La fabricación del habitus económico - Pierre Bourdieu

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Publicado en la Revista Crítica en Desarrollo. No 02 Segundo Semestre de
2008. (Buenos Aires) Página 15 a la 42.
La fabricación del habitus económico1
Pierre Bourdieu*
Resumen:
Este texto presenta una entrevista con un informador privilegiado, un cocinero kabil de
Argel, una suerte de situación de laboratorio, en la que la discordancia entre disposiciones
económicas forjadas en una economía precapitalista y el cosmos económico importado e
impuesto por la colonización obliga a descubrir que el acceso a las conductas económicas
más elementales (trabajo asalariado, ahorro, crédito, regulación de los nacimientos, etc.) no
es en absoluto evidente y que el agente económico considerado racional es el producto de
condiciones históricas absolutamente particulares. Las prácticas económicas precapitalistas
se inscriben así en un orden social perturbado por la generalización de los intercambios
monetarios y del cálculo económico considerado racional, que ponen en juego un sistema
completo de creencias. Lejos de reducirse a una simple adaptación, la adquisición del
habitus económico exige una verdadera conversión, que transforma tanto el sentido del
trabajo como las costumbres temporales y las estrategias sociales de reproducción.
Palabras claves: Argelia; economía; intercambios; habitus; campesinos; racionalidad;
trabajadores
Abstract
During the war of national liberation Algeria offered a quasi-laboratory situation for
analysing the mismatch between the economic dispositions fashioned in a precapitalist
economy, embedded in relations of group honour, and the rationalized economic cosmos
imposed by colonization. Ethnographic observation of this mismatch revealed that, far from
being axiomatic, the most elementary economic behaviours (working for a wage, saving,
credit, birth control, etc.) have definite economic and social conditions of possibility which
both economic theory and the ‘new economic sociology’ ignore. Acquiring the spirit of
calculation required by the modern economy entails a veritable conversion via the apostasy
of the embodied beliefs that underpin exchange in traditional Kabyle society. The ‘folk
economics’ of a cook from Algiers allows us to grasp the practical economic sense guiding
the emerging Algerian working class at the dawn of the country’s independence.
Key words: Algeria, economy, exchange, habitus, peasants, rationality, workers
En el transcurso de los años 60 del siglo pasado, en Argelia, asistí a lo que ahora,
retrospectivamente, considero una verdadera experimentación social. Dicho país, dentro del
cual algunas poblaciones montañesas alejadas y aisladas (como las que pude estudiar en
Kabilia) habían podido conservar casi intactas las tradiciones de una economía
precapitalista completamente apartada de la lógica de mercado, conoció a través de la
guerra de liberación y de algunas medidas de la política militar de represión, como los
reagrupamientos de población efectuados por el ejército francés, una suerte de aceleración
histórica que hizo que se aceleraran (o que se enfrentaran) bajo la mirada del observador,
dos formas de sistemas económicos con exigencias contradictorias, que habitualmente se
encuentran separados por un intervalo de varios siglos2.
Quisiera evocar aquí brevemente, sin volver sobre los detalles de los análisis ya publicados
y otorgando prioridad a informaciones inéditas conservadas en las anotaciones que hice en
el terreno, aquello que se me reveló muy claramente en esa suerte de situación de
laboratorio: la discordancia entre disposiciones económicas moldeadas dentro de una
economía precapitalista y el cosmos económico importado e impuesto, a veces de la manera
más brutal, por la colonización, obligaba a descubrir que el acceso a los comportamientos
económicos más elementales (trabajo asalariado, ahorro, crédito, regulación de los
nacimientos, etc.) no puede darse por sentado y que los agentes económicos “racionales”
son producto de condiciones históricas muy particulares. Este punto es el que ignoran tanto
la teoría económica que registra y ratifica bajo el nombre de “teoría de la acción racional”
un caso particular de habitus económico históricamente situado y datado sin interrogarse en
absoluto (porque lo da por sentado) sobre las condiciones económicas y sociales que lo
hacen posible, como la “nueva sociología económica”3 que , a falta de una verdadera teoría
sobre los agentes económicos, retoma la Rational Action Theory y omite la historización de
las disposiciones, que, como el campo económico, tienen un origen social. Sin duda, fue
el hecho de encontrarme en una situación donde podía observar directamente la confusión o
el malestar de agentes económicos desprovistos de las disposiciones tácitamente exigidas
por un orden económico completamente familiar para nosotros, y en la que, siendo una
estructura social incorporada y por lo tanto naturalizada, dichas disposiciones aparecían
como naturales y universales, lo que me dio la idea de analizar estadísticamente las
condiciones de posibilidad de esas disposiciones históricamente constituidas.
Algunas propiedades de la economía pre-capitalista
Las principales características de las prácticas económicas pre-capitalistas pueden ser
relacionadas con el hecho de que las conductas que consideramos como económicas no
tienen autonomía ni están constituidas como tales, es decir como pertenecientes a un orden
específico, gobernado por leyes que no se someten a las que rigen las relaciones sociales
ordinarias, especialmente entre parientes.
En la sociedad kabil de fines de la era colonial, los intercambios entre parientes o entre
vecinos obedecen a la lógica del don o del contra-don. Las personas honorables no venden
leche (“¡Qué me cuenta! ¡Vendió la leche!”), ni manteca, ni queso, ni verduras, ni frutas,
sino que “dejan que los vecinos los aprovechen”... Al molinero que tiene un excedente de
harina ni se le ocurriría vender un producto que es la base misma de la alimentación. La
lógica del intercambio de dones se combina con la lógica mítico-ritual para prohibir que se
devuelva un utensilio vacío: lo que se devuelve se llama el fel, es decir “el amuleto”, como
los huevos o la carne de ave que se le da al albañil cuando va a trabajar fuera del pueblo. Lo
mismo sucede con los servicios, que están regidos por reglas estrictas de reciprocidad y
gratuidad; y también con los préstamos. De esa manera, la charka del buey (a través de la
cual un campesino presta un buey por un tiempo determinado contra una cierta cantidad de
granos) puede instaurarse solamente entre semi extraños (es decir, en caso de faltar los más
cercanos) y está rodeada de todo tipo de disimulos y eufemismos destinados a ocultar o
negar sus potencialidades mercantiles: en general, los dos “contratantes” prefieren ocultarla
de común acuerdo. El prestatario trata de disimular su carencia, haciendo creer que el buey
le pertenece; el prestador le sigue el juego porque es mejor mantener oculta una transacción
que no se atiene estrictamente al sentimiento de equidad, ya que el capital no puede jamás
ser percibido y tratado como tal. Todo ocurre como si la transacción se atuviera cada vez
más a su “verdad” económica a medida que la relación entre los agentes afectados por el
intercambio se vuelve más lejana y, por lo tanto, más neutra e impersonal, ya que, en esas
relaciones estructuralmente ambiguas, el peso relativo de la generosidad y del sentimiento
de equidad decrece entonces progresivamente, en provecho del interés o del cálculo4.
Los vínculos reducidos a su dimensión puramente “económica” son concebidos como
vínculos de guerra, que sólo pueden entablarse entre extraños. El lugar por excelencia de la
guerra económica es el mercado, no tanto el mercado del pueblo o de la tribu, lugar donde
es posible encontrarse con familiares, sino más bien los grandes mercados de las pequeñas
ciudades alejadas (Bordj bou Arreridj, Akbou o Maison-Carrée, según los informantes),
donde hay que enfrentarse a desconocidos, y al más temible de ellos, el intermediario, y
donde se está expuesto, por lo tanto, a todas las trampas y supercherías de la guerra sin
cuartel. De los innumerables relatos sobre infortunios ocurridos en el mercado, se pueden
rescatar algunas reglas de prudencia: cuando el objeto de la transacción se conoce bien,
cuando no está sujeto a equívocos, como en el caso de un pedazo de tierra, una relación
anónima de intercambio es posible y la elección se realiza prioritariamente, cuando no de
manera exclusiva, en base a la cosa adquirida; cuando el objeto no es muy conocido,
pasible de equívocos o puede dar lugar a engaños (como una mula que puede resultar
rebelde o un buey artificialmente “engordado” o que acostumbra a dar cornadas), la
elección se realiza prioritariamente teniendo en cuenta al vendedor. En todo caso, hay un
esfuerzo por reemplazar una relación impersonal y anónima por una relación personal,
especialmente a través de toda clase de garantías y movilizando “garantes” y testigos, que
intentan de alguna manera sumergir la relación del comprador y el vendedor en una red de
intermediarios5.
Las estrategias de honor que rigen los intercambios habituales en el mercado no están
totalmente ausentes de los intercambios no habituales: es así como, al igual que sucede con
el matrimonio, después de intercambios verbales que concluyen con la fijación de un
precio, el vendedor devuelve ostensiblemente al comprador una parte importante de la
suma “para que compre carne para los niños”. Hay relatos de numerosos casos de compras
de tierras determinadas por la preocupación de proteger a un pariente, varón o mujer, para
que no sea desposeído en favor de un extraño o, siguiendo otra lógica, para defender el
honor de un grupo frente a otro grupo rival. En resumen, la lógica del mercado, es decir, de
la guerra, nunca es realmente aceptada y reconocida en tanto tal y aquellos que la aceptan,
intermediarios, recolectores de impuestos en el mercado o usureros, están condenados a ser
despreciados6.
Un breve paréntesis sobre las relaciones entre campesinos y artesanos, especialmente entre
herreros y molineros, y sobre sus transformaciones, correlativas a la aparición de
verdaderos oficios comerciales, permitirá comprobar que la lógica propiamente económica
no es independiente de la lógica de las relaciones sociales en la cual está inmersa. Así, en
Kabilia, en los años 1950, el trabajo de los herreros era objeto de una transacción no
monetaria, en general regulada por el derecho consuetudinario, donde el herrero del pueblo
debía garantizar a cada campesino las reparaciones necesarias para mantener su material, a
cambio de una contribución anual consistente en una parte de la cosecha, proporcional a la
cantidad de pares de bueyes que poseía. El caso de los molinos de agua de Aghbala, que
estudié con Abdelmalek Sayad, permite comprender la interpenetración de las relaciones
sociales y las relaciones económicas: debido a que, a diferencia de los herreros, que estaban
fuertemente estigmatizados, los molineros no estaban excluidos de la comunidad a pesar de
estar entre los más relegados, cada molino, a través del juego de los intercambios de
servicios y el entrecruce de relaciones y alianzas, se procuraba una clientela estable, a la
que trataba con especial consideración, un poco como si fueran huéspedes, y tomaba una
parte (un décimo) de los granos tratados a cambio del servicio prestado.
Con la decadencia de la agricultura ligada a la introducción de nuevas actividades
(artesanado, comercio, etc. ) y a la aparición de recursos no agrícolas ligados a la
emigración7 se deja de recurrir a los molinos de agua tradicionales (las personas se
aprovisionan directamente de sémola, en lugar de hacer moler el grano cosechado) y el
molino a motor toma su lugar, arruinando como por arte de magia todo el sistema de
convenciones que regía el juego de la solidaridad colectiva en el caso de la molienda
tradicional.
Así, por ejemplo, era tradicional tratar gratuita y prioritariamente cualquier carga de granos
que no hubiera sido llevada a lomos de un animal, ya que ésta sólo podía tratarse de la
pequeña reserva de un pobre, restos recogidos después de la cosecha o donados por el Aïd,
o fruto del diezmo retenido de la cosecha o de la ayuda de un pariente más rico o, incluso
fruto de la mendicidad en las zonas de cosecha. Esta cantidad era demasiado reducida para
poder extraer de ella una décima parte y a la vez, se la esperaba con demasiada impaciencia
como para que se pudiera diferir su transformación. A través del molino a motor, adquirido
en general a fuerza de ahorro (en lugar de ser un bien de uso heredado) y percibido y
tratado como un simple medio de producción (en el sentido de la economía), se introduce la
lógica de la inversión y del cálculo de costos y beneficios, que reemplaza a la satisfacción
del cumplimiento autárquico que podía procurarle al campesino propietario de la totalidad o
de una parte de un molino de agua el hecho de moler su propio grano. Un viejo fellah
recuerda haber utilizado el molino, del cual posee la tres cuartas partes, durante treinta y
cinco días seguidos, es decir, durante la cuarta parte del período de actividad; el utilizador
del molino mecánico, por más pobre que sea, se ve convertido en cliente, y el molinero se
comporta hacia él como un comerciante preocupado por cubrir sus costos.
Esta transformación de las actividades “artesanales”, que hasta ese momento habían estado
siempre subordinadas a la actividad agrícola y en general ejercidas por categorías
estigmatizadas como los negros o los más pobres como complemento del khammesat
(forma tradicional de arriendo al quinto) o de arrendamiento, en actividades propiamente
dichas, en verdaderos “oficios” tiene su equivalente en el campo del comercio, que
anteriormente sólo podía ser una actividad complementaria asociada a la agricultura (se
hubiera considerado “perezoso” a aquel que se hubiera quedado “sentado en una silla”,
“días enteros”, “a la sombra”). Por lo tanto se tenía cuidado en abrir solamente a la mañana,
antes de partir hacia el campo y a la tarde, al regreso del trabajo, durante el verano. El local
dedicado al comercio formaba parte de la habitación y los familiares (o, cuando no tenían
derecho a esa intimidad, la vieja de la casa) no dudaban en llamar o entrar en la casa por un
paquete de café o de azúcar, servido por el dueño de casa, o por una de las mujeres o por
uno de los muchachos que se ocupaban de ese menester.
Todo cambia cuando en los años 1960 se asiste a la aparición del comerciante de tiempo
completo, que ya no quiere ejercer el oficio de campesino y que deja sus tierras, si las tiene,
a su hijo, su hermano o a un khammès. El comerciante está siempre presente en su tienda,
ahora está separada de su vivienda, con horas de apertura bien determinadas, a menudo
vestido en forma diferente al fellah. Al tener abierta su tienda, siente que está haciendo algo
(y no que está perdiendo el tiempo) aún cuando en los reagrupamientos producto de la falsa
urbanización operada por el ejército, su actividad es de hecho muy reducida (su tienda se
vuelve de hecho un lugar de reunión donde se viene a charlar sin consumir). Este “ascenso”
de los comerciantes es, para los viejos campesinos apegados a la economía de la “buena fe”
(niya) uno de los signos del desmoronamiento del antiguo mundo, como lo explica este
informante, habitante del reagrupamiento de Aïn Aghbel.
“Hasta los carniceros se burlan ahora de los agricultores. Basta con tener una tienda, una
camisa especial para trabajar, cambiarse de ropa, tener empleados que degüellen [los
animales], que limpien, que vendan en los mercados, para que dejen de ser carniceros
[oficio tradicionalmente despreciado, como el de herrero] y se vuelvan “ricos”. Se volvió
un “métier” (oficio) [el informante utiliza la palabra francesa]. Ahora, todo es un oficio.
¿Cuál es tu oficio?, pregunta la gente. Y cada uno se inventa un oficio. Está el que por
haber guardado dos cajas de azúcar y dos paquetes de café en un local se llama a sí mismo
comerciante, el que por saber clavar cuatro tablas se llama carpintero; los choferes son
incontables aunque no haya automóviles, basta para eso tener el permiso de conducir.
¿Acaso eso da de comer? Es el ejército francés el que, un poco, hizo eso, darle un oficio a
la gente. Primero apareció la defensa personal, es el primer oficio [...]. Después
aparecieron los harkis, los goumiers, los moukhazani, los sardjan (sargento), kabran
(cabo), serdjan-jefe, también apareció el sakritir y el khodja (cuadro), sin hablar del
alcalde (el mir) y sus consejeros (iquonsayan-is). Después de eso, basta que el teniente
sepa que alguien sabe hacer esto o lo otro para que diga que tiene tal o cual oficio; poco a
poco todo el mundo se olvida de que existe el trabajo de la tierra, se lo deja de lado. En el
censo, escuché a Mohand L. rebelarse porque se lo mencionaba como agricultor mientras
que a todos los demás inscritos se les había encontrado un verdadero oficio: ‘Ustedes me
desprecian. A los verdaderos agricultores les han inventado un oficio, a mí, porque no
poseo ni una parcela (thamtirth) me hacen ser un fellah . Aquí hay agricultores, tienen
tierra hasta el umbral de sus puertas, y sin embargo uno es chofer, el otro comerciante. No
hablo de Hocine M., que, él, es elkhodja gel biro (khodja en la oficina). ¡Yo también tengo
un oficio!’”
Y sigue relatando como ese personaje se auto proclama intermediario (tadjar) y por una
comisión, vende madera o aprovisiona al pueblo de paja o de cualquier otro bien:
“También está el trabajo en Francia, que ha hecho que aparezcan soldadores, pintorestapiceros, operarios de máquinas. La mina nos ha dado perforadores, revestidores,
encofradores. Solamente faltan los ingenieros. Todas esas personas han dejado de trabajar
desde hace mucho pero conservan siempre su oficio, sobre todo si en su cédula de
identidad figura su oficio: esa es la prueba irrefutable. A los que no tienen oficio, les queda
la posibilidad de ser antriti (retirado, jubilado) o anfaliditi (inválido)”.
Las condiciones económicas del acceso a las prácticas económicas
Este largo y pintoresco monólogo evoca de manera mezclada algunos de los factores (como
la emigración o la actividad clasificatoria del ejército francés, gran proveedor también de
falsas actividades) que al generar intercambios monetarios e introducir innovaciones
técnicas establecieron en el mundo rural la lógica de la economía monetaria y del cálculo
económico, denominado racional. Llevar a cabo el estudio de las transformaciones de las
prácticas económicas dentro del entorno rural permite ver mejor y de manera más completa
lo que éstas ponen en juego, es decir, todo un estilo de vida, o, mejor dicho, todo un estilo
de creencias. Para describirlas, por lo tanto, es mejor no hablar de adaptación sino de
conversión8.
Para hacer comprender a lectores que al igual que nuestros economistas y nuestros
sociólogos de la economía, se mueven dentro de la economía llamada racional como peces
en el agua, que la palabra conversión no es demasiado fuerte, y para provocar en ellos la
conversión del espíritu que se necesita para romper con el universo de presupuestos
profundamente incorporados que hacen que juzguemos evidentes, naturales, necesarias y,
por ende, racionales las conductas económicas en uso en nuestro mundo económico, sería
necesario que pudiera aquí evocar la larga serie de experiencias a menudo ínfimas que me
han hecho sentir de manera sensible y concreta el carácter contingente y arbitrario de esas
conductas habituales, marcadas con el sello de la perfecta naturalidad, que llevamos a cabo
todos los días, en la rutina de nuestras prácticas económicas. Como lo es, por ejemplo, el
hecho de esperar el vuelto en una tienda, en vez de, como sucede en Kabilia, acudir al
“comercio” llevando en la mano la suma minuciosamente contada y exactamente
correspondiente al precio del objeto a comprar.
Todavía recuerdo haber pasado largas horas interrogando a un campesino kabil que trataba
de explicarme una forma tradicional de préstamo de ganado. No se me había ocurrido que
el prestador pudiera sentirse obligado con respecto al prestatario, porque éste se ocupaba de
mantener al animal que él habría tenido que alimentar en el caso de no haberlo prestado.
Recuerdo también la cantidad de observaciones anecdóticas y de constataciones estadísticas
que tuve que acumular antes de comprender la filosofía implícita del trabajo, basada en la
equivalencia entre el trabajo y la remuneración en dinero, que sin querer introducía en mi
interpretación espontánea del mundo, y que me impedía comprender completamente ciertas
conductas o cierta sorpresa de mis informantes (como la del viejo kabil al descubrir la
multiplicidad de “oficios” que he citado anteriormente): la conducta, juzgada como
extremadamente escandalosa, del albañil que al volver de una larga estadía en Francia,
solicitó que se agregara a su salario una suma correspondiente al precio de la comida que
fue ofrecida al final de la obra y a la cual, haciendo gala de una imperdonable falta de
educación, no había asistido; o el hecho de que, aún trabajando un número de horas o de
días objetivamente idénticos, los campesinos de las regiones del sur de Argelia, menos
afectados por la emigración (y por la política de encuadramiento del ejército), afirmaban
con más frecuencia que eran campesinos que los kabiles, más inclinados a
atribuirse”oficios” o a definirse como desempleados. Esta filosofía resultaba tan natural
para mí que yo mismo no advertía que me impedía ver el trabajo de invención y de
conversión que debían realizar aquellos a quienes estaba observando para poder abstraerse
de una visión (que para mí era muy difícil imaginar) de la actividad como ocupación social
socialmente reconocida, independiente de toda sanción material y que puede eventualmente
reducirse al cumplimiento de la función propia del hombre, que no pierde el tiempo cuando
habla con otros hombres en la asamblea o cuando distribuye el trabajo a los miembros de la
familia.
Debí impregnarme lo suficiente de la lógica del sistema mítico-ritual kabil para ser capaz
de cometer “barbarismos” deliberados en las preguntas que planteaba (haciendo intervenir
por ejemplo un objeto fabricado con fuego o un peine para cardar lana en un ritual donde se
esperaba un objeto femenino, como el agua o la lana) con el objeto de provocar la
desmentida o la risa de mis informantes femeninas, más capaces (al igual que nosotros) de
detectar las fallas que de enunciar las reglas, tarea más propia de gramáticos que de simples
locutores. De la misma manera, pero sin duda con más dificultades, porque nada me había
preparado a pensar en la economía, en la mía sobre todo, como en un sistema de creencias,
tuve que aprender poco a poco a través de observaciones etnográficas corroboradas luego
por el análisis estadístico, la lógica práctica de la economía precapitalista, al mismo tiempo
que trataba de redactar su gramática de la mejor manera posible.
Fue sin duda la familiaridad con la lógica práctica de la economía precapitalista, casi propia
de un autóctono, que había adquirido a través de la investigación etnográfica, y que había
despertado por medio de una anamnesia9 metódicamente provocada recuerdos
profundamente sepultados de mi infancia campesina (más de una vez, yo había sido
enviado con el dinero exacto a ver al almacenero, al que había que hacer salir de la
trastienda gritando “uh-uh”), la que me permitió percibir todo lo que había históricamente
fuera de lo común, dentro de su aparente banalidad, en la noticia publicada en los diarios
del 29 de octubre de 1959, sobre unos niños de Lowestoft, en Inglaterra, que habían creado
una empresa de seguros contra los castigos. Habían previsto que, por una paliza, el
asegurado recibiera cuatro chelines y habían llegado a establecer que para ciertos abusos
rigiera una cláusula suplementaria según la cual la sociedad no era responsable por los
accidentes voluntarios.
Es también esta comprensión práctica de una economía de prácticas económicas que se ha
vuelto perfectamente exótica, la que me permitió descubrir y comprender que, como lo
recuerda Bergson, “hacen falta siglos de cultura para producir un utilitarista como Stuart
Mill”, o dicho de otra forma, que todo lo que la ciencia económica da por sentado, es decir,
el conjunto de disposiciones de los agentes económicos en el que se basa la ilusión de la
universalidad a-histórica de las categorías y los conceptos utilizados por esa ciencia, es en
realidad producto de una larga historia colectiva y debe ser adquirido en el curso de la
historia individual, dentro y a través de un trabajo de conversión que sólo puede lograrse
bajo ciertas condiciones. He querido, después de tantos otros como Weber (1924), Sombart
(1915) o Tawney (1926), a los que leía con pasión, contribuir a comprender como este
“utilitarismo”, devuelto así a su exotismo original, se había inventado poco a poco a lo
largo de la historia. Me fijé como proyecto explícito observar los procesos de adquisición
de todas esas disposiciones que los pequeños alumnos de Lowestoft, “espontáneos”
seguidores de Stuart Mill, adquierieron inmediatamente, como el cálculo de costos y
beneficios, el préstamo a interés, el ahorro, el crédito, la inversión o incluso el trabajo; y
también establecer rigurosamente, a través de las estadísticas, las condiciones económicas y
culturales del acceso a la conducta económica denominada racional.
El principio de todo cambio de visión del mundo no es otro que la adquisición del espíritu
de cálculo, que no hay que confundir con la capacidad, sin duda universal, de calcular.
Someter todas las conductas de la existencia a la razón calculadora, como indica la
economía, es romper con la lógica de la philia de Aristóteles, es decir, con la lógica de la
buena fe, la confianza y la equidad que debe regir en las relaciones entre parientes y que se
basa en el rechazo o, mejor dicho, en la negación del cálculo. Negarse a calcular en los
intercambios entre familiares es negarse a obedecer al principio de la economía como
propensión y aptitud a ahorrar o a reservarse (esfuerzos, penas, trabajo, tiempo, dinero...) en
lugar de dar sin contar, negación que sin duda puede favorecer con el tiempo una atrofia de
la disposición a calcular. Es rehusarse a salir de un mundo donde la familia y los
intercambios que se realizaban dentro de ella eran el modelo de todos los intercambios,
incluyendo de aquellos que consideramos como “económicos”, para entrar en un mundo
donde la economía, constituida como tal, con sus propios preceptos, los del cálculo, del
beneficio, etc., pretende transformarse en el principio de todas las prácticas y de todos los
intercambios, incluyendo los familiares (provocando por ejemplo el asombro del padre
kabil a quien su hijo reclama un salario). La economía tal como la conocemos nació de la
inversión de esta tabla de valores. Algunos economistas como Gary Becker (1976 y 1984)
no han hecho más que llevar hasta sus últimas consecuencias esa lógica, de la cual su
propio pensamiento es el producto impensado, cuando aplican a la familia, el matrimonio o
al arte los modelos construidos según el postulado de la racionalidad calculadora.
Es posible entender que el aprendizaje de la economía moderna no se reduce, como se
podría creer, a su dimensión puramente técnica (que sin duda no puede ser dejada de lado).
Adherir a la visión “utilitarista” es romper con toda una manera de vivir y, al mismo
tiempo, con todos aquellos que la comparten y que se sienten directamente afectados por lo
que perciben como un rechazo. Donde mejor puede observarse esta situación es en el caso
de ciertas familias, donde aquellos que han mejorado su posición se ven obligados a
responder a sus deberes de solidaridad para con los parientes que lo soliciten. La presión
terrible y constante que estos últimos ejercen vuelven particularmente difíciles y peligrosos
los esfuerzos que los primeros realizan para ascender socialmente (muchos magrebíes que
residen en Francia no figuran en la lista de abonados telefónicos para escapar a los
pedidos10) y, de manera más general, su adaptación a las exigencias de la economía
moderna. Mientras la economía de la buena fe continúa vigente, todo el grupo impone
obligaciones de honor que son totalmente incompatibles con la fría ley del cálculo
interesado.
De esta manera, tanto en los pueblos campesinos de Kabilia como en los reagrupamientos,
o en los barrios de emergencia alrededor de Argel, las relaciones entre los comerciantes y
sus clientes no tienen la transparencia y la simplicidad de los intercambios en un
supermercado o en las pequeñas tiendas que pueden (y deben) exhibir el cartel “la casa no
fía”. Paradójicamente, pedir un préstamo supone una relación de confianza: no se le solicita
a cualquiera, aún más, sólo se le solicita a alguien que estará obligado a responder el
pedido, es decir a un miembro del grupo dentro del cual interviene una cierta forma de
solidaridad. Dentro del grupo, incluso, sólo se le pide a los pares, que tienen el derecho y el
deber de “corresponder”: por ejemplo, en ocasión de la twiza de las labores, se le pide a
los propietarios de pares de bueyes (y no a los jornaleros, que deben ser retribuidos si son
invitados o si vienen por su propia iniciativa). De la misma manera, sólo se solicita crédito
a aquel que está obligado a otorgarlo. El comerciante al que se le pide crédito debe
acordarlo, porque no ignora la difícil prueba que ha representado para el honor del
solicitante, obligado a satisfacer las necesidades básicas de su familia, tener que someterse
a realizar un pedido que es deshonroso para él mismo y para los suyos, que no supieron
garantizarle los recursos que le hubieran permitido evitarlo. “No me deshonres”, “me cubro
de vergüenza, no me deshonres”. Fuera del marco social donde la respuesta es posible, el
rechazo no viola la ley de intercambio y la aceptación adquiere el sentido de una limosna,
don sin contra-don que se establece entre desconocidos, o de un verdadero crédito, en el
sentido moderno del término, que supone la restitución y por ende las presuntas
condiciones que hacen que ésta sea posible.
Entrar en el mundo urbano y la economía económica impone la ruptura con esta forma
altamente ambigua de relaciones, que caracteriza tan profundamente todas las conductas
tradicionales de solidaridad. Dicha ruptura supone una transformación muy profunda de las
disposiciones más fundamentales, las que definen toda la relación con el mundo económico
poblado de necesidades y aspiraciones, inextricablemente entrelazadas con deberes y
principios éticos que se expresan en el lenguaje del honor, la deuda, la devoción, la
gratitud, etc.
Habiendo recordado así lo profundamente inmersas que están las cosas económicas en el
universo de las creencias y los valores supremos, relacionados con la idea que cada hombre
(o cada mujer) tiene de sí mismo frente a sí mismo y frente a los otros, restaban por analizar
las variaciones de las prácticas y las estrategias económicas según diferentes variables,
especialmente las económicas. De esta manera sería posible mostrar que las disposiciones
calculadoras (en materia de trabajo, de ahorro, de vivienda, de fecundidad o de educación)
están ligadas, por la mediación de las disposiciones relativas al futuro, a condiciones
económicas y sociales que son condiciones económicas y sociales de posibilidad e
imposibilidad. Por debajo de un cierto umbral definido (o mejor aún, detectado) por un
cierto nivel económico y cultural, las disposiciones racionales no pueden constituirse, y la
incoherencia se transforma en el principio de la organización, naturalmente desorganizada,
de la existencia de los sub-proletarios, incluso en la relación con el espacio y con el tiempo.
De manera más amplia, en el acto de comprar, prestar o ahorrar, acceder a un juicio
económico entendido conlleva condiciones económicas y culturales de posibilidad. En
efecto, pude establecer empíricamente que por debajo de un cierto umbral de seguridad
económica, garantizado por la estabilidad del trabajo y la posesión de un mínimo de
ingresos regulares, los agentes económicos no pueden concebir ni llevar a cabo la mayoría
de las conductas que suponen un esfuerzo para controlar el futuro, como calcular el uso de
los recursos en el tiempo, ahorrar, o controlar la fecundidad (Bourdieu, 1977). Es decir que
hay condiciones económicas y culturales de acceso a la conducta que tendemos a
considerar como normal, o, peor, como natural para cualquier ser humano normalmente
constituido. En lugar de plantearse la cuestión, que es sin embargo típicamente económica,
de esas condiciones, la ciencia económica trata a la disposición prospectiva y calculadora
con respecto al mundo y al tiempo como si fuera un presupuesto natural, un don universal
de la naturaleza, cuando sabemos que constituye el producto de una historia colectiva e
individual muy particular. Al hacerlo, la ciencia condena tácitamente en el plano moral a
aquellos a los que el orden económico, cuyos presupuestos sostiene, ya ha condenado en los
hechos11.
Un economista espontáneo
Durante el verano de 1962, en el momento en que terminaba el análisis de los datos
estadísticos y de las entrevistas que servirían de base a mi libro Travail et Travailleurs en
Algérie, escuché sorprendido y admirado las palabras de un cocinero kabil de Argel. Este
hombre dotado de una mínima educación elemental expresaba, con palabras francesas o
beréberes – a propósito de las cosas de la tradición- , lo esencial de lo que yo ya había
podido descubrir, pero sólo merced a un largo trabajo de desciframiento: el nuevo sentido
que se impartía al trabajo a partir del “descubrimiento” del trabajo asalariado y la
correlativa devaluación de las actividades agrícolas; la adquisición de nuevos hábitos
temporales; la lógica económica de las conductas aparentemente antieconómicas de los
pequeños comerciantes ambulantes; los significativos efectos del trabajo asalariado sobre la
esfera doméstica y las relaciones hombre-mujer; el vínculo entre las condiciones
económicas y los ethos económicos populares, pequeño burgueses y burgueses; la búsqueda
permanente de una seguridad material en un universo económico signado por una
inseguridad y una imprevisibilidad abrumadoras; la complejidad intrínseca de las
estrategias matrimoniales, educativas y económicas; la dependencia de las aspiraciones,
especialmente en lo que se refiere a la educación de los niños, de las posibilidades objetivas
de ascenso social y de la estructura del capital a transmitir o a adquirir, etc.
A la manera de un economista espontáneo, este cocinero propuso, en algunas horas, una
visión global, digna de una discusión científica, de un universo sobre el cual tenía una
perspectiva a la vez profunda y distante, gracias a la posición que ocupaba en el seno de la
sociedad colonial: posición que era a la vez central –a diferencia de la mayoría de los
obreros y empleados, veía el mundo de los europeos desde adentro- y, a pesar de todo,
marginal, porque nunca había roto los vínculos con compañeros de infortunio con los que
había compartido una existencia aventurera.
La publicación de la trascripción de esa entrevista (que registré en el domicilio de
intermediarios de confianza) permite que el lector, cuarenta años más tarde, comprenda el
sentido práctico de la economía que orienta las acciones y las representaciones de un
miembro particularmente receptivo de la clase obrera argelina en el momento de su
aparición, en el alba de la independencia del país. Esta entrevista reconstruye en términos
biográficos muy vívidos el proceso de adquisición colectiva de un habitus económico,
proceso que atravesaron aquellos argelinos pertenecientes a la generación de la guerra que
disponían del mínimo capital necesario y cultural para acceder a él.
“Traté de trabajar en cualquier lado, de hacer cualquier cosa”
Tenía trece años cuando me escapé de mi pueblo y de mi familia. Todavía iba a la escuela,
mi padre había ido a trabajar a Francia. Estaba solo, por lo tanto. Era en 1928. Un
pariente (el hijo de la hermana de mi madre), que ya había encontrado un empleo en
Argel, me prometió conseguirme trabajo. Vine a Argel a encontrarme con él. Me
emplearon como recadero en una tienda de ropa, de alta costura femenina. Me daban 200
francos por mes, el abono y un traje (librea) de tela azul marina, con una gorra y las
insignias de la casa. La casa le pertenecía a tres hermanas, había 23 obreras. Yo
entregaba los vestidos. La primera vez que entré al hotel Aletti, no lo podía creer, yo venía
de la montaña, era la primera vez que veía un gran hotel, que subía en un ascensor, que me
recibía un portero. Tenía que entregar un vestido de noche, tenía el nombre de la clienta,
el número de su habitación, me dio 100 francos de propina, la mitad de mi sueldo mensual.
Ganaba bastante bien, trabajábamos durante la temporada: verano, otoño, invierno. La
primavera era una estación muerta, las dueñas iban a París a buscar los moldes y los
modelos nuevos. A pesar de eso yo cobraba mi sueldo y hacía otras cosas además...
Enviaba todo mi dinero a casa. Mientras les mandara dinero todo iba bien, nunca
quisieron retenerme en el pueblo.
Al principio vivía con mi primo, con el que había venido, después fui a vivir a la casa de
una de las obreras. Era muy amable. Trabajaba horas extra, a veces hasta las once o hasta
la medianoche. Después yo la acompañaba a su casa. Su padre era panadero. Trabajé dos
temporadas en la tienda de ropa. Yo había empezado a crecer, es un trabajo que no podía
hacer para siempre, no se aprende nada transportando vestidos. Quería algo para el
futuro. Entonces entré a trabajar para el panadero. Era aprendiz de noche y repartía por
la mañana. Salía a las 7 con una canasta de panes, subía cuatro, cinco, seis pisos. En esa
época me pagaban mal, no se pagaba como ahora, por pieza. Empecé a aprender el oficio,
no me entusiasmaba mucho. Me gustaba mucho el cine. Me pasaba todo el día en el cine,
me gustaba la vida moderna. Por la noche no dormía, no podía aguantar. Me quedé dos
años en la panadería.
Después traté de trabajar en cualquier lado, de hacer cualquier cosa. En 1935 era
lavacopas en un restaurante. Poco a poco, primero mirando y luego poniendo manos a la
obra, aprendí a cocinar. Mi primer jefe vio que me interesaba, me ayudó ... Al principio
trabajé en un restaurante pequeño, ahí aprendí la cocina de todos los días, todavía no
tenía el oficio. Aprendí el oficio cuando empecé a trabajar en los grandes restaurantes
donde funcionan brigadas completas: un chef de cocina, un maître d’hotel, un jefe de fila,
un chef de entradas, un chef de salsas, uno de parilla, uno de verduras, uno de pescados,
etc. Es un oficio que me gusta mucho pero que presenta grandes inconvenientes. El
horario: muy temprano a la mañana, tarde por la noche. Porque la clientela no es regular.
Por ejemplo, a veces pasa que de 7 a 9 de la noche no hay un solo cliente y a las 10 no
queda una mesa libre. Se trabaja cerca del fuego, se bebe enormemente. Tomé la
costumbre de beber en este trabajo. Después dejé los restaurantes. Había trabajado sobre
todo en el Casino de la Cornisa. Quise tener las dos cosas: tener mi oficio y ser empleado
público. Trabajé en la AIA de Maison-Blanche. Perdí mi puesto después de la huelga de
1957. A pesar de todas las promesas, nunca me volvieron a tomar. Después de eso, alquilé
un pequeño local por 1100 francos por mes. Vendía verdura. Ese comercio se tragó todo
mi dinero. Lo cerré y transformé ese local en vivienda. Desde hace siete meses estoy con
licencia por enfermedad.
“Cuando no se puede comprar un tentempié, se compran 10 francos de maní”
“(...) Durante la guerra de 1942, también fui vendedor ambulante. Vendía bloques de hielo
en un puesto callejero. Me iba bastante bien porque en esa época no había suficiente
corriente para hacer funcionar los refrigeradores. No había tantos refrigeradores como
ahora. Había heladeras.
Es difícil que te vaya bien en ese trabajo; algunos logran sacar dinero al fin del día pero
otros consiguen lo justo para comer un poco. Los más desdichados, los que trabajan en eso
sólo para hacer algo, son los que venden agua coloreada. Compran hielo y un colorante y
ofrecen vasos de agua amarilla, verde y rosa a 5 francos el vaso o 20 francos la botella.
Tampoco ganan nada los que venden merguez12, en brochetas. No te hablo de los
vendedores que están bien instalados, en los cafés: esos ganan dinero: 60 francos la
brocheta, 40 o 50 francos el merguez. Te hablo de los que están en la Plaza del Gobierno.
Fríen las tripas, los pulmones, es decir los menudos incomibles, los que ni siquiera se
pueden pulverizar para hacer merguez. También fríen sardinas. A esos, además, los
persigue la policía: lo poco que ganan, lo ganan gracias al pan. Compran los panes a 35
francos, a veces a 28 o 30 francos y los revenden en 6 trozos pequeños a 10 francos el
pedazo. Hace poco, después de un artículo que apareció en el Diario de Argel, los CRS13
hicieron una redada. Era fin de mes, seguramente había abonados de la RSTA14  que
habían venido a renovar sus tarjetas de abono, tuvieron miedo de que los ensuciaran, o de
que los empujaran o a lo mejor se sintieron mal al respirar los vapores y todos esos olores,
entonces le escribieron al diario. El diario publicó un artículo violento, con fotos, pidió
que se los condenara y no solamente que se les confiscara el material, se habló de higiene,
de fealdad, de la vergüenza que era para la ciudad un espectáculo semejante. Todas cosas
que no tienen sentido para nosotros y menos para los interesados (...) El día siguiente a la
redada, los vendedores eran tan numerosos como antes.
Hay vendedores de verdura y de fruta que ganan, los vendedores de maní también. Porque
cuando falta el dinero, el negocio que primero sufre, el que más sufre, es el de los objetos
y los productos no consumibles y sólo después el de la alimentación: primero lo sufre la
más cara, la de lujo, y después, y ahí viene el desastre, los víveres de primera necesidad:
pan, sémola... Entonces se venden más las pequeñas cantidades, los productos baratos, las
cosas que se pueden comprar por 10 francos, 15 francos, sobre todo cuando se tiene
hambre. Cuando no se puede comer en casa, se come por 150 francos en la fonda. Cuando
no se puede, se come un tentempié en la Plaza del Gobierno por 60, 80 francos. Cuando no
se puede, se compran 10 francos de maní. Esos están seguros de vender siempre, compran
el maní a 150 francos el kilo, lo revenden a 500 francos.
“Depende de lo que se entienda por trabajo”
Los vendedores de verdura también, porque están bien organizados. Son todos de la misma
región: Djidjelli, Taher, Collo, El-Milia. Es así por algo. En el mercado de abasto – yo lo
vi cuando vendía verdura- todos los vendedores sin excepción son de esa región. Hay un
poco de trampa. Esos vendedores le dan la mercadería a mitad de precio a los vendedores
que son de su región, que se la llevan y la venden en la calle. Lo hacen por solidaridad o
porque cobran una pequeña comisión. El comanditario no sabe nada de esto. Así, les
aseguran a los revendedores un cierto margen de beneficios, que les permite vender los
tomates a 40 francos, mientras que un verdulero está obligado a venderlos a 75 y el
almacenero o el mozabite a 120. Por otro lado, en cuanto llegan a ser un poco más
permanentes, tienen su propia clientela, generalmente obreros que viven lejos y vienen ex
profeso a comprar para toda la semana. Para ellos es más barato así.
Es fácil, se puede empezar sin nada. Con 500 francos se compra un pantalón en una tienda
de ropa usada, se lo vende 100 metros más adelante a 550, 600, 700 francos. Algo es algo,
100, 150 francos. Y 100 francos es mucho para alguien que no tiene ni 2 francos en el
bolsillo (no se si alguna vez le pasó). Cuando tengo 1000 francos, 100 francos es para mí
el precio de un café, compro un diario por 100 francos, le doy 100 francos a un chico que
pide limosna. Pero cuando no tengo esos 100 francos, le aseguro que para encontrarlos
iría hasta la luna, son más que 1000 francos, más que 5000 francos, más que 10000
francos. Y, bueno, para este hombre es lo mismo. Cuando no se tiene más que eso, 100
francos es una fortuna. El que siempre tuvo dinero no conoce algo así, no puede
comprenderlo.
He visto a varios en ese caso. En realidad, son muy numerosos ahora, porque hay muchos
refugiados que no tienen trabajo y que tienen que conseguir dinero. De una manera o de
otra siempre se puede entablar relación con un comerciante que te de un poco de
mercadería para que la vendas en su nombre en la plaza. Eso permite ganar un poco de
dinero. He visto personas que empezaron vendiendo, por cuenta de un panadero, una
canasta de croissants y brioches , otros vendían un poco de vajilla, otros, algunos metros
de tela en los barrios populares, en los portales. Siempre se puede trabajar.
Claro que eso depende de lo que se entienda por trabajo. Si trabajo quiere decir tener un
oficio, ejercerlo de manera estable y vivir correctamente de él, eso no le pasa a todo el
mundo, eso es otra cosa. Si trabajar quiere decir hacer algo, hacer cualquier cosa para no
quedarse de brazos cruzados, para ganarse el pan, entonces, solamente los perezosos son
los que no trabajan. Un hombre digno que no quiere vivir a expensas de los demás, aún si
debe vivir de hacer algo indebido, tiene que trabajar. Si no encuentra ningún trabajo,
siempre le queda el recurso de vender ilegalmente. Muchos se vieron obligados a hacer eso
para vivir, y ahora no harían otra cosa por nada en el mundo. Eso es malo, porque lo que
era una necesidad en el comienzo se transforma en una forma de pereza (...)
Los Kabiles resolvieron el problema: ni siquiera trataban de trabajar aquí, directamente se
iban a Francia, sin experiencia. Yo conocí dos crisis donde verdaderamente hubo
desocupación: 1936 y ahora, con los acontecimientos que ocurren desde el pasado
diciembre. De 1936 no voy a hablar, era la preparación de la guerra. Pero ahora la
situación es grave debido a ese ejército de agricultores que hay en la ciudad y que piden
trabajo. Esa gente empieza a saber lo que es el trabajo y a darse cuenta de que lo que
hacía antes – cavar la tierra- no era un trabajo; por lo tanto ahora hay muchos que
reclaman trabajo y cada vez hay menos trabajo.
“El empleado público es rey”
(...) Lo que cuenta primero en un trabajo es si es cansador o no. El trabajo menos
cansador es, sobre todo, el de los empleados públicos; las profesiones liberales también
pero hasta ahí, los médicos se cansan mucho, espiritualmente. Pero el empleado público
trabaja ocho horas, vuelve a su casa, tiene su sueldo fijo, tiene la vida asegurada. Después
de esa categoría vienen los comerciantes. Cuanto más grande es el comercio menor es la
fatiga. Después vienen los artesanos que trabajan por cuenta propia, y los empleados
medios, los obreros especializados, los técnicos. Después vienen los obreros. Los fellahs
son, o bien como los artesanos más grandes, que generalmente no trabajan por cuenta
propia o bien como los trabajadores agrícolas cuando están obligados a trabajar por
cuenta propia. Pero el peor trabajo de todos es el de los trabajadores agrícolas que
trabajan mucho, durante mucho tiempo y que no ganan nada. Nosotros tenemos dos
términos que son muy gráficos: primero, Aqabach (el cavado de la tierra: los trabajadores
agrícolas)y luego, Albala dou ouabiouch (la pala y el pico, los jornaleros).
Hoy en día, si se trata de elegir, todo el mundo quiere ser empleado público. No hay nada
mejor, cualquiera sea la categoría. A igual nivel en todo, lo mejor es ser empleado público,
a menos de poder ser, como en el caso de los médicos, las dos cosas: un profesional liberal
y un empleado público. Trabajan en el hospital y tienen su consultorio; un empleado
público, aún el de mayor jerarquía, nunca puede ganar tanto como el último de los
médicos. Y, además, el médico es el que tienen más prestigio. Más que el ingeniero, por
ejemplo. Yo, por mi parte, prefiero el médico, es una cuestión de responsabilidad (...)
ingeniero, médico, son buenas profesiones; abogado también... pero no, en realidad no, los
abogados están todos desocupados en este momento. Es mejor ser juez de paz, a igual
título, el juez es empleado público y el empleado público es rey. Antes el peor trabajo era
ser cobrador en los transportes o en la CFRA15 . Había que ir de adelante hacia atrás ,
empujar, controlar, a veces pelearse con los viajeros; ahora que los cobradores de la
RSTA son empleados públicos, viven como reyes, están mejor que los conductores, tienen
buenos salarios, no se mueven de su lugar, ya no tienen ocasión de pelearse, hay algunos
que ganan 100.000 francos por mes. Por ejemplo, M. el mozo que nos atiende, con las
asignaciones familiares gana 120.000 francos. Tiene seis o siete hijos. (Pero, por favor,
¿qué comen nuestros niños?... sólo cuestan dinero cuando están enfermos o cuando hay
que vestirlos.)(...)
Hasta el último de los empleados públicos tiene su auto y su casa con un préstamo del
gobierno. Fíjate, M. no tiene más instrucción que yo y sin embargo yo vendía verdura. Me
comí mi dinero. Porque los más infortunados son los pequeños comerciantes. Ganan
mucho menos que los obreros, la mayoría de las veces se comen su dinero. Una de las
leyes del comercio es que el dinero llama al dinero; nuestros comerciantes no disponen de
grandes capitales, tienen poco dinero al principio, es por lo tanto inevitable que ganen
poco. Apenas logran sobrevivir y, en comparación al obrero, tienen más problemas:
buscar clientes, aprovisionarse, calcular y constantemente tener miedo de la quiebra,
mientras que, por la misma ganancia, el obrero cumple con su jornada y no tiene ninguna
preocupación, sobre todo si le pagan por mes como a los empleados públicos. Para un
empleado, el trabajo es su capital, para un comerciante, no. A un empleado público, el
gobierno le concede un préstamo, por ejemplo, para construir; un comerciante sólo puede
obtener un préstamo o un anticipo de un banco cuando es solvente, es decir, cuando posee
bienes inmobiliarios. A un empleado público lo cuida el gobierno si está enfermo; ¿Al
comerciante? ¡Nada! ¿Todo eso a cambio de qué ventajas? ¿El presunto liberalismo de la
profesión? No es verdad. Una profesión es liberal cuando le reporta ganancias al hombre,
cuando puede mantenerlo, y todas las profesiones son liberales cuando cumplen con eso.
Un comerciante que, en teoría, es libre de abrir o de cerrar su tienda pierde su libertad
cuando debe esperar al cliente y no puede hacer nada con una libertad de la que no puede
disfrutar. Incluso un médico no es tan libre como dicen. Un médico tiene que ir a ver a su
paciente a medianoche si éste lo necesita, sin embargo no se puede comparar con el
comerciante; el comerciante espera al cliente, mientras que el cliente va a buscar al
médico.
“No por usar una camisa blanca todos los días son burgueses”
(...)Entre nosotros, la burguesía no existe. Nos gusta mucho ser burgueses, pero no lo
somos.¿Cuántas fortunas hay entre los musulmanes? Algunos nombres: Tchkikene,
Bensiam, Bellounich, que está en la madera y el hielo. Tamzali, que está en el aceite, el
jabón, los higos. Tiar, que es un gran comerciante e industrial, Ben Turki, Mouhoub ben
Ali, etc. Son los más grandes, los únicos burgueses. Tome nota de que todos ellos hicieron
fortuna en el comercio y la industria, y si hoy en día poseen casas, tierras, las han
adquirido. No son burgueses que poseen tierras, rebaños, y hombres que viven en sus
tierras. Esa burguesía está totalmente ausente en Argelia; si existió antes (en la época de
los grandes campamentos) está arruinada actualmente, perdió sus tierras.
Tengo un libro, puedo traérselo, donde hay cifras. No recuerdo exactamente, pero no hay
1/10, 1/40 ni siquiera 1/100 grandes propietarios musulmanes, y además no se puede
comparar una hectárea de pedruscos en la ladera de una montaña, que hay que picar para
evitar que un par de bueyes se caiga, con una hectárea en la llanura, con agua, que se
puede trabajar con un tractor. ¿Quiénes son los burguesesque son propietarios de tierras?
Podemos mencionar a Sayah, Bengana, Ben Ali Chérif. Esos ricos colonos musulmanes
están sobre todo en Orán y Constantina. En Argel, lo que hay es una burguesía de
comerciantes e industriales. Deben ser nuevos ricos, porque nuestro proverbio “La fortuna
viene de la labor o de la herencia”no se aplica a ellos . No tienen labores y no pueden
heredar nada porque la tierra y el rebaño son las únicas riquezas de antaño.
En cuanto a los médicos, abogados, grandes comerciantes, no son exactamente burgueses;
no por usar una camisa blanca, cambiarse de traje, vivir en una casa, viajar en auto,
comer bien, gastar todo lo que quieren, son burgueses. Ser burgués es ejercer la profesión
de burgués, es decir, tener capitales que rinden o dirigir una fábrica, o tener una empresa,
o tener acciones en el banco. El burgués tiene dinero pero ese dinero debe rendir y ayudar
a darle trabajo a los demás. Un médico, un abogado, un alto funcionario, aunque tengan
dinero, no son burgueses. En Argelia habrá burgueses cuando haya fábricas, grandes
fortunas, tipos que posean barcos, aviones, ferrocarriles... Los autobuses ya no alcanzan
hoy en día. Cuando digo burgueses, son más bien sociedades,“compañías”. Lo que
demuestra que incluso nuestros burgueses no tienen todavía el sentido de los negocios de
los verdaderos burgueses es que tienen fortunas personales, no han montado ninguna
compañía, no se han organizado; al contrario, compiten entre ellos, son rivales. Trataron
de hacerlo justo antes de los acontecimientos; después vinieron los acontecimientos,
tuvieron miedo de que los negocios ya no funcionaran bien, también tuvieron miedo de
mostrar sus fortunas porque que les pedían cosas y los envidiaban (...)
“La moral que enseña el hambre”
Hoy en día, en los negocios, los que comprendieron de que se trata son los más chicos, las
pequeñas fortunas se agrupan (los de menos de 10 millones); pero lástima, son Kabiles,
invierten en los cafés, después de haber invertido en hoteles y restaurantes, es por
costumbre. Cuando se empieza en el negocio de los restaurantes, aunque sólo sea con una
fonda, si se gana dinero, ¿qué se puede hacer, aparte de abrir un restaurante más grande?
Ahora bien, los Kabiles empezaron así: primero camareros en un café, mozos en un
restaurante. Un chico de una familia bien de Argel no abre un local para charlar y servir
de comer, no vendería nada, es un oficio despreciado. Hay que ser un montañés Kabil para
hacerlo, como hay que ser un Negro de Biskra para ser aguatero: a veces, los jóvenes se
hacen ricos porque no tienen la mentalidad de “hijito de papá” y no dudan en hacer
negocios. Es por eso que van hacia adelante; no dicen “Yo soy hijo de tal o cual, o, mi
abuelo era fulano”. Como los ermitas de mi región, que viven prácticamente de mendigar,
es vergonzoso. Por otro lado, eso prácticamente se terminó, ya casi nadie les da nada, les
responden: “Su ancestro era un santo, él sí merecía nuestros favores, pero ustedes, ustedes
son ladrones; si sus abuelos pudieran hablarles les dirían ‘Vayan a trabajar’. Todos esos
son prejuicios, no hay trabajo indigno. Hay que ser trabajador e intentarlo todo y
olvidarse de los parientes; los ancestros se llevaron todo con ellos, la baraka16, el nombre,
las cualidades y los defectos”. Esto, los de más abajo lo comprendieron gracias a la
necesidad. Es por eso que en muchos aspectos, sobre todo en este momento, con la guerra,
están más adelantados que los antiguos ricos de las ciudades. Están decididos a ir hacia
adelante, a mandar todo al demonio, a dejar de lado las tradiciones, mientras que los ricos
todavía se resisten a ello. Los que están más abajo quieren que los ayuden en ese sentido y
en cuanto dan el primer paso van hasta el final sin fijarse.
(...) Comencé a frecuentar familias argelinas que se pasan todo el tiempo hablando de su
nombre y de sus orígenes, incluso las mujeres casadas. Entre nosotros, engañan más
fácilmente y más frecuentemente a sus maridos que las mujeres de los obreros, porque con
todas las joyas, el dinero, los vestidos que tienen, se aburren más que las que se ocupan de
sus hijos y de su pequeña vivienda, que mantienen siempre limpia. En este momento estoy
con una mujer de ese ambiente, por una relación; por eso sé muchas cosas sobre la
mentalidad de esa gente; ¡es un ambiente podrido! A la moral se la encuentra en los de
más abajo, es la moral del trabajo, la que enseña el hambre; cuando se tiene hambre, hay
un montón de cosas en las que no se piensa.
Te doy un ejemplo. Fíjate en el caso de las hijas de un obrero especializado que se gana la
vida correctamente, que tiene un puesto estable, un trabajo seguro y que puede vestir
correctamente a sus hijos, por ejemplo, un cartero, un agente del hospital, un cobrador de
la RSTA. ¡Y bien! Las hijas de ese tipo de gente van a la escuela y si les va bien, sus padres
harán todo para impulsarlas a ir lo más lejos posible, como si fueran varones. Aunque la
hija tenga veinte, veintidós años, el padre sólo piensa en la hija, sabe que cuanto más
instruida sea, mejor se ganará la vida, será más feliz en su hogar porque ayudará a su
marido, marido que elegirá libremente, ya que el padre sabe que si acepta que su hija sea
instruida, ésta se tomará ciertas libertades con respecto a su autoridad. El rico razona de
otra manera. Se dice a sí mismo, haré feliz a mi hija con mi dinero, el que viene a casarse
con mi hija la quiere por la fortuna que tengo, la quiere porque es mi hija, porque yo soy
alguien. Pero yo no quiero que a mi fortuna, y por lo tanto a mi hija, se la lleve cualquiera,
necesito elegir al marido de mi hija. Y, para eso, necesito que mi hija, a los quince años, se
quede en casa, use el velo, que yo pueda vigilarla para poder casarla como me parezca
bien.
Esos padres se preocupan por su dinero, no por sus hijos. Consecuencia: la hija del obrero
será profesora, maestra, enfermera, médica quizás, o simplemente empleada en una
oficina: y en Argelia necesitamos todas esas profesiones; la hija del rico, que normalmente
tiene más posibilidades de ser instruida, apenas sabrá escribir, una carta con el certificado
de estudios, será una holgazana que sólo pensará en cubrirse de joyas, engordar comiendo
dulces y fabricar hijos. A los treinta años ya es vieja porque se casó a los diecisiete. Pesa
160 libras porque come bien y no se mueve del sofá: cuando va al baño turco, va en taxi.
Esta es otra “Argelia de hijos de papá” de la que hay que librarse, como de la otra. Nos
jugamos nuestro futuro en esto. Lo que puede salvar a Argelia es darle a toda esa masa de
infortunados que no poseen nada, que no pueden ser más que jornaleros, un empleo
estable, como el de los que no dudan en mandar sus hijas al liceo, a la facultad... Los de
más abajo se vuelven más modernos, más evolucionados que los ricos.
“La vida moderna exige que todo el mundo trabaje: el marido, la mujer, los hijos
también”
La instrucción no puede hacer mal. Al contrario,“un hijo de nadie” no lo es si es instruido,
si no tiene instrucción, lo será doblemente. Digo esto porque hace tiempo que se dice que
la instrucción es la perdición de una hija. Enviarla a la escuela, enseñarle francés, es
mostrarle todo lo que hacen los europeos, tentarla y provocarle el gusto y la posibilidad de
escapar a la autoridad de los padres, del marido, para mal, evidentemente. Esto es lo que
se ha dicho durante mucho tiempo y a lo que se atienen todavía los ricos con sus hijas,
preocupándose más bien de los que heredarán sus riquezas.
Ahora empezamos a darnos cuenta de que, al contrario, la instrucción es necesaria en la
vida, y que además de la instrucción, está la educación; con la educación se puede confiar
en la mujer, antes bastaba ver a una mujer hablando con un hombre, verla sonreír, para
condenarla. Ahora bien, hablar con un hombre, reír y sonreír no quiere decir acostarse
con él. Es porque hay odio dentro nuestro que le atribuíamos siempre a nuestras mujeres
malas intenciones. Por suerte todo esto comienza a desaparecer. Es la guerra lo que lo ha
hecho desaparecer. Las mujeres, que nunca habían salido a la calle, se encontraron frente
a los militares en las oficinas, en los mercados. Se terminó, ahora nadie puede
condenarlas, al contrario, hay que felicitarlas si pueden reemplazar a sus maridos, a sus
hijos. Las chicas no deben por lo tanto ser excluidas de la escolarización.
Hace falta que la mujer trabaje y hace falta que las chicas sean evolucionadas, para que
trabajen y se queden en casa como antes, estamos en el siglo del átomo, hay que traer la
civilización a casa. La mujer, debe ser según su hogar; hay que volver siempre a esto. La
mujer no puede trabajar como el hombre; el hombre no tiene nada más que hacer, la mujer
tiene un hogar, hijos. No hay que convertirla en un hombre a través del trabajo. Tal como
va la civilización, la costura, los cuidados y otras profesiones son para las mujeres.
Hay que desarrollar todo eso y rápido, porque en Argelia, carecemos de todo, no tenemos
nada (ni siquiera enfermeras), nos hace falta de todo, de la A a la Z. ¿Actualmente? Nada,
la vida moderna exige que todo el mundo trabaje y no como ahora, que uno trabaja y diez
comen. El marido, a trabajar, la mujer también, los hijos también, en la escuela como
aprendices o en un trabajo (oficinas, talleres, etc.). Hace falta disciplina, respetar las leyes
del gobierno. Hace falta incluso una dictadura para obligar a todo el mundo a trabajar.
(...)
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1
Este articulo fue publicado por primera vez en ingles bajo el titulo “Making the economic habitus.
Algerian workers revisited” (traducido por R. Nice y L. Wacquant), Ethnography, número 1(1), Julio
2000, pp.17-41; luego fue publicado en una versión revisada y aumentada en idioma francés como
“La fabrique de l´habitus économique”, Actes de la recherche en sciences sociales, número 150,
diciembre 2003, pp.79-90. Agradecemos a Jérôme Bourdieu la autorización de traducir y publicar
este artículo inédito en español. Traducción: Irene Brousse.
*
Pierre Bourdieu (1930-2002) ha sido profesor de sociología en el Collège de France y director de
estudios en la Ecole de Hautes en Sciences Sociales. Dirigió el Centre de Sociologie Européenne y
fue autor de numerosos libros y artículos sobre diversos temas sociologicos y antropologicos.
2
Los lugares, condiciones y objetivos de las investigaciones tratados en este artículo están
detallados en dos libros que aparecieron simultáneamente a principios de los años 1960: Travail et
travailleurs en Algérie (Bourdieu et.al, 1963), sobre la transformación de las disposiciones
económicas y las estructuras sociales que acompañaron la difusión de la emigración, la
urbanización y el trabajo asalariado en Argelia; y Le Déracinement. La crise de l’agriculture
traditionnelle en Algérie (Bourdieu y Sayad, 1964) sobre las violentas transformaciones de la
sociedad rural, principalmente en Kabilia, resultantes de la colonización y principalmente de la
política de desplazamiento forzado, denominada de “reagrupamiento”, a través de la cual el ejército
francés buscaba destruir las bases sociales del ala armada del movimiento nacionalista. Los
principales resultados de esta investigación están recapitulados sucintamente en el primer capítulo
de Algérie 60 (Bourdieu, 1977), “Le désenchantement du monde”.
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Para una muestra representativa de esa corriente de la sociología norteamericana, surgida de la
reapropiación de Polanyi y de Webber y del desarrollo del análisis de redes que intenta romper con
una concepción atomizada de los agentes económicos, ver Swedberg (1993), Granovetter (1990
1993). Para un enfoque que busca re-inscribir a la sociología económica dentro de la “teoría de la
elección racional” estrechamente definida revelando la filosofía de la acción utilitarista e
individualista común a ambas, es posible leer a Coleman (1994). Para contrastarlo con la misma
problemática planteada en términos etnológicos, ver Plattner (1989).
4
En otro trabajo he mostrado que una represión similar del interés estrictamente “económico”
tiende a regir el terreno de la producción artística a medida que ésta se constituye históricamente
(Bourdieu, 1992).
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Para un análisis convergente desde el punto de vista de la teoría de la información, ver la
disección del funcionamiento del bazar de Sefrou en Marruecos, realizada por Geertz (1968). Un
mecanismo similar de reducción de la incertidumbre que rodea al intercambio económico es
descrito por Charles W. Smith (1990) en su etnografía de los remates.
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Se puede encontrar un análisis similar de los factores que impiden que la tierra se vuelva una
mercancía en los campos de la zona del Béarn, que me permitió en su momento descifrar mejor la
lógica de la economía campesina de Argelia en Bourdieu (2002a y 2002b)
7
Ver Bourdieu y Sayad (Op.cit).
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Si no se produce una conversión, el conjunto de las estrategias de reproducción se traba y
finalmente se bloquea, y la reconversión se vuelve imposible, conduciendo a la desmoralización del
grupo, incluso a la auto-extinción, como se puede observar en el caso del campesinado francés (cf.
Maresca, 1983).
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La misma anamnesia puede ser desencadenada por la reapropiación histórica de las creencias y
las prácticas económicas borradas por la historia económica, i.e. la transmutación de disposiciones
y de representaciones colectivas que se han vuelto literalmente impensables para nosotros, como
la provocada por la revolución simbólica (en el campo de la religión, la estadística, la familia y la
empresa) que “ha puesto a la muerte dentro del mercado” y que ha hecho posible la invención de
la industria del seguro de vida a fines del siglo XIX en Norteamérica (Zelizer, 1979). Se la puede
favorecer también por esa especie de involución económica brutal que vuelve súbitamente
obsoleto el habitus económico formalmente racional de un antiguo cosmos ergonómico ordenado,
como lo analiza Burawoy en el caso de la Rusia post-comunista (Burawoy, Krotov y Lytkina, 2000).
10
cfr. Sayad, (1999).
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La misma condena moral, utilizando el lenguaje seudo-técnico del “underclass”en Norteamérica
y de la “exclusión” en Europa, hace que numerosos análisis de apariencia impecablemente
positivista se alimenten del destino de fracciones declinantes de la clase obrera dentro de las
sociedades avanzadas cuyas disposiciones, mal ajustadas a las exigencias de la nueva economía
polarizada de los servicios repiten, en diferentes estadios de desarrollo, la experiencia del subproletariado urbano de origen agrario a través del mundo colonial de Occidente.
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Merguez:: pequeña salchicha roja y picante hecha a base de carne de vaca o de cordero (Nota
del traductor).
13
CRS: comandos policiales de control de seguridad (Nota del traductor).
Régie Syndical de Transports Algériens (Administración sindical de Transportes de Argelia).
Sistema de transporte urbano de Argel. (Nota del traductor)
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15
Chemin de Fer sur route d’ Algérie (Ferrocarriles argelinos) (Nota del traductor).
16
Baraka: Suerte, fortuna, destino. Por estar incorporada la palabra árabe en el idioma francés, se
respetó el vocablo tal como figura en el texto original (Nota del traductor).
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