el europeísmo de los españoles

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EL EUROPEÍSMO DE LOS ESPAÑOLES
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EL EUROPEÍSMO DE LOS ESPAÑOLES
Alfonso Soriano
Diputado por Santa Cruz de Tenerife.
∗
Hace escasos días se cumplieron 25 años desde que
España fue admitida en el Consejo de Europa, la más antigua institución europea. La incorporación de España a esta
institución tuvo lugar el 24 de noviembre de 1977, poco
después de las primeras elecciones democráticas y cuando
todavía no teníamos elaborada una Constitución democrática, y supuso el respaldo y la plena confianza de Europa en
un proceso político que ya se vislumbraba irreversible.
España venía intentándolo desde los años sesenta en
que Franco envió a Bruselas al Embajador Ullastre, quien se
esforzaba vanamente en conseguir lo imposible: que una
dictadura entrara a formar parte de una comunidad de países democráticos.
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∗
Jornada de Santa Cruz de Tenerife. 12 de diciembre de 2002.
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Aquel importante paso cuando todavía estaba por definir
el alcance de los cambios políticos que España se disponía
a dar tras una dictadura tan larga, los vivió el país con
entusiasmo. Tras un larguísimo aislamiento de Europa
—recordemos que España no participó en ninguna de las
dos guerras europeas del siglo XX— con lo que eso había
supuesto en lo político, en lo económico y en lo cultural, el
dejar de ser diferentes despertó en la opinión española una
fervorosa adhesión a lo que significaba entrar a formar parte del proyecto europeo. Durante los últimos años del franquismo, en la conciencia de quienes deseábamos el cambio
político y trabajábamos para lograrlo se había asentado en
la identificación entre la idea de democracia y la idea de Europa. Ser demócrata equivalía a ser europeísta y viceversa.
Pero veamos como se fue construyendo una Europa que
en nada se parecía a la que había sido con anterioridad a la
II Guerra Mundial. El siglo XX europeo empieza con la I Guerra Mundial y termina con la caída del muro de Berlín y el fin
de la Unión Soviética. Pero la I Guerra Mundial se cierra en
falso, con la humillación de Alemania en la Paz de Versalles
y la Liga de las Naciones creada en el tratado de este nombre, para poner fin a todas las guerras, nació también muerta al quedarse fuera, por voluntad propia, los EE.UU. de
América y, por decisión de los vencedores, Alemania.
Bajo las ruinas del Imperio zarista, Lenin y Stalin construyeron un régimen totalitario con la intención de extender
el comunismo al resto del planeta. Sobre la ruinas del Imperio austro-húngaro se inventaron los Balcanes (Yugoslavia)
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que saltaron por los aires a finales de siglo. Y sobre las ruinas del Imperio otomano, franceses y británicos reforzaron
sus propios imperios, se repartieron el mundo árabe y sembraron la semilla de otro conflicto secular entre israelíes y
palestinos. En definitiva la I Guerra Mundial refuerza los nacionalismos e intenta sustituir el directorio europeo por el
primer intento de seguridad colectiva en el planeta.
Pero la idea europea recibe un nuevo impulso gracias a
los escritos del conde austriaco, Ricardo CoudenhoveKalergi, hijo de un diplomático austrohúngaro y de una japonesa, que publicó en 1923, un libro PANEUROPA y fundó
un movimiento, la Unión Paneuropea que en su primer congreso reunió nada menos que a dos mil participantes de
veinticuatro países. Las grandes líneas de este movimiento
se aprobaron en 1926 y se parecen mucho a las del borrador de la convención europea presentado por Giscard
D’Estaing el pasado 28 de octubre para la Unión Europea
del siglo XXI: moneda común; protección de las minorías;
igualdad, seguridad y soberanía confederales; unión aduanera; respeto a las civilizaciones nacionales y cooperación
con otros Estados.
Estos deseos sin embargo, chocaron con la voluntad de
Hitler de imponerse en Europa. La II Guerra Mundial puede
considerarse como la tercera campaña de una guerra inicialmente franco-prusiana que comienza en 1870 con la batalla de Sedán y no termina hasta 1945. Después de 1945
el sistema internacional se organiza alrededor de dos nuevos polos de poder: el soviético y el estadounidense; co-
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mienza la era atómica y la guerra fría. La debilidad europea,
el interés estadounidense y la amenaza soviética obligan a
los europeos a abandonar los nacionalismos del pasado y a
caminar por el sendero de la integración.
En la temprana fecha del 17 de marzo de 1948 se firmó
en Bruselas el Tratado de la Unión Europea Occidental por
los ministros de Asuntos Exteriores de Gran Bretaña, Francia, Holanda, Bélgica y Luxemburgo, al que se incorporaron
más tarde, Italia y Alemania Occidental.
Pero fue en el año 1949 cuando se dieron de verdad los
primeros pasos. Como ya se ha indicado se crea el Consejo
de Europa, que ha venido jugando desde entonces un papel
determinante en la definición de las características del proyecto de Unión Europea. Es la institución que define los
principios y valores que identifican a Europa: el Estado de
derecho, el pluralismo, la protección de los derechos humanos, la tolerancia, el respeto a las minorías lingüísticas y étnicas, la erradicación de la xenofobia y el racismo, etc. España se incorpora en 1977 a tren en marcha desde hacía
cerca de treinta años.
Pero una vez incorporada, España recupera pronto y
bien el tiempo perdido, hasta el punto de que su participación y protagonismo en esta institución, con sede en Estrasburgo, ha sido especialmente relevante a lo largo de estos veinticinco años. España le ha dado al Consejo europeo,
un Secretario General, Marcelino Oreja, que ejerció su mandato de 1984 a 1989; dos presidentes de su Asamblea par-
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lamentaria, José María de Areilza, Conde de Motrico, de
1981 a 1983, y Miguel Ángel Martínez, de 1992 a 1996, y
varios vicepresidentes, entre otros, Luis María de Puig y Gabino Puche, actual presidente de la delegación española.
Todos ellos han realizado en Estrasburgo un trabajo que ha
dejado perdurable huella de aprecio general y de reconocido prestigio.
El 4 de abril de 1949 los Gobiernos de EE.UU. de América, Gran Bretaña, Francia, Canadá, Bélgica, Holanda,
Luxemburgo, Italia, Dinamarca, Islandia, Noruega y Portugal,
firmaron del Pacto del Atlántico Norte, que, aunque incorporaba también a los EE.UU. y Canadá, fue, sin duda, un paso
decisivo para frenar el expansionismo de la Unión Soviética.
En su Preámbulo se declaraba su adhesión a los principios
de la Carta de la Naciones Unidas y su deseo de vivir en paz
con todos los pueblos y gobiernos, salvaguardar la paz, la libertad y cultura fundadas en la democracia y la ley, fomentar la estabilidad y el bienestar en el ámbito atlántico y unir
sus esfuerzos para una defensa colectiva. La Organización
del Tratado del Atlántico Norte se reunió en Washington por
primera vez el 18 de septiembre de ese año. Sabido es que
el gobierno de la UCD, presidido por Calvo Sotelo, nos integró en esta Organización con la oposición del PSOE y del
Partido Comunista. El Gobierno socialista de Felipe González se vio obligado a rectificar uno de sus más graves
errores.
El 18 de abril de 1951, a propuesta del ministro francés
de Asuntos Exteriores, Robert Schuman, inspirado por Jean
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Monnet, se firmaba en París el Tratado que establecía la
Comunidad Europea del Carbón y del Acero por parte de los
países del Benelux (Bélgica, Holanda y Luxemburgo), Alemania Occidental, Italia y Francia y que fue el primer antecedente de lo que hoy es la Unión Europea. Su finalidad
económica era establecer un amplio mercado libre de 162
millones de consumidores, estimulando la expansión económica de los sectores básicos de la industria moderna.
Y el 25 de marzo de 1957 se firmaron en Roma los Tratados del Mercado Común Europeo y del Euratom por parte
de Francia, Italia, Alemania occidental, Bélgica, Holanda y
Luxemburgo. Fueron sus patrocinadores los políticos democristianos Adenauer, De Gasperi y Schuman.
Y España, como consecuencia de su régimen político, al
igual que ocurría con todos los países del este europeo subyugados por el comunismo, permanecía al margen de todos
estos importantes pasos hacia la unificación europea. El 9
de febrero de 1962, Don Fernando María Castiella, ministro
de Asuntos Exteriores del general Franco presentaba la solicitud de apertura de negociaciones para la vinculación de
España a la Comunidad Económica Europea, en la que se
decía: “La vocación europea de España, repetidamente confirmada a lo largo de su historia, encuentra de nuevo ocasión de manifestarse en este momento en que la marcha
hacia la integración va dando realidad al ideal de solidaridad europea”. Sin embargo, tan sólo cuatro meses más tarde, en el eropuerto de Barajas de Madrid y en todas las
fronteras españolas se obligaba a los principales participan-
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tes en el llamado Contubernio de Munich a escoger entre el
exilio (Gil Robles) o a la deportación de Fuerteventura y el
Hierro (Iñigo Cavero, Fernando Álvarez de Miranda, Joaquín
Satrústegui...etc.)
Era la época en que en España surgían asociaciones o
clubs semiclandestinos que se denominaban así mismos
europeos. Por toda la geografía de España profesionales liberales e intelectuales de las más diversas tendencias: monárquicos partidarios de Don Juan de Borbón, democristianos, socialistas y liberales —recordemos que los comunistas
mantenían posiciones muy recelosas contra la Comunidad
Europea, ya que su modelo era entonces la Unión Soviética— organizaron con los más diversos nombres, grupos de
moderada oposición a la Dictadura bajo el paraguas de la
invocación europea. El más importante fue, sin duda, la
Asociación Española de Cooperación Europea, con sede en
Madrid y a la que estuve vinculado desde entonces. La dirigían destacadas personalidades que con la democracia se
integrarían, en su mayor parte en la UCD. Recuerdo a Fernando Álvarez de Miranda, Iñigo Cavero, Joaquín Satrústegui, Jaime Miralles, Joaquín Garrigues, José María Gil Robles, etc. y los socialistas Federico de Carvajal y Miguel Boyer. En Barcelona actuaba el “Instituto de Estudios Europeos” y en la Universidad de Sevilla, Jiménez Fernández y
Aguilar y Navarro había organizado el Seminario Europeísta... etc. Todos estos personajes tendrían, años más tarde,
un gran protagonismo en la Transición española.
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Dos años antes, aproximadamente, la Asociación Española de Cooperación Europea, que presidía por entonces el
Profesor Yanguas Messía, vizconde de Santa Clara de Avedillo, embajador de España y ex ministro de la Corona, y del
que tuve el honor de ser su alumno en la cátedra de Derecho internacional privado en la Universidad Complutense de
Madrid, había organizado en Palma de Mallorca, para el
mes de septiembre de 1960, una reunión internacional para examinar los problemas relativos a la unificación europea. Debían participar examinar los problemas relativos a la
unificación europea. Debían participar en ella delegados
democristianos, federalista, socialistas y liberales de Francia, Bélgica, Holanda, Alemania e Italia, así como una serie
de personalidades españolas, representativas de los diferentes sectores intelectuales, sociales y económicos que se
venían interesando por los problemas de la integración europea y su incidencia para el Estado español.
De conformidad con la entonces vigente legislación se
solicitó autorización a la Dirección General de Política Interior del Ministerio de la Gobernación. El día 25 de agosto el
Gobierno Civil de Palma recibió la autorización pedida, pero
el 5 de Septiembre, pocos días antes de empezar los actos
programados, el Gobernador Civil en persona comunicaba a
los organizadores que el Ministerio de la Gobernación había
dado órdenes de suspender la semana europeísta sin dar
explicación alguna.
Fue así como las fuerzas democráticas españolas se
plantearon entonces celebrar la reunión fuera de España a
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través del Consejo Federal Español del Movimiento Europeo
establecido en París y utilizando la red de relaciones que
fueron tejiendo por toda Europa occidental y también a los
grupos de oposición en el exilio, igualmente europeístas. Se
obtuvo en primer lugar la conformidad de las tres grandes
tendencias políticas europeístas, representadas por Leo
Tindemans, Secretario General de la Democracia Cristiana
Europea; André Philip, Presidente de la “Gauche Européenne” y Roger Montz, Presidente del Movimiento Liberal para
la Europea Unidad.
Robert Schumann, ex ministro francés de Asuntos Exteriores y presidente del Movimiento Europeo, se dirigió por
carta a más de un centenar de personalidades relevantes
de Europa pidiéndoles su colaboración. Un gran número de
estas personalidades contestó afirmativamente, otras dudaron y otras, por temor, no quisieron intervenir en la reunión.
Es necesario decir que el Gobierno español, al conocer estas iniciativas, desencadenó una importante acción diplomática que dio como resultado el que algunas personalidades dieron marcha atrás. No obstante estas dificultades, el
Consejo Federal Español del Movimiento Europeo siguió
adelante con el proyecto.
Hubo ciudadanos españoles en este movimiento desde
su fundación, que ya habían participado en el Congreso celebrado en la Haya en 1948. Salvador de Madariaga fue
elegido presidente de la Comisión Cultural encargada de definir los principios esenciales de la cultura y de la identidad
europea. Unas semanas más tarde se constituía en París el
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Consejo Federal Español del Movimiento Europeo que eligió
a Salvador de Madariaga su primer Secretario General. A
partir de este momento se sucedieron las reuniones en el
interior de España y en el exterior. La reunión de Munich fué
una más de ellas y acudieron 118 personas que representaban diversos sectores políticos democráticos de la izquierda, el centro, la derecha y el nacionalismo, por lo que
fue la más numerosa de las que se habían celebrado hasta
entonces. No asistió ni un solo representante de los partidos comunistas, únicos excluidos de Munich.
La invitación para asistir al IV Congreso Internacional del
Movimiento Europeo, decía así: “El Movimiento Europeo reunirá los días 7 y 8 de junio (1962) en Munich un Congreso
Político, cuyos trabajos se consagrarán al estudio de la democratización de las Instituciones europeas y de los medios
y las maneras de llegar a la creación de una Comunidad política, susceptible de asegurar un verdadero progreso en la
construcción de los Estados Unidos de Europa”.
El Congreso de Munich no fue, por tanto, una reunión de
técnicos sino una reunión de políticos. Constituyó una magnífica manifestación política cuya trascendencia nadie ha
puesto en duda, sobre todo —además de la importancia del
Congreso en sí mismo y de los textos aprobados— por la
participación de importantes personalidades de todos los
medios y de todos los países libres de Europa, así como de
los principales dirigentes de las instituciones europeas.
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Pero su trascendencia aumentó en gran manera como
consecuencia de las reacciones que podríamos calificar de
increíbles, con que el Gobierno de Madrid reaccionó imponiendo a los asistentes unas sanciones y arrestos totalmente desmesurados. Quizás influyó en esta actitud del Gobierno el hecho de que la petición presentada el 9 de Febrero
anterior por el ministro Castiella quedó sin respuesta.
Se invitó a españoles de dentro y del exilio que se habían
distinguido en sus actividades o manifestaciones como europeístas de carácter democrático, intentando dar prioridad
a los del interior para que la reunión no pudiera ser considerada como un conclave de exiliados. En definitiva se trataba
de examinar cómo y de qué manera podían superarse los
antagonismos y las enemistades procedentes de la guerra
civil, para que los ciudadanos españoles fueran libres y pudieran democráticamente disponer de sus destinos en el
conjunto de una Europa unida. Allí todos los participantes
podían manifestar abiertamente sus ideas democráticas.
Había nacionalistas catalanes (Joseph Rovira), vascos (Irujo), republicanos socialistas del exilio como Rodolfo Llopia o
personas como Joaquín Satrústegui, Fernando Álvarez de
Miranda, Iñigo Cavero o Dionisio Ridruejo que pusieron de
manifiesto su profunda convicción de que solamente la Monarquía representada por Don Juan de Borbón podría ser el
régimen que solucionara los problemas de España y traer la
paz civil a la que aspiraba la mayoría de los españoles.
Durante los días 5 y 6 de junio tuvo lugar el coloquio que
había sido convocado bajo el título de Los problemas de la
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integración de España en Europa. Acudieron a este coloquio
80 delegados procedentes del interior de España y 38 del
exterior, es decir, 118 en total. Habría habido muchos más
si el Gobierno de Madrid no hubiese retirado el pasaporte a
muchas personas o no hubiese puesto tantas dificultades
para obtenerlo. A pesar de estos inconvenientes, Dionisio
Ridruejo y otros llegaron a Munich sin ningún documento de
identidad, habiendo pasado clandestinamente dos fronteras: la española y la alemana.
Se presentaron dos textos, uno procedente del Consejo
Federal de París y otro de la Asociación de Madrid, pero, al
final, una comisión de diez personas —cinco del interior y
cinco del exilio— que presidió Salvador de Madariaga, aprobó un texto consensuado.
En Europa y en todo el mundo la resolución aprobada
por los 118 españoles participantes y por los 1200 miembros del IV Congreso del Movimiento Europeo, tuvo una resonancia enorme. Sin embargo, la prensa franquista presentó esta resolución como “una conjura contra la paz de
España” y como un “contubernio” de personas perversas.
En cambio los asistentes al Congreso —y entre ellos los presidentes y miembros del Mercado Común y del EURATOM,
así como la Alta Autoridad de la CECA— no olvidaron nunca
el entusiasmo de todo el Congreso, que de esta manera
quería solidarizarse con aquellos que, como dijo Madariaga,
“habiendo escogido la libertad habían perdido la tierra o los
que habiendo escogido la tierra perdieron la libertad”.
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El Movimiento Europeo, fiel a sus principios y a sus orígenes democráticos, demostró aquél 8 de junio de 1962
que quería la unidad y la integración de toda Europa. Pero
para eso era preciso la existencia de libertad política, social
y económica, así como la democracia representativa de los
Estados o países que quisieron sentirse europeos y colaborar en la construcción de la Europa política y económica. El
gobierno español trató de impedir por todos los procedimientos la no aprobación del texto de la resolución, sin alcanzar éxito alguno. Naturalmente, el Gobierno del general
Franco, había comprendido claramente la situación pues,
como muy bien dijo Salvador de Madariaga en su declaración final (y lo confirmó José María Gil Robles ante el Congreso en pleno) “en Munich se había terminado la guerra civil entre españoles demócratas”.
La reacción del Gobierno español fue por completo desproporcionada y hoy resulta incomprensible. En un Consejo
de Ministros que duró doce horas se aprobó un Decreto-Ley
que suspendía por dos años y para todos los españoles, su
derecho a escoger libremente su residencia en el interior de
España, en flagrante oposición con el “Convenio europeo de
los derechos del hombre y de las libertades fundamentales
de la persona humana”. Hasta el propio ministro de Asuntos
Exteriores dijo al acabar el Consejo de Ministros: “Con esta
disposición absurda, hemos perdido el beneficio de seis
años de trabajo diplomático para acercarnos a Europa”. Pero a pesar de estas palabras no presento la dimisión.
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Cuando a partir del sábado 9 de junio empezaron a llegar al aeropuerto de Madrid o a la frontera franco-española
los participantes en la reunión de Munich, se les comunicaba que podían escoger entre dos opciones: la deportación a
las Islas Canarias o reemprender el camino del exilio. Sin
embargo, la deportación fue superada y todos los participantes en Munich se incorporaron a la lucha política o sindical. Los que de alguna manera vivimos todo aquello no
podremos olvidar jamás los sacrificios que costó a tantos liberales y demócratas aquella aventura, con la secuela de
penas, vejaciones y dificultades de toda suerte con que tuvieron que enfrentarse.
Hoy los tiempos han cambiado gracias a Dios. Muchos
de los hombres y mujeres que participaron en las reuniones
de Munich continuaron la lucha y algunos fueron protagonistas den la Transición española y han ocupado puestos
importantes con la democracia. Hoy a los cuarenta años de
aquella fecha, podemos decir también que han sido años al
servicio de la más sagrada de las causas, la causa de la libertad y de la justicia social para todo el pueblo español.
La instauración de instituciones democráticas y representativas, la garantía de los derechos de la persona, el reconocimiento de los derechos de las nacionalidades y regiones, las libertades sindicales y el derecho de asociación
en partidos políticos, fueron las cinco grandes condiciones
políticas que la reunión de Munich planteaba. En el llamado
Contubernio de Munich se pueden encontrar los antecedentes de los rasgos más relevantes de la Transición a la de-
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mocracia. Aquella vía de cambio pacífico estimuló los planteamientos reformistas evolucionistas en sectores del propio franquismo, sobre todo de los pertenecientes a generaciones posteriores a la guerra civil, y acentuó la crisis del
Régimen. Se han cumplido este año los veinticinco años de
las primeras elecciones democráticas, pero la defensa de
las libertades debe ser algo permanente por lo que resulta
necesario reforzar los compromisos de todas las fuerzas
democráticas de fortalecer y consolidar las libertades frente
a un terrorismo con el que no caben veleidades.
El 15 de junio de 1977 se celebraron en España las primeras elecciones democráticas después del franquismo y
uno de los primeros actos del gobierno salido de aquellas
elecciones fue la solicitud de adhesión a las Comunidades
europeas, el 28 de julio siguiente, objeto que figuraba en la
práctica totalidad de los programas de los partidos políticos,
salvo en los de la extrema derecha y el partido comunista y
otras fuerzas a su izquierda.
Los veinticinco años transcurridos desde la celebración
de aquellas elecciones democráticas y desde el ingreso de
España en el Consejo de Europa —dieciséis desde la incorporación a la actual Unión Europea— creo que no han enfriado el europeísmo de los españoles. El entusiasmo idealista de los primeros momentos, tan lógico dada las circunstancias, han dado paso, en cuanto al sentimiento europeo
se refiere, a la asunción con naturalidad de lo que ha quedado ya incorporado como un rasgo indeleble de nuestra
identidad, la condición de socios de la Europa comunitaria.
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En esto no han aparecido síntomas de desencanto y en las
Islas Canarias posiblemente en menor medida que en ninguna otra parte del suelo patrio. Afortunadamente, los europesimistas no parecen ser muchos. Seguramente se debe
a las estrictas razones históricas aludidas.
Para las personas de mi generación, que sólo pudimos
participar en política y ejercer los derechos democráticos
cumplidos los cuarenta años, es muy grato recordar una
etapa de la historia de España de la que fuimos protagonistas, a fin de que las actuales generaciones, nacidas después de la Transición, valoren el esfuerzo de muchos españoles para superar la guerra civil y lograr una España reconciliada en la defensa de las libertades y la democracia.
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