rodó como profeta carismático - Biblioteca SAAVEDRA FAJARDO

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RODÓ, PROFETA CARISMÁTICO
Análisis de la relación epistolar entre José Enrique Rodó y Miguel de Unamuno en
torno al Ariel
Rodolfo Gutiérrez Simón
Universidad Complutense de Madrid
Introducción.
El objetivo que nos hemos propuesto en este trabajo es múltiple. Por una parte,
mostrar las relaciones existentes entre José Enrique Rodó y Miguel de Unamuno en la
primera década del siglo XX; por otra, y a partir de lo anterior, mostrar la lejanía de
intereses entre uno y otro como reflejo de la diferente situación existente entonces en
América Latina y España. Para llevar a cabo esta labor, trataremos de mostrar que Rodó
responde al perfil de lo que consideraremos aquí como pensadores o profetas
carismáticos, tomando como referencia su obra más célebre, Ariel, mientras que
Unamuno, al menos en un sentido fundamental, no lo hace. En las líneas finales
esbozaremos brevísimamente cómo la obra del autor uruguayo pudo superar las críticas
que Unamuno vertió sobre ella; críticas que, a nuestro modo de ver, si no son
absolutamente contundentes, sí son, al menos, justificadas.
Los pensadores carismáticos y José Enrique Rodó.
Poco antes del centenario de las Guerras de Independencia americanas, en el año
1900, apareció un texto firmado por el uruguayo José Enrique Rodó (1871-1917)
titulado Ariel. Cabe notar que, en fechas más o menos próximas, aparecieron textos con
ciertas similitudes, no tanto por su contenido per se como por su intención, en el ámbito
del pensamiento hispanoamericano: la Visión de Anáhuac de Alfonso Reyes (1889-
1
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1959), las Meditaciones del Quijote de José Ortega y Gasset (1883-1955), más tarde los
escritos de Vasconcelos (1882-1959)…
Este planteamiento nos permite preguntarnos algo: ¿cómo es posible que un siglo
después de las luchas por la independencia –ya sea de España respecto de Francia, o de
América respecto a España– se produzca un movimiento único, en cierto modo, de
reflexión acerca del proceso que se ha llevado hasta ahora? Esto nos sugiere que hay un
isomorfismo entre las sociedades iberoamericanas y la sociedad española. De este
modo, el camino que se inicia con la separación no es un camino que conozca procesos
sociales, intelectuales y políticos divergentes, sino convergentes. Los problemas a que
ambas sociedades se enfrentan, por lo tanto, pueden considerarse análogos: están
dominados por una estructura profunda isomórfica. En cierto modo, esto es lo que
permite el diálogo, la polémica y la concordancia disconforme de realidades que, por ser
demasiado iguales, muchas veces están condenadas a enfrentarse. El exceso de cercanía
es aquí un problema: Latinoamérica es un mundo que los españoles entendían (valga la
expresión) demasiado bien.
Podemos calificar a estos pensadores (Rodó, Ortega y Gasset, Reyes,
Vasconcelos…) como pensadores o profetas carismáticos.1 Lo que permite caracterizar
a esta generación, esencialmente, es que empiezan a producir obras que quieren tener
efectos constituyentes sobre el país que corresponda. Tener efectos constituyentes es lo
propio de un soberano, y estos intelectuales se auto-presentan como profetas
constituyentes del ser del país y, por tanto, como líderes de la realización profunda de la
nación. La pretensión carismática de estos intelectuales se basa, sobre todo, en un
conocimiento privilegiado que no es un conocimiento superficial o meramente histórico.
Así, no es un conocimiento de la historia, sino que es un conocimiento del ser. En
efecto, en el libro de Ortega de 1914, Meditaciones del Quijote, encontramos la
conocidísima cita: «Dios mío, ¿qué es España?»,2 lo que manifiesta la búsqueda del ser
1
Como resulta evidente, estamos tomando la idea del carisma de Max Weber, entendiendo como él que
«El portador del carisma abraza el cometido que le ha sido asignado y exige obediencia y adhesión en
virtud de su misión […] Si las personas entre las cuales se siente enviado no reconocen su misión, su
exigencia se malogra. Si la reconocen, se convierte en su “señor” mientras sepa mantener por la “prueba”
tal reconocimiento» (Max WEBER, Economía y sociedad, FCE, México, 1979, p. 848). Esta interpretación
de los autores a que aquí estamos aludiendo como pensadores o profetas carismáticos parte del profesor
José Luis Villacañas, con quien nos declaramos en deuda.
2
José ORTEGA Y GASSET, Meditaciones del Quijote, Biblioteca Nueva (ed. J. L. Villacañas), Madrid,
2004, p. 242.
2
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de la nación española. Ese conocimiento no se adquiere por una observación interior, de
manera histórico-empírica, sino que se adquiere por medio de una experiencia vital,
cualitativa. Del mismo modo, y por poner otro ejemplo, el problema del ser mexicano
será una constante en los autores más relevantes del siglo XX procedentes del país
azteca, desde Samuel Ramos (1897-1959) o el ya mencionado Alfonso Reyes a Octavio
Paz (1914-1998) y Carlos Fuentes (1928-2012), pasando por Leopoldo Zea (19122004), Emilio Uranga (1921-1988) o el conocido como Grupo Hiperión.
De ese conocimiento privilegiado se deriva un destino, un deber ser, un
imperativo práctico que, en el fondo, dice «llega a ser el que eres» (imperativo pindárico
que, por cierto, es la clave de bóveda de la ética de Ortega y Gasset, articulada en torno
al concepto de vocación).3 Por lo tanto, este conocimiento carismático tiene un rostro
que, en el fondo, seculariza una figura (obviamente religiosa) propia de la tradición
occidental: se encuentra en el lugar que habitualmente ocupaba el profeta.4 De esta
manera, dicha figura está denunciando que tanto el ser como el deber ser están siendo
traicionados: alguien está faltando a su obligación, a su imperativo, y no sólo por una
mera voluntad de traicionar, sino por un desconocimiento, una incapacidad de
experimentar verdaderamente el ser de los países, naciones o pueblos; dicho con otras
palabras, porque le falta vivir esa experiencia. Por lo tanto, los “profetas seculares”, en
tanto que tales, deben ofrecer un ideal; pero un ideal que no es enteramente
teórico/abstracto, utópico, sino que es más bien una imagen (profética): han de generar
una caracterización del futuro como concreción, como algo que se puede contemplar
anticipadamente y que, en la medida en que puede alcanzarse, ha de lograrse.
Cabe notar que estos hombres carismáticos son todos regeneracionistas; es decir,
consideran que el proceso histórico, lejos de ser un proceso de progreso, es un proceso
de degeneración y decadencia. Y, por lo tanto, estos autores van a protagonizar un
acontecimiento regeneracionista que va a invertir el problema de la decadencia. Ahora
bien, ¿de qué decadencia estamos hablando? Tanto Ortega como los hombres del
centenario americano tienen una larga trayectoria de diagnósticos sobre la decadencia
3
Sobre este particular, conviene particularmente considerar: José ORTEGA Y GASSET, Pidiendo un Goethe
desde dentro. Carta a un alemán, en Obras completas, tomo V, pp. 120-142.
4
Resulta particularmente interesante la visión que del profeta ofrece Ortega y Gasset en su curso de 1944,
impartido en Lisboa, Sobre la razón histórica (en Obras completas, tomo IX, pp. 623-700; especialmente
las lecciones I y II, pp. 623-652), contraponiéndolo al intelectual típicamente griego.
3
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de las sociedades hispánicas. En cierto modo, podemos responder a la pregunta por el
fundamento de la decadencia del ámbito hispánico en tanto en cuanto a estos autores les
importa que su consecuencia –sea cual sea su causa– es el atraso del proceso
modernizador español: España no ha incorporado las grandes conquistas de la
modernidad europea. Por ello, la generación del centenario, en alguna medida,
considera que no cabe proceso de regeneración sin un proceso de europeización. Eso sí,
frente a los ideales en cierto modo republicanos del siglo XIX y frente a los ideales de la
Guerra de Independencia, demasiado imitadores de Europa,5 van a tener que adaptarse
al ser de cada país. Y esta síntesis de carácter europeo y del ser de cada lugar es lo que
tiene que dar la singularidad de cada sitio. Sólo en obediencia de esa singularidad se
podrá realizar el destino nacional de cada territorio.
Así las cosas, los pensadores son carismáticos porque no sólo ofrecen un
conocimiento adecuado del ser, sino que ofrecen también un conocimiento preciso de
cómo ese ser nacional puede poner en marcha procesos universales modernos. No sólo
son, entonces, visionarios idealistas: también tienen que ser hombres pragmáticos,
capaces de ofrecer doctrina en el sentido de producir efectos políticos, sociales y
administrativos sobre la realidad.
Hasta ahora hemos caracterizado a estos singulares personajes que hemos
denominado pensadores carismáticos. Sin embargo, debemos indicar el por qué de su
necesidad: son la respuesta a un tiempo de crisis. En este sentido, el pensador
carismático comparte hasta el final el destino del profeta, que experimenta la crisis, la
describe, la padece…
Cabe notar que aquí nos encontraremos con muchos poetas, ya que el universo
que requiere figuras carismáticas no puede desprenderse de las formas literarias. Así, el
filósofo carismático no es el filósofo sistemático, técnico o académico: hablamos de
ensayistas, de literatos. Por eso, la expresión carismática no puede separarse de la
escritura bella: la belleza es un componente interno del carisma, el carisma no puede ser
feo. De hecho, el carisma puede hacer bella la fealdad, como ocurre, por ejemplo, con
Valle-Inclán, que está en condiciones de resaltar el aspecto feo y tenebroso de la
5
Un buen ejemplo a este respecto lo presenta Ramos al relacionar a México con España y, especialmente,
con Francia. Cf. Samuel RAMOS, El perfil del hombre y la cultura en México, Espasa Calpe,
Madrid/México, 2001, especialmente pp. 19-49.
4
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realidad, remarcándolo con la misma finalidad con que el profeta señala los vicios de la
realidad. Luces de Bohemia, por supuesto, es la obra que mejor encarna este panorama.
* * * * *
En este estado de cosas, Rodó escribió su Ariel, que es, en el fondo, una
pedagogía generacional, una especie de programa, algo que queda explicitado en las
páginas del texto cuando señala Próspero: «Anhelo colaborar en una página del
programa que, al prepararos a respirar el aire libre de la acción, formularéis, sin duda,
en la intimidad de vuestro espíritu, para ceñir a él vuestra personalidad moral y vuestro
esfuerzo».6 Es un texto esencialmente programático que, más que por su contenido, es
fundamental por la dimensión estética del programa; esto es, por la caracterización
simbólica. Ariel es, en sí mismo, un símbolo: es el ángel de La tempestad, la obra
americana de Shakespeare; es la obra en la que el autor inglés analiza el descubrimiento
de América como algo azaroso. Ariel, entonces, es el espíritu que lleva las naves
perdidas hacia el Nuevo Mundo tras extraviarse por una tormenta. Es en América donde
Ariel tiene que encontrar el camino civilizatorio de Calibán, el caníbal, el salvaje. La
influencia tremenda de este texto se aprecia, por ejemplo, en Alfonso Reyes, que ha
puesto en marcha en su Monterrey natal (después de que la revolución mate al
gobernador, casualmente su padre) a una juventud “montada” en base a lo dictaminado
por Ariel. Podemos afirmar, pues, que Visión de Anáhuac7 está asumiendo el programa
de Rodó.
No nos ha de resultar difícil comprobar que José Enrique Rodó, principalmente a
través de la obra indicada, recoge todos los caracteres esenciales con que definíamos a
los llamados pensadores carismáticos. En efecto, nos encontramos frente a un libro de
llamada a la acción, ciertamente programático y destinado a configurar una nueva
nación –en este caso, la nación americana: de ahí su llamada, en la dedicatoria, «a la
juventud de América»–. Así, por ejemplo, en carta a Unamuno el 20 de marzo de 1900,
que aquí ofrecemos, dirá Rodó de su obra que «…si no pareciera una aspiración
presuntuosa, agregaría que he ambicionado iniciar, con mi modesto libro, cierto
6
7
José Enrique RODÓ, Ariel, Cátedra, Madrid, 2009, p. 141.
Alfonso REYES, Obras completas, FCE, México, 1955-1993, tomo II, pp. 10-34.
5
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movimiento de ideas en el seno de aquella juventud [la americana], para que ella oriente
su espíritu y precise su programa dentro de las condiciones de la vida social e intelectual
de las actuales sociedades de América». Y aún más claro es en su carta al propio
Unamuno del 12 de octubre del mismo año, donde afirma lo siguiente: «Mi aspiración
inmediata es despertar con mi prédica, y si puedo con mi ejemplo, un movimiento
literario realmente serio correspondiente a cierta tendencia ideal, no limitado a vanos
juegos de forma, en la juventud de mi querida América…».
Rodó y Unamuno: análisis de un epistolario.
Ese propósito que se marcó Rodó con su Ariel necesitaba, no obstante su
potencial, del amparo o “mecenazgo intelectual” de algunos autores conocidos. Para
ello, se carteó con algunos de los autores más relevantes e influyentes del momento, la
mayoría de los cuales son hoy considerados como parte de los mejores escritores de la
literatura universal. Nosotros nos vamos a centrar en el intercambio epistolar que
mantuvo con el escritor vasco Miguel de Unamuno (1864-1936), correspondencia que
«es, sin duda alguna, la más valiosa de su epistolario»8, puntualización que no podemos
sino apoyar.
Quizá lo más destacable del intercambio epistolar –al menos, para nuestros
actuales intereses– sea realizar un análisis de ciertas partes de la primera carta, enviada
por Rodó a Unamuno el 20 de marzo de 1900, que ya hemos mencionado, junto con un
ejemplar del Ariel. En ella encontramos, en primer lugar, una cierta caracterización de
dicha obra, de la que dirá su autor que es una «obra de acción, si así puede decirse; he
querido hablar a la juventud a la que pertenezco, a la juventud de América, sobre ideas
cuyo interés y oportunidad me parecen indudables».
Sin embargo, lo que ahora nos concierne a nosotros es un punto muy relevante: al
menos en apariencia, Rodó está buscando el respaldo de la autoridad por excelencia,
teniendo por tal a don Miguel. Así como en términos nacionales asegura (en Ariel) que
comprende bien «que se adquieran inspiraciones, luces, enseñanzas, en el ejemplo de
los fuertes»,9 busca él el influjo de Unamuno; pero, aún más importante en este punto,
8
9
Emir Rodríguez Monegal, en: José Enrique RODÓ, Obras Completas, Aguilar, 1957, p. 1300.
José Enrique RODÓ, Ariel, op. cit., p. 196.
6
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se referirá al autor de Niebla en estos términos: «hermano mayor a quien se escucha con
respetuoso afecto»10.
Encontramos aquí algo que parece paradójico. En última instancia, lo que la
primera carta deja entrever es que Rodó no sólo está buscando la poderosa sombra de
Unamuno –que también– con la mirada puesta en que su obra sea divulgada y
reconocida como él cree que merece: parece incluso que esté pidiendo “permiso”, si se
nos permite dicha expresión, para alzar su voz. La paradoja aparece al confrontar esta
actitud con esa caracterización que hemos hecho de Rodó como un pensador
carismático: ¿de verdad necesita pedir autorización?
Ahondando un poco en el modo de ser del autor uruguayo, nuestra sorpresa
resulta aún más sorprendente: aunque de extremada modestia y excelente trato, era
poseedor de una personalidad robusta y digna. Para comprobarlo, podemos recurrir a
una anécdota que, aun siendo tal, resulta muy ilustradora. Durante algunos años, Rodó
mantuvo correspondencia con Rubén Darío (1867-1916), figura mundial con quien, sin
embargo, tuvo manifiestas tensiones. Se le concedió la oportunidad de presentar una
vez, en Montevideo (año 1912) al autor nicaragüense, encontrándose éste en estado de
embriaguez. Ante tal situación, Rodó no dudó en negarse a subir al estrado, pese al
altavoz que supondría el evento, y pese a haber sido halagado por el autor de Cantos de
vida y esperanza de manera pública (aunque, ciertamente, esto ocurriera tras ciertos
altercados e incidentes entre ambos).11
Conviene advertir, sin embargo, que la aparente paradoja se resuelve si atendemos
tanto a la respuesta de Unamuno12 como a las cartas siguientes. Cuando el autor vasco
contesta, el 5 de mayo de 1900, queda claro que, pese a la cortesía empleada, el texto
del Ariel no termina de convencerle. Así, por ejemplo, le parece «demasiado francés»,
declarándose don Miguel «francófobo». Es más, si acudimos a la correspondencia de
Unamuno con Leopoldo Alas “Clarín” (1852-1901), veremos un tono mucho más
10
Así aparece en la carta ya citada del 12 de octubre de 1900. La cursiva es de Rodó.
Sobre este particular, conviene consultar el texto escrito por Emir Rodríguez Monegal en José Enrique
RODÓ, Obras completas, op. cit., pp. 1291-1295.
12
Las obras completas de Rodó incluyen las respuestas de sus corresponsales, incluyéndose entre estos,
naturalmente, a Unamuno. No obstante, también pueden encontrarse las cartas enviadas por éste a Rodó
en: Miguel de UNAMUNO, Epistolario americano (1890-1936), Ediciones de la Universidad de
Salamanca, Salamanca, 1996, al cuidado de Laureano Robles; si bien este último libro ofrece las cartas
que el autor vasco envió de manera cronológica, lo que permite ver la evolución de su pensamiento a
costa de dificultar una lectura que podríamos llamar “por autores”.
11
7
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crítico, pues considera a Rodó, incluso, un pensador poco original –algo que tratará de
refutar el propio Clarín, mucho más impresionado por el texto del autor uruguayo–.13
Ante la respuesta de Unamuno, Rodó va a intentar ganarle aún para su causa en la
ya citada carta del 12 de octubre de 1900. Sin embargo, vemos ahí un giro interesante:
lo que más aprecia Rodó no es ya a Unamuno en sí mismo, sino su posibilidad de
abrirle horizontes y de dialogar en pos de un objetivo común (de corte ideal y cultural,
esto es, respondiendo en general al marco de los autores enfrentados al materialismo
estadounidense –siendo el ejemplo paradigmático, probablemente, el ya citado aquí
Rubén Darío–, y en particular desde las tesis defendidas en los apartados V y VI de
Ariel14), destacando que «las mismas diferencias de criterio y orientación que usted
[Unamuno] nota entre ambos son, como usted mismo dice, una conveniencia más para
el cambio de ideas y sentimientos que hemos establecido»; y, en otro pasaje de la
misma carta: «Por muchas que sean las ideas en que usted y yo no concordamos, me
complazco en entender que son más y más fundamentales aquellas en que estamos de
acuerdo».
Antes de continuar con el análisis del epistolario, debemos dejar constancia de
que la crítica que Unamuno vierte sobre el Ariel no es en absoluto descabellada. Como
muestra del “afrancesamiento” de la obra, se ven muy claramente las alusiones a Renan,
que en buena medida son el origen de los aspectos de corte más político del texto. Así,
encontramos en el Ariel una desconfianza y un desafecto hacia la democracia que
encuentra sus raíces en el autor francés y que reaparecerán, aunque actualizadas, en los
textos de otro pensador carismático, José Ortega y Gasset, a finales de los años veinte
del siglo XX –un Ortega también muy marcado por Renan, especialmente en sus años
de juventud–. En este plano de crítica (parcial, no total; por eso antes hemos hablado de
“desafecto” y “desconfianza”) a la democracia, no debemos perder de vista en modo
alguno que Rodó nos está proponiendo una democracia posterior, aún no formada: no
ha de verse aquí un totalitarismo radical o algo semejante. Así, en carta a Unamuno el
13
Sobre este particular, nuevamente hemos tomado como referencia a Emir Rodríguez Monegal en José
Enrique RODÓ, Obras completas, op. cit., p. 1303.
14
José Enrique RODÓ, Ariel, op. cit., pp. 195-231. Quizá la más bella expresión a la hora de enfrentarse a
este modo de vida típicamente estadounidense (siempre, claro está, según estos autores) que tiene la vida
puesta –expresión orteguiana– a lo material la encontramos en el propio Ariel, capítulo V. Así, afirma
Rodó que Estados Unidos «es un monte de leña al cual no se ha hallado modo de dar fuego. Falta la
chispa eficaz que haga levantarse la llama de un ideal vivificante e inquieto, sobre el copioso
combustible» (Ariel, op. cit., p. 206).
8
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10 de diciembre de 1901, Rodó se referirá a sí mismo como alguien que «ha peleado y
pelea […] en estas democracias a las que todavía hay que formar», si bien,
remitiéndonos en esta ocasión al Ariel, veremos que diferenciará entre la igual
posibilidad y la igual realidad,15 que hablará de «legítimas superioridades humanas»,16
etc.
Pero volvamos al tema central de este trabajo. En definitiva, Rodó está buscando
la aprobación de sus ideas en España: tiene que referirse a la metrópoli para que ésta
apruebe benévolamente sus tesis. La intelectualidad española, entonces, es el juez que
sanciona las ideas. De forma inequívoca se ve la posición ambigua en que Rodó se
mueve: es el pensador de América, pero “pide permiso” a quien tiene la estructura
verdaderamente original. Y esto es contradictorio respecto a su idea de proponer para la
juventud un ideal ilustrado ligado a la naturaleza: si realmente nos encontrásemos frente
a un ilustrado, sólo la razón debería aprobar las ideas, y no otras personas.
Parece extraño, en todo caso, que Rodó realice este gesto de sumisión ante
España. Como ya hemos dicho, un ilustrado no pide permiso, sino que ofrece sus ideas
y trata de contrastarlas con la razón. De este modo, en principio parece que el autor se
coloca en una cierta posición de inferioridad respecto a Unamuno. Pero, en realidad, lo
que hay es una retórica de inferioridad, no un verdadero sentimiento. Lo que en el
fondo Rodó quiere decir (como ya hemos indicado) es que necesita socios (llegando a
afirmar, esta vez en carta del 25 de febrero de 1901, que Unamuno –en un artículo en La
lectura– «contribuye, con la eficacia y autoridad de su palabra, a la propaganda de
Ariel»17): escribe al autor español porque lo considera su igual, en tanto que cree que
éste hace en España lo que él en América. Y esta consideración de igualdad es
contradictoria con la aparente sumisión que presentaba.
¿Dónde radica la clave del asunto? En una notoria diferencia entre estos autores:
mientras que Rodó ha sido caracterizado en estas páginas como un pensador o profeta
carismático, Unamuno no puede entenderse como tal. La clave la ofrece el propio autor
vasco en su primera carta a Rodó: en esos momentos, está inmerso fundamentalmente
en el «problema religioso», una preocupación, en último término, por su inmortalidad,
15
Cfr. José Enrique RODÓ, Ariel, op. cit., p. 188.
Ibíd., p. 181.
17
La carta está escrita en segunda persona formal, no en tercera del singular. La cursiva en eficacia y
autoridad es nuestra.
16
9
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etc.18 Tal es el punto esencial para entender la divergencia –que en modo alguno
podemos considerar una ruptura: el intercambio de cartas entre el uruguayo y el español
va a ser numeroso, afectuoso y, visto desde fuera, muy interesante, como podrá
comprobar el lector– entre Rodó y Unamuno: a diferencia de etapas anteriores de su
vida, más próximas al socialismo e incluso al anarquismo, a principios del siglo XX al
pensador vasco le importa bien poco el tema social (al menos, desde el punto de vista
teórico); sin embargo, el autor de Ariel está en una situación previa al existencialismo:
pertenece, por mérito propio, al simbolismo. Dicho de otra manera, lo relevante en este
punto son las diferencias entre la intelectualidad americana, que quiere movilizar a la
juventud dándole ideales, y la española, que se preocupa por la salvación individual, el
problema religioso… Por tanto, para Unamuno lo importante será que las culturas no
pueden transferirse, sino que tienen que brotar de la intrahistoria del lugar. Por ello,
había que buscar lo íntimo del americano, a fin de que surgiese una cultura auténtica.
La última clave para entender este punto completamente es algo que Rodó deja
explícito en la correspondencia: lo que está llevando a cabo no deja de ser una
propaganda –que, por su parte, es un concepto que legitimará los movimientos
vanguardistas y revolucionarios–; propaganda que ha de influir (o así lo pretende él)
tanto en América Latina como en España. ¿Cómo es esto posible? En virtud del
isomorfismo a que hemos aludido en las primeras páginas de este estudio: la estructura
hispánica, en opinión de Rodó, es similar a uno y otro lado del Atlántico, lo que
permitiría que las ideas válidas en el oeste lo sean también en el este. Sobre la
imposibilidad de esto ya hemos reflexionado más arriba: la intelectualidad española (en
líneas generales, y particularmente en el caso de Unamuno) está girada sobre sí misma,
cada autor sobre él, dejando sin efecto esta «obra de acción» que es el Ariel.
La efectividad de Ariel.
Hemos aludido antes a la crítica que Unamuno dedicaba al Ariel de Rodó. Sin
embargo, hay un hecho notorio que no debemos dejar que se nos pase por alto: siendo
verdad que el texto carece de cierta originalidad, que está notoriamente marcado por
18
Esta preocupación la encontramos, como es bien sabido, en multitud de obras del genial autor. Así, por
ejemplo, en Miguel de UNAMUNO, Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos,
Alianza, Madrid, 2005.
10
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autores franceses anteriores, etc., su importancia histórica es absolutamente manifiesta –
prueba de lo cual es que se sigue estudiando no sólo en las universidades
latinoamericanas, sino también en las españolas e, incluso en las estadounidenses
(aunque sea para criticar, como ocurre en el caso de John Beverly, el arielismo o, mejor
dicho, el neo-arielismo), etc.
¿A qué se debe el éxito de un libro que una figura de la talla de Unamuno ha
criticado de manera, a nuestro parecer, justificada? Ha triunfado en la medida en que es
un libro estético. Y esto, al menos, en dos sentidos. Por una parte, no se descubre nada
nuevo si se alude a la magnífica prosa de Rodó: no cabe duda de que la inspiración de
Ariel ha surtido el efecto deseado en las palabras de Próspero.
Más importante, a nuestro juicio, es el segundo sentido que podemos dar al
calificativo de estético que hemos asignado al texto. En último término, Ariel se ha
adueñado de ideales estéticos para transformarlos en ideales políticos. Y el propio Rodó
lo deja ver muy claramente, de nuevo, en su intercambio de cartas con Unamuno. Así,
por ejemplo, señala en su carta del 19 de julio de 1903 que «Lo bello nace de la muerte
de lo útil; lo útil se convierte en bello cuando ha caducado su utilidad. Siempre lo pensé
así, y así lo he enseñado en mi cátedra». Este principio estético, probablemente extraído
de la Crítica del juicio kantiana, se ha convertido en Ariel en un principio sociopolítico: aunque es necesario cierto progreso material (así, afirma que «Sin la conquista
de cierto bienestar material es imposible, en las sociedades humanas, el reino del
espíritu»19), éste ha de subordinarse a la idealidad, a la espiritualidad, a lo que la
América Latina tiene que ofrecer frente a la América del Norte utilitarista. Y aún
podemos ir más allá en este giro de lo estético a lo político: ¿acaso no está retomando en
las primeras páginas esa antigua Grecia que Winckelmann (1717-1768) caracterizó
estéticamente como noble sencillez y serena grandeza20 (que Unamuno, por cierto,
reconoció claramente21), con miras a tomarla como espejo político?
No cabe duda: si Ariel ha conseguido fama imperecedera e influencia incalculable
ha sido por su capacidad para llevar principios a la política, haciendo esto estéticamente.
Es así como esta obra se incorpora a una línea que ha de pasar, entre otros, por Ángel
19
José Enrique RODÓ, Ariel, op. cit., p. 215.
Johann Joachim WINCKELMANN, Reflexiones sobre la imitación del arte griego en la pintura y la
escultura, en Alexander Gottlieb BAUMGARTEN et alii, Belleza y verdad, Alba, Barcelona, 1999.
21
Cf. carta de Unamuno a Rodó del 5 de mayo de 1900.
20
11
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Rama (1926-1983) y su ciudad letrada, marcando un antes y un después en el
pensamiento latinoamericano.
El epistolario. Procedencia de los textos.
La correspondencia entre Rodó y Unamuno aquí presentada se compone de un
total de diecinueve cartas y tarjetas (once del autor uruguayo –incluyendo los
borradores– y ocho del español), abarcando los dieciséis años que pasan desde el envío
de la primera, a la que ya hemos aludido, fechada el 20 de marzo de 1900, al de la
última, el 21 de abril de 1916. En ellas reina una cortesía que, no obstante, va creciendo
a lo largo del tiempo. En el desarrollo de esta correspondencia se intercala el envío de
libros de uno a otro autor, a veces mencionándose en los textos; igualmente, Unamuno
escribe en ocasiones sobre Rodó y su obra: sobre el Ariel, por ejemplo, escribe en La
lectura, ya sea realizando un estudio pormenorizado (Año I, núm. 1, Madrid, 1901) o de
manera alusiva (núm. 23, 1902).
La correspondencia se halla en su mayoría en las Obras completas de José
Enrique Rodó, editadas por Emir Rodríguez Monegal, en Aguilar, Madrid, 1957, pp.
1300-1322, de donde proceden, con una sola excepción, las que aquí retomamos. De
dicha obra hay una segunda edición en 1967, aunque sólo se ve alterada la paginación
(ocupando en este caso las pp. 1375-1397), no el contenido de las cartas ni su orden. Por
su parte, Laureano Robles recopiló el Epistolario americano (1890-1936) de Unamuno
(Universidad de Salamanca, Salamanca, 1996), donde se encuentran sus cartas a Rodó,
aunque sin los escritos de éste y con la dificultad que señalábamos en la nota 12: su
dispersión. Así, son cartas escritas a Rodó las que corresponden a los números 22, 29,
34, 41, 47, 52, 59 y 121. Fundamental es la número 5922, fechada en Salamanca el 23 de
mayo de 1904, pues no se encuentra en las Obras completas de Rodó (fue publicada por
Manuel García Blanco: «Dos cartas inéditas de Miguel de Unamuno con una nota sobre
ellas», en Cuadernos de la Cátedra «Miguel de Unamuno», Salamanca, 24 (1976), 5-6),
incorporándola nosotros aquí. No es de extrañar que aparezcan cartas entre estos dos
autores de manera casi fortuita: el propio Unamuno reconoce, en carta del 30 de junio
22
Miguel de UNAMUNO, Epistolario americano (1890-1936), op. cit., pp.183-184.
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Biblioteca SAAVEDRA FAJARDO
de Pensamiento Político Hispánico
Rodolfo Gutiérrez Simón.
Rodó, profeta carismático.
de 1936 a William Berrien, que no logra encontrar las cartas que recibió del autor de
Ariel.23
23
Cf. Epistolario americano (1890-1936), op. cit., pp. 564-565, carta 343.
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Biblioteca SAAVEDRA FAJARDO
de Pensamiento Político Hispánico
Rodolfo Gutiérrez Simón.
Rodó, profeta carismático.
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