últimas tardes con los chicos

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EL MUNDO. VIERNES 4 DE MARZO DE 2016
C U L T U R A
LITERATURA ‘LOS RAYOS’
casi todo, y da consejos, casi siempre
marcianos, pero consejos al fin y al
cabo. «Tinet podría ser el propio
Centella, en el futuro. No sé por qué,
en mis novelas, siempre aparece un
personaje así, una figura paterna, pero mayor, que guía en algún sentido
al protagonista. Quizá sea eso, quizá
es el protagonista, en un futuro alternativo, conviviendo con su propio yo
del pasado».
Cuando habla de las chicas de la
novela, Bárbara, y Diana, dice que
representan «lo que Fidel era y lo
que cree que podría ser». «Bárbara
es bárbara en el sarcasmo, creció y
leyó antes que Fidel, sabe exactamente cómo era hace años y, por encima de todo, lo quiere. Es la zona de
confort. Diana es una diana, donde
Fidel querría acertar para acceder a
otro mundo. Diana es sus deseos, lo
que podría hacer que su vida cambiara totalmente y Bárbara representa su memoria. Diana llega con bolsas gourmet de El Corte Inglés y Bárbara bebe litronas. Pero las dos son
ÚLTIMAS
TARDES CON
LOS CHICOS
La nueva novela de Miqui Otero retrata un
mundo de ‘nuevos adultos’ aturdidos en una
ciudad, Barcelona, que tampoco quiere crecer
LAURA FERNÁNDEZ BARCELONA
Fidel Centella sale una noche de casa de sus padres, en pijama, y en pijama para él significa que lleva puesta su vieja camiseta de Barcelona 92,
tan diminuta que le deja el ombligo
al aire, y, como ha olvidado las llaves
dentro, no le queda otra que admitir
que sí, que ha llegado el momento de
instalarse en el piso de los Rayos.
Sus padres están lejos, en Galicia, y
no piensan volver en un tiempo, y
¿acaso va a quedarse Fidel en la calle? Los Rayos son tres, sus tres amigos, Brais, Iu y Justo. Juntos fueron
al Colegio Amarillo y juntos piensan
atravesar esa etapa en la que, aunque parece que nunca pasa nada, pasa todo. Fidel Centella tiene 24 años
y es como esos niños que interpretan
a personajes adultos en una función
escolar, con sus bigotes de pega y
sus gafas falsas, niños que se pisan
las perneras de pantalones demasiado grandes, y que parecen torpes,
excesivos, melodramáticos porque
siguen siendo niños y todo les viene
grande. Rayos (Blackie Books), la última novela de Miqui Otero, es una
oda a la amistad y algo más que eso:
es un homenaje a la generación de
sus padres, a la que el disfraz de
adulto le sentó siempre mejor, y un
tratado sobre la desorientación existencial de su gente.
Otero cita a Efraim Medina Reyes,
el escritor colombiano, cuando dice
que, para él, «escribir es buscar la
puerta de emergencia en el edificio
del incendio». El fuego, la pasión, todo lo que brilla, tiene una presencia
constante en la novela, que sigue las
desventuras de Centella, en una primera persona juguetona, que avanza y retrocede para narrar el encuentro con la edad adulta de sus padres,
allá por los años 70 (un mundo real
que para ellos era Barcelona, ciudad
a la que llegaron, procedentes de Galicia, en un Seat verde aceituna), con
el suyo propio. Fidel trabaja en el periódico La Verdad, y, a la corrupción
de la amistad, y el amor, y la ilusión,
que tiene que enfrentarse porque sí,
porque eso es crecer, se le suma la
corrupción real, la corrupción política y social de una ciudad que, en
cierto sentido, es también una niña
fingiéndose adulta e importante. «La
camiseta de Barcelona 92 es un símbolo. Él quiere seguir poniéndosela
porque quiere volver a sentir aquello
que sintió entonces, y es un poco lo
que pasa con la ciudad, que quiere
volver a sentirse como aquel día en
que se encendió la llama».
Hoy, sabemos, añade, «que aquello no fue tan maravilloso, pero en
aquel momento lo estaba siendo. Fue
una enorme borrachera de la que
luego despertamos con resaca y corrupción, pero no queremos oír ha-
«SI TODOS LOS DÍAS
ES VIERNES POR LA
NOCHE, AL FINAL
LLEGA EL VIERNES
POR LA NOCHE Y
NO TE DAS CUENTA»
y la sensación era la de estar, cada
noche, de campamento. Lo que pasa
cuando todos los días son viernes
noche, es que no te das cuenta cuándo llega verdaderamente el viernes
por la noche», dice Otero antes de
hablar de Tinet, el afilador de Rayos,
tan mayor que ya lo ha vivido todo o
contradictorias, no son la típica activista y la típica pija. Es una de las cosas que más me interesaban: intentar atrapar la fascinación por un
mundo desconocido, por el frufrú de
las sábanas muy buenas o de los
manteles de lino, sin dejar de saber
que tú sueles beber, con orgullo, en
mesas de zinc», argumenta.
Otero admite que ha leído Últimas
tardes con Teresa, de Juan Marsé,
«como diez veces» y que probablemente sea su novela española favorita de todos los tiempos, y que, sí, quizá haya algo de ella en Rayos. La diferencia está, dice, en que Fidel
«siente fascinación por Diana» mientras que el Pijoaparte piensa en Teresa «con rabia».
tienda a los tiempos lentos y a criticar la exultación de la victoria como una fanfarria estridente y
amarga. Al acompañar a los cantantes revela la finura del buen director que es, limitado en esta ocasión por una seriedad que le impide potenciar una respiración
orquestal más sensual y expectorante, más, incluso, si se quiere,
irónica, pues el compositor, en su
encargo para la inauguración del
Canal de Suez, había dejado atrás
las emociones nacionalistas de Nabucco, las efervescencias revolucionarias de La bataglia di Legnano y las sesudas meditaciones imperialistas de Don Carlo.
Radamés es un papel peliagudo,
nunca mejor dicho, por su insistencia en las notas altas que debe
cohabitar con la contundencia y el
empaque de un capitán general
capaz de descender a una escala
más baja, lo que la entrega de Rafael Dávila consigue de un modo
intermitente. La escasez de graves
empobrece la Amneris de Marina
Prudenskaya, reduciendo la efectividad dramática y narrativa del
único personaje enjundioso de la
historia. La función se sostiene sobre todo por los etíopes, la Aida
carnosa y pletórica de María José
Siri, y el Amonasro robusto y desgarrado de Gabriele Viviani.
Pero Aida volvió a triunfar sobre samuráis, tiempos lentos, agudos problemáticos y graves escasos, como corroboraba una joven
espectadora y el público general,
agradecido a su teatro y al incombustible título verdiano.
El escritor barcelonés Miqui Otero. ANTONIO MORENO
blar de ello, no queremos que nos estropeen también ese momento».
Mientras, en casa de los Rayos siempre es viernes noche. «Sí, todo eso
ocurrió. No exactamente como se
cuenta, pero yo viví en ese mismo lugar, en el número 18 de la calle Junta de Comerç, con otros tres amigos,
ÓPERA CRÍTICA
FANFARRIAS GUERRERAS
‘AIDA’
Autor: Verdi. / Director musical: Ramón Tébar. / Dirección de escena: David McVicar. / Reparto: Marina Prudenskaya, María José Siri, Rafael Dávila, Gabriele Viviani. Orquesta y Coro
Titulares. Palau de les Arts, Valencia,
Calificación 
ÁLVARO DEL AMO VALENCIA
Aida resiste como pieza fundamental del repertorio y su éxito parece
estar garantizado, a pesar de sus
elevadas exigencias vocales, el despiste que provoca una partitura tan
contrastada y la amenaza del énfa-
sis del cartón piedra que acecha en
su abundancia de bailes exóticos,
marchas triunfales y cánticos entonados en loor de deidades remotas.
Los grandes temas verdianos no
dejan de comparecer, pero la añoranza patriótica se diría que duda
entre egipcios y etíopes, y la influencia nefasta de la paternidad
coincide en exceso con la estrategia militar.
El Palau de les Arts valenciano
recupera la coproducción con el
Covent Garden londinense, que
exacerba el conflicto guerrero forzando la ópera para convertirla en
algo así como una proclama antibelicista. Vemos a torturadoras que
inician su sesión invocando a Eros,
cautivos andrajosos y un destacamento de guerreros reclutados en
un campamento samurái. El combate entre los ejércitos absorbe toda la atención del director de escena que se ve que no ha tenido tiempo,
entre
escaramuza
y
escaramuza, para dar alguna indicación actoral a los cantantes que
se desplazan como Osiris les da a
entender.
Ramón Tébar demuestra que tiene ideas muy claras sobre cómo se
debe oír hoy esta música, se diría
que como una reflexión sobre las
consecuencias nefastas del poder
enfrentado al poder, de ahí que
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