1 2 LA IDEA FIJA 3 Inmigrant-institutet Ser. B. Dikter, noveller, essäer ISSN 0347-5360 Nr. 52, La idea fija / John Argerich © Copyright: John Argerich, 2003 Ilustración tapa: Juan de Garay, fundador de Buenos Aires, por John Argerich Diseño: Manuel Pérez García Invandrarförlaget Katrinedalsgatan 43 50451 Borås, Suecia Depósito Legal: ISBN 91-7906-021-8 Segunda edición Servicios editoriales de Editorial Premura http://www.premura.com/ Barcelona, España Marzo de 2003 4 John Argerich LA IDEA FIJA Invandrarförlaget 5 6 A la memoria de mis padres, que me legaron un entrañable amor por Buenos Aires 7 8 EL QUE Y EL COMO DE LA CUESTION Rodé por el mundo, en alas de ese loco devenir que algunos llaman destino. Pero al alejarme de mi empedrado, sentí que allá dejaba raíces y corazón. Con los años, su memoria fue convirtiéndose en un recuerdo obsesivo. La idea fija. Por eso escribo cuentos argentinos, al otro lado del mar. El autor 9 10 PALABRAS PREVIAS «Una semilla que contiene el árbol en estado latente». Esta expresión fue utilizada por Cortázar para refirirse al aspecto significativo del cuento, y su capacidad de trascender a la anécdota. Concretamente en la Argentina, este género literario alcanza su mayoría de edad en la década de los años cuarenta. Tan es así que la publicación de la «Antología de la literatura fantástica», seleccionada por Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo, considerada por muchos críticos como su auténtica pila bautismal, se produce dentro de la llamada década prodigiosa. La de mayor esplendor de otra expresión cultural y universal del Río de la Plata: el tango. Desde allí a nuestro días, los cultores del cuento desarrollan una rica y variada producción. La misma, que va desde lo tradicional a la vanguardia más desafiante, tiene en común el retrato del alma de un país, de una ciudad, y de una realidad que se siente, se vive y se sufre. A partir de los años cincuenta, la convulsa situación política, reflejada en la sucesión casi ininterrumpida de dictaduras militares, condiciona al cuento argentino y como consecuencia de ello, se incorpora un matiz crítico realista, dejando poco espacio para los sueños. 11 John Argerich es un ejemplo de esa generación de escritores que se vio obligada a dar a conocer la casi totalidad de su obra literaria en el exilio, sin perder por ello su carácter argentino. En La idea fija, el autor, partiendo de situaciones equívocas, vividas por personajes con cierta esencia real, propone al lector la ciudad que lo acompaña en su memoria. Sin por ello dejar de tener claro que, parafraseando a Borges, lo suyo no es un espejo de Buenos Aires, sino algo que se agrega a Buenos Aires. Este libro consta de nueve comedias cortas, que lucen un definido perfil costumbrista, y el juego “multiplot”. Allí campean también algunos rasgos autobiográficos, y una trama picaresca que expresa ingenio, angustia y hasta violencia. Todo bajo un soporte lingüístico vivo, el idioma de Buenos Aires. Un vehículo que matiza al hombre, su vida y la permanente relación de amor y odio con el medio en que se inserta. En definitiva, con los ágiles e intensos relatos que componen esta obra, Argerich deja otra semilla capaz de germinar. Como ese árbol que, citado por Cortázar, es cobijo del cuento argentino. Manuel Pérez García Malmoe, marzo de 2003 12 CRONICA EJECUTIVA 13 14 Todos aquellos días parecían calcados de un mismo molde. El despertador, implacable, lanzaba desveladas y mortíferas dianas a las seis en punto, sin descomponerse jamás. Esa era la apocalíptica iniciación de mi monótono ritual. Le seguían el baño con agua helada, la taza de café instantáneo tomada al raje, una cola interminable para sacar boleto en la estación, y los apretujones del periplo. Primero ferroviario, luego en colectivo. Finalmente, fichar con la lengua afuera, antes de que ese temido reloj empezara a imprimir en rojo. Luego los jefes con cara de asco, las montañas incalculables de aburridísimo laburo, y una porción de pastel de espinaca con leche fría. Al rato otra vez el maldito reloj y la maldita pila de fichas. Y los codazos en el colectivo, y la avalancha del ferrocarril, y el bife bien jugoso con ensalada, y los avisos idiotas de la televisión, que ya me sabía de memoria. Y a dormir a las 22:30 en punto, para estar bien descansadito al día siguiente. Esto, más el paréntesis dominical con su infaltable raviolada, visitas familiares, y partidos de fútbol, harían posible que mi salud se mantuviese en niveles de supervivencia hasta recibir una medalla dorada al mérito burocrático. Veinticinco años dedicados a la empresa, preferiblemente sin faltar nunca. Un abrazo del director, engordado con mi plusvalía, una copa de vino espumante, “¡Viva Abelardo Patarroyo e Hijos 15 S.A.!”, y preparáte para la jubilación. Después las colas del 1 al 5 para cobrar una miseria, solcito en el Parque Centenario, “¡Qué monada era el finado!”, y el entierro, pagadero en cómodas cuotas por los deudos. Todo un plan de vida. Cavilé muchas noches sobre mi futuro, encontrando siempre más interrogantes que respuestas. De pronto, vi algo ajada la cara que me miraba todas las mañanas desde el espejo, para controlar mis esfuerzos de embellecimiento. Y empezaron a quedar muchos pelos en la palangana, al lavarme la cabeza. Ni hablar del claro de luna, ya amenazando darme cierto aire de romántica senectud. Había gastado toneladas de materia gris, y continuaba cavilando. ¡Era preciso dar, por fin, un cambio a mi vida! Pero salir de pobre diablo no es soplar y hacer botellas. ¡Si lo sabrá un servidor, que las probó todas! Carreras en el hipódromo, loterías nacionales y foráneas, quinielas y rifas con diversos grados de legalidad. La ruleta, el PRODE, los partidos de póker en el club. Qué sé yo. Casi había perdido la esperanza, al no pegar jamás ni una. Hasta que cierto día, cuando ya estaba empezando a preocuparme por la suba en los precios minoristas del cianuro, se me prendió la lamparita. Los ochenta kilos de mi esposa oscilaban raudos, al tope de una escalera. Era el primer sábado de cualquier mes, día inamovible para limpiar claraboyas. Porota hallábase en la estratósfera del baño, con las manos llenas de trapos viejos y un tremendo balde. Verme llegar y ocurrírsele algún mandado, fueron siempre causa y efecto en nuestra amorosa relación. -Ya que no estás haciendo nada, traéme unos diarios viejos del mercadito, Leandro José… - dijo con voz zalamera, que no admitía réplica. 16 Y digo lo último, porque en tales circunstancias, cualquier excusa hubiera sido interpretada como un acto de extrema belicosidad. Así es cómo, temiendo que las furias de mi cónyuge me estropearan el día franco, salí como tiro hacia “La estrella española”, bastión mercantilista al mando de don Nicasio Olañeta. ¡Instante que hizo cambiar mi vida! A mí lo único que hasta entonces me importaba de los diarios eran fútbol, carreras, y noticias policiales. Estas últimas porque, de tarde en tarde, sirven para estudiar a fondo el curriculum elaborado por algún vecino, pariente, o conocido. Sin embargo, ese día estaba predestinado a ser distinto. Cuando Nicasio apiló sobre el mostrador mis diarios viejos, empecé a leer los chistes. Para demorar algo el regreso, porque la patrona ya estaría inventándome otro mandado. Entonces un aviso medio estrambótico junto a la tira de Mandrake el Mago atrajo los ojos soñadores del suscripto. Medio en español, medio en inglés (ahora a ese idioma le digo “spanglish”) y lleno de palabritas rebuscadas. Su texto, que no olvidaré mientras viva, era más o menos del siguiente tono: “MARKETING EXECUTIVE” Empresa líder en la comercialización de productos para consumo masivo, filial de importante corporación transnacional con home office en New York, desea incorporar a su staff un destacado executive de marketing. Preferentemente self-made man, con atractiva personalidad, sólido background y hábitos de teamwork. Remuneración inicial 86.000 dólares por año. Companycar y home-leave a cargo de la empresa. Combine un meeting llamando al teléfono…” 17 Me quedé sin aliento… ¡86.000 dólares por año! O sea un camión de billetes verdes, como para sacarse los gustos tipo sheik, y todavía dejar propina. ¿Existirían realmente empleos así? La cosa parecía obra del mismísimo Mandrake. Desde ese día supe con claridad cuál era el verdadero objetivo de mi vida. Ingresar al mundo dorado en que retozan los ejecutivos de empresa. A la noche casi no pegué un ojo. ¡Qué hermosa suma, para darse los gustos, mamma mía! Y por primera vez esperé ansioso la llegada del lunes. Sobra decir que ese domingo fue el bodrio de siempre, aunque algo lo diferenció de sus infinitos predecesores. Mi mente estaba lejos, muy lejos, navegando en inglés por paraísos ajenos al ritual de deglutir pastas caseras. Pero las tripas se me iban poniendo tensas. Y ya estaba fuera de la cama, totalmente desvelado, a la hora que los vecinos del fondo saludan a Febo lavando ruidosamente el gallinero. ¡Ni siquiera debí esperar que sonara el maldito despertador! Tras mi camiseta musculosa, latía un corazón pasado de revoluciones. Iba a poner en marcha un plan. A las ocho en punto hice que mi señora, con voz de circunstancias, llamara al trabajo dándome parte de enfermo. Una gran descompostura, un ataque al hígado, las fantasías de siempre. Yo escuchaba atentamente al lado del teléfono, mientras ella ponía caruchas de complicidad. Después gané como un cañonazo la vía pública, no sin antes encomendarme a la virgencita de Luján, para que el médico controlador no fuera a caer durante mi ausencia. Recorrí de punta a rabo las librerías del centro, metiéndome en cuanta compraventa se me cruzó por la mira, para adquirir algo bueno y barato. Y así es cómo, después de mucho revolver, había sentado las bases de mi futura biblioteca técnica, con los siguientes títulos: 18 1.-”Areas de la gestión ejecutiva”, por Roscoe Wellington y asociados. 2.-”Compatibilización e interdependencia ejecutivas”, por Jack Melone, M.B.A. 3.-”El ejecutivo moderno”, por William Leslie Chapman. 4.-”Constantes y variables en la conducta del staff ejecutivo”, por John S. Niccolino, C.P.A. 5.-”La ley de Parkinson”, por Parkinson. Con mi tesoro literario bien empaquetado, enfilé entonces hacia “Grandes Tiendas Jesús Valeije”, la casa del gentleman británico. Allí tuve ocasión de inspeccionar varios trajes de severos colores, y compré finalmente dos, pagándolos con los ahorros que tenía reservados para levantar la hipoteca. Lo cual no es locura, porque estaba jugándome entero. Después volví a casa, y puse un banquito en el patio, para leer tranquilo. No entendía un pito de aquel vibrante fárrago, pero con paciencia, fui avanzando hasta tragarme los cinco tomos. Tres semanas y media más tarde, estaba hecho un experto en palabras raras y, como digo ahora, pautas para la integración psicosocial a nivel directivo. Por otra parte, los trajes me quedaban pintados. Claro que la cosa tuvo sus bemoles. Sólo con gran esfuerzo logré acostumbrarme a no llevar más el escarbadientes atrás de la oreja. También debí cortarme esa uña larga del dedo meñique que era mi orgullo. “Al que quiera celeste, que le cueste”, dije, dándome ánimos para renunciar a todos aquellos atributos de hombría. Pero no gratuitamente, entendámonos, sino en aras de otros símbolos, más acordes con un nuevo status. El del superejecutivazo que iba a ser desde mañana. 19 Una de las primeras enseñanzas aportadas por mis lecturas, fue que los grandes negocios no se hacen nunca al amanecer. En consecuencia, puse el despertador a las nueve menos cuarto, resuelto a desterrar todo hábito subalterno del pasado. Me vestí sin ningún apuro, desoyendo las angustias de Porota, para salir enfundado en mi traje azul. La verdad, que con camisa de seda celeste, corbata gris perla, traba de oro y portafolios tipo ”attaché”, estaba hecho un artista de cine. No me gusta la jactancia, así que lo digo sin despreciar, pero noté que los vecinos me miraban. -¿Vas a un casorio, a esta hora? –preguntó el del quiosco, cuando me entregó los cigarrillos. Yo detuve un taxi sin contestarle, me metí adentro, y dije lacónicamente mi destino. -Cómo no, doctor –respondió el chófer. La planta industrial es inmensa, y sus edificios, repletos de rugiente maquinaria, ocupan seis valiosas manzanas parquizadas. Me impresionó verla desde afuera a esta hora, en plena actividad. Pero aclaremos. No por lo grande, pues yo había recorrido todos sus rincones empujando el carrito con fichas de inventario. Me impresionó la sensación de que tras las infranqueables rejas, había miles de ojos observándome. Sentí temblar mis manos, y frío en los pies. Esto último, a pesar de las flamantes medias negras que calzaba, confeccionadas en hilo fino “made in England”, según juraron los vendedores de Valeije. Sin embargo, pronto reaccioné, y sacando pecho, fui sin vacilaciones hacia la lujosa entrada con alfombra roja que usan los capos de la empresa. El ”lobby”, como dicen ellos. Un portero, de guardia ante los ascensores, me observó con curiosidad. ¡Si lo conocería yo! Era Silvio Bujones, 20 el olfa que vende cigarrillos sin estampilla fiscal, y sólo da crédito de capataz para arriba. Cuando estaba acercándoseme, oí a mis espaldas unas voces que conversaban animadamente. Di vuelta la cabeza, y no me dio ningún trabajo reconocer a los interlocutores. El mismísimo Director General, acompañado por dos gerentes. El primero me miró con gesto distraído y, como un murmullo, dijo lo que supongo habrá sido “buenos días”. Yo le sonreí de oreja a oreja, exclamando en voz bien alta: -¿Cómo te va, Ezequiel? Bujones se paró en seco, y dando media vuelta, puso rumbo a su silla. -¿Piso? –inquirió el ascensorista -Veintiuno –dijo el Director General. -Veintiuno –repetí, sin vacilar. El bólido salió disparado hacia el espacio aéreo. Y yo, dispuesto a no perder oportunidad de meter la cuchara en su charla, me uní decididamente al grupo de jerarcas. -El sistema de evaluación para las respuestas suministradas por los retroalimentadores principales no brinda datos coherentes con la programación prospectiva –comentó muy serio Diego Thompson, gerente de Proyectos Especiales. -¡Hay que reunir inmediatamente al Comité Operativo! –dijo Ezequiel Mendoza. -No me parece un procedimiento que maximice la eficiencia programática multilateral –intervine yo, frunciendo la frente- Antes deben evaluarse las pautas metodológicas de integración alternativa primaria. 21 Todos me miraron en silencio, y el ascensorista anunció: - Directorio, Gerencia General, Sala de Situación. -Con permiso –dijo el cerebro máximo, mirándome con aire de gran cordialidad, mientras tomaba mi brazo- Si no estás muy apurado, quisiera que me acompañaras un rato para charlar sobre esa idea tuya. Pero vas a perdonarme. Con el trajín de mi último viaje a Estados Unidos, se me han desdibujado algunos nombres… -Leandro José Mocoroa –dije, con mi mejor sonrisa, extendiéndole la mano- Entre amigos, me llaman Joe. -¡Ah… si, si! –respondió Ezequiel. Sin más diálogo, enfilamos entonces hacia los ascensores privados que llevan ”non stop” al despacho con grandes ventanales, sito en el último piso de la torre norte. Pocos minutos más tarde, este valor estaba cómodamente instalado en un pisito sensacional. Y ya iba a iniciar el inventario de tantas suntuosidades, cuando mis ojos tropezaron con una morocha de ojos verdes y andar modulado, que me dejó sin aire. ”¡Vaya minón!”, pensé, calculando a ojo sus contornos. Después supe que se llamaba Cuquita, y era segunda asistente de la secretaria ejecutiva. Medidas: 90-70-90, por lo menos. Un auténtico bombón. El Director General no era hombre de andarse con vueltas. Hizo servir dos cafés y, sin mayores preámbulos, fue al nudo gordiano de la cuestión. -Como le habrás oído comentar hace un rato a Diego, el asunto ese no funciona. Para serte franco, yo no soy especialista en la materia, porque vengo del área de Relaciones Públicas, pero por olfato creo que está mal manejado. Vos conocés la mentalidad 22 de los técnicos. Perderse en detalles, descuidando el objetivo principal. Por eso me gustó la forma tajante, con que diste un “no” rotundo a cuando se ha venido haciendo hasta ahora. Concretamente, deseo que me expliques tus puntos de vista. Para mi el tipo ése había sido siempre un superhombre. Así lo veía yo, desde mi puesto Rango 27, como inspector de zócalos. Pero ahora, frente a él en un pié casi de francachela, estaba sospechando que era solamente un vivo. No tenía ni idea de lo que estaba pasando. Por eso se lavó las manos con Thompson, pretendiendo encajarle el problema a un comité, que yo estaba empezando a barruntar estaría integrado por un motón de chantas iguales a él. La lógica más infradotada dejaba en evidencia una sóla cosa. Nadie sabría para dónde correr. Es decir, se hablaría durante horas, se escribirían pilas de memos, se mandarían mensajes codificados en todas direcciones. Se beberían hectólitros de café, y por fin las cosas quedarían exactamente igual que antes. Hasta caer en el olvido, resolverse solas, o que algún pinche anónimo les encontrara la vuelta. En cuyo caso las felicitaciones no serían para éste, llevándoselas el primer miembro del Comité Operativo que descubriera su trabajo. Lógica baratieri, pero realista. Pensamientos que sirvieron para darme aplomo. Porque cuando hay que macanear, yo soy el campeón mundial. Y, apoyándome bien contra el respaldo, encendí un cigarrillo importado con aire de máxima concentración. Aspiré despacito el humo, para crear atmósfera de expectativa, y luego, mirando a los ojos del legendario Rango 1, respondí con voz casi inaudible: -La cuestión no es fácil. Estaba comenzando mi discurso, cuando entró por la puerta de comunicación directa nada menos que Peter Conkling. Este 23 representaba los intereses del socio capitalista foráneo, un tal Corporation no sé cuánto, y por razones de seguridad, jamás se lo veía. Sin embargo, su imagen nos era familiar a todos, pues la revista “Mundo Patarroyo”, distribuída por el Departamento de Relaciones Industriales, siempre le dedicaba largos artículos, profusamente ilustrados. No los leía nadie, pero tenían contento al de los dólares. -Good morning, boys! –dijo, riéndose como si acabara de contarse un chiste graciosísimo. -Hola, Pete –respondió el Director General- Estamos estudiando un asunto muy importante, con Joe. La cuestión del retroalimentador principal. Creo que Diego Thompson te lo mencionó ayer, durante el cocktail de la embajada. -Entonces llego en buen momento –respondió el personaje, dando grandes carcajadas- ¡Hablá, nomás, Joe! Yo me quedo a ver si entiendo algo. Repuesto de la sorpresa, abrí mi portafolios sacando un grueso block de papel borrador y una cajita con lápices multicolores. El panorama estaba claro. Ninguno de nosotros tenía la menor idea de todo ese asunto, y recién descubríamos que existieran cosas llamadas ”retroalimentadores”. Por lo tanto, cualquier explicación era buena. Visto lo cual, adopté ese aire de indefinida superioridad que pone mi jefe cuando me manda a comprar el diario, y dije: -Esta cuestión hace rato que me viene preocupando, razón por la cual he desarrollado pautas alternativas diferenciales, que responden tanto a la metodología de Parkinson como al cambio generacional inmanente. No entraré en detalles elementales ni en tecnologismos ambiguos, pero es preciso revisar a fondo la 24 mecánica prospectiva para plantear sus diagramas equivalentes. En otras palabras, a cada cual, lo suyo. -¡Muy bien dicho! –exclamó Conkling, con semblante serio - Eso es lo que yo siempre sostuve: ¡A cada cual, lo suyo! -Ciertamente… -agregó Ezequiel, mientras avisaba por el intercomunicador que quedaban suspendidos todos sus compromisos de esa mañana. -Veámoslo en forma gráfica… -añadí, paladeando el impacto de mis primeras palabras. Y a continuación, demostré el teorema de Pitágoras, único recuerdo dejado en mi cabeza por las trabajosas matemáticas del Colegio San Miguel. Mis contertulios observaban absortos aquellos garabatos llenos de letras griegas, intercambiando miradas de aprobación. Satisfecho, desarrollé luego personalísimas interpretaciones de las leyes del péndulo, construí formidables sistemas alfanuméricos, y terminé coronando mi tarea con un gráfico que hubiera hecho sudar de envidia a Salvador Dalí. Cuando ya no se me ocurrían más cretinadas, levanté la vista con cara seria, y dije: -¿Entendido? Lo que sucedió después es digno de pasar a la crónica del camelo, como uno de sus capítulos magistrales. Peter Conkling se levantó del sillón dando un brinco, mientras felicitaba efusivamente a Ezequiel por rodearse de tan expertos colaboradores. Me dio dos fuertes palmadas en la espalda, y se fue muy apurado por donde había venido. Pero cuando estuve a solas con el Rango 1 sin la presencia de aquel zángano, sentí 25 espanto. ¿Habría captado el supercapo que mi discurso fue solamente una pila de burradas? Este me miró fijo, sacudió la cabeza y, poniéndose de pie, comenzó a pasearse, pensativo, por la oficina. -¿Y cómo nadie había visto antes el problema? –dijo. Yo tragué saliva. Ezequiel continuó: -Debés hacerte cargo inmediatamente de la situación. Ocupá este escritorio mientras yo voy a almorzar con el ministro de Economía, y prepará las resoluciones que deban llevar mi firma. Regresaré temprano; quiero que empieces a trabajar hoy mismo. Ni lerdo ni perezoso, asintí con aire de sacrificio. ¡Todo sea por la Empresa! Y enseguida me puse a empujar el lápiz, alcanzando pronto velocidades supersónicas. En primer lugar, era necesario hacerme nombrar gerente de algo bien ambiguo, para no comprometerme a nada concreto, pero que diera prestigio. La firma tenía muchos jerarcas con títulos raros, así que debí cavilar largamente para evitar repeticiones. Al fin pude dar con la tecla, nombrándome Gerente de Programas Alternativos Integrados, con un sueldo como ése que había leído en el diario. Dispuse también que la compañía me asignara un lujoso automóvil. Y hallábame en tales cabildeos, cuando una fe de erratas cruzó por mi cerebelo. En la vida no hay que ser idiota, pensé, y cuando se pide, lo justo es hacerlo bien. Por eso, volviendo atrás, taché la palabra ”Gerente” y en su lugar puse ”Director”. Después tuve claro que para evitar arrepentimentos u olvidos, era mejor tener todo pasado a máquina, quiero decir, ”tipeado”, cuando llegara Ezequiel. Junto al escritorio había un panel lleno de botones. El primero indicaba ”Secretaria Ejecutiva”. Yo evoqué, algo 26 nervioso, los contornos de la segunda asistente, y creí lógico que su jefa fuera Cuquita al Cubo. Entonces me arreglé la corbata, encendí un cigarrillo, puse cara de Rudi Valentino, y oprimí el botón. Tres segundos más tarde, abríase la puerta principal. Para darme importancia, consideré oportuno mirar a lo lejos por los ventanales, con aire de estar sumido en profunda actividad intelectual. No obstante, con el rabo del ojo ví acercarse una dama de porte elegantísimo. Levanté la vista, y sin vacilar, le hice un pícaro arrugoncito de nariz. ¡Qué soponcio, mamita querida! Cuando ella estuvo cerca, fui noqueado por la cruda realidad. Abajo de la ropa fina había una vieja horrenda, con más arrugas que frenada de gusano. Ella me sonrió, acusando recibo de mi mensaje sublimal, pero el suscripto ya no estaba para arrumacos. Entonces, con intención decidida de romper cualquier hechizo, le grité furibundo: -¡Cuando la llame otra vez, venga más rápido! Necesito que me pase ésto en limpio, con siete copias. Tiene diez minutos de tiempo. Y recuérdelo: ¡No admito errores! -¡Si, si, enseguidita, Mister Mocoroa! –aulló el espantapájaros, y se hizo humo apretujando mis papeles con sus dedos flacos. Traumatizado por tan peligrosa experiencia, juré no volver nunca más a apretar un botón sin saber qué bicho puede salir de adentro. Al ratito llegó Ezequiel, con la vieja pisándole los talones. Se ve que tenía la cabeza en otra cosa, porque lanzó una mirada perdida, y dijo: 27 -¿Está listo el balance, Fernando? Yo me apresuré a aclararle que no era Fernando, sino Joe Mocoroa en persona, esperándolo para que firmara mi nombramiento. -Ah, si… ¡claro!… El asunto ese… -respondió el líder, muy pensativo- Yo sabía que estaba olvidándome de algo… Y mientras canturreaba en voz baja, dejando tras sí un discreto vaho alcohólico, tomó el montón de papeles que traía la cotorrra fósil. Les echó un vistazo, sin leerlos, y se puso a dibujar al final del texto dos complicados jeroglíficos. Yo al principio, creí que, por alguna causa misteriosa, intentaba reproducir mi demostración del teorema de Pitágoras, pero por suerte no dije nada. Esos mamarrachos resultaron ser su firma omnipotente, que estaba lanzándome al poder y a la gloria. El resto de esta historia, fue pan comido. Con el nombramiento en mi diestra, enfilé derechito a la Gerencia de Personal, feudo del temido Roque Castignet. Hice irrupción dando un portazo, y fui resueltamente hacia el despacho donde vivía el ogro. Dos tomatiempos con pinta de boludos que salían llevando paquetes, intentaron cerrarme el paso. -¿A dónde vas, Mocoroa? –preguntó, alarmado, uno de ellosSi te ven aquí sin uniforme, te echan… -¡Desde hoy, para Vd. soy Mister Mocoroa! –respondí con cara de asco- Sírvase no interrumpir mis pensamientos, cuando estoy abocado a problemas de la empresa. 28 El cipayo dijo ”glup”, medio despistado, y apuró la marcha, mientras mis facciones dibujaban una mueca feroz. Luego de este incidente me recompuse, y con fuertes pisadas hice entrada en la cueva del cuco, sin pedir permiso. La secretaria, trémula de espanto, quiso detenerme, pero no había terminado de abrir la boca, cuando yo ya paladeaba mi venganza. Al verme aparecer sin golpear primero, Castignet dobló la nariz, entrecerrando los ojos. Ese era su temido gesto autoritario, portador de dialécticas amenazas para espanto del proletariado industrial. Yo lo miré de arriba a abajo, y sin inmutarme ni saludarlo, le tiré una copia del nombramiento a la cara. Debí sorprenderlo con mi desfachatez, ya que hasta entonces no me consideraba más que un triste Rango 27. (El muy canalla conocía por nombre, apellido, número de ficha, vida y milagros, a todos los empleados del establecimiento). Y mientras con un ojo me fulminaba, el otro se puso a recorrer ávidamente aquellos documentos. Cuando llegó a la firma, estaba pálido como una hoja seca. Muy callado giró en su sitial, para apretar el botón del intercomunicador que correspondía a la secretaria de Ezequiel. -Aló –respondió, muy rebuscada, la vieja espantapájaros. Él, por toda respuesta, hizo escuchar un gruñido, levantando el microteléfono, para impedirme oír lo que ella decía. Después Castignet empezó un agitado discurso, hasta quedar repentinamente en silencio. Como escuchando las premoniciones que enviaba el otro extremo del cable. Ese vejestorio debe haberle descripto los acontecimientos previos, quizás robustecidos con alguna advertencia sobre mi sadismo. Y cuando el gerente de la Gestapo cortó la comunicación, sus labios temblaban frente al poder de un Rango 2. 29 -Felicitaciones, Leandro José, digo ”Joe”, si puedo llamarte así –exclamó con gesto sumiso, extendiéndome la manoOlvidemos viejos problemitas, como esas cuatro suspensiones sin goce de sueldo, y hagámonos amigos, che. ¿En qué puedo serte útil? Soy una persona ansiosa, y cuando quiero algo, me consumen los nervios. Por eso exigí la inmediata puesta a mi disposición de algunos atributos correspondientes al nuevo status. Media hora más tarde, estaba sentado tras un monumental escritorio estilo sueco, y tenía secretaria privada. Nada menos que la mismísima Cuquita, quien fue transferida a mi área luego de hacerle una discreta insinuación al chupasangre, ahora convertido en chupamedias, de Castignet. Porque si éste tenía una virtud, era su extraordinaria capacidad de adaptación al cambio. Claro que, para prevenir interpretaciones malsanas, hice presente que no había nada personal en la elección. Me impresionó el tino de esta señorita para las relaciones públicas, y su flexibilidad frente a nuevos desafíos. Dicho en otras palabras, si necesitaba su colaboración, era por la imagen de la empresa.Y hallábame meditando sobre tan profundas cuestiones, cuando llegó el jefe del taller, para dejar en mis manos un juego de relucientes llaves. Esa noche regresaría a casa en auto, no por haber tomado un taxi en la estación, como cuando cobraba el sueldo, para evitar asaltos. Aparecí al volante de mi propio “fórmula uno”, un reluciente Jaguar color verde esmeralda con butacas tapizadas en piel de zebra, música funcional, y equipo antipolución. Este era el último hallazgo de la técnica automotriz, pues transformaba los fétidos gases del escape, en humo rosado con olor a perfume francés. 30 -¡Miren al Leandro José! ¡Se compró un taxi! –gritaron a coro los pibes del barrio, al verme llegar. -¿Te lo sacaste en una rifa? –preguntó, con insolencia, el hijo del fiambrero, mientras ponía en el suelo la canasta de reparto.En un momento, mi coche estaba rodeado de gentuza. Algunos se conformaban con mirarlo boquiabiertos, entre ruidosos comentarios. Otros, más atrevidos, entregáronse con frenesí ritual a la tarea de manosearlo. ”¡Qué chusma!”, pensé, horrizado ante el papelón, si mis nuevos colegas vieran ese espectáculo. Dos horas más tarde, salía con mis maletas y Porota (desde entonces, le digo Francis), rumbo al Alvear Palace Hotel. Porque en este mundo se puede ser liberal, pero para sentirse bien, hay que vivir entre gente como uno. Al otro día, llegué a la oficina cerca de las once. Mi primera tarea fue tomarme un café, que Cuquita sirvió entre primorosas ondulaciones. Después leí el diario, y me puse a hojear la obra cumbre de Jack Melone ”Compatibilización e interdependencia ejecutivas”. Esta se había convertido en mi libro favorito, fuente de inagotable inspiración. En la página 314 encontré el organigrama que necesitaba para programar los centros a mi cargo. Un poco más tarde, había tomado tres secretarias asistentes, un jefe de contaduría, dos ingenieros y veinticuatro analistas. Me hice comprar también los más sofisticados equipos electrónicos, como corresponde a todo jerarca respetuoso de la tradición. Claro que al principio no tenía idea de qué iba a hacer con todo ese despliegue de personal y elementos técnicos. Pero lo importante era consolidarse; después, el trabajo vendría solo. Porque, como 31 dicen mis autores favoritos, en cualquier empresa basta ofrecer una mano a los colegas, para terminar bajo montañas de papeles. Luego es sencillo conseguir que muchas tareas sean transferidas definitivamente, cosa que todos agradecen. Así termina cerrándose el círculo, y uno queda con suficientes compromisos para justificar su presencia en la fiesta, per sécula seculorum. Lo que de hecho sucedió. Pero el enredo ese de la retroalimentación prospectiva, prospección retroalimentativa, o como se llame, bombardeaba mi mente. Cualquier día me iba a tropezar con Ezequiel, y de volverle el asunto a la cabeza, yo hubiera quedado como un náufrago al garete, haciendo la plancha en medio del mar. Visto lo cual, llamé al jefe de contaduría y le dije: -Vea che, creo que hay un problemita con esa historia de la retronosécuanto. Estúdieme el asunto, y proponga por escrito algunas soluciones. Lo necesito para mañana, a primera hora. Bueno… ¡cerca de las diez y media, está bien! Al día siguiente, encontré sobre mi escritorio dos voluminosas carpetas conteniendo un informe de cuarenta páginas, dos anexos y seis gráficos a todo color. El funcionario y su gente, habían trasnochado por terminarlo a tiempo. Y, la verdad, impresionaba. Lo hojeé para enterarme del tema, pero si voy a ser honesto, no pude entender un pito. Entonces supuse que lo más apropiado era colocar mi firma donde se la viera bien, y mandarle el mamotreto a Ezequiel. Claro que sin agregar comentarios, para no verme después en compromisos. Y debe haber estado buena la cosa, porque dos horas más tarde, todo el mundo empezó a llamar por teléfono para felicitarme. 32 Como culminación de este proceso, en pocas semanas fui nombrado presidente del Comité Operativo. Hoy tengo muchísimos compromisos empresarios, cuenta en Suiza y dos autos. Pero mis tareas me han agobiado tanto, que debí coordinar unas vacaciones en el Caribe para reponerme. Así podré seguir dedicando a la empresa toda mi capacidad ejecutiva. Porque cuando uno ocupa una posición de responsabilidad como la mía, al trabajo hay que tomárselo en serio. ¿No le parece, che? 33 34 HIGINIO Y LA MAQUINA 35 36 “Jamás hubo genio extraordinario, sin mezcla de locura”, decía Séneca. Siglos después, Higinio Saldívar vino a confirmar la regla. Mas todo evento requiere cierto proceso evolutivo. Primero fue un chico de características comparativamente vulgares. Pero cuando cumplió once años, tuvo su primer encuentro con la ciencia. Entonces comenazaron los chispazos, pues estaba dotado de irresistible vocación. Siendo preciso aclarar que no era un teórico, pues sólo el más crudo pragmatismo lograba enfervorizarlo. Para él, las cosas debían probarse en el campo experimental, careciendo de valor todo juicio opinativo. Ni aun la experiencia ajena, generalmente acreedora al respeto, se salvaba de tanto escepticismo. ¡Ver, para creer! Cierto día su maestra tuvo un desatino, explicando la ley de gravedad. Que Newton, que la manzana, que la atracción de los cuerpos. Hasta explicó complejas fórmulas. -¿Sería verdad, todo eso? –cavilaba Higinio- ¿El producto de sus masas, dividido por el cuadrado de la distancia que las separa? Sólo hay una manera de comprobarlo, y para eso estoy yo. Me subo a la palmera del colegio y salto, aterrizando en el banco que hay abajo. Si la maestra no miente, el impacto es fácilmente calculable. Se multiplica mi masa por la del banco, dividiendo su producto por el alto de la palmera, al cuadrado. 37 Después se puso a hacer números, y dijo: -Un golpecito de apenas veintisiete kilos… Terminado este razonamiento, se metió la mano en el bolsillo y sacó un especial de jamón y queso, que tenía para almorzar. Pero comer era imposible, con tanta preocupación científica bombardeándole el cerebro. -Interesante, y con poco riesgo… –concluyó por fin,hay que probarlo! ¡Esto Tras lo cual, saltó. Poco después, sus amigos empezaron a llamarlo “el rengo” Saldívar. Pero él no se desalentó con tan amarga experiencia. Corría por sus venas indómita sangre gallega, razón suficiente para que rehiciera una y mil veces los cálculos, con constancia ejemplar, hasta descubrir su error. La cosa estaba clara. El planteo matemático era perfecto, pero había confundido una variable básica al resolver esa ecuación. En vez de tomar la masa del banco, debió haber tomado la masa del planeta Tierra. Que, como cualquiera puede intuir, es bien mayor. Así rectificada, la cuenta demostraba que el tremendo porrazo hubiera sido previsible. Acababa de probar algo importante… ¡Newton estaba en lo cierto! Y de algún modo, eso era compartir su gloria. La hazaña sirvió para acicatearlo. ¡Que el mundo fuera preparándose para conocer su obra! El recuerdo de Arquímedes, Edison, Marconi, y tantos otros, iba a empalidecer ante los trabajos del rengo Saldívar. Y aunque parezca sorprendente, la profesía en cierto modo se cumplió. Pero vamos a lo que ya es historia. Higinio vivía con sus padres en una casita de Villa Devoto, adquiriendo temprano 38 renombre entre los vecinos. La causa es comprensible. Mientras cursaba el bachillerato, instaló un laboratorio en su habitación. Pero apenas estrenado, tuvo que recorrer la manzana recogiendo las chapas del techo. Estaba mezclando azufre con carbón molido y otras menudencias, que tenía en una lata. De pronto, se cortó la luz. Y como no era posible interrumpir su experimento, el muchacho decidió continuarlo alumbrado por una vela, al estilo clásico. El estampido fue audible un kilómetro a la redonda. -¡Entonces, era cierta la fórmula de la pólvora! ¡Vivan los chinos! –gritaba, maltrecho y chamuscado, aunque frenético de emoción. Con esa incansable inquietud pudo comprobar muchas cosas más. Destacándose también sus estudios sobre la elasticidad del agua, y el hallazgo de una fórmula para transformar dulce de leche en queso. Luego incursionó por terrenos tan sofisticados como los rayos láser, ratificando muchos principios básicos a costa de la pared medianera. Podría argüirse que estos logros tuvieron alto precio, pero en este mundo nada se obtiene sin esfuerzo. Y llegado el momento de ingresar a la universidad, su familia debió mudarse. No por cuestiones de distancia, entendámoslo, pues el viaje al centro se hacía en media hora. Esa hubiera sido una causa indigna de este relato. El edificio estaba en ruinas, por la actividad científica que tenía lugar en su interior. Los vecinos miraban al joven Saldívar con disgusto; la policía, con extrema precaución. ¡Por no mencionar su fama en el Cuerpo de Bomberos! Pero todo aquello dio sus frutos, pues el rengo finalmente aceptó un postulado. Cuando los libros tienen autor de confianza, puede dárseles cierto crédito. Entonces es posible aceptar algunas enseñanzas, sin 39 verificar antes todo su andamiaje teórico. Un planteamiento que le dio tiempo libre para encarar nuevos desafíos. Comenzaba la etapa más fecunda de su carrera. Así fue como durante los pocos ratos de ocio creador que lograba intercalar entre sus compromisos académicos, el rengo hizo muchos inventos. Se inició con el paraguas de apertura acelerada, y un práctico peine matapiojos. Poco después, tendría otras novedades. Artículos para uso doméstico, como el plumero digital y la percha plancha. En ésta era posible colgar un traje arrugado, retirándolo al ratito como recién salido de la tintorería. Prácticas prendas de vestir, destacándose las botas con calefacción a gas, rápidamente popularizadas en los parajes de montaña. Mencionaremos por fin, noveles accesorios para el automóvil, como la bocina con alternativas, que apretando un botón, cambiaba su tono de imperativo a cordial. O un control remoto como tienen los televisores buenos, que permitía conducir el auto desde cualquier asiento, sin tocar los comandos. Pero aun no hemos rendido tributo a lo más notable de cuantas maravillas produjo entonces el cerebro de Higinio Saldívar. Descubrió la tinta con autoencendido, para ahorrar electricidad. Ella hizo época, y empezaron a oírse frases que antes hubieran sido sorprendentes, como ésta: -¡Apagá la luz, Mamá…! ¿No ves que estoy leyendo? Mas sabemos que en la vida todo llega. Y cierto día, el portador de aquellas neuronas privilegiadas, rindió su última materia. Poco más tarde, colgaba un resplandeciente título profesional, como anticipo del éxito. Porque Higinio acariciaba un proyecto cumbre, la masticadora automática. ¿Ha pensado Vd. en el substancial porcentaje de su vida que cualquier ser humano 40 pierde masticando? Intentaremos cuantificarlo. Un desayuno normal toma quince minutos, y tres cuartos de hora almorzar. Otro tanto se va con la merienda, y el triple comiendo al anochecer. En total, dos horas diarias dedicadas a la masticación… ¡Setecientas veinte horas anuales! Si aceptamos como longevidad normal unos setenta y cinco abriles, resultaría que el hombre contemporáneo promedio dedica cincuenta y cuatro mil horas de su vida a la tarea prosaica de triturar vituallas con los dientes. Claro que excluyendo prestaciones pico, como cenas navideñas o despedidas de soltero, de difícil cuantificación estadística. Y para satisfacer a los escépticos de siempre, es justo aclarar que la población consumidora de chicle fue excluida deliberadamente del muestreo. -¡Seis años de vida, masticando! –cavilaba el genio,- Es decir, el tiempo que toma cursar una carrera universitaria… Tras ese descubrimiento, surgían inmensas posibilidades de progreso humano. En efecto, sacudiendo tan estúpido yugo masticatorio, la tierra podría convertirse en el planeta de los sabios. Todos iban a tener tiempo para adquirir licenciaturas, maestrías y doctorados. ¡Qué desafío para la capacidad creadora del rengo Saldívar! Era preciso encararla, ofreciendo una adecuada respuesta tecnológica. Entonces puso manos a la obra, afinando sus planes durante meses enteros, con esa minuciosidad que lo caracterizaba. Y terminado su exhaustivo análisis, la viabilidad del proyecto no dejaba dudas. Solo existía una limitación en el magno empeño, la económica. Debiendo adquirirse montones de cable, tornillos, enchufes y lamparitas. Transistores, cuerdas y palancas. Chapa, vidrio, aluminio y productos químicos. Una montaña de materiales, que 41 asustaba calculándola en pesos. Pero nada obstruye el derrotero de los genios. Cuyo léxico, por definición, ignora la palabra “imposible”. Higinio vendió cuanto tenía, al punto de empeñar sus medallas académicas. Se pasaba semanas sin comer para ahorrar dinero, organizando rifas, concursos, y suscripciones. Liquidó al mejor postor todas sus patentes de invención. Y si alguna vez debía paralizar los trabajos por falta de fondos, iba a pedir limosna al cementerio. Finalmente, pudo interesar en su proyecto a un diario de circulación masiva, que hizo una colecta entre los lectores. La plata llegaba despacio, pero adminsitrándola bien, aquel sueño empezó a materializarse. Transcurrieron muchos días y largas noches. La puerta del laboratorio ostentaba ahora un cartel imperioso: “Entrada prohibida”. No se podían ahorrar recaudos, para que nadie fuera a plagiar su invento. Cualquier país dueño de tan extraordinaria capacidad generadora de tiempo libre, se convertiría a corto plazo en una superpotencia. Lo que daba al proyecto, incuestionable valor estratégico. Así llegó por fin el gran momento. La maravilla del siglo estaba terminada, lista para salir airosa de cualquier prueba. Triturar, deglutir, haciendo puré cuanto cayera en sus fauces. Carnes, frutas, tallarines, pollos, o pasteles. Hasta huesos, si la dejaban levantar presión. Cuanto se pusiera al alcance de ese prodigio tecnológico terminaría hecho papilla de rápido engullir. Una fiesta para estómagos apurados, que en menos tiempo podrían ahora comer más y mejor. Por tal causa, sobre el tablero principal, había un consejo. “¡Cuidado con las indigestiones!”. Aquel primer modelo era de tipo industrial. Un aparato apto para colegios, fábricas o cuarteles. Ya se harían otros más pequeños, destinados al uso doméstico. Y aún portátiles, para viajantes de comercio. La 42 lustrosa masticadora era imponente. Contaba con una consola central de mando, y dos cuerpos laterales. A diestra, el triturador propiamente dicho. A siniestra, la sección horneado, aderezos, y despacho. Más allá, había un sinfín transportador. Este llevaba los productos alimenticios a la boca de acceso, activado por poderosas succionadoras de vacío. Por el extremo opuesto, y como culminación del ciclo, salía una pasta chirle, apta para tragar en menos de lo que dura un suspiro. El aparato hallábase equipado también con doble selector de sabores, y un moderno equipo de música funcional. -¡A trabajar! –repetía con convicción, el genio, anticipando horas de gloria. Pero en el mundo actual, las noticias corren como reguero de pólvora. Especialmente cuando se refieren a asuntos capaces de cambiar los hábitos populares de una época. Higinio Saldívar, por fin, era famoso. Y existiendo semejante expectativa, a la ceremonia en que se presentaría su masticadora automática concurrieron altos funcionarios gubernamentales, lo más selecto de la comunidad científica, destacados líderes empresarios, y la prensa en pleno. Se rumorea que, burlando estrictos controles, cierto grupo hostil logró también infiltrar agentes, para no perder detalles del magno evento. Y no faltaron otros convidados de piedra, pues a primera hora apareció un piquete de la “Asociación de odontólogos, mecánicos dentales y afines”, alarmada por constituir el proyecto una amenaza mortal contra las caries. Sea como fuere, de pie frente a su máquina y vistiendo traje oscuro, el inventor se dirigió al respetable público. -¡Señoras y señores! –dijo- Este momento marca el comienzo de un nuevo tiempo histórico. La masticadora automática que tengo el honor de presentar… 43 Los caballeros interrumpieron el discurso con vibrantes aplausos. Las damas, ocultando emotivas lágrimas, arrojaban flores. Y cierto ramillete de violetas cayó sobre el botón a cuyo tope se leía la palabra “Arranque”. Instrumento que, como toda la máquina, era de extraordinaria sensibilidad. Un atronador sordo, casi sibilante, acalló entonces los rumores del magno evento. A lo que seguiría el ritmo inconfundible de una empecinada masticación. Y mientras las succionadoras ululaban, aspirando al máximo de su fuerza, el gentío disminuía rápidamente. En el tumulto, Higinio Saldívar luchó, sin éxito, por llegar a la consola de mando. Visto lo cual, también fue masticado hasta quedar hecho papilla. No sobrevivieron testigos, que relataran el epílogo de esta historia. Pero se sabe que, tras engullirse íntegra tan ilustre concurrencia, la máquina, enloquecida, comenzó a masticarse a sí misma. Como restos del festín, sólo quedaron una pila de pasta chirle con gusto a frambuesa, y el equipo musical. Este propalaba los compases de un viejo tango: “Adiós, muchachos”. Dado tan infortunado comienzo, las masticadoras automáticas jamás lograron popularizarse. 44 REBELION EN EL LITORAL 45 46 La localidad de Monte Ralo, en la provincia de Entre Ríos, tenía 1642 habitantes, incluyendo su zona periférica. Pero dentro del radio urbano propiamente dicho, vivían sólo 325 almas. Un pueblo como cualquier otro, del campo argentino. Sus principales puntos de referencia eran la plaza, la avenida principal, y el estadio, alguno de los cuales en su día se llamó Presidente Perón. Todas las calles terminaban en un alambrado, se esfumaban dentro de huellas polvorientas, o iban a ahogarse entre charcos y pajonales. Fuera de eso, el único atractivo turístico de Monte Ralo era la playita sobre el arroyo Escorpión. Y en cuanto a valores arquitectónicos, destacábase un par de edificios públicos, construídos en la época de oro. El resto, eran casuchas. Panorama urbano que completaban el Club Social, el Bar Nicolino (anexo cancha de bochas) y la Peña Folklórica. Un pueblo donde la gente tenía poca oferta de diversión. Así que sus entretenimientos favoritos eran caminar dando interminables vueltas alrededor de la plaza, o desplumarse jugando al truco. Además, los monterralenses eran locos por la política. Que si los norteamericanos, que si los rusos, que si el gobierno, que si vuelve la inflación. Pero últimamente había surgido un nuevo tema de debate, el déficit municipal. Este monopolizaba los temores colectivos, porque cundían rumores sobre la llegada de un comisionado interventor. 47 Institucionalmente, Monte Ralo estaba ligado desde antaño a la familia Rocamora. Y, con prescindencia de quién ganara las elecciones, siempre había un Rocamora en el puesto clave. Eran los auténticos factores de poder. Tanto que en muchas campañas electorales, se usaron carteles viejos, sobrantes del comicio anterior. Y no había problemas, porque su texto era invariable: “Vote por Rocamora”. Incluso cuando hubo gobiernos de facto, éstos recurrían a los líderes del pueblo para nombrar autoridades locales. En el momento de escribir esta crónica, Elpidio Rocamora era intendente, y su primogénito Nicanor, secretario de Hacienda. El hijo menor, Tomasito, tenía a su cargo la Secretaría de Cultura. Los demás puestos importantes, estaban en manos de parientes y amigos. Pero no todo era armonía, porque como es natural en cualquier régimen democrático, existía también oposición. Pequeña aunque temible, pues la encabezaba nada menos que don Ciriaco Robles, comisario vitalicio del pueblo. El resto de los vecinos se tomaba las cosas filosóficamente, aceptándolas sin protestar. ¿Para qué hacerse mala sangre, don? Las finanzas del municipio eran manejadas por los Rocamora como asunto de familia. Don Elpidio había propuesto vender cien vacas de su estancia “Los Cisnes”, para bancar el déficit, pero doña María Luisa se negó tenazmente. Ese era un sacrificio desmedido, vista la fortuna familiar. Sugirió, en cambio, organizar la “Fiesta del Rabanito”, en homenaje a ese noble puntal de la economía monterralense. Sin embargo, el proyecto fracasó por inercia de la autoridades provinciales, esos burócratas especialistas en complicarle las cosas a quien les da de comer. Y ante tales circunstancias, se plantearon mil otras salidas. Algunas eran sensatas; las más, irrealizables. Lo cierto es que el problema se agravaba diariamente, pues la recaudación fiscal era pequeña, para solventar los gastos públicos. La gente veía con malos ojos pagar 48 impuestos. Y como los gustos hay que sacárselos en vida, nadie aflojaba un peso. Hasta se tuvo que pedir dinero prestado al usurero del pueblo, para hacer frente a compromisos impostergables. El panorama era crítico. Un negro día, con el informativo de las 19:30, Radio Paraná lanzó al éter la temida noticia: -Ha sido designado interventor en la localidad de Monte Ralo, el Dr. Darío Muzatti -decía una voz metálica.- Asumirá sus funciones mañana a primera hora. Poco más tarde, el estado mayor del clan Rocamora consideraba la amenaza. Doña María Luisa propuso aguardar los acontecimientos. Ya habían sido volteados antes, pero nunca nadie logró desalojarlos definitivamente del poder. “Gajes del oficio”, decía ella, convencida de que ningún interventor dura cien años. Don Elpidio protestó, indignado. -¡Qué insolencia, hacernos ésto, después de tantos años sirviendo al pueblo…! ¡Hoy no se respeta a nadie, che! Pero, un poco por su edad, y otro poco debido a que desde hace tiempo quería tomarse unas vacaciones, aceptaba también el percance con resignación. Nicanor, en cambio, no se sintió nada inclinado a esperar su futuro de brazos cruzados. Si llegaba a descubrirse cierto negocio vinculado con la compra de escobas, adiós carrera política. ¿Cómo explicarle a ese maldito comisionado que durante el último año fiscal, el municipio hubiera tenido que adquirir 16.000 escobas? ¡Diez por habitante, incluyendo niños y ancianos…! Tomasito, por su lado, había vuelto hace poco tiempo de Rosario, donde estudiaba Derecho. Mas no con un título para honrar el apellido ilustre, sino expulsado de la Universidad, por 49 revoltoso. El era, ante todo, un ideólo astuto y valiente. Aunque, si vamos a ser francos, algo proclive a perder el control. Por todo ello, su previsible respuesta no se hizo esperar. -¡Esto es un atropello al federalismo! –dijo- ¡Debemos defender la autonomía municipal, hasta morir! Nicanor era un burócrata, y se quedó atónito con semejante propuesta. Pero pensándolo mejor, concluyó que armándose un buen batifondo, nadie tendría en cuenta unas escobas más o menos. Resistirse era un delirio, pero como el primer cuidado del hombre es conservar el pellejo, apoyó el plan. Doña María Luisa no entendía más nada, con tanta discusión Así que se puso a pensar en otra cosa. Pero su marido sintió escalofríos, por el futuro en ciernes. -¡Vds. han perdido la cabeza! –dijo- Vamos a terminar todos presos. Ya el Ciriaco ése, que es primo segundo de Muzatti, debe estar preparando un calabozo. Mejor quedarse tranquilos, digo yo… -¡Jamás! –gritó Tomasito, en un rapto de pasión política ,¡Antes, la vida! Las cosas empezaban a tomar cierto cariz emocional, y en esas circunstancias surgen rápidas asociaciones de ideas. -¡La vida, antes de que descubran mi operativo escobas! – pensó Nicanor. -¡La vida del pueblo va a volverse más sabrosa, con una revolución que salga en los diarios! – cavilaba doña María Luisa. 50 -¡La vida e’ perro que le podría dar yo al Ciriaco, si las cosas andan bien! -pensó don Elpidio. Y sin más trámite, dictó su veredicto: -Este plan es un delirio, che. Pero si Vds. están decididos, yo ya ando medio viejo pa’ meterme a discutir. Así quedó resuelto oponerse con la fuerza al inminente desalojo. El sable de Marte se alzaba contra la espada de Damocles. Monte Ralo estaba en guerra con la Provincia de Entre Ríos. Y si los porteños se metían, con Buenos Aires también. Esa noche, los preparativos fueron febriles, porque en tales circunstancias, la historia se precipita. Tomasito Rocamora asumió la jefatura del movimiento, y Nicanor tuvo que ponerse a sus órdenes, como ayudante de campo. Falto de interés por la técnica militar, no miraba siquiera películas de guerra, ni tampoco corría rápido, debido a sus pies planos. Causa suficiente para definir la estructura de mando. Poco profesional quizás, pero las imperfecciones del liderazgo, eran compensadas con ardor. -¡Viva Monte Ralo! –gritaba el corazón. Ahora debían movilizarse las reservas, para organizar una fuerza de choque. Poco después del crepúsculo, Tomasito irrumpió como un torbellino en la Peña Folklórica, colorado de tanta adrenalina que le bombeaba el órgano rey. -¡Salud, pueblo monterralense! –gritó con fuerza desde la puerta, ahogando el rasguido triste de una zamba. -¡Otra vez ese loco! –dijo el negro Elordieta. 51 -¿No te parece divino, vestido de kaki y con una escopeta al hombro, como en Africa? –chismoseaban las hermanitas BonettiDicen que ahora anda con la flaca de la farmacia Rubinstein… Pero sigamos relatando nuestra historia. El jefe rebelde improvisó una inflamada arenga, llena de complejos razonamientos. Planteó el problema en términos de lucha contra la opresión de los poderosos. ¡Ay de ellos, cuando los pueblos despiertan! Aquel sería un golpe mortífero contra grupos reaccionarios que se agazapan en las sombras. Y, como pueblo elegido para un destino de grandeza, sólo habían dos caminos: Vencer, o morir. -¡Viva don Elpidio Rocamora, y abajo la intervención! Elordieta y tres peones que jugaban al truco, olfatearon inmediatamente la oportunidad de pasar las mejores vacaciones de su vida, ganando plata sin trabajar. -¿Nos pagan los gastos de traslado al frente de batalla, señor? -¡Por supuesto! -Entonces, cuente con nosotros, che. Un rubio medio caradura que siempre tenía sus copitas encima, se plegó sin discusiones. Pero no por fanatismo autonomista, entendámoslo, sino pensando en los brindis de la victoria, cualquiera fuese el triunfador. Dos barbudos dijeron que sí por razones difíciles de entender, porque con la borrachera que tenían encima, hablaban en borrador. El gallego Jesús Mouriño, concesionario del bar, por su parte, aceptó la propuesta después de hacer cuentas. Si aquello prosperaba, iba a despachar más copetines que en el resto de su vida. Y las chicas se adhirieron, 52 vista la hora. Ya era medio tarde, pero si seguían discutiendo, aquello no iba a terminar más. Otros parroquianos, ajenos a la tragedia, optaron por no meterse. Y sabido es que quien calla, concede. Por tanto, su silencio fue tomado como apoyo a las proclamas. El comandante Tomás - rápido ascenso de su grado previo, como cabo de reserva - tenía una cita con la gloria. Inmediatamente se tejieron planes bélicos, que contemplaban todas las hipótesis de conflicto. Los primeros objetivos eran tomar el correo, la central telefónica, Radio Monte Ralo y la sede policial. Luego bloquearían el camino de acceso al pueblo, para cerrarle el paso al maldito interventor. ¡Que entrara de prepo, si podía! Varias patrullas salieron hacia destinos secretos, armadas con lo que encontraron a mano. Más que nada escopetas y palos, que no son tecnología de última generación, pero resultan contundentes cuando se los sabe usar. Y sobre las mesas de ping-pong se desplegaron unos mapas del Automóvil Club, para seguir el desarrollo de cada operativo.Tomar la radio, el correo y los teléfonos, fueron operaciones relativamente fáciles. Los edificios estaban vacíos a esa hora. Por tanto, las fuerzas insurgentes no debieron vencer otra resistencia que la muy escasa opuesta por tres candados de marca china. Copar la sede policial, en cambio, exigía mayores precauciones. Primero, una llamadita telefónica, para medir fuerzas. -Hola, ¿con quién hablo? -Comisaría de Monte Ralo –respondió una voz somnolienta. -¿Está don Ciriaco? -No, se torció el tobillo jugando a las bochas, y está hospitalizado en su domicilio. -¿Y el cabo Domínguez? 53 -En Paraná, con licencia por fallecimiento de una prima. -¿Y el agente Cirilo? -Ganó el PRODE y renunció. -Pero…¿no hay nadie del personal, que pueda atenderme? -No. -¿Quién carajo habla, entonces? -Habla el preso. -Déjese de joder y llame a alguien, que esto es muy serio. -Vea don, yo no soy bromista sino cuatrero. Así que más respeto. La señora del comisario dejó el teléfono en mi calabozo, y se fue. Y ojalá regrese pronto, que se está acabando la yerba. Buenas noches. Así culminó esa charla, e instantes después, la comisaría estaba en manos del comando revolucionario. Cuyas fuerzas, dicho sea de paso, contaban ahora con un voluntario más. “Cualquier cosa es güena…” –pensaba el preso- “¡pa’ poder rajar!”. El grupo enviado a sellar la entrada al pueblo, llegó hasta la autovía interprovincial. Entre ésta y Monte Ralo había tres kilómetros, por camino de tierra. La consigna del pelotón era clara: Poner allí una barrera infranqueable. Durante el viaje, el grupo sólo halló calles desiertas. ¿Quién iba a andar paseando, con este frío, y a semejante hora? En la rampa de acceso, empero, los muchachos vieron un camión blanco, estacionado fuera del camino. Su conductor forcejeaba para cambiar la rueda delantera derecha. Sobre el costado, escrito en letras negras, se leía el nombre del dueño. Una compañía llamada “CNEA”, de la capital. Los automóviles pasaban 54 a más de 100, y sus ocupantes, ajenos al devenir de la historia, no parecían interesarse en absoluto por Monte Ralo. Pero ese vehículo estaba en plena zona de exclusión. -Buenas noches, don –dijo Elordieta. -¡Hola, pibes! ¿Cazaron algo? ¡Está linda la noche pa’ peludear! Si no fuera por el laburo, me tomaba unas copas con ustedes… Pero el horno no estaba para bollos, porque todos los movimientos revolucionarios empiezan ensalzando la virtud moral. -¡Más respeto! –gritó el correntino Pontevedra- Esta es una patrulla del Ejército de Liberación de Monte Ralo, chamigo, y quedás detenido por sospechoso. -¡Andáte a dormir, borracho! -contestó el chófer, mientras echaba mano a una llave inglesa tamaño grande. Aquél era un “casus beli”, y la reacción de los sublevados fue inmediata. El hombre se defendió como pudo, pero al ratito estaba atado de pies y manos. Dos patriotas lo llevaron enseguida a retaguardia, como prisionero de guerra. ¡No fuera a ser un espía del comisionado de mierda, ése! Con las primeras luces de la mañana siguiente, el pueblo adviritió que algo raro ocurría. XX 12 salió al éter a las 7:00 en punto, como siempre. Pero en vez del Chicho Gregorini leyendo, entusiasmado, el pronóstico meteorológico, oyóse una voz gangosa, que brindaba pensamientos llenos de pasión: -Transmite el estado mayor revolucionario de Monte Ralo. 55 Ha llegado la hora de romper nuestras cadenas, tomando el sendero que señalaron los próceres de ayer… Y después de largas arengas, propalábase música grandiosa, afín a las circunstancias. Lo poco que se había podido reunir en un par de horas. La Polonesa Heroica, Italia Unita y el himno del Centro de Bochas “La flor del Paraná”. Algunos exaltados quisieron agregar las marchas de sus clubes de fútbol predilectos, pero ése es el talón de Aquiles del alma nacional. Dicho en otras palabras, frente a un conflicto, deben evitarse los elementos irritantes, fuente potencial de disensión interna. -Parachipúm, chipúm, parachipúm, chipúm –sonaba la voz del aire. Y sabido es que las ondas electromagnéticas se desplazan a 300.000 kilómetros por segundo. Dicho en otras palabras, a las 7:01, Monte Ralo era noticia. -¡Manden veinte agentes de policía! –chillaba, furioso, desde la cama, el ministro de Gobierno de la provincia. -¡Manden un regimiento de tanques, por si acaso! –rugió el gobernador. -La provincia argentina de Entre Ríos ocupada por fuerzas rebeldes… -informó Radio Colonia- Y hay más noticias, para este boletin… En Buenos Aires, la prensa sensacionalista lanzaba ediciones extra. “Sangrienta rebelión” decía un diario. “Los países vecinos cierran sus fronteras”, informaba otro. 56 Las pizarras de los periódicos tradicionales eran más parcas. “Podrían haberse producido hechos anormales en el interior del país”. -¡Viva la causa monterralense! –vociferaba XX 12, en la punta del dial. Entretanto, Giuseppe Balbiani sacó su lancha, a remolque del camión, para irse a pescar truchas. Pero visto el estado de emergencia, un grupo armado lo paró en seco, frente a la Peña Folklórica. -¡Jurá fidelidad a la causa, o te cago a trompadas! -fue todo el saludo. El no tenía idea de lo que estaba pasando, pero la expresión terrible de sus captores le despejó cualquier duda. Y, vistas las circunstancias, debe haber contestado en forma muy satisfactoria. Porque el cabecilla le dio un abrazo, nombrándolo almirante, sin más trámite. Con la consigna de patrullar el arroyo Escorpión, límite del municipio. -¡Nuestras fuerzas ya controlan el espacio fluvial! –anunciaba enseguida la radio rebelde- ¡Viva la revolución! -Violentos combates navales en el Río de la Plata – informó Radio Colonia. Poco después, el presidente de la República, reunido con sus colaboradores inmediatos en la casa de gobierno, analizaba los acontecimientos. 57 -La Policía Federal me asegura que son solamente veinte exaltados –decía el ministro del Interior- No sé cómo un problema así provocó tanto revuelo. Protestan porque el gobierno de la provincia les quiere echar al intendente. -Entonces estamos viviendo un disparate que pasará a la historia –respondió, con gesto benévolo, el anciano estadista. De pronto entró al recinto un edecán, visiblemente exaltado, llevando el teléfono rojo en la mano. -Un llamado urgente, recibido por el circuito de máxima seguridad –dijo- Es el jefe de la Comisión Nacional de Energía Atómica, e insiste en hablar con Vd., señor presidente. Contrariado por la inesperada interrupción, el primer mandatario se puso el receptor al oído. Y tras un saludo protocolar, escuchó atentamente. Pero al hacerlo, iba empalideciendo. Cuando cortó, corrían por su rostro avejentado, gruesas gotas de sudor. -Los rebeldes tienen en su poder un camión de la CNEA – dijo, con voz entrecortada- Y su carga es una ojiva del proyecto experimental Nihuil. -¿Hemos producido ya un arma nuclear? –preguntaron algunos miembros del gabinete, sorprendidos por la revelación. -Si –repuso el presidente- aunque, por razones de política internacional, la información es secreta. Pero el peligro de que la bomba explote, es bien real. Una detonación atómica a 120 kilómetros de Buenos Aires, produciría diez millones de muertos, y el colapso del país. Debemos entablar negociaciones, sin más demora. 58 El intendente de Monte Ralo estaba tomando mate, cuando sonó la campanilla chillona del teléfono a manivela. -Habla el presidente de la Nación Argentina. -Elpidio Rocamora, a la orden –contestó, asustado, el viejo caudillo. Sus palabras llegaron a destino casi inaudibles, apenas como un rumor lejano. ¡Estas inundaciones habían dejado inservible otra vez, la red telefónica! -No se oye bien, pero dice que me ponga a sus órdenes – adelantó el presidente a los jerarcas que rodeaban su escritorio, con la tensión del momento pintada en los rostros. -Seamos sensatos, señor Rocamora. Le pido una tregua para negociar, aunque conozco la fuerza de que Vd. dispone. ¿Cuáles son sus condiciones? -Pedimos la superación del problema institucional. “Rendición incondicional”, entendió el presidente, repitiéndolo a sus colaboradores inmediatos, con voz apagada. El viejo Rocamora llamó a su esposa, para relatarle el diálogo que acababa de sostener. Comentaron un buen rato tan notable acontecimiento, y la conclusión fue unánime. En Buenos Aires debían estar furiosos, y ésto iba a traer cola. Después se quedaron escuchando el programa de tangos que irradiaba Radio Splendid. Las largas proclamas de XX 12 ya eran medio monótonas, y después de un rato, hartaban. Así que, para distraerse, no había más remedio que olvidar la causa localista, girando el dial. Repentinamente, se interrumpió la música. 59 -Transmite LRA Radio Nacional, en cadena con todas las emisoras que integran la red argentina de radiodifusión –dijo una voz solemne- Están produciéndose importantes acontecimientos, y se exhorta a la población a mantenerse en calma. El señor presidente de la Corte Suprema de Justicia se ha hecho cargo del Poder Ejecutivo, por renuncia de las autoridades constitucionales. Como nuevo comandante en jefe de la Fuerzas Armadas, ordena el regreso de todas las unidades a sus bases. Solicita igualmente a Su Excelencia don Elpidio Rocamora que cese cualquier hostigamiento militar. Este gobierno acepta los términos de su ultimatum, y se rinde incondicionalmente. -¿No te lo dije, Elpidio? –lloriqueaba, sin consuelo, doña María Luisa- Nos metimos en este enredo por los problemas financieros de la intendencia, que son un poroto al lado del déficit nacional. Ahora que casi sos presidente, olvidáte de las cien vacas… ¡Ni vendiendo la estancia, lo arreglás! 60 EL HIJO DE POU 61 62 Los Pou eran viejos vecinos del barrio de Flores, donde se mudaron el año en que don Hipólito ganó la lotería. ¡Al fin unos pesos, harto ya de recorrer ferias y almacenes, como inspector municipal! Porque ese oficio no brindaba más aliento que algún pollo de regalo. Cosas como la gente, jamás. Por suerte, un buen día lo transfirieron a Obras Públicas, donde uno se relaciona mejor. Y como él tenía una rara mezcla de vocación administrativa con espíritu empresario, puede afirmarse que le iba bien. De familia armoniosa además, eran uno para todos, y todos para uno. Doña Margot, la patrona, siempre elegante. El pelo muy bien peinado, las uñas arregladas por la manicura, y oliendo a perfume de París. Su esposo amable, como todos los franceses, bien puesto, y con una flor en el ojal. La barba al ras, bigotito en rulo y aura de colonia Atkinsons, que parece importada, a pesar del precio. Además, estaban los chicos. El mayor de nombre Pepín, como el abuelo, que sin ser malo, era medio travieso. Vivió rachas de hacer cosas raras, y por tal causa, algunos vecinos lo tuvieron mucho tiempo entre ojos. Primero los barriletes reforzados, que al rescatarlos de las líneas telefónicas, dejaban media cuadra sin tono para discar. Después el criadero de sapos, los espejitos encandilantes modelo “antipeatón”, la sirena que hacía sonar a cualquier hora, cuando ganaba jugando al solitario. Para no 63 decir nada sobre su remate mensual de revistas pecaminosas. Iba lo peorcito de la zona, produciéndose disturbios cuando los clientes entraban en calor. Y para ser honestos, aun habría que añadir mucho más. ¿Qué no hicieron los damnificados, movidos por la desazón? Desde llamar al vigilante, hasta convencer a un cura amigo para que intercediera ante el Señor. Oraciones, jaculatorias, exorcismos… ¡todo en vano! Pero desde que Pepín descubrió la geología, estaba hecho una monada. Feliz con sus bolsas llenas de piedras, siempre ocupado, y sin molestar. Calladísimo quizás, pero en la zona ya nadie se quejaba. Salvo el verdulero de enfrente, rencoroso como buen meridional. Le había jurado la “vendetta”, o sea una venganza sin fecha de entrega, pero inexorable. Eso es todo, aunque la señora que vende huevos expresara también algún agravio. Cosas de muchacho. -¡Olvidáte de esa vieja! –le aconsejaban sus primos. ¡Mirá que en la calle Gavilán hay un bailongo flor, para vincularse con hembras de calidad! Sin embargo, él era persona de sentimientos estables, y prefirió sufrir abnegado su pasión, antes que traicionarla. El otro chico se llamaba Jorgito, quien en lo más íntimo, también era de buena pasta. Pero siempre metiéndose con vagos. Por suerte pronto entraría a la milicia, donde los pibes maduran. Finalmente hay que referirse a Josefina, la empleada. Medio pizpireta, aunque limpia. ¡Imposible ser demasiado exigente, con lo difícil que se ha puesto el servicio doméstico! Don Hipólito llegó a la Municipalidad cuando daban las 8:00 en punto. Después de fichar, dijo “¡Buen día, muchachos!”, en voz alta, para que se despertaran los más marmotas, y puso rumbo, satisfecho, al Café Sorocabana. Allí estaban los conocidos de las 64 oficinas del barrio, con quienes discutir acontecimientos deportivos. A las 9:30 se bebía un cognac, y luego de comprar el diario, regresaba al trabajo. Leer el periódico le tomaría hasta las 10:00 ó 10:15, dependiendo siempre de las noticias hípicas. Un funcionario tranquilo, porque todo vértigo ocupacional es contrario a la ética administrativa. Ya lo dijo cierto pensador anónimo: “Quien trabaja ligero, perjudica al compañero”. Luego, daba comienzo la atención en ventanilla. El público llegaba por oleadas, pero sus miembros más despistados tenían la peregrina idea de hacer cola una hora antes. Gente ansiosa al cohete, pues como corolario de aquella norma fundamental, no amanece más temprano por mucho madrugar. -Che, francés, hacéme un favor. Acá hay una vieja que me tiene podrido. Se perdió el expediente, y nadie sabe cómo sacársela de encima. A lo mejor vos, que sos bueno para las relaciones públicas… -Quedáte tranquilo, Mauricio, yo le hablo. -Gracias, flaco… -Vea señora, han cambiado las normas del Digesto Reglamentario, y este asunto no camina. Para impulsarlo, necesita una resolución ministerial, pero el trámite es muy largo. Hacen falta fotocopias legalizadas del convenio homologado, contrato inscripto en Industria, partida de nacimiento traducida al español, dos fotos 4x4, y libreta sanitaria. También se requiere una memoria operativa en Formulario 3714-30, gráfico a escala 1:10, y constancia de aportes jubilatorios. Pero lo más importane es obtener dictamen del Ministerio de Marina, certificando que su farmacia no constituye un peligro para la navegación. Yo que Vd., me olvidaría del tema. 65 -¡Qué contratiempo! ¿Y con unos pesitos, para “tocar” a alguien? Ese era el momento culminante. -¡Hubiéramos empezado por allí, señora! Aguarde, y la haré pasar a mi despacho. -¿Qué hace el francés en la oficina del director? -Viendo si se saca de encima con cualquier camelo al espantapájaros ese. Viene todos los días a hinchar las bolas, desde que salió el decreto. De fastidiosa, nomás. -Buen compañero. ……… -Déme un golpe de teléfono el día 15, señora. Me ocuparé personalmente de su trámite. -Muchas gracias, señor jefe. ……… -Che, Cirilo, preparáme una resolución favorable sobre esta solicitud. Es un problema insignificante, y así terminamos con la vieja ésa. Te dejo los papeles. -Habría que consultar… -¿Para qué? El dire viene apurado, y no mira lo que firma. Lo metemos en el montón, y chau. -¡Sos un sabio, francés…! ……… -¡He nacido para amarte! –gritó Pepín, cuando vio a la señora de los huevos. -¡Cállese, hombre, que puedo ser su madre! –repuso doña Sara. 66 -¡Sufro el complejo de Edipo, y cuando te veo quiero romper vidrios…! -dijo él. Tras lo cual, salió como disparado hacia la calle. Jorgito estaba mirándolo, mientras apretaba a Josefina contra la pared. -¿De quién es esa boquita? -Tuyita, tuyita, niño. ¡Pero tenga cuidado, que puede aparecer la señora…! -Chau, después te veo, ¡tengo que ganarme el pan! – exclamó de pronto el muchacho, al ver a su hermano mayor dirigirse hacia la puerta. Pepín llegó al umbral, y luego de mirar en ambas direcciones, se puso la bolsa al hombro. Caminó entonces rumbo a Avenida del Trabajo silbando bajito, para doblar finalmente hacia Varela. -¡Ahí va ese grande disgrasciato…! –dijo, con rabia, don Cayetano Repinosta, el verdulero, al verlo pasar. En la esquina había un cartel: “Vidriería Falzetta”. Sus amigos, por encontrarles alguna denominación. ¡Desconocidos mal pudieran llamárselos, tras hacer una fortuna siguiéndole los pasos! Todo empezó cuando lo vieron juntar piedras en la obra de enfrente. Pero no hay razón para desmerecerlo, porque soslayando ese descuido, Pepín era discreto. Y diez cuadras a la redonda, quedábase en calma con santa abstinencia. Claro que superada la zona crítica, su presencia inspiraba justificados temores. Los vecinos estaban locos, con esa manía de la honda. Y como cualquier especialista, también él acusaba sus horas pico: La siesta, para mayor detalle. Lo que pasara antes o después, era obra del azar. 67 Siendo justo añadir, empero, que tratándose de una persona activa, solamente los moradores de pisos altos dormían en paz…Un bien que, cual tantas otras ilusiones, desvanecióse de improviso. Mas no por encantamiento, sino cuando Chicho Falzetta le regaló una escalera. -¡Tomá, y que los cumplas felices, che! -Gracias, viejo... Pero dicho personaje no era el único interesado en fomentar sus vicios. A Pepín lo trompearon varias veces por sospechoso, así que Jorgito Pou localizó una onda prometedora, haciéndole de guardaespaldas. Y aunque reclamara buenos honorarios por la lista diaria, el asunto era negocio para Falzetta. De cada diez clientes, cinco picaron siempre la carnada, al aparecer un vidriero diciéndose enviado por el comisario. Pepín desarrollaba sus actividades metódicamente, de lunes a viernes. Nunca en sábado, pues doña Sara era judía, y el amor es solidaridad. En domingo, menos, siendo día de descanso general. Pero sea como fuere, los vidrios eran la sal de su vida. ¡Verle la cara cuando daba en el blanco! Sin embargo, a pesar de existir demanda firme, su amigo cristalero tenía problemas por la competencia desleal. Un turco llamado Anwar, con negocio de baratijas y afines en Avenida Gaona, descubrió la onda. Y mandaba a la hija, ofreciendo tela de nylon para tapar agujeros. La mercadería era infame, pero ella daba espasmos, de bonita. Entonces efectuaba sus buenas ventas, reemplazando calidad por esperanza. Odiábalos Falzetta, mas siendo amplia la plaza, donde come uno, comen dos. -Chau, princesa… 68 -¡Plancháte el rostro, hijo de vidriero! Montescos y capuletos, como se puede intuir. -Hola… ¿3246-765309? -Si, señorita…¿Con quién desea hablar? -¿Está el señor Pou? -Servidor, pero se pronuncia “Pú”, porque es nombre francés -Buenas tardes, habla la señora de Pietrolini, por el permiso municipal. -¡Tengo buenas noticias, señora! Su caso está resuelto. Se le han condonado las multas, y puede efectuar tranquila esas obritas, aunque obstruyan un poco la vía pública. -¿Debo presentar planos, con firma de arquitecto? -¡Faltaba más…! Ya le dije al inspector que cuando pase delante de su casa, mire para otro lado. -¡Cuánta disciplina! -Estamos para servir al público. -Vea, señor jefe, un cuñado mío también anda con problemas en la Municipalidad. Le comenté mi caso, y desearía conocerlo a Vd. -Dígale que venga mañana, de nueve y media a diez. ¡Entre amigos, todo tiene solución! ……… 69 -Lo que Vd. plantea, Sr. Boffi, es tan difícil como fue el problema de la señora Pietrolini. Quizás peor, porque además de una resolución ministerial, su trámite requiere la adopción de recaudos anexos a las normas complementarias. -¡Qué contratiempo!… ¿Y con unos pesitos para tocar a alguien? - Estudiaremos el caso, tomándonos un café. Aquel hombre no era de andar con vueltas, ni lo inhibía la timidez. Y como en este mundo hay que saber pedir, planteó abiertamente sus inquietudes. -Va a perdonarme, pero el Obelisco no puedo vendérselo – dijo Pou- Elija alguna otra cosita que le haga falta. -Alquilarlo, entonces. -Eso es otro cantar. ¿Tiene mucho apuro? -Lo preciso hoy mismo. -Va a ser difícil. -Le he traído un dinero, para gastos. -Véame a las dos. -Vendré con mi socio, el señor Triskopulos, así lo conoce. Pepín paró la escalera contra un farol, para treparla con su bolsa de piedras en la mano. ¡Qué hermosa ventana, sobre ese balcón florido! La persiana de enrollar al tope, era el sueño de una 70 siesta estival. Delirio de alturas también. O sea el desafío que implica la soberbia de un tercer piso. Pero… ¡pobres los necios, incapaces de prever el avance tecnológico! Porque ahora iba a pegarle: Ya había probado la honda nueva en el Parque Chacabuco. Apuntó, con labios temblorosos, y al soltar el proyectil, su corazón latía cargado de esperanza. La piedra salió con un zumbido, describiendo perfecta trayectoria, para dar justo donde brillaba el sol. “¡Crashhhh…!” se oyó, cual trueno que ahogara todos los rumores de la gran ciudad. Pepín sintióse feliz, pero no estaba solo en su gloria. Dos señores vestidos de blanco aplaudían frenéticamente, sonriendo con aprobación. Sin embargo, cuando bajó de la escalera para darles la mano, vióse que no eran sinceros. Con la boca muy cerrada le pusieron un chaleco de fuerza. Lástima haber perdido la honda nueva, en el forcejeo. -¿Este es el loco? -preguntó la directora del Hospital Neuropsiquiátrico- ¿Cuál es su tendencia dominante? -Romper vidrios… -contestaron los dos grandotes, guiñando un ojo, mientras el prisionero echaba espuma por la boca. -Hombre… eso no es grave. ¡Puede ser stress! -O síndrome de abstinencia –dijo el ayudante, mientras con la mano izquierda, intentaba atrapar al vuelo un silbido. -Pueden retirarse –dispuso, por fin, la directora- Y Vd. siéntese, señor Pou. 71 Cuando los captores salieron, ella volvió a hablar, con cierta ansiedad marcada en el rostro. -¿Rompiste muchos vidrios, che? ¡Contá, contá…! Al día siguiente le hicieron un examen, y privó el diagnóstico de la Dra. Montalvo. Stress. Debía descansar mucho, y nada más por ahora. Tuvo terapia de apoyo, y “Andáte tranquilo, pibe, que estás bien”. Pero su vida ya no iba a ser la de antes. -¡Adiós, doctora! -¡Hasta la vista, Pepín! -¿Dirección de Limpieza? Déme con el capataz de la Zona 4, por favor. -¡Quién lo busca? -Habla el secretario privado de la Intendencia. -¡Ordene, doctor! -Vea che, el señor intendente necesita las llaves de acceso al Obelisco. -Se las pediré a los limpiadores. -Y me las trae enseguida al edificio de la calle Alsina. Pregunte por el señor Pou en Mesa de Entradas. -¿Suspendemos la limpieza, hoy? -Hasta dentro de dos semanas no precisan volver al Obelisco. Ya le avisaremos. 72 -Pero tenga en cuenta que va a ensuciarse mucho, y después cuesta un triunfo dejarlo presentable. Especialmente con la escasez de agua que hay este verano. -No se preocupe, che. Usaremos otra partida presupuestaria, para financiar la limpieza a seco. -¿Como hacen los tintoreros? -Exactamente. -¡Qué maravilla, la ciencia actual! Pero a pesar de tan esmerados preparativos, nadie recordó que había otra llave en circulación. Confiada tan luego a Luisito Peralta. “El chino”, que le dicen, oficial reemplazante sublimpiador, y hombre con gran iniciativa empresaria. Quien de tanto buscarse la vida, había terminado haciendo notables descubrimientos. Por ejemplo, que con un telescopio puesto en una ventanita que tiene la punta del Obelisco, se obtienen vistas magníficas de la urbe. Entre otras atracciones, los vestuarios del teatro “El Nacional”. Allí las coristas se preparan para salir a escena, y el espectáculo tiene calidad. Imposible ofrecer este servicio mediante oferta pública, empero, porque con la envidia, poco hubiera durado el filón. Sin embargo, la muchachada del bar Mortadelli, donde el nombrado valor pasaba sus ratos de ocio, era discreta y quedaba satisfecha. A un peso por barba, se entiende. Menos que la platea, aunque mostrando bastante más. El trabajo de limpieza concluía entre las 18:00 y las 18:30 horas, según planilla. Después, el monumento era de ellos. -Oy, mamma mía… ¡ahora las coristas se dan una ducha! 73 -¡Dejáme mirar un poquito a mi también, Francisco! -¡No empujés, che…! Hasta aquí todo iba bien, pero la creatividad humana desconoce fronteras. Sabido es que el cálculo infinitesimal fue descubierto simultáneamente por dos genios de la matemática, yendo por distintos caminos y sin comunicación alguna entre ellos. Igual ocurrió con los recursos que anidan al tope del Obelisco. Porque desde esa ventanilla también se veía maravillosamente el club de poker liderado por Paco Lorenzini. Eran suficientes un telescopio y dos radioteléfonos, para ganar cualquier partida. Todo estaba en que el rival se sentara cerca de la ventana, con buena luz. Olvidábamos decir que este descubrimiento lo hizo Julio Boffi, el cuñado de la señora Petrolini. Paseando por el centro, y de pura casualidad. -¡Nos han estafado, che! –gritó el griego Triskopulos– El Obelisco está lleno de gente, haciendo lo mismo que habíamos planeado hacer nosotros. -¿Cómo decís? -Si, con un telescopio, y quisieron cobrarme un peso por mirar. Ni siquiera pude acercarme a la ventana. -¡Hay que reventarlo, a ese francés canalla! –Vive en Nepper y Avenida del Trabajo, pasando Flores. Antes de arreglar lo hice seguir, por si acaso. -Gratis no la saca. Vamos a llevarnos lo que tenga, si se gastó el dinero. 74 -¡Lo importane es darle un escarmiento, para que no estafe más a la gente honrada! Mientra ésto ocurría, Pepín iba en el ómnibus, lamentando haber perdido su honda nueva. Menos mal que no tiró la vieja. De menor alcance pero robusta, como todas las cosas antiguas. Y con un día tan bonito, ya era hora de salir a romper algo. -Buenos días, don Cayetano. -Chau -dijo el verdulero, a secas, mientras pensaba: “Grande degenerato”... ……… -Hola, Josefina. ¿Hay alguien en casa? -Estoy solita, niño… -dijo ella, suspirando. -¡Tranquila, que no quiero líos con mi hermano! Además, yo amo a doña Sara, che. -Hubiera venido antes, porque recién dejó una canasta llena de huevos… ¡Vamos a comer tortillas hasta Pascua! Mas no fue así, porque unos tremendos golpes contra la puerta, interrumpieron el diálogo. Joefina abrió un poquito, para asomarse, pero un desconocido la empujó violentamente al interior. -¡Dejá pasar, negra! Venimos a ver al patrón. -El señor no está… -Entonces lo vamos a esperar adentro. Vos quedáte tranquila, asi la sacás barata. 75 Eran dos matones de aspecto amenazante. Y la muchacha, espantada, no opuso resistencia. Pero como Pepín era un chico de agallas, al ver la escena tomó un huevo en cada mano. Y antes de poder contarlo, éstos volaban. Y salieron raudos, con aceleración supersónica, hasta interponerse en sus caminos dos rostros transidos de maldad. El impacto produjo una onda expansiva amarillenta, que recibida de lleno por el dúo, lo hizo retroceder. Pero no habían llegado a la puerta, cuando ya se hallaban en viaje otros envíos. Y con su experiencia tirando piedras, el muchacho era letal, a quemarropa. De más está decir que siguieron muchos huevos. Los bandidos estaban sucios de solemnidad, y la yema endurecida pegoteaba sus ojos. Entonces el conflicto escaló proporciones. Flaqueando la provisión de huevos –¡adiós, tortillas!- Pepín sacó su honda veterana. La tenía bien escondida en el armario, con una bolsa de cascotes cerquita. Colorados, y de los más duros. Su origen fue la demolición del Club de Pelota Vasca San Sebastián. ¡Ni una rajadura en los frontones, a pesar del acoso deportivo que éstos aguantaron durante años! Los cascotes de ese origen eran proyectiles especiales para parabrisas, vidrieras reforzadas y partidos de fútbol. Entonces pudo verse lo que es aunar principios, con buena munición. Triskopulos quiso extraer la pistola, pero ésta voló al primer impacto. Boffi ni siquiera pudo sacar la suya. “¡Zuuuuum!”, rugían los hondazos. Y como en el fragor del combate es difícil calcular zonas de impacto, hubo daños colaterales. Primero saltó hecha añicos una vidriera del Mercadito San Cayetano, produciéndose escenas de pánico entre la concurrencia. Un cliente vestido de traje gris, 76 hallábase eligiendo tomates con precio rebajado. Y tuvo mala suerte, porque lo empujaron cuando se inclinaba sobre el cajón. Innecesario decirlo. Quedó en cuatro patas, circunstancia agravada porque era gordo, y no podía levantarse solo. Entonces forcejeaba, revolcándose en una masa rojiza y chirle. Pero a cada instante, las cosas se iban poniendo peor. -¡Auxilio! –gimió, vencido, en medio del escándalo. -¡Sálvese quien pueda! –repuso un marinero, como se estila en alta mar. -¡Arrepentíos de vuestros pecados, que llegó el fin del mundo! –clamaban con vehemencia dos testigos de Jehová. -¡No me toque el culo, sinvergüenza! -dijo una señora, porque descuidistas siempre hay. -¡Pasen por la caja, antes de rajar! Las consecuencias del asedio fueron muchas, pues hoy las noticias se propagan con gran velocidad. -¡Qué maravilla! –gritaron los Falzetta- ¡Al fin, vidrios rotos en la zona de exclusión! -¿Le interesará a ese italiano cambiar fruta fresca por tela de nylon? –caviló enseguida el turco Anwar. Tras quedar el mercadito en ruinas, les llegó la hora a tres coches estacionados frente al local. Daba lástima verlos. ¡Ni que se hubieran topado con una carga de dinosaurios! Y para hablar claro, transcurridos pocos segundos no quedó íntegra ventana 77 alguna sobre la vereda de numeración par. Pero pronto notóse cierta anomalía. Muchos cascotes eran de color grisáceo, señal de existir fuego cruzado. La calle estaba hecha un zafarrancho de verduras, piedras, vidrios y huevos rotos. Entonces los maleantes levantaron las manos, y dos señores con traje blanco les pusieron chalecos de fuerza. La Dra. Montalvo, despeinada y gesticulante, seguía tirando. Ahora contra los faroles del alumbrado público, a falta de mejor blanco. Y cuando vio a Pepín se acercó, apuradísima por darle un abrazo. -¡Hola, pibe! ¿Te sentís mejor? –dijo, guiñándole un ojo- ¡Yo sabía que donde estás vos, no puede faltar acción! -¡Hemos batido al enemigo! –gritaban los enfermeros. Y ella metióse de un salto en la ambulancia. -¡Avanti, Garibaldi! –dijo, señalando el camino de la gloria. Entonces el bólido se puso en marcha, con luces y sirena encendidos. Para abrirse paso zigzagueante, entre los peligros del tránsito automotor. -¡Viva la patria! –gritaba el chófer. En tal emotivas circunstancias hizo aparición don Cayetano Repinosta, el verdulero, que volvía de almorzar. Transpiraba al ver aquello, con la cara roja de ira y de incredulidad. ¡Cómo le habían dejado el negocio! Veíanse restos del combate y objetos varios, esparcidos por doquier. Incluso un par de anteojos bifocales, y la dentadura postiza que perdió en su fuga algún cliente. 78 Ya estaba harto de miserias… ¡Apenas unos meses tranquilo, y volver otra vez a las andadas! Recordó las clases de Religión en el colegio parroquial, treinta años atrás. La sola imagen de Pepín, recreaba dantescas imágenes del castigo eterno. -¡Qué asco, cómo dejaron la calle! –dijo una señora. -¿Quién es el culpable? –preguntó otra. Y la voz del verdulero dictó sentencia.: -Ese de enfrente… ¡El grande hijo de Pou! Dos viejitas pusieron la nota cultural: -Esta vez, ha pronunciado bien su nombre… 79 80 LAS DOS MONEDAS 81 82 Rómulo Filiberti era siempre el último en dejar la oficina, y lo hacía con ese aire resignado, que se adquiere abriendo y cerrando puertas durante veinticinco años. -¡Buenos días, señor jefe!… ¡Hasta mañana, doctor! Después de colgar su gorra apagaba las luces, efectuaba una última inspección, y salía despacito, arrastrando los pies. El paseo hasta la parada del ómnibus era uno de sus pocos esparcimientos. Le gustaba observar a la gente, y mirar vidrieras. Ritual que cada tanto amenizaba tomándose una copita en algún cafetín. Las ideas de aquel hombre, entretanto, volaban hacia remotos mundos de ilusión. Porque pronto iba a jubilarse, y entonces… El ministro de Economía estaba lívido, apretando la boca y con los puños crispados. Para no liberar megatones de furia, que rugían en sus entrañas. Los expertos acababan de informarle sobre el caótico estado de la plaza monetaria. Desde que aparecieron los pesos “jota”, su imagen se había convertido en el hazmerreír de la República. El país estaba inundado de moneda falsa, y su población desconfiaba del dinero auténtico. Tanto, que sólo con la amenaza de gravísimas sanciones, logróse que el personal del estado percibiera su último sueldo. En plaza circulaban simultáneamente dos signos monetarios, y esta situación tenía eco 83 en el mercado cambiario. Un dólar norteamericano valía pesos “J” 3,50, o su equivalente, pesos “G” 4,25. Pesos “J” y pesos “G”… ¡Esto era cosa de locos! Sólo el falsificador más bruto en ortografía pudo haber impreso billetes con la leyenda “República Arjentina”. De allí que, para distinguirlo, el dinero auténtico fuera denominado por la gente pesos “G”. Sin embargo, la moneda falsa circulaba en tal cantidad que ya nadie ponía en duda su valor. “Si fueran apócrifos, los retirarían de la circulación”, pensaban todos. Además, los billetes falsos eran de mucha mejor calidad que los hechos por el gobierno. De papel inarrugable e impresión fosforescente, ni el fuego mismo lograba dañarlos. “Por tanto, hago llegar a Vd. mi renuncia indeclinable al alto cargo con que he sido honrado…” José Manuel Herrera firmó con pulso tembloroso, y luego de doblar cuidadosamente el papel, lo metió en un sobre. Sin embargo, éste era un mero formulismo, pues Su Excelencia se limitaría a destrozar el pliego, sin molestarse en leerlo ni en aceptar la dimisión. Los nombramientos para presidir la Casa de Moneda tenían lugar, como promedio, tres veces por semana. Y visto su gran consumo, la papelería estaba hecha a mimeógrafo, para ahorrar costos, con encuadernación de alambre, tipo block. Durante los últimos meses desfilaron casi cuarenta funcionarios por el cargo, que ya nadie quería aceptar, invocando razones de prestigio. En consecuencia, para hacer asistir a los nombrados a la ceremonia de toma de posesión, fue preciso movilizarlos. Y los traían a empujones entre dos vigilantes. Hasta Sir Spencer Cooke, asesor técnico mandado desde Londres por la firma especialista Thomas de la Rue & Co., se hallaba ausente con parte de enfermo. Aquello era la antesala del infierno. -¡Los falsificadores han llegado al colmo! –exclamó, jadeante, el ministro- No conformes con arruinar nuestra moneda, ahora se 84 mofan emitiendo dinero de valores absurdos. ¡Están abusando de la libertad de prensa, che! Dicho lo cual, estrujó con furia un manojo de flamantes billetes de pesos “J” 27,40, arrojándolos al cesto. Los mismos, no bien tocaron fondo, se desarrugaron rápidamente, adquiriendo el aspecto impecable de un momento atrás. Su Excelencia, tuvo un choque emocional. Siendo tan grande la cantidad de moneda falsa, resultaba imposible secuestrarla. Y semejante medida hubiera causado una fuerte contracción económica, con su secuela de malestar social. Tan compleja situación brindaba a los pasadores verdadera impunidad, no siendo posible reconocerlos de la gente honesta que hacía sus compras en el supermercado. Pero había que evitar la catástrofe financiera. Por eso se montó un gigantesco operativo policial, para buscar a los culpables.Vigiláronse rutas, aeropuertos, estaciones ferroviarias, terminales del transporte automotor, y embarcaderos. Todo fue en vano. Ni rastros. Antes bien, la campaña dio resultados negativos. Tanto interés demostraban las fuerzas del orden por el dinero “J”, que su precio empezó a subir, cundiendo rumores alarmistas. Una especie sostenía que el gobierno iba a requisarlo para venderlo en el exterior, embolsándose incalculables ganancias. Los dueños de la codiciada moneda fosforescente, recibirían a cambio impopulares y arrugados pesos “G”. Este clima de desconfianza se reflejó enseguida en el mercado de divisas. Algunas pizarras anunciaban nuevas cotizaciones del dólar. Pesos “J” 3,10 por unidad. O en su defecto, pesos “G” 5,17. Otras, más prudentes, se limitaban a informar: No recibimos pesos “G”. 85 Y como a toda tesis corresponde una antítesis, en medio de semejante despelote, Rómulo Filiberti continuaba, imperturbable, su vida tranquila. Aunque se había molestado un poco cuando le dieron el vuelto de la carne con un puñado de monedas y dos flamantes billetes de pesos “J” 19,85. Pero vamos al génesis de este drama, presentando a su sobrino, Benito Galíndez. Quien era, en buena terminología dialéctica, la síntesis del proceso. Un dinámico hombre de acción, que irradiaba optimismo y buen humor. Pertenecía al tipo de personas que, con objetivos claros, son capaces de planificar eficazmente el modo de alcanzarlos. Hijo de una prima fallecida, siendo muy niño fue adoptado por la familia Filiberti. Sin razón aparente, en su nuevo hogar lo bautizaron Perico, y él se aguantaba el nombrecito con estoica resignación. Aunque eso era quizás lo único que se aguantaba. Terco como mula de chacarero, oponerse a sus designios equivalía a una declaración de guerra. Un conflicto de duración indefinida, mortífero, extenuante, y sin cuartel. Como el iniciado aquel fatídico 6 de mayo, hace ocho años. Perico quería trabajar, razón por la cual don Rómulo movió cielo y tierra para ubicarlo. Hasta aparecer, finalmente, una vacante en su misma oficina. Pero había que dar examen de ingreso. “Calificación: Reprobado”, decía la misiva. Y como si semejante lápida necesitara epitafio, todavía agregaba: “Ortografía incompatible con la función pública”. Benito Galíndez, en el paroxismo de la ira, juró venganza, necesitando varios meses para recuperar la tranquilidad. Pero no quiso volver a la escuela pública. En lugar de ello, empezó a estudiar química, y un curso de técnico impresor. Pasaron los años, y dado su interés, el esforzado aprendiz llegó a convertirse en un maestro. Así maduraban sus planes. Hasta que cierto día, considerando que había llegado la hora, envió una 86 carta al famoso diario de negocios norteamericano “The Wall Street Journal”, cuya existencia había descubierto en las series de televisión. La misma contenía el siguiente aviso: “Extraordinario negocio con poca inversión de capital. Oportunidad para gente decidida, y capaz de enfrentar algunos riesgos. No hace falta experiencia previa”. Apenas habían transcurrido diez días de la publicación, cuando el cartero depositó un elegante sobre color gris perla en el buzón de Filiberti. Su ángulo superior izquierdo revelaba la identidad del remitente: Business Unlimited, Inc., New York. Dos semanas más tarde, arribó a Buenos Aires el presidente de la empresa. Bob Capelli, conocido en círculos del gran mundo como “The Cat”. Lo acompañaban una pelirroja escultural, y tres guardaespaldas. Para la primera entrevista, escogióse un salón VIP del Sheraton Hotel. Luego comenzaron a reunirse más intimamente, en la suite presidencial del piso 23. -Mucho bien, Mr. Galíndez –concluyó Capelli- El negocio está perfect. Vd. aportará la tecnology. Business Unlimited, el equipo de gente y la money. Pete Baxter se queda en Buenos Aires, para asunto de protection. Fuera de Vd. y mis amigous, nadie me ha visto la cara aquí. ¿O.K.? -Okey, jefe! –dijo desde el bar, un vozarrón somnoliento. -En cuanto a las ganancias –prosiguió “The Cat”- Vd. seguro contento con mia proposition. 96% para Business Unlimited, taxfree. El resto es suyo. ¡4% de una grande negocio! Descontanto gastos, como es natural. 87 -Fantastic, baby! –exclamó la pelirroja. -Good idea! –dijo el vozarrón. -¡Es una estafa! –estalló, furibundo, Perico Galíndez. -Please, Pericou, no siendo stupid! Cabeza dura, mucho malo para usted. Toda esta charla grabada en video –contestó Capelli, señalando una cámara discretamente oculta- Si no accepting, mando los casettes a la police. Hubo un silencio tenso. -¡Ganaste! –repuso por fin Galíndez, tragándose la dura realidad. Lo estaban trampeando, pero su objetivo no era enriquecerse. -¡Entonces, para celebrar, nos tomamos uno drink! –dijo Pete Baxter, desde su rincón. Al día siguiente hubo una fiestita en casa del tío Rómulo, con objeto de presentarle a los amigos recién llegados, tomándose fotos para el album familiar. Así terminaba la faz preparatoria del plan. Un mes más tarde, todo estaba listo para la acción. Galíndez convenció al viejo Filiberti de que los extranjeros habían venido para realizar un trabajo científico, vinculado con la historia del signo monetario argentino. Y éste, tocado en su orgullo profesional, comenzó a facilitar un enorme caudal de datos, que lograba sin dificultad durante sus inspecciones nocturnas en la Casa de Moneda. Facsímiles de firmas, numeraciones, códigos para 88 desenmascarar moneda espúrea, fórmulas con que estaban hechas las tintas, tipos y procedencias del papel. Poco después, salía a luz la primera serie de billetes. -¡Mamma mía! -reflexionó Baxter –Son tanto lindos como una mañanita de New Jersey… ¡Hay que celebrarlo con uno drink! Mientras tanto, Perico se deleitaba pensando que la odiada Casa de Moneda no podría sobrevivir mucho tiempo al ataque, y pronto iba a reventar. -¡Ahora veremos si sirvo o no, para el trabajo que me negaron esos burócratas! –murmuró, con una sonrisa maligna. Y así, entre dimes y dirétes, nacía una nueva unidad monetaria, los pesos “J”, llamados a ocupar un lugar en la historia. -¡Esta falsificación está para morirse de risa! “Argentina” con jota… ¡habráse visto torpeza igual! -exclamó el comisario de Sarandí, cuando aparecieran los primeros billetes- ¡A estos pájaros, los voy a tener entre rejas en menos que canta un gallo! Pero se equivocaba, porque con escasa diferencia cronológica, lo mismo estaban diciendo el jefe de la Seccional 1 de la Capital Federal, y el de la 5, y el de la 8, y el de la 10, y el de la 33. Y el comisario de Posadas, y el de Añatuya, y el de Ushuaia, y el de San Antonio de los Cobres, y el de Ingeniero Maschwitz, y el de Puerto Madryn, y el de Formosa, y el de Hurlingham, y el de Las Varillas, y el de Curuzú Cuatiá, y el de Necochea, y el de San Rafael. Ya resulta obvio aclararlo. Todo el territorio nacional hallábase cubierto de pesos “J”. Poco después, éstos circulaban también en los asentamientos antárticos. Business Unlimited cobraba una barbaridad, pero sabía hacer su trabajo. 89 Las máquinas impresoras y la línea directa con Nueva York rugían sin descanso. Bob Capelli apenas daba crédito a sus ojos, al contemplar los saldos diarios de sus cuentas numeradas en la banca suiza. Tanto que, por razones de prudencia, dispuso transferir fondos a Bahamas, Cayman Islands, Gibraltar, y cuanta plaza “offshore” brindara servicios financieros confiables. Pero, ante todo, discretos. Perico Galíndez, en cambio, tenía preocupaciones muy distintas. El dinero, como sabemos, le interesaba poco. Su motivación era la venganza. Ya había logrado desacreditar a la Casa de Moneda, y ahora iba a ridiculizarla. Así aparecieron los escandalosos billetes de extraños valores (27,40 ; 19,85 ; 11,10…), que provocaron el atascamiento electrónico del sistema bancario. Y en nuestro entorno mediatizado, tal noticia dio vuelta al mundo como un rayo de jocosos titulares. Mas no todos celebrarían la ocurrencia, hallándose entre los disidentes el mismísimo Bob Capelli. Quien aterrizaba poco después con su avión particular en el Aeroparque de Buenos Aires. -Stupid idiot! ¿Qué haciendo vos, tarado? –gritó sin protocolos, al enfrentarse con Perico, mientras le frotaba en las narices un billete de pesos “J” 9,75- ¡Vamos a terminar en Alcatraz, por tanto mucho diversión! A lo cual siguió un formidable popurrí de imprecaciones en inglés, mezcladas con italiano, pues cuando Bob se enfurecía, explotaba su sangre calabresa. Para resumir: La sociedad entre ambos protagonistas del evento, quedaba disuelta. -Porca madonna! Olvidáte del tuyo 4%, stupid bastard! – caviló siniestramente Capelli, mirando de reojo al irresponsable nativo. 90 -¡Esta me la vas a pagar, mafioso! –pensó Perico, con un gesto de odio. -Yankee go home! –dijo Pete Baxter, muy divertido- Ahora me voy a casa…¡Hay que celebrarlo con uno drink! Esa noche se terminaría el trabajo ya empezado. O sea, lanzar una nueva serie, los billetes de cinco mil. Reducida, pero capaz de producir enormes ganancias, por su gran valor. Luego, sin pérdida de tiempo, los falsificadores iban a desmantelar el taller, la red de distribución, y el centro administrativo. “Vini, vidi, vici”, hubiera dicho ese canalla de Capelli. Pero en su camino se alzaba la figura justiciera de un Perico Galíndez. Quien, como azote del cielo, descargaría sobre el réprobo furias sin parangón. -Todo listo, maestro, sólo falta completar una plancha con la imagen del prócer que corresponde a esta serie. Me parece que es el general Belgrano… -dijo una voz en el intercomunicador. “Este es el momento de hundir para siempre a ese Capelli” – pensó Perico, al instante- “Y lo mejor es poner su retrato en los billetes, así Interpol lo corre hasta el polo norte...” -No, no es Belgrano –respondió - Enseguida le mando la imagen correcta. Se trata de una serie conmemorativa especial. Aquella larga y postrer jornada llegaba a su fin. Perico Galíndez colocó un sobre dentro del cartucho portador, girando la llave que en el tablero de mando indicaba “Taller”. Luego, como tantas otras noches, se fue tranquilamente a casa. Sólo que esta vez no dijo “hasta mañana”. 91 Un zumbido suave en la unidad receptora indicó que el tubo había llegado. Su destinatario abrió el sobre, que llevaba la foto de dos señores dialogando amablemente en una reunión familiar. La imagen del más joven había sido rodeada con un círculo rojo, y el documento venía adherido a un memorandum con la nota: “Hacer bosquejo para fotograbado”. El dibujante era nada menos que Eddie Mc.Combe, un irlandés llegado con el equipo de Business Unlimited. Rechoncho y calvo, su curriculum estaba avalado por dos condenas cumplidas en distintos estados de la Unión. Allí conoció a Bob Capelli, mientras éste expurgaba quince años de cárcel por asalto a mano armada. Lo reverenciaba, por sus dotes para vincularse con el gran mundo. Y cuando contempló la foto, no pudo contener un gesto de admiración. ¡Qué tipo genial, Capelli! Pero no hacía falta encuadrarse en rojo, para mostrar quién, entre los socios, se codeaba con la crema del país. Porque ese venerable anciano junto a él, debía ser al menos un premio Nobel, si reproducían su imagen en una emisión conmemorativa. -¡Siempre exhibicionista, “The Cat”! -dijo en voz baja, con una sonrisa divertida. El lunes, Rómulo Filiberti notó algo raro en la oficina, y mirando con disimulo, se dirigió al vestuario, para esconderse un rato. Había fichado diez minutos tarde, por primera vez en veinte años. No era para menos, con sus preocupaciones por la vida alocada que últimamente estaba llevando Perico. Mas no llegó a abrir la puerta del armario, pues una voz áspera lo detuvo en seco. -¡Tenga a bien acompañarme! –dijo, sin saludarlo, el jefe de división. 92 -Si, ingeniero, ¡como Vd. mande! –contestó don RómuloEnseguida me pongo la gorra. -¡El uniforme no lo precisa más! –repuso el jerarca- Nos espera el jefe departamental. -“¡La cesantía…!” –pensó el viejito- “Cesante después de tantos años, por haber llegado tarde una sola vez…” Y se le hizo un vacío en el estómago. Muchas veces había odiado esta rutina, que sin embargo, era su vida. Adiós posición venerada en el barrio, adiós ahorros del Banco Pupular, si debía consumirlos para sobrevivir, con lo caro que está todo. Adiós proyectos largamente acariciados. ¡Moriría en la calle, como un perro! Entonces deseó que la tierra lo tragara, abriéndose a sus pies. -¡Adelante! -dijo con voz imperiosa el jefe del Departamento, mientras se paseaba por su amplio despacho- ¿Así que éste es el hombre? Nos espera el Director General. Sin palabras, el jefe de división asintió con gesto grave, mientras Filiberti sentía que un sudor frío bañaba su cuerpo. Y flanqueado por ambos jerarcas, remontó un largo pasillo, revestido de madera tallada a mano. Ese era el comienzo de la tierra incógnita, donde ningún portero había entrado jamás. Ni cuando llevaba el carrito del café, tan bienvenido en todas las oficinas. Allí era preciso transferir su comando a altos empleados vestidos de azul, que se retiraban desdeñosos, sin hablarle jamás. La comitiva entró en una estancia alfombrada, con funciones de antesala. Luego venía el despacho del legendario Señor Director General. Quien, por renuncia del titular, ocupaba interinamente la presidencia de la Casa de 93 Moneda. Los acompañantes de Rómulo Filiberti se acicalaron con gesto tenso. El viejo sacó un pañuelo arrugado, pasándoselo por la cara. -¿Así que éste es el hombre? –gruñó el alto funcionario, mirando sobre los lentes- Enseguida se hará presente el Señor Ministro. Los dos jefes asintieron en silencio. Parapetado tras su enorme escritorio color caoba con un fondo imponente de cortinados rojos, el aspecto del Director General era sobrecogedor. Filiberti quiso esbozar una sonrisa para congraciarse, pero sus reflejos fallaron, y haciendo un gesto extraño, empezó a temblar. Abriéronse en ese instante dos portales, mientras una voz empalagosa anunciaba: -Ha llegado Su Excelencia, el Señor Ministro de… Rómulo no pudo más, y con la vista nublada, se desplomó pesadamente. Al principio sólo veía luces, adoptando formas caprichosas sin relación aparente. Después, la imagen comenzó a poblarse de sonidos, que poco a poco adquirieron tono humano. Eran voces lejanas y roncas, como venidas de otro mundo, y resonaban en sus tímpanos adormecidos sin transmitir mensaje alguno. Pero luego las palabras cobraron entidad, y Filiberti empezó a comprenderlas. Primero parpadeó tímidamente, para explorar el salón con mirada vidriosa. -Ya vuelve en si –dijo una voz. Frente a él estaban los jefes que lo habían capturado, y un gordo que le recordaba ciertas cortinas rojas. Tras ellos, junto a 94 una figura masculina en delantal blanco, se hallaba un señor cuya foto había visto en los diarios. Alto, delgado, de nariz aguileña y pelo entrecano. Todos le decían “Excelencia”. -Creo que ya está en condiciones de hablar –dijo el médicoLos efectos del estimulante son rápidos. -¡Entonces, comencemos! –replicó el ministro. Asiendo una silla, el estadista la acercó al sofá, no sin antes rechazar el esfuerzo unánime de los presentes, por ayudarlo. Luego extrajo una carpeta de su portafolios, y tomó asiento. -Señor Filiberti –dijo- Debo hablar con Vd. El viejo portero ya se sentía mejor, y la horrenda sensación de pánico había desaparecido, dando lugar a una serena expectativa. E incorporándose, exclamó: -¡Es la primera vez que llego tarde, señor! El ministro esbozó una sonrisa, que todos imitaron, y sin más comentarios, fue directamente al grano. -No se trata de éso –dijo- Hoy ha llegado a mi poder este billete de 5.000 pesos “J”. Como obra artesanal, es magnífico, pero demuestra el ya clásico exceso de confianza que crea la impunidad. Don Rómulo no entendió nada. -Reverencio sus conocimientos técnicos, y la eficiencia demostrada por su organización –prosiguió el ministro- Además, 95 concedo que nos derrotó en diversos campos. Pero se ha excedido en el empeño de ridiculizarnos, y ese fue su error. ¿A quién se le ocurre imprimir moneda falsa, reemplazando la efigie del general Belgrano por su propia imagen? Don Rómulo seguía en babia. Perico Galíndez, en cambio, quiso que lo tragara la tierra, al ver cómo habían salido los billetes de su venganza. Una llamada de atención divina, sin duda. Y colgó su visera de tipógrafo, para tomar los hábitos. Pero la noticia no fue recibida igual en todas partes. Ya lejos de Buenos Aires, Pete Baxter, Eddie Mc. Combe y Bob Capelli, se retorcían a carcajadas, con la anécdota. Un festejo que no terminó con “uno drink”, como era habitual, sino pescándose la mayor borrachera de su vida. -Es poco lo que aún puedo agregar –prosiguió con voz calma Su Excelencia, ahora en tono más amistoso – No escapará a la sagacidad de un hombre como Vd., Filiberti, que se ha metido en líos. Pero sería ocioso extendernos sobre un tema, que quizás sus abogados le han explicado con lujo de detalles. Además, ¿y para qué ocultar la realidad? –dijo guiñando el ojo, gesto que la concurrencia imitó, con entusiasmo- Vd. puso al gobierno en una situación difícil. ¿Cómo explicar a la opinión pública que el culpable de nuestro caos financiero actual, fue uno de nuestros porteros? A ambos nos conviene negociar. Por eso he sido autorizado por el Poder Ejecutivo para formularle una propuesta. Si Vd. firma este documento, el Estado desistirá de cualquier acción civil o penal en su contra. Con gran ceremonia, el ministro puso en las manos huesudas de Filiberti una carpeta de cuero rojo, con escudo. En su interior iba un extenso documento, no impreso a mimeógrafo, como hasta ahora, sino de elegante porte. Su texto decía así: 96 “Señor Presidente de la Nación… Tengo el agrado de dirigirme a Vd. para aceptar, en forma vitalicia e irrenunciable, el cargo de Presidente de la Casa de Moneda, con que fui honrado…” -¿Cuál es su respuesta? -inquirió el ministro, con inocultable ansiedad. Don Rómulo se sentía exhausto. Y totalmente ajeno a aquel embrollo, garabateó su firma despatarrada, para que lo dejaran en paz. 97 98 YA SALE EL TREN 99 100 Regresé a Junín lleno de optimismo, porque todo prometía un futuro brillante. Había terminado mi contrato como marinero voluntario, y tuve más suerte que la mayor parte de mis conocidos. Un pariente estaba por ampliar el negocio, y conseguí empleo de vendedor. Así hice buenas amistades, entre las que se destaca la gente del Club Deportivo Buen Suceso. Personas amables, muy solventes, y amigas de tener el mayor protagonismo posible en los partidos de fútbol. O sea que cuando el equipo salía a jugar afuera, lo acompañaban para brindar aliento a su plantel. Un sentido de lealtad sólo comparable al amor por la patria, que aprendí en la marina. Dicho en otros términos, la decisión de triunfar o morir. Aunque convenga fijar límites al compromiso. Morir de alegría gritando “¡Meté otro gol, Cachito!”, no bajo el acoso de algún canalla, con uniforme distinto del mío. Que esas trifulcas se sabe cómo empiezan, pero jamás cómo acaban. Iba siempre a mirar los partidos por televisión en el bar del club, y sin notarlo, me fui integrando al grupo de los seguidores más leales. Los “fans”, como dicen unos pibes que aprendieron inglés con videocasettes. Es que habiendo un ideal común, entre copas surge siempre la amistad. -¡Arriba, Buen Suceso! -¡Rematá sobre el arco, Ramón! 101 -¡Ya verás, cuando juguemos en la capital! Y como podía esperarse, cierto día se concretaron nuestras esperanzas. -Ha llegado una invitación para jugar un amistoso en Buenos Aires –dijo Gonzalo Calzetti -¡Ahora esos porteños van a saber quién es quién! –repuso a coro la concurrencia. El sábado siguiente, después del baile, se hizo una colecta para gastos, y quedamos en que nos llevaría un chófer de ómnibus que es socio desde hace años, y viajaba para devolver el coche a la terminal. La vuelta sería en tren. Y como los interesados eran muchos, se rifaron los boletos de ida. Aquí es donde la suerte me engañó, sonriéndome con falsedad de mala fémina. Salimos tempranito, y tras muchas horas de traqueteo hice entrada en la gran ciudad, como corresponde a un caballero. O sea llevando encima unos mangos para viáticos, y el corazón pletórico de esperanza. Que si ésta es insolvente, difícilmente surta efecto. “Como pedir un milagro, sin dejarle vela al santo”, dicen las viejas. Jugamos el partido, y aunque éramos visitantes, le hicimos unos golazos bárbaros al equipo anfitrión, una pandilla de pataduras llamada Hernandarias Fútbol Club. Los tipos se defendieron como fieras, pero por fin el marcador sentenció un infame 5 a 2. Los dejamos hechos polvo, motivo de sobra para celebrar con unas copas de cerveza helada. Después me despedí de los amigos, porque antes del regreso deseaba visitar a un pariente que vive en la Capital. Saliendo el tren a las 21:00, había tiempo de sobra. Lo vi, le di un abrazo, y luego me fui caminando despacito a la estación. Paseo que aproveché para comerme unas costillas de cerdo con 102 papas fritas en la calle Sarmiento. Y llegué a destino con la panza llena, silbando bajito, dos horas antes de salir el tren. Contento, y sin preocuparme por el porvenir. Ese fue mi gran error. Eran las 19:00 horas Fui directamente a la boletería, saqué mi billetera de cuero negro, y pedí un pasaje hasta Junín. El empleado me miró con indiferencia, se dio vuelta sin contestar, y empezó a hablar por teléfono. Luego de un rato, cuando volvía la cara hacia mí y creí que iba a atenderme, viví un percance tan desagradable como insólito. Estaba por abrir la boca, pero me quedé a mitad de camino, haciendo una mueca imbécil. Había recibido el empujón más bestial que recuerdo, desde que me pateó una burra en las sierras de Tandil. Un señor corpulento, vestido con traje a cuadros, hizo irrupción en la escena, quitándome del paso sin más trámite. Como quien aparta un objeto molesto. Luego se sonó la nariz, encarando al boletero a grito pelado, sin preámbulos ni saludo alguno: -¡Dos pasajes a Laboulaye en clase turista, a ver si me entiende! –dijo. Medio aturdido, percibí un movimiento confuso de billetes, pañuelos, pasajes, diarios y papeles, que manipulaban los dedazos de aquel bruto. Y todo se arremolinaba ante la ventanilla, para desaparecer luego en las profundidades de un portafolios gris. Súbitamente el viajero dio media vuelta, y se marchó sin decir más nada. Eran las 19:15 103 Yo quedé desconcertado con el incidente, pero cuando pude reaccionar, volví a la ventanilla. El empleado contemplaba los ajetreos del público con mirada soñadora, como perdida en lontananza. -¡Por favor, señor! –dije- Un pasaje… Pero ese día la suerte iba a jugar conmigo como el gato y el ratón, así que no pude continuar la frase. El empleado se había corrido, apuradísimo, a una ventanilla contigua. -Si, señor gerente –decía con sonrisa servil, aquel indigno – ¡Será un placer! Aqui estamos para servirlos a Vd. y a su distinguida familia, señor gerente. Después escuché las exigencias del jerarca: -Dos pasajes en primera hasta Córdoba, uno en clase única hasta San Luis, y cuatro con cama a Tucumán. Todos pasando por Santa Fé. Cómo va a arreglar las combinaciones, es asunto suyo. ¡Pero hágalo rápido! Quiero que los asientos sean con ventanilla del lado del andén, y las camas a mitad del coche. Y en vez de quedarse mirándome, empiece a trabajar de inmediato. ¡Que no estoy para perder tiempo por culpa de empleados inservibles, como Vd.! La respuesta no se hizo esperar. -Perdón, señor gerente, enseguida señor gerente, como Vd. disponga, señor gerente… El boletero parecía enloquecido, hecho un torbellino humano. Hablaba por teléfono, apretaba botones, y manejaba modernos 104 aparatos expendedores de boletos, entre los cuales yo supuse que estaría mi pasaje a Junín. Recibió un carnet, llenando dos planillas con tres copias carbónicas cada una, puso varios sellos, y culminó el procedimiento firmando unas tarjetas color verde zapallo. Otra vez tuvo lugar ese remolino de papeles multicolores que había visto antes, y el boletero dejó escapar un suspiro de alivio, cuando la complicada tarea llegó a su fin. Entonces el señor gerente tomó de un manotazo los pasajes, el cambio y la documentación respectiva, retirándose con duras amenazas. Eran las 19:27 Entre tanto, se había formado una cola como de treinta personas detrás de ese personaje, mientras en la otra ventanilla yo aguardaba solo. Falta de liderazgo, tal vez. La verdad es que con cierto resquemor me animé a decir: -Señor boletero, desearía un pasaje a… Pero aquel hombre ya había recuperado su altivez profesional. -¿No ve que estoy atendiendo al público? –respondió de mal grado- ¡Póngase en la fila, y no me haga demorar a los pasajeros! Intenté explicar las circunstancias, pero todo fue inútil. Mis razones no hallaban eco alguno en ese hombre, celoso de su función. Primero sentí furia, pero luego tuve claro que, desafiándolo, no había chance alguna de ganar. El representaba al ferrocarril, y yo era apenas un cliente de a pié. Como una cucaracha enfrentándose al elefante del circo. Por esa y otras razones de 105 igual peso, debí hacer cola nuevamente. Y así, tras un buen rato, llegué por fin al mismísimo lugar donde estaba al principio. Ante mí desfilaron mochileros, viajantes de comercio, turistas, campesinos, curas y soldados. Parloteando entre ellos como cotorras, hasta arribar a la meta. Dos palabras, y entonces sobrevenía el ya familiar revoltijo de papeles, billetes, sellos y boletos. Pero enseguida todos se iban ufanos. Todos menos uno, y ese uno naturalmente fui yo. Porque cuando llegué a destino, ya con dolor de piernas por el plantón, se cerró la ventanilla de un golpe. Al principio no podía aceptar tanta malaria, pero por fin debí tragármela. En el vidrio había un cartel, escrito en trabajosa letra redondilla: “Atención por ventanilla 1, únicamente”, decía. Con los nervios hechos trizas, lancé un gemido de desesperación, que nadie oyó. Eran las 20:05 Miré hacia ambos lados, y juntando fuerzas, corrí hacia la Ventanilla 1, no fueran a birlarme el sitio una vez más. Pero la suerte seguía divirtiéndose a costa de mis nervios. Cuando ya me creí dueño del campo, alguien enganchó mi brazo izquierdo con un paraguas, frenándome en seco. Y en la cara debe habérseme dibujado una expresión de ira incontenible, por la forma como reaccionó la contraparte. Una señora con gesto autoritario, y tapado de piel. -¿A dónde va, desfachatado? ¡Yo llegué primero! –gritaba, excitadísima- ¡Téngame la nena, y no sea mal educado, que bastante tiene, pobrecita, con el padre que le tocó! Avanzó hacia mí, que la contemplaba absorto, y luego de mirarme de arriba a abajo, puso en mis brazos con mirada que no 106 admitía réplica, un pequeño ejemplar de humanidad rugiente. Quien me sacó los anteojos de un cachetazo, mientras chillaba como loca: -¡Mamá, mamá, este hombre malo está pegándome! La señora, por toda respuesta, me pateó violentamente un tobillo, mientras requería con voz acaramelada: -Un pasaje a Comodoro Rivadavia, por favor, en primera. Tras la reja se oyó una exclamación de sorpresa, y algunas risitas apenas contenidas. -Disculpe, señora – contestó esa voz que ya me estaba resultando familiar- El ferrocarril no llega hasta Comodoro Rivadavia… -¡Qué barbaridad! –rezongaba ella- ¿Por qué no lo hicieron más largo? ¡En este país ya nadie quiere trabajar, señor.! Luego sobrevino una discusión tan loca como interminable, mientras yo esperaba. La señora se explayó en un complejo alegato acusador, mientras el empleado ofrecía tímidas disculpas. De pronto ella debe haberse hartado de la charla, y girando sobre sus talones, me arrancó la criatura de los brazos. No sin clavarme antes una mirada fulminante, mientras exclamaba, roja de ira: -¡Sinvergüenza! Eran las 20:32. Llegado este punto, pude confirmar que las desgracias jamás vienen solas. 107 -¡Yo te voy a dar, degenerado! –estalló una voz ronca, a mi izquierda- ¡Vergüenza debiera darte, manosear a esa pobre anciana! ¡A ver tus papeles de identidad! Soy policía. De nada valieron mis juramentos de inocencia frente a aquel cazador de sátiros. Además, con el susto, ya estaba empezando a ver medio turbio. Y cuanto más buscaba el maldito DNI, más recóndito parecía su escondrijo. Sin olvidar que el hombre me tenía agarrado por las solapas del saco, tipo Hollywood, lo cual dificultaba enormemente aquella búsqueda. Estaba seguro de que había traído esos papeles, porque siempre que viajo los llevo encima. Pero… ¿dónde cuernos los metiste, che? -Uff… ¡que no puedo moverme…! –dije. -¡Sacá los papeles y hablá menos, carajo! –repuso mi captor. Mientras yo forcejeaba, acorralado por ese hombre, desfiló ante nosotros un ejército de viajeros. Dos novios, que cuando llegaron a la ventanilla pidieron consejo sobre el mejor sitio para pasar la luna de miel. Un turista alemán hablando nuestra lengua con ayuda del diccionario. Dos grupos de futbolistas, que entonaba estribillos peligrosamente antagónicos.Y para resumir, una multitud que no recuerdo en detalle. Pero como dice el refrán, ningún mal dura cien años. Cuando ya desesperaba, encontré por fin el DNI. Se lo mostré al policía, y para mi sorpresa, después de revisarlo, éste exclamó con una amplia sonrisa: -¡Haberlo dicho antes, por Dios! Mi desconcierto debe haber sido evidente, porque él me palmeó con simpatía, y dijo: 108 -¡El mundo es chico, negro! ¿Vos sos Juan Casavieja, del barrio La Concepción? ¡Si habremos jugado al fóbal, de pebetes…! Yo soy Marcelo Palacios, hijo de don Vicente, el zapatero. ¿Te acordás de mí, ahora? -¡Hombre…! -¿Regresás a Junín? -Si, claro… -Bueno, entonces… Fue un gusto saludarte, pero estoy apurado, y te dejo. ¡Se más fino cuando atropellés a una mina, che! Yo iba a protestar mi inocencia, por las dudas, pero él me estrujó en un fuerte abrazo. De esos que te hacen guardar silencio. Después se fue, tan sigilosamente como había llegado. Cosa de policías, que son lo mismo en todas partes. Miré alrededor, y no quedaba nadie frente a la ventanilla. “¡Vamos a ver si ahora la pego, porque sólo faltan diez minutos para que se vaya el tren!”, pensé, mientras me secaba el sudor de la frente con un pañuelo. Eran las 20:50. Debí ponerme la ropa en orden, pues el encuentro con Palacios me había dejado otra vez en condiciones de inferioridad frente a la elegancia del personal ferroviario. Y seguro ya del triunfo, aunque jadeante, demandé con mis últimas fuerzas: -¡Un pasaje a Junín, en primera! El boletero colocó mi pasaje en el mostrador, sin vacilación alguna, murmurando maquinalmente su precio: 109 -Diecisiete con treinta y cinco. Le extendí un flamante billete de cincuenta pesos, y me quedé esperando el vuelto. Sin embargo, aquella sensación de bienestar sería efímera. No pude dar crédito a mis ojos, cuando vi al funcionario retirar irritado el precioso boleto, que ya era casi mío. -¡Así no se puede trabajar, señor! –gritó el hombre- Esto no es un banco. ¡Hay que traer cambio, cuando se viene a la estación! Sentí palpitaciones, y sólo atiné a pedirle que se guardara el vuelto, que no me interesaba el cambio, que era poca cosa para andar haciéndose problemas, ¡qué sé yo! Mas debo haber cometido una espantosa falta de tacto en mi discurso, porque la contrariedad de aquel honesto servidor del público se convirtió en furia, y sus ojos sanguinolientos echaban chispas, mirándome con gesto bestial. -¡A mi no me venga a ofrecer coimas! –gritaba- ¡Soy un funcionario de carrera, con muchos años en la empresa! -Perdone, pero no quise ofenderlo, señor… Reciba entonces el cambio como una donación al ferrocarril. Las cosas tomaban ahora mejor cariz, y el hombre se compuso un poco. No para decir que se hubiera vuelto simpático, pero sus ojos ya no reventaban sangre. Entonces respondió con estudiado autocontrol: -Está prohibido recibir donaciones en boletería, señor. Para ese fin, debe concurrir al primer piso, oficina 118, de lunes a viernes en horario matinal, y llenar el formulario D11945. Traiga su DNI, copia de la última declaración del impuesto a la renta, y una estampilla fiscal de 2,50. 110 Eran las 20:53 No habiendo pie para mayor discusión, dejé la boletería a toda carrera, tras los mágicos billetes pequeños, capaces de devolverme a casa. Primero fui al quiosco, luego a la pizzería, finalmente al puesto del diariero. Todo en vano. Así que armándome de valor, salí de la estación, y paré un ómnibus que se dirigía a Merlo, para pedir cambio. El chófer me miró como si se hubiera topado con un orate, y agarró los cincuenta pesos refunfuñando algo sobre mi finada mamá, que en paz descanse. “Rarezas de su oficio”, pensé. Luego puso en mis manos una mezcla arrugada de billetes chicos, sacudió la cabeza con aire incrédulo, me hizo bajar, y partió a toda máquina. Enseguida volví a la boletería. Pero mi maldita suerte estaba agazapada allí otra vez, lista para seguir la farra. Porque cuando entré al salón, había cinco personas frente a la ventanilla, frenéticas por devolver pasajes antes de que partiera el tren. Sellos, firmas, billetes, explicaciones, descuentos, quejas. Esa horrible mezcla audiovisual, a la que ya estaba acostumbrándome, ametrallaba mi cerebro como una tortura china. Mas, en la adversidad, hay que mantenerse calmo. Entonces esperé, mordiéndome un dedo, hasta que por fin volvió el silencio, y estuve otra vez frente al boletero. ¿Para qué negarlo? Había llegado a la meta, pero mi cuerpo temblaba de tensión. Eran las 20:59 -Un pasaje hasta Junín, en cualquier clase que le quede, por favor… -alcancé a decir, con voz implorante. -¿A dónde, dijo? -A Junín 111 -Transbordo en Bahía Blanca –repuso el hombre. -Disculpe, señor, pero yo quiero ir a Junín, no a la Patagonia... El me miró con rabia, y ya estaba por responderme sabe Dios qué impiedad, cuando nuestras palabras fueron ahogadas por un fuerte estrépito. Entonces todos corrieron hacia la ventana que da al exterior del edificio, para ver lo que supuse habría sido un accidente de tránsito. Al ratito los empleados volvieron a sus puestos de trabajo, y comentaban animadamente las alternativas del choque. Entonces el boletero se dirigió a mi con gesto benévolo. Eran las 21:01 -¿Qué desea, señor? -¿Cómo, qué deseo? ¡Un pasaje a Junín de una vez por todas, pedazo de idiota, animal, bestia peluda! -Lo lamento, pero ese tren ya ha partido. Tiene otro mañana a las 21:00 horas. Venga a sacar pasaje con más tiempo. Esas fueron sus últimas palabras. Luego de arrancar los barrotes de la ventanilla, salté al interior del recinto y lo estrangulé. Eran las 21:02 Así terminó esa noche negra, en que después de divertirse conmigo hasta el cansancio, la suerte me abandonó. Ahora conocen un secreto que guardaré mientras viva, para cuidar mi prestigio en la barra del penal. No estoy preso por malandra, como cree la muchachada... ¡Fue mala pata, nomás! 112 HISTORIA DE TRES ESPIAS 113 114 Durante la década de 1970, el grado de confrontación internacional era dramático. Un periodo que pasó a los libros de historia como “la guerra fría”. Y en ese entorno de recelo, las superpotencias se esforzaban por producir armas capaces de brindarles el liderazgo militar. La URSS había construído, tras enormes esfuerzos técnicos, un avión que dejó obsoletos a todos sus rivales, el Tupolev 65. Una máquina capaz de volar hacia adelante, hacia atrás, o de costado, pudiendo también detenerse en el aire. Su velocidad superaba la de toda aeronave conocida. Y como si ésto fuera poco, el aparato tenía también un sofisticado sistema de rescate, para situaciones de emergencia. Expulsaba a la tripulación automáticamente, mediante asientos eyectores capaces de salir volando, y aterrizar conducidos a voluntad. Dicho implemento constituía el mayor adelanto incorporado al TU 65. La URSS estaba orgullosa de su superarma, cuyas características eran un secreto guardado bajo siete llaves. La misma sólo había sido vista fugazmente por ojos occidentales, volando a gran altura, durante un desfile militar. Pero como aún así era noticia, todos los periódicos del mundo publicaron la imagen borrosa de esa flecha mortífera, invisible al radar. Y fiel a su afán informativo, Time International sacó un bosquejo del TU-65, como lo concebían sus dibujantes técnicos. Quienes, inspirados en la única foto existente, hicieron detalladísimos planos. Poco después, las revistas aeronáuticas le dedicaban ediciones especiales, que se agotaron el día de su publicación. 115 -¿A dónde vas, Tupolev? –era la flamante expresión de los automovilistas, cuando otro coche pugnaba por pasarlos. Varios teatros estrenaron revistas picarescas alusivas al tema. Y una se hizo famosa: “¡Despacito, Tupolev!”. La televisión se disputaba a los técnicos de Time como invitados de honor, y todas las jugueterías vendían modelos a escala del misterioso aparato. -¡Compráme un Tupolev, Mami! –clamaban los niños. -¡No me conformaré con nada que no sean sus planos! – rugían los aeromodelistas, en las casas especializadas. Y el clamor fue trepando por los organigramas. -¡Yo quiero ese asiento que vuela! –dijo el comandante de la Fuerza Aérea Argentina -Me parece difícil conseguirlo, señor –respondió el director de Inteligencia- Habría que obtener los planos en la Unión Soviética, y andamos pobres de contactos allá. Además, tampoco tengo espías que hablen ruso. Y me han dicho que en Moscú, resulta imposible entrar a los laboratorios de investigación. -¡Eso es problema suyo! –atronó el militar- Tiene una semana, para traerme el material que le pido. Y el plazo es inamovible. ¡Si fracasa, lo cesanteo! Ajeno a estos acontecimientos, el primer ministro de la URSS dialogaba con su gabinete. -Este año, nuestra cosecha de trigo va a ser un 16,5 % inferior a lo previsto en el Plan Quinquenal. Las zonas productoras han sido azotadas por una gravísima plaga, con efectos que en muchos casos fueron devastadores. Debemos planificar una intensa campaña de fumigación. Dígame, camarada ministro de Agricultura: ¿cuenta Vd. con suficientes equipos técnicos? 116 -Sólo tengo once avionetas en servicio. -¿Once avionetas? La Unión de las Repúblicas Soviéticas Socialistas no tiene más que once avionetas, para fumigar su trigo? -Si, porque desde hace años no se construye más ninguna. Ahora el esfuerzo industrial está orientado a … -¡Basta! –rugió el primer ministro- ¡Aquí no se oyen más que excusas, y en Washington deben estar revolcándose de risa! Camarada ministro de Industrias: tiene ciento veinte días para fabricar cinco mil aviones fumigadores… ¡Y que sean de buena calidad! -¿Ciento veinte días? –respondió el aludido- En ese plazo no puedo ni siquiera hacer los planos, con la burocracia actual… -Cómprese los planos hechos, y si no encuentra vendedor, róbelos. El plazo es inamovible. ¡Si fracasa, lo mando a Siberia! Pero seamos realistas. Adquirir tecnología en el exterior hubiera sido un insulto para el orgullo nacional. Imagínese Vd.: “Avión fumigador Katiushka, made in USSR -bajo licencia Beechcraft, New York”. Además, ese tipo de compra debía hacerse por licitación pública, lo que exige procedimientos largos y engorrosos. Nadie sabía tampoco el disparate que los industriales burgueses eran capaces de pedir por cualquier cosita. En consecuencia, se optó por la segunda alternativa, robar los planos. Eso resultaba más patriótico, más rápido, y especialmente, mucho más barato. Pero había una dificultad. ¿Dónde se podían robar planos de aviones fumigadores? Los Estados Unidos, Canadá y Europa hacía décadas que no tenían más plagas. Cualquier aparato de ese origen, corría el riesgo de ser anticuado. China, ni pensarlo, con los líos que arman siempre. Sólo quedaba un país con agricultura extensiva, que tuviera industria aeronáutica: 117 La República Argentina. Era preciso ponerse en campaña de inmediato. Afortunadamente, la URSS siempre estaba preparada para esas emergencias. Por cuya causa, su representación diplomática en Buenos Aires tenía 202 empleados; 166 de los cuales eran agentes del organismo central de inteligencia, la temible KGB. K-13 era el superagente argentino. Además del jeringozo, aprendido en la niñez, dominaba todas las lenguas occidentales. Por eso, no fue difícil para los especialistas del SIDE someterlo a un curso acelerado de idioma ruso. Nada escatimaron aquellos, y bajo el control de novísimos equipos electrónicos, recurrióse a formidables métodos audiovisuales y de enseñanza sublimal. Cuarenta y ocho horas más tarde, el hombre no solamente hablaba en ruso con toda naturalidad, sino que también comía semillas de mirasol. Aunque su dicción acusara cierto acento vulgar, que no fue dable corregir por falta de tiempo. Experto en radiocomunicaciones, campeón de karate, tirador olímpico, eximio piloto, aquel superespía descollaba en muchos terrenos más. Dotado de inteligencia, imaginación y memoria en grados superlativos, era de elevado porte, nobles rasgos, y mirada penetrante. En él se habían dado cita la fuerza del león, la sagacidad del tigre, y la velocidad del rayo. Poseía también un físico atlético, y vastísima formación cultural. No es preciso añadir que el sexo opuesto sucumbía en su presencia. A los cuatro días de decidirse la misión “Cóndor”, K-13 caminaba por el centro de Moscú. El agente Yuri Kamenev no se quedaba atrás, en cuanto a aptitudes profesionales. Y era dueño de una exquisita intuición. Por eso, cuando empezó a entrar el cable triplemente codificado, dijo: -¡Esto parece un asunto secreto! 118 Y no se equivocó. Eran las instrucciones que mandaba Moscú para iniciar el operativo “Katiushka”. Había que ser sagaz, para aceptar semejante desafío. Y tras pensarlo unos minutos, Kamenev rió entre dientes, poniendo en marcha un plan. -Armazones... Automóviles… Autobombas…-susurraba. De pronto, cesó la búsqueda. -¡Ya te tengo! –dijo al fin, con una mueca siniestra- ¡Je, je, je…! “Aviones”, decían las páginas amarillas de la guía telefónica. “Aviones comerciales y deportivos, ambulancias aéreas, fumigadores, etc. Fabricados por Zeta-Zeta Argentina S.A. Al mejor precio de plaza, y con la financiación que Vd. precise. Ventas y servicio técnico. Representante oficial: Pedro Souto e Hijos, S.R.L.” Como recaudo para ocultar su rostro, el espía se caló los anteojos negros, colocándose una bufanda alrededor del cuello, e inclinó el ala del sombrero. Poco después, entraba en la concesionaria. Había allí aviones de todo tipo y tamaño. -¡Boinas tardes! –dijo, en su mejor español, impostando un leve acento provinciano, para despistar- Yo quiere comprar uno avioneto fumigachenko. -¡Cómo no, señor! –repuso el empleado- Tenemos varios tipos. Pero perdone la curiosidad, ¿es ruso Vd.? Kamenev empalideció. Aquel vendedor podía ser un agente de la CIA. 119 -Niet –dijo entonces, con voz firme- Mi es uno gaucho puro, del campo. Baila chacarera, pericón y balalaika. Después hizo un gesto para cambiar de tema. Por fin, se hizo exhibir croquis, fotografías, diagramas y maquetas, hasta encontrar un avión fumigador que le pareció soberbio. El “Gaviota”, tipo rural. Y resulta innecesario aclarar que, como todos los espías, aquel agente era un técnico en la materia. Pidió planos, detalles constructivos, y especificaciones. Luego, para disimular, solicitó los planes de pago en vigencia. Por fin dejó una tarjeta con nombre falso, e hizo abandono del local tan sigilosamente como había llegado. Ya estaba oscuro, pero por razones de seguridad no resultaba aconsejable sacarse las gafas negras. -¿A dónde vas, marmota? –alcanzó a gritar el taxista. Pero ya era tarde. El superespía soviético yacía inmóvil, tendido como un despojo humano, en medio de la calle. El sol ya se había puesto en Moscú, bañando sus últimos rayos las torres polícromas del Kremlin. K-13 observaba ese espectáculo desde el piso 19 del Sovietskaya Sheraton. Era la hora propicia para dar comienzo a su tarea. Y en aquel rostro inexpresivo, se dibujó una sonrisa fugaz. Tomó entonces la guía telefónica, abriéndola al comienzo de la letra “H”. Ese era el punto neurálgico de la cuestión. -Con sólo leer tu nombre, supe que eras una espía, Marta Harry –susurró poco más tarde, mientras abandonaba los brazos de aquella mujer- Si mañana no tengo los datos que te pido, morirás. 120 -Confía en mí –respondió la voluptuosa rubia platinadaQuiero conservar la vida, para volver a verte. Pero dime, extranjero, ¿cuál es tu nombre? -Nos veremos a la hora combinada –dijo él- Adiós. -¡Debe ser un loco, con esa pinta! –decía el vigilante, mirando socarronamente al pobre Kamenev- Bufanda, en pleno verano… ¡Y con un maletín, esposado a la muñeca! -Está contuso –sentenció el médico de la ambulancia- Así que probablemente no se le despeje la cabeza por unos días. Pero no hay necesidad de internarlo. Lléveselo en el patrullero, y llamen a la familia. -Com Vd. disponga, doctor. Aquí hay un número de teléfono En la seccional todos opinaron lo mismo. Un loco, de los tantos que andan sueltos. No era para menos. Dentro del portafolios llevaba dos frascos de aspirina, y una carpeta negra con nombre de película cinematográfica. “Katiushka”, conteniendo folletos de un avión fumigador. -¿Y si aprovechamos para reirnos un poco del comisario? – sugirió con gesto alevoso el agente Keogan. Su colega y amigo, el chueco Méndez, que vivía para el aeromodelismo, acababa de mostrarle unos planos bárbaros del TU 65, hechos bajo licencia de Time. Si los pusieran en la valija del sospechoso, reemplazando al avión fumigador, el jefe iba a pensar que acababa de descubrirse un complot internacional, de proporciones. Después sólo era cosa de esperar que llegaran los periodistas, para despatarrarse de risa. Y en menos que canta un gallo, se puso en marcha el complot. 121 -¡Ajá…! –dijo el alto funcionario, cuando vió al ruso- Este tipo está drogado, y debe ser un traficante, porque esas pastillas me parecen medio raras. La mafia tiene hoy tanto dinero, que emplea aviones ultramodernos. ¡Vean esos planos! Hay que avisar a Jefatura. ¡Prepárense para salir mañana en televisión! Pero antes agarraremos al resto de la pandilla. Y mientras se restregaba las manos, añadió: -A ver, sargento ayudante, ¡llame a ese número que está en la tarjeta! Media hora después, un sedan negro con chapas diplomáticas, estacionaba majestuosamente frente a la comisaría. -Yo es lo encargado de nigocios de la embajada soviética, che –se identificó el corpulento extranjero. Luego las cosas se precipitaron. Sorpresa, explicaciones, llamadas a Jefatura, libro de entradas, libro de salidas, expedientes, “Vea que hablo en nombre del canciller”, “¿Dónde pusiste las llaves del calabozo, Juancito?”, apretones de manos, excusas, “No mi haga perder la tiempo”, saludos militares, “Ayúdelo con el portafolios, al señor”, timbre de salida. En menos que canta un gallo, Kamenev estaba en el asiento trasero del sedan negro, flanqueado por dos grandotes del KGB. La mirada perdida, y una mueca ausente, dibujada en su rostro. Y ahora, volvamos a la capital soviética. Allí había un organismo llamado División de Ingeniería Politécnica, cuyo nombre indefinido ocultaba un gigantesco complejo para espionaje industrial. Su jefe era Alexei Oktiab, funcionario de carrera, e ingeniero graduado con mención especial en la Universidad de Kiev. Su oficina, próxima al Kremlin, estaba dotada de los más avanzados medios tecnológicos. Pero él detestaba las moles de 122 cemento, así que vivía en Lobnia, suburbio de Moscú próximo al embalse de Kliazma. Un barrio parque reservado a la crema del partido. E influenciado por ese entorno idílico, su mayor deseo era tener una cortadora de césped automotriz. El tipo de máquinas que uno maneja sentado adentro, como si fueran pequeños vehículos hechos para pasear por el jardín. Pero, lamentablemente, su producción no estaba contemplada en el Plan Quinquenal. Por eso, no había otra solución que construirla en casa. Lo que no era un sueño imposible, teniendo los planos y detalles técnicos del aparato, publicados recientemente por Popular Mechanics. Sólo necesitaba hacer un dibujo más grande y traducir las medidas anglosajonas al sistema métrico decimal. Lástima no tener tiempo libre, para ocuparse personalmente de un asunto tan ameno. -Buenas tardes, camarada director –saludó el asistente de Oktiab. -¡Hola, Vladimir! –dijo aquél, con su simpatía habitualDiscúlpeme si ya es un poco tarde, pero lo he llamado para pedirle un favor. Pregúntele mañana a algún ingeniero si me puede preparar los planos para construirme una cortadora de pasto, como éstas. Pienso hacerla en el tallercito de mi casa, durante las vacaciones. Oktiab era un buen hombre, y el personal lo admiraba, tanto por su capacidad técnica, como por la vida ejemplar que todos le conocían. Dedicado íntegramente al estudio, no fumaba, no bebía, y jamás jugó un rublo a la quiniela. Pero, como también era humano, una inmensa debilidad anidaba en lo más hondo de su corazón. Lo enloquecían las mujeres. Por eso aceptó sin vacilar la invitación de la rubia Marta Harry. 123 -¡Ardía en deseos de encontrarnos, extranjero! –suspiró la bella espía, al encontrarse nuevamente con K-13- No vine por los 250.000 dólares prometidos, sino para verte una vez más… -¡Habla, mientras te desnudas! –contestó el superagente argentino, con voz apenas audible, mientras entrecerraba los ojos color gris acerado. Y ella fue entregando, entre arrumacos, la valiosa información. A las 6:45 del día siguiente, un mensajero de Industrias Tupolev dejaría en la oficina de Alexei Oktiab un plano del secreto asiento volador. Los servicios de espionaje occidentales estaban empeñados en robarlo, y esta vez iban a recibir una lección. La División Ingeniería Politécnica tendría a su cargo modificar el diseño, para convertirlo en una trampa mortífera. Luego permitirían que el falso expediente cayera en manos del enemigo. -¡Excelente sentido del humor! –dijo K-13- ¡Me hubiera gustado ver a sus pilotos de prueba, estrellándose contra el suelo! –y rió entre dientes, mientras reconocía los contornos de Marta Harry. -La documentación estará sobre el escritorio de Oktiab en una carpeta con el rótulo “Ultrasekret”, hasta que los ingenieros empiecen a trabajar, apenas pasadas las 7:00 –dijo ella- Hay quince minutos para interceptarla, si alguien logra acercársele, y salir con vida. ¡Ahora, dame otro besito, por favor! Pero K-13 ya había obtenido su información, y no estaba más para esas lides. Sin responder, la apartó bruscamente, entregándole la tarjeta Visa. 124 -¡Cóbrate ese puñado de dólares! –dijo, mientras se ponía los zapatos. “Todos los vuelos se suspenden, por mal tiempo”, informaba, lacónicamente, la pantalla de noticias, en el aeropuerto siberiano. El temporal de nieve iba a demorar la llegada de los planos a Moscú, pero los camaradas sabrían disculparlo. Ese era un evento común en el invierno ruso. Así que el mensajero de Industrias Tupolev tomó una habitación en el hotel contiguo a la estación aérea, y se fue a dormir. Pero por prudencia, puso abajo del colchón la carpeta de los planos, con ese rótulo impactante: “Ultrasekret”. -¡Qué frío hace hoy! –pensó el secretario de Oktiab en la lejana Moscú cuando salió a la calle, con los papeles que le había dado su jefe, bajo el brazo. Era muy difícil encontrar a alguien que quisiera dibujar un plano, a escondidas. Porque si los comisarios políticos lo advertían, hubiera sido difícil explicarles qué estaba haciendo allí una revista norteamericana. Entonces pensó que lo mejor era ponerle a la carpeta un rótulo que abriera todas las puertas, y dejarla sobre el escritorio del jefe. Así las secretarias le darían destino bien temprano, con la primera distribución de correspondencia interna, antes de llegar aquél. Sin vacilaciones, si la rotulaba “Ultrasekret”. Pero para que esa maniobra pasara desapercibida, hacía falta madrugar. Las 6:30 era buena hora, para dejar la carpeta. Después pensó, riéndose, en la cara que iban a poner los famosos hombres de ciencia, cuando advirtieran la patraña. ¡Pobres camaradas, trabajando con máximas medidas de seguridad, en los planos de una máquina para cortar el pasto! ¡Iba a reirse de ellos, como nunca! 125 K-13 planeó detalladamente el operativo. Dejaría la habitación a las 6:12, y dieciocho minutos más tarde estaría frente al edificio de la División Ingeniería Politécnica. Se tomaba un adecuado margen de tiempo para caminar cuatro cuadras desde su hotel en la Avenida Kotuzov, sin despertar sospechas. Primero daría un rodeo, mezclándose con los transeúntes. Luego era prudente dirigirse a la meta haciendo eses, para comprobar que nadie lo siguiera. El objetivo, como confirmó por diversos conductos, parecía inexpugnable. Dos enormes portones blindados cerraban el paso. Había luego un patio, vigilado por amenazantes centinelas, cuyas metralletas Kalashnikov jamás llevaban puesto el seguro. Al fondo, veíase la pared sin ventanas del laboratorio central. Para llegar a ella era preciso ascender por un viaducto electrificado, cuya corriente mortífera sólo se cortaba cuando una computadora de última generación reconocía al visitante, por verificación remota de ADN. El techo, las paredes, y el piso del recinto estaban cruzados por una red de alarmas magnéticas, que detectaban cualquier elemento intruso, cuyo peso superara los dos gramos. Además, el laboratorio era escrutado veinticuatro horas diarias, por un circuito inviolable de cámaras televisivas. Ningún intruso hubiera podido burlar esa trampa mortífera. Pero K-13 no se inmutó ante semejante desafío. Era un valiente, y los hombres de su estirpe desprecian el peligro. -Buenos días, tovarich –dijo por el portero eléctrico, y puso en marcha un plan. Luego de vencer rápidamente los obstáculos descriptos, y algunos más que aparecieron por sorpresa, el superespía argentino entró al corazón del recinto fortificado. Sobre un gran escritorio, 126 vio una carpeta titulada “Ultrasekret”. La abrió, y después de fotografiarla íntegramente, hizo abandono del lugar sin despertar sospechas. Su cronógrafo marcaba las 6:56, hora de Moscú. “Misión cumplida”, pensó. Poco después, K-13 llegaba al aeropuerto de Buenos Aires, en un Boeing de Air France. -Puede darse una ducha, antes de salir en otra misión secreta –dijo el jefe de Inteligencia, no bien lo vió - Hemos perdido mucho tiempo, con este asunto. Casi simultáneamente arrivaba a la capital soviética un correo diplomático expreso. -Deme el portafolios, camarada –dispuso el director del KGB. Y lo abrió, presuroso. En su interior había una carpeta negra, con un título obviamente codificado: “Katiushka”. La esperaba, y sin pérdida de tiempo fue remitida al Centro Aeroespacial 33, situado entre bosques de pinos, pocos kilómetros al norte de Vladivostok. Pasaron dos meses. El comandante de la Fuerza Aérea Argentina y los responsables de la misión “Cóndor”, contemplaban atónitos, bajo el sol radiante de Córdoba, aquel extraño artefacto. -¿Será posible que ésto vuele? –decía el primero- Corre, y a su paso no queda ni el pasto, pero… ¿cómo se sustenta en el aire? He cavilado largamente sobre el tema, y sólo encuentro una explicación posible ¡Los rusos han descubierto la forma de crearle su propio campo gravitacional! Aquí tenemos buenos técnicos, 127 es muy cierto, pero la industria argentina está a años luz de poder encarar semejante desafío. Hay que saber perder, señores, y a esta altura de las cosas, creo que lo más sensato es olvidarse del proyecto! En la remota Vladivostok, mientras tanto, ya se había despejado la nieve. Era primavera, y el cielo del Pacífico lucía más azul que nunca, casi desprovisto de nubes. Eso pone de buen humor a la gente, tras la oscuridad del largo invierno. Pero un chubasco frío de desazón se abatía sobre la comitiva de jerarcas. El ministro de Industrias de la URSS examinaba una reluciente máquina, estacionada en la pista para vuelos de prueba. -¡Qué perfección! –exclamó, tras contemplarla un buen rato con los ojos entrecerrados- Debemos seguir más de cerca el desarrollo tecnológico de esos sudamericanos. Este aparato tiene alguna semejanza con nuestro TU 65, aunque es infinitamente más avanzado. Y dénse cuenta que allá se emplea para efectuar simples tareas agrícolas. Camaradas miembros del Politburo: Estamos frente a una nueva emergencia. Nos preocupaba la cosecha de trigo, pero vistas las circunstancias, ahora éso parece un chiste. Lo que realmente peligra es nuestra seguridad nacional. Cuando miro esta avioneta fumigadora argentina... ¡tiemblo, pensando la potencia letal que deben de tener sus aviones de guerra! 128 LA VIDA EN COMUNIDAD 129 130 Don Antonio Escámez Puig era oriundo de Vigo, y había llegado al país sin plata. Pero emulando la historia de tantos inmigrantes, con constancia y trabajo, le fue bien. Pronto tuvo negocio propio, y estaba agradecido. Sentimientos que mostraba sin cohibirse, pues además de hombre recto, era hábil en el manejo de la psicología social. Por eso al comprar casa, el nombre de la calle estimuló su inspiración. French, como esa figura legendaria que dio color celeste y blanco a la independencia argentina. Todo gallego receloso de Madrid se identificaría con su hazaña. Y teniendo madre catalana, más aún. Por eso estaba contento, y susurraba bajito una canción, al colocar el cartel: GRAN PENSIÓN “LA FLOR DEL PLATA” -Habitaciones dobles para gente bienTratábase de un caserón con patio cubierto, doce piezas, comedor, baño y cocina. A cincuenta metros pasaba el tranvía 10, que, como sabemos, casi da la vuelta al mundo. Y muy cerquita hallábanse tres avenidas de gran movimiento: Pueyrredón, Las Heras y Santa Fe. Un lugar ideal para vivir tranquilo, pero cerca de todo. Por tal causa, cobrando precios justos, poco tardó en alquilar las habitaciones. Reservaba tres para su familia, porque a veces venían parientes, y era enemigo de vivir apretado. Satisfecho con la buena inversión, pues debido al contínuo crecimiento urbano, en Buenos Aires siempre habrá demanda de vivienda. Pero además, 131 pocas otras iniciativas habrían tenido éxito, corriendo tiempos tan difíciles como el año 1944. Puede decirse que la actividad económica había tocado niveles de subsistencia, por la guerra. Agunos colectivos circulaban por las vías tranviarias usando ruedas de hierro. Aparecieron automóviles a gasógeno, y los coches tirados por caballos, el popular ”mateo”, hacían su abril. La escasez de caucho y combustibles líquidos era fatal. Pero en rigor de verdad, el impacto del conflicto armado sobre la calle French, nunca fue traumático. -¡Flores…caléndulas…! – ofrecía un viejo florista ambulante. -¡Botellero…! El trajín de cualquier barrio porteño. -¡Laponia helados…! -¡Afilador…! También habría que recordar otros protagonistas del quehacer diario. Por ejemplo, el italiano que iba con dos loros sacando papeletas de una lata, para adivinar la suerte. Y, tirados por lustrosos percherones, una larga procesión de coches fúnebres paseaba su miseria rumbo a La Recoleta, cementerio reservado a los muertos aristocráticos de la ciudad. Los caballeros se descubrían, interrumpiendo las señoras sus vibrantes crónicas, para santiguarse sin mayor solemnidad. -… delespíritusantoamén. Te lo digo de buena fuente, Marisabel... Un entorno más bien rutinario, pero la barriada estaba contenta. Y tratándose de gustos, nada vale argumentar. 132 -¡Quinta La Razón…! -ofrecía el canillita. -¡Crítica, Noticias, diarios…! -gritaba un competidor. Doña Paca se ganó la vida durante muchos años como modista, haciendo arreglos en casa de las clientas. A tanto por día más desayuno, almuerzo, y alguna cosita con el té. Pero ahora, siendo esposa de empresario, era mejor atender lo propio. En primer término, conviene estar alerta por la sarta de rameras que pueblan el Barrio Norte. Hasta resultaba peligroso que los hombres se sentaran a tomar mate en la vereda al atardecer, como es costumbre. Desde hace un tiempo, el Convento de la Misericordia alquilaba piezas a señoritas. Y muchas inquilinas que parecían buenas, resultaron de armas llevar. En especial las supuestas universitarias, por ser más viejas. Hoy el lechero, mañana los turcos de la tienda, después algún niño bien. El agente Amador, inquilino y persona seria, aseguraba haber visto una que otra en la comisaría. Mas no haciendo trámites para sacar cédula de identidad, como hubiera imaginado cualquier observador virtuoso. ¡Qué esperanza!… ¡Debido a razzias de la Sección Profilaxis! Esos valientes uniformados que luchan contra el comercio carnal. Porque en el barrio había muchos lugares raros. Pero además, acechaban otros peligros. Como los proveedores ladrones, y el interés enfermizo de algunas inquilinas por la despensa. Para no omitir las estufas eléctricas, cuyo uso está prohibido porque hacen disparar el medidor. Ella asistía al marido con los papeles, aunque también en la cocina. Le gustaba, y allí es donde las pensiones ganan plata o se funden. El secreto es dar un menú abundante, pero económico. Fideos sobre todo, papas, carne barata y mucho pan. Postre, ni locos. Ese era un lujo: “Que lo pague el interesado”, dicen los buenos hoteleros. Sin embargo, nadie se quejó nunca porque, visto el precio ¡vaya Vd. a pedir más! Hay fuerte demanda, 133 y en tales circunstancias no hace falta matarse por la clientela. Entonces, también cabía ser estricto con los cobros. Del uno al cinco, ni un minuto pasado el día de rigor. Quien no pagara, quedaba ipsofacto sin sitio en la mesa. Pero, de no regularizar para el dia quince, don Antonio sacaba el equipaje al patio. Un trámite ejecutivo, expropiándose lo necesario para cancelar la cuenta. De eso no se salvaba nadie, aunque ocasionalmente pudiera haber entredichos. Previéndolos, todo empresario despierto tiene amigos en la comisaría. -¡Sírvase, oficial, le traigo unas corbatas que ha dejado el indeseable! -Gracias, don Antonio, pero acérquese también un cajón de vino para la tropa. Eso mantiene alta la moral. -¡Qué objetivos tan patrióticos! Hoy mismo lo haré entregar. -Tampoco olvide que la Cooperadora anda corta de fondos, che. Debemos aunar esfuerzos, para imponer decencia en el país. Y los días transcurrían con el estímulo que da la salud. De entrada fue necesario pagar medio cara la iniciación, como en cualquier negocio, porque hay mucha gente que engaña. “Derecho de piso” llaman al tributo. Pero ahora la clientela era buena. En la habitación No.1 vivía Tiburcio Villafañe, casado con una oriental llamada Juanca. Mas no vaya a creerse que la señora era china, coreana o vietnamita. Así llaman los argentinos a quienes nacen al este del gran río, en una antigua provincia convertida en República Oriental del Uruguay. Pero volvamos a doña Juanca. Algo escandalosa ella, por las prácticas de canto y piano. Un defecto mínimo, sin embargo, vista su solvencia, demostrada cada 134 fin de mes. El marido trabajaba en un negocio del centro como vendedor, amasando amplios ingresos, que le permitían vivir bien. La pieza No. 2 momentáneamente no tenía titular, pero en la 3 hallábanse Celso Bottiglione y doña Yolanda. Buenos inquilinos, muy educados, sumamente católicos, y enemigos acérrimos de toda inmoralidad. El era camillero nocturno en el Hospital de Clínicas, ejerciendo tan delicado oficio junto a especialistas y profesores famosos. Estos siempre le solicitaban alguna opinión, sobre los casos difíciles. Pared por medio, en la 4, vivía PepitaWilliams, una riojana solterona de cincuenta años largos. Hija de un inglés que vino al Río de La Plata para instalar los ferrocarriles, su pensión llegaba puntualmente todos los días 24 al London Bank. Y sin ser mucho, alcanzaba para vivir con Ceferina, antigua criada convertida en dama de compañía por obra de la mutua soledad. Tras el portal No.5 instalóse don Fulgencio Zapiola, tendero de Chivilcoy. Acostumbrado a viajar quincenalmente para hacer sus compras, comía afuera y era puntual en sus pagos. Usaba la habitación más bien como depósito de mercancías. Muchas veces vino con las hijas, pero eso sí: Siempre una distinta. ”Para evitar favoritismos en la familia”, decía. De prole numerosa, el hombre, aunque algunas niñas se parecieran bien poco entre ellas. Especialmente la rubia Ingrid y una morena apodada Finita, vivo retrato de Josephine Baker, esa negra con figura escultural. En la 6 estaba el agente Amador Galíndez, ya mencionado, junto a Cecilia Kapotsky. Dicen que son marido y mujer, pero jamás mostraron libreta de familia. Entonces había que ser pragmático. Siendo la autoridad competente, mejor no buscarse líos preguntando mucho. Un tipo servicial, pues cualquier trámite en la comisaría iba rápido al invocar su nombre. Apenas agente raso, pero su esposa y la del comisario eran comprovincianas, ambas nativas de Curuzú-Cuatiá, en la provincia de Corrientes. Donde a pesar de la inmigración centroeuropea, el pueblo seguía hablando mucho guaraní. Allí 135 crecieron juntas, y amaban su dulce lengua vernácula. Gente patriota, aunque de fuerte identidad, que expresaba sus sentimientos con palabras nobles. ”Si Argentina entra en guerra” -decían- ”¡Corrientes la va a ayudar!” Y agregando a ese localismo, el hecho de que para un correntino no hay nada mejor que otro correntino, está todo dicho. Así que, saltando sobre muchos grados intermedios, el representante del orden hallábase postulado para ascender a oficial. Finalmente, en la 7 afincóse don Giuseppe Brancato, cantor de óperas, ex seminarista, y súbdito italiano. Su vida era un misterio, aunque siempre pagó el día 2. Emparentado, seguramente, con los dueños del famoso fijador para el pelo. ”Gomina, único fabricante, Brancato”, como dice la radio. Un producto que usan los argentinos elegantes. Y soslayando ciertas rarezas idiomáticas, hablaba un español comprensible. Exageraríamos extendiendo dicho juicio a su mamá. -Ciao, mater admirabilis. -Arrivederci, caruso –respondió doña Primavera- E piscotto la prezi di chironte per due cardone trabucati col mango buffo. Un profesor de italiano que vivía en el inquilinato de Peña y Larrea, amigo del matrimonio Escámez Puig, fue llamado en cierta emergencia para servir de intérprete. Pero el pobre no entendió una sola palabra. -¡La signora non parla italiano! –dijo. Aparentemente, ella se expresaba en el dialecto de uno de esos pueblos aislados de las montañas que, tras lenta agonía, desaparecieron por culpa de la emigración. Un hablar caído en desuso porque, fuera de ella y su hijo, aparentemente nadie más 136 lo podía entender. Lengua para monólogos destinados al olvido, no bien el dúo asimilara algo de hispanidad. Ya lo dijo cierto experto en literatura itálica: ”No busquéis perfección idiomática en los inquilinatos porteños, porque el tanaje habla la jerga llamada cocoliche nacional”. Tal era la ”tripulación”, según doña Paca, pues dos habitaciones fueron alquiladas al almacén de enfrente, para guardar mercadería. Más barato que el resto, pero no importaba la humedad. Don Antonio iba a construir otro baño cuando pudiera. Porque, seamos realistas, uno es poco para doce habitaciones. Aunque rara vez las mismas estén ocupadas por más de quince personas, incluyendo el propietario y familia. De mañana, las colas tuvieron siempre un efecto desestabilizador, haciendo que algunos inquilinos se pusieran nerviosos. Quienes debían salir temprano madrugaban, para obtener los primeros puestos. Tiburcio Villafañe era una fija, y con buen tiempo, Giuseppe Brancato también. El agente Galíndez tenía distintos horarios cada semana. Ya sabemos la esclavitud que son los turnos rotativos llamados ”tercios”, en terminología policial. Eso sí, cuando le tocaba el de 8 a 16, era mejor dejarlo pasar rápido. Un guardián del orden público siempre está de servicio, y cualquier trifulca, vas preso por desacato. El juez decreta excarcelación a los tres días, pero de la pateadura no te salva ni Cristo. Con el pelado Bottiglione nunca hubo problemas, por su trabajo nocturno. Y las mujeres que se arreglen, pues salen a la calle para pasear. Pepita Williams y Ceferina iban casi todos los días al cine, volviendo a veces con los ojos colorados. -¿Se han divertido? -Ay, si… ¡Lloramos toda la tarde, che! 137 Sobre Santa Fe estaban el Palais Royal, el Palais Bleu, el Grand Palais y el Palais Blanc. ¿Por qué puros nombres franceses? Misterios de Buenos Aires. ¡Averígüelo Vd. mismo, mi buen lector! Pero superada esta instructiva disgresión, daban tres películas. Y por $ 0,40 uno disfrutaba de 14:00 a 20:00 horas. Aunque ”evadirse” sea quizás un término más preciso, sumergidos en ese extenso limbo de realidad virtual. Juanca Villafañe y Yolanda Bottiglione salían juntas todas las tardes. Doña Primavera siempre infatigable, buscando conversación. -¿E osté fiocca la ruggia di broccoli spongiato? -¿Cómo ha dicho, señora? -¿Non capisce? ¡Me cach’en dié! La viejita tenía su carácter, y no soportaba malentendidos. ¡Pero vaya uno a imaginar lo que estaría diciendo! Aunque, si vamos a ser francos, era preciso ser medio idiota, para no percibir cierto desdén en el epílogo. Después, ella hacía ademán de arremangarse en cumplimiento sabe Dios de qué amenaza, y se quedaba refunfuñando sola. Cierta mañana, con los primeros calores de noviembre, llegó una carta certificada. Pero no como tantas otras, destinadas al olvido, porque ésta tenía un membrete impresionante. Algo que provocaba instantánea admiración por las relaciones del destinatario. ¿Sería un nombramiento para algún cargo público? Causa suficiente para que el cartero, medio bestia por naturaleza, la entregara con gesto servicial. Es decir, luciendo su mejor sonrisa y la gorra bajo el brazo. Tras arrojar al empedrado la colilla del cigarro con que sacaba fuerzas de flaqueza para cumplir su ronda, cargado como un burro. -Sírvase, don Antonio. Y si es tan amable, firme aquí. 138 Nada que ver con lo habitual: -¡Tenés carta, gallego, meté la millonaria, que se hace tarde! El membrete venía escrito en letra negra tipo cursiva, como las invitaciones de casamiento que manda la gente fina. Y luego de calarse los lentes de gruesos cristales, don Antonio leyó trabajosamente que su texto decía así: “República Argentina Ministerio del Interior Jefatura de Policía de la Capital Federal Dirección de Asuntos Políticos y Gremiales Oficina de Despacho.” Luego venía la dirección postal, y varios números de teléfono. Quizás tal exhuberancia informativa dejara poco sobre para escribir la dirección del receptor. Pero ese era un asunto de menor cuantía, que los carteros resuelven tirando la carta a la basura si no encuentran al destinatario. Y la misiva traía en su interior una circular con escudo. Vista la coyuntura política internacional, era preciso controlar el movimiento de pasajeros. En consecuencia, todos los hoteles y pensiones debían tener una planilla expuesta al público, con los datos de quienes residieran permanentemente. La nota hallábase concebida en términos discretos, aunque sus causas fueran del dominio público. Los alemanes estaban poniéndose nerviosos ante rumores de una posible intervención argentina en el conflicto bélico. Y sabemos que eso termina llevando a cualquier extremo, incluso claudicar de desaliento. Como sucedió poco después de materializarse la amenaza. Porque los rumores son siempre desmentidos enfáticamente, y luego se concretan sin comentario oficial. Terminado el conflicto, era previsible la llegada de una nueva oleada migratoria. Y como los 139 extranjeros son siempre sospechosos, había que implantar mayor control. No fuera a tratarse de puros anarquistas y pistoleros, como pasó en los años 20. La maffia, la mano negra, la camorra, qué sé yo. Dadas esas razones, don Antonio Escámez Puig cumplió con su deber ciudadano, preparando esmerado dicha documentación. Si no, se hubiera expuesto a una multa de mil pesos, cifra tan astronómica que no dejaba lugar para objeciones de conciencia. Pero como era persona activa, detestaba los reclamos de la burocracia. Por suerte, doña Paca tenía buena letra y lo ayudaba con los papeles. -¡Ve a la tienda, y compra papel secante, Antoñito! -decía ella. -¡Sopla, que es gratis, mujer! Sea como fuere, el documento de marras rezaba así: CONTROL DE RESIDENCIA Hab.01 VILLAFAÑE, Tiburcio Luis Argentino, empleado. ARES DE VILLAFAÑE, Juana Carolina Uruguaya, concertista. Hab. 04 WILLIAMS, Josefina Matilde Argentina, rentista LOPEZ, Ceferina Argentina, doméstica Hab.02 Libre Hab. 05 ZAPIOLA, Fulgencio Chileno, comerciante. Hab. 03 BOTTIGLIONE,Celso Domingo Argentino, servicio médico. KRAUSE DE BOTTIGLIONE, Yolanda Argentina, ama de casa. Hab. 06 GALINDEZ, Amador Argentino, policía. KAPOTSKY, Cecilia Noemí Correntina, ama de casa. 140 Hab. 07 BRANCATO, Giuseppe Carmelo Italiano, tenor. BOZZI DE BRANCATO, Primavera Italiana, jubilada. Hab. 08-09 Almacén “La confianza” Hab. 10-12 ESCAMEZ PUIG, Antonio Español, comerciante. GARCIA DE ESCAMEZ PUIG, Francisca Española, ama de casa. -¡Felices los ojos que te ven, cuñataí! –dijo la señora del comisario. Y al saludarla esbozó una gran sonrisa. -Lo mismo digo, chamiga, es un día porá de tan lindo que se ha puesto –contestó Cecilia Kapotsky. -¿Y el marido? -Cansado y con poca plata. Se lo aguanta por amor a la Institución. -¿Ha tenido algún problema? -¡Toda la mañana dirigiendo el tráfico en Pueyrredón y Córdoba! Para colmo, sin garita, porque un ómnibus de La Botánica le dió a quemarropa. El chófer cumplía años, y andaba mamado, con varios brindis de más. 141 -¡Porteño cabeza de chorlo y añamembuí! -Este era polaco. -Da lo mismo, acá todos se ponen igual. -Menos su Ignacio y mi Amador. -Por suerte, también están los comprovincianos del club. -Gracias a la virgen de Apipé. -No se deprima che Cecilia, tu asunto camina. Mi marido se está ocupando, y tiene amigos en Jefatura. Gente muy unida: Hoy por mi, mañana por vos. -Si esto sale bien, nos vamos todos a La Enramada, para celebrar con asado, vino tinto, y chamamé. ¿Qué te parece? Ella extendió la mano y dijo: -¡Choque los cinco, che comadre! Poco después, la promesa tomó carácter escrito. “… y vistas las relevantes condiciones del agente GALINDEZ, Amador, chapa No. 12.304, solicito se lo promueva al cargo vacante. Firmado: CORREA PICO, Ignacio (Comisario).” Y los amigos, cumplieron con su deber -¡Llegó el ascenso, vieja! Se acabaron las esquinas, y andar disfrazado de botón. Paso a Investigaciones… ¿Te das cuenta? 142 -¡Huija, rendija! Lástima que de particular, se paga el tranvía… -Eso es cierto, pero son cincuenta pesos más por mes. Y llegó el momento de celebrar, porque lo prometido es deuda. El colectivo 60 avanzaba raudo por Las Heras. Uno cada tres minutos, con puntualidad de reloj suizo. Limpito, todo brillante, nada que ver con los cascajos de la llamada “Corporación” municipal. -Cuatro boletos a La Enramada. -¡Faltaba más, jefe! He visto asomar su chapa al abrirse el saco. -Estoy en la 19. Vení tranquilo si tenés algún problema, che. -Gracias, señor. A poco, llegaron al local, y se inició una larga charla. -¿Le han asignado tareas ya, muchacho? –diijo el alto funcionario, por fin. -Control de juegos prohibidos, comunistas y homosexuales. -¡Me parece espléndido! Hay que moralizar la ciudad… repuso don Ignacio, mientras levantaba una mano con gesto de pedir la cuenta -¡Faltaba más, jefe! –corrió a decirle el dueño del local- Fue un honor tenerlo aquí esta noche, con nuestros clientes y amigos. 143 -Véme en la 19 si tenés algún problema, che. -Muchas gracias, señor. Como vemos, todos pujaban por mantener una buena relación con los altos niveles del poder. Es que nunca se sabe, cuando caés en desgracia. El auto mal estacionado, atropellarte la garita del vigilante como le pasó a ese polaco, manejar con una copa de más, líos entre vecinos, y un montón de otros peligros. Todo tenía arreglo, sabiendo a quién dirigirse. Lo cual no es nuevo, pues ya lo cantó un gaucho famoso – el viejo Vizcacha - poeta encendido, y payador. O sea, uno de esos filósofos errantes armados de guitarra, que deambulaban por las pampas hasta que llegó la inmigración ”Hacéte amigo del juez, no le des de qué quejarse. -decíaY cuando quiera enojarse, vos te debés encoger… ¡Que siempre es güeno tener palenque ande ir a rascarse!” Don Giuseppe Brancato tomó el tranvía y se fue hasta el quiosco de Pippo Macchi, en Plaza Italia. -Buon giorno, paesano, ¿Cóme va? -Bene, ma un poco cansato. -¿Ha laborato a lo bruto? -Laborare propio no, es por solidaritá. 144 -Capisco, con tanta cara triste di lunedí per volvere a ganare il pan. -Le tengo preparata la máquina. -Grazie, Pippo, ritorno per almorzare. Y tomando su equipo para vender barquillos, don Giuseppe caminó rumbo al Zoloógico. Llevaba el aparato cruzado sobre la espalda, estilo deportivo, y una silla de mimbre para sentarse. Aquel era un tubo metálico corto y grueso. Ochenta y cinco centímetros por cuarenta de diámetro, más o menos. Se lo inventó para vender unas confituras dulces, cilíndricas y crocantes, que enloquecían a los niños, e iban en su interior. La tapa estaba bordeada de clavos, con distintas cifras al pie: 3,1,1,1,1,2,1,1,1,1,3,1,1,1,1,2,1,1,1,1,3… En su centro había una aguja tipo reloj, que giraba impulsándola, y el costo de la tirada eran cinco centavos. Al detenerse sobre un número, aquella indicaría la cantidad de barquillos asignada al comprador por los caprichos del azar. Pero con lo difícil que se ha puesto la vida, don Giuseppe no estaba solo frente al portón. Generalmente había dos o tres barquilleros más, mirándose todos con rabia, por considerarse mutuamente prescindibles. Pues, como es sabido, la racionalización bien entendida empieza siempre por el competidor. Que los demás sobraban, para decirlo en forma vulgar. -¡Barquillos…! ¡Pruebe la suerte, baisano…! –dijo un libanés, intentando atrapar el escaso interés de la concurrencia. 145 -¡Barquillos…! ¡Además del premio, hago rebaja! –replicó otro colega enseguida, pocos metros más allá. Sin embargo, ese esfuerzo promocional distaba de ser unánime. El italiano, que de zonzo no tenía un pelo, sentábase muy callado bajo los árboles. Carismático, seguramente, porque el público enseguida rodeaba su máquina. Pero un buen observador hubiera notado sensibles diferencias de edad promedio en la clientela. Tentando suerte con sus competidores, ésta oscilaría entre 8 y 9 años. Los asiduos a don Giuseppe, en cambio, eran casi todos jubilados que salían a tomar sol. -¿Buen día, maestro, otra vez por acá? -La costumbre, che… -Allá está tu marido, Juanca –dijo Yolanda, en voz baja. -Hacéte la disimulada. Eran las 17:30, con mucha concurrencia de público. Además, los inspectores estaban tomando el té. La hora ideal para que una incursión pasara desapercibida. Y aunque era bueno no abusar, conociendo los horarios de la BBC resultaba fácil elegir el momento óptimo. Había distintas formas de manejarse. A veces solicitaban mercadería cara, cometiendo el solícito dependiente gruesos errores de facturación contra la empresa. En otras oportunidades, limitábanse a recoger un paquete. Nadie controlaría su salida, envuelto en papel de la casa. Ocasionalmente poníanse prendas que esperaban en distintos lugares estratégicos, ya desprovistas de etiqueta. Como algún probador, el guardarropas o la confitería. Tiburcio Villafañe era vendedor de Tiendas ”Harrod’s” desde hace mucho tiempo, y sus amigotes controlaban 146 los puntos clave. Porque desde antaño coexistieron en la firma dos estructuras de poder. Una estaba expuesta en los organigramas, manejando las cosas a nivel formal, y era británica hasta los huesos. Pero paralelamente, había una organización subterránea, más nativa que el bife con papas fritas. Gracias a su carácter humanista, todos recibían siempre unos pesitos extra, para tapar baches del presupuesto familiar. -¿En qué puedo serle útil, señora? –dijo Tiburcio en voz alta, para que todos lo oyeran. -Hola, che… ¿No hay moros en la costa? -Sin novedad en el frente, vieja. Con este número, retirás la merca en Embalajes Planta Baja. -Listo, y chaucito, entonces. -Adío, chicas, nos vemos en la pensión. Al verlas salir por la puerta de Florida, el portero hizo una reverencia. Pero antes de inclinarse, les guiñó el ojo. Cualquier peatón con buenos modales se hubiera preguntado de dónde sacaban los ingleses semejante personal. -Gracias por su visita, señoras. -Chau Miguelito, dale saludos a Inés. Tomaron un taxi en la esquina de Charcas, porque antes de regresar visitarían a doña Yamandusa. Hubiera sido imprudente tener el botín oculto en la pensión. -Le dejo ésto, tía. 147 -¡Siempre juntando ayuda para los pobres, mi Juanita Carolina! Papá estaría orgulloso si te viera, con la necesidad que hay en Montevideo. ¡Ojalá todos los orientales hicieran la obra social que haces tú…! -Es su vocación –dijo Yolanda- Algunas almas caritativas, han nacido para ayudar al prójimo. -¿Cuando viajás, querida? -Este viernes, si consigo pasaje en el vapor de la carrera. Pero a veces el destino tiene planes diferentes, capaces de cambiar cualquier programa. Veamos, si no, lo que ocurrió después. -Hasta mañana, señora –despidióse Bottiglione con su formalidad característica- Me voy al trabajo. -Vaya con Dios, don Celso… ¡Se requiere abnegación, para pasarse toda la noche de guardia, en un hospital! -Lo hago con gusto, es mi forma de servir a los demás. -¡Son tan católicos…! –comentó una voz. Y aquel varón ejemplar salió a la calle. Eran las 22:30 de un día sábado, así que el turno prometía ser movido. Dirigióse por French hacia Larrea, y se detuvo llegando al quiosco. -Buenas, don Venancio. -¡Hola, don Celso! Gracias a personas como Vd., los viejos podemos dormir tranquilos. Su esfuerzo merece el reconocimiento de la sociedad. 148 -Le agradezco esas palabras, abuelo, pero cada uno expresa como puede, su solidaridad.¿Dónde compraría yo cigarrillos, de no estar Vd. en su apostolado? Déme un paquete de Imparciales rubios y fósforos de cera, por favor. Al retirarse, los vecinos que estaban sentados en la vereda tomando aire, lo saludaron con respeto. Sin embargo, el prestigio vecinal es de cobertura limitada, y al llegar a Santa Fe, ya era un peatón anónimo en la multitud. Entonces dobló tranquilo, para comprar el diario al lado del correo. Era innecesario apurarse siendo tan temprano. Visto lo cual, hizo escala para beber su vermucito vespertino. Así asentaba la digestión, como se suele decir. -¡Un Cinzano con aceitunas rellenas! Lo fue bebiendo despacito, para disfrutarlo, y después salió a paso firme. Mas la esquina de Córdoba y Pueyrredón, vería algo insólito. El centro sanitario queda al 2000, pero Bottiglione dobló en dirección opuesta. Tras poco andar, detúvose frente a un caserón con dos grandes portones para vehículos, y difusa luz verde en su interior. Miró hacia ambos lados, y no venía nadie. Entonces, luego de que salieran dos taxis, se introdujo en el edificio. Noche movida, ya lo anticipamos. Junto a la puerta había una discreta chapa de bronce MANSION “LOS ROSALES” -Alojamiento por horas-¡Hola, Celso! Menos mal que llegaste, porque hoy no damos 149 abasto. -¿Qué querés? Es sábado noche, y la muchachada anda nerviosa, después del cine… -¡Siempre filósofo, vos! Seguro que en tu época la corriste, ¿eh? -Mamma mía… ¡No me quiero ni acordar! -Bueno, ponéte el saco blanco, y empezá con la 32. Después sobrevenía un ritual a prueba de tiempo. -Por aquí, señor… -¡Es la hora! -¡Taxi, por favor! Y las jornadas terminaban con el afecto laboral que existe en los gremios cerrados. -Hasta la noche, muchachos. -Chau, Celso, acordate que el viernes trabajás de tarde. José anda con problemas en su casa. -¡No te preocupés, para eso están los colegas! -¡Qué compañero ejemplar! Estaba llegando mucha gente al Zoológico, y entre los clientes nuevos, alguien pedía siempre una explicación. 150 -Sono diez centavos la tirata, pagamento anticipato. Si cae dos, cobra veinte, con tres cobra treinta, ma cuando sale propio il número uno de la disgrazia, pierde. Le conviene ponere uno peso di entrata, así empieza ganando, porque tira once veces. Diez por ciento de interés… ¡más que la banca! Pero no tiene que esperare un año per cobrare, ni paga impuestos. ¿Capisce? -Tome un peso, señor. -Tira, entonces… Una propuesta tentadora, porque la gente no aprende nunca. Por más lindo que se presente el juego, al final gana la banca. -Algo recuperé, señor. -Ma, se ha divertito o no? -Si, claro… Y la gente hacía cola, atrapada por el vértigo del azar. -Tome, don Giuseppe, ahora juego yo. Aunque nunca faltaba la interrupción de algún desubicado. -¿Le quedan barquillos, abuelo? -Vía… ¡Vaya a otra parte con asunto de chiquiline, che…! Así las cosas, Brancato siempre acababa la jornada satisfecho. Poseía selecta clientela, y el cálculo de probalidad matemática estaba a su favor. Mas no todo debe aguardarse del destino, pues éste tiene jugarretas sucias. Entonces, reforzaba la suerte 151 valiéndose de dos piolines. Los mismos salían por abajo del aparato, y era cosa de esperar que la aguja se frenara apenas, para clavarla en seco tirando con el pie. Normalmente sobre un uno, aunque a veces convenga perder, como inversión promocional. Muchas tardes también hubo teatro, de acuerdo con don Pippo, y cada tirada de éste caía en el número tres. Era preciso hacer una sóla exhibición para que la noticia cundiera por los inquilinatos de Plaza Italia. Al ratito, estaba lleno de viciosos. Y todo hubiera seguido bien, de no aparecer cierta tarde un vigilante. -¡Oiga! ¿Vd. no sabe que el juego está prohibido? -Non me lo dica, signore oficiale… ¡Qué mala notizia! -Tengo que llevarlo a la comisaría. -¿E per qué non juega uno poco, primero? Capaz que tiene suerte… -¡Sería un delito, señor! -La primera tirata invita la casa. Non puede perdere… -¡Anímese, hombre! –dijo un cliente. -Todo quedará entre nosotros –susurró otra voz. -Siendo así… Y tiró. -¡Tres! -¡Mamma mía! Ya era imposible detener el vértigo. -Otro tiro, por favor… -Lo lamento, señora, pero no hay pasajes hasta el 15 del mes próximo. Es alta temporada, y todo el mundo quiere viajar a las playas del Uruguay. -¡Qué contratiempo…! ¿Cómo están las cosas viajando a Colonia en el ferry, para después seguir a Montevideo en ómnibus? 152 -Peor aún… Esa es la ruta más económica, y antes del 25 todo está vendido. Sólo quedan pasajes en avión. -Ni pensarlo, por el sobrepeso. Llevo mucho equipaje. -Entonces, tendrá que esperar. Y tras un ruidoso viaje en tranvía, ella volvió a casa con las malas noticias. El marido la aguardaba ansioso, porque en Montevideo los clientes podían cansarse con la demora, y comprarle a otro proveedor. -No hay pasajes hasta el día 15, Tiburcio… –dijo Juanca. -¡Qué contrariedad! Pero como ocurre siempre, el problema tenía otras facetas. Porque los líos nunca vienen solos. Y cuando el hombre se lo comentó a Yolanda, ella no pudo contener su frustración. -¡Yo reviento, si tengo que aguantar dos semanas más, Tiburcio! Vos sabés que con mi marido no pasa nada…¡Vamos a un hotel! -¡Tranquila, che, tené un poco de control! -¡Ya estoy harta de esperar…! Como sigamos así, me busco un tipo en la calle. ¡Te lo juro por Dios! -Está bien. Podemos encontrarnos el viernes, mientras Juanca visita a las tías. Eso nos deja la tarde libre, para nosotros. -¿Y el trabajo? 153 Tiburcio hizo un gesto desdeñoso, encogiéndose de hombros porque conocía su empresa, después de tantos años. -Doy parte de enfermo antes del almuerzo, y ya está. A fin de semana no hay personal, y es muy difícil que me manden el médico. -¡No te vas a arrepentir! Hubiera sido imposible imaginarse lo vicioso que resultó ese vigilante. Porque sin pedir tregua, quería ser el único en jugar. Un tres tras otro, y su entusiasmo no hizo crisis cuando empezaron a salir algunos dos, y cada tanto un unito. Superado ya todo prejuicio ético, disfrutaba de su suerte. Y en contexto tan favorable, don Giuseppe fue tirando del hilo con creciente seguridad. ¡Mejor decidirse pronto a cortar la racha, pues se había descuidado dejándolo ganar mucho! No por mala administración, entendámonos, sino para hacerse acreedor a su amistad. Pero el solaz es efímero, y en lo mejor del programa llegó un piquete de policía montada, atraído por la multitud. Había que moverse, pues toda reunión estaba prohibida, sin permiso previo de autoridad competente Más que nada, debido al clima político internacional. Y entonces, como en toda crisis, se supo quién era quién. Al complicarse las cosas, el vigilante sacó lápiz y papel para hacer cuentas, llegando a la conclusión de que don Giuseppe le debía ocho pesos con cincuenta centavos. Desesperado por la plata, el hombre. Así que no tuvo consideración alguna, y lo dijo con claridad. -Hay dos soluciones, señor. Cancelación inmediata, o le confisco el aparato para vender barquillos. Del pago en cuotas mensuales, ¡ni qué hablar! 154 ¡Vaya desenlace, aquél! Porque vista la iliquidez del italiano, ese desgraciado se llevó su presa a la comisaría. Cruzada sobre la espalda, tipo deportivo. Después se supo que allí le esperaba merecida popularidad. ¡Hasta los presos querían jugar, cuando los sacaban al patio! -¡Porco destino! –cavilaba con tristeza don Giuseppe. Es que a pesar de que el día empezó tan bien, se había descapitalizado. Y recordando la máquina de vender barquillos, por su mejilla rodó un lagrimón. Llenósele entonces el alma de música, que para eso no sólo era tenor, sino también napolitano. Y una queja rompió el aire cálido de los jardines. - ”Torna piccina mía, torna con tuo papá…” Entonces tuvo lugar lo inesperado. Con el mundo de italianos que hay en Buenos Aires, pronto la fiel clientela fue pequeña, entre tanto admirador. Hasta cierto agente de caballería -Carlitos Pittaluga- ató su jumento a un palo, para escuchar. Muchos acompañaron la canción. Otros lloraban en silencio, evocando nostalgias del sol meridional. -¡Mi reino por una pizza con muzzarella! –suspiró alguien. Y cuando don Giuseppe hacía un paréntesis, manos bondadosas dejaban monedas en el sombrero. Incluso de 0,20, que son las buenas. Al notarlo, la música se volvió más alegre, y sonó la tarantela. ”C’era una volta un piccolo navío…” 155 Y los concurrentes hacían sus pedidos con entusiasmo. -¡Torna a Sorrento! -¡Santa Lucía! Entonces Brancato tuvo claro el panorama comercial. En Buenos Aires es más rentable cultivar la música italiana, que vender barquillos. Aunque uno refuerce su negocio, añadiendo ingresos de menor legalidad. Y volvióse con optimismo a la pensión. Tan feliz por las alforjas llenas, que entró cantando con potente voz. -”Oh, sole mío…” Doña Juanca hallábase en el patio, y se quedó estupefacta. ¡Qué expresión vital! ¡Qué maravilla! Entonces en su alma tuvo lugar un irresistible cambio de roles. Y sin medir consecuencias, dejó el planchado diario para sentarse al piano… ¡Era, ante todo, concertista! Lo que ocurrió después, estaba escrito. Hipnotizados por las musas, uniéronse sus voces entonando a dúo una ópera inmortal. -¡Bellísimo, bambina! -¡Grazie, don Giuseppe! –dijo ella, que era de mamá calabresa. -Cuesto es negozio. Il sábato podemo ensayare. -Mejor mañana por la tarde, así hay más tiempo. -¿E osté mungia la frocca? –preguntó doña Primavera, en un alarde de sociabilidad. -¿Cómo dijo, señora? 156 -¿Non capisce? ¡Me cache’en dié! Un epílogo que, conociendo a aquella dama, hubiera sido de esperar. Quizás con el tiempo lograra hacerse entender mejor. -¡Taxi! -¿A dónde vamos, señor? -Llévenos a un amueblado. Los taxistas cobraban un peso de comisión al entrar en los hoteles por hora, así llamados popularmente. Y con tal perspectiva, efectuaban el viaje de excelente humor. -¡Con mucho gusto, don! La vida hay que vivirla mientras se puede, ¿verdad? Vea si no, lo que le pasó a un primo hermano mío de apellio Gandolfi… La charla inevitable que matiza cualquier viaje. Pero éste pronto llegó a su fin, para dar comienzo un diálogo distinto, lleno de intimidad. -¡Al fin solos, negro! Preparáte, que te voy a dejar nocáut! -No te tomés las cosas con tanto fanatismo, che… -¡GRRRRRR…! -¡Ahhh…! Expresiones elocuentes, a pesar de su pobreza conceptual. La buena de Yolanda, no claudicaba en su entusiasmo. Mas, como bien nos consta, lo lindo dura poco. Y aquel idilio no iba a ser 157 excepción. Porque cuando culminaban los arrumacos, alguien golpeó la puerta, informando a viva voz: -¡Es la hora, señor! El sueño de amor había concluído. Ella, luciendo ojos brillantes y mejillas sonrosadas. Don Tiburcio, con la iniciativa en bancarrota. ¡Qué salvaje, esta Yolanda! Era hija de alemanes, gente conocida mundialmente por su enorme autocontrol. Así que algún cromosoma foráneo debía andar alborotándole la genética. Mejor no meterse a detective, en el árbol genealógico familiar. -¿Entonces, lo dejamos para pasado mañana? Me interesa mucho este ensayo, tía. No se enoje por el cambio de fecha. El hombre es algo rudo, pero tiene una voz soberbia. ¡Podría tratarse de un gran descubrimiento artístico! -¡Quédese tranquila, m’hijita! –dijo doña Yamandusa. Mientras tanto, al otro extremo de la gran ciudad, culminaba un diálogo apasionado. -¡Quiero saciarme de tus amores, Tiburcio! –repetía Yolanda, con la mirada desencajada, estrujándolo en un largo abrazo. -Sosegáte, vieja, o voy a necesitar una transfusión de sangre, para subir al taxi… -¡No te quejés, che! Si tu mujer fuera como yo, a esta hora estarías tomando mate abajo de la parra, en vez de pagar amueblado. -Es cierto, pero no hay que exagerar… 158 -¡GRRRRRR…! -¡Ahhhh…! -¡Es la hora, señor! ¡Ya llevan bastante retraso, y hay otros clientes esperando! Al escuchar ese discurso, ella hubiera querido que la tierra se abriera a sus pies, para tragarla. Y dijo en un rumor casi inaudible: -Tiburcio… ¡Es la voz de mi marido! -¿Qué está haciendo aquí? ¿No trabaja en el Hospital de Clínicas? -Eso lo averiguaremos después. La cosa ahora es volver a casa sin provocar una tragedia. -¿Cómo? El problema era difícil, pero ella no debió cavilar mucho, porque estaba dotada de singular inventiva. -Tengo una idea para salir sin que nos reconozcan–dijo, al fin- Nos disfrazamos, cambiando la ropa. Yo vestida de hombre, y vos de mujer. Mientras esto ocurría, dos artistas intercambiaban opiniones en la pensión. -¿E ahora, qué cosa tiene pensato hacere? -Primero yo toco y Vd. canta, don Giuseppe. Después ponemos un disco, y ensayamos a dúo. ¿Le parece bien? 159 -¡Molto bene, che! Y ella comenzó el recital, arrancando inspiradas notas al piano. A Yolanda el traje le quedaba bastante grande, pero las apariencias engañan, y eso no delataría necesariamente su secreto. Porque, en primer término, los caprichos impredecibles de la moda quitan hoy rigidez al juicio estético. Pero además, el destino humano depara infinitos altibajos. Dicho claramente, la desgarbada figura no tenía que ser por fuerza una mujer, luciendo improvisado atuendo masculino. Pudiéramos hallarnos tanto frente a un vagabundo con ropa de finado, como encarando al más exquisito aristócrata, vestido en París. Por suerte, recogiéndose la melena, el sombrero le cubría medio rostro. Además se pintó bigotes con maquillaje negro de las pestañas, y esos aderezos algo disimulaban. Pero don Tiburcio Luis Villafañe con falda cortona y blusa escotada, jamás hubiera pasado desapercibido. Especialmente por caminar a los tumbos, calzando sandalias blancas de taco alto, pequeñas para sus pies. -¡Qué pareja tan insólita! –dijo don Celso. -¡Hoy se ve de todo, che! -contestó el taxista, en voz baja. -Pero parecen caras conocidas… -¡No le envidio las relaciones, maestro! Los destinatarios de tan descarnado juicio subieron al automóvil. Pero como Yolanda no acostumbraba usar sombrero, fue inevitable que en la maniobra, éste se aflojara al rozar el techo. Y libre de camuflaje, un mechón rubio rojizo cayó repentinamente sobre su espalda. El coche ya iba a tomar la calle, cuando Bottiglione tuvo idea clara de lo ocurrido. Primero se agarró la 160 cabeza incrédulo, con ambas manos. Luego abrió la boca, sin emitir palabra. Pero enseguida estalló en un grito salvaje, con la furia de mil truenos. -¡Es mi legítima esposa…! –dijo. Como ocurre en casi todos los alojamientos por hora, esa tarde había una cola de taxis esperando clientes, junto al portón. Y aquel hombre se metió en el primer coche, dando la orden más temida que pueda escuchar ningún chófer: -¡Siga a ese auto! Entonces el crepúsculo se estremeció, con un rugido salvaje de motores. A todo ésto, en la pensión ”La For del Plata” se vivían momentos de emoción artística, poco frecuentes con el trajín materialista de la vida actual. -”Padre Francesco, Padre Francesco…” –cantaba ella con dulce voz de soprano, al iniciar el ensayo. -”¿Cosa le dice a lo Padre Francesco?” –respondio, con un desplante, la voz potente del tenor. -”Ha venido una damisela que se quisiera cunfesar” Doña Primavera los contemplaba extasiada, murmurando para sí: -Prima la buffa stripante come pizzolini cungenati… Pero no nos preocuparemos más por el sentido de sus palabras, que como bien sabemos, sólo un par de iniciados lograría descifrar. 161 -Mater admirabilis… -susurró el tenor a su compañera de concierto. Juanca hizo un gesto asintiendo, pero por una de esas inexplicables asociaciones que hace la mente humana en los momentos difíciles, una idea cruzó por su cabeza. ”¿Dónde estará Tiburcio, que es tardísimo y todavía no ha vuelto del trabajo?” Y don Giuseppe, tomándola entre sus brazos fornidos, al mejor estilo clásico, cantó a todo pulmón: -”E dile, dile que pase, avanti… ¡Attenti que viene lo cunfechisante! Non lo haga esperare y abra la porta, botando presto cadena y tranca.” ¡Ni que hubiera dicho ”abracadabra”! El portón de la calle se abrió bruscamente, irrumpiendo una pareja con rostros desencajados. Pisándoles los talones, venía un perseguidor. Abajo, dos choferes de taxi planteaban a gritos sus reivindicaciones gremiales: -¡Oiga! ¡Son veinte guitas más! No se haga el apurado para rajar, dejando la cuenta en banda…! -¿Y ésta es la propina que me prometió, después de venir a cien por hora esquivando el tráfico en pleno Barrio Norte? Vano afan, pues tan justas demandas serían pronto superadas por la tormenta en ciernes. Dicho en otras palabras, el desenlace de este drama estaba por llegar. -¡Soltá a mi mujer, italiano mal parido! –gritó Villafañe con la cara roja de ira, al ver la parte culminante del ensayo. 162 -¡Cayáte, maricone, vestido de signorina…! -¡Me has traicionado con ese hombre, Tiburcio! -dijo Juanca, entre sollozos, sin reconocer a Yolanda, en la figura desgarbada de su presunto rival. Y como ”a río revuelto, ganancia de pescadores”, aprovechando la crisis, aquella quiso huir. Mas al darse vuelta, la atajó don Celso, que subía, jadeante, las escaleras. -¡Miserable! –pudo apenas exclamar el ultrajado marido, sacudiéndola- ¡Me pones los cuernos con esa mujer! -¡Tutti cornuti! –chillaba doña Primavera, enojadísima¡Prengenata la via come fruggia di dalfiocco…! Dicho lo cual tomó un florero de terracota, arrojándolo con ademán moralizante. Mas héte aquí, que en lo imprevisto suelen revelarse nuevas aptitudes. Y tras muchos años de feliz matrimonio, la frágil viejita se había vuelto tiradora experta. Así que pese a los vaivenes propios de cualquier jaleo, el proyectil describió una curva balística impecable, haciendo perfecto blanco. -¡Muerto estoy! –gritaba don Celso retorciéndose en el suelo, mientras con la diestra se apretaba lo que pronto sería un gran chichón. Momento oportuno para recordar que en esta vida no puede hablarse del hombre a secas, sino de éste y sus circunstancias. Las que, en condiciones de superioridad táctica, invitaban a ajustar viejas cuentas. Como en la guerra, aunque a escala reducida. Visto lo cual, doña Yolanda aprovechó para remitir sendas coces que le tenía prometidas a su esposo desde 1938. El año en que dijo ”Sí, 163 padre”, culminando la ceremonia nupcial. Aquello fue como arrimar kerosene al fuego, y los ánimos, ya encrespados, hicieron crisis. Abrióse entonces la puerta 4, emergiendo Pepita Williams y Ceferina en cerrada formación de combate, como las legiones de Alarico cayendo sobre Roma. Y entonces se vió que lo hacían con objetivos claros. Un ataque sincronizado, usando la jerga militar. Pues la dama de compañía descargaba feroces escobazos sobre Yolanda mientras su patrona, iluminado el rostro por bella sonrisa, tomó con ternura las manos del caído. -¡Siempre te he amado! –dijo. -¡Yo también, doña Pepita! -repuso él. -¡Maricone! -¡Ramera! -¡Travesti! -¡Pará que duele, che! -¡Tomá otra, así aprendés! -¡Ayyyyy…! -¡Bringa la cardone per lo fuglio di moscato! ……… Aquella había sido la explosión cruenta de un conflicto que se dió al chocar sentimientos de amor y odio nacidos a primera vista. Las pasiones más arrolladoras que conoce el alma humana. Y capaces de provocar una bronca destinada a renacer mil veces entre sus cenizas, como cuentan de cierto pajarraco llamado Fénix. No por obra del azar, entendámoslo, que en este mundo nada es casualidad, sino cuando las circunstancias fueran propicias. Así planteada la litis, hubiera resultado imposible decir si el tumulto duró unos minutos, o varias horas. Volaban palabrotas, escobazos, y proyectiles de variada identidad. Hasta que sonando un silbato, cierta voz autoritaria impuso orden en medio del caos. 164 -¡Silencio! Y vayan pasando al camión celular, de a uno en fondo. Era don Amador Galíndez, pistola en mano, al frente de una aguerrida fuerza policial. Como en el biógrafo. -¡Y vos, preparáte para la biaba que te espera en Jefatura, degenerado! –dijo, mirando con inmensa carga de asco a don Tiburcio, con falda cortona y blusa escotada. Descalzo, para colmo, por haber perdido sus sandalias blancas de taco alto en la refriega. El escándalo fue de proporciones, pero pagando la cuenta, todo se perdona.”Un tropezón cualquiera da en la vida”, dice el tango. Y la vida de los actores –marionetas del destino- siguió su curso, rumbo a previsibles desenlaces. Pero no nos engañemos. El amable convivir se había resentido con la crisis, y algunos inquilinos prefirieron mudarse a fin de mes. Larga parecía la espera con ánimos tan caldeados, aunque el tiempo pasó sin notarlo, vistos los avatares del cotidiano devenir. Porque en una casa de pensión, lo anecdótico no se agota jamás. Por fin llegó el día ”D” y todo estaba tranquilo, con los rumores habituales provenientes del patio, que resonaban en las entrañas del viejo caserón. -¡Te reviento, desgraciado! -Deja de trifulca, que no es nigocio, Abraham… Y en la azotea tampoco faltaba una inquietud. -¿Quién cambió el guardapolvo de mi marido por un traje de baño azul? -Debe ser la bruja de doña Clota, che. Entetanto, otros inquilinos estudiaban al vecindario, sentados en la vereda. Y así pasaban los días del urbano convivir. -¡Prontito, señores! –dijo don Antonio Escámez Puig- El taxi está esperando… Devuelvan los candados, antes de sacar las cosas. Así no tiene que venir otra vez la policía. 165 Tiburcio Villafañe salió tan elegante como siempre, del brazo de Yolanda, sin ya nada que ocultar. Y ella pudo vestirse de mujer, exhibiendo esa gracia que la hacía irresistible a los ojos de aquel hábil vendedor de tienda, nacido para el triunfo. Acomodaron su equipaje y subieron al coche de alquiler, perdiéndose finalmente en el tráfico enmarañado de la urbe. -¡Adiós, que les vaya bien! Al rato llegó otro coche, donde entraron tres pasajeros. Celso Bottiglione iba contento en el pescante, aunque con su prestigio magullado, al saberse que lejos de ganarse la vida como benefactor de pobres y ancianos, era camarero en un hotel por horas. Donde el servicio, aunque destinado a mantener bajos los niveles públicos de ansiedad, tiene facetas de menor prestigio. Junto a él un sueño hasta ayer imposible. Pepita Williams, rejuvenecida y con las mejillas sonrosadas, tras descubrir delirios impensados de la pasión. Y, cual podemos imaginarnos, el tercer pasajero no era otro que la inseparable Ceferina, amiga en los momentos difíciles, como ya lo demostró. -No se pierdan, ¿eh? Simultáneamente, tenía lugar una mudanza interna. Doña Primavera se iba a una habitación más chica, y su hijo, Giuseppe Brancato, a la No.1. O sea donde hasta ayer convivieron Tiburcio Villafañe y Juanca. Todo estaba igual, pero con una diferencia importante. El se había ido para siempre, y la señora quedó solita, esperando a su nuevo amor. Así termina esta historia, con tantos protagonistas, que bien pudiera inquirirse cuál es su verdadero actor. Pero la respuesta campea a todo lo largo de sus páginas. Cuanto aquí se dice, tiene 166 como punto de referencia a la casa de pensión. Un trampolín, para quienes llegaron a Buenos Aires durante aquellos años aciagos. Esa es la estrella indiscutible del relato, y ojalá hayamos logrado hacer justicia a algunas de sus figuras clásicas. Porque conociéndolas, se entiende mejor el precio de aquel potente proceso integrador. Rendir parcelas del ámbito privado, como decían los escolásticos, en aras de un bien mayor. La vida en comunidad. 167 168 TEORIA DEL AGUJERO 169 170 Este es el último tema de esta obra. Y antes de empezar, permítaseme decir dos palabras. Yo no sé cómo diablos su texto terminó aquí, porque en él no tiene cabida lo fantasioso. Muy por el contrario, estamos frente un esfuerzo serio, por divulgar logros destacados del pensamiento científico. Sin duda el último, pues ya pocas hojas quedan. Y en ese contexto, analizaremos fenómenos que perciben nuestros sentidos y nuestra inteligencia, para comprender su naturaleza intrínseca. ¡Caiga, por fin, el velo de misterio que acompaña a un título apasionante! El modesto agujero reviste mucha mayor trascendencia que la insinuada por su observación empírica. Porque se trata de entidades básicas del orden natural. ¡La vida misma, sería inconcebible sin ellos! Enseñanzas cuya virtud radica en versar sobre lo obvio. Porque a veces, de puro complicarse la existencia, uno ni siquiera ve lo que tiene en la punta de la nariz. Intentaremos aclarar tal pensamiento yendo al grano. Por lo que parece lógico abrir el debate con un estudio sobre la naturaleza del mismo. Difícil meta sin duda, pues el vocablo es alevosamente multívoco. En efecto, la palabra ”grano” designa cosas tan diversas como los dorados frutos del trigo, y la sintomatología insoportable del acné. “¡Nada que ver!”, objetarán los escépticos de siempre, pero yo no opino igual, y como soy el autor, escribo lo que se me da la gana. Granos son los unos y granos son los otros, les guste o no. Quizás 171 por un accidente de ese caprichoso menjunje fonético llamado idioma castellano, pero con un vital denominador común. El agujero, como Vd. ya sospechaba. Pues, ¿qué es un grano de trigo, sino un pequeño agujero recubierto de cáscara, con un programa anti-hambruna en su interior? ¿Y qué es un grano de acné, sino un agujero colorado por fuera, portando adentro una festichola de bacterias? Las identidades referidas, como todo lo inmutable, se pueden expresar matemáticamente. Surgen así dos igualdades, cual piedra fundamental en nuestra tarea de divulgación científica. Agujero+Harina+Cáscara=Grano Agujero+Bacterias=Grano O, dándoles forma algebraica: A+H+C=G A+B=G Sumando, despejando A, y luego simplificando, surge una igualdad que podemos llamar fórmula elemental del agujero: A=G-1/2(B+C+H) Naturalmente, hay agujeros de todos los contornos. Aunque los redondos son más vulgares, dicho sea sin despreciar. Ellos responden incondicionalmente a la fórmula anterior. Pero sondeos recientes asignan gran futuro a los agujeros de cuatro cantos. Que, siendo cuadrados, se cuantivizan multiplicándolos por sí mismos. Y llegado este punto, conviene adoptar un par de convenciones para ajustar la nomenclatura, facilitando así su comprensión. 172 A 2, será: A (c), y (B+C+H), será: K Entonces resulta: A(c)=(G-1/2K)2 Reemplazando índices, podemos abarcar agujeros multiformes de n lados. Ello brinda una fórmula representativa de todos los agujeros posibles, que confiere a este estudio el carácter de teoría general. Si el agujero abstracto A(n) es llamado convencionalmente ”arroba”, la fórmula que nos ocupa adquiere su expresión definitiva: @=(G-K/2)n Los razonamientos previos, prueban no sólo la consistencia lógica de nuestro planteo, sino también cuán inútiles fueron los trabajos del pobre Alberto Einstein. Siendo el universo un tremendo agujero, hubiera sido mejor resolverlo aplicando fórmulas sencillas, que meterse en todo ese balurdo de la relatividad. Porque las cosas tienen siempre su lado fácil, según demostró Colón, aplastando el famoso huevo. Surge así lo obvio, sin mirar a nadie por arriba del hombro. Con los secretos matemáticos del agujero en mano, resulta posible ahora plantearnos su producción industrial. Y como a esta altura es tiempo de hilar fino, vamos al génesis de las cosas. Cuanto existe, sea lindo, feo, importante o pueril, deriva de un agujero. Siendo suficiente mirar alredeor nuestro, para constatar sus infinitas variantes. Unos son pequeñines, otros más grandotes. Estos vienen pintados al duco, aquellos rellenos de marcipán. Y hasta los hay peludos, de lo cual doy fe. ¿Qué es 173 un volcán, sino un agujero furibundo, tapado con piedra pómez? ¿Qué es una alianza matrimonial, sino un agujero chato, rodeado de oro? ¿Qué es, en fin, una catedral, sino un tremendo agujero revestido de cascotes, con ostias y crucificos ocupando su interior? Aceptemos lo que nuestros sentidos e intelecto claman a gritos. Todo en este mundo es básicamente un agujero, y éstos presentan infinitas variantes. Unos discretitos, llenos de agua perfumada y metidos en forro plástico, con que los jóvenes traviesos persiguen en Carnaval a las damiselas de idéntica condición. Otro, el nombrado agujero máximo, inmenso y negro, repleto de estrellas, satélites, y cohetes viejos. La madre de todos los agujeros. Una madre preñada de agujeritos más pequeños, que los yankis llaman ”agujeros negros”, posible preludio de otra expresión colonialista, ”agujeros afroamericanos”, tal vez. Para asumir su control cuando les plazca. Porque en este mundo, manda quien tiene la sartén por el mango. Pero ya sospecho que estamos alejándonos de nuestro tema. ”Es bueno empezar las cosas desde el principio”, dicen los chinos. Siendo preciso reconocer entonces, que el comienzo de todo es un leal y valiente agujero, que recibe, fecundo, nuestro esfuerzo. Para retribuirlo devolviéndonos casas rodantes, encomiendas, submarinos y descendencia. Autos y lápices automáticos. Botellas, heladeras, salvavidas, computadoras, guitarras y hasta hacienda en pie. Pues la vaca es, ante todo, un gran agujero semoviente, repleto de asado y envuelto en cuero natural. Una versión que dice ”mu”. Pero agujero, en lo más profundo de su ser. Hemos anticipado unas palabras sobre las expectativas socioeconómicas que despierta esta teoría. Pues de nada valdrían los avances de la historia, sin sacarles provecho. Tomemos por 174 ejemplo la manzana, con que Eva nos liberó del bodrio que hubiera sido pasarse la vida contemplando el Paraíso Terrenal. ¿Y qué significaba aquel agujero con cáscara al rojo vivo, repleto de tentaciones? Un pantallazo del negocio que resultaron los placeres prohibidos, señores ¿Es dable, acaso, evocar la rueda –un agujero con rayos, que fue tecnología punta en su época- sin asociarla a las cotizaciones de Firestone en Wall Street? Esta y múltiples preguntas del mismo tenor, tienen igual respuesta: No y no. ¡Mil veces no! Y sería ir contra la historia esperar que, dominadas las fuerzas rectoras del agujero, ello no tuviera un reflejo instantáneo en el campo económico. Por eso, entre amenazas como la hambruna neoliberal y los viernes negros, el clásico proverbio ”Poderoso caballero, es don Dinero”, ha perdido actualidad. Los que saben,dicen hoy: ”Poderoso caballero, es don Agujero”. Llegados nuestros estudios a esta altura, deberíamos indagar ahora las causas que determinan el progreso de las naciones. Existiendo un teritorio apto, con pobladores instruídos y laboriosos, su desarrollo requiere una buena planificación. Aqui hemos fallado estrepitosamente, hasta hoy. La multitud se aliena con embrollos, carente de agujeros que simplifiquen su vida. Pero aún es posible salir de esta maraña. Habiéndose demostrado una y mil veces que todo empieza en un agujero, la universalidad del axioma debe incluir también el campo económico. Sabemos, además, que la abundancia de medios, es requisito del desarrollo material. Confrontando ambas premisas, surge una conclusión rectora: La amplia disponibilidad de agujeros, determina el progreso humano. Con agujeros buenos y baratos para todos, la vida sería más bella. Pero el tema no se agota produciéndolos, algo bien fácil, ahora que tenemos su fórmula general. La cosa es ponerlos al alcance del consumidor, siendo preciso resolver antes que nada, el dilema de su valor comercial. Si fueran caros, 175 estaríamos igual que antes; pero gratis, comenzarían los abusos. Así resurge la necesidad del ”justo precio”, que tanto preocupó a los filósofos medievales, y sobre cuya dinámica abundaremos en otra oportunidad. Sea como fuere, ya está claro que el agujero debe convertirse en elemento corriente de la canasta familiar, del presupuesto público, y de las erogaciones empresariales. Así ganaremos abundancia y bienestar. Como resultado, las cárceles pueden quedar vacías, al desaparecer la presión económica que impulsa a delinquir. Mas no nos alarmemos. Pronto surgirán nuevas actividades, para que presos y guardianes no terminen engrosando las filas del desempleo. En tal sentido, merece especial atención la industria del reciclaje, eliminadora de los agujeros que vayan quedando fuera de uso. Tirarlos a la basura debe ser descartado, como hipótesis de trabajo. Nadie sabe las catástrofes ecológicas que pudieran sobrevenir si los más grandes, de brutos, nomás, pretendieran masticarse a los más pequeños. Y no lo decimos de fanáticos por una ideología concreta, porque éste es un proyecto viable en cualquier sistema. Agujeros colectivos para los países socialistas, otros privatizados, para el mundo liberal. El sueño del progreso indefinido, con legiones de niños, que podrán nacer tranquilos, llevando ahora un agujero bajo el brazo. Catástrofes, hambrunas y guerras, generaron negras expectativas, por el destino que aguardaba a nuestros hijos. Ese fue el orden perverso de milenios, cuyo colmo consistió en inventar la virtud del sacrificio. Una patraña hecha para calmarnos, porque esta vida tenía por objeto sufrir, y los placeres aguardaban en la eternidad. Donde, dicho sea de paso, ya no hay derecho de queja. ¡Vea qué cortocircuito psicológico, destructor de personalidades! Pero la muchachada finalmente se apioló, y hoy estamos en el umbral de un gran despegue, que garantiza crecientes niveles de bienestar. 176 Agujeros habitacionales, para que todos tengan casa, sin más molestia que revestirlos de ladrillos. Agujeros petrolíferos, para inundar el orbe de combustibles baratos, mediante el simple agregado de una torre, o quizás solamente un grifo. Agujeros móviles que, con apenas colocarles motor, ruedas y alguna otra chuchería, pongan el avión y el automóvil al alcance de todos. Y hasta agujeros presupuestarios, para solucionar el problema que crean las cuentas inesperadas a fin de mes. Su reparto, empero, debería ser hecho por los bancos centrales, para evitar trifulcas con el Fondo Monetario Internacional, que como bien sabemos, se agarra unas mufas de novela por cualquier desliz. Resumiendo, los elementos aportados ratifican la viabilidad de poner esta teoría y sus diversos corolarios, a trabajar por el bienestar general. Pero tan ambicioso proyecto quizás encuentre los tropiezos de cualquier innovación. Algunos causados por ignorancia, otros, por inseguridad ante el cambio. Los más, como consecuencia de nuestro irracional miedo a la libertad. El tiempo, empero, pulirá asperezas, permitiendo una paulatina reubicación de los factores en juego. Es preciso desmantelar un orden para implantar otro, y las alternativas son solamente dos. Evolución o revolución, como camino a una sociedad mejor. Entidad cuyo sistema socioeconómico se basará, caiga quien caiga, en la Teoría del Agujero. Porque si no, ¿dónde iríamos a parar? He aquí un plan de lucha, que entregamos cual bandera de combate, a las futuras generaciones. 177 178 ÍNDICE Crónica ejecutiva 15 Higinio y la máquina 37 Rebelión en el Litoral 47 El hijo de Pou 63 Las dos monedas 83 Ya sale el tren 101 Historia de tres espías 115 La vida en comunidad 131 Teoría del agujero 171 179 180 LIBROS DEL AUTOR “La idea fija”, relatos. Primera edición, 1994. “Lo que trajo el mar”, novela, 1995. “Rimas de soledad”, poesía. Primera edición, 1995. Segunda edición, 2002. “El libro de todos”, antología, 1999. “Cuentos de mi tierra” (en preparación). “Relatos improbables” (en preparación). OBRA PERIODISTICA Serie satírica “El amasijo”, publicada semanalmente en la prensa escrita durante 19961999, y que hoy aparece en 25 medios, de ocho países. Serie semanal “De todo, como en botica”, publicada en la prensa escrita durante 1997-1999. Más de un centenar de artículos diversos. Printed in Spain All rights reserved 181 182