LA FE CRISTIANA EN LA UNIVERSIDAD Alfredo García Quesada 1. LA FE EN CUANTO VIRTUD S ABEMOS, TAL VEZ POR LA EDUCACIÓN CRISTIANA QUIZÁ RECIBIDA EN NUESTRA INFANCIA, QUE LA FE NO DEVIENE DE UN DESEO SUBJETIVO, ESTO ES, DE UNA PURA VOLUNTAD DE CREER SINO QUE ES UN DON, UNA VIRTUD TEOLOGAL QUE TIENE SU ORIGEN DIOS MISMO. SIN EMBARGO LA FE, EN CUANTO VIRTUD, NO deja de ser una hexis, un ethos, esto es, una disposición interior del alma humana que una vez que es adquirida predispone los subsecuentes pensamientos, sentimientos y acciones de quien la posee1. Profundizando en esa dinámica de la virtud tal como fue propuesta por Aristóteles, Santo Tomás de Aquino subrayaba que toda virtud es obtenida mediante el ejercicio continuo de actos que vienen así a configurar un habitus, esto es, Alfredo García es doctor en filosofía, profesor investigador de la Pontificia Universidad Católica una disposición que permite del Perú, profesor de la Universidad Católica San no solo realizar sino también Pablo y asesor del Concytec. ver aquello que otros —por el EN 1. Ver Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1106 a-b. 104 PERSONAYCULTURA - Número 3, Año 3 hecho de que no poseen esta disposiEl intelecto humano precisa ción— no llegan a realizar y ni siquiera a ver, a no ser de modo excep- evidenciar cierta disposición virtuosa que nunca se identifica, cional o con muchísimo esfuerzo2. pero sí condice con la disposición No parece, pues, que la fe, en virtuosa de la fe, para que cuanto virtud, aunque siendo de ori- la fe se haga posible en gen sobrenatural, pueda ser totalla interioridad humana. mente apartada de este dinamismo natural mediante el cual se cultiva cualquier virtud, así como no se puede dejar de constatar que las dificultades para obtener la virtud de la fe pueden devenir “en gran medida” —como enseñaba Platón en su Menón— del hecho aparentemente paradójico de no poseer ya, por lo menos de algún modo —a la manera, tal vez, de una predis posición—, algo de aquella virtud que se busca3. En ese sentido, el debilitamiento de la fe cristiana en nuestro complejo mundo hodierno y, particularmente, en nuestros ambientes universitarios, podría ser inicialmente explicada a partir del modo como nuestro cotidiano dificulta la práctica del tipo de actos h a b i tuales que predispondrían a la obtención y consolidación de la fe en cuanto virtud. Y, por otro lado, también a partir de la falta de una mayor presencia de la fe en cuanto tal que, si estuviese suficientemente encarnada en personas modélicas y enraizada en nuestros ambientes cotidianos, evidenciaría mejor su sentido existencial específico, invitando a otros a tener la experiencia de ese sentido en sus propias vidas. Pero, más aun, tal como se recordó en referencia al Menón, difícilmente San Agustín 2. Ver Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, q.51, a.2. 3. Ver Platón, Menón, 77b-79e. HORIZONTES 105 se consigue comprender el sentido de una determinada virtud si no se posee previamente “algo” de esa misma virtud. Esa máxima fue reconocida también en relación a la virtud de la fe ya en los inicios de la tradición cristiana. San Agustín, por ejemplo, experimentó de modo particularmente dramático que el conocimiento más pleno de Dios posibilitado por la virtud de la fe solo puede ser obtenido mediante la vivencia previa de esa misma fe, experiencia que fue s i n t e t izada en su conocida sentencia: «Cree para entender». Pero la sentencia de San Agustín tiene una frase precedente que es muchas veces olvidada: «Entiende para creer»4. Así, el santo de Hipona enfatizaba la parte más conocida de su sentencia (creer para entender) porque, evidentemente, la acogida de la fe abre un horizonte definitivamente nuevo de comprensión del misterio divino, pero —tal como lo revela el propio itinerario existencial de San Agustín— la parte previa y algo olvidada de su sentencia (entender para creer) remarca la importancia de una disposición, el hábito intelectivo, que no se opone sino que favorece o debe favorecer el surgimiento de la fe, siempre y cuando el intelecto no traicione su dinamismo intrínseco, es decir, mientras no se encierre en sí mismo ni sobrepase sus límites. En ese sentido, la disposición intelectiva del ser humano —que no debe ser confundida con una de sus dimensiones parciales, esto es, con la razón discursiva o especulativa— forma parte o debería formar parte de aquello que la tradición cristiana ha denominado preámbulos de la fe. Cuando el teólogo Karl Adam diagnosticaba —recordando ciertos textos de Platón— que en nuestro tiempo el hombre se encuentra ante la real amenaza de perder aquel «ojo para lo invisible»5 que le permitiría asomarse al misterio de Dios, no se estaba refiriendo a la fe sino a la natural capacidad intelectiva del ser humano que, reducida en sus posibilidades, habría quedado encerrada en el ámbito meramente fenoménico, perdiendo su capacidad 4. El texto completo es el siguiente: «Entiende, pues, para creer; cree para entender (...). Entiende mi palabra, para creer la palabra de Dios; cree la palabra de Dios, para entenderla» (San Agustín, S e r m o n e s,43, 4). 5. Karl Adam, J e s u c r i s t o,Herd e r, Barcelona 1985, p. 26. 106 PERSONAYCULTURA - Número 3, Año 3 metafísica de comprender la realidad como una totalidad con sentido que abriría caminos hacia Dios. Así, cuando se enfatiza que para tener la virtud de la fe se hace necesario tener previamente “algo” de esa virtud, tal constatación remite no solamente al creer para entender de San Agustín sino también al entender para creer. Efectivamente, el intelecto humano precisa evidenciar cierta disposición virtuosa que nunca se identifica, pero sí condice con la disposición virtuosa de la fe, para que la fe se haga posible en la interioridad humana. Desde esta perspectiva, el tipo de hábito intelectivo que se ha desarrollado en los últimos siglos parece ser una de las causas fundamentales del debilitamiento de la fe cristiana en las conciencias individuales y en los ambientes culturales. No se trata simplemente de que varios de los contenidos propuestos por la razón moderna y post moderna resulten incompatibles con los contenidos anunciados por la fe cristiana, sino que el modo de operar de este tipo de racionalidad se revela difícilmente conciliable con el modo como la fe despliega su dinamismo específico. Así, si la fe supone la aceptación de que más allá de la propia conciencia existe una realidad que manifiesta una consistencia propia que puede ser conocida, la razón inmanentista moderna o postmoderna duda de la posibilidad de conocer cualquier realidad dicha “extra-mental” y, por lo tanto, niega, por lo menos implícitamente, el sentido de su existencia y consistencia propias. Si la fe supone un inicial y esencial acto de confianza en la persona de Dios —como modo de acceder al misterio que solo Él puede revelar—, la razón inmanentista cultiva una actitud de esencial desconfianza y sospecha, no solo ante Dios sino ante el significado intrínseco de cualquier testimonio. Si la fe implica el cultivo de la disposición de escucha y contemplación, la razón inmanentista se cultiva como dinamismo esencialmente autoreferido, discursivo e instrumental. Resulta, pues, muy difícil que la fe cristiana florezca en un terreno que no contiene aquel humus propio de un intelecto esencialmente abierto, que evidencia una confianza preliminar, y no una sospecha a priori, con respecto al modo específico como las realidades se donan a la conciencia humana y que, por ese mismo motivo, se autocomprende como connatural con respecto a cualquier realidad que desee conocer. «Diría que uno de los problemas esenciales de la cri- HORIZONTES 107 sis hodierna de la inteligencia —observaba el lúcido Cardenal Jean Danielou— es la crisis de confianza. La imposibilidad de tener confianza es quizá una enfermedad de las más graves del hombre contemporáneo (...). Esto se comprende muy bien. El hombre de hoy ha sido engañado con demasiada frecuencia. Se ha hecho desconfiado (...). Este problema es capital bajo el punto de vista de la fe. Todo el problema de la fe está ahí. Porque es demasiado claro que (...) nuestra fe versa sobre cosas que no podemos haber encontrado por n o s o t ros mismos (...). La fe, pues, es esencialmente cuestión de conf ianza en una competencia. Y el problema de la fe, en último término, es saber si Jesucristo nos aparece como competente en un campo que es de su competencia propia: el conocimiento del Padre (...). Donde hay imposibilidad de confiar en cosas que no se han comprobado por uno mismo, la fe no es posible»6. 2. LA RAZÓN INMANENTE La historia de la filosofía reconoce en René Descartes la paternidad del así llamado racionalismo moderno. Más allá de las no pocas distorsiones que el pensamiento ilustrado del siglo XVIII provocó en torno a la filosofía cartesiana —así como de la conveniencia de apartarse de simplificaciones esquemáticas y de etiquetas que revelan anacrónicos anti-modernismos—, no parece haber duda de que fue Descartes quien, a pesar de su fe católica, estableció las bases filosóficas para el postulado de la inmanencia de la razón, esto es, para la comprensión de la razón en términos de una esencial auto-referencia en sí misma que, suscitando una inicial desconfianza ante todo aquello que adviene de fuera de la conciencia, termina dificultando la fe, o sea, la acogida de la revelación divina que, precisamente, adviene a la conciencia y a la historia de un modo que el intelecto solo nunca habría podido siquiera imaginar. René Descartes 6. Jean Danielou, La crisis de la inteligencia hoy, Paulinas, Madrid 1969, pp. 53-55. 108 PERSONAYCULTURA - Número 3, Año 3 El racionalismo de Descartes no es un racionalismo banal, no es una «Donde hay imposibilidad negación definitiva del mundo de confiar en cosas percibido por los sentidos ni una que no se han comprobado negación radical del Dios trascenpor uno mismo, dente, sino una “representación” de esas realidades a partir de la inma- la fe no es imposible». nencia de la razón7. Desde su formación en la tradición agustiniana y tomista, Descartes invierte los principios gnoseológicos básicos de esa tradición y postula las ideas inmanentes en la conciencia —y no más al esse, esto es, el ser— como fundamento de cualquier conocimiento que pretenda ser verdadero. Así, si para Tomás de Aquino los conceptos no son sino la esencia de las cosas a la manera como pueden estar presentes en el intelecto, Descartes afirmará que ya que poseemos las ideas de las cosas en la razón no sería entonces más necesario que la razón emprenda el esfuerzo de abrirse a un mundo que está más allá de la razón, pues en las ideas mismas ya estaría representada o incluso contenida la realidad. En una perspectiva semejante, si para San Agustín las verdades que se encuentran en el intelecto humano pueden ser vistas como reflejos de la Verdad de Dios que ha de ser siempre buscada en la medida en que precede y acompaña todo proceso de conocimiento, Descartes —en una visión especular invertida— postula que, ya que poseemos ciertas verdades en el recinto de la razón, el acceso a Dios no exigiría una búsqueda constante de Dios en cuanto ser trascendente a la conciencia, sino que sería suficiente la auto-refere ncia de la razón en sus ideas propias, ya que una de ellas —la idea d e perfección— “representa” la idea de Dios y, así, en ella se encuentra contenido lo que es posible afirmar con respecto a la realidad divina. Como observa Cornelio Fabro, si la perspectiva realista afirma el ser en cuanto fundamento de la conciencia, el racionalismo inmanentista pasa a afirmar la conciencia en cuanto fundamento del ser8. 7. Ver A l f redo García Quesada, Considerações sobre a consistência ôntica da idéia na filosofia de Descartes, en Revista da Universidade Católica de Petrópolis, v.4, n.12 (1996), pp. 73-84. 8. Ver Cornelio Fabro, Santo Tomás frente al desafío del pensamiento moderno, en Las razones del tomismo, Eunsa, Pamplona 1980, p. 22. HORIZONTES 109 Esta razón auto-referida no aparecerá tan solo como el nuevo fundamento de la ciencia y de la filosofía modernas, sino que dará forma a una actitud intelectiva más amplia que pretende modelarlo todo a su imagen y semejanza y que se muestra reticente ante lo que adviene de fuera y ante la dinámica del encuentro, disposiciones estas últimas que resultan imprescindibles para el surgimiento de la fe como acogida a una Revelación divina que irrumpe como acontecimiento gratuito y que, teniendo su origen más allá de la inmanencia humana, se manifiesta en una persona concreta, la persona de Jesucristo, quien invita a un encuentro personal con Él como camino para conocer la realidad de Dios. La optimista afirmación de la razón inmanente, hecha por lo menos durante tres siglos del segundo milenio, se derrumbó conforme fue desarrollándose el último siglo de ese milenio y conforme fue registrando las diversas catástrofes que aun recordamos no sin vergüenza y que han debido ser asumidas como una responsabilidad que concierne a toda la humanidad. La incapacidad de la razón autoreferida de controlar sus desdoblamientos más radicales, ignorando instancias trascendentes a su sola afirmación, se evidenció, entre otras muchas señales, en la profunda desconsideración de la dignidad del prójimo, la cual fue abiertamente manipulada, con el apoyo del carácter calculista de la razón instrumental, por diversas formas de totalitarismo e incluso sistemáticamente eliminada en campos de exterminio, que llevaron a Theodor Adorno a preguntarse si la cultura humana aun sería posible después de Auschwitz. Pero el fracaso de la razón inmanente se manifestó también mediante la radical desconsideración de otra realidad trascendente a la conciencia y que resulta indispensable para la subsistencia de toda la humanidad, la naturaleza, cuya manipulación —a partir de un desenfrenado afán posesivo impulsado por el dinamismo utilitarista de una razón instrumental transfigurada en tecno-ciencia— ha terminado comprometiendo el futuro de las próximas generaciones. Estas dramáticas experiencias condicionaron el surgimiento de la autodenominada “razón postmoderna” que pretendió ofrecer un antídoto a la razón autónoma de la modernidad mediante el paradigma del llamado “pensamiento débil”. Así, se volvió emblemática la sentencia del filósofo italiano Gianni Vattimo que proclama que 110 PERSONAYCULTURA - Número 3, Año 3 «la noción de verdad ya no subsiste y el fundamento ya no obra, pues no hay ningún fundamento para creer en el fundamento»9. Recurriendo a Nietzsche subrayará que «no existen datos sino tan solo interpretaciones» y reforzando esta perspectiva a través de otro aforismo nietzscheano, defenderá que, finalmente, «el mundo verdadero se volvió fábula». Sin embargo, a pesar de haber fragmentado la razón inmanentista moderna, el pensamiento débil no logra escapar de aquello que constituye la base del inmanentismo, esto es, el rechazo de una razón abierta capaz de acoger la realidad. En verdad, el nihilismo propuesto a partir del proceso de “debilitamiento de la razón” no hace otra cosa que conducir hacia la exacerbación inmanentista de la pura voluntad que terminará reconociéndose en la nietzscheana “voluntad de poder”. Así, lo que parecía ser un camino enrumbado hacia la tolerancia, termina siendo más bien una puerta abierta para arbitrariedades aun mayores que paradójicamente facilitaría el retorno de los totalitarismos que se pretendía eliminar. Es la lección aun no suficientemente aprendida que hace más de veinticinco siglos nos dejó Calicles —uno de los sofistas más radicales pero, al mismo tiempo, más coherentes de Atenas— quien propugnaba que en una cultura en donde se renuncia a la posibilidad de una verdad o de una ley válida para todos, la única ley que resta es la “ley del más fuerte”, esto es, la expresión individualista de la violencia irracional y no una frágil tolerancia como algunos parecen hoy creer no sin cierta ingenuidad. 3. LA FE Y LA RAZÓN No es posible comprender cómo es que la fe sería posible si no existe una sintonía básica con su más importante preámbulo, esto es, con un intelecto que no se encierra en la inmanencia sino que se coloca en una esencial disposición de abertura para así acoger —y no para manipular— la realidad en toda su riqueza y en todas sus dimensiones. Y, por otro lado, no se explica cómo es que la fe —que 9. Gianni Vattimo, El fin de la modernidad, Gedisa, Barcelona 1990, pp. 147-148. HORIZONTES 111 La fe tiene su origen en un propone no un fundamento sino el funfundamento real, la realidad damento mismo de la realidad, esto es, la de Dios mismo. verdad acerca de Dios— podría ser posi- ble en medio de un clima intelectual que olvida la relevancia y el sentido de la pregunta misma por el fundamento, o sea, la pregunta sobre la verdad. En medio de esta situación, Juan Pablo II sorprendió, una vez más, con la publicación de su encíclica Fides et ratio. Como se sabe, resultó particularmente extraño para no pocos ambientes académicos, así como para ciertos medios de comunicación y para algunos sectores de la opinión pública, que haya sido la Iglesia, una institución cuya misión esencial es el anuncio de la fe, quien venga a defender la dignidad y las posibilidades de la razón. Y, sin embargo, este gesto del Pontífice no hizo más que dar continuidad a la secular tradición cristiana que siempre defendió que la fe es un dinamismo que supone y perfecciona las capacidades naturales del ser humano, sobretodo a la razón. Así, si la razón se mostró desconfiada y débil, Juan Pablo II viene a diagnosticar que tal vez ello se deba a que la razón, después de casi cuatro siglos de orgullosa autoafirmación, olvidó que la posibilidad de que despliegue sus más nobles capacidades deviene del fundamento previo que la sustenta, esto es, la realidad humana tal como fue creada por Dios y cuyo misterio solo se puede comprender plenamente a partir de la fe, esto es, a partir de la acogida de la persona de Jesucristo que, como formula hermosamente la Gaudium et spes, revela al hombre quién es el hombre. Con todo, no deja de ser sorprendente que la situación dramática de nuestro tiempo venga a exigir que la fe deba rescatar su preámbulo, la razón, y, sobre todo, que requiera enfatizar una orientación básica de la razón que no hace mucho tiempo parecía obvia: su natural deseo por la verdad. Se podría preguntar por qué la Iglesia necesita rescatar a la razón cuando tal vez bastaría proponer la fe como una instancia radicalmente 112 PERSONAYCULTURA - Número 3, Año 3 Juan Pablo II diferente y trascendente a la razón. Esa fue la alternativa propuesta por el pensador católico italiano Dario Antiseri quien, acogiendo la perspectiva del pensamiento débil redactó —en búsqueda de un curioso diálogo crítico con el C a rdenal Camillo Ruini— un libro e n t e ro titulado Teoría de la racionalidad y la razón de la fe en donde defiende que la fe podría mostrar mejor su sentido si dejase de intentar establecer un vínculo con una razón que busca fundamentos10. Ahora bien, la fe cristiana no tiene su origen —como se enfatizó al inicio de las presentes reflexiones— en una voluntad subjetiva de creer, que podría terminar postulando las más diversas fantasías. La fe tiene su origen en un fundamento real, la realidad de Dios mismo, que cuando es revelada es, por el hecho de ser una realidad, susceptible no solo de ser acogida sino de ser, en buena medida, comprendida e interiorizada por el intelecto. El puro fideismo, la fe por la fe, sería insuficiente para que la verdad revelada se enraíce en una interioridad humana en donde están presentes la voluntad, las emociones y, sobre todo, el intelecto. El sentido encarnatorio de la fe es esencial a la doctrina cristiana. A d i f e rencia de formas religiosas neo-gnósticas —como la “Nueva Era” que, despreciando ciertas realidades específicamente humanas, carnales y materiales proponen un dinamismo desencarnado en un pretendido ascenso emotivista y voluntarista hacia una divinidad difusa— la fe cristiana sigue y prolonga el dinamismo encarnatorio de la Persona del Verbo que humildemente se abajó y asumió la carne humana para renovarlo todo y posibilitar el camino que lleva al ser humano a su plenitud. «Lo que no es asumido —decía San Ireneo de Lyon— no es redimido». Tal es el dinamismo de la Encarnación y tal es, consecuentemente, el dinamismo de la fe cristiana. La fe cristiana, recuerda Fides et ratio, no puede prescindir de la capacidad intelectiva natural del ser humano. Y si el hombre de nuestro tiempo duda de esa capacidad, la fe está dispuesta a ofrecer el servicio —tal vez inédito en la historia del pensamiento— de proponer el camino de recuperación de la confianza de la razón en sus posibili- 10. Ver Dario Antiseri, Teoria della razionalità e ragioni della fede (Lettera filosofica con risposta del Card. Camillo Ruini), San Paolo, Milán 1994. HORIZONTES 113 dades naturales. Si no fuese así, la fe difícilmente florecería como “virtud”, esto es, como disposición fuertemente enraizada en la interioridad intelectiva, afectiva y volitiva del ser humano. No sería posible la configuración de una disposición integral del hombre en su relación con Dios, sino que habría una división interna entre aquello que la fe indica y aquello que la razón, los afectos o la voluntad postulan. Es en esta división que a veces adquiere las características de una cierta esquizofrenia en donde puede ser encontrada la causa principal de la ruptura entre la fe y la vida, entre la fe y la cultura, que tanto preocupaba a Pablo VI en la Evangelii nuntiandi. Por otro lado, la fe viene a exigir a la razón el cumplimiento de su misión específica porque la fe cristiana no se comprende como una opción más, puramente voluntarista, entre las múltiples opciones religiosas posibles que se ofrecen en un ambiente que ha osado insertar en el dinamismo de competencia del mercado aquella inquietud religiosa fundamental que Pieter Van der Meer denominaba en una de sus más bellas novelas la “nostalgia de Dios”11. Hoy —observa el filósofo Pablo Capanna— experimentamos un ambiente que «recuerda la actitud que llevó, en la Roma Imperial, a unificar bajo un mismo techo a los dioses de los pueblos conquistados (...). Se sostiene ahora que la intolerancia es exclusiva de la tradición judeo-cristiana (...) y, en consecuencia, se propone una pluralidad de creencias, un “politeísmo” para que cada individualidad pueda hallar su expansión psicológica en una fantasía religiosa, haciéndose sus propios “dioses” y conviviendo en una sociedad plural: una convivencia que se basa más en el escepticismo y el relativismo que en el regreso a una posible inocencia pagana»12. La razón es una aliada de la fe cristiana porque la fe no viene a proponer fantasías ni un camino al gusto del cliente sino una verdad que, aunque no puede ser agotada por la razón, puede y debe ser comprendida por la razón. La fe no puede presentarse a sí misma como una opción entre muchas porque se comprende como acogida a realidades que, una vez que son aceptadas, deben ser cuidadosa- 11. Ver Pieter van der Meer de Wa l c h e ren, Nostalgia de Dios, Carlos Lohlé, Buenos Aires 1972. 12. Pablo Capanna, De la secularización al neopaganismo, en Revista Medellín, n. 28 (1981), p. 467. 114 PERSONAYCULTURA - Número 3, Año 3 mente preservadas en su conLa razón es una aliada de la fe cristiana sistencia propia, pues se porque la fe no viene a proponer entiende que ellas no han sido configuradas y menos fantasías ni un camino al gusto del aun creadas arbitrariamente cliente sino una verdad que, aunque no por la conciencia humana puede ser agotada por la razón, puede y sino que han sido reveladas debe ser comprendida por la razón. por Dios mismo. La fe cristiana no es, pues, una opción religiosa entre las muchas posibles —como observa el sociólogo chileno Pedro Morandé— porque ella es, precisamente, la respuesta adecuada a Aquel que no dijo voy a mostrarles “un” camino sino «Yo soy el camino, la verdad y la vida». 4. LA FE CRISTIANA EN LA UNIVERSIDAD CATÓLICA Ahora bien, ¿cuál es el sentido de la fe cristiana en una universidad católica? No es poco frecuente que a muchos les parezca —en medio del clima secularizado de nuestro tiempo— que la fe cristiana haya de estar presente en las universidades, pero al modo de un barniz o un condimento que justificaría que una universidad mantenga el adjetivo de “católica”. O, lo que es aun más frecuente, se propone que la fe cristiana esté presente en la universidad en espacios que se considera específicamente apropiados para la fe, como la capilla o los patios, pero no tanto en las clases, los eventos académicos o las bibliotecas. Esa forma de presencia —generalmente delegada al departamento de pastoral universitaria— es, ciertamente, uno de los más nobles servicios que se puede ofrecer en el claustro universitario, pero no es la razón por la cual las universidades católicas fueron creadas, ni revela el tipo de presencia encarnatoria que se espera que la fe despliegue en las coordenadas y los dinamismos que son específicos de una institución universitaria. Como es sabido, la institución que denominamos “universidad” fue fruto de una época cultural que, más allá de sus imperfecciones, estuvo animada por el sentido profundamente humanista de la fe cristiana; fue una época que, ya hace más de siete siglos, comprendió que se tornaba necesaria la creación de un espacio protegido jurídicamente para preservar y promover las tareas orientadas a la búsque- HORIZONTES 115 da del conocimiento y, consecuentemente, de la verdad. Así, en medio de otras corporaciones, la de los zapateros, la de los carpinte ros, la de los orfebres, surgía, humildemente, la u n i v e r s i t a s m a gistrorum et scholarium, esto es, el “universo” o “conjunto” de maestros y alumnos que asumían el amor a la sabiduría como su oficio específico13. Siguiendo las orientaciones de la tradición clásica, entendían el amor a la sabiduría como aspiración a la comprensión de la respuesta a la pregunta por el sentido de la existencia, y es por ello que la filosofía tuvo en el seno de los germinales claustros universitarios un lugar privilegiado, y la fe, sobre todo a través del cultivo de la teología, una presencia particularmente marcante14. Sin embargo, siglos después, la dinámica del llamado secularismo, que buscaba configurar una cultura en donde se pudiese vivir como si Dios no existiese, se apoderó de la mentalidad universitaria e, incluso, de no pocas instituciones universitarias. Fue así que en los claustros universitarios se formaron los principales líderes intelectuales que intentaron convencer a la sociedad de que sería posible construir un mundo que da las espaldas a Dios, mundo que, paradójica y dramáticamente, terminó revelándose, según la imagen de Dostoievsky, como un mundo que se vuelve contra el propio hombre. En ese marco, la creación relativamente reciente, a lo largo del pasado siglo XX, de instituciones académicas que se denominaron a sí mismas “universidades católicas” surgió, precisamente, de una exigencia del sentido esencialmente difusivo y humanista de la fe cristiana, que no admitía que sus intrínsecos despliegues culturales fuesen relegados al restringido espacio de una capilla o al espacio intimista o privado de la mera conciencia individual. No se trataba, pues, de un mero oportunismo circunstancial o de un impulso reactivo o apologético frente al secularismo, sino de una comprensión objetiva del sentido humanista y cultural de la fe cristiana. Se trata- 13. Jaques Verger, As universidades na idade média, Unesp, São Paulo 1990, pp. 47ss. 14. Reinholdo Aloysio Ullman, A universidade medieval, EDIPUCRS, Porto Alegre 2000, pp. 97ss. 116 PERSONAYCULTURA - Número 3, Año 3 ba de que aquel sentido de la fe cristiana, en cuanto promotor del hombre en cuanto hombre, fuese comprensible, razonable, y, por lo tanto, pasible de ser plenamente vivido en medio de los modos de pensar de nuestro tiempo. Resultaba, pues, imprescindible que ese sentido humanista del catolicismo estuviese presente en aquel ámbito cultural universitario que busca, de modo riguroso, el conocimiento y la sabiduría, no solo para ofrecerle el aporte de la fe, sino para que la propia fe se plantee a sí misma la tarea esforzada de dar razones conforme a las exigencias rigurosas de cualquier búsqueda específicamente académica de la verdad. La Constitución Apostólica Ex corde Ecclesiae de Juan Pablo II, carta magna de las Universidades Católicas, formula el sentido del origen de nuestras universidades a través de expresiones que siempre es conveniente re c o rdar: «Nacida del corazón de la Iglesia, la Universidad Católica se inserta en el curso de la tradición que remonta al origen mismo de la Universidad como institución (...). Ella comparte con todas las demás universidades aquel gaudium de veritate, tan caro a San Agustín, esto es, el gozo de buscar la verdad, de descubrirla y de comunicarla en todos los campos del conocimiento. Su tarea privilegiada es la de “unificar existencialmente en el trabajo intelectual dos órdenes de realidades que muy a menudo se tiende a oponer como si fuesen antitéticas: la búsqueda de la verdad y la certeza de conocer ya la fuente de la verdad”»15. En ese sentido, no parece ocioso destacar que la presencia de la fe cristiana en una Universidad Católica no puede ser un mero complemento o condimento de la institución, sino que es la señal de fidelidad a la razón de ser de las universidades católicas. Y, sin embargo, una universidad católica no existe ante todo para “circ u nscribir” un ámbito de difusión de la fe, aunque esa dimensión no es ajena a su vida. Si de ello se tratase, no habría sido necesario crear aquello que denominamos universidades católicas. El gran desafío, como apunta Ex corde Ecclesiae, es buscar el diálogo y, si es posible, la síntesis entre la fe y la razón, es decir, entre el sentido humanista de la fe y los diversos tipos de conocimiento cultivados por la razón en 15. Juan Pablo II, Ex corde Ecclesiae, 1. HORIZONTES 117 el ambiente académico. Más aun, las universidades católicas tienen la responsabilidad de manifestar que la fe promueve y redimensiona, efectivamente, a la razón y abre nuevos e insospechados horizontes a las diversas disciplinas académicas. De ello, es ejemplo el concepto de “persona”, que desconocido antes de la llegada del cristianismo, fue agudamente formulado por la reflexión teológica y por otras disciplinas cultivadas en los claustros universitarios, habiendo operado como fecundo fundamento no solo para otras áreas del conocimiento, sino también para la configuración de estructuras societarias más justas y para la hodierna defensa de los derechos humanos16. Tan solo una errada concepción de la libertad académica, fundada en la idea de libertad formulada por el pensamiento ilustrado y el hodierno neoliberalismo, puede haber llevado a creer que la verdad, obtenida sea por la fe o por la razón, puede ser un límite restrictivo para la enseñanza y la investigación. En realidad, la libertad no se confunde con el mero deseo arbitrario o con la mera capacidad de elección, sino que aparece como la posibilidad que el ser humano tiene de desplegar los dinamismos más propios de su naturaleza específica, trascendiendo todo aquello que lo aliena de su ser y de su vocación. La aparente verdad de la expresión del liberalismo “mi libertad termina allí cuando comienza la libertad del otro” manifiesta, en el fondo, que el otro o cualquier instancia trascendente al mero arbitrio, incluyendo a la misma verdad, aparecerían como un límite y no como una promoción de la libertad. Por el contrario, el sentido humanista de la fe cristiana enseña —y no pocas actividades académicas en nuestras universidades lo demuestran— que el prójimo, el colega, el alumno, no obstaculizan sino que permiten que cada uno alcance la madurez de su propia vocación y, por otro lado, enseña también que toda verdad descubierta no limita sino que ensancha el espíritu, liberándolo de las amarras que lo ligaban a las opacas o incluso falsas imágenes de la realidad. En ese sentido, la Ex corde Ecclesiae subraya: «la Universidad Católica se distingue por su libre búsqueda de toda la verdad acerca de la naturaleza, del hombre y de Dios. Nuestra época, en efecto, tiene necesidad urgente de esta forma de servicio desinteresado que es el de proclamar el sentido de la verdad, valor fundamental sin el cual desa- 16. Ver Etienne Gilson, El espíritu de la filosofía medieval, Rialp, Madrid 1981, pp. 195-212. 118 PERSONAYCULTURA - Número 3, Año 3 parecen la libertad, la justicia y la dignidad del hombre»17. Pero no se trata tan solo de que la fe cristiana muestre cómo es que ella puede promover la razón y la libertad de acuerdo a los modos específicos como estas se cultivan en el ámbito universitario. Tal vez por primera vez en la historia de la humanidad la fe cristiana tiene la gravísima misión de abrir el horizonte que permita que la razón recupere la confianza en su capacidad de conocer la realidad, incitándola a que asuma la audacia de plantear los más hondos interrogantes con respecto a las diversas dimensiones de la realidad. Y ello, sin duda, constituiría una contribución de primer orden para las universidades católicas en cuanto atañe no solo a la dimensión católica de la universidad sino al carácter propiamente universitario de la universidad. 5. EL HUMANISMO CRISTIANO EN LA UNIVERSIDAD CATÓLICA La preocupación que la Iglesia manifiesta con respecto a la razón y a la universidad —definiendo el dinamismo de ambas a partir de su natural orientación hacia la verdad— tiene su raíz en consideraciones esencialmente antropológicas, esto es, en la comprensión de que la razón es una capacidad natural del ser humano y que la universidad tiene como su tarea esencial el cultivo de esta capacidad en orden a una formación integral de la persona. La preocupación de la Iglesia La Iglesia viene a destacar con respecto a la razón y la universidad con renovado vigor que la es pues —como ha observado Juan vida humana tiene sentido, Pablo II en repetidas ocasiones18— una que la razón puede alcanzar preocupación por el hombre comprendido no de un modo abstracto sino tal la verdad, que la voluntad como fue creado por Dios y tal como tiene la capacidad de puede ser hallado en la historia. orientarse hacia el bien. 17. Juan Pablo II, Ex corde Ecclesiae, 4. 18. Por ejemplo, en su segunda visita al Perú, refiriéndose a la temática de la cultura —que engloba el dinamismo de la racionalidad y de la universidad—, el Papa decía: «El interés por la cultura es, en primer lugar, un interés por el hombre y por el sentido de su existencia» (Juan Pablo II, Mensaje al mundo de la cultura y de la empre s a, Lima, 15/05/1988, 3). HORIZONTES 119 Así, en un dramático momento de la historia en que el hombre ha comenzado a dudar ya no esporádicamente sino sistemáticamente acerca del sentido de la verdad e, incluso, del sentido de la propia existencia humana, sumergiéndose en la desesperanza, en el tedio, en aquello que Viktor Frankl denominó el “vacío existencial”19, en aquella pérdida del “gusto por la vida” que los grandes maestros espirituales denominaron “acedia”, la Iglesia, por causa de la fe, viene a destacar, con renovado vigor, que la vida humana tiene sentido, que la razón puede alcanzar la verdad, que la voluntad tiene la capacidad de orientarse hacia el bien y que las emociones humanas no son instintos ciegos sino que poseen una intencionalidad propia orientada hacia la belleza del ser. De otro lado, en el presente momento de la historia las universidades, en general, católicas y no católicas, se debaten ansiosamente por mantener un lugar propio en una sociedad dominada por el “imperialismo” del mercado, en donde la competencia canibalesca reedita la imagen que Hobbes elaboró del hombre como lobo para el hombre, convidando a las universidades a que se conviertan en empresas comerciales, en donde la complejidad social viene a exigir que las universidades cumplan la exclusiva función de ofrecer profesionales que se adapten a un sistema social que proclama no necesitar la hipótesis de la dignidad del ser humano para desarrollar sus dinamismos auto-poiéticos. Ante tal panorama, la Iglesia nos recuerda que la universidad, en cuanto universidad, es una institución que, en medio de otras, existe para preservar la irrenunciable dignidad de la persona humana y que, por lo tanto, tiene una palabra substancial para proferir acerca del hombre y su destino, siempre que sea fiel a su identidad y vocación centrada en la búsqueda de la verdad. D i c e Ex corde Ecclesiae, enfatizando la vocación específica de las universidades católicas: «Por una especie de humanismo universal la Universidad Católica se dedica por entero a la búsqueda de todos los aspectos de la verdad en sus relaciones esenciales con la Ve rdad suprema, que es Dios, por lo cual, ella, sin temor alguno, antes bien con entusiasmo trabaja en todos los campos del saber, consciente de ser precedida por Aquel que es “Camino, Ve rdad y 19. Ver Viktor Frankl, Ante el vacío existencial, Herd e r, Barcelona 1980. 120 PERSONAYCULTURA - Número 3, Año 3 Vida”, el Logos, cuyo Espíritu de inteligencia y de amor da a la persona humana la capacidad de encontrar con su inteligencia la realidad última que es su principio y su fin, y es el único capaz de dar en plenitud aquella Sabiduría, sin la cual el futuro del mundo estaría en peligro»20. De hecho, nos encontramos en un momento histórico en donde, sin exageraciones apocalípticas, existe una real amenaza contra aquello que, no mucho tiempo atrás, considerábamos que era lo más natural y lo más propio de la vida humana. La experie ncia estremecedora de dos guerras mundiales, que llevaron a los estados del mundo a elaborar la Declaración Universal de los D e rechos Humanos, no parece haber sido suficiente para frenar las a g resiones a la dignidad del hombre. La cada vez más difundida legalización del aborto se revela como formalización jurídica de la ley de Calicles, esto es, del derecho de los más fuertes sobre los más débiles, y la biotecnología continúa jugando a ser Dios, pretendiendo develar el hondo misterio de la vida humana, sin que consiga estremecer suficientemente las conciencias en relación a la posibilidad de manipulaciones más radicales del hombre por el hombre. En el ámbito académico, si antes hubo pre o c u p a c i ó n ante el llamado antihumanismo de los diversos estructuralismos que consideraban que el hombre no poseía una consistencia y una dignidad propias, sino que aparecía como simple parte de una estructura más amplia, hoy, la moderna teoría de sistemas, d e s a r rollada potentemente por pensadores como Niklas Luhmann, defiende que no es ni siquiera necesario considerar al h o m b re como parte de un sistema estructural, sino que el hombre vendría a ser simplemente un “medio ambiente”, un “entorno” del sistema, esto es, un factor irrelevante y totalmente externo de sistemas sociales, políticos y económicos que se regularían a sí mismos a través de dinamismos complejos semejantes a los de las redes de informática 21. Ante estas preocupantes señales, conviene recordar las siguientes 20. Juan Pablo II, Ex corde Ecclesiae, 4. 21. Ver Niklas Luhmann, Social systems, Stanford University Press, Stanford 1995. HORIZONTES 121 palabras que Juan Pablo II dirigió no solo El maestro es, precisamente, a las universidades católicas sino a todas aquel que es capaz de las universidades del mundo: «la Iglesia y transmitir un determinado la universidad desean servir al hombre de manera desinteresada, intentando respon- saber porque ha tenido la der a sus más profundas inquietudes experiencia personal de ese i n telectuales y morales. La Iglesia enseña saber y lo ha encarnado en la que la persona humana, creada a imagen propia vida. de Dios, posee una dignidad única que es indispensable defender frente a tendencias que, hoy, amenazan destruir al hombre en su ser físico y moral, individual y colectivo. La Iglesia se dirige muy particularmente a los universitarios para decir: busquemos defender juntos al hombre en sí mismo, cuya honra y dignidad están seriamente amenazadas. La universidad que, por su propia vocación, es una institución desinteresada y libre, se presenta como una de las pocas instituciones de la sociedad moderna capaces de defender al hombre por sí mismo, sin subterfugios, sin pretextos o motivos diversos a la simple razón de que el hombre posee una dignidad única que lo torna merecedor de ser respetado por sí mismo. Es este el humanismo que la Iglesia propone (...). Sea permitido —continuaba diciendo el Papa— que exhorte a las universidades de todo el mundo a recorrer todos los caminos que estén a su alcance: la enseñanza, la investigación, la información, el d i á l ogo con la opinión pública, para poder llevar adelante esta misión humanista, que posibilite la configuración de una civilización del amor, la única capaz de evitar que el hombre se torne enemigo del hombre»22. No hay duda de que el programa de consolidación de una consistente cultura humanista cristiana, en el seno de nuestras universidades católicas, exige el arduo y delicado trabajo de encarnar, de modo cada vez más convincente y atractivo, el intrínseco sentido humanista de la fe cristiana en nuestros proyectos institucionales, en nuestros proyectos académicos o pedagógicos, en los pro g r a m a s c u rriculares de las carreras, en los contenidos programáticos de los cursos, pero exige, sobre todo, la presencia marcante del maestro. La 22. Juan Pablo II, Mensaje al mundo universitario, 07/03/1983, 6. 122 PERSONAYCULTURA - Número 3, Año 3 eventual crisis de cualquier cultura universitaria es directamente proporcional a la falta de grandes maestros. El psicólogo Erich Fromm decía, en su bello libro El arte de amar: «Aunque en nuestras universidades ofrezcamos conocimientos, estamos olvidando la enseñanza más importante para el desarrollo humano, aquella que solo puede ser ofrecida a través de la simple presencia de una persona madura y expansiva. En etapas anteriores de nuestra cultura (...) el hombre más valorizado era aquel que poseía acentuadas virtudes espirituales. El maestro no era únicamente ni principalmente una fuente de información, sino que su misión consistía en transmitir determinadas disposiciones y actitudes humanas»23. El maestro es, precisamente, aquel que es capaz de transmitir un determinado saber porque ha tenido la experiencia personal de ese saber y lo ha encarnado en la propia vida. Esto que es válido para cualquier forma madura de conocimiento resulta particularmente indispensable para la adecuada La respuesta al desafío de la presencia transmisión de la fe cristiana en la universidad. La fe cristiana no de la fe cristiana en la universidad es una doctrina abstracta sino pasa por la recuperación de la razón, una forma de vida. Es —como se de las preguntas fundamentales de la indicó al inicio del pre s e n t e existencia y de la conciencia texto— una virtud, y, así, para mínima que cada uno puede tener de que germine y florezca, se hace su propia humanidad. necesaria la presencia del hombre virtuoso que muestre el sentido existencial de la virtud y el modo como esta puede ser adquirida. La transmisión de la fe en la universidad no puede ser reducida a una mera fórmula declarativa. Se hace necesario revelar, a través de la razón y de la propia vida de los maestros, que ella es verdaderamente capaz de ampliar las posibilidades de la razón y de hacer la vida más humana. Pero este sentido encarnatorio de la virtud de la fe exige, como se dijo antes, un preámbulo, esto es, la propia razón en su capacidad de presentar, a la manera de preguntas, las inquietudes más profundas del corazón humano. Sin una conciencia mínima de la propia condi- 23. Erich Fromm, El arte de amar, Paidós, Buenos Aires 1973, pp. 137-138. HORIZONTES 123 ción humana y sin una razón capaz de formular las preguntas que esta condición suscita, el sentido de la fe nunca llegaría a ser comprendido. Resulta difícil presentar, en el salón de clases, los contenidos de la fe para aquel que nunca se ha planteado a sí mismo preguntas fundamentales como ¿quién soy yo?, ¿de dónde vengo? o ¿adónde voy? En ese sentido, la respuesta al desafío de la presencia de la fe cristiana en la universidad pasa por la recuperación de la razón, de las preguntas fundamentales de la existencia y de la conciencia mínima que cada uno puede tener de su propia humanidad. En esa línea, resulta paradigmática la experiencia de San Agustín que explicaba su estado de alejamiento de Dios precisamente por el hecho de estar alejado de sí mismo24. El desafío de tornar más presente la fe cristiana en la universidad no es sino el desafío de responder, a partir de las características propias de la vida universitaria, a la relativamente reciente convocatoria de la Iglesia a ensayar un diálogo más fecundo entre la fe y la cultura. Se comprende que la fe cristiana no pueda quedar nunca apartada de la cultura si atendemos a los diversos sentidos semánticos que la idea de cultura presenta en los más significativos documentos eclesiales relativos al tema: la cultura como «conjunto de criterios de juicio, de valores determinantes, de puntos de interés y de modelos de vida de la humanidad» —conforme enseña Evangelii nuntiandi25—; la cultura como «el estilo de vida o el modo como los hombres cultivan su relación con la naturaleza, con el prójimo y con Dios»—conforme enseñan Gaudium et spes y Puebla26—, la cultura como «cultivo y expresión de todo lo humano» —conforme enseña Santo Domingo27— o la cultura como «un modo de ser y de existir del propio hombre» —como enseña Juan Pablo II 28—. 24. S o b re el llamado “camino de interiorización”, como vía de aproximación a Dios, se puede citar el siguiente texto de San Agustín: «Reconoce que en ti hay algo, dentro, muy dentro de ti (...). Deja fuera tu vestido y tu carne, y desciende hasta ti (...). Si tú mismo estás lejos de ti ¿cómo podrás acercarte a Dios? (...). Busquemos a Dios en su imagen, reconozcamos en su semejanza al Creador» (In Johannis evangelium tractatus, 23,10). O también: «Tarde te amé, Dios mío, hermosura siempre antigua y siempre nueva, tarde te amé. Estabas Tú conmigo, pero yo no estaba contigo (...). Me retenían lejos de ti las cosas que si no estuviesen en ti no existirían» (Confesiones X, 27,38). 25. Ver Evangelii nuntiandi, 19. 26. Ver Gaudium et spes, 53 y P u e b l a, 386. 27. Ver Santo Domingo, 228. 28. Ver Juan Pablo II, Discurso ante la UNESCO, 02/06/1980, 6. 124 PERSONAYCULTURA - Número 3, Año 3 Así, si la fe es acogida de la revelación que Dios hace acerca de la naturaleza y la finalidad de la realidad del hombre, no se explica cómo es que esa fe podría dejar de ser desplegada en los diversos modos como el hombre busca cultivarse a sí mismo. Es por ello que en la carta de creación del Consejo Pontificio de la Cultura, el Papa advertía: «una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no enteramente pensada, ni fielmente vivida»29. Las universidades católicas que pueden ser calificadas como p r i vilegiados focos de cultura30, tienen, pues, la irrenunciable misión de configurar un ethos propio en donde la fe esté vitalmente presente. Se trata de configurar ese ethos asumiendo los dos significados que los griegos le otorgaron: el ethos en cuanto disposición o carácter propio de la persona frente al mundo y el ethos en cuanto morada o ambiente, esto es, como mundo específicamente configurado para ser habitado por el hombre. Con respecto al primer significado del ethos, el desafío reside —como se observó antes— en la comprensión de la fe en cuanto virtud, es decir, en cuanto disposición propia de cada miembro de la comunidad universitaria, disposición que, para que esté verdaderamente enraizada y pueda ser coherentemente desplegada, exige una razón que esté abierta y dispuesta a preguntarse por el sentido pleno de la existencia que será revelado, en última instancia, por la fe. Con respecto al segundo significado del ethos, el desafío consiste en lograr que el modo como los universitarios practican la virtud adquirida de la fe se desdoble en la configuración de una morada, de una auténtica communio que facilite la fe de todos y que, consecuentemente, promueva toda habilidad intelectual y humana, invitando a otros a hacer esta experiencia, convirtiéndose, así, en una communio que aparece como una «presencia pública, continua y universal del pensamiento cristiano en todo esfuerzo tendiente a promover la cultura»31. Para concluir, no podría dejar de sugerir que, en la configuración 29. Juan Pablo II, Carta de constitución del Consejo Pontificio de la Cultura, 20/05/1982. 30. Ver A l f redo García Quesada, El desafío cultural de las universidades católicas (Consideraciones en torno a Ex corde Ecclesiae), en: Revista Persona y Cultura, Universidad Católica San Pablo, año 2, n. 2, A requipa 2003, pp. 69ss. 31. Juan Pablo II, Ex corde Ecclesiae, 9. HORIZONTES 125 de ese ethos, la figura de María se ofrece como un modelo particularmente fecundo. Fue ella, a través de su fiat, la primera entre los humanos que acogió la virtud de la fe cristiana como disposición que —asumiendo integralmente todos los dinamismos propios de la naturaleza humana— acepta humildemente abrirse más allá de los límites de estos dinamismos, y, así, permitió el más bello e inesperado redimensionamiento de la condición humana. Fue ella quien, al revelar esa fe ejemplar, permitió que el Verbo hiciese su morada, su ethos, entre nosotros, ofreciéndose ella misma como su primera morada, y fue ella, la Madre de la Fe, quien presidió en Pentecostés la consolidación de la morada de todos aquellos que nos reconocemos como hijos en el Hijo, la Iglesia, de cuyo corazón nacieron las universidades católicas. 126 PERSONAYCULTURA - Número 3, Año 3