El staff de Hei! Project, ¿quiénes son realmente?

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y nos llevaron a una parte de la ciudad
que se determinó sería el ghetto. Las
casas eran grandes, la mayoría de seis
piezas. Allí vivimos con otras cinco familias entre julio y septiembre de 1944
cuando llegó la orden de deportar a
todos los judíos a Transdniester (al otro
lado del río Dniester). Para dar tranquilidad, avisaron que cada persona podía llevar sus cosas y hablaban de
reasentamiento, pero todos sabíamos
que en esos trenes de ganado no encontrarían nada bueno. Así partieron mis
abuelos y no volví a verlos. Supimos
por carta de otros familiares que después de bajar del tren los obligaron a
caminar y a los que no podían los fusilaban a la orilla del camino. Muy pronto los más débiles murieron de hambre,
frío o tifus.
»Sólo siete familias obtuvimos la autorización de quedarnos en el ghetto.
Dos médicos, uno con un hijo de mi
edad y otro octogenario que ya no ejercía pero al que los rumanos más ricos e
influyentes le tenían en alta estima pues
había traído al mundo a sus hijos, por
lo que hasta los más recalcitrantes
antisemitas lo seguían venerando. También quedó un dentista, un electricista,
un hojalatero y mi padre y mi tío que
se quedaron de nuevo gracias a la fábrica de alcohol, imprescindible en una
guerra. Entretanto supimos que pueblos chicos, aldeas o grandes comunidades de judíos, desaparecieron por
completo. Las noticias llegaban de los
pocos que se salvaron y llegaron al
ghetto para contarlo.
»La casa de seis piezas quedó para
nosotros solos. Teníamos permiso para
salir entre las 10 y las 12 para hacer las
compras pero con la estrella era peligroso porque los cristianos nos tiraban piedras o nos insultaban («judíos piojosos»)
o nos daban con palos. Hoy me preguntan por qué no nos defendíamos; éramos
indefensos. No podíamos levantar una
piedra porque nos podían fusilar.
»En este encierro leí mucho. Los judíos tenían bibliotecas grandes y en
nuestra casa, perteneciente a una familia de apellido Mintzer, había muchos
libros en alemán, idioma que yo dominaba como el rumano, pues en la calle
se hablaba alemán y en el colegio estudiábamos en rumano. Yo era pequeño
pero sin otra cosa que hacer tomé estos
libros y los leí, así me aprendí versos
de Schiller, Goethe y Heine. Aún recuerdo algunos. En esas circunstancias
las cosas quedan grabadas a fuego.
»En los últimos años mis padres
consiguieron un profesor particular que
me venía a hacer clases a la casa, día
por medio, a pesar del peligro que ello
suponía para él. A veces nos arriesgábamos los ocho niños del ghetto y salíamos a la calle a jugar fuera de las
horas permitidas.
»Para ser justos, había uno que otro
rumano amigo de los judíos que se oponían al régimen fascista. Sherman
Flandor era un terrateniente con gran
influencia en el gobierno fascista que
rechazaba el antisemitismo y le gustaba desafiar a las autoridades. Dos veces a la semana mandaba un carruaje
con un cochero a buscar a los ocho niños judíos para pasearnos por el campo y por la ciudad y ningún policía se
atrevía a intervenir. Pero en general
estábamos constantemente amenazados. Nos decían: «El día en alguien que
pueda manejar la fabrica los vamos a
expulsar. Van a ser deportados igual
que todos los otros judíos piojosos».
»En los últimos días del fascismo
rumano, cuando los soviéticos se acercaban pero aún no habían llegado, previendo una fatalidad, nos fuimos a es-
COMUNITARIAS
conder al otro lado del río Dniester, donde unos amigos campesinos. La comida
escaseaba y la ciudad estaba llena de
alemanes y rumanos en retirada.
»Mi madre era rubia, parecía alemana y además hablaba con acento
berlinés porque había vivido en Berlín.
Estaba decidida a volver a la casa a
buscar comida haciéndose pasar por
alemana. Todos teníamos miedo de lo
que pudiera pasarle pero ella no. Entró
a la casa llena de oficiales hablando en
los días a trabajar en la fábrica en
Strogenitz. Todos le decían que no lo
hiciera que era peligroso, pero él no
escuchaba. El 25 de enero los partisanos
entraron a la fábrica de mi padre y ahí
mismo lo fusilaron junto con tres electricistas y un contador que estaban con
él. Fue pocos días antes de mi bar
mitzvá. Los rusos le hicieron un entierro con honores. Qué podía importarnos eso a mí y a mi madre.
»Nos permitieron ir a la Bukovina
SUS PADRES GUSTA ELTES (1904-1950) Y LEO STEIN (1894-1945).
perfecto alemán. Quién es usted, qué
hace aquí, le preguntaron los soldados,
vengo a buscar comida para mi hijo. Los
alemanes le creyeron y le entregaron
alimentos que ella nos trajo con la ayuda de un campesino que la acompañó.
»En la escapada de los alemanes recuerdo haber visto impresionado cómo
iban tirando sus botas, sus chaquetas y
todo lo que pudiera identificarlos. Porque los rusos venían sin piedad por
todo lo que habían hecho los alemanes
en la Unión Soviética. Fue una felicidad para mí ver a los alemanes comiendo desesperados, corriendo, tratando
de salvar su vida. Me daba satisfacción
y alegría ver eso.
»En los meses siguientes, nuestra región fue bombardeada por alemanes y
después por rusos. Las primeras veces
me metía dentro del ropero o debajo de
la cama, pero cuando las cosas se repiten día a día uno se vuelve inmune. Miraba por la ventana y me quedaba viendo cómo caían las bombas. Sin temor.
Me decía que si una de esas bombas
caía sobre mí sería el destino, nada podía hacer, y seguía mirando firme al
cielo por la ventana.
»Con la retirada de los alemanes nos
quedamos dos días sin nadie. Ni alemanes, ni rumanos, ni soviéticos. Se respiraba una paz artificial. Pero cuando llegó el ejército soviético, en julio de 1944,
fue un gran alivio que nos trataran bien.
Incluso instalaron una escuela en yidish.
Pero esta paz no duró. En los bosques
se formó un grupo de partisanos
ucranianos proalemanes que invadía
pueblos, saqueaba fábricas, perseguía y
mataba a rusos y judíos sin piedad.
»Por eso nos fuimos a vivir a
Czernowiz donde aún había judíos gracias al alcalde Traian Popovici quien
por su propio riesgo, en plena guerra,
dio permisos a cientos de judíos para
quedarse. Fue uno de los pocos
rumanos que se dio cuenta de la injusticia contra los judíos y estuvo dispuesto a hacer algo al respecto.
»Pero mi padre seguía yendo todos
del sur para salir de Europa desde allí,
porque en Rusia con la cortina de hierro sería imposible. Caminamos treinta kilómetros a pie, cruzamos la frontera con poquísimo equipaje de mano.
Nuestros parientes en Chile nos mandaban algunos dólares mensuales que
nos permitieron subsistir en Rumania.
Luego empezó el regreso de todas las
familias que fueron enviadas al otro
lado del Diniester y organizaciones humanitarias como Care, Join Comition y
Sojnut se ocuparon de todos los refugiados.
»Mi madre quería venir a Chile donde estaba su hermano, pero el gobierno chileno no daba visas a judíos. La
única posibilidad era emigrar primero
a Bolivia que aceptaba inmigrantes
siempre y cuando no fueran semitas.
Conseguimos certificados de bautismo
de la Iglesia Ortodoxa Grecoromana y
el permiso para entrar como
inmigrantes no semitas. Pero había que
salir de la zona comunista y en agosto
de 1948, mi madre consiguió una visa
para ir a Austria. La visa decía que asistiríamos a unas juntas musicales de
Salzburgo. En Viena nos recibió de la
Joint Comission. Allí convergían personas en distintos campos de refugiados. A nosotros nos instalaron en uno
donde pese a la cantidad de personas
estábamos cómodos y comida no faltaba. Incluso nos daban dinero para ver
la ciudad. Los adultos estaban cansados, pero a niños queríamos conocer el
Pratner, un parque de diversiones que
estaba en la zona soviética de Viena.
»Luego avanzamos a Bruselas. El
tren atravesó Alemania en ruinas,
Núremberg no era nada, no vi ni una
sola casa en pie, ni una luz. Fue algo
que me dio satisfacción. Bélgica, en
cambio era un país maravilloso, lleno
de letreros luminosos, hermosas vitrinas, mercaderías bonitas y gente bien
vestida. Fue una gran impresión que
aún no olvido. Allí alojamos en pequeñas pensiones pagadas por el Joint.
Como nuestro pasaporte rumano por
VIERNES
29 DE ABRIL
DE
2011
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seis meses se había vencido, nos recomendaron ir a la ciudad de Amberes
donde había un judío religioso famoso
por falsificar documentos que transformó los seis meses en un año con lo cual
podríamos seguir viajando. Fue también en Bélgica que conseguimos el
permiso para emigrar a Bolivia tras lo
cual viajamos a Paris cuya realidad en
1949, a diferencia de Bruselas, era deprimente, oscura, había escases de alimentos y poca iluminación en las calles. De Paris viajamos al puerto de
Havre donde tomamos un barco llamado Jamaique acondicionado para emigrados con rumbo a Rio de Janeiro. Nos
instalaron en la parte de abajo donde
había camarotes de tres. Tal hacinamiento no era problema para un joven
de 16 años. Por las noches, a medida
que nos acercábamos a la línea del
Ecuador, el calor era insoportable y sin
permiso los jóvenes subíamos los colchones a la cubierta, primero los tripulantes nos devolvían, luego hacían la
vista gorda.
»Desembarcamos en Río de Janeiro
y nos instalamos en Sao Paulo por seis
semanas, fue un verdadero relajo, una
recuperación. A La Paz llegamos en
avión. Estuvimos desde principios de
febrero hasta julio de 1949 cuando conseguimos por fin una visa de turismo
para viajar a Chile.
»Al llegar encontré un trabajo en
una fábrica de calzados cuyo dueño,
Claudio Herrera, con gran influencia
entre los parlamentarios, me consiguió
un permiso aduciendo que mi trabajo
era imprescindible para la empresa, y
yo que no sabía nada de calzado…
»Al principio estaba muy desorientado, tenía 17 años, no sabía el idioma.
Pero me fui integrando y participé en
un grupo juvenil de judíos alemanes
donde hice mis primeros amigos. Sin
embargo, al año de llegar mi madre empezó a sufrir fuertes dolores de cabeza
y murió muy pronto, a los 50 años de
edad, de un tumor cerebral.
»Conocí a mi mujer, Eva, en un viaje a Valdivia que hice con mi primo.
Fuimos a la casa de un amigo suyo y
de pronto vi entrar a su hermana Eva
Boroschek que venía alegre de jugar al
tenis. Me enamoré a primera vista. Nos
casamos y tuvimos tres hijos, uno de
ellos, médico, emigró a Israel».
Cuando Fredy habla de su padre, o
de la muerte de sus abuelos que no pudieron imaginar la tragedia que les esperaba justamente creyendo arrancar
del nazismo desde Alemania, vuelve a
sentir el dolor, la impotencia y el absurdo de ese destino incomprensible.
Pero al mismo tiempo está lleno de
energía y recibe en su casa con alegría
a las visitas y es feliz de relatar una y
otra vez, las veces que se lo pidan, la
historia que siendo niño vivió para no
olvidar ni perdonar. «A quién voy a
perdonar, y por qué. No comprendo el
perdón, no creo que sea necesario tampoco, no sé de qué hablan cuando hablan de perdonar». Pero es generoso y
no quiere dejar pasar la oportunidad de
citar con nombre y apellido, mostrando fotos incluso, a los pocos justos alemanes y rumanos que contra todo lo
previsible, estuvieron dispuestos a ayudar a los judíos.
Aunque no volvió a practicar el judaísmo del modo en que se lo enseñó su
abuelo, tampoco olvidó sus enseñanzas.
Y hoy las revive a través de uno de sus
hijos que con su familia se han acercado
al judaísmo más ortodoxo y han comenzado a respetar la kashrut que con tanto
celo cuidaba su madre y su abuela, y que
abruptamente, siendo apenas un niño,
Fredy debió descontinuar.
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