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Acotaciones a un debate / 1
Jordi Gracia
Los términos de la discusión están estupendamente clarificados en la intro­
ducción a este volumen y seguramente por eso permite también una reflexión
directa sobre los distintos ejes de discrepancia. El primero y que más me importa
atañe a la discusión de la continuidad pero sobre todo a su eficacia. Me parece que
aplicando el catalejo político al pasado, el liberalismo fue planta necesariamente
tardía. O dicho de otra manera, la tradición liberal entendida desde una perspetiva
política no pudo emerger, ni seguramente quisieron ni supieron hacerlo sus
impulsores con pasados falangistas más o menos fuertes (Ridruejo, Laín,
Aranguren, Tovar, Ruiz-Giménez, Maravall, Diez del Corral, etc.) hasta la década
de los sesenta, como propone Santos Juliá. Cuentan desde 1963 no sólo con
publicaciones como Cuadernos para el Diálogo, sino que existen ya familias políticas
bien definidas en la oposición.
Son las mismas que van a reencontrarse un año antes, en Munich, a excep­
ción de los comunistas. Y no es casualidad que sean precisamente los comunistas
los únicos que cuentan con un aparato de oposición y una eficacia incluso
propagandística más alta hasta esas fechas justamente, cuando casi ningún grupo
de oposición puede competir con ellos en términos de eficacia proselitista y de
visibilidad antifranquista. Hasta entonces los demás han ido gestando su propio
lenguaje protodemocrático, intentando aprenderlo o reaprenderlo. Y alguno de
ellos llevan la lección adelantada. Es evidente en el caso de Dionisio Ridruejo, cuya
experiencia italiana de dos años y medio lo instala en un mundo para él ignorado,
el de la razón democrática y polémica y su funcionamiento real. Basta leer algunos
de los artículos (y por cierto habrá que leer los originales no censurados) de lo que
son sus crónicas de Italia en A rriba durante ese período (1949-1951) para ver su
aclimatación en un sistema democrático (y entender que hasta María Zambrano
acepte un encuentro con él en 1950 y en Roma). Comprueba que las cosas políticas
funcionan, como viene a decir en uno de esos artículos, sin que la gente se tire los
trastos a la cabeza ni las discrepancias más radicales lleguen a la violencia ni a la
descalificación integral (ni desde luego se meta a la gente en la cárcel).
De inmediato, cuando regresa a España, emprende en 1952 la operación
de Revista, que en efecto es una esencialmente política. Se vende, se promueve, se
organiza como segregada del poder, de un poder que tiene una cara más amable y
civilizada, la de un Ruiz-Giménez que el entorno de Franco reconoce como
demasiado blando. Pero además no es ya sólo el intento de marcar diferencias o
acotar espacios dentro del nuevo poder: eso es lo que quiso ser en su origen
Escorial, en esos dos primeros años que son los que cuentan a estos efectos. Lo que
destaca fundamentalmente entonces es la voluntad de marcar el territorio propio
de unos cuantos intelectuales y universitarios que están en el poder, pertenecen al
nuevo poder, y son parte activa del poder franquista. Han combatido hasta el final
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Jordi Gracia
y sin dudas en ese bando y seguirán estándolo durante un tiempo... aunque les
avergüence el comportamiento intelectual de la mayor parte de los restantes
sectores intelectuales o culturales de ese nuevo poder, o les asquee el control
progresivamente galopante de una iglesia desde luego endiosada, lo que llega a
poner en graves aprietos de conciencia a quienes son falangistas, sí, pero casi todos
también católicos de fe (y las páginas de Miguel Angel Ruiz Camicer en el libro q u e'
hicimos juntos, 1m España de Franco. Cultura y vida cotidiana, me parece que apuntan
con exactitud a estas cosas). Por eso se constituyen en equipo de poder literario y
político, como forma de disidencia interna en y desde el poder.
La operación en torno a Revista tiene la misma estrategia (o táctica, que no
sé), pero desde luego ya no la misma inocencia de entonces ni tampoco ese rasgo
de despecho de falangistas descontentos en 1940 con una Victoria que no es como
ellos la quieren. Y saben mucho mejor ahora, en 1952, que el modo de expresar
una disidencia desde el régimen habrá de apelar a otros mecanismos además del
hecho testimonial: la lucha se establece en el poder y por el poder, con resultado de
derrota para la alternativa reformista. Revista se concibe además no como un
órgano de “alta cultura” sino precisamente como lo contrario: como el enlace con
un lector escarmentado por la institucionalización del régimen, ya menos
acobardado por el complejo sistema de cautelas de un sistema autoritario y algo
menos atrapado en la vieja legitimación del franquismo en la guerra. De ahí el
hecho simbólico de favorecer durante este período ministerial el regreso de
algunos exiliados, aunque no tenga repercusión política, como piensa Santos Juliá.
Sin embargo, alguna debe de tener porque se cierra la revista y se termina con ese
período de oxígeno de la manera más radical y drástica, e incluso involucionista. Su
consecuencia política es el rearme del régimen ante lo que son los intentos de
reforma interior del sistema o de apertura a un lenguaje distinto. Es más que
plausible la hipótesis de que se trataba de cambiar por dentro, desde dentro,
algunas de las formas más visiblemente ancladas en el 18 de julio, aunque eso no
hubiese de llevar a un sistema democrático: lo cual, por cierto, habla de la
inteligencia táctica y política de algunos de los que emprendieron aquella aventura,
porque hubiese sido simplemente imposible expresar en esos términos semejante
idea en un medio de difusión comercial como pretendía ser Revista. (Pese a lo cual,
y esto lo comento entre paréntesis, el informe que recoge en 1947 la conversación
que tiene Ridruejo con Franco anticipa incluso en su formulación literal lo que ha
de decir ya abiertamente en la conferencia en el Ateneo de Barcelona en 1955: lo
que allí promueve es una remoción de fondo del sistema, su impugnación para
favorecer un sistema de libertades que sospecho que está inspirado en lo que ha
vivido directamente Ridruejo en Italia).
Si el catalejo que se aplica al pasado tiende a enfocar otras cosas, otros
ámbitos y otras voces, las cosas se complican decididamente porque las tradiciones
intelectuales no van necesariamente de la mano de la ideología o de las opciones
políticas e incluso su ritmo y comportamiento es distinto. Incluso más, su campo
de operaciones es tan amplio, tan vasto e imprevisible, que la mirada política tiende
a encuadrar simplificadamente lo que a menudo no encaja o no puede ser
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entendido con ese rasero: ¿el informalismo en pintura o los rebrotes surrealistas en
1945 no hablan de algo muy ajeno al franquismo y a su estética y modos? De ahí
que a menudo, y frente a tradición liberal, prefiera una expresión también difusa
pero crucial: modernidad. La modernidad de preguerra subsiste después en la
posguerra y la modernidad europea se filtra o se acerca muy lentamente a esas
minorías, que son las que efectivamente promueven nuevas obras y desde luego
escapan por completo a los lenguajes estéticos y culturales del franquismo. Y
ambas formas de modernidad —la del pasado indígena y la de origen foráneo, sean
en pintura, en literatura, en arquitectura o en música— tienen vinculaciones
estrechas con ese cauce liberal que está detrás de la modernidad. Y no olvido que el
fascismo mismo es fenómeno exclusivo de la modernidad —aunque sea su deriva
más patológica y dañina— pero tampoco conviene perder de vista que esa
modernidad es una vitamina absolutamente urgente en el contexto reaccionario de
la cultura franquista. Y si en términos políticos es perfectamente absurdo calificar
de liberal un cuadro de Tapies o un grabado de Estampa Popular o una pieza
dodecafónica de Luis de Pablo, sí son inequívocamente modernos en lo más
hondo (y liberal): difunden nuevos lenguajes, avalan el experimento y la indagación
como raíz legitimadora de toda expresión cultural, y asumen que la obra está
fundada antes en su razón estética que en ningún otro criterio: ni de orden político
ni moral ni religioso por mucho que su significado los afecte a todos, pero no la
condicionan o predeterminan. (El veterano y clásico libro de Elias Díaz, Pensamiento
españolen la era de Franco, que en primera redacción es de 1973, ensayó este punto de
vista por primera vez de una manera sistemática).
Y sospecho, por último, que esa intuición de libertad ha sido aprendida y
ensayada por muchos de los jóvenes de entonces, de los años cincuenta, aunque no
era una libertad política. Frecuentaron la prosa de Ortega y de Baroja, páginas de
Antonio Machado y poemas de Juan Ramón Jiménez, por mucho que de ellos no
hubiese manera de obtener una respuesta política ni siquiera una ayuda plausible
para pensar políticamente: ese aprendizaje se haría con otros autores y otras
especies culturales pero no a costa de ellos, sino además y más allá de ellos. Esa fue
en gran parte la materia que traté de abordar con pesquisas en revistas, reseñas,
artículos, libros, ¡solapas! en un par de libros anteriores, Estado y cultura, y la
antología Crónica de una deserción con el fin de aceptar, por decirlo así, la inoperancia
política antifranquista de aquellas lecturas de entonces y, en cambio, la naturaleza
fundacional que esos escritores y ensayistas tuvieron para una gran mayoría de
creadores en España, tanto novelistas como cineastas, pintores como músicos.
Venía a confirmar la intuición de que la frecuentación de la modernidad estética y
cultural contemporánea, indígena o extranjera, iba madurando la larva de una
actitud de tolerancia y respeto, de conciencia relativa y sensata de los límites y las
convicciones, que son la base difusa, ética, de toda tradición liberal.
En realidad, buena parte de esta discrepancia es un indicio, más de algo que
José-Carlos Mainer ha subrayado (y me parece que lamentado) más de una vez: el
peso que la política ha cargado sobre la manera de historiar (y de leer) la
experiencia cultural y estética, como si sus parámetros fuesen idénticos, como si no
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requiriesen una y otras herramientas de análisis diferenciados, aunque desde luego
no desconectados. Muchos de los nuevos nombres de los cincuenta, el magisterio
“de hoy”, actuaron en sus ámbitos culturales con una clara vocación entre solidaria
y antifranquista que encontró en las proximidades del PCE el mejor cauce para dar
respuesta política también, y no sólo cultural, a lo que originariamente había sido
una rebeldía ética contra la pobreza intelectual y muy tradicionalista del régimen.
La transformación intelectual de la universidad es quizá un ámbito que
emite indicios muy fiables de este regreso al cauce de una tradición liberal que no
es exactamente la modernidad (aunque también). El valor de síntoma y ya también
directamente de cambio de una colección como la de Divulgación Universitaria de
Edicusa, o las de ensayo de Taurus, son decisivos para ese momento de finales de
los sesenta y mediados de los setenta, pero casi lo son más para el futuro. Publican
ahí los que se han de convertir en los maestros de la democracia, nuestros propios
maestros, y a muchos de ellos se les puede escuchar hoy sin reparos elogiar a
quienes fueron los suyos propios sin callar sus orígenes falangistas o nacionalcatólicos (es decir, sin callar su identidad política originaria, pero generalmente
asumiendo su lento desplazamiento a formas más liberales de entender las cosas):
Antonio Elorza cuando trata de Luis Diez del Corral, Javier Muguerza cuando trata
de Aranguren, Rubert de Ventos cuando trata de Valverde, José-Carlos Mainer o
Francisco Rico cuando tratan de Martín de Riquer, Gabriel Tortella cuando habla
de las clases de Alberto Ullastres u otros del magisterio económico de Juan Velarde
Fuentes, Oriol Bohigas cuando recuerda a Coderch, y un etcétera que me parece
significativamente largo y expresivo de la remoción que vivió una universidad que
iba a sentar las bases intelectuales de nuestras propias lecturas de la democracia, y
no precisamente en clave antiliberal o antidemocrática.
Es verdad que Javier Pradera ha contado en público la temprana desactiva­
ción de Ortega como modelo para los jóvenes de los cincuenta, pero vale
precisamente para aquellos que estaban, como él, muy cerca de una militancia
política de signo marxista y entonces encuadrada en el PCE. Para otros sin
embargo, esa desactivación fue mucho más relativa y aunque pudiese ser
inoperante leer a Ortega (o aBaroja y Azorín) en clave política e incluso aunque
Sánchez Ferlosio haya sido tan buen fustigador de ortegajos, seguían siendo
fundamentales en cualquiera otra clave imaginable que no sea política. Eso al
menos es lo que acaba de confesar con rotundidad Amando de Miguel, por
ejemplo, en unas recientes memorias, y lo que han explicado muchos otros, desde
Carlos Castilla del Pino hasta Juan Benet. Y eso es también lo que no vacilaron en
confesar algunas de las personas con papel relevante en el ámbito del ensayo, la
historia, la sociología o la crítica literaria: desde los hermanos Ferrater, Joan y
Gabriel, hasta Antonio Vilanova o Josep Maria Castellet pero también el propio
Manuel Sacristán, o Esteban Pinilla de las Heras, o Carlos Paris y M iguel Sánchez
Mazas. Y si se suma la incidencia literaria de Baroja y Machado, de Azorín y
Unamuno, de Juan Ramón en poetas como José Hierro, en el ámbito más estricto
de la literatura, presumo que entonces de ahí cuelga una lista nada desdeñable de
historiadores, periodistas, escritores y seguramente profesores universitarios cuya
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lectura de Ortega y de algunos otros maestros politicamente o ff side fue decisiva,
fundacional, en términos de formación intelectual y de exploración estimulante del
propio oficio: ¿no es eso una forma de restitución de la tradición liberal en su
sentido menos político pero sin duda vinculado también a la política?.
Tras la respuesta de Santos Juliá he preferido mantener intactos los términos
de mi intervención, no exactamente por empecinamiento (que bien podría ser) sino
porque las discrepancias que expone dieron pie a un trabajo más extenso que ha de
aparecer en el tomo que edita el propio Santos Juliá en la Fundación Pablo Iglesias,
y que recoge las ponencias del seminario titulado M emoria de la g u erra y del franquismo.
Aquí quiero sólo fijar un eje de discrepancia en tomo al valor de disidencia de
quienes no pueden ser disidentes ni demócratas porque son peones de un
movimiento político y táctico de Estado, cerca de RuÍ2-Giménez, y protagonizado
por tanto por vencedores. En mi opinión, y muy en particular para el caso de
Ridruejo, el recelo o la credulidad son en este caso herramientas reales de análisis
ante los textos escritos en Revista, las declaraciones de entonces o los proyectos
impulsados.
La reforma desde dentro no puede (y es absurdo creer que pudieran creerlo
ellos) conculcar el sistema, pero presta las bases para averiguar los límites de la
presunta capacidad evolutiva del régimen en su aclimatación europea: o creemos y
aceptamos que hay algo de ese impulso en sus actividades de entonces o creemos
que no lo hay. Pero los textos no pueden tener formulaciones más explícitas de las
que tienen, y lo son mucho, por otra parte. Se dieron a sí mismos y le dieron al
régimen un margen de confianza que pasaba por trabajar por la reforma desde
dentro, y descubrieron en seguida que Franco prefería confiar en el sector del
Opus Dei antes que en el de los viejos falangistas para ir programando el futuro.
La razón esencial puede ser que los primeros no tocaban ni poco ni mucho
ninguno de los fundamentos de legitimación ideológica y simbólica del sistema, del
mismo I o de abril de 1939, y en cambio los viejos falangistas habían puesto la proa
justamente en ese asunto central en sus conciencias de intelectuales o, si me dejan,
en su conciencia sin más: el de la derrota, el del exilio, el de las lenguas y culturas
maltratadas, el de la necesidad de arrumbar el discurso de la Victoria y la revancha
para dar paso al final efectivo de la guerra civil, y dar respuestas por tanto
integrales, completas, aunque fuese todavía en el ámbito de lo cultural e intelectual,
al desfase de España con respecto a la Europa de la posguerra democrática. Esa es
la forma de restitución de la actitud liberal que detecto en ellos, o me parece
advertir en sus textos y actitudes de entonces, el primer lustro de los cincuenta,
aunque no haya allí todavía (¡ni puede haberlas, si quieren que alguien las lea!)
formulaciones cercanas al liberalismo político. Están más cerca de la conquista de
una actitud liberal, de una ética y una cultura liberal, lo cual es por tanto un hecho
pre-político y sin embargo necesario para una educación política democrática. No
creo que llegasen a demócratas sin haber pasado por liberales sino que el
liberalismo no fue en ellos una doctrina política sino una ética de convivencia y de
conciencia.
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Jordi Gracia
Con la crisis de 1956, entiendo que el régimen castiga esa deriva pretendida
de los de Revista porque tiene efectos e implicaciones políticas graves (incluso
traumáticas para los vencedores que creyeron que nadie jamás volvería a hablar de
los exiliados, como si estuviesen muertos de veras) y caen las máscaras que han ido
cubriendo rostros ya mucho más avergonzados con su propio régimen de lo que
podían resistir sin hacer nada. No resulta demasiado convincente, por lo demás,
que la agenda represiva del franquismo sea la que dé carta de legitimidad liberal o
democrática a quienes intentan combatirlo, aunque sea desde dentro, como si
hubiésemos de medir el valor de la disidencia antifranquista en función del daño
objetivo que recibiese el sistema o en función de su respuesta: eso habla de la
brutalidad del régimen pero no debería servir para caracterizar los ejercicios de
resistencia o de reformismo liberal, sea montando inocuos y fundamentales
congresos de poesía sea escribiendo artículos que abren caminos de reflexión y de
debate político, estrictamente político, antes de 1952 intransitables.
Acotaciones a un debate / 2
Santos Juliá
¿Fueron fascistas los intelectuales de Falange que editaron Escorial? ¿Cómo
definir la experiencia política por la que algunos intelectuales de este grupo pasaron
en el primer lustro de los años cincuenta? ¿En qué consistió su enfrentamiento con
el grupo de intelectuales al que ellos mismos bautizaron como excluyentes? ¿Qué
relación tuvieron con la nueva generación de estudiantes universitarios y escritores
jóvenes que se rebelaron contra la dictadura en 1956 y 1957? ¿Por dónde
discurrieron sus itinerarios hacia posiciones liberales y hasta democráticas? Estos
fueron algunos de los problemas que se presentaron por sí solos a medida que
avanzaba en mi trabajo sobre las figuras y los discursos de los intelectuales en la
España de la posguerra.
En resumidas cuentas, las respuestas a esos interrogantes que he intentado
ofrecer en Historias de las dos Españas podrían sintetizarse de la siguiente manera: el
grupo de intelectuales más consistentemente fascista —estado totalitario, partido
único, unidad cultural de la nación, proyección hacia el imperio- surgido en España
fue el formado en Burgos en tomo a Serrano Súñer y a Dionisio Ridruejo; la
derrota de los fascismos condujo a algunos miembros de este grupo a formular una
política de reconstrucción de la unidad cultural de España privilegiando su
dimensión católica frente a la estrictamente fascista; la lucha de las facciones del
régimen en tom o a las políticas culturales elaboradas desde posiciones de poder en
el Estado y en la sociedad alcanzó su momento decisivo en 1953 y acabó en la
derrota de los “excluyentes” ante la dura contraofensiva de Falange; la rebelión de
la generación joven no tuvo una relación directa con el magisterio de los
intelectuales “comprensivos”, sino con una protesta moral ante la clamorosa
disonancia' entre el discurso político de los mayores y la miserable realidad
circundante; los “comprensivos” no fueron expulsados del gobierno y de las
posiciones de poder por el acoso de los “excluyentes” sino por los mandos
militares reforzados por el ministerio del Interior, impacientes ante la protesta
universitaria; en fin, sólo tras la salida del ministerio de Educación Nacional y la
dispersión posterior emprendieron los comprensivos su marcha hacia posiciones
liberales y democráticas.
No comparto, pues, la tesis de que este grupo fuera disidente cuando defen­
día una política desde el poder con el propósito de socavarlo desde dentro, como
sostiene Jordi Gracia. El concepto de disidencia interna en y desde el poder para
definir la experiencia política por la que pasó este grupo en la primera mitad de los
años cincuenta no puede dar cuenta de un dato de la estructura permanente del
régimen de Franco: que el poder estaba repartido entre diversas fuerzas de una
coalición heterogénea. No entiendo cómo se puede ser disidente en y desde el
poder en un Estado que, si no era totalitario, sí fue siempre dictatorial, sostenido
desde su mismo origen por varias fuerzas políticas y sociales en lucha que actuaban
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Santos Juliá
en la práctica como facciones del régimen. En ese Estado, el poder formaba en
realidad una constelación de poderes en la que cada cual luchaba por acrecentar su
parcela bajo el supremo mando de Franco, por ninguno de ellos discutido ni en su
persona ni en los fundamentos de la legitimación de su mando. El grupo fascista
de 1938 como el grupo formado en tomo a Ruiz-Giménez en 1951 formaban parte
de una de las fuerzas que pretendía desarrollar una determinada política desde el
poder. Si disidir es, según el DRAE, separarse de la común doctrina o conducta,
los miembros del grupo de Ruiz-Giménez no fueron disidentes hasta que en efecto
se separaron de lo que era común a todas las fuerzas coligadas, y esto no ocurrió
hasta que sacaron todas las lecciones de su segunda derrota política (la primera
ocurrió cuando los militares precipitaron la caída de Serrano Suñer en septiembre
de 1942). En mi opinión, no se puede hablar de disidencia hasta que no
comenzaron a recusar las fechas cruciales de 18 de julio y 1 de abril como
fundamento inexcusable del Estado al que servían y del futuro político que
pretendían construir para España. En 1953 esa recusación no se había insinuado.
En 1953 no eran disidentes: eran gentes con un proyecto político en proceso de
realización, que mantenían una dura confrontación con otras facciones dentro del
mismo régimen, que habían organizado las cosas para disputar a sus adversarios
posiciones de poder, que se habían consolidado en la dirección de la política
universitaria y educativa en general, y que daban por seguro que el régimen
evolucionaría en la dirección señalada por ellos.
Al calificar al grupo como disidentes dotados -e n los primeros años cin­
cuenta— de una inteligencia táctica para proceder a una remoción de fondo del
sistema y su impugnación y favorecer un sistema de libertades, Gracia se fija
particularmente en Ridruejo, que ofrece la singularidad de haber sido el único
miembro del grupo que reconoció explícitamente y con todas sus consecuencias su
pasado fascista. Sin duda, la experiencia italiana de Ridruejo, como corresponsal
del diario Arriba, órgano oficial de Falange Española, en los años 1949 y 1950, fue
decisiva para su evolución posterior; en esto, le pasó a Ridruejo lo que a tantos
españoles de su tiempo: con salir de España se desmoronaban las murallas de
Jericó. Pero tal vez, más que sus crónicas desde Roma, los artículos publicados en
el mismo diario y, sobre todo, en Revista, durante el ministerio de Ruiz-Giménez
podrían aclarar algunos de los componentes de la política que pretendían
desarrollar en España: su “Meditación para el 1 de abril”, de 1953, tal como
apareció en A rriba y no como nos ha llegado en el postumo Casi unas memorias, con
cinco párrafos sustanciales —un tercio aproximadamente del artículo—censurados,
es diáfana, como lo es su célebre irrupción en el debate con los intelectuales del
Opus D ei en su “Excluyentes y comprensivos”. En todo caso —y sea cual fuere el
uso que se haga de estos y otros artículos—, percibir en el informe que Ridruejo
presentó a Franco en 1947 cualquier brizna de liberalismo o democratización
choca frontalmente con su literalidad, prescinde de la coyuntura política que le da
sentido y olvida el propósito político al que ese texto sirve.
Estamos en febrero de 1947, esto es, en el momento de mayor aislamiento
del régimen: los embajadores habían sido llamados a sus respectivos países y
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Francia mantenía cerrada la frontera, que sólo se abrirá el 10 de febrero de 1948.
En esa situación, Ridruejo lamenta, ante todo, que en el pasado Falange no haya
podido «sustantivar al Estado o hacer Estado propio»: repite, pues, lo que ya había
escrito a Serrano Suñer en agosto de 1942 cuando le decía que «todo esto es un
asco»; un asco porque Franco no se ha decidido a convertirse en verdadero jefe de
Falange, y Falange no es dueña ni informa al Estado: una situación que ha
desgastado y perjudicado a Falange y no ha favorecido al Estado en nada. Hoy —
dice Ridruejo en febrero de 1947- las cosas han cambiado: la apariencia de régimen
totalitario da a los aliados un pretexto para cualquier agresión. De ahí la carrera de
rectificaciones parciales, destinadas a borrar aquella imagen. En tal tesitura,
Ridruejo, que se reafirma como falangista (falangista cuatro años después de la
caída de Mussolini, dos años después de su muerte y del hundimiento nazi),
protesta porque esa carrera de rectificaciones deshonra a Falange, cuya «historia de
honor» debe ser respetada. «No se puede ahora inventar una Falange democrática,
aliadófila, sin faltar a aquel respeto», escribe en su informe. Con ese propósito,
Ridruejo recomendaba a Franco en 1947 exactamente lo mismo que Serrano Suñer
había recomendado a su cuñado año y medio antes: relevar a Falange con honra y
libertad y permitirle que, una vez disuelta oficialmente, recobrara o repusiera «su
primitiva pureza».
Repitiendo de nuevo una sugerencia de Serrano, y convencido de que
Franco ganaría un plebiscito sincero para salvar a España despojando de sus
pretextos a las democracias, Ridruejo le propone que nombre un gobierno de
diestros y prestigiosos administradores que sería el encargado de convocar ese
plebiscito mientras Falange se reconstruye en su prístina pureza. Ridruejo está
seguro de que a Franco le seguirán los muchos millones de hombres que le dieron
la victoria en la guerra civil más un alto porcentaje entre los «escarmentados».
¡Escarm entados...! se sabe bien a quienes evocaban los falangistas y los católicos
con este concepto: a los liberales que habían «contemplado la cara mala de - la
libertad», como los definía por entonces García Escudero. Administradores
prestigiosos y un puñado de escarmentados gobernarían provisionalmente el país,
mientras Falange, alejada del poder, se recuperaba del desgaste sufrido: ese era el
plan de Ridruejo en 1947. No hay el mínimo atisbo de una propuesta de apertura,
menos aún de democratización del régimen; nada tampoco que sugiera la presencia
de una inteligencia táctica con vistas a remover desde el fondo los fundamentos del
sistema. En 1947, lo que pretende Ridruejo abiertamente —como siempre, por lo
demás: era de una sinceridad que desarmaba a cualquier interlocutor y que Franco
debía de considerar prueba de inmadurez política- es despojar a las democracias de
pretextos para intervenir en España, despedir al gobierno entonces en el poder —la
coalición de militares y dirigentes de Acción Católica que se hizo con el control del
Estado en 1945—, nombrar un gobierno neutro, a ser posible con algún
“escarmentado” tipo Ortega o Marañón y organizar un plebiscito que ganaría sin
problema. Falange, mientras tanto, se purificaría y estaría preparada para realizar lo
que no pudo ser en 1939: hacerse con todo el poder.
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Santos Juliá
El segundo punto crucial del debate suscitado por Jordi Gracia se refiere a
las relaciones entre modernidad y liberalismo. Gracia afirma con razón que la
mirada política tiende a encuadrar simplificadamente lo que a menudo no encaja o
no puede ser entendido con ese rasero. Pero cuando se habla de liberalismo y de
resistencia se habla de política, no de arte, a no ser que por producir tal o cual obra
de arte uno sea perseguido o relegado. Entonces, sí; entonces empecinarse en tal o
cual obra es un acto de resistencia, no sé si liberal o marxista, dependerá de la
situación y del resistente, no de la obra. Pero ocurre que Luis de Pablo estrenaba
sus piezas y Antoni Tapies exponía sus cuadros sin mayor problema: estuvo
presente, con Manuel Millares y Julio Ramis, entre otros, en la I Exposición Bienal
Hispanoamericana de Arte, celebrada en Madrid, de octubre de 1951 a febrero de
1952 (una convocatoria, por cierto, que mereció un manifiesto de protesta firmado
en primer lugar por Picasso que, sin embargo, sólo unos años después enviaría una
sustanciosa carga de piezas a la III Bienial que se celebraría en Barcelona). De
modo que el axioma anterior valdría lo mismo vuelto del revés: la mirada literaria o
artística sobre la política tiende a encuadrar simplificadamente lo que no encaja.
Una pieza dodecafónica de Luis de Pablo «es inequívocamente moderna en lo más
hondo (y liberal)», escribe Jordi Gracia y no puedo evitar cierta sorpresa tras haber
leído que el concepto liberal no define a una obra de arte. No, una pieza
dodecafónica no tiene porqué ser liberal ni dejar de serlo, en sentido político ni en
sentido artístico, ni entre paréntesis ni sin paréntesis. La innovación, la
experimentación, la novedad, no son ni dejan de ser liberales, como no son
comunistas ni católicas.
Por esa razón, yo me guardaría mucho de proponer una interpretación con
categorías políticas de un cuadro de Tapies ni de una pieza dodecafónica de de
Pablo. Liberal es un concepto político, sobre todo cuando le antecede un
sustantivo como resistencia. Resistencia liberal no es que de Pablo escriba una
pieza dodecafónica; resistencia o, mejor dicho, oposición (pues resistencia, en el
lenguaje político antifascista de la época, tiene una obvia connotación de lucha
armada que no debería perder extendiéndolo indiscriminadamente a publicaciones
como, pongo por caso, la revista Destino, a la que recientemente se presenta como
ejemplo de resistencia cultural) oposición, digo, liberal será que Satrústegui vaya a
Munich. Pero para que Satrústegui vaya a Munich —a donde por cierto no fueron ni
Laín, ni Aranguren, pero sí Ridruejo- han tenido que pasar muchas cosas en su
biografía política e intelectual. El Satrústegui que atacó a Ridruejo en 1940 jamás
habría emprendido aquel viaje a Munich. Como tampoco habría salido a la calle al
frente de una manifestación de estudiantes el Aranguren que en 1939 echaba de
menos que Franco no hubiera procedido a una unificación cultural como ya la
había impuesto en el ámbito político. Cada cual siguió un camino, difícil,
complicado, para desembocar —quien desembocara— en posiciones democráticas.
Lo que yo destaco en sus biografías es que la llegada de algunos de los más
distinguidos miembros de ese grupo de intelectuales desde Falange a la democracia
ocurrió por una crisis más que por una evolución, por un rechazo de lo que fueron
más que por tirar el hilo del ovillo liberal que escondían en algún lugar tan secreto
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que nadie pudo visitar. Y que en esa crisis fue decisiva, por una parte, la doble
derrota de sus proyectos de integración de los vencidos en la común reconstruc­
ción de la unidad cultural de España -e s decir, la disolución en la nada de un
proyecto político que duró, con variaciones, nada menos que veinte años—y, por
otra, la aparición de una nueva generación que en un acto de protesta derrumbó
los grandes relatos que aquellos maestros les habían contado sobre el 18 de julio y
el 1 de abril.
Esta interpretación no es de tipo ensayístico sino producto de un largo
trabajo de investigación, sostenida por tanto en textos de los mismos intelectuales;
textos de la época, no memorias ni recuerdos, siempre dulcificados cuando no
simplemente falseados, como ocurría de manera expresa cada vez que Aranguren
hablaba de su pasado. Y no hay por qué rasgarse las vestiduras cuando se dicen
estas cosas: el mismo Aranguren teorizó en cierta ocasión que uno podía hacer con
su pasado lo que bien quisiera. Vaya, no me podía imaginar que por decirlo se iban
a levantar pasiones tan vivas y descalificaciones tan gratuitas como las formuladas
en la última sesión del coloquio a la que lamentablemente no pude asistir: nada hay
más honesto en la vida de un político —y ellos lo eran, a pesar de que confundieron
su pasado al calificarlo de exilio interior, al modo de Aranguren, o de gueto al
revés, como decía Laín—que reconocer abiertamente que lo que fueron no lo son
ya. De otro modo, y guardando todas las distancias, podría ocurrir entre nosotros
lo que Theodor Adorno comentaba a Thomas Mann en 1949, asombrado de no
haber encontrado en Alemania «a ningún nazi —fuera de unos cuantos canallas de
vieja cepa con aire de patéticas marionetas—; y no lo digo sólo en el sentido irónico
de que ninguno confiesa haberlo sido, sino en el mucho más siniestro de que todos
creen que no lo fueron; reprimen completamente el recuerdo».
Por eso, no entiendo nada de la crítica de Elias Díaz, que ve en mi libro no
sé qué equidistancia, para lo que no duda en atribuirme tesis que jamás he
sostenido. Cuando procede a estas regañinas, Elias Díaz tiende a construir un
muñeco del escolar sometido a escrutinio y atribuirle los peores desvíos y hasta
alguna maldad. Ya pasó en otras ocasiones y ha vuelto a pasar en este debate sobre
la continuidad de la tradición liberal en España después de la guerra civil. En su
participación en la mesa redonda aseguró que yo afirmaba «que aquí hubo gentes
enloquecidas, o de una abstracción metafísica, en fin, incomprensible y por tanto
absolutamente anacrónica, que hizo los dos grandes relatos de la España
moderna». Evidentemente, si yo hubiera escrito una tontería de este calibre, no
merecería que Elias Díaz perdiera un minuto de su precioso tiempo en enojarse
conmigo. Pero resulta que yo no he escrito jamás una majadería semejante y Elias
Díaz no tiene derecho a atribuírmela con el pretexto de mejor rebatir los resultados
de mi trabajo. Lo que yo he escrito es que durante la guerra civil se formó en
Burgos un grupo de intelectuales con un propósito político muy definido: construir
un estado totalitario desde el que rehacer la unidad cultural de la nación para
ponerla al servicio de un propósito universal. De ese proyecto se derivó un nuevo
relato sobre España como problema que tuvo en Pedro Laín su más distinguido
intérprete. Si Elias Díaz quisiera discutir sobre el particular debía, antes de nada,
34
Santos Juliá
dar cuenta exacta de lo que yo he escrito para luego rebatirlo con razones, no con
gratuitas descalificaciones: debe de ser cosa buena, escribió en cierta ocasión
Manuel Azaña a Cipriano Rivas, encontrar un lector que entienda, aunque sea para
desaprobar lo que entienda. No ha sido el caso.
Más en serio, porque distorsiona de manera más burda una de las propues­
tas de Historias de las dos Españas, es que Elias Díaz me atribuya la tesis de que las
reformas administrativas de los años-1958 y 1959 fueron las que crearon en España
el Estado de Derecho. Otra vez el fácil expediente de construir un muñeco para
mejor asaetearlo: esta imputación es falsa como puede comprobar quien se tome la
no excesiva molestia de leer la p. 392 de Historias, donde cito a Carlos Moya —de
quien siempre me resulta muy grato reconocer lo mucho que he aprendido—para
afirmar, con él, que las reformas introducidas por López Rodó no rozaron los
fundamentos políticos de aquel Estado. Democracia orgánica en una monarquía
tradicional: así resumo un poco más adelante la fórmula que triunfa como
resultado de la crisis de febrero de 1957 (p. 395). Para nada hablo nunca de Estado
de derecho al tratar de las reformas administrativas: es que ni siquiera una vez
menciono al famoso Estado de Derecho en relación con los intelectuales del Opus
Dei; ni se me ocurre, vaya. Lo gracioso del caso es que, a este respecto, tal vez
podría Elias Díaz dirigir sus dardos hada un autor de su veneración, Joaquín RuizGiménez, cuando afirma que también «los tecnócratas más o menos vinculados al
Opus Dei [...] deben figurar en este proceso de cambio hacia una transición
democrática» (puedo proporcionar a Elias Díaz la referencia, si lo desea). Pero a
mí, que me registren: sólo alguien dispuesto a leer malintencionadamente las
páginas que dedico a los intelectuales del Opus Dei puede atribuirme la opinión de
que las reformas administrativas se dirigían a la construcción de un Estado de
Derecho, aunque, como esto siga así, pronto me veré como uno de los
responsables de aquel célebre España, Estado de Derecho, con que el ministerio de
Información pretendía replicar en 1964 a un informe de la Comisión Internacional
de Juristas.
En fin, lo que yo he intentado en esos capítulos es trazar el itinerario inte­
lectual y político (pues se trata de intelectuales que asumen responsabilidades
políticas) de los llamados excluyentes y comprensivos. Nada de equidistancia ni
cosa que se le parezca: procuro, desde que me dedico a estos menesteres, tomar en
serio la recomendación de Marc Bloch sobre la tarea del juez y la del historiador.
Lo que yo pretendía, inútilmente por lo que se ve, era entender y explicar las
razones que llevaron a los primeros desde la exclusión a la tecnocracia y a los
segundos desde la comprensión a la democracia. Ni equidistancia ni veneración
beata: me he limitado a trazar esos itinerarios con los textos de cada cual, de los
que ofrezco una interpretación relacionada con las luchas políticas del periodo. Si
Elias Díaz quiere discutir mi interpretación, y no salirse por la tangente con esa
bobada de la equidistancia, lo que tiene que hacer es someter a crítica la lectura que
yo hago de los textos y ofrecer otra más coherente o plausible sobre los mismos
textos o sobre cualesquiera otros de los mismos años que a mí se me hayan
escapado y que puedan resultar pertinentes para la cuestión debatida. Pero si, por
Acotaciones a un debate/2
35
pereza, o por la malicia que tan pródigamente atribuye a los demás, prescinde de
los textos y recurre al viejo truco del argumento a d hominem —del tipo: éste es un
equidistante—, entonces, lo siento, pero paso de largo: es un expediente indigno de
la inteligencia de Elias Díaz y un poco decepcionante para los años que todos
vamos echando ya sobre nuestras espaldas.
Acotaciones a un debate / 3
Francisco Sevillano Calero
La clarificación del debate sobre la continuidad de la tradición liberal en la
cultura durante la dictadura franquista precisa contestar, en mi opinión, a la
pregunta de qué se entiende por “intelectualidad”. Partir de los sujetos de esa
historia en el contexto que siguió a la imposición del “Nuevo Estado” permite
comprender mejor ambos términos del enunciado de este debate, basándose para
ello en las actitudes de colaboración y disidencia, en modo alguno excluyentes a lo
largo de la trayectoria de una parte de esa intelectualidad durante la pervivencia del
régimen dictatorial. Como categoría particular de creadores “comprometidos”, los
intelectuales adquieren una autoridad y ejercen un influjo en las discusiones
públicas. Ello plantea fundamentalmente la cuestión de su conducta política y su
actitud crítica frente al poder desde la posición que ocupan en el espacio social de
la cultura. A partir del estallido de la guerra civil en el verano de 1936, el campo
cultural se fue articulando en relación con los límites de la colaboración de los
intelectuales con la «España nacional», o el alcance de la autonomía de los
proyectos ideológicos que propugnaron en un marco jurídico de censura oficial e
intervención de la producción cultural.
Sin embargo, el control del espacio público en el «nuevo Estado» no supuso
la desaparición de toda afirmación de autonomía e incluso de pretensión de
hegemonía de proyectos específicos, que la cultura política del franquismo sólo
aglutinó en parte. Así ocurrió con la búsqueda de tal afirmación mediante la
política totalitaria favorecida desde la Falange en los inicios de la «España nacional»
mediante el dirigismo cultural y la organización de los instrumentos de
comunicación pública en todos los órdenes. Un proyecto que aspiraba a forjar una
«cultura popular» y a formar una «conciencia nacional», no sólo a través del
adoctrinamiento de las conciencias, sino a partir de un «ideal de hombre», de la
adecuación de las conductas a un «estilo de vida», concebido como esencia de la
política. El control por el Estado no hizo que los intelectuales fueran meros
agentes pasivos del poder, delimitándose más bien «espacios propios» en la cultura
política del franquismo. En este sentido, cabe hablar de colaboración entre política
cultural y práctica cultural en tomo a unos nexos (instituciones, publicaciones,
actos); es decir, el éxito de la primera no sólo depende de la depuración, la censura
y los incentivos oficiales (que aseguren la adhesión de la figura del «intelectualorgánico» en los aparatos del Estado), sino también de las predisposiciones, así
como de los usos, que condicionan y conforman las actuaciones y los productos
culturales de un grupo intelectual. La tensión entre colaboración y autonomía de
estos proyectos condicionó, como en la Falange, el sentido de la recepción, más
que la continuidad, de la cultura liberal de preguerra en España y, sobre todo, la
lenta manifestación de una disidencia intelectual a la dictadura.
38
Francisco Sevillano Calero
Así, el compromiso falangista con el «nuevo Estado» se unió a la exaltación
de una estética propia, creada en la década de 1930. Entonces, las repercusiones de
la cultura fascista italiana en el contexto que siguió a la proclamación de la
República española, como sucedió a través de la revista La Gaceta Literaria desde
1927 hasta 1932, contribuyeron al abandono de los postulados estéticos
vanguardistas por un claro y combativo compromiso político en tom o a una
ideología de partido y, sobre todo, de los valores de nación y Estado. Su director,
Ernesto Giménez Caballero, contribuyó decisivamente a elaborar las peculiaridades
de tal estética, según hiciera en el libro A rte y Estado, de 1935; obra que ejerció gran
influencia en los valores de los creadores falangistas antes de la guerra civil.
De esta manera, la relación de algunos intelectuales falangistas durante la
posguerra con otras expresiones culturales anteriores en España estuvo
constreñida por tópicos profundamente ideologizados, sobre todo por la
exaltación de valores nacionalistas de inclinación tradicional e integrista.
Particularmente, la recuperación del legado intelectual liberal por algunos creadores
falangistas fue sesgada y estuvo subordinada a una cosmovisión de España
henchida de nacionalismo, la fe en un Estado fuerte y un populismo radical;
valores que habían fundamentado la ideología y la estética falangistas en relación
con la recepción del fascismo antes de la guerra y desde los que se procedió a una
reinterpretación de la tradición del nacionalismo liberal. Consiguientemente se
produjo la exaltación de una estética fascista de acusado nacionalismo y estatismo,
de valores católicos y que proclamaba la idea de Imperio y «unidad de destino»,
como ocurrió a través de las revistas Vértice y E scorial en la inmediata posguerra;
presupuestos ideológicos que condicionaron la pretendida «integración» cultural. El
desencanto resultó más bien del fracaso en la imposición de tal proyecto totalitario,
como ocurrió tras el apartamiento de destacados falangistas como Tovar y
Ridruejo de los organismos de prensa y propaganda del Estado a principios de
mayo de 1940.
Por su parte, y después de los sucesos de la rebelión militar de 17 y 18 de
julio de 1936, la jerarquía episcopal española apoyó la «causa nacional» ante la
evidencia de una guerra. Así, después del verano de 1936 el término «esfera
edesial» volvió a ser recurrente en referenda a un orden perfecto y un proyecto
universalista desde los que debían producirse las relaciones de independencia y
colaboradón entre la Iglesia católica y las autoridades de la «España nacional» y
definirse la política a seguir una vez terminara la guerra. Ello sucedió en particular a
partir del ascenso de un grupo de católicos con motivo de la remodelación de
gobierno que ocurrió el 9 de agosto de 1939. En un contexto más amplio, esa
nodón de esfera eclesial sirvió para definir d ideal de «Estado católico» en medio
de la consolidación del totalitarismo en distintos países europeos, procurando
salvaguardar la Iglesia católica su influenda e independencia. En el «nuevo
Estado», la situadón de «privilegio» que disfrutó la institudón eclesial por su apoyo
y legitim adón del «Alzamiento» permitió la defensa de unos derechos considerados
concordados y no otorgados por el Estado, también en la educación y la cultura.
Una defensa que supuso el intento por delimitar un espacio autónomo propio, un
Acotaciones a un debate/3
39
«espacio católico» como concreción de la «esfera eclesial» en las relaciones de
poder con el Estado y otros grupos, como la Falange.
De este modo, la contradicción y las tensiones caracterizaron la institucionalización del «nuevo Estado», asimismo en el campo cultural, que presenta rasgos
estructuralmente equivalentes al campo político. Esta contradicción y tensiones
fueron provocando el desplazamiento de ciertos intelectuales hacia los márgenes
del campo cultural del franquismo, sobre todo después de la derrota de los
fascismos en la guerra mundial. En mi opinión, ello explica mejor la trayectoria
personal de algunos intelectuales falangistas y católicos dentro del sistema de poder
del franquismo: unas trayectorias personales que fueron confluyendo a través de
«itinerarios de frontera» hacia la disidencia, separándose así de los valores e ideas
oficiales. La evidencia de tales circunstancias y trayectorias personales precisa
restringir la noción de disenso, pues suele emplearse como la categoría más general
y comprensiva de toda forma de desacuerdo y de actitud negativa, que puede
transformarse en apatía, desobediencia civil, protesta u oposición. La delimitación
del concepto permite entender el disenso más bien como categoría residual,
tratándose de formas de resistencia no organizadas de manera estable ni
institucionalizadas, que se mantienen dentro de niveles moderados y no violentos
en el ámbito individual o colectivo. Si el disenso se refiere así a tales formas de
resistencia cotidiana (muchas veces anónimas), la disidencia intelectual se distingue
por su identidad y trascendencia pública, convirtiéndose en referente moral.
Hay que puntualizar asimismo que su alcance está unido a la lenta articula­
ción de «espacios libres»: marcos a pequeña escala dentro de una comunidad que
son apartados del control directo de los grupos dominantes, participándose
voluntariamente en ellos y que generan un cambio cultural que precede o
acompaña a la movilización social. En parte, fue en tomo a tales experiencias
personales como acabó produciéndose la articulación de nuevas sociabilidades,
abriéndose esferas de publicidad, no obstante el control y la represión. Estos
espacios libres actuaron como medios culturalmente construidos entre la realidad
social y las actitudes y los comportamientos colectivos opositores contra la
dictadura franquista en la década de 1960.
Los intelectuales católicos, del colaboracionismo al
antifranquismo, 1951-1969
Feliciano Montero
El título “del colaboracionismo al antifranquismo” quiere sugerir más que la
evolución de trayectorias individuales y personales que hicieron el recorrido
completo desde una posición a otra (la de Ruiz-Giménez es quizá la más
representativa), una trayectoria colectiva, generacional, que se desarrolla en
distintos ámbitos, que afecta en general a la posición de instituciones eclesiales y
del mundo católico respecto del régimen. Pero en otros casos se trata de iniciativas
renovadoras, alejadas desde el principio de cualquier colaboracionismo (como, por
ejemplo, el movimiento europeo Pax Christi, que arraigó especialmente en
Cataluña a mediados de los cincuenta). Por otra parte, hay que aclarar que en
muchos casos el punto de partida no es propiamente el colaboracionismo sino una
plena identificación con los valores y las esencias del franquismo. En cualquier
caso se traza aquí un cuadro muy provisional, no un estudio acabado, pues la
mayor parte de las referencias están por desarrollar o explorar más sistemática­
mente.
El hilo conductor de esta evolución mental y política es un proceso autocrí­
tico que se desarrolla progresivamente en tres planos correspondientes a otras
tantas etapas. Se comienza en la primera mitad de los cincuenta por una autocrítica
religiosa (1951-1956) que cuestiona la validez de la pastoral triunfalista de
cristiandad y aboga, siguiendo modelos franceses, por una pastoral de misión.
Sigue, en el tránsito de los cincuenta a los sesenta (1957-1962), una fase de
autocrítica social que cuestiona el patemalismo asistencialista y aboga por una
lectura más crítica de la doctrina social de la Iglesia en diálogo con otras doctrinas y
militancias. La crítica social de las políticas gubernamentales prepara la disidencia
política. La conversión de amplios sectores católicos a los valores democráticos y
socialistas y la consiguiente disidencia política se opera de forma acelerada a partir
de los acontecimientos de 1962 y culmina en la ruptura intraeclesial entre
colaboracionistas y antifranquistas que ilustra el conflicto de la jerarquía con la
Acción Católica (1966-1968). En esos pocos años sesenta la recepción de la
doctrina social y política de Juan XXIII (encíclicas sociales) y del Concilio Vaticano
II (especialmente el .decreto sobre libertad religiosa) empujan esa conversión.
Mientras que emerge una cultura política cristiana de Í2quierdas a la vez que se
frustra una alternativa demócrata-cristiana. Se trata de un proceso español, con
caracteres propios y algunas variantes regionales (especialmente en Cataluña y el
País Vasco), pero inserto en un contexto europeo enormemente influyente, sin
cuyas influencias y relaciones no se puede entender bien.
La década 1956-1966, entre la caída de Ruiz-Giménez, tras los sucesos
universitarios de febrero del 1956, y el inicio de la crisis de Acción Católica (AC) es
la década crucial en la que se acumulan los cambios significativos, eclesiales y
42
Feliciano Montero
políticos, que enmarcan esa evolución política de una parte significativa del
catolicismo español. Sin embargo, los cambios se inician ya en la década anterior,
1946-1956, a partir de la apertura deliberada al mundo exterior católico que
comparten como objetivo el régimen y la AC. Las Conversaciones Internacionales
de San Sebastián; los congresos internacionales de Apostolado Seglar (1951, 1957,
1967) y de Prensa Católica, o la fundación de Caritas, son algunos hitos de esa
presencia internacional. La apertura al exterior, objetivo político del régimen para
lavar su imagen, conlleva el contacto con otras corrientes doctrinales y otras
experiencias con consecuencias no previstas. Los nuevos maestros del catolicismo
español son sobre todo europeos, especialmente franceses, más que españoles. Los
maestros españoles como Aranguren o Carlos Santamaría son sobre todo puentes,
mediadores. Por ello hay que atender a los canales de esa relación —traducciones,
encuentros, congresos internacionales, contactos personales—para comprender la
evolución de los católicos.
A diferencia de otros catolicismos, el laicado intelectual católico es escaso y
muy dependiente del mundo clerical y jerárquico Ese es uno de los lamentos de
Aranguren en 1952-1953. Una debilidad o vacío que arrancaba ya de la situación
anterior a la guerra civil. Antes de 1936, el grupo laico más representativo, los
“selectos” de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas (ACNP) y E l
Debate, tienen esa vocación política más que intelectual de presencia y combate en
la directriz marcada desde León XIII. Su reflexión doctrinal está siempre
estrictamente subordinada a la doctrina oficial de los Papas (las encíclicas). En el
terreno del catolicismo social, estaría el Grupo de la Democracia cristiana en torno
a Severino Aznar, anclado políticamente en posiciones antiliberales frente a la
posición de un Osorio y Gallardo que reprocha a Aznar, en 1932, esa limitación
tradicionalista de su grupo.
La Segunda República puso a prueba la emergencia de un movimiento y
laicado católico capaz de confrontarse con las corrientes intelectuales y políticas
dominantes. Junto a las posiciones tradicionales de A cción Española y las posibiüstas
de la CEDA y la AC, quizás no tan divergentes en el terreno ideológico, emergen
algunos grupos minoritarios de católicos liberales o republicanos, como
Mendizábal, ligados a círculos democristianos franceses (Maritain, Mounier) e
italianos (Sturzo)1. La guerra civil interrumpe bruscamente este proceso: la
recuperación institucional del poder por parte de la jerarquía y del clero, hace
relativamente superfluas esas iniciativas seglares, y el laicado de los propagandistas
y de AC queda fuertemente subordinado. El catolicismo español, traumatizado y
profundamente dividido por la experiencia de la guerra civil y más tarde aislado
durante la mundial, no experimenta la colaboración militante en la resistencia y el
dialogo con otras ideologías, que es el caldo de cultivo del pensamiento de Maritain
1 Sobre el pensamiento del grupo Acción Española, ver GONZÁLEZ CUEVAS, Pedro C.,
Acáón Española. Teología política y nacionalismo autoritario en España, (1913-193196), Madrid,
Tecnos, 1998.
Los intelectuales católicos
43
y Mounier, y en general de un cierto catolicismo renovador en el contexto de la
posguerra.
La apertura al exterior de los “colaboracionistas”, 1946-1951
El fin de la segunda guerra marca como se sabe otra etapa del régimen
franquista, cuyo objetivo principal es precisamente salvar el aislamiento
internacional. Para cubrir ese objetivo se apela a las redes internacionales católicas
y muy especialmente, a la de los universitarios e intelectuales católicos, Pax
Romana. Por su parte AC, al servicio de esos objetivos gubernamentales, se apresta
a participar en todos los congresos internacionales posibles para defender el
modelo español como ejemplo perfecto de relación armónica Iglesia-Estado, de
reconocimiento oficial de los valores católicos: congresos de Pax Romana,
peregrinación internacional de los jóvenes católicos a Santiago en 1948,
participación en la gestación de Caritas Internacional en el marco de la ayuda a los
refugiados políticos de la posguerra, etc. Esta presencia internacional triunfalista
culmina en el I Congreso Internacional de Apostolado Seglar en Roma de 19512.
Pero también esos contactos internacionales, son paradójicamente, el cauce
por el que se cuelan en el catolicismo español otras influencias, divergentes
respecto del modelo nacional-católico, y fuente de un catolicismo liberal, muy
minoritario por ahora y quizá demasiado fugaz, desbordado más adelante por el
catolicismo social marxista. El ejemplo más claro de esa penetración son las
Conversaciones Católicas Internacionales de San Sebastián, reanudadas a partir de
1947 bajo el estímulo y vigilancia de la ACNP y el ministro Artajo. Los temas de
estudio y los ponentes, así como los contenidos de la revista Documentos, su órgano
de expresión, son muy significativos de esa penetración de la nouvelle tbeologie y del
pensamiento católico innovador en un sector minoritario del catolicismo español.
La nueva etapa iniciada en 1945 también posibilita un nuevo impulso del
catolicismo social y de la Acción Católica obrera, preocupada sobre todo por no
repetir los errores paternalistas del pasado que llevaron a la guerra civil; empeñado,
por tanto, en impulsar un obrerismo católico, base de un sindicalismo cristiano
auténtico. En la misma fundación de las especializaciones obreras católicas se
expresan con claridad esa autocrítica y esos objetivos. La pronta evolución de la
Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC), de la mano de Rovirosa y de
Malagón, cumplirá con creces esos objetivos confesionales, incluso desbordándo­
los. En la AC obrera, en la HOAC y la Juventud Obrera C atólica, (JOC), la
denuncia social del capitalismo precede a la crítica del sindicalismo oficial y a la
descalificación global del sistema político autoritario. El camino de los militantes y
las organizaciones va de la denuncia social de las injusticias al compromiso contra
el régim en.
2 A este congreso acude AC con una memoria triunfalista sobre su actividad en los años
cuarenta, plenamente al servicio del Estado católico. Ver el informe en Eccksia, glosado en
mi comunicación sobre la AC en el primer franquismo, en Tiempos de silencio. Actas del IV
Encuentro de Investigadores delfranquismo, Valencia, 1999.
44
Feliciano Montero
Otros cauces y expresiones del catolicismo social, como las Semanas Socia­
les también recuperadas en este momento (1949), aunque plenamente compatibles
e identificadas con los valores del nacional-sindicalismo, son también un cauce a
medio plazo para la crítica moderada en nombre de la doctrina social de la Iglesia.
El grupo de pensamiento social de los jesuítas, en tomo a Fomento Social, fundado al
final de los años veinte, vive también una segunda etapa a partir del final de los
cuarenta; Herrera Oria y su grupo de Santander, con el objetivo de formar la
conciencia social de los nuevos sacerdotes y a través de ellos, de las elites
españolas; sus primeras iniciativas en Málaga ya como obispo (las escuelas
sacerdotales), y la fundación del Instituto Social “León X III” en M adrid con la
bendición del Vaticano, son otros tantos hitos de una conciencia social católica,
colaboradora y crítica a la vez.
La autocrítica religiosa o “examen de conciencia” del catolicismo español,
1951-1956
El colaboracionismo católico había comenzado en 1945, pero alcanza su
mayor influencia en el periodo 1951-1956, coincidiendo con el ministerio de
Educación de Ruiz-Giménez y con la firma del Concordato, que consagra un
modelo de relación y colaboración Iglesia-Estado3. Sin embargo, paradójicamente,
esta etapa está también presidida por lo que se llama en la época “autocrítica
religiosa”, es decir una revisión crítica de la manera de vivir y anunciar la fe
cristiana propia de la etapa triunfalista o nacional-católica.
Los “autocríticos”, cuya nómina registra García Escudero en sus notas
periodísticas en el diario A rriba, no ponen en cuestión el modelo de Estado
confesional consagrado en el Concordato, ni siquiera Aranguren (según el
testimonio del propio Escudero), pero sí revisan ciertas formas de evangelización
correspondientes a la llamada pastoral de cristiandad. Pues, aunque el Concordato
consagraba esa Cristiandad, la experiencia demostraba que esas formas colectivas e
impositivas de celebraciones litúrgicas, peregrinaciones, misiones populares y
demás, no habían resultado muy eficaces. Lo que detectaban los “autocríticos” era
un catolicismo rutinario y superficial, así como altos niveles de no practicantes
entre las clases populares. La autocrítica religiosa, siguiendo la reflexión del
catolicismo europeo, especialmente el francés, existencialista y personalista, o
también el movimiento italiano “Por un mundo mejor” del P. Lombardi, “il
microfono di Dio”, abogaban por otro tipo de experiencia y práctica religiosa, o al
menos cuestionaban la tradicional: de la intransigencia intolerante y la imposición
social ambiental, triunfalista, al diálogo respetuoso con los otros y el reconoci­
miento de los propios pecados. La nueva pastoral tenía que partir del
reconocimiento honesto de la realidad social. La sociología religiosa con fines
3 El mejor estudio del colaboracionismo católico en el régimen de Franco, Alberto Martín
Artajo y su grupo de ACNP, y su proyecto frustrado de liberalización moderada, sigue
siendo el de TUSELL, Javier, Franco y los católicos. La política interior española entre 1945y 1957,
Madrid, Alianza, 1984.
Los intelectuales católicos
45
pastorales desarrollada en Francia en esos años (Le Bras, Boulard) era una buena
vía que se comenzaba a practicar en España. Se trataba, ante todo, de un talante y
una actitud religiosa paralela a la que en el terreno intelectual impulsaban los
“comprensivos”, Ridruejo y Laín, frente a los “excluyentes”, Calvo Serer y su
grupo. Un talante autocrítico que, como el de los comprensivos, no implicaba una
renuncia a las posiciones privilegiadas del Estado católico.
¿Cuál fue el alcance real, social y político, de esa autocrítica religiosa? ¿En
aquella autocrítica religiosa, independientemente de la reivindicación de sus autores
(como el propio Laín y, sobre todo, García Escudero), se inicia ya el despegue del
colaboracionismo? García Escudero subraya ese significado a posteriori, aunque en
sus notas de 1951 a 1956 señalaba los límites irrenunciables del Estado católico.
González Casanova, fundador de E l Ciervo, pensando sobre todo en el contenido y
las aspiraciones de esa revista, afirma rotundamente la trascendencia social (crítica
social del catolicismo burgués) e incluso política (apela a las raíces éticas de muchas
trayectorias personales de la transición). En su análisis del significado de E l Ciervo
de los años cincuenta, señala la estrecha relación entre la autocrítica religiosa y la
social:
«La originalidad política del joven Ciervo consistió, como veremos, en
que su mensaje crítico no se dirigió directamente contra el régimen impe­
rante (cosa que tampoco hubiera podido hacer sin llevar hasta el extremismo
su lenguaje), sino contra las formas sociales y la mentalidad del catolicismo
nacional. Sin duda era lo más honesto que y casi lo único que se podía hacer
desde una revista, pero también lo más revolucionario en cierto sentido, ya
que iba a tener unos efectos en cadena insospechados: la de afectar a las
bases mismas de la legitimación del sistema y colaborar así a escindir gra­
dualmente la peculiar alianza del Altar y del Trono propia del franquismo»4.
García Escudero: elogio y defensa de la autocrítica religiosa
José María García Escudero es considerado como el notario principal de lo
que se llamaba en los años cincuenta “autocrítica religiosa”. En su libro Catolicismo
de fronteras adentro recoge las notas publicadas en A rriba entre 1951 y 1955,
ordenadas temáticamente en cuatro argumentos: Autocrítica, Misiones de dentro,
Diario intelectual, Polémica y caridad. En las notas de Escudero se registran
diversas expresiones individuales y colectivas de esa autocrítica religiosa, pero
también social y potencialmente política, que definen los años entre 1951 y 1956
coincidentes con el ministerio Ruiz-Giménez. En un lenguaje periodístico y
polémico se levanta acta y se dan pistas, desde la perspectiva del historiador, de un
vivo debate en el interior del mundo católico y del régimen, con todas las
4 GONZÁLEZ CASANOVA, José Antonio, “Una teoría sobre el ser del Ciervo", en id., La
revista “El Ciervo". Historia y trayectoria de cuarenta años, Barcelona, Península, 1992, pp. 194­
195.
46
Feliciano Montero
limitaciones de la censura, sobre la realidad del catolicismo español en ese
momento paradójico de plena afirmación y cierta preocupación autocrítica. En sus
notas, Escudero señala a los polemistas contrarios y cita a los compañeros en la
autocrítica: Ponce de León en A rriba, Miret en Informaciones, Alonso García en Ya,
Juan de Alcalá y Arroita en Juventud y Alcalá, respectivamente.
Escudero prefiere el término “examen de conciencia” al de autocrítica, pero
se trata en todo caso de una revisión crítica de la situación real del catolicismo
español, justo en el momento de máximo reconocimiento oficial que supone la
firma del Concordato de 1953. Cuando, pasados ya quince años (una generación)
de la “cruzada” del 18 de julio, se tiene que reconocer el alcance limitado de la
recristianización, se buscan sus causas y se proponen alternativas para impulsar esa
misión inicial con nuevos instrumentos, sin que la autocrítica implique ninguna
renuncia a los orígenes (la cruzada), ni a los beneficios y posibilidades del Estado
católico consagrado en el Concordato. La actitud moderadamente revisionista es
más un talante que una alternativa. Se critican los defectos de la vida religiosa de
los católicos españoles, como rutina, pasividad, superficialidad, individualismo,
autosatisfacción o aislamiento del exterior, pero apenas se profundiza en el
diagnóstico y el análisis profundo de las causas. Ni tampoco se plantea una
alternativa pastoral recristianizadora, salvo la actitud autocrítica y el camino de la
naciente sociología religiosa.
Las notas periodísticas de Escudero son, en general, réplicas a denuncias de
los temerosos ante los excesos y riesgos de la autocrítica, y defensa, por tanto, de
los beneficios de un moderado revisionismo que revitalice la proyección
evangelizadora. A aquellos les responde con una apelación al dato sociológico —«de
la intuición al dato»- que empieza a estudiarse y publicarse. Y se apoya en las
máximas autoridades. Cita una advertencia del propio Ruiz-Giménez sobre «los
pecados de omisión» individuales y colectivos, y su demanda de «instituciones de
diálogo». Pero, sobre todo, se apoya en las iniciativas pastorales de algunos
obispos, como el de Solsona, Tarancón, cuyo “examen de conciencia” comparte y
glosa ampliamente, asumiendo un comentario elogioso de E l Ciervo', «la
modernidad de este obispo nos asusta»5. La pastoral de Tarancón, como la
autocrítica en general, señalaba defectos más que alternativas pastorales, pero en
esta misma dirección Escudero apunta hacia una renovación de la parroquia. Se
reconoce, asimismo, en el programa “Por un mundo mejor” que en ese momento
divulgaba en el mundo católico, incluida España, el P. Lombardi con el apoyo
explícito de Pío XII, que en las reuniones algunos dirigentes “autocríticos” de AC
suscriben como guía6.
5 GARCIA ESCUDERO, José María, Catolicismo de fronteras adentro, Madrid, Euramerica,
1956, “la pastoral y la autocrítica”, pp. 41-46.
6 Sobre la AC de los años cincuenta, ver las reuniones anuales de presidentes diocesanos.
Las referencias de los autocríticos a la AC son escasas; más bien constatan, por ejemplo
Aranguren en 1952-1953, el estancamiento. En efecto, es a partir de 1954 cuando se inicia
lentamente un proceso renovador.
Los intelectuales católicos
47
Otro obispo citado elogiosamente por Escudero es el obispo Morcillo,
organizador en 1953 de un curso de Verano en Santander sobre “Problemas del
catolicismo contemporáneo”, y por su pastoral con motivo de la “Misión del
Nervión”. Glosando la pastoral de Morcillo, resume Escudero los defectos del
catolicismo español: la exterioridad, la inercia y el individualismo. «¡Y qué bien
explica nuestra falta de sentido social!», exclama Escudero, en la línea del objetivo
prioritario de Herrera desde los primeros años cuarenta, es decir, sacudir la
conciencia social del catolicismo español.
La “inflación religiosa”, expresión afortunada en los posteriores análisis
historiográficos, define sociológicamente una hegemonía social y cultural hasta
cierto punto engañosa, cuya denuncia acompaña esta revisión. Pues, según afirma
taxativamente Escudero, la autocrítica, como intuición o impresión, era el
prolegómeno inmediato de la sociología religiosa, del estudio sociológico con fines
pastorales, al servicio de la mejor recristianización. Este sería el camino, la
alternativa, científica y pastoral a la vez, que demandaba la autocrítica. En efecto, se
estaban dando los primeros pasos en España, directamente influidos por la
sociología religiosa católica europea, la del francés Le Bras y sus discípulos. La
breve Introducción a la soáología religiosa de Jesús Iribarren, recién cesado como
director de Ecclesia, acompañaba y explicaba en 1955 la publicación de la Guía de la
Iglesia española de 1954. A esa publicación dedica Escudero uno de los comentarios
más ilustrativos de su defensa: frente a uno de los riesgos de la autocrítica, el
ensayismo, «su remedio se llama información; estadística, Sociología religiosa».
¿Cuáles son sus beneficiosos efectos pastorales? En primer lugar «conocer la
realidad tal cual es», como pide Pío XII y como ha practicado Cardjin en la
fundación del jocismo; en segundo lugar, «utilizar la realidad», es decir, utilizar bien
todos los instrumentos modernos, los medios de comunicación y las técnicas de
propaganda y creación de opinión, «el lenguaje del día», al servicio de los objetivos
pastorales. Autocrítica y sociología religiosa eran caminos complementarios para
un mismo fin, el de mejorar la pastoral evangelizadora, adaptándola a los nuevos
tiempos: «poner al servicio de la recristianización lo que sirvió para cristianizar y ha
servido para la descristianización»7.
1954 es el momento culminante, pues en él coinciden la publicación de la
Guia de la Iglesia, las encuestas sobre la religiosidad de los españoles promovidas por
las organizaciones de AC, la polémica en la Revista de Educación N acional y otros
medios sobre el estado de la enseñanza de la religión, la polémica en la revista
A teneo en torno a la autocrítica religiosa, y la discusión en Signo y A lcalá sobre los
“heterodoxos”. Frente a ciertos recelos eclesiásticos, Escudero defiende el
protagonismo de los seglares y, en contestación a un comentario del joven
sacerdote Antonio Montero en Incunable (un órgano, por otra parte, impulsor de la
renovación eclesial) sobre los riesgos y peligros de una excesiva autocrítica,
Escudero, aun reconociendo algunos de esos riesgos, defiende sus mayores
beneficios. La autocrítica es legítima aunque no tenga la autoridad de la teología y
7 GARCÍA ESCUDERO, José María, op cit., p. 58.
48
Feliciano Montero
esté protagonizada por seglares, si no como teólogos, al menos como sociólogos
religiosos. En otros lugares se refiere a esa especial aportación de los seglares, más
próximos a la realidad, como mediadores, ayudando a crear en la Iglesia un cierta
opinión pública.
La autocrítica de Aranguren al catolicismo español
Los comentarios quincenales de Aranguren en E l C om o U terario, entre el 1
de mayo de 1952 y el 15 de diciembre de 1953, son quizá la mejor muestra de la
autocrítica del catolicismo español en esos años. El balance o inventario final de
intenciones y temas publicado en su última reseña sintetiza bien los objetivos y el
espíritu de esos comentarios: llevar a cabo de manera sistemática lo que el autor
denomina una «acción católica», intelectual y seglar o laica, al estilo de la que se
ejercía en otros catolicismos europeos. En buena medida, Aranguren hace de
mediador entre lo que se piensa y se escribe, sobre todo, en medios católicos
franceses, también alemanes, ingleses o norteamericanos, comentando libros y
revistas publicados en esos medios, y el pobre catolicismo intelectual español. Lo
que lamenta constantemente y reivindica con su propio ejemplo es la ausencia de
una intelectualidad católica. Glosando al padre Federico Sopeña, de cuya posición
“esteticista” por otra parte discrepa, comenta que en el catolicismo español hay
periódicos y sociólogos, pero no intelectuales. Una intelectualidad seglar o laica, en
una relación fluida con la eclesiástica, pero suficientemente autónoma, capaz de
ejercer su función específica de puente entre los problemas del mundo y la fe. Ese
es otro de los argumentos centrales de sus comentarios. Según su declaración final,
el espíritu o el talante de sus comentarios ha sido la sinceridad (es decir la
capacidad de autocrítica) y la paciencia, que demanda para la lenta emergencia de
esa intelectualidad católica. Lo que él ha tratado de ejercer y promover es una
posición diferente: «Entre un catolicismo clerical y otro anticlerical, un catolicismo
laical»8.
En su “inventario” final señala también la metodología y los temas tratados.
Partiendo de la crítica de libros y revistas católicas y protestantes extranjeras, ha ido
más allá de la mera crítica libresca («que los libros sirviesen de vehículo o al menos
de pretexto para deslindar una actitud religioso-intelectual») Y en cuanto a la
variedad de temas, afirma que «he escrito sobre oración y liturgia, sobre educación
y enseñanza, sobre la fe popular e intelectual, sobre psicoanálisis, confesión y
dirección espiritual, sobre el matrimonio cristiano, sobre la Acción Católica y sobre
la acción católica». Con las limitaciones propias de la época, se ha referido más o
menos directamente a la situación del catolicismo español, polemizando con otros
intelectuales católicos (Pemán, García Escudero, Sopeña), pero sobre todo
informando sobre algunas iniciativas pioneras en las que participa directamente,
8 Para este apartado me baso en LÓPEZ ARANGUREN, José L., Catoliásmo día tras día
(1952-1953) y Contralectura (1978), según la edición de las Obras Completas, Madrid, Trotta,
1994-1996, vol. 1, pp. 535-682.
Los intelectuales católicos
49
como las Conversaciones Católicas Internacionales de San Sebastián y las de
Gredos.
En 1978, en su contralectura de Catoliásmo día tras día, Aranguren hace,
como él mismo confiesa, «la crítica de aquella autocrítica y de sus limitaciones»,
señalando en su balance final lo que hizo y lo que dejó de hacer, las presencias y las
ausencias más significativas. De lo que habló, y se hablaba en aquella época,
especialmente en el catolicismo europeo, era de «la importancia del laicado dentro
de la Iglesia», y de un laicado sobre todo intelectual, capaz de decir en la Iglesia (y
ser escuchado) su palabra filosófica, teológica, literaria, artística:
«Yo creo que hablando de la relación entre catolicismo y protestan­
tismo, de las enseñanzas de la religión, de la mentalidad católica usual, del
concordato, de libros, novelas, revistas y conversaciones católicas, de las
devociones y del catolicismo popular, del papel del sacerdote, de la confe­
sión y la dirección espiritual, de los entonces nuevos curas y de una liturgia
efectiva de participación laical, de lo que verdaderamente estaba hablando
era de la reivindicación de la importancia del laicado dentro de la iglesia»9.
Desde la lejana perspectiva de un contexto político y religioso tan diferente
como el de 1978, parece lamentar Aranguren algunas ausencias y limitaciones: «no
aparece ninguna referencia a la entonces inexistente comunidad cristiana popular
[...] ni una relación de tensión real con una jerarquía eclesiástica criticada a fondo.
Por supuesto tampoco se cuestionaba la vinculación de la Iglesia al Estado [remite
a su tímido comentario crítico del Concordato firmado en ese año...] mucho menos
del concreto Estado franquista». Es decir, subraya en la distancia las lógica
limitaciones políticas de aquella autocrítica, sin valorar quizá suficientemente su
potencialidad religiosa y social a medio plazo. Por supuesto, Aranguren también
recuerda la ausencia de tantos temas típicos del catolicismo posconciliar (expresión
de la “crisis del catolicismo”), así como las cuestiones relacionadas con la nueva
moral sexual y el feminismo.
Entre 1953 y 1978 habían pasado demasiadas cosas en el contexto religioso
y político, español e internacional y en la trayectoria vital de Aranguren. En medio,
en 1969, desde el “exilio” de California, Aranguren recuerda ya con distancia crítica
esta época y su contribución a la autocrítica, envuelta en otras tareas más
específicamente intelectuales que cada vez le acapararon más a partir de su cátedra
de Ética y Sociología. Su mirada y su valoración en 1969 es, si cabe, más política
que la de 1978: «el contexto de la época, la presión de una censura agobiante, hacía
imposible asumir una postura abiertamente crítica en el plano político [parece
excusarse...] En cambio algo se podía hacer en otros planos, el del diálogo con
nuestros compatriotas exiliados, y sobre todo en el plano religioso». Al recordar
pues esa autocrítica religiosa parece reconocer su tras fondo o carga política
potencial. Pero, sobre todo, lamenta la «ocasión pérdida» en relación con su
•9 Ibidem, p. 681.
\
50
Feliciano Montero
objetivo fundamental, más claramente expresado en 1978, es decir, la emergencia
de una intelectualidad católica seglar. En esa dirección recuerda muy positivamente
los intentos que significaron las Conversaciones de San Sebastián y las de Gredos,
pero registrando esa frustración. Refiriéndose por ejemplo a las Conversaciones de
Gredos y su progresivo alejamiento de ellas, afirma que «se convirtieron en una
especie de club intelectualmente y —por lo que se refiere a buena parte de los
miembros—, también socialmente, muy distinguido y minoritario. Yo me fui
progresivamente desinteresando de ellas y finalmente me di de baja de aquel
místico Country Club que todavía subsiste, ahora en sede más selective / exclusive
todavía»10.
Su ambivalente recuerdo de Catoliásmo día tras día y de su aportación en la
autocrítica se expresa bien en un párrafo final, en el que, por una parte, subraya la
moderación de sus posiciones y, por otra, el rechazo crítico de unos y el impacto
renovador en otros sectores del clero y la juventud. Creo que, inevitablemente, su
recuerdo en 1969 de aquellos primeros cincuenta está demasiado teñido por su
posición intelectual y política, por la necesidad de subrayar mejor la coherencia
entre su pasada “acción católica” y su progresivo “despegue” político y eclesial. En
este sentido, su contralectura de 1978, aunque no exenta de condicionamientos
políticos, resulta más convincente y desde luego más interesante desde la
perspectiva del historiador.
La principal cuestión que se podría plantear en relación con el recuerdo
retrospectivo de Aranguren es su escasa referencia a los otros agentes de la
autocrítica, y sobre todo a la etapa subsiguiente, la que va de la crisis universitaria
de 1956 a su expulsión de la Universidad en 1965. En esos años, aunque colabora
en algunas actividades intelectuales de AC, especialmente a través de la rama de los
Graduados11, se centra cada vez más ¡en su tarea intelectual y universitaria. Ejerce a
través de ellas una influencia crítica más amplia que la meramente católica, aunque
la incluya, situándose progresivamente en un terreno estrictamente intelectual,
bastante alejado del proyecto alentado por él mismo,' el de construir un laicado
católico maduro y autónomo (construcción que se desarrolla acelerada e
intensamente en esa década, 1956-1966, y especialmente en los primeros años
sesenta). Aranguren tampoco vive de cerca la crisis de la Acción Católica
Especializada (ACE) entre 1966-1968, y sigue la “crisis del catolicismo” más desde
una atalaya norteamericana que española12.
La específica aportación de Aranguren a la autocrítica del catolicismo espa­
ñol se valora mejor en comparación con la del propio Escudero en sus notas en
Arriba, o la que ejerce la revista catalana E l Ciervo o incluso la revista del clero
joven Incunable. Lo más específico de Aranguren quizá sea el deseo frustrado de
10 Ibidem, p. 563.
11 Sección minoritaria de juristas y profesionales, presidida por Enrique Miret Magdalena,
dentro de la rama adulta masculina de la ACE.
12 En la valoración, que creo que está por hacer, de la relación y de la influencia de
Aranguren en el catolicismo español de los años posteriores a 1953, seguramente habrá que
tener en cuenta estos alejamientos y vacíos
Los intelectuales católicos
51
crear en España un grupo intelectual católico seglar, fiel a la Iglesia y la identidad
católica, pero autónomo. Como el resto de la autocrítica católica de esos años,
apenas puede referirse o criticar directamente los condicionamientos políticos del
momento (el Estado católico consagrado como ideal en el Concordato), pero lo
hace indirectamente al cuestionar el modo de ser y vivir del catolicismo español
protegido, perezoso intelectualmente y rutinario litúrgicamente. Ya en la transición,
en estrecho contacto con el Instituto Fe y Secularidad y la celebración anual del
Foro del Hecho Religioso, impulsado por el jesuíta Gómez Cafarena, recupera
Aranguren la tarea propia del intelectual católico que había intentado promover en
la España de los cincuenta.
¿Intelectuales católicos? Las Conversaciones de San Sebastián y de Gredos
El mapa de los autores y revistas más representativas de la llamada “autocrí­
tica religiosa” está bastante bien registrado en las notas de Escudero de los años
1951 al 1956, pero son apenas referencias necesitadas de estudio, como la tan
citada revista Incunable y la de su principal promotor, Lamberto Echeverría, o el
importante desarrollo de las Conversaciones Católicas Internacionales de San
Sebastián y la figura de su sostenedor, Carlos Santamaría. A menudo se citan en el
mismo plano las Conversaciones Internacionales de San Sebastián y las de Gredos,
que se celebran casi paralelamente en los años cincuenta, y con algunos
participantes comunes. Pero además de su carácter de encuentro internacional,
especialmente con los franceses, de las primeras, la naturaleza de ambas parece
bastante distinta. Las de San Sebastián tienen un objetivo y desarrollo más
propiamente intelectual y un aire académico, de seminario de estudios. Las
Conversaciones de Gredos, de un grupo de intelectuales católicos en torno al
sacerdote Alfonso Querejazu, son también muy citadas como un hito, finalmente
frustrado, de un núcleo intelectual católico renovador. Pero según el recuerdo de
los participantes, a diferencia de las otras, eran más informales, fundamentalmente
una experiencia religiosa, alejada deliberadamente de cualquier proyección política.
No tanto un seminario de estudios, de intercambio de ideas, como una reflexión y
revisión compartida de la propia vivencia religiosa, un retiro, una experiencia
mística y estética13.
Las Conversaciones de San Sebastián, por su lado, fueron la plasmación de
uno de los objetivos prioritarios de la ACNP, especialmente en esta coyuntura de
la posguerra: establecer el máximo de lazos con los catolicismos europeos y los
diversos foros internacionales. Era un objetivo de la ACNP que convergía
directamente con el “encargo” del régimen, y el proyecto asumido por el nuevo
ministro de Exteriores, Martín Artajo, de dar cobertura y legitimidad al
13 Sobre las Conversaciones de Gredos tenemos los testimonios recogidos en el libro de
homenaje Alfonso Querejazu Conversaciones católicas de Gredos, Madrid, BAC, 1977, introducción
biográfica de O. González de Cardenal, y varios testimonios de los participantes, entre los
que destaca el del jesuíta Ramón Ceñal, pp. 239-269.
52
Feliciano Montero
franquismo, y contribuir a sacarlo del aislamiento'4. Unas primeras conversaciones
se habían llevado a cabo en el verano de 1935, como actividad paralela a los cursos
de verano de la AC en Santander. Se reanudaron en 1947, en el nuevo contexto
político, con Carlos Santamaría como secretario y principal mantenedor15. En 1949
se comienza a editar Documentos, siguiendo el modelo de sendas revistas alemana y
francesa (Documents), donde se publican algunas de las ponencias presentadas en las
conversaciones y sus conclusiones, así como “Notas para el diálogo” (comentarios
de libros, debates internos sobre diversas cuestiones, etc). Los contenidos de la
revista, como las propias conversaciones, eran una puerta abierta al exterior, un
contacto excepcional y una mirada abierta a los problemas y debates candentes, sin
las cortapisas o prejuicios interiores. José Ramón Recalde en su libro de memorias
Fe de vida, en el que dedica una extensa referencia a su maestro Carlos Santamaría,
califica las Conversaciones como:
«...el mayor esfuerzo que se hizo en España para renovar el pensa­
miento religioso, o que se hizo desde España para preparar la renovación
religiosa del Concilio Vaticano II [...] la principal muestra, en esa época, de la
renovación en España del pensamiento cristiano [...] Abrieron una ventana a
la renovación del pensamiento religioso que estaba teniendo lugar durante
los años cincuenta [...] La ventana se abría a los nuevos teólogos [...] y las
perspectivas nuevas que se nos ofrecían (los temas de estudio): la presencia y
la función de los seglares en la Iglesia; el ecumenismo; una nueva visión
entre el dogma y la realidad; la reforma de la Iglesia»16.
Desde la perspectiva posconciliar pueden considerarse una renovación
moderada, dice Recalde, pues recuerda que tenían que ser prudentes al celebrarse
bajo la protección vigilante del gobierno (Artajo) y del Vaticano (Ottaviani), y por
ello había que contar también con teólogos conservadores17. Entre los
14 El Boletín de la ACNP le dedica bastante atención. Las considera como obra propia,
organizada por su centro de San Sebastián y en concreto por Carlos Santamaría, e incluye
amplios extractos de conferencias, los programas y las crónicas de las conversaciones
anuales. En la misma dirección estarían los numerosos informes sobre los catolicismos
europeos que se publican en las paginas del Boletín, a partir generalmente de conferencias de
invitados extranjeros en el Círculo de Estudios de Madrid.
15 Recalde define a su maestro Santamaría como un hombre eminentemente político,
aunque no de partido, «en el sentido más general y más profundo de vocación hacia los
demás, al modo personalista de E. Mounier», op. cit. p. 73. Santamaría es el único
participante español en la Semanas de Intelectuales Católicos franceses de 1951, en la
sección “Derechos del hombre y defensa de la persona”, y en la de 1952 dedicada al tema
de “La Iglesia y la libertad”.
16 RECALDE, José Ramón, Fe de Vida, Barcelona, Tusquets, 2004, pp. 71-72.
17 Artajo desde Exteriores protege y vigila a la vez esa conexión internacional, como consta
en el Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores (AMAE, R-3194196196/1195). Entre
informes y despachos sobre diversos congresos y encuentros internacionales, hay dos notas
referidas a las Conversaciones de San Sebastián: el 19-XI-1947 una Nota informativa sobre
Los intelectuales católicos
53
participantes españoles, en una posición intermedia entre el progresismo y el
conservadurismo, Recalde cita a Zaragueta y al joven Cirarda. El espíritu de dialogo
y los objetivos quedan claros en la propia declaración de las Conversaciones:
«Tratan por medio de discusiones sinceras y fraternales que se des­
arrollan habitualmente en una atmósfera de realismo y sinceridad, de superar
todas las disparidades accidentales que a veces separan a los católicos de
nacionalidades diferentes o de diversas ideologías políticas, filosóficas,
sociales, etc. [...] Los Cuadernos de Documentos [...] están destinados a mante­
ner vivo este diálogo íntimo entre cristianos. La revista se compromete a
respetar y poner en contacto las opiniones de sus colaboradores cuya fideli­
dad a la Iglesia católica asegura, por otra parte, una unanimidad sustancial»18.
Partiendo pues del reconocimiento de una real pluralidad dentro del mundo
católico, las conversaciones trataban de promover ese diálogo en el interior del
mundo católico, aunque implícitamente se buscaba el diálogo ecuménico entre
cristianos y en general con el mundo no creyente. Un espíritu por tanto
anticipatorio del que presidió el Vaticano II. No en vano las conversaciones
nacieron en el espíritu de la posguerra en el que, por ejemplo, Congar escribe
V erdaderay fa lsa reforma de la Iglesia, aunque se mantuvieron con el mismo espíritu en
medio del cambio de clima dentro de la Iglesia que significó la publicación de la
Humani Generis19.
La mirada y la perspectiva de las conversaciones fue en general europea y
mayoritariamente francesa a juzgar por los ponentes y participantes, y por la lengua
utilizada no sólo en las conversaciones sino en la revista Documentos. Seguramente
para facilitar el intercambio de ideas, algunos textos españoles aparecen traducidos
al francés; excepcionalmente hay algún texto en italiano y en alemán. Desde luego
tanto la revista como las conversaciones reunían a un grupo selecto y minoritario,
lo que puede explicar la relativa tolerancia con que se movía el grupo, se reunía y
publicaba la revista (aunque, de todas formas, nunca dejara de suscitar
preocupación y suspicacias en Exteriores).
A juzgar por los textos publicados en su órgano de expresión, Documentos,
los temas planteados en las conversaciones y los criterios defendidos en ellas,
coincidiendo con el recuerdo de Recalde, eran absolutamente insólitos para el
contexto español de la época, pero respondían bien al contexto católico europeo
Conversaciones Católicas Internacionales de San Sebastián, en la que se subrayan los efectos
beneficiosos para el régimen, como contrarrestar la mala imagen exterior, y se ponderan las
declaraciones favorables de los asistentes. El 27-111-1954 hay una solicitud de
documentación sobre las conversaciones católicas a F. Martín-Sánchez, que éste transmite a
Carlos Santamaría, y envía al ministro el boletín de las conversaciones, Documentos, 3 (1949).
18 Declaración en francés inserta en Documentos, 3 (1949), p. 152.
19 Sobre el clima de sospecha y persecución generado por la Humani Generis, ver el
testimonio de una de sus víctimas, el dominico CONGAR, Yves, Diario de un teólogo (1946­
1956), Madrid, Trotta, 2004 (1 ed. París, Cerf, 2000), edición de E. Fouilloux.
54
Feliciano Montero
de la posguerra. El tema central era el de la relación de la Iglesia y de los católicos
con el nuevo orden político liberal democrático, surgido de la derrota del fascismo.
En ese contexto se plantea la coexistencia de la identidad católica con otras
identidades en el marco de un estado neutral o confesional. Se discute en 1947 y en
1949, sin llegar a un acuerdo definitivo, una declaración de derechos del hombre,
paralela y complementaria, no antagónica con la recientemente proclamada en la
ONU20. José Pemartín aboga por la búsqueda de un «lenguaje filosófico-jurídico
aconfesional no anticonfesional», que no traicione los principios, pero que permita
encontrar un terreno común, en el terreno del derecho natural, con los no
católicos: «En esta zona de racionalidad, pueden y deben, pues entenderse
perfectamente el filósofo del Derecho católico y el racionalista»21. Se trataba, como
el propio autor explícita, de una cuestión táctica para desarrollar una apologética
católica indirecta pero eficaz, lo que entendía misión principal de las conversacio­
nes. Pero la cuestión no era meramente táctica, sino de fondo.
Una cuestión central en esa declaración, la que seguramente impidió el
acuerdo definitivo en las conversaciones de 1949, fue la definición de la libertad
religiosa. Varios años antes de la declaración del Concilio Vaticano II (1965), y en
un contexto español tan alejado, se plantean abiertamente las ventajas e
inconvenientes de la libertad religiosa y de un Estado aconfesional. Algo realmente
sorprendente, aunque se produjera en un islote marginal y minoritario, más
europeo que español, como eran las Conversaciones de San Sebastián. En 1952,
tres años después de la frustrada declaración católica de derechos del hombre,
volvía retrospectivamente el obispo de Calahorra, Fidel García, a preguntarse sobre
las razones del desacuerdo en relación con los artículos 7 y 8 de aquella
declaración, precisamente los que se referían a la libertad religiosa:
«Art. 7o: El hombre tiene derecho inviolable a dar culto a Dios
y profesar la religión, según los dictámenes de la recta razón y de la revela­
ción cristiana con independencia de toda potestad humana. El Estado no
sólo no puede violar de modo alguno esta libertad religiosa, sino que, en
principios de derecho natural, debe protegerla y favorecerla. La igualdad
ante la ley de varias religiones en una sociedad determinada, puede ser
legítima e incluso imponerse por las exigencias del bien común
Art. 8o: Aún cuando el hombre pueda faltar a su obligación pri­
mordial de profesar la verdadera religión, todo hombre, salva la potestad de
la Iglesia sobre sus hijos, tiene derecho a: no ser coaccionado en esta materia
20 En el número 1 de Documentos (1949), al dar cuenta de las Conversaciones de 1948, se
incluyen “Las declaraciones de los derechos del hombre”. En el 2 se publican, entre las
conclusiones y documentos elaborados por las Conversaciones de 1949, la carta de los
Derechos Humanos, p. 145. El 4 insiste sobre el tema de los derechos humanos junto al
«problema de la libertad religiosa».
21 PEMARTIN, José, “Una declaración católica ¿exige un lenguaje confesional?”,
Documentos, 3 (1949), pp. 159-161; se remite al criterio defendido por él en su ponencia en
las conversaciones de 1947.
Los intelectuales católicos
55
por violencia externa; no ser coaccionado en las manifestaciones de su culto
erróneo más allá de las exigencias del bien común».
La opinión del obispo se insertaba en una antología de textos que, de alguna
manera, reproducían el debate de 1949, y alude a un cambio de clima intelectual
que posiblemente hubiera permitido ahora, en 1952, el acuerdo en tomo la
declaración imposible tres años antes. No deja de señalar además los antiguos
recelos y cautelas europeos frente a la intransigencia tradicional española. El
boletín de las conversaciones, Documentos, presentaba así el problema:
«Mientras los unos, tras haber sido espectadores y con frecuencia víc­
timas de las brutalidades estatales, quisieran subrayar y apuntalar la idea de la
libertad, otros testigos, espantados ante el hundimiento de las instituciones
públicas, prefieren asegurar y fortalecer el ejercicio de la autoridad. Lo
importante sería, según los primeros, consolidar la idea armónica de la
sociedad temporal, fundada en la realización del bien común, en tanto que la
defensa de la persona y de sus derechos inalienables, sería la meta preferida
de los segundos»22.
La citada fórmula era desde luego inaceptable para aquella España católica,
pero tampoco era la afirmación plena y sin reservas del principio de libertad
religiosa que declarará el Vaticano II, y que algunos propugnaban ya. Era más bien
una declaración de tolerancia que de libertad, aunque desde la perspectiva del
obispo “liberal” español era el techo máximo compatible con la posición doctrinal
de la Iglesia en aquel momento. La divergencia doctrinal de fondo residía en
relación con los «que venían a proponer la afirmación simple del derecho o de la
libertad del hombre para profesar la religión que, según su conciencia, juzgare
verdadera; sin limitaciones de que esta conciencia fuera o no conforme a la recta
razón ni a la revelación». «Esa equiparación entre la conciencia recta o verdadera
con la conciencia errónea, siquiera sea ésta sincera, sólo puede ser sostenida
lógicamente —remachaba Mons. Fidel García— por un relativismo dogmático y
filosófico totalmente inadmisibles»23. En esa cuestión de fondo sobre los diferentes
derechos de la «conciencia verdadera» y la «conciencia errónea» residía la
divergencia doctrinal insalvable en 1949, aparte de otras razones tácticas o
coyunturales que también habían pesado. La nueva coyuntura doctrinal e
internacional, en diciembre de 1951, le hacían pensar al obispo que ahora el
acuerdo sobre ese texto hubiera sido posible. En este mismo bloque monográfico
22 Documentos, 10 (1952), p. 131; presenta los siguientes textos referidos al “Problema de la
libertad religiosa”: Mons. Fidel García, “Mirada retrospectiva”; Yves Congar, “Orden
temporal y verdad religiosa”; A. Messineo S.I., “La libre ivestigación de la verdad”; Juan B.
Manya, “Contestando a un artículo de Ra%ónji Fe; Carlos Santamaría “Autour de l’Etat
ideal”; M. De Paillerets, O.P. “Problemas actuales de la Iglesia sueca”.
23 Mons. Fidel García, obispo de Calahorra y La Calzada, “Mirada retrospectiva”,
Documentos, 10 (1952), pp. 33-38.
56
Feliciano Montero
de 1952 sobre “El problema de la libertad religiosa” publicó el coordinador de la s .
conversaciones, Carlos Santamaría, un texto titulado “A ulnur de l ’E tat idéaP en el
que trataba de resumir el debate entre los partidarios del «Estado confesional
católico» y los del «Estado de inspiración cristiana», lo que implicaba un debate
directo sobre la realidad del Estado español, en vísperas de la firma del
Concordato.
Otro de los temas centrales de las conversaciones en estos primeros años
de la posguerra fue la definición del papel del catolicismo/cristianismo en la
construcción de la nueva Europa. El tema se plantea ya ampliamente en 1949 y,
más explícitamente, en 1950, cuando las V Conversaciones de San Sebastián
trataron de definir unas “Bases cristianas para la unidad europea”, y 195124. De
alguna manera la reflexión sobre el nacionalismo, el patriotismo y el internaciona­
lismo, que centra las conversaciones en 1951, eran continuación del ideal
federalista europeo que en ese momento impulsaban las democracias cristianas. Y,
junto al internacionalismo, y el cuestionamiento del patriotismo como virtud
cristiana (cuestión que cita positivamente Recalde en su recuerdo de las
conversaciones), estaba la relación entre los distintos catolicismos (en concreto dos
tan aparentemente distantes en ese momento como el francés y el español) y entre
los cristianos separados25. Muy ligado al internacionalismo y al cuestionamiento del
patriotismo como virtud estaba el estudio del pacifismo. En ese contexto de
posguerra había surgido el movimiento Pax Christi, en el que pronto participaron
Carlos Santamaría, Recalde y el grupo catalán de E l Ciervo2C.
A mediados de los cincuenta las conversaciones parecen centrarse en cues­
tiones más directamente relacionadas con el debate intraeclesial, pero igualmente
innovadoras en el contexto español, como “La misión de los seglares en la Iglesia”
(1953), la polémica sobre los sacerdotes obreros (1954), y el margen de obediencia
y libertad de los católicos dentro de la Iglesia (1954) o, ya en 1956, la reflexión
sobre “Lo mudable y lo inmutable en la vida de la Iglesia”. Títulos todos ellos que
24 Documentos, 3 (1949), “Presencia de la Iglesia en la nueva Europa”, en el marco de una
reflexión sobre el sentido de la cristiandad: “Cristiandad y universalismo”, discurso de
Mons. Olgiatti en la XXII Semana Social italiana, y “Programme pour la chretienté” de A.
Aumonier. En el número 6 (1950) se publican las conclusiones de la V reunión sobre
“Bases cristianas para la unidad europea”, p. 103, y en el 7 se vuelve sobre el mismo tema.
25 En Documentos, 3 (1949), pp. 87-95, Carlos Santamaría y el jesuíta P. Bosch intercambian
correspondencia sobre la colaboración internacional entre católicos y, en concreto, las
relaciones entre católicos franceses y españoles. En el 4 se plantea «la unión de las Iglesias»,
y las relaciones ecuménicas entre cristianos están implícitamente planteadas en la discusión
sobre las “Bases cristianas para la unidad europea”; pero más explícitamente en el número
11-12 (1952), p. 110, sobre “La colaboración entre cristianos de distintas confesiones”.
26 Documentos, 5 (1950) se dedica monográficamente a “La formación de la opinión pública y
la paz”. El 9 (1951) se plantea, junto a la cuestión del patriotismo, el dilema “Ante la paz o
la guerra”. En la antología publicada por El Ciervo (1959) sobre sus primeros ocho años de
vida, se recoge “La oración por la paz”, firmada por Recalde en 1958, dentro del espíritu
del movimiento Pax Christi.
Los intelectuales católicos
57
parecían seguir muy de cerca la reflexión y las publicaciones del dominico
Congar27.
Sacerdotes universitarios: Miguel Benzo, Mauro Rubio y Federico Sopeña
Además de la nómina de autocríticos registrada por Escudero hay otros
autores y círculos. Miguel Benzo y Mauro Rubio, vocaciones tardías, estudiantes de
doctorado en Roma entre 1952 y 1954, regresan a Madrid en ese verano del 1954
para hacerse cargo respectivamente de las consiliarías de la Juventud Universitaria y
la Juventud Obrera de AC. Su contribución a la renovación de la AC en los
próximos años va a ser fundamental. Mauro Rubio en la Juventud Obrera, entre
1954 y 1959, y en el conjunto de la Juventud Masculina, entre 1960 y 1964, año en
que es nombrado obispo de Salamanca. Miguel Benzo, consiliario sucesivamente
de las Juventud Universitaria (1954-1959), de la rama adulta masculina (los
Hombres), y de la Junta Nacional hasta su cese en el verano del 1966, en el inicio
de la crisis de la ACE. Ambos, junto a otros consiliarios y dirigentes, impulsaron la
transformación de la AC general o parroquial, en otra especializada por ambientes.
Miguel Benzo, en unas memorias inéditas, ha dejado constancia de sus
lecturas teológicas renovadoras en Roma, al margen de las clases en la Universidad
Gregoriana. A partir de su vuelta a Madrid, además de su impulso al desarrollo de
la Juventud Universitaria, como rama especializada de la AC, desarrolla un trabajo
pastoral influyente en el medio universitario madrileño, como capellán del Colegio
Mayor “Cisneros” y como profesor de religión en la Facultad de Ciencias. Unas
clases multitudinarias en un tiempo en el que se empezaba a reconocer en medios
eclesiásticos la crisis de esta enseñanza en la universidad, cada vez más
desprestigiada como una asignatura ”maría”. Lo que cuenta Benzo de esos años
1954-1956 coincide con el momento culminante de la mentalidad autocrítica;
recuerda el freno que supusieron en su labor en el colegio las consecuencias de los
sucesos de febrero del 1956. La renovación seguiría en sus clases de religión en
Ciencias, luego convertidas en su “Teología para universitarios”, y en la dirección
cada vez más europea que adopta la Juventud Universitaria, que multiplica sus
contactos con la JEC europea28.
Federico Sopeña, también vocación tardía, cita varias veces en su Defensa de
una generación a Miguel Benzo y a Mauro Rubio como figuras representativas de lo
que este pequeño pero significativo grupo de sacerdotes universitarios representó
en la renovación del catolicismo español de los años cincuenta. Benzo y Rubio aún
estaban en Roma, pero Sopeña es citado tanto por Escudero como por Aranguren
27 Tanto Verdaderasy falsas reformas en la Iglesia (1950, edición española del IEP en 1953, en
traducción de Carmen Castro de Zubiri), como Jalones para una teología del laicado (1953).
Sobre las vicisitudes personales y publicísticas de Congar en esos años ver su Diario de un
teólogo, cit.
28 BENZO, Miguel, Autobiografía (inédita), donde dedica el capítulo “Trabajo con
universitarios” a su tarea en el CMU “Cisneros” y como profesor de religión en los años
1954-1956.
58
Feliciano Montero
como un miembro más de esa generación “autocrítica”. El título, “defensa de una
generación”, quiere reivindicar una experiencia y un trabajo colectivo, no sólo
personal29. En ese sentido, su autobiografía intelectual personal, su paso por el
seminario de Vitoria, la Universidad Pontificia de Salamanca, la Gregoriana de
Roma y la iglesia de Montserrat también en Roma, antes de recalar definitivamente
en Madrid para hacerse cargo de la pastoral universitaria, va dando pistas y juicios
sobre las personas que le acompañan, a las que se siente generacionalmente unido.
La complicidad generacional es explícitamente declarada con el equipo del ministro
Ruiz-Giménez en los años 1951-1956 en su tarea de apertura y diálogo “liberal”,
mientras que Laín, Tovar en sus años de estudiante en Salamanca, y Marañón,
asiduo partícipe en las actividades de la parroquia universitaria, son constantemente
citados como amigos entrañables. Y, dentro de la Iglesia española, el grupo de
vocaciones tardías que encuentra en el Colegio de Santiago en Salamanca, dirigido
por el futuro obispo Vicente Puchol, así como el grupo de Madrid en torno a
Aparici y la pareja Miguel Benzo y Mauro Rubio.
Lo cierto es que Sopeña, según su propio testimonio, representa un tipo de
sacerdote y católico “liberal” bastante atípico en la España de la época. Un grupo
muy minoritario y bastante marginal que, sin embargo, ejerce una influencia
decisiva, especialmente a partir de la segunda mitad de los cincuenta y en los
sesenta, por otra parte dentro de un medio tan descuidado y alejado pastoralmente
como la universidad y el mundo intelectual. Las memorias de M iguel Benzo
confirman y coinciden básicamente con el testimonio de Sopeña en el significado
innovador de su nueva pastoral universitaria. Desde luego Sopeña es uno de los
exponentes más representativos, junto con Aranguren, García Escudero, E l Ciervo
o las Conversaciones de San Sebastián y de Gredos, de esa “autocrítica” del
catolicismo español que coincide en el tiempo y en la intención con la política
cultural del ministro Ruiz-Giménez entre 1951-1956.
La autocrítica social y la denuncia del paternalismo, 1956-1960
La denuncia social se puede considerar como una vía derivada de la autocrí­
tica religiosa, o como un camino alternativo y paralelo. Lo cierto es que la crítica y
la denuncia social, en nombre de la doctrina y los propios fundamentos del
régimen, de la retórica socializante falangista, era otra forma de autocrítica, en este
caso de las insuficiencias o “traiciones” del régimen a su espíritu fundacional. Por
eso la autocrítica social se convierte en un lugar común, un terreno en el que
convergen los intelectuales católicos y falangistas en un camino de conversión. La
autocrítica social se concreta sobre todo en la denuncia de las formas paternalistas
de acción social dentro y fuera de la Iglesia. Algunos títulos como el de Ignacio
Fernández de Castro D el paternalismo a la Justina social son bien significativos al
29 SOPEÑA, Federico, Defensa de una generación, Madrid, Taurus, 1970. Como se advierte en
el prólogo, el texto está escrito “en caliente” tras la «desventura, no crisis» sacerdotal, que le
ha supuesto su “expulsión” de facto de la parroquia universitaria de Madrid, después de
muchos años de ejercicio activo de un trabajo pastoral renovador.
Los intelectuales católicos
59
respecto, así como los artículos recogidos en una primera antología de E l Ciervo de
esos años. Especialmente el agrupado en el bloque “Al servicio del pueblo”,
artículos sobre la nueva forma de acción social que se practica en el Servicio
Universitario del Trabajo (SUT), o la crítica de la inconsciencia social de las elites
españolas a partir de una referencia tomada del obispo Herrera, o la denuncia de
«los tres obstáculos» —el monopolio, el latifundio y la injusticia tributaria—en los
artículos de Enrique Ferrán en 195830.
La denuncia social y la crítica de la falta de conciencia social en las elites era,
según Ángel Herrera, el principal pecado y laguna del catolicismo español. Sus
principales iniciativas irán encaminadas a curarla: difusión de los principios de la
doctrina social de la Iglesia, en todos los niveles educativos; estudio científico de
los problemas sociales y de esa misma doctrina, y formación de sacerdotes y
propagandistas “sociólogos” (el Instituto Social, luego Facultad de Sociología,
“León XIII”)31. Conciencia social que trata de ser impermeable a la infiltración
marxista, y denuncia social compatible con la legitimidad del propio régimen y, por
tanto, fiel al colaboracionismo y radicalmente contraria al incipiente antifran­
quismo. Pero tanto en el “León X III” como en Caritas, independientemente de los
recelos políticos gubernamentales, más que la glosa de la doctrina social de la
Iglesia primaba su aplicación práctica: el estudio empírico y sociológico de los
problemas sociales: de la mano de la sociología y la doctrina social se “colaba” la
descalificación del sistema y del régimen. La denuncia social y, más aún, la crítica
de la connivencia de las clases dirigentes con un catolicismo conservador, fue muy
pronto uno de los argumentos centrales de los ideólogos y los métodos de
formación de la HOAC, como se aprecia bien en los textos elaborados por
Rovirosa y Malagón para la formación sistemática de los militantes32. Pero la nueva
mentalidad social no se quedó sólo en las organizaciones obreras de la AC
española, sino que se difundió amplia y profundamente, contagiando en poco
tiempo el conjunto de las asociaciones seglares.
En las reuniones nacionales preparatorias del Congreso Internacional de
Apostolado Seglar de 1957 se aprecia un nuevo lenguaje social, crítico con el
patemalismo dominante en las obras sociales. Una de las organizaciones en las que
se aprecia mejor el cambio es la rama juvenil masculina de AC, la JACE. Dentro de
la JACE venía funcionando, junto a la especialización obrera, la JO C, otra
universitaria, la JUM AC, ligada intemacionalmente a Pax Romana, pero entre 1957
y 1959 intensificó sus contactos con el movimiento internacional estudiantil
cristiano, la JE C , decidió su “especialización” ambiental siguiendo el modelo de la
JO C, adoptó el método de la “Revisión de Vida” y solicitó en consecuencia el
30 Ocho años de “E l Ciervo”. Generaciones nuevas, palabras nuevas, selección y prólogo de Juan
Gomis (Madrid, Euramérica 1959). Sobre la trayectoria de E l Ciervo, ver el libro coordinado
por José A. González Casanova, cit.
31 Ver SANCHEZ JIMENEZ, José, El cardenal Herrera Oria. Pensamiento y acción social,
Madrid, Encuentro, 1986.
32 Ver los primeros guiones de los cursillos y planes de formación en ROVIROSA,
Guillermo, Obras Completas, vol. IV,Madrid, HOAC, 2000.
60
Feliciano Montero
cambio de siglas. Un cambio que significaba una ampliación de su base social, más
allá de la estrictamente universitaria, y una orientación menos intelectual y elitista.
También la rama adulta femenina de AC, las Mujeres, la más representativa por
tradición y por cantidad de miembros, fomenta desde 1958 una reconversión desde
una mentalidad caritativa piadosa hacia otra de compromiso social a través de un
cursillo especial, la “Semana Impacto”, que prepara para ellas el consiliario de la
HOAC, Tomas M alagón33. Todos estos cambios anticipan y demandan la reforma
estatutaria de la ACE en 1959, que consagrará la línea de los movimientos
especializados y del “compromiso temporal” que abocaría, de forma natural e
inevitable, al conflicto con el régimen y con la jerarquía eclesiástica entre 1966­
1968.
.
Se conoce poco sobre los antecedentes de ese cambio hacia el “compromiso
temporal” que, en nuestra opinión, se va incubando lentamente a lo largo de la
década de los cincuenta, tal como se aprecia en las reuniones nacionales de la
organización y de las distintas ramas y movimientos. Se trata sobre todo de un
“giro social” que genera una crítica más o menos radical respecto a las
insuficiencias de la política social del régimen, y una autocrítica de los rasgos
asistencialistas o paternalistas de muchas obras sociales de iniciativa católica. No
implica necesariamente una crítica política anti régimen, pero la prepara y anticipa.
El giro se aprecia bastante claramente en la III Asamblea Nacional de dirigentes
que se celebra en mayo de 1957, como preparación inmediata de la participación
española en el II Congreso Internacional de Apostolado Seglar. Ello nos sugiere
que se trata de un cambio inducido desde fuera por una dinámica internacional,
iniciada en 1951, en la que participa la ACE. Pero, al mismo tiempo, el giro social
que se puso de relieve en los debates y conclusiones de la asamblea obedece a la
dinámica interna de la propia organización, estimulada sobre todo por la reflexión
de la AC obrera (HOAC y JO C), dentro de un contexto de directrices y
orientaciones “sociales” promovidas por la jerarquía (documento pastoral y
consigna a la ACE para el curso 1957-1958), y por otras instituciones, como el
herreriano Instituto “León XIII” o Caritas, que por esas fechas pone en marcha un
plan de investigación de la realidad social. La amplia asistencia y participación
española en el Congreso Internacional de octubre de 1957 debió de contribuir a
afianzar los cambios y consolidar las relaciones e influencias entre los distintos
movimientos internacionales católicos obreros, estudiantiles, rurales, femeninos,
etc.
33 Una presentación sintética de este giro social de la ACE entre 1957-1959, en mi
comunicación al V Encuentro de Investigadores del Franquismo, Albacete, 2003 (edición
digital). Sobre la evolución de la Juventud Universitaria (JUMAC) a la JEC, ver
MONTERO,Feliciano (coord.) Juventud Estudiante Católica 1947-1997, Madrid, JEC, 1998.
Sobre la evolución de las Mujeres de AC y la influyente personalidad de su presidenta, Pilar
Bellosillo, ver SALAS, María y RODRÍGUEZ DE LECEA, Teresa, Pilar Bellosil/o. Nueva
imagen de la mujer en la Iglesia, Madrid, Federación de Movimientos de ACE, 2004.
Los intelectuales católicos
61
La autocrítica política: el primer “Felipe” y la militancia cristiana
antifranquista, 1956-1966
En la crítica de las injusticias sociales y en el análisis sociológico se puede
producir el encuentro con el marxismo y los marxistas. El PCE contemplaba esa
posibilidad y se planteó aprovecharla desde 1956. Frente a ese riesgo, los
estudiosos de la doctrina social católica tratarían de marcar distancias críticas y
salvaguardar a los católicos sociales de los peligros del acercamiento. Angel Herrera
percibió pronto ese peligro y trata de conjurarlo, pero el acercamiento se produjo
pronto y de forma radical. En tomo a Julio Cerón, entre 1957 y 1959 se va
configurando el primer Frente de Liberación Popular (FLP), conocido como el
“Felipe”, en el que la participación cristiana aconfesional fue muy relevante.
La experiencia del “Felipe” es un buen indicador de la trayectoria de la
militancia antifranquista y cristiana anterior a la crisis de 1966-1968. Tanto por su
significado en la historia de la nueva militancia antifranquista, como por la
presencia de un sector católico en su interior, es pertinente referirse a esta primera
experiencia militante de encuentro y conflicto entre impulso ético cristiano y
materialismo histórico. Los militantes y los historiadores coinciden en señalar la
componente cristiana de izquierdas, especialmente en los inicios, como una seña de
identidad. En la trayectoria personal de algunos de los militantes destacados del
“Felipe” como Julio Cerón, Ignacio Fernández de Castro, Alfonso Carlos Comín,
José Antonio González Casanova o José Ramón Recalde, se subraya esta etapa del
“Felipe” como un intento de síntesis entre el compromiso cristiano y la militancia
marxista heterodoxa, aunque ciertamente, a diferencia de otras militancias católicas,
desde el primer momento se expresara en términos aconfesionales y radicalmente
antifranquistas. Por ello el recurso estratégico de los abogados defensores de los
primeros “felipes”, con Cerón a la cabeza, a sus orígenes e identidad católica
creyente y practicante todavía es profundamente lamentado por Recalde en sus
memorias, al introducir un falso equívoco que la segunda etapa del Frente trataría
de superarse afirmando más radicalmente el carácter aconfesional del partido.
Pero independientemente de la oportunidad o eficacia de esa estrategia de
los abogados defensores, lo cierto es que la identidad cristiana de los encausados y
las conexiones personales concretas con algunos clérigos e instituciones de la
Iglesia eran ciertas, al menos en sus orígenes, por mucho que la mayoría de ellos
hubiera iniciado ya una crisis de fe o de militancia cristiana, un tránsito de la
identidad cristiana a otra fundamentalmente marxista34. También en este caso la
temprana experiencia de los primeros “felipes”, en tomo a 1960, anticipa procesos
de crisis muy habituales en los militantes católicos de la ACE que se aproximaron
al marxismo en los años posteriores a la crisis de 1966.
Desde la perspectiva de la militancia cristiana, lo significativo es ese compo­
nente cristiano de izquierdas presente en los orígenes del “Felipe” y en su primera
34 En su Fe de vida Recalde dedica reflexiones interesantes a la explicación de su proceso
personal, especialmente sobre el significado del “engagemenf', pp. 75-86
62
Feliciano Montero
etapa; vinculado en Madrid a la parroquia universitaria del padre Sopeña o Jesús
Aguirre; en San Sebastián a discípulos de Carlos Santamaría, participantes en las
Conversaciones Internacionales, como Recalde, y en Barcelona a los aledaños de
E l Ciervo, por más que la revista como tal rehuyera ser correa de trasmisión del
partido emergente, según el testimonio de Joan Gomis, sobre las “redes” tendidas
por Cerón entre sus redactores35. En este sentido, se puede considerar al “Felipe”
como el primer eslabón de esa cultura política, inédita en España, de cristianismo
de izquierdas, cuyos perfiles ha sintetizado Díaz Salazar36. Una cultura política
nacida en dos ámbitos sociales diferentes, sólo en parte convergentes: en medios
obreros, con una conciencia obrerista estricta (la HOAC de Malagón y Rovirosa, y
la JO C de Mauro Rubio y Eugenio Royo), y en medios universitarios, primero en
tomo al Servicio Universitario del Trabajo (SUT) y al trabajo social en barrios
obreros y marginales, luego en el medio estudiantil, en su lucha sindical y
democrática, junto a otros partidos y sindicatos (el tiempo fugaz de la JEC).
Hacia el “despegue”: la trayectoria de Ruiz-Giménez y Cuadernos para el
Diálogo, 1956-1969
No se puede hablar propiamente de autocrítica política en el periodo 1951­
1956 que, por otra parte, no se podía hacer explícita, ni apenas plantearse antes
fuera del ámbito oficial del Movimiento. En algunos medios eclesiásticos sólo se
plantea de forma moderada y reformista cierta liberalización controlada de la
prensa, por ejemplo con ocasión de los congresos internacionales de prensa
católica se suscita un debate en Ecclesia en el que participan el ministro Arias
Salgado y los obispos Herrera y Pía i Deniel. O en relación con la libertad sindical y
la Organización Sindical, se producen las criticas del obispo Pildaín, y la polémica
entre Solís y Pía i Deniel sobre la naturaleza y la actividad parasindical de la
HOAC.
Después de 1956 comienza el distanciamiento crítico de algunos colabora­
cionistas, como ilustran las trayectorias de Ruiz-Giménez, Laín o Ridruejo. El
nacimiento del “Felipe” en el bienio 1957-1959 es, como hemos visto, otra cosa:
una nueva generación, que no ha colaborado, pero que aplica el compromiso ético,
personalista y marxista, a la lucha contra el régimen. En 1960 se registra la primera
crítica eclesial abiertamente antifranquista: el manifiesto de trescientos curas
vascos, reflejo de una disidencia peculiar y específica, la que representan sectores
del clero y laicado católico catalán y vasco, ligados a movimientos nacionalistas. En
1962, culmina un periodo y se abre una nueva etapa en la lucha antifranquista. Las
huelgas obreras iniciadas en Asturias y la reunión europea de Munich marcan el
inicio de un nuevo tiempo de abierta disidencia política en diversos medios
35 GARCÍA ALCALA, julio Antonio, Historia del Felipe, Madrid, CEC, 2001. Sobre la
relación con E l Ciervo, ver GOMIS, Joan, Memories Civiques, 1950-1975, Barcelona, La
Campana, 1994, y GONZÁLEZ CASANOVA, José Antonio (ed.), op. cit.
36 DÍAZ SALAZAR, Rafael, Nuevo socialismoy cristianos de izquierda. Madrid, HOAC, 2001.
Los intelectuales católicos
63
católicos, pues la huelga impulsa sobre todo la colaboración y el reconocimiento
recíproco entre militantes de procedencia ideológica distinta. Por otra parte se
acelera en las diversas familias democristianas, en tomo a Giménez Fernández, GilRobles y pronto Ruiz-Giménez, la búsqueda de una alternativa coordinada. Un
proceso difícil por los personalismos y por las contradicciones internas y externas,
entre una militancia católica que evolucionaba aceleradamente hacia el marxismo, y
una Iglesia conciliar que abogaba por el aconfesionalismo del compromiso
cristiano.
El año 1963 está marcado por la recepción de la Pacem in terris, de inequí­
voco significado democrático, y por la aparición de la revista Cuadernos para el
Diálogo. En esos mismos años de 1962-1963, en el conjunto de la AC se definen y
consagran las bases ideológicas y formativas del “compromiso temporal” como
forma de acción transformadora de las estructuras. En 1964 en las Jom adas
Nacionales de la ACE se abordan las condiciones de la consigna conciliar de
“diálogo” en España, y en ese contexto se proclama la necesidad de la
reconciliación entre generaciones, dentro y fuera de la Iglesia37.
La trayectoria de Ruiz-Giménez es la que mejor representa el tránsito del
colaboracionismo a la oposición antifranquista, manteniendo siempre un respeto
personal al dictador. El análisis de su trayectoria personal ayuda a entender el
tránsito colectivo del mundo eclesial y católico de la legitimación a la deslegitima­
ción, las razones fundamentalmente éticas de ese proceso, y las implicaciones
positivas, en términos conciliadores, para el resultado global del proceso de
transición de la dictadura a la democracia. En este sentido es muy sugerente la tesis
del sociólogo Javier Martínez Cortés sobre la trascendencia política de la acción de
Ruiz-Giménez: «su eficacia, más que en el terreno de la política inmediata, se ejerce
en el terreno ético y prepolítico de la instauración de la comunidad moral de todos
los españoles». Función que ha podido llevar a cabo al compás de otras
transformaciones sociales profundas, que afectan a una nueva forma de
comportamiento religioso, lo que significa, en términos del sociólogo, «tránsito del
nacionalcatolicismo a la religión difusa»38.
La interpretación sobre el papel relevante jugado por Ruiz-Giménez en la
preparación de la transición, su función mediadora en la reconstrucción de una
“comunidad moral”, puede ser aplicable en general a otras muchas instancias e
iniciativas, y vale en general para definir el papel del factor católico en la
“pretransición” y el momento decisivo de la transición política. El proyecto
37 Para todos estos cambios de la ACE en la década de 1960, ver MONTERO, Feliciano,
La ACE y el franquismo. Auge y crisis de la AC especializada, Madrid, UNED, 2000, UNED.
Sobre la democracia cristiana, BARBA, Donato, La oposición durante el franquismo. La
democracia cristiana, Madrid, Encuentro, 2001. Sobre las huelgas de 1962, VEGA GARCÍA,
Rubén (coord.) Las huelgas de 1962 en Asturias, y Las huelgas de 1962 en España y su repercusión
internacional, Oviedo, Trea, 2002.
38 MARTÍNEZ CORTÉS, Javier, “El factor religioso y la política de Ruiz-Giménez”, en J.
Ruiz-Giménez, El camino hacia la democracia. Escritos en “Cuadernos para el Diálogo” (1963-1976),
vol 2, pp. 361-396.
64
Feliciano Montero
político estrictamente personal o partidista de Ruiz-Giménez puede considerarse
fracasado en las elecciones de junio de 1977, lo que suele interpretarse como la
demostración más palpable de su carácter utópico o ingenuo, calificativos que
también se han aplicado frecuentemente a la figura de Ruiz-Giménez. Pero si se
mira a su proyecto político global, no partidista, el que representa mejor que nada
la empresa de Cuadernos, entonces su utopismo posibilista resulta más realista y
eficaz que el de otros. Lo que ocurre es que el éxito de ese proyecto, la Transición,
fue a costa de su proyecto más personal, una alternativa demócrata-cristiana de
izquierdas, que la memoria histórica y la coyuntura internacional habían hecho
anacrónica.
La trayectoria personal de Ruiz-Giménez no ha sido propiamente estudiada
más allá de las indicaciones y explicaciones del propio protagonista. Algunas de sus
pistas resultan más convincentes que otras, pero está claro que la reconstrucción
del proceso requiere un estudio pormenorizado basado fundamentalmente en
fuentes privadas, que tenga en cuenta tanto las variables y contactos internos como
los exteriores (el propio Ruiz-Giménez ha subrayado siempre la importancia de
esos contactos internacionales). La evolución o la primera autocrítica seguramente
empieza, como él indica, en sus contactos en el Vaticano de la posguerra, entre
1948 y 1951, con Montini, Maritain (embajador de De Gaulle en el Vaticano) y con
Pax Romana (Sugranges). Sin embargo, lo que propugna desde Roma es la plena
legitimación del Estado nacional-católico como Estado ideal. Más verosímilmente,
es durante su gestión como ministro de Educación, especialmente en los dos
últimos años, cuando inicia su autocrítica a la vez que otros sectores del
catolicismo español (como registra Escudero). En su caso no es sólo autocrítica
religiosa, sino política, al experimentar en carne propia, junto a sus principales
colaboradores, los límites estrictos de una evolución del régimen desde dentro.
Para él, como para el resto de los implicados en la crisis universitaria, en febrero de
1956 se iniciaba una nueva etapa.
En un artículo retrospectivo sobre las raíces o antecedentes de Cuadernos
alude al clima intelectual y retirado de la Universidad de Salamanca en el que va
madurando su nuevo papel político de “puente”, de cauce de diálogo, entre el
interior y el exterior del régimen. Aún no se puede hablar de ruptura con el
colaboracionismo, sigue siendo miembro de las Cortes, pero se trata cada vez más
de un colaboracionismo crítico desde dentro y abierto al diálogo con el exterior.
Una tarea mediadora que ya va a marcar toda su trayectoria posterior39. De hacer
caso al propio Ruiz-Giménez, lo más decisivo en su proceso de cambio en esos
años van a ser sus contactos exteriores con el mundo católico, especialmente en el
nuevo contexto que impulsa Juan XXIII: la profunda influencia de sus encíclicas,
especialmente la Pacem in tenis, y el impacto personal de su audiencia con el
pontífice en abril de 1963, como si de sus labios recibiera la confirmación y la
39 Sobre esta etapa de Salamanca entre 1957-1960 ver los testimonios de Elias Díaz,
Enrique Tierno y Raúl Morodo en sus respectivas memorias.
Los intelectuales católicos
65
consigna de su vocación política. Poco después de esa audiencia cuaja
definitivamente el proyecto de Cuadernos.
¿Qué ocurre entre 1957 y 1963? Seguramente son fundam entales' sus
contactos con las organizaciones internacionales católicas y con el presidente y
organizador de los congresos internacionales de apostolado seglar, Vittorino
Veronese40. Participa activamente en el II Congreso Internacional de Apostolado
Seglar de octubre de 1957, en un momento crucial de la evolución de AC, de
autocrítica del paternalismo social y del exclusivismo, y paso de una organización
parroquial a otra especializada. Una evolución que él acompaña y quizá ampara
desde fuera, en una discreta lejanía, con el descubrimiento del “compromiso
temporal”, la asunción de sus consecuencias políticas y la oferta de reconciliación.
Pues si AC había sido dirigida desde siempre por la ACNP, a partir de 1960 parece
progresivamente escapar de ese control. ¿Cuál es la relación de Ruiz-Giménez con
los dirigentes y consiliarios de la ACE, como Santiago Corral, Pilar Bellosillo o
Miguel Benzo, en esos años de 1957 a 1966? ¿Cómo es la relación con su amigo
Martín Artajo, especialmente a partir de su cese como ministro de Exteriores? En
general, la recepción del Vaticano II es un test decisivo para valorar y entender
muchas de las trayectoria personales de obispos, clérigos y laicos41.
Por otra parte, Ruiz-Giménez, tras unos años de silencio o apartamiento
relativo, cobra protagonismo activo en la ACNP, con intervenciones abiertamente
políticas en 1963 y 1964, que tratan de hacer evolucionar la posición de los
propagandistas en relación al régimen42. Paralelamente se embarca en la
construcción de una alternativa política demócrata-cristiana, en connivencia y
rivalidad con los otros líderes históricos (Gil-Robles y Jiménez Fernández).
Precisamente las reticencias de éstos respecto a su colaboracionismo lastran la
credibilidad de su nuevo liderazgo, pues se le sigue viendo aún demasiado
respetuoso con el régimen, como confiando en una evolución desde dentro. En esa
primera mitad de los 1960, tan decisivos y acelerados, ¿alientan Ruiz-Giménez y
algunos dirigentes de AC la posibilidad de una alternativa demócrata-cristiana, á la
italiana, sobre la base de los cuadros y militantes de la nueva AC especializada?
La rápida evolución de los militantes más comprometidos hacia el
marxismo, doctrinal y práctico, y la propia reflexión del Vaticano II sobre la
40 Estos contactos son intensos y frecuentes ^especialmente a partir de 1965. En 1967
Veronese viaja a Madrid invitado por su amigo Ruiz-Giménez y en 1968 vuelve a Madrid, y
Barcelona. Ver correspondencia en el fondo Veronese del archivo de la Fundación Sturzo
en Roma.
41 Un ejemplo modélico del interés de analizar conjuntamente el impacto del Concilio y el
cambio político la tesis doctoral inédita de SERRANO BLANCO, Laura, Renovación eclesialy
Democratización social. La Iglesia diocesana de Valladoüd durante la construcción de la democracia,
1959-1979, Valladolid 2002.
42 Conferencias en ciclos del Círculo de Estudios de Madrid, publicadas en el Boletín de la
ACNP, y recogidas en Cuadernos para el Diálogo: “Convivencia y libertades públicas”, 5
(febrero-marzo 1964), pp. 195-199, y “El problema de los partidos políticos”, 18 (marzo
1965), pp. 7-12.
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Feliciano Montero
“autonomía de lo temporal” y el consiguiente cuestionamiento de las opciones
confesionales, parecen anular esa posibilidad, y explicar su fracaso posterior. Tanto
en el plano sindical como en el político, las organizaciones católicas impulsan el
aconfesionalismo y la pluralidad de los compromisos y, en todo caso, marcan una
orientación predominantemente socialista (humanista) más que demócratacristiana. Están anticipando, alentando, quizá sin saberlo, el éxito futuro de la
socialdemocracia. En esa década entre la crisis política de 1956 y la crisis de la ACE
de 1966 hay que situar la conversión, más que evolución, de Ruiz-Giménez (y de
otras muchas personas y grupos católicos), del autoritarismo y del nacionalcatolicismo, a la libertad y los valores democráticos, con una fuerte componente social.
En esa conversión es fundamental la recepción y lectura política de la Vacem in ten is,
que suscita numerosos comentarios y publicaciones de inequívoca trascendencia
política43.
El enfrentamiento de Ruiz-Giménez en las Cortes en 1964, durante la
discusión de la Ley de Asociaciones, y su entrevista con Franco para presentarle su
dimisión como procurador, marcan al menos simbólicamente su ruptura con el
régimen. Su conversión política se podría entender mejor comparándola con la de
otros personajes del franquismo, más o menos próximos a su trayectoria,
estudiando la correspondencia o las percepciones recíprocas con ellos, por ejemplo
con Artajo, Castiella y su proyecto de libertad religiosa, Antonio Garrigues y su
proyecto de actualización del Concordato, o con los miembros más cualificados de
la ACNP. También sus relaciones con los católicos progresistas que ya han roto
con el franquismo y con sectores de la oposición antifranquista.
El nacimiento de Cuadernos para el Diálogo, aunque alentado desde unos años
antes, parece responder finalmente a un impulso muy directo tras la audiencia de
Juan XXIII con Ruiz-Giménez. Pero la revista va a nacer y sobrevivir, aún con la
censura, especialmente en esos primeros años, bajo la tolerancia semilegal que el
régimen (¿y Franco personalmente?), antiguos colaboradores y amigos, dispensan
al fundador. En un clima además relativamente abierto a la discusión sobre la
institucionalización que dentro del propio régimen algunos sectores (Castiella,
Fraga) propician, por convicción o para favorecer la imagen exterior. Este clima
“tolerante” por lo menos llega hasta el referéndum de la Ley Orgánica del Estado
(LOE) en 1966, o como mucho hasta la crisis gubernamental de 1969. La
trayectoria de Cuadernos y su fundador son paralelas, especialmente en los primeros
años, luego va pesando progresivamente más la nueva generación prosocialista. ¿Se
trata de una evolución compartida por Ruiz-Giménez, o más bien tolerada sobre la
base de un respeto a la autonomía del proyecto?44.
43 Entre .los numerosos comentarios políticos de la Pacem in tenis en España, destaca el libro
colectivo Comentarios aviles a la encíclica ‘Vacem in tenis", Madrid, Taurus, 1963, con artículos
de Aguilar Navarro, Aranguren, Carrillo de Albornoz, Diez Alegría, Jiménez Fernández,
García de Enterría, González Campos, Laín Entralgo, Martín Retortillo y Federico Sopeña.
44 Para la caracterización de etapas y tendencias dentro de Cuadernos, ver la tesis doctoral de
MUÑOZ SORO, Javier, Cuadernos para el Diálogo, 1963-1976, UNED, 2003, de próxima
publicación por Marcial Pons.
Los intelectuales católicos
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Habría que distinguir etapas, hasta cierto punto paralelas con las del pro­
pio Ruiz-Giménez. Durante los años del Concilio, marcados por la raíz éticoreligiosa de los documentos conciliares y, sobre todo, por su espíritu de diálogo,
Cuadernos parece apoyar y legitimar toda su apuesta política en esas directrices
vaticanas, frente a las reticencias católicas de sectores del régimen, dispuestos a
interpretar a su favor cualquier señal o advertencia vaticana sobre los riesgos de esa
dinámica. Ya durante el Concilio, pero especialmente en el inmediato posconcilio
(1966-1970) se desata una verdadera batalla en el conjunto del mundo católico,
pero en concreto en la Iglesia española, sobre la interpretación y aplicación de la
doctrina conciliar. Ruiz-Giménez y Cuadernos son activos partícipes en esa batalla.
La dinámica interna del régimen marca también esa evolución. En los años
fundacionales de la revista hay una discusión interna sobre la institucionalización y
el futuro del franquismo, dentro de un diálogo posibilista con el régimen. La etapa
que inaugura la libertad de prensa en 1966, quizás más perjudicial que beneficiosa
para Cuadernos en tanto que menos tolerante con su fundador, conforme éste
tiende hacia la crítica que desemboca en el llamado “manifiesto de Palamós”
(verano de 1967), un hito en la trayectoria política de Ruiz-Giménez y la revista.
Que coincide con el momento culminante de la crisis de la ACE, cuya relevancia
política no se puede ocultar. La institucionalización del régimen (referéndum de la
LOE) y su legitimación episcopal con la doctrina del Concilio, marcan una ruptura
política profunda en la Iglesia y en el catolicismo, así como una divisoria más clara
entre la colaboración y el antifranquismo. Hay una constatación de la imposibilidad
de una evolución interna desde dentro, y el diálogo ahora tiende a ser mayor y más
explícito con el marxismo. En la ya citada mesa redonda del número 100 (enero
1972) los contertulios critican a la revista esa excesiva polarización en el tema del
diálogo cristiano-marxista, pero, se replica, era el tema de actualidad candente en la
militancia católica que representaba la revista, en tomo al cual se libraba la
legitimación o no del régimen.
La crisis gubernamental de 1969, con la salida de los “aperturistas” (Castie11a, Fraga) y la consolidación de la modernización tecnocrática, provoca la
radicalización progresiva de la militancia católica en una dirección antifranquista y
marxista. También en esos años finales del régimen Ruiz-Giménez adopta una
posición más activa desde la plataforma cívico-religiosa de Justicia y Paz, mientras
por su parte la jerarquía eclesiástica (el “taranconismo”) asume una posición
abiertamente crítica en la Asamblea Conjunta de septiembre de 1971, y en el
documento Iglesia y Comunidad Política de enero de 1973.
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