Juan Carra - Lima un sabado mas

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Juan Carrá
Lima, un sábado más
Editorial Vestales, 2014.
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Lima asoma el bucal. Busca aire en cualquier parte. Las
piernas le tiemblan, pero igual avanza. Tira la izquierda
en punta. Marca el golpe y avanza. El corte en la ceja ya
no sangra. Pero la zona parece un volcán morado a punto
de estallar. Por eso sube la derecha. Se cubre. Lima sabe
que, si el Nelson acierta otro golpe, ya no habrá forma de
parar la hemorragia. En eso piensa mientras tira manos
para mantenerse lejos. En eso piensa cuando baja la
guardia para ensayar un gancho que corta el aire. En eso
piensa, cuando Nelson retrocede y pega. Otra vez en la
ceja. La lona desgastada se tiñe de sangre.
—Te lo dije, forro, te lo dije...
—No pude, traté, pero no pude.
—Fracasado y la rreconcha de tu madre. ¡Todo te puse
para que aproveches este puto momento! Y vos un choto… Nada... Te dejás cagar a trompadas por ese gordo
pelotudo que no sabe ni levantar las manos. ¿Qué mierda
hago ahora yo? ¿Qué mierda...? Decime, pelotudo.
—Perdón, don, yo me cubrí como me dijo el Chango... No
vi la mano, no la vi venir... Y el corte... el corte me cagó...
siempre tuve quilombo para cicatrizar...
—¿Qué mierda me importa a mí tu cicatrización, pajero?
Lo único que me importa es que empieces a pensar cómo
mierda me vas a devolver toda la guita que me hiciste
perder.
Diez lucas te puse encima. Una torta de guita para que lo
tiraras, por lo menos una vez, en el octavo. ¡Es un gordo
fofo! ¡Una bolsa de mierda que no puede ni moverse! Pero
al lado tuyo parecía una gacela. ¡Ni una le pegaste! ¡Ni
una!
—¡Sí! Una le entró... ¿No la vio?
—Seee, la vi... Tu mujer en cuatro y la pija de un negro
entrándole a fondo. Pelotudo, no lo hiciste ni transpirar.
Ese gordo de mierda se cae solo. Pero no... vos no... vos
ni lo tocaste. Y para colmo te dejaste pegar como una puta.
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—No diga eso. La Negra y mi vieja trabajan de eso... pero
cuando yo gane unos pesos más las saco de ahí...
—¿Unos pesos más? Olvidate Lima... Te vas a tener que
hacer cagar a trompadas todos los sábados, pero a mí me
devolvés hasta el último peso que puse. Y decile a tu jermu que me abra cuenta, me la voy a ir cogiendo para
achicar diferencia... ¿Qué te parece Lima?
—No, don, si usted toca a la Negra yo lo mato... Deme un
sábado más, yo se lo soluciono.
—Tarde Lima, tarde... Te hubieras acordado arriba del
ring cuando el gordo puto ese te estaba cagando a trompadas. Ahí te hubieras hecho el taura, no conmigo... Yo
de última lo único que quiero es lo que es mío. Mi guita.
Don Cristóbal Duarte se puso el sombrero, escupió en el
suelo del vestuario y se fue. Lima se quedó solo. Todavía
tenía puestas las vendas en las manos. Un hilo de sangre
le bajaba desde la ceja como lágrimas que lo asemejaban
a un santo pagano.
2
Adalberto Lima nació en el amanecer de los cincuenta.
Apenas lo parieron, quedó tirado en el barro de un terreno atrás del Justin, el puterío del Bajo. El viento arrastró
su alarido de guacho, y fue la Tota, madama de carrera,
la que salió a la búsqueda. La luna decoraba la tierra bañada de sangre y placenta.
La Tota lo levantó sin asco. Las manos amarillas de nicotina y ásperas de crema barata lo cubrieron del frío. Lo
envolvió en la falda del camisón blancuzco, que alguna
vez fue de un celeste intenso, y se lo llevó adentro. Tota
sabía que se metía en un quilombo. Pero estaba acostumbrada. La yuta la tenía a raya, literalmente hablando.
Si no vendía una bolsa entera por noche, cobraba. Feo.
Pias, patadas, pijas, lenguas. Por todo el cuerpo. Eran
ellos los que ponían las reglas. Por lo menos algunas. Y
ella tenía que respetarlas. Por los menos algunas. Las
necesarias para que su puterío fuera el más tranquilo de
la zona. Toda una garantía para la abultada y heterogénea cartera de clientes.
La Tota entró al Justin y caminó entre las mesas sin detenerse. Los parroquianos la miraron pasar. Ninguno reparó en el bulto extraño que cargaba. Los ojos de todos
se detenían en su par de tetas. Y en el tatuaje que asomaba por el escote; un corazón rojo sangre atravesado
por una daga doble filo y un nombre: Adalberto.
2
Los que la conocen a la Tota, que son pocos, saben muy
bien lo que significa ese nombre en la vida de esa mujer
curtida por el tiempo y el abandono. Dicen que, cuando
las carnes todavía estaban duras y que no le abría las
piernas a cualquiera, se enamoró de un comisario: Adalberto Sosa.
Todo arrancó en el camastro de atrás del Justin. Ella era
una puta más del clan del Mono, el dueño del puterío. El
Mono era un tipo leído. Dicen que también escribía algunos poemas. Siempre dedicados a alguna de sus putas.
No podía con su genio: se enamoraba de las pendejas
recién llegadas. La historia siempre tenía el mismo final:
el Mono les escribía unas líneas y ellas, después de leerlas, se burlaban y enrollaban el papel para meterse algún
tiro.
Él fue el que le puso Justin al piringundín de cuarta que
heredó de su abuelo. Lo había sacado de un libro que le
dejó un marinero que tocó puerto en Buenos Aires. Justin, sin la "e" final. Así se lo habían escrito en el cartel de
la entrada, y al pedo era quejarse. En definitiva, lejos estaba su puterío de ser uno de los tantos escenarios de las
historias del marqués.
El comisario Adalberto Sosa era el que recolectaba la
cuota mensual que el Mono pagaba a la taquería. Siempre fue respetado por eso. El tipo iba en persona a buscar
el billete. En el Justin, de paso, se tomaba un whisky y si
daba se hacía tirar la goma. Y para eso la Tota era una
máquina. Algunos dicen que han escuchado al comisario
gritar como una morsa, mientras a la Tota se llenaba la
boca de leche. Lo que nadie sabe bien es, porque la Tota
siempre fue una mina reservada, cómo se enamoró de
Sosa. Lo cierto es que una noche cayó con la teta tatuada. Y desde esa misma noche, Adalberto Sosa dejó de
aparecer por el Justin.
El Mono más de una vez le quiso tirar la lengua, pero
siempre recibía una media sonrisa como respuesta y el
movimiento del culo de su puta más querida que se iba a
refugiar a la pieza. El Mono cree que apenas se cerraba
esa puerta la Tota lloraba. Tenía veinte recién cumplidos,
y el comisario había sido su única esperanza de cambio.
Pero se fue, y con él las promesas. Entonces la Tota empezó a tomarse el negocio más en serio. El Mono vio en
ella mucho más que un par de piernas y empezó a enseñarle el manejo de la cosa. Diez años después, el Mono se
quedó seco en una mamada. Una piba de diecisiete salió
espantada de la pieza, y fue la Tota la que se acercó para
ver qué pasaba. Ahí lo encontró al Mono. Seco, la verga al
palo todavía, y los ojos dados vuelta. El corazón no banco
la intensidad juvenil de esa boca. Y se fue. La Tota se en-
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cargó de todo y quedó al mando. Nadie puso un pero.
Desde entonces, el Justin se mueve al ritmo de sus tetas.
Por eso, aquella noche que encontró al pibe tirado en el
terreno, caminó segura entre las mesas y no se detuvo a
atender los piropos berretas de los clientes. Abrió la puerta de su habitación en suite y se sacó el camisón. El bebé
quedó envuelto sobre la cama de dos plazas. La Tota,
desnuda, fue al baño y cargó la bañadera con agua tibia.
Cinco minutos después, con el pibe sollozando, los dos
desnudos, piel con piel como si recién lo hubiera parido,
se metió en el agua.
—Te vas a llamar Adalberto como él; Lima como yo, como
mi viejo.
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El Justin era para el Bajo como una especie de faro. Un
poco más que eso, quizá. La atracción que generaba en
los marineros de agua dulce se replicaba en camioneros,
colectiveros, taxistas, viajantes, comerciantes, hombres
en general.
El letrero pintado a mano con letras rojas en fondo negro
y fileteado arrabalero en blanco estaba iluminado por dos
focos de ciento cincuenta watts que colgaban de dos caños oxidados por el tiempo. Ese cartel era la referencia
del barrio para todo y todos. La parada del colectivo estaba en la esquina del Justin, para ir al almacén había que
doblar en la del Justin y pegarle derecho dos cuadras;
para la comisaría, del Justin doscientos metros.
El resto del frente, nada llamativo: revoque de cemento
sin pintar y una puerta ancha, de dos hojas, que, al cierre, quedaba cubierta por una cortina de metal enrejada.
Una red de acero que contenía miles de historias. Adentro del Justin, todo; afuera, el olvido de las cosas que pasaban entre esas cuatro paredes. Si había algo que el
Justin tenía era que, una vez cruzada la puerta de entrada, no había clases sociales. El paisaje era homogéneo.
Hombres que disfrutaban de mujeres que se brindaban
con el profesionalismo de pocas. El Justin tenía eso, era
una especie de catedral del sexo. Las mujeres del staff, al
mando de la Tota, eran completas. "Versátiles", le gustaba decir a la madama. Cualquiera podía hacer cualquier
cosa. Desde las que subían al escenario para algún espectáculo de striptease, pasando por las que, con artilugios impensados, lograban que el cliente consumiera copa tras copa, hasta las que, de la mano, con sutileza, se
llevaban a los clientes a las piezas para los servicios. Algunas, también, salían del Justin. Daban servicios especiales en los hoteles de la zona, en alguna fiesta privada,
despedida de soltero o, simplemente, se vestían de acom4
pañantes para alguna noche ejecutiva. En el Justin había
todo tipo de nivel.
En eso se distinguía de los demás piringundines. En el
servicio. Después, muy similar a cualquiera: la barra pegada al pequeño escenario en el que podía actuar una
mina en pelotas como algún cantante sin carrera. Una
vitrina de espejos para lucir las botellas de licores y
whiskys importados, muchas de ellas siempre vacías,
simplemente una muestra de un estatus difícil de alcanzar. Después, una veintena de mesas con sillas. Algunos
sillones en dos reservados y la puerta al cielo: una abertura con cortina que comunicaba al pasillo donde se desplegaban las pequeñas habitaciones para los pases. Al
fondo de todo, al final del recorrido de ese pasillo, la habitación de la Tota, el baño, la cocina. También la habitación de Lima: ampliación hecha por la Tota cuando el
pibe cumplió cinco años y ya no daba hacerlo dormir en
un catre al costado de su cama. Entre la pieza de Lima y
el Justin estaba la pieza de la Tota. Una especie de purgatorio que dividía el terreno del pecado con la pureza
donde ella pretendía criar a su hijo.
Pero, a medida que el chico crecía, era imposible que no
se mezclara con todo lo que en el Justin ocurría. Así creció Lima, entre putas y almas en desgracia. Entre mujeres que lo abrazaban como un hijo y desconocidos que le
llevaban regalos. Entre borrachos y bailarinas. Así creció
Lima. En un mundo distinto. Pero siempre pegado a la
pollera de su madre, la Tota. Mujer de mano firme y amor
incondicional, convertida en madre a fuerza de realidad.
"Puta de noche, madre de día". Así se definía cuando alguien intentaba socavar su rol ante el chico que crecía a
las piñas.
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La pelota Pulpo se estrella contra la vitrina. Tres estantes
de espejos, diez botellas, un par de floreros, una jarra de
whisky antiguo —que siempre estuvo vacía —y una docena de copas de licor se mezclan en el piso en un cóctel de
vidrios de colores decorados con un ramillete de flores de
plástico.
Nunca en su puta vida, Lima iba a poder olvidarse de ese
cumpleaños. Ocho años cumplía y, apenas se levantó, lo
vio a Varela con un paquete esférico mal envuelto. Estaba
sentado en la cocina. La Tota en batón, con ruleros y redecilla, de espaldas a la puerta, controlaba que no se pasara el agua del mate. Lima nunca supo si esa mañana
Varela había amanecido en su casa, que no era más que
una extensión del Justin, o si había ido temprano para
darle el regalo. Nunca lo supo, porque, apenas Varela le
extendió el paquete, Lima rompió el papel y empezó a pi5
car la pelota con las dos manos, mientras la Tota le decía
que se quedara quieto, que tomara la leche y que después, sí podría irse a jugar con el regalo nuevo.
La Tota puso el tazón de café con leche y un plato con
tostadas arriba de la mesa. El olor al mate, al café, se
mezclaba con el vaho de alcohol y cigarrillo que llegaba
del salón del Justin o de alguna de las piezas. Las chicas
dormían a esa hora. La Tota y Varela estaban en pie solo
por Lima.
Mientras Varela tomaba el primero de los mates, la Tota
propuso cantarle el feliz cumpleaños al pibe.
—En voz baja, porque las chicas duermen, y esta noche
las necesito frescas —dijo la Tota antes de arrancar con
el primer aplauso suave para acompasar las estrofas de
la canción. Varela sacó del bolsillo del pantalón un encendedor a bencina. Lo prendió y, mientras se entonaban
los últimos acordes, se lo acercó a Lima para que soplara.
—Pará, nene, pedite unos deseos —gritó la Tota antes de
que Lima se mandara la cagada de apagar el simulacro
de vela sin hacer uso de la opción del deseo.
El pibe sopló con fuerza, los cachetes inflados, la saliva
saliendo en lluvia de la boca con alguna miga de tostada.
La llama de deshizo en el aire. Entonces Varela se paró,
guardó el encendedor y acarició la cabeza de Lima:
—Feliz cumpleaños pibe... Disfruté la pelota.
Varela rodeó la mesa, acarició la espalda de la Tota al
pasar y se despidió hasta la noche.
—Me voy a tirar un rato, es sábado... hoy seguro hay laburo.
La Tota lo despidió con un silencioso movimiento de cabeza. Tomó el último sorbo de mate y ella también se levantó de la mesa.
—Me voy a dormir, nene. No hagas cagadas. Feliz cumpleaños.
La Tota besó la mollera de su hijo y salió.
Lima se quedó solo. Tomó el café con leche casi de un
trago, comió dos tostadas, todo sin dejar la Pulpo. Miró
por la ventana de la cocina y notó que estaba lloviendo.
Por un momento, pensó que el estreno de la pelota iba a
tener que demorarse hasta el otro día. O, por lo menos,
hasta que dejara de llover. Entonces se le ocurrió que
podía probarla en el salón del Justin. Él iba poco a ese
lugar, sobre todo de noche. Pero durante la mañana, sin
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que su madre se diera cuenta, jugaba entre las mesas
apiladas contra la pared. Varela las ponía así al cierre,
mientras la Tota y alguna de las chicas —en turnos rotativos— pasaban los trapos de piso embebidos en acaroína
diluida en agua. Ese ancho espacio entre las mesas era
ideal para probar la pelota.
Entonces, Lima se deslizó por el pasillo que separaba la
cocina del salón del Justin y en el que se distribuían las
piezas. Abrió la puerta con toda la suavidad posible para
que el chillido de la bisagra no alertara a nadie de sus
planes. Después cerró con la misma suavidad. Una vez
en el Justin, encontró todo como esperaba: las sillas y las
mesas arrumbadas contra la pared. El pasillo enorme
para probar la pelota. Pero antes de patear armó un arco.
Una de las mesas sería el palo izquierdo; una silla, el derecho. Después tomó distancia: doce pasos. Como si fuera a patear un penal, apoyó la pelota Pulpo a estrenar en
el punto imaginario. Tomó carrera y pateó. La zurda de
Lima dio de lleno con el empeine en la Pulpo. La pelota de
goma dura salió como una bala, pegó el canto de la mesa
—el palo izquierdo y— voló caprichosa atravesando el aire
hediondo del Justin hasta dar de lleno en la estantería
detrás de la barra.
El estallido de los vidrios sirvió de despertador para la
Tota y para sus putas. La primera en llegar al salón fue
Cristina que se encontró con Lima inmóvil, con un charco
de pis a sus pies.
—Rajá pendejo, porque tu vieja te rompe el culo a patadas —le dijo mientras miraba, en medio del desastre, la
prueba del delito: la pelota Pulpo había caído muerta entre los vidrios.
Lima salió corriendo, pero en la dirección equivocada.
Apenas atravesó la puerta, la Tota lo barajó de la remera
y lo llevó a la rastra hasta el Justin. Cristina ya juntaba
los vidrios.
—¡¿Qué mierda hiciste, neneee?! —gritó la Tota agarrándole la oreja a Lima de un tirón que lo dejó a un centímetro del suelo.
—Fue sin querer —atinó a decir el pibe entre sollozos.
La Tota dejó a su hijo mientras, a las puteadas, caminaba por encima del charco de vidrios en busca de la pelota. Se agachó y la agarró con una sola mano. La izquierda. Enseguida, con la otra, la derecha, sacó del cajón una
cuchilla y la clavó en la Pulpo como si apuñalara a su
peor enemigo. Lima rompió en llanto, como si el puñal le
hubiera entrado en el cuerpo.
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—Rajá a tu pieza y no salgas hasta que yo te lo diga —
gritó la Tota mientras le tiraba sin puntería los pedazos
de goma que habían sido una pelota. Lima corrió entre
las putas y se fue a la cama.
A la tarde, cuando el Justin estaba por abrir, Cristina le
tocó la puerta. Lima estaba acostado en su cama, y la
tristeza no lo dejaba dormir. Cristina entró pidiendo permiso. Se acercó y se sentó en los pies de la cama. Lima se
quedó inmóvil. Sabía que, si la Tota se enteraba de que
Cristina había ido a consolarlo, la biaba se iba a venir
fuerte. Cristina le acarició el cuerpo sobre las mantas
hasta llegar a la cabeza. Le revolvió el pelo y le pidió que
dejara de llorar. Después lo besó en un pedacito de cachete que quedaba al descubierto. Cristina pudo sentir
en el roce de sus labios la oreja caliente de Lima. La tenía
roja por el retorcijón de su madre.
—No llores más, chiquito... A tu vieja se le va la mano,
pero te quiere.
Lima volvió a romper en un llanto desesperado. Entonces
Cristina lo abrazó. Lo levantó de la cama como a un bebé
y lo puso contra su pecho.
—No te preocupes, mañana compramos otra pelota.
Recién entonces Lima dejó las lágrimas. La miró a Cristina a los ojos y vio que ella también estaba llorando.
—¿Y vos por qué llorás? —le preguntó.
—Por nada nene... por nada.
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