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La triste historia de los dos hermanos embajadores;
por Milagros Socorro // #UnaFotoUnTexto
Milagros Socorro · Sunday, July 26th, 2015
El presidente Rómulo Gallegos junto a su homólogo estadounidense Harry Truman,
acompañados por el embajador venezolano Gonzalo Carnevali y otro personaje.
Washington, 1948. [Archivo Fotografía Urbana]
El 1 de julio de 1948 el presidente de los Estados Unidos, Harry S. Truman, recibió en
el aeropuerto a su colega venezolano Rómulo Gallegos, quien así iniciaba una visita
oficial de dos semanas en aquel país. Pero el comité de recepción no estaba
compuesto sólo de norteamericanos. También estaba un venezolano: el embajador
Gonzalo Carnevali Parilli, quien había mirado de frente al infortunio cuando era un
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joven y tenía el presentimiento de que los acontecimientos políticos de su país lo
pondrían de nuevo ante la desgracia. La primera vez perdió a su padre, pero ahora…
era mejor pensar que estaba exagerando.
Gallegos tenía cuatro meses y medio en el poder. Había tomado posesión el 15 de
febrero de 1948, con un discurso que no decepcionó a las decenas de intelectuales
que acudieron a Caracas para estar presente en el histórico día en que el novelista
llegaba a la Presidencia de la República, tras unas elecciones libres que había ganado
con 871.764 de los 1.183.764 de votos sufragados.
“Una victoria tan sobrecogedora puede ser sólo interpretada como una aprobación
popular del programa político, económico y social del partido y una confianza pública
sostenida en su liderazgo”, diría después el embajador norteamericano Walter
Donnelly.
Entre los testigos se encontraban Fernando Ortiz, Raúl Roa, Álvaro de Albornoz,
Nicolás Guillén, Jorge Mañach, Salvador Allende, Andrés Iduarte, Roberto García
Peña, Luis Alberto Sánchez, Juan Marinello, Germán Arciniegas, Waldo Frank
(biógrafo de Bolívar) y, en representación del presidente Truman, el poeta Archibal
MacLeish, tres veces ganador del Premio Pulitzer.
En su informe del discurso de Gallegos para el Secretario de Estado, el embajador
Donelly apuntó:
“Se defenderá la independencia de los capitales venezolanos de todo posible
intento por someterlos al control extranjero, pero esto no significa, de manera
alguna, una actitud hostil o injustificadamente suspicaz hacia el capital
extranjero que de una manera legítima venga a contribuir al desarrollo del
bienestar venezolano”
Al referirse a su política exterior, el presidente Gallegos había dicho:
“Serán fortalecidos los lazos de amistad de Venezuela con aquellas naciones
cuyos gobiernos descansen sobre el consenso de los gobernados, siendo esta
condición nada más que la inevitable consecuencia de la prudencia que
demanda el reciente logro de la democracia en Venezuela. Esos lazos serán
fortalecidos mediante esfuerzos para crear el entendimiento mutuo,
especialmente con los Estados americanos, a través de proyectos económicos,
espirituales y culturales recíprocamente beneficiosos”
Quedaba claro, pues, que el país mantendría relaciones con otras democracias y que
persistiría en la línea económica trazada por Rómulo Betancourt, cuyos Ministros de
Fomento y Hacienda fueron ratificados en el nuevo gabinete: Juan Pablo Pérez Alfonzo
y Manuel Pérez Guerrero, respectivamente.
Un par de meses después del acto protocolar de asunción a la Primera Magistratura
llegó la invitación del presidente Truman para que la pareja presidencial
venezolana visitara Estados Unidos e inaugurara la estatua de Bolívar donada por
Venezuela a la pequeña población que lleva el nombre del héroe caraqueño en
Missouri.
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Hasta ese momento, pese a encontrarse de luna de miel con el cargo al que había
llegado con un aluvión de votos, Gallegos no había tenido un solo día de tranquilidad o
sin sobresaltos. Al contrario, daba la impresión de que hasta las paredes cuchicheaban
a su paso y se estremecían las ventanas con los rumores de golpe. Sin embargo,
decidió emprender el viaje, quizá para sobreactuar una confianza que estaba lejos de
sentir.
Aceptó la invitación de Truman dejando encargado de la Presidencia al Ministro de la
Defensa, Carlos Delgado Chalbaud. Y para suplir las funciones de éste, dejó al coronel
Marcos Pérez Jiménez.
Militares por todos lados.
Es posible, pues, que esa sonrisa que Gallegos exhibe en su llegada a Washington sea
sincera: está descansando de tanta intriga y tanta lidia con unos demonios que el país
no ha logrado confinar en sus pailas.
El embajador está tenso
Esta fotografía, parte de la colección de la Fundación Fotografía Urbana, debió ser
tomada en el momento en que los presidentes Rómulo Gallegos y Harry Truman salían
del aeropuerto, en Washington. Como puede verse, van los dos en el asiento trasero
de un automóvil descapotable. En un verano especialmente ardiente, ambos llevan
sombrero blanco. En los puestos de en medio, delante de ellos y detrás del chofer, va a
la izquierda un alto oficial de la Armada de los Estados Unidos, quizá el equivalente
del jefe de la Casa Militar en Venezuela y tal vez un héroe de la Segunda Guerra
Mundial. A su derecha, con la cabeza descubierta y el oscuro cabello sudado, el
embajador de Venezuela, Gonzalo Carnevali.
A diferencia de los jefes de Estado, Carnevali no sonríe. Más aún, mira a los fotógrafos
con consternación. Ni él ni Gallegos parecen conscientes de la expresión que el otro
tiene en ese momento. Mientras Gallegos celebra las maneras afables del anfitrión y
se dispone a pasar unos días relajado, lejos de aquel nido de víboras, su embajador
aprieta los dientes y esboza un gesto que pudiera traducir un tormento. Para él los
asedios no son tan remotos.
Juventud hecha trizas por la dictadura
Gonzalo Carnevali Parilli había nacido en La Victoria, estado Aragua, el 3 de junio de
1900. Era hijo del escritor, periodista y político trujillano Ángel Carnevali Monreal
(hijo del italiano Ángel Carnevali y Nicolasa Monreal Roth) y de María Angelina Elba
Parilli Ferrini. Esta pareja tuvo dos hijos, Gonzalo y Atilano, quien había nacido antes,
en Valera, estado Trujillo, el 4 de diciembre 1895.
El padre de estos muchachos, Ángel Carnevali Monreal, había apoyado a la Revolución
Restauradora de Cipriano Castro. Es por eso que la familia sale de Trujillo para
trasladarse hacia el centro, lo que explica que Gonzalo haya nacido en La Victoria.
Carnevali Monreal fue senador por Aragua y, más tarde, gobernador del Distrito
Federal y del estado Aragua, respectivamente. “Partidario decidido del presidente
Cipriano Castro”, anota el Diccionario de Historia de Venezuela de Polar, “durante los
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días de ‘La Conjura’, manifestó una velada hostilidad hacia Juan Vicente Gómez”.
Luego haría gala de su adhesión a El Benemérito, pero éste nunca le perdonó la
antigua malquerencia y, en 1923, con la excusa de que estaba involucrado en el
asesinato de Juancho Gómez, hermano del dictador, Carnevali Monreal fue
encarcelado junto con sus dos hijos en La Rotunda, donde fue asesinado.
Los dos hermanos Carnevali Parilli estudiaron Derecho en la Universidad Central de
Venezuela. Atilano concluyó los estudios, pero Gonzalo los interrumpió cuando lo
encarcelaron. Los dos escribían muy bien, pero era el poeta era Gonzalo.
En el libro Las huellas de la pezuña, escrito por Miguel Otero Silva y Rómulo
Betancourt, en 1929, se narra un recital lírico:
“Y salió Gonzalo Carnevali al escenario. Algo muy hondo estrujó las almas a la
sola presencia del poeta. Habíamos oído fervorosamente el relato patético de
la prisión de 4 años, plena de amarguras y suplicios, que acababa de sufrir
Carnevali; lo habíamos oído de sus propios labios relatado a brochazos en el
vacío de dos horas de clase, en los patios floridos de la Universidad. En sus
ojos temblaba la angustia de su juventud hecha trizas; su padre asesinado en
el calabozo vecino; su hermano torturado más allá; la ‘huella roja’ que deja en
el cerebro las cárceles de Juan Vicente Gómez. Su verso ingenuo y sencillo
—los poemas de Carnevali sugieren, en su sencillez, retazos de charlas
familiares— cantó todas las cosas enormes que se le metieron en la ergástula
con un rayito de sol, que se coló, indiscreto, por una hendija de la puerta. […]
y en otro poema habló dolorosamente de los otros amigos que claudicaron y
orgullosamente del puñado que quedaba limpio de indignidades”
Miguel Otero Silva acota, a pie de página:
“Cuando inició la dictadura su etapa de represalia de los primeros
perseguidos fueron Gonzalo y Atilano Carnevali. Eran ambos
reconocidamente desafectos al régimen; y no de aquellos que lo combaten
sólo en inofensivos discreteos domésticos. Por conspiradores militantes ya
había sufrido en épocas anteriores cárcel y torturas. En esta ocasión lograron
librarse de las garras dictatoriales, para desgracia de Gómez y de su claque
porque ambos —en Norteamérica uno, en Colombia el otro— han realizado
campañas de oposición”
Efectivamente, al salir de La Rotunda, Gonzalo Carnevali se fue a Colombia en cuya
Universidad Nacional terminó los estudios de Derecho y, de 1928 a 1936, fue director
de varios periódicos en ese país. En 1936, ya muerto Gómez, se va a la Legación de
Venezuela en España como consultor. Entre 1937 y 1941 fue Ministro de Venezuela en
Suecia, Noruega y Dinamarca… y así llegamos al 7 de abril de 1947, cuando llega a
Washington como Embajador de Venezuela ante los Estados Unidos. Allí estaba
cuando Rómulo Gallegos y doña Teotiste de Gallegos arribaron con la comitiva
venezolana, entre quienes se encontraban el Ministro de Relaciones Interiores, Eligio
Anzola, el Jefe del Despacho, Gonzalo Barrios, el canciller Andrés Eloy Blanco y el
titular de Fomento, Pérez Alfonzo.
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En ese momento, en 1948, Atilano Carnevali Parilli estaba en París como
representante de Venezuela en la Organización de las Naciones Unidas.
Mientras en Caracas conspiran, Gallegos busca un par de ancianas
En Washington, los Gallegos fueron objeto de una fiesta de bienvenida en la Casa
Blanca, cenas en su honor, un homenaje al Presidente y diversos eventos protocolares.
De la capital estadounidense siguieron por tren a Missouri, donde debían develar la
estatua de Simón Bolívar.
Simón Alberto Consalvi reprodujo, en su biografía de Rómulo Gallegos, lo que Truman
escribió en su diario, Off the Record, The Private Papers of Harry S. Truman, el 5 de
julio de 1948:
“Arribamos a Springfield, Mo. a las 7:15, Central Time. Salida a las 8:15. El
Presidente venezolano está buscando dos viejas señoras que fueron atentas
con él y con su esposa en 1937, cuando se detuvieron en Springfield luego de
un viaje desde Los Ángeles en auto. Ellos tuvieron un accidente en Williams,
Ariz., en el cual resultó seriamente herida la esposa. En Springfield, Mo., se
detuvieron en una parada turística dirigida por estas dos gratas damas.
Encontraron un médico para el futuro presidente venezolano y le prestaron
otros servicios a él y a su señora y no aceptaron remuneración. El presidente
las ha estado buscando y quiso que ellas fueran a su inauguración en
Venezuela. Quiso condecorarlas en este viaje y no se encontraron.
Llegamos a Bolívar a las 9:45 en punto. Nos saludan el gobernador Donnelly
de Mo., el Alcalde de Bolívar. Vamos a Court Hotel, pasamos revista a una
gran parada y vamos al parque a la inauguración de la estatua de Simón
Bolívar donada al pueblo de los EE.UU. por el gobierno de Venezuela. Nos
sentamos bajo el sol, a 104 grados a la sombra, durante dos horas. Fue una
gran ceremonia, pero más caliente que el infierno. El gobernador de Missouri
colapsó al final. Vamos de regreso a Springfield. El presidente de Venezuela y
su comitiva nos dejan en el aeropuerto de Springfield y parten para Nueva
York, en el Independence”
El “colapso” del gobernador de Missouri, quien también se llamaba Donnelly, fue un
patatús por el espantoso calor, pero, sobre todo, porque después del desfile, los
himnos y las salvas, Gallegos se mandó con un discurso eterno ante la estatua. Cabe
imaginar la angustia de Gonzalo Carnevali al comprobar la falta de malicia de
Gallegos, concentrado en la pesquisa para ubicar las dos damas de Springfield y en la
lectura de un enjundioso ensayo sobre la formación intelectual de Bolívar ante una
figura de bronce que casi se derretía delante de él, sin que pareciera advertirlo.
De regreso a Caracas, Gallegos encontró a su encargado en Maiquetía, esperándolo
para devolverle el coroto.
“He dejado encargado —dijo en aquel momento el novelista mandatario— al
comandante Delgado Chalbaud, y algunos temerosos o maliciosos quizás se
imaginaron que había cometido yo un acto de audacia insólita. No, no fue
audacia, fue seguridad, fue confianza. Yo estaba seguro de la clase de
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hombre, de la calidad humana del comandante Delgado Chalbaud, hombre en
quien se puede poner confianza absoluta, y sabía además que ya el Ejército
nuestro no es aquello que fue antes, sino otra cosa muy distinta y respetable,
una situación que se forma con la carne del pueblo, y que está defendiendo
los derechos del pueblo”
Cuatro meses más tarde, el 24 de noviembre, el presidente Gallegos fue hecho
prisionero en su residencia y poco después enviado al destierro.
“El sentido de nuestras vidas ha quedado vacío”
Gonzalo Carnevali Parilli vio sus temores confirmados. Dos días después del
derrocamiento del Presidente Constitucional renunció al cargo de Embajador en los
Estados Unidos. Y el 5 de diciembre envió una carta al Teniente Coronel Carlos
Delgado Chalbaud, Presidente de la Junta Militar:
“Podría haber limitado mi renuncia a los acostumbrados términos del
radiograma que le envié no hace mucho. Pero siempre he colocado mis
derechos civiles más allá de mi conciencia. El presidente de la Junta sabe
esto. Su padre, mi viejo compañero de armas, quizá lo sabía mejor que él.
Los últimos días han sido para mí de infinita desilusión, de fe destruida, de
angustia por Venezuela y por América. La aparente unanimidad del Ejército
en su decisión hace esa angustia y desilusión más completa. Los más amargos
años de prisión o exilio eran más dulces que las horas trágicas de estos días.
Juro que en todo esto no existe el más mínimo sentimiento de naturaleza
personal. La posición que he mantenido y que seguiré manteniendo hasta que
la situación internacional de la Junta haya sido clarificada ha sido un
sacrificio y un juicio. Nunca aspiré otros honores excepto los de servir y ser
útil, incluso a expensas de mis intereses privados. El presidente de la Junta
también sabe eso. Y espero que sus compañeros en la Junta y en toda
Venezuela también lo sepan.
Busco explicaciones y atenuantes para vuestra actitud y aún exagerando la
benevolencia no las hallo. Alguien podría alegar que si ayer hubo
justificaciones para el golpe de octubre, también podrían hallarse para el
cuartelazo de noviembre. En ambos el papel del Ejército fue decisivo. Pero
ud. sabe, y la historia lo confirmará, que el Gobierno derrocado en octubre de
1945 nació por el deseo de un hombre, de un solo hombre apoyado por el
Ejército. El gobierno del General López Contreras también nació de esa
manera. Similarmente, si ustedes no hubieran intervenido, el gobierno de
Biaggini hubiera sido instaurado. Los presidentes eligieron a sus sucesores,
sin antes consultar al pueblo, a espaldas del pueblo, apoyados por un Ejército.
Nadie puede negar que esto era cierto en Venezuela. Hay en ello mucha
sangre y mucho dolor y mucha angustia de los mejores hombres y mujeres de
mi país.
Para mí la más alta intención de la revolución de octubre fue la de privarle a
un magistrado el derecho que nadie le había otorgado de elegir su sucesor.
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Así es como lo entendimos quienes, en buena fe pero, como ahora nos damos
cuenta, equivocadamente, lo apoyamos en ese momento. Por encima del
presidente en el poder, por encima del Ejército, está la decisión de la mayoría
de los venezolanos y debió ser respetada. Contra esta modesta y elemental
aspiración, usted ha dictado la más despiadada y brutal sentencia de muerte.
El gobierno derrocado por vosotros se elevó del pueblo y se consagró en el
pueblo. Venezuela dijo su voz y fue a través de su voz libremente expresada
como llegó el gobierno de Rómulo Gallegos.
Usted, señor Presidente, lo hizo constar así. Con grande énfasis lo hicieron
constar también así los oficiales más distinguidos de nuestras fuerzas
armadas y las voces más autorizadas de América. Entre vosotros y Medina no
existía sino la voluntad arbitraria del hombre que lo había elegido. Por eso el
pueblo estuvo con vosotros. Entre el Ejército y Gallegos existía la voluntad de
la inmensa mayoría de los venezolanos. Por eso el pueblo está hoy y siempre
habrá de estarlo, contra vosotros.
Más de un millón de venezolanos votó por el presidente Gallegos. La
oficialidad del Ejército votó contra él. Un centenar de votos de los vuestros,
apoyados por aviones y ametralladoras y fusiles, pudo más en la democracia
venezolana que un millón de votos del pueblo venezolano.
Usted ofreció llamar al pueblo venezolano de nuevo a elecciones. Este
reconoce ya por experiencia del pasado, el valor de su voto. El que vosotros
queráis darle. De ahora en adelante nuestras piadosas ilusiones de
democracia deben basarse sobre este hecho abrumador.
Como el pueblo eligió al presidente Gallegos, solo el pueblo es competente
para juzgarlo, con todos los métodos legales a su disposición. Solo el Ejército
fue su juez, y no sé por virtud de cuáles leyes o de cuáles principios, o de qué
elementos de juicio el Ejército lo condenó.
Este nunca fue, en las verdaderas democracias, el papel del Ejército. Más
aún, un revolver en el cinturón, o el apoyo de ametralladoras y rifles no hacen
al ciudadano sabio. La sabiduría solo se adquiere de los libros, quemándose
las pestañas. La historia lanzará oscuras nubes sobre vuestra sabiduría en
este caso. Fue en efecto solo la sabiduría de rifles, de bayonetas y de
ametralladoras. La peor clase de sabiduría.
Conozco ya la paz que habéis de imponerle al país. Una análoga a la que vivió
Venezuela cuando Gómez, la paz de la fuerza, del silencio, de la opresión y de
la injusticia. Quisiera equivocarme porque los hombres civiles no podemos
admitir otra paz que aquella que se basa en el respeto a las libertades
humanas y en un profundo estado de derecho. Usted no puede establecer esa
paz en Venezuela. Ni garantizarla.
Para mí, para muchos, el sentido de nuestras vidas, de nuestros destierros, de
nuestras cárceles, de toda nuestra lucha ha quedado vacío. Sabemos que en
adelante la batalla será dura y difícil y acaso ya los años nos hayan
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arrebatado los alientos para emprenderla de nuevo, pero nos quedará
siempre, para transmitirla a nuestros hijos con la misma devoción
desinteresada y sin límites con que nosotros la vivimos, la pasión por
Venezuela.
Es posible que os reconozcan los gobiernos del mundo. Estoy seguro de que
jamás habrá de reconoceros el pueblo venezolano ni pueblo alguno de la
tierra.
Respetuosamente suyo
Gonzalo Carnevali”
Una distancia insalvable
Atilano, el hermano mayor, no haría lo mismo. Más bien, haría lo contrario. Presidente
de la Federación de Estudiantes en 1920, miembro de la tripulación del vapor El
Falke —que desembarcó en Cumaná en 1929, con la quimérica idea de defenestrar a
Gómez— y embajador desde 1937 (estaba en Inglaterra en septiembre de 1942,
cuando se puso una placa conmemorativa en la casa de Grafton Street, número 27, de
Londres, donde estuvo Miranda, y en la Legación de Venezuela en Colombia, en 1944,
cuando Gaitán salió al ruedo), optó por seguir siéndolo durante la dictadura de Pérez
Jiménez.
Mientras Gonzalo se retiraba, lleno de amargura y con la ominosa sensación de ver
perdidos los esfuerzos de toda una vida al contemplar a Venezuela bajo la opresión de
un nuevo déspota, Atilano representaba a este en la OEA, en Argentina, en Brasil y en
España, donde lo encontró la caída del régimen, en 1959. Entonces si finalizó su
carrera diplomática. Y nunca regresó a Venezuela. Murió en Málaga, España, en 1987.
Gonzalo había muerto prematuramente en Roma, en 1957. Me dicen que nunca le
perdonó a su hermano haber servido como diplomático una dictadura que persiguió,
encarceló, torturó y mató a tanta gente inocente, como había hecho Juan Vicente
Gómez con su padre, cuya muerte no pudieron evitar porque estaban amarrados al
infortunio con unos grillos.
No tenían más hermanos. Murieron alejados el uno del otro. Y, los dos, de Venezuela.
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