Apuestas para el siglo xxi: literatura homosexual

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Apuestas para el siglo xxi:
literatura homosexual en Cuba
Luis Cremades
DOSSIER
i la literatura es el arte de decir con palabras, parece tener, al
menos, dos dimensiones: aquello que cuenta y las palabras con que se
cuenta. Dicho de otra manera, el qué y el cómo, o el tema y el estilo. En círculos restringidos, sin embargo, tiende a considerarse el estilo como la piedra de toque que distingue el oro de lo que no lo es; a saber, permite diferenciar la literatura de otros usos más prácticos del lenguaje.
Cierto que el mercado —e incluso buena parte de la actual crítica literaria— considera tema y enfoque como cuestiones especialmente señalables a
la hora de valorar la calidad y pertinencia de una determinada obra. Aparecen ensayos y bibliografías sobre literatura negra, feminista o machista,
racista o integradora, retrógrada o progresista, europea o americana… o
sobre el mundo de las minorías, tal vez, como una manera de ampliar perspectivas y facilitar visiones menos simplistas del mundo en que vivimos.
Estas líneas se inscriben en esta tendencia, aunque no se quiere olvidar la
cuestión del estilo. En definitiva, hombres y mujeres escriben como piensan
y piensan como viven. Y el estilo refleja algo más que el abordaje de un
tema: expresa una perspectiva, una actitud, una manera de afrontar la existencia… una lección de vida, al fin, que es lo que hace de la literatura una
práctica cotidiana, una especie de meditación occidental capaz de poner en
juego mente y emociones en torno a un ejercicio de la imaginación.
El asunto clave es responder a la cuestión, ¿qué hay de nuevo en la literatura gay escrita estos últimos años en Cuba? ¿En qué se parece y en qué
se diferencia de lo que en otras tierras se conoce como «literatura gay» (etiqueta que hace referencia a un nicho de mercado editorial bien definido,
especialmente en el mundo anglosajón)?
«¿Qué hay de nuevo?». ¿Es que había algo viejo? Se da por supuesto que
Martí ya se había ocupado del asunto en su ensayo sobre Whitman —bien
que de manera adversa—. En su narración Amistad funesta trató, además,
la relación lésbica. Posteriormente, Miguel de Carrión, en su novela Las
impuras (1919), cuenta una relación entre dos putas —resultando por tanto
doblemente heterodoxa—: Margot y La Aviadora. Aquí todo es más claro.
Por su parte, en Juan Criollo (1927), Carlos Loveira, se atreve con ciertas
escenas de homosexualismo. También de esa década son las novelas El Ángel
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de Sodoma (1928), de Alfonso Hernández Catá, y La vida manda (1929), de
Ofelia Rodríguez Acosta, cuyos protagonistas son un homosexual y una lesbiana, respectivamente. En Hombres sin mujer (1938), Carlos Montenegro
presenta un mundo de homosexualidad carcelaria al estilo de un Jean Genet
caribeño, y puede considerarse antecedente de lo que vendrá después.
Entre los trabajos aparecidos en la revista Ciclón, merece la pena destacar
la Nota sobre pornografía, de Calvert Casey, y el ensayo de Virgilio Piñera
dedicado a valorar la poesía de Emilio Ballagas en cuanto poeta gay o, como
entonces se decía, homosexual. En Paradiso (1966), José Lezama Lima desarrolla —recordando algunos textos de Proust o de Gide— una teoría acerca de la creación del hombre sin necesidad de mujer. También se publicaron
en los 60 los relatos La yegua, de Norberto Fuentes, ambientado en el
mundo del ejército, y El cojo, de Jesús Díaz, donde se retrata el homosexual
como cobarde. Tras la sequía rígida de los 70, aparece La caja está cerrada
(1984), de Antón Arrufat, donde cuenta episodios en un cine del Santiago de
la primera mitad de siglo. Antes, aunque se imprimió póstumamente, fue
escrito el cuento de Piñera «Fíchenlo si pueden». Con Martí en contra, la
estrategia más aceptable para tratar el asunto homosexual consistía en asociarlo a comportamientos marginales: putas, cárceles, pornografía, cines
oscuros donde se experimenta en secreto, etc… Esa asociación constituye
una primera aproximación a lo gay tolerable. Si es marginal —y así se reconoce—, puede pasar por aceptable.
Un segundo momento lo encarna la figura de Reinaldo Arenas. Su genio
consiste —no sólo en su dominio y diversidad estilística—, en establecer conexiones entre lo gay como conducta marginal y lo gay como reivindicación de
un orden social y político más libre (en esa línea estaría su contemporáneo
Michel Foucault, con quien compartió, al menos, una misma enfermedad).
Reinaldo es un autor que no puede leerse impunemente; es un provocador
que deja huella. Y soslayar la indiferencia no deja de ser muestra de talento.
Después, la historia más reciente: el cuento de Senel Paz —«El lobo, el
bosque y el hombre nuevo», premio Juan Rulfo 1990— que concilia la marginación del homosexual con valores de solidaridad y participación social.
Y, a continuación, la película de Tomás Gutiérrez Alea, Fresa y chocolate
(1993), basada en el mismo relato, abre puertas —si no a la reconciliación
con los «desviados»—, al menos, a considerar cierta tolerancia como algo
positivo. El arte ha contribuido a transformar la consideración del homosexual en Cuba (dentro de unos límites). En la vieja Europa también se ha
pasado de quemarlos en la hoguera —o permitir expresiones relacionadas
exclusivamente con la religión o la reivindicación de los valores de la antigua Grecia— a tolerarlos e incluso valorarlos, recientemente, como colectivos de cierta relevancia política, social y, por supuesto, artística.
A partir de los primeros 90, los textos y referencias desde géneros diferentes se multiplican. Parece imposible actualmente completar un catálogo
exhaustivo donde se cruce lo «gay» con la «literatura» en «Cuba». Ni siquiera los buscadores de Internet se ponen de acuerdo. Tras el ejemplo de Paz,
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narradores contemporáneos suyos como Arturo Arango («En la hija de un
árbol»), Miguel Mejides («Mi prima Amanda») y Leonardo Padura («El
cazador») incursionaron en esta temática. Abilio Estévez navega —después
de su brillante comienzo con Manual de tentaciones— entre dos generaciones y dos orillas; de José Félix León dicen que también anda por España;
hay algún cuento de Frank Padrón o Anna Lidia Vega Serova. A simple
vista, no parece haber unidad de estilo o preocupaciones comunes… tan
sólo posturas esporádicas. Se menciona también a Jorge Ángel Pérez con su
novela El paseante cándido (premio uneac, La Habana, 2001). Pocos años
antes, había publicado su primer libro de relatos Pedro de Jesús, Cuentos
frígidos (Madrid, 1998), un título con referencias piñerianas que sigue siendo cita obligada al hablar de literatura gay en Cuba: por enfoque, atrevimiento y diversidad estilística. Jorge Ángel Pérez prosigue su trayectoria
con Fumando espero (La Habana, 2003), también con el fantasma de Piñera al fondo, aunque de otra manera resuelto. En parecida línea, puede considerarse la primera novela de Ena Lucía Portela, El pájaro: pincel y tinta
china (premio uneac, La Habana, 1998). Finalmente, es obligado considerar —también como contrapunto— el libro de poemas de Nelson Simón, A
la sombra de los muchachos en flor (premio uneac, La Habana, 2001); en
este caso, las resonancias del título lo enlazarían con Proust. A riesgo de
simplificar, se proponen estos cuatro jóvenes valores como nuevos evangelistas de la literatura gay que se escribe en la Isla.
El evangelio de Mateo parece haberlo escrito Pedro de Jesús (1970): inicial, iniciático y pegado a una experiencia que se reconstruye a sí misma como
lenguaje. Si hubiera que proponer un manual práctico sobre cómo se escribe
literatura gay en las nuevas generaciones en Cuba, habría que citar este libro.
Parece recordar a cada paso: «por sus obras los conoceréis». Los personajes
hablan y actúan, se presentan, se esconden y desdicen permanentemente.
Crean —y esto es un rasgo compartido con los otros tres autores citados— la
experiencia homosexual como un mundo aparte, ya no marginal, pero sí desgajado del resto, que se trasluce bien como ruinoso, bien como indiferente. Es
un texto, además, notablemente claro en la medida en que parece cobrar
autonomía frente a las referencias literarias. Acción, punto de vista y estilo
son los rasgos dominantes de unos relatos llenos de frescura y atrevimiento.
Los personajes que aparecen —ésta será la novedad compartida por la literatura gay más contemporánea— viven ajenos a la marginalidad, la prohibición
y la culpa; su tendencia ha adquirido carta de naturalidad.
El evangelio de Marcos tendría su reflejo en el —hasta ahora único—
libro de Nelson Simón (1965), que retrata el mundo homosexual como un teatro interior donde las emociones luchan entre sí para encontrar su equilibrio
en un correlato externo que nunca aparece. El estilo del libro presenta un filo
de navaja entre la homosexualidad como conflicto que puede leerse en Luis
Cernuda y cierta fascinación por la belleza, rasgo de Gide o Wilde más que de
Proust. Las resonancias proustianas del título parecen una excusa, y éste
sería también un rasgo generalizado en estos evangelios contemporáneos: la
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excusa de la cultura —o el culturalismo, como se dio en llamar a la búsqueda europeizante de la generación de poetas de los 70 en la España tardofranquista— para atreverse a contar lo que no se quiere o no puede expresarse directamente. La cultura aparece, al mismo tiempo, como excusa y
como razón de ser. Si Miguel Ángel Buonarroti o El Greco se servían de la
Biblia y de los viejos mitos para expresar su sensualidad, estos autores
parecen emplear la cultura —la intertextualidad es uno de sus recursos
favoritos— para conectar una homosexualidad que ya no pide perdón, con
una voluntad creadora.
Simón es capaz de expresar su propio mito, su propio relato: Jonás atravesando el océano en el vientre de una ballena mecánica en busca de una
vida nueva; aunque termina reconociendo que no puede abandonar sus
señas de identidad, entre las cuales destaca una manera particular de sentir
el amor: atada al bolero más que a la estética del cuero o los bares sadomaso
(tan apreciados por Foucault como «laboratorios de sexualidad»). Sus poemas transmiten —de ahí sus hasta ahora dos ediciones— un mundo emocional tan personal como cubano.
Lucas escribió el evangelio para los gentiles, en el que justificaba el relato para un punto de vista externo; este caso estaría representado por la
doble obra de Jorge Ángel Pérez (1963). Una permanente provocación que,
a fuerza de repetición e hipérbole, hace que el lector pierda visión de conjunto para centrarse en el detalle. Su primera novela, El paseante cándido,
parece mejor construida, a pesar de ese constante dejar camino por vereda
y de su caótico y católico final. En la segunda, el lector recibe una sobrecarga de exageraciones, provocaciones, citas e irreverencias. Pérez parece
defender la expresión por encima del relato. Su intención de recrear un
género picaresco en La Habana contemporánea podría resultar atractiva,
pero, de la ironía pasa al sarcasmo y de la provocación al mal gusto, sin que
exista un antes ni un después en sus personajes: no pasan de nombres planos, atrapados cuerpos con relieve, entretenimiento para turistas literarios
en busca de tópicos.
Ena Lucía Portela (1972) encarnaría la perspectiva de Juan: mito y cultura a partes iguales; el relato de lo cotidiano a través de una mirada idealizante que cruza lecturas y arcanos. Mezcla pensamiento mágico (lo que
podría interpretarse como herencia lezamiana) con referencias culturales.
También recrea la experiencia erótica como un mundo autónomo e independiente de condicionamientos sociales. Su estilo es claro y elevado. Entiende
el erotismo como una mística; un camino que también ha recorrido Bataille
y, entre los contemporáneos, la uruguaya —que se declara enamorada de
Barcelona— Cristina Peri Rossi.
Por supuesto que la comparación es arriesgada e impensable; como lo es
hacer una valoración de tendencias a través de cuatro autores con escasa
obra publicada. Tal vez, el tiempo transforme su escritura hasta convertirles
en quienes nunca fueron. Pero el atrevimiento, la proyección, el sueño como
parte de la lectura, también merece un lugar en la mente de los lectores.
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Si hubiera que citar rasgos comunes en esta nueva generación de escritores
que tratan el asunto de homosexualidad en la Cuba actual, se puede pensar
en una autonomía de la experiencia homosexual frente a la sociedad. Para
bien y para mal. Para bien, porque los personajes no necesitan justificarse,
sencillamente son… aparecen así ante los ojos de un lector que necesita aceptarlos si quiere seguir leyendo. Y para mal, porque aplaza las conexiones de
la experiencia homosexual con la sociedad alrededor; a diferencia de buena
parte de la literatura gay occidental que se nutre del conflicto entre ambas
percepciones, al menos desde que David Leavitt contrastara los jóvenes gays
con las mentalidades de sus padres (Baile en familia o El lenguaje perdido de
las grúas). Puede leerse una cierta voluntad iconoclasta, de provocación, a
través del lenguaje y las citas culturales. Con el tiempo y las dificultades, aparecerán conflictos morales más que políticos—como aparecen en Los delitos
insignificantes, de Álvaro Pombo, una novela sobre la culpa homosexual— y
de integración con el orden cotidiano. Si hay que añadir defectos, mejor agruparlos: se echa en falta compromiso, una visión de la mujer (salvo la idealización de Ena Lucía Portela) y mayor profundidad psicológica en los personajes
(exceptuando el «yo poético» desde el que escribe Simón).
Es destacable el hecho de que la literatura gay no exista como género,
exclusivo y excluyente, entre autores y lectores de la Isla. Así, el «mundo
aparte» que se retrata aparece compensado por el hecho de que no existan
fronteras de género gay en colecciones gays para un público gay. Se trata,
en primer lugar, de literatura, y sólo en segundo lugar, de literatura que
recoge el asunto homosexual. No siempre es así en los especializados mercados europeos, donde la cultura no es sólo un placer difícil, sino, sobre todo,
la confirmación de unas señas de identidad (importantes en colectivos minoritarios y emergentes).
Como elemento positivo —y ese parece el gran acierto— hay que señalar
la naturalidad y falta de prejuicios con que escriben. Ya no hace falta justificación; la homosexualidad ha cobrado carta de naturaleza, como asunto,
en la literatura contemporánea de la Isla. Y eso es una riqueza más que conviene celebrar.
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