.
En una de estas reuniones en el Penal, sentados en duros bancos de madera, pero alrededor de
una mesa llena de exquisiteces y de buen vino, se departía sobre la marcha que la República iba
tomando en las Gadeiras.
El cura, un gallegazo de Marín, se lamentaba del anticlericalismo que estaba demostrando el
ayuntamiento que presidía Fermín:
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- Se han suprimido las clases de religión en las escuelas, así como las festividades religiosas,
pues habrá colegio todos los festivos exceptuando los domingos y el día de la República. Además continuaba el cura gesticulando con sus enormes manazas en derredor de su congestionada cara –, se
están cambiando los nombres de santos de las escuelas por nombres laicos.
-¿Conoce usted alguno de esos cambios?-, le dijo la esposa de un capitán de fragata.
- Pues, por ejemplo, la escuela Santiago ha pasado a llamarse Razón, la de San Francisco,
Moralidad, la de San Ildefonso se llama ahora Libertad, y la de Nuestra Señora del Rosario ha pasado
a denominarse Justicia…, y no sé cuántas más, pero todas de este tenor.
-¡Pues a mí - dijo la esposa del virrey –, sin desmerecer a los anteriores, estos nuevos
nombres no me parecen feos…!
Mientras el virrey, dado el carácter monárquico que el Conde le imprimía a la reunión,
despellejaba a su ingenua esposa con la mirada, el grandísimo cura continuó:
- Pues no paran ahí los desmanes del señor Salvochea, que, además, ha mandado suprimir los
cargos de capellán de la cárcel y del cementerio católico, al que ha declarado secularizado, le ha
quitado la inscripción y la cruz que había en la puerta y ha mandado poner un cartel que
reza:”Cementerio General”…, como si fuera para los hombres y las bestias.
-¡Este tipo de actuaciones le está granjeando muchas antipatías a la gestión de los
intransigentes! - exclamó la esposa del virrey, tratando de recuperar el espacio perdido en su anterior
intervención.
- Con todo – intervino el virrey – creo que lo peor que pudieron hacer fue la supresión de los
impuestos sobre los artículos de primera necesidad, pues, a causa de ello, se han visto obligados a
demandar de los comerciantes la suma de más de un millón de reales. Esto les ha supuesto la marcha
de ocho de los concejales, que no estaban de acuerdo con semejantes medidas, además de que los
comerciantes, en su mayoría, se están negando a pagar tan desorbitada suma.
- No para ahí la cosa - añadió el capitán de fragata –, pues, para sustituir a los impuestos
suprimidos, se han inventado otros nuevos, tales como sobre los inquilinatos, la posesión de
caballerías o carruajes, los espectáculos públicos y no sé cuántas licencias municipales que hay ahora
que obtener hasta casi para pisar la calle.
-¡Es que es tontería! – exclamó el cura –, de algún lado tienen que nutrirse las arcas públicas.
-¡Ya! - respondió el guardiamarina maestro –, pero, si se da usted cuenta, los arbitrios y
consumos gravaban a ricos y pobres por igual y, sin embargo, estos nuevos impuestos parece que
están pensados nada más que para los ricos.
-¡Es cierto! - dijo una mojigata solterona que no quitaba ojo de encima al Conde –, parece
que estuviera hecho con mala idea, ¿verdad?
- Pues a varios ricos comerciantes los han metido en prisión por negarse a pagar los nuevos
tributos…, - intercedió el alcaide tímidamente, ante gente de tanto rango e instrucción.
El Conde, que hasta entonces había permanecido en silencio, escuchando a todos y pendiente
de que el sirviente llenara cualquier copa que estuviera medio vacía, carraspeó un par de veces para
llamar la atención de los presentes y hacerse sitio. Una vez todos en silencio y a la expectativa, dijo:
- Creo que la equivocación más grave que están cometiendo los republicanos intransigentes, y
en ello estoy con el señor cura, es su marcado anticlericalismo. No conformes con lo que ustedes
acaban de relatar, se proponen destruir varios conventos, con el baladí argumento de dar trabajo a
desempleados. ¡Señores, que argumento más demagógico - exclamó el Conde alterado – cuánto mejor
sería dar trabajo para construir que no para destruir lo que nuestros antepasados nos legaron!
- Claro que – susurró el guardiamarina al oído del alcaide – a algunos sus antepasados no les
dejaron nada que conservar.
- Se empeñaron en derribar el Convento de la Candelaria, uno de los más artísticos de la
ciudad, y la capilla del Pópulo - continuó el Conde- y todo ello desoyendo la manifestación de
mujeres católicas y desatendiendo la demanda de un rico comerciante de la ciudad que estaba
dispuesto a costear, de su propio bolsillo, las obras de remozamiento que precisaba.
-¡Dice mi marido! - exclamó la esposa del virrey poniendo los vellos de punta a éste –, que el
otro día leyó en el periódico que el cónsul de los Estados Unidos de América, ante el derribo de la
Candelaria, dijo que “él se sentía orgulloso de pertenecer a un País que, siendo republicano, respetaba
la libertad de cultos y no interfería construyendo ni destruyendo templos de ninguna clase.
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Algunas señoras aplaudieron la brillante intervención de la virreina, y el virrey, no sólo
respiró tranquilo, sino que sintió ganas de comérsela a besos y se propuso que, en cuanto llegaran a
palacio, la llevaría a la alcoba y cohabitaría con ella. Sintió unos deseos irrefrenables de morderle su
blanquísimo culito…, aunque le hiciera un poquito de daño… ¡ya se sabe que hay cariños que matan!
- Se están desalojando varios conventos, - intervino nuevamente el cura – expoliando sus
obras de arte, que van a parar a museos municipales, y cediéndose los locales religiosos para Ateneos
culturales profanos, escuelas laicas o institutos. Y lo peor es que está cundiendo el ejemplo, pues, en
Jerez, el comité de Salud Pública también ha acordado derribar la iglesia de San Francisco y, en
Sanlúcar, se ha derruido el convento de La Madre de Dios.
- ¡Dios mío - exclamaron las señoras al unísono –, adónde vamos a parar!
- Sin embargo - intervino el guardiamarina, que se estaba significando como el más afín a la
ideología republicana –, no todo está siendo negativo. Tengo oído que se ha dado orden a los médicos
de atender gratuitamente a los enfermos pobres y que, igualmente, se está obligando a los boticarios a
expenderles medicinas en forma gratuita.
-¡Eso, eso! - corroboró el alcaide, alineándose junto al joven –, y también se ha tomado una
disposición para que los obreros albañiles no trabajen más de ocho horas cada día, cosa que no se
conoce en todo el continente europeo, de tan avanzada como es.
-¡Claro! - intervino el Conde, mosqueándose porque aquellos dos mequetrefes se permitieran
manifestar opiniones contrarias a la suya con tanta vehemencia –, y por eso ahora, los demás gremios
se ponen en huelga para conseguir lo de las ocho horas…, creedme, estas medidas se sabe cuando
empiezan, pero jamás cuándo terminan. No se puede ser generoso con unos pocos porque
rápidamente todos quieren subirse al mismo carro…, y todos no podemos ir encima del carruaje…
¡algunos tienen que tirar de él!
- El pasado mes de mayo - dijo el capitán de Maestranza que había permanecido espectador
hasta aquel instante -, más de cuatro mil obreros tomaron la ciudad de Gades pidiendo más jornal y
menos horas de trabajo.
-¡Dios mío, qué ocurrencia! - exclamó indignado el Conde – ¿a dónde vamos a llegar?
- Ya ve usted, señor Conde - dijo el alcaide, arrepentido de su anterior osadía y entrando
nuevamente al redil –, si tendrá usted razón, que ahora los barberos se niegan a trabajar en domingos.
Todos rieron la salida del alcaide, que vino, además, a distender la gravedad que estaba
tomando la tertulia, con lo que se corría el riesgo de enfadar al sangre-azul y que éste mandara retirar
las fuentes y las botellas y dar al traste con el festín.
No obstante, el estúpido del cura, que ya tenía la panza bien llena, pues cuando no hablaba
era una máquina devoradora de canapés, mediasnoches y pastelitos de todas clases, intervino
poniendo nuevamente al toro en los medios y tensando la situación, al decir:
- Pues se está hablando de que don Fermín tiene el propósito de sacar a subasta la santísima
custodia…, por setenta mil escudos.
Las señoras dieron un respingo y un gritito tapándose la boca, ante tamaño desafuero. El cura
insistió:
- Se dice que, en unos días, quedará expuesta en el Ayuntamiento para que puedan verla y
valorarla los posibles compradores. Y ahí no termina la felonía, pues, con el dinero que se obtuviera,
¿qué piensan ustedes que se haría?
- ¿Socorrer a los pobres?
- ¿Hacer hospitales…, escuelas…?
- ¿Levantar un hospicio?
- ¡Nada de eso - exclamó el cura, satisfecho de que ninguno hubiera dado en la diana –,
comprar armas para los Voluntarios de la República!
- ¡Dios mío!
- ¡Virgen Santísima!
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- ¡Por los clavos de Cristo, qué despropósito!
- ¡Bueno, mis queridos contertulios - dijo incorporándose el Conde, colmada su paciencia y
aburrido de la derrota que había tomado aquella tertulia –, les agradezco infinito su presencia y
espero contar con su inestimable compañía en una próxima ocasión!
En verdad que la situación en las Gadeiras no distaba mucho de lo que la conversación del
Penal dejaba entrever. La situación económica continuaba siendo muy difícil. Los barcos apenas
atracaban al puerto por las altas tarifas portuarias existentes. Para colmo de males, las líneas de
vapores con las Antillas querían ser monopolizadas por Santander, dejando a un lado la tradicional
preponderancia de la Bahía en estos transportes. En una situación de incertidumbre, en la que las
medidas adoptadas no habían sino parcheado la nefasta situación heredada, sin que ninguna de ellas
hubiera, en profundidad, atacado el problema, no se le ocurrió al Ayuntamiento otra posibilidad que
la de proponerle al Gobierno Central la declaración de Gades como zona libre e independiente, a
semejanza de los casos de las ciudades europeas de Hamburgo o Bremen. El cantonalismo sería la
única medida de carácter económico que pudiera reactivar el depauperado comercio gaditano. Había
dos tendencias respecto de la extensión del futuro Cantón, pues, mientras unos lo reducían a las tres
Gadeiras, los otros lo hacían extensivo a toda la provincia gaditana.
Mas esta medida que se pensaba particularmente buena para la Bahía, ya se la habían
planteado en otras poblaciones…, el cantonalismo se había extendido por todo el suelo patrio,
haciendo bueno el pensamiento de Pi y Margall de crear un estado de relaciones en completo plan de
igualdad entre la Provincia y el Estado. Así, antes de que los gadeiranos hicieran la proclama del
Cantón independiente, otras ciudades se les adelantarían.
El 19 de julio, de madrugada, un frenético repique de campanas desde el Ayuntamiento
gaditano anunciaba el triunfo del Movimiento Cantonalista en Cartagena y Sevilla. El viento del norte
hizo que se oyeran las campanas en la Isla y en la Insula, las que, conocida la nueva por el telégrafo,
se unieron con sus respectivos campanarios y las salvas de algunos de los buques surtos en la
Carraca.
Los cornetas de los batallones de Voluntarios tocan a generala, la bandera roja, enseña del
Cantón, es izada en el Ayuntamiento gaditano. Fermín se desplaza al edificio de la Aduana, donde
constituye el comité de Salud Pública Provincial y emite un manifiesto proclamando la República
Federal y la constitución de un Comité. Éste comenzó dirigiendo un oficio a los distintos
Ayuntamientos de la Provincia, autorizándoles a acuñar monedas de oro y plata, con el material
procedente de los objetos que se incautasen a la Iglesia Católica. Así mismo, se prohíbe la
enseñanza religiosa, que será sustituida por la asignatura de “moral universal”. Quedan abolidas
todas las asociaciones que se basen en el estado del celibato, por considerar éste contrario a la
naturaleza humana. Los municipios se incautarán de los edificios de las comunidades célibes. Se
suprime la Lotería Oficial. Se secularizan todos los cementerios de la Provincia y se suprimirán las
capillas existentes en los mismos. Los alcaldes se deberán de incautar de todos los bienes del Estado.
Son abolidos todos los tratamientos. Igualmente se suprime el uso del papel sellado en toda la
Provincia, quedando separada, a todos los efectos, la Iglesia del Estado. Se incautarán los archivos
parroquiales, que se incorporarán a los archivos del Registro Civil. Se abolen las quintas, las
matrículas del mar y el servicio obligatorio y los soldados que no deseen continuar en el Servicio,
serán licenciados de inmediato.
En el momento del pronunciamiento, en el Arsenal se encuentran fondeados gran cantidad de
buques. Entre ellos, las fragatas “Ciudad de Cádiz”, “Colón”, “Liniers”, “Álava”, “Navas de Tolosa”
y “Piles”; las corbetas “Villa de Bilbao” y “María de Molina”; las goletas “Diana” y “Concordia”, así
como el cañonero “Pelícano”.
No obstante, el movimiento cantonalista en la Armada, se inició en la fragata “Villa de
Madrid”, que estaba fondeada en Gades, procediendo la marinería, sublevada, a desembarcar a la
oficialidad, ya que ésta se mostró contraria al movimiento cantonalista desde el primer momento.
El primer pueblo de la Provincia en adherirse al movimiento será La Isla, en donde unos días
antes, ya se había producido un enfrentamiento armado entre los Voluntarios del Ayuntamiento y las
autoridades de Marina. El mismo día 19, se constituye un Comité de Salud Pública, cuyo presidente
conminó al capitán general a adherirse al movimiento. Ante la negativa de éste, ese mismo día, sobre
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las diez de la noche, se producen intercambios de disparos entre los Voluntarios y fuerzas de
Infantería de Marina, en la barriada militar de San Carlos.
Ante la situación de rebeldía de la Armada, el Comité gaditano, al día siguiente, enviará a La
Isla dos compañías de Artillería del Ejército y seis compañías de Voluntarios, dotados con cuatro
cañones, por ferrocarril.
Ante este espectacular despliegue de fuerzas, la guarnición de Marina decide acuartelarse,
con el capitán general al frente, en La Insula carraqueña.
El virrey, que se había mantenido informado de todos los acontecimientos merced al telégrafo
de reciente instalación, estuvo preparado cuando llegaron las tropas de la Isla. Se suspendieron las
obras de traslado de sepulturas y restos de difuntos del cementerio, a uno nuevo que se había
construido en los linderos de la Marisma Tenebrosa. El trajín de mármoles y huesos se aplazó hasta
mejor ocasión y toda la dotación del Arsenal se puso, a través de su virrey, a las órdenes del capitán
general.
Aquella misma mañana, un remolcador levó anclas del puerto carraqueño sin autorización y,
saliendo a aguas de la Bahía, se adhirió al Cantón. La mayor preocupación, pues, de la oficialidad,
estribaba en calibrar la lealtad que pudieran esperar de la marinería y de la tropa que tenían a sus
órdenes, que no sumaban más allá de 400 hombres entre unos y otros.
Por la tarde, el gobernador militar brigadier Eguía, salió hacia la Insula con una nueva
expedición compuesta por 900 Voluntarios y dos piezas de artillería.
Al poco de instalarse las tropas recién llegadas en el Puente Suazo y en la Avanzadilla,
envían un parlamentario con bandera blanca. El virrey sale a su encuentro. Trae un despacho de
Eguía, conminando al capitán general a rendirse antes de las nueve de la mañana del siguiente día.
Éste no está dispuesto a capitular, pero, al mismo tiempo, ordena al virrey, no iniciar el fuego los
primeros.
A las 9 de la mañana del día 22, los cantonalistas abren fuego indiscriminado sobre la Insula.
A partir de ese momento, contestan los artilleros del virrey que, mejor preparados y dotados de
mejores piezas, hacen repetidos blancos sobre las instalaciones de San Carlos en las que se habían
situado los hombres de Eguía. Desde la Insula, con catalejos, se podía ver la cantidad de pequeñas
embarcaciones que salían del puerto de Gades, repletas de personas, en dirección a El Puerto o Rota.
Aquello dio moral a los sitiados insulares, pues era una palpable muestra de desconfianza de la
población en el movimiento cantonalista. Con gran osadía por su parte, el virrey propone al capitán
general tomar por mar la vecina ciudad de Puerto Real, para adherirla a su causa. Dicho y hecho, con
las goletas “Diana” y “Concordia” y el cañonero “Pelícano”, desembarcan al medio día en la
ensenada de La Cachucha y, sin que se produzca una sola víctima por ninguno de los bandos,
desarman a los Voluntarios, toman presos a los oficiales “nombrados democráticamente”, constituyen
un nuevo Ayuntamiento y se regresan con los cabecillas como prisioneros, dejando una dotación que
conserve las posiciones adquiridas.
El virrey es recibido entre vítores a su regreso a La Insula. Allí, las hostilidades se han
mantenido durante todo el día sin que, afortunadamente, se hayan producido más que algunos heridos
de poca consideración. Mientras el virrey tomaba Puerto Real, el capitán general mandó a las fragatas
“Liniers”, “Colón” y “Álava” a bombardear la línea de ferrocarril que unía Gades con la Isla, con la
intención de dejar a los de San Carlos aislados por tierra, para que no pudieran recibir auxilio.
Al día siguiente, el telégrafo trae malas noticias a La Insula: muchos pueblos de la provincia
se están adhiriendo al movimiento cantonalista. Entre ellos Chiclana, Vejer, La Línea, Alcalá de los
Gazules, San Roque, Conil, Sanlúcar, Benaocaz, Villaluenga del Rosario, Espera y Paterna se han
alineado con Salvochea y los suyos. Algeciras, por su parte, se constituye en Cantón independiente
del de Gades y su provincia.
El día 24, nuevamente se presenta en la Puerta del Mar de la Insula un parlamentario con
bandera blanca. Se trata del cónsul de los Estados Unidos de América que, actuando como mediador,
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viene a proponer una tregua. Ésta durará hasta el día 26, en que se reanudan las hostilidades. Mas en
el ambiente flota una extraña sensación: los de la Insula tienen la sospecha de que los Voluntarios
tiran, no ya sin buena puntería, sino sin demasiada intención. Y tal parece que estuviera funcionando
un acuerdo tácito, ni hablado ni escrito, de procurarse pocos descalabros los unos a los otros…, al fin
y al cabo son hermanos contra hermanos entre los que no media rencor alguno. Prueba de ello es que,
después de varios días de fuego intenso en los que se han efectuado más de 2000 disparos de cañón,
apenas se han producido algunos heridos de poca consideración. El más grave un marinero de la
Carraca, al que hubo que amputarle una pierna. Y, si en la Isla se produjo la baja del alcalde y de
cuatro Voluntarios, fue debido a un accidente, ya que les estalló el cañón que estaban probando. El
pobre alcalde quedó destrozado, con todo el cuerpo en carne viva, falleciendo, entre horribles
dolores, a los tres días del suceso.
Los siguientes días no hubo cañonazos. Por la tarde, se recibió en el arsenal a una sección de
la guardia civil que traía para el Penal al exgobernador civil de Gades, Moreno Portela, así como a un
exinspector de policía y un diputado a Cortes.
El día 29, los Voluntarios consiguieron hacer blanco en la corbeta “María de Molina” y en la
fragata “Villa de Bilbao”, pero los daños no fueron de consideración. El siguiente día, fue el más
duro para los numantinos carraqueños, pues tuvieron noticia de que la fragata “Villa de Madrid” puso
proa al puerto de Gades, sublevada, para adherirse al movimiento cantonal. La entrada en el puerto
gaditano del magnífico buque de 48 cañones y 800 caballos de fuerza, supuso para Fermín el mejor
momento de toda la insurrección. Los oficiales de los buques que quedaron en la Insula hubieron de
redoblar la atención sobre los movimientos del personal menos fiel para evitar nuevas deserciones.
Las arengas eran permanentes, así como las felicitaciones por la puntería y las promesas de soldadas
extraordinarias.
Pero pronto, el telégrafo traería la mejor noticia posible para influir en la cada vez más
precaria moral de los hombres de los buques surtos en la Insula. Las tropas de Pavía habían ocupado
Sevilla y, en breve, partirían, a marchas forzadas, hacia Las Gadeiras. Por el lado opuesto, la
situación del Comité, en Gades, es cada vez más precaria, pues la escasez de recursos económicos lo
está asfixiando. Se cita en el Palacio de la Aduana a los más importantes comerciantes de la ciudad,
“para un asunto de gran interés”. El asunto no es otro que exigirles un millón de reales para hacer
frente a los gastos de los Voluntarios, pues el retraso en el cobro de sus soldadas está haciendo que
algunos de ellos se pasen al bando contrario. Ante la negativa en redondo de los comerciantes, que,
en las urgencias, adivinan la debilidad del Comité, son encerrados en dependencias del propio
edificio al que habían sido citados. La mediación del cónsul inglés, al haber entre los encerrados
varios súbditos de la Gran Bretaña, fue suficiente para que el Comité, dando nuevas muestras de su
falta de criterio y de la improvisación con que actuaba, los dejara a todos en libertad.
Al conocerse en Gades la capitulación de Sevilla, aumentan las deserciones entre los
Voluntarios. Fermín, agobiado por la falta de dinero y, en gran medida, asqueado por la cruda
constatación de que “sin dinero para pagar a la chusma, no hay revolución posible”, ordena retirar las
baterías del Puente Suazo y emprender la retirada, con la idea de hacerse fuertes en la capital. Olvidó
la lección estratégica de cuando la invasión de los franceses: era más efectivo defender las tres islas
desde el puente y mar de Suazo que solamente Gades desde “la cortadura”.
En cuanto los Voluntarios gaditanos se retiraron de La Isla, las tropas de marinería de La
Insula la ocuparon y desarmaron a los Voluntarios isleños.
El día 2 de agosto, los dos buques sublevados, el “Ciudad de Cádiz” y el “Navas de Tolosa”,
que contaban entre sus dotaciones con los partidarios más exaltados de los cantonales, se encontraban
en el puerto de La Insula, desde donde, a voces, se dirigían a los otros buques allí fondeados,
tratando, desesperadamente, de conseguir, in extremis, nuevos partidarios para su causa. En tales
circunstancias, como le pasara al Manolito en su día, en aquel mismo puerto, es cuando se ve lo que
los hombres llevan dentro. Así, el capitán de fragata Pascual Cervera, indignado ante la posibilidad
de que se sublevara el resto de la flota, pidió una chalupa que lo acercara al “Ciudad de Cádiz”, que
era el buque más vocinglero de los dos. Subió la escala y, arengando ardorosamente a la dotación,
consiguió hacerla dudar, en un principio, y someterla después. Al mismo tiempo, desde tierra, el
coronel de infantería de marina Olegario Castellani amenaza a los del “Navas de Tolosa” con abrir
fuego sobre ellos. Ambos buques, desmoralizados, sobre todo, por la noticia de la proximidad de
Pavía, que hasta aquel momento desconocían, se sometieron.
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El día 3, Fermín y los del Comité sacan una proclama en la que tratan de justificar lo
injustificable…, la retirada del ataque a la Insula. Al mismo tiempo, se autoriza a salir de Gades a
mujeres y niños y se requiere a los contribuyentes a pagar anticipadamente un semestre, a cambio del
salvoconducto para la salida. La Puerta del Mar gaditana se convirtió en una feria de la cantidad de
familias que, portando los enseres más indispensables, partían para las ciudades vecinas. Las ratas
abandonaban el barco…, mal presagio para los que se quedan.
Para colmo de males, una parada militar que se había programado para la tarde de aquel día,
con el objeto de levantar la moral de la población, no pudo celebrarse…, sencillamente, las fuerzas
que iban a desfilar no acudieron. El Comité se había quedado solo.
Aquella tarde, desde el Puerto Real, el general Pavía toma contacto con los jefes de la
Carraca.
La resistencia numantina que desde Gades se esperaba ofrecer, se desvanecía a cada
momento con el espectáculo de la población huyéndose por el puerto gaditano. Nadie confiaba en los
Voluntarios…, ni tan siquiera ellos mismos que, abandonando armas y uniformes, pasaban a
mezclarse con la población, cuando no huían despavoridos.
Fermín, desde que tuvo conocimiento de la caída de Sevilla, supo que la batalla estaba
perdida. Iba a sufrir la tercera derrota de su vida… y las tres veces había cometido el mismo fallo:
confiar en el ardor de los corazones…, dejando los estómagos vacíos; ver cambios sociales
demasiado lejanos…, cuando sus peones no veían más allá del almuerzo de cada día.
No fue preciso ni tan siquiera esperar la llegada de Pavía. Las fuerzas de la Carraca,
envalentonadas con la toma de La Isla y sabiéndose las espaldas cubiertas por el cercano general, el
día cuatro por la mañana, entraron en Gades, desarmaron a los Voluntarios y nombraron un nuevo
Ayuntamiento, compuesto por personas de todos los partidos políticos. A la caída del sol, entró en la
ciudad el general Pavía al frente de sus tropas. Así, sin un solo disparo, el Comité dejaba la ciudad en
manos de los cónsules extranjeros, tirando, para justificarse, de la manida verborrea del
derramamiento de sangre entre hermanos.
El enfrentamiento interno entre benévolos e intransigentes, sobre todo por el extremado
anticlericalismo de Fermín y el ataque a los patrimonios privados de los comerciantes, así como el no
haber contado con el apoyo de la Marina, como sucediera en Cartagena, hicieron que la oportunidad
del cantonalismo gaditano pasara sin detenerse por delante de la calle de nuestra historia…, como
una frustración más.
Así, Gades, la ciudad con mayor tradición independentista de toda la nación, dadas sus
características geográficas y su vieja tradición federalista, se fue apartando de la alternativa
cantonalista, en la que, en un principio, había visto una posible salida a su decadencia económica. El
carácter marcadamente social que había tomado, de la mano de Fermín, fue demasiado para unos
burgueses que sólo querían sanear su maltrecha economía…, y para un pueblo que aún no era
consciente de su condición proletaria.
Había sido la primera vez que las dos islas grandes, la comercial Gades y la agrícola Isla, se
enfrentaban unidas a la hermana pequeña, la atarazana guerrillera de La Insula. Aunque, ciertamente,
fue un enfrentamiento entre hermanos, sin rabia ni rencor, el saldo de bajas de la aventura cantonal,
debido a ello, fue exiguo: por parte de los carraqueños, 3 muertos y 4 heridos; por parte de los
Voluntarios, 10 muertos y 100 heridos.
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24. El Peñón de Vélez (1873-1885)
El desalmado Chi-ó debería de andar por los ciento veintitrés años y, sin embargo, su aspecto
físico difería muy poco del que tuviera cuando, cuarenta y tres años atrás, se le ahogó don Luis y se le
fue al cuerpo de Candelaria. Durante un tiempo, la gente de la Ínsula se había extrañado de que
parecía que el tiempo pasara por su vera, más que a su través, mas pronto le quitaron la atención
pues, como siempre andaba en el Campo Santo, entre muertos y fuegos fatuos, no era de extrañar que
estuviera sujeto a algún sortilegio que lo mantenía sin apenas envejecer.
Sin embargo, la construcción del nuevo Cementerio y el consecuente desmantelamiento del
viejo parecían estarle afectando en gran medida y, de continuo, se le veía trajinar, desasosegado, con
picos, palas, espuertas de huesos, restos de arcas de muerto, lápidas y demás. Los familiares de los
difuntos de la Ínsula, conocedores de la pronta clausura del viejo cementerio, sobre el que se quería
construir un almacén general para acopios, se ocupaban ahora en la exhumación de lo que quedara de
sus deudos, para reinstalarlos en la nueva sacramental de la marisma…, justo entre el islote del Penal
y la Marisma Tenebrosa. El lugar era ciertamente apropiado para cobijar la muerte y sus luciérnagas
fosfóricas.
El ajetreo de aquellos días en la Ínsula era importante, pues, al movimiento de los muertos,
había de añadirse el de los vivos, ya que varios regimientos esperaban embarcarse con destino a
Cuba. Dos mil hombres, dotados de carabinas Remington, deambulaban por todos los rincones de la
Ínsula a la espera del embarque que los condujera a reforzar la guarnición de la isla caribeña. A ellos
había que añadir los casi mil prisioneros carlistas que, en el islote del Penal, esperaban igual suerte.
Cuatro vapores anclados en el muelle se aparejaban y pertrechaban, calentando calderas y llenando el
límpido cielo insular de difusas columnas de humo en las que cualquier indio americano que se
preciase habría leído, sin dudarlo un solo instante, el mensaje del miedo y la desazón que albergaba
en aquellas criaturas, las más de las cuales no habrían de volver al suelo patrio, sino que acabarían
dejando sus huesos a la tierra de los empelotados y a cualquier otro Chi-ó que los esportease, Dios
sabe de qué sitio viejo a qué sitio nuevo.
En aquella trashumancia de vivos y muertos, al cabo, los pobres vivos partieron para la
hermana de Gades en el Caribe y los muertos fueron llevados a la nueva fosal de la marisma. De
algunos se ocuparían sus propios deudos, que los cobijaron en nuevas y flamantes sepulturas; de
otros, perdidos ya de todas las memorias de sus deudos y navegando a la deriva entre las aguas del
olvido, se encargaría el desalmado chino que les reservaría un rinconcito en el osario común. Así, en
tres cajoncitos de madera, juntitos bajo una pomposa lápida en la que rezaba “Familia Rocco”, se
vieron juntos los huesos de Amparito y Bernardina Rocco, con los de Marco Antonio Gabriel.
También los herederos del virrey que había muerto en la fiebre amarilla del 1800, trasladaron sus
huesos y la vieja lápida. Una sobrina nieta del niño enamorado Benito Bienvenga se ocupó de
trasladar el esportoncillo de enamorados huesos para darles reposo definitivo bajo la lápida en la que
rezaban los versos que en su día le hiciera su desconsolada madre. La familia de Candelaria
igualmente se ocupó de dar traslado a los restos de don Casimiro Garnica que, como un Campeador
matamoros, había ganado una batalla, la de la empreñadura…, después de muerto.
Los demás, qué cosas tiene la vida en aqueste mundo apenas permanece uno en el
tiempo y las contempla, fueron a dar todos juntos en un depósito de hierro para agua que, desechado
en el derribo del cuartel viejo, había sido enterrado en medio del cementerio nuevo, a modo de osero
general. Y allí se fundieron el polvo y huesos, entre otros, de Fray Leonardo, Leonorcita la amada de
don Esto, Paca la Colorá, que aportaba los más blancos y hermosos huesos, León el de la cantina y
Fransuá, el gaitero franchute. Su tiempo se había ido y ya nada quedaba de ellos entre los vivos, a no
ser la devoción que el desalmado sepulturero tenía por sus huesos y las fosas que los contenían. Débil
hilo que, a mucho no tardar, se rompería, dejándolos definitivamente olvidados del mundo de los
vivos.
En este aislado, te diré:
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Hasta hoy, querido leedor de estas arracimadas palabras, que los
estamos recuperando del olvido. ¿No notas que los estoy pasando de mi
corazón al tuyo? … ¡Albérgalos, te pagarán el calorcito que les des, al ciento por
uno…!
Fermín, como era su costumbre, había cargado sobre sus espaldas toda la responsabilidad del
pronunciamiento cantonalista. Un consejo de guerra lo había condenado a veinte años de prisión,
mas, no conformes con tan dura sentencia, las autoridades militares forzaron el encausamiento de un
nuevo consejo de guerra, esta vez de carácter extraordinario, del cual resultaría una condena a cadena
perpetua, que habría de cumplir en los presidios africanos, lejos de los suyos, donde no pudiera
promover más revueltas ni revoluciones. Así fue como vendría a dar con sus huesos en el Presidio del
Peñón de la Gomera.
Le acompañaba en tan triste travesía el que había sido su teniente de alcalde, Pérez Lazo.
Hombre que, al igual que él, caminaba por el duro sendero que recorren aquéllos que tienen la
maldición de poseer arraigadas convicciones, amor a sus semejantes… y, sobre todo, congruencia
entre su forma de pensar y su forma de vivir la vida. ¡Pobrecitos, parecían dos famélicos quijotes,
desheredados de toda gracia o fortuna, abandonados de sus correligionarios, en manos del fracaso de
su empeño contra los molinos…, y de los guardias civiles que los custodiaban, sentados en los bancos
de madera del tren que habría de conducirlos hasta Málaga!
El vapor Correo del Riff que hacía la travesía Málaga-Melilla tenía la primera escala de su
singladura en el Peñón de Vélez de la Gomera. Era una preciosa mañana del mes de abril de 1874,
cuando nuestros dos canijos, viva imagen de los ideales vencidos, vieron, por vez primera en sus
vidas, el islote rocoso que estaba destinado a ser su nuevo mundo. El peñasco, de forma alargada,
tendría unos 260 metros de norte a sur, unos 100 de este a oeste, y 80 o 90 metros de altura en su
punto más elevado. Ni una sola pincelada de verde coloreaba de vida sus escarpadas vertientes. No ya
un árbol, sino ni tan siquiera un arbusto o matojo crecía sobre su pétrea y yerma superficie. En la
parte más alta, se divisaba una fortaleza que, sin duda, sería su destino final; en la vertiente de
levante, había un pequeño espigón al que llamaban, pomposamente, el puerto; por el sur, se unía a
tierra firme a través de un pequeño istmo arenoso con dos pequeñas playas a levante y a poniente. La
tierra firme colindante también era montañosa, pues, a continuación del istmo, ya se levantaban
pequeñas colinas, que tierra adentro, alcanzaban mayor profusión y altura, si bien en ellas sí que
crecían arbustos y matorrales, sobre todo lentiscos, palmitos, acebuches, enebros y juníperos. A
ambos extremos del arenoso istmo que unía al peñón con tierra, se levantaban las pocas
construcciones de humanos que allí había: del lado del islote, varias dependencias de la guarnición
militar y la casa del gobernador de la plaza; del lado de tierra firme, quince o veinte chozajos de
paredes de piedras y techos de palmas secas, donde habitaban otras tantas familias de pescadores. En
la playa de poniente, la más guarecida, permanecían embarrancadas en la arena las barquichuelas con
las que aquellos pobres buscaban su sustento, siempre que el estado de la mar se lo permitía.
El gobernador de tan exigua plaza era una persona, sin lugar a dudas, singular. Don Tomás
Urra poseía una extensa cultura, al tiempo que un inflexible concepto del cumplimiento de su deber.
De tal forma que, en todas las facetas de su vida, era una persona educada, equilibrada y afectuosa,
con la que resultaba en extremo agradable conversar y departir, mas, en lo tocante a su gobierno
sobre la plaza, se modificaba tal que guante vuelto del revés, para manifestarse autoritario, inflexible
y, si el caso lo requería, extremadamente grosero. Se diría que su padre, recio militarzote navarro, y
su madre, culta alondra granadina, habitaban a partes iguales en él.
El recibimiento que dispensó a nuestros desaliñados paladines de la libertad republicana
sorprendió a aquéllos muy gratamente.
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-¡Caballeros, me honro en recibir en esta plaza a dos defensores de sus ideales…, a dos
consecuentes republicanos! He mandado que se les preparen dos habitaciones, ya que conociendo su
fama, sé que no han de procurarme compromiso alguno con su conducta en el presidio. Tienen
ustedes libertad para moverse, tanto en el Peñón, como en tierra firme…, con la única condición de
estar presentes a las horas de las comidas y, por supuesto, a la del toque de queda.
Ambos republicanos consecuentes permanecían con las quijadas descolgadas y,
consecuentemente, con sus bocas abiertas, pues jamás habrían esperado tal recibimiento. Fue Fermín,
como siempre, el primero en reaccionar.
-¡Señor gobernador!…, don Tomás, le agradecemos sobremanera su trato, pues no le quepa a
usted duda alguna, de que es en la derrota, cuando más se valora la consideración y el respeto
recibidos. Puede estar usted seguro de que no defraudaremos la confianza que usted nos está
demostrando y que ningún perjuicio ha de sobrevenirle por nuestra causa.
Pablo Pérez Lazo no quiso quedarse corto tras la intervención de su camarada y le dijo al
gobernador:
-¡Señor don Tomás, ya que usted, tan generosamente, nos brinda su amistad en éstos difíciles
momentos de nuestras vidas, sepa usted que contará con la nuestra, durante el tiempo que el destino
nos mantenga unidos…, y por los siglos de los siglos, amén!
Y, con gran desparpajo y relajación de las formas, repitieron la ocurrencia que habían tenido
en el vapor cuando conocieron el nombre del gobernador del Peñón, diciendo el uno y contestándole
el otro:
-¡Don Tomás…!
-¡Urra!
-¡Don Tomás…!
-¡Urra!
-¡Don Tomás…!
-¡Urra!
El gobernador encajó de buen grado la broma que habían hecho sirviéndose de su apellido y
los tres juntos rieron amigablemente.
Los soldados y los presos que contemplaron la escena quedaron sorprendidos por la sencillez
de la chanza y, sobre todo, porque no se les hubiera ocurrido antes a ellos.
Fermín y Pablo no eran los únicos deportados que había traído el vapor San Antonio al Peñón
de la Gomera. Dieciséis más, de otras provincias andaluzas, extremeños y murcianos, les
acompañaban, amén de otros sesenta que continuaban viaje hacia Alhucemas y las Islas Chafarinas.
Todos los presidios del norte africano y del archipiélago filipino recibían, en aquellas fechas, a los
rebeldes republicanos.
La estancia de nuestros quijotes en el Peñón comenzó a discurrir lenta pero plácidamente,
privada de la libertad con mayúsculas, pero dotada de una libertad de andar por casa, que la hacían,
cuando menos, llevadera. Fermín había encontrado, en la enfermería, unos cuantos libros de
farmacología y cirugía y se pasaba las horas muertas leyéndolos. Su afición por la medicina se fue
incrementando a medida que comprobaba que los conocimientos que adquiría tenían inmediata
utilidad en el alivio de cuantas calamidades les rodeaban, tanto dentro del presidio, como fuera, entre
la población marroquí de tierra firme. No pasaría mucho tiempo hasta que los enfermos comenzaran a
preferir ser atendidos por Fermín, antes que por el cirujano de la guarnición…, un borrachín sin
escrúpulos ni vocación de servicio que antes que encelarse con la usurpación de funciones que
Fermín le estaba haciendo, se vanagloriaba de tener cada vez menos trabajo y más tiempo para
pasarlo junto a una garrafa de aguardiente.
La inclinación que tenía Fermín por hacer el bien a sus semejantes estaba marcada en cada
una de las células que componían su ser. Así, mientras Pablo, preso del aburrimiento, añoraba en
cada minuto del día la libertad perdida, su Gades de su alma y su familia, Fermín, concentrado ciento
por ciento en su nueva vocación, no se acordaba de sus raíces sino para solicitarle a su madre que le
mandara libros de medicina con los que ampliar sus conocimientos. El dinero que también le mandara
la buena mujer, igualmente lo gastaba en procurarse medicinas para sus enfermos que en socorrerlos
con unas pocas monedas. La efectividad de sus tratamientos era portentosa, mas no tanto por sus
conocimientos ni experiencia, que obviamente no podían ser muchos, sino por la forma en que trataba
a sus enfermos. Le daba el mismo tratamiento al más desarrapado y apestoso lisiado del Riff que le
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daría al Jeque y dueño de todos aquellos territorios. La parsimonia de sus exploraciones y lo
concienzudo de sus análisis, en cada caso, hacían que el enfermo se sintiera el más importante del
mundo, y la fe que ponía en el tratamiento encomendado hacía que éste fuera doblemente eficaz. Era
digno de ver el respeto y consideración que Fermín imprimía a cada uno de sus gestos, de sus
palabras…, parecerá chocante, pero era tal que si aquel ateo de una sola y gran divinidad, hubiera
puesto un dios pequeño en cada uno de sus semejantes… y allí, los adoraba.
El correo llegaba dos veces al mes a Vélez de la Gomera, de la mano del vapor San Antonio,
los primeros y los mediados…, más o menos, pues el estado de la mar influía poderosamente en su
puntualidad. 
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