Eje temático

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La mirada en disputa. Figuraciones fílmicas de la corporalidad de mujeres en La
casa del ángel (1956), de Leopoldo Torre Nilsson
Julia Kratje
IIEGE-UBA, CONICET
[email protected]
Resumen:
El punto de partida de la ponencia es desarrollar una reflexión acerca de la visibilización
del cuerpo de la mujer como centro de una lucha con las instancias de control,
genéricamente diferenciadas, en articulación con el análisis del film La casa del ángel
(1956), de Leopoldo Torre Nilsson, considerado como un fenómeno inaugural de la
emergencia modernista y la mirada femenina en el cine nacional. Para ello, se planteará
cuál es el lugar que el orden simbólico hegemónico atribuye a la mujer, tomando como
punto de partida un recorrido por políticas de la mirada que comienza por el problema
de “hacer visible lo invisible” (central para la teoría feminista del cine), y que se
entrelaza con el enfoque psicoanalítico propuesto en el ensayo pionero de Laura Mulvey
sobre “El placer visual y el cine narrativo” (1975), que busca demostrar el modo en que
el inconsciente de la sociedad patriarcal ha estructurado la forma del cine, e introduce el
interrogante por la posibilidad de concebir un nuevo lenguaje del deseo.
La hipótesis de trabajo es que el estudio de La casa del ángel –que forma parte de una
investigación en curso que además contempla los films Camila (1984), de María Luisa
Bemberg y La niña santa (2004), de Lucrecia Martel– permite entrever
transformaciones contemporáneas respecto del cuerpo y la sexualidad de las mujeres,
que ponen en tensión los límites de la división moderna de esferas en torno a las
categorías de lo público y lo privado. Nos guiaremos por la premisa de que los films son
materiales privilegiados para reflexionar acerca de las transformaciones de las
relaciones de género y, puntualmente, de las figuraciones de la corporalidad de las
mujeres.
Palabras clave: LA CASA DEL ÁNGEL - GÉNERO - FIGURACIÓN - FEMINISMO
1
La mirada en disputa. Figuraciones fílmicas de la corporalidad de mujeres en La
casa del ángel (1956), de Leopoldo Torre Nilsson
Introducción
“Lo real no es el objeto de la representación
sino el espacio donde un mundo fantástico tiene lugar”
Ricardo Piglia, El último lector
El estudio de las matrices significantes que, a partir de las imágenes provistas por
el cine, participan de la configuración del sentido que la vida cotidiana presenta en cada
época, habilita el análisis cultural de los modelos de representación perfilados por el
universo de la ficción cinematográfica. De acuerdo con Mario Berardi (2006: 16),
“gracias a la potencia significante de sus códigos y materiales (la imagen, la voz, el
sonido, la gestualidad, el montaje), el cine es un medio privilegiado en el que ‘toman
cuerpo’ las figuras de lo cotidiano. Y a la vez, por la misma razón, las mismas se
‘naturalizan’ frente al público como tales: como elementos evidentes del mundo social,
en camino a adquirir el status incuestionado de ‘realidad’”1.
Desde una crítica cultural feminista que recupera enfoques socio-semióticos así
como determinadas categorías de la estética, en este trabajo nos proponemos avanzar
sobre la identificación de operaciones figurales teniendo en cuenta los procesos
históricos que las engendraron. La puesta en figuras (narrativas, visuales, retóricas) de
diferentes aspectos de la representación de la sexualidad conforma el entramado
significante y pasional que define un conjunto de valores estéticos y morales en un
determinado período. Con este horizonte, buscaremos señalar las figuras históricas
recurrentes, también denominadas “tipificaciones” (Berardi, 2006), que trazan los
rasgos generizados del sentido común a través de la regulación de los pasajes entre las
figuraciones ‘normales’ y las corporalidades rebeldes, en su continuidad atávica y sus
transformaciones. Si bien la delimitación de este objeto no desconoce la existencia y
validez del estudio de otras figuraciones fílmicas de la corporalidad de las mujeres en
diversos ámbitos públicos y privados que se encuentran en efecto atravesados por
vínculos de género (el cuerpo en el trabajo, el cuerpo en la política, el cuerpo en la
educación, etc.), consideramos que el cuerpo femenino deseante, desde un recorte que
atiende a la esfera de la sexualidad, envuelve relaciones de poder que actúan de forma
transversal impregnando los demás terrenos de la vida cotidiana.
1
Las cursivas, a excepción de aclaraciones explícitas, pertenecen a los autores citados.
2
El objetivo de esta ponencia es desarrollar una reflexión acerca de la visibilización
del cuerpo de la mujer como centro de una lucha con las instancias de control,
genéricamente diferenciadas, en articulación con el análisis del film La casa del ángel
(1956), de Leopoldo Torre Nilsson, considerado como un fenómeno cinematográfico
inaugural del nexo entre la mirada feminista en el ámbito nacional y la emergencia del
modernismo, que –tal como expone Griselda Pollock (1988: 255)– está organizado por
la diferencia sexual. Para ello, se planteará cuál es el lugar que el orden simbólico
hegemónico atribuye a la mujer, tomando como punto de partida un recorrido a través
de políticas de la mirada que comienza por el problema de “hacer visible lo invisible”
(central para la teoría feminista del cine), y que se entrelaza con el enfoque
psicoanalítico propuesto en “El placer visual y el cine narrativo” (1975), ensayo pionero
de Laura Mulvey que busca demostrar el modo en que el inconsciente de la sociedad
patriarcal ha estructurado la forma del cine, e introducir el interrogante por la
posibilidad de concebir un nuevo lenguaje del deseo. La hipótesis general de trabajo es
que el estudio de La casa del ángel –que forma parte de una investigación en curso 2 que
además contempla los films Camila (1984), de María Luisa Bemberg y La niña santa
(2004), de Lucrecia Martel– permite entrever ciertos preludios a las transformaciones
contemporáneas respecto del cuerpo y la sexualidad de las mujeres, que ponen en
tensión los límites de la división moderna de esferas en torno a las categorías de lo
público y lo privado, así como una entrada al debate sobre los procedimientos fílmicos
que buscan desafiar el realismo, la ilusión narrativa y la recurrencia a lo melodramático,
entre otras cuestiones que conciernen al lenguaje cinematográfico.
Conforme a Jacques Aumont et al. (1983), en el cine la identificación no resulta
del lazo psicológico del espectador con los personajes, sino del efecto estructural de
cada situación fílmica, que distribuye los lugares intersubjetivos en el interior de la
ficción. “Cada uno de estos puntos de vista, sea o no el de un personaje de la ficción,
inscribe necesariamente entre las diferentes figuras de la escena una cierta jerarquía, les
confiere más o menos importancia en la relación intersubjetiva, privilegia el punto de
vista de ciertos personajes, subraya ciertas líneas de tensión y de separación” (Aumont
et al.: 278). De modo que este trabajo no intentará ser exhaustivo: no reconstruirá todas
las escenas de las figuraciones fílmicas de la corporalidad posibles; seguirá más bien un
recorrido por algunas tópicas que ponen de relieve el vínculo entre el cine, el cuerpo de
2
Nos referimos a la Tesis de la Maestría en Sociología de la Cultura y Análisis Cultural del Instituto de
Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín, cuyo plan de trabajo, bajo la dirección
de la Mgter. Claudia N. Laudano y la co-dirección de la Dra. Ana Amado, lleva por título: “La mirada en
disputa. Figuraciones fílmicas de la corporalidad de mujeres en el cine argentino”.
3
las mujeres y el deseo, con el foco puesto en las formas cinematográficas de
construcción de las relaciones intersubjetivas que la protagonista de la trama mantiene
con otros personajes3. Para ello, en primer lugar se plantea sinópticamente el horizonte
histórico general en el que se sitúa la obra de Torre Nilsson; en segundo lugar, se
procede a la descripción y el análisis del repertorio tópico presente en el film; por
último, se indican las conclusiones generales del ejercicio de indagación.
Uno
Hacia la segunda mitad de la década de 1950 (sobre todo, entre 1955 y 1957) se
engendró una crisis en la institución cinematográfica argentina, signada por “la abrupta
caída del número de espectadores, la reducción drástica de la cantidad de filmes
producidos, la desaparición de la mayor parte de los estudios cinematográficos
existentes, la disolución del sistema de estrellas como atractivo de taquilla y una
redefinición del sistema de ‘géneros fuertes’ sobre el que se venía sustentando la
cinematografía argentina” (Aprea, 1999), cuyos desplazamientos resonarían en la
distinción entre dos concepciones antagónicas: el cine como espectáculo para el
entretenimiento, y el cine como resultado de un proceso formal de creación que busca
legitimarse dentro de los lenguajes artísticos, en especial la literatura. En este contexto,
Leopoldo Torre Nilsson ha encarnado por antonomasia la figura del director como
autor: “Es evidente –afirmó en 1959– que la posición más recomendable para aquel que
quiere crear dentro del cine es la del director, pero también es cierto que pueden existir
directores artesanos y directores creadores, aun cuando dudo que de los primeros quede
historia alguna”.
Con la obtención de los Premios del Instituto Nacional de Cinematografía a Mejor
Película, Mejor Director, Mejor Fotografía y Mejor Música, y la proyección
internacional a través del Festival de Cannes y la participación en el Festival de Berlín,
La casa del ángel, producida por Argentina Sono Film, rodada en 1956 y estrenada a
mediados del año siguiente, ha sido considerada por la literatura crítica y ensayística
extranjera y nacional (Gillet, 1960, en Peña, 1993; Aguilar, 2009) como el film que por
primera vez en la Argentina expuso una relación entre modernismo y mirada feminista
ante la erosión del mundo patriarcal.
3
Desde luego, aunque la atención a las relaciones de género focalice la elaboración de ciertos estereotipos
femeninos, el establecimiento de los vínculos jerarquizados entre los sexos entraña también una invención
de la masculinidad.
4
La casa del ángel abrió la denominada etapa “claustrofóbica” del realizador, que
incluye los films El secuestrador (1958), La caída (1958), Fin de fiesta (1960), Un
guapo del 900 (1960) y se cierra con La mano en la trampa (1960). Aunque todos ellos
presenten matices estéticos, actitudes políticas y modos de financiación disímiles, se
puede verificar la inclinación por una perspectiva intimista y estilizada, que exhibe una
crítica sin reparos de la burguesía por medio de un examen de los tabúes sociales y
sexuales que cimientan, fundamentalmente, los temas de la crueldad inocente de la
infancia y la corrupción de la juventud, bajo las secuelas de la influencia de la iglesia
católica.
La incorporación de Beatriz Guido en calidad de co-responsable (junto a Leopoldo
Torre Nilsson y Martín Rodríguez Mentasti) del libro cinematográfico de La casa del
ángel es, a nuestro juicio, decisiva. Su obra, que se inscribe en la llamada narrativa
psicológica, revela la crisis de valores y las contradicciones de la alta burguesía
argentina durante las primeras décadas del siglo veinte; sin cancelar ambigüedades,
colorea personajes dispuestos en las fronteras de lo permitido, perseguidos por las ideas
de pecado y castigo al interior de un orden económico, político y social que confina su
sexualidad a la opresión y el encierro.
La utilización de la cámara inclinada para acentuar los estados de ánimo de los
personajes, así como la irreverencia verbal que acompaña la crítica severa a las
instituciones familiar, política y religiosa, eran infrecuentes en aquel momento de la
historia del cine argentino. En efecto, en la pantalla local predominaban los melodramas
con Zully Moreno o Laura Hidalgo, las comedias con Los Cinco Grandes del Buen
Humor o Pepe Iglesias “El Zorro”, las españoladas musicales con Lolita Torres, las
comedias de salón con Mirtha Legrand y los dramas porteños con Tita Merello, si bien
desde comienzos de la década de 1950 podían atisbarse aires de renovación en El
crimen de Oribe, de Leopoldo Torres Ríos y Leopoldo Torre Nilsson (1949-1950), El
túnel, de León Klimovsky (1951), Días de odio, de Torre Nilsson (1953), Graciela, de
Torre Nilsson (1955) y Los tallos amargos, de Fernando Ayala (1955-1956); films cuya
base argumental partía de relatos de Adolfo Bioy Casares, Ernesto Sábato, Jorge Luis
Borges, Carmen Laforet y Adolfo Jasca.
La ruptura visual y temática que fue impulsada, en primer lugar, por La casa del
ángel, y profundizada de manera acabada en La mano en la trampa, puede leerse como
un exordio a la reacción contra los viejos moldes industriales por parte de la
“Generación del 60”4.
4
Esta denominación abarca un conjunto de jóvenes realizadores que se formaron mayormente en las
universidades y escuelas de cine, constituidas a mediados de la década de 1950, gracias al Decreto5
El título del film es homónimo a la novela de Guido, que en 1954 ganó el
concurso Emecé y de inmediato se convirtió en un éxito de ventas. La estructura formal
de la obra se mantuvo casi literal en la transposición fílmica: la apertura y el cierre
transcurren en un presente inmóvil del indicativo, mientras que la historia propiamente
dicha, resuelta por el film mediante un extenso flashback, es narrada por el personaje de
Ana Castro (Elsa Daniel) en tiempo pasado.
“Ahora nos servirán el café –relata en primera persona la voz de Ana–. Yo,
lentamente, termino el postre, para que no llegue ese momento. Tendré que levantarme,
servirlo yo misma y acercarme a él para ofrecerle esa pequeña taza de porcelana que no
ha dejado de temblar en mi mano durante todos estos años cada vez que me acerco”. La
repetición ritual que aprisiona las instancias no narrativas del comienzo y el final del
film contrasta con el giro genealógico que echa luz sobre el pasado: “Todo comenzó
aquella tarde en la quinta de Adrogué”, refiere la narradora dando inicio a la vuelta atrás
en el tiempo que toma, en rigor, la forma de un racconto5. Desde un nivel verbal y una
representación visual, la vuelta al pasado tiene tal amplitud que casi la totalidad del film
consiste en mostrar las condiciones que llevaron a la protagonista a la situación que
motiva su relato6.
La historia del film está centrada en el personaje de Ana, que a los catorce años
vive hacia mediados de la década de 1920 en una residencia del barrio porteño de
Belgrano conocida como “la casa del ángel” por una escultura de yeso ubicada en la
terraza. El despertar adolescente de su curiosidad sexual, obturado por las convenciones
de vida de una familia acaudalada, el estricto puritanismo religioso que encarna la
madre (Berta Ortegosa) y la actividad política del padre (Guillermo Battaglia), en tanto
representante de la oligarquía conservadora nacional trazan, las condiciones que la
arrastrarán hacia una situación traumática que, llevada como un estigma, le provocará el
confinamiento definitivo: Ana conoce a Pablo Aguirre (Lautaro Murúa), un político
correligionario del padre, y se enamora de él. Aguirre, tras haber sido objeto de una
ley 62/57 de fomento al cine sancionado en 1957 (entre los que se destacaron José Martínez Suárez,
Rodolfo Kuhn, David José Kohon, Lautaro Murúa, Manuel Antín, Leonardo Favio y Juan José Jusid).
5
A diferencia de lo que ocurre en la novela, como observa Fernando Morelli, el recurso consiste, antes
bien, en un “flashback falso”, debido a que el desarrollo del punto de vista de Ana se alterna con pasajes
acordes a la perspectiva de Aguirre en el desempeño de sus funciones públicas; punto de vista al que Ana
no tiene entrada a causa de los antagonismos y las estrategias de distinción que definen las condiciones de
accesibilidad al ámbito público (Cfr. Fraser, 1993).
6
Con respecto a las transformaciones semióticas que suelen acompañar la forma más corriente del
flashback, de acuerdo con Gaudreault y Jost (1995: 118), en La casa del ángel se registra el pasaje entre
el presente de la imagen y el pasado lingüístico; la diferencia de aspecto entre el personaje narrador y su
representación visual, por medio de modificaciones de la vestimenta, de la apariencia visual y de la edad;
la transformación del ambiente sonoro; y finalmente la transposición del estilo indirecto (relato verbal) en
estilo directo (diálogos).
6
ofensa ad hominem en el parlamento, decide invocar –extemporáneamente– el código
de caballeros y desafiar a duelo a su oponente; rompiendo el juramento que le había
hecho a la madre, el padre ofrece al diputado Aguirre el jardín de su casa para que éste
expusiera la vida en defensa de su partido a consecuencia de las acusaciones de otro
congresal. La noche previa, viola a Ana bajo el virtual consentimiento del padre, que lo
estimula a descansar en la buhardilla. Muchos años después, ella continúa viviendo con
su padre y recibe, cada viernes, la visita de Aguirre.
Dos
Desde la óptica de Michel Angenot, el discurso social es un objeto compuesto
cuyas contradicciones, funciones y leyes tácitas configuran una hegemonía, entendida
como “un conjunto complejo de reglas prescriptivas de diversificación de lo decible y
de cohesión, de coalescencia, de integración” (Angenot, 2010: 24). Resultante de la
relación de fuerza y los intereses de todos los interlocutores sociales, la hegemonía
impone a través de su movimiento constante determinadas normas, fetiches y tabúes. La
intertextualidad y la interdiscursividad son las características de los enunciados que
definen la circulación y transformación de ideologemas (pequeñas unidades
significantes que gozan de aceptabilidad difusa en una doxa dada), y la interacción y
mutua influencia de las axiomáticas del discurso. A partir de la identificación de la
tópica y las esquematizaciones cognitivas de una gnoseología es posible determinar lo
aceptable discursivo de una época, que en nuestro caso circunscribimos al análisis del
corpus fílmico delimitado. Para arribar a posibles significados e interpretaciones nos
apoyaremos en un enfoque de la construcción fílmica de La casa del ángel con la
necesaria remisión al contexto. Se podrá, entonces, estudiar un estado del discurso
social a través de un conjunto de prácticas sociales, históricamente objetivadas en la
obra fílmica, que, a pesar de estar aisladas de los hechos sociales globales, se
constituyen en relación con otras prácticas e instituciones bajo el modo de dominancias
interdiscursivas, a saber, “maneras de conocer y de significar lo conocido que son lo
propio de una sociedad, y que regulan y trascienden la división de los discursos
sociales: aquello que siguiendo a Antonio Gramsci se llamará hegemonía” (Angenot:
28-29). Tanto la novela como el film actualizan un repertorio tópico que se conecta con
distintos discursos sociales coetáneos, genéricamente determinados, que reseñaremos a
continuación.
7
La división moderna de esferas
Durante las últimas décadas del siglo XIX, en sintonía con las transformaciones
que en los países occidentales dieron lugar a la “modernidad”, la constitución de la
Nación argentina bajo la impronta de las ideas liberales que triunfaron después de
Caseros instaló la delimitación de las esferas pública y privada. “Esto significó –indica
Dora Barrancos (2010: 89-90)– una vuelta de tuerca al sojuzgamiento de las mujeres,
toda vez que les fue asignada, con mayor énfasis, la fundamental función de administrar
la vida doméstica. El nuevo sistema político sancionó el régimen jurídico moderno,
cuya preocupación central fue, sin lugar a dudas, regular el orden privado. Preceptuar
sobre la familia y las responsabilidades disímiles de los cónyuges está en el origen
mismo del moderno Estado argentino”. En su etapa fundacional, el Estado nacional
colocó a la cuestión familiar en el centro de las preocupaciones políticas y sociales. La
utopía positivista y liberal de los hombres del ochenta –si bien en los hechos se vio
mitigada por la condición periférica y aluvional de la población argentina– motivó la
regulación de un conjunto de leyes y doctrinas sobre las que, como señalan Ana Amado
y Nora Domínguez (2004: 22), se desplegaron los dispositivos específicos de saber y de
poder atribuidos por Michel Foucault a los comienzos de la sociedad occidental
moderna: “la histerización del cuerpo de la mujer, la pedagogización del cuerpo del
niño, la socialización de las conductas procreadoras y la psiquiatrización del placer
perverso”. En consecuencia, la familia operó como punto de articulación y frontera
entre lo público y lo privado.
Si bien la vida doméstica se suele identificar como el ámbito propio de las
mujeres, son los varones los que disponen a su voluntad del espacio de intimidad en
tanto instancia probatoria del gobierno público; es así que, regulados por la norma
patriarcal, lo público y los intereses privados nunca han operado de manera
absolutamente separada en los hechos. “Uno de los valores fundamentales de la
sociedad, que iba a dar sin prisa y sin pausa con el siglo XX, lo constituía el culto de la
madre virtuosa y de la esposa fiel y cuidadora. La vida familiar fungía como la puerta de
entrada al ágora del orden republicano, y como los varones dispensaban en éste la
participación femenina, hacían creer que la antecámara de la sociedad, el hogar, era lo
más importante y que ahí reinaban las mujeres” (Barrancos: 94).
Los límites de las categorías de lo público –escenario masculino por antonomasia–
y lo privado –ámbito de la vida doméstica donde se confina la presencia femenina–,
según indica Claudia Laudano (1999), corresponden a una de las demarcaciones
8
significativas de la Modernidad. “En relación con ellos giran tres dimensiones del
concepto de privacidad que, en general, funcionan de manera desventajosa para los
grupos sociales subordinados, restringiendo el campo de lo que se considera pertinente
para la discusión pública: a) lo perteneciente a la propiedad privada en la economía de
mercado, donde se espera la no-intervención del Estado; b) lo concerniente a la esfera
moral y la conciencia religiosa (por los vínculos históricos entre iglesias y estados
europeos y el devenir de la ciencia y la filosofía modernas), sobre asuntos como el
sentido de la vida, que quedan a decisión de las conciencias y las cosmovisiones de los
individuos; y c) perteneciente a la vida íntima, doméstica y personal, incluyendo la vida
sexual” (Laudano: 35).
La casa, unidad narrativa que el realismo emplea como reenvío al imaginario de la
vida cotidiana en familia, en el film de Torre Nilsson “se derrumba simbólicamente –
como observa Gonzalo Aguilar (2009: 130)– tanto por el crecimiento de sus espacios
interiores vedados como por la invasión de un tiempo histórico que desconoce o
destruye los valores sostenidos”.
La polarización tradicional del rol de la mujer
Desde los inicios de la industria cinematográfica nacional, la madre como
guardiana del orden familiar ha sido una figura recurrente. Si el lugar preestablecido de
la mujer se disuelve en el rol que le confiere la maternidad, el destino del deseo
femenino se expresa en torno a dos figuras contrapuestas: la esposa, cuerpo fecundo
pero desexuado, y la prostituta.
La figura de la mujer “decente”, que debe frenar los deslices de su marido para
posicionarlo de acuerdo a los imperativos del honor, aparece con insistencia en esta
etapa del cine nacional que invoca máxime el poder restaurador de la familia. Su
contracara, la mujer “indecente”, retoma los motivos propios del tango prostibulario. “Si
la esposa es abnegada, paciente y trabajadora, la otra mujer es sensual y seductora. En
medio de la dicotomía esposa abnegada-mujer decente se perfila una nueva figura, que
juega su ambigüedad entre esos dos polos: la mujer moderna, joven, independiente, de
ambiente ciudadano, que testimonia la aparición de nuevos personajes sociales”
(Berardi: 125-126).
En el film de Torre Nilsson, no obstante, el prototipo de la mujer moderna apenas
está delineada como un emergente de la metamorfosis de la vida cotidiana de los sexos,
plasmada en cambios que se oponen al universo de la familia tradicional que habita la
9
mansión de Belgrano, expresados en el rechazo materno a la vida moderna que de a
poco irá conquistando el interés de las jóvenes generaciones. La escena de la
conversación desarrollada entre la madre y el conductor del taxi (medio de transporte
que opera como indicador de modernidad) es un preanuncio de los nuevos modelos de
mujer joven que desde los años veinte se extenderán hasta imponerse, con nuevos
contornos, en los sesenta. La representación del baile que se desarrolla en la sala de la
casa, índice de estatus, cuando la madre prohíbe a sus hijas moverse al despreocupado
ritmo del charleston (baile que en los años veinte había hecho furor en Estados Unidos
y, sobre todo gracias al musical Running Wild de 1923, se generalizó como moda en
Europa) es otro ejemplo de la moral y la educación burguesas basadas en las normas
patriarcales y atravesadas por la idea de pecado 7. En este sentido, la institución
eclesiástica, en particular la Iglesia del Pilar a la que asiste la familia Castro, simboliza
la obsesión por conservar la moral sexual arraigada en la tradición oligárquica.
La instalación de un modelo familiar homogéneo y excluyente, basado en la pauta
nuclear, la reducción del número de hijos y la división entre la mujer doméstica y el
varón proveedor cristalizó hacia las décadas de 1930 y 1940 en el marco de una
situación social, étnica y cultural signada por la diversidad de formas y valores
familiares. “No casualmente –advierte Isabella Cosse (2010: 13-14)– en las primeras
décadas del siglo XX, los comportamientos y los valores familiares asumieron especial
significación como arena de las disputas por la preeminencia social. En esos años, la
familia fue una dimensión central de las formas de diferenciación que se dio la clase alta
para establecer nuevas fronteras que la preservasen frente a una sociedad que crecía en
forma rápida, tumultuosa y amenazante. (…) En ese proceso, la clase media urbana se
convirtió en el vector de una normatividad social que la excedía, por ser el efecto de
naturalización de un estándar que concebía las diferencias como desviaciones”.
La construcción fílmica del personaje femenino principal pone el acento en la
diversidad sexual y los conflictos a los que conduce su reprensión, dentro de una suerte
de paréntesis sexualizado de las vacaciones y la hora de la siesta. La figura a su vez
aniñada, aventurera y desobediente de Ana guarda varias coincidencias con la de
jóvenes protagonistas de ciertos films que se inscriben dentro del fenómeno
recientemente llamado Nuevo Cine Argentino (sólo a modo de ejemplo mencionaremos
el segundo largometraje de Lucrecia Martel, La niña santa). El estatuto indefinido del
personaje de Ana hace que, a diferencia de lo que sucede con sus dos hermanas
7
A este respecto, corresponde mencionar la genealogía que vincula las redes de poder del entramado
social (principalmente, de la familia, la clase social y la iglesia) con la vigilancia ejercida sobre la
sexualidad (Cfr. Foucault, 1977; 2005).
10
mayores, Isabel y Julieta, sus transgresiones (el beso en la boca a su primo, el ingreso al
cuarto de esgrima, la actitud negativa adoptada en misa durante la eucaristía, la
irrupción en la buhardilla donde descansaría Aguirre la noche previa al duelo, la
asistencia al duelo, que tenía vedada) aún no tengan internalizada la noción de pecado8.
La clandestinidad del deseo femenino
“La soledad y el pecado son buenos amigos, y si además van
del brazo de las sombras…”
Beatriz Guido, La casa del ángel
Una tarde, Ana fue al cine acompañada por Nana, dispuestas a ver Pimpollos
rotos (Griffith, 1919). Pero una vez allí, se anunció un cambio en la programación; en
reemplazo de la película pronosticada se proyectaría El águila solitaria (Brown, 1925),
con Rodolfo Valentino, sex symbol latino por excelencia. Nana ni siquiera insinuó con
levantarse de los asientos (como lo hubiera ordenado la madre). Este hecho ha tenido un
rol central en la estimulación de la curiosidad de Ana.
Puerta de acceso no calificada al mercado laboral, el servicio doméstico
representaba, hacia el momento histórico que invoca la diégesis del film, la mayor
ocupación femenina fuera del hogar. Las servidoras, en su mayoría negras o mulatas,
eran muchachas pobres que desde la corta edad debían contribuir con el sustento
familiar desempeñándose como mucamas, planchadoras, lavanderas, cocineras.
Presentes en los linajes acomodados, estaban a cargo de diversas funciones, entre las
que se encontraba custodiar, acicalar y acompañar a las niñas más jóvenes de la casa.
Las empleadas y criadas también solían ser tomadas como presas de los patrones y
como iniciadoras sexuales de sus hijos, y hasta de primos y amigos allegados. En las
familias de clase media y, sobre todo, entre la elite, la criada, que en La casa del ángel
encarna Nana, es una figura social clásica, que suele aparecer con una función muy
concreta en la trama. (En los relatos de Kafka, por ejemplo, son sirvientas vulgares que
se asocian a las prostitutas). La figura de iniciación que significa Nana para Ana sigue, a
nuestro juicio, el modelo de la lectora encubierta, no tanto por los títulos que lee como
por el secreto ligado a la práctica de leer a escondidas, disimulando la conmoción
8
Según Aguilar (2009: 134), con referencia a La dominación masculina de Pierre Bourdieu (2000), las
hermanas representan “la bulímica y la anoréxica, la mujer real y la ideal, cuerpos femeninos que ha
creado la mirada masculina”.
11
interna de los sentidos, y a la de narrar encubiertamente historias fantásticas de forma
casi compulsiva. Es, en estos casos, el contexto velado de lecturas prohibidas el que
define las interpretaciones desplazadas del sentido convencional, forzadas por el apetito
de encontrar en ellas una agitación del deseo. No se trata de una hermenéutica aberrante
sino del afán por desobedecer la norma y hacer saltar el erotismo textual aun de las
obras menos inclinadas para ello. El deseo, que impregna la relación subjetiva con los
libros y con el cine, es un aspecto compartido por Nana y por Ana, a quien la madre le
llegó a vedar inclusive la lectura de los Santos Evangelios.
Siguiendo a Ricardo Piglia (2005), uno de los efectos producidos por la lectura es
la experiencia del desdoblamiento, de la transmigración, de la reencarnación, que en
Joyce se denomina “metempsicosis”. Cuando la significación se construye entre el
orden onírico y la realidad, los dos mundos paralelos, la lectura y la vida, se anudan y
un sueño diurno emerge como entrada en otra realidad. “Rastros de un modo de leer que
no se exhibe sino que se esconde o se muestra en la intimidad, la lectura está
sexualizada, ligada a la vez a los cuerpos y a la fantasía, mezclada con la vida en su
sentido más directo” (Piglia: 177). Se trata de una lectura “baja, pasional, infantil,
femenina, sexualizada, que se graba en el cuerpo” (Piglia: 178). Así, mediante una
suerte de suspensión de la experiencia que será recompuesta en otro nivel, lo que ellas
leen les abre la puerta hacia una vida paralela, al construir imaginariamente un pasaje de
idas y vueltas entre ficción y realidad. La escena en la que van al cine descubre la
posibilidad de acceder a otro mundo, realzada además por la plenitud de subjetividad
que metaforiza el aislamiento de los cuerpos en la sala de cine.
Sin embargo, no hay un flujo de la experiencia que corre libremente hacia la
ficción, mezclándose entre sí. En La casa del ángel la lectura, debido precisamente al
orden patriarcal que regula los cuerpos, está enfrentada a la vida. El caos que su sintaxis
despliega debe ser ordenado. En esta dirección se orienta a su vez el sistema de
causalidades de los acontecimientos definidos por la trama fílmica, que no es dispersora
sino claustrofóbica y opresiva.
Piglia (p. 21) identifica dos representaciones imaginarias extremas de lectores en
la ficción, para quienes el arte de leer es, ante todo, una forma de vida: “el lector adicto,
el que no puede dejar de leer, y el lector insomne, el que está siempre despierto”. En la
historia particular de la figura de la lectora representada por Ana, ambos tipos puros de
lectores se hacen presente de manera balbuceante: su condición material de lectora
codifica la lectura en tanto práctica pecaminosa. El movimiento es pendular: de un lado,
está la culpa, del otro, el desliz se transmuta en deseo. La lectura expresa una escisión:
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“un contraste entre las exigencias prácticas, digamos, y ese momento de quietud, de
soledad, esa forma de repliegue, de aislamiento, en la que el sujeto se pierde, indeciso,
en la red de los signos” (Piglia: 30). Su contracara, presente también en la historia de
Ana, es la lectura para la distracción de los deseos inconscientes.
El cine como locus de la mirada femenina
La fascinación hipnótica ejercida por las imágenes de la pantalla en la oscuridad
de la sala, que permanecían en la memoria de Ana aun varias horas después de haber
salido del cine, era codificada como un “acto impuro”. Ello se debía a que el cine,
manifestación de la modernidad que rápidamente se convirtió en un entretenimiento al
alcance de todas las capas sociales, era visto como signo de probables caídas en las
“malas costumbres” dada su capacidad de poner en movimiento los deseos. Por su
“ambiente ligeramente adormecedor, donde el espíritu se libera más fácilmente de las
impresiones externas y se adapta más íntegramente a la pantalla luminosa, fuente de su
placer” (Buffet, en Albera, 2009: 93), la tendencia erotizante del cine generaba
desconfianza. “Si el tango es la manifestación estética popular del pasado que se
civiliza, el cine como espectáculo es la del presente, en el que los distintos sectores
sociales se integran. El cine constituye, junto con el teatro y las luces de la ciudad, el
gran espectáculo de la noche porteña” (Berardi: 172).
Ante el panorama de la división sexual de los espacios, que impedía a las mujeres
intervenir en los terrenos ponderados el ámbito público, el cinematógrafo posibilitó
establecer un lugar para la formación de la mirada femenina, ya que los únicos lugares
donde las mujeres podían participar eran los de la esfera del entretenimiento. En esta
línea, Aguilar considera que el placer cinematográfico representado en La casa del
ángel permite entrever una alternativa a la opresión institucional: “En el desplazamiento
de la mujer-star al hombre-Valentino como objeto de adoración (…), la película
reafirma que tanto las mujeres como los hombres participan activamente en la
construcción y en el mantenimiento del orden patriarcal. Pero la escena en la sala de
cine plantea ya un deslizamiento: mientras la sociedad porteña descripta en la película
es moralmente pre-moderna, el cine ya es moderno y defiende los deseos amorosos por
sobre las sujeciones tradicionales. Y lo hace con una fuerza que se observa en el
hipnotismo en el que cae Ana. La crítica, en el film, no está dirigida al cine, que tiene la
capacidad de poner en movimiento los deseos, sino hacia la sociedad, que hace pagar
con el masoquismo a los personajes que buscan su realización. Así, paradójicamente,
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todo lo siniestro de La casa del ángel está puesto es la violación que es tan deseada
como temida por Ana, ya que la destruye a la vez que la hace gozar” (Aguilar, 2009:
139).
Tradicionalmente, en el cine la exposición de las mujeres ha funcionado en dos
niveles: como objeto erótico para los personajes dentro de la historia en la pantalla, y
como objeto erótico para el espectador dentro del auditorio. Por ello, Mulvey (1975)
sostiene que la posición del espectador, activa y voyeurista, se inscribe como
“masculina”, y que, por medio de ciertos dispositivos narrativos y cinematográficos, el
cuerpo de la mujer aparece como el “otro” erótico destinado a que el protagonista en la
pantalla pueda ocupar el rol activo de hacer avanzar la trama. En la mayoría de los
materiales fílmicos de circulación masiva, bajo el modelo del cine narrativo ilusionista,
el significante mujer queda codificado como objeto erótico proyectado por la visión
masculina. Desde los ensayos pioneros de la teoría fílmica feminista (Mulvey, 1975…)
se ha argumentado extensamente que, dentro del marco contemporáneo de hegemonía
generizada, el sujeto de la mirada es masculino, y que mirar se corresponde con la
adopción de una posición masculina. Las políticas sexuales que afectan a la mirada
funcionan en torno a un régimen binario de actividad-pasividad, mirar-ser mirado,
voyeur-exhibicionista, sujeto-objeto, que dificultan apresurar una respuesta al
interrogante (Cfr. Mary Kelly) acerca de si se puede, acaso, concebir una posición
crítica y placentera de la mujer como espectadora. Sin embargo, como indica Anne
McClintock (1992: 125), en el cine la identificación puede ser múltiple y cambiante,
bisexual y transexual, de manera alternativa o simultánea. Ello ocurre, según la autora,
debido a que la identificación a través del género y la orientación sexual puede adoptar
diversos patrones. Dicha identificación, planteada originariamente por McClintock para
el caso del cine porno, es no obstante válida de extender a otros géneros
cinematográficos para complejizar el abordaje de los consumos de imágenes por parte
de las mujeres, más allá de su reducción a la lógica fálica de la posición de la mirada
masculina. Las imágenes están ligadas no sólo a valores sociales y semánticos, sino
también al afecto y la fantasía. La representación cinematográfica, en esta línea, puede
comprenderse como un tipo de proyección de la visión social sobre la subjetividad. Ello
explica que la identificación del espectador no sea con las figuras, objetos o sujetos de
la narrativa, sino con las diferentes posiciones del deseo en el escenario, que pueden ser
–reversiblemente– activas o pasivas.
A comparación de los estudios sobre la representación de las mujeres en el arte, la
mirada falocéntrica y la construcción de la femineidad, son menos frecuentes las
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investigaciones acerca de las posiciones que adoptan las espectadoras ante imágenes de
figuras masculinas. De acuerdo con Naomí Salaman (en Deepwell, 1998: 212), “lo que
ha impedido que las mujeres disfruten de una visión erótica del cuerpo masculino o lo
que ha inhibido la práctica de que las mujeres contemplen pornografía no es tanto la
existencia de restricciones legales como factores más ideológicos e inconscientes”.
Como producto de la interacción entre espectador e imagen resulta una especie
particular de placer, debido a la activación por parte del cine de mecanismos psíquicos
como el fetichismo y el voyeurismo, que gracias al olvido semiconsciente del
espectador pueden desplegarse y fluir con libertad. La mirada, entonces, se construye
sobre nociones de diferencia sexual definidas por la cultura. Sin embargo, el cine
posibilita la activación de nuevas formas de percepción. No alcanza, en este sentido, con
dar cuenta de la historia de exclusión y marginación de las mujeres por las tecnologías
de representación, sino que además deben considerarse formas más íntimas de
autocensura, que las reflexiones psicoanalíticas acerca del placer visual y de la ansiedad
y el trauma que conlleva permiten iluminar.
La perturbación del melodrama
Desde finales de la década de 1940 se consolida en el cine argentino un paradigma
figurativo al servicio de una visión del mundo coherente, sin fisuras y tranquilizadora,
fuertemente caracterizada por el optimismo sentimental, el triunfo de la familia y el
trabajo honesto. Un rasgo distintivo de dicho modelo tradicional de representación,
también llamado modelo del sentimiento o modelo optimista, era la carencia de
ambigüedades: los factores expresivos confluían en la univocidad, la transparencia y la
coherencia del mundo expresado. La matriz del melodrama fue insignia de esta etapa
cinematográfica de la Argentina. “Sucede –puntualiza Berardi (p. 120)– que este género
trabaja, mejor que cualquier otro, la problemática de las relaciones familiares, y el ‘gran
relato’ del cine de la década del 50 es, precisamente, el de la construcción de la
familia”.
Pero hacia la segunda mitad de la década de 1950 una visión del mundo
problematizada y oscura introduce una dislocación. El malestar prorrumpe como
síntoma de la desintegración de los paradigmas costumbristas con su correlato figurativo
de la vida familiar en descomposición. El enrarecimiento de los lazos desnaturaliza el
optimismo que giraba en torno a la vida de familia. Esta desazón alcanza hasta los más
jóvenes del linaje; cuando el peligro y la violencia actúan de manera transversal a todas
15
las edades, cierto carácter monstruoso sale a la superficie. “Con los jóvenes rebeldes –
indica Berardi (p. 196)–, el modelo de la educación como progreso se pulveriza, y ya no
hay un mundo de valores compartidos entre padres e hijos. Ahora, por primera vez, la
familia no puede asimilar su lado oscuro”.
Sin embargo, observa Aprea (2003), “la negación del melodrama fílmico como
género reconocible tiene como contraparte una expansión de las características de la
enunciación melodramática a otros aspectos de la cinematografía argentina. Buena parte
de la obra de sus detractores, como el caso de la obra de Leopoldo Torreo Nilsson, está
teñida por una enunciación y por un tono melodramáticos. Más allá de la búsqueda de
una mirada que descubra la realidad social, el carácter de sus protagonistas femeninas,
el énfasis puesto en la descripción del sufrimiento de ellas por el quiebre de ciertas
normas sociales (en ese momento consideradas como vetustas) construyen una
enunciación de tipo melodramático. Así, alguna de las obras más renombradas de este
director, como La casa del ángel, son consideradas fuera del ámbito local como
ejemplos paradigmáticos de melodrama latinoamericano”.
Ahora bien, aunque en el film estén presentes ciertos temas y motivos
característicos de la representación melodramática (la atención colocada en la vida
cotidiana de las mujeres, el nexo indisoluble entre la familia y la ley, el amor y el
despertar del deseo sexual), tanto el nivel retórico como el enunciativo toman distancia
de las características principales del melodrama: el film no busca interpelar mediante la
acentuación del patetismo de las situaciones dramáticas ni realzar el contrapunto entre la
exhibición del sufrimiento y el placer que puede suscitar la contemplación del deseo al
enfrentarse con la Ley. Esta modulación del tratamiento de los temas coincide con la
permeabilidad que los debates acerca la ilusión narrativa, los géneros cinematográficos,
la musicalización naturalista, la masividad de la llegada y el realismo comenzaron a
presentar en América Latina ya iniciada la década de 1950, pero que recién se
afianzaron hacia el decenio siguiente gracias a los cineclubes y la actividad formativa de
algunos jóvenes cinéfilos en centros europeos de cine experimental. “Desde el punto de
vista del lenguaje cinematográfico, la década de 1950 fue un rico momento de transición
hacia la renovación que se consolidaría posteriormente. En esos años, no se produjeron
solamente películas que respetaban las reglas de factura clásicas, sino que aparecieron
los primeros elementos modernizadores del lenguaje y los formatos cinematográficos”
(Kriger, 2009: 251).
Entre los elementos que indican una puesta en escena modernista en el film de
Torre Nilsson podemos mencionar los encuadres geométricos, los gestos y los registros
16
lingüísticos que se distancian de los fuertes rasgos de teatralización que habían perfilado
los estilos actorales desde los orígenes del cine sonoro, los planos cerrados, los
movimientos de cámara que subrayan la fragmentación de los cuerpos, y la
musicalización compuesta por Juan Carlos Paz: si en la narración cinematográfica
clásica, la música casi siempre está presente pero de forma inadvertible, de manera que
la orquesta se convierte en un hilo conductor del drama a un nivel subconsciente para el
espectador (tal como los movimientos de cámara o el montaje pasan desapercibidos con
el fin de privilegiar la cohesión de la historia), en la película de Torre Nilsson la música
acentúa el distanciamiento entre la imagen y el sonido e introduce a modo de ruptura
vanguardista la discontinuidad de la música y su carácter atonal; como ilustra Aguilar
(2009: 126), existe un vínculo entre música disonante y poder disolvente que, en La
casa del ángel, irrumpe cada vez que Ana está al acecho de una situación
potencialmente codificada como pecaminosa.
Hemos procurado hasta aquí dar cuenta de la ligazón que el film habilita entre los
recursos de una estética modernista y una enunciación que repara en una perspectiva
feminista, aun cuando el film se inscriba dentro de la corriente cinematográfica del
ilusionismo.
Siguiendo a Aumont et al., la denominación “cine narrativo y representativo”
describe aquellos films cuya historia relatada se sitúa en un universo imaginativo que
materializan al representarlo. En el plano del consumo, el cine narrativo que tiene por
fin relatar acontecimientos reales o imaginarios es actualmente dominante. Su estudio es
fundamental porque habilita el análisis del funcionamiento social de la institución
cinematográfica en dos niveles: el de las representaciones sociales y el de la ideología
que el cine vehiculiza tras haber tomado el relevo de los grandes relatos míticos.
Para Mulvey, el desafío al cine narrativo clásico, el esfuerzo por inventar “un
nuevo lenguaje del deseo”, es factible a través de un cine “alternativo” que implique
nada menos que la destrucción del placer visual tal como lo conocemos. Pero como
exponen Aumont et al., la oposición entre cine narrativo-representativo-industrial y cine
experimental-vanguardista suele desembocar en impugnaciones caricaturescas de ambas
corrientes, debido principalmente a dos razones contrapuestas: desde un ángulo, en el
cine narrativo no todo es representativo (fundidos en negro, panorámicas sucesivas,
juegos de color y composición, son algunos ejemplos de que los materiales visuales en
sí mismos no narran acontecimientos); desde otro ángulo, no obstante, el cine que se
proclama no narrativo conserva siempre rasgos del cine narrativo. En conclusión, “para
que un film sea plenamente no-narrativo, tendría que ser no-representativo, es decir, no
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debería ser posible reconocer nada en la imagen ni percibir relaciones de tiempo, de
sucesión, de causa o de consecuencia entre los planos o los elementos, ya que estas
relaciones percibidas conducen inevitablemente a la idea de una transformación
imaginaria, de una evolución ficcional regulada por una instancia narrativa” (Aumont et
al., 1983: 93).
Algunas hipótesis finales
“Casi siempre el silencio, las miradas vertiéndose en la escena
o la pantalla, huyendo de lo contiguo, de lo de este lado”
Julio Cortázar, Queremos tanto a Glenda
La relación del film con la opinión pública, sus correspondencias con otros textos
históricamente disponibles y el funcionamiento interno de la propia historia restringen el
número de posibilidades narrativas y de situaciones diegéticas imaginables. Si “lo
paradójico es a menudo inverosímil porque va en contra de la opinión pública, de la
doxa” (Aumont et al.: 141), lo verosímil constituye una forma de censura, la clausura de
la paradoja, que se establece en función de otras películas y otros discursos ya
establecidos (no, desde luego, en relación con la realidad). A la luz de esta perspectiva y
antes de arribar al final de este trabajo, consideraremos la hipótesis de que el cierre de la
trama del film –que no cancela la repetición rutinaria de los viernes– responde a un
efecto de verosimilitud.
¿Se debe el establecimiento de este verosímil al corolario de un género
cinematográfico en particular, si acaso pudiera adscribirse cierto carácter de La casa del
ángel –aun con las reservas apuntadas– al melodrama fílmico? Conjeturamos que la
opresiva repetición que sumerge a la protagonista en un presente cíclico es producto de
convenciones y reglas que resultan verosímiles para la cultura de la época cuyo tema,
bajo el estilo del realismo psicológico, el film consigue retratar. Sin embargo, los
materiales de la expresión, que dan cuenta de la ruptura modernista, rarifican la doxa. El
verosímil estaría, entonces, incomodado por el universo sensible que actualiza la
ficción; el realismo de los temas se toparía con la desnaturalización por parte de los
materiales, de modo que la censura social chocaría contra la corporalidad inexpugnable
de las poéticas cinematográficas.
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La situación inicial que precede al racconto y el final como un retorno al punto de
partida están marcados por el triunfo de la Ley que prohíbe la culminación de la ruptura
entre el sujeto y el objeto de deseo. Ambos pueden percibirse como estados de apertura
y de cierre sin progresión, sino en hermético equilibrio, a expensas de la cordura de
Ana: el sacrificio de su libertad surge como garantía de la función narrativa que habilita
la fascinación del relato. Desde el punto de vista de la sucesión de imágenes que hilvana
la fábula, La casa del ángel no arriesga una experiencia liberadora, pero nos permite
recrear el clima de encierro que se expande como denominador común de la condición
femenina en el mundo representado por el film9.
La novela de Guido se resuelve con matices menos enigmáticos:
“No sé si está vivo o muerto –dice Ana–. No sé tampoco si somos dos fantasmas;
debíamos haber muerto aquella noche; él en el parque, y yo en la terraza del ángel.
Ahora podré salir; me están esperando” (subrayado nuestro).
Sin embargo, el equívoco de las imágenes adquiere otro cariz a la luz del mundo
sonoro del film. Si se enfoca la escena del desenlace desde su musicalización, cuando se
muestra a Ana saliendo de la casa, la banda sonora ejecuta acordes tonales que, de
acuerdo con Federico Monjeau (en Aguilar, 2009: 133), pueden interpretarse como el
augurio de un horizonte emancipatorio, o que al menos dota de ambivalencia el sentido
del cierre: “Muchos de los episodios musicales de Paz –dice Monjeau– cierran con
campanas, como una especie de cadencia generalizada a lo largo de la película. La
música del final tiene un manejo de la convención bastante irónico. Es como si Ana se
hubiese liberado de la casa y de las disonancias”.
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9
En Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce, 1080 Bruxelles (Chantal Akerman, 1975), por caso, el
asesinato no es verosímil en el sentido que hemos esbozado. La impasibilidad de su rutina como ama de
casa que se somete diariamente en su dormitorio a citas con clientes-prostituyentes resulta paradójica
respecto a la acción del asesinato que contrasta, a su vez, con los largos planos fijos del desenlace.
19
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21
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