La culpa la tiene el móvil. Estoy muy seguro de ello. Ya llevo dos malditos días así, callado, tumbado sobre la cama y con el condenado aparatito entre mis dedos. La luz está apagada, las sábanas llevan ya mucho rato en el suelo y mis párpados parecen hechos de plomo y nanas en polvo. Yo juro que antes no era así; yo leía, salía a pasear con mi perro, me gustaba cocinar… Pero ahora me he vuelto un zombi, pero uno más “pausado” de lo habitual. No sé si mi analogía se entiende del todo bien, nunca he sido capaz de explicarme de un modo normal, pero con ello quería decir que si los zombis son pausados, lentos para conseguir sus objetivos (véase: cerebros) , yo lo soy incluso más, el doble o el triple, incluso para llegar a dilucidar el objetivo. Tras darme cuenta de que compararme con un zombi empieza a no ser suficientemente, tiro el móvil sobre la cama, me froto los ojos y me pongo a dormir sin manta ni nada, el teléfono en algún lugar indeterminado bajo mis pies. Probablemente estaría sonando, si no fuera porque lo he apagado (sí, soy un genio del mal). Me despierto y siento como si hubiera obras en mi cabeza: ruido y desorden por todos lados. De inmediato trato de tomar mi móvil de la mesilla a mi lado, pero no está. Me da un pequeño ataque al corazón, pero rápidamente recuerdo que lo tiré a mis pies antes de echar a dormir. Sin embargo no está. Comienzo a tantear las sábanas en busca de mi maldita adicción, en busca de un buen chute de internet. Y de repente me fijo en mis manos, y sobre todo en el extraño ruido que hacen. Mis manos se han... ¡ Se han vuelto de papel! Son como hojas de libro recortadas, lo cual me molesta, pues como lector consumado considero una herejía tal acto de salvajismo y crueldad hacia un libro. Las palabras, escritas en negro y aparente cursiva, aparecen desenfocadas. Me levanto y me pongo corriendo delante del espejo de mi armario. Entro en shock y me da un ataque de locura, todo a la vez: soy como una manta de retales. Tengo orejas y cola de perro,como las de mi perro, para ser más exactos. Mi pelo, que antes era negro, rizado y alocado, es ahora de espaguetis, mis ojos, antes de color marrón oscuro, son caramelos, aunque de algún modo veo perfectamente. Mi cuerpo está cubierto de escamas de dragón irisadas, mis piernas son como las de un velociraptor. Es como si de repente yo fuese… ¡Todas las cosas que amo! Mi perro, los espaguetis, los libros… Claramente me pongo a gritar, al fin y a cabo, que soy una aberración. Corro hacia la puerta y la abro con los codos, pero lo que hay al otro lado no es el pasillo de mi casa, sino uno muy oscuro y repleto de bruma que resulta fría al tacto. Lo recorro con lentitud, siendo éste bastante corto y llego a una puerta plateada. La abro. Una nube de humo rosáceo golpea mi rostro dejando una cálida sensación en mi pecho y dándome sueño. Me adentro en la habitación y el humo comienza a retirarse. Al fondo de la sala, que no puedo describir, pues el dichoso humo lo difumina todo, hay un hombre. Cuando me acerco lo suficiente me sorprendo de su aspecto: su cabello en muy largo y de un hermoso rubio ceniza, sus ojos, en tono rosa destacados, parecen enormes y brillantes pedazos de cuarzo y su cuerpo, cubierto por unas extrañas ropas blancas que dejan muy poco a la imaginación, es tan blanco que me pregunto si es fotosensible. En su mano, acusatoria, hay una pipa de marfil, a través de la cual se perfila el extraño humo rosáceo. El extraño tipo sonríe. Es inexplicablemente atrayente. -Hola. Lo miro con desconfianza. -¿Qué soy, dónde estoy y por qué? -Eres tu, estás aquí y el porqué de las cosas está sobrevalorado. -Responde correctamente-le ordeno, y el extraño hombre me mira ofendido. -¡No seas impertinente! ¿Acaso sabes con quién estás hablando, aberración? -Contigo-respondo, en tono desagradable ¡Qué dulce es la venganza! El me mira molesto, yo a él desafiante (¿qué tan desafiante puedo parecer con ojos de caramelo y pelo de espagueti?) . El silencio es incómodo y dura un buen rato. Soy impaciente, soy consciente de ello y más que tratar de evitarlo a menudo parece que alimento ese aspecto de mi. Pero cuando estaba a punto de instar al extraño hombre, comienza a hablar: -Te voy a explicar por qué estás aquí. Pero antes te diré una cosa: piensa bien sobre esto, chaval. Tómatelo en serio-hace una pausa, supongo que para que asimile sus palabras-. En la sala hay dos espejos, en los cuales debes mirarte. Cada espejo refleja un posible tú, y aunque son muy dispares entre sí, sólo hay una decisión entre ellos. Toma esa decisión. Uno está a tu izquierda y el otro a tu derecha. Iré contigo. Miro al tío y medito si no estará loco o si no lo estaré yo. Lo esté o no, voy a hacerle caso al tipo raro y semidesnudo que fuma en pipa algo que suelta humo rosa. Viva la espontaneidad. Así que me dirijo a la izquierda y el humo se disipa a mi paso. De repente, me topo con mi armario. Miro al hombre, interrogante, y al darme cuenta de que no piensa cambiar su expresión de leve aburrimiento, me miro en el espejo de la puerta. Tengo el mismo aspecto que antes, resumible en la palabra “grotesco”. -Ese eres tú desenganchado-explica el hombre-. Eres distinto a los demás. único, diferente y vives con tus hobbies como tu imagen hacia los demás. Eres rechazado, estás solo. La imagen me horroriza. Como no tengo la droga soy raro, diferente y estoy solo. Es muy desagradable. De inmediato me doy la vuelta y me dirijo al otro espejo, como una flecha lanzada con certeza. Me topo con un móvil de gran tamaño, que mide cerca de dos metros y medio de alto, con un cristal en lugar de pantalla. Esta vez estoy rodeado de sombras que miran incisivamente sus teléfonos, todos conectados a unos cables rojos que están atados a una enorme cuerda que está detrás de mi. En un inicio parezco normal, exceptuando que me convierto en sombra lentamente. Aunque, si observo minuciosamente, puedo ver leves signos de degradación: mis dedos esqueléticos y temblorosos, mi cuerpo consumido, mi piel cétrina, mis ojos obsesionados, grandes, de pupilas dilatadas, con enormes y oscuras ojeras. Mi cabello duro, rígido y grisáceo. -Obsesión-dice el hombre-. Mono. Síndrome de abstinencia. Vicio. Compañía ilusoria. Falsa aceptación. ¿Algo que añadir? No por mi parte-una nueva pausa-. Ahora, ve a tu cuarto y duérmete. La confusión me nubla el juicio, y sigo la pálida luz que me guía en forma de órdenes sin pensarlo. De algún modo llego a mi cuarto y cierro la puerta de un codazo. Me acerco a la cama lentamente y, bamboleándome, me dejo caer. Cierro los ojos. Cuando los abro, la luz de la mañana me arde en los ojos hasta que lentamente me acostumbro. De golpe y porrazo, comienzo a ver los sutiles fallos de mi sueño, como la posición de las sábanas o mi vestimenta. Mi teléfono no está a los pies de la cama, sino apretado entre mis dedos. En la pantalla hay un mensaje: “¿Está seguro de que desea resetear su dispositivo móvil? SI/NO”. Sonrío, y pulso una opción casi por inercia. No me arrepiento. Es simple. Me gusta ser yo mismo.