OCTUBRE, 2011 MÉXICO: EL FEUDALISMO IMPERFECTO Abordamos en este número de nexos el poder repartido a los estados. Y lo hacemos desde donde sugiere el clásico moderno: siguiendo el dinero. He aquí una reflexión plural sobre el poder y el dinero de los estados. Una primera conclusión es que el federalismo mexicano es una colección de estados fallidos... en rendición de cuentas. Una segunda es que la política mexicana ha producido una red de poderes locales que parecen feudos. Extraño fruto sin control de nuestro federalismo democrático: un feudalismo imperfecto. Existen 49 artículos del ejemplar seleccionado EXPEDIENTE EL GASTO OCULTO DE LOS ESTADOS FEUDERALISMO Y DINEROCRACIA SOBERANÍA VS. TRANSPARENCIA LAS CUENTAS VERAS ¿VIRREYES O GOBERNADORES? DE LA FALSA MONARQUÍA AL FEUDALISMO IMPERFECTO MÉXICO: EL FEUDALISMO IMPERFECTO CINE Y MEDIO REPLETAS DE YERBA MALA LAS SERIES: MÁS GRANDES QUE LA VIDA POESÍA MINIATURAS. CRÓNICAS DE PARAFINA NUMERALIA NUMERALIA CIENCIA INTIMIDAD Y GENÉTICA ACADEMIA HISTORIA ANTICONSTITUCIONAL DE MÉXICO MÚSICA NOSTALGIA DE LOS NOVENTA CIUDAD DE LIBROS CAPERUCITA TUITEADA CENTRAL ZÜRICH 2012: CRÓNICA DEL FIN DEL MUNDO ENSAYO LA INSURRECCIÓN INTELECTUAL ISRAELÍ PUERTO LIBRE LAS OJERAS DE LIBIA CABOS SUELTOS RECHAZOS FIN DE UNA AMISTAD NOBEL: ANTES DEL PREMIO NO ERA POR OSTENTOSO EL BAÑO MARÍA Y LA PIEDRA FILOSOFAL GASTO POR AIRE MOURINHO Y DIOS AMOR A CUCHILLADAS CINE: EL PRIMER BESO AGENDA SEGUNDA CARTA DESDE MALI LA EXCEPCIÓN Y LA LEY ¿APATÍOS? EL DERECHO A LOS ESCOTES ARQUITECTURA Y DEMOCRACIA LAS METAMORFOSIS DE LA IZQUIERDA FRONTERAS SEXISMO: TAL PARA CUAL ASI ESCRIBO MEJOR NO SABERLO PENSAR EL PODER MICHNIK: ELOGIO DEL GRIS CULTURA Y VIDA COTIDIANA ÉXITO URBANO EN LOS MÁRGENES REGRESO A TLATELOLCO ENTREVISTA RICARDO PIGLIA, CARTERO Y DIARISTA LOS CRÍTICOS E. H. CARR: HISTORIA, DISIDENCIA E IDEOLOGÍA NO HAY MÁS RUTA (ALEMANA) QUE LA NUESTRA INQUISICIÓN DEL PASADO DE LO CANALLA Y LA ALTERIDAD NACE UN CLÁSICO DE LA A A LA Z DE LA A A LA Z GABINETE DE LECTURA GABINETE DE LECTURA NO FICCIÓN GABINETE DE LECTURA FICCIÓN Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 El gasto oculto de los estados Mauricio Merino No es un problema grave de finanzas públicas —aunque podría llegar a serlo— sino de gestión y transparencia; sin embargo, todo indica que no saltó a la escena pública con el ánimo de corregir de una vez por todas esas deficiencias sino por criterios de oportunidad política —como sucede casi siempre en nuestro nuevo régimen, cuyos dueños suelen jugar a las vencidas con cualquier tema que les venga a mano—. Y es que tras dos meses de debate público las causas y consecuencias del problema de la deuda se han ido borrando poco a poco hasta convertirse en un nuevo conflicto entre los equipos de Moreira, en la esquina del PRI y del gobierno de Coahuila, y de Ernesto Cordero, en la esquina opuesta de la Secretaría de Hacienda y el panismo. Con todo, el origen de esta nueva disputa entre partidos no es trivial: en el mes de junio la Auditoría Superior de la Federación, adscrita a la Cámara de Diputados, presentó el Análisis de la Deuda Pública de las Entidades Federativas y de los Municipios 2000-marzo 2011, en el que alertó sobre el notable crecimiento de las obligaciones contraídas por los gobiernos locales del país durante los dos últimos años, que a su vez consolidan la tendencia de los gobiernos estatales a contratar créditos cada vez más amplios desde el comienzo de este siglo. En efecto, entre el año 2000 y el 2006 la deuda pública de los estados se duplicó, pero de entonces a la fecha ha crecido 3.5 veces: pasó de 90 mil 731 millones en 2000, a 315 mil 18 millones en el primer trimestre de 2011 —o a 363 mil 422 millones según el Consejo de Estabilidad del Sistema Financiero del país—. Pero lo más preocupante sucedió apenas en el último bienio: 49 mil millones fueron contratados solamente en 2009, mientras que en 2010 el saldo aumentó en 62 mil 500 millones más. No es un problema grave todavía, pues esas deudas representan, en promedio, el 2.5% del Producto Interno Bruto de las entidades. Y no existe ningún parámetro para medirlas que anuncie quiebras estatales o crisis de imposible manejo financiero. Pero como siempre en los asuntos del federalismo, no todos los estados caben en la misma cesta. La mayoría mantiene rangos de endeudamiento público más que razonables y algunos ni siquiera han buscado recursos adicionales a los que obtienen por el fisco para pagar sus gastos. En cambio, Coahuila, Morelos, Quintana Roo y Veracruz aumentaron sus deudas más del 100% entre 2007 y 2010 y Coahuila, en particular, incrementó sus obligaciones financieras durante esos tres años en 1,371% —aunque en el conjunto su deuda aparezca en el lugar número 13 de la lista de 32 entidades del país—. Y si se mira el lapso crítico de 2009 a 2010, solamente 10 entidades federativas acumularon —como se muestra en el cuadro— más del 75% de las deudas contratadas por las entidades del país. Elaboración propia, con los datos de la Auditoría Superior de la Federación: Análisis de la Deuda Pública de las Entidades Federativas y de los Municipios 2000-marzo 2011. La deuda contratada en 2009 tuvo acaso una justificación: la caída de las participaciones federales en ese año equivalió a los recursos que los gobiernos estatales dejaron de percibir como efecto de la crisis de aquel año. Pero es imposible extender esa razón a los empréstitos firmados en 2010, cuando los estados recuperaron los recursos fiscales y volvieron a su nivel de gasto previo. Y menos aún cuando los datos disponibles nos informan que cerca del 90% de las gastos efectuados por los gobiernos estatales responde a obligaciones laborales, al pago de servicios públicos y a los contratos jurídicos y financieros de reciente cuño. Es decir, a pagos que no se corresponden con la prohibición expresa señalada en el artículo 117 de la Constitución Política que ordena: “no contraer obligaciones o empréstitos sino cuando se destinen a inversiones públicas productivas”. Cosa que en la práctica no todos cumplen ni podemos saber a ciencia cierta —por la falta de sistemas fieles de rendición de cuentas— en qué medida lo dejan de cumplir. Pero este conjunto de alarmas encendidas se convirtió en litigio público cuando se supo que Coahuila —ese dominio político de don Humberto— no sólo había multiplicado sus empréstitos de manera exponencial sino que además había dejado de informar de ellos a la Secretaría de Hacienda, como lo pide expresamente la Ley de Coordinación Fiscal y, para colmo, había configurado un posible fraude fiscal al presentar papeles aparentemente apócrifos a nombre del Congreso estatal y del gobierno federal para obtener un crédito de hasta un mil millones de pesos con el Banco del Bajío. Así, el problema de la deuda y de su manejo desigual por las entidades del país se trasladó de plano al combate partidario: los funcionarios de Hacienda, encabezados por Ernesto Cordero, emprendieron una amplia campaña mediática para desacreditar al ex gobernador, mientras que en el PAN se rasgaban las vestiduras por la inmoralidad acreditada en la gestión del nuevo presidente de su oposición. Y por su parte, Moreira mismo y los voceros del partido que dirige salieron a los medios a acusar a Hacienda y al gobierno federal del uso faccioso de los calendarios de pago de las participaciones y de las transferencias federales a las entidades y, de paso, a exigir que la Cámara de Diputados incremente en serio los recursos destinados a los gobiernos estatales para evitar —según el PRI— que se vean obligados a pedir prestado. Convertido en otro pleito de cantina, el incremento de la deuda volverá a pasar inadvertido o quizás oculto tras las denuncias presentadas por la Procuraduría Fiscal en contra de los funcionarios de Coahuila. Pero el verdadero problema es otro y no deja ya lugar a dudas: que el dinero público que emplean las entidades no está sujeto a un verdadero sistema federal de rendición de cuentas y que, más bien, funciona como patrimonio de los gobiernos que lo usan. Por buenas o por malas razones, el de la deuda pública es uno más de los datos que ya se van amontonando como evidencia de la necesidad de poner al día la gestión de los gobiernos del país, en clave democrática. Ya aprendimos a distribuir el poder público entre los partidos, pero todavía no encontramos el camino para exigirles cuentas claras de su desempeño. Mauricio Merino. Profesor-investigador de la División de Administración Pública del CIDE. Miembro de la Academia Mexicana de Ciencias y del Sistema Nacional de Investigadores. Es coautor de La Estructura de la Rendición de Cuentas en México y de Problemas, Decisiones y Soluciones. Enfoques de Políticas Públicas. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 Feuderalismo y dinerocracia Genaro Borrego Durante 70 años el poder político estuvo concentrado en el presidente de la República, pieza clave de un régimen descrito por Cosío Villegas como una “monarquía absoluta, sexenal y hereditaria en línea transversal”. El presidente en turno ejerció el poder de jefe de Estado; jefe de gobierno; comandante supremo de las Fuerzas Armadas y jefe indiscutible del partido mayoritario, es decir, opinión prevaleciente en las decisiones más importantes del PRI, ya fuese en su plataforma programática sexenal como en la selección de los candidatos a cargos de elección popular. El PRI y sus sectores apoyaban a su jefe y éste a las organizaciones gremiales y populares que lo respaldaban. Este poder, concentrado en la institución presidencial, fue la pieza clave de la llamada “dictadura perfecta” nombrada por Vargas Llosa, con todo el talante peyorativo y los excesos que en realidad la expresión implica. Fueron variados y de muy distintos orígenes y genealogías, incluso contrapuestos, los movimientos políticos que actuaron en México para transitar hacia un régimen que cabalmente pudiese calificarse como democrático. Fueron décadas de luchas diversas, algunas relevantes incluso desde dentro del propio PRI, para alcanzar tal propósito. Asimismo, varios fueron los enfoques, las motivaciones subyacentes y las estrategias de dichas fuerzas políticas democratizadoras. Aun cuando la más relevante de ellas fue, y con razón, modificar las reglas electorales y garantizar la no intromisión del gobierno en los procesos electorales, se dieron otras muy pertinentes batallas en otros frentes como el de la transparencia, los derechos humanos, el equilibrio de poderes y la rendición de cuentas. Una característica de tales empeños fue que éstos, básicamente, se dedicaron a incidir en el ámbito nacional y en instituciones del orden federal de gobierno, incluido el Congreso de la Unión. Logros relevantes en la legislación electoral y en la rendición de cuentas de los recursos públicos se dieron a ese nivel. Fue así como la pluralidad se consolidó en la composición de las Cámaras legislativas federales de diputados y senadores, se avanzó en el fortalecimiento de su capacidad fiscalizadora y de control del ejercicio presupuestal federal. Todos estos procesos hacia una transición política no se dieron acompasados en las entidades federativas, aun cuando en éstas se hayan manifestado las más claras evidencias de la voluntad popular por el cambio al perder el PRI las primeras gubernaturas. Los órganos fiscalizadores del ejercicio presupuestal, para darle capacidad a los Congresos locales de cumplir con su función constitucional en este sentido, no se robustecieron ni en lo técnico ni en lo político. Por una parte, la dominancia mayoritaria del PRI en los Congresos locales y, por la otra, la baja exigencia opositora y ciudadana por fortalecer los órganos técnicos responsables de revisar las cuentas públicas, ha dado como resultado que éstos hayan quedado debilitados al darse la alternancia en la presidencia de la República, y con ella la dispersión del poder político, hasta entonces superconcentrado, el cual fue tomado en gran medida por los gobernadores. Quien tuvo poder para tomar parte del poder que ejercía una sola entidad política —la presidencia de la República— lo hizo. Desde luego, uno de los destinos del poder otrora concentrado fueron los gobiernos de los estados. Con más poder político los gobernadores han conseguido la canalización de más recursos a sus entidades, incluso los provenientes de la renta petrolera, sin tener a quién —en serio— rendir cuentas, ni siquiera a su ciudadanía electora, ya que no son ellos quienes le cobran los impuestos, sino el gobierno federal. Más poder político, más recursos presupuestales para su ejercicio, aunado a la discrecionalidad para obtener créditos en montos elevados sin transparencia y rendición de cuentas verdadera, es una distorsión grave, consecuencia de la transición inacabada, la cual se ha querido circunscribir tan sólo al plano electoral, sin tomar en cuenta que para consolidarse es indispensable emprender las transformaciones al andamiaje institucional del Estado que no se corresponde con la nueva realidad de avance democrático. El feuderalismo ha engendrado la dinerocracia propiciadora, a su vez, de corrupción e impunidad, que son la metástasis que corroe a la nación. Genaro Borrego. Director de Asuntos Corporativos de Femsa. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 Soberanía vs. transparencia Juan E. Pardinas L a deuda pública es destino. Como ejemplo basta ver un mapa de América del Norte de las primeras décadas del siglo XX. Hasta 1934, esta región continental estaba ocupada por cuatro países: México, Estados Unidos, Canadá y Terranova. Al igual que Australia, Irlanda o Sudáfrica, Terranova era una nación independiente dentro de la Mancomunidad Británica. Pero una crisis de endeudamiento transformó a este país, con bandera e himno nacional, en una provincia más dentro del vasto territorio de Canadá. Terranova era un país con 280 mil habitantes, tenía el segundo Parlamento más antiguo del imperio británico y casi 80 años de tradición democrática. Ante la imposibilidad de cubrir su deuda externa y en medio del enojo colectivo, el Parlamento de Terranova decidió disolverse y reconocer a Londres como el nuevo centro de autoridad. Años más tarde, en 1949, el Parlamento de Westminster decidió que Terranova se convertiría en la décima provincia de Canadá. Desde Terranova en los años treinta hasta Grecia en el periódico de ayer, las crisis de deuda pública y privada tienen un elemento en común: un exceso de confianza sobre la estabilidad de las variables económicas. En Terranova nunca se imaginaron que se desplomaría el valor de las exportaciones de pescado. En México, en 1982, no se contempló la posibilidad de que el petróleo tuviera precios inestables e impredecibles. Recientemente en Estados Unidos se apostó a que el valor de las casas siempre iría en una ruta ascendente. En el caso de los países con un régimen federal los gobiernos estatales se endeudaban con la falsa certidumbre de que las autoridades nacionales siempre vendrían a su rescate en caso de no poder cumplir sus compromisos crediticios. En 1975 el gobierno de Estados Unidos decidió hacer un rescate financiero para salvar de la quiebra a la ciudad de Nueva York. La posible insolvencia de varios bancos que no recuperarían sus créditos y el encarecimiento de la deuda de la mayoría de los gobiernos locales catalizó la intervención de Washington. El gobierno federal estadunidense no tiene autoridad legal ni responsabilidad política para respaldar las deudas estatales, como lo demuestra la profunda crisis fiscal de California. El rescate a la Gran Manzana en 1975 fue más una excepción que una regla. Clic aquí para ampliar la gráfica en una ventana nueva E l estado de California es la novena economía más grande del mundo, aún así, en julio de 2009, el gobierno de esta entidad no tenía fondos para sufragar pagos pendientes con contratistas, proveedores y autoridades locales. En lugar de pagar con dinero, el entonces gobernador Arnold Schwarzenegger decidió imprimir pagarés denominados IOUs. Ésta fue la segunda vez desde la Gran Depresión que el gobierno de California se vio obligado a cubrir sus adeudos con pagarés con una tasa de interés del 3.75%. Los proveedores del gobierno que esperaban cobrar su dinero recibieron a cambio un papelito con una promesa de pago. Tanto el capital como los intereses tenían que ser cubiertos por el Tesoro del estado antes del plazo establecido de tres meses. En septiembre de 2009, un mes antes que ocurriera el vencimiento, se lograron saldar los cerca de 28 mil pagarés por un valor equivalente a 53 millones de dólares. Una crisis de deuda estatal puede tener consecuencias que desborden las fronteras nacionales. En enero de 1999 el gobierno estatal de Minas Gerais en Brasil declaró que estaba en bancarrota y anunció la moratoria de pagos a la deuda contraída con el gobierno federal. La moratoria del tercer estado más rico de Brasil provocó un terremoto financiero de proporciones globales. En sus memorias el ex presidente brasileño Fernando Henrique Cardoso sostiene: “Por décadas, las deudas estatales se sufragaron con la impresión de billetes, ahora con esa alternativa cerrada, los estados no se han sujetado a los mismos controles presupuestarios del gobierno federal”. Itamar Franco, ex presidente de Brasil y entonces gobernador de Minas Gerais, llevó su decisión de la moratoria hasta un extremo teatral. El palacio de gobierno fue rodeado por un comando de elite de la policía estatal militar y el propio Franco, en ropa de combate, anunció que defendería la soberanía estatal de un inminente ataque del gobierno federal. Esta opereta política generó mayor intranquilidad en los mercados financieros. Franco y otros seis gobernadores estatales, que asumieron el cargo días antes de la moratoria, encontraron las bóvedas vacías y las cuentas en rojo con enormes saldos pendientes por pagar. La rebelión fiscal de siete mandatarios estatales contra el gobierno federal sembró la desconfianza de inversionistas internacionales en la frágil estabilidad financiera de Brasil. Entre enero y marzo de 1999 el real perdió dos tercios de su valor y se despertó el miedo de que la inestabilidad financiera volviera a causar la pesadilla de la hiperinflación. Sin embargo, para fines de 1999 las cosas no pintaban tan mal para la economía brasileña. El PIB no se contrajo y la inflación se mantuvo en un 8.9%, una cifra no catastrófica dada la historia de Brasil con inflaciones anuales de cuatro dígitos. El gobierno federal brasileño amenazó con ejercer su facultad de frenar transferencias a los estados que se habían declarado en moratoria. La amenaza surtió efecto. El gobernador Itamar Franco y el resto de los mandatarios rebeldes recuperaron la voluntad de cumplir con los pagos de la deuda de su estado. A diferencia de Brasil, en México, el gobierno federal no tiene facultad legal de frenar las transferencias financieras a los gobiernos estatales. Pero si una entidad de la República no tiene recursos para cubrir los pagos de un crédito, el gobierno mexicano tampoco tiene obligación legal de rescatar al estado en problemas. En febrero de 2011, por primera vez en la historia, un banco mexicano envió un boletín al buró de crédito para inscribir en la lista de deudores de la banca a un gobierno estatal. El Banco Interacciones denunció al gobierno de Aguascalientes por una deuda de 110 millones de pesos. El gobernador Carlos Lozano de la Torre afirmó que dicho crédito no estaba considerado en el presupuesto del estado, al momento de la entrega del gobernador anterior Luis Armando Reynoso. En 2010 el estado de Zacatecas cayó en situación de incumplimiento de un crédito de corto plazo, contratado con Banamex, por 248 millones de pesos. En ninguno de los casos de Zacatecas y Aguascalientes el gobierno federal entró al rescate de las entidades en problemas. Hoy en México las deudas estatales no representan un riesgo estructural para la economía nacional. Mientras en Estados Unidos la proporción de deuda subnacional (estados y municipios) es de 18% del PIB y en Brasil del 12%, en México apenas llega al 2.5%. Este bajo nivel de endeudamiento es a la vez una señal de fortaleza y una enorme oportunidad. De acuerdo con Salvador Espinosa, profesor de la Universidad de San Diego, sólo los seis estados mexicanos que están en la frontera con Estados Unidos tienen un déficit de inversión en infraestructura superior a los 10 mil millones de dólares. Hay evidencias de que las entidades podrían elevar sus márgenes de endeudamiento para fortalecer sus condiciones de infraestructura. La deuda pública es una herramienta con doble filo. Si se utiliza con prudencia puede contribuir a financiar la infraestructura para el crecimiento económico, si se contrata sin mesura ni proyecto, se convierte en un pesado fardo para el desarrollo. Si un proyecto de inversión va a producir beneficios a las generaciones presentes y futuras es lógico que el financiamiento se dosifique a lo largo del tiempo. El principal problema de las deudas estatales en México no es de naturaleza financiera sino política. Un estudio del Banco Interamericano de Desarrollo presenta una conclusión interesante sobre el comportamiento de la deuda estatal en nuestro país: los estados con mayor nivel de pluralidad política tienden a tener menos endeudamiento. El desafío que tenemos enfrente es que la existencia de varios partidos con presencia en el Congreso no es un indicador determinante o unívoco sobre la solidez de la rendición de cuentas en una entidad. El hecho que durante el sexenio de Humberto Moreira la deuda del estado de Coahuila haya pasado de los 323 millones de pesos a los 32 mil millones es, a la vez, un problema político y financiero. ¿Cómo una democracia con una división formal de poderes puede permitir que un gobernante multiplique exponencialmente la contratación de deuda pública? El caso de Coahuila es francamente atípico, ya que no sólo implica un fracaso del sistema de pesos y contrapesos sino también, al parecer, una serie de conductas ilegales como la falsificación de documentos oficiales. Pero Coahuila no es una isla en el mapa de la opacidad financiera. En octubre de 2010 el gobierno de Nuevo León decidió restringir el acceso a información básica sobre la deuda pública estatal. Datos como las tasas interés a las que contrataron los créditos y los pagos programados para saldar sus pasivos, quedaron clasificados como información confidencial hasta el próximo sexenio. Gracias a la presión de organizaciones civiles y empresariales, el gobierno de Nuevo León se echó en reversa y volvió a transparentar datos sobre una deuda que tendremos que pagar los neoleoneses y el resto de los mexicanos. En el otoño de 2010 el Instituto Mexicano de la Competitividad hizo una solicitud de información a las 32 entidades de la República: “Solicito el total agregado de las obligaciones financieras contratadas por el gobierno equis con instituciones de crédito durante los años 2008 y 2009”. El resultado de esta investigación dejó claro que las prácticas de opacidad financiera son generalizadas. En Michoacán la información sobre la deuda está clasificada como restringida, mediante un acuerdo aprobado en mayo de 2010. En Coahuila la oficina de gobierno que maneja todo lo relacionado con los temas de finanzas públicas, el SATEC, no es sujeto obligado por la ley de transparencia estatal. El artículo 117 de la Constitución limita la contratación de deuda para “inversión productiva”, sin embargo, muchos estados no definen este concepto o lo hacen de manera ambigua. Hay entidades que definen la “inversión productiva” como el pago de sus deudas anteriores, por lo cual pueden endeudarse infinitamente para saldar sus créditos viejos. El hecho es que las leyes estatales permiten ambigüedades que se convierten en una administración de mañas y opacidades. ¿Los pagos pendientes con un proveedor se deben considerar deuda pública? ¿Las pensiones de los trabajadores que se jubilarán de manera inminente se deben considerar como obligaciones financieras? ¿Por qué Jalisco y Guerrero hacen públicos sus créditos por banco, tasa de interés y plazos de vencimiento y otros estados lo manejan como secreto de gobierno? ¿Por qué prácticamente ninguna entidad da detalles del cobro de comisiones sobre los préstamos obtenidos? El problema no tiene una solución sencilla. Si se quiere hacer una ley general de presupuesto y deuda pública, que aplique las mismas reglas a los tres niveles de gobierno, es necesario modificar la Constitución. Muchos gobernadores se desgarrarían las vestiduras para defender la soberanía de no rendir cuentas. La mayoría de los Congresos estatales, controlados por los mandatarios en turno, serían los encargados del proceso final para aprobar modificaciones constitucionales. Por fortuna, hoy las deudas estatales no son un problema mayúsculo para la economía mexicana. Pero mientras prevalezcan las reglas actuales nada nos garantiza que el futuro será igual. Juan E. Pardinas. Director general del Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO). www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 Las cuentas veras Luis Videgaray Caso Hay un debate sobre el nivel de endeudamiento de las entidades federativas y municipios del país. Más allá de los factores políticos que han propiciado esta discusión, lo que nos debemos preguntar es: ¿la deuda pública de los gobiernos locales pone en riesgo su sustentabilidad financiera y/o el sistema financiero nacional? ¿El esquema actual de financiamiento de los gobiernos subnacionales se sustenta en los incentivos adecuados? El endeudamiento de las entidades federativas ha crecido respecto a sus ingresos federales en la última década. Mientras que en 2000 el endeudamiento representaba el 50.2% de las participaciones federales, a junio de 2011 dicho porcentaje se incrementó a 69.3%. La evolución de la deuda presenta un comportamiento heterogéneo en cada una de las entidades federativas. Por un lado, tenemos estados como Jalisco, Quintana Roo, Michoacán, Coahuila y Nuevo León, que han incrementado su nivel de endeudamiento, y por el otro tenemos el caso del gobierno del Estado de México, que a junio de 2011 registró una disminución, en términos reales, de 25% durante la administración del gobernador Enrique Peña Nieto. Si bien es cierto que el endeudamiento de los estados ha venido en aumento, dichas cifras deben dimensionarse de manera adecuada. Comparado con economías similares a la nuestra, el saldo de la deuda de las entidades federativas, municipios y sus organismos desconcentrados equivale a 2.5% del PIB, mientras que en Brasil el monto de la deuda de los gobiernos locales representa el 12.9% del PIB y en Argentina alcanza el 9.2%.1 La deuda de los gobiernos subnacionales en México es significativamente menor que en otras latitudes. Además, el nivel de endeudamiento de los estados y municipios se encuentra significativamente por debajo de los saldos del gobierno federal, que a junio de 2011 registró una deuda neta de 3.6 billones de pesos, lo que representa el 26.2% del PIB, es decir, 10 veces la deuda total de los gobiernos locales. El hecho de que el monto de la deuda de los gobiernos locales no represente un riesgo en las finanzas públicas nacionales en la actualidad, no implica que el marco legal genere los incentivos adecuados para el mercado de deuda subnacional. Hasta 1995 el marco jurídico en materia de deuda pública era ineficiente, pues los gobiernos locales recurrían al endeudamiento con la banca a través de un convenio que celebraba con la Secretaría de Hacienda y Crédito Público. De esta manera, ante un eventual incumplimiento, los bancos solicitaban los pagos al gobierno federal, por lo que éstos no tenían suficientes incentivos para evaluar y analizar los riesgos, pues contaban implícitamente con garantía soberana. Tras la crisis financiera de ese año los gobiernos locales se enfrentaron a tasas de interés cinco veces mayores, lo que les ocasionó serios problemas de pago. Por ello, se implementó un esquema de rescate por parte de la federación, que permitió sanear las finanzas públicas de los estados en ese momento2 y se llevó a cabo una reforma financiera cuyos objetivos principales fueron modernizar, fortalecer y transparentar el sistema financiero de nuestro país, así como otorgar independencia a los gobiernos locales en la contratación de créditos. La reforma más importante fue al artículo 9 de la Ley de Coordinación Fiscal y su reglamento, para establecer que los gobiernos locales deben efectuar los pagos de las obligaciones garantizadas con la afectación de sus participaciones federales y no con el aval del gobierno federal, llevar un registro único de obligaciones y empréstitos y publicar periódicamente la información relacionada con su deuda, otorgando con ello mayor transparencia y rendición de cuentas en materia de deuda pública. Asimismo, se realizaron modificaciones a la Ley del Mercado de Valores y a la Ley de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores, las cuales obligan a las entidades federativas a contar con dos calificaciones de riesgo crediticio emitidas por una agencia calificadora reconocida por la propia Comisión y que cada emisión de deuda sea calificada por una o dos agencias calificadoras. Adicionalmente, en 2003 se obligó a los bancos a capitalizar y reservar los créditos a estados y municipios conforme a su calidad crediticia. Clic para ampliar la gráfica en una ventana nueva Con estas reformas se incentivó la adopción de medidas prudenciales para la contratación de financiamientos, los cuales principalmente toman a las participaciones federales como fuente de pago y/o garantía a través de un fideicomiso. Sin embargo, el nuevo esquema no generó incentivos para que los bancos e intermediarios financieros evaluaran y analizaran, por sí mismos, los riesgos de otorgar créditos, ya que dependen excesivamente de la información proporcionada por las agencias calificadoras, además de contar con una garantía sólida (las participaciones federales). En resumen, se puede afirmar que no existe riego estructural derivado del nivel de endeudamiento de los gobiernos locales y mucho menos que éste ponga en peligro el sistema financiero nacional, sin embargo, se debe llevar cabo una reforma que obligue a los bancos e instituciones financieras a evaluar el riesgo crediticio y la capacidad de pago de las entidades federativas y municipios, independientemente de la información que les proporcionen las agencias calificadoras. Asimismo, se debe mejorar, ampliar y homologar la información que proporcionan los gobiernos locales al mercado y a las autoridades competentes, como es el plazo, tasa, acreedores y tipo de deuda. Si los acreedores realizan un análisis de riesgo eficiente contaremos con un sistema financiero más sólido. Luis Videgaray Caso. Ex secretario de Finanzas del gobierno del Estado de México, coordinador de la Comisión Permanente de Funcionarios Fiscales y presidente de la Comisión de Presupuesto y Cuenta Pública de la Cámara de Diputados de la LXI Legislatura. 1 Las cifras presentadas para los casos de Brasil y Argentina se refieren a la última información disponible correspondiente al saldo de la deuda registrada en junio de 2009 (CEPAL). 2 La SHCP suscribió el 4 de marzo de 1995 con la Asociación de Bancos de México el Programa de Apoyo Crediticio a los Estados y Municipios, y el 17 de julio de 1995 con el Banco Nacional de Obras y Servicios Público, S. N. C. (Banobras) el Programa de Apoyo Crediticio a los Estados y Municipios Acreditados con Banobras. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 ¿Virreyes o gobernadores? Otto Granados Una de las aparentes novedades que arrojó la alternancia del año 2000 fue el poderío de los gobernadores. Es una reaparición aparente porque se inscribe dentro de una de las constantes de la historia política del país que es la tensión entre federalistas y centralistas, o caciques y caudillos, en la disputa por el poder. Las formas de operación de los gobernadores de hoy guardan cierta semejanza con la mecánica porfirista de finales del siglo XIX, cuando los gobernadores, dice Luis Medina, eran dueños políticos “de su territorio a cambio de algunas prestaciones…”.1 La diferencia básica es que esa constelación de hombres y mujeres fuertes se mueve sin tener como referencia fundamental al presidente en turno ni estar sometidos a su guillotina. A escala local, sus hábitos suenan más a hegemonía que a democracia. La observación apresurada suele ver en el activismo de los gobernadores una fuerza sobresaliente que está cambiando la forma de hacer política en el país. No está tan claro. Ciertamente, tienen mayor presencia mediática, alta movilidad, amplios espacios de maniobra y manejo de los intereses locales, control de sus formaciones partidistas y una gigantesca bolsa presupuestal. Pero, al mismo tiempo, carecen de lo que pudiera llamarse una agenda nacional, sus relaciones con el gobierno federal son heterogéneas y con frecuencia responden a demandas individuales, deciden en función del corto plazo y, lo más sobresaliente, su noción de éxito tiene que ver básicamente con objetivos políticos y no con variables de desarrollo y bienestar. Es decir, en una perspectiva nacional, el poder de los gobernadores no está generando un alto valor agregado en la producción de bienes como el crecimiento, la competitividad, la eficiencia de la gestión pública o la transparencia. Está creando, en cambio, incentivos para políticas públicas de bajo impacto y prácticas políticas que no contribuyen a mejorar la calidad de la democracia. De la anemia a la obesidad Si gobernar es presupuestar (Michel Rocard) la primera cuestión a revisar es el inédito volumen de recursos financieros de que disponen los gobernadores de hoy, eficiencia de gasto y gestión pública. Todos los gobernantes locales reclaman más dinero a la federación. Negocian, día con día, recursos y obras con la presidencia y el gabinete. Cabildean ante los diputados, muchos de los cuales, como en tiempos de don Porfirio, han sido impulsados por ellos, el aumento de fondos y transferencias. Emiten bonos para allegarse más recursos o contratan deuda con muy variados intermediarios financieros. La lógica económica diría que ese volumen de recursos se traduce en inversión pública y ésta, a su vez, en un factor de crecimiento económico. Pero en la práctica no ocurre así. Por ejemplo, entre 1990 y 2010 las participaciones fiscales federales a los estados pasaron de 20 mil 326 millones de pesos a 437 mil 300 millones de pesos. Las transferencias de recursos a los estados y municipios, bajo la forma de fondos etiquetados a gasto social, educación o salud, se elevaron de 24 mil 800 millones en 1993 a 579 mil 700 en 2010. Y los ingresos propios (impuestos locales, derechos, productos, aprovechamientos y contribución de mejoras) aumentaron de 48 mil 700 millones en 2000 a 115 mil 900 en 2009 (último año completo disponible).2 En suma, los recursos fiscales de origen federal que ahora ejercen los gobiernos subnacionales, llegan a un billón 17 mil millones de pesos, cifra inédita en la historia mexicana. A dicha bolsa hay que añadir las inversiones que ejecuta directamente la federación en los estados, las que éstos captan del sector privado bajo diversas modalidades de asociación o concesiones, y, desde luego, los recursos procedentes de la contratación estatal de deuda. Gracias a este maná —cuyos defensores justifican diciendo que se trata de recursos generados en los estados que la federación simplemente devuelve, lo cual es sólo parcialmente cierto— el gasto público de estados y municipios creció, de 1990 a la fecha, 150% y 147%, respectivamente.3 Hay que señalar, por supuesto, que esta evolución deriva de un sistema fiscal que en sus orígenes castigaba en exceso a los estados o les daba manga ancha, dependiendo de las simpatías o antipatías del presidente y del gobierno federal. Se diría que con esa avalancha de recursos la economía de los estados crece a todo galope y aumenta a pasos acelerados su competitividad. Pero no es ésta la regla general. Parte de la explicación está en la pérdida general de competitividad del país por falta de innovación, rigidez del mercado laboral, problemas institucionales y de inseguridad. Pero también es verdad que el gasto estatal no se tradujo en inversión productiva porque fue a parar a proyectos ineficientes, ejecutados sin planeación estratégica, en coyunturas electorales determinadas, bajo presión clientelar o simplemente por decisión personal de los gobernadores. Los excesos y sus consecuencias La abundancia de recursos ha creado incentivos negativos. Uno es que gobernadores y alcaldes se acostumbraron a no cobrar impuestos locales ni a mejorar su recaudación local, pues para eso tienen a la federación. La proporción de ingresos propios de los estados es en promedio de apenas el 9.4% de sus ingresos totales y de 20.3% en el caso de los municipios. Hay 21 estados cuyos ingresos propios representan aún menos: tan sólo entre 2% y 7% de sus ingresos totales.4 Esa anemia fiscal les facilita una cómoda situación pues no se ven obligadas a mejorar sus finanzas públicas, no irritan a las clientelas locales y trasladan los costos políticos a la federación. Otro mal hábito es que, como pasa con los comedores compulsivos, para saciar el apetito de dinero no bastan los venidos de la federación, sino que se recurre al crédito. En 1994 los gobiernos de los estados tenían contratada deuda por 28 mil 300 millones de pesos. Para junio de 2011 la cantidad se había elevado a 316 mil 700 millones, 11 veces más, aunque, como sugiere el caso de Coahuila, es muy probable que exista un subregistro y el monto real sea mayor. En marzo de este año la Secretaría de Hacienda estimaba que era de 363 mil 400 millones.5 Esto provocó que la deuda estatal por habitante creciera en promedio nueve veces en ese periodo, pero hubo casos donde la compulsión crediticia llegó a niveles de verdadera adicción: entre 1994 y 2011 la deuda por habitante de San Luis creció 11 veces, la de Guanajuato 15, la de Tamaulipas 17, la del Distrito Federal 36, la de Michoacán 45, la de Veracruz 48 y la de Hidalgo 145. Otros estados tuvieron un comportamiento prudente y solo dos, Campeche y Tlaxcala, se desendeudaron.6 No están claros los indicadores de mejora obtenidos con esos créditos directos, adicionales a las participaciones y transferencias. La opacidad es la regla. Un ejemplo: en 2009, de los 373 municipios más grandes del país sólo 97 publicaban su presupuesto en internet y 135 más no tenían página o no funcionaba,7 de suerte que es casi imposible ver a detalle el ejercicio del gasto. Un tercer incentivo negativo del gasto estatal es que como hay sectores que no lucen políticamente y que además paga la federación —educación, innovación, desarrollo tecnológico, investigación, entre otros— entonces los estados gastan sobre todo en rubros política y electoralmente lucrativos pero de baja rentabilidad social y productividad económica. Por ejemplo, a gasto corriente y salarios, con los cuales se pagan favores políticos y se ensanchan las clientelas corporativas, se destinaba en 2010, en promedio, 68% del gasto público estatal. ¿Y los resultados? Suele aceptarse que en política lo único que cuenta son los resultados. De acuerdo, pero ¿cuáles? Veamos tres: el crecimiento económico, la competitividad en los estados y las cifras de pobreza. Los informes más recientes sobre competitividad del Sistema de Cuentas Nacionales del INEGI ofrecen una radiografía del crecimiento y el desarrollo regionales. Los hallazgos son varios. El primero es que en general las economías estatales de mayor peso siguen siendo las mismas que hace 15 o 20 años: Distrito Federal, Estado de México, Nuevo León y Jalisco, en ese orden, que representan el 40% de la economía nacional. De éstas, sólo Nuevo León y el Estado de México crecieron ligeramente en el periodo 2003-2009. En cambio, la aportación a la economía nacional del Distrito Federal bajó un punto: de 18.50% a 17.47%, y la de Jalisco de 6.5 a 6.3%. Otros 14 estados redujeron también su aportación al producto nacional, seis más no muestran variaciones relevantes y sólo ocho estados muestran crecimientos significativos.8 El segundo hallazgo es que, de acuerdo con los índices más trabajados,9 ninguno de los estados mexicanos es competitivo internacionalmente. Los que mejor aparecen —el Distrito Federal, Nuevo León o Querétaro— no alcanzan el nivel de algunos de los países menos competitivos de Europa Occidental como Grecia, Portugal e Irlanda, antes de sus respectivas crisis, desde luego. Y los menos competitivos, como Tabasco, Chiapas, Guerrero y Oaxaca andan en el nivel de El Salvador o Nicaragua. De los seis estados mejor posicionados en los rankings de competitividad y que concentran el 65% de la inversión extranjera directa, 53% de las patentes, 49% de los investigadores, 31% de las grandes empresas y 30% del PIB, dos tienen una prolongada tradición competitiva (Distrito Federal y Nuevo León) y cuatro son relativamente más recientes (Querétaro, Coahuila, Aguascalientes o Colima). Pero ¿por qué los 26 estados restantes no registran variaciones significativas en competitividad a pesar de las enormes transferencias presupuestales, los flujos de inversión, los procesos de descentralización y la mayor autonomía política y capacidad de decisión que han adquirido? El tercer hallazgo tiene que ver con los problemas de pobreza. El último informe de Coneval es revelador. La población en pobreza pasó, a nivel nacional, de 44.5% a 46.2%, un incremento de 48.8 a 52.0 millones de personas. Pero la revisión de las cifras por estado es sugerente. Entre 2008 y 2010, por ejemplo, las entidades federativas que mostraron los mayores aumentos en el número de personas en situación de pobreza fueron Veracruz (de 3.9 a 4.5 millones de personas pobres), Guanajuato (2.4 a 2.7 millones); Oaxaca (2.3 a 2.6 millones); Chihuahua y Tamaulipas, cada una con un incremento de 1.1 a 1.3 millones de personas pobres, y Baja California, donde aumentó de 800 mil a un millón el número de personas pobres.10 El ejemplo de Veracruz es ilustrativo. En lo que va de la actual administración federal, el gasto federal total transferido al estado se fue de 47 mil 500 millones de pesos en 2006 a 64 mil 400 en 2011. Su endeudamiento pasó en el mismo lapso de cinco mil 500 millones a 21 mil 300 millones. Pero sus indicadores más importantes no mejoraron. Todo esto sugiere que, en muchos casos, los gobiernos estatales y municipales recibieron y gastaron más que nunca en su historia, eso no se tradujo en crecimiento económico relevante, en disminución de pobreza o en aumento de la competitividad. Llegamos al aspecto central de la discusión: no está claro cuál es el valor agregado del enorme poderío político y presupuestal que los gobernadores han alcanzado en el México de la alternancia democrática. Clic para ampliar la gráfica en una ventana nueva Una explicación es estrictamente política: en muchas entidades los gobernadores mantienen un fuerte control político, tienen buenas maquinarias partidistas y electorales y los usan con eficacia electoral, pero no necesariamente son gobiernos efectivos en términos de bienestar y desarrollo social. Puede ocurrir que como las buenas políticas suelen ser impopulares y las malas son muy seductoras para la galería, entonces la gestión local se empantana en ese círculo vicioso en el que no es fácil conciliar efectividad en la gestión con efectividad política y electoral, lo cual acaba teniendo efectos sobre la calidad de la democracia. Los nuevos reinos y la calidad de la democracia ¿Qué tiene que ver la buena o mala gestión pública con la calidad de la democracia? Mucho, sin duda. Una de las paradojas que trajo la alternancia fue que mientras la normalidad democrática se asentó en los procesos electorales, muchas prácticas políticas regresaron a los hábitos del siglo pasado. La primera característica ha sido el debilitamiento de la institución presidencial. El desembarco del PAN en la presidencia inició una era en la que una combinación de ánimo federalista, ingenuidad e ineficacia gubernativa, profundizaron de tal suerte la fragmentación del poder que el presidente acabó por no ser ya un mandatario genuinamente nacional sino una especie de jefe de gobierno, con verdadera autoridad sólo sobre una parte del gobierno, lo cual generó un cierto vacío que, naturalmente, fue llenado por otros actores. Esa tendencia benefició directamente a gobernadores y alcaldes que, ante la evaporación del peso presidencial, convirtieron sus territorios en pequeños principados donde ellos mandan casi de cabo a rabo. Administran la educación y la salud públicas; deciden sobre buena parte de las regulaciones que afectan la vida económica; pactan alianzas con las elites del poder nacional sin intermediario federal alguno; manejan sus policías; ordenan casi íntegramente el desarrollo urbano y tripulan las principales fibras del tejido político local. Este paisaje, a su vez, se ha convertido en un factor de corrosión no de la democracia formal sino de su calidad y efectividad, como lo muestran diversas encuestas.11 ¿Por qué, tras la alternancia, la insatisfacción con la democracia es palpable en México? La explicación más inmediata es que la generación de expectativas por la alternancia fue tan elevada y los resultados económicos y sociales tan precarios que la sociedad atribuyó a la democracia la falta de logros como el bienestar colectivo, los ingresos crecientes o los empleos bien pagados, por ejemplo, bienes que la democracia no puede proveer sola porque dependen de otros factores, como regulaciones e instituciones eficaces, políticas públicas creativas, reformas de segunda generación o circunstancias internacionales favorables. Pero este desencanto existe y ha producido una disonancia. Una cosa es que la democracia no provea de todo, y otra, muy diferente, que sea sólo una herramienta para organizar elecciones y formar gobiernos. Dicho de otra forma, no es el paraíso prometido pero tampoco un cascarón vacío. Y aquí surge una seria debilidad asociada a los hábitos políticos actuales. Si los únicos indicadores para medir la eficacia de los gobiernos son las políticas populistas o los controles corporativos de las clientelas y de las instituciones locales o el manejo mediático y las victorias electorales resultantes, entonces la esencia de la democracia empieza a perder sentido, se vacía de sustancia, se reduce a una “democracia mínima”, como afirma Marcel Gauchet,12 y “es presa de una suave autodestrucción, que deja su principio intacto pero que tiende a privarla de eficacia”. Este fenómeno tiene por supuesto su contraparte en los grados de vigor ciudadano de suerte que nos pone en el imperativo de preguntarnos si lo que está hoy en construcción en México es una democracia de electores, una democracia de ciudadanos o una democracia sin ciudadanos que inhibe la cohesión comunitaria y la formación de capital social, que estimula el debilitamiento institucional y que fomenta no una democracia madura, con patrones representativos y de institucionalización desarrollados, sino una de tipo delegativo, de baja institucionalidad y escasa eficacia gubernamental.13 Por eso hoy hay que hablar de democracia de calidad, porque ya no es suficiente la mera arquitectura electoral que organiza la competencia política bajo reglas democráticas. Es indispensable dotar a la democracia de nuevos contenidos, de políticas públicas efectivas, mayores niveles de consenso y legitimidad, con una ciudadanía de alta intensidad, y una gestión gubernamental moderna, efectiva y responsable. En suma, se trata de una democracia sostenible. Finalmente, ¿en todo este contexto el poder de los gobernadores es un avance o un retroceso? Por lo pronto es una realidad política. No sabemos si es un regreso para restaurar el viejo sistema o si es una etapa de transición que pasará con los años. Sabemos que para tener gobiernos a la vez profesionales y políticamente exitosos habrá que construir nuevos mecanismos institucionales y normativos que permitan ambos objetivos, hoy por hoy antitéticos. Otto Granados. Director general del Instituto de Administración Pública del Tecnológico de Monterrey. 1 Luis Medina Peña, Invención del sistema político mexicano. Formas de gobierno y gobernabilidad en el siglo XIX, Fondo de Cultura Económica, México, 2004, p. 290. 2 Presidencia de la República, 5º Informe de Gobierno. Anexo estadístico, 1 de septiembre de 2011, pp. 123 y ss; 488 y ss. 3 Juan E. Pardinas Carpizo y Emilio Granados Franco, El Municipio: ¿la institución de la opacidad?, CIDE (Cuadernos de debate, 5), México, octubre de 2010, p. 2. 4 El dato corresponde a 2009, último año con cifras completas. Ver: 5º Informe de Gobierno. Anexo Estadístico, p. 429. 5 http://www.shcp.gob.mx/Estados/Deuda_Publica_EFM/2011/Paginas/1erTrimestre.aspx. Consultada el 3 de septiembre de 2011. 6 5º Informe de Gobierno. Anexo Estadístico, p. 494. 7 Juan E. Pardinas Carpizo y Emilio Granados Franco, op. cit., p. 8. 8 INEGI, Sistema de Cuentas Nacionales de México. Producto Interno Bruto por Entidad Federativa, varios años. 9 Ver, por ejemplo, los del Tecnológico de Monterrey (www.itesm.edu/competitividad); del Instituto Mexicano para la Competitividad (www.imco.org.mx) y de El Colegio de la Frontera Norte (www.colef.mx). 10 Informe completo en www.coneval.gob.mx 11 Ver Democracy Index 2010. Democracy in Retreat de The Economist Intelligence Unit, así como Corporación Latinobarómetro, Informe 2010. 12 Marcel Gauchet, “La democracia. De una crisis a otra”, en Victoria Camps (ed.), Democracia sin ciudadanos. La construcción de la ciudadanía en las democracias liberales, Trotta, Madrid, 2010, p. 194. 13 Guillermo O’Donnell, “Delegative Democracy”, Journal of Democracy, vol. 5, núm. 1, enero 1994, p.57. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 De la falsa monarquía al feudalismo imperfecto Luis Rubio M yshkin, el héroe de la novela El idiota de Dostoyevsky —erudito, tosco, ingenuo— arriba a una importante fiesta, obsesionado por no romper el jarrón chino a la mitad del salón. Trata de mantener su distancia pero, por más que lo intenta, acaba destrozándolo. El episodio parece una fotografía de la transición política que hemos experimentado. El objetivo era construir una democracia idílica que fomentara el desarrollo del país y la civilidad en la sociedad mexicana. El resultado ha sido parálisis política, un nivel ascendiente de conflictividad social, encono, pésimo desempeño económico y, para colmo, un pesimismo generalizado. El asunto no es de culpas, sino de la imperiosa necesidad de reconocer que ha habido consecuencias no anticipadas, muchas de ellas graves, con las que hay que lidiar. Puesto en otros términos, la pregunta relevante es si México se encuentra en una fase incontenible de deterioro o si estamos enfrentando procesos difíciles de ajuste que permitirán arribar al puerto de una democracia efectivamente representativa en la que el ciudadano es el protagonista principal. Más allá de objetivos o buenas intenciones, el cambio político que hemos experimentado se ha manifestado principalmente en la descentralización del poder. De la otrora poderosísima presidencia pasamos a una nueva realidad política: la de actores, tanto formales como informales, acaparando poder y recursos sin responsabilidad alguna y sin la menor rendición de cuentas. La característica principal de la transición ha sido la transferencia de poder y recursos del gobierno federal y de la presidencia hacia los gobernadores, poderes fácticos y actores de la más diversa índole, todos unidos por el hecho de encontrarse aislados de la ciudadanía, carentes de obligación de rendir cuentas y, para todo fin práctico, sin contrapeso alguno. La red de contactos y tentáculos que caracterizó al PRI y que fue clave como el instrumento primordial de control político se colapsó con el “divorcio” del PRI y la presidencia, creando fenómenos inusitados, sobre todo el de los llamados poderes fácticos. Estos poderes, la mayoría de los cuales operaba, con mayor o menor autonomía, dentro del entorno del PRI, se constituyó en uno de los grandes nuevos desafíos de la incipiente democracia mexicana. Estos factótums de poder tienen capacidad de veto en distintas instancias y son impermeables a cualquier contrapeso democrático, a la vez que, en muchas instancias, tienen capacidad de descarrilar reformas o mecanismos de disciplina legal que pudiera afectarlos. Se trata de las consecuencias de una transición mal planeada (realmente, no planeada) para pasar de una estructura centralizada del poder hacia un objetivo idílico pero indefinido. Lo único que se logró —algo excepcional en su momento— fue la estructuración de un mecanismo que garantizara una impoluta organización de los procesos electorales. La expectativa era que el resto se daría por sí mismo. Quizá el mayor déficit que se derivó de las reformas de 1996 fue que nunca se logró articular un consenso sobre el objetivo que se perseguía, circunstancia que dejó huérfana a la democracia mexicana en el instante en que el PRI fue derrotado. Si no fuera trágico, parecería cómico el hecho de que los priistas afirmen que México siempre fue un país democrático, los panistas lo consideren democrático a partir de 2000 y los perredistas estén seguros que todavía no lo es. Democracia a la medida de los partidos. Las consecuencias de esta nueva realidad se pueden apreciar en todos los ámbitos, pero son especialmente notorias en el patético desempeño económico, la inseguridad pública y la conflictividad que experimentamos de manera permanente. El país ganó con la transición porque desaparecieron las fuentes de abuso sistemático que eran inherentes al gobierno centralizado de antaño y por la pluralidad que ganamos. Sin embargo, los costos no han sido menores y los riesgos incrementales. Los costos en el ámbito económico han sido extraordinarios. La descentralización del poder, circunstancia que ocurrió de manera creciente a lo largo de las últimas tres décadas y que se precipitó con la derrota del PRI, vino acompañada de la desconcentración de los recursos públicos. En concepto, nadie puede disputar el hecho de que en un sistema democrático los recursos sean ejercidos por los representantes populares y, sin duda, los gobernadores y presidentes municipales son los funcionarios públicos más cercanos a la ciudadanía. El problema es que el concepto no empata con nuestra realidad. Para comenzar, la abrumadora mayoría de los recursos son recaudados por el gobierno federal, no por los gobiernos estatales y municipales; segundo, no existen mecanismos reales, efectivos, de rendición de cuentas sobre el uso de los recursos a nivel de los estados y municipios: ése siempre fue un problema a nivel federal, pero ahora se ha multiplicado. Finalmente, la dispersión de recursos se ha traducido en un gasto mucho menos eficiente e impactante y, por lo tanto, en una menor tasa de crecimiento económico. Antes, en la era de oro de la centralización de los fondos fiscales, la Secretaría de Hacienda disponía de enormes recursos que aplicaba a proyectos de desarrollo de manera abrumadora. Las llamadas “bolsas”, los recursos que quedaban después del gasto corriente (sueldos, rentas, gastos de administración), constituían una enorme porción del erario público y se empleaban para promover el desarrollo regional, esencialmente a través de la construcción de infraestructura. Un año se decidía electrificar el sureste, otro se construía la carretera a Querétaro y otro más se desarrollaba Cancún. El gobierno federal realizaba estudios que comparaban el costo y el beneficio de cada proyecto y generalmente decidía por los que ofrecían el mayor potencial de elevar la tasa general de crecimiento de la economía. No es casualidad que la era de mayor crecimiento sostenido de la época moderna del país (casi 7% en promedio con 2% de inflación entre 1940 y 1970) fue precisamente cuando el gobierno centralizaba los recursos. L a dispersión de recursos, que es la norma en la actualidad, tiene características muy distintas: hoy son muy pocos los gobernadores que realizan estudios de costo y beneficio económico. Más bien, su criterio es el del beneficio personal, electoral y político, usualmente en ese orden. En tanto que antes el presidente controlaba tanto el acceso a los recursos como al poder, en la actualidad cada gobernador ve a su sexenio como una oportunidad para intentar lanzar su candidatura. Los recursos públicos acaban siendo un instrumento de promoción personal: para acumular efectivo para una eventual campaña, publicitar su imagen y desarrollar proyectos muy visibles pero no siempre relevantes y, ciertamente, poco conducentes a generar un círculo virtuoso de inversión privada, empleos y desarrollo en general. Todos acaban acumulando un tesoro suficiente para su retiro personal… El resultado ha sido mucha mayor corrupción y opacidad (que beneficia a los gobernadores), y un mucho menor crecimiento económico (que es la única forma en que se pueden lograr más empleos para los mexicanos de a pie). Es decir, la población ha perdido en tanto que los políticos han ganado. La crisis de seguridad es una segunda consecuencia de la descentralización del poder y de los recursos. Con la desconcentración se transfirieron recursos, funciones y responsabilidades que los gobernadores nunca hicieron suyos. Inexorablemente, no hay mejor ejemplo de lo anterior que la total ausencia de inversión en el desarrollo de un poder judicial funcional y efectivo o de una policía moderna, capaz de mantener la paz y hacer cumplir la ley. Lo peor de todo es que, casi como una maldición, la transición coincidió con el súbito y acelerado crecimiento de las organizaciones criminales que seguían una lógica independiente de lo que ocurría en el resto del país. Esto no quiere decir que el esquema de seguridad que existía con anterioridad funcionara bien, sólo que la descentralización tuvo el efecto de destruir lo existente sin que nada lo substituyera, con algunas excepciones menores. El resultado es el caos de inseguridad que vivimos, cuya esencia no tiene que ver con el narco propiamente, sino con el hecho de que el crimen organizado pulula por todo el país sin que medie institución policiaca o judicial alguna. De centralismo pasamos a la ausencia de responsabilidad. El crimen organizado sólo se puede enfrentar con estructuras judiciales y policiacas eficientes y modernas, tanto a nivel federal como local. Dada la debilidad de esas instituciones en todos los niveles del gobierno, lograr un éxito en la lucha contra el crimen organizado y el narcotráfico es inconcebible con una estrategia que no parta de la construcción y desarrollo de esas instituciones, comenzando por el nivel local. Independientemente de la manera en que se combata a las organizaciones, la única forma de mantener la paz, crear un entorno de armonía social y controlar, de manera definitiva, a la criminalidad es construyendo capacidad municipal. Sólo un gobierno local fuerte, debidamente pertrechado con instituciones judiciales y policiacas modernas (y todo lo que eso implica en términos de capacidad de investigación, procedimientos y entrenamiento) puede lidiar con la criminalidad de una manera permanente. Ciertamente, ninguno de los dos esfuerzos (el actuar del gobierno federal o la fortaleza del gobierno municipal) es suficiente en sí mismo, pero sin la dimensión local el éxito es imposible. El verdadero desafío es histórico: en México, por lo menos desde la Revolución, nunca ha habido gobiernos locales fuertes. El viejo sistema priista no fue creado para que hubiera gobiernos locales (estatales o municipales) autónomos sino para centralizar el poder (y a todos los grupos políticamente activos) y controlar al conjunto desde el centro. El sistema nunca desarrolló una capacidad institucional que facilitara la organización autónoma de la sociedad: de hecho, su especialidad era “cortarle la cabeza”, en un sentido figurado, a cualquier actor que sobresaliera fuera de los marcos establecidos. Visto en retrospectiva, el corazón del problema de México hoy es consecuencia del viejo centralismo y su lógica de control. No existe mayor acuerdo respecto a cuándo comenzó o en qué consistió la transición política, pero es evidente que las sucesivas reformas electorales entre 1978 y 1996 tuvieron el efecto de favorecer una competencia electoral cada vez más equitativa (lo que de inmediato se tradujo en un cada vez mayor número de gobiernos locales y estatales en manos de partidos distintos al PRI), hasta que el PRI fue derrotado en la presidencia. Si el objetivo de la transición era derrotar al PRI, la transición se cumplió. Si por transición queremos decir el inicio de un país moderno, más igualitario y civilizado, la transición ha sido un desastre. Basta leer los diarios o escuchar los noticiarios para observar un país cada vez más enconado y en conflicto consigo mismo. El problema yace, precisamente, en que la transición se limitó a lo electoral, dejando todo lo demás al azar. Cada transición política es diferente, pero sólo algunas logran su cometido. Aquellas que se disparan por la muerte de un dictador obligan a todas las fuerzas políticas a confrontar la nueva realidad que, inexorablemente, entraña una ruptura con el pasado. La transición española es el epítome de una transferencia negociada de poder, pero es imposible cerrar los ojos ante la obviedad de que el propio Francisco Franco se había dedicado a construir al menos el esqueleto de un andamiaje para que la transición cobrara forma y fuese pacífica. Al fin del proceso, España acabó con una estructura política radicalmente distinta a la que Franco diseñó y, seguramente, a la que hubiera deseado, pero creó un modelo de transición que muchos quieren imitar, aunque pocos hayan sido exitosos. Si algo es claro es que ha habido muchos más dictadores que transiciones exitosas. El primer gran problema con nuestro proceso de transición es que en México no hubo ruptura con el pasado. Con increíble miopía y falta de visión, el presidente Vicente Fox desaprovechó la oportunidad histórica que su elección había producido para redefinir el arreglo político, forzar a los miembros del PRI a aceptar nuevas reglas del juego, someter a los poderes fácticos al Estado de derecho y echar a andar una transición negociada y pacífica. Fox simplemente asumió que él era la transición y todo lo demás se acomodaría sin más. El resultado fue que no hubo un rompimiento con el pasado y, peor, que no se articuló un acuerdo sobre el camino a seguir con el PRI y con los poderes fácticos. Quizás el mayor de los costos generados por el fracaso de Fox en reconstituir al sistema político es que todo en la política mexicana sigue igual, excepto la otrora solidez y fortaleza de la presidencia. Es decir, con la derrota del PRI la presidencia perdió su principal instrumento de control y acción. Todo lo demás, sin embargo, siguió igual: el desprecio por la ley, la corrupción gubernamental y policial, así como la impunidad criminal y administrativa de siempre. En lugar de un gobierno moderno y funcional dentro de un contexto de pesos y contrapesos democráticos, la transición mexicana modificó las relaciones de poder pero consolidó una nueva realidad política que el novelista siciliano Giuseppe Tomasi di Lampedusa hubiera reconocido de inmediato: la elite política cambió para preservar todo sus cotos de poder. A nadie debería sorprender el estancamiento social, político, económico y hasta moral en que vive el país. La gran pregunta es cómo corregir la situación actual. Los países que todos vemos como modelo a imitar (como España y Chile) ya no son replicables: la oportunidad de una transición negociada de entrada ya no es una opción para México. La alternativa hoy en día reside en que los ciudadanos obliguen a los políticos a actuar o en que los políticos actúen por su cuenta. La primera posibilidad no es fácil de lograr y menos aún en un contexto caracterizado por dos procesos aparentemente contradictorios: uno, un desempeño económico relativamente bueno (de hecho, los mexicanos se están convirtiendo en clase media); y, dos, la tensa situación que ha producido la ola de inseguridad y violencia que afecta a diversas regiones del país. Ambas conspiran en contra de un movimiento ciudadano. Es importante señalar que aunque el poder se ha descentralizado, los gobernadores y los poderes fácticos han concentrado el poder (y la riqueza) en sus regiones o sectores. En consecuencia, aunque el ciudadano de a pie es cada vez más libre, la población no tiene los medios para provocar un cambio o el incentivo para salirse de su zona de confort. Como hace tiempo afirmó un perspicaz observador, México es el único país del mundo que ha pasado de la monarquía al feudalismo. Ha habido dos épocas económicamente exitosas en la historia de México: una a finales del siglo XIX y la otra durante los buenos años de gobierno del PRI, particularmente entre los cuarenta y los sesenta. El rasgo común de ambas épocas fue un gobierno central fuerte. La lección para el futuro es que México funciona bien con un gobierno central fuerte o con instituciones robustas, pero no va a funcionar en ausencia de ambos. Por lo tanto, la pregunta es cómo construir una o la otra o, mejor aún, ambas cosas. Es evidente que México necesita una nueva estructura institucional, una que transforme o, mejor dicho, que rompa con las estructuras disfuncionales del viejo PRI para desarrollar un nuevo andamiaje institucional centrado en el ciudadano y que, al mismo tiempo, sea funcional. Algunas de las iniciativas de reforma que se debaten en la actualidad avanzan en esa dirección y algunos políticos visionarios han hecho suya la causa de la reforma institucional. Sin embargo, el grueso del debate político va en la dirección opuesta. Al menos dos de los principales contendientes a la presidencia el próximo año enfáticamente argumentan que la solución reside en la concentración de poder a través de mayores controles sobre el poder legislativo, la sociedad o ambos. La idea de restauración sigue tan viva como siempre. Lo que parece cierto es que el futuro político del país dependerá mucho de la forma en que actúe o deje de actuar la próxima administración. Un liderazgo débil, como el que ha caracterizado al país desde mediados de los noventa, llevaría a un mayor desorden. Un liderazgo fuerte igual podría llevar a una mayor concentración del poder o al fortalecimiento de las instituciones políticas. Solamente concentrar el poder probó ser un camino fallido y ésa es la razón por la cual el país se descarriló desde los sesenta. Peor sería en la era de la globalización. Por otro lado, el gran problema de un liderazgo fuerte reside en el enorme riesgo de que todo termine mal. Si uno observa a naciones similares, como Sudáfrica y Brasil, parece evidente que a México le ha faltado tanto proyecto como liderazgo. En contraste, la transición en la que México se embarcó en las pasadas dos décadas se fundamentó en no más que una apuesta a que las cosas saldrían bien por sí mismas. La transición debió ser una apuesta institucional, pero no fue más que una colección de buenas intenciones y mucha arrogancia. Ahora hay que lidiar con las consecuencias. Si el estudio de la historia reciente tiene algún mérito, la lección principal que arroja es que depender de un líder no es una manera muy eficaz de lograr una transformación institucional. Aunque hay algunos éxitos excepcionales, la mayoría termina en un fracaso mayúsculo. La pregunta relevante es: ¿cuál es la alternativa? Ése es el punto en el que se encuentra México en la actualidad: confiando en que la próxima presidencia sea lo suficientemente progresista e inteligente para generar un resultado positivo. En alguna ocasión Montesquieu afirmó que “no hay tiranía más cruel que la que se perpetúa en nombre de la ley y de la justicia”. En México tenemos que comenzar por erradicar la tiranía del exceso, el abuso y la no rendición de cuentas para que pueda comenzar el reino de la ley. Los políticos y los líderes tienen una responsabilidad medular que jugar en este proceso, pero sólo los ciudadanos los pueden obligar a cumplir y rendir cuentas. Luis Rubio. Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo A.C. Autor de El acertijo de la legitimidad: Por una democracia eficaz en un entorno de legalidad y desarrollo. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 México: El feudalismo imperfecto L a democracia mexicana diluyó el poder central. Previsible, aunque inesperadamente, repartió sus demasías entre los gobiernos estatales y los otros poderes de la República: los constitucionales (Legislativo y Judicial) y los reales (sindicatos, empresarios, medios, redes criminales). Abordamos en este número de nexos el poder repartido a los estados. Y lo hacemos desde donde sugiere el clásico moderno: siguiendo el dinero. He aquí una reflexión plural sobre el poder y el dinero de los estados. Una primera conclusión es que el federalismo mexicano es una colección de estados fallidos... en rendición de cuentas. Una segunda es que la política mexicana ha producido una red de poderes locales que parecen feudos. Extraño fruto sin control de nuestro federalismo democrático: un feudalismo imperfecto DE LA FALSA MONARQUÍA AL FEUDALISMO IMPERFECTO Luis Rubio ¿VIRREYES O GOBERNADORES? Otto Granados LAS CUENTAS VERAS Luis Videgaray Caso SOBERANÍA VS. TRANSPARENCIA Juan E. Pardinas FEUDERALISMO Y DINEROCRACIA Genaro Borrego EL GASTO OCULTO DE LOS ESTADOS Mauricio Merino www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 Repletas de yerba mala Gustavo García A finales de agosto Hollywood hizo una fiesta fuera de temporada: para lanzar la edición especial (blue ray y toda la cosa) de Scarface en la versión de Brian de Palma, se echó la casa por la ventana y se reunió buena parte del elenco (Al Pacino, Robert Logia, F. Murray Abraham) y el productor. Había razones para el festejo. Pacino dijo que el narcotraficante cubano Tony Montana ha sido el personaje central en su vida, De Palma estaba entonces en lo más alto de una brillante carrera y creó un mundo desmesurado a partir de referencias cruzadas, la versión original, Caracortada, filmada en 1932 por Howard Hawks, y la llegada de los marielitos, esa oleada de refugiados cubanos que llegaron en masa a Florida en 1982. La cinta de Hawks pertenece al bloque de brillantes películas con que la Warner Bros. capturó la enfermedad social del momento, los gángsters de Chicago: Hollywood los consagró desde los últimos años del cine mudo con dos películas de Joseph von Sternberg, La ley del hampa (Underworld, 1928) y Los muelles de Nueva York (Docks of New York,1929), pero fue el paquete de obras maestras de El pequeño César (1930, LeRoy), El enemigo público (1931, Wellman) y Caracortada los que definieron el sentido crítico del género: el gángster era la expresión enferma del Sueño Americano, que a los inmigrantes sólo les ofrecía, como oportunidad para salir de la miseria, el dinero fácil del contrabando y el narcotráfico. Sobre esa línea, el cine de gángsters se desarrolló hasta iniciada la Segunda Guerra. El nuevo Tony Montana asume todos los elementos amorales del original (su animalidad tanto para matar como para ascender en el sistema, sus afectos que llegan al incesto con su hermana) y se erige como un monumento a lo que Carlos Monsiváis llamaba en esos años “la estética de la naquiza”: lentes oscuros en la noche, presumir el carrazo, el relojote con extensible de oro, los trajes carísimos con tela por todas partes, el jacuzzi con llaves doradas en un baño de mármol. Montana era un nuevo rico trepado en una montaña de cocaína, un monstruo mantenido a raya por el racismo (nada lo alejaba de los padrotines negros del Bronx) y por las bandas rivales. No extrañe que, para Hollywood y la cultura norteamericana, sus narcotraficantes sean figuras menores; el discurso oficial mexicano sobre Estados Unidos como una sociedad consumidora tiene razón, pero para ellos consumir droga ha sido un eterno chiste, desde los padres fumando marihuana para entender a sus hijos hippies en Búsqueda insaciable (Taking Off, 1971, Forman), escena cortada aquí por la censura echeverrista, hasta los empleados acelerados con la cocaína de uno de sus jefes en Quiero matar a mi jefe (Horrible Bosses, 2011, Gordon). Llama la atención que, en cambio, un sexenio de guerra contra el narco en México sólo haya dado, a la fecha, para tres películas: El infierno de Luis Estrada, Salvando al soldado Pérez de Beto Gómez y Miss Bala de Gerardo Naranjo. No que el narco sea un tema reciente ni que el viejo cine fingiera demencia. Al contrario, siguiendo los pasos de los primeros narcocorridos de Los Tigres del Norte, los productores privados que el presidente Echeverría estaba corriendo de la industria, ya contaban verdaderas sagas como la de Camelia la Texana (Ana Luisa Peluffo) y su amante Emilio Varela (Valentín Trujillo) en Contrabando y traición (1975, Arturo Martínez), La hija del contrabando (1977, Fernando Osés), Mataron a Camelia la Texana (1977, Martínez) y Emilio Varela vs. Camelia la Texana (1979, Rafael Portillo), mientras en el camino se filmaban La banda del carro rojo (1976, Rubén Galindo), La banda del polvo maldito (1977, Gilberto Martínez Solares) y El contrabando del Paso (1978, Martínez Solares), todas amenizadas con canciones de Los Cadetes de Linares y Los Alegres de Terán. La captura en 1985 de Rafael Caro Quintero y Ernesto Fonseca Carrillo Don Neto, tras el asesinato del agente de la DEA Enrique Camarena, sólo evidenció hasta dónde las ficciones cinematográficas mexicanas eran de una discreción tamizada por el minúsculo presupuesto que arriesgaban los productores. Las películas no buscaban denunciar (el caso Caro Quintero, con todo y la presencia de Sara Cristina Cosío, sobrina del entonces presidente del PRI en el D.F., como objeto amoroso del capo, era una tentación a la que la censura de la época supo poner freno) sino explotar un tema de policías y ladrones, mujeres fatales y muchachos buenos caídos en desgracia totalmente convencional, para consumo del público fronterizo y chicano. Sólo el veterano Ismael Rodríguez desafió el nervioso control político de la información sobre el narco de entonces con Yerba sangrienta (1986), sobre el plantío de marihuana de El Búfalo, en Chihuaha, verdadero campo de concentración de campesinos. Del escaso nuevo cine sobre el narco, El infierno y Salvando al soldado Pérez comparten una pretensión inquietante, querer contar el mundo del narco desde adentro, dejándose llevar por un absurdo que, en el caso de la cinta de Gómez, es provocadoramente celebratorio (antes que narcos, son mexicanos, atrabancados, entrañables). Miss Bala es la primera que revisa el fenómeno desde el desconcierto del ajeno que acaba absorbido por el Mal: la ingenua Laura (la asombrosa Stephani Sigman) busca escapar del anonimato provinciano por el camino de los concursos de belleza y el ingreso, aquí forzado y consciente, al narcotráfico. Más allá de las semejanzas con los casos de Laura Zúñiga, Miss Sinaloa, y tantas reinas de la belleza colombianas detectadas como parejas sentimentales de capos de la droga en los últimos años, Laura condensa a un México desarmado ante fuerzas que le desbordan necesariamente; salir adelante es bailar con el diablo, aceptar las reglas del narcopoder que te usa y te atrae. Laura está en el lado opuesto de los Tony Montanas, las Reinas del Pacífico y los Jefes de Jefes, es la víctima propiciatoria, condenada desde el principio, una baja más en una guerra que empezó al menos, y así lo consigna el cine, hace ya 30 años, cuando nos decían que vivíamos en paz y todo estaba bajo control. Gustavo García. Investigador y crítico de cine. Es académico de la UAM-Xochimilco y autor de Al son de la marimba. Chiapas en el cine. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 Las series: Más grandes que la vida David Miklos ¿Por qué nos gustan tanto las series de televisión? Aventuro una respuesta, tal vez apresurada y atrevida, a manera de prólogo: si el cine es mejor que la vida (una sala o un cuarto a oscuras, un par de horas en las que nos desentendemos de todo y de todos y dejamos que los protagonistas de lo que ocurre en la pantalla tomen la rienda de nuestro destino y emociones), las series de televisión son mejores que la vida alterna, acaso superior, que nos ofrece el cine (y que sólo es vencida por los sueños, pero tal no es el tema de este artículo). En su edición número 59, allá por la primavera de 2008, en la portada de la revista bimestral de artes La Tempestad aparecía un meditabundo Tony Soprano —no puede decirse James Gandolfini: el personaje acabó con el actor—, junto a cuya creciente calva se podía leer el tema del dosier central de la publicación: “¿Está en la televisión el futuro del cine?”. Las series de las que se hablaba en sus páginas eran las siguientes: la fundacional Twin Peaks, del cineasta de culto David Lynch; Riget, del polémico director danés Lars von Trier; The Sopranos, de David Chase; Six Feet Under, del premiado guionista de Hollywood Alan Ball; 24, de Joel Surnow y Robert Cochran, y Lost, del nuevo maestro de la ciencia ficción J. J. Abrams. Se trata, aquí arriba, de series que superan el sobado formato del sitcom (Sex and the City, Desperate Housewives) y que, en su largo aliento primero semanal y luego reunido en temporadas de 13 episodios, pretenden ofrecer al espectador una narrativa de muy largo y, pese al ritmo frenético de algunas de ellas, reposado aliento (la media es de cinco temporadas, aunque, por ejemplo, 24 llegó a ocho y consiguió reinventarse en una y otra ocasiones). Hoy todas las series citadas ya han llegado a su término; y, en realidad, no han habido otras que las superen (si bien Breaking Bad, Mad Men y Game of Thrones, aún en curso, se antoja una tríada notable y varipointa, aunque sin lugar a dudas arbitraria: las series se han reproducido de tal modo que es imposible seguirlas todas y algunos pensarán en una ecuación de tres variables distintas). Punto y aparte y, sin embargo, encuentro en The Wire, de David Simon, la perfección del género, incluso en su recepción tanto por la audencia como por la industria: fue una serie casi ignorada en los paneles de premios y en la espectacular pasarela mediática, además de que no corrió con muy buena suerte comercial, pese al cobijo de la signatura televisiva de HBO, madre de la gran mayoría de las series actuales que se han desmarcado del resto. Mientras que la gran mayoría de las series de televisión (sobra decir estadunidenses: salvo la excepcional Riget, todas lo son y nadie ha sabido reproducir el esquema más allá de su cuna) tienen como eje y motivo a la familia como tema ulterior (vgr. Tolstói, Ana Karenina: “Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada”), The Wire es una lección de realidad sin lustre, así como una suerte de puesta en escena y microhistoria concentrada de un laboratorio social sito en la ciudad de Baltimore. Divididas por temas, las cinco temporadas de The Wire (no se ha logrado convencer a Simon de que realice una sexta: su demanda es que, si quieren que lo haga, pues que primero legalicen las drogas en su terruño) responden cada una a un tema y punto de vista: el narco, los muelles, la política, la escuela y los medios, todos ligados entre sí por la policía y la ley. En The Wire, además, las historias particulares de sus protagonistas son atendidas de refilón y lo que impera es el gran escenario, así como una suerte de amoralidad en la que es redundante hablar de buenos y malos: no son los individuos, sino el sistema que los contiene, los detentores de una ética. No hay, en The Wire, comedia ni tragedia y menos aún drama, que es la consigna y la necesidad de todo lo hollywoodense: hay un contexto social protagónico, que nos remite tanto a la manufactura del cinema verité como a la búsqueda de cierto cine independiente —A Woman Under the Influence (1974), de John Cassavetes, por ejemplo, en la que el ámbito social se infiltra a la arena íntima, en una lograda reducción del caos existencial—. Si bien es cierto que uno desarrolla afinidad hacia ciertos de sus personajes, ninguno de ellos lleva la batuta o la voz sonante: son todos parte de un gran coro que hace eco en los muros de un escenario abandonado por los dioses, es decir, la vida más real. David Miklos. Escritor. Su más reciente libro es La vida triestina. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 Miniaturas. Crónicas de parafina Alejandro del Valle Aquellas tonadas Tenía la costumbre De cantar a media voz Viejas melodías Cuando mirando Hacia el patio de la tarde Al lavar los platos sucios de la comida Veía el único árbol Que rompía con el paisaje Plano de la barda caliza Sólo aquellas tonadas tan llevadas y traídas de Luisito Alcaraz podían hacer que las horas de Silvia, la señora Fernández, como se le conocía fueran breves relámpagos de sus días deseados hoy ciertamente limpios. Renacentista Aunque no lo sabía Jacinto Cienfuegos Era un renacentista En pleno siglo XXI Dudaba sin pausa Preguntaba desde su extrañeza de estar por su origen y destino Su antes y después Hermanamiento de tiempos Circunstancias plenas de razón dudosa Claroscuros del día Bajo la luna azulada Jacinto recorría lupanares Sabiendo lo drástico del aliento Que los seres desolados Llevan consigo Las pocas palabras Que en silencio Aluden resquicios De vidas infinitas Se sorprendió enormemente Al verse a sí mismo a los lejos en otra mesa con la más bella del lugar Como Cenobio Jacinto despertó en un mercado ya en la capital retomó la canción que se le había pegado como un imán y pornográficamente se esfumó sin recato alguno La niña nube Cuando niña Le habían dicho que al final Todos nos volvemos nubes Y que por eso hay que vivir la vida Sonorizada o silente Y saber guardar los recuerdos que vibran Entretelones Que pasean de la mano como si fuera domingo O que como violetas aspiran arco iris Cuando alargan sus cuellos y nadie las ve María Ofelia siempre lo creyó Y consiguió una hermosa cajita de Olinalá Que guardó celosamente en su pequeño armario En el hermoso y diminuto armario que le compró su padre en el barrio de la Alfalfa cerca de Sevilla cuando viajaba tanto Y ahí, semana tras semana, después de abrevar en su diario Guardaba sus mejores recuerdos Incluía cuentos, sueños, El misterio del olor de la vainilla Corazonadas y miradas que nunca le cedían el paso Los recuerdos más sutiles del arcón de los ancestros Atardeceres y visiones que pudo compactar Después de muchos esfuerzos Máscaras de carnavales memorables El olor de la hierba fresca Mirando las nubes Agüita de olvido Yo no sé quién soy desde que sé quién eres Enrique Lhin Pájaro en vuelo Niña hermosa Tu corazón te pertenece Aunque yo lo llevo tatuado con tinta primigenia secretamente en mi mano Así lloraba Nicolás por las calles del pueblo Cuando poroso Pensaba que si se trata de un dolor del corazón Uno chorrea por todos lados Y a veces sangra una mirada perdida Aunque con los años casi lo había olvidado Se dijo Es el amor Frente a la puerta Ernesto Arechavala se detiene frente a la puerta del departamento. Sabe que no le es permitido entrar Su ausencia lo derrite como parafina caliente Y después lo deja eternamente frío en la misma posición. Lucila jamás perdonará sus treinta años de extravío. Que veinte años —más la mitad— quizá ya es algo. Estos poemas son parte de un conjunto más amplio. El título Miniaturas. Crónicas de parafina obedece a que los personajes en ellos son de pueblos como San Blas en Nayarit y San Lucas en el Estado de México, pueblos aislados, con menos de 500 habitantes, en donde la energía eléctrica es insuficiente, cuando no inexistente, de modo que sus pobladores cultivan la cera de abeja, utilizan la cera en general e incluso la parafina para realizar esculturas, un arte popular que se remonta a varios siglos atrás y que tuvo su primer auge a mediados del siglo XV. Alejandro del Valle. Poeta y médico. Su libro Migraciones ganó el Premio Ramón López Velarde de Poesía en 2009. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 Numeralia Rodrigo Centeno y Rafael Ch Moneda más acuñada en México por el Banco de México: 10 centavos Porcentaje de americanos con pasaporte: 37% Probabilidad que la Unión Europea se desmantele en los siguientes cinco años: 40% Porcentaje del total de delitos que terminan en sentencia condenatoria: 1% Número de personas que no denuncian un delito por ineficiencias en el proceso de procuración de justicia: 7 de cada 10 Porcentaje de ciudadanos que les llevó más de cuatro horas tramitar una denuncia ante el Ministerio Público: 30% Número de mexicanos que mueren en México cada año: 465 mil Mexicanos con niveles elevados de colesterol: 11 millones Niños que padecen de desnutrición en México: 1 de cada 7 Porcentaje de niños con sobrepeso en el país en 2010: 20% Aprobación de Felipe Calderón en el penúltimo año de mandato: 50% Aprobación de Vicente Fox en el penúltimo año de mandato: 59% Aprobación de Ernesto Zedillo en el penúltimo año de mandato: 71% Aprobación de Carlos Salinas en el penúltimo año de mandato: 86% Número de mexicanos que dice que la economía está hoy mucho peor que en 2010: 8 de cada 10 Porcentaje de personas en el mundo urbanizadas hoy en día: 50.5% Porcentaje de personas en el mundo urbanizadas un siglo atrás: 5% Porcentaje de personas en el mundo urbanizadas para 2050: 70% Número de personas que migran a vivir a una ciudad cada día: 180,000 Número de ciudades con más de 1 millón de personas que tendrá China en 2030: 221 Número de ciudades con más de 1 millón de personas que tendrá India en 2030: 68 Número de actos de corrupción en el uso de servicios públicos provistos por autoridades federales, estatales, municipales, concesiones y servicios administrados por particulares en 2010 en México: 200 millones Número de actos de corrupción en el uso de servicios públicos provistos por autoridades federales, estatales, municipales, concesiones y servicios administrados por particulares en 2007 en México: 197 millones Costo promedio que sufren los hogares por pago de mordidas en 2010: 165 pesos Costo promedio que sufrían los hogares por pago de mordidas en 2007: 138 pesos Porcentaje de mexicanos que cree que Felipe Calderón tuvo un mal y muy mal desempeño en la generación de empleos: 44% Mexicanos que creen que durante los últimos 12 meses su situación económica personal ha empeorado: 1 de cada 2 Los datos están actualizados a la última fecha disponible 2010-2011. FUENTES: 1 Banxico; 2 U.S. Department of State Passport Services; 3 The Economist; 4 CIDAC; 5 CIDAC/ICESI; 6 ICESI; 7 Conapo; 8 El Financiero; 9, 10 La Jornada/Secretaría de Salud; 11-15 Consulta Mitofsky; 16-21 Visual Economics; 22-25 Transparencia Mexicana; 26, 27 Parametría. Rodrigo Centeno. Economista, empresario y especialista en mercadotecnia. Rafael Ch. Investigador del Centro de Investigación para el Desarrollo (CIDAC). www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 Intimidad y genética Antonio Velázquez Arellano A la memoria de Marcia Muñoz de Alba Medrano,quien en su corta vida tanto contribuyó a los derechos humanos y la salud en México La tesis que aquí se expone es que el derecho a la intimidad es diferente al de la privacidad, que debe ser reconocido y protegido, que a diferencia de ese último es absoluto y que por ello no debe limitarse en ninguna circunstancia. Además, sostengo que una parte fundamental del derecho a la intimidad es el derecho a la intimidad genética. La palabra “intimidad” proviene del latín intimus, superlativo de interior. Si se revisan distintos diccionarios de filosofía, se encuentran definiciones convergentes del concepto. Éste constituye una dimensión peculiar de cada persona, una dimensión intrínseca de ella; designa su ámbito más profundo, que se abre en lo que ya de por sí es interior, en el ámbito de su ser. Por ello, la intimidad es el aspecto más personal, reservado y privado de un sujeto; sus fronteras han permanecido, hasta ahora, inviolables, lo que permite al hombre autodeterminarse, ejercer su libre albedrío, ser responsable de sus actos. Así, la intimidad y su inviolabilidad representan una de las condiciones necesarias de la autodeterminación, de la dignidad y de la libertad. ¿Qué nos puede pasar si se hiciese pública nuestra intimidad? Que nos quedásemos vacíos por dentro, a riesgo, además, de perder nuestra propia identidad. Porque ahí se encuentra ese mundo subjetivo que nos pertenece y que conforma lo que somos como seres humanos únicos, diferentes de cualquier otra persona no sólo presente, sino también que haya existido en el pasado o que pueda vivir en el futuro. Por ello, aunque la evolución histórica de la humanidad muestra que el conferir calidad absoluta a los derechos humanos ha estado ligado con frecuencia a posiciones ideológicas o religiosas (por ejemplo, “el derecho a la vida”), considero que sí debe atribuírsele este carácter al derecho a la intimidad. Es, pues, muy importante distinguir entre intimidad y privacidad. De acuerdo con el Diccionario de la Real Academia Española, privacidad es el ámbito de la vida personal que debe ser protegido de cualquier intromisión, pero que está acotado por derechos de los demás. Este concepto es más amplio que el de intimidad, ya que no atañe al ser de la persona. El derecho a la privacidad es uno de los derechos fundamentales reconocidos por la Declaración de Derechos Humanos en la ONU. En México, al principio de la lucha por la Independencia, Rayón se refirió a este tema, y Morelos lo recogió, de modo que su protección quedó plasmada como “protección a la casa” en la Constitución de Apatzingán (http://www.biografiasyvidas.com/biografia/l/lopez_rayon.htm). En el artículo 16, primer párrafo de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y en la Ley Federal de Protección de Datos Personales en Posesión de Particulares, está plasmada la protección de la privacidad. El deslinde entre intimidad y privacidad es crucial, porque a diferencia de esta última, que está limitada en las legislaciones de la mayoría de los países, por consideraciones de interés público, como el reconocimiento y respeto de los derechos y la libertad de los demás, la protección de la salud pública o la seguridad nacional, el derecho a la intimidad debe ser inviolable. Pero en México “el derecho a la intimidad sólo se encuentra parcialmente protegido y no está reconocido como tal en la Constitución, lo que genera un vacío normativo y deja la puerta abierta a la impunidad en los casos de violaciones a ese derecho” (M. A. Celis Quintanar, http://www.bibliojuridica.org/libros/5/2253/9.pdf). La intimidad genética Si bien somos mucho más que nuestro genoma, la información contenida en él es la condición absolutamente necesaria del ser individual, personal, y es la base de su “construcción”. Los genes contribuyen en forma fundamental a lo que somos: no sólo lo anatómico, lo fisiológico (y lo patológico), sino también lo mental. No es ésta un posición determinista; el fenotipo es extraordinariamente complejo y cambiante, pero ciertamente el genoma es su plano maestro, su diseño básico (“blueprint”) y de su configuración dependen nuestra pertenencia a la especie humana, el fundamento de nuestra individualidad, nuestra apariencia física, los principales rasgos del carácter y el temperamento, la predisposición a enfermedades y aspectos de la conducta, en medida que apenas alcanzamos a entrever. La información contenida en el genoma de cada persona es parte intrínseca de su intimidad. El derecho a guardarla es por ello igualmente absoluto y así debe ser protegido, y en ninguna circunstancia puede ser violado por terceros. Sólo la persona adulta, plenamente dueña de sus facultades mentales y en completa libertad, puede decidir qué aspectos revelar de su intimidad, a quién y bajo cuáles circunstancias, y bajo qué limitaciones o restricciones. Con los extraordinarios avances de la tecnología genética, los riesgos de su violación han aumentado exponencialmente. Nuevos procedimientos están en desarrollo, cada vez más precisos, rápidos y de menor costo, para conocer completamente genomas personales. El primer genoma de un individuo particular fue el de James Watson, el codescubridor de la doble hélice del ADN. Pero como ocurre con estos procedimientos, son mejorados en forma continua. Cada semana aumenta el número de sujetos cuyos genomas son descifrados. La tecnología para conocer un genoma completo, que hace 10 años costó tres mil millones de dólares y llevó más de una década, ha avanzado enormemente y es muy probable que en tres o cinco años el costo de “secuenciar” (conocer) el genoma completo de cualquier persona sea menor de mil dólares, amén de poderse realizar en el curso de un día (Lander, E., “Initial impact of the sequencing of the human genome”, Nature 470, 2011, pp. 187-197). Estos avances conllevan un aumento en los riesgos de intromisión de la intimidad genética. Entre los ámbitos en que la intimidad genética es actualmente más vulnerable, se encuentran los depósitos de las muestras de sangre y sus datos correspondientes, que por ley deben obtenerse de todo recién nacido para practicarle el tamiz neonatal, con objeto de identificar a aquel que tiene en forma latente una enfermedad metabólica, a tiempo para darle un tratamiento que le evite el desarrollo de alguna enfermedad grave e irreversible. Durante las décadas en que pugné por establecer al tamiz neonatal como programa obligatorio de salud pública en México, me fui preguntando qué hacer con dichas muestras una vez que habían cumplido el propósito para el cual habían sido obtenidas (Velázquez, A., “El impacto del proyecto del genoma humano sobre el diagnóstico genético”, en: V. M. Martínez Bullé Goyri, Diagnóstico Genético y Derechos Humanos, Instituto de Investigaciones Jurídicas, UNAM, Serie E: Varios, núm. 91, 1998). Cada día se obtienen en nuestro país muestras de sangre de más de cinco mil neonatos, que se guardan en las llamadas “tarjetas de Guthrie” hechas de papel absorbente (“papel filtro”). La mayoría de los componentes de la sangre, incluido el ADN que contiene el genoma de cada niño, son estables por muchas décadas, para fines prácticos casi indefinidamente, y exigen mínimas precauciones para su almacenamiento. Una de las cuestiones críticas es a quién pertenecen esas muestras. En mi opinión, el único dueño de cada muestra es el propio niño del cual se obtuvo. La información genética contenida en ella constituye su intimidad genética y nadie más, ni padres, médicos, hospitales, laboratorios o gobierno, tienen derecho a conocer esta información sin el consentimiento informado del sujeto en cuestión, excepto para un grupo de enfermedades que el niño pudiera tener en forma latente y para las que exista un tratamiento efectivo que evite su ulterior desarrollo. El almacenamiento de las muestras sin ese consentimiento trae consigo riesgos futuros psicológicos, sociales y financieros a lo largo de la vida de ese recién nacido, incluyendo posible estigmatización y discriminación para obtener empleos o seguros, entre otros. Obviamente, un recién nacido no puede dar un consentimiento informado. Insisto en que sus padres o tutores no tienen el derecho de otorgarlo. Existe una tensión entre quienes sostienen (sostenemos) que estas muestras deben ser utilizadas únicamente para buscar los indicios de que el niño tenga una de un grupo bien definido de enfermedades cuya aparición pueda ser prevenida por un tratamiento muy temprano (por ejemplo, la Academia Americana de Pediatría y el Consejo de Genética Médica de Estados Unidos han definido varias decenas de ellas; “American Academy of Pediatrics Newborn Screening Task Force Recommendations”, Pediatrics 117, 2006, pp. 194 y ss.), por lo que después de este uso deban ser destruidas, y aquellos que argumentan a favor de su almacenamiento en aras de futuras investigaciones de salud. En diciembre de 2009 un tribunal en el estado de Texas ordenó la destrucción de 5.3 millones de muestras neonatales (www.dshs.state.tx.us/lab/PDF/NBS/NBSdestructionDirective.pdf). El fallo desencadenó una agria polémica, viva hasta el día de hoy, entre personas y grupos defensores de derechos humanos y otros, como la Sociedad Epidemiológica Internacional, que se oponen a la destrucción de las muestras y abogan por su conservación para fines científicos (M. May, “Destroying newborn blood samples threatens birth defects research”, Nature Medicine 16, 2010, p. 140). ¿Qué hacer? Sostengo la mayor jerarquía de la protección de la intimidad de cada ser humano, dentro de la cual incluyo la de la intimidad genética, sobre la de aumentar y expander el conocimiento, no importa cuán amplios sean los beneficios teóricos que éste pueda acarrear. El considerar absoluto el derecho a la intimidad genética zanja en definitiva la cuestión y despoja de argumentos a quienes, unos con buenas intenciones y otros no, intentan despojar a los millones de recién nacidos de su intimidad. Pero, ¿cómo proteger el derecho a la intimidad, y en particular, el de la intimidad genética? Cada vez son mayores los intereses, tanto del Estado como de particulares, que lo asedian. Respecto al Estado, el mundo en general, y México en particular, enfrentan graves amenazas a su seguridad y a la de sus ciudadanos; amenazas reales. Los Estados y el mexicano en particular, han encontrado en la prevención y el combate de estos peligros un buen argumento para limitar y a veces suprimir el derecho a la privacidad. A veces estos actos han estado plenamente justificados; otras más, han servido para encubrir represión ideológica, venganzas y crímenes de Estado. Por otro lado, intereses particulares, muchas veces muy poderosos, comercian impunemente y sin recato con datos privados de sus clientes o de la ciudadanía en general. Por ello, resulta obligado insistir en el carácter absoluto del derecho a la intimidad y en la necesidad de que su reconocimiento y protección sean elevados a rango constitucional en nuestro país. Respecto a la intimidad genética, ésta podría considerarse dentro de la Ley General de Salud, pero diferenciándola con claridad de la protección de los datos médicos, cuya defensa, sin menguar su importancia, no alcanza en trascendencia la de los datos genéticos. Además, una forma realmente efectiva de conjurar las amenazas a la intimidad genética es mediante la transparencia de los procesos de obtención, almacenamiento y distribución de las muestra (y sus datos correspondientes) y la estricta rendición de cuentas (“accountability”) de los individuos y entidades que los gestionan. De nada sirven reglamentos, leyes y órganos burocráticos si la sociedad civil, los ciudadanos, no son ellos mismos quienes realicen su vigilancia y control. Antonio Velázquez Arellano. Investigador del Instituto de Investigaciones Biomédicas de la Universidad Nacional Autónoma de México. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 Historia anticonstitucional de México Catherine Andrews ¿México necesita una nueva Constitución? Analistas políticos y constitucionalistas parecen estar de acuerdo en que la Constitución vigente tiene muchas deficiencias; desde problemas de forma y coherencia interna hasta cuestiones más graves como la omisión de derechos humanos importantes. Los proponentes de la idea de reconstituir el Estado argumentan que la Constitución es anacrónica luego de las más de 731 reformas de que ha sido objeto desde 1917 y que la han convertido en un texto demasiado extenso y de difícil comprensión para el ciudadano común. Tampoco faltan quienes señalan que las violaciones cotidianas a la Constitución perpetradas por las agencias de seguridad y el Ministerio Público han devaluado la Carta Magna al grado de volverla casi inútil. En un artículo reciente en El Mundo del Abogado, el jurista Diego Valadés afirma, por ejemplo, que la decisión de Felipe Calderón de emplear las fuerzas armadas castrenses en su campaña contra el crimen organizado atenta contra “el artículo 21 [que] establece que las instituciones de seguridad pública deben ser de carácter civil”. Opina que la sociedad se ha acostumbrado a las violaciones a la Constitución y concluye que: “sólo una reforma de excepcional importancia podría restituir a la Constitución su muy menguado prestigio. De no ocurrir así, en el mediano plazo será inevitable un nuevo pacto político”.1 E l descontento con las instituciones políticas no se restringe a los pasillos de las escuelas de derecho. La reciente encuesta de actitudes y opiniones mexicanas realizada por nexos y difundida en su edición de febrero muestra una ciudadanía con poca fe en su sistema político y menos aún en sus principales actores. De igual manera, la encuesta del Barómetro de las Américas sobre la cultura democrática en México correspondiente a 2010 evidencia una creciente desilusión de la población con el aparato gubernamental. Llama la atención que durante los primeros seis años del presente siglo los estudiosos que realizan esta encuesta bianual percibieron en la población actitudes consistentes con lo que denominan una democracia estable (altos indicadores de apoyo a la democracia como sistema político y de tolerancia a opiniones diversas), algo que a su juicio resultaba sorprendente en vista de la corrupción gubernamental e institucional que también registró su encuesta. Uno de los datos más alentadores de la investigación de 2006 es que cerca de 70% de los mexicanos respaldaba a sus instituciones políticas. El reporte de este año deja ver que esta actitud obedecía en gran parte a que “el Instituto Federal Electoral era una de las instituciones más respetadas en la vida pública del país”, aunque los analistas también subrayaron que este juicio era solamente válido para el periodo anterior a las elecciones presidenciales.2 Después de dicho proceso electoral, la confianza en el IFE se desplomó a niveles similares a los que generan las elecciones y los partidos políticos, aunque es importante señalar que el TRIFE sigue siendo una de las instituciones más respetadas, con índices de confianza superiores incluso de los de la presidencia de la República.3 Creo que el pesimismo actual acerca del sistema político, en general, y la Constitución, en particular, deriva de dos circunstancias. En primer lugar es —en parte— un resultado lógico de la apertura política que ha experimentado México en las últimas décadas. El desarrollo de medios de comunicación analíticos y críticos ha mostrado a la opinión pública los trapos sucios tanto de los gobiernos como de las instituciones del Estado. La película Presunto culpable es un ejemplo reciente de este fenómeno al igual que el periodismo que investiga —y cuestiona— el trabajo de las fuerzas armadas y agencias de seguridad en la lucha contra el crimen organizado. Actualmente, el ciudadano común está mucho mejor informado acerca de asuntos que hace décadas pasaban sin comentarios; un ejemplo: los altos índices de mujeres asesinadas en el Estado de México. No obstante, juzgo equivocada la idea de que el periodismo de esta naturaleza es desestabilizador o contraproducente. Una consecuencia del mayor acceso a la información es el incremento de la crítica, pero también es una manera de presionar a los gobernantes a actuar de manera más coherente con los principios democráticos. En segundo lugar, el pesimismo en torno a la Constitución en particular tiene sus orígenes en las frustraciones de los últimos 10 años. En 2000 nadie creía que la democracia mexicana fuera perfecta, pero reinaba la expectativa de que el impulso reformista generaría los mecanismos para modernizar los aspectos pendientes. En ese año se debatió acerca de la pertinencia de realizar una reforma profunda del texto constitucional, proceso que llevó a la elaboración de propuestas concretas en la materia. No obstante, los reformadores se frustraron debido a que sus ideas no encontraron apoyo en el gobierno de Vicente Fox. En cambio, durante la década siguiente se realizaron 40 reformas parciales a varios artículos del texto constitucional.4 Desgraciadamente, el proceso parlamentario que acompañó a estas reformas dejó un profundo malestar entre politólogos y juristas. Cuando el presidente Calderón entregó un nuevo planteamiento de reforma extensiva al Congreso de la Unión el año pasado, fue recibido con hastío y poco entusiasmo. En un comentario publicado en Reforma en enero de 2010, María Amparo Casar predecía que el nuevo proceso de reforma seguiría “la ruta que han seguido la mayor parte de las reformas”, es decir, la mutilación total de las propuestas a través de los acuerdos partidistas hasta la publicación de una reforma “totalmente desfigurada y ajena a sus propósitos originales” cuya mala recepción en todas partes haría necesaria otra reforma.5 En vista de lo anterior, la pregunta obligada es: ¿Se puede resolver estas crisis (tanto constitucional como de confianza pública) a través de la reconstitución del pacto político fundamental de la nación? Por desgracia, la historia de México sugiere que no; además de advertirnos que el reemplazo de cualquier sistema de gobierno por otro conlleva una crisis aguda de legitimidad, que podría tardar varias décadas en resolverse. Durante las primeras décadas de la vida independiente en México uno de los retos más importantes para los gobiernos nacionales consistió en cómo reconstruir la legitimidad perdida durante el periodo de 1810-1821 y de la que había gozado el régimen colonial. Vale la pena recordar que un factor clave para entender el fracaso del proyecto imperial de Iturbide en 1823 fue que sus detractores no sólo cuestionaban la legitimidad del liderazgo del ex soldado realista, sino que con sus abiertas preferencias por el sistema republicano también pusieron en entredicho la existencia del imperio mismo. La abdicación de Iturbide en 1823 puso fin a este conflicto, al convertir el republicanismo en la única alternativa viable de Estado durante casi 30 años. Las discrepancias — algunas con las armas en la mano— dentro de la clase política nacional giraron en torno a la forma que debía adoptar la República. El resultado de estas discusiones y negociaciones fue la promulgación de Constitución federal de 1824. A pesar de las circunstancias conflictivas que acompañaron su elaboración, esta Constitución gozó de una aceptación casi universal durante los años inmediatos a su promulgación. Esto no significa que todos estuvieran completamente felices con ella. Nada más lejano de la verdad, pero sí existía un acuerdo mínimo entre las voces divergentes acerca de las bases de la vida política; de modo que parecía que la cuestión de la legitimidad se había resuelto de manera definitiva. Las rebeliones de aquel periodo se hicieron siempre en nombre de la Constitución y las leyes. Los rebeldes —sin excepción— justificaban sus revueltas con el argumento de que el gobierno en turno no respetaba ni una ni las otras. Las disputas giraban en torno a quién debía ostentar la titularidad del Poder Ejecutivo, asunto de suma importancia sin duda, pero que no ponía en peligro la forma de gobierno en sí, ni cuestionaba la legitimidad de la existencia del Estado mexicano. No obstante, la frecuencia con que la presidencia cambiaba de manos luego de pronunciamientos y rebeliones durante los primeros seis años de vigencia de la Constitución federal minó inexorablemente las bases de esta legitimidad y llevó a muchos a preguntarse si el documento era capaz de regir ordenadamente la vida política del país. Diferentes comentaristas identificaron las principales deficiencias del texto. Para algunos, el meollo del problema se encontraba en el sistema federal que daba demasiada autonomía a los gobiernos para desafiar abiertamente la autoridad del gobierno federal, incluso, mediante las armas. Otros consideraban que la inestabilidad política residía en la debilidad del Ejecutivo federal frente al Poder Legislativo. Señalaban que el presidente mexicano tenía menos facultades que su equivalente norteamericano. Esta carencia en especial y la incapacidad legal para cesar a los funcionarios públicos que conspiraban en su contra, lo dejaba desamparado cuando brotaba una rebelión. También había voces que pretendían terminar con las batallas por la titularidad del Poder Ejecutivo reduciendo aún más los poderes del presidente, pues argumentaban que de este modo la silla presidencial se tornaría poco atractiva. La propuesta de quienes así pensaban consistía en establecer un Poder Ejecutivo triunvirato, subordinado casi totalmente al Congreso. Como hoy, los críticos intentaron remediar las presuntas deficiencias de la Constitución a través de reformas. No obstante, las iniciativas que se hicieron en este sentido durante el gobierno de Anastasio Bustamante (1830-1832) no se concretaron antes de la caída de esta administración. En el bienio siguiente (1833-1834) el Congreso General tenía sus propios planes de reforma y, por consiguiente, condenaron las iniciativas de 1830 al olvido. Los congresistas radicales de la nueva asamblea consideraban prioritaria la reforma de los artículos constitucionales referentes a la conservación de los fueros militar y eclesiástico (artículo 154) y la intolerancia religiosa (artículos 3 y 171). Intentaron, sin embargo, introducir estas reformas sin seguir el procedimiento constitucional; presentaron, por ejemplo, proyectos de ley ordinaria para suprimir los fueros y permitir la tolerancia religiosa. Tales propuestas tampoco llegaron a ser aprobadas; aunque la actividad legislativa provocó un gran número de protestas y rebeliones que culminaron en la promulgación del Plan de Cuernavaca en mayo de 1834. En respuesta, el presidente Antonio López de Santa Anna decidió cerrar este Congreso por la fuerza y convocar a nuevas elecciones. La convocatoria que publicó Santa Anna en julio de 1834 incluyó una cláusula que invitaba a las juntas electorales de los estados a instruir a sus diputados sobre los asuntos que debían tratar en las próximas sesiones del Congreso General. La mayoría de las juntas facultó a sus representantes para que se ocuparan de la reforma constitucional de manera extraordinaria en el siguiente bienio. La crisis constitucional provocada por los intentos de los legisladores de promulgar leyes que violaban abiertamente varios artículos de la carta federal y agudizada por el cierre forzoso del Congreso General por parte del presidente, llevó a varios comentaristas a concluir que no había ya una Constitución vigente en México. De manera que, durante el segundo semestre de 1834, circularon varias rimas como la siguiente: ¿Por qué han sido la gran salva Un curioso preguntó: Que en México hoy se escuchó Al romper del día el alba? Dije luego á su pregunta: Es por la CONSTITUCIÓN, Y lleno de admiración Replicó ¿pues no es difunta?”6 Para 1835 las voces que exigían la abolición de la Constitución de 1824 llegaron a dominar el gobierno. En ese año, el Congreso General, unilateralmente, se declaró constituyente. Un año más tarde promulgó una nueva Carta Magna, las Siete Leyes, llamada así por su organización en siete partes, cada una con la denominación de “ley”. A diferencia de la Constitución derogada, al momento de su promulgación las Siete Leyes carecían de una aceptación universal. La decisión de abolir la carta federal polarizó a la clase política capitalina y provincial de modo que fueron muchos los individuos que nunca aceptaron la legitimidad del nuevo código; es más, desde el momento mismo de su promulgación comenzaron a conspirar en su contra. El tema de la forma de gobierno fue una constante en todos los pronunciamientos y revueltas durante los siguientes 40 años, circunstancia que permitió la postulación de proyectos e ideas opuestas a los fundamentos del gobierno representativo y la separación de poderes que todos habían acordado en 1824. E n consecuencia, entre 1836 y 1867 la nación experimentó varios cambios constitucionales, incluyendo una dictadura cuasiabsoluta, pero republicana, de Santa Anna, así como la monarquía ilustrada de Maximiliano de Habsburgo. De manera puntual, podemos señalar las siguientes cartas constitucionales en orden cronológico: las Bases Orgánicas, promulgadas en 1843; el regreso de la carta federal en 1847, reformada posteriormente en 1849 y nuevamente abolida en 1853 al instalarse la última dictadura de Santa Anna (1853-1855); y la Constitución de 1857, que no trajo paz ni estabilidad en su primer momento, pues encontró opositores incluso dentro del gobierno que la promulgó y motivó la guerra de Reforma. Durante esta guerra y la intervención francesa subsiguiente, los gobiernos conservadores intentaron erigir primero su plan alterno de gobierno, es decir, una República centralista y corporativa antes de sumarse al proyecto imperial de José María Gutiérrez de Estrada y Juan Nepomuceno Almonte. De modo que la forma de gobierno no dejaría de ser motivo de confrontación violenta hasta la victoria de los republicanos sobre el imperio de Maximiliano y la restitución en 1867 de la Constitución de 1857 con la República Restaurada. Es cierto que la polémica en torno a la Constitución de 1857 no se desvaneció. Todos los políticos, incluyendo al mismo Benito Juárez, opinaban que requería reformarse urgentemente, pues consideraban que sus defectos (principalmente la forma unicameral del Poder Legislativo) no permitía el establecimiento de un gobierno estable. No obstante, en contraste con el periodo 1836-1867, los conflictos ya no pusieron en tela de juicio la legitimidad de la Constitución ni llevaron a movimientos que insistieran en su derogación. Incluso la Revolución de 1910 inició reivindicando la Constitución; es decir, la rebelión se armó contra Porfirio Díaz en lo particular y no contra el Estado. Este relato nos advierte, en primer lugar, sobre los peligros inherentes a la propuesta de abandonar la Constitución actual, que a pesar de todas sus innumerables fallas e inconsistencias forma la base de toda legitimidad política en el país. Es el acuerdo mínimo en torno al que diferentes partidos y grupos de opinión han discutido hasta el momento el futuro de la democracia mexicana; de modo que abolirlo podría abrir una caja de Pandora cuyo contenido podría ser muy peligroso. El Congreso Constituyente tendría primero que construir a un acuerdo mínimo para sentar las bases de un nuevo proyecto constitucional que incluiría detalles como el procedimiento para discutirlo y aprobarlo. La conformación del Congreso Constituyente entrañaría un enorme reto, pues los partidos políticos tendrían que ponerse de acuerdo de antemano acerca de la forma de elegirlo y —lo que es más difícil aún— tendrían que conformarse con los resultados electorales. Entre 1916 y 1917 Venustiano Carranza enfrentó exitosamente todos estos retos gracias a su poder personal y al apoyo del ejército constitucionalista que ya había doblegado a sus contrincantes. Como cuenta Ignacio Marván Laborde, el Primer Jefe “puso sumo cuidado en establecer de antemano quiénes podrían ser electos, cuál era el mandato expreso que tendría el Constituyente, cuál su duración, cuál será el método de discusión y aprobación del Proyecto de Constitución […] y dónde celebraría el Congreso Constituyente”.7 ¿Quién o quiénes en la situación actual tendrían la autoridad para generar las condiciones para una transición constitucional tan ordenada? Es obvio que un Constituyente electo en circunstancias similares a las de 2006 nunca gozaría de la legitimidad necesaria para redactar una nueva Carta Magna. En segundo lugar, la historia decimonónica demuestra que el cambio constitucional no es la panacea para todo mal. Como descubrieron los políticos de aquella época, la forma de gobierno (central o federal, republicana o monárquica) ni la declaración de derechos individuales garantizaron la creación de un Estado de derecho sólido y confiable. Historiadores y politólogos que han estudiado el porfiriato apuntan que las bases de la dictadura de Díaz no se encuentran en la Constitución de 1857 a pesar de que en el papel el presidente respetó casi siempre las indicaciones constitucionales; los fundamentos de su régimen, en cambio, como bien señala Luis Medina Peña, derivaba de la “invención de [un] sistema político” que dependían de prácticas y costumbres que permitían a Díaz neutralizar la efectividad de los preceptos constitucionales. Como han demostrado Medina Peña y otros, ésta fue una táctica adoptada el siglo siguiente también por los gobiernos priistas, quienes practicaban la costumbre de reformar la Constitución para evitar un acto anticonstitucional y cuyo triunfo más acabado fue el presidencialismo garantizado por la organización clientelar y función monopólica del Partido Revolucionario Institucional.8 Por esta razón, los estudiosos de la democracia moderna como sistema de gobierno insisten en incluir otros factores en sus análisis y no simplemente la organización institucional del país, como, por ejemplo, la cultura política, la participación ciudadana, la rendición de cuentas por parte de los actores políticos, la libertad de expresión, la desigualdad social y los niveles de corrupción. Cuando se incluyen estos aspectos en nuestro análisis se nota que —contra lo que se podría esperar— la Constitución se destaca como uno de los factores más importantes para garantizar la continuidad de la democracia en México. En el papel tenemos un sistema que garantiza la mayoría de los derechos humanos fundamentales, la libertad de expresión y la igualdad ante la ley. La división del poder es tripartita y regulada por unos pesos y contrapesos que impiden que un ramo del gobierno sea completamente dominante. Por otra parte, el Instituto Federal Electoral y las diversas leyes electorales aseguran la confiabilidad de las elecciones así como la representación de varios partidos en el Congreso de la Unión y en las legislaturas estatales. Como señala Gustavo Ernesto Emmerich en un artículo de 2009 acerca del estado de la democracia en México, las debilidades de ésta parecen estar situadas en el hecho de que esta Constitución no se respeta, lo que mantiene sumamente precario el Estado de derecho en México. Emmerich señala, además, que los principales retos actuales de la democracia mexicana son “la extremada desigualdad económica y social, las dudas sobre la equidad del sistema electoral, la mala imagen pública de los partidos políticos, el distanciamiento entre las elites políticas y la ciudadanía, la influencia de las grandes empresas sobre las políticas públicas, la insuficiencia de la rendición de cuentas y de oportuna respuesta gubernamental, la inseguridad pública, la persistencia de la corrupción […], la concentración de la propiedad de los medios electrónicos de comunicación, la baja participación popular y la centralización excesiva de las principales decisiones en la capital de la República”.9 Para concluir, diré que el pesimismo actual en torno al sistema político y la relevancia de la Constitución es sin duda justificado. Comparto plenamente la opinión de los que argumentan que la Constitución necesita una revisión exhaustiva para limpiar sus incongruencias y corregir sus fallos manifiestos. Sin embargo, no puedo aceptar que la mejor manera de superarlos consista en una mudanza de Constitución. Como espero haber demostrado en este ensayo, no creo que el origen de la crisis se pueda atribuir por completo a las deficiencias del texto; tampoco opino que la crisis actual se pueda sortear a través de un cambio de ropaje. No hay ninguna garantía de que una nueva Constitución gozaría del respeto y obediencia de la gente. De hecho, la historia nos advierte que el acto de reconstrucción podría hacer florecer todos los aspectos más negativos del sistema y llevar a México a una crisis política y constitucional muy riesgosa. En el escenario de que pudiera aprobarse una nueva Constitución, seguramente padecería el mismo desdén por parte de autoridades y sociedad que han sufrido todas las constituciones mexicanas. De este modo, creo que la mejor receta para superar los problemas actuales consiste en promover la reforma del Estado dentro del marco jurídico vigente, así como en guardar y hacer guardar este código. En otras palabras, por un lado, se debe fortalecer al Estado y sus instituciones y, por el otro, exigirle que cumpla cabalmente con las obligaciones que le impone la Constitución, sobre todo —pero no exclusivamente— en materia de garantías individuales. Catherine Andrews. Investigadora del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Autónoma de Tamaulipas. 1 Véase http://elmundodelabogado.com/2011/%C2%BFnecesitamos-una-nueva-constitucion/ 2 Cultura política de la democracia en México, 2006, Barómetro de las Américas-LAPOP-Vanderbilt University, 2006, p. 50. 3 La confianza en el Tribunal Supremo Electoral era de 67.4% en 2006, 63.1% en 2008 y 57.4% en 2010. Las cifras acerca de la confianza en el proceso electoral son: 55.6% en 2004, 53.1% en 2008 y 50.7% en 2010; y acerca de los partidos políticos: 43.1% en 2006, 41.5% en 2008 y 35.4% en 2010. Cultura política de la democracia en México, 2010, Barómetro de las Américas-LAPOP-Vanderbilt University, 2010, p. 111. 4 Geraldina González de la Vega, “¿Feliz? cumpleaños querida Constitución”, disponible en línea: http://www.gurupolitico.com/2011/02/feliz-cumpleanos-queridaconstitucion.html 5 María Amparo Casar, “La ruta del fracaso”, Reforma, 12 de enero de 2010. 6 Epigrama firmada por El Ruiseñor, en el Mosquito Mexicano, no. 60, martes 7 de octubre de 1834. 7 “El Constituyente de 1917: Rupturas y continuidades”, en Cecilia Noriega y Alicia Salmerón (coords.), México: Un siglo de historia constitucional, Instituto Mora/Poder Judicial de la Federación, México, 2009, p. 365. 8 Luis Medina Peña, Invención del sistema político mexicano. Forma de gobierno y gobernabilidad en México en el siglo XIX, Fondo de Cultura Económica, México, 2004; y Hacia el nuevo Estado. México 1920-1994, Fondo de Cultura Económica, México, 1994. 9 Gustavo Ernesto Emmerich et al., “Informe sobre la democracia en México, 2009”, Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, no. 21, 2009, p. 217. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 Nostalgia de los noventa Hugo García Michel De una y muchas maneras estamos viviendo una nostalgia por los años noventa, una época que en su momento pareció terrible y que hoy, frente a los horrores de todo tipo que hemos vivido en lo que va del nuevo siglo, resulta como una etapa idílica y hasta digna de ser revivida. E n los terrenos de la música y de la cultura pop esto se ve de manera muy clara con el éxito que ha tenido la reedición de lujo del álbum Nevermind de Nirvana, a 20 años de su aparición; con la idea de MTV de resucitar a la divertida y guarrísima serie Beavis and Butt-Head o con la más o menos reciente y efímera reunión de una de las bandas estadunidenses más emblemáticas y subterráneas (de culto, diría el lugar común) de esa década: Pavement. Quizá sea fruto de la casualidad o tal vez algo perfectamente planeado, pero la flamante salida del álbum Mirror Traffic de Stephen Malkmus (cantante, guitarrista, compositor y antiguo líder, precisamente, de Pavement), trabajo producido por otro icono de los noventa, Beck Hansen (mejor conocido como Beck), queda como anillo al dedo o como cereza del pastel para este retorno a los roaring nineties. Malkmus permanece como una de las personalidades musicales más emblemáticas del último decenio del siglo pasado. Aunque su figura pueda ser opacada por las dimensiones míticas de Kurt Cobain o los tamaños de rockstar de Eddie Vedder, el buen Stephen ha sabido guardar una especie de bajo perfil que lo mantiene en plena forma creativa y ello le ha ganado credibilidad y respeto. Su obra como solista es tanto o más sólida que la que consiguiera con Pavement y entre sus álbumes hay algunos verdaderamente estupendos (como el homónimo Stephen Malkmus, de 2001, o el sensacional Real Emotional Trash, de 2008). Nacido en la ciudad de Santa Mónica, California, en 1966, Stephen Malkmus se graduó en historia en la Universidad de Virginia, pero lejos de ejercer su carrera, regresó en 1989 a su estado natal para unirse a su amigo de infancia Scott Kannberg y constituir a Pavement. Ambos guitarristas y cantantes reclutaron a otros músicos y empezaron a dar forma a un estilo muy peculiar de componer música. Las canciones de la banda estaban llenas de rompimientos armónicos, letras crípticas, ruido de feedback, vocalizaciones austeras y estructuras elípticas. Su propuesta era casi tan experimental como la de su contemporánea Sonic Youth y nunca logró presencia comercial (a pesar de que su disco más accesible, Crooked Rain, Crooked Rain y su tema “Cut Your Hair”, ambos de 1994, consiguieron algo parecido al éxito), por lo que prácticamente se mantuvo en el underground a lo largo de los noventa, tiempo en el cual puso en circulación cinco álbumes, todos ellos muy recomendables. Al final de la década tanto Kannberg como Malkmus decidieron sacar discos como solistas y de ese modo se produjo, de manera discreta, la disolución de la banda (el hecho fue anunciado por el propio Malkmus en una entrevista para la revista Spin, aparecida en noviembre de 2000, en la que también se supo que el músico tenía a una nueva agrupación: The Jicks). Conformada por Joanna Bolme, Mike Morris y Janet Weiss (aparte, por supuesto, del propio Stephen Malkmus), The Jicks ha sido la banda de apoyo de este compositor, guitarrista y cantante desde entonces y hasta ahora que acaba de aparecer su más reciente larga duración. Quinto opus en la discografía de Malkmus, Mirror Traffic (Matador Records, 2011) no tiene desperdicio. Se trata de una colección de 15 canciones llenas de variedad y consistencia que van del más fascinante folk —“No One Is (As I Are Be)”, muy a la Greenwich Village de los sesenta, o “All Over Gently”, más en la psicodelia donovaniana— al rock pop con dejos de grunge —“Tigers”, “Senator”, “Stick Figures in Love”, “Spazz”, “Forever 28”— o melodías de gran ternura y belleza y sin la menor dosis de cursilería —“Asking Price”, “Long Hard Book”, “Share the Red”, “Fall Away”, “Georgeous Georgie”— y hasta esplendoroso rock and roll con “Tune Grief”. Es un álbum al mismo tiempo contundente y conmovedor, lúcido y brillante. En un medio como el del rock actual, tan lleno de subgéneros y divisiones ad nauseam, resulta confortante escuchar un disco que no se propone nada más que ofrecernos buena música y hacernos pasar momentos espléndidos. Stephen Malkmus y sus Jicks lo han conseguido con creces. Hugo García Michel. Músico, escritor y periodista. Director de La Mosca en la Red. Columnista de Milenio Diario. Autor de la novela Matar por Ángela. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 Caperucita tuiteada José Luis Zárate E n 140 caracteres cabe un destello. Le llaman Twitteratura. Consiste en utilizar, como plataforma de creación artística, una de las redes sociales más populares del mundo: establecer una relación inteligente con los artilugios que hechizan nuestro tiempo. Bajo la pluma de uno de los autores mexicanos más celebrados en el ejercicio de este género, presentamos aquí una colección de “tuitcuentos”: 140 golpes e imaginación libre Caperucita fue mi primer amor. Tenía la impresión de que si hubiera podido casarme con Caperucita Roja, habría conocido la felicidad completa —Charles Dickens Una pareja de cada animal, pero el lobo se niega a subir al Arca sin Caperucita. Después de hacer el amor el cazador no puede quitarse de la cabeza la idea que algo hay de lobo en Caperucita. En la terapia para curar su adicción a otras especies Caperucita y el lobo se conocen. A Caperucita no la aceptan en la manada y al lobo no lo dejan sentarse en la mesa familiar. El lobo supo que todo había terminado cuando Caperucita se compró un perro. Se decía que eran celos injustificados pero Caperucita Roja no podía dejar de ver con odio a los tres cochinitos. Algunos temen al bosque, otros lo buscan incesantes, saben que una manada de caperucitas caza ahí. La mandó vestida de rojo a un bosque plagado de lobos, sin armas ni compañía. La devoraron, pero no exactamente como quería la madre. EL MÉTODO DEL LOBO FEROZ. Mucho hay que hablar de la emoción de meterse en una cama para cazar. La luna ve con amor a la manada. Sonríe cuando ellos le cantan. Sueña. Con las caricias, con la piel. Sus sueños son Caperucita y el lobo. Nevó lobos, la aldea fue una mancha roja, la única sobreviviente recorrió un largo y oscuro camino hacia el hambre devoradora de una anciana. No todas eran inocentes bajo esas caperucitas, no todos eran lobos. Entró a la fría recamara de Caperucita que yacía desnuda bajo esa ostentosa piel de lobo que, sorpresivamente, alzó la cabeza. La sangre goteaba del hacha, el cazador fue por su recompensa, ella trató de cubrirse con su caperuza. Afirman que ése es el final feliz. La enfermedad es un invierno lento y cruel. Por eso la abuela recibió con tanta alegría al lobo, le invitó un té, lo dejó almorzar a gusto. Fueron las lobas las que finalmente terminaron con Caperucita. EL MÉTODO DEL RITMO. Cada 28 días, cuando la tela se vuelve roja, Caperucita sale a encontrarse con el lobo. Con una leve sensación de ridículo, las lobas advertían a sus cachorros contra las caperucitas. El lobo descubrió que la caperuza roja no era la prenda más llamativa del conjunto. Los aullidos en el bosque no los dejaban dormir, los salvajes del lobo, los estremecedoramente sugestivos de Caperucita. El mínimo y dulce Francisco de Asís trajo a la aldea al terrible lobo, dócil al fin. “No peques más”, dijo al dejarlo en casa de Caperucita. Quien anda con lobos a aullar se enseña. El lobo sabe decir, clarito: “Caperucita”. Ciego a los colores, la ropa no significaba nada para el lobo. Pero Caperucita toda olía a rojo. Leerles cuentos antiguos exige explicar todas esas cosas que definitivamente ya no existen. Qué es un bosque, un lobo, una abuela… El joven miró satisfecho su vello púbico, seguro de que la transformación para agradarle a Caperucita había empezado. El cazador sacó del lobo, milagrosamente aún con vida, a Caperucita, a la abuela, a tres cochinitos, a un despistado que dijo llamarse Gepeto. ¿Inocencia o conocimiento? ¿Descubrimiento o experiencia? ¿Caperucita o la abuela? ¿Qué caricias, qué placer y estremecimientos prodiga Caperucita lobo adentro? Ante el peligro de una eventual extinción de la especie, empezaron a nacer lobas pelirrojas. El ardiente rojo bailaba en medio del lobo humo. El bosque no pudo contener esa pasión. A veces encontraban a los jóvenes lobos leyendo, a escondidas, a Perrault. La madre no puede detener la luna. Mira a su niña convertirse. Sangre y vello que surgen. Caperucita y lobo entre las piernas. Que mal piensan de Caperucita que sólo busca que no se extinga el lobo gris europeo. Letra a letra acercamos (con una deliciosa expectación) a Caperucita al lobo. Después de visitar a Caperucita, el lobo no pudo derribar de un soplo la casa de paja del cerdito. Cuidaré a las niñas de los lobos, prometió el cura, cubriéndolas con esas sinceras manos grandes, fuertes, peludas… Caperucita prefería al camino largo al corto. El lobo tuvo que aprender qué era el “foreplay”. Hachas, sangre, muerte. El cuento de Caperucita es terrible, y más la versión que se cuentan entre sí los lobos. —Nuestro amor es imposible —le dijo Caperucita al lobo—. ¡Eres un Montesco! Dafne y Velma le dieron interesantes consejos a Caperucita sobre las relaciones entre especies. Era un lobo con piel de abuela. 12 campanadas. El camino largo se volvió corto, Caperucita en Cenicienta, y el lobo feroz en un príncipe sin imaginación en el lecho. Somos uno, se dijeron con sus cuerpos, roto el límite entre las pieles. Los aldeanos no comprenden por qué Caperucita tiene sombra de lobo. —Qué ojos tan grandes tienes, qué dientes tan grandes, qué garras tan gr… —el horror hace callar al lobo. Mientras Perrault leía, la Corte trataba de adivinar quién era Caperucita. Todos estaban seguros de ser el lobo. Con dulces descripciones los corderos los convencieron de cazar caperucitas. Era un bosque tan oscuro y peligroso que Caperucita y el lobo se abrazaron en la cama de la abuela sintiéndose, al fin, a salvo. La inocencia se paga cara en el mundo real. El lobo se creyó lo de la anciana indefensa a mitad del bosque. El cazador olvidó que los lobos cazan en manada. Uno se quitó su disfraz de abuela, otro el de Caperucita, los muebles empezaron a gruñir. —Si corto todo eso —dijo Perrault al censor— va a quedar un cuento infantil. José Luis Zárate. Escritor. Entre sus libros: La máscara del héroe, Quitzä y otros sitios y En el principio fue la sangre. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 Central Zürich Alberto Lima Soy Salvador Elizondo y viajo a bordo de un tren que se desplaza a través de la campiña europea. No, no es verdad. No soy Salvador Elizondo. Él, en este momento, debe estar dormido en su casa de Coyoacán. Yo sólo soy un hombre ordinario que —mientras Elizondo sueña— recorre en tren la ruta Shaffhausen-Zürich para recibir consulta médica. En los asientos de enfrente de mí viajan unos gemelos idénticos, de rasgos posiblemente eslavos. Me perturba cómo reafirman el parecido extremo que comparten, manifiesto en el uso del mismo corte de cabello e igual modelo y color de zapatos, pantalones, jerseys y relojes. En un principio pienso que quizá son rusos, pero según acabo de constatar —debido a que uno de ellos acaba de extraer un par de pasaportes del interior de su chaqueta—, son ucranianos. Al arribar a la estación de Zürich, ellos se quedan en un restaurante especializado en servir refrigerios elaborados a base de mariscos y pescados. Despierto en Zürich. Me hospedo en un hotel no muy apartado del centro de la ciudad. Luego de una ducha, cambiar de ropa y tomar un desayuno sencillo en una panadería cercana al hotel, camino hacia el centro. Antes de dejar atrás la estación del tren, tal vez por los diversos olores a comida que se entremezclan allí o por la imagen de los gemelos entrando en el restaurante, tengo apetito. Mi desayuno de hoy consiste en una salchicha con mostaza y un botellín de agua. Como mientras me dirijo al consultorio de la doctora Chapuisat, eminente ortopedista. En un semáforo de Bahnhofstrasse, durante el intervalo del cambio de luces, atrae mi atención un hombre que camina con parsimonia sobre la acera de enfrente. Es de complexión delgada, viste suéter y pantalón negros, lentes de pasta gruesa. Aguzo la mirada. Se parece, pero no puede ser él. Nada más pensarlo sería una ocurrencia incomprensible. Decido seguirlo en cuanto la luz verde aparece. A unos cuantos metros, el hombre se introduce en una cabina telefónica. Me acerco discretamente. Observo a través del cristal del aparato. Su cabello es oscuro, sus ojos pequeños, ligeramente rasgados. Concluyo: no se parece, es Salvador Elizondo. Marco 3-24-42. Una voz femenina, desde el otro lado de la línea, me dicta las instrucciones en alemán. Traduzco: ensayo de Robert Frank sobre París: hallar imagen; visitar el cementerio en Fluntern; dirigirme a la estación del tren antes de las dos de la tarde, y esperar contacto en el punto de reunión. Salvador Elizondo abandona la cabina telefónica. Su andar ha dejado de ser pausado y ahora lo hace con cierta premura. En la esquina de Uraniastrasse da vuelta hasta cruzar el río Limmat en el Rudolf-Brun-Brücke, y se adentra en la parte antigua de la ciudad. En Marktgasse ingresa a una librería. Dudo un momento en entrar o permanecer afuera. Opto por la primera opción. A mi parecer, próxima a la catedral de Grossmünster está la librería más completa de todo Zürich para adquirir libros de fotografía de autor. Escojo del librero ejemplares de Mary Ellen Mark, Weegee, Bill Brandt, Roy De Carava y, por supuesto, el de Robert Frank acerca de París, pero ése tengo contemplado revisarlo al final. Agarro el primer libro que se me presenta: Arquitectura medieval en los Países Bajos. Busco a Salvador Elizondo. Está sentado plácidamente en un área de lectura ubicada en uno de los extremos de la librería. Noto que, desde que entré, una empleada y la cajera no han dejado de mirarme. Me acomodo en un sillón individual situado a un costado del área de lectura. Elizondo tiene apilados frente a él varios libros, los cuales hojea y mira con interés, indistintamente durante periodos prolongados. Por momentos carraspea o deja escapar alguna risa aislada. Media hora después, aproximadamente, se incorpora y va hacia la caja. Lleva consigo un libro de formato pequeño. Mientras paga, yo abandono la librería. La tarea de hallar la imagen de Frank resultó sencilla. Ya la había visto antes, en esta misma ciudad, en el Kunsthaus, año 76. La fotografía se titula Les lignes de la main y, entre otras lecturas posibles que he elaborado acerca de ella, considero que funciona como una alegoría sobria y contundente acerca de la muerte. El tranvía circula cuesta arriba sobre Kräbuhlstrasse. Salvador Elizondo se mantiene recargado contra la ventanilla próxima a su asiento. En apariencia observa el panorama exterior, pero es evidente que cavila cuestiones más interesantes que la vista de las zonas residenciales allá afuera. Llegamos al final de la ruta. Aquí sólo existen tres posibilidades: el zoológico, las instalaciones de la FIFA o el cementerio. Elizondo se dirige a este último. Decido no entrar. Según recuerdo, el cementerio es pequeño, cuenta con un solo acceso y generalmente es poco visitado, por lo tanto es posible que, si entro también, Elizondo me descubra. Espero del otro lado de la calle, denominada Zürichbergstrasse, apoyado en una cerca de media altura que delimita un campo de futbol circundado por una pista recubierta de tartán. Es la segunda ocasión que estoy en este lugar. La vez anterior cometí la imprudencia de caminar hasta acá desde la universidad. Llegué con los pies ampollados y exangües a rendir honores. Descanso en un banco de cemento. El sol se acerca al mediodía y mi sombra se tiende sobre la lápida; fumo un par de Camels. El cementerio de Fluntern está asentado sobre un terreno pendiente. Es aquí donde reposan los restos de James Joyce. Su tumba, distinguida de las otras gracias a una escultura de tamaño natural del escritor, se sitúa al fondo, en una zona más alta rodeada en su totalidad por setos y demás vegetación. Se accede por medio de un circuito cubierto de grava que corre justo a un lado de una escalinata breve que conduce a la tumba. Por el momento soy el único visitante, además de los cantos entrecortados de algunas aves, y con la excepción ahora de un jardinero que cruza el circuito y recién acaba de saludarme con gesto desganado. Comienzo a sentir un poco de calor cuando Salvador Elizondo abandona el cementerio. Luego de sacar un boleto para el tranvía de la máquina expendedora, permanece de pie cerca de allí. Me acerco entonces para obtener un boleto. Mientras escucho trabajar a la máquina, no puedo evitar voltear a ver a Elizondo, quien de inmediato se percata de mi intención y con sus ojos pequeños y algo rasgados me mira con recelo. Toda la mañana he tenido la impresión de que alguien me ha estado siguiendo. Al principio cuando hice la llamada telefónica, después en la librería y hace rato cuando aguardaba la llegada del tranvía. Se trata de un sujeto vestido de negro, cabello corto oscuro, lentes de pasta gruesa y que utilizaba un brazo artificial enorme. Su manera de observar me pareció sospechosa. En fin, falta poco para volver al centro y el ciclo se habrá completado. Salvador Elizondo enfila apresurado hacia a la estación del tren. Lo veo acercarse al punto de reunión de la estación, indicado justo debajo de un enorme reloj Mondaine, que en este momento señala 13:42. Reconozco a los gemelos ucranianos que viajaron conmigo en el tren esta mañana. Elizondo habla con ellos. Comprendo entonces la inutilidad de continuar con esto. Ambos asienten con la cabeza lo que el escritor les dice. Incluso uno de ellos parece sonreír. Elizondo golpea reiteradamente con el dedo índice su muñeca izquierda, dando a entender algo referente al tiempo. Los gemelos le ceden el paso y los tres comienzan a caminar en dirección a los andenes. Mientras los miro alejarse, me doy cuenta que debo solicitar una nueva cita con la doctora Chapuisat. Alberto Lima. Periodista, escritor y traductor. Actualmente es coordinador del Museo Archivo de la Fotografía. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 2012: Crónica del fin del mundo Roberto Pliego E l género humano, tan acostumbrado a recibir malas noticias, debería saber que sus días están por fin contados. No más esperanzas, no más sueños azucarados o agridulces de futuro. El oscuro negro, la página en blanco, el silencio, la cortina que extingue la vista, se sumarán a las trompetas del juicio último en una fecha sin retorno. La Tercera Dimensión dará paso a la Cuarta Dimensión, el Quinto Sol se extinguirá y de la nada surgirá el Sexto Sol. O sea: el género humano pagará por sus errores y, salvo unos cuantos ejemplares, será borrado de todo el planeta, o quién sabe. ¿Cuántas veces ha prosperado ese discurso apocalíptico? No es posible llevar la auditoría. Es pertinente, sin embargo, registrar la afición gregaria a proyectar el fin absoluto de los tiempos. La inminencia del año 1000 atrajo a magos, nigromantes, curas, escribanos, sabios, pendencieros, dibujantes y pintores a proclamar que no había nada que hacer, excepto resignarse a la voz capital de los profetas. La inminencia del año 2000 atrajo las mismas resignaciones. No se habló entonces de cataclismos naturales pero corrió el temor de que los sistemas por internet serían vulnerados y, por añadidura, quedarían indefensos ante cualquier amenaza. Caerían los mercados financieros, caerían gobiernos y reputaciones, trofeos y guirnaldas. Ahora resulta que Hunab Ku, proveniente de las Pléyades y uno de los nueve Señores del Tiempo, mensajero intergaláctico e interdimensional, la energía central de la galaxia, hizo saber en los códices mayas que el ciclo universal de 26 mil años daría el canto del cisne el 21-22 de diciembre de 2012, la noche del solsticio de invierno. Ya que se trata de un dios, Hunab Ku no puede mentir. Su preclaridad, es obvio, se extiende a la astronomía y las matemáticas. ¿Acaso no concedió la revelación del número 0 en el siglo III? Palabra de Hunab Ku: el mundo se acabará, y muy pronto. Hermanos, el saldo del calendario ya no da para más. Los nuevos profetas dicen que Diego de Landa, conquistador de lo que hoy llamamos Campeche, Tabasco, Quintana Roo y Yucatán, inflamado de intolerancia cristiana, ordenó, en 1562, reducir a cenizas los códices mayas; eran blasfemos y paganos. El caso es que algunos sobrevivieron a las llamas, fueron traducidos al español y conservados sin otro propósito que el de la curiosidad… o el de la posesión de poderosos arcanos. Uno de ellos, el Códice K, contiene las amenazas de Hunab Ku. La industria editorial, la parafernalia mercantil, el cine y sus guionistas, los buena-onda, los yoguis mañaneros, los jipis devaluados, ciertos ecologistas, ciertos patronos de los animales, vegetarianos y ex comunistas en tránsito a la luz han tomado la profecía maya al pie de la letra. Y se preparan al pie de la letra. ¿Habrá llegado en verdad el momento de respirar profundo y reducir las pulsaciones cardiacas? Y el cataclismo nos hará mejores No hay libro religioso que quiera prescindir de las profecías. El Chilam Balam, un oráculo según sus hermenéuticos incondicionales, asegura que “La Tierra quemará, surgirá la amargura, desaparecerá la abundancia, vendrá la guerra de opresión, será un tiempo de dolor, de lágrimas, de miseria. De cualquier modo, eso se verá”. Se ve y se ha visto por cualquier lado. El Códice K ofrece más señales. Alude, por ejemplo, al número 3113 a. de C., un palindroma que no sólo debe juzgarse como una alusión al nacimiento de la cultura maya. El número, en realidad, comprende otra cifra: 5125, uno de los cinco ciclos menores que componen el ciclo mayor de 25 mil 625 años y que habrá de cumplirse en diciembre de 2012. Se trata apenas de sumar o restar. ¿Quiénes dieron con esta revelación? Los sacerdotes mayas, por supuesto, y, oh sorpresa, el mismo Jesucristo quien, si hemos de creer en las afirmaciones de Germán Gallego Marín, Mano Galáctica Azul, fundador de la Escuela Magnético Espiritual de la Comuna Universal, difundió su palabra en tierras mexicanas con el nombre de Yesua Ben Yusef. Lo cierto es que hace unos 20 años nadie había oído hablar de las siete profecías mayas acerca del final inminente. La fiebre milenarista ocupaba el primer sitio entre las ofertas de destrucción masiva. Otra cosa: ni los historiadores ni los arqueólogos que infunden respeto académico saben cosa alguna del Código K o de un documento parecido. Fue en 1999 cuando, en Colombia, Fernando Malkum comenzó a difundir las malas nuevas tras el lanzamiento del soporífero cinematográfico Los dueños del tiempo. Las siete profecías. En un respiro, de modesto documentalista sobre todo aquello que tuviera un tufo esotérico pasó a convertirse en un reputado chamán que ofrece conferencias, charlas y seminarios, y que ha ganado un montón de dinero con la venta de talismanes milagrosos. Su ejemplo atrajo a una legión de imitadores y, a la distancia, puede considerarse como otra de las señales ominosas de que el planeta no se encuentra bien de salud. Vaya, pues, hasta Hollywood ha levantado la voz y producido un filme de altísimo presupuesto pero baja audiencia. De modo que la raza humana necesita un escarmiento; no un manazo ni un par de nalgadas sino una tunda a toda ley. Congéneres, tienen 17 meses para escuchar la voz maya a la que ha silenciado su corazón materialista. O como advierte Mano Galáctica Azul: “Querrán saber qué pasará con aquellos hermanos que no alcancen el ascenso a la Cuarta Dimensión. Les diré que simplemente serán materia combustible para el cataclismo”. Ni hablar: con los mayas y los elegantes profetas con saco de cashmire y teléfono celular hemos tropezado. Viajeros sin pasaporte ¿Sabían ustedes que existen atajos a través de los cuales resulta factible pasar de un universo a otro en el hiperespacio? Son los llamados agujeros Schawrzchild o agujeros de gusano de Lorenz. Cada uno de sus extremos permanece en una dimensión espacial y temporal distinta, y están unidos por una suerte de conducto por el que puede transitar la materia. Qué carretera, si no ésta, creen que empleó la civilización extraterrestre que hace miles de años arribó a las costas del sur del Golfo de México. Nada más propenso a la especulación paleoesotérica que la pregunta sobre el origen de los mayas. En 1966, André Millou y Guy Tarade publicaron “El enigma de Palenque” en la revista turinesa Clypeus, en el que afirmaban, a propósito de la Lápida de Palenque, descubierta por el arqueólogo mexicano Alberto Ruz Lhuillier en 1952, y que cubría el sarcófago donde yacían los restos del rey Pakal II: “El personaje que aparece en el centro de la losa, y que nosotros llamamos piloto, lleva un casco y mira hacia la estructura delantera del aparato. Sus dos manos manipulan unas palancas. Su mano derecha se apoya sobre un mando idéntico al que se utiliza para el cambio de marcha en los coches Citroën 2CV. Su cabeza se apoya en un respaldo. Un inhalador penetra en su nariz, lo que indica con claridad un vuelo estratosférico”. Revelaciones semejantes fueron difundidas en 1968 por Erich von Däniken, un ufólogo y hostelero de origen suizo cuyo Chariots of the Gods (Recuerdos del futuro, en la versión al español) alcanzó cifras millonarias de ventas. Si los mayas inventaron el 0, aun antes de que tal concepto iniciara su lento peregrinaje de Egipto a Babilonia, y de ahí a la India y Arabia, y si concibieron un calendario estelar que aún hace palidecer a los científicos de la NASA, no se debió a otra cosa que a la buena voluntad de unas criaturas que sabían desplazarse por los agujeros Schawrzchild. L os teóricos de esa disciplina que ha dado en estudiar los llamados “paleocontactos” se cuentan a montones. El cazador de ovnis Zecharia Sitchin sostiene la existencia de Nibiru, el duodécimo planeta del Sistema Solar, de órbita oblonga que coincide con la de la Tierra cada tres mil 600 años. Una vez que llega ese momento, los annunaki o nefilim, sus habitantes, envían a este su humilde hogar a unos cuantos empleados calificados a levantar nuevas civilizaciones, transmitir conocimientos científicos y tecnológicos y sentar algunas bases necesarias de conducta. No refiere, por cierto, que tengan interés alguno en nuestras mujeres sino en que el género humano ascienda por la escalera que conduce a la purificación del alma. Pero quien se lleva las palmas es José Argüelles, santo patrono de la mayología, mejor conocido como Valum Votan. Tiene un doctorado en Historia del Arte y en 1987 fundó el grupo Convergencia Armónica por la Paz. Gracias a El hechizo del sueño, la prueba de un más allá extraterritorial para sus miles de seguidores, podemos responder la pregunta que tanto nos hiere: ¿de dónde venimos? Hace 23 mil 989 años viajábamos por el tiempo galáctico, sea lo que fuere el tiempo galáctico y cómo lo hacíamos. Tan bien que estábamos pero fuimos sorprendidos por los bandoleros del tiempo —ignoramos si galáctico— que, con extrema piedad, nos pusieron a dormir —por lo visto, en la galaxia hay rufianes que respetan la vida de sus enemigos—. Pero, oh raíz cósmica, nuestros espíritus se metieron en sus trajes cósmicos —ya saben, el cuerpo, la insidiosa materia— y, tras mucho vagar, decidimos que aquí nos tocaba vivir y nos dispersamos por la Tierra; por Mesopotamia, China, Egipto, Grecia, la península de Yucatán. Seguimos portando el traje cósmico. Ya vendrá la hora de deshacernos de él. Al noreste de las Antillas Tenía 23 años cuando su voz sufrió repentinas alteraciones hasta quedar reducida a un débil murmullo. Los médicos diagnosticaron un mal incurable. Por consejo de algunos amigos de la familia, versados en ciertas prácticas de vanguardia, probó la autohipnosis. Un día, y para asombro de los presentes, habló en sueños con una voz profunda y clara. Refirió las causas de su extraño mal y aun el remedio. Al cabo de unas semanas podía otra vez conversar con soltura. No fue ésta, sin embargo, su alegría mayor. Había descubierto la manera de comunicarse con el inconsciente colectivo y quiso entonces poner su don al servicio de sus semejantes. Edgar Casey nació en 1877 y los auténticos maestros en saberes ocultos pronuncian su nombre con reverencia: ningún otro clarividente pudo rivalizar con sus cualidades durante todo el siglo XX. En honor a la verdad, era dueño de una inconmovible disciplina. Por espacio de 40 años entró en ese sueño extático dos veces al día, siempre acompañado por un taquígrafo que anotaba sus palabras curativas. En efecto: Casey proponía el uso de fármacos y hierbas desconocidas, traía de vuelta recetas populares ya olvidadas, y sanaba a los enfermos. Y, sobre todo: viajaba a las existencias anteriores de sus pacientes. Sostenía que el alma humana vivía muchas vidas y que el recuerdo de las vidas pasadas se alojaba en un rincón polvoriento del inconsciente. Sólo había que escarbar un poco y… voila, quedaban a nuestra disposición las biografías milenarias de los hombres y las mujeres que fuimos antes de llegar a nuestro estado actual. A su muerte, sus hijos conservaron más de dos mil 500 relatos inspirados en las existencias múltiples de sus pacientes. Dice Adrian G. Gilbert, coautor de El misterio de Orión, que gracias a ellos es posible reconstruir la historia entera de la humanidad. Todos esos “testigos oculares” que visitaron el gabinete de Casey aportaron una pieza para la confección del inefable rompecabezas. Unos habían saboreado los vinos de los campos de Creta, otros habían vencido a la peste del siglo XIII, algunos habían conspirado en la corte de Marco Aurelio. Y un buen número conservaba la memoria del continente perdido. Ahora sí hemos entrado a un mundo de delirios galopantes. Casey describió a la Atlántida como una civilización entregada al cultivo de la armonía espiritual y el avance tecnológico. Estamos en el año 10500 a. de C. y poco ha quedado de esa intachable conducta. Los atlantes han dado la espalda a Dios y se han arrojado en brazos de los placeres mundanos. Conocemos el desenlace. Una erupción apenas imaginable sepultó a la isla en las profundidades del océano. Lo que no sabíamos es que, según los registros de Casey, la Atlántida se erguía frente a las costas de Florida, al norte de Cuba. Ignorábamos de igual modo que un grupo nutrido de sobrevivientes emigró a ultramar. Y en dónde creen que desembarcaron. Dónde más: en Egipto… y en la península de Yucatán. Iltar —o Votan, que personificaba a una serpiente, según afirman los mayólogos que decían las antiguas crónicas quichés—, un sacerdote de la casa real de Atlán, arribó con un pequeño séquito de hombres vestidos con togas largas. Por supuesto, los nativos se mostraron amigables y, ahora sí, ofrecieron a sus hijas en matrimonio. Iltar compartió sus conocimientos científicos, arquitectónicos, astronómicos y matemáticos y de este modo —escribió Casey— “comenzó, con los pueblos de ahí, el desarrollo de una civilización que surgió casi de la misma manera que en la nación atlante […]. Los primeros templos erigidos por Iltar y sus seguidores fueron destruidos en el periodo de cambio en forma física, en los contornos de la Tierra. Los que se han encontrado ahora, y una porción ya descubierta, deteriorada por muchos siglos, fueron entonces una combinación de aquellos pueblos de Mu, Oz y Atlántida”. ¿Los pueblos de Mu, de Oz?: los mismos que provenían del altiplano de México y de las cumbres peruanas. En opinión de Adrian G. Gilbert, Iltar es “el gran profeta que los mayas reverenciaron después como su maestro Zamná”, o Itzamná, justo, pacífico, bondadoso, representado en los códices como un anciano rubio, de nariz romana. La danza de los números Los mayas, nos han dicho hasta la saciedad, leían los cielos. Pero qué esperaban de ellos. Claridades astronómicas para ordenar las siembras y las cosechas agrícolas o para iniciar la temporada de caza, establecer fechas de contención y relajación moral, sellar el destino de los recién nacidos, normar la vida civil, obtener los mejores auspicios para la celebración de fiestas religiosas. Cuando uno se asoma a los argumentos de chamanes, iluminados, fraternólogos, videntes, poseídos, pseudocientíficos y abducidos descubre, sin embargo, que los mayas estaban muy poco interesados en este mundo. Se supone que empleaban su energía y su infinita sabiduría en conseguir que la marcha de su espíritu se pusiera a punto con el tic-tac del universo. Si uno cree que los mayas descendieron de un ovni, o que recibieron la bendición de los sobrevivientes de la Atlántida, entonces todo está permitido. En el imaginario apocalíptico hay referencias al calendario que concentran y a la vez disparan una serie enorme de temores. Pensemos, por ejemplo, en el año 3113 a. de C. La fecha señala el nacimiento del Quinto Sol y el del planeta Venus. También están el número 5125, que marca los años de vida de cada era —o Sol—; el 26000, la Cuenta Larga, el tiempo que el Sistema Solar emplea en desplazarse para situarse de nuevo en el ecuador de la Vía Láctea (o lo que tarda la constelación de Las Pléyades en ocupar su sitio inicial en el cielo); y el 144000 —cantidad de días—, que alude al inicio del ciclo de transformaciones severas que se observan en el comportamiento solar. Estas tres potencias numéricas confluirán en el 2012. La confluencia no sólo inducirá cambios en el planeta sino en ¡la Vía Láctea! El narrador, poeta y ensayista Darío Bermúdez tiene la palabra: “Sobre el final de cada ciclo de cinco mil 125 años, el sol central de la galaxia emite un potentísimo rayo de luz que sincroniza todos los planetas, iluminando todo el universo. Ese resplandor dura 20 años, marcando una transición. En nuestro caso, desde el año 1992 hasta el 2012. Es un momento evolutivo sin precedentes, donde transitamos un no-tiempo”. Señales La verdad de los números es transparente, afirman los mayólogos. Muy bien. ¿Pero acaso hay pruebas que confirmen el tino de las predicciones que parecen invocar? Por supuesto, y muchas. Una vez que llegamos a este punto, debemos, sin embargo, abrigar una insidiosa sospecha: ¿no será que las señales antecedieron a las profecías? Cuando unos cientos de chamanes hablan de “los amos del tiempo mágico” no se refieren a matemáticos o astrónomos sino a sacerdotes clarividentes que interpretaban el movimiento de los astros en clave apocalíptica; es decir, intentan definirse a sí mismos, por mero pecado de soberbia, definiendo a los antiguos mayas. Las señales aumentaron a partir de 1992 y provienen por igual del orden de la naturaleza que de la bóveda celestial. Cómo no reconocerlas. Entre septiembre y octubre de 1994 una variación del campo electromagnético desquició la navegación por instrumentos. En 1996 la frecuencia de resonancia Schumann —el ritmo cardiaco del planeta— sufrió un infarto; los aeropuertos tuvieron que sustituir sus cartas aeronáuticas. ¿No sabían que en diciembre de ese mismo año la NASA se quedó con un palmo de narices al descubrir que el Sol se había quedado sin polo sur ni norte? ¿De qué otra manera podríamos explicar que las aves migratorias y las ballenas pierdan el rumbo con cada vez más frecuencia? De 1998 a 1999 la ONU contabilizó 100 microdesastres y 11 macrodesastres en América Latina y el Caribe. Desde el mes de abril de 1999 en los campos de cultivo de la Gran Bretaña han aparecido extrañas formas geométricas por generación espontánea. El eclipse solar del 11 de agosto de 1999 anunció la decadencia emocional del género humano, que a partir de entonces se ha mostrado incapaz de dominar sus impulsos violentos. El 5 de mayo del 2000 la alineación planetaria de Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter y Saturno provocó un deslizamiento anormal de los hielos de la Antártida. A fines de 2002 una lluvia de granizos del tamaño de un huevo de gallina mató a 22 personas en China. En 2008 el astrofísico japonés Tadashi Mukai anunció la presencia de un cuerpo invisible en la órbita gravitacional de Neptuno: ¿un cometa, el famoso planeta X del que tanto jugo ha sacado la ciencia ficción? El lunes 22 de marzo de 2009 desde la isla de Tahití pudo observarse la carrera del asteroide DD45 que viajaba a una velocidad de 92 mil kilómetros por hora. Se diría que acarició la Tierra, ya que pasó a una distancia de 70 mil kilómetros, una quinta parte de la que separa a la Luna. Frente a tales portentos, sonaría redundante ensayar una lista siquiera de los huracanes, terremotos, inundaciones, epidemias que han hecho mella en las compañías de seguros en el siglo XXI. Las siete profecías El Códice K: un volumen presuntamente escrito en maya arcaico, presuntamente encontrado en Palenque, presuntamente a salvo de la quema de libros diabólicos que ordenó el obispo Diego de Landa en 1562. Sólo unos cuantos elegidos han tenido acceso a sus páginas ya que permanece oculto en los subterráneos de la Biblioteca del Vaticano. Podemos, pues, atribuirle una autoridad similar a la del Necronomikón o las fórmulas alquímicas de Hermes Trimegisto. Así que hemos de confiar en que el dios Hunab Ku dictó siete profecías al rey Pakal II, que gobernó en Palenque entre 631 y 683. Nadie, por cierto, discute la pertinencia histórica de Pakal II, descrito como el más sabio entre los hechiceros y astrólogos de su corte. Fue un guerrero notable y extendió sus dominios a las ciudades vecinas. De su talento provinieron las construcciones monumentales de Palenque y la adopción de tres calendarios: uno dedicado a reglamentar la vida cotidiana; otro, los usos religiosos; y, uno más, a llevar la Gran Cuenta Larga del cosmos. Si algo resulta groseramente discutible es la certeza de que Pakal II transmitió su mensaje desde el reino de los muertos. Corre la versión de que de su tumba ascendía un tubo con forma de serpiente —adosado a la escalinata— que transportaba su voz hacia la superficie. Qué dicen las profecías. A decir verdad, nada que no sepamos o presintamos. La primera contiene la noticia de que las dos décadas anteriores a 2012 son la antesala del consultorio de un psicoterapeuta Gestalt. Habitamos una sala de espejos. Debemos, por tanto, mirarnos a nosotros mismos con ojos penetrantes y honestos. Sólo así podremos merecer una nueva oportunidad. La segunda abarca un solo episodio: el eclipse del 11 de agosto de 1999, que traerá conflictos, guerras y holocaustos naturales. La tercera previene un incremento de la temperatura global y de episodios de crispación social. También la cuarta profecía se vuelve hacia el pronóstico del clima: ya que la humanidad ha optado por vencer las defensas del planeta, resta esperar el derretimiento de los hielos polares. La quinta proclama el derrumbe de las formas de organización política y económica; caerán los sistemas informáticos y rodará por los suelos el prestigio del dinero. La sexta prevé la aparición de un cometa —la NASA lo bautizó como NT7— que chocará con la Tierra. La séptima comunica un mensaje de esperanza, el advenimiento de un mundo pleno. Spencer Carter, autor de Nostradamus maya, adelanta una memorable descripción: “el Sol, abandonando millones de años de brillar en la oscuridad, entra en el amanecer de la galaxia al alinearse con ella. Recibirá entonces un intenso rayo desde el poderoso punto central de la Vía Láctea, y lo reenviará a la Tierra, posicionada en la misma línea celeste. Esa energía unirá a todos los seres humanos en una recuperada conciencia divina, se inundarán de plenitud y podrán comunicarse entre sí con el pensamiento, recobrando el poder mental y la paz espiritual que tenían en el comienzo de los tiempos”. ¿De modo que no se trata de la destrucción física, de las trompetas que soplan los siete ángeles del apóstol San Juan, sino de mensajes agoreros de la industria de la autoayuda condimentados con un poco de esoterismo y una pizca de astrología? La clave solar Hacia 1993 el ingeniero Maurice Cotterell saltó a las primeras planas de los periódicos británicos tras divulgar que había descifrado las imágenes contenidas en la Lápida de Palenque, la misma bajo la cual yacía la tumba de Pakal II. En la base de sus afirmaciones se hallaba la convicción de que la historia humana dependía por completo de los ciclos solares. Cotterell había estudiado los patrones de aparición y desaparición de las manchas solares y llegado a conclusiones que soliviantaron la paz de los círculos académicos. Su lectura del “código maya” puede considerarse precursora aunque, no por ello, menos calenturienta que la de muchos otros aficionados. Ostenta, sin embargo, una distraída originalidad. ¿Cuál era la raíz de la obsesión de los mayas por ciertos números asociados al calendario cósmico? Tenían, para empezar, intereses astrológicos, y no de cualquier tipo. En realidad buscaban la conexión entre el lugar que ocupaban los astros y la fertilidad humana. ¿No sería probable que desdeñaran la trama estelar del zodiaco y voltearan la vista hacia la influencia del Sol en el temperamento humano? Cotterell iba en busca, asimismo, de una presa más apetitosa: determinar el grado en que las manchas solares afectan el campo magnético de la Tierra. Por este camino llegó a la numerología maya. Los ciclos de 144000, 72000, 360, 260 y 20 días eran la expresión matemática del comportamiento solar, es decir, de las sacudidas que sufría su campo magnético. Y si el campo magnético del Sol sufre bruscas variaciones, ¿no ocurrirá igual con el de la Tierra, cuyo eje de rotación experimenta un lento pero continuo viraje gravitacional, un fenómeno que recibe el nombre de precesión? Revestidas de una pátina científica, las interrogantes de Cotterell arrojan conclusiones que han hecho las delicias de las sectas apocalípticas: en el año 3113 a. de C., que inauguró la era del Quinto Sol, se invirtió el campo magnético de la Tierra. Como lo oyen. El calendario cósmico de los mayas no es sino la lectura anticipada del fin de los tiempos. ¿Qué nos aguarda entonces en 2012? La costa noroccidental de África desplazará de su sitio a la Antártida, Brasil quedará muy por debajo de la línea ecuatorial, el fuego, el agua, la corteza y el viento harán su tarea destructora. Y no habrá edad de oro alguna, ni elevaciones espirituales, ni cantos de alabanza, ni seres extraterrestres que conduzcan sus naves hasta estas latitudes para salvar a sus alumnos avanzados. Nuestro hogar se inclinará sobre su eje y en ese momento, como escribió hace ya 60 años Immanuel Velikovsky, autor de Earth in Upheaval, un terremoto sacudirá el globo entero. Los mares se precipitarán sobre los continentes y los peces tocarán suelo firme. Donde hubo estepas se erguirán montañas, y los lagos se quedarán sin agua, y los ríos modificarán sus cursos. Lo que fue arriba será abajo. Los volcanes vomitarán lava, los huracanes soplarán por los cuatro puntos cardinales. Y los leones serán arrojados al Ártico y las focas a los desiertos, y los elefantes despertarán en Alaska. De las ciudades sólo subsistirá la memoria de unas cuantas instantáneas de sus ruinas. Miles de especies animales reprobarán el examen y el frío se convertirá en calor y el calor quemará la piel. En Groenladia crecerán por fin las higueras. Una grieta sin medida se tragará a los Himalaya. Y todo porque el eje de inclinación de la Tierra habrá elegido la mudanza, como acostumbra cada 26 mil años. Las amenazas ya están entre nosotros, dice Velikovsky: saltos súbitos del clima, una compulsiva actividad sísmica, desórdenes pluviales, hielos navegando hacia costas de los trópicos. Qué nos resta, digo yo. Como mexicanos, al menos, y no como socios poco distinguidos del género humano, echarle muchas ganas. Si hemos procurado rescatar de cada apocalipsis diario una dignidad subalterna, por qué no hemos de sobrevivir a un apocalipsis global que ahora llama a nuestra puerta. Vamos a echarle muchas ganas para salir adelante y que los demás, incluyendo a vecinos y parte de la familia, se rasquen con sus propias uñas. Como en tantas ocasiones, como en tantas oportunidades, los patrocinadores y suscriptores de sonoras recomendaciones espirituales volverán a salirse con la suya. El mundo no estirará la pata y qué creen: se lo deberemos a ellos, que habrán unido sus corazones por nosotros y, de pasada, inaugurado en Tepoztlán una tienda de souvenirs del fin de los tiempos que no fue. Roberto Pliego. Escritor y editor. Autor de 101 preguntas para ser culto. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 La insurrección intelectual israelí Joseph Hodara La afinidad creativa entre los intelectuales judíos y diversos avatares de la cultura —piénsese en Kafka, en Einstein, en Freud— parece encontrar una nueva convergencia, no sólo en los países de la diáspora, sino en el propio Israel: al calor de las transformaciones que están sacudiendo al Medio Oriente, la inteligencia judía ha desatado su propia revuelta; una guerra cultural que cimbra, entre otras cosas, la política y la religión L a inquietud privada y pública de buena parte de la ciudadanía israelí se ha acentuado en los últimos meses por una serie de circunstancias eslabonadas: las mutaciones que han trastornado diferentes países del Medio Oriente, la voluntad lúcida y unificada de los palestinos para obtener reconocimiento internacional como Estado independiente, el visible viraje de la estrategia de la Casa Blanca en favor de sectores árabes y musulmanes moderados, la cercana gestación de un equilibrio nuclear entre Jerusalén y Teherán, y, en fin, la creciente censura que llega desde comunidades judías en el mundo —la norteamericana en particular— respecto a las presentes políticas gubernamentales. Como creador e intérprete de símbolos y propensiones culturales, el intelectual judío israelí es sensible a los caracteres de esta ascendente constelación. Se inclina por lo tanto a asumir y teatralizar dos papeles tradicionales de la intelligentsia reconocidos en otras latitudes, a saber: bufón en el espacio público, a quien se le tolera la burla y los mordiscos de la censura; y después: sacerdote que condena desde la cátedra o en los libros las aviesas conductas de los confundidos creyentes. Este protagonismo se manifiesta en textos y contextos singulares, que ensayaré esbozar en este apretado ensayo. El intelectual israelí: Un embarazo difícil La devoción judía a crear, interpretar y rechazar signos culturales —quehacer obsesivo del intelectual— reconoce un origen plural. Para algunos psicoanalistas, la creencia en un Dios que no admite representación alguna habría acentuado el poder de abstracción de los judíos. Sin una imagen concreta o pictórica de su existencia, ellos debieron cultivar modos de reflexión metaempíricos adversos al común sentido pero afines a las esquivas claves de la ciencia y de la cultura. Historiadores opinan, por su parte, que cuando despertó el mundo moderno e industrial y a los judíos se les permitió —al menos en el Occidente europeo del siglo XVIII— incorporarse a la sociedad civil después de siglos de intolerancia y encierro, sacaron provecho de las facultades de leer, escribir y manifestarse en idiomas diversos que secularmente cultivaron, en contraste con las poblaciones que les brindaron ceñida hospitalidad. En cualquier caso, tuvo lugar una afinidad creativa entre el judío y los avatares de ideologías y culturas: Mendelsohn y Mahler; Marx y Lassalle; Heine, Kafka y Canetti; Trotsky, Einstein y Freud: ejemplos de esta intrigante convergencia. Sin embargo, intelectuales de origen judío gestaron tanto inquietudes creativas como enojosos malestares no sólo en las sociedades en las que se domiciliaron. Las divergencias entre ellos mismos presentaron un filo particular. Los que prefirieron la asimilación al medio burgués o la conversión religiosa rechazaron ferozmente a los marxistas; los amantes del idisch y de las tradiciones religiosas censuraron a aquellos que pretendieron reavivar el hebreo; e incluso entre los mismos creyentes surgieron ácidas disputas que, con algunas variaciones, perduran hasta el presente. El intelectual que abrazó la idea y la praxis conducentes a un Estado nacional propio fue excepción. Y es la excepción lo que aquí interesa. Es hoy representada por figuras israelíes que enhebran una ácida protesta respecto a los presentes desvaríos de la sociedad donde crean y reinterpretan sus signos y rumbos con variados lenguajes, desde la escritura a la cinematografía, desde el periodismo a la cátedra universitaria. Entre ellas y como paradigmáticos ejemplos: Y. Talmón y Y. Bauer en la historiografía; A. Oz, A. B. Yehoshúa, D. Grossman en la literatura; Y. Leibobitch y A. Margalith en la filosofía; J. Lewin en el teatro; Sh. Eisenstadt y D. Shulman en las ciencias sociales; I. Moshenzon, N. Dayan, J. Bozaglo en la cinematografía. Siguen algunos temas de esta insurgente crítica. Israel: ¿Una teodemocracia? Desde 1948 a la fecha todos los gobiernos coincidieron en tres premisas: una, que Israel es un Estado judío, y como tal constituye el centro de las diásporas que se domicilian en el mundo; que por esta condición es imposible deslindar, por un lado, entre la secularidad que caracteriza a los Estados modernos y, por otro, las tradiciones religiosas judías; que el ejercicio de la democracia es vital e irrenunciable, excepto en los casos en que la seguridad nacional encara abultados riesgos. El intelectual judío israelí cuestiona hoy cada una de estas premisas por equívocas o contradictorias. Primero, el ser (en el sentido heideggeriano) del “judío” y del “judaísmo” admite múltiples —e incluso antagónicas— definiciones. Para la ortodoxia religiosa —la única reconocida como legítima en Israel— judío es el nacido de madre judía o quien es convertido conforme a las prácticas rabínicas de esta corriente. Para no pocos intelectuales, es judío quien declara serlo públicamente. Por su lado, la Agencia Judía y los gobiernos maniobran en este espacio con alguna flexibilidad a fin de elevar el caudal migratorio a Israel. De estas divergentes posturas emanan ácidas paradojas. Una de ellas: Jerusalén es hoy una urbe antisionista. La ortodoxia religiosa que abomina del Estado junto con los moradores palestinos apenas tolerados constituyen la mayoría de su población. Es más: todas las etapas vitales del israelí judío, desde el nacimiento, el matrimonio, el divorcio, hasta el entierro reconocen la autoridad rabínica. Y cuando ésta pone en duda la identidad judía de un ciudadano, su forzada alternativa es contraer matrimonio en el extranjero. La segregación es ásperamente trágica para familias de soldados de “dudoso origen” cuando caen en combate en defensa del país. Si la autoridad militar fracasa en la negociación con la autoridad rabínica, serán enterrados en los linderos de los camposantos. Cabe aclarar que algunos kibutzim ofrecen entierros privados que los interesados sufragan. Así se convierten en cómplices de un oscuro monopolio que desvirtúa a la democracia israelí. Estas estridentes paradojas se tornan injustas cuando los jóvenes ortodoxos son mayoritariamente exonerados del servicio militar abriéndose así una brecha ética y civil con aquellos que acatan esta obligación. Sin embargo, desde Ben Gurión a la fecha el presidente y el primer ministro llegan al domicilio del Gran Rabino —sefaradí y ashkenazí— ; jamás se verifica una situación inversa. En opinión de no pocos intelectuales, esta asimetría es lesiva por partida doble: de un lado, pone en tela de juicio la superioridad intrínseca de la entidad secular en una democracia liberal y, por otro, ignora el hecho de que la institución “Gran Rabino” con poderes civiles y salario público es absolutamente extraña al judaísmo tradicional: fue una invención de los otomanos en favor de los judíos de origen sefardita, y de los británicos para el caso de los ashkenazitas. En estas circunstancias, la secularización selectiva que se ejercitó en las primeras dos décadas del Estado (como el sábado en cuanto día de descanso obligatorio y el himno nacional con sus mensajes proféticos) hoy se desmorona con rapidez debido al ascenso demográfico de una ortodoxia religiosa que se vale de la democracia para negarla. Es importante aclarar que el sionismo religioso es aún importante en el quehacer nacional (por ejemplo, el actual director de los servicios secretos pertenece a esta corriente) pero se contrae con el tiempo: le es difícil a las nuevas generaciones ejercer un estilo de vida que compatibiliza la fe religiosa con las demandas de la democracia moderna. Cuando el equilibro zozobra, no pocos jóvenes escogen entre la honesta secularidad o se pliegan a la ortodoxia antisionista. Obviamente, esta tensión entre la secularidad (tal como se entiende en Occidente) y la versión ortodoxa y antisionista de la religión no sólo afecta a la calidad de la democracia israelí; margina por añadidura a los que adoptan versiones conservadoras y reformistas del judaísmo —esto es, la mayoría de la diáspora judía norteamericana y de algunos países europeos— y a todo ciudadano nacido de madre no judía. En estas circunstancias, intelectuales israelíes hoy se preguntan sin reservas: ¿Qué es el judaísmo?, ¿es religión, etnia o raza?, ¿cuál es la validez de un Estado judío?, ¿es éste una entidad secular o religiosa?, ¿y es legítima su postura como epicentro de las diásporas cuando rechaza —de facto y ex ante— a los judíos que no responden a los dictámenes de la ortodoxia? En fin: ¿es Israel una teodemocracia? De aquí los actuales mensajes de los intelectuales: primero, Israel debe adoptar una constitución que deslinde entre los asuntos estatales y los religiosos; segundo, todas las versiones de la religión judía —incluyendo la firme secularidad— deben ser aceptadas por la sociedad civil; tercero, Israel debe asumirse como una entidad normal, es decir, sin pretensiones etnocéntricas y ajena a los dictámenes de un Dios y a sus pretendidos intérpretes pues carecen de legítimidad en el espacio histórico y público contemporáneo. Las posturas críticas de los intelectuales y sus derivaciones reales no se limitan a este asunto, como se verá enseguida. La alianza entre el capital y la política Desde los años setenta el liberalismo económico ha provocado cambios estructurales en la sociedad israelí. Empresas estratégicas que estaban bajo control estatal se han privatizado, abriendo cauce a un poderoso estamento empresarial que, de hecho, controla los principales resortes de la economía. Se estima que no más de veinte familias regulan la actividad de los mercados; cuatro son dueñas de los periódicos y de los canales televisivos comerciales; y los altos directores de las empresas gozan de salarios anuales superiores al millón de dólares cuando el ingreso mínimo de una familia de cuatro miembros es algo más de mil mensuales. No sorprende que como país miembro de la OCDE, Israel revela índices marcados de desigualdad social. Dos circunstancias explican por qué aún no ha estallado una explosión social en este país, a pesar de los análisis y prédicas de los intelectuales. La primera es la crónica inseguridad militar, que gesta una solidaridad colectiva que las elites políticas aprovechan —y a veces estimulan— en su beneficio. Y la otra alude a la existencia de una red de servicios sociales (desde salud a compensaciones jubilatorias) que satisface las necesidades básicas de la población; red creada por los gobiernos socialistas de antaño y que el predicamento privatizador no se atreve ni tiende, por su propio interés, a desarticular. Obviamente, la glorificación de la iniciativa privada es un proceso con resultados no sólo económicos; también personales y culturales. Exalta un individualismo apenas compatible con las exigencias gubernamentales. Por ejemplo, el obligatorio servicio militar de tres años —que no recae en los religiosos ortodoxos— posterga el ingreso de los jóvenes a los mercados académicos y laborales y pone en riesgo la vida de los reclutados. Cabe agregar el servicio en la reserva, que consume por lo menos varias semanas al año. Esta contradicción entre el individualismo económico y la solidaridad colectiva que las elites predican gesta expresiones de protesta, que si no son respondidas conducirán a una emigración masiva a países que dictaminan menores exigencias. Situación que se complica por el hecho de que la presencia de ex altos militares en puestos clave del gobierno y de la economía lleva a preguntar si el alto mando militar no es la bisagra entre los políticos y los empresarios. Cuando sus miembros se liberan a temprana edad, gozan de altas posiciones entre unos y otros. Los intelectuales denuncian esta situación a través de los espacios de la cultura: el libro, el periodismo, la cinematografía, las artes. Pero sus logros a la fecha son restringidos. Frenar la politización del Holocausto El Mal absoluto y el asesinato industrializado que se revelaron en la Segunda Guerra constituyen una experiencia inesquivable que la población judía israelí ha internalizado con hondura. Es probable que la fina sensibilidad de Israel, respecto a frecuentes expresiones antijudías y antiisraelíes en el espacio internacional, tienen origen en esta traumática experiencia. Sin embargo, la mayoría de los intelectuales reclama que los gobiernos tienden a politizar nacional e internacionalmente esta horrible experiencia, provocando su devaluación. Esta crítica a la narrativa oficial y trivializada del Holocausto se pone de manifiesto, por ejemplo, en el reconocimiento tardío de un personaje como Hanna Arendt y en la traducción de sus escritos después de medio siglo en que fue ignorado. También en presiones para traer al conocimiento del público israelí literatura de importantes investigadores del Holocausto que las autoridades israelíes pretenden ignorar porque sus conclusiones, si se difunden, desvirtuarían el discurso oficial. Por añadidura, intelectuales insisten que la dialéctica entre agresor y agredido que tuvo escenario en el Holocausto debe ser internalizada con cuidado, a fin de que la víctima no reproduzca en otros la crueldad padecida. Señalan, por ejemplo, que “la conquista ilustrada” de los territorios palestinos predicada por los gobiernos suele reproducir actos de crueldad, y que si continúa pondrá en riesgo el espíritu democrático del país. Coda Hora de resumir. En los últimos años, intelectuales israelíes —desde la cátedra universitaria al teatro, desde el periodismo de investigación a la creación cinematográfica— presentan claros signos de revuelta contra los gobiernos israelíes, que desde los ochenta son dirigidos por políticos que pertenecen a los estratos económicos más altos. El patrimonio millonario de gobernantes como Sharón, Olmert, Netaniahu y Barack contrasta en efecto con la modestia de sus predecesores. La insurreción de los intelectuales tiene, sin embargo, otras fuentes acaso más importantes. La definición ambigua del ser judío y la presunta centralidad del Estado israelí respecto a las diásporas; el poder monopólico y creciente de una ortodoxia religiosa que ignora la legitimidad del Estado sionista y que presenta hoy —valga la paradoja— inclinaciones nacionalistas a las que los “pecadores” deberán servir y sacrificarse; la creciente desigualdad en el reparto de ingresos y oportunidades debido a un liberalismo que al cabo es incompatible con la obligada disposición ciudadana a sacrificar tiempo y vida por la colectividad; la politización desmesurada del recuerdo del Holocausto que provoca su deterioro como experiencia crítica del pueblo judío en el siglo XX; los riesgos de la explosión demográfica y del ascendiente político de la ortodoxia religiosa que podrían conducir —si son más entendidos y manejados— a un régimen teocrático y, en fin, la obtusa resistencia a reconocer los derechos palestinos a un Estado, reconocimiento que fijaría, por fin, las fronteras definitivas y reconocidas de Israel. En estas circunstancias, la deslegitimación creciente de Israel no será obra solamente de antisemitas y de antisionistas porfiados. Amplios sectores judíos en la diáspora norteamericana y europea y acaso latinoamericana y, en particular, los estamentos creativos en y de la cultura israelí, opondrán severas reservas a estas contradictorias políticas gubernamentales de un Estado que pretende representarlos. Joseph Hodara. Académico de la Universidad Bar Ilán, Israel. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 Las ojeras de Libia Ángeles Mastretta Traigo entre mis cavilaciones la causa por la que mi abuelo italiano vino a vivir a México. A los siete años, mi papá era un niño parado en un patín del diablo, con una gorra de la que colgaba un lazo y unos pantalones ajustados a los tobillos. Ha de haber sido por ahí de 1920 y jugaba en el patio de la casa en donde su mamá crecía plantas. S u mamá era una mujer de lengua rápida y ojos hundidos, entre los arcos de media luna triste de sus ojeras. Le venían de familia y eso fue sabiéndose luego, hasta que hoy se acepta como algo irremediable en sus descendientes. Hay testimonio de que ojeras tuvo su tío abuelo, Mariano Arista. Reconocido ahora como el tío bisabuelo del niño, un personaje sobrio que aceptó ser presidente de la República cuando casi nadie quería serlo. Sus restos descansan en la Rotonda de los Hombres Ilustres y encima de su tumba hay un busto de mármol que, a pesar de su claridad, tiene labradas las ojeras. Los ojos del bisnieto, a los siete años, ya recordaban las del bisabuelo y sugerían las nuestras. Las que fueron de mi abuela, las que heredó mi padre y luego yo, mi hermana, mi hija y mis sobrinas. El niño que andaba en el patín del diablo creció para ir a una guerra. A la estúpida Segunda Guerra Mundial. Pero eso fue después. Antes, cuando aún andaba en el patín del diablo, ya conocía un vestigio de batallas. Nació cuando la Revolución mexicana daba sus primeros pasos. Y apenas tenía un año el día en que la devastó el asesinato del presidente Madero. De ahí para adelante todo fue matar sin rumbo. Un domingo fueron al Zócalo a ver a los ahorcados de la noche anterior. No los olvidó nunca. Era un niño y la muerte le andaba pisando los talones, como antes pisó los de su padre. Quién sabe de dónde habrán sacado los europeos la certeza de que era lógico y legítimo apropiarse el territorio de otros y hacerlo depender de sus banderas. En la época de mi abuelo era frecuente esa creencia. Para 1890 todos los países europeos tenían colonias en alguna parte de África. No Italia, porque Italia había estado muy ocupada convirtiéndose en país, como para andar buscando otros. Sin embargo, en cuanto pudo lanzó a su ejército a perseguir la fantasía de hacer un imperio, empezando por el intento de tomar los desiertos de África. Y en ellos, Abisinia y Libia, dos países, así por decir, de pastores desconcertados y arenales que se pensaban inservibles, porque nadie sabía entonces que allá habría de encontrarse petróleo. En 1896, en Adua, durante su primer gran intento de conquistar el cuerno de África, veinticinco mil soldados del lado italiano fueron derrotados por cien mil abisinios. Mi abuelo fue de los pocos que volvieron con vida. Llegó al Piamonte para, desde una roca en alto, mirar el río Po deslizándose por el valle, cerca de los viñedos. Luego bajó a Turín y le contó a un tío periodista los detalles de la batalla perdida. La desgracia de sus compañeros vomitando sangre, aullando, muriendo uno sobre otro, lanzados al vacío de una ofensiva perdida antes de iniciarse. El tío lo publicó para elogiar el valor de los soldados, pero el gobierno consideró la descripción como una denuncia. Tras ella, mi abuelo debió salir a buscarse la vida lejos de Italia y de su ejército. Como si aquello de conquistar una parte de África no debiera olvidarse, el abuelo trajo a México su fotografía vestido con el uniforme de gala y esgrimiendo un sable frente a la chimenea de un salón. Se ve que la tomó un fotógrafo de los que igual retrataban novias que niños o militares. Todo el que quisiera recordarse vestido de algo original pasaba por aquel estudio con muebles de madera labrada en la que cualquier disfraz era bien recibido. Porque disfrazadas iban las novias y disfrazado estaba el abuelo, con su casaca de gala y su sable, antes de partir rumbo al campo de batalla en el que hombres y sables perdieron por igual vidas o brillo. Carlo Manstretta Magnani viajó a América a los veintiséis años, tras el gran fracaso guerrero de la Italia reunida. Y es aquí en donde se cruza aquel pasado con el presente que ahora está en los periódicos: el norte de África, Libia, ese país que ahora se levantó para a enfrentar a un dictador que prevaleció cuarenta años. ¿Qué tendrá eso que ver con mi abuelo? Pues que ir siguiendo la revuelta en África me ha puesto a pensar en la perdida batalla de Adua, y en que de haberla ganado Italia, no habría emigrado mi abuelo, ni habría encontrado a su mujer mexicana, ni hubiera nacido su hijo, del que vengo. El abuelo llegó a México en 1900, desde Génova y Nueva York. Y a Puebla en 1906, desde Querétaro, en donde se había casado con la abuela ojerosa, que era de un pueblo pequeño, en el que aún tejen cestas, llamado San Juan del Río. Dos presas en Querétaro construyó el ingeniero Mastretta, que en los azares de la aduana había perdido la n, antes de encontrarse con Ana María, de cuyo primer pasado sé muy poco. Que estudió en un colegio de monjas, interna, supongo que pobre, porque era huérfana desde muy niña. El caso es que se casó con el ingeniero y lo siguiente que sé de ellos es una foto que hace poco tiempo colgaba en la pared de casa de mi madre. Ya para entonces, la abuela está vestida de oscuro. Se adivinan su silencio y su rezo. Son del mismo tamaño sus ojeras. Tenía cuatro hijos y está de pie junto a su marido que reina en un sillón y carga a un niño, mi padre, vestido de marinero y con el pelo cepillado hacia arriba como si así lo hubiera dejado un viento sabio. Porque hubo deliberación para peinarlo. Nada hay en esa foto que no haya sido previsto. El gesto patriarcal del emigrante convertido en próspero constructor, el moño de la tía Carolina, el saco de mi tío Marcos, los hombros de la abuela bajo el cabello atado con suavidad en la nuca y el pelo del niño con cara de ángel sostenido en las piernas de su padre que ya desde entonces pensaba en entregarlo a la patria italiana, porque era su segundo hijo, le había puesto su nombre, y lo crecería bajo el mandato de ir a suplirlo en cuanta hazaña emprendiera la madre Italia. Aunque fuera otra guerra, como fue. Aun si había nacido en México y era el hijo de la esposa mexicana que bosqueja una sonrisa cerca de él. Ana María Arista, la mujer a quien encontró lejos de África, dueña de unas ojeras idénticas a ésas que tienen las muy pocas mujeres libias que he podido ver en los diarios. Y yo. Nada del África árabe trajo mi abuelo, pero aquí se encontró a unas ojeras como las que podría haber encontrado allá. Cada quien tiene su novela, va cargándola, la teje todos los días. Y, a veces, trama en ella el paso de sus ancestros como si del suyo se tratara. Ángeles Mastretta. Escritora. Autora de Maridos, Mujeres de ojos grandes y Arráncame la vida. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 Rechazos Estos son algunos rechazos de editores a obras que luego se hicieron famosas: -Santuario de William Faulkner (1931): “Por Dios, yo no puedo publicar esto. Usted y yo iríamos a la cárcel”. -Madame Bovary de Gustave Flaubert (1856): “Usted ha sepultado a su novela bajo un montón de detalles que están bien hechos pero que son completamente superfluos”. -La novela de James M. Cain El cartero siempre llama dos veces fue una sensación al publicarse en 1934. No era sobre el servicio postal, sino sobre sexo. Cain explicó que le puso ese extraño título a su libro porque antes de que lo aceptaran para su publicación fue rechazado varias veces, y cada día en que el cartero traía una carta de rechazo, tocaba dos veces. -Un libro sin título de Rudyard Kipling (1889): “Lo siento, señor Kipling, usted simplemente no sabe cómo usar la lengua inglesa”. -El amante de Lady Chatterley, de D. H. Lawrence (1928): “Por su propio bien no publique este libro”. -Moby Dick, de Herman Melville (1851): “Lamentamos decirle que nuestra opinión unánime es por completo adversa al libro ya que pensamos que de ningún modo encajaría en el Mercado Juvenil [en Inglaterra]. Es muy largo, más bien pasado de moda, y en nuestra opinión no merece la reputación de la que al parecer goza”. -Granja de animales, de George Orwell (1945): “Es imposible vender historias de animales en Estados Unidos”. -El laberinto de la soledad, de Octavio Paz (1962): “No veo que el libro en su totalidad pueda interesarles a los lectores estadunidenses. Esto se debe a que está dirigido a los mexicanos”. -Retrato d’une femme, poema de Ezra Pound (1912): “El verso inicial contiene demasiadas ‘erres’ ”. -En la corte de mi padre, de Isaac Bashevis Singer (1966): “Demasiado pedestre”. -La máquina del tiempo, de H. G. Wells (1895): “No tiene ni el suficiente interés para el lector común ni la profundidad suficiente para el lector científico”. -Antes de que William Saroyan (quien se convertiría en uno de los autores más publicados en Estados Unidos) obtuviera su primera aceptación, llegó a tener una pila de hojas con rechazos que ascendía a unas treinta pulgadas de altura —quizá siete mil en total”. Fuente: Rotten Rejections (ed. André Bernard), Pushcart Press, NY, 1990. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 Fin de una amistad Cuando el ilustre Montesquieu tuvo un pleito con el P. de Tournemine, se apresuró a declarar públicamente, diciendo a todo el mundo: “No escuchen ni al P. de Tournemine ni a mí cuando hablemos el uno del otro, porque hemos dejado de ser amigos”. Fuente: Juan Jacobo Rousseau, Confesiones (trad. Santiago Cunchillos, 1781), Editorial Porrúa, México, 1985. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 Nobel: Antes del premio V ictor Hugo fue amigo, escritor ideal y héroe de Alfred Dinamita Nobel; fueron cercanos en París donde compartieron la amistad de una mujer famosa por su salón social, Juliette Adam-Lambert. Hugo dijo una vez de Nobel, quien iba de un lado a otro, que era “el vagabundo más rico de Europa”. Fuente: The New Yorker, octubre 18, 2010. (Aún no había, claro, ni Premio Nobel ni Academia Sueca que lo diera; de otro modo, Victor Hugo habría sido sin duda otro más de los grandes faltantes en la historia del premio.) www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 No era por ostentoso S obre el emperador romano Gordiano II: “Veintidós concubinas reconocidas, y una biblioteca de sesenta y dos mil volúmenes, daban fe de la variedad de sus inclinaciones, y a juzgar por las producciones que dejó tras de sí, parece que tanto las primeras como los segundos tenían como fin el uso y no la mera ostentación”. Fuente: Edward Gibbon, The Decline & Fall of the Roman Empire, Modern Library, NY. (La nota al pie de Gibbon, completa: “De cada una de sus concubinas, Gordiano II dejó tres o cuatro hijos. Sus producciones literarias no eran nada despreciables”. Aquí debería entrar una nota al pie de la nota al pie que dijera: “Gibbon, por su parte, tuvo una biblioteca de seis mil ciento cuatro volúmenes; y la ausencia de concubinas, incluso de esposa, le permitió fatigarlos con mayor provecho que Gordiano a los muchos y muchas suyos, a juzgar porque Gibbon sí escribió una obra maestra”.) www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 El baño María y la piedra filosofal En el siglo XVI el baño María ya estaba incluido en las recetas, pero entonces no para la cocina sino para obtener la piedra filosofal que a su vez llevaría a obtener la inmortalidad. Dice parte de la receta, de autor no conocido: “Toma la flor de la Celidonia y el çumo que es de color de oro y la misma hierba machacada con el çumo y flores metela en un vasso de tierra vidriado ó de vidrio con su cabeza ciega bien cerrado con Luto despues ponlo en banno Maria o en el estiercol de caballo por quarenta dias, despues saca el vasso de putrificar y ten tres hornos aparejados el uno con una caldera de agua que se llama banno Maria y fuego de primer grado…”. Fuente: José Ramón de Luanco (1825-1905), La alquimia en España, editorial Alta Fulla, Barcelona, 1998. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 Gasto por aire Según un informe del Pentágono de hace pocos meses, el ejército de Estados Unidos se gasta más de 20 millones de dólares al año en aire acondicionado para su personal en Irak y Afganistán. Fuente: Paul Theroux, “9/11 ten years on”, The Telegraph, septiembre 4, 2011. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 Mourinho y Dios ¿Cuál es la diferencia entre (el hoy entrenador del equipo de futbol Real Madrid) Mourinho y Dios? Que Dios nunca se ha sentido Mourinho. Fuente: Piero Chiambretti, en El evangelio según Mourinho (ed. Stefano Barbetta), Morellini Editore, Milán, 2010. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 Amor a cuchilladas De las innumerables amigas venecianas del poeta inglés Lord Byron en esa época (hacia 1819) sólo merece la pena recordar a Margherita Cogni, mujer de un panadero. Había seducido a Byron, en parte, por esa belleza dorada y esbelta típica de las mujeres venecianas y, en parte, por la extremada propensión que tenía a sacarse un cuchillo de la liga en cuanto alguien no le caía bien. “Cuando por la noche volvía a casa, sus gritos de alegría parecían los de una tigresa que había encontrado a sus cachorros”. Byron no detestaba a las tigresas: herido en dos ocasiones por los cuchillazos de Margherita, enfermó “más por las carcajadas que por las heridas”; y toleraba con divertida indulgencia las espantosas escenas de celos que ella le montaba en los cafés de la plaza de San Marcos y a la entrada del palacio Mocenigo, “delante de enjambres de muchachos ansiosos por ver la sangre del inglés loco y de su Fornarina”, como él escribió en una carta. Fuente: Giuseppe Tomasi di Lampedusa, Byron (trad. Romana Baena Bradaschia), Nortesur, Barcelona, 2010. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 Cine: El primer beso E l primer beso en una cinta fue grabado en 1896 por el inventor Thomas Edison: filmó a los actores de Broadway John C. Rice y May Irwin durante una escena de amor en la obra La viuda Jones. Esta toma de veinte segundos no tenía nada de sexy; los actores estaban ya en edad de retiro, no eran muy atractivos y es evidente que tenían una definición distinta de lo que era besarse ya que siguieron hablando durante el besuqueo. Sin embargo, El beso pronto se volvió la cinta más popular en Vitascope, para enorme indignación de la iglesia. Fuente: Tectum Publishers, The Kiss. The World’s Most Memorable Kisses of All Time, Amberes, 2011. (El beso más largo en la historia del cine es el que se dan Stephanie Sherrin y Gregory Smith, con duración de cinco minutos y 57 segundos, durante los créditos de Kids in America, del año 2005.) www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 Segunda carta desde Mali Natalia Mendoza Rockwell En los pueblos y ciudades de Mali es común ver grupos de jóvenes sentados frente a las puertas de las casas tomando té y debatiendo toda clase de cuestiones hasta altas horas de la noche. En eso justamente estábamos una noche cuando uno de los presentes se paró para clausurar abruptamente una discusión que ya nos había cansado a todos: “Miren, lo importante es que el próximo presidente de Mali sea un joven, un representante de la juventud”. Mali, al igual que Senegal —la otra “democracia modelo” de África occidental— debe organizar elecciones presidenciales en 2012. El centenar de partidos políticos que habían permanecido en vida latente durante los últimos cinco años comienzan a despabilarse: se renuevan las jerarquías locales de cada partido, se actualizan las listas de militantes, se insinúan posibles alianzas, se disputan candidaturas, etcétera. Todo esto resulta conocido, coincide más o menos con las prácticas políticas que el modelo de la democracia electoral desata en cualquier parte del mundo. Lo que llama la atención en África es la importancia que la edad adquiere como categoría de análisis político y la emergencia, quizás no por primera vez, de un ambiguo culto a la juventud. Uno está acostumbrado a escuchar que se busque el poder en nombre de los trabajadores, de los campesinos, de los indígenas, de los musulmanes, o incluso de las mujeres. Pero ¿cuál es el sentido y la especificidad de la juventud como categoría política? ¿Es posible hablar de una “manera joven” de hacer política? Por supuesto que los jóvenes han sido protagonistas de una serie de acontecimientos políticos en todo el mundo: desde los movimientos estudiantiles de 1968 a la protesta de Tiananmen en 1989, al mítico sacrificio de los Niños Héroes en México. Pero en esas ocasiones el hecho de ser joven no aparece necesariamente en primer plano, es decir, no se actúa en nombre de la juventud y por los derechos de los jóvenes. Con frecuencia se ha actuado a favor de los estudiantes o de la renovación de la clase política. Pero tengo la impresión de que la creciente atención a la juventud como categoría política en África contemporánea es un asunto diferente. Y no sorprende que sea un fenómeno africano debido a la serie de conflictos que se desprenden del hecho de ser, por un lado, el continente demográficamente más joven y, por el otro, el continente donde las normas de la gerontocracia y la distribución de privilegios por rangos de edad operan de manera más tenaz. El 35% de la población africana tiene entre 18 y 35 años, y la edad media del continente es 19 años, en contraste con la edad media del mundo que es de 29 años y, por supuesto, de Europa que es de 40 años. En Mali, por ejemplo, cerca del 70% de la población tiene menos de 35 años, que es la edad que la Carta Africana de la Juventud considera como el umbral de la edad adulta. En otras palabras, si un político africano busca ser electo presidente, lo primero que tiene que preguntarse es cómo movilizar el voto de los jóvenes. Esto es algo que los jóvenes tienen clarísimo y que comienzan a utilizar a su favor. De tal suerte que el multipartidismo y la democracia electoral —con su fe en la mayoría numérica como criterio de legitimidad política— comienzan a tener el efecto no previsto de alterar la distribución del poder entre las generaciones. Si a esto se suma la fascinación casi patológica que las organizaciones internacionales y las fundaciones altruistas de los países ricos sienten por los niños africanos el cuadro se completa. Me explico. Un político africano, un diputado, un alcalde o un regidor es ante todo alguien que conoce las mañas y trucos de la gestión de financiamiento internacional para la “elaboración de proyectos”. Las comunidades de Mali están llenas de aulas, pozos, y centros de salud (vacíos, por supuesto) financiados por toda clase de organismos: desde la ONU hasta las iglesias protestantes de Noruega. Cada alcalde tiene su proyecto y sus contactos. Una de esas mañas consiste en hablar el lenguaje de dichas organizaciones que, por diversas que sean, comparten la predilección por las mujeres y los niños. En otras palabras, tienes más probabilidades de conseguir dinero si sitúas a las mujeres y a los jóvenes como los principales beneficiarios del proyecto: te guste o no. De hecho, en África cuando se trata de evocar los sectores más vulnerables de la población se habla siempre de mujeres y jóvenes de manera conjunta. No hay discurso político que no acabe con una mención de ambos. No hay plan, proyecto o documento gubernamental que no dirija sus mejores deseos a las mujeres —“el pilar de la familia”— y los jóvenes —“el futuro de nuestra nación”. Cada partido político tiene, además de sus órganos regulares, dos estructuras paralelas: una de mujeres y otra de jóvenes. Cuando se juzga necesario hacer un despliegue público de la fuerza del partido, lo que se ve son escuadrones de jóvenes preparatorianos y universitarios agazapados en camiones o formados en motocicletas esperando recibir la cuota de gasolina que el partido les otorga. He asistido a reuniones de partidos políticos a nivel barrio que recuerdan salones de clase: el secretario general es el mayor, acaba de terminar la carrera de derecho y dirige la reunión, la tesorera de 18 años anota todo meticulosamente y unos 20 jóvenes más o menos letrados, sentados arriba de las mesas o recargados en las paredes, escuchan en silencio. No sorprende que ahora estos jóvenes busquen ellos mismos acceder a los puestos electorales y administrativos en lugar de permanecer como permanentes acarreados. La relevancia de este nuevo posicionamiento de los jóvenes africanos que el liberalismo ha promovido —del multipartidismo, a la Declaración de los Derechos de los Niños, a la pedagogía “interactiva”—, no se percibe si no se toma en cuenta hasta qué punto la edad ha sido, y es hasta la fecha, un criterio fundamental en la distribución de privilegios en las familias y sociedades africanas. Un joven no debe nunca hablar antes que un viejo si ambos se encuentran en el mismo lugar. La palabra de los jóvenes es considerada “palabra insensata”. La obediencia de un hijo a sus padres (es decir, padres y tíos) y a sus abuelos es rigurosa y se mantiene a través del despacho de bendiciones y maldiciones que la gente se toma realmente en serio: si tu madre te maldice porque la has desobedecido, no hay nada en el mundo que te quite la mala suerte. Este sistema no sólo rige las relaciones entre dos generaciones, funciona también al interior de cada generación con el esquema de “hermanos mayores” y “hermanos menores” que incluye primos y por extensión amigos, socios, vecinos y demás. En la mayor parte de las lenguas africanas existen dos palabras distintas: una para hermano mayor y otra para hermano menor. Dos palabras que designan dos conceptos totalmente distintos. Llamar a alguien hermano mayor significa someterse a su autoridad, aceptar hacerle los mandados sin repelar. A su vez, el hermano mayor está obligado a proveer ayuda a los menores. En algunos lugares no se permite que un hermano menor se case si el mayor no lo ha hecho. Lo más sorprendente de este sistema para un observador latinoamericano —acostumbrado a ver niños ricos malcriados mandonear sirvientes con canas— es hasta qué punto la edad es un criterio que atraviesa las diferencias de clase. En Mali me ha tocado ver a un estudiante cualquiera solicitar el apoyo financiero de un diputado y simultáneamente mandar al hijo de ese mismo diputado a “hacerle el té” (algo así como “lanzarse por los chescos”) sin que ni chamaco ni diputado se atrevan a respingar. De hecho, la organización por edades atenúa hasta cierto punto el rencor que producen las diferencias de clase: no todos podemos aspirar a ser ricos de grande, pero todos podemos aspirar a ser viejos. Pero la distribución de privilegios por edad desencadena a su vez conflictos y rencores que pueden adquirir un carácter político. Un último ejemplo: si en México el drama popular predilecto retrata a un “don nadie” más bien moreno cuya amada debe casarse con un rico más bien rubio, en África el drama habla de lo mismo sólo que el pobre también es necesariamente joven y el rico que puede pagar la dote para casarse con la mujer, resulta siempre ser viejo. De eso se trata, por ejemplo, Malaika una de las canciones más populares de Kenia en los años sesenta. Todo esto explica hasta cierto punto que alguien pueda afirmar con tanta certeza que el aspecto fundamental del próximo presidente sea su edad. En Mali no existen las nociones de derecha e izquierda políticas, hace mucho que los partidos dejaron de hablar de ideología, y la idea de conflicto de clases nunca pegó. Para encontrar los ejes que estructuran y que medio dan sentido al desboque de la competencia electoral, hace falta buscar en otros lugares: edad, etnicidad, regionalismo. Creo que no es un caso aislado, e incluso diría que la tendencia general, por lo menos en África, va precisamente hacia la predominancia de los criterios cuasibiológicos. A modo de ilustración: dos cosas motivaron el éxito del que alguna vez gozó Obama en el continente africano, el hecho de que fuera negro y el hecho de que tuviera sólo 46 años de edad —pero en eso no le gana a Khadafi que a los 27 se convirtió en Guía. Si éstos son el tipo de argumentos que dominan el debate, la pregunta se vuelve importante: ¿hay una manera específicamente joven de hacer política? Es difícil afirmarlo, lo que sí hay es una serie de mitos que han atizado un cierto culto a la juventud que tal vez, como todos los mitos, tengan algo de cierto. La juventud es concebida como el momento de la audacia, como el momento en que los límites entre lo posible y lo imposible no se han establecido aún de manera definitiva, el momento en que uno sabe lo suficientemente poco sobre el mundo como para permitirse imaginar alternativas y tiene el vigor para intentar realizarlas. Todo esto ayuda, sin duda, pero claramente no basta para garantizar la imaginación y la valentía necesarias para idear conceptos, formas de gobierno y “modelos de desarrollo” que sean siquiera medianamente adecuados a la realidad del continente y las exigencias del momento. Natalia Mendoza Rockwell. Candidata al doctorado en antropología por la Universidad de Columbia. Es autora del libro Conversaciones en el desierto: cultura, moral y tráfico de drogas. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 La excepción y la ley José Antonio Aguilar Rivera ¿C onstituye el crimen organizado una emergencia? ¿Requiere el gobierno de medidas extraordinarias para enfrentar esta plaga? El dilema de cómo deben los regímenes constitucionales enfrentar las amenazas es una vieja cuestión y se remonta a la antigüedad clásica. Cuando en Roma una emergencia ponía en riesgo a la república se nombraba un dictador con amplios, pero no ilimitados, poderes para enfrentarla. Sin embargo, el nombramiento no podía exceder los seis meses. En México la controversial propuesta de Ley de Seguridad Nacional se inscribe en este paradigma. Los proponentes afirman que dicha ley, en los términos en los que se debate en el Congreso, regularizaría la anómala participación del ejército mexicano en las tareas cotidianas de combate al crimen organizado. Una parte de las organizaciones de víctimas apoyan esta medida. Por otro lado, sus opositores, entre ellos el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad de Javier Sicilia, alegan que la ley sería contraria a los derechos humanos y crearía un régimen de excepción paralelo al ya previsto por el artículo 29 de la Constitución (que fue recientemente modificado como parte de la reforma de derechos humanos). Dos consideraciones son relevantes en torno a esta cuestión. La primera tiene que ver con un patrón histórico de degeneración legal que parece repetirse en la actualidad. En efecto, la primera Constitución mexicana, la federal de 1824, no previó amplios poderes de emergencia. Aunque en el constituyente de 1823-1824 se debatió la posibilidad de incluirlos, la mayoría de los constituyentes optó por no hacerlo, en buena medida debido a la opinión prevaleciente de autoridades en diseño constitucional, como Benjamín Constant, que se oponían a este tipo de mecanismos. La Constitución debía contar con un solo modo de operación. Sin embargo, a pesar del rechazo doctrinal a los poderes de emergencia los congresos ordinarios en los años siguientes a menudo otorgaron facultades extraordinarias inconstitucionales a los presidentes durante la Primera República federal. Vicente Guerrero fue armado con dichas facultades en las vísperas de un intento de reconquista española a finales de la década de los 1820. El abuso no fue raro. Así, se preservó la pureza de la Constitución, pero la práctica política no se atuvo a ella. No sólo eso, sino que aun antes de promulgada la Constitución, en 1823, los mexicanos copiaron explícitamente una estratagema legal ideada por los liberales españoles del segundo trienio liberal. En efecto, en abril de 1821 la facción liberal en España que creía carecer de armas suficientes para combatir a sus enemigos políticos revivió, de entre las leyes del antiguo régimen, una peculiar ordenanza del siglo XVIII cuyo propósito era combatir a los salteadores de caminos. En virtud de esa ley la milicia podía perseguir a los bandoleros, capturarlos y juzgarlos sumariamente, sin recurrir a la justicia ordinaria. Los creativos españoles razonaron que los opositores políticos no eran en realidad sino maleantes, a los que se les podía aplicar la ley. Así, se convirtió en un arma de represión política. Los mexicanos del otro lado del océano tomaron nota y, en una situación similar, Miguel Ramos Arizpe sugirió en el Congreso copiar la ley española, cosa que se hizo. Así surgió la ley del 27 de septiembre de 1823. Como en España, la ley nació con un fin político. Surgieron los temidos juicios por comisión, mediante los cuales aquellas personas que “conspiraran en despoblado” podían ser juzgadas sumariamente por comisiones militares. Con arreglo a dicha ley fue ejecutado el malhadado ex emperador de México, Agustín de Iturbide. La lección era clara: una ley fue desnaturalizada para combatir sin trabas a los enemigos políticos del régimen. La ley de 1823 sobrevivió a la promulgación de la Constitución de 1824. Los gobernantes la hallaron muy útil en ausencia de amplios poderes de emergencia en la Constitución y la prorrogaron por muchos años. La lógica de suplir a la Constitución por medio de una ley secundaria es evidente en los debates sobre la actual Ley de Seguridad Nacional. De acuerdo con los términos propuestos, el Ejecutivo podría hacer una “declaratoria de afectación a la seguridad interior”, que le facultaría para disponer de la fuerza armada permanente para que actúe en auxilio de las autoridades civiles competentes que así lo requieran. Como señalan los críticos, la acción del Ejecutivo para hacer frente a una emergencia ya está normada en el artículo 29 de la Constitución, que señala que en casos graves de invasión, perturbación grave de la paz pública, o de cualquier otro que ponga a la sociedad en grave peligro o conflicto, el presidente puede suspender el ejercicio de los derechos o garantías que representaren un obstáculo para hacer rápida y fácilmente frente a la situación. Se señala correctamente que a diferencia de la ley de marras, en el caso del artículo 29 el Ejecutivo necesita la aprobación del Congreso y que, debido a las recientes adiciones con motivo de la reforma de derechos humanos a la Constitución, el universo de derechos y garantías suspendibles fue acotado explícitamente. En efecto, de acuerdo al texto modificado, “en los decretos que se expidan, no podrán restringirse ni suspenderse el ejercicio a los derechos a la no discriminación, al reconocimiento de la personalidad jurídica, a la vida, a la integridad personal, a la protección a la familia, al nombre, a la nacionalidad; los derechos de la niñez; los derechos políticos; las libertades de pensamiento, conciencia y de profesar creencia religiosa alguna, el principio de legalidad y retroactividad; la prohibición de la pena de muerte; la prohibición de la esclavitud y la servidumbre; la prohibición de la desaparición forzada y la tortura; ni las garantías judiciales indispensables para la protección de tales derechos”. También sometió la actuación de la autoridad durante la emergencia a los principios de legalidad y racionalidad, entre otros. En muchos sentidos estas acotaciones son bienvenidas y necesarias, pero una excesiva reglamentación corre el riesgo de hacer inoperante el artículo. Parecería que no queda mucho que suspender en caso de una emergencia. Después de todo, aun en el modelo anglosajón, sumamente restrictivo en la amplitud de facultades con las que cuentan los gobiernos en tiempos de crisis, se permite la suspensión de una garantía procesal fundamental, el habeas corpus, que faculta al gobierno a detener a individuos por un tiempo más largo del ordinario. El riesgo es, como ocurrió en el pasado y como podemos observar en la actualidad, que la Constitución se vuelva irrelevante en la práctica. Los proponentes de la Ley de Seguridad Nacional recurren, sin saberlo, a la misma lógica de los liberales que en el siglo XIX pretendieron darle la vuelta a una Constitución excesivamente restrictiva por medio de una ley secundaria. No sólo es más vago el texto de la ley que el artículo 29 de la Constitución (en el dictamen la seguridad interior está definida en términos vagos: “la condición de estabilidad interna, paz y orden público que permite a la población su constante mejoramiento y desarrollo económico, social y cultural”) sino que al mismo tiempo legitima la presencia del ejército en la calles como una policía paralela. Es posible que la reforma del artículo 29 para delimitarlo excesivamente no haya sido una idea afortunada, porque como ocurrió en el pasado, ello aumenta la tentación de encontrar puertas de escape legales a la Constitución. La pregunta de algunos es: ¿qué debemos hacer, desde el punto de vista legal, con la realidad de que el ejército está en las calles realizando funciones policiales? ¿Seguir viviendo en la irregularidad? La pregunta es pertinente y no tiene respuestas sencillas, pero una posibilidad es concebir el actual estado de cosas como una excepción. Lo que debemos hacer no es legalizar una situación de facto, sino tomar medidas para evitar en el futuro que esta situación se repita. Es probable que, dada la fragilidad institucional, no hubiera, como ha afirmado el presidente Calderón, otra alternativa que recurrir a la última línea de defensa del Estado mexicano. Debemos considerar el uso del ejército contra el crimen organizado como una medida claramente extraordinaria y anómala. Las democracias a veces tienen que recurrir a tales expedientes. Al comienzo de la guerra civil norteamericana el presidente Lincoln decidió suspender por decisión propia el habeas corpus, aunque la Constitución no lo facultaba para ello. Al final de la guerra el Congreso reconoció esa trasgresión, pero la condonó. Lo notable, y que viene a cuento en nuestro caso, es que la Constitución norteamericana no fue enmendada (en lo que se refiere a la facultad exclusiva del Congreso para suspender el habeas corpus) a resultas de la violación cometida por Lincoln. Algunos juristas contemporáneos, como el juez Richard Posner, razonan la decisión de no enmendar la Constitución de Estados Unidos: es más prudente reconocer la autoridad de facto del Ejecutivo para suspender garantías constitucionales en situaciones desesperadas que alentar el que se ponga esa autoridad a prueba al codificarla. Tal vez la respuesta al uso anómalo del ejército durante estos años debe ir en un sentido similar. Es necesario reconocer que dicha política ha sido resultado de la confluencia de dos factores: la violencia brutal y sin precedentes ocasionada por el crimen organizado y la debilidad institucional del Estado mexicano. No debemos legislar la excepción. Ello invitaría a la normalización de una política indeseable (la sustitución de autoridades civiles por militares) en el futuro. De la misma manera, ello trabajaría en contra de lo que sí debemos hacer: construir una o varias policías profesionales capaces de proveer seguridad. Esa tarea no es imposible si se acomete con la voluntad política necesaria. Finalmente, si bien podemos hallarnos en una situación crítica ello no significa que debamos emplear los poderes de emergencia para hacerle frente. Dichos poderes autorizan el desviarse de las normas constitucionales temporalmente cuando las circunstancias así lo ameritan. Según Bernard Manin, las instituciones de emergencia restringen las desviaciones de las normas de dos formas: limitan el tiempo durante el cual pueden ocurrir estas desviaciones y exigen una ratificación especial de que las medidas excepcionales son realmente necesarias. Una emergencia es un acontecimiento con un horizonte temporal acotado. Por el contrario, el crimen organizado, como el terrorismo, no es un problema de corto plazo. Por otro lado, establecer umbrales claros es notoriamente difícil. ¿Cómo sabríamos cuándo se ha “ganado” la “guerra” contra el narcotráfico? Las líneas que marcan el comienzo y el fin de la amenaza son tenues. La captura de grandes capos ciertamente no es un indicador adecuado. La estructura organizacional de los cárteles y grupos criminales cada vez es más fragmentaria. Esta indefinición hace muy difícil hacer que el fin de los arreglos institucionales y legales de emergencia o “afectación de la seguridad interior” dependan de un indicador en particular. El crimen organizado conforma una red de organizaciones autónomas o semiautónomas. Aunque se capturara al más conspicuo de los capos, el Chapo Guzmán, probablemente ello no significaría el fin de la campaña contra las drogas. No hay una sola cabeza responsable de la violencia; se trata de una hidra cuyas cabezas parecen regenerarse en cuanto son cortadas. La dispersión de la amenaza tiene consecuencias de peso. Implica que la caída de cualquiera de las organizaciones criminales no aseguraría que el peligro que representa el crimen organizado haya concluido. Un mercado ilegal con jugosas ganancias siempre será un poderoso incentivo para que nuevos actores entren a competir entre sí para capturarlas. El paradigma de la emergencia es inapropiado para enfrentar la amenaza que representa el crimen organizado. La circunstancia que enfrentamos, por el contrario, requiere de políticas de largo plazo. Para que las medidas excepcionales sean consistentes con los valores constitucionales es necesario que la emergencia sea de corta duración. Por el contrario, la plaga del narcotráfico ha durado ya décadas. Si deseamos que las acciones de combate al narcotráfico sean sostenibles en el largo plazo, éstas deben ser consistentes desde el comienzo con los valores y normas constitucionales. Si la necesidad nos ha orillado a utilizar el último bastión de la coerción organizada del Estado, las fuerzas armadas, dicha acción debe durar sólo el tiempo indispensable para construir o fortalecer las instituciones que constitucionalmente deben ocuparse de la procuración de justicia y la seguridad pública. La necesidad es una razón, pero no es una razón que justifique cualquier cosa. José Antonio Aguilar Rivera. Autor de El manto liberal. Los poderes de emergencia en México, 1821-1876, México, UNAM, 2001. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 ¿Apatíos? David Gómez Álvarez y Germán Petersen En Guadalajara el gentilicio local “tapatío” era frecuentemente despojado de la primera letra para describir la actitud de los ciudadanos hacia la política. Llamar a sus habitantes “apatíos” era común cuando la inconformidad ciudadana ante los abusos del poder derivaba en resignación, cuando se prefería eludir el reclamo frente a las injusticias cometidas o bien cuando se convocaban marchas que apenas lograban congregar a sus propios promotores. Sin embargo, las cosas en Guadalajara están cambiando: hoy en día la sociedad civil organizada impulsa importantes iniciativas que están transformando el rostro de la otrora “Perla Apatía”. Con cuatro y medio millones de habitantes, el Área Metropolitana de Guadalajara (AMG) es la segunda ciudad más poblada del país. Como en toda megalópolis, mejorar la calidad de vida supone resolver problemas complejos, estructurales e inerciales que rebasan, con mucho, la capacidad del gobierno y van más allá de los ciclos electorales. De ahí que la ciudadanía —ésa que se queda mientras políticos y burócratas van y vienen— deba ser quien tome el rol protagónico en la solución de los grandes problemas metropolitanos. Así como las protestas estudiantiles de 1968 y el terremoto de 1985 son hitos en la historia de la participación ciudadana en la ciudad de México, las explosiones del 22 de abril de 1992 constituyen un parteaguas en la vida pública de Guadalajara. La dimensión de la tragedia tapatía obligaba a reaccionar rápidamente satisfaciendo necesidades básicas mientras el tiempo jugaba en contra. Fue la ciudadanía la que tomó, al igual que sucedió en la capital del país, el liderazgo en estos momentos dramáticos. En 2011, el impulso de diversas iniciativas ciudadanas y la reacción de las autoridades frente a los problemas urbanos se enmarcan en un contexto político profundamente distinto del de comienzos de los noventa: hoy los problemas de Guadalajara obligan no sólo a una mayor exigencia a los gobiernos, sino a la búsqueda de soluciones desde la ciudadanía. Un ejemplo palpable es “Guadalajara de todos”, una red ciudadana que agrupó a organismos empresariales y civiles con causas distintas y hasta opuestas en torno a un objetivo común: la cancelación de la Vía Exprés, paso elevado de peaje que correría sobre la vía del ferrocarril que cruza por en medio de la ciudad. La presión pública de esta red logró que el proyecto fuera cancelado. Otro vivo caso es el de la “Asamblea por la gobernanza metropolitana”, una red de especialistas que ha logrado impulsar una agenda para el AMG, superando las fronteras municipales y logrando el reconocimiento de las autoridades. Otra experiencia reciente es el observatorio ciudadano de calidad de vida Jalisco Cómo Vamos, que a medio año de su fundación se ha convertido en un referente de la ciudad, al congregar a más de un centenar de tapatíos destacados de muy diversas trayectorias y formaciones en torno a un proyecto común: el mejoramiento de la calidad de vida en la ciudad por medio de su observación y evaluación. Cimentado sobre la alianza estratégica de tres sectores: la academia (por medio del ITESO, universidad jesuita de Guadalajara), el empresariado (bajo el auspicio de la Fundación Álvarez del Castillo) y los medios de comunicación (agrupados en la Asociación EXTRA), Jalisco Cómo Vamos ha dado a conocer los resultados de la primera encuesta de percepción ciudadana de calidad de vida, que ha generado un debate local importante sobre los factores que inciden en el bienestar de los tapatíos. Al igual que el resto de las ciudades del país, Guadalajara enfrenta enormes retos que no sólo han sacudido conciencias, sino también la primera letra del mote de “apatíos”. Es un hecho, hoy somos más tapatíos que apatíos. David Gómez Álvarez. Director ejecutivo del Observatorio Ciudadano Jalisco Cómo Vamos. Germán Petersen. Coordinador de redes del Observatorio Ciudadano Jalisco Cómo Vamos. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 El derecho a los escotes Catalina Pérez Correa Ya de mañana abro las puertas de mi armario. Tras medio minuto de deliberación saco la ropa de siempre: pantalón oscuro, camisa de botones y zapatos negros. Después de vestirme me miro al espejo. “Qué aburrido”, pienso, mirando la misma ropa que uso cada semana. Le doy medio minuto de consideración a la blusa de gasa negra con flores azules oscuras y claras que cuelga en el armario. Es demasiado transparente y tiene escote, aunque no muy pronunciado. Finalmente, me quedo con la primera elección. Prefiero no perder a algún interlocutor por un prejuicio sobre mi sexo. Los aretes, los collares y los tacones son aceptables; las flores y los escotes… no tanto. Aunque a nadie le va a pasar desapercibido el hecho de que soy mujer, no tiene sentido provocar. Opto así por la estrategia que Kenji Yoshino llama covering (encubrir), esto es, minimizar los rasgos “desfavorables” que me apartan del modelo ideal de académico del derecho. La exigencia de matizar ciertos rasgos de nuestra persona, de nuestro aspecto, es tan habitual que lo aceptamos como parte natural, necesaria, de la vida en sociedad. Aceptamos que existen códigos (explícitos y/o implícitos) sobre lo que constituye un atuendo “apropiado” para ir a la escuela, a un tribunal, a un concierto, a la iglesia, etcétera. Consentimos, además, que estos códigos sean firmemente impuestos, las desviaciones severamente criticadas e incluso sancionadas. Todos sabemos que un hombre no debe usar falda, un juez no debe traer arete(s), una abogada no debe vestir mezclilla, los militares y policías no deben llevar el cabello largo y una larga enumeración más. Toleramos, incluso, que las exigencias sociales sobre la apariencia se vuelvan exigencias legales. En nuestro país hay numerosos ejemplos de políticas que buscan imponer, legalmente y para distintos contextos, cierta vestimenta, especialmente para las mujeres. En octubre de 2006, por ejemplo, el Organismo Supervisor de Recursos Públicos de Veracruz prohibió a sus empleadas el uso de minifaldas, blusas con escotes y pantalones ajustados. El mismo año, el Sindicato Único de Trabajadores al Servicio de San Luis Potosí prohibió también a sus empleadas usar minifaldas. En 2008 los Comités de Evaluación de Estudios, Conductas y Cuestiones Académicas del bachillerato de la Universidad Autónoma de Sinaloa recomendaron restringir el uso de minifaldas a la población estudiantil femenil.1 En enero de 2011 el gobierno del estado de Tamaulipas prohibió a sus empleadas usar minifaldas, escotes y pantalones entallados en horas de trabajo. “Ellas deben entender que vienen a trabajar, no a una fiesta”, afirmó Jorge Ábrego Adame, secretario de Administración del gobierno de Tamaulipas.2 El pasado mes de mayo (2011) el alcalde de Navolato, Sinaloa, Evelio Plata Inzunza, también propuso prohibir a las mujeres el uso de minifaldas. “Deben ir cambiando las costumbres y modas ante un relajamiento que existe en la conducta social”, dijo el alcalde. A diferencia de las demás iniciativas que pretendían obligar a estudiantes o empleadas a vestirse de cierta forma durante horas de trabajo o estudio y dentro de las dependencias públicas, la iniciativa de Evelio Plata proponía una prohibición en la vía pública: esto es, para todas las mujeres y no sólo empleadas o estudiantes en las horas de trabajo. Es de notar, además, que ambas iniciativas presentadas en Sinaloa dan como razón para la prohibición la seguridad de las mujeres: “para evitar agresiones en su contra”. El vestido y la apariencia, como señala Klare (1992), son un tipo de significación humana.3 Por una parte, involucran procesos de autosignificación; por otra, implican comunicación. Al presentarnos ante otros las personas elegimos elementos de vestuario, cortes de pelo, maquillaje, incluso posturas para significar y comunicar algo acerca de nuestra persona, de nuestro contexto, estatus, incluso de nuestras expectativas e ideologías. Los códigos de apariencia no son neutrales, ni objetivos. Aunque frecuentemente se dice que adoptar ciertas vestimentas es importante porque señala profesionalismo, seriedad y dignidad; también señalan —y reflejan— jerarquías y estructuras sociales determinadas. Es en parte por esto que una crítica sobre la apariencia de alguien, sobre lo inapropiado o inadecuado de su forma de vestir, frecuentemente se entiende como una crítica sobre la persona, sobre lo inadecuado de la persona en sí. Es también por ello que, en ciertos contextos, el que una persona se vista de cierta forma —digamos como indígena— tiene una connotación política. “El fondo es forma” reza una conocida máxima de la política mexicana. A la vez, a pesar de la importancia que puede tener la apariencia personal, cuando alguien busca defender el derecho de vestir o de verse de cierta forma, el tema se vuelve intrascendente, sin relevancia para la vida pública: una necedad del adolescente o del rebelde que no logra asimilarse o de la empleada que no entiende de decoro. En otros países el tema sobre la apariencia ha generado debates sustanciales, sobre todo en lo referente al derecho de los patrones de regular la vestimenta y apariencia de los y las empleadas. Quizá el caso más conocido en Estados Unidos es el de Renee Rogers (Rogers v. American Airlines, 1981), una empleada afroamericana de American Airlines quien en el último de sus 12 años como trabajadora fue trasladada al área de atención a clientes. Después de un año de trabajo en esta área fue despedida por usar su cabello en trenzas, al estilo africano y contrario a los criterios de la aerolínea que prohibían este tipo de peinado. Rogers demandó a la aerolínea alegando discriminación por ser mujer y, especialmente, por ser mujer afroamericana. La corte de distrito de Nueva York resolvió en contra de Rogers fundando su razonamiento en tres argumentos: primero, que la política aplicaba a todos los empleados, independientemente de la raza o el género y no la afectaba exclusivamente; segundo, que la política sólo regulaba algo que era fácilmente cambiable —el peinado— y no algo difícilmente modificable —como el color de la piel o el sexo—, por lo que se asumía que el costo de la modificación no era muy alto y podía recaer sobre Rogers sin afectarla demasiado; y, tercero, que el peinado no concernía una materia de importancia en términos de implicar un derecho constitucionalmente protegido. La resolución de la corte dio pie a fuertes debates y fue duramente criticada por no reconocer que el peinado de trenzas está ligado a una identidad racial y cultural específica: la afroamericana. Aun cuando la política pretendía aplicarse igual a hombres y mujeres, blancas o negras, sólo a las mujeres negras se les negaba, de facto, la posibilidad de usar un peinado que reflejara su identidad cultural y reconociera sus diferencias raciales (el peinado recogido o liso, característico de las mujeres blancas, se establecía como el peinado adecuado; mientras que el trenzado y rizado, característico de las mujeres negras, se instituía como uno de los peinados prohibidos). Se estimó, además, que la medida era discriminatoria porque, aun cuando no hubiera una intención de discriminar a las mujeres afroamericanas, los efectos eran sentidos desproporcionadamente por los miembros de ese grupo. En los hechos, estaban frente a una norma discriminatoria. Las críticas que se hicieron a la sentencia Rogers v. American Airlines intentaban dar cuenta de cómo los códigos sobre la apariencia reflejan una estética determinada y hacen patentes ciertos entendimientos y roles sociales. Al imponer una visión de estética, decían los críticos, no sólo se imponen los valores de un grupo o grupos dominantes (los hombres blancos), sino que también se enaltecen los rasgos de quienes están en el poder, con la consecuente censura de quien se ostenta como diferente. Al establecer que cierta apariencia es impropia o simplemente fea, se vuelve más fácil relegar el estatus de quienes comparten esa apariencia o rasgos. Los códigos de vestimenta, y las evaluaciones estéticas en ellos implícitos, tienen así implicaciones directas en cómo es valorada (y tratada) una persona o grupo. El hecho que en los trabajos de oficina una mujer deba vestir más como un hombre (pero no tanto que parezca marimacha) o que un indígena deba portar atuendos occidentales afianza la noción de que estos ámbitos son propios de los hombres occidentales heterosexuales y que para estar ahí hay que asemejarse a ellos y adoptar sus códigos. A partir de otros casos las cortes de Estados Unidos han establecido el criterio de que los patrones pueden regular la apariencia de sus empleados siempre que exista una relación positiva y demostrable entre la restricción (obligación de vestir o no vestir de cierta forma) y la exitosa realización de la actividad laboral, y que se imponga para todos los empleados independientemente de la raza, sexo o edad.4 En otras palabras, el empleador o patrón debe ser capaz de comprobar que existe una relación objetiva entre la práctica o política adoptada y el desempeño exitoso del trabajo. Tal sería el caso de obligar a una cirujana a usar ropa esterilizada en ciertas áreas o de exigir que un cocinero utilice una red en el cabello mientras permanece en la cocina. El Tribunal Supremo de España adoptó esta misma postura cuando declaró inconstitucional la obligación que impuso la empresa Clínicas Pascual a sus enfermeras de usar falda, cofia y medias. El tribunal sostuvo que tal obligación era contraria al principio de no discriminación por razón de sexo que defiende la Constitución española, además de ser una práctica “discriminatoria y una actitud empresarial que no resulta objetivamente justificada”.5 De acuerdo con el tribunal, la empresa impuso con su uniforme de falda y cofia “un vestuario tradicional” con el que “proyecta al exterior una determinada imagen de diferencias entre hombres y mujeres que no se corresponde con una visión actual”. Curiosamente, un gran número de las demandas presentadas en Estados Unidos impugnan regulaciones que buscan sexualizar a las mujeres, obligándolas a usar escotes y minifaldas; mientras que en los casos españoles, como los mexicanos, se busca imponer atuendos más conservadores. Los ejemplos mexicanos aquí mencionados sobre la regulación de la vestimenta distan de ofrecer justificación objetiva alguna, además de ser abiertamente discriminatorios — las iniciativas han surgido siempre para regular la apariencia de las mujeres y siempre para que sean más “recatadas”—. En los casos de Sinaloa, la justificación de la medida es una supuesta protección para las mujeres, para evitar agresiones en su contra. La premisa detrás de la disposición es que cuando una mujer se viste de cierta forma está comunicando (y debiera saberlo) su disposición para recibir avances sexuales. Las mujeres, según este razonamiento, deben portar atuendos que no comuniquen un interés sexual. El problema, claro, está en la determinación de las características que son propias de una atuendo provocativo (¿cuántos centímetros de tacón son impropios?, ¿cuánto escote comunica disposición sexual?). Además de cambiar dependiendo del contexto, lo provocativo de un atuendo depende siempre del hombre que lo interpreta. Así, la directiva, llevada a sus últimas consecuencias, nos dice que la mujer debe vestirse tan recatada como le sea posible, si no quiere recibir insinuaciones sexuales, de las cuales, además, en caso de haberlas, sería responsable. El caso de Tamaulipas, en cambio, ponía como motivo de la restricción el que la vestimenta de las mujeres interfería con el trabajo de los hombres, distrayéndolos al punto de hacerlos menos productivos. El presupuesto ahí es que la autonomía femenina, expresada en su forma de vestir, interfiere con la eficiencia laboral de los hombres. (Por supuesto, nunca se ha buscado regular la vestimenta de los hombres para evitar que ellas se distraigan.) El argumento presupone que los hombres son incapaces de controlar sus apetitos biológicos frente a las “invitaciones” sexuales de una mujer “provocadora”; pero más allá de eso, en ambos casos, el mensaje es que las mujeres, para estar seguras y no ser disruptivas en el ámbito laboral, deben disimular el hecho de ser mujer. La libertad de apariencia no es cosa trivial. Además de estar vinculada con las oportunidades que tiene cierto grupo de personas y con la forma en que ese grupo es valorado, está atada a varios derechos fundamentales como el derecho a la igualdad, a la autonomía, a la libertad de expresión y a la no discriminación. Lo que está en disputa en la regulación de la vestimenta tiene que ver con las condiciones básicas que hacen posible una sociedad democrática, incluyente y plural. Tanto el derecho a la libertad —a tomar decisiones sobre aspectos centrales y periféricos de la vida— como el derecho a la igualdad, son presupuestos esenciales de la democracia liberal. La restricción de estos derechos debe estar justificada en la protección de otro(s) derecho(s) del mismo rango y someterse a un estándar de racionalidad. Esto no significa que no existan razones válidas para regular la apariencia, pero dicha regulación no puede ser arbitraria ni discriminatoria. Para ello, toda política en este sentido debe reunir ciertos requisitos de constitucionalidad: debe responder a objetivos constitucionalmente legítimos, debe ser idónea para alcanzarlos y debe ser proporcional de forma que no restrinja excesiva o innecesariamente al derecho afectado. Así lo ha establecido nuestra Suprema Corte.6 Las regulaciones sobre la apariencia hoy vigentes en nuestro país resultan inadmisibles en términos sociales y legales. Representan una carga injustificada para las mujeres a quien son impuestas, además de ser contrarias a los presupuestos de una sociedad democrática y equitativa. Catalina Pérez Correa. Investigadora del Instituto de Investigaciones Jurídicas. 1 Ver http://www.eluniversal.com.mx/notas/529860.html 2 Ver http://www.jornada.unam.mx/2011/01/18/estados/034n3est 3 Karl E. Klare, Power/Dressing: Regulation of Employee Appearance, 26 New England L. REV. 1395, 1408 (1992). 4 Michelle Turner, The Braided Uproar: a Defense Of My Sister’s Hair and a Contemporary Indictment of ROGERS v. AMERICAN AIRLINES, 7 Cardozo Women’s L.J. 115 2000-2001. 5 http://www.aranzadi.es/index.php/informacion-juridica/noticias/el-tribunal-supremo-declara-ilegal-la-obligacion-de-que-las-enfermeras-lleven-falda-en-una-clinica-privada 6 Novena Época, Primera Sala, septiembre de 2006, Tesis de jurisprudencia 1a./J. 55/2006, Registro No. 174247. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 Arquitectura y democracia Manuel Figueroa La primera vez que visité la Cámara de Diputados de Alemania, el Bundestag, me llamaron la atención muchas cosas, una de ellas su arquitectura. El edificio se inauguró por vez primera en 1894, y se conservó intacto hasta 1933, cuando lo incendiaron. Durante la Segunda Guerra Mundial sólo fue ruinas. El edificio volvió de las cenizas después de la Reunificación Alemana, para volver a funcionar como sede del Parlamento Federal a partir de 1999. Sus reconstructores, guiados por el arquitecto Norman Foster, coronaron la obra con una gigantesca cúpula de vidrio y acero, que al interior tiene escaleras circulares para que los visitantes puedan subir hasta la cima. Yo no subí porque sufro de vértigo. Mis otros acompañantes sí lo hicieron salvo Johannes, un amigo alemán que ese día nos guiaba y que prefirió quedarse donde empiezan las escaleras para hacerme compañía en medio de los centenares de visitantes que había a esa hora. Yo estaba recargado en el barandal que da hacia los debates parlamentarios, que tienen lugar justo debajo de la cúpula donde la marabunta de turistas se arremolinan diariamente, y aproveché para mirar al diputado germano que en ese momento pronunciaba un enardecido discurso sobre el presupuesto nacional. Entre tanto barullo casi no se escuchaba nada, y yo le pregunté a mi acompañante: “¿No crees que este edificio, como está diseñado, provoca distracciones en los debates del Parlamento? Digo, con tanta gente tomando fotos y hablándose a gritos aquí arriba”. Mi joven amigo me contestó simplemente que no, y justificó su respuesta con una frase lapidaria: “El Parlamento se construyó así para que no se les olvide a nuestros representantes populares que el pueblo camina sobre ellos”. Después Johannes me preguntó cómo era el edificio del Congreso en México, y yo nomás atiné a decir: “Distinto”. No tuve oportunidad de explicar la distinción porque en ese preciso momento regresaban las demás personas de nuestro grupo para tomarnos todos juntos una foto y, minutos después, seguir con nuestro recorrido por el edificio. No retomamos el tema, quedó pendiente la explicación de que para un mexicano común y corriente es casi imposible entrar al edificio del Senado o de la Cámara de Diputados en México. Pero desde entonces no he dejado de pensar en la estrecha relación entre arquitectura y democracia; en cómo la configuración de la primera llega a ser un reflejo de la segunda. En el edifico de nuestra tres veces H. Cámara de Diputados, por ejemplo, aunque existen múltiples entradas, los ciudadanos normales sólo tienen asignada una de ellas (la que está frente a la Tesorería), y para poder ingresar deben acreditar quiénes son y a qué van. Si la respuesta es: “No soy nadie. Pasaba por aquí y decidí entrar a supervisar el trabajo de mi empleado (de mi diputado)”, además de someterse a las prontas carcajadas, dicho ciudadano se arriesga a recibir una tunda de empellones. El colmo del absurdo es que para ese mismo mexicano es más fácil entrar, sin previa cita ni contactos, al edificio del Congreso de los Diputados españoles, o al del Parlamento inglés. Bueno, hasta sería más fácil para él entrar al Capitolio (a pesar de la paranoia estadunidense de los últimos años), puesto que nadie necesita identificarse ni mucho menos acreditar el motivo de la visita para ingresar a cualquiera de los edificios del Senado o de la Cámara baja. En dicho contexto, la construcción de una nueva sede para el Senado mexicano constituía una oportunidad formidable para poner en práctica una arquitectura democrática, más acorde con las expectativas que los mexicanos tienen de sus representantes populares. Más allá de los mil 700 millones de pesos que nos costó o de los detalles técnicos del nuevo edificio, que su página de internet presume como “un espacio con tecnología de punta y con protección al ambiente” y con un diseño “postmodernista”, lo más importante hubiera sido el impacto democrático en la arquitectura del nuevo recinto. Es decir, ¿qué tanto se tomaron en cuenta, para su diseño, los requerimientos para atender a la mayor cantidad posible de ciudadanos comunes (al fin y al cabo contribuyentes)? ¿O solamente influyeron las necesidades de 128 senadores y sus comitivas? Aunque con goteras, pero lo hecho, hecho está. Ahora habrá que ver qué requisitos ponen los senadores mexicanos para que un ciudadano pueda echarle un vistazo al edificio. Le invito, apreciable lector, a que se dé una vuelta por Paseo de la Reforma 135 y haga la prueba. Manuel Figueroa. Periodista. Corresponsal en Washington D.C. para Efekto TV, y miembro del Consejo Asesor del Noticiero Internacional de dicho canal. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 Las metamorfosis de la izquierda Ilán Semo El punto de partida es un hecho simple: a principios del siglo XXI la izquierda no cuenta, como lo afirmó Günther Grass hace algunos días (“Un Nobel contra el sistema”, El País, 24 de julio, 2011), con una alternativa general al capitalismo. Esto no significa que no disponga de argumentos y políticas para hacer frente a sus dilemas principales; o que no posea dispositivos conceptuales y teóricos para continuar con la labor de su crítica. Pero a diferencia de sus abuelos del siglo XX, ha descubierto de manera penosa y gradual lo que Benjamin y Foucault ya habían advertido: en las sociedades modernas el poder es difuso y multiversal; el mercado se autorreproduce más allá de lo político (supera cualquier forma de interdicción política) y el mundo sólo se habrá transformado cuando la vida cambie en cada uno de sus detalles. Porque si algo trajo consigo el fin de la Guerra Fría, es decir, el fin de la catástrofe que significó la experiencia soviética, fue precisamente el cambio de la noción misma del cambio. La lección es esta: por más que su origen se remonte a una utopía igualitaria, los regímenes basados en la absorción total de la sociedad por el Estado, “regímenes de transición” los llamó alguna vez Trotsky, no sólo cancelan todas y cada una de las libertades civiles modernas, sino que encierran probabilidades muy altas de desembocar en formas de capitalismo salvaje, tal y como sucedió en Rusia desde los años noventa, y como sucede en la actualidad en China. Sobra decir que la historia reciente de la izquierda es algo más (algo bastante más) que el destino que arrastró a la utopía de 1917. En Occidente la expansión de los derechos civiles (cuestionada en países como Estados Unidos, Italia y Francia), la consolidación del espíritu del Estado de bienestar (bajo asedio por déficits fiscales y cambios demográficos), la legitimidad del orden secular, la diseminación de los derechos de género y tolerancia sexual, el nacimiento de la conciencia ecológica, el pacifismo y los métodos de la lucha no violenta, la defensa de los migrantes y de las minorías étnicas y culturales, la impugnación del racismo y de la homofobia han sido el fruto de las acciones de un abigarrado enjambre de organizaciones sociales, políticas y ciudadanas que fijan hoy el horizonte de expectativas para las transformaciones que siguen. El paradigma socialdemócrata, la conjunción de una democracia deliberativa con una ostensible distribución del ingreso en sociedades altamente productivas, queda como un aporte indiscutible de esa historia. La ironía es que su consagración llega en un mundo que ha vuelto anacrónicos a sus protagonistas tradicionales. Las desventuras (o, en un tono más teatral, las debacles) de Tony Blair, Zapatero y Papandreu cifran las huellas de ese anacronismo. La izquierda del siglo XXI no parte de cero. Sin embargo, para reencontrarse, tendrá que hacer frente a su propia historia, encarar los desafíos de su presente y descubrir sus propias e inéditas opciones. Al menos ya sabe por dónde no hay que marchar. Y eso no es poca cosa. Explorar el espectro de esos desafíos requeriría varios volúmenes. Baste aquí con enumerar algunos de sus rasgos más notables. Cortocircuitos de la democracia ¿Hemos asimilado las transformaciones de lo político que se han escenificado en las últimas dos décadas? Probablemente no, advierte Giorgio Agamben en Profanaciones. Una parte significativa de las sociedades contemporáneas encuentran hoy su sostén en regímenes híbridos. En ellas, el Estado de excepción convive (deformándolo) con el Estado de derecho. En Estados Unidos las leyes para hacer frente al terrorismo conculcaron derechos civiles esenciales. En México y en Colombia el combate al crimen organizado se ha traducido en una suspensión de garantías individuales sin la mediación de ninguna ley que lo apruebe. En España y Francia se intenta frenar la migración con dispositivos anticonstitucionales. ¿Qué pueden tener en común tan distintos pliegues y corrugamientos del orden democrático? La respuesta, aunque datable, no es sencilla: la desterritorialización de los sujetos de la política, los flujos de la globalización. En Washington se le llama “terrorismo” a la reacción de una franja del islam frente a la expansión militar estadunidense en el mundo árabe: la guerra como retrovirus. México y Colombia son naciones desbordadas por los tráficos de drogas, armas, órganos, “dinero sucio” y seres humanos. Italia y Francia deben hacer frente, como la mayoría de los países europeos, a oleadas masivas de migrantes ilegales. Cierto, siempre es difícil discernir hasta qué punto medidas para proteger la seguridad nacional justifican o no la restricción de las libertades civiles. Un dilema que, por cierto, se remonta a las acciones adoptadas por Robespierre en 1793 para defender a la Revolución francesa del ataque de las monarquías europeas. La diferencia reside acaso en que el orden que confisca libertades sistemáticamente ya no proviene de “los peligros de la insurrección”, sino de los flujos indómitos de la globalización. La interrogante es si se trata de una situación pasajera (todo Estado de emergencia se anuncia como una “solución transitoria” hasta que “desparezca la amenaza) o de una nueva forma de Estado, como lo previó Benjamin en 1939 (que escribió: “el Estado de excepción se convertirá en la regla”). Sea como sea, se trata del principal reto macropolítico para la izquierda contemporánea. El autoritarismo ya posmoderno no requiere, como en el pasado, de colapsar todos los órdenes de la sociedad. Mientras que los partidos continúan sus labores parlamentarias y la prensa recoge los diferendos de la opinión, mientras que la sociedad presencia el ejercicio de la crítica y la práctica cotidiana de sus derechos de expresión y manifestación, en la esfera que Deleuze llamó la micropolítica se derrama la ley de la calle, domina el más violento, el intruso de la tierra de nadie. Cuando los medios son el fin El siguiente desafío al orden democrático se origina en las dificultades para fijar el territorio de la “opinión pública”. En el siglo XVII Locke elaboró una peculiar teoría sobre el naciente parlamentarismo. A su función característica, cuyo propósito consistía en equilibrar y acotar los poderes absolutos del monarca, la describió como government by opinion (gobierno por opinión): “de la discusión —escribe— debe emanar la razón”. El dilema actual es que esa “discusión” está mediada por las industrias de la comunicación. Los políticos ya no le hablan a la gente: le hablan a quienes diseminan su opinión entre la gente. Esos “quienes” son, en cada país, unas cuantas empresas que monopolizan tanto las emisiones de radio y TV como las páginas de los periódicos. La democracia se ha vuelto una discusión entre muy pocos que deciden por muchos. La comunicación se ha convertido en un monólogo: unos cuantos hablan y la mayoría sólo escucha (u observa) frente a la soledad de sus televisores. La política se ha desplazado de la plaza pública a las pequeñas pantallas (ya sea de la TV o de la PC). La multitud virtual está compuesta por ciudadanos-átomos que no se relacionan entre sí más que por un click. La forma política más aberrante que ha adoptado este nuevo orden de las prácticas discursivas es el berlusconismo. Silvio Berlusconi ha sido durante ya casi una década (interrumpida) jefe del Estado italiano y, simultáneamente, jefe del mayor monoplio europeo de comunicación. Nadie en la política italiana ha logrado impedir el crecimiento de esta fuerza bifronte. En ella, son los medios los que fijan el consenso del Estado y no viceversa. Antes el Estado regulaba (aproximadamente) a los medios; hoy son los medios los que regulan el acceso a los centros de decisión del Estado. Cualquier intento de imaginar una democracia deliberativa funcional bajo estas condiciones está destinado al colapso. ¿Es el berlusconismo un hecho local o una tendencia, como se solía decir antes, “universal”? Demasiado pronto para saberlo. Pero sí lo es en América Latina, dado el alto grado de monopolización de las industrias de la imagen y el signo. Aporías de la justicia La gran utopía de la Revolución francesa, que fue la de instaurar un orden que conjugara la libertad, la igualdad y la fraternidad, devino hacia finales del siglo XX una distopía. Hoy sabemos que el principio de libertad puede entrar en serias contradicciones con el espíritu igualitario, y el problema reside entonces en privilegiar uno u otro. (Tal vez los revolucionarios franceses advirtieron esta aporía, y por ello introdujeron el tercer término de “la fraternidad”.) La Revolución rusa trajo consigo un orden relativamente igualitario, pero canceló todas y cada una de las libertades civiles heredadas de las luchas sociales y políticas del siglo XIX. Por el contrario, Salvador Allende defendió (con su propia vida) el régimen de derecho por encima de cualquier imposición inspirada en tentaciones igualitarias. Por esto, su herencia representa el mayor patrimonio histórico de la izquierda democrática en América Latina. El perfil de la izquierda que le siguió en el continente, y que ha ocupado ya la administración de gobiernos nacionales como en Brasil, Chile y Bolivia se inspira, no por casualidad, en nociones más cercanas a las de Allende que a las del modelo ya concluido de la Revolución cubana. La única solución viable que encontró la izquierda en el siglo XX para equilibrar, siempre de manera conflictiva, ambos extremos fueron los regímenes que fomentaron los partidos socialistas de Europa occidental después de 1945. El principio que los rigió fue la conjunción de las formas democráticas de representación con la regulación de la mayoría de los ingredientes que constituyen al mercado: la economía social de mercado. Hoy esta solución enfrenta tanto los desafíos de la globalización como ese giro político y social que se inicia en el gobierno de Pinochet en Chile a fines de los setenta, y en el de Margaret Thatcher en Inglaterra a principios de los ochenta, y que provoca un retorno de la desregulación y las prácticas “salvajes” de la economía de mercado. Antes de morir Tony Judt lo calificó correctamente como un “capiatlismo parasitario”. ¿Queda vigente el paradigma instaurado por el socialismo de Europa occidental? La respuesta no es difícil: sí, pero en condiciones diversas y, sobre todo, adversas. Europa cuenta con una ventaja para continuarlo, la emergencia de una nueva soberanía (y una nueva forma de cooperación) por consenso: la soberanía de la comunidad (hoy puesta bajo fuego). ¿Y las demás regiones? Falta además el Keynes que desarrolle, valga el pleonasmo, un keynesianismo global. Políticas del cuerpo Uno de los centros de la política contemporánea se ha situado en el territorio de la biopolítica, es decir, lo que Judith Butler ha definido como “la emancipación del cuerpo”. Al problema de quién define la soberanía sobre el cuerpo, la derecha ha respondido invariablemente: el Estado. La prohibición del aborto, de las comunidades de convivencia, de la tolerancia sexual, de la eutanasia, de las nuevas formas de procreación es siempre tramitada como parte de la jurisdicción del Estado. ¿Pero quién debe decidir sobre los usos del cuerpo? ¿Los individuos, hombres o mujeres, o los poderes inalcanzables de la burocracia formal? Las políticas del cuerpo han abierto un campo decisivo para la constitución de los nuevos sujetos de la política. También un territorio fértil para los consensos que puede propiciar la izquierda. Finalmente, “quien regula los órdenes de la sexualidad, como escribió alguna vez Foucault, cartografía los poderes de la sociedad”. De la utopía a las heterotopías Si de algo debe desembarazarse la izquierda es de su propensión a imaginar que la sociedad sólo puede lograr su mejoría a través de observarse a sí misma en un gran final, una gran utopía. Es preciso pasar del pensamiento utópico al heterotópico. La utopía, escribió Oscar Wilde, es un sitio al que se debería poder entrar y salir a diario. Sólo con una política que tenga en su mira al presente exento de los grandes relatos sobre el futuro, con toda la humildad que esto implica, podrá reencontrar los móviles que algún día le dieron la fuerza que le permitió sobrevivir. Nada justifica hoy hablar a nombre de la historia o del futuro para sacrificar el presente. Hegel creía que la historia habría de ser el gran tribunal del mundo moderno. Hoy sabemos que ese tribunal puede tener un rostro inefable. Ilán Semo. Historiador y ensayista. Investigador del Departamento de Historia de la Universidad Iberoamericana y director de la revista Fractal. Colaborador del periódico La Jornada. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 Sexismo: Tal para cual Luis González de Alba L lamamos sexismo a la actitud negativa contra las mujeres. Frases célebres como “seres de cabellos largos e ideas cortas”, suponerlas nacidas para pedir permisos, primero a papá (como también deben hacer los varones), finalmente al esposo; ser, en fin, eternas subordinadas es lo esencial del sexismo, aunque haya quienes lo estiren a límites risibles y lo vean hasta en la atención de permitir el paso a una mujer o abrirle la puerta. Una publicación en línea del journal Sex Roles trae un adelanto del libro que la editorial Springer publica a Jeffrey Hall y Melanie Canterberry, investigadores de la Universidad de Kansas. Sostienen que las mujeres sexistas con preferencia por el sexo casual responden más a las estrategias masculinas agresivas, propias de los hombres sexistas. Ellos aíslan a sus conquistas, no las presentan a sus amigos, como parte de una estrategia de sexo sin vínculos. A su vez, “mujeres que prefieren el sexo sin vínculos y muestran actitudes negativas hacia otras mujeres es más posible que respondan a las estrategias agresivas de hombres” que tampoco desean más que una buena noche de buen sexo. Los investigadores realizaron un primer estudio piloto con 363 estudiantes de universidad. Con eso diseñaron un estudio nacional para Estados Unidos con 850 personas voluntarias. Los resultados mostraron que hombres inclinados a buscar sexo de una sola vez empleaban con mayor frecuencia estrategias agresivas al flirtear con mujeres, y mujeres que también buscaban sexo ocasional y abierto respondían más al cortejo agresivo. Hombres que justifican los privilegios masculinos y sienten que deben “poner a las mujeres en su lugar”, resultaban atractivos para mujeres con opiniones negativas hacia las mujeres. Los resultados sugieren que hay una mutua identificación entre actitudes sexistas en ambos sexos. Hay mujeres que los prefieren machos. Unos y otras prefieren el cortejo donde los hombres llevan el mando y las mujeres son la meta. Hall, J.A. y Canterberry, M. (2011), Sexism and assertive courtship strategies. Contacto para la nota en Sex Roles: Renate Bayaz. Diferencias sexuales en la enfermedad mental Los hombres tienden más a desarrollar abuso de sustancias y problemas antisociales; las mujeres, más a desarrollar ansiedad y depresión. Esto sostiene un nuevo estudio publicado por la American Psychological Association (APA) en su Journal of Abnormal Psychology. Los investigadores analizaron datos de más de 43 mil residentes en Estados Unidos con 18 o más años, civiles y no internados en instituciones. Los resultados apoyan ciertas concepciones enfocadas al sexo: en mujeres se deben fortalecer habilidades cognitivas y evitar el que rumien y den vueltas a asuntos que las conducen a ansiedad y depresión, dice el autor principal, Nicholas Eaton, de la Universidad de Minnesota. “En hombres, el foco debe ponerse en tratar las conductas impulsivas por medio de premios a las acciones planificadas y moldeo de las tendencias agresivas en conducta no destructiva”. Contacto: APA Public Affairs Office, [email protected] Diferencias sexuales ante experiencias negativas Cuando ven escenas inquietantes en cine, los espectadores reciben ciertas claves acerca de que algo malo ocurrirá, por ejemplo cierto tipo de música. Una investigación de la University College London estudió las reacciones cerebrales. La autora principal de la nota, Giulia Galli, dice: “Cuando esperan una experiencia negativa, las mujeres pueden tener más alta respuesta emocional que los hombres, observable en su actividad cerebral. Esto puede afectar la forma en que recuerdan la experiencia negativa”. En la ansiedad hay una excesiva anticipación de amenazas futuras y la memoria con frecuencia queda sesgada hacia experiencias negativas. Los investigadores mostraron una serie de imágenes a 15 mujeres y 15 hombres. Antes de mostrar la imagen, los participantes vieron un símbolo que indicaba la clase de imagen que verían: una cara sonriente para una imagen positiva, una neutral para imágenes no emotivas y una triste para adelantar que venía una imagen negativa, como una persona severamente desfigurada o víctimas de violencia extrema. Los investigadores midieron la actividad cerebral entre el aviso y la presentación de la imagen. Después de 20 minutos, los participantes debieron mencionar las imágenes que recordaban. Los resultados mostraron que si el aviso indicaba la inminencia de una imagen negativa, la actividad cerebral posterior al aviso podía predecir si la imagen sería recordada o no. Pero esta relación se encontró sólo en mujeres, no en hombres. Contacto: Ruth Howells, [email protected] Luis González de Alba. Escritor. Publicaciones recientes: Olga y El vino de los bravos y unos tequilas. www.luisgonzalezdealba.com www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 Mejor no saberlo Rafael Pérez Gay N o sé cómo escribo. Mejor no saberlo, de verdad. Desperdicié un tiempo precioso en busca de atmósferas ridículas, con dispositivos e ingenios que el joven que fui consideraba importantes. Entendía por dispositivos tardes nubladas, luces indirectas, música triste, una pluma especial, un cuaderno traído de no sé qué ciudad prestigiosa. Tonterías. Perdí un libro, al menos, en esas ceremonias. Tardaba tanto en prepararme para escribir que a la hora del trabajo me había olvidado del asunto y había perdido el alma en los preparativos. Del cigarro, ni hablemos, una cajetilla dispuesta a un lado de la máquina. Allá en aquellos tiempos se llamaban Del Prado. Recuerdo el vejestorio, una Olympia blanca, un todoterreno que habría soportado el bombardeo sobre Dresde. Café. Tazas y tazas. Balzac no se habría dado por mal servido. Tomé tanto café que mi corazón se puso nervioso y una noche me despertó un escándalo, los latidos de mi corazón, una taquicardia de padre y señor nuestro. El doctor Román atendió mis miedos, me prescribió (prescribir significa algo así como antes de escribir) una pastilla que se llamaba Cardiosedín y ordenó la mitad de cafeína diaria. Era bueno el doctor Román. Yo creía que así se convertía uno en escritor, no tanto escribiendo como prescribiendo, en preparación para escribir. Con la lectura me pasaba todo lo contrario. Quizás nunca volveré a leer con tanta furia como en aquellos años. Acostado en la cama, en el baño, en la cocina, en un sillón, de pie. Cuento esto porque desde entonces la lectura acompañará siempre al acto de escribir. Si traigo un cuento entre manos, la subtrama encierra lecturas. Una historia larga, ni se diga. Escribo en estos días una novela sobre la enfermedad y el dolor. Una de las tramas menores ocurre en la ciudad del año de 1900, más o menos. Para eso he tenido que leer una historia del Teatro Nacional y su destrucción. Una maravilla de época. No sé si servirán de algo esas páginas, pero sin esa lectura no estaré convencido de la trama menor. Y luego a la hemeroteca. Comparto con algunos amigos la locura de los periódicos viejos. Pensamos que contienen todas las verdades, aunque tal vez sólo oculten historias muertas. Esto me pone triste, como cuando se descompone una máquina del tiempo. Considero un pecado imperdonable aburrir al lector. Estoy seguro de que si me aburro mientras escribo, aburriré a los demás. Nunca sobra un detector de tedio: leer y releer en voz alta y sin entonación. Si no me incita, a nadie le servirá. Pasa con el artículo de la prensa, con la pieza literaria, el cuento, el capítulo de una novela. Hace tiempo que dejó de preocuparme la frontera que separa a la literatura del periodismo, en caso de que exista. Escribo en una MacBook Pro. El desorden ha empezado a ganarme terreno en el estudio. Libros y libros. Nunca encuentro el que necesito; entonces lo compro, aunque sé que en alguna parte de los libreros se esconde. De muchos volúmenes tengo dos ejemplares. Aparecerá una hora después de que termine este texto. Me refiero a una pieza extraordinaria de Tomás Eloy Martínez sobre periodismo y literatura. He invocado a San Panus, santo de las cosas perdidas y nada. Caminé un rato repitiendo en mi cabeza: San Panus, que aparezca. Nada. Una noche de junio de 1893, Manuel Gutiérrez Nájera y Carlos Díaz Dufóo inventaron el periodismo cultural mexicano mientras caminaban por la calle oscura de Escalerilla. El director del Partido Liberal les ofreció a los escritores la edición del periódico del día domingo. Así surgió el primer suplemento literario de México: Revista Azul, ni más ni menos. Cuento esta breve historia porque de allá vengo, de la prensa literaria. Así escribo, recordando otros tiempos. Empeño la memoria en algunos de los conocimientos históricos que aprendí en las hemerotecas. He escrito mucho periodismo. No me arrepiento. Desde hace treinta y cinco años no ha pasado una semana sin que ponga un texto en la prensa. No exagero, sé de qué hablo. Así escribo, en una discreta tradición personal que transcurre con el paso de los años. A veces me escudo en algunas frases atribuidas a García Márquez: un cuento tiene que estar escrito con la fuerza inmediata de un reportaje; un reportaje, con la profundidad y dilación de un cuento. Cierro esta incitación diciendo que no sé cómo escribo y para eso traigo a este espacio esta intuición del escritor brasileño Rubem Fonseca: “Los recuerdos que preservamos desde la infancia y cargamos durante toda nuestra vida son tal vez nuestra mejor educación, dice Aliosha Karamazov. Y si sólo uno de esos buenos recuerdos permanece en nuestro corazón, tal vez se convierta, un día, en el instrumento de nuestra salvación”. Así escribo: en busca de alguno de esos recuerdos. Rafael Pérez Gay. Escritor. Entre sus libros: El corazón es un gitano, Nos acompañan los muertos y No estamos para nadie. Escenas de la ciudad y sus delirios. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 Michnik: Elogio del gris Jesús Silva-Herzog Márquez C irculaba un chiste en Polonia durante los años ochenta. Quien lo contaba simulaba ilusión para celebrar que finalmente era posible la salida de las tropas soviéticas. Hay dos posibilidades: una es estrictamente racional y la otra, milagrosa. La racional es que se aparezca San Jorge en Varsovia y derrote con su espada al ejército ruso como lo hizo con el dragón. La milagrosa es que los rusos decidan irse y regresen a Moscú por su propio pie. A Adam Michnik le tocó en suerte vivir, y obrar en parte, ese milagro. Lo recuerda líricamente en su libro más reciente, En busca del sentido perdido (University of California Press, 2011): “La revolución pacífica de Solidaridad fue verdaderamente hermosa. Un carnaval de libertad, patriotismo y verdad. El movimiento reveló lo más valioso en la gente: su tolerancia, su nobleza, su generosidad. El movimiento construyó, no destruyó; restauró la dignidad sin ceder a la tentación de la venganza. Nunca antes, nunca después sería Polonia un lugar tan lindo, su gente tan libre, tan igual, tan amable”. Su crónica de lo que fue de ese cambio detalla la perversión de aquella magia: tras la belleza, la mezquindad; tras los acuerdos, el escándalo; tras la sensatez, el apetito de venganza. E s cierto que la transición democrática por vía milagrosa no aparece en los manuales de la politología contemporánea. El prodigio polaco consistió, tal vez, en romper el cristal de lo pensable. Timothy Garton Ash ha apuntado que la intensidad revolucionaria de Solidaridad fue la puesta en escena de una gigantesca simulación. Si en Praga Václav Havel hablaba del deber de “vivir en la verdad” para romper con el fisco de las mentiras, en Gdansk el sindicato se rebeló actuando “como si” Polonia fuera ya un país libre. De ahí brotó lo insospechado: el fingimiento de libertad empezó a ser experiencia de libertad. Se trató de una revolución que ponía de cabeza el modelo que los franceses habían acuñado doscientos años antes: un cambio radical pero sin violencia; una revolución sin guillotina. Integrante del comité ciudadano de Solidaridad, Michnik aconsejó siempre la negociación que, naturalmente, repudiaban los radicales de ambos flancos. Dentro de Solidaridad los puros advertían que no era el régimen el que legalizaba al sindicato sino que eran ellos quienes legitimaban al régimen al negociar con él. Michnik sabía que la apertura no sería efecto de la pureza sino de la transacción. Bajo un Estado que se proclamaba obrero, las huelgas organizadas por un sindicato ilegal no llevaban el signo de la lucha de clases. En contraste con ese vocabulario, Solidaridad habló desde su inicio, en agosto de 1980, de una Polonia común. Durante siete años sobrevivió saliendo a la calle y escondiéndose bajo tierra pero comprometido siempre con la autonomía y rehusando enfáticamente la violencia. A John Keane, el periodista del diálogo, le compartió su convicción de que la fuerza es maldición. Quien usa la violencia para alcanzar el poder, la usará para mantenerse en el poder. La violencia no se empuña como una espada: la violencia devora a quien la invoca. Quien aprende a golpear no deja de golpear: “en nuestro siglo, la lucha por la libertad se ha obsesionado con el poder, en lugar de empeñarse en la creación de una sociedad civil. Por eso ha terminado siempre en el campo de concentración”.2 Solidaridad representaba un cambio radical porque no oponía una utopía alterna a la utopía oficial: una revolución antiutópica. Se trataba de algo completamente nuevo en el horizonte europeo, dice Michnik: un anhelo de imperfección política para una sociedad sin héroes. La moderación como la más radical de las subversiones. El orden totalitario empezó a erosionarse cuando el tono de la disidencia cambió. La Gran Aspiradora no pudo reabsorber a la naciente sociedad civil. Solidaridad no disparó un tiro pero le rompió los dientes al régimen. Durante años se enfrentaron un sindicato ilegal y un partido único. Solidaridad era un coloso con pies de hierro y manos de barro: tenía poder en las fábricas pero ninguna responsabilidad pública. Fuerte para patear, débil para hacer. El poder, por su parte, lo controlaba todo formalmente pero era cada vez más incapaz de administrar algo con mínima eficacia: un coloso con pies de barro y manos de hierro. El único poder del régimen era la fuerza; la única presencia del sindicato era en la sociedad. El uno necesitaba al otro. El reconocimiento de esa dependencia mutua fue el origen del pacto de transición que se volvería tan modélico como aquel de la Moncloa. La antiutopía que llamamos democracia llegó para cumplir su oferta de decepción. Para empezar, operó un cambio cromático: la realidad que, bajo el totalitarismo se ve blanca o negra y que en tiempos de intensidad revolucionaria adquiere el brillo del rojo, se convirtió en gris. El color de la verdad es gris, decía Gide. Ése es el color también de la democracia: ahí está su encanto, su valor, su belleza. La democracia es crónicamente imperfecta y por eso puede ser la mejor vestimenta para el cuerpo humano. Polonia pudo haber cumplido en pocos años todas sus ilusiones: recuperó libertades, fundó una democracia parlamentaria, ganó independencia, se integró a Europa, abrió su economía. Y sin embargo, escribe Michnik en su libro más reciente, el país está furioso.2 Tal vez los costos del terciopelo son más elevados de lo que se pensaba originalmente. En ausencia de una “catarsis revolucionaria”, ha dicho Garton Ash, se extiende sobre las democracias pactadas una sospecha de acuerdos indignos entre la vieja y las nuevas elites y, sobre todo, se filtra en la conciencia un sentido de profunda injusticia. En ese sentimiento incuba la tentación populista de la venganza. Michnik no lo esperaba, pero ha advertido que, con la competencia electoral, se reavivó en su país la siniestra tradición de cazar brujas, de delatar infieles, de purgar a los sucios. En el afán de venganza, el polaco no ve solamente una injusticia que reactiva los resortes del miedo y la complicidad de la opresión previa, sino el estrangulamiento de la democracia. Bajo el odio, la desconfianza y el miedo no puede entablarse el diálogo que la sostiene. Después de haber alabado la hermosa transición, Michnik detalla las razones del desengaño. Subraya, por ejemplo, la importancia del liderazgo fundacional: el efecto devastador de un mal ejemplo en tiempos críticos. Si Lech Walesa fue un opositor admirable, si fue capaz de encarnar el sueño de muchos, como gobernante se empeñó en derruir su prestigio. Su ambición, su terquedad, sus caprichos y su incompetencia hirieron a la nueva democracia. El nuevo régimen no encontró ejemplos de dignidad y eficacia en su primer gobierno. Ha sido muy difícil encontrarlo después. El sindicato convertido en partido gobernante se volvió un penoso remedo del viejo poder. Solidaridad quiso controlar todos los hilos del mando o más bien ocupar todas las sillas de la burocracia; favorecer a los suyos con cheques y beneficios. En lugar de abrir el espacio al talento, el nuevo gobierno se dedicó a pagarle a sus leales. Así, el nuevo gobierno no fue capaz de conferirle prestigio al régimen democrático. A la denuncia de la dictadura abusiva, siguió la indignación con los políticos “que son todos iguales”. Y si la Iglesia fue, en tiempos de oposición, una reserva de digna autonomía frente al poder, tras la caída del comunismo recuperó sus vicios más antiguos: soberbia, xenofobia, intolerancia. Pudo verse de este modo que la democracia no asegura el asentamiento de un piso común. Por el contrario, la urgencia de la ventaja inmediata puede canibalizar la política. El odio es rentable, la venganza es provechosa y el rencor un pedestal de reputación. Mediocridad, intransigencia, esterilidad, polarización. La ejemplar transición dio paso a una aberrante inquisición ultraconservadora. La mesa redonda convertida en coliseo de humillaciones públicas. Y a pesar de todo, insiste Michnik, el mejor recipiente político de nuestra imperfección sigue siendo el régimen del gris. Siempre será preferible la defectuosa democracia a la brillantez de una dictadura. Para decirlo con palabras de Adam Zagajewski, sólo una democracia nos permite saborear la responsabilidad. Sólo ahí asumimos el riesgo de elegir y cometer errores. Jesús Silva-Herzog Márquez. Profesor del Departamento de Derecho del ITAM. Entre sus libros: La idiotez de lo perfecto y Andar y ver. 1 “Towards a Civil Society: Hopes for Polish Democracy”, entrevista con Erica Blair (seudónimo de John Keane) en Letters from Freedom. Post-Cold War Realities and Perspectives, California University Press, 1998. 2 In Search of Lost Meaning. The New Eastern Europe, University of California Press, 2011. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 Éxito urbano Mauricio Tenorio Barcelona padece de éxito. La ciudad de México se sabe un desastre humano, ecológico y social. Nueva York, ante todo, no es de nadie y tapa con trabajos de tolerancia cero los esfuerzos de resegregación para mantenerse ombligo, seguro, del mundo. Berlín tiene mucha vergüenza histórica para entregarse a la autovanagloria. París se ve al ombligo con orgullo desproporcionado, aunque periódicamente la ciudad es sitiada por la rabia de sus parisinos descontentos. Barcelona es una ciudad puro ombligo, mucho orgullo y vanagloria. Ayer rezaban por atraer turistas, hoy lloran porque se vayan. Ayer reinventaban las lenguas —la catalana y la castellana— en la marginalidad de calles oscuras y olvidadas, plenas de juventudes perdidas de Argentina, Brasil, Colombia y España toda. Hoy en Barcelona hay un premio y un agente literario por cada publicación en esta Manchester del libro. Se edita en catalán más que nunca antes, aunque los medios de comunicación hacen creer que lengua tan hermosa nació y vive para hablar sólo de su supervivencia. Cuando la nación catalana sea independiente, se dice, Barcelona será todavía más rica, más catalana y más hermosa. Lo que es bello y noble de Barcelona es catalán, lo demás es impostura castellana en el tejido original de Barcino. El día vendrá, dicen, en que la ciudad volverá a ser lo que siempre debió haber sido: capital natural, nada artificial, de la encara más natural nación catalana. Y es que el éxito obnubila: nadie dice cómo o por qué —¿se acabará la especulación urbana?, ¿qué tan más rica será la ciudad?, ¿ya no habrá ni clientelismo político ni una cultura amarrada al Estado?, ¿cómo mejorará el bajo rendimiento escolar, el endémico familismo, la contaminación, la escasez de agua?, ¿habrá o no inmigración?, ¿se evitará por decreto el peso del castellano en la ciudad? Detalles, detalles… el éxito de Barcelona se mide por sus millones de visitantes anuales y por los sueños de grandeza que inspira. Durante la dictadura, una asociación de notables catalanes (Òmnium Cultural) se organizó para salvar la lengua y la cultura catalanas. Hoy la directora de la organización, Muriel Casals, llama a la independencia, aunque acepta que la lengua está sana y salva, a no ser por aquella virtud, “la xenofilia catalana”, que lleva a hablar en castellano con cualquiera que no domine el catalán. Lo dicho: el éxito obnubila. Veamos, Barcelona no tiene culpa alguna de mi cara de tercer mundo en genérico… pero, xenofilia de mi vida, ¿on tas que no te veo? En el café una mujer me increpa en mal inglés, me pide que trabaje para ella como modelo porque en su escuela de maquillaje quieren aprender a maquillar japoneses. Le digo, en catalán, que no soy japonés. Me responde, en español —xenofilia pura—, que claro que no nací en Japón, pero mis padres sí. Le digo que no y se marcha sin decir ni adeu ni adiós. Una vecina vuelve a cruzarse conmigo en el ascensor, como periódicamente sucede desde hace años. Me decido a saludar, en catalán; me responde en español que ya su marido le había informado que el filipino del edificio estaba de regreso. “No soy filipino, señora, pero como si lo fuera”. “¿Ah no?, pues semblas molt eh, pero tanto da que aquí no somos racistas”. Nunca más nos hemos saludado. En una tienda de bicicletas pregunto, en castellano, si aceptan tarjetas de crédito. Me contestan con xenofilia (en castellano): “sí, pero la tuya no”. En la madrugada, mientras camino por las calles, un parrandero grupo de jóvenes catalanes me acorralan, me empujan, me espetan cosas como “ñiñga, ñiñga, ñiñga” y se enchinan los ojos con los dedos. Creen que soy un chino más de esos que suelen molestar porque, está claro, para eso son los chinos. Les grito en mexicano: “jijos de su rechingada madre, muy machitos en bola, cuál es su pinche pedo”. Corren despavoridos. Xenofílicos, quién sabe; culeros, seguro. La anciana en el eixaimple se amarra a su bolsa cuando me ve acercarme para cruzar la calle. Ah, y en una tertulia de notables catalanes, un connotado empresario me explica que debe ser duro vivir en Chicago como mexicano, con lo racista que son los yanquis, seguro he de querer quedarme en Barcelona, adonde los extranjeros son tan bienvenidos. Le digo que no es así, que en Chicago soy uno más de los millones de mexicanos, nadie asume que soy algo más que un “over-read janitor”. Con dulzura le hago ver que Barcelona no es tan hospitalaria como cree. Se enfada en segundos, me dice que eso no es cierto… “un amigo alemán me ha dicho….”. “Señor, disculpe la interrupción, ¿me ve usted cara de alemán?”. En fin, todo es culpa de Madrid. Cuando Barcelona culmine su éxito, cuando sea capital de una república independiente, mi rostro de paki-ecuatoriano-chino-filipino-moro adquirirá el dejo de Guifré el Pilós: todos seremos hermanos. Nadie va a dudar del éxito urbanístico y cultural de Barcelona a partir de las últimas décadas del siglo XX. Pero de éxito, ¡ay!, también se va muriendo. Mauricio Tenorio Trillo. Historiador. Miembro del Departamento de Historia de la Universidad de Chicago y de la División de Historia del CIDE. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 En los márgenes Ignacio Ortiz Monasterio Me curo en salud y echo mis barbas a remojar: no soy ningún experto en el tema del periodismo cultural. Cuando buscaba trabajo después de terminar unos estudios en edición, la tía Mary tuvo a bien diseminar la especie de que yo era experto en Shakespeare. Se lo dijo a Malena Mijares, que a la sazón estaba en busca de alguien que trabajara con ella en el suplemento cultural de la revista Este País. El elogio funcionó y por eso estoy aquí. Aprovecho la ocasión para aclarar que no soy especialista en Shakespeare, y para agradecer la efectividad de la especie: muchas gracias tía Mary. Quisiera referirme muy brevemente a una porción tan sólo del periodismo cultural, la de las revistas culturales, y poner el acento en la materia de la literatura. En México, el universo de las publicaciones culturales es a la vez vital, marginal y trunco. Es vital por la cantidad relativa y la diversidad de medios que lo componen. En un país de muy pocos lectores como el nuestro existen varios cientos de revistas en papel de interés cultural, varias decenas de revistas electrónicas, y una cantidad apreciable de suplementos y secciones culturales. El Sistema de Información Cultural tiene registradas 334 revistas impresas. En la lista se cuelan algunas revistas de viajes, estilo y buen comer que tocan la cultura sólo tangencial y someramente. Asimismo, algunas de las revistas incluidas son efímeras y nunca llegarán a consolidarse. Pero un balance general muestra que buena parte de esas 334 publicaciones se ocupa del fenómeno cultural, y que casi todas tienen al menos dos o tres años de distribuirse. Aun cuando no llegaran a rebasar el lustro, son dos o tres años de interesarse en la cultura, de estudiarla, difundirla, fomentarla. La diversidad que caracteriza a este universo de publicaciones se da en todos los planos. Son revistas que abarcan el espectro completo de las disciplinas pertinentes: van desde la arquitectura, las artes plásticas y la fotografía hasta la música, el teatro y la danza, sin dejar fuera la arqueología, la conservación, la antropología y otras especialidades de la filosofía. Son revistas producidas lo mismo por grupos independientes e instituciones educativas públicas y privadas que por editoriales y entidades municipales, estatales y nacionales. Además, son revistas que acusan los más diversos signos ideológicos. Las hay contestatarias y reaccionarias, anarquistas e institucionales, nacionalistas y extranjerizantes. Lo mismo están destinadas a jóvenes que a adultos. Lo anterior habla de vitalidad. Es un ámbito que se diría en efervescencia. Sin embargo, esta clara vitalidad ocurre en los márgenes. Toca apenas las orillas —o la médula misma, pero sólo la médula— de nuestra sociedad. No es una sangre que irrigue el cuerpo entero del país. El tiraje promedio de las revistas culturales es ínfimo. Las de mayor presencia, como Arqueología mexicana, Letras Libres, nexos, Artes de México y La Tempestad distribuyen apenas 40 mil, 20 mil o 10 mil ejemplares. The New Yorker, por citar sólo un ejemplo, distribuye más de un millón de ejemplares casi semanalmente. Los niveles de lectura también dan cuenta de esta marginalidad. Estadísticamente, sólo 40 de cada 100 mexicanos dicen leer revistas. De ese 40%, el 16% lee revistas culturales. Esto significa que sólo 6.4 de cada 100 mexicanos leen revistas culturales. No necesariamente a diario ni una o varias veces a la semana. Muchos lo hacen sólo una vez al mes, o algunas veces al año. Si excluimos a la población flotante, a quienes las leen de manera ocasional o accidental, no resulta exagerado estimar que la población lectora de revistas culturales en México es de apenas cuatro o cinco millones de personas. A esta marginalidad se añade la condición trunca a la me refería, condición que tiene que ver precisamente con la manera en que la prensa aborda la cultura. De modo sumamente esquemático, se puede decir que las publicaciones culturales cumplen tres funciones básicas. La primera es reportar la cultura: atestiguar o enterarse de un hecho de la cultura —un concierto, un libro de poesía, un festival— e informar al público sobre ese hecho de un modo acrítico. La segunda función tiene que ver con la crítica y consiste en estudiar, entender y valorar ese hecho cultural. La tercera, finalmente, es divulgarlo como tal. Publicar el fragmento de una novela, reproducir una serie de grabados, retransmitir una canción en formato mp3. De acuerdo con esta lista, es posible ensayar una tipología también elemental de las publicaciones culturales. Hay espacios donde impera la nota. Pienso en las secciones diarias de cultura de periódicos como El Universal, La Jornada, Reforma y El Sol de León. Hay espacios marcados por la crítica —por el reportaje de investigación, la reseña, el ensayo—. Un ejemplo es la sección de cultura de Proceso, pero también un medio de reseñas como el desaparecido Hoja por hoja. Asimismo, hay espacios consagrados a la publicación de obras de creación, como El poeta y su trabajo, La otra y, en su tiempo, El cuento. Finalmente, esta tipología debe incluir también a las publicaciones que cumplen más de una de estas funciones, como es el caso de “Laberinto”, “El Ángel” y “La Jornada Semanal”, o Tierra Adentro, Replicante, nexos, La Tempestad y Letras Libres, por mencionar unas cuantas. Así, en el universo de las publicaciones culturales, la literatura, las artes plásticas, la fotografía y otras manifestaciones primarias de la cultura —por llamarlas de algún modo— comparten espacios con la nota periodística, la reseña, el ensayo crítico y otras manifestaciones culturales secundarias que tienen por objeto a aquéllas. ¿Qué fracción de ese universo es ocupado por la materia radical de las artes y otros fenómenos primarios de la cultura? En lo que concierne a la literatura, de las 334 revistas impresas que registra el sic, aproximadamente unas 50 o 60 son revistas propiamente literarias. De la mayoría se imprimen apenas mil o dos mil ejemplares, y muy pocas circulan mensualmente. Casi todas aparecen cada dos o tres meses, cuando no cada semestre. La poesía, la narrativa, el drama y el ensayo literario también cuentan con presencia en revistas del interés cultural general, aunque de ningún modo son géneros dominantes. A reserva de que un cálculo exacto arroje un dato un poco distinto, estimo que esa manifestación cultural primaria que es la literatura ocupa un 25% del universo de la prensa cultural. Espacios más pequeños corresponderían a la reproducción de fotografías, obra plástica, arquitectura, etcétera. Es verdad que las revistas son sólo uno de los medios para la divulgación del arte y la cultura en general. Además de la prensa periódica están los canales de televisión cultural, la radio, las revistas electrónicas, los blogs y otros medios de la era digital. Está, por supuesto, el libro. Por lo demás, hay hechos culturales y lenguajes artísticos — como las festividades, las costumbres, las artes escénicas y la música— que no tienen en el papel un vehículo adecuado, mucho menos idóneo, para su comunicación. Es verdad también que la prensa no busca abarcar una materia a profundidad. Incluso las revistas literarias son misceláneas. No publican casi nunca a un solo autor —eso sería un libro: una colección de cuentos, una novela o cuando más una antología— y cuando lo llegan a hacer buscan repartir la atención entre diversas muestras de su trabajo. Incluso en un siglo cumbre de la prensa literaria como el XIX, los editores fragmentaban las obras y las dosificaban, a fin de no violentar la naturaleza puntual de sus medios. La prensa nunca ha exigido al lector una abstracción sustancial de su entorno. Lo mantiene en la realidad inmediata y mediata. Busca darle elementos para perdurar en esta realidad y para lidiar con ella. La cultura primaria, en este sentido, parece incompatible con la prensa. Pero también es cierto que la prensa, gracias precisamente a esta capacidad de permear la vida diaria de sus lectores, ha sido un medio muy útil para conducir al público a los libros, a la arquitectura, a los museos, a las salas de conciertos, a los sitios arqueológicos y centros históricos, a los teatros, a las plazas y mercados, a donde esté la cultura. Lo son también la tele, la radio, la internet, pero aquí como en la prensa, la cultura en general y la transmisión de las expresiones primarias de la cultura son marginales. En el de por sí pequeño universo de la prensa cultural, la presencia de las formas primarias o nucleares de la cultura es menor. Vuelvo al caso de las letras como muestra de una condición que parece sistémica en México: ¿cuántas publicaciones periódicas propiamente literarias tienen presencia nacional? ¿Cuántas circulan en todo el país? En España hay varias decenas. En Estados Unidos se cuentan por cientos. No intento abogar por la masificación y la trivialización de las letras, como quizás está sucediendo en el mundo anglosajón y particularmente en Estados Unidos. Tampoco paso por alto la importancia de las publicaciones de pensamiento cultural y político. Es bien sabido que, al menos desde el punto de vista antropológico, la cultura engloba igualmente al acto de creación y su producto que a sus efectos y a las reacciones que genera. La cultura es un fenómeno eminentemente social. Más bien abro una pregunta: ¿esos actos de creación y sus productos —el poema, el grabado, la fotografía— tienen bastante presencia en las páginas de la prensa cultural mexicana? Me gustaría terminar con una cita que hallé por casualidad recientemente. En las páginas iniciales de la primera parte de En busca del tiempo perdido, Swann cena en casa de los Proust y se refiere a la prensa. Lo que señala Swann reduce al absurdo el problema planteado, pero me parece que sirve para ilustrarlo: “Lo que reprocho a los periódicos —dice— es que fuerzan la atención todos los días sobre cosas insignificantes, mientras que leemos tres o cuatro veces en la vida los libros donde hay cosas esenciales. Dado que rompemos fervientemente cada mañana la faja del periódico, se deberían cambiar las cosas y poner en el diario, qué sé yo, los… Pensamientos de Pascal”. Ignacio Ortiz Monasterio. Editor de la revista Este País. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 Regreso a Tlatelolco Luis González de Alba La última y nos vamos: en casi tres años de cárcel (octubre 68-abril 71) y largas sobremesas con jarras de café, los presos a causa del 68 hicimos, sin pensarlo, una versión coral de los hechos ocurridos la tarde (que no la noche) del 2 de octubre en Tlatelolco. Esa versión coral fue útil en su momento para oponer a la infamia que sostenía el gobierno: éramos culpables de haber masacrado nuestro propio mitin con el fin de darle un “levantón” a un movimiento alicaído y el Ejército no había hecho otra cosa que impedir que acribilláramos a más. Y, claro, nos había aprehendido. Más de 40 años después, nuestra versión coral hace agua porque, confrontados “los de la voz”, resulta que no pudieron haber estado donde dicen haber estado ni oído lo que dicen haber oído. Y así ofrecemos un flanco débil: si el gobierno mintió, también nosotros. Además de la versión de aquel gobierno, hay otra igualmente insostenible: el gobierno masacró porque tiene esa manía, y para eso empleó no sólo al Ejército, sino a francotiradores. Hum… y si tenía al Ejército, ¿para qué carajos poner francotiradores? Respuesta: el gobierno es así, es malvado. Una estupidez que no merecen los jóvenes de hoy. Por eso resulta importante limpiar el relato. Porque perdidos en la paja de los detalles hemos debilitado el núcleo duro que explica los muertos y heridos. Si nosotros no disparamos sobre nuestra propia gente, ¿quién y sobre todo por qué, para qué, lo hizo? Y ¿cómo fue posible que también cayeran heridos y muertos soldados, unos en uniforme y otros en ropas civiles? Quiero por eso señalar que la clave de los hechos la tenemos, de primera mano, un medio centenar que fuimos detenidos en el largo balcón del tercer piso del edificio Chihuahua y nada más los detenidos allí. En ese lugar y, a un buen cuarto de hora de iniciada la balacera, ocurrió algo inexplicable: los primeros agresores cayeron en pánico, desconcertados por el hecho, a todas luces explicable, excepto para ellos, de que el Ejército les respondiera el fuego: eran disparos que no esperaban. Por eso ni siquiera se protegían. No sabíamos aún, los allí presentes, quiénes eran… ¿guerrilleros?, ¿las “columnas de seguridad” que Sócrates Campos había propuesto y le habíamos rechazado? Esto es el meollo: esos civiles armados no esperaban respuesta del Ejército. Y eso únicamente se explica si creían ser parte de una operación coordinada por la Secretaría de la Defensa… y no lo era. Sigo el paso a paso de lo que vi y oí, y aclaro al mencionar otros puntos de vista (dicho en estricto sentido: veían desde otro lugar): 1. El mitin de Tlatelolco se desarrolla en calma. Los asistentes no llenan la plaza (que no es muy grande), pero resulta explicable: el Ejército había tomado la Ciudad Universitaria de la UNAM, luego el Casco de Santo Tomás y Zacatenco, del IPN. Había devuelto la CU a la rectoría el 30 de septiembre, apenas dos días antes. El equipo de sonido lo instalamos en el largo balcón del tercer piso del edificio Chihuahua, que da hacia la plaza y, más lejos, al puente de la avenida Insurgentes que allí cruza sobre las vías. 2. A varios dirigentes nos dan avisos compañeros recién llegados: hay soldados en los alrededores de la Unidad Tlatelolco. Y peor: hay alrededor de este edificio, junto a las escaleras, unos “pelones”, sin uniforme, pero con un guante blanco. Resultaban notorios porque eran tiempos de Beatles y jóvenes de pelo largo o, al menos, no de “casquete corto”. Y el guante blanco. 3. Me lo comentaron compañeros alarmados, y respondí que los soldados siempre habían estado cerca de mítines y manifestaciones. Lo de los “pelones” sí era raro. Otros dirigentes recibieron la misma información, lo supe cuando nos reunimos allí mismo, inquietos. Decidimos a) avisar que se cancelaba la proyectada marcha de la plaza al Casco, y b) no por el micrófono, sino entre nosotros, abreviar el mitin. Veo que el puente de Insurgentes está cubierto de soldados. 4. Lo que todo el mundo sabe: dos helicópteros sobrevuelan la plaza, lanzan dos bengalas: verde y roja. Está al micrófono un alumno del Poli al que apodamos el Pelón Vega por su calvicie incipiente y juvenil. La gente se abre en torno a las bengalas humeantes. Levanto la vista y, para mi sorpresa, los soldados ya no están sobre el puente. Pienso, con ingenuidad, que vieron un mitin tranquilo y sus mandos los regresaron a sus camiones. Oigo disparos, lejanos, como provenientes de la unidad habitacional. 5. ¿Por qué la gente corre hacia el edificio? Miro hacia Insurgentes, los soldados reaparecen sobre la plaza, a espaldas de la gente, que por eso huye hacia el edificio que, por estar montado sobre dos grandes columnas, por donde circulan los elevadores, permite el paso hacia la unidad habitacional, es una vía de escape. Pero se frena de pronto y regresa, ¿por qué se frena? No entiendo. Me asomo desde el barandal y no veo el motivo. Segundos antes oigo gritos en las escaleras: “Ahora les vamos a dar su revolución, hijos de su puta madre…”. A mi derecha, en el barandal, hay un hombre que dispara con pistola sobre la plaza. El barandal ya está vacío, a todos los tienen de cara a la pared, manos en alto. Falto yo. Me ponen entre éstos a empujones. Gritan la orden de no mirar. De reojo observo que los que puedo distinguir no se resguardan con los gruesos pilares de concreto: disparan a pecho descubierto. Muy seguros. 6. Casi un mes después, ya en Lecumberri, me entero de que no todos los dirigentes fuimos detenidos allí. Algunos subieron escaleras que no llevaban a ninguna parte porque no hay azoteas cercanas. Pero en ese momento no se piensa. Gilberto Guevara, Eduardo Valle, Anselmo Muñoz, Pablo Gómez y otros lograron entrar a un departamento en el quinto piso y se encerraron, relata cada uno. Desde ese departamento, que no mira a la plaza, sino al interior de la unidad, mis compañeros ven avanzar otro cuerpo de Ejército por entre los edificios. Lo ha narrado Gilberto Guevara. Así entiendo, un mes más tarde, por qué la gente detuvo su carrera y trató de regresar, se hicieron remolinos humanos en la plaza: vieron que también bajo el Chihuahua avanzaba el Ejército. 7. Raúl Álvarez Garín, uno de los dirigentes del Poli, no había subido a la tribuna del mitin. Ya presos, nos dijo que había estado en la plaza, entre la gente. De él escuchamos, con lágrimas en los ojos, que la gente había corrido hacia el Chihuahua al grito de: ¡El Consejo! ¡El Consejo! Raúl no llegó al mitin solo, así que no dudo que la gente junto a él, sus amigos y parientes, lanzara ese grito. Así pasó al acervo de la versión coral: todos habíamos oído a la gente gritar: ¡El Consejo! ¡El Consejo…! Por los amigos que nos comenzaron a visitar los domingos (no nos prohibieron en Lecumberri las visitas dominicales) nos enteramos de otro dato: un tercer cuerpo de Ejército, donde iba el comandante de toda la operación, general Hernández Toledo, avanza desde Relaciones Exteriores hacia la plaza. Nos dicen que el general cayó herido antes de llegar a la plaza, esto es, en los primeros minutos. No sé, todavía, si hubo una cuarta columna. Supongo que sí. 8. Los que seguimos en el tercer piso comenzamos a sentir esquirlas calientes quemando las manos que mantenemos en alto. Nos gritan la orden de tirarnos al suelo. Lo hacemos. Al hacerlo veo, con sorpresa, que también los del guante blanco están tirados en el suelo, protegiéndose con el barandal de concreto. 9. La balacera arrecia. Supongo, sin ver, tirado en el suelo, que están matando a toda la gente, sin excepción. Así que nos ametrallarán en cualquier momento. De reojo veo a los del guante arrastrarse por el piso con movimientos que he visto en series de guerra: empujándose con los codos. Se reúnen algunos, se separan, llegan otros. En eso oigo dos gritos que no entiendo sino después: a) ¡Hay un herido! ¡Una camilla, traigan una camilla, hay un herido! Pienso, allí tirado: ¿y qué les puede importar un herido si nos van a matar a todos? Y lo más inexplicable: b) Se reúnen los del guante blanco en un grupo compacto y gritan a la vez, pero a destiempo: ¡Aquí, Batallón de Limpia! ¡No disparen! Me resulta claro: los mandaron a limpiar de comunistas, de rojos. Por varios minutos gritan en desorden, hasta que se ponen de acuerdo en un conteo y oigo con claridad: Una… dos… tres… ¡Aquí, Batallón Olimpia! ¡No disparen! Lo gritan tumbados en el suelo. Como de niño veía Combate en la tele, sé que hay teléfonos de campaña a los que se les da vuelta con una manivela y así se comunican los mandos militares. Es obvio que no traen algo así. Nada. Los gritos por la camilla para el herido continúan. Lo conté por años y pasó a ser parte del relato coral: ya todos los habían escuchado… por encima del estruendo de la balacera, a varios pisos de distancia y con puertas cerradas. Hasta el que no estuvo los había oído. Esto demuestra algo de extraordinaria importancia para entender los hechos: la Secretaría de la Defensa no sabía que soldados en ropa civil estarían rodeando el edificio Chihuahua. Y los soldados de civil, el Olimpia, creían que el Ejército regular tenía conocimiento de que ellos iban a disparar, en cuanto detuvieran a los dirigentes, para ahuyentar a la multitud. Por eso hubo heridos de ambas partes. Sé de memoria nombres de heridos: el teniente Sergio Alejandro Aguilar Lucero, el capitán Ernesto Morales Soto. Y que iban al mando de Ernesto Gómez Tagle. Así lo asentaron ante el Ministerio Público, en el Hospital Militar, donde ningún censor gritó: ¡Eso no se escribe!, como ocurrió cuando yo declaré lo mismo, detenido en el Campo Militar No. 1. Las actas las localizaron nuestros defensores. Falta un eslabón: el Olimpia iba al mando de Gómez Tagle… ¿De quién recibió la orden Gómez Tagle? ¿Vive éste? Cuando, ya en Lecumberri, comenzaron a llegar de visita mis amigos, pregunté a cuántos habían matado: “Pues nomás a ti”, dijo Nacho Osorio. Alguien a quien le decían El Boche llorando dijo que me había visto “con el cráneo destrozado por bayoneta…”. Cuando los ex presos fundamos partidos de oposición, mis amigos fueron pronto diputados. Una comisión con fondos públicos hizo una investigación sobre el número de muertos. Los nombres están en una especie de lápida mortuoria levantada en la Plaza de las Tres Culturas. Vaya usted y cuéntelos. Ya estoy harto de que el número me lo achaquen a mí. A mediados de 1969 la prensa continuaba mostrándonos como los canallas que no habían dudado en matar a su propia gente. Me llamaron Raúl Álvarez Garín y Gilberto Guevara para proponerme un proyecto que de inmediato acepté: escribiríamos nuestra propia versión de los hechos, desde el conocimiento de cada detalle que teníamos los dirigentes. Yo haría el relato y ellos el análisis político. Cada semana les leía mi narración y dejaba los originales a Raúl. De memoria tenía todos los detalles de manifestaciones, mítines y sesiones tormentosas del Consejo Nacional de Huelga, CNH. Y cuando era necesario, por ejemplo, algo concerniente al IPN, pedía confirmación de lo platicado durante meses a quien lo conociera de primera mano. Señalaba quién era el testigo. Terminé la narración sin que Raúl y Gilberto hubieran escrito ni una línea del análisis. Leí y releí mis copias y acabé observando que la simple narración de los hechos, puros y desnudos, no necesitaba de más: el análisis político estaba ahí: en los datos. Añadí los hechos ocurridos en Lecumberri, del asalto de los presos comunes para romper nuestra huelga de hambre, con la que exigíamos comenzar nuestros juicios, hasta Tlatelolco. Hacia atrás. Lo entremezclé con la narración cronológica de julio a octubre y lo guardé: no conocía a ningún editor. Hacia mediados o finales de 1969 llegó Elena Poniatowska a entrevistarnos a todos para una crónica. Una mujer por entonces de unos 35 años. Grabó horas de pláticas con decenas de presos, desde los miembros del CNH hasta los jóvenes detenidos al azar. Mostraba su grabadora a la entrada, firmaba algún papel y era todo. No la escondía porque las grabadoras de entonces eran como un maletín de mano. Estaba embarazada. Dio a luz en mayo de 1970. Por eso debió ser, a más tardar, en abril del 70 cuando le comenté que tenía un relato. Se ofreció a buscar editor. La semana siguiente, iba cada semana, me comentó que le había gustado mucho y me pedía permiso para usar algunas partes. Lo acepté con gusto. Elena todavía no era la figura de hoy, pero sí una periodista conocida por sus entrevistas para Novedades y artículos en Siempre!, con un apellido difícil de olvidar. Elena debió reconstruir todos los hechos a partir de entrevistas porque no se integró a la Coalición de Intelectuales y Artistas donde estuvieron José Revueltas, Monsiváis, José Luis Cuevas y otros pintores y escritores. Había también una agrupación solidaria de maestros, pero tampoco era maestra. No asistió a manifestaciones, así que dependía por completo del relato que le hiciéramos sus entrevistados. Y entonces grabó horas y escribió miles de cuartillas con la versión coral: el que no asistió al mitin (teníamos la obligación autoimpuesta de no asistir y pocos cumplieron) le dijo cómo llegó el Ejército, todos habíamos oído a la multitud clamar: ¡El Consejo!, y se nos quebraba la voz, a ella se le humedecían los ojos. Todos habían oído a los de civil y guante blanco gritar: Batallón Olimpia, no disparen, aunque el “no disparen” no tenía sentido en los pisos altos, donde tiraban puertas a patadas. Todos éramos testigos de cómo había entrado la tropa al Casco, a CU y a Zacatenco. La entrevistadora no exigía: Dime únicamente lo que viste. Sin que yo lo supiera, Raúl le dio mis originales como producto de todos, así que ella podía asignar la voz a quien deseara. Un domingo llegó Elena acompañando a una guapa mujer de piel canela y ojos verdes. Me la presentó así: Luis, te presento a tu editora. Se trataba de Neus Espresate, directora de la editorial ERA. Mi relato iba a ser publicado por una editorial que me gustaba por su orientación y sus diseños: hacía libros muy hermosos, de magníficas portadas. —Hemos notado —dijo Neus— que no le has puesto título y te queremos proponer la expresión final de tu relato: La Cicatriz. Con eso recordé que el título sólo se lo había platicado a un amigo, preso común, con el que vivía un romance platónico (por entonces), Pepe. Y no lo había puesto en el manuscrito. Respondí que había pensado en la canción de moda entonces: Those were the days… Luego lo había traducido: Esos fueron los días. Al añadir la temporada de cárcel pensé: Los días y los años. Le gustó y además era la propuesta del autor. Esto debió ocurrir, cuando mucho, a fines de abril de 1970, porque en mayo de ese año Elena dio a luz. Tuvo una hija. Además, ya había grabado kilómetros de cintas y transcrito millares de cuartillas. No volvió a Lecumberri. Ya libre, en alguna fiesta setentera, la periodista y amiga común, María Luisa La China Mendoza, recordó cómo había visitado a su amiga Elena en París, alojada en casa de una tía materna y abrumada por miles y miles de cuartillas. En alguna breve polémica, Raúl Álvarez dijo que él no sabía que Elena hubiera escrito su crónica tlatelolca “en París sentada abajo de un árbol…”. Claro que no: Elena no está loca para hacerlo ni yo loco para decirlo. El tema del árbol viene de que esa tía de Elena tenía su hermoso departamento frente a un parque en cuyo centro crecía lo que la tía llamaba “el árbol más bello de París”. Lo era porque ella lo había salvado alguna vez de las sierras podadoras francesas que someten todo árbol a un régimen cartesiano. Y hacen bien: no se caen ramas secas sobre autos como aquí. Pero, en medio de un parque, no causaba peligro alguno. La historia carcelaria con el preso común, Pepe, y su desenlace inesperado ya libres, la publiqué 40 años después: Otros días, otros años. ¿La verdad?... Era en lo único en que pensaba, e hilaba Los días… en mis conversaciones con Pepe, que era preso con comisión (los que trabajan dentro de la cárcel: panadería, cocina, talleres, escuela; a los estudiantes no nos había autorizado nunca la Dirección tener una comisión porque éramos peligrosos: podíamos producir un motín carcelario). Lo aquí relatado está en mi declaración ante la Procuraduría Especial que dirigió Ignacio Carrillo Prieto. Desconozco si tomó declaración al comandante del Olimpia, Ernesto Gómez Tagle, si lo localizó, vivo o muerto. Lo único claro, y se prueba con lo que oímos los detenidos en el tercer piso, es que el Olimpia rogaba, suplicaba a gritos inaudibles: no disparen, no disparen… aterrados. Eso que vimos y oímos un medio centenar tumbados en el suelo del tercer piso, apunta a que hubo al menos otra mano participante para tender esa trampa. Todavía no entiendo con qué fin, cuál fue la utilidad si ya nos tenían detenidos. ¿Sembrar el miedo? Sembraron la guerrilla de los años setenta a ochenta, la convicción de que los caminos democráticos estaban cerrados y eran un espejismo burgués. Luis González de Alba. Escritor. Publicaciones recientes: Olga y El vino de los bravos y unos tequilas. www.luisgonzalezdealba.com www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 Ricardo Piglia, cartero y diarista Alejandro García Abreu Ricardo Piglia, uno de los escritores esenciales de nuestro tiempo, ganó con Blanco nocturno el Premio Nacional de la Crítica de España en la categoría de narrativa y la XVII edición del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos, entregado este 2 de agosto en Caracas. En la entrevista con Alejandro García Abreu, Piglia (Adrogué, Buenos Aires, 1940) revela claves de la escritura de su diario y ahonda en el desarrollo de su más reciente novela; a la vez reflexiona sobre su proceso creativo y profundiza en el origen y las codas de su obra: una evocación de diversas tradiciones literarias Alejandro García Abreu: ¿Cómo se ha desarrollado el diario que comenzó a escribir en 1957 y al que no ha renunciado desde entonces? Ricardo Piglia: Comencé a escribir el diario cuando tenía 16 años, a partir de un hecho que está en el origen. Mi familia tuvo que salir por motivos políticos de donde habíamos vivido siempre y nos mudamos a Mar del Plata. Viví eso como una suerte de exilio. De modo casi automático comencé a escribir ese diario. Desde luego el diario ha ido cambiando a lo largo de todos estos años. Tiene la particularidad de ser una escritura que nunca es deliberada. Escribo automáticamente. No es que yo tenga un catálogo de cosas que entran y cosas que no. Sencillamente me dejo llevar por el impulso. AGA: ¿De qué manera lo han influenciado otros diarios, como el de Pavese, que ha releído múltiples veces? RP: Para mí ha sido muy importante el diario de Pavese, que leí por primera vez en 1960, calculo. Es decir, tres años después de estar dando vueltas con mi diario encontré en el de Pavese una idea de lo que es un diario: una combinación de notas de trabajo, pasiones privadas, reflexiones. A partir del diario de Pavese comencé a leer, siempre como si fueran escrituras emparentadas, los diarios de Kafka, de Musil, de Ribeyro, de Gombrowicz. No sólo el diario que he escrito, sino los que he leído han sido la larga duración en mi experiencia. AGA: ¿Qué lo llevó a utilizar las 42 notas a pie de página en Blanco nocturno como vehículo de su pensamiento colateral? RP: Empecé a escribir esas notas sin saber muy bien qué iba a hacer con ellas. Eran pequeños relatos y observaciones que surgían del propio material que estaba escribiendo en la novela. Pensé que podían ser notas al pie. Había utilizado la forma de la nota al pie en 1975, en Nombre falso. En Blanco nocturno las notas tampoco fueron deliberadas, empecé a trabajar con ellas mientras estaba escribiendo la novela y después comencé a incorporarlas. La idea es la que tú dices: crear un subsuelo del libro en el que aparezcan otras posibilidades de ampliación de la historia para que el lector tenga una información que no sea sólo la que tienen los personajes. AGA: ¿Cómo concibió la inversión del género policial a través de Croce y de qué modo resulta adyacente a Renzi —trasunto de Piglia—, cuya acta de nacimiento se encuentra en La invasión? RP: Croce me cae muy simpático. El personaje empezó a desarrollarse con la novela y luego comenzó a tener un papel cada vez más fuerte en el libro. Está ligado a la tradición del género policial. Es la inversión de la figura del detective, que siempre es racional y lúcido. Aquí se trata de alguien que está en el borde; eso le da iluminaciones. Renzi, en este libro, funciona como el interlocutor del detective, figura que siempre está en el género. A la vez, Renzi se enamora de una de las hermanas Belladona y empieza a circular en un ambiente que no es solamente el de Croce. AGA: ¿Cuál es el origen del pato-conejo de la página 142 de Blanco nocturno, una aseveración pictórica de las variaciones de la percepción? RP: Es una figura que se suele usar en algunas tradiciones de trabajo sobre la identificación de imágenes. Wittgenstein ha trabajado con esa figura. Uno ve primero un pato y luego un conejo o viceversa. Ahí está la problemática que Croce trae a la novela: ¿qué quiere decir el parecido? Hay una serie de parecidos y juegos de símiles, como las mellizas o el japonés Yoshio y el jockey. AGA: Hay ambivalencias. RP: Siempre. Hay un horizonte en el libro: la idea de qué quieren decir la diferencia y el parecido. Cuando uno está escribiendo una novela se tiene un horizonte. Es un problema que uno quiere resolver y la ficción nos ayuda a avanzar en esa línea. En la llanura, en la pampa, se fortalece porque las imágenes se acercan al espejismo. AGA: Tal como hace Emilio Renzi, ¿usted relee sus diarios? RP: Sí. Es una experiencia perturbadora, en cierto sentido. Hay cosas anotadas que no recuerdo. El diario es una memoria paralela a la memoria real. AGA: Resulta un soporte. RP: Claro. Las lecturas tienen que ver con los momentos en que uno pierde un poco el rumbo en la vida por cuestiones múltiples, entonces evocar esta calma y pensar que esas cosas han pasado antes y uno ha logrado soportarlas, sobrevivirlas o superarlas funciona como un apoyo, en la medida en que uno olvida esos momentos pero están retratados. Muchas veces, en los textos, aparecen cosas escritas en el diario. Por ejemplo, había anotado, alguna vez, la idea de escribir un relato policial con un detective que estuviera loco y luego eso se convirtió en el personaje de Croce. En un momento de la escritura del diario estaba leyendo una biografía de Hitler y allí apareció la cuestión de que había estado en Praga y anoté el posible encuentro con Kafka. Luego lo retomé en Respiración artificial. El diario funciona como material de trabajo muchas veces. AGA: Usted trabajó un verano como cartero. ¿Relaciona la labor del cartero con la literatura? RP: Nunca lo había pensado, pero es una buena reflexión. No sé si hay un mensaje, pero hay un texto que se lleva. Trabajé durante un verano en Mar del Plata, cuando terminé el colegio secundario, antes de ir a la universidad. Recuerdo con mucha emoción y sentimiento las reacciones de alegría que a veces se producían cuando yo llevaba las cartas urgentes. La gente las esperaba porque eran cartas certificadas; muchas veces había misivas misteriosas. Hay siempre una reacción de asombro en alguien que recibe una carta. Hay diversas experiencias. Henry Miller también trabajó de cartero, así que debemos hacer un linaje de escritores que trabajaron en el correo. AGA: Enrique Vila-Matas recuerda en un texto titulado “La metaliteratura no existe”, incluido en Extrañas notas de laboratorio, una entrevista de usted con Ana Nuño. Afirma que no existe la metaliteratura y que ésta es un cliché crítico que ha servido para enfrentar una tradición compleja de construcción de historias. RP: Es una categoría de la crítica académica que no tiene en cuenta la experiencia de los escritores, porque en ese sentido toda la literatura ha sido metaficción. La literatura contemporánea es a prueba de eso, pero también la literatura tradicional; pensemos en el Quijote. Está siempre llena como en la vida. Uno cuenta historias, pero también reflexiona mientras las cuenta, de modo que el relato no es tan lineal como a veces se construye, como si no hubiera otra cosa que la narración, como si hiciéramos un ejercicio ascético para dejar a la narración limpia como si fuera un hilo. Y eso sucede habitualmente en los cuentos; en ellos la narración tiende a ser lineal y eso le da ese carácter artificial que tiene el género. Las novelas tienen por suerte la posibilidad de ampliar el registro e incorporar a la narración otro tipo de formas, una de las cuales es cierto momento de pausa en el relato donde alguien dice algo sobre el hecho mismo de estar contando esa historia. Pongo como ejemplo de la relación entre narrar e interpretar la experiencia del futbol, el gran relato de masas que es el futbol. Uno ve los partidos de futbol o los escucha por radio y hay un narrador y alguien que analiza el partido, simultáneamente, como si fuera muy natural en un marco tan amplio como la cultura de masas. Mientras se está narrando lo que sucede, alguien debe detenerse cada tanto y decir: se está jugando con un medio campo entre jugadores y hay un enganche o las puntas están jugando de esta manera. Esa pausa ayuda a veces a que el partido sea más nítido en su narración, de modo que no veo que la intercalación de reflexiones en una narración sea algo contrario a la tradición del metarrelato. AGA: ¿Cómo se desarrolló su sistema creativo durante los 13 años que mediaron entre Plata quemada y Blanco nocturno? ¿Concibió desde un inicio a Luca Belladona como el nudo de la novela? RP: Empecé a tomar las primeras notas de Blanco nocturno inmediatamente después de publicar Plata quemada. Las notas empezaron a construirse como habitualmente me sucede: a partir de un personaje. No tengo otra cosa que el personaje al empezar. El personaje aquí se llama Luca Belladona, que tiene un proyecto de hacer una fábrica en la pampa. Ese nudo, que está generalmente en las novelas, es un personaje que es el punto de partida, y luego hay que construir la trama. Esa trama se va construyendo a partir de la aparición de otro personaje, con el que el primero comienza a interactuar. Mi proceso de trabajo tiene que ver con los personajes primero, luego con la intriga que se construye, y esa intriga muchas veces se modifica hasta encontrar el punto de cristalización de la historia. Eso me lleva tiempo. No hay que apurarse, sería mi consejo. Aunque nunca hay que dar consejos. Como decía Benjamin: “Convencer es infecundo”. No sirve de nada. Creo que hay una demanda excesiva de presencia de los escritores. Se insiste mucho en que si un escritor no publica un libro todos los años lo van a olvidar; a lo mejor sí lo olvidan, pero se puede escribir tranquilo. Los jóvenes a veces se sienten urgidos; hay que trabajar con un tiempo propio. AGA: ¿Cómo aprecia el diálogo entre las tradiciones de Arlt y Borges? ¿Cómo contrapone a ambos escritores? RP: Es una contraposición clásica. En la literatura mexicana Rulfo y Arreola se enfrentan, pero están conectados también. En el caso de la literatura argentina Borges y Arlt funcionan como síntesis de grandes tradiciones. Borges está muy conectado con la tradición argentina clásica. Arlt, hijo de inmigrantes, está muy conectado con la nueva ciudad que está surgiendo. Nosotros, los escritores de mi generación, tratamos de mezclar eso. Y yo empecé a ver los elementos más ligados a la realidad social de Borges y los elementos más culturales en Arlt, cuando más bien se los leía al revés. Borges era pura cultura y Arlt era un individuo alejado de ella. Empezamos a establecer conexiones entre esas dos tradiciones que parecen antagónicas. Para nosotros eran escritores con los que dialogábamos siempre. Arlt es de esa clase de escritores que no viajan bien. En toda cultura hay escritores que son así. Uno puede pensar en Alfred Döblin en la literatura alemana, que es un clásico que, sin embargo, no tiene el lugar que tiene Thomas Mann. Suele suceder eso. Alfonso Reyes es un gran escritor y no logra todavía encontrar el espacio que otros tienen en la literatura latinoamericana. Pasa con muchos escritores y uno nunca sabe si es porque son demasiado buenos y no se pueden trasladar a otra lengua. Eso ocurre con Arlt. AGA: En El último lector apuesta más sobre el acto de leer que sobre el de escribir. ¿Se ha modificado su visión desde la publicación del libro? RP: Sí. Por un lado empecé a ver cómo esa escena podía ampliarse más, la escena de alguien que está leyendo un poco aislado, que fue el punto de partida de ese libro. He seguido reflexionando a partir de lo que había escrito en el libro, sobre ciertas escenas de traducción. Recuerdo una que me parece extraordinaria: la primera traducción de Don Quijote al chino fue hecha por el reconocido escritor Lu Hsun, que no sabía español. Los amigos le contaban la novela de Cervantes y él la traducía a partir de lo que le narraban. La novela tuvo un éxito notable en China. Es una manera de traducir rarísima. Parece una escena imaginada. Los amigos le decían: él va para allá y se encuentra los molinos. La traducción tiene de bueno que es una lectura que se escribe. Se está leyendo y al mismo tiempo se está escribiendo. El último lector es un libro que tiene sus codas. Tal vez un día escriba un ensayo sobre esto. Fue importante para mí en la medida en que me permitió sacarme algunas obsesiones en torno a los libros, a las lecturas. AGA: ¿Cuál es el origen, la primera huella de su vida como escritor? RP: Lo que está en el origen es un profesor de literatura que tenía en el Colegio Nacional de Adrogué, cuando estaba en tercer año de la prepa, antes de empezar a escribir el diario. Se llamaba Manuel Vázquez. Le tengo mucho reconocimiento porque era un profesor de historia y de literatura y algo produjo en mí porque yo estudié historia y me dedico a la literatura. Uno debe valorar a los profesores de enseñanza secundaria, que tienen, a veces, mucha influencia o son muy importantes para que uno de pronto descubra un rumbo. Él tuvo mucho que ver en el origen sin que yo me diera cuenta. Me he dado cuenta mucho después. Era un hombre muy apasionado por la literatura. Cuando yo tenía esa edad él funcionó como un guía en un laberinto. AGA: ¿Cómo es su método de trabajo? RP: Los escritores podemos hablar de ciertos modos de hacer las cosas. En mi caso se trata, desde siempre y lo digo un poco en broma, de levantarme temprano, de no atender el teléfono, de no mirar los e-mails entre las nueve de la mañana y mediodía. Eso supone un horario de concentración en el trabajo que a veces no produce nada. Lo importante para mí es mantener ese ritmo —sobre todo con las novelas— y por lo tanto saber que si hoy las cosas no han funcionado, quizás mañana funcionen. A veces uno pasa varios días y la novela parece no estar avanzando. Para mí, la única condición de la creatividad, de la imaginación, de la inspiración misma consiste en desplazarme de lo real. AGA: ¿En qué consiste el desplazamiento de lo real? RP: Consiste en salirme de esa red donde uno está implicado en la vida y construir un espacio aislado. El modelo podría ser el espacio de la lectura. Cuando hablamos de inspiración hablamos de concentración. Uno logra conectarse con el lenguaje y hacer algo más que escribir. Escribir sería sencillo. Uno podría redactar 10 páginas por día sin inconveniente. Pero uno está buscando algo que estaría conectado con eso que llamamos inspiración; es como una música que de repente el lenguaje tiene. A veces se busca, como un pianista que está haciendo notas hasta que por fin encuentra. La base de este asunto es tener ese tiempo disponible y tener paciencia. AGA: ¿Cómo surgió la idea de compilar Crítica y ficción como literatura en el marco de la conversación? RP: Tengo siempre la sensación, cuando las cosas están funcionando bien en una entrevista, de que son conversaciones realmente. No son solamente entrevistas con motivo de una coyuntura definida. Lentamente me fui dando cuenta de que esa escena de conversación sobre literatura era importante, como un camino paralelo a la crítica en el sentido más estricto. Quería recuperar la conversación sobre literatura porque es algo muy productivo. Entonces me di cuenta de que se podía hacer un libro rescatando esas conversaciones y esos interlocutores, trabajando con esa suerte de relación que se va generando en el diálogo. AGA: ¿Cómo ha evolucionado la influencia de Faulkner? RP: Faulkner es un extraordinario escritor. Ha tenido una presencia fuerte en la literatura latinoamericana. Y no sólo en la latinoamericana: me parece que nadie ha observado todavía que Thomas Bernhard viene de Faulkner. La idea de un narrador que se ocupa de toda la escena y que está en una suerte de estado alucinatorio: eso son los narradores de Faulkner. De modo que la presencia de Faulkner es diversa. Otro elemento que está en Faulkner que suele aparecer en Bernhard es la presencia de otras voces en la narración. Faulkner ha sido como un archivo de cuestiones. En la literatura latinoamericana hubo una primera etapa muy fuerte. El universo de Faulkner tuvo mucha presencia en Rulfo, en García Márquez, en Onetti. AGA: Y en Fuentes. RP: En Fuentes mismo, claro. La muerte de Artemio Cruz es una excelente novela que elabora muy bien los ecos de Faulkner y eso está también —en cierto sentido— en Aura, una de las mejores nouvelles que se han escrito en esta lengua. Me parece que la generación siguiente —la de Saer, la mía, incluso la de Puig— ha encontrado otras cosas en Faulkner. A mí me interesa su relación con la épica, la idea de trabajar sobre personajes de mucha dimensión, que se escapan un poco de la vida cotidiana, que están siempre alucinados con algo. Al mismo tiempo me interesa que usa historias de larga duración. Faulkner siempre está trabajando con genealogías, con historias familiares. Esos modos de narrar han sido muy productivos. Alejandro García Abreu. Ensayista y editor. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 E. H. Carr: Historia, disidencia e ideología Roberto Breña E.H. Carr, ¿Qué es la Historia?, Ariel, España, 2010, 224 pp. A principios de 1961, Edward Hallet Carr, un especialista en historia soviética que estudió letras clásicas en Cambridge, pronunció un ciclo de seis conferencias en esa universidad. Su título era simple y profundo al mismo tiempo: What is History? Carr no podía sospechar que esa media docena de pláticas, publicadas por primera vez como libro ese mismo año, se convertirían en el texto historiográfico más influyente del siglo XX. Un texto que, además, fue el punto de partida de una tradición anglosajona de ensayos historiográficos de “alta divulgación” que perdura hasta nuestros días. Cincuenta años después de haber sido concebido ¿Qué es la Historia? sigue siendo un libro editado, leído y discutido; en una palabra, es un “clásico” de la historiografía occidental.1 Cuando Carr pronunció las seis conferencias referidas era conocido sobre todo por un libro sobre las relaciones internacionales del periodo de entreguerras (La crisis de los veinte años, 1919-1939) y por los tres volúmenes de La revolución bolchevique 1917 -1923, aparecidos respectivamente en 1950, 1952 y 1953. Mientras escribía ¿Qué es la Historia?, Carr estaba inmerso en otra magna obra sobre la revolución rusa: Socialismo en un solo país, cuyos cinco volúmenes aparecieron entre 1958 y 1964.2 Su admiración por Marx y sus opiniones favorables al régimen soviético (particularmente a Stalin durante la posguerra temprana) le granjearon a Carr una reputación polémica, por decir lo menos, sobre todo en la medida en que la Guerra Fría se recrudeció. Su libro sobre las relaciones internacionales europeas de entreguerras, que sigue siendo lectura obligatoria entre los internacionalistas interesados en el periodo, y su monumental historia sobre la revolución rusa bastarían para que Carr ocupara un lugar privilegiado en el panorama de las ciencias sociales del siglo XX. Sin embargo, la obra por la que Carr es más conocido es el “librito” (150 páginas en una edición de bolsillo) que aquí conmemoramos. Cabe señalar que Carr no fue un historiador profesional en ningún sentido de la palabra: no estudió historia ni fue profesor de historia; además, nunca se doctoró (ni en historia ni en ninguna otra disciplina). Las conferencias que integran ¿Qué es la Historia? fueron concebidas por él como una polémica con las principales tendencias historiográficas de la academia británica de su tiempo. No sólo sobre la práctica de la historia, sino sobre sus presupuestos ideológicos y sobre sus consecuencias políticas. Estamos, pues, frente a un texto que podríamos considerar “de batalla”; un texto cuyo éxito se debe no solamente a muchas de las ideas que plantea, sino también a la fluidez de su prosa y al tono combativo que acabo de referir y que proporciona al texto una dinámica muy peculiar. En un pasaje de ¿Qué es la Historia?, Carr afirma que si alguien revisara los escritos publicados por él entre los años previos a la Segunda Guerra Mundial y la inmediata posguerra, fácilmente encontraría contradicciones e inconsistencias. No obstante, añade enseguida: “No estoy seguro que debiera envidiar a un historiador que puede preciarse de haber vivido los trepidantes hechos de los últimos cincuenta años sin haber sufrido cambios radicales en su perspectiva”.3 Estamos a cincuenta años de ¿Qué es la Historia? y si bien no hemos vivido dos guerras mundiales como las que padeció Carr o una revolución con las repercusiones mundiales que tuvo lo acontecido en Rusia a partir de 1917, es claro que algunas de las transformaciones sufridas por la humanidad desde 1961 lo habrían llevado a escribir un libro con no pocos de esos “cambios radicales”. Los seis capítulos de ¿Qué es la Historia?, equivalentes a las seis conferencias mencionadas al inicio de estas líneas, son los siguientes: “El historiador y los hechos”, “La sociedad y el individuo”, “Historia, ciencia y moralidad”, “La causalidad en la historia”, “La historia como progreso” y “Un horizonte que se abre”. Los títulos, por sí solos, dan una idea de la magnitud del desafío intelectual que Carr se planteó con estas conferencias, pronunciadas entre enero y marzo de 1961, pero que empezó a preparar desde el último cuarto de 1959, cuando fue invitado a impartir las prestigiadas “Trevelyan Lectures”. Una de las críticas más devastadoras que hace Carr a lo largo de ¿Qué es la Historia? es a la noción de “hecho” histórico. Para Carr, cualquiera que sucumba a la “herejía” (el término es suyo) de pensar que la historia consiste en la compilación del máximo posible de hechos irrefutables y objetivos “tendrá que abandonar la historia por considerarla un mal trabajo, y dedicarse a coleccionar estampillas… o acabará en un manicomio”. Según Carr, el “fetichismo de los hechos” se ve con frecuencia complementado por lo que él denomina el “fetichismo de los documentos”. Esto no quiere decir que tanto hechos como documentos no sean esenciales para la labor historiográfica, sino que, para él, “historiar significa interpretar”. Esto lo afirma Carr después de haber revisado sucintamente las contribuciones que hicieran en su momento Wilhelm Dilthey (1833-1911), Benedetto Croce (1866-1952) y R.G. Collingwood (1889-1943) para terminar con la supuesta primacía y autonomía de los hechos en la historia. Carr no pretende reemplazar a los datos con la interpretación; una pretensión absurda si pensamos, junto con él, que la dicotomía hecho-interpretación y sus avatares (particular-general; empírico-teórico; objetivo-subjetivo) son, en buena medida, una invención. Lo que hay en realidad, desde su punto de vista, es un diálogo permanente entre los hechos y la interpretación, entre los hechos y el historiador, entre el pasado y el presente. Como una especie de corolario de lo anterior, en este primer capítulo Carr presenta una idea que sigue siendo considerada como una de las más “radicales” de ¿Qué es la Historia?: “Cuando llega a nuestras manos un libro de historia, nuestro primer interés debe ir al historiador que lo escribió, y no a los datos que contiene”. Los peligros inherentes a una postura como ésta tienen que ver con una de las cuestiones más importantes de la historiografía (y del conocimiento en general): el tema de la objetividad, del que Carr se ocupa explícitamente en el quinto capítulo y que, por lo tanto, aquí dejo solamente apuntado.4 Es también en este primer capítulo en donde Carr hace una de las afirmaciones más recurrentes (y cuestionables desde mi punto de vista) en los debates sobre la importancia de la historia: “La función del historiador no es amar el pasado ni emanciparse de él, sino dominarlo [master] y entenderlo como la llave para entender el presente” (p. 101). En mi opinión, muy pocas veces el pasado representa una “llave” para entender el presente. Lo más probable es que las “llaves”, en plural y si es que existe algo a lo que podamos darle ese nombre, estén en ese mismo presente. Otra cosa es que el pasado no pueda aportarnos elementos para dar con ellas; por supuesto que sí, pero esto me parece algo muy distinto. Carr regresa a esta cuestión en el segundo capítulo, cuando afirma que la “gran historia” se escribe cuando la visión del pasado de cada historiador “se ilumina con sus conocimientos de los problemas del presente”. En este caso, creo que estos problemas pueden sin duda servirnos para ubicar o contrastar mejor ciertos aspectos del periodo o de la problemática histórica que estamos estudiando, pero esto no me parece ninguna condición para escribir “gran historia”. Al final de este segundo capítulo Carr insiste en este punto cuando afirma que la doble función de la historia es “comprender la sociedad del pasado e incrementar su dominio [mastery] de la sociedad del presente”. A este respecto, considero que, salvo en un sentido relativo (que no es el que tiene en mente Carr a juzgar por lo expresado por él en esta y otras partes del texto), la historia no incrementa nuestro dominio sobre la sociedad en que vivimos.5 Como señalé, en el primer capítulo Carr enfatiza el peso del historiador en toda la labor historiográfica. En el segundo, en cambio, subraya el peso del contexto social sobre el historiador. Es aquí donde Carr hace otro planteamiento por demás polémico cuando afirma que no hay una distinción clara entre un hombre como individuo y un hombre como miembro de un grupo. Por supuesto que hay líderes en la historia, nos dice, pero la multitud es esencial para su éxito: “En historia, el número cuenta”. Aquí, como en otras partes del libro, Carr critica la visión de la historia de Isaiah Berlin sobre el estudio de la misma con base en las intenciones de los individuos. Para Carr, la interacción entre los individuos modifica sustancialmente sus intenciones; por lo tanto, centrar nuestra atención en ellas es una pérdida de tiempo. Los “grandes hombres” no surgen de la nada y la socorrida antítesis entre la sociedad y el individuo no es, para Carr, más que una “pista falsa” (red herring) para confundir el pensamiento. ¿Qué es la Historia? no podía dejar fuera el tema de la causalidad en la historia y a él está dedicado el cuarto capítulo. La relevancia de esta cuestión es evidente para cualquier historiador o persona interesada en la historia. En opinión de Carr, un historiador es conocido, antes que por cualquier otra cosa, por las causas que invoca para explicar tal o cual hecho o proceso histórico. “Toda discusión histórica gira en torno a la cuestión de la prioridad de las causas”.6 Respecto al determinismo, una cuestión que surge de manera natural en cuanto nos adentramos en la causalidad, Carr enfila sus baterías en contra de Karl Popper y, otra vez, Isaiah Berlin; concretamente en contra de lo que considera una visión reduccionista de estos dos autores respecto el determinismo. Una vez más, Carr plantea que estamos ante una “pista falsa”, pues todas las acciones humanas son, al mismo tiempo, libres y determinadas, dependiendo del punto de vista del observador. “Nada es inevitable en la historia, salvo en el sentido formal de que, de haber ocurrido de otro modo, hubiera sido porque las causas antecedentes eran necesariamente otras”.7 El quinto capítulo está dedicado al tema del progreso. Para Carr, el progreso historiográfico está íntimamente ligado con la objetividad en la historia. Carr ha sido acusado de ser excesivamente optimista en lo que concierne al progreso en la historia. Es cierto que acepta la idea de un progreso ilimitado, pero se trata de un progreso dirigido a objetivos que sólo pueden ser definidos a medida que avanzamos hacia ellos y cuya validez sólo pueden ser verificados de acuerdo al ritmo en que van siendo alcanzados. Lo mismo sucede para Carr con la objetividad. Ésta depende de la interpretación y como, a su vez, ella evoluciona de acuerdo a los objetivos que se va planteando el historiador, la “objetividad” es algo dinámico, cambiante. Ahora bien, para Carr lo anterior no invalida la historiografía como una ciencia progresiva, pues lo es en la medida en que busca proveer una comprensión cada vez más profunda sobre una serie también progresiva de eventos (en última instancia, Carr vincula la objetividad con el futuro; postura que le ha valido, creo con razón, no pocas críticas). Durante los últimos doscientos años los historiadores han asumido que la historia tiene una dirección, que existe un progreso. Se trata de una visión optimista que, nos dice Carr, comparten whigs, liberales, hegelianos, marxistas, teólogos y racionalistas. Viene enseguida un párrafo que le ha valido también severas críticas: “La historia es, en términos generales, recuento de lo que han hecho los hombres, no de lo que se frustró: en esa medida es la narración del éxito”. No es necesario cultivar ninguna de las corrientes a las que con frecuencia se aglutina bajo la expresión “historia desde abajo” para darse cuenta de las limitaciones que encierra este planteamiento o, más aún quizás, del que le sigue un poco más adelante, cuando, con base en Hegel, Carr distingue entre “historia” y “prehistoria”, para enseguida afirmar categóricamente: “Sólo los pueblos que han sabido organizar en cierto grado su sociedad dejan de ser salvajes primitivos y penetran en el recinto de la historia”.8 El quinto capítulo termina con una vuelta a la imposibilidad para el historiador de distinguir entre hecho e interpretación. Desde el punto de vista de Carr, la posibilidad de separar a estos dos elementos sólo podría darse en un mundo estático, pero en la realidad esto no existe: “La historia es, en su misma esencia, cambio, movimiento, o —si no se oponen a esta palabra pasada de moda— progreso”. El progreso vuelve a aparecer en el capítulo final, titulado “Un horizonte que se abre”. Repito el título de este último capítulo porque refleja bien lo abigarrado de su contenido: Marx y Freud como los dos autores que han redimensionado el uso de la razón en nuestro tiempo (y, más concretamente, obligado a los historiadores a pensarse a sí mismos como individuos ubicados dentro de la sociedad y de la historia); la revolución material y mental que ha implicado la economía administrada (sea capitalista o socialista); el imparable proceso de “individualización” que caracteriza al mundo moderno y que denota una civilización en constante ascenso; el incremento progresivo en el número de personas que aprenden a pensar, a “usar su razón” (según la elocuente expresión de Carr); el riesgo de uniformidad social que implica la extensión de la educación y, por último, la pérdida del centro de gravedad mundial que Europa Occidental había representado durante siglos. En relación con este último tema, Carr hace una severa crítica a las universidades inglesas de su tiempo cuando afirma que la historiografía británica es provinciana (parochial) por creer que la historia del mundo angloparlante de los últimos cuatrocientos años es el fundamento de la historia universal. Carr afirma que es una obligación de las propias universidades inglesas corregir esta distorsión histórica e historiográfica. Menciono esta cuestión porque creo que los centros e institutos que se dedican al estudio de la historia en México (y en América Latina) debieran prestar atención a esta crítica de Carr (la cual, por cierto, influyó para que pocos años después de la publicación de ¿Qué es la Historia? se iniciara una reforma de los planes de estudio en historia en las universidades británicas). No es posible que en los albores del siglo XXI los estudiantes mexicanos que quieren estudiar historia (ya sea a nivel licenciatura o posgrado) tengan muy pocas opciones que no sean la historia de México (desde los aztecas hasta, digamos, el 68). Este “mexicocentrismo” refleja una visión parcial y limitante no sólo de la historia en sí misma, sino también del quehacer historiográfico (con claras repercusiones en los contenidos e intereses de la divulgación histórica en nuestro país). Carr pone punto final a ¿Qué es la Historia? en clave explícitamente política: el liberalismo, que fuera un revulsivo social en otro tiempo, en el suyo se ha convertido en una ideología conservadora. Hay que recuperar, propone, el optimismo que animaba el liberalismo de alguien como Lord Acton; un optimismo que Carr fundamenta en su confianza en la razón y en el progreso.9 Esta confianza, concretamente en la razón, debe también contribuir a reducir esa exaltación de la acción práctica que Carr considera el sello de la casa del conservadurismo. Hay que recuperar, propone, posturas que podríamos considerar disidentes; es decir, posturas que busquen cambios fundamentales, no mejoras parciales. “Espero que llegará el tiempo en que los historiadores, los sociólogos y los pensadores políticos del mundo de habla inglesa recobrarán su valor para emprender esta tarea”. Lo que le perturba más a Carr, sin embargo, es la pérdida generalizada de la sensación de que el mundo está en movimiento. En su opinión, el cambio ya no es percibido como una oportunidad de progreso, sino como algo que hay que temer. Ante la serie de distinguidos historiadores británicos que, de una u otra manera, predican el conformismo, la inmovilidad y/o el conservadurismo (Namier, Oakeshott, Popper, Trevor-Roper y Morison son los nombres que menciona en el párrafo que cierra ¿Qué es la Historia?), Carr afirma ser un optimista que sigue pensando que, pese a todo, el mundo, como afirmó Galileo, no cesa de moverse. Algunos de los objetivos, de los combates, de los aciertos, de los vaivenes y de los puntos débiles de ¿Qué es la Historia? puede intuirlos el lector con base en la visión panorámica del libro que he proporcionado aquí.10 Termino estas líneas haciendo referencia al prólogo de esa segunda edición de ¿Qué es la Historia? que Carr preparaba en los años inmediatamente anteriores a su muerte (acaecida, como se apuntó, en 1982). En dicho prólogo, Carr reconoce que los veinte años transcurridos desde 1961 han frustrado la confianza que manifestó entonces. Sin embargo, considera que la falta de esperanza en el futuro es en realidad “un constructo teórico abstracto” y que, además, es exclusiva de Europa Occidental, sobre todo de la Gran Bretaña, y de “sus vástagos de ultramar”. Carr concluye que la ola de escepticismo que descarta toda fe en el progreso es una forma de elitismo; tanto al interior de cada sociedad, como de los países que han perdido el control mundial que antaño tenían. Los principales representantes de dicho escepticismo son los intelectuales, a quienes Carr define como “los proveedores de ideas del grupo social rector al cual sirven”. Enseguida, entre paréntesis, refiere la conocida frase de Marx: “Las ideas de una sociedad son las ideas de su clase dominante”. Marx, por cierto, es, con diferencia, el autor más recurrente en ¿Qué es la Historia?; una recurrencia que, no está de más señalarlo, no corresponde del todo bien con un autor que, pese a numerosas apariencias en contrario, nunca fue un historiador marxista. El último párrafo del prólogo en cuestión vuelve a la parte final de ¿Qué es la Historia?: todos los grupos sociales producen cierto número de “disidentes”. Esto, nos dice Carr, sucede particularmente entre los intelectuales; algunos de los cuales son capaces de ir más allá de las “polémicas de rutina” y desafiar los presupuestos mismos de la sociedad en que viven. Carr afirma que las vivencias victorianas de su niñez (nació en 1892) le impiden pensar el mundo en términos de permanente e irreversible decadencia y cierra su prólogo afirmando que en las páginas que siguen (lo que hubiera sido la segunda edición de ¿Qué es la Historia?) se distanciará explícitamente de las tendencias dominantes entre la intelectualidad occidental de su tiempo, especialmente la británica, y considerará el futuro de una manera “más saludable y más equilibrada”. Parecería que Carr, el historiador, se hace a un lado para dar paso a Carr, el ideólogo voluntarista, que no se resigna a que su visión del hombre, del mundo y de la historia se diluya en los sucesos que tiene ante sus propios ojos. Frente al colapso del comunismo (que tuvo lugar pocos años después de ser redactado el prólogo que nos ocupa), cabe plantear que la lucidez historiográfica de E. H. Carr habría continuado remitiendo ante acontecimientos que, tiempo mediante, conforman eso que llamamos “historia”. Roberto Breña. Profesor-investigador del Centro de Estudios Internacionales de El Colegio de México. Es autor del libro El primer liberalismo español y los procesos de emancipación de América, 1808-1824, y editor de En el umbral de las revoluciones hispánicas: el bienio 1808-1810. 1 Lo cual no quiere decir que no tenga claras limitaciones desde el mirador historiográfico del siglo XXI. En la introducción de la edición en español que emplearé en esta reseña crítica, Richard J. Evans identifica ocho aspectos de las ideas de Carr que no han resistido el paso del tiempo; refiero solamente cuatro de ellos: su concepción instrumental de la objetividad, su desdén por la gente corriente, su rechazo absoluto de la contingencia en la historia y su insistencia en que la historia tiene un sentido y una dirección. ¿Qué es la Historia?, Ariel, Barcelona, 2003, p. 40. 2 Más tarde, entre 1969 y 1978, Carr publicaría otros seis volúmenes, esta vez sobre la Rusia posrevolucionaria: el primero se titula El interregno 1923-1924, al que seguirían los cinco volúmenes de Los fundamentos de una economía planificada 1926-1929. En total, su monumental Historia de la Rusia soviética consta de 14 volúmenes (dos de ellos como coautor). El interés de Carr por Rusia venía de lejos: en la década de 1930 había publicado estudios biográficos de Dostoievski (1931), de Herzen (1933) y de Bakunin (1937). Esta “pasión rusa” se mantuvo hasta el final de sus días (Carr murió en 1982): póstumamente aparecieron dos libros más con tema soviético: El ocaso del Comintern (1930-1935) y El Comintern y la guerra civil española. 3 What is History?, Penguin Books, Harmondsworth, 1986, p. 42. En este caso la traducción es mía, pero la oración se encuentra en la página 118 de la edición española de ¿Qué es la Historia? (ver nota 1). Esta edición contiene una útil introducción de Richard J. Evans y un ensayo de R.W. Davies sobre las notas preparatorias que hizo Carr para la segunda edición del libro, que nunca vio la luz. Incluye también el breve prólogo que escribió para lo que hubiera sido esa segunda edición y que fue lo único que estuvo listo para la imprenta; haré referencia a este prólogo al final de estas líneas. En lo que sigue, las traducciones son de este libro (con leves modificaciones en un par de casos). 4 Esta cuestión surge de manera inmediata y perentoria en la investigación histórica si tenemos en mente la siguiente oración (tomada del quinto capítulo): “Sólo el tipo más sencillo de afirmación histórica puede considerarse absolutamente cierta o absolutamente falsa” (p. 203). 5 A este respecto, no está de más mencionar que Carr trabajó para el Foreign Office durante 20 años (1916-1936); un dato que, creo, contribuye a entender y a explicar el marcado pragmatismo que caracteriza aspectos importantes de su obra (en general, no solamente de ¿Qué es la Historia?). 6 Más adelante, Carr es aún más claro a este respecto: “La jerarquía de las causas, la importancia relativa de una u otra o de este o aquel conjunto de ellas, tal es la esencia de su interpretación [del historiador]” (p. 184). Cabe apuntar que la historiografía contemporánea presta cada vez más atención al significado de los hechos históricos y no tanto a sus causas (siempre entendidas, por lo demás, en un sentido no mecánico). 7 Es también en este cuarto capítulo en el que Carr descarta taxativamente las posturas que enfatizan el papel del azar en la historia (una cuestión historiográfica en ocasiones resumida bajo la expresión “la nariz de Cleopatra”): “…cuando alguien me dice que la historia es una sucesión de accidentes, tiendo a sospechar la presencia, en mi interlocutor, de cierta pereza mental o de una corta vitalidad intelectual” (p. 183). 8 Esto no le impide a Carr escribir lo siguiente (apenas dos páginas más adelante): “Nada hay más radicalmente falso que la erección de algún patrón supuestamente abstracto de lo deseable y la condena del pasado con base en este patrón” (p. 212). 9 Lord Acton (1834-1902) fue un célebre político e historiador inglés que se distinguió, entre otras cosas, por su defensa de las libertades civiles, por su defensa de la libertad religiosa (él era católico), por su extraordinaria erudición (en una época de eruditos extraordinarios) y por ser el promotor de la Cambridge Modern History. 10 Para aquellos lectores que quieran ir más allá del texto de Carr, recomiendo el libro ¿Qué es la historia ahora?, David Cannadine (ed.), Ediciones Almed, Granada, 2005; y, en inglés (pues no hay versión castellana), el libro E.H. Carr (A Critical Appraisal), Michael Cox (ed.), Palgrave Macmillan, Basingstoke, 2004. Entre sus 15 ensayos, este libro contiene tres dedicados a ¿Qué es la Historia? (además de una útil introducción del editor y un breve pero interesantísimo escrito autobiográfico de Carr). www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 No hay más ruta (alemana) que la nuestra Noé Cárdenas Thomas Mann, Consideraciones de un apolítico, Capitán Swing Libros, Madrid, 2011, 567 pp. ¿Habrase publicado recientemente libro en español más difícil de leer y más enojoso que este ensayo —genial en varios sentidos— de Thomas Mann, que versa sobre su idea de la esencia de Alemania que estaría al margen de la civilización occidental, entendida ésta como los ideales templados en la Revolución francesa? Difícil y enojoso porque, en el fondo, lo que el gran novelista de La montaña mágica argumenta es que los alemanes son mejores que ninguna otra cultura por esencia y no por rango, y que los demás —léase la cultura occidental afincada en la Entente, o sea, los afrancesados que no son otra cosa que los que enarbolan los ideales libertarios de los ingleses asumidos y digeridos por Francia, según el autor— vendrían a ser una suerte de pifia civilizante que le arma guerras a Alemania porque no la comprenden, o no convienen con su visión del mundo. Thomas Mann ya había publicado al menos tres de sus libros capitales (Los Bruddenbrock, Tony Kröger y la obra de teatro menos difundida Firenze) cuando estalla la Primera Guerra Mundial y el escritor suspende sus proyectos narrativos para emprender unos apuntes misceláneos pero orgánicos que lo demorarán varios años y que, a la larga, conformarán estas Consideraciones de un apolítico que ahora están disponibles en español y que, según Gabriela Massuh, “Thomas Mann nunca se desdijo realmente del contenido de este escrito que suscitó no pocas polémicas entre sus seguidores y enemigos. De hecho tenía preparado un lugar central para justificar ese ensayo en la edición de sus obras completas de 1955”. El autor redefine el término “apolítico” en virtud de que “político” es una palabra que le parece pobre y tendenciosa ya que apela a una modalidad de entendimiento europeo que no le corresponde a Alemania, pues la política europea proviene de la herencia romana, misma a la que nunca se redujo la “barbarie” teutona, siempre protestataria, no sólo por Lutero. Alemán es el espíritu y la esencia, y político es el resto de Occidente. Ahí estarían, según Mann, Schopenhauer, Nietzche y Wagner; el musculoso Sigfrido y el santo Parsifal. Pese a lo chocante que puede resultar la lectura de este apretado libro prenazi —el “burgués” alemán sería, según el autor, descendiente y heredero de los brahmanes—, la genialidad de Mann se deja sentir a cada momento. Consideraciones de un apolítico es también el vaciado de la poética del autor, el porqué escribió tal o cual libro de su producción netamente artística y los lineamientos espirituales que lo movieron. Aquí, el trasfondo musical característico de la obra manniana se vivifica y aclara que sus novelas aspiran a la composición musical alemana, que sería la cumbre de la experiencia humana salvada —o mejor, como la opción— de las veleidades de la política y de lo político. Más allá de las claves que Thomas Mann ofrece en este libro para descifrar y profundizar en su visión del mundo, ¿cómo afectaría a un lector que no desciende de los brahmanes y, a cambio, hereda la tradición romana en forma de catolicismo? Como contraste, en primera instancia; como un resumen del devenir filosófico de Occidente, con sus vicios y repulsas, sus proclividades intolerantes. Alemania, siempre protestataria —como la describió Dostoievski citado por el autor en este ensayo—, sería una suerte de isla continental incomprendida que detenta la espiritualidad verdadera del hemisferio y para demostrarlo Mann analiza de paso —frunciendo el ceño— la obra de filósofos y pensadores no alemanes. Simpaticemos o no con las ideas de Thomas Mann en este ensayo que podría haber quedado en mero panfleto de no brindar vicariamente una suma del pensamiento occidental aprovechable y nutricia pese a su concepción reivindicativa, Consideraciones de un apolítico también prefigura un género literario difícil de catalogar merced a su estimulante complejidad —pues transita por ahí en capítulos paranarrativos un personaje que el autor llama “literato de civilización”— que han cultivado algunos grandes posteriores. Pienso en Claudio Magris, por ejemplo. Un estudio luminoso y arduo —y chocante para un no alemán— acerca del Espíritu, Consideraciones de un apolítico contribuye a pensar si el Espíritu es universal y no sólo dominio germánico. ¿Habría un Espíritu latino o sólo una universalidad que cohesiona la latinidad? Noé Cárdenas. Escritor, editor y crítico literario. Dirigió el suplemento Sábado de unomásuno. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 Inquisición del pasado Valeria Luiselli Alejandro Zambra, Formas de volver a casa, Anagrama, México, 2011, 168 pp. Formas de volver a casa, la más reciente novela de Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975), no es la primera ni será la última en ofrecer una relectura de las dictaduras militares latinoamericanas del último tercio del siglo XX, desde el punto de vista de quienes todavía eran niños cuando Pinochet, Videla o el Goyo Álvarez interrumpían las caricaturas para dar sus mensajes televisivos. Es más, parece incluso probable que dentro de diez o quince años absolutamente todos los escritores que crecieron en el cono sur durante los años setenta y ochenta tengan ya su novela de “infancia y dictadura”, y se empiece a sospechar de ellos —justa o injustamente— lo que espetaba Javier Cercas con tan inteligente malicia acerca de las novelas sobre la guerra civil española: “Carburante para la imaginación de los novelistas sin imaginación”. Pero la novela de Zambra es singular. Y lo es en más de un sentido. Su importancia no se circunscribe al pasado que retrata. Su originalidad no radica sólo en el particular punto de vista por el que opta el escritor y ni siquiera en los recursos narrativos que utiliza inteligentemente para recuperar, cuestionar y de algún modo derrumbar ese pasado. “Mientras los adultos mataban o eran muertos, nosotros hacíamos dibujos en un rincón”, dice con brutal falsa inocencia el narrador de Formas de volver a casa. Con esta entrega, quiera o no, Zambra establece una diálogo con la generación de los padres, una generación entera de personajes secundarios que “ahora les toca, simplemente, comparecer” —como dice en otro momento el protagonista de la novela—. Pero comparecer no tiene que ver aquí más que con los tribunales del fuero íntimo. No se apela a la necesidad de generar un discurso público, ni al perdón histórico, nada de eso. Creo que la generación nacida en los setenta y ochenta ha visto con algo de sano escepticismo la obsesión por cosas como las leyes de memoria histórica; leímos deslumbrados pero con algo de extrañeza meditaciones como la de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal, o las reflexiones de Primo Levi sobre el perdón. No es que esos temas hayan dejado de importar —hay temas y problemas que no caducan nunca porque no se ciñen a contingencias históricas—. Pero queda claro que las guerras y preguntas de los padres ya no son las de los hijos, aunque hayamos crecido con los ecos de algunas de esas cosas. ¿Pero entonces cuáles son nuestras guerras? ¿Cuáles las preguntas? ¿Cómo contar bien una historia de la que nunca fuimos protagonistas? La pregunta en la médula de Formas de volver a casa tiene que ver con el uso de las palabras y la posibilidad de renovar el lenguaje. Dicho así nada más, parecería una trivialidad. Todas las novelas le apuestan al lenguaje. Pero no todas las novelas reflejan ni son producto de un compromiso paciente con las palabras. Zambra pertenece a esa familia no muy numerosa de escritores que, como César Aira, Mario Levrero o Josefina Vicens, se han dado a la tarea de rescatar las palabras, de escardar la maraña del discurso para devolverles su peso, su sitio. Dice el narrador en las primeras páginas: “Raúl era el único en la villa que vivía solo […] se decía que Raúl era democratacristiano y eso me parecía interesante. Es difícil explicar ahora por qué a un niño de nueve años podía entonces parecerle interesante que alguien fuera democratacristiano. Tal vez creía que había alguna conexión entre el hecho de ser democratacristiano y la situación triste de vivir solo”. La fuerza de esta novela, su potencia, está en la elección de la palabra precisa, en el sutil acercamiento y distanciamiento de los problemas políticos y las cambiantes realidades nacionales a través de la lente del lenguaje, en la manera en que se explora y desnuda ese lenguaje para articular las historias individuales —propias y ajenas— y, fundamentalmente, en la manera en que se usa la lengua para descubrir ante el lector esa intersección entre la historia individual y la historia colectiva que es la buena literatura. El relato comienza en el terremoto de 1985 en Chile y termina en el temblor de 2010. O tal vez sea a la inversa: empieza en el segundo terremoto y, lentamente, marcha hacia atrás para volver a las ruinas del primero. El protagonista y narrador de la novela es un escritor que trata de regresar a su infancia para contar una historia: una historia ajena que, inevitablemente, también es la suya propia, o que se va volviendo suya a medida que la escribe. Lo que trata de contar el narrador a partir del terremoto de 1985 es la vida de una niña que se llama Claudia, o que tal vez se llame Eme y sea la pareja actual del narrador, pero que en realidad es cualquier niña, cualquier hija de la dictadura que no tuvo una historia particularmente dolorosa ni trágica, pero que al fin y al cabo es su historia y la de su familia. Mientras trabaja a tientas en la historia de Claudia, el narrador lleva un diario esporádico en donde registra el proceso de escritura del libro, anota observaciones sobre sus padres —los de antes y los de ahora—, y esboza reflexiones escuetas pero dolorosas sobre la desintegración de su actual vida en pareja. Algunos episodios del diario y de la vida con Eme, a su vez, se reconstruyen y engarzan de modo distinto para después formar parte la historia de Claudia, en planos simultáneos de ficción. La novela avanza en capítulos cortos mediante una sucesión de imágenes precisas y el posterior eco o “ruido de las imágenes”, como dice el narrador. Pero no de forma fragmentaria, como han querido ver algunos críticos. En realidad, y hay que decirlo de una vez, esa obsesión contemporánea y no tan contemporánea por llamar “fragmentario” a todo lo que no asemeja una estructura decimonónica, es una sandez. Hay innumerables, infinitas maneras de ordenar una historia. Un relato que no sigue una estructura cronológicamente lineal, no es por consecuencia fragmentario. Lo explica bien Joseph Brodsky en un ensayo: “Cualquier palabra pronunciada requiere algún tipo de continuación. Se puede continuarla de diversas formas: lógicamente, fonéticamente, gramaticalmente o por medio de la rima… lo pronunciado nunca es el fin sino el extremo del habla”. Zambra se sirve de diversas estrategias para hacer avanzar la novela, y no por ello es fragmentario, ni experimental. No hay artificio engañoso en todo esto. Al contrario, Formas de volver a casa es una novela transparente, que no pretende disimular nada a través de sus mecanismos formales, sino mostrar el proceso incierto y el resultado frágil de su construcción. Las novelas —las buenas novelas, a mi parecer— no reconstruyen ni apuntalan ninguna realidad, sino que ponen de manifiesto la fragilidad y los naturales equívocos de esa realidad. Igualmente, la escritura —la buena escritura— no es un proceso de restauración en el que el escritor deba resanar grietas hasta lograr la superficie homogénea de una trama sin huecos ni vacíos, sino la que deja ver sus fisuras, y la luz que se cuela por entre ellas. Hay una imagen que de algún modo concentra la materia con la cual se construye lingüísticamente la novela. El narrador recuerda el muro de su escuela, en ruinas tras el terremoto, donde los niños solían pintar frases sueltas: “Pensaba en todos esos mensajes volando en pedazos, esparcidos en la ceniza del suelo —recados burlescos, frases a favor o en contra de Colo-Colo o a favor o en contra de Pinochet”—. Zambra escribe como si escribiera después de un terremoto y anticipando un temblor. En sus tres novelas —Bonsái (Anagrama, 2006), La vida privada de los árboles (Anagrama, 2007) y Formas de volver a casa (Anagrama, 2011)— se tiene la sensación de que nada sobra: no hay ruido, no hay paja. Pero a la vez, y particularmente en la última novela, el lector sabe que camina como por un mundo de escombros. Como si la novela misma —y no sólo la historia que cuenta— estuviera erigida sobre las ruinas de un terremoto. Dice el narrador: “Ahora pienso que es bueno perder la confianza en el suelo, que es necesario saber que de un momento a otro todo puede venirse abajo”. Tras el terremoto, el niño protagonista de la primera parte de Formas de volver a casa sale a vagar por las calles de Santiago, en busca de algo, no sabe muy bien de qué. Pero sí, tal vez sí sabe bien lo que busca. Tal vez lo digan con exactitud estas palabras de George Steiner: “La mente sale a vagar, arrastrando los pies como un mendigo en busca de palabras que todavía no han sido devoradas hasta la médula, que conserven algo de su vida secreta a pesar de la mendacidad de la época”. Zambra se ha sabido perder en las calles de su infancia para volver al mismo sitio, sabiendo que sólo el lenguaje puede reinventar verdaderamente el mundo. Valeria Luiselli. Escritora y ensayista. Su más reciente libro es Los ingrávidos. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 De lo canalla y la alteridad Alejandro de la Garza Nadia Villafuerte, Por el lado salvaje, Ediciones B, México, 2011, 402 pp. Bibiana Camacho, Tras las huellas de mi olvido, Almadía, México, 2010, 183 pp. Una escasa decena de autoras figura en un recuento somero de la generación de escritores nacidos en los años setenta. Y aunque con alguna excepción, casi todas desarrollan estructuras y estrategias narrativas convencionales y sus temáticas tienden a las historias enigmáticas de soluciones sorpresivas, de viajes, relatos amorosos o memorias familiares o de infancia. Nadia Villafuerte escribe desde hace más de una década y ha obtenido tres becas, lo cual le ha permitido concentrarse en sus temas duros y ahondar en ellos de manera original en tres libros. Bibiana Camacho dejó no hace mucho la danza para dedicarse a la escritura; dos becas le han permitido trabajar y publicar dos libros recientes. I Para decirlo de una vez: la primera novela de Nadia Villafuerte (Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, 1978) es una de las más descarnadas, feroces y originales de cuantas han escrito los autores nacidos en los años setenta. Por el lado salvaje narra una historia de quemante temperatura emocional ubicada en el contexto de la migración centroamericana, una trama compleja siempre en desplazamiento como agitada road novel. Sus personajes son memorables por razones canallas: su adicción al desencanto y la infelicidad, la desesperación de su huida, el ejercicio de la humillación y la degradación como fortalecimiento de su espíritu inquebrantable. Personajes de un contundente realismo en la brutalidad de sus vidas violentas, en su emergencia desde las goteras de la sociedad en pos de revancha por la pobreza y la marginalidad, y remedio para su escaldado sufrimiento. La novela seduce por su lenguaje: su prosa respira, palpita, se agita con vida propia a cada párrafo; atraen su tono aforístico y sentencioso, su evasión del lugar común, la búsqueda de metáforas propias, la vibrante fuerza narrativa expresada por todos los personajes, la tensión pulsante de su adjetivación. Una escritura con una estoica o cínica manera de relatar y aceptar el mundo como es: violento, injusto, desesperanzado, criminal. Y de hacerlo sin el consuelo de la moral, la indulgencia o la mala conciencia. Para también decirlo de una vez: la novela muestra sus costuras sin rubor en algunos capítulos, aunque lo haga de manera verosímil para el lector, sus personajes confunden sus varias voces con la del narrador. Tiene además un título demasiado ligero para su espesor (aunque provenga de Lou Reed) y su portada es equívoca por banal. Es también un compendio de una obra generada a partir de los relatos de dos libros anteriores, Barcos en Houston (2005) y ¿Te gusta el látex, cielo? (2008), con los mismos temas, el mismo tipo de personajes, los mismos paisajes y situaciones extremas, la misma voz narrativa repetida a través de todos los protagonistas, seres incapaces de amor o ternura y sí de vilezas y traiciones. Por el lado salvaje repite estas temáticas, relatos y algunos de sus personajes (existencias al límite, el peligroso cruce fronterizo sureño, historias criminales en hoteles y cantinas de aquella frontera, el viacrucis migratorio de centroamericanos, aventuras en la frontera norte y en ciudades texanas). Villafuerte conjunta aquí a su elenco y crea algunos nuevos actores de la misma calaña, recorre otra vez los escenarios y atmósferas opresivas de sus trayectos físicos y vitales, ahonda en las situaciones límite características de sus historias y ensambla al fin su primera, dura novela. Su dolido hiperrealismo es capaz de expresar a la tullida hija de una criada, la manca joven Lía, carne de albañal y burdel, en la inversa dignidad de su viaje personal por el oprobio desde su pueblo chiapaneco de Paredón hasta La Ceiba, en Honduras, donde ejercerá la servidumbre y la prostitución a sus quince años. Y de ahí a un cabaret-burdel en Tijuana y aún luego hasta Playa Bagdad, en Tamaulipas, para escapar de la sumisión, la dependencia y el sometimiento y desembocar en la libertad como el más absoluto desamparo. Recrea también al fotógrafo de guerra Damiani Bardem, italiano sesentón y decrépito en su viaje constante de Italia a Cuba y Centroamérica desde los años ochenta. Degradado por la vida, Bardem vive en fuga del primer mundo y de su conciencia tras una acusación de abuso infantil y pornografía por retratar a su hija, una menor, desnuda. También recupera la entereza del biólogo Genaro en su compulsión por la excitante aventura de travestirse en Glenda y vencer la infelicidad con la fantasía erótica. Surgen también la tristeza del hijo obligado a la eutanasia materna, el dolor del veterano marino paralítico, la vesania del traficante de personas, la desesperanza existencial de prostitutas, migrantes, marginados y demás pobladores de este álbum de salvajes, personajes que no saben mentirse, no podrían. Les ha ido bastante mal en la vida como para engañarse con una imagen positiva de sí mismos o con la promesa de que las cosas van a mejorar. Esta prosa rebelde parece provenir de una escritora curtida en realidades ásperas y aleccionadoras, y por momentos captura el espesor, la oscuridad y la amoralidad de la existencia humana. II De las historias, relatos y personajes de Bibiana Camacho (ciudad de México, 1974) destaca su planteamiento del temor a la otredad, a la alteridad, a la irrupción de realidades ominosas e inesperadas en la tranquilidad inofensiva de la urbana vida cotidiana. Los personajes de su libro de relatos Tu ropa en mi armario (2010) se topan sorpresivamente con esa otredad atemorizante: una visita a la casera se torna mágico laberinto de espejos con llantos y gemidos de fondo, un departamento modifica su disposición diariamente de manera fantasmal y autónoma (cambian las ventanas, las paredes se alteran), un intruso aparece para hacer el aseo en el departamento del protagonista y atenderlo amablemente, un enfermo distingue entre los consabidos ruidos de su casa un escalofriante sonido nuevo. Este insertar hilos fantásticos, alucinatorios o de pesadilla en el entramado del ordinario acontecer urbano de los edificios de la clase media da relieve a sus historias. Pero tras este efecto narrativo subyace el verdadero corazón de sus relatos: historias de personajes solitarios, aburridos de su existencia rutinaria, insatisfechos con sus vidas inocuas y por lo mismo con el secreto deseo de una alteración inesperada, una irruptora modificación capaz de dar sentido a ese diario transcurrir inútil. Ante su vacío existencial estos personajes ambicionan el delirio, el cambio, la emoción de un estado alterado por la irrupción de lo fantástico, el estímulo de lo onírico. Quieren perder la cabeza y no le temen a ello, los atrae, intriga y excita. Esta trama existencial de fondo, como fuera de foco de la narración, es la reveladora apuesta de esta escritura, su visión del mundo. Del mismo modo, la apenas veinteañera Etél, protagonista clasemediera de su primera novela, Tras las huellas de mi olvido (2010), sufre y repele su tormentosa vida doméstica, una relación familiar regida por una madre alcohólica, violenta y chantajista, y un padrastro débil y resignado. Por ello sus recurrentes sueños incomprensibles y su legítima ambición de la alteridad. Siente o desea haber olvidado algo importante, un olvido capaz de modificar su vida, reducida a la fórmula “…naces, creces, estudias, consigues un buen trabajo, compras carro, tele, compu, etcétera, te casas, te reproduces, esperas que tus hijos hagan lo mismo y mueres. La fórmula no era espantosa, pero me daba la idea de acorralamiento, de no poder hacer nada más…”. Añadido a la insatisfacción y desorientación vitales propias de su edad, confronta un infierno doméstico, de ahí la ansiedad, las pesadillas y culpas, las alucinaciones y la compulsiva sexualidad polimorfa. Su convulso estado interior durante la angustiosa semana en la cual transcurre la novela es detonado por una urgencia, la necesidad de recordar ese olvido inquietante, ese indefinido presentimiento emotivo liberador obstaculizado por la amnesia ominosa y constante. Pero como sucede en sus anteriores relatos, la riqueza de esta historia permanece fuera de foco, lateral al asunto central de la crisis de Etél, y se despliega en su callejeo urbano por el Centro Histórico, en la aparición de un abuelo decadente y memorable dispuesto aún al sexo hotelero y clandestino, en la presencia de personajes marginales o extravagantes dotados de vida plena y autónoma, y por ello envidiables para Etél. Lo atractivo de la escritura de Bibiana Camacho es la riqueza del telón de fondo de sus historias, y si bien ha centrado sus anécdotas en sucesos efectistas (lo real-fantástico en sus relatos) o dramáticos (la crisis de Etél y su violenta tragedia familiar), el entorno de estos sucesos, lo ocurrido fuera de cuadro, parece contener historias humanas aún rescatables por su prosa. Alejandro de la Garza. Periodista cultural. Acaba de publicar Espejo de agua. Ensayos de literatura mexicana. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 Nace un clásico Enrique Florescano Antonio García de León, Tierra adentro, mar en fuera. El puerto de Veracruz y su litoral a Sotavento, 1519-1821, FCE-Gobierno del Estado de Veracruz-Universidad Veracruzana, México, 2011, 985 pp. El libro que me ocupa tiene ya un largo rato de brindarme buena compañía. Su autor me lo dio a conocer el año pasado en versión mecanoescrita y apenas lo empecé a leer comprendí que me había topado con algo extraordinario, con una obra que debería ser publicada y leída por todos los veracruzanos y por la mayoría de los mexicanos. Hoy forma parte de una serie titulada Veracruz Siglo XXI y aparece coeditado por la Secretaría de Educación de Veracruz, la Universidad Veracruzana y el Fondo de Cultura Económica. Podría llamársele el reverso de una caja de Pandora. Al abrirlo, en lugar de desatar monstruos destructivos y males imposibles de atajar, nos transporta a un mar de historias, como le llama su autor, a un descubrimiento tras otro de geografías revolucionadas y al encuentro con grupos humanos variados, así como a una sucesión de redes sociales, comerciales, festivas, religiosas y políticas que a su vez se transforman en tramas complejas, pero que el autor, con arte de gran ensamblador y dominio virtuoso del relato, hace caber en más de 900 páginas que nos describen un enorme conglomerado territorial y social, vinculado a los cambios que experimenta un puerto que comienza por ser un atracadero rudimentario y se convierte luego en centro de un tejido de extensas redes comerciales, locales e internacionales, y más tarde en foco propulsor del capitalismo industrial de la economía-mundo. Las obras históricas siempre guardan memoria de modelos anteriores que les sirvieron de guía o de impulso motivador. Este libro, por la indagación en la tierra nueva en que nos sumerge, y por el poder de su narrativa, me recuerda a Heródoto. Y por su descubrimiento de realidades históricas ignoradas o apenas entrevistas en fragmentos inconexos, trae a la memoria las aportaciones de libros que formaron a numerosas generaciones de historiadores mexicanos. Creo que en Tierra adentro, mar en fuera está presente la respiración profunda, larga y expansiva que recorre El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II de Fernand Braudel (1949). Por otro lado, la novedad de las temáticas que aborda Tierra adentro, mar en fuera me llevó a recordar obras sobre nuestro país que exploraron temas inéditos y mostraron nuevos derroteros a los estudios históricos, tales como La formación de los grandes latifundios en México (1953) de François Chevalier, o Los aztecas bajo el dominio español 1519-1810 (1964) de Charles Gibson, o Pueblo en vilo (1969) de Luis González, o La Cristiada (1973) de Jean Meyer, u Orbe indiano (1991) de David Brading, o Pancho Villa (1998) de Friedrich Katz, o el más reciente Monte Sagrado-Templo Mayor (2009) de Alfredo López Austin y Leonardo López Luján. Estas obras fundacionales, sin esperar el requerido paso del tiempo para ser validadas, adquirieron el rango de clásicos entre los historiadores mexicanos, americanos e hispanoamericanos y nos legaron un caudal de nuevos conocimientos, una inusitada riqueza de instrumentos analíticos y una variedad de formas de narrar el pasado que están presentes en el libro de Antonio García de León. Tierra adentro, mar en fuera es una obra ambiciosa, que abarca tres siglos y cada uno de sus contrastados tramos es recorrido por un gambusino irreprimible, que se entromete en todos sus meandros y vericuetos, hasta penetrar en los más recónditos. La comarca del Sotavento es extensa y su interior profundo y variado, de modo que encierra una gran diversidad de medios geográficos y ecológicos: lacustres, selváticos, llanuras, montañas, bosques y selvas tropicales donde se reproducen toda clase de plantas y cultivos y donde habita una de las faunas más ricas del país. Este paisaje pródigo, desbordado y asentado en diferentes pisos, sufre cambios bruscos y radicales en los tres siglos que lo recorren. Pero lo asombroso es la manera como el historiador, transformado en biólogo, ecologista, explorador, agrimensor y cartógrafo puntilloso lo camina minuciosamente y lo calibra en toda su extensión, lo clasifica y reconoce en él las múltiples toponimias popolucas, zoques, mixes, nahuas, africanas, españolas y jarochas que lo nombran e identifican. Este mar de historias reconstruye los diversos grupos y culturas indígenas que habitaron el dilatado territorio y más adelante describe la catástrofe demográfica que casi los extinguió y la sorprendente sustitución de esa población por la invasión y multiplicación del ganado. El naufragio humano y la introducción de la ganadería contrajo a la población indígena a nichos defensivos de supervivencia entre 1560 y 1646 y abrió el camino al otorgamiento de mercedes de tierra que más tarde forjaron inmensos latifundios y mayorazgos ganaderos, agrícolas y azucareros, que consolidaron el poder de los nuevos señores de la tierra, los advenedizos que desplazaron a los antiguos conquistadores-encomenderos. La sustitución de la gente indígena por el ganado transformó radicalmente el paisaje agrícola y natural y fue seguida por un cambio mayor, la introducción de la esclavitud africana. Los nuevos cultivos (azúcar, tabaco y algodón) y el incremento del tráfico comercial demandaron la entrada de la fuerza de trabajo africana, un tráfico humano gobernado por los comerciantes ingleses, holandeses y portugueses. La población negra se repartió en las ciudades (Veracruz, Jalapa, Córdoba, Orizaba), en las comunidades rurales del interior y en las haciendas ganaderas, formando la fuerza de trabajo básica que al mezclarse con los indígenas, españoles pobres y mestizos, creó una sociedad híbrida y una cultura tropical singular, de la cual nació el jarocho, el hombre de a caballo, el habitante típico de la comarca de Sotavento, que desde fines del XVI y principios del XVII compondrá un estamento de trabajadores libres en las haciendas ganaderas y agrícolas, en la arriería, el comercio menudo, el contrabando y en la carga y descarga de las embarcaciones en los puertos y atracaderos fluviales y del litoral. Son los forjadores de una herencia cultural nueva, los creadores de costumbres, creencias, ritos, fiestas, cantos, bailes, dioses tutelares, calendarios, cultos, santos y diablos propios, los fundadores de la identidad jarocha. La parte dedicada a la formación de la comarca de Sotavento es una novedad en la historiografía veracruzana por su enfoque globalizador, que abarca sus distintas regiones y desarrollos particulares, un mosaico geográfico, botánico, agrícola, ganadero, étnico, lingüístico y cultural, cuyos cambios sustantivos se muestran en el largo periplo temporal que los delimita. La otra parte del libro está consagrada a la fundación, desarrollo y peripecias que marcan la lenta y más tarde agitada transformación del puerto de Veracruz, que en sus orígenes fue llamada la “ciudad de tablas”, un caserío levantado con la madera de los barcos encallados en el puerto. Un cambio que gira en torno a la producción de la Nueva España y el intercambio con España, Francia, Portugal, Holanda, Inglaterra, África y las Filipinas, en otras palabras, con el comercio y el poder que lo maneja. El periodo que va de 1595 a 1713, dice el autor, es el siglo fundador de la Nueva España, el tiempo en el que el virreinato construye una nueva economía fundada en la extracción de la plata, la ganadería extensiva, el desarrollo de nuevos cultivos y la formación de un comercio y un contrabando local e interregional, con fuertes intercambios con el Caribe, Centroamérica, Europa, Asia y África. Mientras en España es el tiempo de la crisis, en la Nueva España el desarrollo económico fortalece un mercado interno y el derrame de las ganancias en inversiones en la propia tierra, que procrea una entidad autónoma con una población diversa, indígena, criolla y mestiza, que origina un proletariado de nuevo cuño, forjado por la mezcla racial y cultural, asalariado más que esclavo, y que en conjunto define una sociedad con rasgos culturales e identidades propias. En esta parte y en la siguiente, que aborda los grandes cambios mundiales y regionales del siglo XVIII, los finos análisis, regionales e intercoloniales, acumulados a lo largo del libro, llevan al autor a combatir las erosionadas tesis sobre el “enclave colonial” que propagó la teoría de la dependencia, la enraizada creencia de una esclavitud negra marcada por la rigidez y excéntrica, o la más extendida idea de una sociedad dividida en castas encerradas en cajones raciales o corporativos sin comunicación con el resto del conglomerado humano. En contraste, Tierra adentro, mar en fuera nos ofrece la imagen de una sociedad heterogénea, en constante movimiento y renovación, entretejida de manera peculiar con todas sus partes. Aquí la mirada del historiador-antropólogo-sociólogo es decisiva para elucidar ese gran lienzo donde confluyen los variados imaginarios, resimbolizaciones y creaciones de nuevas artes, costumbres, ritos, cultos y hábitos rurales y urbanos. Páginas más adelante, en la parte final del libro, el experto en esas variadas disciplinas se transmuta en fino escrutador económico y político para analizar los complejos fenómenos de la economía-mundo, los enfrentamientos entre los imperios español, portugués, francés e inglés para manejar el comercio y los flujos internacionales de capital, las alianzas y conflictos dinásticos, religiosos y económicos que dan al traste con los antiguos imperios e imponen la lógica de la reproducción capitalista, la industrialización y el nuevo poder económico que da el golpe final a la atrasada política económica y colonial del imperio español, que en su instinto por sobrevivir descapitaliza la economía de la Nueva España y siembra las semillas de la autonomía y la rebelión en las colonias americanas. Esta parte innovadora y original incluye análisis notables sobre el comercio de esclavos, la piratería, el contrabando, el fraude y la corrupción generalizados que caracterizaron a las nuevas redes de comercio interno, caribeño e internacional que se formaron en este tiempo. Como lo expone con economía y lucidez el doctor Hipólito Rodríguez en un comentario que hizo a este libro, se trata, dice de una exploración hecha con armas poco usuales, un conjunto de herramientas que es una combinación en sí misma extraordinaria, pues lo que se busca comprender exige desmontar una diversidad de capas de información y un laberinto de circunstancias que implican procesos económicos, sociales, políticos, religiosos, geográficos, por demás complejos. El historiador es aquí un experto lingüista, erudito en lenguas indígenas, un conocedor de la geografía y la biología de los ecosistemas que habitan el paisaje veracruzano, un sensible antropólogo de la vida religiosa y mágica de los pueblos indios, un etnomusicólogo que no sólo estudia la historia de las rimas y ritmos musicales, sino que también toca y compone sones, un economista que puede descifrar la lógica de los procesos de comercio que ordenaron el aprovechamiento de los recursos naturales de la región, un escritor que puede narrar de forma espléndida las mil y una peripecias que subyacen a la historia llena de tensiones del sur veracruzano, un hábil relator de historias maravillosas… Pero hay que decir que esta obra extraordinaria, que marca un nuevo giro en la historiografía mexicana, está alimentada por un subsuelo profundo, diverso y tan rico en tesoros como el legendario Ta.loga.n o Tlalocan de los antiguos olmecas y mexicanos. Este libro ejemplar se nutre de una larga tradición de antropología e historiografía veracruzana, mexicana y mundial, y su autor es la encarnación de ese nuevo historiador que se nutre de las disciplinas más diversas para dar a su obra el peso, la densidad y la credibilidad de la realidad que pretende representar. Tiene otra cualidad rara en estos tiempos globalizados, la curiosidad y el amor entrañable por lo propio, el apego a lo que se aprendió de niño y culminó en la madurez de este mar de historias. Enrique Florescano. Historiador. Entre sus libros recientes: Atlas histórico de México (en colaboración con Francisco Eissa), Los orígenes del poder en Mesoamérica y Quetzalcóatl y los mitos fundadores de América. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 De la A a la Z Delia Juárez G. Amor. “Desmayarse, atreverse, estar furioso,/ áspero, tierno, liberal, esquivo,/ alentado, mortal, difunto, vivo,/ leal, traidor, cobarde y animoso,/ no hallar fuera del bien centro y reposo,/ mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,/ enojado, valiente, fugitivo,/ satisfecho, ofendido, receloso;/ huir el rostro al claro desengaño,/ beber veneno por licor suave,/ olvidar el provecho, amar el daño;/ creer que un cielo en un infierno cabe,/ dar la vida y el alma a un desengaño;/ esto es amor: quien lo probó lo sabe”: Lope de Vega. Bloom. El escritor y profesor de literatura Eduardo Lago entrevistó para El País a Harold Bloom, el “crítico literario más importante de nuestro tiempo” con motivo de la publicación de su nuevo libro. Dice Bloom: “La anatomía de la influencia es mi summa literaria, mi legado como crítico. El testimonio final de una vida dedicada a los libros. El verdadero asunto es la pasión por la literatura. Para mí, leer es la única manera de dar sentido a la vida. En el libro tiendo un puente a los millones de lectores auténticos de todo el mundo, lectores anónimos que contra viento y marea, pese a que corren tiempos terribles para la verdadera literatura, se niegan a renunciar a ella”. Cartas. Cuenta V.S. Pritchett en su ensayo sobre Lewis Carroll (El viaje literario, FCE, 2011): “El número de cartas que han llegado hasta nosotros ronda las noventa y ocho mil […]. Escribía veinte palabras por minuto y necesitaba seis minutos y medio para escribir una página de unas ciento cincuenta palabras; un borrador original de doce páginas le tomaba dos horas y media. El erudito soltero estaba casado con su tintero y con un harén de ingeniosas plumas de su propia invención, incluida una ‘pluma eléctrica’ que utilizaba para escribir bajo las cobijas cuando finalmente se metía a la cama, a altas horas de la madrugada. Hasta escribió cartas que sólo era posible leer en el espejo. No solemnizaba en absoluto sobre su excentricidad. ‘Apenas podría decir quién soy y quién es el tintero... La confusión de la propia mente es lo de menos, pero cuando se unta pan, mantequilla y mermelada de naranja en el tintero y se mojan plumas en uno mismo y se llena uno mismo de tinta, sabes, es horrible’ ”. Dolor. La escritora brasileña Clarice Lispector se quedó dormida con un cigarro prendido, su habitación se incendió y ella sufrió quemaduras en todo el cuerpo y una muy grave en la mano. En Revelación de un mundo (Adriana Hidalgo, 2005), que reúne las crónicas que escribió para el Journal do Brasil, contó: “Cuando me sacaron los puntos de la mano operada, por entre los dedos grité. Lancé gritos de dolor, y de cólera, pues el dolor parece una ofensa a nuestra integridad física. Pero no fui tonta. Aproveché el dolor y grité por el pasado y el presente. Y hasta por el futuro grité, mi Dios”. Embalsamado. Historias recuperadas y descubiertas en acervos hemerográficos por el historiador Alejandro Rosas dieron forma al libro 365 días para conocer la historia de México (mr Ediciones, 2011). En “El muerto en casa” cuenta el fusilamiento del general indio Tomás Mejía, veterano de la guerra contra Estados Unidos, y el destino de su cadáver: “La viuda solicitó autorización para llevar el cadáver a México, pero como no tenía —literalmente— ‘ni en qué caerse muerta’, aprovechó el excelente embalsamamiento de su difunto marido y lo sentó en la sala de su casa, en la vieja calle de Guerrero, durante tres meses. La escena no podía ser más terrible. Con sus manos cubiertas con guantes blancos y de traje oscuro, el cadáver parecía descansar sobre una silla. Conmovido por la triste situación, el presidente Benito Juárez intervino proporcionando a la viuda los recursos necesarios para el entierro”. Fonseca. José es el nuevo libro de memorias de Rubem Fonseca que publicará Cal y arena. “Al hablar de su infancia José tiene que recurrir a su memoria y sabe que ésta lo traiciona, pues muchas cosas las recuerda de manera inexacta o ya las olvidó. Pero le gustaría concluir, al final de estos recuerdos tumultuosos, que la memoria puede ser una aliada de la vida. Sabe que todo relato autobiográfico consiste en un montón de mentiras —el autor le miente al lector y se miente a sí mismo. Pero, en caso de que hubiera olvidado alguna cosa se esforzó para que nada fuera inventado”. Gajes del oficio. “Algo hay más arduo que escribir: es explicar lo que uno ha escrito, lo que terminó de escribir hace casi dos años y ha ido dejando muy atrás, y ahora ha de ser explicado de nuevo, sobreponiéndose a la desgana, asintiendo a las preguntas con una cortesía de falsificador, de impostor, que se acentúa al hacer frente a la cámara del fotógrafo. Si quien hace las preguntas ha leído el libro las explicaciones pueden convertirse en una buena conversación; si no lo ha leído, uno se escucha a sí mismo reduciendo penosamente a caricatura y a reiterada trivialidad aquello mismo que le importó tanto”: Antonio Muñoz Molina en su columna “Ida y Vuelta”. Habas. “La flatulencia por ingestión de habas, según los Pitagóricos, está provocada por espíritus de muertos que anidan en estas legumbres, y que una vez dentro del cuerpo atormentan a quien las ha comido: de día con vientos y de noche con pesadillas. La pesadilla sería como un viento no expulsado, que circula internamente, sacudiendo las persianas que protegen el alma dormida”: Guido Ceronetti, El silencio del cuerpo (El Acantilado, 2006), “colección de pequeños recortes desteñidos, de pensamientos ajenos lustrados o ilustrados al margen y de recuerdos impuros del sueño y del contacto humano que constituyen todo mi estudio de la Medicina”. Impostor. “Me dormí, una tarde de verano en el campo, en una fuente vacía. No daban conmigo por ninguna parte. Una señora, próxima a la familia, me encontró por fin, me llevó a su casa. Después contó que me resistí, que grité incluso, que traté de escaparme. Cuando, mientras me vigilaba, bien guardado, mandó aviso a mis padres, se topó con una respuesta sorprendente: yo había aparecido; estaba en la cocina, cenaba. La señora despidió a mi doble, que huyó aterrorizado. Todavía me queda la duda: ¿Era yo el niño que la señora libertó y despidió aquel atardecer con unos caramelos? ¿Era yo el que cenaba en la silenciosa soledad de los castigos? Si la respuesta es afirmativa corresponde a la primera pregunta, está claro: soy un impostor”. Justo Navarro, en Una infancia de escritor (varios autores, Xordica Editorial). En su novela más reciente El espía (Anagrama), el narrador español intenta desentrañar el enigma que fue “la voz” del poeta Ezra Pound durante la Segunda Guerra Mundial. Joyce. Dublinés es la biografía gráfica de James Joyce, que publica Astiberri. Bien documentada, bien dibujada y divertida, su autor es el historietista e ilustrador español Alfonso Zapico, un talentoso joven de 30 años. “Es una obra llena de detalles, está centrada en la vida de James Joyce y recorre con el autor los momentos, las conversaciones, las penurias y las aventuras con las que se fue construyendo una de las grandes figuras del siglo XX”, se lee en su contraportada. Lluvia. “Siempre llueve cuando hay mercado o queremos poner ropa a secar, lo que buscamos está siempre en el último bolsillo en que metemos la mano”: Georg Chistoph Lichtenberg. Melancolía. Eric G. Wilson es el autor de Contra la felicidad. En defensa de la melancolía (Taurus, 2008), una crítica al optimismo estadunidense. En sus conclusiones escribe: “Ha quedado demostrado que el gen de la melancolía es el código de la innovación. A lo largo de los siglos ha dado pie a torres resplandecientes que ascienden hacia el cielo. Ha creado nuestra gran épica, tan hambrienta de un dios. Ha compuesto nuestras memorables sinfonías, tan tumultuosamente hermosas como el primer océano. Sin el genoma de la tristeza tantas cosas sublimes se habrían quedado en el submundo de la inexistencia. En realidad, sin esa triste y ambiciosa información genética, lo que consideramos cultura en general, ese reino empíreo de ideas en tensión, nunca habría surgido, porque para ello no habría bastado la mera lucha por la supervivencia, el simple matar y comer”. Nada. “Nada es un gran Mago que se deja ver por los ciegos y oír por los sordos: pues, ¿qué ven los ciegos y qué oyen los sordos? Nada. Un Nada ha dado a menudo lugar a las más grandes empresas, y los más grandes proyectos a menudo desembocan en Nada. Ilustres Asambleas han sido convocadas para Nada, y han terminado en Nada. ¿Cuántas veces se ha visto a grandes hombres privados de sus empleos por Nada, y sustituidos por otros que eran hombres de Nada? ¿Cuántas polémicas y cotidianas querellas por Nada?”. Elogio de nada y Elogio de algo fueron atribuidos a Louis Coquelet y publicados anónimamente en París en 1730. Ahora los rescata la editorial española Sequitur. Olor. “Es prodigioso cómo se me pega cualquier olor y cuán propicia tengo la piel a abrevarse de él. Se equivoca quien se queja de que la naturaleza haya dejado al hombre sin instrumento para llevar los aromas en la nariz; pues ellos mismos se mantienen. Mas por lo que a mi respecta en particular, sírvenme para ello los abundantes mostachos que tengo. Si les acerco los guantes o el pañuelo, el olor durará todo un día. Revelan el lugar de donde vengo. Los apretados besos de la juventud, húmedos, sabrosos y glotones, pegábanse antaño a ellos perdurando hasta muchas horas después”: Michel de Montaigne, Ensayos. Pompeya. En formato de cuaderno pequeño e ilustrado, la colección Travesía (Océano) sacó a la luz este año Los peores desastres históricos. “24 de agosto del año 79, 1:30 p.m.- El monte Vesubio entra en erupción. Se origina una vasta nube de tefra (emisiones volcánicas) que cae sobre Pompeya durante unas ocho horas”. El escritor inglés Bulwer Lytton llevó esta catástrofe a la literatura en Los últimos días de Pompeya: “La nube de cenizas y humo que sumía a Pompeya y sus aledaños en una noche profunda se había condensado en una masa compacta y opaca, atravesada de vez en cuando por rápidos fulgores de relámpagos que surgían cada vez más atemorizadores de la montaña. En ocasiones, ondulando como enormes y largos reptiles, los relámpagos envolvían en sus terroríficas formas la ciudad y sus cercanías; otras veces, estallando como formidables cohetes en la boca del cráter, iluminaban el espacio con resplandores sangrientos”. Rima. “Nunca he sentido el verso libre; la rima siempre se me ha impuesto como una música. Mi lenguaje poético es el que uso todos los días para conversar. Claro que mi conversación, generalmente, se reduce a hablar de mí misma...”: Guadalupe Amor. Estos versos confirman su confidencia: “¡Hoy mis ansias, mi vuelo, mi amargura,/ mis decaimientos y mis sinsabores,/ mi maldad, mi pureza, mis pudores/ y mi ser que sufriendo no madura!// ¡Hoy tan sólo pensando en mi figura,/ que es vanidad, lujuria sin amores;/ consumiéndome en áridos ardores, luchando entre la luz y la negrura!// Y después de esta angustia no habrá nada./ Hoy soy todo, mañana ya no existo./ Mi infinita ansiedad será truncada...// Esto es lo cierto, pero me resisto/ a aceptarlo. Por eso, alucinada,/ en inventar la eternidad insisto. (G. A., Poesía imprescindible, Editorial Terracota/Fundación TV Azteca, 2011). Símbolo. Explica Roger Bartra en su introducción al libro ilustrado Axolotiada. Vida y mito de un anfibio mexicano (FCE/INAH, 2011): “Yo he usado al axolote como representación irónica de la identidad nacional del mexicano. […] Al escribirlo con x, lo mismo que México, se enfatiza su carácter emblemático como fuente sumergida y oculta de la identidad ahogada del mexicano postrevolucionario, especialmente la del habitante de la ciudad de México, el chilango. Pero no es un símbolo patriótico que exalta el orgullo nacional. Es un animal bueno sobre todo para pensar críticamente, pues el axolote pone en duda las verdades establecidas. Hay que jugar con él para que nos abra las puertas de la imaginación y la ironía”. Y sigue: “El lector verá en este libro que algunos escritores tomaron el axolote como juguete de sus vuelos creativos. Y también comprobará que el animal ofrece a la ciencia materia abundante para sus investigaciones y discusiones”. “Talismán”. Es el título de una de las 245 agudas fábulas escritas por Ambrose Bierce, publicadas por primera vez en 1898 y que reedita ahora la editorial neoyorquina Dover Publications en versión íntegra (Fantastic Fables): “Llamado a presentarse como jurado, un Ciudadano Prominente envió una constancia médica en la que se declaraba que padecía un ablandamiento del cerebro. ‘El caballero queda excusado’, dijo el Juez, devolviendo la constancia a la persona que la había llevado, ‘tiene un cerebro’ ”. Voces. El investigador de la Universidad Estatal de San Diego, Juan Carlos Ramírez-Pimienta lleva años estudiando la influencia del narcotráfico en la música popular mexicana. De su libro Cantar a los narcos. Voces y versos del narcocorrido (Temas de hoy, 2011) tomo estos versos de “Las novias del traficante” que cantaron Los Tigres del Norte: “Tienen muy bonitos nombres/ yo se las voy a nombrar/ para que se cuiden de ellas/ si las llegan a encontrar./ Voy a darles santo y seña/ donde las pueden hallar.// Blanca Nieves en Colombia./ Mariguana en Culiacán./ Amapola está en Durango/ en la sierra la hallarán./ Y la Negra está en Guerrero./ Y Cristal en Michoacán.// Cuando muere un traficante/ o a la cárcel va a parar/ las novias no se preocupan/ sabían que eso iba a pasar/ porque el que juega con lumbre/ con ella se ha de quemar”. Zobek. Las pistas, los ruedos y las canchas, y los personajes que se engrandecen en esos lugares son el tema de Gilberto Prado Galán en su libro Sobre héroes y hazañas. Fama y gloria del deporte (Cal y arena, 2011). Casi al finalizar el libro el autor le da un espacio a “Otros deportes”, como el escapismo y su figura mexicana, el Increíble Profesor Zobek, producto de la adversidad y fenómeno televisivo de los años sesenta y principios de los setenta, capaz de ejercitarse durante horas, arrastrar motocicletas con la mandíbula y escapar de ataúdes ardientes, que murió intentando sorprender al público de un modesto circo en Cuautitlán, Izcalli. Delia Juárez G. Editora y traductora. Su libro más reciente es Gajes del oficio. La pasión de escribir. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 Gabinete de lectura no ficción Eduardo Guerrero Gutiérrez Carlos Elizondo, Por eso estamos como estamos. La economía política de un crecimiento mediocre, Random House Mondadori, México, 2011, 347 pp. Con este trabajo Elizondo entrega al público mexicano algo poco común en nuestro medio: un análisis al mismo tiempo riguroso y accesible sobre la economía política de México. En la tradición de Vernon, Hansen, Wionczek, Bazdresch y Levy, Elizondo combina variables económicas y políticas para demostrar que “estamos como estamos por lo que hacemos, no por lo que somos”. Pero, en contraste con los economistas mencionados, Elizondo aborda la economía política desde las preocupaciones de un politólogo de corte institucional. Para él “las razones de nuestro bajo crecimiento o de nuestra creciente inseguridad son fundamentalmente políticas e internas”. Lea este libro, además de aprender mucho le servirá de antídoto contra las explicaciones fatalistas o autocomplacientes a las que estamos acostumbrados. J orge Castañeda, Mañana o pasado. El misterio de los mexicanos, Aguilar, México, 2011, 431 pp. En este atractivo e interesante trabajo, escrito para el público americano, Castañeda contrasta y confronta los principales rasgos culturales del mexicano (individualista, sufrido, adverso al conflicto, ensimismado, tolerante a la corrupción) con la realidad actual de México y las nuevas exigencias de esta realidad. Según Castañeda, “la llegada de México a una cierta modernidad (economía abierta, clase media mayoritaria, democracia representativa) choca contra la permanencia de los principales rasgos del carácter nacional mexicano, identificados por los autores clásicos (Ramos, Cuesta, Paz, Ramírez y Bartra, entre otros), medidos y refinados por encuestas e innumerables estudios de terreno a lo largo de los últimos decenios”. Jorge Javier Romero, Las instituciones políticas, Nostra, México, 2010, 77 pp. Esta es una espléndida síntesis del desarrollo histórico de las instituciones políticas de México. Con agilidad, concisión y buena prosa, Romero revisa los modelos institucionales que México adoptó (y quiso adaptar) en varios momentos de su historia: el federalismo, el contrapeso entre poderes, las elecciones. Sin embargo, estas instituciones liberales o democráticas sólo existieron en el texto constitucional porque, como bien apunta Romero, en México persisten, a lo largo de su historia, pactos informales que soslayan la observancia constitucional y promueven la extrema dispersión o centralización del poder, la inestabilidad política, la precariedad estatal, el patrimonialismo en la administración pública, la ineficacia fiscal y, hasta hace muy poco, la simulación electoral. Marcela Turati, Fuego cruzado. Las víctimas atrapadas en la guerra del narco, Grijalbo, México, 2011, 326 pp. Turati es una de las más perceptivas cronistas de la actual guerra que libra el gobierno mexicano contra el narcotráfico. Su mirada nos acerca a los detalles de las historias personales, familiares y comunitarias que se esconden detrás de la fría estadística de muertos o del simplificador encabezado noticioso. Turati escarba, se asoma sin miedo, mira detenidamente, y sin pestañear anota y conecta los trazos de sus estampas minuciosas. En conjunto, el periodismo de Turati semeja una etnografía de la actual violencia mexicana que, además de brindar al lector testimonios asombrosos y reveladores, contiene valiosas piezas informativas e interpretativas que contribuirán a explicar mejor la violencia prevaleciente y a evaluar integralmente la actuación de varios actores involucrados. J osé Antonio Aguilar (comp.), La espada y la pluma. Libertad y liberalismo en México, 1821-2005, FCE, México, 2011, 1086 pp. Para repensar la libertad y el liberalismo en México, Aguilar nos ofrece en este libro “un acceso no mediado a algunos textos clave de una tradición política que fue apropiada por el régimen posrevolucionario mexicano”. Los textos que componen el volumen —escritos en los siglos XIX y XX por un total de 33 autores— dan cuenta de “una tradición compleja, diversa y, en algunos momentos, contradictoria”. El primer texto del libro lo escribió José María Luis Mora en 1821 y el más reciente data de 2005 y pertenece a Enrique Krauze. Fareed Zakaria, The Post-American World: Release 2.0, W.W. Norton, Nueva York, 2011 (versión electrónica) En este libro sobre relaciones internacionales, política global y desarrollo económico, el editor de Newsweek International sostiene que la crisis financiera de 2008-2009 aceleró el surgimiento del mundo postamericano, en el cual las naciones emergentes “son capaces de resistir el declive más dramático en el crecimiento del mundo occidental”. El sistema internacional que empieza a surgir será diferente al que lo precedió, afirma Zakaria, pues en él Estados Unidos conserva su supremacía sólo en el plano político-militar. En las demás dimensiones (industrial, financiera, educacional y cultural) la distribución del poder está cambiando veloz y radicalmente, alejándose del dominio de Estados Unidos. Eduardo Guerrero. Consultor en materia de políticas públicas (www.lantiaconsultores.com). Director de la revista electrónica Transparencia y Privacidad. Revista Mexicana de Acceso a la Información y Protección de Datos (http://bit.ly/qmymyU) y presidente de la Asociación Mexicana de Ex Becarios Fulbright-García Robles. www.nexos.com.mx Regresar Imprimir Fecha: 01/10/2011 Gabinete de lectura ficción J osé Antonio Lugo, Afroditas, Evas, Lolitas, samSara, México, 2011, 125 pp. Con trazos rápidos y efectivos, prescindiendo de todo elemento suntuario, Lugo ha creado a veintiocho mujeres —su entrada a escena respeta la lógica del alfabeto— en pleno ejercicio de sus facultades eróticas. Lo mismo jóvenes, aprendices, solteras, casadas y maduras que autosuficientes, libres o posesivas, no parecen obedecer a más ley que a la ley del deseo. Cada una protagoniza un breve divertimento, una aventura en sí misma que parece exigir un lugar fuera de los márgenes de la página escrita. Claudia juega a entregarse para luego levantar una barrera en un club swinger; Fabiola seduce a su profesor de literatura y Jacqueline a la pareja de su mejor amiga; Mónica alcanza el placer a condición de que reciba dinero… Veintiocho capitulares de Eko nos acompañan a lo largo del trayecto, por lo que el libro nos reserva también una experiencia plástica. (Roberto Pliego) Ana García Bergua, Isla de bobos, Planeta, México, 2007, 251 pp. A caballo entre la historia y la ficción, esta novela recrea las vicisitudes de los colonos mexicanos que en 1914 se asentaron en la Isla de la Pasión —hoy de Clipperton—. Conocemos el desenlace: abandonados por el gobierno mexicano, enfermos y hambrientos, fueron víctimas de los deseos tiránicos del guardafaros que, presa de un desorden lujurioso, se autoproclama rey. La originalidad de García Bergua proviene de la elección del punto de vista. Sigue los pasos del capitán Soulier —jefe de la guarnición— y, sobre todo, de su esposa Luisa y el grupo de mujeres convertidas en esclavas sexuales del guardafaros. Sin cometer el pecado de la denuncia social, Isla de bobos elabora un cuadro de la condición femenina en el México de principios del siglo XX. No sin menor fortuna, pone en entredicho los conceptos de honor, autosacrificio, amor a la patria. A decir verdad, hay pocas señales de optimismo. (R.P.) Sergio Fernández, Los peces, FCE, México, 2011, 132 pp. Novela incendiaria, “enardecida” y delirante, cuya originalidad azoró en 1968 al publicarse con ecos de noveau roman française, con el boom en ascenso y el movimiento popular-estudiantil en pleno. Una turista en Roma es asediada por un febril sacerdote católico. Ella ha fantaseado con ser poseída por un japonés y por un hombre negro y ha cumplido su deseo. Ahora sueña con un cura. “La novela fue mi striptease literario”, dijo su autor, “sus pasajes no son para leerse sino para sentirse”. Absolutamente moderna en su fragmentaria sexualidad descarnada, esta novela erótica es recuperada en esta nueva edición 45 años después. Atesoro la primera edición de 1968. (Alejandro de la Garza) Tennessee Williams, Mal trago (trad. Bárbara Mingo), Errata Naturae, España, 2010, 215 pp. Un hombre despeña su matrimonio por el trago, pero en su caída ayuda a rehacer su vida a una viuda y su hija. Un púber se atormenta al enamorarse del novio de su hermana. Unidos por la ternura y la solidaridad, una prostituta dipsómana y un homosexual viajan juntos para llevarse a la cama a medio mundo. Dos ancianos decrépitos manosean jovencitos en la oscuridad de un cine. Por sus tramas duras, la mojigatería acusa el escándalo en la vida y obra de Williams, pero olvida su humanismo, su energía vital, la hondura de sus personajes. Él aclaró: “Todas las opiniones son falsas, en especial las opiniones públicas sobre casos individuales”. (A.G.) Antonio Alatorre, El heliocentrismo en el mundo de habla española, FCE (col. Centzontle), México, 2011, 88 pp. A través de un recorrido histórico por distintas edades del mundo hispánico —incluyendo ese primer Siglo de Oro español que fue el de la cultura islámica en la Península—, Alatorre describe cómo hemos contemplado los astros y formulado la pregunta del lugar que ocupamos en el universo tanto en el ámbito de la ciencia como en el de la literatura. Entablando un contrapunto con autores como Octavio Paz, y cuidando la defensa al pensamiento innovador, Alatorre demuestra que su propia pasión crítica puede hallar caminos deleitosos como queda asentado en este delicioso breviario de un sabio que además es un excelente escritor (Noé Cárdenas) Daniel Cosío Villegas, Un protagonista de la etapa constructiva de la Revolución Mexicana, El Colegio de México, México, 2011, 196 pp. El matrimonio Wilkie emprendió en los años sesenta del siglo pasado una serie de entrevistas a actores sociales mexicanos como parte de un programa de una universidad norteamericana. La de Cosío Villegas resultó una nutricia charla en la que el autor de La crisis en México empata su tarea social con algunas confesiones y opiniones de su vida privada. El entrevistado lo mismo habla del caballo que fue su primera responsabilidad en la vida que critica las tareas extraliterarias de ese “muchacho” (Carlos Fuentes): detrás del intelectual gigante que fue Cosío Villegas hay un hombre que viste y calza. (N.C.) www.nexos.com.mx