La responsabilidad de narrar

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cultura y zapatismo
Bases de apoyo zapatistas, Selva Lacandona, Chiapas, 1996
ORIANA ELIÇABE
La responsabilidad de narrar
Elías Canetti
Notas, selección de textos y versión en castellano de Ramón Vera Herrera
Regreso de la Marcha del Color de la Tierra, La Garrucha, Chiapas, abril de 2001
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JAVIER GARCÍA
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En el ámbito sombrío de un mundo cada vez más
ajeno y distante, donde muchos creemos estar
solos, donde no parece haber transformaciones
posibles y se pierde al mismo tiempo la vital idea
de que lo valioso permanece, el zapatismo ha insistido en propiciar que se cuenten todas las historias
borradas. Que enfrentemos la historia única, la oficial, que dictamina hechos, causas y concatenaciones, y que resta a la gente su capacidad de
encuentro y transformación. En ese contexto, se
hace necesario que nos asomemos a cualquier
texto iluminador que aborde la responsabilidad y
la urgencia de la narración
como herramienta transformadora indispensable.
El siguiente texto, del cual
seleccionamos sólo los fragmentos más reveladores, proviene de una conferencia
impartida en Munich en enero
de 1976 por Elías Canetti —
inquietante pensador nacido
azarosamente en Bulgaria en
1905, fallecido a finales del
siglo XX, premio Nobel 1981—,
cuya obra fustigó al fascismo
desde los fundamentos que el
poder encuentra en el pánico
para ejercerse despiadadamente
sobre las personas que el miedo
sume en estado condición de
masa. Canetti fue un escritor
demoledor cuyo pensar se resume en la frase “Existen pocas
cosas negativas que no haya
dicho de la humanidad, y a
pesar de todo me siento tan orgulloso de ella que
sólo odio una cosa: su enemigo, la muerte”. Buscó
afanosamente toda su vida ser tan sólo “un ser
humano” y fustigó igualmente a quienes practicaban una literatura y un oficio narrativo escindidos
de la realidad y buscando sólo logros y fama.
Intentó en cambio entender las motivaciones profundas que debían guiar la tarea, la responsabilidad de escribir y de narrar, la fuerza de la poesía en
la vida cotidiana y el compromiso (no con ideología alguna sino con la humanidad) que el oficio de
escritor o narrador debían entrañar.
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Aunque el título de la conferencia de 1976
era “La profesión del escritor”, nos parece que
muchos de los argumentos esgrimidos en ese texto
pueden iluminar la discusión que cruza la necesidad de ampliar los ámbitos donde la gente se narra
mutuamente. El texto apunta a fijar las posibilidades y la responsabilidad que dan sentido al quehacer de los narradores, sean escritores, trovadores,
cantantes, cuenta cuentos, dramaturgos, cronistas,
reporteros o ensayistas, sea que narren oralmente o
por escrito. Por encima de todo, da cuenta de las
motivaciones que crean eso que hoy varios pensadores llaman el impulso narrativo, algo situado en el origen de
la narración, la escritura, la literatura e incluso la historia como
oficio.
Al término de la segunda
guerra mundial —cuenta Elías
Canetti— se halló entre las ruinas de un edificio en Berlín un
cuaderno de notas. Era el diario
de un escritor, y en una de sus
últimas páginas anotadas se
podía leer la frase: “si realmente
hubiera sido un escritor, habría
evitado la guerra”.
Por supuesto, reflexiona
Canetti, esto era, fue y es imposible, pero vale la declaración del
hombre alemán por su “sentirse
responsable”. Por asumir una
responsabilidad por los hechos y
los fenómenos sociales, verdaderamente históricos que conforman toda vida colectiva.
Ese “sentirse responsable” no es debido —
como muchas personas pregonan enfadadas y
hasta cínicas— a un sentimiento de culpa.
Para Canetti, este “sentirse responsable” es
uno de los primeros pálpitos de quien centra su
vida en hacer sentido, contra el caos o la nada, contra el punto ciego, el sinsentido en todos los órdenes de la vida que es el fascismo.
Para Canetti, buscar sentido, rastrearlo, ponerlo en común con otros, es tarea que nos viene de lo
ignoto estableciendo un hilo conductor mediante el
mejor de los regalos: la transmisión de mitos,
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experiencia, saberes, vida, historias. Quienes buscan sentido para ellos o para todos posibilitan,
según Canetti, la metamorfosis, la transformación.
Y para ello, el trovador, el cuenta cuentos, el
narrador, el historiador, el poeta, el dichter (término
alemán usado por Canetti para resumir a todos quienes están en el impulso de narrar recuperando experiencias y buscando sentido), quien narra debe
ejercer la metamorfosis, es decir, ser los personajes
que quiere narrar. Al ponerse en su circunstancia, al
alojarlos dentro de sí mismo, posibilita que quienes
lean o escuchen experimenten también la transformación. Puesto en esos términos
los narradores se tornan puentes,
vasos comunicantes, memoria,
flujo, catalizador, portadores de
luces, impulsores de conocimiento, por encarnar y propiciar
transformaciones, que son el
núcleo de toda escritura, narración, poesía o disciplina social.
Julio Cortázar resume la
idea central del texto de Canetti
que presentamos al decir, en
Morelliana siempre, que “cuando Saint-Exupéry (en El principito) sentía que amar no es
mirarse el uno en los ojos del
otro sino mirar juntos en otra
dirección, iba más allá del amor
de la pareja porque todo amor va
más allá de la pareja si es amor, y
yo escupo en la cara del que venga a decirme que ama a alguien
sin probarme que por lo menos
en una hora extrema ha sido ese
amor, ha sido también el otro, ha mirado como él
desde su mirada y ha aprendido a mirar como él
hacia la apertura infinita que espera y reclama”.
Y si el narrador mantiene la herencia de un
pasado rico y las tradiciones interminables de los
pueblos del mundo, también mantiene viva la mera
idea de la transmutación, porque el que recrea transforma, nos hace re-conocer. Esto lo logra, siendo los
otros, como esperarían Cortázar y Saint-Exupéry,
por lo menos un momento, y buscando hacer sentido, resistiendo la muerte y la nada. A continuación
los fragmentos más relevantes del texto de Canetti.
La profesión del escritor
Elías Canetti
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[...] En verdad, nadie puede ser escritor, narrador,
si no duda seriamente de su derecho a serlo. La
persona que no ve el estado del mundo en que
vivimos tiene muy poco que decir acerca de éste.
Los riesgos que afligen al mundo, alguna vez
asunto principal de las religiones, recaen ahora en
el ámbito de lo cotidiano. La destrucción del
mundo, ensayada más de una vez, es contemplada con frialdad por quienes no
escriben. Incluso hay gente que
calcula las posibilidades de tal
destrucción, hacen de eso su
profesión y se vuelven gordos y
más gordos. Desde que le confiamos las profecías a las
máquinas, profetizar perdió
todo valor. Mientras más nos
escindimos de nosotros mismos, mientras más nos confiamos a autoridades sin vida,
menos controlamos lo que ocurre. Nuestro creciente poder
sobre todas las cosas, sean animadas o inanimadas, y especialmente sobre nuestra propia
especie, ha producido un contra
poder, pero tampoco lo controlamos realmente.
En torno a esto se podrían
decir tal vez miles de cosas,
pero todas son familiares, eso
es lo extraño, pues los detalles
se han tornado asunto de las noticias cotidianas,
banalidades infames.
Tal vez valga la pena, sería más modesto,
pensar cómo podrían servir los escritores, los
narradores, en la situación en que nos hallamos.
[...]
La literatura puede ser muchas cosas pero no
está muerta. Las personas que se aferran a ella
tampoco. Qué podrían ofrecer estas personas.
Por accidente, me topé hace poco con una
frase escrita por un autor cuyo nombre no puedo
compartir porque nadie lo conoce. La frase,
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manuscrita en un cuaderno de notas, lleva la
fecha de 23 de agosto de 1939, una semana antes
del estallido de la segunda guerra mundial. Y
dice:
“Pero todo ha terminado. Si realmente hubiera sido un escritor, habría evitado la guerra”.
Cuánto sin sentido, dice la gente ahora, pues
sabemos lo que ocurrió después; ¡qué presunción!
Qué podría haber evitado una persona en lo individual, y qué podría haber hecho un escritor, entre
tanta gente. ¿Podemos concebir un alegato más
alejado de la realidad? Qué podría distinguir esa
frase de la alharaca bombástica que deliberadamente produjo el comienzo de la guerra.
Me irritó la frase, la copié con enojo creciente. Aquí, pensé, me topo con la cosa que más me
repele de tanto dichter (escritor, narrador, trovador), un alegato que contrasta enormemente con lo
que un narrador debería hacer. Es un ejemplo de
ese ampulismo que ha
desacreditado tanto la palabra escritor y que nos llena
de desconfianza tan pronto
como algún miembro del
oficio se da golpes de
pecho con sus intenciones
colosales.
Luego, después de
algunos días, me percaté
de que, para mi sorpresa,
la frase no se iba, seguía
persiguiéndome. La arranqué, la desmenucé, la
empujé y la tironeé como
si debiera, por mí mismo,
hallarle significado. Su
comienzo era realmente
raro: “Pero todo ha terminado”, el balbuceo de una
derrota completa y desesperanzada en un momento
en que deberían impulsarse las victorias. Mientras
todos se centraban en buscar victorias, este hombre
ya expresa la desolación
del final —y de tal modo Regreso de la Marcha del Color de la Tierra,
Betania, Chiapas, abril de 2001
que parece inevitable.
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Sin embargo, si uno mira más de cerca la frase
—“Si realmente hubiera sido un escritor, habría evitado la guerra”— resulta que está plena de lo contrario a lo ampuloso, es decir, la admisión de un
fracaso rotundo. Es más, admite una responsabilidad y la expresa en aquellos aspectos en que menos
podríamos situar responsabilidades en el sentido
normal del término —eso es lo sorprendente.
He aquí una persona que obviamente cree lo
que dice, pues lo dice calladamente y se lanza contra sí mismo. No mantiene alegato alguno, se está
rindiendo. En su desesperación ante lo que habrá
de ocurrir, se acusa a sí mismo, y no se lanza contra
los verdaderos responsables, que con seguridad
conoce perfectamente, pues si no los conociera,
pensaría diferente en cuanto a lo que va a ocurrir.
Así, la fuente de la irritación inicial se mantiene en
un aspecto: su idea de lo que debería ser un escritor
y que él se consideraba uno, hasta ese momento,
cuando con el estallido de
la guerra, todo se colapsó
para él.
Es precisamente este
sentirse irracionalmente
responsable lo que me da
pauta para pensar y me
cautiva.
Uno podría agregar
que lo que condujo a la
guerra, lo que la hizo
inevitable, fue el trastocamiento deliberado y reiterado de muchas palabras.
Entonces, si las palabras
son tan poderosas, también, ¿por qué no podrían
impedir la guerra? No
debería sorprendernos que
una persona que lidia con
palabras, más que el resto
de la gente, pueda esperar
tanto de las palabras y sus
efectos.
Así, un escritor (un
narrador) —y tal vez
somos muy rápidos en
decirlo— sería una persoJAVIER GARCÍA
na que va acumulando
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palabras, le gusta andar entre ellas, tal vez más
que el resto de la gente. Está a merced de las palabras y la gente, pero como tiene mucha confianza
en las palabras las jala de su asidero para reinstaurarlas con mayor aplomo, las cuestiona y las
siente, las acaricia y las rasca, las planea, las
pinta. Es entonces capaz, después de tanta íntima
impudicia, de salirse de ellas con reverencia.
Incluso en el caso de ser fallido al usarlas, como
con frecuencia ocurre, su fracaso tiene que ver
con un amor por ellas.
Porque todas sus actividades esconden algo
que como narrador no siempre sabe, algo frágil
pero que a veces es una fuerza que lo rasga en
pedazos y lo lleva a la voluntad de asumir lo que
con palabras puede iluminarse, y jugársela con eso
hasta el punto del fracaso.
Qué valor puede tener para el resto de la gente
que quien narra asuma una responsabilidad ficticia.
¿No queda esta responsabilidad privada de cualquier
efecto por el hecho de tener
un carácter irreal? Creo que
las personas, incluso las más
limitadas, consideran con
más seriedad lo que una persona asume por sí misma
que aquello que se vio forzada a hacer. No hay un estado
más cercano a los sucesos,
ninguna relación es más
profunda, que sentirnos responsables por tales sucesos.
Si el término dichter,
o escritor (o narrador), es
menospreciado por mucha
gente, es porque lo asocian
con inventar o hacer creer;
con una falta de seriedad,
con un alejamiento en aras
de evitar problemas.
La humanidad entró a
uno de los periodos más
sombríos en la historia sin
la capacidad de reconocerlo hasta que le estalló encima. Ahí, la combinación de
Caracol de Oventic, Chiapas,
arrogancia con estética de agosto de 2003
51
mucha literatura fue algo que no inspiró respeto.
La falsa confianza de muchos escritores, su incomprensión de la realidad, a la que se aproximaban
con desprecio y nada más, su negación a conectarse con alguna realidad, su lejanía interior con todo
lo que ocurría (pues no podía aflorar con el lenguaje que usaban) provocó que ojos que miraban con
más precisión y firmeza se alejaran con horror ante
tanta ceguera.
Podría objetarse que alguien recoja frases
como la que da pie a esta discusión. Pero mientras
haya alguien que asuma responsabilidad por las
palabras reconociendo con profundo sentimiento
un fracaso absoluto, tendremos el derecho de
defender el papel de quienes han sido autores de
las obras esenciales de la humanidad, obras sin las
cuales no tendríamos siquiera conciencia de lo que
constituye la humanidad. Aunque en forma diferente, requerimos esas obras tanto como el pan
nuestro: nos nutren, nos
brindan. Incluso si no quedara nada más, incluso si
no entendiéramos lo
mucho que nos brindan,
buscaríamos afanosamente, en nuestra era, algo que
pudiera alumbrarnos hacia
tales obras. Al confrontarnos con ellas, sólo una
actitud es posible: estando
tan en contra de nuestra
época y de nosotros mismos como estamos, tal vez
no exista algo como los
antiguos narradores, pero
aún así deseamos apasionadamente que existan
personas así.
Lo anterior suena
muy rotundo, y tiene poco
valor si no intentamos clarificar qué debería ser un
narrador.
Lo primero y más
importante, diría yo, es
que debe ser custodio de la
metamorfosis —custodio
ERNESTO RAMÍREZ
en dos sentidos. Primero
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porque haría propia toda la herencia narrativa de la
humanidad, tan rica en metamorfosis. Hoy, cuando
los escritos de casi todas las culturas antiguas han
sido descifrados, sabemos lo ricas que son en
metamorfosis. [...]Me es imposible suponer completo ya el corpus de aspectos tradicionales que
sirven para nutrirnos. Pero aun suponiendo que ya
no se produjeran más obras escritas de tal importancia, permanece aún la enorme reserva de las tradiciones orales de los pueblos primigenios.
Porque ahí no hay fin
para las metamorfosis.
Uno podría pasar la vida
colectándolas y reactuándolas y no sería una mala
vida. Las tribus, algunas
veces tan sólo unos cientos
de personas, nos han legado una riqueza que seguramente no merecemos
porque es nuestra culpa
que hayan muerto o estén
muriendo ante nuestros
ojos, ojos que casi no
miran. Han preservado
sus experiencias míticas
hasta el final, y lo extraño
es que no hay casi nada que
nos beneficie más, casi
nada que nos llene de más
esperanza, que aquellas
creaciones tempranas, creaciones de gente a la que
hemos cazado, engañado,
robado, y que perecieron
en la miseria y la amargura.
A los que despreciamos por
su modesta cultura material, a los que exterminamos ciega y despiadadamente, y que nos legaron
una herencia espiritual inagotable. No puede uno
sino agradecer a la academia por rescatarla, pero
su verdadera conservación, su resurrección a la
vida, le compete a los poetas, a los narradores, a
los dichter.
He dicho que el dichter es el guardián de las
metamorfosis, pero es custodio en otro sentido
también. En un mundo de logros y especialización, en un mundo que atiende únicamente los
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picos, en donde la gente se esfuerza enfocando en
forma lineal y ejerce su fuerza sólo en la fría soledad de esas alturas mientras se borronean las
cosas adyacentes, las muchas cosas reales, esas
que no se prestan para trepar a los picos —en un
mundo que prohibe las metamorfosis más y más
porque obstaculizan el objetivo global de la producción, que sin preocuparse multiplica los
medios de su autodestrucción mientras intenta
sofocar las más tempranas cualidades humanas,
en un mundo así que uno
podría etiquetar como el
más ciego de los mundos—, parece de significancia cardinal que haya
gente que, pese a todo,
siga practicando el don de
la metamorfosis.
Ésta, en verdad, sería
la real tarea de todo narrador. Ese don de transformación, alguna vez algo
universal, ahora condenado a la atrofia, tiene que
conservarse por todos los
medios posibles. Y el
narrador, gracias a ese don,
debe mantener abiertos los
accesos entre las personas.
Debe ser capaz de volverse
cualquiera y todos, incluso
el más pequeño, el más
ingenuo, el más incapaz de
los mortales. Su deseo de
experimentar a otros desde
ellos mismos, desde dentro
[de volverse ellos, por eso
la metamorfosis] nunca deben determinarlo los
objetivos de nuestra vida normal, virtualmente oficial. Entonces, el deseo debe despojarse de cualquier intento de éxito o prestigio, debe surgir de la
pasión misma, la pasión por la metamorfosis. Esto
requiere, sin duda, de un oído atento, pero no es
suficiente, porque hoy una gran parte de la gente
apenas está en posibilidad de hablar; les han hecho
hablar con la fraseología de los periódicos y los
medios de comunicación y dicen las mismas cosas
sin ser lo mismo.
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Sólo la metamorfosis, en el sentido extremo
en el que uso aquí el término, hace posible sentir a
una persona tras sus palabras. La verdadera existencia de cualquier cosa que la vida sea no puede
aprehenderse de ninguna otra manera. Es un proceso misterioso, su naturaleza casi no se ha examinado, y no obstante es la única aproximación real a
otro ser humano. La gente intenta diferentes formas de nombrar este proceso y hablan de empatía.
Por razones que no voy a discutir aquí, prefiero el
término, más demandante, de metamorfosis. Pero
use uno el término que sea, no puede uno atreverse
a dudar que estamos ante algo real y muy precioso.
En su práctica interminable, en su experimentar
apasionadamente toda clase de seres humanos —
todos, pero en particular aquellos a quienes se ha
prestado la menor de las atenciones—, en la incansable forma asumida por esta práctica, que ningún
sistema ha podido atrofiar o paralizar, es donde
veo el oficio real del narrador.
Es concebible, incluso probable, que sólo
una porción de su experiencia fluya a su obra.
Hacer el intento por evaluar esto, proviene del
mundo de logros y fama, y no nos interesa. Mejor
intentemos atrapar lo que debería ser un narrador
sin preocuparnos por aquello que abandona para
serlo.
Pero no puedo ignorar que el éxito, aunque
desconfiemos de él, es un peligro que vive en
todos nosotros. La búsqueda del éxito y el éxito
mismo tienen un efecto de empobrecimiento. La
persona que va tras de objetivos considera casi
todo lo que no sirve a sus fines como lastre. Los va
tirando para ser más ligero, y no se da cuenta que
tal vez sean sus mejores cosas. Lo importante para
una persona así es lo que consigue, lo que la lanza
a mayores alturas, que mide en escalones o distancia. La posición lo es todo, pero como está determinada desde afuera, no es creada por la persona
en cuestión, ni ella toma parte en su génesis. La
mira y aspira a ella, y por necesarios y útiles que
sean sus esfuerzos en las grandes empresas de la
vida, serán destructivas para un narrador, como a
mí me gustaría encontrar alguno.
Porque lo más importante es que abra más y
más espacio dentro de sí mismo. Espacio para el
saber, que adquiere sin propósito aparente, espacio para la gente, a quienes experimenta y absorbe
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mediante la metamorfosis. En cuanto al conocimiento, puede obtenerlo sólo mediante un proceso claro y honesto por determinar la estructura
interna de cada rama del saber. Pero en la elección de estas áreas, que yacen muy aparte, no se
deja llevar por ninguna regla expresa sino por un
hambre inexplicable. Dado que se abre a sí
mismo a las personas más dispares a la vez, y las
comprende en forma pre académica y ancestral,
es decir mediante metamorfosis porque se halla
en constante movimiento interior, no se debilita
ni termina (pues no acumula gente, no la clasifica ordenadamente, simplemente se encuentra
con ella y la absorbe viva) y dado que recibe
empujones violentos de mucha de esta gente, es
muy posible que tales encuentros determinen
algunas inmersiones repentinas a nuevas ramas
del saber.
Estoy consciente de la asombrosa naturaleza
de mi exigencia. Muchos no podrán sino protestar.
Suena como si pidiera que alguien buscara el caos,
las contradicciones o los asuntos conflictivos dentro de sí mismo. Tengo poco que decir de esa objeción: tiene bastante peso. Pero un narrador está
más cerca del mundo cuando aloja el caos dentro
de sí mismo y siente, no obstante, responsabilidad
por ese caos —ese es nuestro punto de partida. No
lo aprueba, no se siente a gusto en él, no se considera grande por tener espacio para alojar tantas
cosas contradictorias y desconectadas, odia ese
caos, nunca ceja en remontarlo para otros y, como
tal, para sí mismo.
Para verbalizar algo de algún valor para el
mundo, no puede alejarse del mundo ni evitarlo.
Pese a todo propósito o plan, vivimos un mundo
más caótico que antes pues se mueve más y más
aprisa hacia su propia destrucción. Lo que el narrador aloja es un caos y no un resumen totalizante,
suavizado y pulido. Pero no puede caer presa del
caos. Usando la experiencia que tiene en éste, debe
combatirlo y oponerlo con toda la impetuosidad de
su esperanza.
Cuál es entonces esta esperanza y por qué es
valiosa sólo cuando la alimentan las metamorfosis,
las anteriores, de las que se apropia inspirándose
en sus lecturas, las contemporáneas, que un narrador se apropia siendo abierto hacia la gente que lo
rodea.
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Por un lado, está la fuerza de los personajes
que se alojan en el narrador, que no abandonan el
espacio que en él tienen. Reaccionan a partir de él.
Es como si él los conformara. Son su mayoría, articulada y consciente, son su resistencia ante la
muerte —porque viven en él.
Una de las cualidades de los mitos que se nos
han otorgado oralmente es que se repiten y repiten.
Su vitalidad es su ser definitivos, no están destinados a cambiar. Sólo abordando mito por mito
puede uno entender lo que los hace vitales y tal vez
nunca se ha estudiado el
por qué es importante que
se repitan [...]
Sin embargo, la única
cosa que además de los
contenidos específicos es
la verdadera esencia de los
mitos es la metamorfosis
practicada en ellos. Es a
través de ésta que la humanidad se creó a sí misma.
Es a través de ella que hizo
al mundo propio, a través
de ella toma parte en el
mundo. Podemos constatar
que toda su potencialidad
la debe a la metamorfosis,
a esa recreación constante,
pero le debe algo todavía
mejor a la metamorfosis,
su propia compasión.
No dudo en usar este
término que le parecerá
impropio a quienes trabajan con la mente: se le ha
exiliado (eso también es la
especialización) al ámbito Junta de Buen Gobierno, Oventic,
de las religiones, ahí la Chiapas, agosto de 2003
nombran y administran. De otro modo, se le mantiene alejada de las decisiones objetivas de nuestra
vida diaria, que están determinadas más y más por
la tecnología.
He dicho que una persona puede ser un dichter,
un narrador, sólo si siente responsabilidad, aunque
haga menos que otros para concretarla en acciones.
Es esta una responsabilidad por la vida, que
vemos destruirse, y no debemos avergonzarnos
54
de decir que esta responsabilidad nace de la compasión. Ésta será inútil si se le proclama como sentimiento universal indefinido. Porque exige la
metamorfosis concreta hacia toda persona o cosa
individual que vive y existe. El narrador aprende y
practica la metamorfosis en los mitos, en la literatura que ha llegado a nuestros días, pero no servirá
de nada si no la aplica incesantemente en su
ambiente, en su entorno. La miriada de vidas que
entran en el narrador, que permanecen sensorialmente divididas en todas sus formas fenoménicas,
no se amalgaman en un
mero concepto, pero le dan
al narrador la fuerza para
oponerse a la muerte y eso
las vuelve universales.
No es posible que la
tarea de un narrador sea
liberar a la humanidad de
la muerte. Si no se cierra a
nadie, se sorprenderá constatando el creciente poder
que tiene la muerte sobre
mucha gente. Aun en el
caso de que toda la gente la
considerara una tarea inútil, el narrador se sacudirá
y bajo ninguna circunstancia capitulará ante la muerte. Será su orgullo resistir y
luchar —con dispositivos
diferentes al resto de la
gente— los embates de la
nada, que también crecen
más y más en la literatura.
Vivirá entonces una ley
propia que no fue hecha a
JOSÉ CARLO GONZÁLEZ/LA JORNADA su medida. Esta ley es la
siguiente:
No lanzaremos a nadie hacia la nada aunque
quiera estar ahí. Buscaremos la nada sólo para
encontrar caminos de salida y marcaremos los
caminos hallados para todos. En dolor o desesperanza, hay que resistir de modo de aprender cómo
salvar a otros de éstos, pero sin menosprecio. Por
la felicidad que todas las criaturas merecen, incluso en los casos en que se desconozcan y se despedacen unas a otras.

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