Untitled - El Ortiba

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LA IDEA FIJA
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Inmigrant-institutet
Ser. B. Dikter, noveller, essäer
ISSN 0347-5360
Nr. 52, La idea fija / John Argerich
© Copyright: John Argerich, 2003
Ilustración tapa: Juan de Garay, fundador
de Buenos Aires, por John Argerich
Diseño: Manuel Pérez García
Invandrarförlaget
Katrinedalsgatan 43
50451 Borås, Suecia
Depósito Legal:
ISBN 91-7906-021-8
Segunda edición
Servicios editoriales de Editorial Premura
http://www.premura.com/
Barcelona, España
Marzo de 2003
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John Argerich
LA IDEA FIJA
Invandrarförlaget
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A la memoria de mis padres,
que me legaron un entrañable
amor por Buenos Aires
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EL QUE Y EL COMO DE LA CUESTION
Rodé por el mundo, en alas de ese loco
devenir que algunos llaman destino. Pero
al alejarme de mi empedrado, sentí que allá
dejaba raíces y corazón. Con los años, su
memoria fue convirtiéndose en un recuerdo
obsesivo.
La idea fija.
Por eso escribo cuentos argentinos, al otro
lado del mar.
El autor
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PALABRAS PREVIAS
«Una semilla que contiene el árbol en estado latente». Esta
expresión fue utilizada por Cortázar para refirirse al aspecto
significativo del cuento, y su capacidad de trascender a la
anécdota.
Concretamente en la Argentina, este género literario alcanza
su mayoría de edad en la década de los años cuarenta. Tan es así
que la publicación de la «Antología de la literatura fantástica»,
seleccionada por Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo,
considerada por muchos críticos como su auténtica pila
bautismal, se produce dentro de la llamada década prodigiosa.
La de mayor esplendor de otra expresión cultural y universal del
Río de la Plata: el tango.
Desde allí a nuestro días, los cultores del cuento desarrollan
una rica y variada producción. La misma, que va desde lo
tradicional a la vanguardia más desafiante, tiene en común el
retrato del alma de un país, de una ciudad, y de una realidad que
se siente, se vive y se sufre.
A partir de los años cincuenta, la convulsa situación política,
reflejada en la sucesión casi ininterrumpida de dictaduras
militares, condiciona al cuento argentino y como consecuencia
de ello, se incorpora un matiz crítico realista, dejando poco
espacio para los sueños.
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John Argerich es un ejemplo de esa generación de escritores
que se vio obligada a dar a conocer la casi totalidad de su obra
literaria en el exilio, sin perder por ello su carácter argentino.
En La idea fija, el autor, partiendo de situaciones equívocas,
vividas por personajes con cierta esencia real, propone al lector
la ciudad que lo acompaña en su memoria. Sin por ello dejar de
tener claro que, parafraseando a Borges, lo suyo no es un espejo
de Buenos Aires, sino algo que se agrega a Buenos Aires.
Este libro consta de nueve comedias cortas, que lucen un
definido perfil costumbrista, y el juego “multiplot”. Allí campean
también algunos rasgos autobiográficos, y una trama picaresca
que expresa ingenio, angustia y hasta violencia. Todo bajo un
soporte lingüístico vivo, el idioma de Buenos Aires. Un vehículo
que matiza al hombre, su vida y la permanente relación de amor
y odio con el medio en que se inserta.
En definitiva, con los ágiles e intensos relatos que componen
esta obra, Argerich deja otra semilla capaz de germinar. Como
ese árbol que, citado por Cortázar, es cobijo del cuento argentino.
Manuel Pérez García
Malmoe, marzo de 2003
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CRONICA EJECUTIVA
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Todos aquellos días parecían calcados de un mismo molde.
El despertador, implacable, lanzaba desveladas y mortíferas dianas
a las seis en punto, sin descomponerse jamás. Esa era la apocalíptica
iniciación de mi monótono ritual. Le seguían el baño con agua
helada, la taza de café instantáneo tomada al raje, una cola
interminable para sacar boleto en la estación, y los apretujones
del periplo. Primero ferroviario, luego en colectivo. Finalmente,
fichar con la lengua afuera, antes de que ese temido reloj empezara
a imprimir en rojo. Luego los jefes con cara de asco, las montañas
incalculables de aburridísimo laburo, y una porción de pastel de
espinaca con leche fría. Al rato otra vez el maldito reloj y la maldita
pila de fichas. Y los codazos en el colectivo, y la avalancha del
ferrocarril, y el bife bien jugoso con ensalada, y los avisos idiotas
de la televisión, que ya me sabía de memoria. Y a dormir a las
22:30 en punto, para estar bien descansadito al día siguiente. Esto,
más el paréntesis dominical con su infaltable raviolada, visitas
familiares, y partidos de fútbol, harían posible que mi salud se
mantuviese en niveles de supervivencia hasta recibir una medalla
dorada al mérito burocrático.
Veinticinco años dedicados a la empresa, preferiblemente sin
faltar nunca. Un abrazo del director, engordado con mi plusvalía,
una copa de vino espumante, “¡Viva Abelardo Patarroyo e Hijos
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S.A.!”, y preparáte para la jubilación. Después las colas del 1 al 5
para cobrar una miseria, solcito en el Parque Centenario, “¡Qué
monada era el finado!”, y el entierro, pagadero en cómodas cuotas
por los deudos. Todo un plan de vida.
Cavilé muchas noches sobre mi futuro, encontrando siempre
más interrogantes que respuestas. De pronto, vi algo ajada la cara
que me miraba todas las mañanas desde el espejo, para controlar
mis esfuerzos de embellecimiento. Y empezaron a quedar muchos
pelos en la palangana, al lavarme la cabeza. Ni hablar del claro de
luna, ya amenazando darme cierto aire de romántica senectud.
Había gastado toneladas de materia gris, y continuaba cavilando.
¡Era preciso dar, por fin, un cambio a mi vida!
Pero salir de pobre diablo no es soplar y hacer botellas. ¡Si lo
sabrá un servidor, que las probó todas! Carreras en el hipódromo,
loterías nacionales y foráneas, quinielas y rifas con diversos grados
de legalidad. La ruleta, el PRODE, los partidos de póker en el
club. Qué sé yo. Casi había perdido la esperanza, al no pegar
jamás ni una. Hasta que cierto día, cuando ya estaba empezando a
preocuparme por la suba en los precios minoristas del cianuro, se
me prendió la lamparita. Los ochenta kilos de mi esposa oscilaban
raudos, al tope de una escalera. Era el primer sábado de cualquier
mes, día inamovible para limpiar claraboyas. Porota hallábase en
la estratósfera del baño, con las manos llenas de trapos viejos y un
tremendo balde. Verme llegar y ocurrírsele algún mandado, fueron
siempre causa y efecto en nuestra amorosa relación.
-Ya que no estás haciendo nada, traéme unos diarios viejos
del mercadito, Leandro José… - dijo con voz zalamera, que no
admitía réplica.
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Y digo lo último, porque en tales circunstancias, cualquier
excusa hubiera sido interpretada como un acto de extrema
belicosidad. Así es cómo, temiendo que las furias de mi cónyuge
me estropearan el día franco, salí como tiro hacia “La estrella
española”, bastión mercantilista al mando de don Nicasio Olañeta.
¡Instante que hizo cambiar mi vida!
A mí lo único que hasta entonces me importaba de los diarios
eran fútbol, carreras, y noticias policiales. Estas últimas porque,
de tarde en tarde, sirven para estudiar a fondo el curriculum
elaborado por algún vecino, pariente, o conocido. Sin embargo,
ese día estaba predestinado a ser distinto. Cuando Nicasio apiló
sobre el mostrador mis diarios viejos, empecé a leer los chistes.
Para demorar algo el regreso, porque la patrona ya estaría
inventándome otro mandado. Entonces un aviso medio
estrambótico junto a la tira de Mandrake el Mago atrajo los ojos
soñadores del suscripto. Medio en español, medio en inglés (ahora
a ese idioma le digo “spanglish”) y lleno de palabritas rebuscadas.
Su texto, que no olvidaré mientras viva, era más o menos del
siguiente tono:
“MARKETING EXECUTIVE”
Empresa líder en la comercialización de productos para consumo
masivo, filial de importante corporación transnacional con home
office en New York, desea incorporar a su staff un destacado
executive de marketing. Preferentemente self-made man, con
atractiva personalidad, sólido background y hábitos de teamwork. Remuneración inicial 86.000 dólares por año. Companycar y home-leave a cargo de la empresa. Combine un meeting
llamando al teléfono…”
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Me quedé sin aliento… ¡86.000 dólares por año! O sea un
camión de billetes verdes, como para sacarse los gustos tipo sheik,
y todavía dejar propina. ¿Existirían realmente empleos así? La
cosa parecía obra del mismísimo Mandrake.
Desde ese día supe con claridad cuál era el verdadero objetivo
de mi vida. Ingresar al mundo dorado en que retozan los ejecutivos
de empresa. A la noche casi no pegué un ojo. ¡Qué hermosa suma,
para darse los gustos, mamma mía! Y por primera vez esperé
ansioso la llegada del lunes. Sobra decir que ese domingo fue el
bodrio de siempre, aunque algo lo diferenció de sus infinitos
predecesores. Mi mente estaba lejos, muy lejos, navegando en
inglés por paraísos ajenos al ritual de deglutir pastas caseras. Pero
las tripas se me iban poniendo tensas. Y ya estaba fuera de la
cama, totalmente desvelado, a la hora que los vecinos del fondo
saludan a Febo lavando ruidosamente el gallinero. ¡Ni siquiera
debí esperar que sonara el maldito despertador! Tras mi camiseta
musculosa, latía un corazón pasado de revoluciones. Iba a poner
en marcha un plan.
A las ocho en punto hice que mi señora, con voz de
circunstancias, llamara al trabajo dándome parte de enfermo. Una
gran descompostura, un ataque al hígado, las fantasías de siempre.
Yo escuchaba atentamente al lado del teléfono, mientras ella ponía
caruchas de complicidad. Después gané como un cañonazo la vía
pública, no sin antes encomendarme a la virgencita de Luján, para
que el médico controlador no fuera a caer durante mi ausencia.
Recorrí de punta a rabo las librerías del centro, metiéndome en
cuanta compraventa se me cruzó por la mira, para adquirir algo
bueno y barato. Y así es cómo, después de mucho revolver, había
sentado las bases de mi futura biblioteca técnica, con los siguientes
títulos:
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1.-”Areas de la gestión ejecutiva”, por Roscoe Wellington y
asociados.
2.-”Compatibilización e interdependencia ejecutivas”, por
Jack Melone, M.B.A.
3.-”El ejecutivo moderno”, por William Leslie Chapman.
4.-”Constantes y variables en la conducta del staff
ejecutivo”, por John S. Niccolino, C.P.A.
5.-”La ley de Parkinson”, por Parkinson.
Con mi tesoro literario bien empaquetado, enfilé entonces
hacia “Grandes Tiendas Jesús Valeije”, la casa del gentleman
británico. Allí tuve ocasión de inspeccionar varios trajes de severos
colores, y compré finalmente dos, pagándolos con los ahorros
que tenía reservados para levantar la hipoteca. Lo cual no es
locura, porque estaba jugándome entero. Después volví a casa, y
puse un banquito en el patio, para leer tranquilo. No entendía un
pito de aquel vibrante fárrago, pero con paciencia, fui avanzando
hasta tragarme los cinco tomos.
Tres semanas y media más tarde, estaba hecho un experto en
palabras raras y, como digo ahora, pautas para la integración
psicosocial a nivel directivo. Por otra parte, los trajes me quedaban
pintados. Claro que la cosa tuvo sus bemoles. Sólo con gran
esfuerzo logré acostumbrarme a no llevar más el escarbadientes
atrás de la oreja. También debí cortarme esa uña larga del dedo
meñique que era mi orgullo. “Al que quiera celeste, que le cueste”,
dije, dándome ánimos para renunciar a todos aquellos atributos
de hombría. Pero no gratuitamente, entendámonos, sino en aras
de otros símbolos, más acordes con un nuevo status. El del
superejecutivazo que iba a ser desde mañana.
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Una de las primeras enseñanzas aportadas por mis lecturas,
fue que los grandes negocios no se hacen nunca al amanecer. En
consecuencia, puse el despertador a las nueve menos cuarto, resuelto a desterrar todo hábito subalterno del pasado. Me vestí sin
ningún apuro, desoyendo las angustias de Porota, para salir enfundado en mi traje azul. La verdad, que con camisa de seda celeste, corbata gris perla, traba de oro y portafolios tipo ”attaché”,
estaba hecho un artista de cine. No me gusta la jactancia, así que
lo digo sin despreciar, pero noté que los vecinos me miraban.
-¿Vas a un casorio, a esta hora? –preguntó el del quiosco,
cuando me entregó los cigarrillos.
Yo detuve un taxi sin contestarle, me metí adentro, y dije
lacónicamente mi destino.
-Cómo no, doctor –respondió el chófer.
La planta industrial es inmensa, y sus edificios, repletos de
rugiente maquinaria, ocupan seis valiosas manzanas parquizadas.
Me impresionó verla desde afuera a esta hora, en plena actividad.
Pero aclaremos. No por lo grande, pues yo había recorrido todos
sus rincones empujando el carrito con fichas de inventario. Me
impresionó la sensación de que tras las infranqueables rejas, había
miles de ojos observándome. Sentí temblar mis manos, y frío en
los pies. Esto último, a pesar de las flamantes medias negras que
calzaba, confeccionadas en hilo fino “made in England”, según
juraron los vendedores de Valeije. Sin embargo, pronto reaccioné, y sacando pecho, fui sin vacilaciones hacia la lujosa entrada
con alfombra roja que usan los capos de la empresa. El ”lobby”,
como dicen ellos. Un portero, de guardia ante los ascensores, me
observó con curiosidad. ¡Si lo conocería yo! Era Silvio Bujones,
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el olfa que vende cigarrillos sin estampilla fiscal, y sólo da crédito
de capataz para arriba. Cuando estaba acercándoseme, oí a mis
espaldas unas voces que conversaban animadamente. Di vuelta la
cabeza, y no me dio ningún trabajo reconocer a los interlocutores.
El mismísimo Director General, acompañado por dos gerentes.
El primero me miró con gesto distraído y, como un murmullo,
dijo lo que supongo habrá sido “buenos días”. Yo le sonreí de
oreja a oreja, exclamando en voz bien alta:
-¿Cómo te va, Ezequiel?
Bujones se paró en seco, y dando media vuelta, puso rumbo
a su silla.
-¿Piso? –inquirió el ascensorista
-Veintiuno –dijo el Director General.
-Veintiuno –repetí, sin vacilar.
El bólido salió disparado hacia el espacio aéreo. Y yo,
dispuesto a no perder oportunidad de meter la cuchara en su charla,
me uní decididamente al grupo de jerarcas.
-El sistema de evaluación para las respuestas suministradas
por los retroalimentadores principales no brinda datos coherentes
con la programación prospectiva –comentó muy serio Diego
Thompson, gerente de Proyectos Especiales.
-¡Hay que reunir inmediatamente al Comité Operativo! –dijo
Ezequiel Mendoza.
-No me parece un procedimiento que maximice la eficiencia
programática multilateral –intervine yo, frunciendo la frente- Antes
deben evaluarse las pautas metodológicas de integración alternativa
primaria.
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Todos me miraron en silencio, y el ascensorista anunció:
- Directorio, Gerencia General, Sala de Situación.
-Con permiso –dijo el cerebro máximo, mirándome con aire
de gran cordialidad, mientras tomaba mi brazo- Si no estás muy
apurado, quisiera que me acompañaras un rato para charlar sobre
esa idea tuya. Pero vas a perdonarme. Con el trajín de mi último
viaje a Estados Unidos, se me han desdibujado algunos nombres…
-Leandro José Mocoroa –dije, con mi mejor sonrisa,
extendiéndole la mano- Entre amigos, me llaman Joe.
-¡Ah… si, si! –respondió Ezequiel.
Sin más diálogo, enfilamos entonces hacia los ascensores
privados que llevan ”non stop” al despacho con grandes ventanales,
sito en el último piso de la torre norte. Pocos minutos más tarde,
este valor estaba cómodamente instalado en un pisito sensacional.
Y ya iba a iniciar el inventario de tantas suntuosidades, cuando
mis ojos tropezaron con una morocha de ojos verdes y andar
modulado, que me dejó sin aire. ”¡Vaya minón!”, pensé, calculando
a ojo sus contornos. Después supe que se llamaba Cuquita, y era
segunda asistente de la secretaria ejecutiva. Medidas: 90-70-90,
por lo menos. Un auténtico bombón.
El Director General no era hombre de andarse con vueltas.
Hizo servir dos cafés y, sin mayores preámbulos, fue al nudo
gordiano de la cuestión.
-Como le habrás oído comentar hace un rato a Diego, el
asunto ese no funciona. Para serte franco, yo no soy especialista
en la materia, porque vengo del área de Relaciones Públicas, pero
por olfato creo que está mal manejado. Vos conocés la mentalidad
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de los técnicos. Perderse en detalles, descuidando el objetivo
principal. Por eso me gustó la forma tajante, con que diste un
“no” rotundo a cuando se ha venido haciendo hasta ahora.
Concretamente, deseo que me expliques tus puntos de vista.
Para mi el tipo ése había sido siempre un superhombre. Así
lo veía yo, desde mi puesto Rango 27, como inspector de zócalos.
Pero ahora, frente a él en un pié casi de francachela, estaba
sospechando que era solamente un vivo. No tenía ni idea de lo
que estaba pasando. Por eso se lavó las manos con Thompson,
pretendiendo encajarle el problema a un comité, que yo estaba
empezando a barruntar estaría integrado por un motón de chantas
iguales a él. La lógica más infradotada dejaba en evidencia una
sóla cosa. Nadie sabría para dónde correr. Es decir, se hablaría
durante horas, se escribirían pilas de memos, se mandarían mensajes
codificados en todas direcciones. Se beberían hectólitros de café,
y por fin las cosas quedarían exactamente igual que antes. Hasta
caer en el olvido, resolverse solas, o que algún pinche anónimo
les encontrara la vuelta. En cuyo caso las felicitaciones no serían
para éste, llevándoselas el primer miembro del Comité Operativo
que descubriera su trabajo. Lógica baratieri, pero realista.
Pensamientos que sirvieron para darme aplomo. Porque cuando
hay que macanear, yo soy el campeón mundial. Y, apoyándome
bien contra el respaldo, encendí un cigarrillo importado con aire
de máxima concentración. Aspiré despacito el humo, para crear
atmósfera de expectativa, y luego, mirando a los ojos del legendario
Rango 1, respondí con voz casi inaudible:
-La cuestión no es fácil.
Estaba comenzando mi discurso, cuando entró por la puerta
de comunicación directa nada menos que Peter Conkling. Este
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representaba los intereses del socio capitalista foráneo, un tal
Corporation no sé cuánto, y por razones de seguridad, jamás se lo
veía. Sin embargo, su imagen nos era familiar a todos, pues la
revista “Mundo Patarroyo”, distribuída por el Departamento de
Relaciones Industriales, siempre le dedicaba largos artículos,
profusamente ilustrados. No los leía nadie, pero tenían contento
al de los dólares.
-Good morning, boys! –dijo, riéndose como si acabara de
contarse un chiste graciosísimo.
-Hola, Pete –respondió el Director General- Estamos
estudiando un asunto muy importante, con Joe. La cuestión del
retroalimentador principal. Creo que Diego Thompson te lo
mencionó ayer, durante el cocktail de la embajada.
-Entonces llego en buen momento –respondió el personaje,
dando grandes carcajadas- ¡Hablá, nomás, Joe! Yo me quedo a
ver si entiendo algo.
Repuesto de la sorpresa, abrí mi portafolios sacando un
grueso block de papel borrador y una cajita con lápices
multicolores. El panorama estaba claro. Ninguno de nosotros tenía
la menor idea de todo ese asunto, y recién descubríamos que
existieran cosas llamadas ”retroalimentadores”. Por lo tanto,
cualquier explicación era buena. Visto lo cual, adopté ese aire de
indefinida superioridad que pone mi jefe cuando me manda a
comprar el diario, y dije:
-Esta cuestión hace rato que me viene preocupando, razón
por la cual he desarrollado pautas alternativas diferenciales, que
responden tanto a la metodología de Parkinson como al cambio
generacional inmanente. No entraré en detalles elementales ni en
tecnologismos ambiguos, pero es preciso revisar a fondo la
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mecánica prospectiva para plantear sus diagramas equivalentes.
En otras palabras, a cada cual, lo suyo.
-¡Muy bien dicho! –exclamó Conkling, con semblante serio
- Eso es lo que yo siempre sostuve: ¡A cada cual, lo suyo!
-Ciertamente… -agregó Ezequiel, mientras avisaba por el
intercomunicador que quedaban suspendidos todos sus
compromisos de esa mañana.
-Veámoslo en forma gráfica… -añadí, paladeando el impacto
de mis primeras palabras.
Y a continuación, demostré el teorema de Pitágoras, único
recuerdo dejado en mi cabeza por las trabajosas matemáticas del
Colegio San Miguel. Mis contertulios observaban absortos aquellos
garabatos llenos de letras griegas, intercambiando miradas de
aprobación. Satisfecho, desarrollé luego personalísimas
interpretaciones de las leyes del péndulo, construí formidables
sistemas alfanuméricos, y terminé coronando mi tarea con un
gráfico que hubiera hecho sudar de envidia a Salvador Dalí. Cuando
ya no se me ocurrían más cretinadas, levanté la vista con cara
seria, y dije:
-¿Entendido?
Lo que sucedió después es digno de pasar a la crónica del
camelo, como uno de sus capítulos magistrales. Peter Conkling
se levantó del sillón dando un brinco, mientras felicitaba
efusivamente a Ezequiel por rodearse de tan expertos
colaboradores. Me dio dos fuertes palmadas en la espalda, y se
fue muy apurado por donde había venido. Pero cuando estuve a
solas con el Rango 1 sin la presencia de aquel zángano, sentí
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espanto. ¿Habría captado el supercapo que mi discurso fue
solamente una pila de burradas? Este me miró fijo, sacudió la
cabeza y, poniéndose de pie, comenzó a pasearse, pensativo,
por la oficina.
-¿Y cómo nadie había visto antes el problema? –dijo.
Yo tragué saliva. Ezequiel continuó:
-Debés hacerte cargo inmediatamente de la situación. Ocupá
este escritorio mientras yo voy a almorzar con el ministro de
Economía, y prepará las resoluciones que deban llevar mi firma.
Regresaré temprano; quiero que empieces a trabajar hoy mismo.
Ni lerdo ni perezoso, asintí con aire de sacrificio. ¡Todo sea
por la Empresa! Y enseguida me puse a empujar el lápiz,
alcanzando pronto velocidades supersónicas. En primer lugar, era
necesario hacerme nombrar gerente de algo bien ambiguo, para
no comprometerme a nada concreto, pero que diera prestigio. La
firma tenía muchos jerarcas con títulos raros, así que debí cavilar
largamente para evitar repeticiones. Al fin pude dar con la tecla,
nombrándome Gerente de Programas Alternativos Integrados, con
un sueldo como ése que había leído en el diario.
Dispuse también que la compañía me asignara un lujoso
automóvil. Y hallábame en tales cabildeos, cuando una fe de erratas
cruzó por mi cerebelo. En la vida no hay que ser idiota, pensé, y
cuando se pide, lo justo es hacerlo bien. Por eso, volviendo atrás,
taché la palabra ”Gerente” y en su lugar puse ”Director”. Después
tuve claro que para evitar arrepentimentos u olvidos, era mejor
tener todo pasado a máquina, quiero decir, ”tipeado”, cuando
llegara Ezequiel. Junto al escritorio había un panel lleno de botones.
El primero indicaba ”Secretaria Ejecutiva”. Yo evoqué, algo
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nervioso, los contornos de la segunda asistente, y creí lógico que
su jefa fuera Cuquita al Cubo. Entonces me arreglé la corbata,
encendí un cigarrillo, puse cara de Rudi Valentino, y oprimí el
botón.
Tres segundos más tarde, abríase la puerta principal. Para
darme importancia, consideré oportuno mirar a lo lejos por los
ventanales, con aire de estar sumido en profunda actividad
intelectual. No obstante, con el rabo del ojo ví acercarse una dama
de porte elegantísimo. Levanté la vista, y sin vacilar, le hice un
pícaro arrugoncito de nariz. ¡Qué soponcio, mamita querida!
Cuando ella estuvo cerca, fui noqueado por la cruda realidad.
Abajo de la ropa fina había una vieja horrenda, con más arrugas
que frenada de gusano.
Ella me sonrió, acusando recibo de mi mensaje sublimal, pero
el suscripto ya no estaba para arrumacos. Entonces, con intención
decidida de romper cualquier hechizo, le grité furibundo:
-¡Cuando la llame otra vez, venga más rápido! Necesito que
me pase ésto en limpio, con siete copias. Tiene diez minutos de
tiempo. Y recuérdelo: ¡No admito errores!
-¡Si, si, enseguidita, Mister Mocoroa! –aulló el
espantapájaros, y se hizo humo apretujando mis papeles con sus
dedos flacos.
Traumatizado por tan peligrosa experiencia, juré no volver
nunca más a apretar un botón sin saber qué bicho puede salir de
adentro. Al ratito llegó Ezequiel, con la vieja pisándole los talones.
Se ve que tenía la cabeza en otra cosa, porque lanzó una mirada
perdida, y dijo:
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-¿Está listo el balance, Fernando?
Yo me apresuré a aclararle que no era Fernando, sino Joe
Mocoroa en persona, esperándolo para que firmara mi
nombramiento.
-Ah, si… ¡claro!… El asunto ese… -respondió el líder, muy
pensativo- Yo sabía que estaba olvidándome de algo…
Y mientras canturreaba en voz baja, dejando tras sí un discreto
vaho alcohólico, tomó el montón de papeles que traía la cotorrra
fósil. Les echó un vistazo, sin leerlos, y se puso a dibujar al final
del texto dos complicados jeroglíficos. Yo al principio, creí que,
por alguna causa misteriosa, intentaba reproducir mi demostración
del teorema de Pitágoras, pero por suerte no dije nada. Esos
mamarrachos resultaron ser su firma omnipotente, que estaba
lanzándome al poder y a la gloria.
El resto de esta historia, fue pan comido. Con el
nombramiento en mi diestra, enfilé derechito a la Gerencia de
Personal, feudo del temido Roque Castignet. Hice irrupción dando
un portazo, y fui resueltamente hacia el despacho donde vivía el
ogro. Dos tomatiempos con pinta de boludos que salían llevando
paquetes, intentaron cerrarme el paso.
-¿A dónde vas, Mocoroa? –preguntó, alarmado, uno de ellosSi te ven aquí sin uniforme, te echan…
-¡Desde hoy, para Vd. soy Mister Mocoroa! –respondí con
cara de asco- Sírvase no interrumpir mis pensamientos, cuando
estoy abocado a problemas de la empresa.
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El cipayo dijo ”glup”, medio despistado, y apuró la marcha,
mientras mis facciones dibujaban una mueca feroz. Luego de este
incidente me recompuse, y con fuertes pisadas hice entrada en la
cueva del cuco, sin pedir permiso. La secretaria, trémula de
espanto, quiso detenerme, pero no había terminado de abrir la
boca, cuando yo ya paladeaba mi venganza. Al verme aparecer
sin golpear primero, Castignet dobló la nariz, entrecerrando los
ojos. Ese era su temido gesto autoritario, portador de dialécticas
amenazas para espanto del proletariado industrial. Yo lo miré de
arriba a abajo, y sin inmutarme ni saludarlo, le tiré una copia del
nombramiento a la cara. Debí sorprenderlo con mi desfachatez,
ya que hasta entonces no me consideraba más que un triste Rango
27. (El muy canalla conocía por nombre, apellido, número de ficha,
vida y milagros, a todos los empleados del establecimiento). Y
mientras con un ojo me fulminaba, el otro se puso a recorrer
ávidamente aquellos documentos.
Cuando llegó a la firma, estaba pálido como una hoja seca.
Muy callado giró en su sitial, para apretar el botón del
intercomunicador que correspondía a la secretaria de Ezequiel.
-Aló –respondió, muy rebuscada, la vieja espantapájaros.
Él, por toda respuesta, hizo escuchar un gruñido, levantando
el microteléfono, para impedirme oír lo que ella decía. Después
Castignet empezó un agitado discurso, hasta quedar
repentinamente en silencio. Como escuchando las premoniciones
que enviaba el otro extremo del cable. Ese vejestorio debe haberle
descripto los acontecimientos previos, quizás robustecidos con
alguna advertencia sobre mi sadismo. Y cuando el gerente de la
Gestapo cortó la comunicación, sus labios temblaban frente al
poder de un Rango 2.
29
-Felicitaciones, Leandro José, digo ”Joe”, si puedo llamarte
así –exclamó con gesto sumiso, extendiéndome la manoOlvidemos viejos problemitas, como esas cuatro suspensiones sin
goce de sueldo, y hagámonos amigos, che. ¿En qué puedo serte
útil?
Soy una persona ansiosa, y cuando quiero algo, me consumen
los nervios. Por eso exigí la inmediata puesta a mi disposición de
algunos atributos correspondientes al nuevo status. Media hora
más tarde, estaba sentado tras un monumental escritorio estilo
sueco, y tenía secretaria privada. Nada menos que la mismísima
Cuquita, quien fue transferida a mi área luego de hacerle una
discreta insinuación al chupasangre, ahora convertido en
chupamedias, de Castignet. Porque si éste tenía una virtud, era su
extraordinaria capacidad de adaptación al cambio. Claro que, para
prevenir interpretaciones malsanas, hice presente que no había
nada personal en la elección. Me impresionó el tino de esta señorita
para las relaciones públicas, y su flexibilidad frente a nuevos
desafíos. Dicho en otras palabras, si necesitaba su colaboración,
era por la imagen de la empresa.Y hallábame meditando sobre tan
profundas cuestiones, cuando llegó el jefe del taller, para dejar en
mis manos un juego de relucientes llaves.
Esa noche regresaría a casa en auto, no por haber tomado un
taxi en la estación, como cuando cobraba el sueldo, para evitar
asaltos. Aparecí al volante de mi propio “fórmula uno”, un
reluciente Jaguar color verde esmeralda con butacas tapizadas en
piel de zebra, música funcional, y equipo antipolución. Este era el
último hallazgo de la técnica automotriz, pues transformaba los
fétidos gases del escape, en humo rosado con olor a perfume
francés.
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-¡Miren al Leandro José! ¡Se compró un taxi! –gritaron a
coro los pibes del barrio, al verme llegar.
-¿Te lo sacaste en una rifa? –preguntó, con insolencia, el hijo
del fiambrero, mientras ponía en el suelo la canasta de reparto.En
un momento, mi coche estaba rodeado de gentuza. Algunos se
conformaban con mirarlo boquiabiertos, entre ruidosos
comentarios. Otros, más atrevidos, entregáronse con frenesí ritual
a la tarea de manosearlo. ”¡Qué chusma!”, pensé, horrizado ante
el papelón, si mis nuevos colegas vieran ese espectáculo. Dos
horas más tarde, salía con mis maletas y Porota (desde entonces,
le digo Francis), rumbo al Alvear Palace Hotel. Porque en este
mundo se puede ser liberal, pero para sentirse bien, hay que vivir
entre gente como uno.
Al otro día, llegué a la oficina cerca de las once. Mi primera
tarea fue tomarme un café, que Cuquita sirvió entre primorosas
ondulaciones. Después leí el diario, y me puse a hojear la obra
cumbre de Jack Melone ”Compatibilización e interdependencia
ejecutivas”. Esta se había convertido en mi libro favorito, fuente
de inagotable inspiración.
En la página 314 encontré el organigrama que necesitaba
para programar los centros a mi cargo.
Un poco más tarde, había tomado tres secretarias asistentes,
un jefe de contaduría, dos ingenieros y veinticuatro analistas. Me
hice comprar también los más sofisticados equipos electrónicos,
como corresponde a todo jerarca respetuoso de la tradición. Claro
que al principio no tenía idea de qué iba a hacer con todo ese
despliegue de personal y elementos técnicos. Pero lo importante
era consolidarse; después, el trabajo vendría solo. Porque, como
31
dicen mis autores favoritos, en cualquier empresa basta ofrecer
una mano a los colegas, para terminar bajo montañas de papeles.
Luego es sencillo conseguir que muchas tareas sean transferidas
definitivamente, cosa que todos agradecen. Así termina cerrándose
el círculo, y uno queda con suficientes compromisos para justificar
su presencia en la fiesta, per sécula seculorum. Lo que de hecho
sucedió.
Pero el enredo ese de la retroalimentación prospectiva,
prospección retroalimentativa, o como se llame, bombardeaba mi
mente. Cualquier día me iba a tropezar con Ezequiel, y de volverle
el asunto a la cabeza, yo hubiera quedado como un náufrago al
garete, haciendo la plancha en medio del mar. Visto lo cual, llamé
al jefe de contaduría y le dije:
-Vea che, creo que hay un problemita con esa historia de la
retronosécuanto. Estúdieme el asunto, y proponga por escrito
algunas soluciones. Lo necesito para mañana, a primera hora.
Bueno… ¡cerca de las diez y media, está bien!
Al día siguiente, encontré sobre mi escritorio dos voluminosas
carpetas conteniendo un informe de cuarenta páginas, dos anexos
y seis gráficos a todo color. El funcionario y su gente, habían
trasnochado por terminarlo a tiempo. Y, la verdad, impresionaba.
Lo hojeé para enterarme del tema, pero si voy a ser honesto, no
pude entender un pito. Entonces supuse que lo más apropiado era
colocar mi firma donde se la viera bien, y mandarle el mamotreto
a Ezequiel. Claro que sin agregar comentarios, para no verme
después en compromisos. Y debe haber estado buena la cosa,
porque dos horas más tarde, todo el mundo empezó a llamar por
teléfono para felicitarme.
32
Como culminación de este proceso, en pocas semanas fui
nombrado presidente del Comité Operativo. Hoy tengo
muchísimos compromisos empresarios, cuenta en Suiza y dos
autos. Pero mis tareas me han agobiado tanto, que debí coordinar
unas vacaciones en el Caribe para reponerme. Así podré seguir
dedicando a la empresa toda mi capacidad ejecutiva. Porque
cuando uno ocupa una posición de responsabilidad como la mía,
al trabajo hay que tomárselo en serio. ¿No le parece, che?
33
34
HIGINIO Y LA MAQUINA
35
36
“Jamás hubo genio extraordinario, sin mezcla de locura”,
decía Séneca. Siglos después, Higinio Saldívar vino a confirmar
la regla. Mas todo evento requiere cierto proceso evolutivo.
Primero fue un chico de características comparativamente vulgares.
Pero cuando cumplió once años, tuvo su primer encuentro con la
ciencia. Entonces comenazaron los chispazos, pues estaba dotado
de irresistible vocación. Siendo preciso aclarar que no era un
teórico, pues sólo el más crudo pragmatismo lograba
enfervorizarlo. Para él, las cosas debían probarse en el campo
experimental, careciendo de valor todo juicio opinativo. Ni aun la
experiencia ajena, generalmente acreedora al respeto, se salvaba
de tanto escepticismo. ¡Ver, para creer! Cierto día su maestra tuvo
un desatino, explicando la ley de gravedad. Que Newton, que la
manzana, que la atracción de los cuerpos. Hasta explicó complejas
fórmulas.
-¿Sería verdad, todo eso? –cavilaba Higinio- ¿El producto
de sus masas, dividido por el cuadrado de la distancia que las
separa? Sólo hay una manera de comprobarlo, y para eso estoy
yo. Me subo a la palmera del colegio y salto, aterrizando en el
banco que hay abajo. Si la maestra no miente, el impacto es
fácilmente calculable. Se multiplica mi masa por la del banco,
dividiendo su producto por el alto de la palmera, al cuadrado.
37
Después se puso a hacer números, y dijo:
-Un golpecito de apenas veintisiete kilos…
Terminado este razonamiento, se metió la mano en el bolsillo
y sacó un especial de jamón y queso, que tenía para almorzar.
Pero comer era imposible, con tanta preocupación científica
bombardeándole el cerebro.
-Interesante, y con poco riesgo… –concluyó por fin,hay que probarlo!
¡Esto
Tras lo cual, saltó. Poco después, sus amigos empezaron a
llamarlo “el rengo” Saldívar.
Pero él no se desalentó con tan amarga experiencia. Corría
por sus venas indómita sangre gallega, razón suficiente para que
rehiciera una y mil veces los cálculos, con constancia ejemplar,
hasta descubrir su error. La cosa estaba clara. El planteo
matemático era perfecto, pero había confundido una variable básica
al resolver esa ecuación. En vez de tomar la masa del banco, debió
haber tomado la masa del planeta Tierra. Que, como cualquiera
puede intuir, es bien mayor. Así rectificada, la cuenta demostraba
que el tremendo porrazo hubiera sido previsible. Acababa de probar
algo importante… ¡Newton estaba en lo cierto! Y de algún modo,
eso era compartir su gloria. La hazaña sirvió para acicatearlo.
¡Que el mundo fuera preparándose para conocer su obra! El
recuerdo de Arquímedes, Edison, Marconi, y tantos otros, iba a
empalidecer ante los trabajos del rengo Saldívar. Y aunque parezca
sorprendente, la profesía en cierto modo se cumplió.
Pero vamos a lo que ya es historia. Higinio vivía con sus
padres en una casita de Villa Devoto, adquiriendo temprano
38
renombre entre los vecinos. La causa es comprensible. Mientras
cursaba el bachillerato, instaló un laboratorio en su habitación.
Pero apenas estrenado, tuvo que recorrer la manzana recogiendo
las chapas del techo. Estaba mezclando azufre con carbón molido
y otras menudencias, que tenía en una lata. De pronto, se cortó la
luz. Y como no era posible interrumpir su experimento, el
muchacho decidió continuarlo alumbrado por una vela, al estilo
clásico. El estampido fue audible un kilómetro a la redonda.
-¡Entonces, era cierta la fórmula de la pólvora! ¡Vivan los
chinos! –gritaba, maltrecho y chamuscado, aunque frenético de
emoción.
Con esa incansable inquietud pudo comprobar muchas cosas
más. Destacándose también sus estudios sobre la elasticidad del
agua, y el hallazgo de una fórmula para transformar dulce de leche
en queso. Luego incursionó por terrenos tan sofisticados como
los rayos láser, ratificando muchos principios básicos a costa de la
pared medianera. Podría argüirse que estos logros tuvieron alto
precio, pero en este mundo nada se obtiene sin esfuerzo. Y llegado
el momento de ingresar a la universidad, su familia debió mudarse.
No por cuestiones de distancia, entendámoslo, pues el viaje al
centro se hacía en media hora. Esa hubiera sido una causa indigna
de este relato.
El edificio estaba en ruinas, por la actividad científica que
tenía lugar en su interior. Los vecinos miraban al joven Saldívar
con disgusto; la policía, con extrema precaución. ¡Por no
mencionar su fama en el Cuerpo de Bomberos! Pero todo aquello
dio sus frutos, pues el rengo finalmente aceptó un postulado.
Cuando los libros tienen autor de confianza, puede dárseles cierto
crédito. Entonces es posible aceptar algunas enseñanzas, sin
39
verificar antes todo su andamiaje teórico. Un planteamiento que
le dio tiempo libre para encarar nuevos desafíos. Comenzaba la
etapa más fecunda de su carrera.
Así fue como durante los pocos ratos de ocio creador que
lograba intercalar entre sus compromisos académicos, el rengo
hizo muchos inventos. Se inició con el paraguas de apertura
acelerada, y un práctico peine matapiojos. Poco después, tendría
otras novedades. Artículos para uso doméstico, como el plumero
digital y la percha plancha. En ésta era posible colgar un traje
arrugado, retirándolo al ratito como recién salido de la tintorería.
Prácticas prendas de vestir, destacándose las botas con calefacción
a gas, rápidamente popularizadas en los parajes de montaña.
Mencionaremos por fin, noveles accesorios para el automóvil,
como la bocina con alternativas, que apretando un botón, cambiaba
su tono de imperativo a cordial. O un control remoto como tienen
los televisores buenos, que permitía conducir el auto desde
cualquier asiento, sin tocar los comandos. Pero aun no hemos
rendido tributo a lo más notable de cuantas maravillas produjo
entonces el cerebro de Higinio Saldívar. Descubrió la tinta con
autoencendido, para ahorrar electricidad. Ella hizo época, y
empezaron a oírse frases que antes hubieran sido sorprendentes,
como ésta:
-¡Apagá la luz, Mamá…! ¿No ves que estoy leyendo?
Mas sabemos que en la vida todo llega. Y cierto día, el
portador de aquellas neuronas privilegiadas, rindió su última
materia. Poco más tarde, colgaba un resplandeciente título
profesional, como anticipo del éxito. Porque Higinio acariciaba
un proyecto cumbre, la masticadora automática. ¿Ha pensado Vd.
en el substancial porcentaje de su vida que cualquier ser humano
40
pierde masticando? Intentaremos cuantificarlo. Un desayuno
normal toma quince minutos, y tres cuartos de hora almorzar.
Otro tanto se va con la merienda, y el triple comiendo al anochecer.
En total, dos horas diarias dedicadas a la masticación…
¡Setecientas veinte horas anuales! Si aceptamos como longevidad
normal unos setenta y cinco abriles, resultaría que el hombre
contemporáneo promedio dedica cincuenta y cuatro mil horas de
su vida a la tarea prosaica de triturar vituallas con los dientes.
Claro que excluyendo prestaciones pico, como cenas navideñas o
despedidas de soltero, de difícil cuantificación estadística. Y para
satisfacer a los escépticos de siempre, es justo aclarar que la
población consumidora de chicle fue excluida deliberadamente
del muestreo.
-¡Seis años de vida, masticando! –cavilaba el genio,- Es decir,
el tiempo que toma cursar una carrera universitaria…
Tras ese descubrimiento, surgían inmensas posibilidades de
progreso humano. En efecto, sacudiendo tan estúpido yugo
masticatorio, la tierra podría convertirse en el planeta de los sabios.
Todos iban a tener tiempo para adquirir licenciaturas, maestrías y
doctorados. ¡Qué desafío para la capacidad creadora del rengo
Saldívar! Era preciso encararla, ofreciendo una adecuada respuesta
tecnológica. Entonces puso manos a la obra, afinando sus planes
durante meses enteros, con esa minuciosidad que lo caracterizaba.
Y terminado su exhaustivo análisis, la viabilidad del proyecto no
dejaba dudas.
Solo existía una limitación en el magno empeño, la económica.
Debiendo adquirirse montones de cable, tornillos, enchufes y
lamparitas. Transistores, cuerdas y palancas. Chapa, vidrio,
aluminio y productos químicos. Una montaña de materiales, que
41
asustaba calculándola en pesos. Pero nada obstruye el derrotero
de los genios. Cuyo léxico, por definición, ignora la palabra
“imposible”. Higinio vendió cuanto tenía, al punto de empeñar
sus medallas académicas. Se pasaba semanas sin comer para
ahorrar dinero, organizando rifas, concursos, y suscripciones.
Liquidó al mejor postor todas sus patentes de invención. Y si alguna
vez debía paralizar los trabajos por falta de fondos, iba a pedir
limosna al cementerio.
Finalmente, pudo interesar en su proyecto a un diario de
circulación masiva, que hizo una colecta entre los lectores. La
plata llegaba despacio, pero adminsitrándola bien, aquel sueño
empezó a materializarse. Transcurrieron muchos días y largas
noches. La puerta del laboratorio ostentaba ahora un cartel
imperioso: “Entrada prohibida”. No se podían ahorrar recaudos,
para que nadie fuera a plagiar su invento. Cualquier país dueño de
tan extraordinaria capacidad generadora de tiempo libre, se
convertiría a corto plazo en una superpotencia. Lo que daba al
proyecto, incuestionable valor estratégico.
Así llegó por fin el gran momento. La maravilla del siglo
estaba terminada, lista para salir airosa de cualquier prueba.
Triturar, deglutir, haciendo puré cuanto cayera en sus fauces.
Carnes, frutas, tallarines, pollos, o pasteles. Hasta huesos, si la
dejaban levantar presión. Cuanto se pusiera al alcance de ese
prodigio tecnológico terminaría hecho papilla de rápido engullir.
Una fiesta para estómagos apurados, que en menos tiempo podrían
ahora comer más y mejor. Por tal causa, sobre el tablero principal,
había un consejo. “¡Cuidado con las indigestiones!”. Aquel primer
modelo era de tipo industrial. Un aparato apto para colegios,
fábricas o cuarteles. Ya se harían otros más pequeños, destinados
al uso doméstico. Y aún portátiles, para viajantes de comercio. La
42
lustrosa masticadora era imponente. Contaba con una consola
central de mando, y dos cuerpos laterales. A diestra, el triturador
propiamente dicho. A siniestra, la sección horneado, aderezos, y
despacho. Más allá, había un sinfín transportador. Este llevaba los
productos alimenticios a la boca de acceso, activado por poderosas
succionadoras de vacío. Por el extremo opuesto, y como
culminación del ciclo, salía una pasta chirle, apta para tragar en
menos de lo que dura un suspiro. El aparato hallábase equipado
también con doble selector de sabores, y un moderno equipo de
música funcional.
-¡A trabajar! –repetía con convicción, el genio, anticipando
horas de gloria.
Pero en el mundo actual, las noticias corren como reguero
de pólvora. Especialmente cuando se refieren a asuntos capaces
de cambiar los hábitos populares de una época. Higinio Saldívar,
por fin, era famoso. Y existiendo semejante expectativa, a la
ceremonia en que se presentaría su masticadora automática
concurrieron altos funcionarios gubernamentales, lo más selecto
de la comunidad científica, destacados líderes empresarios, y la
prensa en pleno. Se rumorea que, burlando estrictos controles,
cierto grupo hostil logró también infiltrar agentes, para no perder
detalles del magno evento. Y no faltaron otros convidados de
piedra, pues a primera hora apareció un piquete de la “Asociación
de odontólogos, mecánicos dentales y afines”, alarmada por
constituir el proyecto una amenaza mortal contra las caries. Sea
como fuere, de pie frente a su máquina y vistiendo traje oscuro, el
inventor se dirigió al respetable público.
-¡Señoras y señores! –dijo- Este momento marca el comienzo
de un nuevo tiempo histórico. La masticadora automática que
tengo el honor de presentar…
43
Los caballeros interrumpieron el discurso con vibrantes
aplausos. Las damas, ocultando emotivas lágrimas, arrojaban
flores. Y cierto ramillete de violetas cayó sobre el botón a cuyo
tope se leía la palabra “Arranque”. Instrumento que, como toda la
máquina, era de extraordinaria sensibilidad. Un atronador sordo,
casi sibilante, acalló entonces los rumores del magno evento. A lo
que seguiría el ritmo inconfundible de una empecinada masticación.
Y mientras las succionadoras ululaban, aspirando al máximo de
su fuerza, el gentío disminuía rápidamente. En el tumulto, Higinio
Saldívar luchó, sin éxito, por llegar a la consola de mando. Visto
lo cual, también fue masticado hasta quedar hecho papilla. No
sobrevivieron testigos, que relataran el epílogo de esta historia.
Pero se sabe que, tras engullirse íntegra tan ilustre concurrencia,
la máquina, enloquecida, comenzó a masticarse a sí misma.
Como restos del festín, sólo quedaron una pila de pasta chirle
con gusto a frambuesa, y el equipo musical. Este propalaba los
compases de un viejo tango: “Adiós, muchachos”. Dado tan
infortunado comienzo, las masticadoras automáticas jamás
lograron popularizarse.
44
REBELION EN EL LITORAL
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46
La localidad de Monte Ralo, en la provincia de Entre Ríos,
tenía 1642 habitantes, incluyendo su zona periférica. Pero dentro
del radio urbano propiamente dicho, vivían sólo 325 almas. Un
pueblo como cualquier otro, del campo argentino. Sus principales
puntos de referencia eran la plaza, la avenida principal, y el estadio,
alguno de los cuales en su día se llamó Presidente Perón. Todas
las calles terminaban en un alambrado, se esfumaban dentro de
huellas polvorientas, o iban a ahogarse entre charcos y pajonales.
Fuera de eso, el único atractivo turístico de Monte Ralo era la
playita sobre el arroyo Escorpión. Y en cuanto a valores
arquitectónicos, destacábase un par de edificios públicos,
construídos en la época de oro. El resto, eran casuchas. Panorama
urbano que completaban el Club Social, el Bar Nicolino (anexo
cancha de bochas) y la Peña Folklórica. Un pueblo donde la gente
tenía poca oferta de diversión. Así que sus entretenimientos
favoritos eran caminar dando interminables vueltas alrededor de
la plaza, o desplumarse jugando al truco. Además, los
monterralenses eran locos por la política. Que si los
norteamericanos, que si los rusos, que si el gobierno, que si vuelve
la inflación. Pero últimamente había surgido un nuevo tema de
debate, el déficit municipal. Este monopolizaba los temores
colectivos, porque cundían rumores sobre la llegada de un
comisionado interventor.
47
Institucionalmente, Monte Ralo estaba ligado desde antaño
a la familia Rocamora. Y, con prescindencia de quién ganara las
elecciones, siempre había un Rocamora en el puesto clave. Eran
los auténticos factores de poder. Tanto que en muchas campañas
electorales, se usaron carteles viejos, sobrantes del comicio
anterior. Y no había problemas, porque su texto era invariable:
“Vote por Rocamora”. Incluso cuando hubo gobiernos de facto,
éstos recurrían a los líderes del pueblo para nombrar autoridades
locales. En el momento de escribir esta crónica, Elpidio Rocamora
era intendente, y su primogénito Nicanor, secretario de Hacienda.
El hijo menor, Tomasito, tenía a su cargo la Secretaría de Cultura.
Los demás puestos importantes, estaban en manos de parientes y
amigos. Pero no todo era armonía, porque como es natural en
cualquier régimen democrático, existía también oposición. Pequeña
aunque temible, pues la encabezaba nada menos que don Ciriaco
Robles, comisario vitalicio del pueblo. El resto de los vecinos se
tomaba las cosas filosóficamente, aceptándolas sin protestar. ¿Para
qué hacerse mala sangre, don?
Las finanzas del municipio eran manejadas por los Rocamora
como asunto de familia. Don Elpidio había propuesto vender cien
vacas de su estancia “Los Cisnes”, para bancar el déficit, pero
doña María Luisa se negó tenazmente. Ese era un sacrificio
desmedido, vista la fortuna familiar. Sugirió, en cambio, organizar
la “Fiesta del Rabanito”, en homenaje a ese noble puntal de la
economía monterralense. Sin embargo, el proyecto fracasó por
inercia de la autoridades provinciales, esos burócratas especialistas
en complicarle las cosas a quien les da de comer. Y ante tales
circunstancias, se plantearon mil otras salidas. Algunas eran
sensatas; las más, irrealizables. Lo cierto es que el problema se
agravaba diariamente, pues la recaudación fiscal era pequeña, para
solventar los gastos públicos. La gente veía con malos ojos pagar
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impuestos. Y como los gustos hay que sacárselos en vida, nadie
aflojaba un peso. Hasta se tuvo que pedir dinero prestado al usurero
del pueblo, para hacer frente a compromisos impostergables. El
panorama era crítico.
Un negro día, con el informativo de las 19:30, Radio Paraná
lanzó al éter la temida noticia:
-Ha sido designado interventor en la localidad de Monte Ralo,
el Dr. Darío Muzatti -decía una voz metálica.- Asumirá sus
funciones mañana a primera hora.
Poco más tarde, el estado mayor del clan Rocamora
consideraba la amenaza. Doña María Luisa propuso aguardar los
acontecimientos. Ya habían sido volteados antes, pero nunca nadie
logró desalojarlos definitivamente del poder. “Gajes del oficio”,
decía ella, convencida de que ningún interventor dura cien años.
Don Elpidio protestó, indignado.
-¡Qué insolencia, hacernos ésto, después de tantos años
sirviendo al pueblo…! ¡Hoy no se respeta a nadie, che!
Pero, un poco por su edad, y otro poco debido a que desde
hace tiempo quería tomarse unas vacaciones, aceptaba también el
percance con resignación. Nicanor, en cambio, no se sintió nada
inclinado a esperar su futuro de brazos cruzados. Si llegaba a
descubrirse cierto negocio vinculado con la compra de escobas,
adiós carrera política. ¿Cómo explicarle a ese maldito comisionado
que durante el último año fiscal, el municipio hubiera tenido que
adquirir 16.000 escobas? ¡Diez por habitante, incluyendo niños y
ancianos…! Tomasito, por su lado, había vuelto hace poco tiempo
de Rosario, donde estudiaba Derecho. Mas no con un título para
honrar el apellido ilustre, sino expulsado de la Universidad, por
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revoltoso. El era, ante todo, un ideólo astuto y valiente. Aunque,
si vamos a ser francos, algo proclive a perder el control. Por todo
ello, su previsible respuesta no se hizo esperar.
-¡Esto es un atropello al federalismo! –dijo- ¡Debemos
defender la autonomía municipal, hasta morir!
Nicanor era un burócrata, y se quedó atónito con semejante
propuesta. Pero pensándolo mejor, concluyó que armándose un
buen batifondo, nadie tendría en cuenta unas escobas más o menos.
Resistirse era un delirio, pero como el primer cuidado del hombre
es conservar el pellejo, apoyó el plan. Doña María Luisa no
entendía más nada, con tanta discusión Así que se puso a pensar
en otra cosa. Pero su marido sintió escalofríos, por el futuro en
ciernes.
-¡Vds. han perdido la cabeza! –dijo- Vamos a terminar todos
presos. Ya el Ciriaco ése, que es primo segundo de Muzatti, debe
estar preparando un calabozo. Mejor quedarse tranquilos, digo
yo…
-¡Jamás! –gritó Tomasito, en un rapto de pasión política ,¡Antes, la vida!
Las cosas empezaban a tomar cierto cariz emocional, y en
esas circunstancias surgen rápidas asociaciones de ideas.
-¡La vida, antes de que descubran mi operativo escobas! –
pensó Nicanor.
-¡La vida del pueblo va a volverse más sabrosa, con una
revolución que salga en los diarios! – cavilaba doña María Luisa.
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-¡La vida e’ perro que le podría dar yo al Ciriaco, si las cosas
andan bien! -pensó don Elpidio.
Y sin más trámite, dictó su veredicto:
-Este plan es un delirio, che. Pero si Vds. están decididos, yo
ya ando medio viejo pa’ meterme a discutir.
Así quedó resuelto oponerse con la fuerza al inminente
desalojo. El sable de Marte se alzaba contra la espada de Damocles.
Monte Ralo estaba en guerra con la Provincia de Entre Ríos. Y si
los porteños se metían, con Buenos Aires también.
Esa noche, los preparativos fueron febriles, porque en tales
circunstancias, la historia se precipita. Tomasito Rocamora asumió
la jefatura del movimiento, y Nicanor tuvo que ponerse a sus
órdenes, como ayudante de campo. Falto de interés por la técnica
militar, no miraba siquiera películas de guerra, ni tampoco corría
rápido, debido a sus pies planos. Causa suficiente para definir la
estructura de mando. Poco profesional quizás, pero las
imperfecciones del liderazgo, eran compensadas con ardor.
-¡Viva Monte Ralo! –gritaba el corazón.
Ahora debían movilizarse las reservas, para organizar una
fuerza de choque. Poco después del crepúsculo, Tomasito irrumpió
como un torbellino en la Peña Folklórica, colorado de tanta
adrenalina que le bombeaba el órgano rey.
-¡Salud, pueblo monterralense! –gritó con fuerza desde la
puerta, ahogando el rasguido triste de una zamba.
-¡Otra vez ese loco! –dijo el negro Elordieta.
51
-¿No te parece divino, vestido de kaki y con una escopeta al
hombro, como en Africa? –chismoseaban las hermanitas BonettiDicen que ahora anda con la flaca de la farmacia Rubinstein…
Pero sigamos relatando nuestra historia. El jefe rebelde
improvisó una inflamada arenga, llena de complejos razonamientos.
Planteó el problema en términos de lucha contra la opresión de
los poderosos. ¡Ay de ellos, cuando los pueblos despiertan! Aquel
sería un golpe mortífero contra grupos reaccionarios que se
agazapan en las sombras. Y, como pueblo elegido para un destino
de grandeza, sólo habían dos caminos: Vencer, o morir.
-¡Viva don Elpidio Rocamora, y abajo la intervención!
Elordieta y tres peones que jugaban al truco, olfatearon
inmediatamente la oportunidad de pasar las mejores vacaciones
de su vida, ganando plata sin trabajar.
-¿Nos pagan los gastos de traslado al frente de batalla, señor?
-¡Por supuesto!
-Entonces, cuente con nosotros, che.
Un rubio medio caradura que siempre tenía sus copitas
encima, se plegó sin discusiones. Pero no por fanatismo
autonomista, entendámoslo, sino pensando en los brindis de la
victoria, cualquiera fuese el triunfador. Dos barbudos dijeron que
sí por razones difíciles de entender, porque con la borrachera que
tenían encima, hablaban en borrador. El gallego Jesús Mouriño,
concesionario del bar, por su parte, aceptó la propuesta después
de hacer cuentas. Si aquello prosperaba, iba a despachar más
copetines que en el resto de su vida. Y las chicas se adhirieron,
52
vista la hora. Ya era medio tarde, pero si seguían discutiendo,
aquello no iba a terminar más. Otros parroquianos, ajenos a la
tragedia, optaron por no meterse. Y sabido es que quien calla,
concede. Por tanto, su silencio fue tomado como apoyo a las
proclamas. El comandante Tomás - rápido ascenso de su grado
previo, como cabo de reserva - tenía una cita con la gloria.
Inmediatamente se tejieron planes bélicos, que contemplaban
todas las hipótesis de conflicto. Los primeros objetivos eran tomar
el correo, la central telefónica, Radio Monte Ralo y la sede policial.
Luego bloquearían el camino de acceso al pueblo, para cerrarle el
paso al maldito interventor. ¡Que entrara de prepo, si podía! Varias
patrullas salieron hacia destinos secretos, armadas con lo que
encontraron a mano. Más que nada escopetas y palos, que no son
tecnología de última generación, pero resultan contundentes
cuando se los sabe usar. Y sobre las mesas de ping-pong se
desplegaron unos mapas del Automóvil Club, para seguir el
desarrollo de cada operativo.Tomar la radio, el correo y los
teléfonos, fueron operaciones relativamente fáciles. Los edificios
estaban vacíos a esa hora. Por tanto, las fuerzas insurgentes no
debieron vencer otra resistencia que la muy escasa opuesta por
tres candados de marca china. Copar la sede policial, en cambio,
exigía mayores precauciones. Primero, una llamadita telefónica,
para medir fuerzas.
-Hola, ¿con quién hablo?
-Comisaría de Monte Ralo –respondió una voz somnolienta.
-¿Está don Ciriaco?
-No, se torció el tobillo jugando a las bochas, y está
hospitalizado en su domicilio.
-¿Y el cabo Domínguez?
53
-En Paraná, con licencia por fallecimiento de una prima.
-¿Y el agente Cirilo?
-Ganó el PRODE y renunció.
-Pero…¿no hay nadie del personal, que pueda atenderme?
-No.
-¿Quién carajo habla, entonces?
-Habla el preso.
-Déjese de joder y llame a alguien, que esto es muy serio.
-Vea don, yo no soy bromista sino cuatrero. Así que más
respeto. La señora del comisario dejó el teléfono en mi calabozo,
y se fue. Y ojalá regrese pronto, que se está acabando la yerba.
Buenas noches.
Así culminó esa charla, e instantes después, la comisaría
estaba en manos del comando revolucionario. Cuyas fuerzas, dicho
sea de paso, contaban ahora con un voluntario más.
“Cualquier cosa es güena…” –pensaba el preso- “¡pa’ poder
rajar!”.
El grupo enviado a sellar la entrada al pueblo, llegó hasta la
autovía interprovincial. Entre ésta y Monte Ralo había tres
kilómetros, por camino de tierra. La consigna del pelotón era clara:
Poner allí una barrera infranqueable. Durante el viaje, el grupo
sólo halló calles desiertas. ¿Quién iba a andar paseando, con este
frío, y a semejante hora?
En la rampa de acceso, empero, los muchachos vieron un
camión blanco, estacionado fuera del camino. Su conductor
forcejeaba para cambiar la rueda delantera derecha. Sobre el
costado, escrito en letras negras, se leía el nombre del dueño. Una
compañía llamada “CNEA”, de la capital. Los automóviles pasaban
54
a más de 100, y sus ocupantes, ajenos al devenir de la historia, no
parecían interesarse en absoluto por Monte Ralo. Pero ese vehículo
estaba en plena zona de exclusión.
-Buenas noches, don –dijo Elordieta.
-¡Hola, pibes! ¿Cazaron algo? ¡Está linda la noche pa’
peludear! Si no fuera por el laburo, me tomaba unas copas con
ustedes…
Pero el horno no estaba para bollos, porque todos los
movimientos revolucionarios empiezan ensalzando la virtud moral.
-¡Más respeto! –gritó el correntino Pontevedra- Esta es una
patrulla del Ejército de Liberación de Monte Ralo, chamigo, y
quedás detenido por sospechoso.
-¡Andáte a dormir, borracho! -contestó el chófer, mientras
echaba mano a una llave inglesa tamaño grande.
Aquél era un “casus beli”, y la reacción de los sublevados
fue inmediata. El hombre se defendió como pudo, pero al ratito
estaba atado de pies y manos. Dos patriotas lo llevaron enseguida
a retaguardia, como prisionero de guerra. ¡No fuera a ser un espía
del comisionado de mierda, ése!
Con las primeras luces de la mañana siguiente, el pueblo
adviritió que algo raro ocurría. XX 12 salió al éter a las 7:00 en
punto, como siempre. Pero en vez del Chicho Gregorini leyendo,
entusiasmado, el pronóstico meteorológico, oyóse una voz
gangosa, que brindaba pensamientos llenos de pasión:
-Transmite el estado mayor revolucionario de Monte Ralo.
55
Ha llegado la hora de romper nuestras cadenas, tomando el sendero
que señalaron los próceres de ayer…
Y después de largas arengas, propalábase música grandiosa,
afín a las circunstancias. Lo poco que se había podido reunir en
un par de horas. La Polonesa Heroica, Italia Unita y el himno del
Centro de Bochas “La flor del Paraná”. Algunos exaltados
quisieron agregar las marchas de sus clubes de fútbol predilectos,
pero ése es el talón de Aquiles del alma nacional. Dicho en otras
palabras, frente a un conflicto, deben evitarse los elementos
irritantes, fuente potencial de disensión interna.
-Parachipúm, chipúm, parachipúm, chipúm –sonaba la voz
del aire.
Y sabido es que las ondas electromagnéticas se desplazan a
300.000 kilómetros por segundo. Dicho en otras palabras, a las
7:01, Monte Ralo era noticia.
-¡Manden veinte agentes de policía! –chillaba, furioso, desde
la cama, el ministro de Gobierno de la provincia.
-¡Manden un regimiento de tanques, por si acaso! –rugió el
gobernador.
-La provincia argentina de Entre Ríos ocupada por fuerzas
rebeldes… -informó Radio Colonia- Y hay más noticias, para este
boletin…
En Buenos Aires, la prensa sensacionalista lanzaba ediciones
extra. “Sangrienta rebelión” decía un diario. “Los países vecinos
cierran sus fronteras”, informaba otro.
56
Las pizarras de los periódicos tradicionales eran más parcas.
“Podrían haberse producido hechos anormales en el interior del
país”.
-¡Viva la causa monterralense! –vociferaba XX 12, en la punta
del dial.
Entretanto, Giuseppe Balbiani sacó su lancha, a remolque
del camión, para irse a pescar truchas. Pero visto el estado de
emergencia, un grupo armado lo paró en seco, frente a la Peña
Folklórica.
-¡Jurá fidelidad a la causa, o te cago a trompadas! -fue
todo el saludo.
El no tenía idea de lo que estaba pasando, pero la expresión
terrible de sus captores le despejó cualquier duda. Y, vistas las
circunstancias, debe haber contestado en forma muy satisfactoria.
Porque el cabecilla le dio un abrazo, nombrándolo almirante, sin
más trámite. Con la consigna de patrullar el arroyo Escorpión,
límite del municipio.
-¡Nuestras fuerzas ya controlan el espacio fluvial! –anunciaba
enseguida la radio rebelde- ¡Viva la revolución!
-Violentos combates navales en el Río de la Plata – informó
Radio Colonia.
Poco después, el presidente de la República, reunido con sus
colaboradores inmediatos en la casa de gobierno, analizaba los
acontecimientos.
57
-La Policía Federal me asegura que son solamente veinte
exaltados –decía el ministro del Interior- No sé cómo un problema
así provocó tanto revuelo. Protestan porque el gobierno de la
provincia les quiere echar al intendente.
-Entonces estamos viviendo un disparate que pasará a la
historia –respondió, con gesto benévolo, el anciano estadista.
De pronto entró al recinto un edecán, visiblemente exaltado,
llevando el teléfono rojo en la mano.
-Un llamado urgente, recibido por el circuito de máxima
seguridad –dijo- Es el jefe de la Comisión Nacional de Energía
Atómica, e insiste en hablar con Vd., señor presidente.
Contrariado por la inesperada interrupción, el primer
mandatario se puso el receptor al oído. Y tras un saludo protocolar,
escuchó atentamente. Pero al hacerlo, iba empalideciendo. Cuando
cortó, corrían por su rostro avejentado, gruesas gotas de sudor.
-Los rebeldes tienen en su poder un camión de la CNEA –
dijo, con voz entrecortada- Y su carga es una ojiva del proyecto
experimental Nihuil.
-¿Hemos producido ya un arma nuclear? –preguntaron
algunos miembros del gabinete, sorprendidos por la revelación.
-Si –repuso el presidente- aunque, por razones de política
internacional, la información es secreta. Pero el peligro de que la
bomba explote, es bien real. Una detonación atómica a 120
kilómetros de Buenos Aires, produciría diez millones de muertos,
y el colapso del país. Debemos entablar negociaciones, sin más
demora.
58
El intendente de Monte Ralo estaba tomando mate, cuando
sonó la campanilla chillona del teléfono a manivela.
-Habla el presidente de la Nación Argentina.
-Elpidio Rocamora, a la orden –contestó, asustado, el viejo
caudillo.
Sus palabras llegaron a destino casi inaudibles, apenas como
un rumor lejano. ¡Estas inundaciones habían dejado inservible otra
vez, la red telefónica!
-No se oye bien, pero dice que me ponga a sus órdenes –
adelantó el presidente a los jerarcas que rodeaban su escritorio,
con la tensión del momento pintada en los rostros.
-Seamos sensatos, señor Rocamora. Le pido una tregua para
negociar, aunque conozco la fuerza de que Vd. dispone. ¿Cuáles
son sus condiciones?
-Pedimos la superación del problema institucional.
“Rendición incondicional”, entendió el presidente,
repitiéndolo a sus colaboradores inmediatos, con voz apagada.
El viejo Rocamora llamó a su esposa, para relatarle el diálogo
que acababa de sostener. Comentaron un buen rato tan notable
acontecimiento, y la conclusión fue unánime. En Buenos Aires
debían estar furiosos, y ésto iba a traer cola. Después se quedaron
escuchando el programa de tangos que irradiaba Radio Splendid.
Las largas proclamas de XX 12 ya eran medio monótonas, y
después de un rato, hartaban. Así que, para distraerse, no había
más remedio que olvidar la causa localista, girando el dial.
Repentinamente, se interrumpió la música.
59
-Transmite LRA Radio Nacional, en cadena con todas las
emisoras que integran la red argentina de radiodifusión –dijo una
voz solemne- Están produciéndose importantes acontecimientos,
y se exhorta a la población a mantenerse en calma. El señor
presidente de la Corte Suprema de Justicia se ha hecho cargo del
Poder Ejecutivo, por renuncia de las autoridades constitucionales.
Como nuevo comandante en jefe de la Fuerzas Armadas, ordena
el regreso de todas las unidades a sus bases. Solicita igualmente a
Su Excelencia don Elpidio Rocamora que cese cualquier
hostigamiento militar. Este gobierno acepta los términos de su
ultimatum, y se rinde incondicionalmente.
-¿No te lo dije, Elpidio? –lloriqueaba, sin consuelo, doña
María Luisa- Nos metimos en este enredo por los problemas
financieros de la intendencia, que son un poroto al lado del déficit
nacional. Ahora que casi sos presidente, olvidáte de las cien
vacas… ¡Ni vendiendo la estancia, lo arreglás!
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EL HIJO DE POU
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62
Los Pou eran viejos vecinos del barrio de Flores, donde
se mudaron el año en que don Hipólito ganó la lotería. ¡Al fin
unos pesos, harto ya de recorrer ferias y almacenes, como
inspector municipal! Porque ese oficio no brindaba más aliento
que algún pollo de regalo. Cosas como la gente, jamás. Por
suerte, un buen día lo transfirieron a Obras Públicas, donde
uno se relaciona mejor. Y como él tenía una rara mezcla de
vocación administrativa con espíritu empresario, puede
afirmarse que le iba bien. De familia armoniosa además, eran
uno para todos, y todos para uno. Doña Margot, la patrona,
siempre elegante. El pelo muy bien peinado, las uñas arregladas
por la manicura, y oliendo a perfume de París. Su esposo
amable, como todos los franceses, bien puesto, y con una flor
en el ojal. La barba al ras, bigotito en rulo y aura de colonia
Atkinsons, que parece importada, a pesar del precio. Además,
estaban los chicos. El mayor de nombre Pepín, como el abuelo,
que sin ser malo, era medio travieso. Vivió rachas de hacer
cosas raras, y por tal causa, algunos vecinos lo tuvieron mucho
tiempo entre ojos. Primero los barriletes reforzados, que al
rescatarlos de las líneas telefónicas, dejaban media cuadra sin
tono para discar. Después el criadero de sapos, los espejitos
encandilantes modelo “antipeatón”, la sirena que hacía sonar a
cualquier hora, cuando ganaba jugando al solitario. Para no
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decir nada sobre su remate mensual de revistas pecaminosas. Iba
lo peorcito de la zona, produciéndose disturbios cuando los clientes
entraban en calor. Y para ser honestos, aun habría que añadir mucho
más. ¿Qué no hicieron los damnificados, movidos por la desazón?
Desde llamar al vigilante, hasta convencer a un cura amigo para
que intercediera ante el Señor. Oraciones, jaculatorias,
exorcismos… ¡todo en vano! Pero desde que Pepín descubrió la
geología, estaba hecho una monada. Feliz con sus bolsas llenas de
piedras, siempre ocupado, y sin molestar. Calladísimo quizás, pero
en la zona ya nadie se quejaba. Salvo el verdulero de enfrente,
rencoroso como buen meridional. Le había jurado la “vendetta”,
o sea una venganza sin fecha de entrega, pero inexorable. Eso es
todo, aunque la señora que vende huevos expresara también algún
agravio. Cosas de muchacho.
-¡Olvidáte de esa vieja! –le aconsejaban sus primos. ¡Mirá
que en la calle Gavilán hay un bailongo flor, para vincularse con
hembras de calidad!
Sin embargo, él era persona de sentimientos estables, y
prefirió sufrir abnegado su pasión, antes que traicionarla. El otro
chico se llamaba Jorgito, quien en lo más íntimo, también era de
buena pasta. Pero siempre metiéndose con vagos. Por suerte pronto
entraría a la milicia, donde los pibes maduran. Finalmente hay que
referirse a Josefina, la empleada. Medio pizpireta, aunque limpia.
¡Imposible ser demasiado exigente, con lo difícil que se ha puesto
el servicio doméstico!
Don Hipólito llegó a la Municipalidad cuando daban las 8:00
en punto. Después de fichar, dijo “¡Buen día, muchachos!”, en
voz alta, para que se despertaran los más marmotas, y puso rumbo,
satisfecho, al Café Sorocabana. Allí estaban los conocidos de las
64
oficinas del barrio, con quienes discutir acontecimientos
deportivos. A las 9:30 se bebía un cognac, y luego de comprar el
diario, regresaba al trabajo. Leer el periódico le tomaría hasta las
10:00 ó 10:15, dependiendo siempre de las noticias hípicas. Un
funcionario tranquilo, porque todo vértigo ocupacional es contrario
a la ética administrativa. Ya lo dijo cierto pensador anónimo:
“Quien trabaja ligero, perjudica al compañero”. Luego, daba
comienzo la atención en ventanilla. El público llegaba por oleadas,
pero sus miembros más despistados tenían la peregrina idea de
hacer cola una hora antes. Gente ansiosa al cohete, pues como
corolario de aquella norma fundamental, no amanece más temprano
por mucho madrugar.
-Che, francés, hacéme un favor. Acá hay una vieja que me
tiene podrido. Se perdió el expediente, y nadie sabe cómo sacársela
de encima. A lo mejor vos, que sos bueno para las relaciones
públicas…
-Quedáte tranquilo, Mauricio, yo le hablo.
-Gracias, flaco…
-Vea señora, han cambiado las normas del Digesto
Reglamentario, y este asunto no camina. Para impulsarlo, necesita
una resolución ministerial, pero el trámite es muy largo. Hacen
falta fotocopias legalizadas del convenio homologado, contrato
inscripto en Industria, partida de nacimiento traducida al español,
dos fotos 4x4, y libreta sanitaria. También se requiere una memoria
operativa en Formulario 3714-30, gráfico a escala 1:10, y
constancia de aportes jubilatorios. Pero lo más importane es
obtener dictamen del Ministerio de Marina, certificando que su
farmacia no constituye un peligro para la navegación. Yo que Vd.,
me olvidaría del tema.
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-¡Qué contratiempo! ¿Y con unos pesitos, para “tocar” a
alguien?
Ese era el momento culminante.
-¡Hubiéramos empezado por allí, señora! Aguarde, y la haré
pasar a mi despacho.
-¿Qué hace el francés en la oficina del director?
-Viendo si se saca de encima con cualquier camelo al
espantapájaros ese. Viene todos los días a hinchar las bolas, desde
que salió el decreto. De fastidiosa, nomás.
-Buen compañero.
………
-Déme un golpe de teléfono el día 15, señora. Me ocuparé
personalmente de su trámite.
-Muchas gracias, señor jefe.
………
-Che, Cirilo, preparáme una resolución favorable sobre esta
solicitud. Es un problema insignificante, y así terminamos con la
vieja ésa. Te dejo los papeles.
-Habría que consultar…
-¿Para qué? El dire viene apurado, y no mira lo que firma.
Lo metemos en el montón, y chau.
-¡Sos un sabio, francés…!
………
-¡He nacido para amarte! –gritó Pepín, cuando vio a la señora
de los huevos.
-¡Cállese, hombre, que puedo ser su madre! –repuso doña
Sara.
66
-¡Sufro el complejo de Edipo, y cuando te veo quiero romper
vidrios…! -dijo él.
Tras lo cual, salió como disparado hacia la calle. Jorgito
estaba mirándolo, mientras apretaba a Josefina contra la pared.
-¿De quién es esa boquita?
-Tuyita, tuyita, niño. ¡Pero tenga cuidado, que puede aparecer
la señora…!
-Chau, después te veo, ¡tengo que ganarme el pan! – exclamó
de pronto el muchacho, al ver a su hermano mayor dirigirse hacia
la puerta.
Pepín llegó al umbral, y luego de mirar en ambas direcciones,
se puso la bolsa al hombro. Caminó entonces rumbo a Avenida
del Trabajo silbando bajito, para doblar finalmente hacia Varela.
-¡Ahí va ese grande disgrasciato…! –dijo, con rabia, don
Cayetano Repinosta, el verdulero, al verlo pasar.
En la esquina había un cartel: “Vidriería Falzetta”. Sus amigos,
por encontrarles alguna denominación. ¡Desconocidos mal
pudieran llamárselos, tras hacer una fortuna siguiéndole los pasos!
Todo empezó cuando lo vieron juntar piedras en la obra de
enfrente. Pero no hay razón para desmerecerlo, porque soslayando
ese descuido, Pepín era discreto. Y diez cuadras a la redonda,
quedábase en calma con santa abstinencia. Claro que superada la
zona crítica, su presencia inspiraba justificados temores. Los
vecinos estaban locos, con esa manía de la honda. Y como cualquier
especialista, también él acusaba sus horas pico: La siesta, para
mayor detalle. Lo que pasara antes o después, era obra del azar.
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Siendo justo añadir, empero, que tratándose de una persona activa,
solamente los moradores de pisos altos dormían en paz…Un bien
que, cual tantas otras ilusiones, desvanecióse de improviso. Mas
no por encantamiento, sino cuando Chicho Falzetta le regaló una
escalera.
-¡Tomá, y que los cumplas felices, che!
-Gracias, viejo...
Pero dicho personaje no era el único interesado en
fomentar sus vicios. A Pepín lo trompearon varias veces por
sospechoso, así que Jorgito Pou localizó una onda prometedora,
haciéndole de guardaespaldas. Y aunque reclamara buenos
honorarios por la lista diaria, el asunto era negocio para
Falzetta. De cada diez clientes, cinco picaron siempre la
carnada, al aparecer un vidriero diciéndose enviado por el
comisario. Pepín desarrollaba sus actividades metódicamente,
de lunes a viernes. Nunca en sábado, pues doña Sara era judía,
y el amor es solidaridad. En domingo, menos, siendo día de
descanso general.
Pero sea como fuere, los vidrios eran la sal de su vida.
¡Verle la cara cuando daba en el blanco! Sin embargo, a pesar de
existir demanda firme, su amigo cristalero tenía problemas por la
competencia desleal. Un turco llamado Anwar, con negocio de
baratijas y afines en Avenida Gaona, descubrió la onda. Y mandaba
a la hija, ofreciendo tela de nylon para tapar agujeros. La
mercadería era infame, pero ella daba espasmos, de bonita.
Entonces efectuaba sus buenas ventas, reemplazando calidad por
esperanza. Odiábalos Falzetta, mas siendo amplia la plaza, donde
come uno, comen dos.
-Chau, princesa…
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-¡Plancháte el rostro, hijo de vidriero!
Montescos y capuletos, como se puede intuir.
-Hola… ¿3246-765309?
-Si, señorita…¿Con quién desea hablar?
-¿Está el señor Pou?
-Servidor, pero se pronuncia “Pú”, porque es nombre francés
-Buenas tardes, habla la señora de Pietrolini, por el permiso
municipal.
-¡Tengo buenas noticias, señora! Su caso está resuelto. Se le
han condonado las multas, y puede efectuar tranquila esas obritas,
aunque obstruyan un poco la vía pública.
-¿Debo presentar planos, con firma de arquitecto?
-¡Faltaba más…! Ya le dije al inspector que cuando pase
delante de su casa, mire para otro lado.
-¡Cuánta disciplina!
-Estamos para servir al público.
-Vea, señor jefe, un cuñado mío también anda con problemas
en la Municipalidad. Le comenté mi caso, y desearía conocerlo a
Vd.
-Dígale que venga mañana, de nueve y media a diez. ¡Entre
amigos, todo tiene solución!
………
69
-Lo que Vd. plantea, Sr. Boffi, es tan difícil como fue el
problema de la señora Pietrolini. Quizás peor, porque además de
una resolución ministerial, su trámite requiere la adopción de
recaudos anexos a las normas complementarias.
-¡Qué contratiempo!… ¿Y con unos pesitos para tocar a
alguien?
- Estudiaremos el caso, tomándonos un café.
Aquel hombre no era de andar con vueltas, ni lo inhibía la
timidez. Y como en este mundo hay que saber pedir, planteó
abiertamente sus inquietudes.
-Va a perdonarme, pero el Obelisco no puedo vendérselo –
dijo Pou- Elija alguna otra cosita que le haga falta.
-Alquilarlo, entonces.
-Eso es otro cantar. ¿Tiene mucho apuro?
-Lo preciso hoy mismo.
-Va a ser difícil.
-Le he traído un dinero, para gastos.
-Véame a las dos.
-Vendré con mi socio, el señor Triskopulos, así lo conoce.
Pepín paró la escalera contra un farol, para treparla con su
bolsa de piedras en la mano. ¡Qué hermosa ventana, sobre ese
balcón florido! La persiana de enrollar al tope, era el sueño de una
70
siesta estival. Delirio de alturas también. O sea el desafío que
implica la soberbia de un tercer piso. Pero… ¡pobres los necios,
incapaces de prever el avance tecnológico! Porque ahora iba a
pegarle: Ya había probado la honda nueva en el Parque Chacabuco.
Apuntó, con labios temblorosos, y al soltar el proyectil, su corazón
latía cargado de esperanza. La piedra salió con un zumbido,
describiendo perfecta trayectoria, para dar justo donde brillaba el
sol.
“¡Crashhhh…!” se oyó, cual trueno que ahogara todos los
rumores de la gran ciudad.
Pepín sintióse feliz, pero no estaba solo en su gloria. Dos
señores vestidos de blanco aplaudían frenéticamente, sonriendo
con aprobación. Sin embargo, cuando bajó de la escalera para
darles la mano, vióse que no eran sinceros. Con la boca muy cerrada
le pusieron un chaleco de fuerza. Lástima haber perdido la honda
nueva, en el forcejeo.
-¿Este es el loco? -preguntó la directora del Hospital
Neuropsiquiátrico- ¿Cuál es su tendencia dominante?
-Romper vidrios… -contestaron los dos grandotes, guiñando
un ojo, mientras el prisionero echaba espuma por la boca.
-Hombre… eso no es grave. ¡Puede ser stress!
-O síndrome de abstinencia –dijo el ayudante, mientras con
la mano izquierda, intentaba atrapar al vuelo un silbido.
-Pueden retirarse –dispuso, por fin, la directora- Y Vd.
siéntese, señor Pou.
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Cuando los captores salieron, ella volvió a hablar, con cierta
ansiedad marcada en el rostro.
-¿Rompiste muchos vidrios, che? ¡Contá, contá…!
Al día siguiente le hicieron un examen, y privó el diagnóstico
de la Dra. Montalvo. Stress. Debía descansar mucho, y nada más
por ahora. Tuvo terapia de apoyo, y “Andáte tranquilo, pibe, que
estás bien”. Pero su vida ya no iba a ser la de antes.
-¡Adiós, doctora!
-¡Hasta la vista, Pepín!
-¿Dirección de Limpieza? Déme con el capataz de la Zona 4,
por favor.
-¡Quién lo busca?
-Habla el secretario privado de la Intendencia.
-¡Ordene, doctor!
-Vea che, el señor intendente necesita las llaves de acceso al
Obelisco.
-Se las pediré a los limpiadores.
-Y me las trae enseguida al edificio de la calle Alsina. Pregunte
por el señor Pou en Mesa de Entradas.
-¿Suspendemos la limpieza, hoy?
-Hasta dentro de dos semanas no precisan volver al Obelisco.
Ya le avisaremos.
72
-Pero tenga en cuenta que va a ensuciarse mucho, y después
cuesta un triunfo dejarlo presentable. Especialmente con la escasez
de agua que hay este verano.
-No se preocupe, che. Usaremos otra partida presupuestaria,
para financiar la limpieza a seco.
-¿Como hacen los tintoreros?
-Exactamente.
-¡Qué maravilla, la ciencia actual!
Pero a pesar de tan esmerados preparativos, nadie recordó
que había otra llave en circulación. Confiada tan luego a Luisito
Peralta. “El chino”, que le dicen, oficial reemplazante sublimpiador,
y hombre con gran iniciativa empresaria. Quien de tanto buscarse
la vida, había terminado haciendo notables descubrimientos. Por
ejemplo, que con un telescopio puesto en una ventanita que tiene
la punta del Obelisco, se obtienen vistas magníficas de la urbe.
Entre otras atracciones, los vestuarios del teatro “El Nacional”.
Allí las coristas se preparan para salir a escena, y el espectáculo
tiene calidad. Imposible ofrecer este servicio mediante oferta
pública, empero, porque con la envidia, poco hubiera durado el
filón. Sin embargo, la muchachada del bar Mortadelli, donde el
nombrado valor pasaba sus ratos de ocio, era discreta y quedaba
satisfecha. A un peso por barba, se entiende. Menos que la platea,
aunque mostrando bastante más. El trabajo de limpieza concluía
entre las 18:00 y las 18:30 horas, según planilla. Después, el
monumento era de ellos.
-Oy, mamma mía… ¡ahora las coristas se dan una ducha!
73
-¡Dejáme mirar un poquito a mi también, Francisco!
-¡No empujés, che…!
Hasta aquí todo iba bien, pero la creatividad humana
desconoce fronteras. Sabido es que el cálculo infinitesimal fue
descubierto simultáneamente por dos genios de la matemática,
yendo por distintos caminos y sin comunicación alguna entre ellos.
Igual ocurrió con los recursos que anidan al tope del Obelisco.
Porque desde esa ventanilla también se veía maravillosamente el
club de poker liderado por Paco Lorenzini. Eran suficientes un
telescopio y dos radioteléfonos, para ganar cualquier partida. Todo
estaba en que el rival se sentara cerca de la ventana, con buena
luz. Olvidábamos decir que este descubrimiento lo hizo Julio Boffi,
el cuñado de la señora Petrolini. Paseando por el centro, y de pura
casualidad.
-¡Nos han estafado, che! –gritó el griego Triskopulos– El
Obelisco está lleno de gente, haciendo lo mismo que habíamos
planeado hacer nosotros.
-¿Cómo decís?
-Si, con un telescopio, y quisieron cobrarme un peso por
mirar. Ni siquiera pude acercarme a la ventana.
-¡Hay que reventarlo, a ese francés canalla! –Vive en Nepper
y Avenida del Trabajo, pasando Flores. Antes de arreglar lo hice
seguir, por si acaso.
-Gratis no la saca. Vamos a llevarnos lo que tenga, si se gastó
el dinero.
74
-¡Lo importane es darle un escarmiento, para que no estafe
más a la gente honrada!
Mientra ésto ocurría, Pepín iba en el ómnibus, lamentando
haber perdido su honda nueva. Menos mal que no tiró la vieja. De
menor alcance pero robusta, como todas las cosas antiguas. Y
con un día tan bonito, ya era hora de salir a romper algo.
-Buenos días, don Cayetano.
-Chau -dijo el verdulero, a secas, mientras pensaba: “Grande
degenerato”...
………
-Hola, Josefina. ¿Hay alguien en casa?
-Estoy solita, niño… -dijo ella, suspirando.
-¡Tranquila, que no quiero líos con mi hermano! Además, yo
amo a doña Sara, che.
-Hubiera venido antes, porque recién dejó una canasta llena
de huevos… ¡Vamos a comer tortillas hasta Pascua!
Mas no fue así, porque unos tremendos golpes contra la
puerta, interrumpieron el diálogo. Joefina abrió un poquito, para
asomarse, pero un desconocido la empujó violentamente al interior.
-¡Dejá pasar, negra! Venimos a ver al patrón.
-El señor no está…
-Entonces lo vamos a esperar adentro. Vos quedáte tranquila,
asi la sacás barata.
75
Eran dos matones de aspecto amenazante. Y la muchacha,
espantada, no opuso resistencia. Pero como Pepín era un chico
de agallas, al ver la escena tomó un huevo en cada mano. Y antes
de poder contarlo, éstos volaban. Y salieron raudos, con
aceleración supersónica, hasta interponerse en sus caminos dos
rostros transidos de maldad. El impacto produjo una onda
expansiva amarillenta, que recibida de lleno por el dúo, lo hizo
retroceder. Pero no habían llegado a la puerta, cuando ya se
hallaban en viaje otros envíos. Y con su experiencia tirando piedras,
el muchacho era letal, a quemarropa.
De más está decir que siguieron muchos huevos. Los bandidos
estaban sucios de solemnidad, y la yema endurecida pegoteaba
sus ojos. Entonces el conflicto escaló proporciones.
Flaqueando la provisión de huevos –¡adiós, tortillas!- Pepín
sacó su honda veterana. La tenía bien escondida en el armario,
con una bolsa de cascotes cerquita. Colorados, y de los más duros.
Su origen fue la demolición del Club de Pelota Vasca San Sebastián.
¡Ni una rajadura en los frontones, a pesar del acoso deportivo
que éstos aguantaron durante años! Los cascotes de ese origen
eran proyectiles especiales para parabrisas, vidrieras reforzadas y
partidos de fútbol. Entonces pudo verse lo que es aunar
principios, con buena munición. Triskopulos quiso extraer la
pistola, pero ésta voló al primer impacto. Boffi ni siquiera pudo
sacar la suya.
“¡Zuuuuum!”, rugían los hondazos.
Y como en el fragor del combate es difícil calcular zonas de
impacto, hubo daños colaterales. Primero saltó hecha añicos una
vidriera del Mercadito San Cayetano, produciéndose escenas de
pánico entre la concurrencia. Un cliente vestido de traje gris,
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hallábase eligiendo tomates con precio rebajado. Y tuvo mala
suerte, porque lo empujaron cuando se inclinaba sobre el cajón.
Innecesario decirlo. Quedó en cuatro patas, circunstancia
agravada porque era gordo, y no podía levantarse solo.
Entonces forcejeaba, revolcándose en una masa rojiza y chirle.
Pero a cada instante, las cosas se iban poniendo peor.
-¡Auxilio! –gimió, vencido, en medio del escándalo.
-¡Sálvese quien pueda! –repuso un marinero, como se estila
en alta mar.
-¡Arrepentíos de vuestros pecados, que llegó el fin del mundo!
–clamaban con vehemencia dos testigos de Jehová.
-¡No me toque el culo, sinvergüenza! -dijo una señora, porque
descuidistas siempre hay.
-¡Pasen por la caja, antes de rajar!
Las consecuencias del asedio fueron muchas, pues hoy las
noticias se propagan con gran velocidad.
-¡Qué maravilla! –gritaron los Falzetta- ¡Al fin, vidrios rotos
en la zona de exclusión!
-¿Le interesará a ese italiano cambiar fruta fresca por tela de
nylon? –caviló enseguida el turco Anwar.
Tras quedar el mercadito en ruinas, les llegó la hora a tres
coches estacionados frente al local. Daba lástima verlos. ¡Ni que
se hubieran topado con una carga de dinosaurios! Y para hablar
claro, transcurridos pocos segundos no quedó íntegra ventana
77
alguna sobre la vereda de numeración par. Pero pronto notóse
cierta anomalía. Muchos cascotes eran de color grisáceo, señal de
existir fuego cruzado. La calle estaba hecha un zafarrancho de
verduras, piedras, vidrios y huevos rotos. Entonces los maleantes
levantaron las manos, y dos señores con traje blanco les pusieron
chalecos de fuerza.
La Dra. Montalvo, despeinada y gesticulante, seguía tirando.
Ahora contra los faroles del alumbrado público, a falta de mejor
blanco. Y cuando vio a Pepín se acercó, apuradísima por darle un
abrazo.
-¡Hola, pibe! ¿Te sentís mejor? –dijo, guiñándole un ojo- ¡Yo
sabía que donde estás vos, no puede faltar acción!
-¡Hemos batido al enemigo! –gritaban los enfermeros.
Y ella metióse de un salto en la ambulancia.
-¡Avanti, Garibaldi! –dijo, señalando el camino de la gloria.
Entonces el bólido se puso en marcha, con luces y sirena
encendidos. Para abrirse paso zigzagueante, entre los peligros del
tránsito automotor.
-¡Viva la patria! –gritaba el chófer.
En tal emotivas circunstancias hizo aparición don Cayetano
Repinosta, el verdulero, que volvía de almorzar. Transpiraba al
ver aquello, con la cara roja de ira y de incredulidad. ¡Cómo le
habían dejado el negocio! Veíanse restos del combate y objetos
varios, esparcidos por doquier. Incluso un par de anteojos bifocales,
y la dentadura postiza que perdió en su fuga algún cliente.
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Ya estaba harto de miserias… ¡Apenas unos meses tranquilo,
y volver otra vez a las andadas!
Recordó las clases de Religión en el colegio parroquial, treinta
años atrás. La sola imagen de Pepín, recreaba dantescas imágenes
del castigo eterno.
-¡Qué asco, cómo dejaron la calle! –dijo una señora.
-¿Quién es el culpable? –preguntó otra.
Y la voz del verdulero dictó sentencia.:
-Ese de enfrente… ¡El grande hijo de Pou!
Dos viejitas pusieron la nota cultural:
-Esta vez, ha pronunciado bien su nombre…
79
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LAS DOS MONEDAS
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82
Rómulo Filiberti era siempre el último en dejar la oficina, y
lo hacía con ese aire resignado, que se adquiere abriendo y cerrando
puertas durante veinticinco años.
-¡Buenos días, señor jefe!… ¡Hasta mañana, doctor!
Después de colgar su gorra apagaba las luces, efectuaba una
última inspección, y salía despacito, arrastrando los pies. El paseo
hasta la parada del ómnibus era uno de sus pocos esparcimientos.
Le gustaba observar a la gente, y mirar vidrieras. Ritual que cada
tanto amenizaba tomándose una copita en algún cafetín. Las ideas
de aquel hombre, entretanto, volaban hacia remotos mundos de
ilusión. Porque pronto iba a jubilarse, y entonces…
El ministro de Economía estaba lívido, apretando la boca y
con los puños crispados. Para no liberar megatones de furia, que
rugían en sus entrañas. Los expertos acababan de informarle sobre
el caótico estado de la plaza monetaria. Desde que aparecieron
los pesos “jota”, su imagen se había convertido en el hazmerreír
de la República. El país estaba inundado de moneda falsa, y su
población desconfiaba del dinero auténtico. Tanto, que sólo con
la amenaza de gravísimas sanciones, logróse que el personal del
estado percibiera su último sueldo. En plaza circulaban
simultáneamente dos signos monetarios, y esta situación tenía eco
83
en el mercado cambiario. Un dólar norteamericano valía pesos
“J” 3,50, o su equivalente, pesos “G” 4,25. Pesos “J” y pesos
“G”… ¡Esto era cosa de locos! Sólo el falsificador más bruto en
ortografía pudo haber impreso billetes con la leyenda “República
Arjentina”. De allí que, para distinguirlo, el dinero auténtico fuera
denominado por la gente pesos “G”. Sin embargo, la moneda
falsa circulaba en tal cantidad que ya nadie ponía en duda su
valor. “Si fueran apócrifos, los retirarían de la circulación”,
pensaban todos. Además, los billetes falsos eran de mucha mejor
calidad que los hechos por el gobierno. De papel inarrugable e
impresión fosforescente, ni el fuego mismo lograba dañarlos.
“Por tanto, hago llegar a Vd. mi renuncia indeclinable al alto
cargo con que he sido honrado…” José Manuel Herrera firmó
con pulso tembloroso, y luego de doblar cuidadosamente el papel,
lo metió en un sobre. Sin embargo, éste era un mero formulismo,
pues Su Excelencia se limitaría a destrozar el pliego, sin molestarse
en leerlo ni en aceptar la dimisión. Los nombramientos para presidir
la Casa de Moneda tenían lugar, como promedio, tres veces por
semana. Y visto su gran consumo, la papelería estaba hecha a
mimeógrafo, para ahorrar costos, con encuadernación de alambre,
tipo block. Durante los últimos meses desfilaron casi cuarenta
funcionarios por el cargo, que ya nadie quería aceptar, invocando
razones de prestigio. En consecuencia, para hacer asistir a los
nombrados a la ceremonia de toma de posesión, fue preciso
movilizarlos. Y los traían a empujones entre dos vigilantes. Hasta
Sir Spencer Cooke, asesor técnico mandado desde Londres por
la firma especialista Thomas de la Rue & Co., se hallaba ausente
con parte de enfermo. Aquello era la antesala del infierno.
-¡Los falsificadores han llegado al colmo! –exclamó, jadeante,
el ministro- No conformes con arruinar nuestra moneda, ahora se
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mofan emitiendo dinero de valores absurdos. ¡Están abusando de
la libertad de prensa, che!
Dicho lo cual, estrujó con furia un manojo de flamantes
billetes de pesos “J” 27,40, arrojándolos al cesto. Los mismos, no
bien tocaron fondo, se desarrugaron rápidamente, adquiriendo el
aspecto impecable de un momento atrás. Su Excelencia, tuvo un
choque emocional.
Siendo tan grande la cantidad de moneda falsa, resultaba
imposible secuestrarla. Y semejante medida hubiera causado una
fuerte contracción económica, con su secuela de malestar social.
Tan compleja situación brindaba a los pasadores verdadera
impunidad, no siendo posible reconocerlos de la gente honesta
que hacía sus compras en el supermercado. Pero había que evitar
la catástrofe financiera. Por eso se montó un gigantesco operativo
policial, para buscar a los culpables.Vigiláronse rutas, aeropuertos,
estaciones ferroviarias, terminales del transporte automotor, y
embarcaderos. Todo fue en vano. Ni rastros. Antes bien, la campaña
dio resultados negativos. Tanto interés demostraban las fuerzas
del orden por el dinero “J”, que su precio empezó a subir,
cundiendo rumores alarmistas.
Una especie sostenía que el gobierno iba a requisarlo para
venderlo en el exterior, embolsándose incalculables ganancias. Los
dueños de la codiciada moneda fosforescente, recibirían a cambio
impopulares y arrugados pesos “G”. Este clima de desconfianza
se reflejó enseguida en el mercado de divisas. Algunas pizarras
anunciaban nuevas cotizaciones del dólar. Pesos “J” 3,10 por
unidad. O en su defecto, pesos “G” 5,17. Otras, más prudentes,
se limitaban a informar: No recibimos pesos “G”.
85
Y como a toda tesis corresponde una antítesis, en medio de
semejante despelote, Rómulo Filiberti continuaba, imperturbable,
su vida tranquila. Aunque se había molestado un poco cuando le
dieron el vuelto de la carne con un puñado de monedas y dos
flamantes billetes de pesos “J” 19,85. Pero vamos al génesis de
este drama, presentando a su sobrino, Benito Galíndez. Quien
era, en buena terminología dialéctica, la síntesis del proceso. Un
dinámico hombre de acción, que irradiaba optimismo y buen
humor. Pertenecía al tipo de personas que, con objetivos claros,
son capaces de planificar eficazmente el modo de alcanzarlos. Hijo
de una prima fallecida, siendo muy niño fue adoptado por la familia
Filiberti. Sin razón aparente, en su nuevo hogar lo bautizaron
Perico, y él se aguantaba el nombrecito con estoica resignación.
Aunque eso era quizás lo único que se aguantaba. Terco como
mula de chacarero, oponerse a sus designios equivalía a una
declaración de guerra. Un conflicto de duración indefinida,
mortífero, extenuante, y sin cuartel. Como el iniciado aquel fatídico
6 de mayo, hace ocho años. Perico quería trabajar, razón por la
cual don Rómulo movió cielo y tierra para ubicarlo. Hasta aparecer,
finalmente, una vacante en su misma oficina. Pero había que dar
examen de ingreso.
“Calificación: Reprobado”, decía la misiva. Y como si
semejante lápida necesitara epitafio, todavía agregaba: “Ortografía
incompatible con la función pública”. Benito Galíndez, en el
paroxismo de la ira, juró venganza, necesitando varios meses para
recuperar la tranquilidad. Pero no quiso volver a la escuela pública.
En lugar de ello, empezó a estudiar química, y un curso de técnico
impresor. Pasaron los años, y dado su interés, el esforzado aprendiz
llegó a convertirse en un maestro. Así maduraban sus planes. Hasta
que cierto día, considerando que había llegado la hora, envió una
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carta al famoso diario de negocios norteamericano “The Wall Street
Journal”, cuya existencia había descubierto en las series de
televisión. La misma contenía el siguiente aviso:
“Extraordinario negocio con poca inversión de capital.
Oportunidad para gente decidida, y capaz de enfrentar algunos
riesgos. No hace falta experiencia previa”.
Apenas habían transcurrido diez días de la publicación,
cuando el cartero depositó un elegante sobre color gris perla en el
buzón de Filiberti. Su ángulo superior izquierdo revelaba la
identidad del remitente: Business Unlimited, Inc., New York.
Dos semanas más tarde, arribó a Buenos Aires el presidente
de la empresa. Bob Capelli, conocido en círculos del gran mundo
como “The Cat”. Lo acompañaban una pelirroja escultural, y tres
guardaespaldas. Para la primera entrevista, escogióse un salón
VIP del Sheraton Hotel. Luego comenzaron a reunirse más
intimamente, en la suite presidencial del piso 23.
-Mucho bien, Mr. Galíndez –concluyó Capelli- El negocio
está perfect. Vd. aportará la tecnology. Business Unlimited, el
equipo de gente y la money. Pete Baxter se queda en Buenos
Aires, para asunto de protection. Fuera de Vd. y mis amigous,
nadie me ha visto la cara aquí. ¿O.K.?
-Okey, jefe! –dijo desde el bar, un vozarrón somnoliento.
-En cuanto a las ganancias –prosiguió “The Cat”- Vd. seguro
contento con mia proposition. 96% para Business Unlimited,
taxfree. El resto es suyo. ¡4% de una grande negocio! Descontanto
gastos, como es natural.
87
-Fantastic, baby! –exclamó la pelirroja.
-Good idea! –dijo el vozarrón.
-¡Es una estafa! –estalló, furibundo, Perico Galíndez.
-Please, Pericou, no siendo stupid! Cabeza dura, mucho malo
para usted. Toda esta charla grabada en video –contestó Capelli,
señalando una cámara discretamente oculta- Si no accepting,
mando los casettes a la police.
Hubo un silencio tenso.
-¡Ganaste! –repuso por fin Galíndez, tragándose la dura
realidad.
Lo estaban trampeando, pero su objetivo no era enriquecerse.
-¡Entonces, para celebrar, nos tomamos uno drink! –dijo
Pete Baxter, desde su rincón.
Al día siguiente hubo una fiestita en casa del tío Rómulo,
con objeto de presentarle a los amigos recién llegados, tomándose
fotos para el album familiar. Así terminaba la faz preparatoria del
plan.
Un mes más tarde, todo estaba listo para la acción. Galíndez
convenció al viejo Filiberti de que los extranjeros habían venido
para realizar un trabajo científico, vinculado con la historia del
signo monetario argentino. Y éste, tocado en su orgullo profesional,
comenzó a facilitar un enorme caudal de datos, que lograba sin
dificultad durante sus inspecciones nocturnas en la Casa de
Moneda. Facsímiles de firmas, numeraciones, códigos para
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desenmascarar moneda espúrea, fórmulas con que estaban
hechas las tintas, tipos y procedencias del papel. Poco después,
salía a luz la primera serie de billetes.
-¡Mamma mía! -reflexionó Baxter –Son tanto lindos como
una mañanita de New Jersey… ¡Hay que celebrarlo con uno drink!
Mientras tanto, Perico se deleitaba pensando que la odiada
Casa de Moneda no podría sobrevivir mucho tiempo al ataque, y
pronto iba a reventar.
-¡Ahora veremos si sirvo o no, para el trabajo que me negaron
esos burócratas! –murmuró, con una sonrisa maligna.
Y así, entre dimes y dirétes, nacía una nueva unidad monetaria,
los pesos “J”, llamados a ocupar un lugar en la historia.
-¡Esta falsificación está para morirse de risa! “Argentina”
con jota… ¡habráse visto torpeza igual! -exclamó el comisario de
Sarandí, cuando aparecieran los primeros billetes- ¡A estos pájaros,
los voy a tener entre rejas en menos que canta un gallo!
Pero se equivocaba, porque con escasa diferencia
cronológica, lo mismo estaban diciendo el jefe de la Seccional 1
de la Capital Federal, y el de la 5, y el de la 8, y el de la 10, y el de
la 33. Y el comisario de Posadas, y el de Añatuya, y el de Ushuaia,
y el de San Antonio de los Cobres, y el de Ingeniero Maschwitz, y
el de Puerto Madryn, y el de Formosa, y el de Hurlingham, y el de
Las Varillas, y el de Curuzú Cuatiá, y el de Necochea, y el de San
Rafael. Ya resulta obvio aclararlo. Todo el territorio nacional
hallábase cubierto de pesos “J”. Poco después, éstos circulaban
también en los asentamientos antárticos. Business Unlimited
cobraba una barbaridad, pero sabía hacer su trabajo.
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Las máquinas impresoras y la línea directa con Nueva York
rugían sin descanso. Bob Capelli apenas daba crédito a sus ojos,
al contemplar los saldos diarios de sus cuentas numeradas en la
banca suiza. Tanto que, por razones de prudencia, dispuso transferir
fondos a Bahamas, Cayman Islands, Gibraltar, y cuanta plaza “offshore” brindara servicios financieros confiables. Pero, ante todo,
discretos.
Perico Galíndez, en cambio, tenía preocupaciones muy
distintas. El dinero, como sabemos, le interesaba poco. Su
motivación era la venganza. Ya había logrado desacreditar a la
Casa de Moneda, y ahora iba a ridiculizarla. Así aparecieron los
escandalosos billetes de extraños valores (27,40 ; 19,85 ; 11,10…),
que provocaron el atascamiento electrónico del sistema bancario.
Y en nuestro entorno mediatizado, tal noticia dio vuelta al mundo
como un rayo de jocosos titulares. Mas no todos celebrarían la
ocurrencia, hallándose entre los disidentes el mismísimo Bob
Capelli. Quien aterrizaba poco después con su avión particular en
el Aeroparque de Buenos Aires.
-Stupid idiot! ¿Qué haciendo vos, tarado? –gritó sin
protocolos, al enfrentarse con Perico, mientras le frotaba en las
narices un billete de pesos “J” 9,75- ¡Vamos a terminar en Alcatraz,
por tanto mucho diversión!
A lo cual siguió un formidable popurrí de imprecaciones en
inglés, mezcladas con italiano, pues cuando Bob se enfurecía,
explotaba su sangre calabresa. Para resumir: La sociedad entre
ambos protagonistas del evento, quedaba disuelta.
-Porca madonna! Olvidáte del tuyo 4%, stupid bastard! –
caviló siniestramente Capelli, mirando de reojo al irresponsable
nativo.
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-¡Esta me la vas a pagar, mafioso! –pensó Perico, con un
gesto de odio.
-Yankee go home! –dijo Pete Baxter, muy divertido- Ahora
me voy a casa…¡Hay que celebrarlo con uno drink!
Esa noche se terminaría el trabajo ya empezado. O sea, lanzar
una nueva serie, los billetes de cinco mil. Reducida, pero capaz de
producir enormes ganancias, por su gran valor. Luego, sin pérdida
de tiempo, los falsificadores iban a desmantelar el taller, la red de
distribución, y el centro administrativo. “Vini, vidi, vici”, hubiera
dicho ese canalla de Capelli. Pero en su camino se alzaba la figura
justiciera de un Perico Galíndez. Quien, como azote del cielo,
descargaría sobre el réprobo furias sin parangón.
-Todo listo, maestro, sólo falta completar una plancha con la
imagen del prócer que corresponde a esta serie. Me parece que es
el general Belgrano… -dijo una voz en el intercomunicador.
“Este es el momento de hundir para siempre a ese Capelli” –
pensó Perico, al instante- “Y lo mejor es poner su retrato en los
billetes, así Interpol lo corre hasta el polo norte...”
-No, no es Belgrano –respondió - Enseguida le mando la
imagen correcta. Se trata de una serie conmemorativa especial.
Aquella larga y postrer jornada llegaba a su fin. Perico
Galíndez colocó un sobre dentro del cartucho portador, girando
la llave que en el tablero de mando indicaba “Taller”. Luego,
como tantas otras noches, se fue tranquilamente a casa. Sólo
que esta vez no dijo “hasta mañana”.
91
Un zumbido suave en la unidad receptora indicó que el tubo
había llegado. Su destinatario abrió el sobre, que llevaba la foto
de dos señores dialogando amablemente en una reunión familiar.
La imagen del más joven había sido rodeada con un círculo rojo,
y el documento venía adherido a un memorandum con la nota:
“Hacer bosquejo para fotograbado”.
El dibujante era nada menos que Eddie Mc.Combe, un
irlandés llegado con el equipo de Business Unlimited. Rechoncho
y calvo, su curriculum estaba avalado por dos condenas cumplidas
en distintos estados de la Unión. Allí conoció a Bob Capelli,
mientras éste expurgaba quince años de cárcel por asalto a mano
armada. Lo reverenciaba, por sus dotes para vincularse con el
gran mundo. Y cuando contempló la foto, no pudo contener un
gesto de admiración. ¡Qué tipo genial, Capelli! Pero no hacía falta
encuadrarse en rojo, para mostrar quién, entre los socios, se
codeaba con la crema del país. Porque ese venerable anciano
junto a él, debía ser al menos un premio Nobel, si reproducían su
imagen en una emisión conmemorativa.
-¡Siempre exhibicionista, “The Cat”! -dijo en voz baja, con
una sonrisa divertida.
El lunes, Rómulo Filiberti notó algo raro en la oficina, y
mirando con disimulo, se dirigió al vestuario, para esconderse un
rato. Había fichado diez minutos tarde, por primera vez en veinte
años. No era para menos, con sus preocupaciones por la vida
alocada que últimamente estaba llevando Perico. Mas no llegó a
abrir la puerta del armario, pues una voz áspera lo detuvo en seco.
-¡Tenga a bien acompañarme! –dijo, sin saludarlo, el jefe de
división.
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-Si, ingeniero, ¡como Vd. mande! –contestó don RómuloEnseguida me pongo la gorra.
-¡El uniforme no lo precisa más! –repuso el jerarca- Nos
espera el jefe departamental.
-“¡La cesantía…!” –pensó el viejito- “Cesante después de
tantos años, por haber llegado tarde una sola vez…”
Y se le hizo un vacío en el estómago. Muchas veces había
odiado esta rutina, que sin embargo, era su vida. Adiós posición
venerada en el barrio, adiós ahorros del Banco Pupular, si debía
consumirlos para sobrevivir, con lo caro que está todo. Adiós
proyectos largamente acariciados. ¡Moriría en la calle, como un
perro! Entonces deseó que la tierra lo tragara, abriéndose a sus
pies.
-¡Adelante! -dijo con voz imperiosa el jefe del Departamento,
mientras se paseaba por su amplio despacho- ¿Así que éste es el
hombre? Nos espera el Director General.
Sin palabras, el jefe de división asintió con gesto grave,
mientras Filiberti sentía que un sudor frío bañaba su cuerpo. Y
flanqueado por ambos jerarcas, remontó un largo pasillo,
revestido de madera tallada a mano. Ese era el comienzo de la
tierra incógnita, donde ningún portero había entrado jamás. Ni
cuando llevaba el carrito del café, tan bienvenido en todas las
oficinas. Allí era preciso transferir su comando a altos
empleados vestidos de azul, que se retiraban desdeñosos, sin
hablarle jamás. La comitiva entró en una estancia alfombrada,
con funciones de antesala. Luego venía el despacho del
legendario Señor Director General. Quien, por renuncia del
titular, ocupaba interinamente la presidencia de la Casa de
93
Moneda. Los acompañantes de Rómulo Filiberti se acicalaron
con gesto tenso. El viejo sacó un pañuelo arrugado, pasándoselo
por la cara.
-¿Así que éste es el hombre? –gruñó el alto funcionario,
mirando sobre los lentes- Enseguida se hará presente el Señor
Ministro.
Los dos jefes asintieron en silencio. Parapetado tras su enorme
escritorio color caoba con un fondo imponente de cortinados rojos,
el aspecto del Director General era sobrecogedor. Filiberti quiso
esbozar una sonrisa para congraciarse, pero sus reflejos fallaron,
y haciendo un gesto extraño, empezó a temblar. Abriéronse en
ese instante dos portales, mientras una voz empalagosa anunciaba:
-Ha llegado Su Excelencia, el Señor Ministro de…
Rómulo no pudo más, y con la vista nublada, se desplomó
pesadamente.
Al principio sólo veía luces, adoptando formas caprichosas
sin relación aparente. Después, la imagen comenzó a poblarse de
sonidos, que poco a poco adquirieron tono humano. Eran voces
lejanas y roncas, como venidas de otro mundo, y resonaban en
sus tímpanos adormecidos sin transmitir mensaje alguno. Pero
luego las palabras cobraron entidad, y Filiberti empezó a
comprenderlas. Primero parpadeó tímidamente, para explorar el
salón con mirada vidriosa.
-Ya vuelve en si –dijo una voz.
Frente a él estaban los jefes que lo habían capturado, y un
gordo que le recordaba ciertas cortinas rojas. Tras ellos, junto a
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una figura masculina en delantal blanco, se hallaba un señor cuya
foto había visto en los diarios. Alto, delgado, de nariz aguileña y
pelo entrecano. Todos le decían “Excelencia”.
-Creo que ya está en condiciones de hablar –dijo el médicoLos efectos del estimulante son rápidos.
-¡Entonces, comencemos! –replicó el ministro.
Asiendo una silla, el estadista la acercó al sofá, no sin antes
rechazar el esfuerzo unánime de los presentes, por ayudarlo. Luego
extrajo una carpeta de su portafolios, y tomó asiento.
-Señor Filiberti –dijo- Debo hablar con Vd.
El viejo portero ya se sentía mejor, y la horrenda sensación
de pánico había desaparecido, dando lugar a una serena
expectativa. E incorporándose, exclamó:
-¡Es la primera vez que llego tarde, señor!
El ministro esbozó una sonrisa, que todos imitaron, y sin
más comentarios, fue directamente al grano.
-No se trata de éso –dijo- Hoy ha llegado a mi poder este
billete de 5.000 pesos “J”. Como obra artesanal, es magnífico,
pero demuestra el ya clásico exceso de confianza que crea la
impunidad.
Don Rómulo no entendió nada.
-Reverencio sus conocimientos técnicos, y la eficiencia
demostrada por su organización –prosiguió el ministro- Además,
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concedo que nos derrotó en diversos campos. Pero se ha excedido
en el empeño de ridiculizarnos, y ese fue su error. ¿A quién se le
ocurre imprimir moneda falsa, reemplazando la efigie del general
Belgrano por su propia imagen?
Don Rómulo seguía en babia. Perico Galíndez, en cambio,
quiso que lo tragara la tierra, al ver cómo habían salido los billetes
de su venganza. Una llamada de atención divina, sin duda. Y colgó
su visera de tipógrafo, para tomar los hábitos. Pero la noticia no
fue recibida igual en todas partes. Ya lejos de Buenos Aires, Pete
Baxter, Eddie Mc. Combe y Bob Capelli, se retorcían a carcajadas,
con la anécdota. Un festejo que no terminó con “uno drink”, como
era habitual, sino pescándose la mayor borrachera de su vida.
-Es poco lo que aún puedo agregar –prosiguió con voz
calma Su Excelencia, ahora en tono más amistoso – No escapará
a la sagacidad de un hombre como Vd., Filiberti, que se ha
metido en líos. Pero sería ocioso extendernos sobre un tema,
que quizás sus abogados le han explicado con lujo de detalles.
Además, ¿y para qué ocultar la realidad? –dijo guiñando el ojo,
gesto que la concurrencia imitó, con entusiasmo- Vd. puso al
gobierno en una situación difícil. ¿Cómo explicar a la opinión
pública que el culpable de nuestro caos financiero actual, fue
uno de nuestros porteros? A ambos nos conviene negociar. Por
eso he sido autorizado por el Poder Ejecutivo para formularle
una propuesta. Si Vd. firma este documento, el Estado desistirá
de cualquier acción civil o penal en su contra.
Con gran ceremonia, el ministro puso en las manos huesudas
de Filiberti una carpeta de cuero rojo, con escudo. En su interior
iba un extenso documento, no impreso a mimeógrafo, como hasta
ahora, sino de elegante porte. Su texto decía así:
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“Señor Presidente de la Nación… Tengo el agrado de
dirigirme a Vd. para aceptar, en forma vitalicia e irrenunciable,
el cargo de Presidente de la Casa de Moneda, con que fui
honrado…”
-¿Cuál es su respuesta? -inquirió el ministro, con inocultable
ansiedad.
Don Rómulo se sentía exhausto. Y totalmente ajeno a aquel
embrollo, garabateó su firma despatarrada, para que lo dejaran
en paz.
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YA SALE EL TREN
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Regresé a Junín lleno de optimismo, porque todo prometía
un futuro brillante. Había terminado mi contrato como marinero
voluntario, y tuve más suerte que la mayor parte de mis conocidos.
Un pariente estaba por ampliar el negocio, y conseguí empleo de
vendedor. Así hice buenas amistades, entre las que se destaca la
gente del Club Deportivo Buen Suceso. Personas amables, muy
solventes, y amigas de tener el mayor protagonismo posible en
los partidos de fútbol. O sea que cuando el equipo salía a jugar
afuera, lo acompañaban para brindar aliento a su plantel. Un sentido
de lealtad sólo comparable al amor por la patria, que aprendí en
la marina. Dicho en otros términos, la decisión de triunfar o morir.
Aunque convenga fijar límites al compromiso. Morir de alegría
gritando “¡Meté otro gol, Cachito!”, no bajo el acoso de algún
canalla, con uniforme distinto del mío. Que esas trifulcas se sabe
cómo empiezan, pero jamás cómo acaban. Iba siempre a mirar los
partidos por televisión en el bar del club, y sin notarlo, me fui
integrando al grupo de los seguidores más leales. Los “fans”, como
dicen unos pibes que aprendieron inglés con videocasettes. Es
que habiendo un ideal común, entre copas surge siempre la amistad.
-¡Arriba, Buen Suceso!
-¡Rematá sobre el arco, Ramón!
101
-¡Ya verás, cuando juguemos en la capital!
Y como podía esperarse, cierto día se concretaron nuestras
esperanzas.
-Ha llegado una invitación para jugar un amistoso en Buenos
Aires –dijo Gonzalo Calzetti
-¡Ahora esos porteños van a saber quién es quién! –repuso a
coro la concurrencia.
El sábado siguiente, después del baile, se hizo una colecta
para gastos, y quedamos en que nos llevaría un chófer de ómnibus
que es socio desde hace años, y viajaba para devolver el coche a
la terminal. La vuelta sería en tren. Y como los interesados eran
muchos, se rifaron los boletos de ida. Aquí es donde la suerte me
engañó, sonriéndome con falsedad de mala fémina. Salimos
tempranito, y tras muchas horas de traqueteo hice entrada en la
gran ciudad, como corresponde a un caballero. O sea llevando
encima unos mangos para viáticos, y el corazón pletórico de
esperanza. Que si ésta es insolvente, difícilmente surta efecto.
“Como pedir un milagro, sin dejarle vela al santo”, dicen las viejas.
Jugamos el partido, y aunque éramos visitantes, le hicimos unos
golazos bárbaros al equipo anfitrión, una pandilla de pataduras
llamada Hernandarias Fútbol Club. Los tipos se defendieron como
fieras, pero por fin el marcador sentenció un infame 5 a 2. Los
dejamos hechos polvo, motivo de sobra para celebrar con unas
copas de cerveza helada. Después me despedí de los amigos,
porque antes del regreso deseaba visitar a un pariente que vive en
la Capital. Saliendo el tren a las 21:00, había tiempo de sobra. Lo
vi, le di un abrazo, y luego me fui caminando despacito a la estación.
Paseo que aproveché para comerme unas costillas de cerdo con
102
papas fritas en la calle Sarmiento. Y llegué a destino con la panza
llena, silbando bajito, dos horas antes de salir el tren. Contento, y
sin preocuparme por el porvenir. Ese fue mi gran error.
Eran las 19:00 horas
Fui directamente a la boletería, saqué mi billetera de cuero
negro, y pedí un pasaje hasta Junín.
El empleado me miró con indiferencia, se dio vuelta sin
contestar, y empezó a hablar por teléfono. Luego de un rato,
cuando volvía la cara hacia mí y creí que iba a atenderme, viví un
percance tan desagradable como insólito. Estaba por abrir la boca,
pero me quedé a mitad de camino, haciendo una mueca imbécil.
Había recibido el empujón más bestial que recuerdo, desde que
me pateó una burra en las sierras de Tandil. Un señor corpulento,
vestido con traje a cuadros, hizo irrupción en la escena, quitándome
del paso sin más trámite. Como quien aparta un objeto molesto.
Luego se sonó la nariz, encarando al boletero a grito pelado, sin
preámbulos ni saludo alguno:
-¡Dos pasajes a Laboulaye en clase turista, a ver si me
entiende! –dijo.
Medio aturdido, percibí un movimiento confuso de billetes,
pañuelos, pasajes, diarios y papeles, que manipulaban los dedazos
de aquel bruto. Y todo se arremolinaba ante la ventanilla, para
desaparecer luego en las profundidades de un portafolios gris.
Súbitamente el viajero dio media vuelta, y se marchó sin decir
más nada.
Eran las 19:15
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Yo quedé desconcertado con el incidente, pero cuando pude
reaccionar, volví a la ventanilla. El empleado contemplaba los
ajetreos del público con mirada soñadora, como perdida en
lontananza.
-¡Por favor, señor! –dije- Un pasaje…
Pero ese día la suerte iba a jugar conmigo como el gato y el
ratón, así que no pude continuar la frase. El empleado se había
corrido, apuradísimo, a una ventanilla contigua.
-Si, señor gerente –decía con sonrisa servil, aquel indigno –
¡Será un placer! Aqui estamos para servirlos a Vd. y a su
distinguida familia, señor gerente.
Después escuché las exigencias del jerarca:
-Dos pasajes en primera hasta Córdoba, uno en clase única
hasta San Luis, y cuatro con cama a Tucumán. Todos pasando
por Santa Fé. Cómo va a arreglar las combinaciones, es asunto
suyo. ¡Pero hágalo rápido! Quiero que los asientos sean con
ventanilla del lado del andén, y las camas a mitad del coche. Y
en vez de quedarse mirándome, empiece a trabajar de inmediato.
¡Que no estoy para perder tiempo por culpa de empleados
inservibles, como Vd.!
La respuesta no se hizo esperar.
-Perdón, señor gerente, enseguida señor gerente, como Vd.
disponga, señor gerente…
El boletero parecía enloquecido, hecho un torbellino humano.
Hablaba por teléfono, apretaba botones, y manejaba modernos
104
aparatos expendedores de boletos, entre los cuales yo supuse que
estaría mi pasaje a Junín. Recibió un carnet, llenando dos planillas
con tres copias carbónicas cada una, puso varios sellos, y
culminó el procedimiento firmando unas tarjetas color verde
zapallo. Otra vez tuvo lugar ese remolino de papeles
multicolores que había visto antes, y el boletero dejó escapar
un suspiro de alivio, cuando la complicada tarea llegó a su fin.
Entonces el señor gerente tomó de un manotazo los pasajes, el
cambio y la documentación respectiva, retirándose con duras
amenazas.
Eran las 19:27
Entre tanto, se había formado una cola como de treinta
personas detrás de ese personaje, mientras en la otra ventanilla yo
aguardaba solo. Falta de liderazgo, tal vez. La verdad es que con
cierto resquemor me animé a decir:
-Señor boletero, desearía un pasaje a…
Pero aquel hombre ya había recuperado su altivez profesional.
-¿No ve que estoy atendiendo al público? –respondió de
mal grado- ¡Póngase en la fila, y no me haga demorar a los
pasajeros!
Intenté explicar las circunstancias, pero todo fue inútil. Mis
razones no hallaban eco alguno en ese hombre, celoso de su
función. Primero sentí furia, pero luego tuve claro que,
desafiándolo, no había chance alguna de ganar. El representaba al
ferrocarril, y yo era apenas un cliente de a pié. Como una cucaracha
enfrentándose al elefante del circo. Por esa y otras razones de
105
igual peso, debí hacer cola nuevamente. Y así, tras un buen rato,
llegué por fin al mismísimo lugar donde estaba al principio. Ante
mí desfilaron mochileros, viajantes de comercio, turistas,
campesinos, curas y soldados. Parloteando entre ellos como
cotorras, hasta arribar a la meta. Dos palabras, y entonces
sobrevenía el ya familiar revoltijo de papeles, billetes, sellos y
boletos. Pero enseguida todos se iban ufanos. Todos menos uno,
y ese uno naturalmente fui yo. Porque cuando llegué a destino,
ya con dolor de piernas por el plantón, se cerró la ventanilla de
un golpe. Al principio no podía aceptar tanta malaria, pero por
fin debí tragármela. En el vidrio había un cartel, escrito en
trabajosa letra redondilla: “Atención por ventanilla 1,
únicamente”, decía. Con los nervios hechos trizas, lancé un
gemido de desesperación, que nadie oyó.
Eran las 20:05
Miré hacia ambos lados, y juntando fuerzas, corrí hacia la
Ventanilla 1, no fueran a birlarme el sitio una vez más. Pero la
suerte seguía divirtiéndose a costa de mis nervios. Cuando ya me
creí dueño del campo, alguien enganchó mi brazo izquierdo con
un paraguas, frenándome en seco. Y en la cara debe habérseme
dibujado una expresión de ira incontenible, por la forma como
reaccionó la contraparte. Una señora con gesto autoritario, y
tapado de piel.
-¿A dónde va, desfachatado? ¡Yo llegué primero! –gritaba,
excitadísima- ¡Téngame la nena, y no sea mal educado, que
bastante tiene, pobrecita, con el padre que le tocó!
Avanzó hacia mí, que la contemplaba absorto, y luego de
mirarme de arriba a abajo, puso en mis brazos con mirada que no
106
admitía réplica, un pequeño ejemplar de humanidad rugiente. Quien
me sacó los anteojos de un cachetazo, mientras chillaba como
loca:
-¡Mamá, mamá, este hombre malo está pegándome!
La señora, por toda respuesta, me pateó violentamente un
tobillo, mientras requería con voz acaramelada:
-Un pasaje a Comodoro Rivadavia, por favor, en primera.
Tras la reja se oyó una exclamación de sorpresa, y algunas
risitas apenas contenidas.
-Disculpe, señora – contestó esa voz que ya me estaba
resultando familiar- El ferrocarril no llega hasta Comodoro
Rivadavia…
-¡Qué barbaridad! –rezongaba ella- ¿Por qué no lo hicieron
más largo? ¡En este país ya nadie quiere trabajar, señor.!
Luego sobrevino una discusión tan loca como interminable,
mientras yo esperaba. La señora se explayó en un complejo alegato
acusador, mientras el empleado ofrecía tímidas disculpas. De
pronto ella debe haberse hartado de la charla, y girando sobre sus
talones, me arrancó la criatura de los brazos. No sin clavarme
antes una mirada fulminante, mientras exclamaba, roja de ira:
-¡Sinvergüenza!
Eran las 20:32.
Llegado este punto, pude confirmar que las desgracias jamás
vienen solas.
107
-¡Yo te voy a dar, degenerado! –estalló una voz ronca, a mi
izquierda- ¡Vergüenza debiera darte, manosear a esa pobre anciana!
¡A ver tus papeles de identidad! Soy policía.
De nada valieron mis juramentos de inocencia frente a aquel
cazador de sátiros. Además, con el susto, ya estaba empezando a
ver medio turbio. Y cuanto más buscaba el maldito DNI, más
recóndito parecía su escondrijo. Sin olvidar que el hombre me
tenía agarrado por las solapas del saco, tipo Hollywood, lo cual
dificultaba enormemente aquella búsqueda. Estaba seguro de que
había traído esos papeles, porque siempre que viajo los llevo
encima. Pero… ¿dónde cuernos los metiste, che?
-Uff… ¡que no puedo moverme…! –dije.
-¡Sacá los papeles y hablá menos, carajo! –repuso mi captor.
Mientras yo forcejeaba, acorralado por ese hombre, desfiló
ante nosotros un ejército de viajeros. Dos novios, que cuando
llegaron a la ventanilla pidieron consejo sobre el mejor sitio para
pasar la luna de miel. Un turista alemán hablando nuestra lengua
con ayuda del diccionario. Dos grupos de futbolistas, que entonaba
estribillos peligrosamente antagónicos.Y para resumir, una multitud
que no recuerdo en detalle. Pero como dice el refrán, ningún mal
dura cien años. Cuando ya desesperaba, encontré por fin el DNI.
Se lo mostré al policía, y para mi sorpresa, después de revisarlo,
éste exclamó con una amplia sonrisa:
-¡Haberlo dicho antes, por Dios!
Mi desconcierto debe haber sido evidente, porque él me
palmeó con simpatía, y dijo:
108
-¡El mundo es chico, negro! ¿Vos sos Juan Casavieja, del
barrio La Concepción? ¡Si habremos jugado al fóbal, de pebetes…!
Yo soy Marcelo Palacios, hijo de don Vicente, el zapatero. ¿Te
acordás de mí, ahora?
-¡Hombre…!
-¿Regresás a Junín?
-Si, claro…
-Bueno, entonces… Fue un gusto saludarte, pero estoy
apurado, y te dejo. ¡Se más fino cuando atropellés a una mina,
che!
Yo iba a protestar mi inocencia, por las dudas, pero él me
estrujó en un fuerte abrazo. De esos que te hacen guardar silencio.
Después se fue, tan sigilosamente como había llegado. Cosa de
policías, que son lo mismo en todas partes. Miré alrededor, y no
quedaba nadie frente a la ventanilla. “¡Vamos a ver si ahora la
pego, porque sólo faltan diez minutos para que se vaya el tren!”,
pensé, mientras me secaba el sudor de la frente con un pañuelo.
Eran las 20:50.
Debí ponerme la ropa en orden, pues el encuentro con
Palacios me había dejado otra vez en condiciones de inferioridad
frente a la elegancia del personal ferroviario. Y seguro ya del
triunfo, aunque jadeante, demandé con mis últimas fuerzas:
-¡Un pasaje a Junín, en primera!
El boletero colocó mi pasaje en el mostrador, sin vacilación
alguna, murmurando maquinalmente su precio:
109
-Diecisiete con treinta y cinco.
Le extendí un flamante billete de cincuenta pesos, y me quedé
esperando el vuelto. Sin embargo, aquella sensación de bienestar
sería efímera. No pude dar crédito a mis ojos, cuando vi al
funcionario retirar irritado el precioso boleto, que ya era casi mío.
-¡Así no se puede trabajar, señor! –gritó el hombre- Esto no
es un banco. ¡Hay que traer cambio, cuando se viene a la estación!
Sentí palpitaciones, y sólo atiné a pedirle que se guardara el
vuelto, que no me interesaba el cambio, que era poca cosa para
andar haciéndose problemas, ¡qué sé yo! Mas debo haber cometido
una espantosa falta de tacto en mi discurso, porque la contrariedad
de aquel honesto servidor del público se convirtió en furia, y sus
ojos sanguinolientos echaban chispas, mirándome con gesto bestial.
-¡A mi no me venga a ofrecer coimas! –gritaba- ¡Soy un
funcionario de carrera, con muchos años en la empresa!
-Perdone, pero no quise ofenderlo, señor… Reciba entonces
el cambio como una donación al ferrocarril.
Las cosas tomaban ahora mejor cariz, y el hombre se compuso
un poco. No para decir que se hubiera vuelto simpático, pero sus
ojos ya no reventaban sangre. Entonces respondió con estudiado
autocontrol:
-Está prohibido recibir donaciones en boletería, señor. Para
ese fin, debe concurrir al primer piso, oficina 118, de lunes a viernes
en horario matinal, y llenar el formulario D11945. Traiga su DNI,
copia de la última declaración del impuesto a la renta, y una
estampilla fiscal de 2,50.
110
Eran las 20:53
No habiendo pie para mayor discusión, dejé la boletería a
toda carrera, tras los mágicos billetes pequeños, capaces de
devolverme a casa. Primero fui al quiosco, luego a la pizzería,
finalmente al puesto del diariero. Todo en vano. Así que
armándome de valor, salí de la estación, y paré un ómnibus que se
dirigía a Merlo, para pedir cambio. El chófer me miró como si se
hubiera topado con un orate, y agarró los cincuenta pesos
refunfuñando algo sobre mi finada mamá, que en paz descanse.
“Rarezas de su oficio”, pensé. Luego puso en mis manos una
mezcla arrugada de billetes chicos, sacudió la cabeza con aire
incrédulo, me hizo bajar, y partió a toda máquina. Enseguida volví
a la boletería. Pero mi maldita suerte estaba agazapada allí otra
vez, lista para seguir la farra. Porque cuando entré al salón, había
cinco personas frente a la ventanilla, frenéticas por devolver pasajes
antes de que partiera el tren. Sellos, firmas, billetes, explicaciones,
descuentos, quejas. Esa horrible mezcla audiovisual, a la que ya
estaba acostumbrándome, ametrallaba mi cerebro como una tortura
china. Mas, en la adversidad, hay que mantenerse calmo. Entonces
esperé, mordiéndome un dedo, hasta que por fin volvió el silencio,
y estuve otra vez frente al boletero. ¿Para qué negarlo? Había
llegado a la meta, pero mi cuerpo temblaba de tensión.
Eran las 20:59
-Un pasaje hasta Junín, en cualquier clase que le quede, por
favor… -alcancé a decir, con voz implorante.
-¿A dónde, dijo?
-A Junín
111
-Transbordo en Bahía Blanca –repuso el hombre.
-Disculpe, señor, pero yo quiero ir a Junín, no a la Patagonia...
El me miró con rabia, y ya estaba por responderme sabe Dios
qué impiedad, cuando nuestras palabras fueron ahogadas por un
fuerte estrépito. Entonces todos corrieron hacia la ventana que da
al exterior del edificio, para ver lo que supuse habría sido un
accidente de tránsito. Al ratito los empleados volvieron a sus
puestos de trabajo, y comentaban animadamente las alternativas
del choque. Entonces el boletero se dirigió a mi con gesto benévolo.
Eran las 21:01
-¿Qué desea, señor?
-¿Cómo, qué deseo? ¡Un pasaje a Junín de una vez por todas,
pedazo de idiota, animal, bestia peluda!
-Lo lamento, pero ese tren ya ha partido. Tiene otro mañana
a las 21:00 horas. Venga a sacar pasaje con más tiempo.
Esas fueron sus últimas palabras. Luego de arrancar los
barrotes de la ventanilla, salté al interior del recinto y lo estrangulé.
Eran las 21:02
Así terminó esa noche negra, en que después de divertirse
conmigo hasta el cansancio, la suerte me abandonó. Ahora conocen
un secreto que guardaré mientras viva, para cuidar mi prestigio
en la barra del penal. No estoy preso por malandra, como cree la
muchachada... ¡Fue mala pata, nomás!
112
HISTORIA DE TRES ESPIAS
113
114
Durante la década de 1970, el grado de confrontación
internacional era dramático. Un periodo que pasó a los libros de
historia como “la guerra fría”. Y en ese entorno de recelo, las
superpotencias se esforzaban por producir armas capaces de
brindarles el liderazgo militar. La URSS había construído, tras
enormes esfuerzos técnicos, un avión que dejó obsoletos a todos
sus rivales, el Tupolev 65. Una máquina capaz de volar hacia
adelante, hacia atrás, o de costado, pudiendo también detenerse
en el aire. Su velocidad superaba la de toda aeronave conocida. Y
como si ésto fuera poco, el aparato tenía también un sofisticado
sistema de rescate, para situaciones de emergencia. Expulsaba a
la tripulación automáticamente, mediante asientos eyectores
capaces de salir volando, y aterrizar conducidos a voluntad. Dicho
implemento constituía el mayor adelanto incorporado al TU 65.
La URSS estaba orgullosa de su superarma, cuyas características
eran un secreto guardado bajo siete llaves. La misma sólo había
sido vista fugazmente por ojos occidentales, volando a gran
altura, durante un desfile militar. Pero como aún así era noticia,
todos los periódicos del mundo publicaron la imagen borrosa
de esa flecha mortífera, invisible al radar. Y fiel a su afán
informativo, Time International sacó un bosquejo del TU-65,
como lo concebían sus dibujantes técnicos. Quienes, inspirados
en la única foto existente, hicieron detalladísimos planos. Poco
después, las revistas aeronáuticas le dedicaban ediciones
especiales, que se agotaron el día de su publicación.
115
-¿A dónde vas, Tupolev? –era la flamante expresión de los
automovilistas, cuando otro coche pugnaba por pasarlos.
Varios teatros estrenaron revistas picarescas alusivas al tema.
Y una se hizo famosa: “¡Despacito, Tupolev!”. La televisión se
disputaba a los técnicos de Time como invitados de honor, y todas
las jugueterías vendían modelos a escala del misterioso aparato.
-¡Compráme un Tupolev, Mami! –clamaban los niños.
-¡No me conformaré con nada que no sean sus planos! –
rugían los aeromodelistas, en las casas especializadas.
Y el clamor fue trepando por los organigramas.
-¡Yo quiero ese asiento que vuela! –dijo el comandante de la
Fuerza Aérea Argentina
-Me parece difícil conseguirlo, señor –respondió el director
de Inteligencia- Habría que obtener los planos en la Unión
Soviética, y andamos pobres de contactos allá. Además, tampoco
tengo espías que hablen ruso. Y me han dicho que en Moscú,
resulta imposible entrar a los laboratorios de investigación.
-¡Eso es problema suyo! –atronó el militar- Tiene una semana,
para traerme el material que le pido. Y el plazo es inamovible. ¡Si
fracasa, lo cesanteo!
Ajeno a estos acontecimientos, el primer ministro de la URSS
dialogaba con su gabinete.
-Este año, nuestra cosecha de trigo va a ser un 16,5 % inferior
a lo previsto en el Plan Quinquenal. Las zonas productoras han
sido azotadas por una gravísima plaga, con efectos que en muchos
casos fueron devastadores. Debemos planificar una intensa
campaña de fumigación. Dígame, camarada ministro de
Agricultura: ¿cuenta Vd. con suficientes equipos técnicos?
116
-Sólo tengo once avionetas en servicio.
-¿Once avionetas? La Unión de las Repúblicas Soviéticas
Socialistas no tiene más que once avionetas, para fumigar su trigo?
-Si, porque desde hace años no se construye más ninguna.
Ahora el esfuerzo industrial está orientado a …
-¡Basta! –rugió el primer ministro- ¡Aquí no se oyen más
que excusas, y en Washington deben estar revolcándose de risa!
Camarada ministro de Industrias: tiene ciento veinte días para
fabricar cinco mil aviones fumigadores… ¡Y que sean de buena
calidad!
-¿Ciento veinte días? –respondió el aludido- En ese plazo no
puedo ni siquiera hacer los planos, con la burocracia actual…
-Cómprese los planos hechos, y si no encuentra vendedor,
róbelos. El plazo es inamovible. ¡Si fracasa, lo mando a Siberia!
Pero seamos realistas. Adquirir tecnología en el exterior
hubiera sido un insulto para el orgullo nacional. Imagínese Vd.:
“Avión fumigador Katiushka, made in USSR -bajo licencia
Beechcraft, New York”. Además, ese tipo de compra debía hacerse
por licitación pública, lo que exige procedimientos largos y
engorrosos. Nadie sabía tampoco el disparate que los industriales
burgueses eran capaces de pedir por cualquier cosita. En
consecuencia, se optó por la segunda alternativa, robar los planos.
Eso resultaba más patriótico, más rápido, y especialmente, mucho
más barato. Pero había una dificultad. ¿Dónde se podían robar
planos de aviones fumigadores? Los Estados Unidos, Canadá y
Europa hacía décadas que no tenían más plagas. Cualquier
aparato de ese origen, corría el riesgo de ser anticuado. China,
ni pensarlo, con los líos que arman siempre. Sólo quedaba un
país con agricultura extensiva, que tuviera industria aeronáutica:
117
La República Argentina. Era preciso ponerse en campaña de
inmediato. Afortunadamente, la URSS siempre estaba preparada
para esas emergencias. Por cuya causa, su representación
diplomática en Buenos Aires tenía 202 empleados; 166 de los
cuales eran agentes del organismo central de inteligencia, la temible
KGB.
K-13 era el superagente argentino. Además del jeringozo,
aprendido en la niñez, dominaba todas las lenguas occidentales.
Por eso, no fue difícil para los especialistas del SIDE someterlo a
un curso acelerado de idioma ruso. Nada escatimaron aquellos, y
bajo el control de novísimos equipos electrónicos, recurrióse a
formidables métodos audiovisuales y de enseñanza sublimal.
Cuarenta y ocho horas más tarde, el hombre no solamente hablaba
en ruso con toda naturalidad, sino que también comía semillas de
mirasol. Aunque su dicción acusara cierto acento vulgar, que no
fue dable corregir por falta de tiempo. Experto en
radiocomunicaciones, campeón de karate, tirador olímpico, eximio
piloto, aquel superespía descollaba en muchos terrenos más.
Dotado de inteligencia, imaginación y memoria en grados
superlativos, era de elevado porte, nobles rasgos, y mirada
penetrante. En él se habían dado cita la fuerza del león, la sagacidad
del tigre, y la velocidad del rayo. Poseía también un físico atlético,
y vastísima formación cultural. No es preciso añadir que el sexo
opuesto sucumbía en su presencia. A los cuatro días de decidirse
la misión “Cóndor”, K-13 caminaba por el centro de Moscú.
El agente Yuri Kamenev no se quedaba atrás, en cuanto a
aptitudes profesionales. Y era dueño de una exquisita intuición.
Por eso, cuando empezó a entrar el cable triplemente codificado,
dijo:
-¡Esto parece un asunto secreto!
118
Y no se equivocó. Eran las instrucciones que mandaba Moscú
para iniciar el operativo “Katiushka”. Había que ser sagaz, para
aceptar semejante desafío. Y tras pensarlo unos minutos, Kamenev
rió entre dientes, poniendo en marcha un plan.
-Armazones... Automóviles… Autobombas…-susurraba.
De pronto, cesó la búsqueda.
-¡Ya te tengo! –dijo al fin, con una mueca siniestra- ¡Je, je,
je…!
“Aviones”, decían las páginas amarillas de la guía telefónica.
“Aviones comerciales y deportivos, ambulancias aéreas,
fumigadores, etc. Fabricados por Zeta-Zeta Argentina S.A. Al
mejor precio de plaza, y con la financiación que Vd. precise. Ventas
y servicio técnico. Representante oficial: Pedro Souto e Hijos,
S.R.L.”
Como recaudo para ocultar su rostro, el espía se caló los
anteojos negros, colocándose una bufanda alrededor del cuello, e
inclinó el ala del sombrero. Poco después, entraba en la
concesionaria. Había allí aviones de todo tipo y tamaño.
-¡Boinas tardes! –dijo, en su mejor español, impostando un
leve acento provinciano, para despistar- Yo quiere comprar uno
avioneto fumigachenko.
-¡Cómo no, señor! –repuso el empleado- Tenemos varios
tipos. Pero perdone la curiosidad, ¿es ruso Vd.?
Kamenev empalideció. Aquel vendedor podía ser un agente
de la CIA.
119
-Niet –dijo entonces, con voz firme- Mi es uno gaucho puro,
del campo. Baila chacarera, pericón y balalaika.
Después hizo un gesto para cambiar de tema. Por fin, se
hizo exhibir croquis, fotografías, diagramas y maquetas, hasta
encontrar un avión fumigador que le pareció soberbio. El
“Gaviota”, tipo rural. Y resulta innecesario aclarar que, como
todos los espías, aquel agente era un técnico en la materia. Pidió
planos, detalles constructivos, y especificaciones. Luego, para
disimular, solicitó los planes de pago en vigencia. Por fin dejó una
tarjeta con nombre falso, e hizo abandono del local tan
sigilosamente como había llegado. Ya estaba oscuro, pero por
razones de seguridad no resultaba aconsejable sacarse las gafas
negras.
-¿A dónde vas, marmota? –alcanzó a gritar el taxista.
Pero ya era tarde. El superespía soviético yacía inmóvil,
tendido como un despojo humano, en medio de la calle.
El sol ya se había puesto en Moscú, bañando sus últimos
rayos las torres polícromas del Kremlin. K-13 observaba ese
espectáculo desde el piso 19 del Sovietskaya Sheraton. Era la
hora propicia para dar comienzo a su tarea. Y en aquel rostro
inexpresivo, se dibujó una sonrisa fugaz. Tomó entonces la guía
telefónica, abriéndola al comienzo de la letra “H”. Ese era el punto
neurálgico de la cuestión.
-Con sólo leer tu nombre, supe que eras una espía, Marta
Harry –susurró poco más tarde, mientras abandonaba los brazos
de aquella mujer- Si mañana no tengo los datos que te pido,
morirás.
120
-Confía en mí –respondió la voluptuosa rubia platinadaQuiero conservar la vida, para volver a verte. Pero dime,
extranjero, ¿cuál es tu nombre?
-Nos veremos a la hora combinada –dijo él- Adiós.
-¡Debe ser un loco, con esa pinta! –decía el vigilante, mirando
socarronamente al pobre Kamenev- Bufanda, en pleno verano…
¡Y con un maletín, esposado a la muñeca!
-Está contuso –sentenció el médico de la ambulancia- Así
que probablemente no se le despeje la cabeza por unos días. Pero
no hay necesidad de internarlo. Lléveselo en el patrullero, y llamen
a la familia.
-Com Vd. disponga, doctor. Aquí hay un número de teléfono
En la seccional todos opinaron lo mismo. Un loco, de los
tantos que andan sueltos. No era para menos. Dentro del
portafolios llevaba dos frascos de aspirina, y una carpeta negra
con nombre de película cinematográfica. “Katiushka”, conteniendo
folletos de un avión fumigador.
-¿Y si aprovechamos para reirnos un poco del comisario? –
sugirió con gesto alevoso el agente Keogan.
Su colega y amigo, el chueco Méndez, que vivía para el
aeromodelismo, acababa de mostrarle unos planos bárbaros del
TU 65, hechos bajo licencia de Time. Si los pusieran en la valija
del sospechoso, reemplazando al avión fumigador, el jefe iba a
pensar que acababa de descubrirse un complot internacional, de
proporciones. Después sólo era cosa de esperar que llegaran los
periodistas, para despatarrarse de risa. Y en menos que canta un
gallo, se puso en marcha el complot.
121
-¡Ajá…! –dijo el alto funcionario, cuando vió al ruso- Este
tipo está drogado, y debe ser un traficante, porque esas pastillas
me parecen medio raras. La mafia tiene hoy tanto dinero, que
emplea aviones ultramodernos. ¡Vean esos planos! Hay que avisar
a Jefatura. ¡Prepárense para salir mañana en televisión! Pero antes
agarraremos al resto de la pandilla. Y mientras se restregaba las
manos, añadió:
-A ver, sargento ayudante, ¡llame a ese número que está en
la tarjeta!
Media hora después, un sedan negro con chapas diplomáticas,
estacionaba majestuosamente frente a la comisaría.
-Yo es lo encargado de nigocios de la embajada soviética,
che –se identificó el corpulento extranjero.
Luego las cosas se precipitaron. Sorpresa, explicaciones,
llamadas a Jefatura, libro de entradas, libro de salidas, expedientes,
“Vea que hablo en nombre del canciller”, “¿Dónde pusiste las llaves
del calabozo, Juancito?”, apretones de manos, excusas, “No mi
haga perder la tiempo”, saludos militares, “Ayúdelo con el
portafolios, al señor”, timbre de salida. En menos que canta un
gallo, Kamenev estaba en el asiento trasero del sedan negro,
flanqueado por dos grandotes del KGB. La mirada perdida, y una
mueca ausente, dibujada en su rostro.
Y ahora, volvamos a la capital soviética. Allí había un
organismo llamado División de Ingeniería Politécnica, cuyo nombre
indefinido ocultaba un gigantesco complejo para espionaje
industrial. Su jefe era Alexei Oktiab, funcionario de carrera, e
ingeniero graduado con mención especial en la Universidad de
Kiev. Su oficina, próxima al Kremlin, estaba dotada de los más
avanzados medios tecnológicos. Pero él detestaba las moles de
122
cemento, así que vivía en Lobnia, suburbio de Moscú próximo al
embalse de Kliazma. Un barrio parque reservado a la crema del
partido. E influenciado por ese entorno idílico, su mayor deseo
era tener una cortadora de césped automotriz. El tipo de máquinas
que uno maneja sentado adentro, como si fueran pequeños
vehículos hechos para pasear por el jardín. Pero, lamentablemente,
su producción no estaba contemplada en el Plan Quinquenal. Por
eso, no había otra solución que construirla en casa. Lo que no era
un sueño imposible, teniendo los planos y detalles técnicos del
aparato, publicados recientemente por Popular Mechanics. Sólo
necesitaba hacer un dibujo más grande y traducir las medidas
anglosajonas al sistema métrico decimal. Lástima no tener tiempo
libre, para ocuparse personalmente de un asunto tan ameno.
-Buenas tardes, camarada director –saludó el asistente de
Oktiab.
-¡Hola, Vladimir! –dijo aquél, con su simpatía habitualDiscúlpeme si ya es un poco tarde, pero lo he llamado para
pedirle un favor. Pregúntele mañana a algún ingeniero si me
puede preparar los planos para construirme una cortadora de
pasto, como éstas. Pienso hacerla en el tallercito de mi casa,
durante las vacaciones.
Oktiab era un buen hombre, y el personal lo admiraba, tanto
por su capacidad técnica, como por la vida ejemplar que todos le
conocían. Dedicado íntegramente al estudio, no fumaba, no bebía,
y jamás jugó un rublo a la quiniela. Pero, como también era
humano, una inmensa debilidad anidaba en lo más hondo de su
corazón. Lo enloquecían las mujeres. Por eso aceptó sin vacilar la
invitación de la rubia Marta Harry.
123
-¡Ardía en deseos de encontrarnos, extranjero! –suspiró la
bella espía, al encontrarse nuevamente con K-13- No vine por los
250.000 dólares prometidos, sino para verte una vez más…
-¡Habla, mientras te desnudas! –contestó el superagente
argentino, con voz apenas audible, mientras entrecerraba los ojos
color gris acerado.
Y ella fue entregando, entre arrumacos, la valiosa
información. A las 6:45 del día siguiente, un mensajero de Industrias
Tupolev dejaría en la oficina de Alexei Oktiab un plano del secreto
asiento volador. Los servicios de espionaje occidentales estaban
empeñados en robarlo, y esta vez iban a recibir una lección. La
División Ingeniería Politécnica tendría a su cargo modificar el
diseño, para convertirlo en una trampa mortífera. Luego permitirían
que el falso expediente cayera en manos del enemigo.
-¡Excelente sentido del humor! –dijo K-13- ¡Me hubiera
gustado ver a sus pilotos de prueba, estrellándose contra el suelo!
–y rió entre dientes, mientras reconocía los contornos de Marta
Harry.
-La documentación estará sobre el escritorio de Oktiab en
una carpeta con el rótulo “Ultrasekret”, hasta que los ingenieros
empiecen a trabajar, apenas pasadas las 7:00 –dijo ella- Hay quince
minutos para interceptarla, si alguien logra acercársele, y salir con
vida. ¡Ahora, dame otro besito, por favor!
Pero K-13 ya había obtenido su información, y no estaba
más para esas lides. Sin responder, la apartó bruscamente,
entregándole la tarjeta Visa.
124
-¡Cóbrate ese puñado de dólares! –dijo, mientras se ponía
los zapatos.
“Todos los vuelos se suspenden, por mal tiempo”, informaba,
lacónicamente, la pantalla de noticias, en el aeropuerto siberiano.
El temporal de nieve iba a demorar la llegada de los planos a
Moscú, pero los camaradas sabrían disculparlo. Ese era un evento
común en el invierno ruso. Así que el mensajero de Industrias
Tupolev tomó una habitación en el hotel contiguo a la estación
aérea, y se fue a dormir. Pero por prudencia, puso abajo del colchón
la carpeta de los planos, con ese rótulo impactante: “Ultrasekret”.
-¡Qué frío hace hoy! –pensó el secretario de Oktiab en la
lejana Moscú cuando salió a la calle, con los papeles que le había
dado su jefe, bajo el brazo.
Era muy difícil encontrar a alguien que quisiera dibujar un
plano, a escondidas. Porque si los comisarios políticos lo advertían,
hubiera sido difícil explicarles qué estaba haciendo allí una revista
norteamericana. Entonces pensó que lo mejor era ponerle a la
carpeta un rótulo que abriera todas las puertas, y dejarla sobre el
escritorio del jefe. Así las secretarias le darían destino bien
temprano, con la primera distribución de correspondencia interna,
antes de llegar aquél. Sin vacilaciones, si la rotulaba “Ultrasekret”.
Pero para que esa maniobra pasara desapercibida, hacía falta
madrugar. Las 6:30 era buena hora, para dejar la carpeta. Después
pensó, riéndose, en la cara que iban a poner los famosos hombres
de ciencia, cuando advirtieran la patraña. ¡Pobres camaradas,
trabajando con máximas medidas de seguridad, en los planos de
una máquina para cortar el pasto! ¡Iba a reirse de ellos, como
nunca!
125
K-13 planeó detalladamente el operativo. Dejaría la
habitación a las 6:12, y dieciocho minutos más tarde estaría frente
al edificio de la División Ingeniería Politécnica. Se tomaba un
adecuado margen de tiempo para caminar cuatro cuadras desde
su hotel en la Avenida Kotuzov, sin despertar sospechas. Primero
daría un rodeo, mezclándose con los transeúntes. Luego era
prudente dirigirse a la meta haciendo eses, para comprobar que
nadie lo siguiera. El objetivo, como confirmó por diversos
conductos, parecía inexpugnable.
Dos enormes portones blindados cerraban el paso. Había
luego un patio, vigilado por amenazantes centinelas, cuyas
metralletas Kalashnikov jamás llevaban puesto el seguro. Al fondo,
veíase la pared sin ventanas del laboratorio central. Para llegar a
ella era preciso ascender por un viaducto electrificado, cuya
corriente mortífera sólo se cortaba cuando una computadora de
última generación reconocía al visitante, por verificación remota
de ADN. El techo, las paredes, y el piso del recinto estaban
cruzados por una red de alarmas magnéticas, que detectaban
cualquier elemento intruso, cuyo peso superara los dos gramos.
Además, el laboratorio era escrutado veinticuatro horas diarias,
por un circuito inviolable de cámaras televisivas. Ningún intruso
hubiera podido burlar esa trampa mortífera. Pero K-13 no se
inmutó ante semejante desafío. Era un valiente, y los hombres de
su estirpe desprecian el peligro.
-Buenos días, tovarich –dijo por el portero eléctrico, y puso
en marcha un plan.
Luego de vencer rápidamente los obstáculos descriptos, y
algunos más que aparecieron por sorpresa, el superespía argentino
entró al corazón del recinto fortificado. Sobre un gran escritorio,
126
vio una carpeta titulada “Ultrasekret”. La abrió, y después de
fotografiarla íntegramente, hizo abandono del lugar sin despertar
sospechas. Su cronógrafo marcaba las 6:56, hora de Moscú.
“Misión cumplida”, pensó.
Poco después, K-13 llegaba al aeropuerto de Buenos Aires,
en un Boeing de Air France.
-Puede darse una ducha, antes de salir en otra misión secreta
–dijo el jefe de Inteligencia, no bien lo vió - Hemos perdido mucho
tiempo, con este asunto.
Casi simultáneamente arrivaba a la capital soviética un correo
diplomático expreso.
-Deme el portafolios, camarada –dispuso el director del KGB.
Y lo abrió, presuroso. En su interior había una carpeta negra,
con un título obviamente codificado: “Katiushka”. La esperaba, y
sin pérdida de tiempo fue remitida al Centro Aeroespacial 33,
situado entre bosques de pinos, pocos kilómetros al norte de
Vladivostok.
Pasaron dos meses. El comandante de la Fuerza Aérea
Argentina y los responsables de la misión “Cóndor”, contemplaban
atónitos, bajo el sol radiante de Córdoba, aquel extraño artefacto.
-¿Será posible que ésto vuele? –decía el primero- Corre, y a
su paso no queda ni el pasto, pero… ¿cómo se sustenta en el aire?
He cavilado largamente sobre el tema, y sólo encuentro una
explicación posible ¡Los rusos han descubierto la forma de crearle
su propio campo gravitacional! Aquí tenemos buenos técnicos,
127
es muy cierto, pero la industria argentina está a años luz de poder
encarar semejante desafío. Hay que saber perder, señores, y a esta
altura de las cosas, creo que lo más sensato es olvidarse del
proyecto!
En la remota Vladivostok, mientras tanto, ya se había
despejado la nieve. Era primavera, y el cielo del Pacífico lucía
más azul que nunca, casi desprovisto de nubes. Eso pone de buen
humor a la gente, tras la oscuridad del largo invierno. Pero un
chubasco frío de desazón se abatía sobre la comitiva de jerarcas.
El ministro de Industrias de la URSS examinaba una reluciente
máquina, estacionada en la pista para vuelos de prueba.
-¡Qué perfección! –exclamó, tras contemplarla un buen rato
con los ojos entrecerrados- Debemos seguir más de cerca el
desarrollo tecnológico de esos sudamericanos. Este aparato tiene
alguna semejanza con nuestro TU 65, aunque es infinitamente
más avanzado. Y dénse cuenta que allá se emplea para efectuar
simples tareas agrícolas. Camaradas miembros del Politburo:
Estamos frente a una nueva emergencia. Nos preocupaba la
cosecha de trigo, pero vistas las circunstancias, ahora éso parece
un chiste. Lo que realmente peligra es nuestra seguridad
nacional. Cuando miro esta avioneta fumigadora argentina...
¡tiemblo, pensando la potencia letal que deben de tener sus
aviones de guerra!
128
LA VIDA EN COMUNIDAD
129
130
Don Antonio Escámez Puig era oriundo de Vigo, y había
llegado al país sin plata. Pero emulando la historia de tantos
inmigrantes, con constancia y trabajo, le fue bien. Pronto tuvo
negocio propio, y estaba agradecido. Sentimientos que mostraba
sin cohibirse, pues además de hombre recto, era hábil en el manejo
de la psicología social. Por eso al comprar casa, el nombre de la
calle estimuló su inspiración. French, como esa figura legendaria
que dio color celeste y blanco a la independencia argentina. Todo
gallego receloso de Madrid se identificaría con su hazaña. Y
teniendo madre catalana, más aún. Por eso estaba contento, y
susurraba bajito una canción, al colocar el cartel:
GRAN PENSIÓN “LA FLOR DEL PLATA”
-Habitaciones dobles para gente bienTratábase de un caserón con patio cubierto, doce piezas,
comedor, baño y cocina. A cincuenta metros pasaba el tranvía 10,
que, como sabemos, casi da la vuelta al mundo. Y muy cerquita
hallábanse tres avenidas de gran movimiento: Pueyrredón, Las
Heras y Santa Fe. Un lugar ideal para vivir tranquilo, pero cerca
de todo. Por tal causa, cobrando precios justos, poco tardó en
alquilar las habitaciones. Reservaba tres para su familia, porque a
veces venían parientes, y era enemigo de vivir apretado. Satisfecho
con la buena inversión, pues debido al contínuo crecimiento urbano,
en Buenos Aires siempre habrá demanda de vivienda. Pero además,
131
pocas otras iniciativas habrían tenido éxito, corriendo tiempos tan
difíciles como el año 1944. Puede decirse que la actividad
económica había tocado niveles de subsistencia, por la guerra.
Agunos colectivos circulaban por las vías tranviarias usando ruedas
de hierro. Aparecieron automóviles a gasógeno, y los coches
tirados por caballos, el popular ”mateo”, hacían su abril. La escasez
de caucho y combustibles líquidos era fatal. Pero en rigor de
verdad, el impacto del conflicto armado sobre la calle French,
nunca fue traumático.
-¡Flores…caléndulas…! – ofrecía un viejo florista ambulante.
-¡Botellero…!
El trajín de cualquier barrio porteño.
-¡Laponia helados…!
-¡Afilador…!
También habría que recordar otros protagonistas del quehacer
diario. Por ejemplo, el italiano que iba con dos loros sacando
papeletas de una lata, para adivinar la suerte. Y, tirados por
lustrosos percherones, una larga procesión de coches fúnebres
paseaba su miseria rumbo a La Recoleta, cementerio reservado a
los muertos aristocráticos de la ciudad. Los caballeros se
descubrían, interrumpiendo las señoras sus vibrantes crónicas, para
santiguarse sin mayor solemnidad.
-… delespíritusantoamén. Te lo digo de buena fuente,
Marisabel...
Un entorno más bien rutinario, pero la barriada estaba
contenta. Y tratándose de gustos, nada vale argumentar.
132
-¡Quinta La Razón…! -ofrecía el canillita.
-¡Crítica, Noticias, diarios…! -gritaba un competidor.
Doña Paca se ganó la vida durante muchos años como
modista, haciendo arreglos en casa de las clientas. A tanto por día
más desayuno, almuerzo, y alguna cosita con el té. Pero ahora,
siendo esposa de empresario, era mejor atender lo propio. En
primer término, conviene estar alerta por la sarta de rameras que
pueblan el Barrio Norte. Hasta resultaba peligroso que los hombres
se sentaran a tomar mate en la vereda al atardecer, como es
costumbre. Desde hace un tiempo, el Convento de la Misericordia
alquilaba piezas a señoritas. Y muchas inquilinas que parecían
buenas, resultaron de armas llevar. En especial las supuestas
universitarias, por ser más viejas. Hoy el lechero, mañana los turcos
de la tienda, después algún niño bien. El agente Amador, inquilino
y persona seria, aseguraba haber visto una que otra en la comisaría.
Mas no haciendo trámites para sacar cédula de identidad, como
hubiera imaginado cualquier observador virtuoso. ¡Qué
esperanza!… ¡Debido a razzias de la Sección Profilaxis! Esos
valientes uniformados que luchan contra el comercio carnal.
Porque en el barrio había muchos lugares raros. Pero además,
acechaban otros peligros. Como los proveedores ladrones, y el
interés enfermizo de algunas inquilinas por la despensa. Para no
omitir las estufas eléctricas, cuyo uso está prohibido porque hacen
disparar el medidor. Ella asistía al marido con los papeles, aunque
también en la cocina. Le gustaba, y allí es donde las pensiones
ganan plata o se funden. El secreto es dar un menú abundante,
pero económico. Fideos sobre todo, papas, carne barata y mucho
pan. Postre, ni locos. Ese era un lujo: “Que lo pague el interesado”,
dicen los buenos hoteleros. Sin embargo, nadie se quejó nunca
porque, visto el precio ¡vaya Vd. a pedir más! Hay fuerte demanda,
133
y en tales circunstancias no hace falta matarse por la clientela.
Entonces, también cabía ser estricto con los cobros. Del uno al
cinco, ni un minuto pasado el día de rigor. Quien no pagara,
quedaba ipsofacto sin sitio en la mesa. Pero, de no regularizar
para el dia quince, don Antonio sacaba el equipaje al patio. Un
trámite ejecutivo, expropiándose lo necesario para cancelar la
cuenta. De eso no se salvaba nadie, aunque ocasionalmente pudiera
haber entredichos. Previéndolos, todo empresario despierto tiene
amigos en la comisaría.
-¡Sírvase, oficial, le traigo unas corbatas que ha dejado el
indeseable!
-Gracias, don Antonio, pero acérquese también un cajón de
vino para la tropa. Eso mantiene alta la moral.
-¡Qué objetivos tan patrióticos! Hoy mismo lo haré entregar.
-Tampoco olvide que la Cooperadora anda corta de fondos,
che. Debemos aunar esfuerzos, para imponer decencia en el país.
Y los días transcurrían con el estímulo que da la salud.
De entrada fue necesario pagar medio cara la iniciación, como
en cualquier negocio, porque hay mucha gente que engaña.
“Derecho de piso” llaman al tributo. Pero ahora la clientela era
buena. En la habitación No.1 vivía Tiburcio Villafañe, casado con
una oriental llamada Juanca. Mas no vaya a creerse que la señora
era china, coreana o vietnamita. Así llaman los argentinos a quienes
nacen al este del gran río, en una antigua provincia convertida en
República Oriental del Uruguay. Pero volvamos a doña Juanca.
Algo escandalosa ella, por las prácticas de canto y piano. Un
defecto mínimo, sin embargo, vista su solvencia, demostrada cada
134
fin de mes. El marido trabajaba en un negocio del centro como
vendedor, amasando amplios ingresos, que le permitían vivir bien.
La pieza No. 2 momentáneamente no tenía titular, pero en la 3
hallábanse Celso Bottiglione y doña Yolanda. Buenos inquilinos,
muy educados, sumamente católicos, y enemigos acérrimos de
toda inmoralidad. El era camillero nocturno en el Hospital de
Clínicas, ejerciendo tan delicado oficio junto a especialistas y
profesores famosos. Estos siempre le solicitaban alguna opinión,
sobre los casos difíciles. Pared por medio, en la 4, vivía
PepitaWilliams, una riojana solterona de cincuenta años largos.
Hija de un inglés que vino al Río de La Plata para instalar los
ferrocarriles, su pensión llegaba puntualmente todos los días 24 al
London Bank. Y sin ser mucho, alcanzaba para vivir con Ceferina,
antigua criada convertida en dama de compañía por obra de la
mutua soledad. Tras el portal No.5 instalóse don Fulgencio Zapiola,
tendero de Chivilcoy. Acostumbrado a viajar quincenalmente para
hacer sus compras, comía afuera y era puntual en sus pagos. Usaba
la habitación más bien como depósito de mercancías. Muchas veces
vino con las hijas, pero eso sí: Siempre una distinta. ”Para evitar
favoritismos en la familia”, decía. De prole numerosa, el hombre,
aunque algunas niñas se parecieran bien poco entre ellas.
Especialmente la rubia Ingrid y una morena apodada Finita, vivo
retrato de Josephine Baker, esa negra con figura escultural. En la
6 estaba el agente Amador Galíndez, ya mencionado, junto a Cecilia
Kapotsky. Dicen que son marido y mujer, pero jamás mostraron
libreta de familia. Entonces había que ser pragmático. Siendo la
autoridad competente, mejor no buscarse líos preguntando mucho.
Un tipo servicial, pues cualquier trámite en la comisaría iba rápido
al invocar su nombre. Apenas agente raso, pero su esposa y la del
comisario eran comprovincianas, ambas nativas de Curuzú-Cuatiá,
en la provincia de Corrientes. Donde a pesar de la inmigración
centroeuropea, el pueblo seguía hablando mucho guaraní. Allí
135
crecieron juntas, y amaban su dulce lengua vernácula. Gente
patriota, aunque de fuerte identidad, que expresaba sus
sentimientos con palabras nobles. ”Si Argentina entra en guerra”
-decían- ”¡Corrientes la va a ayudar!” Y agregando a ese localismo,
el hecho de que para un correntino no hay nada mejor que otro
correntino, está todo dicho. Así que, saltando sobre muchos grados
intermedios, el representante del orden hallábase postulado para
ascender a oficial. Finalmente, en la 7 afincóse don Giuseppe
Brancato, cantor de óperas, ex seminarista, y súbdito italiano. Su
vida era un misterio, aunque siempre pagó el día 2. Emparentado,
seguramente, con los dueños del famoso fijador para el pelo.
”Gomina, único fabricante, Brancato”, como dice la radio. Un
producto que usan los argentinos elegantes. Y soslayando ciertas
rarezas idiomáticas, hablaba un español comprensible.
Exageraríamos extendiendo dicho juicio a su mamá.
-Ciao, mater admirabilis.
-Arrivederci, caruso –respondió doña Primavera- E piscotto
la prezi di chironte per due cardone trabucati col mango buffo.
Un profesor de italiano que vivía en el inquilinato de Peña y
Larrea, amigo del matrimonio Escámez Puig, fue llamado en cierta
emergencia para servir de intérprete. Pero el pobre no entendió
una sola palabra.
-¡La signora non parla italiano! –dijo.
Aparentemente, ella se expresaba en el dialecto de uno de
esos pueblos aislados de las montañas que, tras lenta agonía,
desaparecieron por culpa de la emigración. Un hablar caído en
desuso porque, fuera de ella y su hijo, aparentemente nadie más
136
lo podía entender. Lengua para monólogos destinados al olvido,
no bien el dúo asimilara algo de hispanidad. Ya lo dijo cierto experto
en literatura itálica: ”No busquéis perfección idiomática en los
inquilinatos porteños, porque el tanaje habla la jerga llamada
cocoliche nacional”. Tal era la ”tripulación”, según doña Paca,
pues dos habitaciones fueron alquiladas al almacén de enfrente,
para guardar mercadería. Más barato que el resto, pero no
importaba la humedad.
Don Antonio iba a construir otro baño cuando pudiera.
Porque, seamos realistas, uno es poco para doce habitaciones.
Aunque rara vez las mismas estén ocupadas por más de quince
personas, incluyendo el propietario y familia. De mañana, las colas
tuvieron siempre un efecto desestabilizador, haciendo que algunos
inquilinos se pusieran nerviosos. Quienes debían salir temprano
madrugaban, para obtener los primeros puestos. Tiburcio Villafañe
era una fija, y con buen tiempo, Giuseppe Brancato también. El
agente Galíndez tenía distintos horarios cada semana. Ya sabemos
la esclavitud que son los turnos rotativos llamados ”tercios”, en
terminología policial. Eso sí, cuando le tocaba el de 8 a 16, era
mejor dejarlo pasar rápido. Un guardián del orden público siempre
está de servicio, y cualquier trifulca, vas preso por desacato. El
juez decreta excarcelación a los tres días, pero de la pateadura no
te salva ni Cristo. Con el pelado Bottiglione nunca hubo problemas,
por su trabajo nocturno. Y las mujeres que se arreglen, pues salen
a la calle para pasear. Pepita Williams y Ceferina iban casi todos
los días al cine, volviendo a veces con los ojos colorados.
-¿Se han divertido?
-Ay, si… ¡Lloramos toda la tarde, che!
137
Sobre Santa Fe estaban el Palais Royal, el Palais Bleu, el
Grand Palais y el Palais Blanc. ¿Por qué puros nombres franceses?
Misterios de Buenos Aires. ¡Averígüelo Vd. mismo, mi buen lector!
Pero superada esta instructiva disgresión, daban tres películas. Y
por $ 0,40 uno disfrutaba de 14:00 a 20:00 horas. Aunque
”evadirse” sea quizás un término más preciso, sumergidos en ese
extenso limbo de realidad virtual. Juanca Villafañe y Yolanda
Bottiglione salían juntas todas las tardes. Doña Primavera siempre
infatigable, buscando conversación.
-¿E osté fiocca la ruggia di broccoli spongiato?
-¿Cómo ha dicho, señora?
-¿Non capisce? ¡Me cach’en dié!
La viejita tenía su carácter, y no soportaba malentendidos.
¡Pero vaya uno a imaginar lo que estaría diciendo! Aunque, si
vamos a ser francos, era preciso ser medio idiota, para no percibir
cierto desdén en el epílogo. Después, ella hacía ademán de
arremangarse en cumplimiento sabe Dios de qué amenaza, y se
quedaba refunfuñando sola. Cierta mañana, con los primeros
calores de noviembre, llegó una carta certificada. Pero no como
tantas otras, destinadas al olvido, porque ésta tenía un membrete
impresionante. Algo que provocaba instantánea admiración por
las relaciones del destinatario. ¿Sería un nombramiento para algún
cargo público? Causa suficiente para que el cartero, medio bestia
por naturaleza, la entregara con gesto servicial. Es decir, luciendo
su mejor sonrisa y la gorra bajo el brazo. Tras arrojar al empedrado
la colilla del cigarro con que sacaba fuerzas de flaqueza para
cumplir su ronda, cargado como un burro.
-Sírvase, don Antonio. Y si es tan amable, firme aquí.
138
Nada que ver con lo habitual:
-¡Tenés carta, gallego, meté la millonaria, que se hace tarde!
El membrete venía escrito en letra negra tipo cursiva, como
las invitaciones de casamiento que manda la gente fina. Y luego
de calarse los lentes de gruesos cristales, don Antonio leyó
trabajosamente que su texto decía así:
“República Argentina
Ministerio del Interior
Jefatura de Policía de la Capital Federal
Dirección de Asuntos Políticos y Gremiales
Oficina de Despacho.”
Luego venía la dirección postal, y varios números de teléfono.
Quizás tal exhuberancia informativa dejara poco sobre para escribir
la dirección del receptor. Pero ese era un asunto de menor cuantía,
que los carteros resuelven tirando la carta a la basura si no
encuentran al destinatario. Y la misiva traía en su interior una
circular con escudo. Vista la coyuntura política internacional, era
preciso controlar el movimiento de pasajeros. En consecuencia,
todos los hoteles y pensiones debían tener una planilla expuesta al
público, con los datos de quienes residieran permanentemente.
La nota hallábase concebida en términos discretos, aunque sus
causas fueran del dominio público. Los alemanes estaban
poniéndose nerviosos ante rumores de una posible intervención
argentina en el conflicto bélico. Y sabemos que eso termina
llevando a cualquier extremo, incluso claudicar de desaliento.
Como sucedió poco después de materializarse la amenaza. Porque
los rumores son siempre desmentidos enfáticamente, y luego se
concretan sin comentario oficial. Terminado el conflicto, era
previsible la llegada de una nueva oleada migratoria. Y como los
139
extranjeros son siempre sospechosos, había que implantar mayor
control. No fuera a tratarse de puros anarquistas y pistoleros, como
pasó en los años 20. La maffia, la mano negra, la camorra, qué sé
yo. Dadas esas razones, don Antonio Escámez Puig cumplió con
su deber ciudadano, preparando esmerado dicha documentación.
Si no, se hubiera expuesto a una multa de mil pesos, cifra tan
astronómica que no dejaba lugar para objeciones de conciencia.
Pero como era persona activa, detestaba los reclamos de la
burocracia. Por suerte, doña Paca tenía buena letra y lo ayudaba
con los papeles.
-¡Ve a la tienda, y compra papel secante, Antoñito! -decía
ella.
-¡Sopla, que es gratis, mujer!
Sea como fuere, el documento de marras rezaba así:
CONTROL DE RESIDENCIA
Hab.01
VILLAFAÑE, Tiburcio Luis
Argentino, empleado.
ARES DE VILLAFAÑE, Juana
Carolina
Uruguaya, concertista.
Hab. 04
WILLIAMS, Josefina Matilde
Argentina, rentista
LOPEZ, Ceferina
Argentina, doméstica
Hab.02
Libre
Hab. 05
ZAPIOLA, Fulgencio
Chileno, comerciante.
Hab. 03
BOTTIGLIONE,Celso
Domingo
Argentino, servicio médico.
KRAUSE DE BOTTIGLIONE,
Yolanda
Argentina, ama de casa.
Hab. 06
GALINDEZ, Amador
Argentino, policía.
KAPOTSKY, Cecilia Noemí
Correntina, ama de casa.
140
Hab. 07
BRANCATO, Giuseppe Carmelo
Italiano, tenor.
BOZZI DE BRANCATO, Primavera
Italiana, jubilada.
Hab. 08-09
Almacén “La confianza”
Hab. 10-12
ESCAMEZ PUIG, Antonio
Español, comerciante.
GARCIA DE ESCAMEZ PUIG, Francisca
Española, ama de casa.
-¡Felices los ojos que te ven, cuñataí! –dijo la señora del
comisario.
Y al saludarla esbozó una gran sonrisa.
-Lo mismo digo, chamiga, es un día porá de tan lindo que se
ha puesto –contestó Cecilia Kapotsky.
-¿Y el marido?
-Cansado y con poca plata. Se lo aguanta por amor a la
Institución.
-¿Ha tenido algún problema?
-¡Toda la mañana dirigiendo el tráfico en Pueyrredón y
Córdoba! Para colmo, sin garita, porque un ómnibus de La
Botánica le dió a quemarropa. El chófer cumplía años, y andaba
mamado, con varios brindis de más.
141
-¡Porteño cabeza de chorlo y añamembuí!
-Este era polaco.
-Da lo mismo, acá todos se ponen igual.
-Menos su Ignacio y mi Amador.
-Por suerte, también están los comprovincianos del club.
-Gracias a la virgen de Apipé.
-No se deprima che Cecilia, tu asunto camina. Mi marido se
está ocupando, y tiene amigos en Jefatura. Gente muy unida: Hoy
por mi, mañana por vos.
-Si esto sale bien, nos vamos todos a La Enramada, para
celebrar con asado, vino tinto, y chamamé. ¿Qué te parece?
Ella extendió la mano y dijo:
-¡Choque los cinco, che comadre!
Poco después, la promesa tomó carácter escrito.
“… y vistas las relevantes condiciones del agente
GALINDEZ, Amador, chapa No. 12.304, solicito se lo promueva
al cargo vacante. Firmado: CORREA PICO, Ignacio (Comisario).”
Y los amigos, cumplieron con su deber
-¡Llegó el ascenso, vieja! Se acabaron las esquinas, y andar
disfrazado de botón. Paso a Investigaciones… ¿Te das cuenta?
142
-¡Huija, rendija! Lástima que de particular, se paga el
tranvía…
-Eso es cierto, pero son cincuenta pesos más por mes.
Y llegó el momento de celebrar, porque lo prometido es
deuda. El colectivo 60 avanzaba raudo por Las Heras. Uno cada
tres minutos, con puntualidad de reloj suizo. Limpito, todo
brillante, nada que ver con los cascajos de la llamada “Corporación”
municipal.
-Cuatro boletos a La Enramada.
-¡Faltaba más, jefe! He visto asomar su chapa al abrirse el
saco.
-Estoy en la 19. Vení tranquilo si tenés algún problema, che.
-Gracias, señor.
A poco, llegaron al local, y se inició una larga charla.
-¿Le han asignado tareas ya, muchacho? –diijo el alto
funcionario, por fin.
-Control de juegos prohibidos, comunistas y homosexuales.
-¡Me parece espléndido! Hay que moralizar la ciudad… repuso don Ignacio, mientras levantaba una mano con gesto de
pedir la cuenta
-¡Faltaba más, jefe! –corrió a decirle el dueño del local- Fue
un honor tenerlo aquí esta noche, con nuestros clientes y amigos.
143
-Véme en la 19 si tenés algún problema, che.
-Muchas gracias, señor.
Como vemos, todos pujaban por mantener una buena relación
con los altos niveles del poder. Es que nunca se sabe, cuando caés
en desgracia. El auto mal estacionado, atropellarte la garita del
vigilante como le pasó a ese polaco, manejar con una copa de
más, líos entre vecinos, y un montón de otros peligros. Todo tenía
arreglo, sabiendo a quién dirigirse. Lo cual no es nuevo, pues ya
lo cantó un gaucho famoso – el viejo Vizcacha - poeta encendido,
y payador. O sea, uno de esos filósofos errantes armados de
guitarra, que deambulaban por las pampas hasta que llegó la
inmigración
”Hacéte amigo del juez,
no le des de qué quejarse.
-decíaY cuando quiera enojarse,
vos te debés encoger…
¡Que siempre es güeno tener
palenque ande ir a rascarse!”
Don Giuseppe Brancato tomó el tranvía y se fue hasta el
quiosco de Pippo Macchi, en Plaza Italia.
-Buon giorno, paesano, ¿Cóme va?
-Bene, ma un poco cansato.
-¿Ha laborato a lo bruto?
-Laborare propio no, es por solidaritá.
144
-Capisco, con tanta cara triste di lunedí per volvere a ganare
il pan.
-Le tengo preparata la máquina.
-Grazie, Pippo, ritorno per almorzare.
Y tomando su equipo para vender barquillos, don Giuseppe
caminó rumbo al Zoloógico. Llevaba el aparato cruzado sobre la
espalda, estilo deportivo, y una silla de mimbre para sentarse. Aquel
era un tubo metálico corto y grueso. Ochenta y cinco centímetros
por cuarenta de diámetro, más o menos. Se lo inventó para vender
unas confituras dulces, cilíndricas y crocantes, que enloquecían a
los niños, e iban en su interior. La tapa estaba bordeada de clavos,
con distintas cifras al pie:
3,1,1,1,1,2,1,1,1,1,3,1,1,1,1,2,1,1,1,1,3…
En su centro había una aguja tipo reloj, que giraba
impulsándola, y el costo de la tirada eran cinco centavos. Al
detenerse sobre un número, aquella indicaría la cantidad de
barquillos asignada al comprador por los caprichos del azar. Pero
con lo difícil que se ha puesto la vida, don Giuseppe no estaba
solo frente al portón. Generalmente había dos o tres barquilleros
más, mirándose todos con rabia, por considerarse mutuamente
prescindibles. Pues, como es sabido, la racionalización bien
entendida empieza siempre por el competidor. Que los demás
sobraban, para decirlo en forma vulgar.
-¡Barquillos…! ¡Pruebe la suerte, baisano…! –dijo un libanés,
intentando atrapar el escaso interés de la concurrencia.
145
-¡Barquillos…! ¡Además del premio, hago rebaja! –replicó
otro colega enseguida, pocos metros más allá.
Sin embargo, ese esfuerzo promocional distaba de ser
unánime. El italiano, que de zonzo no tenía un pelo, sentábase
muy callado bajo los árboles. Carismático, seguramente, porque
el público enseguida rodeaba su máquina. Pero un buen observador
hubiera notado sensibles diferencias de edad promedio en la
clientela. Tentando suerte con sus competidores, ésta oscilaría
entre 8 y 9 años. Los asiduos a don Giuseppe, en cambio, eran
casi todos jubilados que salían a tomar sol.
-¿Buen día, maestro, otra vez por acá?
-La costumbre, che…
-Allá está tu marido, Juanca –dijo Yolanda, en voz baja.
-Hacéte la disimulada.
Eran las 17:30, con mucha concurrencia de público. Además,
los inspectores estaban tomando el té. La hora ideal para que una
incursión pasara desapercibida. Y aunque era bueno no abusar,
conociendo los horarios de la BBC resultaba fácil elegir el
momento óptimo. Había distintas formas de manejarse. A veces
solicitaban mercadería cara, cometiendo el solícito dependiente
gruesos errores de facturación contra la empresa. En otras
oportunidades, limitábanse a recoger un paquete. Nadie controlaría
su salida, envuelto en papel de la casa. Ocasionalmente poníanse
prendas que esperaban en distintos lugares estratégicos, ya
desprovistas de etiqueta. Como algún probador, el guardarropas
o la confitería. Tiburcio Villafañe era vendedor de Tiendas
”Harrod’s” desde hace mucho tiempo, y sus amigotes controlaban
146
los puntos clave. Porque desde antaño coexistieron en la firma
dos estructuras de poder. Una estaba expuesta en los organigramas,
manejando las cosas a nivel formal, y era británica hasta los huesos.
Pero paralelamente, había una organización subterránea, más nativa
que el bife con papas fritas. Gracias a su carácter humanista, todos
recibían siempre unos pesitos extra, para tapar baches del
presupuesto familiar.
-¿En qué puedo serle útil, señora? –dijo Tiburcio en voz alta,
para que todos lo oyeran.
-Hola, che… ¿No hay moros en la costa?
-Sin novedad en el frente, vieja. Con este número, retirás la
merca en Embalajes Planta Baja.
-Listo, y chaucito, entonces.
-Adío, chicas, nos vemos en la pensión.
Al verlas salir por la puerta de Florida, el portero hizo una
reverencia. Pero antes de inclinarse, les guiñó el ojo. Cualquier
peatón con buenos modales se hubiera preguntado de dónde
sacaban los ingleses semejante personal.
-Gracias por su visita, señoras.
-Chau Miguelito, dale saludos a Inés.
Tomaron un taxi en la esquina de Charcas, porque antes de
regresar visitarían a doña Yamandusa. Hubiera sido imprudente
tener el botín oculto en la pensión.
-Le dejo ésto, tía.
147
-¡Siempre juntando ayuda para los pobres, mi Juanita
Carolina! Papá estaría orgulloso si te viera, con la necesidad que
hay en Montevideo. ¡Ojalá todos los orientales hicieran la obra
social que haces tú…!
-Es su vocación –dijo Yolanda- Algunas almas caritativas,
han nacido para ayudar al prójimo.
-¿Cuando viajás, querida?
-Este viernes, si consigo pasaje en el vapor de la carrera.
Pero a veces el destino tiene planes diferentes, capaces de
cambiar cualquier programa. Veamos, si no, lo que ocurrió después.
-Hasta mañana, señora –despidióse Bottiglione con su
formalidad característica- Me voy al trabajo.
-Vaya con Dios, don Celso… ¡Se requiere abnegación, para
pasarse toda la noche de guardia, en un hospital!
-Lo hago con gusto, es mi forma de servir a los demás.
-¡Son tan católicos…! –comentó una voz.
Y aquel varón ejemplar salió a la calle. Eran las 22:30 de un
día sábado, así que el turno prometía ser movido. Dirigióse por
French hacia Larrea, y se detuvo llegando al quiosco.
-Buenas, don Venancio.
-¡Hola, don Celso! Gracias a personas como Vd., los viejos
podemos dormir tranquilos. Su esfuerzo merece el reconocimiento
de la sociedad.
148
-Le agradezco esas palabras, abuelo, pero cada uno expresa
como puede, su solidaridad.¿Dónde compraría yo cigarrillos, de
no estar Vd. en su apostolado? Déme un paquete de Imparciales
rubios y fósforos de cera, por favor.
Al retirarse, los vecinos que estaban sentados en la vereda
tomando aire, lo saludaron con respeto. Sin embargo, el prestigio
vecinal es de cobertura limitada, y al llegar a Santa Fe, ya era un
peatón anónimo en la multitud. Entonces dobló tranquilo, para
comprar el diario al lado del correo. Era innecesario apurarse
siendo tan temprano. Visto lo cual, hizo escala para beber su
vermucito vespertino. Así asentaba la digestión, como se suele
decir.
-¡Un Cinzano con aceitunas rellenas!
Lo fue bebiendo despacito, para disfrutarlo, y después salió
a paso firme. Mas la esquina de Córdoba y Pueyrredón, vería algo
insólito. El centro sanitario queda al 2000, pero Bottiglione dobló
en dirección opuesta.
Tras poco andar, detúvose frente a un caserón con dos
grandes portones para vehículos, y difusa luz verde en su interior.
Miró hacia ambos lados, y no venía nadie. Entonces, luego de que
salieran dos taxis, se introdujo en el edificio. Noche movida, ya lo
anticipamos. Junto a la puerta había una discreta chapa de bronce
MANSION “LOS ROSALES”
-Alojamiento por horas-¡Hola, Celso! Menos mal que llegaste, porque hoy no damos
149
abasto.
-¿Qué querés? Es sábado noche, y la muchachada anda
nerviosa, después del cine…
-¡Siempre filósofo, vos! Seguro que en tu época la corriste,
¿eh?
-Mamma mía… ¡No me quiero ni acordar!
-Bueno, ponéte el saco blanco, y empezá con la 32.
Después sobrevenía un ritual a prueba de tiempo.
-Por aquí, señor…
-¡Es la hora!
-¡Taxi, por favor!
Y las jornadas terminaban con el afecto laboral que existe en
los gremios cerrados.
-Hasta la noche, muchachos.
-Chau, Celso, acordate que el viernes trabajás de tarde. José
anda con problemas en su casa.
-¡No te preocupés, para eso están los colegas!
-¡Qué compañero ejemplar!
Estaba llegando mucha gente al Zoológico, y entre los clientes
nuevos, alguien pedía siempre una explicación.
150
-Sono diez centavos la tirata, pagamento anticipato. Si cae
dos, cobra veinte, con tres cobra treinta, ma cuando sale propio il
número uno de la disgrazia, pierde. Le conviene ponere uno peso
di entrata, así empieza ganando, porque tira once veces. Diez por
ciento de interés… ¡más que la banca! Pero no tiene que esperare
un año per cobrare, ni paga impuestos. ¿Capisce?
-Tome un peso, señor.
-Tira, entonces…
Una propuesta tentadora, porque la gente no aprende nunca.
Por más lindo que se presente el juego, al final gana la banca.
-Algo recuperé, señor.
-Ma, se ha divertito o no?
-Si, claro…
Y la gente hacía cola, atrapada por el vértigo del azar.
-Tome, don Giuseppe, ahora juego yo.
Aunque nunca faltaba la interrupción de algún desubicado.
-¿Le quedan barquillos, abuelo?
-Vía… ¡Vaya a otra parte con asunto de chiquiline, che…!
Así las cosas, Brancato siempre acababa la jornada satisfecho.
Poseía selecta clientela, y el cálculo de probalidad matemática
estaba a su favor. Mas no todo debe aguardarse del destino, pues
éste tiene jugarretas sucias. Entonces, reforzaba la suerte
151
valiéndose de dos piolines. Los mismos salían por abajo del aparato,
y era cosa de esperar que la aguja se frenara apenas, para clavarla
en seco tirando con el pie. Normalmente sobre un uno, aunque a
veces convenga perder, como inversión promocional. Muchas
tardes también hubo teatro, de acuerdo con don Pippo, y cada
tirada de éste caía en el número tres. Era preciso hacer una sóla
exhibición para que la noticia cundiera por los inquilinatos de Plaza
Italia. Al ratito, estaba lleno de viciosos. Y todo hubiera seguido
bien, de no aparecer cierta tarde un vigilante.
-¡Oiga! ¿Vd. no sabe que el juego está prohibido?
-Non me lo dica, signore oficiale… ¡Qué mala notizia!
-Tengo que llevarlo a la comisaría.
-¿E per qué non juega uno poco, primero? Capaz que tiene
suerte…
-¡Sería un delito, señor!
-La primera tirata invita la casa. Non puede perdere…
-¡Anímese, hombre! –dijo un cliente.
-Todo quedará entre nosotros –susurró otra voz.
-Siendo así…
Y tiró.
-¡Tres!
-¡Mamma mía!
Ya era imposible detener el vértigo.
-Otro tiro, por favor…
-Lo lamento, señora, pero no hay pasajes hasta el 15 del mes
próximo. Es alta temporada, y todo el mundo quiere viajar a las
playas del Uruguay.
-¡Qué contratiempo…! ¿Cómo están las cosas viajando a
Colonia en el ferry, para después seguir a Montevideo en ómnibus?
152
-Peor aún… Esa es la ruta más económica, y antes del 25
todo está vendido. Sólo quedan pasajes en avión.
-Ni pensarlo, por el sobrepeso. Llevo mucho equipaje.
-Entonces, tendrá que esperar.
Y tras un ruidoso viaje en tranvía, ella volvió a casa con las
malas noticias. El marido la aguardaba ansioso, porque en
Montevideo los clientes podían cansarse con la demora, y
comprarle a otro proveedor.
-No hay pasajes hasta el día 15, Tiburcio… –dijo Juanca.
-¡Qué contrariedad!
Pero como ocurre siempre, el problema tenía otras facetas.
Porque los líos nunca vienen solos. Y cuando el hombre se lo
comentó a Yolanda, ella no pudo contener su frustración.
-¡Yo reviento, si tengo que aguantar dos semanas más,
Tiburcio! Vos sabés que con mi marido no pasa nada…¡Vamos a
un hotel!
-¡Tranquila, che, tené un poco de control!
-¡Ya estoy harta de esperar…! Como sigamos así, me busco
un tipo en la calle. ¡Te lo juro por Dios!
-Está bien. Podemos encontrarnos el viernes, mientras Juanca
visita a las tías. Eso nos deja la tarde libre, para nosotros.
-¿Y el trabajo?
153
Tiburcio hizo un gesto desdeñoso, encogiéndose de hombros
porque conocía su empresa, después de tantos años.
-Doy parte de enfermo antes del almuerzo, y ya está. A fin de
semana no hay personal, y es muy difícil que me manden el médico.
-¡No te vas a arrepentir!
Hubiera sido imposible imaginarse lo vicioso que resultó ese
vigilante. Porque sin pedir tregua, quería ser el único en jugar. Un
tres tras otro, y su entusiasmo no hizo crisis cuando empezaron a
salir algunos dos, y cada tanto un unito. Superado ya todo prejuicio
ético, disfrutaba de su suerte. Y en contexto tan favorable, don
Giuseppe fue tirando del hilo con creciente seguridad. ¡Mejor
decidirse pronto a cortar la racha, pues se había descuidado
dejándolo ganar mucho! No por mala administración,
entendámonos, sino para hacerse acreedor a su amistad. Pero el
solaz es efímero, y en lo mejor del programa llegó un piquete de
policía montada, atraído por la multitud. Había que moverse, pues
toda reunión estaba prohibida, sin permiso previo de autoridad
competente Más que nada, debido al clima político internacional.
Y entonces, como en toda crisis, se supo quién era quién. Al
complicarse las cosas, el vigilante sacó lápiz y papel para hacer
cuentas, llegando a la conclusión de que don Giuseppe le debía
ocho pesos con cincuenta centavos. Desesperado por la plata, el
hombre. Así que no tuvo consideración alguna, y lo dijo con
claridad.
-Hay dos soluciones, señor. Cancelación inmediata, o le
confisco el aparato para vender barquillos. Del pago en cuotas
mensuales, ¡ni qué hablar!
154
¡Vaya desenlace, aquél! Porque vista la iliquidez del italiano,
ese desgraciado se llevó su presa a la comisaría. Cruzada sobre la
espalda, tipo deportivo. Después se supo que allí le esperaba
merecida popularidad. ¡Hasta los presos querían jugar, cuando
los sacaban al patio!
-¡Porco destino! –cavilaba con tristeza don Giuseppe.
Es que a pesar de que el día empezó tan bien, se había
descapitalizado. Y recordando la máquina de vender barquillos,
por su mejilla rodó un lagrimón. Llenósele entonces el alma de
música, que para eso no sólo era tenor, sino también napolitano.
Y una queja rompió el aire cálido de los jardines.
- ”Torna piccina mía,
torna con tuo papá…”
Entonces tuvo lugar lo inesperado. Con el mundo de italianos
que hay en Buenos Aires, pronto la fiel clientela fue pequeña,
entre tanto admirador. Hasta cierto agente de caballería -Carlitos
Pittaluga- ató su jumento a un palo, para escuchar. Muchos
acompañaron la canción. Otros lloraban en silencio, evocando
nostalgias del sol meridional.
-¡Mi reino por una pizza con muzzarella! –suspiró alguien.
Y cuando don Giuseppe hacía un paréntesis, manos
bondadosas dejaban monedas en el sombrero. Incluso de 0,20,
que son las buenas. Al notarlo, la música se volvió más alegre, y
sonó la tarantela.
”C’era una volta un piccolo navío…”
155
Y los concurrentes hacían sus pedidos con entusiasmo.
-¡Torna a Sorrento!
-¡Santa Lucía!
Entonces Brancato tuvo claro el panorama comercial. En
Buenos Aires es más rentable cultivar la música italiana, que vender
barquillos. Aunque uno refuerce su negocio, añadiendo ingresos
de menor legalidad. Y volvióse con optimismo a la pensión. Tan
feliz por las alforjas llenas, que entró cantando con potente voz.
-”Oh, sole mío…”
Doña Juanca hallábase en el patio, y se quedó estupefacta.
¡Qué expresión vital! ¡Qué maravilla! Entonces en su alma tuvo
lugar un irresistible cambio de roles. Y sin medir consecuencias,
dejó el planchado diario para sentarse al piano… ¡Era, ante todo,
concertista! Lo que ocurrió después, estaba escrito. Hipnotizados
por las musas, uniéronse sus voces entonando a dúo una ópera
inmortal.
-¡Bellísimo, bambina!
-¡Grazie, don Giuseppe! –dijo ella, que era de mamá
calabresa.
-Cuesto es negozio. Il sábato podemo ensayare.
-Mejor mañana por la tarde, así hay más tiempo.
-¿E osté mungia la frocca? –preguntó doña Primavera, en un
alarde de sociabilidad.
-¿Cómo dijo, señora?
156
-¿Non capisce? ¡Me cache’en dié!
Un epílogo que, conociendo a aquella dama, hubiera sido de
esperar. Quizás con el tiempo lograra hacerse entender mejor.
-¡Taxi!
-¿A dónde vamos, señor?
-Llévenos a un amueblado.
Los taxistas cobraban un peso de comisión al entrar en los
hoteles por hora, así llamados popularmente. Y con tal perspectiva,
efectuaban el viaje de excelente humor.
-¡Con mucho gusto, don! La vida hay que vivirla mientras se
puede, ¿verdad? Vea si no, lo que le pasó a un primo hermano mío
de apellio Gandolfi…
La charla inevitable que matiza cualquier viaje. Pero éste
pronto llegó a su fin, para dar comienzo un diálogo distinto, lleno
de intimidad.
-¡Al fin solos, negro! Preparáte, que te voy a dejar nocáut!
-No te tomés las cosas con tanto fanatismo, che…
-¡GRRRRRR…!
-¡Ahhh…!
Expresiones elocuentes, a pesar de su pobreza conceptual.
La buena de Yolanda, no claudicaba en su entusiasmo. Mas, como
bien nos consta, lo lindo dura poco. Y aquel idilio no iba a ser
157
excepción. Porque cuando culminaban los arrumacos, alguien
golpeó la puerta, informando a viva voz:
-¡Es la hora, señor!
El sueño de amor había concluído. Ella, luciendo ojos
brillantes y mejillas sonrosadas. Don Tiburcio, con la iniciativa en
bancarrota. ¡Qué salvaje, esta Yolanda! Era hija de alemanes, gente
conocida mundialmente por su enorme autocontrol. Así que algún
cromosoma foráneo debía andar alborotándole la genética. Mejor
no meterse a detective, en el árbol genealógico familiar.
-¿Entonces, lo dejamos para pasado mañana? Me interesa
mucho este ensayo, tía. No se enoje por el cambio de fecha. El
hombre es algo rudo, pero tiene una voz soberbia. ¡Podría tratarse
de un gran descubrimiento artístico!
-¡Quédese tranquila, m’hijita! –dijo doña Yamandusa.
Mientras tanto, al otro extremo de la gran ciudad, culminaba
un diálogo apasionado.
-¡Quiero saciarme de tus amores, Tiburcio! –repetía Yolanda,
con la mirada desencajada, estrujándolo en un largo abrazo.
-Sosegáte, vieja, o voy a necesitar una transfusión de sangre,
para subir al taxi…
-¡No te quejés, che! Si tu mujer fuera como yo, a esta hora
estarías tomando mate abajo de la parra, en vez de pagar
amueblado.
-Es cierto, pero no hay que exagerar…
158
-¡GRRRRRR…!
-¡Ahhhh…!
-¡Es la hora, señor! ¡Ya llevan bastante retraso, y hay otros
clientes esperando!
Al escuchar ese discurso, ella hubiera querido que la tierra
se abriera a sus pies, para tragarla. Y dijo en un rumor casi
inaudible:
-Tiburcio… ¡Es la voz de mi marido!
-¿Qué está haciendo aquí? ¿No trabaja en el Hospital de
Clínicas?
-Eso lo averiguaremos después. La cosa ahora es volver a
casa sin provocar una tragedia.
-¿Cómo?
El problema era difícil, pero ella no debió cavilar mucho,
porque estaba dotada de singular inventiva.
-Tengo una idea para salir sin que nos reconozcan–dijo, al
fin- Nos disfrazamos, cambiando la ropa. Yo vestida de hombre,
y vos de mujer.
Mientras esto ocurría, dos artistas intercambiaban opiniones
en la pensión.
-¿E ahora, qué cosa tiene pensato hacere?
-Primero yo toco y Vd. canta, don Giuseppe. Después
ponemos un disco, y ensayamos a dúo. ¿Le parece bien?
159
-¡Molto bene, che!
Y ella comenzó el recital, arrancando inspiradas notas al
piano.
A Yolanda el traje le quedaba bastante grande, pero las
apariencias engañan, y eso no delataría necesariamente su secreto.
Porque, en primer término, los caprichos impredecibles de la moda
quitan hoy rigidez al juicio estético. Pero además, el destino
humano depara infinitos altibajos. Dicho claramente, la desgarbada
figura no tenía que ser por fuerza una mujer, luciendo improvisado
atuendo masculino. Pudiéramos hallarnos tanto frente a un
vagabundo con ropa de finado, como encarando al más exquisito
aristócrata, vestido en París. Por suerte, recogiéndose la melena,
el sombrero le cubría medio rostro. Además se pintó bigotes con
maquillaje negro de las pestañas, y esos aderezos algo disimulaban.
Pero don Tiburcio Luis Villafañe con falda cortona y blusa
escotada, jamás hubiera pasado desapercibido. Especialmente por
caminar a los tumbos, calzando sandalias blancas de taco alto,
pequeñas para sus pies.
-¡Qué pareja tan insólita! –dijo don Celso.
-¡Hoy se ve de todo, che! -contestó el taxista, en voz baja.
-Pero parecen caras conocidas…
-¡No le envidio las relaciones, maestro!
Los destinatarios de tan descarnado juicio subieron al
automóvil. Pero como Yolanda no acostumbraba usar sombrero,
fue inevitable que en la maniobra, éste se aflojara al rozar el techo.
Y libre de camuflaje, un mechón rubio rojizo cayó repentinamente
sobre su espalda. El coche ya iba a tomar la calle, cuando
Bottiglione tuvo idea clara de lo ocurrido. Primero se agarró la
160
cabeza incrédulo, con ambas manos. Luego abrió la boca, sin emitir
palabra. Pero enseguida estalló en un grito salvaje, con la furia de
mil truenos.
-¡Es mi legítima esposa…! –dijo.
Como ocurre en casi todos los alojamientos por hora, esa
tarde había una cola de taxis esperando clientes, junto al portón.
Y aquel hombre se metió en el primer coche, dando la orden más
temida que pueda escuchar ningún chófer:
-¡Siga a ese auto!
Entonces el crepúsculo se estremeció, con un rugido salvaje
de motores. A todo ésto, en la pensión ”La For del Plata” se vivían
momentos de emoción artística, poco frecuentes con el trajín
materialista de la vida actual.
-”Padre Francesco, Padre Francesco…” –cantaba ella con
dulce voz de soprano, al iniciar el ensayo.
-”¿Cosa le dice a lo Padre Francesco?” –respondio, con un
desplante, la voz potente del tenor.
-”Ha venido una damisela que se quisiera cunfesar”
Doña Primavera los contemplaba extasiada, murmurando
para sí:
-Prima la buffa stripante come pizzolini cungenati…
Pero no nos preocuparemos más por el sentido de sus
palabras, que como bien sabemos, sólo un par de iniciados lograría
descifrar.
161
-Mater admirabilis… -susurró el tenor a su compañera de
concierto.
Juanca hizo un gesto asintiendo, pero por una de esas
inexplicables asociaciones que hace la mente humana en los
momentos difíciles, una idea cruzó por su cabeza. ”¿Dónde estará
Tiburcio, que es tardísimo y todavía no ha vuelto del trabajo?” Y
don Giuseppe, tomándola entre sus brazos fornidos, al mejor estilo
clásico, cantó a todo pulmón:
-”E dile, dile que pase, avanti…
¡Attenti que viene lo cunfechisante!
Non lo haga esperare y abra la porta,
botando presto cadena y tranca.”
¡Ni que hubiera dicho ”abracadabra”! El portón de la calle
se abrió bruscamente, irrumpiendo una pareja con rostros
desencajados. Pisándoles los talones, venía un perseguidor. Abajo,
dos choferes de taxi planteaban a gritos sus reivindicaciones
gremiales:
-¡Oiga! ¡Son veinte guitas más! No se haga el apurado para
rajar, dejando la cuenta en banda…!
-¿Y ésta es la propina que me prometió, después de venir a
cien por hora esquivando el tráfico en pleno Barrio Norte?
Vano afan, pues tan justas demandas serían pronto superadas
por la tormenta en ciernes. Dicho en otras palabras, el desenlace
de este drama estaba por llegar.
-¡Soltá a mi mujer, italiano mal parido! –gritó Villafañe con
la cara roja de ira, al ver la parte culminante del ensayo.
162
-¡Cayáte, maricone, vestido de signorina…!
-¡Me has traicionado con ese hombre, Tiburcio! -dijo Juanca,
entre sollozos, sin reconocer a Yolanda, en la figura desgarbada
de su presunto rival.
Y como ”a río revuelto, ganancia de pescadores”,
aprovechando la crisis, aquella quiso huir. Mas al darse vuelta, la
atajó don Celso, que subía, jadeante, las escaleras.
-¡Miserable! –pudo apenas exclamar el ultrajado marido,
sacudiéndola- ¡Me pones los cuernos con esa mujer!
-¡Tutti cornuti! –chillaba doña Primavera, enojadísima¡Prengenata la via come fruggia di dalfiocco…!
Dicho lo cual tomó un florero de terracota, arrojándolo con
ademán moralizante. Mas héte aquí, que en lo imprevisto suelen
revelarse nuevas aptitudes. Y tras muchos años de feliz
matrimonio, la frágil viejita se había vuelto tiradora experta. Así
que pese a los vaivenes propios de cualquier jaleo, el proyectil
describió una curva balística impecable, haciendo perfecto blanco.
-¡Muerto estoy! –gritaba don Celso retorciéndose en el suelo,
mientras con la diestra se apretaba lo que pronto sería un gran
chichón.
Momento oportuno para recordar que en esta vida no puede
hablarse del hombre a secas, sino de éste y sus circunstancias. Las
que, en condiciones de superioridad táctica, invitaban a ajustar
viejas cuentas. Como en la guerra, aunque a escala reducida. Visto
lo cual, doña Yolanda aprovechó para remitir sendas coces que le
tenía prometidas a su esposo desde 1938. El año en que dijo ”Sí,
163
padre”, culminando la ceremonia nupcial. Aquello fue como
arrimar kerosene al fuego, y los ánimos, ya encrespados, hicieron
crisis. Abrióse entonces la puerta 4, emergiendo Pepita Williams y
Ceferina en cerrada formación de combate, como las legiones de
Alarico cayendo sobre Roma. Y entonces se vió que lo hacían con
objetivos claros. Un ataque sincronizado, usando la jerga militar.
Pues la dama de compañía descargaba feroces escobazos sobre
Yolanda mientras su patrona, iluminado el rostro por bella sonrisa,
tomó con ternura las manos del caído.
-¡Siempre te he amado! –dijo.
-¡Yo también, doña Pepita! -repuso él.
-¡Maricone!
-¡Ramera!
-¡Travesti!
-¡Pará que duele, che!
-¡Tomá otra, así aprendés!
-¡Ayyyyy…!
-¡Bringa la cardone per lo fuglio di moscato!
………
Aquella había sido la explosión cruenta de un conflicto que
se dió al chocar sentimientos de amor y odio nacidos a primera
vista. Las pasiones más arrolladoras que conoce el alma humana.
Y capaces de provocar una bronca destinada a renacer mil veces
entre sus cenizas, como cuentan de cierto pajarraco llamado Fénix.
No por obra del azar, entendámoslo, que en este mundo nada es
casualidad, sino cuando las circunstancias fueran propicias. Así
planteada la litis, hubiera resultado imposible decir si el tumulto
duró unos minutos, o varias horas. Volaban palabrotas, escobazos,
y proyectiles de variada identidad. Hasta que sonando un silbato,
cierta voz autoritaria impuso orden en medio del caos.
164
-¡Silencio! Y vayan pasando al camión celular, de a uno en
fondo.
Era don Amador Galíndez, pistola en mano, al frente de una
aguerrida fuerza policial. Como en el biógrafo.
-¡Y vos, preparáte para la biaba que te espera en Jefatura,
degenerado! –dijo, mirando con inmensa carga de asco a don
Tiburcio, con falda cortona y blusa escotada. Descalzo, para colmo,
por haber perdido sus sandalias blancas de taco alto en la refriega.
El escándalo fue de proporciones, pero pagando la cuenta,
todo se perdona.”Un tropezón cualquiera da en la vida”, dice el
tango. Y la vida de los actores –marionetas del destino- siguió su
curso, rumbo a previsibles desenlaces. Pero no nos engañemos.
El amable convivir se había resentido con la crisis, y algunos
inquilinos prefirieron mudarse a fin de mes. Larga parecía la espera
con ánimos tan caldeados, aunque el tiempo pasó sin notarlo, vistos
los avatares del cotidiano devenir. Porque en una casa de pensión,
lo anecdótico no se agota jamás. Por fin llegó el día ”D” y todo
estaba tranquilo, con los rumores habituales provenientes del patio,
que resonaban en las entrañas del viejo caserón.
-¡Te reviento, desgraciado!
-Deja de trifulca, que no es nigocio, Abraham…
Y en la azotea tampoco faltaba una inquietud.
-¿Quién cambió el guardapolvo de mi marido por un traje de
baño azul?
-Debe ser la bruja de doña Clota, che.
Entetanto, otros inquilinos estudiaban al vecindario, sentados
en la vereda. Y así pasaban los días del urbano convivir.
-¡Prontito, señores! –dijo don Antonio Escámez Puig- El taxi
está esperando… Devuelvan los candados, antes de sacar las cosas.
Así no tiene que venir otra vez la policía.
165
Tiburcio Villafañe salió tan elegante como siempre, del brazo
de Yolanda, sin ya nada que ocultar. Y ella pudo vestirse de mujer,
exhibiendo esa gracia que la hacía irresistible a los ojos de aquel
hábil vendedor de tienda, nacido para el triunfo. Acomodaron su
equipaje y subieron al coche de alquiler, perdiéndose finalmente
en el tráfico enmarañado de la urbe.
-¡Adiós, que les vaya bien!
Al rato llegó otro coche, donde entraron tres pasajeros. Celso
Bottiglione iba contento en el pescante, aunque con su prestigio
magullado, al saberse que lejos de ganarse la vida como benefactor
de pobres y ancianos, era camarero en un hotel por horas. Donde
el servicio, aunque destinado a mantener bajos los niveles públicos
de ansiedad, tiene facetas de menor prestigio. Junto a él un sueño
hasta ayer imposible. Pepita Williams, rejuvenecida y con las
mejillas sonrosadas, tras descubrir delirios impensados de la pasión.
Y, cual podemos imaginarnos, el tercer pasajero no era otro que
la inseparable Ceferina, amiga en los momentos difíciles, como ya
lo demostró.
-No se pierdan, ¿eh?
Simultáneamente, tenía lugar una mudanza interna. Doña
Primavera se iba a una habitación más chica, y su hijo, Giuseppe
Brancato, a la No.1. O sea donde hasta ayer convivieron Tiburcio
Villafañe y Juanca. Todo estaba igual, pero con una diferencia
importante. El se había ido para siempre, y la señora quedó solita,
esperando a su nuevo amor.
Así termina esta historia, con tantos protagonistas, que bien
pudiera inquirirse cuál es su verdadero actor. Pero la respuesta
campea a todo lo largo de sus páginas. Cuanto aquí se dice, tiene
166
como punto de referencia a la casa de pensión. Un trampolín,
para quienes llegaron a Buenos Aires durante aquellos años
aciagos. Esa es la estrella indiscutible del relato, y ojalá hayamos
logrado hacer justicia a algunas de sus figuras clásicas. Porque
conociéndolas, se entiende mejor el precio de aquel potente
proceso integrador. Rendir parcelas del ámbito privado, como
decían los escolásticos, en aras de un bien mayor. La vida en
comunidad.
167
168
TEORIA DEL AGUJERO
169
170
Este es el último tema de esta obra. Y antes de empezar,
permítaseme decir dos palabras. Yo no sé cómo diablos su texto
terminó aquí, porque en él no tiene cabida lo fantasioso. Muy por
el contrario, estamos frente un esfuerzo serio, por divulgar logros
destacados del pensamiento científico. Sin duda el último, pues
ya pocas hojas quedan. Y en ese contexto, analizaremos fenómenos
que perciben nuestros sentidos y nuestra inteligencia, para
comprender su naturaleza intrínseca. ¡Caiga, por fin, el velo de
misterio que acompaña a un título apasionante!
El modesto agujero reviste mucha mayor trascendencia que
la insinuada por su observación empírica. Porque se trata de
entidades básicas del orden natural. ¡La vida misma, sería
inconcebible sin ellos! Enseñanzas cuya virtud radica en versar
sobre lo obvio. Porque a veces, de puro complicarse la existencia,
uno ni siquiera ve lo que tiene en la punta de la nariz. Intentaremos
aclarar tal pensamiento yendo al grano. Por lo que parece lógico
abrir el debate con un estudio sobre la naturaleza del mismo. Difícil
meta sin duda, pues el vocablo es alevosamente multívoco. En
efecto, la palabra ”grano” designa cosas tan diversas como los
dorados frutos del trigo, y la sintomatología insoportable del acné.
“¡Nada que ver!”, objetarán los escépticos de siempre, pero yo no
opino igual, y como soy el autor, escribo lo que se me da la gana.
Granos son los unos y granos son los otros, les guste o no. Quizás
171
por un accidente de ese caprichoso menjunje fonético llamado
idioma castellano, pero con un vital denominador común. El
agujero, como Vd. ya sospechaba. Pues, ¿qué es un grano de trigo,
sino un pequeño agujero recubierto de cáscara, con un programa
anti-hambruna en su interior? ¿Y qué es un grano de acné, sino un
agujero colorado por fuera, portando adentro una festichola de
bacterias? Las identidades referidas, como todo lo inmutable, se
pueden expresar matemáticamente. Surgen así dos igualdades, cual
piedra fundamental en nuestra tarea de divulgación científica.
Agujero+Harina+Cáscara=Grano
Agujero+Bacterias=Grano
O, dándoles forma algebraica:
A+H+C=G
A+B=G
Sumando, despejando A, y luego simplificando, surge una
igualdad que podemos llamar fórmula elemental del agujero:
A=G-1/2(B+C+H)
Naturalmente, hay agujeros de todos los contornos.
Aunque los redondos son más vulgares, dicho sea sin despreciar.
Ellos responden incondicionalmente a la fórmula anterior.
Pero sondeos recientes asignan gran futuro a los agujeros de
cuatro cantos. Que, siendo cuadrados, se cuantivizan
multiplicándolos por sí mismos. Y llegado este punto, conviene
adoptar un par de convenciones para ajustar la nomenclatura,
facilitando así su comprensión.
172
A 2, será: A (c),
y (B+C+H), será: K
Entonces resulta:
A(c)=(G-1/2K)2
Reemplazando índices, podemos abarcar agujeros
multiformes de n lados. Ello brinda una fórmula representativa de
todos los agujeros posibles, que confiere a este estudio el carácter
de teoría general. Si el agujero abstracto A(n) es llamado
convencionalmente ”arroba”, la fórmula que nos ocupa adquiere
su expresión definitiva:
@=(G-K/2)n
Los razonamientos previos, prueban no sólo la consistencia
lógica de nuestro planteo, sino también cuán inútiles fueron los
trabajos del pobre Alberto Einstein. Siendo el universo un tremendo
agujero, hubiera sido mejor resolverlo aplicando fórmulas sencillas,
que meterse en todo ese balurdo de la relatividad. Porque las cosas
tienen siempre su lado fácil, según demostró Colón, aplastando el
famoso huevo. Surge así lo obvio, sin mirar a nadie por arriba del
hombro. Con los secretos matemáticos del agujero en mano,
resulta posible ahora plantearnos su producción industrial.
Y como a esta altura es tiempo de hilar fino, vamos al génesis
de las cosas. Cuanto existe, sea lindo, feo, importante o pueril,
deriva de un agujero. Siendo suficiente mirar alredeor nuestro,
para constatar sus infinitas variantes. Unos son pequeñines, otros
más grandotes. Estos vienen pintados al duco, aquellos rellenos
de marcipán. Y hasta los hay peludos, de lo cual doy fe. ¿Qué es
173
un volcán, sino un agujero furibundo, tapado con piedra pómez?
¿Qué es una alianza matrimonial, sino un agujero chato, rodeado
de oro? ¿Qué es, en fin, una catedral, sino un tremendo agujero
revestido de cascotes, con ostias y crucificos ocupando su interior?
Aceptemos lo que nuestros sentidos e intelecto claman a gritos.
Todo en este mundo es básicamente un agujero, y éstos presentan
infinitas variantes. Unos discretitos, llenos de agua perfumada y
metidos en forro plástico, con que los jóvenes traviesos persiguen
en Carnaval a las damiselas de idéntica condición. Otro, el
nombrado agujero máximo, inmenso y negro, repleto de estrellas,
satélites, y cohetes viejos. La madre de todos los agujeros. Una
madre preñada de agujeritos más pequeños, que los yankis llaman
”agujeros negros”, posible preludio de otra expresión colonialista,
”agujeros afroamericanos”, tal vez. Para asumir su control cuando
les plazca. Porque en este mundo, manda quien tiene la sartén por
el mango. Pero ya sospecho que estamos alejándonos de nuestro
tema.
”Es bueno empezar las cosas desde el principio”, dicen los
chinos. Siendo preciso reconocer entonces, que el comienzo de
todo es un leal y valiente agujero, que recibe, fecundo, nuestro
esfuerzo. Para retribuirlo devolviéndonos casas rodantes,
encomiendas, submarinos y descendencia. Autos y lápices
automáticos. Botellas, heladeras, salvavidas, computadoras,
guitarras y hasta hacienda en pie. Pues la vaca es, ante todo, un
gran agujero semoviente, repleto de asado y envuelto en cuero
natural. Una versión que dice ”mu”. Pero agujero, en lo más
profundo de su ser.
Hemos anticipado unas palabras sobre las expectativas
socioeconómicas que despierta esta teoría. Pues de nada valdrían
los avances de la historia, sin sacarles provecho. Tomemos por
174
ejemplo la manzana, con que Eva nos liberó del bodrio que hubiera
sido pasarse la vida contemplando el Paraíso Terrenal. ¿Y qué
significaba aquel agujero con cáscara al rojo vivo, repleto de
tentaciones? Un pantallazo del negocio que resultaron los placeres
prohibidos, señores ¿Es dable, acaso, evocar la rueda –un agujero
con rayos, que fue tecnología punta en su época- sin asociarla a
las cotizaciones de Firestone en Wall Street? Esta y múltiples
preguntas del mismo tenor, tienen igual respuesta: No y no. ¡Mil
veces no! Y sería ir contra la historia esperar que, dominadas las
fuerzas rectoras del agujero, ello no tuviera un reflejo instantáneo
en el campo económico. Por eso, entre amenazas como la
hambruna neoliberal y los viernes negros, el clásico proverbio
”Poderoso caballero, es don Dinero”, ha perdido actualidad. Los
que saben,dicen hoy: ”Poderoso caballero, es don Agujero”.
Llegados nuestros estudios a esta altura, deberíamos indagar
ahora las causas que determinan el progreso de las naciones.
Existiendo un teritorio apto, con pobladores instruídos y
laboriosos, su desarrollo requiere una buena planificación. Aqui
hemos fallado estrepitosamente, hasta hoy. La multitud se aliena
con embrollos, carente de agujeros que simplifiquen su vida. Pero
aún es posible salir de esta maraña. Habiéndose demostrado una y
mil veces que todo empieza en un agujero, la universalidad del
axioma debe incluir también el campo económico. Sabemos,
además, que la abundancia de medios, es requisito del desarrollo
material. Confrontando ambas premisas, surge una conclusión
rectora: La amplia disponibilidad de agujeros, determina el
progreso humano. Con agujeros buenos y baratos para todos, la
vida sería más bella. Pero el tema no se agota produciéndolos,
algo bien fácil, ahora que tenemos su fórmula general. La cosa es
ponerlos al alcance del consumidor, siendo preciso resolver antes
que nada, el dilema de su valor comercial. Si fueran caros,
175
estaríamos igual que antes; pero gratis, comenzarían los abusos.
Así resurge la necesidad del ”justo precio”, que tanto preocupó a
los filósofos medievales, y sobre cuya dinámica abundaremos en
otra oportunidad.
Sea como fuere, ya está claro que el agujero debe convertirse
en elemento corriente de la canasta familiar, del presupuesto
público, y de las erogaciones empresariales. Así ganaremos
abundancia y bienestar. Como resultado, las cárceles pueden
quedar vacías, al desaparecer la presión económica que impulsa a
delinquir. Mas no nos alarmemos. Pronto surgirán nuevas
actividades, para que presos y guardianes no terminen engrosando
las filas del desempleo. En tal sentido, merece especial atención la
industria del reciclaje, eliminadora de los agujeros que vayan
quedando fuera de uso. Tirarlos a la basura debe ser descartado,
como hipótesis de trabajo. Nadie sabe las catástrofes ecológicas
que pudieran sobrevenir si los más grandes, de brutos, nomás,
pretendieran masticarse a los más pequeños. Y no lo decimos de
fanáticos por una ideología concreta, porque éste es un proyecto
viable en cualquier sistema. Agujeros colectivos para los países
socialistas, otros privatizados, para el mundo liberal. El sueño del
progreso indefinido, con legiones de niños, que podrán nacer
tranquilos, llevando ahora un agujero bajo el brazo. Catástrofes,
hambrunas y guerras, generaron negras expectativas, por el destino
que aguardaba a nuestros hijos. Ese fue el orden perverso de
milenios, cuyo colmo consistió en inventar la virtud del sacrificio.
Una patraña hecha para calmarnos, porque esta vida tenía por
objeto sufrir, y los placeres aguardaban en la eternidad. Donde,
dicho sea de paso, ya no hay derecho de queja. ¡Vea qué
cortocircuito psicológico, destructor de personalidades! Pero la
muchachada finalmente se apioló, y hoy estamos en el umbral de
un gran despegue, que garantiza crecientes niveles de bienestar.
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Agujeros habitacionales, para que todos tengan casa, sin más
molestia que revestirlos de ladrillos. Agujeros petrolíferos, para
inundar el orbe de combustibles baratos, mediante el simple
agregado de una torre, o quizás solamente un grifo. Agujeros
móviles que, con apenas colocarles motor, ruedas y alguna otra
chuchería, pongan el avión y el automóvil al alcance de todos. Y
hasta agujeros presupuestarios, para solucionar el problema que
crean las cuentas inesperadas a fin de mes. Su reparto, empero,
debería ser hecho por los bancos centrales, para evitar trifulcas
con el Fondo Monetario Internacional, que como bien sabemos,
se agarra unas mufas de novela por cualquier desliz.
Resumiendo, los elementos aportados ratifican la viabilidad
de poner esta teoría y sus diversos corolarios, a trabajar por el
bienestar general. Pero tan ambicioso proyecto quizás encuentre
los tropiezos de cualquier innovación. Algunos causados por
ignorancia, otros, por inseguridad ante el cambio. Los más, como
consecuencia de nuestro irracional miedo a la libertad. El tiempo,
empero, pulirá asperezas, permitiendo una paulatina reubicación
de los factores en juego. Es preciso desmantelar un orden para
implantar otro, y las alternativas son solamente dos. Evolución o
revolución, como camino a una sociedad mejor. Entidad cuyo
sistema socioeconómico se basará, caiga quien caiga, en la Teoría
del Agujero. Porque si no, ¿dónde iríamos a parar? He aquí un
plan de lucha, que entregamos cual bandera de combate, a las
futuras generaciones.
177
178
ÍNDICE
Crónica ejecutiva
15
Higinio y la máquina
37
Rebelión en el Litoral
47
El hijo de Pou
63
Las dos monedas
83
Ya sale el tren
101
Historia de tres espías
115
La vida en comunidad
131
Teoría del agujero
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179
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LIBROS DEL AUTOR
“La idea fija”, relatos. Primera edición, 1994.
“Lo que trajo el mar”, novela, 1995.
“Rimas de soledad”, poesía. Primera edición,
1995. Segunda edición, 2002.
“El libro de todos”, antología, 1999.
“Cuentos de mi tierra” (en preparación).
“Relatos improbables” (en preparación).
OBRA PERIODISTICA
Serie satírica “El amasijo”, publicada
semanalmente en la prensa escrita durante 19961999, y que hoy aparece en 25 medios, de ocho
países.
Serie semanal “De todo, como en botica”,
publicada en la prensa escrita durante 1997-1999.
Más de un centenar de artículos diversos.
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182
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