Los mochuelos / Enrique de Narváez.

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BIBLIOTECA
LOS
ALDEANA
DE
COLOMBIA
MOCHUELOS
POR
ENRIQUE
DE NARVAEZ
BIBLIOTECA
ALDEANA
DE COLOMBIA
LO~ MOCWUbLO~
POR
ENRIQUE
,
DE
NARVAEZ
SELECCION SAMPER ORTEGA DE
LITERATURA COLOMBIANA
PUBLICACIONES DEL
MINISTERIO DE EDUCACION NACIONAL
Editorial Minerva, S. A
1936
DON ENRIQUE DE NARVAEZ
Con el amanecer de 1860 fue sorprendida la
Confederación Granadina en trance de muerte. La utopía de los legisladores de 1858se derrumbaba estruendosamente; liberales y conservadores empuñan las armas de uno a otro
extremo del país, y el Gran General, en estrecho abrazo con su eterno antagonista, el de
Berruecos, alza el estandarte de las reivindicaciones. Libertad, propIedad y religión son
derrumbadas al empuje del jugueteo de las
Esponsiones, y de la evaporación del ejército
de la legitimidad, y, por sobre el humo de los
combates y la ruina general, se irgue Mosquera, solo ya, porque su rival se quedó tendido
en Subachoque.
El H:Sde juÍio de í86i el ejército invasor rodea en círculo de fuego a Bogotá, y en pocas
horas se adueña de la capital. Las tropas todo
lo arrollan, y, cada casa convertida en fortale-
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za, va rindiéndose ante el vandalismo de los
libertos caucanos. Estratégica para el avance
es la solariega casa que, diagonal a Santa Bárbara, ocupa desde hace años el noble hogar del
coronel don Antonio Rodrigo de Narváez y
Herrera. Silban las balas que van a estrellarse
contra los recios muros coloniales y el fuerte
portalón ahora cerrado y en la paz siempre
abierto, como el corazón de los dueños de casa,
es insul tado en su augusta vej ez por el plomo
de la horda que todo lo invade. Cede la puerta,
y por el amplio corredor, el soleado jardín y
las acogedoras habitaciones, sin perdonar rincón, machete en mano los unos, pistola y sable
los otros, los negros de Mosquera, todo lo destruyen y llegan hasta poner sus manos criminales en la joya más preciada del hogar, la espada que Napoleón hiciera fulgurar en Wagran y que, en hora gloriosa para el linaje de
Narváez, Bourdon de Vatry ofreció al coronel
Juan Salvador con aquellas palabras: 4::Jedésire qu'elle n'appartienne jamais qu'a un homme libre». No perdonan ni los objetos de uso
personal de los niños, que despavoridos se han
refugiado en la huerta, que desde ahora recordarán con terror. Entre tanto, la madre, santa
y fuerte como lo fueron las santafereñas, de-
ENRIQUE DE NARVAEZ-LOS
MOCHUELOS'
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fiende con su cuerpo a su hijito menor. Apenas
año y medio cuenta Enrique. Su apariencia es
débil y enfermiza, y doña Concepción Guerra,
la huérfana del año 28, tocada la imaginación
de tragedia, ya mira el cadalso para su bravo
coronel don Antonio que, a fuer de Narváez,
lucha, como siempre, bravamente por defender su credo político, reñido con el que ostenta
el invasor.
Así la política ruda, brutal, con destellos de
crimen tocó en el espíritu de los hermanos Narváez Guerra, no para provocarles venganza
.sanguinaria, sino para aquilatar en ellos la generosidad ingénita de su corazón, la dulzura
que paliada con su valor personal, hizo de ellos
.ciudadanos únicos, como lo habían sido tres,
cuatro generaciones de su claro apellido «forjadas por el honor, la hidalguía y los merecimientos».
Nacido el padre en las ardientes playas de Jamaica, endulzó con su niñez los años amargos
del ostracismo de sus progenitores, y su cuna se
meció entre el amor intenso por la patria. ausente en apariencia, pero que existía, y libre,
en el corazón de entrambos esposos. Que no
fueron vanos el sacrificio de sus nobles títulos,
de su legendaria fortuna, de su propio hogar
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de Cartagena la Heroica, cuyas murallas y castillos enseñaron al feliz heredero de los condes
de Santa Cruz de La Torre, y a la prima hermana del ilustre conde de Puñonrostro, a convertir su amor a la libertad en fortaleza inexpugnable, que nadie podría jamás arruinar.
Con la herencia paterna corría parejas la
tradición de doña Concepción Guerra Azuola,
no de distinto linaje, como hija de Ramón Nonato Guerra y Casal, el sacrificado a las pasiones personales el año 28, y nieta del gran señor y general de Brigada don Luis Eduardo
de Azuola y Rocha, vicepresidente que fue de
Colombia la grande en 1821. En uno y otro
hogares, Narváez y Guerra, se confundían la
virtud y el señorío, el patriotismo y la generosidad, la inteligencia y el ingenio, el ciaro decir con la familiaridad y sencillez. La república los sorprendió trocadas sus fortunas por mediano pasar, y niños aún, huérfano y huérfana, crecieron y se educaron guiados por el dulce corazón y el alma fuerte de dos viudas: doña Ana de Herrera, gentil y bella y valerosa,
la de manos liliales, y doña María Francisca
Azuola, piedad ardiente, exquisito donaire y
talento insuperable, que supo guiar a más de
una generación santafereña.
ENRIQUE DE 'NARVAEZ-LOS
MOCHUELOS
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El hijo alcanzó elevadas posiciones cual su
cuna lo exigía. Coronel del ejército, rector y
organizador de la escuela de ingenieros, formó
eminentes matemáticos, y luchó siempre, como bueno, en defensa del gobierno de la Nueva Granada. En 1849 unió su suerte a la de
doña Concepción Guerra Azuola, para ser padre de la generación incomparable de los Narváez Guerra, de la que, damas y caballeros,
llenaron los aristocráticos anales de la sociedad
bogotana imprimiendo a ésta esa distinción y
elegancia cortesana, remedo de viejos salones
europeos, y en tos que el lujo y el derroche los
constituían el talento, el buen decir, el elegante
gracejo y las maneras, por hidalgas no afeminadas. Ana y Susana las esposas de los Caros,
Roberto, caballero del ideal, Antoñito y Manuel María, insuperables en su valor, Carmen y
Conchita que fueron lujo social, y Enrique, el
valeroso, el dulce, el incomparable señor de
Narváez.
Modestamente comenzó su vivir. De la escuela de primeras letras pasó al Seminario Conciliar, alternando en sus estudios con el desempeño de delicado empleo en la respetable casa
comercial de los señores de la Torre, que no
tuvieron embargo en confiar al niño los valores
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ALDEANA
DE COLOMBIA
de la Empresa para su cobranza. Su primer
sueldo, y los que tras éste siguieron, llenaron de
alegría su primera juventud, que así él veía fecunda al poder llevar a su madre el fruto de
sus desvelos, para atenuar las dificultades económicas que por entonces pesaban sobre su
hogar.
Quince años cuenta. Tres van corridos en los
claustros del Seminario, cuando «un tiro de
fusil disparado en el Cauca, nos refiere él mismo, repercutip e hizo eco en todos los rincones
del país y fue el toque de guerra, la llamada a
las armas a los respectivos defensores de los
dos partidos políticos que se han venido disputando el predominio del poder, toque de
guerra que hizo poner de pie, aprestarse para
el combate y entrar en él a cuantos formaban
en el uno y el otro de los dos tradicionales bandos contendores».
Narváez sintió la llamada de su sangre, que
tres generaciones de militares le antecedían,
desde aquel mariscal-conde hasta la de su padre el valeroso coronel; y primero en delicada
misión y luégo para no separarse hasta finada
la guerra, fue a formar en las filas del bravo
Escuadrón Urdaneta integrado por muchachos bogotanos, renuevos de sus más nobles fa-
ENRIQUE DE NARVAEZ-LOS
MOCHUELOS
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milias, que trocaron el paso de la contradanza
y el bambuco de los bailes galantes, la destreza en las carreras de caballos y las bulliciosas
Cuadrillas de las fiestas patrias, por el diario
bregar en pos del enemigo, por las jornadas
interminables a través de páramos y sabanas,
de charrascales y fértiles campos, para formar
esa mezcla de arrojo y de galantería, de bondad y de ingenio que brillan, para honor de
Colombia, en las páginas de «Los Mochuelos»
que jamás se borrarán de la memoria bogotana, porque uno de sus hijos, el más noble, supo
darles aliento de inmortalidad.
y allá va Enrique. Caballero en bravo potro de las dehesas sabaneras, modesto en su
indumentaria.
Eusebio Liborio Caro, su hermano político, le arropa con el bayetón inolvidable, para defender al efebo del yerto frío
del anochecer. Bien provistas alforjas, menguadas armas y prevenido el anicete de «Mamá-Viche», remedio infalible para helados y
flojos, pronto alcanzan la primera avanzada,
y, ya en familia, todos son hermanos, llegan a
Soacha al romper los acordes del baile que
Urdaneta, el bravo jefe, y Nariño, el de exquisita gracia, tienen preparado para bautizar a
los nuevos c:Mochuelos.» Cuánto orgullo el de
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Enrique al lucir en aquella noche los más preciados arreos que halló para aquella campaña
del 76. Las botas altas que había usado Roberto en las últimas carreras de caballos.
El espaldarazo de las bellas de Soacha y el
anicete escanciado aquella noche, lo elevaron
a la ansiada categoría de guerrillero. D~pués,
todo fue travesura y valor. Qué bella campesina hace con sus siete compañeras, en el bullanguero carro que llega ya a la venta de la Cantera a jugar travesura incomparable a los soldados enemigos que enamoran a la ventera y
agotan la chicha. Las lindas mujercitas, entre
ruborosas y provocadoras, atienden la demanda de la guarnición, y, trocadas las dulzuras
esperadas por el puño varonil, los bravos «Mochuelos», que todo quieren menos dejarse enamorar, roban víveres y caballos y a rienda suelta y carcajada al aire, vuelven a su campamento cumplido el legendario asalto. ¿Pero, a qué
más anticipar hazañas y diabluras, en todas
las cuales si no el primero no fue el último el
gallardo don Enrique, si el lector espera ansioso oír de labios del protagonista, y con esa
su sencillez que arrebata, referir, uno a uno,
los más bellos jirones de su vida, los que con
más cariño guardó siempre y que así supo re-
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vivir cuando ya su cuerpo minado por la enfermedad se acercaba al término de la pasajera jornada?
4:Entre los recuerdos de mis primeros años
de juventud, entre aquellos que, atravesando,
como rayos de luz, el inmenso espacio formado por el tiempo, vienen del tenue fulgor de
crepúsculos y de auroras que brillaron en el
ya lejano confín de los primeros horizontes de
mi vida, ningunos, quizás, tan impregnados
de perfumes, ningunos tan bulliciosos y alegres, ningunos tal vez, que hayan dejado más
honda huella como los que, al evocarlos la
memoria, me transportan a los campos y sitios que se llamaron «el Mochuelo», y hacen
que vuelva a sentirme al laJo de mis compañeros de armas y de aventuras en aquella revuelta que conmovió al país entero y que,
aunque de resultados desgraciados entonces,
fue precursora de la que cortos años después
transformó a la .nación e implantó en ella la
actual Constitución del 86».
Por lo que la c.;::¡mpañatenía de recuerdos
para amigos y hermanos, por lo que el amor
fraternal y la amistad tenían de parte, porque
no se trataba de él únicamente, por eso trazó,
con deleite, esas páginas, joyero de la patria,
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y ofrenda desinteresada y nobilísima para los
que formaron el Escuadrón Urdaneta, o con
él tuvieron que habérselas en lid sangrienta,
no por eso menos noble.
De risueña indumentaria, de porte señoril y
marcial, acentuadas sus varoniles facciones y
su timbrada voz; ademanes de viril firmeza
y elegancia cortesana, así, la Guerrilla lo devolvió a su hogar. Fuerte en el alma, robusto
el cuerpo y la vida abierta a nuevos horizontes. El estudiante era ya oficial de ejército, era
hombre de la Patria, era joya de su hogar. Su
alma diamantina ganó nuevas facetas, su generosidad ya no tendría rival, su modestia pasaría los límites usados entre humanos, su gratitud por quienes le prestaran algún servicio,
por pequeño que fuese, sería eterna, y, a la
hora de las recompensas se ocultaría, que a él
bastaba la íntima convicción del deber cumplido; y aquella caridad, aprendida o quizás
enseñada a sus camaradas del Mochuelo, seguiría ignorada de todos, porque era bebida del
Libro Sagrado: Que no sepa la mano izquierda
lo que haga la derecha. El mismo huía de sí,
porque, como era justo, temería admirarse. La
disciplina de su vida, la frugalidad de su mesa,
la noble sencillez de su porte, completaron su
ENRIQUE DE NARV AEZ-LOS
MOCHUELOS
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estatura de gran señor. Vivaqueando aquí y
allí, en las horas inolvidables del 76, alternando con nobles y plebeyos, emparejaba con todos,
dignificando a éstos y honrando a sus iguales.
De nuevo la vida urbana, las tertulias caseras de que fue admiración, y, luégo, el amor;
el hogar que formó con dama ilus'tre y linajuda, de ambiente tradicional como el suyo, modelada el alma por la generosa de José María
Quijano Otero su padre, supo doña Virginia
Quijano y Párraga, ser orgullo de su hogar y
de la sociedad bogotana.
Comienza ahora a esbozarse el escritor' el
loco enamorado de su ciudad, que quería grande y progresista, sin mengua de su abolengo
rancio, la que. alimentaba en sus hijos la fe ardiente en Dios, el espíritu varonil. La noble y
leal, la de Luis Eduardo de Azuola y Anita de
Herrera, los abuelos; la de Nariño y los Gutiérrez, lá de Quijanos y Caycedos. De cada casa,
de cada rincón, recoge la leyenda, la tradición,
y la ciudad, cofre de oro, crece ante sus ojos
cuando recuerda aquí nació Nariño, aquí
Rivas, aquí fue la Real Audiencia, y celoso
recoge en páginas llenas de erudición y de
verdad cuanto ha oído de propios y extraños,
sobre cada rincón bogotano. Las primicias de
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esta obra son recogidas con fervor por los directores del «Papel Periódico Ilustrado».
Por esta época comienza su carrera pública
que, en tratándose de don Enrique, bien puede llamarse escondida. De miembro de la Comisión Censara de Cundinamarca, en 1882,
llega hasta el Senado de la República en 1903,
y, en todas partes es el trabajador incansable,
el jefe enérgico y bondadoso, el leal servidor
del gobierno, que huye de l~ publicidad, que
repugna ver su nombre en revistas y periódicos, .porque nada vale, porque de nada sirve,
porque sólo la bondad de los mandatarios que
han querido estimularlo, lo han llevado al desempeño de los más delicados cargos oficiales.
En los años corridos de 1883 a 84 está al
frente de la magna obra de la carretera de
Cambao, como fiscal y administrador de la
Empresa. Pero el militar que hay en él, siente
de nuevo la llamada a las armas y, en pos de
las fuerzas de su gobierno, lucha aquí y allí,
siempre gentil, siempre noble y valeroso. Regresa con el grado de Teniente Coronel, ganado palmo a palmo, y de nuevo trueca la espada por el bufete de oficial mayor de la Gobernación de Cundinamarca, para salir de allí
a la Asamblea en 1888.
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MOCHUELOS
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Más adelante preside la Sección de Telégrafos, <en donde principió con éxito las labores de reglamentación y organización de tan
importante ramo de la Administración Pública». En 1890 pasa al Ministerio de Fomento
como jefe de la sección 2. a y es nombrado secretario del Senado de la República, uno de
cuyos sillones honrará años más tarde.
c:Designadoen el año de 1891, Director General de Correos y Telégrafos Nacionales, se
consagró al desempeño de tan delicado puesto
con interés, inteligencia y actividad recomendables: organizó el servicio, moralizó el desempeño de las funciones de tan complicado mecanismo, amplió en mucho la extensión de las
líneas nacionales, y supo inspirar estímulos y
emulaciones saludables en el personal telegráfico, haciéndose estimar y respetar no obstante su rigidez y su energía para castigar toda irregularidad en el servicio». A tan autorizados conceptos, como quiera que son escritos
por subalternos suyos, muchos años después
de que el señor de Narváez dejó la Dirección
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mo, de uno a otro extremo del país, guardias
avanzadas del progreso nacional, las estaciones telegráficas se multiplicaron, y el pensa-
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miento colombiano, salvando llanuras y torrentes, farallones y montañas inaccesibles,
nieves perpetuas y climas mortíferos, cruza la
República, salva sus fronteras, y, a través de
los mares, el cable llega por primera vez al
propio corazón de la Madre Patria, y hasta
la ciudad cuna del genio de América, como el
mejor tributo que al creador de la Gran Colombia pudo ofrecer el eminente y celoso ciudadano que preside la Dirección de T elégrafoso España recompensa a tan gran servidor
con la Placa de Isabel la Católica, y Venezuela
le ofrece el orgullo del busto del Libertador.
Por primera vez se abren las puertas de los
cargos oficiales a la mujer colombiana, con la
fundación de la Escuela de T elegrafistas, debida a feliz iniciativa del señor de Narváez,
que ofrece a tan leales servidoras noble trabajo que les permite atender a su subsistencia
y a la de sus familiares.
En 1892 su orgullo de bogotano hubo de
regocijarse con la oportunidad que se le presentó de servir ad-honorem a su ciudad, al ser
elegido regidor municipal, cuyo cargo honró
en tres diferentes períodos: 1892-94; 1898-1900
Y 1915-1917.
La Exposición Universal de Chicago, lo lle-
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vó a los Estados Unidos en 1893, como repre:sentante de nuestra patria en unión de su ilustre copartidario don Carlos Martínez Silva.
Pasó a Europa en viaje de estudio, y, a su regreso, visitó la vieja ciudad de sus mayores,
la heroica Cartagena, que infundió su alma
de hierro al linaje de Narváez. Tras breve descanso torna a la Dirección de Telégrafos y alterna en la Asamblea y en el Senado, cuyas
sesiones preside varias veces. Ahora es el General Narváez, pero sólo en los papeles de su
archivo y en los registros del Ministerio de
Guerra.
Sus compatriotas han podido descubrir los
grandes méritos del señor de Narváez; se le
llama a la gobernación de Boyacá, a la legación del Ecuador; se le ofrecen carteras ministeriales, pero él sólo ha querido ser el Director
de Correos y Telégrafos. y aquí termina, en
el Senado de 1903, al que concurren figuras de
selección como Joaquín F. Vélez, Quintero Calderón, Miguel Antonio Caro, Pedro Nel Ospina, Rivas Groot y Gómez Restrepo, la carrera pública dei servidor de Colombia, digno,
por mil títulos, de haber regido los destinos
de la Patria.
Vienen ahora las arduas 1abores financieras,
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que culminan en la fundación del Banco F rancés e 1taliano en Bogotá, a distraer todo el
tiempo del caballero de Narváez; y, pues se
trata de intereses ajenos, no habrá hora de reposo. La poderosa casa francesa de Fould y
Cía. lo ha nombrado su apoderado general y
precisa acrecentar su prestigio. Días de afanoso trabajar se suceden. Su actividad y varonil resistencia olvidan las horas del reposo,
porque así, y sólo así, es como don Enrique sabe servir; díganlo, si no, la guerra de los cien
días, en que no hubo aurora que no lo sorprendiera al pie de la máquina telegráfica, recibiendo y despachando, él mismo, los delicados
mensajes oficiales. Sólo resta tiempo para sus
pobres de San Vicente de Paúl. Más de veinte
años, sin que nadie lo sepa, dirige las activi~
dades de tan benemérita sociedad, hasta que
la enfermedad lo rinde. Para aquélla, para sus
pobres, es el fruto que pueda sacarse de sus
dos libros, la vida del ilustre abuelo coronel
Juan Salvador de Narváez, y las deliciosas páginas de t:Los Mochuelos».
Miradlo llegar a su escritorio de la calle 13.
Son cinco, diez.... los desvalidos que a su
puerta llegan. No necesitan ni siquiera tocar.
El los adivina, y sin esperar que de sus escuá-
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MOCHUELOS
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lidos labios brote la súplica, ya la mano generosa del gran señor ha deslizado delicadamente la moneda que dará nueva vida, que salvará un hogar! -Dad cuanto tengáis; que ninguno se acerque a vosotros sin que obtenga
consuelo, son las pa1é:~bras
que dice a sus hijos.
¡Evitad al pobre la pesadumbre de pedir!
En 1926, doblegada su salud, deja por única y última vez su escritorio, sus calles bogotanas, su casa de Santa Bárbara, donde nació,
y en cuyo hermoso patio brilla el sol y perfuman las delicadas flores, y en la discreta penumbra de las habitaciones las reliquias familiares cariñosamente conservadas, los vÍvidos colores de las miniaturas, los af.íejosiniolios que constituyen la segunda vida, la más
cara de este memorioso caballero, la vida de
los recuerdos, para ir en busca de salud a veraniega estación.
Allí todo es paz. Hermanada su alma con
ambiente tan puro y fecundo; perfumada la
brisa por el exquisito jazmín, tocado el paisaje
pur
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!Os VIVUS(';UIur~ Ut:l (,;aIIIUUIUy
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lustroso de la vegetación, oyendo de lejos la
canci6n del -agua pura, el repiqueteo de la cigarra, la alegría del vivir, en alas de los vientos, llegan a su oído recuerdos de niñez y
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juventud. De nuevo comienza su vida; el hogar paterno, después su propio hogar ensombrecido por la ausencia eterna de los seres queridos, «recuerdos, unos, que hacen aletear el
corazón, y otros, los más, que empapan de lágrimas los ojos y amargura el alma .... »
Tras éstos, los tiempos heroicos. Erguida
muy alto, surgió al conjuro del recuerdo la
varonil y bella y noble figura del Coronel Juan
Salvador, cuya vida recogió en precioso volumen en el que no se sabe qué admirar más, si
la elegante sencillez del estilo, o el dominio de
la historia nacional, y que fue una revelación
al encontrar en esas páginas la maestría de un
veterano historiador y de un delicioso narrador. Después, vinieron «Los ~10chuelos», los
recuerdos más caros de su juventud, al que debían seguirle las biografías del mariscal de campo de los reales ejércitos, don Antonio de Narváez y la Torre, Conde de Santa Cruz de la
Torre, del coronel don Antonio R. de Narváez
y Herrera y del general de Brigada don Luis
Eduardo de Azuola y Rocha.
La jornada estaba ya cumplida. Se sucedieron días de amargura infinita; dominado por
el dolor, no se oye una queja; todo lo espera
de la Eterna Bondad. Aguardó impasible has-
ENRIQUE DE NARVAEZ-LOS
MOCHUELOS
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ta el caer de la tarde del 12 de diciembre de
1929, en que su espíritu voló al lugar de las
eternas recompensas.
En Bogotá, a los doce días del mes de diciembre de 1934, al cumplirse el primer lustro
de la muerte de don Enrique de Narváez Guerra.
GUlLLERM'O HERNANDEZ DE ALBA
LOS
MOCHUELOS
POR
ENRIQUE
DE NARVAEZ
recuerdos son músicas que vienen
en alas de los vientos.
las músicas cercanas nunca tienen
tan mágicos acentos.~
·LeJ8
(Versos de F. A. Gutiérrez.)
A semejanza de ese atrayente rincón, medio
oculto entre el ramaje del bosquesillo y flores
de los jardines que circundan y adornan el hotel, rincón que desde donde escribo alcanzo a
dominar con la vista, y en el que entremezclados crecen y fructifican árboles y plantas de
distintas regiones: el manzano y el durazno de
las tierras altas, al lado del mango y del hicaco de la tierra caliente; el sauce y el nogal;
oriundos de las regiones donde imperan las
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nle01as, JunLO a la palma ue coco y a la lronuo-
sa ceiba, que dan sombra y frescura en las zonas de los calores tropicales, así, en esa misma
fraternal confusión, viven en "mi corazón, y allí
florecen y dan imperecedero perfume, recuer-
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DE COLOMBIA
dos de mi lejana niñez, recuerdos de mi adolescencia y de mi juventud, recuerdos, unos,
que traen la risa a mis labios; otros, que hacen aletear el corazón, y otros, los más, que
empapan de lágrimas mis ojos y de amargura
mi alma ....
Entre los recuerdos de mis primeros años
de juventud, entre aquellos que, atravesando,
como rayos de luz, el inmenso espacio forma~
do por el tiempo, vienen del tenue fulgor de
crepúsculos y de auroras que brillaron en el ya
lejano confín de los primeros horizontes de mi
vida, ningunos, quizás, tan impregnados de
perfumes, ningunos tan bulliciosos y alegres,
ningunos, tal vez, que hayan dej ado más hon~
da huella como los que, al evocados la memoria, me trasportan a los campos y sitios que
se llamaron El Mochuelo, y hacen que vuelva
a sentirme al lado de mis compañeros de armas y de aventuras en aquella revuelta que
conmovió al país entero y que, aunque de resultados desgraciados entonces, fue precursora de la que cortos años después trasformó a
]a nación e implantó en ella la actual consti~
tución del 86.
Sin pretender ni querer meterme con la historia, lo que me forzaría, sin ser ese mi propó-
ENRIQUE DE NARV AEZ-LOS MOCHUELOS
29
sito ni mi objeto, a hablar de los antecedentes,
de las consecuencias y de los pormenores de
aquella revolución política-deseo tan sólo,
.al emprender este trabajo, trasladar del corazón, en donde están grabados con caracteres
imborrables, y registrados en estas pobres páginas, como tributo de cariño a su memoria,
nombres propios, y también anecdóticos sucesos; encuentros militares y, para mí, atrayentes escenas, aunque seguramente todo esto tan
sólo tendrá interés y atractivo-caso no me
rinda la incompetencia ni me falte el inusitado brío que hoy me asalta-para los contadísimas sobrevivientes de lo que fue el Escuadrón
Urdaneta, o sea lo que en ese entonces llamaban todos la Guerrilla del Mochuelo, de la cual
hice parte, como el último y menos meritorio
de los soldados que formaron aquel glorioso y
renombrado escuadrón.
Un tiro de fusil disparado en el Cauca, el primero que sonó en esa cruenta revolución, repercutió e hizo eco en todos los rincones del
país y Íue d LU4ut: de guerra, la llamada a las
armas a los respectivos defensores de los dos
partidos políticos que se han venido disputando el predominio del poder; toque de guerra que
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hizo poner en pie, aprestarse para el combate y
entrar en él a cuantos formaban en el uno y el
otro de los dos tradicionales bandos contendores.
De ese modo la juventud de Bogotá, esa ardorosa y noble juventud que no había tenido
hasta entonces otro campo de disputa que el
de la galantería y la gentileza en los salones
de la sociedad; el del ingenio y espiritualidad
en atrayentes círculos sociales; el de la destreza en las carreras de caballos, en las bulliciosas y alegres cuadrillas con que se festejaban
en las plazas nuestras fiestas patrias, o bien
el de la habilidad y resistencia en la esgrima,
la gimnasia, el base-ball y otros entretenimientos análogos, Itoda esa juventud, repito, parti, ,
, , d e1 entusiasmo
.
1 '1'
CIpOY
se contam1I10
De ICO que
se había apoderado del país entero, y los que
habían sido compañeros íntimos en esas lides
se separaron, sin rencor ni odio, y más bien
entre abrazos de sincero cariño para ir, los
unos, a acrecentar las huestes del gobierno,
formando aguerridos batallones, y los otros,
abandonando ciudad y hogares, para ir a distintos lugares y en ellos improvisar núcleos de
defensa de la revolución,'
Aun cuando el papel que desempeñé yo entonces fue, como de ordinario lo ha sido en to-
ENRIQUE DE NARVAEZ-LOS
MOCHUELOS
81
do tiempo, muy secundario y sin importancia,
tendré forzosamente que hablar de mí más de
una vez al hacer el recuerdo de la vida de campaña y peripecias que compartí con mis hermanos y mis otros compañeros de la guerrilla
del Mochuelo, bien que cuidaré, a ese respecto,
de ser lo menos empalagoso posible.
*
* *
Aún no salido del colegio pero ya sirviendo
como dependiente en la casa de comercio de
un acaudalado caballero; sugestionado por el
sentimiento bélico que agitaba los ánimos de
todos mis amigos, y estimulado por el atrayente, irresistible ejemplo de mis dos hermanos,
Antoñito, primero, y luégo Manuel María (Roberto vivía entonces en los Estados Unidos),
quienes, abandonando familia y quehaceres, partieron a formar como soldados en las filas de la
revolución, resolví ir a reunírmeles y a compartir con ellos la misma suerte en el Mochuelo.
Pocos días antes de satisfacer mi propósito,
Julio Briceño Fernández, mi buen amigo J ulio.
,
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Emigdio, supo, por un posta venido ocultamente del campamento con pliegos para Luis
León Oorge Holguín), presidente del directo-
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BIBLIOTECA ALDEANA DE ·COLOMBIA
rio conservador, que los Briceños sus hermanos, y otros cuantos jefes y partidarios se hallaban reunidos en las cercanías de la ciudad,
del lado sur, organizándose para seguir prontamente a hacer la guerra en los estados del
norte del país. Enterados de la noticia, resolvimos, in continenti, Julio y yo, salir de Bogotá y, guiados por los informes e itinerario
que nos facilitó el posta, ir a visitar a aquellos
amigos, llevándoles correspondencia del directorio y noticias de sus respectivas familias.
Con nuestra acostumbrada indumentaria
urbana, con el disimulo y sigilo requeridos, sacando el cuerpo a las patrullas y destacamentos, que eran el terror de los que se aventuraban, sin pasaporte, a abandonar la ciudad, emprendimos camino, a pie, al comenzar a declinar el sol de una nebulosa tarde de noviembre.
Saltando aquí una tapia; más allá esquivando una vivienda; siguiendo, ya los laberintos
formados por los altos barrancales de los alrededores de Fucha, o ya la sombra de los salvios
de las orillas del Tunjuelo, fuimos detenidos,
en una encrucijada, por una oculta avanzada
revolucionaria, la que, después de reconocernos con grandes dificultades, nos condujo a un
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MOCHUELOS
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cercano caserío pajizo, a donde llegámos, rendidos de cansancio, ya entrada la noche.
Todo allí era animación y bullicio. En esas
rústicas viviendas, o bajo toldas, unos jugando
naipe, otros discutiendo, otros leyendo o escribiendo, todos alegres y contentos, nos encontrámos en presencia de los prestigiosos Manuel Briceño, Alejandro Posada, Lázaro María
Pérez, José María Samper, Carlos MartÍnez
Silva, Juan N. Valderrama, Simón Hernández
y otros varios jefes. Una o dos centenas de entusiastas partidarios, armados de contados rifles, y en lo general de escopetas, revólveres,
machetes o lanzas, se organizaban militarmente al derredor de aquéllos.
La casa o casas que albergaban a aquellos
servidores de la causa conservadora se llamaban, y creo que se llaman hoy, El Mochuelo,
y allí fue redactado y dado a la publicidad, fechándolo en ese sitio de El Mochuelo, el famoso manifiesto o proclama de guerra, haciendo
conocer los motivos de ésta y llamando a secundarIa a todos los copartidarios, manifiesto
o proclama que llevó al pie las firmas del general Alejandro Posada, como presidente provisorio de Cundinamarca, y la de varios de los
citados prohombre.s del partido. Lanzado que
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fue tal manifiesto, todos ellos, así como lastropas allí reunidas y las muchas más que luégo
se agregaron, emprendieron en seguida su marcha para los estados del norte, donde luégo
combatieron abnegada y heroicamente, aunque con resultados desgraciados a la larga.
El patriota y prestigioso Carlos M. Urdaneta, que ofrendó a la revolución cuanto tenía,
pero que se denegó a hacer parte de la expedición al norte, quedando encargado por aquel
núcleo de jefes de mantener en armas la región
cuyo centro era Soacha, a 20 kilómetros de
Bogotá, donde él se había pronunciado acompañado de un puñado de valientes, se dedicó,
desde el primer momento, a organizar en Soacha y sus cercanías el escuadrón Urda neta (que
primeramente se llamó Arboleda), a cuya cabeza se puso; el escuadrón Ardila, primeramente llamado Serrezuela, comandado por Juan
Ardila; el escuadrón Díaz, comandado por
Anastasio Díaz y José María T arquino, escuadrones de los cuales ninguno llegó a tener nunca más de 25 a 30 soldados, y algunos grupos
de gente de a pie que, de ordinario, en los combates conducía el arrojado Ignacio Sánchez,
quien en tales días peleaba y alentaba a toda
ENRIQUE DE NARVAEZ-LOS MOCHUELOS
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clase de compañeros combatientes, en su calidad de cléri~o suelto.
El cuartel de esas contadas pero selectísimas tropas lo tenía Urdaneta en Soacha, Basa,
o en las haciendas de Canoas (propiedad de
Urdaneta), El Vínculo, Tequendama, según
fuera el campo donde las fuerzas del gobierno
que iban a combatir a aquéllas establecieran el
suyo, y el radio de acción de tales tropas se extendía a todos esos sitios, a los páramos contiguos, extendiendo sus incursiones a Fusagasugá, al centro de la sabana, y hasta a las calles
de la capital, adonde, más de una vez, por vía
de peligrosísimo pasatiempo, llegaron algunos
del escuadrón Urdaneta.
El hecho de haber tenido lugar en el sitio llamado El Mochuelo el pronunciamiento revolucionario de que he hablado, y el de haber sido fechado allí el manifiesto de Posada y sus
compañeros, fueron causa y origen de que el
gobierno y todo el mundo designasen entonces con el nombre de Los Mochuelos a las fuer7:~S de qLle qt.tedó siendo único jefe. el coral-lel
Urdaneta, y en especial a los que, como soldados, formaron el escuadrón que llevó el nombre de ese patriota.
Julio Briceño y yo, después de gozar la sa-
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tisfacción de estar en un campamento formado de amigos y de recibir de éstos pruebas de
afectuoso cariño, nos separámos de su lado y
regresámos a nuestras casas de Bogotá al anochecer del día siguiente, a cumplir diferentes
comisiones políticas que nos encomendaron
Briceño y Posada.
He contado todo lo que precede con el único
y exclusivo objeto de hacer conocer el origen
y causa del histórico nombre de Los Mochuelos.
Antoñito mi hermano fue el primero de nosotros que, lleno de entusiasmo, se marchó de
casa a unirse al coronel Urdaneta y a ayudarle
eficazmente en su pronunciamiento y en el levantamiento y organización de soldados. Antoñito, al decir de íos compañeros, fue en todo
momento el alma y uno de los más brillantes
y valerosos exponentes de Los Mochuelos.
En seguida se fue Manuel María, junto con
Bernardo Pizano Elbers. Puestos éstos de
acuerdo con Antoñito, en lo tocante a la salida de Bogotá y en que la partida se efectuaría
de la en ese entonces retirada y aislada quinta
de ningunaparte, habitada por Pedro Gómez
Acevedo (Perucho Gómez, después mochuelo)
y su generosa familia, Antoñito les envió sigi-
ENRIQUE DE NARVAEZ-LOS
MOCHUELOS
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losamente a su ordenanza Daniel Velandia llevándoles dos muy buenos caballos, uno de ellos,
El Euro, que había dado varias veces el triunfo a Roberto y al mismo Antoñito en las carreras de caballos de Puente Aranda y La Magdalena, y en el que montó ese día Manuel
María.
En bien aperadas monturas, llevando en
las maletas algunas ropas y otros agregados,
provisto cada cual de revólver y lanza, salieron
de la quinta y emprendieron camino, bulliciosos y alegres, cuando la luz de la mañana empezaba a vislumbrarse sobre las cimas de Monserrate y Guadalupe.
Como al pasar por La Estanzuela observasen que unos pocos soldados del destacamento
cercano estaban recogiendo en los potreros y
conduciendo a las corralejas los caballos de
uno de los escuadrones del gobierno, Manuel
María y Bernardo resolvieron abrir las puertas del potrero, entrar y arrear hacia Soacha
todo cuanto encontrasen por delante. Hiciéronlo así sin perder un momento, de modo que
cuando los sorprendidos soldados cayeron en
la cuenta de lo que les pasaba y dieron la voz
de alarma, y con sus compañeros procedieron
a hacer uso de sus carabinas contra los tres in-
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vasores y raptores, ya éstos se perdían a lo lejos entre las nubes de polvo que levantaba la
brigada en su vertiginosa carrera hacia Soacha.
Antoñito y unos compañeros aguardábanlos en Puente de Basa, desde donde, festej ando la aventura entre vivas y aplausos, fueron
conducidos a Soacha. Allí Manuel María y
Bernardo se presentaron al coronel Urdaneta
y le ofrecieron, como recuerdo de la incorporación a su escuadrón, los caballos que, hasta
la mañana de ese día, estaban sirviendo en Bogotá a uno de los escuadrones de la caballería
del gobierno.
Como la situación en Bogotá, por efecto de
la falta de libertad para transitar, etc., no obstante el pago de la exigida exención del servicio militar, se hacía cada día más difícil y desagradable, y en particular para quien, como
yo, tenía ya dos hermanos en la revolución,
acordé con mi otro buen hermano Eusebio L.
Caro (el nobilísimo y valeroso cabo Caro), partir ambos, sin demora, a reunimos a aquéllos;
pero como la vigilancia en los suburbios, para
impedir la salida furtiva de la ciudad era muy
rigurosa, determinámos fijar, no ya la quinta
de ningunaparte, entonces muy vigilada, sino
ENRIQUE DEi NARVAEZ-LOS MOCHUELOS
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la casa de La Fragiiita, cerca de Los Alisos,
para reunir allí nuestro reducido avío de campaña y para emprender a caballo nuestro viaje a las taldas de Los Mochuelos, lo que, venciendo mil dificultades, pudimos al fin ejecutar una noche destemplada, gracias a los eficaces servicios que nos prestó nuestro copartidario doctor Juan García y Va1enzuela, que habitaba la casa de La Fraguita.
Recuerdo que Eusebio llevaba como arreos
militares dos caballos de su propiedad, en los
cuales partímos, los que, más tarde, nos sirvieron mucho en cierta ocasión en que tuvimos
que hacer una correría por el páramo, adelante
de los Alcanfores y del escuadrón de caballería
del coronel Ignacio Soto. Llevaba también Eusebio un rifle con escasa provisión de cápsulas,
los cojinetes repletos de chocolate, hecho en la
casa, bizcochos, cigarrillos, etc., que las bondadosas manos de mi hermana Susana habían
colocado allí, provisiones a las cuales agregué
yo una botella de inocente anisete que, cuando
fui a despedirme, colocó disimuladamente en
mi bolsillo Mamá- Viche (Encarnación Azuola,
hija del ilustre don Luis Eduardo), como remedio hecho por ella misma contra las inclemencias del frío y del .... miedo, según decía
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BIBLIOTECA
ALDEANA
DE COLOMBIA
ella sonriendo. Igualmente llevaba Eusebio un
famoso bayetón que, él siempre bueno y cariñoso, me obligó a ponerme al salir de La F ragLJita, como defensa contra la llovizna y frío
de esa inolvidable noche.
Más tarde, en nuestras noches de servicio en
Soacha o en los páramos, la experiencia y el
frío me confirmaron la creencia de que un bayetón era la prenda y el arreo militar más precioso, más útil y más codiciado para un guerrillero. Bien me acuerdo, al través de los años,
de ese famoso bayetón de Eusebio y de los amplios y sabrosos de Bernardo Pizano, de Isaac
Pulido y de Roberto Quijano (que eran de los
contadÍsimos mochuelos que poseían tan preciada prenda), pues que a su protector abrigo,
más de una vez dormí al lado de esos queridos
compañeros, sobre mullido lecho de hojas de
oloroso frailejón, en las frías y lluviosas noches pasadas en el páramo.
Tarde llegámos Eusebio y yo a nuestra primera avanzada, y luégo a Soacha, acompañados ya por mis hermanos, por Isaac, por los
Quijanos, Heliodoro Ospina y Juan Mac'Allister, donde, en el salón de la escuela, encontrámos al coronel Urdaneta, al mayor Nariño y a
los demás mochuelos, y, todos reunidos, segui-
ENRIQUE DE NARVAEZ-LOS
MOCHUELOS
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mas tomando parte en el alegre baile que aquéllos, como de costumbre, habían ya comenzado con las principales señoritas de la población,
y en el cual pude yo lucir, por primera vez, las
flamantes botas altas que había usado Roberto mi hermano en las últimas carreras de cabal1os, y que constituían uno de mis más preciados arreos en esa campaña a que daba yo
principio.
El personal o lista de Los Mochuelos, cuyo
jefe único 10fue el coronel Carlos M. Urdaneta,
quien en las subsiguientes guerras alcanzó el
grado de general en jefe, está formado por los
siguientes nombres, la generalidad de jóvenes
de distinguidas familias:
ESCUADRON
URDANETA
Comandante, coronel Urdaneta.
Mayor, segundo jefe, Antonio María Nariño (más tarde general).
Capitán, doctor Heliodoro Ospina Lobo Guerrero (después coronel).
Ayudante-secretaria-abanderado, Antonio de
Narváez Guerra (después general).
Cabo único, Eusebio L. Caro (más tarde coronel).
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SOLDADOS
DEL ESr.UADRON
J ustino Arroyo.
Román Arrubla.
Teodomiro Botero (antioqueño, Boterito José).
Isidro Calderón (más tarde coronel).
Enrique Cheyne Fajardo (hijo del doctor
Cheyne) .
Antonio María Díaz A.
Federico Díaz A.
Pedro Duque (más tarde coronel).
Eugenio Escallón Caicedo (adjunto del coronel Urdaneta) .
Estanislao Franco (Franquito 'osé).
Pedro Gómez Acevedo (Perucho).
AdolÍo Lecouvreux (más tarde coronel).
Juan Mac'Allister S. (más tarde general de
los liberales).
Manuel María de Narváez Guerra (más tarde general).
Enrique de Narváez Guerra.
Heliodoro Pieschacón (más tarde coronel).
Bernardo Pizano Elbers (más tarde coronel).
Abraham Pulido (muerto, combatiendo en
Mochuelo) .
Ignacio Pulido J. (más tarde coronel).
Isaac Pulido J. (más tarde general).
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MOCHUELOS
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Roberto Quijano Otero (más tarde general).
Alberto Quijano Párraga.
Pedro Aldemar Sánchez (más tarde general).
Manuel José Tovar (el previsivo Tovar).
Manuel Troyano.
Ricardo Umaña.
Eduardo Urdaneta (Portas).
Honran también esta lista los nombres de
los siguientes meritísimos servidores que, al incorporarse sucesivamente a la guerrilla, quisieron que se les considerase siempre como soldados del escuadrón Urdaneta .
Doctor Joaquín Martínez Escobar.
Coronel Aureliano González Toledo (El catire González).
Lucio C. Moreno (después general).
Lisandro Suárez H. (después general).
Fueron también mochuelos:
Juan Ardila (jefe del escuadrón Ardila, des-pués general).
Anastasio Díaz A. (jefe del escuadrón Díaz,
después general) .
José María Tarquino (segundo dd Díaz,
después coronel).
Abelardo Angulo (Mundo de yo, después coronel).
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Ignacio Sánchez (Clérigo suelto, después general) .
Jesús Vargas (Clérigo suelto, después coronel).
David Arévalo (Clérigo suelto).
Comandante Severo Berrío.
Valentín Hidalgo (después capitán).
Víctor Ospina (después capitán).
Sin contar, desde luego, el valiente personal
de segundo orden, de caballería y de infantería, que compartió con nosotros los demás, las
penalidades y fatigas de la campaña y que propendió, en toda ocasión, con abnegación y denuedo sin iguales, a dar, con las victorias, renombre y fama a los mochuelos.
Quizás no esté de más anotar que ese renombre y fama de que gozó El Mochuelo, fue tan
reconocido"y efectivo durante largo tiempo después de aquel en que tal nombre sonó por primera vez, que no faltan casos de que copartidarios, deseosos sin duda de acrecentar los méritos
de su hoja de servicios militares, se convirtiesen de improviso en guerrilleros del Mochuelo
y contasen proezas y hechos de armas interesantísimos, que su caprichosa imaginación les
sugería haber sido ejecutados por ellos en persona, en aquellos campos. Llegó el caso, a mí
me consta, de que alguno de esos autoprotago-
ENRIQUE DE "NARV AEZ-LOS
MOCHUELOS
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nistas a que me refiero, relatase, ante numero-
sa reunión en que predominaba el sexo femenino (reunión en la que también se hallaba un
mochuelo legítimo, desconocido del otro) acciones emocionantes de su vida de mochuelo,
mientras que el mochuelo legítimo, por no lastimar la vanidad del cuentista, ni hacerlo avergonzar públicamente, guardaba generoso silencio, hasta que, ya en privado y sin testigos,
lo hizo despertar de su sueño imaginario.
Esto me hace recordar ahora que una vez
en que Roberto mi hermano encontrábase en
alguna reunión social, como a la que he aludido,. un petulante jovencito, de esos de canotier
y monóculo, que llaman la atención por su talento, su ilustración y su espiritualidad (conste que me refiero al talento, ilustración y espiritualidad del jovencito y no a los del común
de la gente) se dirigió a Roberto, que lo oía y
soportaba pacientemente desde un rincón, y
donosamente le preguntó (acordándose posiblemente de la primera lección del Ollendorf):
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-Yo sí, contestó Roberto; ¿y usted? ...
-y dijo esto con tanta gracia y burlesca intención, que el interpelante, entre un coro de risas, calló como mudo y luégo ocultóse....
46
BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
Estando el escuadrón Urdaneta formado, en
lo general, por jóvenes pundonorosos y desinteresados, todos expertísimos jinetes y hábiles
tiradores, caballeros sin miedo y sin tacha, los
hechos y aventuras de que fueron actores tuvieron algo que hace recordar los rasgos caballerescos que se encuentran relatados en las
leyendas de la espada y de la trova de épocas
ya remotas, y que serían interesante terna para escribir una atrayente y muy entretenida
historia de ellos. Desgraciadamente murió ha
ya muchos años Antoñito, mi hermano, quien,
por su inteligencia e ingenio hubiera podido
relatar, quizás mejor que otro alguno, la historia del escuadrón; trabajo que él sí ideó, pero del cual tan sólo llegó a escribir, aparte de
contadas poéticas y románticas más bien que
históricas páginas, unos dos capítulos que tratan de los antecedentes y principios de esa guerra de 1876-77, publicados en el periódico ilustrado llamado El Mochuelo. No habiendo habido quién reemplazara a Antoñito en su propósito, y desaparecidos luégo, uno a uno, los
compañeros que hubieran podido o querido
hacerla, el recuerdo de todos aquellos hechos
de armas, de todos esos sucesos y de todas esas
caballerescas aventuras va cada día extinguién-
ENRIQUE DE NARV AEZ-LOS
MOCHUELOS
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dose y acabará, seguramente, de extinguirse
por completo, lo que, a la juventud de todos
los tiempos, privará de ejemplos de 'patriotismo, de desinterés y de hidalguía que bien merecieran imitarse, aun lejos del vivac del campamento.
No sintiéndome yo ni capaz, ni con ánimo
de reemplazar en aquella noble misión a mis
compañeros de Mochuelo, ¿por qué me he puesto a escribir estas páginas? ¿Por qué, sugestionado tan sólo por los afectuosos recuerdos que
vagan por el Mar Muerto de mi memoria, me
he sentado, de cuando en cuando, a dejar correr la máquina de escribir, línea a línea, y sin
bríos, para adelantar estas desapacibles páginas sin atractivo ni interés alguno? ¿Por qué?,..
Yo mismo me lo he preguntado más de una
vez, y como nunca hallo respuesta, veo que
tan sólo tengo por excusa y por único móvil de
mi infructuosa e ignorada labor, el perdonable
egoísmo de buscar y de hallar una inocente distracción en las melancólicas tristezas del anochecer de mi './ida... ,
Y, siguiendo el mismo tema, hay ocasiones
-desde que por entretener el tiempo me he
ocupado en borrajear estas páginas-en que
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BIBLIOTECA
ALDEANA
DE COLOMBIA
de tal manera se atropellan en mi memoria los
recuerdos de esa época lejana del Mochuelo,
que bien quisiera, realmente, saber expresarme y poder. consagrar a cada uno de mis compañeros de entonces un capítulo especial, para
contar en él los hechos de audacia y valentía de
cada cual; los detalles de sus generosas acciones en privado; de sus entretenidas ocurrencias, que eran la salsa y sal de ese permanente
banquete de amistosa y franca cordialidad;
de las bondades que a mí, el último de todos,
me prodigaron, enseñándome, como me enseñaron con su ejemplo, con su modo de ser, lo
que es la caballerosidad y el pundonor, lo que
es la abnegación y el cumplimiento del deber.
La vida al lado de esos mis compañeros de Mochuelo fue una permanente reunión de afectuosos hermanos, en que no había ni mío ni
tuyo, porque todo era de todos; en que todo
se agitaba y se movía a impulso de unos mismos sentimientos; en que en todo imperaba la
hidalguía, la delicadeza, el desinterés y la sinceridad.
Al evocarlos mi memoria, están ahora, aquí
a mi lado, sonrientes, cariñosos y buenos, como lo fueron siempre, mis hermanos Antoñito,
Manuel María y Eusebio, siempre privándose
ENRIQUE DE NARVAEZ-LOS
MOCHUELOS
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de todo para hacérmelo gozar a mí en mayor
abundancia; aquí a mi lado, están Bernardo,
Isaac e Isidro, mis íntimos y constantes com"
... tnstezas y
paneros, que compartlan
conmIgo
alegrías y todo cuanto ellos tres tenían; aquí
están a mi lado Roberto y Alberto Quijano,
sólo bondad y corazón para conmigo; Pedro
Aldemar Sánchez, Ignacio Pulido, ]ustino Arroyo, modelos de abnegación y valentía; el coronel Urdaneta, el mayor Nariño, el capitán
Ospina que, con sus actos de desprendimiento
y valor, su generosidad y energía, y aquella su
ingénita gentileza, se ganaron el cariño, la entusiasta adhesión y la general admiración de
cuantos lo rodeaban.
Aun oigo las unánimes y estruendosas carcajadas que estallaban en nuestras diarias reuniones, cuando Nariño, el catire González, Antoñito u otro, dejaba escapar, del morral de su
inagotable ingenio, algún chiste, siempre espiritual y siempre oportuno, con que ellos sabían
hacer conservar inalterables la alegría, el buen
humor y la cordialidad entre todos. Aun me
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Uribe y de Heliodoro, cuando, acompañados
del tiple y la guitarra, y haciéndoles segundo
otros cantores, nos postraban a todos de nos-
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BffiLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
talgia o de entusiasmo con sus melancólicos o
sus alegres bambucos, cantados a la luz de los
astros o a la luz de las hogueras en alguno de
nuestros campamentos.
Aun pasan por delante del telón de mi memoria nuestros fieles y sufridos ordenanzas, y
Virginia y Matilde, Clemencia y Choma, Porrosia y Repollito, todas buenas, todas generosas y desinteresadas, pródigas en servimos
y en tratar de reemplazar en algo los cuidados
a que nuestras madres y hermanas nos tenían
habituados.
Aun veo también a mi lado, evocados por la
magia del recuerdo, a cada uno de mis otros
compañeros de ese tiempo-la
generalidad de
ellos ya más allá de las playas de la vida-y a
ellos y a todos los mochuelos les estrecho ahora las manos y quisiera abrazarlos como en
esos felices tiempos que están ya tan lejanos.
Siendo del todo imposible relatar las muchas aventuras y peripecias ocurridas en El
Mochuelo, vaya tratar de contar, lacónicamente, prescindiendo de método, de orden cronológico ni de ninguna clase, algunas de las que
me vaya acordando, que serán muestra y darán una idea de lo que fue esa época de Los
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MOCHUELOS
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Mochuelos, en que el arrojo y la energía se
unían a la benevolencia y la indulgencía; las
fatigas e inclemencias de la campaña a la diversión, el buen humor y la algazara permanentes; las satisfacciones y entusiasmos del
triunfo a la hidalga generosidad con el vencido; los reveses y las penalidades a la paciente,
silenciosa resignación de las almas bien templadas.
Arriba anoté los nombres de algunos compañeros que, sin ser soldados del escuadrón Urdaneta, se consideraban y eran en efecto considerados por todos como parte integrante de él.
Vaya hablar de algunos de ellos, mientras
me ocupo de los hechos y aventuras de todo
el escuadrón:
Lisandro Suárez H. era un valiente. Vino del
Tolima, donde la revolución lo sorprendió luchando a brazo partido en las selvas y en los
valles de las regiones de tierra adentro, con cuyos ariscos moradores venía compartiendo como amigo las fatigas de ruda labor agrícola,
llegando, tal parecía, a asimilarse a ellos en SIl
recia contextura física, y hasta en los rasgos
f]sonómicos que distinguen a aquéllos. Alejado de allí, y después de asistir a diversos hechos de armas en favor de la revolución al lado
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de los generales Cuervo y Casabianca, según
supimos, llegó a nuestro campamento en uno
de los últimos meses de la guerra.
Amplio sombrero jipijapa, en el que se veía
resaltar la distintiva divisa azul de los revolucionarios; blusa larga de bayeta color canela;
pantalones de manta blanca, casi del todo ocultos por altísimas polainas; largo sable al cinto;
una lanza en la mano, y montado en un robusto macho bayo, en que había hecho su larga correría, llegó donde nosotros afable, bondadoso y servicial, ganándose por ello, desde
el primer momento, las simpatías y el cariño
de todos.
Tres días después de llegar a Soacha él ofrecer sus servicios al coronel Urdaneta, tuvo un
encuentro una parte de nuestro escuadrón en
los llanos del Vínculo con fuerzas del gobierno.
Peleando desde temprano, un grupo aquí,
más allá otro, por el acostumbrado sistema de
guerrilla, hacia la tarde, los que combatíamos,
sin decisivo resultado para los unos ni los otros
en las faldas de las colinas, vimos sorprendidos e inquietos destacarse y salir a lo limpio
del llano al capitán Suárez, con su sable en la
diestra, desafiando a voces, como en tiempos
medioevales, al comandante de la compañía
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MOCHUELOS
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enemiga con la cual nos tiroteábamos, a que se
adelantase como él y entrasen en singular
combate.
Suspendido de pronto el tiroteo, la sorpresa
aumentó al ver que, contestando al reto, presuroso salía de las filas contrarias y se encaminaba hacia Suárez un joven, uniformado, de
buena figura, que, como éste, llevaba empuñado reluciente chafarote.
Momentos después trabóse entre los dos tremenda lucha a sable, la que no dando resultado fatal para uno ni otro, fue seguida de otra
no menos esforzada, cuerpo a cuerpo, brazo a
brazo, sin que tampoco resultase ninguno vencedor.
Largo rato hacía que el singular combate
atraía las miradas y la admiración de los espectadores, cuando sonó muy lejos, allá en las
hondonadas de Tequendama, el toque de llamada y de concentración de tropas dado por
las cornetas enemigas. Reconociendo tácitamente entonces cada uno de los dos combatientes la imposibilidad de vencer al contrario.
suspendieron la lucha, se estrecharon las manos, tomáronse un trago de aguardiente del
frasco que llevaba Suárez, y volvieron al lado de sus respectivos compañeros, que los acla-
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maron y vivaron con grande entusiasmo. En.
seguida el valiente comandante, cuyo nombre
no pudimos saber, concentró su compañía y
emprendió marcha hacia donde sonaba la repetida llamada de corneta de su jefe. Nosotros
hicimos otro tanto hacia donde estaba el resto
de nuestro escuadrón, sin que se disparase un
nuevo tiro. aunque a lo lejos se seguían oyendo las descargas de fusil de las otras fracciones
de tropas que aun peleaban.
El valiente capitán Suárez (de quien conservo su retrato con muy amable dedicatoria)
destinó varios días para atender las indelebles
heridas de sable que recibió, una en el rostro
y otra en un brazo, en aquella jornada, y, años
más tarde, en 1895, siendo ya general, rindió
heroicamente la vida, en defensa de su causa,
al tomar una trinchera enemiga, en la sangrienta batalla de Cruz-colorada.
Hecho parecido a aquel de Suárez ocurno
otra tarde en un encuentro entre el escuadrón
Urdaneta y otro enemigo, siendo en esta vez
el comandante Severo Berrío quien, por su
arrojo, se distinguió más quizás que otros esa
tarde.
Era Berrío un mozo muy simpático, de ojos
ENRIQUE DE NARV AEZ-LOS
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y barbas de un negro retinto, tipo árabe, diestro jinete, amigo de juergas, que, en los combates, se había distinguido por su valor y la
destreza con que manejaba la lanza, su arma
preferida. Vino al Mochuelo con unos compañeros, procedentes de la región de Sumapaz,
si mal no recuerdo, donde vivía consagrado a
quehaceres de campo. Aunque altanero, era
a la vez afable, atrayéndose simpatía y cariño
de los que lo rodeaban, y en especial del sexo
femenino, por su generosa prodigalidad y por
la gracia y animación con que, acompañándose a sí mismo con el tiple, entonaba por las noches bambucos y canciones tolimenses.
Un día, valiéndonos como trincheras de las
cercas de piedra que separaban dos grandes
potreros, hacíamos desde allí fuego sobre el
enemigo, que nos era correspondido con doble
número de bocas de .fuego y de pertrechos, lo
que no impedía parciales acometidas de jinetes de uno y otro bando que, entrando al llano
y usando tan sólo lanza, hacíanse para acele-~lal
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visto, durante el día, retirar del campo y conducir a la ambulancia enemiga varios heridos
incapacitados para seguir peleando, en tanto
que de nuestra parte, tan sólo Gregario, un or-
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denanza, estaba herido, y dos de nuestros caballos-uno
de ellos, el bayito de Perucho Gómez-habían
quedado fuera de combate.
Como el éxito comenzasé a inclinarse a nuestro lado, un grueso grupo del escuadrón contrario abandonó las trincheras y entró en desordenado tropel al (llano, adonde, a nuestra
vez, entrámos a enfrentámosle. Duro fue el
choque y no escasas las muestras de sangre
fría y valor de que los mochuelos dieron allí
nuevas pruebas. Como en la refriega se observase que un pelotón de caballería avanzaba
hacia las puertas de entrada, con el propósito
de cercamos y cerramos el paso, Berrío y unos
pocos arremeten furiosos a los del pelotón; hieren aquí a uno, más allá a otro y otro, y los
dispersan. Berrío, Ifn su acezante caballo cubierto de sudor y de sangre, cae, en seguida,
contra un cuarto adversario, de galoneado uniforme, traba lucha con él, lo atraviesa con la
lanza, y no pudiendo arrancar ésta por estar
engarzada al cuerpo del herido, aférrase al asta, tira de ella, y saca de la silla al adversario,
que viene a tierra y sigue rodando por el suelo,
arrastrado por Berrío al galope de su caballo ..
Aquello fue horrorosamente horrible ....
y,
a la vista de tan horripilante espectáculo, los
ENRIQUE DE NARV AEZ-LOS
MOCHUELOS
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ya amilanados contendores acaban de amedrentarse y, precipitadamente,
abandonan el
campo, que quedó, en varias partes, teñido
de sangre.
Dos serrianas después de esto, Berrío, seguido de sus compañeros de Sumapaz y de algunos otros campesinos, se fue a formar guerrilla
aparte, en las caídas del Salto, estableciendo
su cuartel en San Antonio de T ena. Este acto
de indisciplina, y la circunstancia de haberse
recibido repetidos avisos de Bogotá de que el
gobierno preparaba un próximo y más vigoroso ataque a los mochuelos, hizo que el coronel Urdaneta, a fin de llamar al orden a Berrío
y a sus compañeros, y de atraerlos nuevamente
a todos al campamento para ayudar a la defensa común en el nuevo ataque que se esperaba por momentos, designase a Mac'Allister
y a mí para desempeñar rápidamente esa comisión. Me refiero a Juan Mac'Allister S., al
mismo que, siempre bueno y abnegado, venía
compartiendo desde un principio las fatigas y
el entusiasmo de los demás mochuelos; al mismo que en el ardor bélico del combate del 28
de diciembre, montado en el renombrado moro
canoguero, que no respetaba cerca ni vallado
y al que entre sus congéneres pocos igualaban
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en fiereza y en la rapidez de la carrera, llega,
por entre las balas, adonde se hallaba Urdaneta y le dice: «Mi coronel: detrás de aquella
cerca nos está molestando mucho una compañía; ¿me da permiso de ir a desalojada? ... »;
al mismo querido Juan, que años después fue
jefe militar prestigioso e hidalgo, en el campo
político contrario.
Animados y alegres, como siempre lo estábamos entonces, Juan y yo salímos de Tequendama, donde se aposentaba el escuadrón, y
emprendimos marcha gozando con la belleza
del agreste camino a la orilla del río, por los
bordes del Salto, a cuyo abismo nos asomábamos de trecho en trecho, en los zigzags que
formaba la ruta en las cercanías de la caída de
la catarata, y al anochecer llegámos a las casas de Ciénaga, donde el propietario, que lo
era entonces el padre de Mac'Allister, y otros
familiares de éste, nos indemnizaron, con sus
cuidados y atenciones, las incomodidades y
privaciones de los días pasados, poco antes, en
los páramos de los Colorados y Pasquilla.
De allí escribímos una carta a Berrío anunciándole nuestro viaje y pidiéndole una entrevista en el sitio que él designara, y como, a la
noche, recibiéramos respuesta invitándonos a
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MOCHUELOS
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ir a conferenciar con él en San Antonio de Tena, para ese pueblo seguímos camino al amanecer del día siguiente.
Grande fue la sorpresa y la inquietud que
asaltónos al observar, cuando nos acercábamos al pueblo, que no tan sólo no había salido
Berrío a recibimos, sino que el vecindario se
hallaba en movimiento y en una gran agitación. Impacientes, sin saber lo que ocurría,
aprestámonos a lo que pudiera sobrevenir, y
apurando el paso, llegámos a las primeras casas, donde vinieron a saludamos el alcalde y
el párroco, quienes, contristados, nos participaron que el comandante Berrío había sido
muerto, y nos hicieron el siguiente relato: el
comandante Berrío, de suyo previsivo, había
establecido la noche precedente un reducido
destacamento, a manera de avanzada de vigilancia, en una de las veredas que conducen a
Tena, en donde, la víspera, se había visto una
partida de tropa del gobierno. A las tres de la
mañana, queriendo indagar por sí mismo si el
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consigna, levantóse del improvisado lecho, llamó a un compañero, y, sigilosa y calladamente
fue acercándose al destacamento, pensando
sorprenderlo desprevenido o dormido. El des-
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velado centinela, sobresaltado al ver moverse,
aunque tenuemente, el ramaje de la en rastrojada senda, y sugestionado, quizás, del temor
de un asalto por parte de la partida armada
vista en T ena, apenas tuvo tiempo, al distin~
guir luégo en la oscuridad las dos siluetas blan~
cas de Berrío y su compañero, de preparar su
escopeta y de gritar: «¡Altol ¿quién vive? .. »
Mas como, por desgracia, el confiado Bcrrío
no contestase inmediatamente,
el centinela,
sin conocerlo ni suponer fuese él, hizo fuego,
y los proyectiles de la escopeta fueron a incrustarse sobre el corazón de Berrío, quien,
dando un débil quej ido, se desplomó, cayendo
al suelo muerto .... T al fue el triste fin que
tuvo ese mochuelo, que había sido un valiente.
Después de asistir a las exequias y de colocar unas flores sobre la sepultura del comandante Berrío, cabizbajos y dolorosamente impresionados, Juan y yo regresámos a nuestro
campamento
de T equendama, acompañados
de casi la totalidad de los soldados de aquél,
los cuales continuaron prestando eficaces ser~
vicios en los encuentros que se siguieron con
fuerzas enemigas.
ENRIQUE DE NARVAEZ-LOS MOCHUELOS
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1 f En una ocasión recibi6 el coronel Urdaneta,
como también alguno de los compañeros, cartas de Bogotá, especialmente de señoras de la
familia de la imponderable esposa de aquél,
en las que éstas, llenas de inquietud y sobresalto, y rogando se tomasen 'las precauciones
que demandaba el grave caso, daban aviso de
saber, de buena fuente, que entre las diferentes personas que se preparaban a ir a incorporarse en nuestras filas, se hallaba un sujeto,
ganadero, de categoría entre la gente de segunda clase, llamado David Arévalo, quien, se
afirmaba, iría con malos fines contra la persona de Urdaneta, cuya vida creían amenazada.
Como no figurase ninguno de ese nombre entre los que, en efecto, se incorporaron a la guerrilla en esos inmediatos días, ni el coronel ni el
contadísimo número de amigos, que en secreto
conocían tales noticias, volvieron a prestar
atenci6n ni a preocuparse de ellas.
Mas sucedi6 que una tarde llegó a Soacha
un individuo desconocido, custodiado por dos
jinetes del destacamento de Basa, donde se
había presentado supiicando se ie permitiese
hablar personalmente con el coronel Urdaneta.
Era alto y fuerte, de figura elegante, casi imberbe, cuyo conjunto físico hacíalo atrayente
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y simpático. Montaba brioso caballo sobre
bien aperada silla chocontana, que lucía en la
testera largo y parejo rejo de enlazar, y a la
grupa lanudo bayetón sobre un bien plegado
encauchado; arriscado jipijapa, amplia ruana
y zamarras motosos de cuera castaño, arreos
todos estos que fueran admirados y envidiados
por cuantos hicieron grupo alrededor del recién venido.
Avisado el coronel Urdaneta, éste hizo que
Nariño y Antoñito condujesen al visitante a
la pieza donde él se hallaba, en la casa alta de
la plaza. Después de saludar y de manifestar
al coronel su vivo deseo de hacer parte activa
de la guerrilla, éste le preguntó:
-¿Cómo se llama usted, señor?
-David
Arévalo, su servidor-contestó
afablemente.
A este nombre vinieran a la memoria de Urdaneta, y también a la de Nariño y Antoñito,
los alarmantes avisos recibidos días antes de
Bogotá; mas aquél, sin dar ninguna muestra
de ello, y antes bien, revistiéndose de mayor
franca cordialidad, siguió conversando tranquilamente con Arévalo, y luégo le dijo:
-Vea: es ya tarde, y como aquí es difícil
encontrar alimentación y alojamiento, usted,
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mientras puede arreglar esos detalles, comerá
aquí conmigo y pasará la noche también conmigo, en esta pieza que, como ve, es mi escritorio, mi sala y mi alcoba. Eso sí, lo único que
le encargo-agregó riendo-es que no alargue
demasiado las parrandas por la noche, que no
venga a acostarse muy tarde, y también que
no me ronque mucho.....
Las órdenes del coronel fueron cumplidas al
pie de la letra, sin que nadie chistara, de modo
que desde esa misma noche el desconocido recién venido se sentó a la mesa de Urdaneta,
y, cuando éste se retiró a acostarse, otro tanto
hizo Arévalo, en la misma pieza.
Por demás está decir que, sin que el coronel
ni nadie lo supiese, Antoñito y dos o tres compañeros estuvieron, uno a uno, velando y expiando todo ruido a la puerta del cuarto, dispuestos a precipitarse adentro y defender a
Urdaneta en cualquier momento; pero los alarmados vigilantes observaron, sorprendidos,
que en esa primera noche tanto el coronel como David durmieron a pierna suelta, y hasta
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acostaron hasta las primeras horas del subsiguiente día.
Así pasaron cuatro días con sus noches, en
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los que las repetidas muestras de confianza
que el coronel se esmeraba en conceder a David eran correspondidas por éste con demostraciones cada día mayores de adhesión y de
respetuoso afecto.
David era, a más de valiente, un servicial
camarada, entusiasta amigo de la música, con
la que nos entretenía cuando, al son de su tiple,
entonaba, en la noche, con su linda voz de barítono, bambucos y canciones con coplas del
catire González.
Una bella tarde llena de caprichosos arreboles y de claridad excepcional, hallándonos en
Soacha y el enemigo en las casas de Canoas,
invitó David a mis hermanos, a Cheyne, Alberto, Justino Arroyo y a unos dos más a ir ({a
pasear al llano de Canoas y echar unos tiritas»
a las fuerzas del gobierno que, como otras veces, nos habían desalojado de esa hacienda y
ocupado, como cuartel, sus casas, haciéndose
allí fuertes, pues que hasta con un cañón de
campaña colocado a la entrada del puente,
por donde se pasa el río muy cerca de aquéllas,
nos hacían fuego las ocasiones en que grupos
del escuadrón se aventuraban a entrar al llano
e intentaban acercarse a las casas.
Todos bien montados y armados, encabe-
ENRIQUE DE NARVAEZ-LOS
MOOIUELOS'
'65
zados por David, que tan sólo llevaba su lanza y su rejo de enlazar, nuestro grupo, después
de un rato de estar tiroteando certeramente,
detrás de las cercas del potrero del puente, a f'l
cuantos asomaban cerca de éste, se lanzó, diS-¡
persadamente, por el llano, remolineando, corriendo hacia un lado y otro, acercándose al
puente, y en seguida alejándose rápidamente,
todo de acuerdo con las indicaciones de David.
En una de estas, los del cañón dispararon contra nosotros un tiro que resonó en todos los
ámbitos del llano, sin causamos daño, y como
ésta fuese la señal dada antes por David, éste,
seguido de los otros y con el rejo maestramente
preparado en su diestra, se precipita sobre los
artilleros del puente, lanza ágil el chambuque,
enlaza las cureñas del cañón, vuelve grupas y,
amarrando a la cabeza de la silla, las arrastra
tras de sí, a cuyo primer salto el cañón cae al
río, y las cureñas siguen, de bote en bote, al
extremo del rejo de David, hasta que, entre
alegre gritería son abandonadas, hechas pedazos, en uno de los recodos del camino que nos
condujo otra vez a Soacha.
Otro día-el terrible y sangriento en que
murieron Abraham, Sixto y otros, como lo relataré adelante-estando peleando desde tem-
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prano en los alrededores del pueblo, una bala
enemiga hirió de gravedad a David. Sacado
del peligroso sitio fue conducido, para ser atendido, a una casucha aislada en las afueras del
poblado. Horas más tarde, cuando el escuadrón, forzado por el mayor número de los contrarios, iba en retirada para las Tapias y Fusungá, Heliodoro (el capitán Ospina) quiso,
antes de alejarse, ir a ver y prestarle sus servicios médicos a David, a quien encontró, no
obstante la gravedad de la herida, impasible y
sereno. Hecha la primera dolorosa cura, el capitán Ospina, en vista de la absoluta carencia
de las medicinas y elementos que el caso requería, recetó a David, como único remedio
que se halló a mano, paños de aguardiente sobre la herida. Pero la constitución física y temple de alma del paciente eran de hierro e invulnerables: tres días después de aquél, cuando Ospina y otros, al retirarse el enemigo de
Soacha, pudimos bajar de Fusungá e ir a ver
a David, cuya suerte nos tenía intranquilos,
con gran sorpresa de todos el capitán lo encontró casi bueno, 10 que sin duda era debido, decía Arévalo con su inalterable sonrisa, a haber
él aplicado íntegramente para uso interno el
remedio que Ospina le había dejado para paños.
ENRIQUE DE NARV AEZ-LOS MOCHUELOS
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La adhesión y lealtad de David hacia el coronel Urdaneta fueron inalterables y notorias
durante todo el tiempo de la guerra: él formó
entre los últimos mochuelos que, con Urdaneta,
depusimos las armas, a instancia amistosa de
miembros del gobierno, cuando la revolución
estaba ya vencida dondequiera y cuando los
mochuelos eran los únicos en el país que aun
resistían armados.
Días después de aquel en que Arévalo se
incorporó a la guerrilla en Soacha, cuando ya
la sincera adhesión y lealtad de éste estaban
más que probadas, Urdaneta contó, entre risas y bromas a David (enfurecido de la injusta calumnia), el denuncio que aquél había recibido acerca de las malas intenciones que lo
habían llevado a la guerrilla.
El recuerdo del cañón del puente de Canoas,
me trae a la memoria otro incidente que pudo
ocasionar trágicas desgracias:
A un joven, de apellido Trujillo, bueno y
candoroso, hijo de una inmejorable señora,
lia-a quien mi mamá
obligante, no obstante
pacifismo, tomar parte
evitarse ser recIutado
apreciaba, le pareció
su notoria timidez y
en la revolución para
como soldado en las
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fuerzas del gobierno. En tal virtud pudo evadirse de Bogotá e irse a Fusagasugá, donde residía un pariente suyo, e incorporarse, como
clérigo suelto, a una partida armada que allí
había organizado el patriota y abnegado comandante Juan Maldonado.
A Trujillo, que por lo visto era polvorero o
amigo de la pirotécnica, se le ocurrió en Fusagasugá hacer un cañón igual o semejante a
otro ideado y fabricado por su jefe, el que por
lo manual y por la sencillez de mecanismo,
prestaría, a su juicio, muy señalado servicio a
la causa, pues que, entre otras ventajas, representaría en sus efectos el de muchas armas de
fuego, de que tanto carecía la revolución.
Dióse, en efecto, a la tarea de realizar y poner en práctica una imitación o semejanza, como he dicho, del cañón Maldonadc, la que después de varios días de brega resultó que consistía en valerse, no sé bien si de un amplio tubo de hierro de un acueducto, o si de una gruesa y fuerte guadua, de cerca de un metro de
largo, forrada toda ella de recia envoltura de
alambre y cabuya. Uno de los extremos estaba
herméticamente tapado con doble hojalata,
trabajo que, como el del fisto o pistón para la
mecha que comunica con la pólvora, había si-
ENRIQUE DE NARVAEZ-LOS MOCHUELOS'
ts9
do motivo de larga meditación y de larga labor, según afirmaba Trujillo. Fuese cual fuese
el material y el sistema adoptados, ya el aparato en estado de servicio, el inventor hízolo
así saber a Antoñito, con quien tenía buenas
relaciones y quien, sin consultar al coronel Urdaneta ni a nadie, contestó a Trujillo diciéndole que inmediatamente se viniese de Fusagasugá trayendo el cañón y sus pertrechos,
con rumbo a Sibaté, en cuyos alrededores estaba el escuadrón en espera de un próximo ataque del gobierno, según aviso dado por amigos
de Bogotá.
En efecto, el día preciso, estando el escuadrón haciendo frente a una partida de los contrarios, se apareció Trujillo trayendo, en un
macho, el anunciado cañón con una buena provisión de mecha, pólvora, y de unas piedras
redondas, en reemplazo de balas, adaptables
al cañón, proyectiles que Trujillo llamaba la
metralla.
Como Truj illo llegase en lo recio del encuentro, y los nuéstros se viesen un tanto acosados
por ios contrarios, Antoñito, considerando que
no había tiempo que perder y que era llegado
el momento de rechazados y dispersados, llamó a Trujillo, que se presentó en seguida con
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el macho cargado, e hizo, a pesar de la impaciente protesta de Antoñito, una larga explicación sobre su invento, objeto y manera de
usarlo. De esa detenida exposición se llegó a
la conclusión de que no teniendo el cañón sostén o cureñas para ser fijado en el suelo y así
valerse de él, no había otro medio, en concepto
de Trujillo, para resolver el problema por el
momento, que bajar el cañón, cargarlo convenientemente, volverlo a amarrar sobre el macho, ponerlo luégo en dirección al enemigo,
prender la mecha, y hacer fuego.
Como la situación no daba tiempo de entrar
a aclarar ni discutir el procedimiento, Antoñito dio orden a Trujillo de que así procediese.
lo que sin demora. después de elegir sitio en
una lomita, puso por obra Trujillo, en tanto
que Antoñito, que tenía al macho bien agarrado del cabezal, rodeado de algunos compañeros que llenos de curiosidad observaban silenciosamente la maniobra, excitaba al inventor
a conservar su sangre fría en el lance.
Terminados los preparativos, y una vez puesto el macho de modo que la boca del cañón tuviese la dirección o punto de vista requerido,
Antoñito, sin más ni más, encendió un fósforo y le prendió a la mecha. Ya era tiempo,
ENRIQUE DE NARVAEZ-LOS MOCHUELOS
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pues el enemigo avanzaba; mas como el macho
oyese, sin poder comprender lo que se tramaba a sus costillas, el fuuf, fuuf, fuuf, de la mecha al comenzar a prenderse, dio una rápida
vuelta, y tras ésta otras muchas, de modo que
el cañón embocaba, ya sobre el enemigo, ya
sobre la parte del escuadrón que estaba abajo
haciendo fuego, o ya sobre los que, atemorizados y arrepentidos de habernos metido en mala hora a secundar los planes de Trujillo y Antoñito, rodeábamos al macho.
Siguióse una serie de vueltas y revueltas de
éste, y a tal punto llegó entonces el pánico y
alarma de los concurrentes al drama, y tales
los gritos de «¡no sean bestias' .... » dados por
Alberto Quijano, que todos, a una, al ver que
la mecha iba ya a prender la pólvora y hacer
estallar el cañón quién sabe para dónde, nos
arrojámos a tierra, y en ella nos acostámos,
aguardando que saliera el tiro, el que, en efecto salió, yendo a hacer blanco en un montecillo cercano, y con el tiro, salió también el macho hecho un demonio, arrastrando tras sí el
despedazado canón, y también :salieron tras
éste nuestros caballos ensillados. Aquello fue
la débacle....
Por suerte, la parte del escuadrón que se
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defendía abajo, logró contener a los contrarios,
que se retiraron luégo, 10 que permitió, a duras penas, encontrar y recuperar nuestras asustadas caballerías, que se habían dispersado
en los vecinos rastrojales,' y lo que impidió
igualmente que el inventor del cañón, el secundador del invento y los que cándidamente
los acompañámos en ese primer ensayo, hubiéramos, todos, caído prisioneros, pues que,
más que a pie, nos habían dejado completamente amedrentados y hasta sordos los efectos y el estruendo de ese cañonazo de imborrable recuerdo.
Trujillo regresó sin demora a Fusagasugá.
Allí siguió prestando sus servicios al lado del
comandante l\1aldonado, y, en el combate de
El Novillero, rindió abnegada y heroicamente
su vida, días después, defendiendo la causa
de sus convicciones.
Eran tantos los entusiastas amigos y admiradores que el coronel Urdaneta y su escuadrón tenían en Bogotá y pueblos de la sabana,
que constantemente
estaban llegando, cualquiera fuera el lugar donde nos hallásemos,
postas, de ordinario mujeres, con avisos de la
situación y movimientos de las tropas del go-
ENRIQUE DE NARVAEZ-LOS MOCHUELOS
73
bierno, de sus proyectos bélicos, y de cuanto
de algún modo pudiera interesar la suerte de
nuestras armas.l'I
De personas perfectamente informadas llegó un día el aviso de que la honorable familia
del ministro de guerra (en ese entonces secretario de la guerra), se había trasladado de Bogotá a la población de Serrezuela (Madrid),
y que allí iba en determinados días a visitarla,
por contadas horas, casi siempre las de la noche, el indicado señor ministro o secretario.
Inmediatamente organizáronse las cosas a
fin de salir el escuadrón a practicar una excursión por el centro de la sabana, con el ostensible objeto de tratar de sorprender un destacamento acantonado en cuatro esquinas, que custodiaba allí una gran parte de las brigadas del
gobierno; pero con el fin, principalmente, de
tratar de sorprender también, si era posible,
al secretario de la guerra en persona, en su residencia de Serrezuela y llevarlo a pasar unos
días de descanso en nuestro campamento.
Después de cammar gran parte del a noche por entre las haciendas, guiados ¡por los
Pulidos, Roberto Quijano, Justino Arroyo y
otros sabaneros, el escuadrón llegó a la Boca
del monte o Barroblanco, y allí se dividió en dos
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porciones: una con destino a cuatro esquinas
y la otra a Serrezuela.
Esta última llegó al poblado a los primeros
albores de la mañana, y, en el mayor silencio y
más grande sigilo, rodeó la manzana en que se
hallaba la vivienda del ministro, quien desde
la víspera se encontraba allí gozando de la compañía de los suyos y descansando transitoriamente de los agitados y muy recargados quehaceres de su alto puesto. Uno de los nuéstros,
echando pie a tierra, se acercó a la puerta de
entrada de la silenciosa y aislada casa, y llamó a ella. Un sirviente ordenanza abrió, y ahogando un grito de terror viendo quiénes eran
los que lo habían despertado, y observando el
cañón de un revólver muy cerca de sus sienes
y el dedo de otra mano que por señas le ordenaba silencio, calló resignadamente y dio paso
franco a otros tres de los nuéstros que calladamente entraron hacia el aposento del ministro,
guiados por el amedrentado ordenanza.
Hombre de mundo, valeroso y de una admirable sangre fría, el secretario, comprendiendo
desde el primer momento, a la insinuación que
cortésmente se le hizo de entregarse y de seguimos, que era muy peligroso para él y del
todo inútil cualquier manifestación de resis-
ENRIQUE DE NARV AEZ-LOS
MOCHUELOS
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tencia, suplicó se le dej ase solo para levantarse
y vestirse.
Rato después, entre las protestas de alguno
de sus familiares, el secretario, con ademán altanero y digno, sin protestas ni palabras inútiles, reconociéndose vencido, impotente, y sin
medios de hacer nada para salvarse, montó en
el famoso caballo que se le tenía destinado, se
abrigó cuidadosamente, encendió un cigarro,
y poniéndose entre las filas, siguió con nosotros,
a paso acelerado, hacia la Boca del monte, sitio
de reunión acordado con los de la otra comisión, para de ahí, todos juntos, regresar por
Fute a nuestro campamento.
El destacamento
de cuatro esquinas, aun
cuando fue sorprendido y se le tomaron unos
contados caballos, logró dominar el primer pánico de la sorpresa, atrincherarse y obligar a
los nuéstros a volver caras, sin pérdidas de vidas, milagrosamente.
r( Bien se supondrá cuál sería la sorpresa y el
I enojo del gobierno al saber la captura de tan
importante miembro del poder ejecutivo; cuál
el prestigio que tal acto de audacia reportó a
los mochuelos, y cuál la admiración y el entusiasmo que esto causó en los amigos de Bogotá,
en los de la sabana y en nuestras propias filas ...
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BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
El coronel Urdaneta, que al hacer ejecutar
esa audaz, inverosímil captura del secretario
de la guerra fue movido no por la necesidad o
el deseo de tener rehenes que respondiesen de
las vidas de prestigiosos y meritísimos copartidarios, militares y civiles, que entonces encontrábanse en las cárceles de las ciudades;
ni por conseguir la inefectividad de los crecidos
empréstitos forzosos impuestos a varias personalidades amigas; ni, mucho menos, por espíritu de venganza ni de represalia, ni por obtener ninguna gracia, sino tan sólo y únicamente por conquistarle así mayor fama y prestigio a la causa de la revolución, y en especial
a las fuerzas que él comandaba, o bien por espíritu de travesura y de caballeresca aventura;
al regresar esa mañana a Soacha, encomendó,
que yo recuerde ahora, a Bernardo Mac'Allister, Isaac Arrubla y a mí para conducir al secretario a la casa de la hacienda de El Vínculo
y allí custodiarlo, bajo nuestra responsabilidad,
hasta nueva orden,
Más tarde se nos informó como cosa cierta,
aunque de ello no quedámos seguros, que el
secretario hacía recuerdo, con vivo agradecimiento, de las deferentes atenciones que durante su captura y detención en el campamen-
ENRIQUE DE NARVAEZ-LOS
MOCHUELOS
77
to de los mochuelos había recibido de éstos.
Lo que sí me consta a ciencia cierta es que,
desde el día que se nos confió la custodia de
tan alto y distinguido personaje hasta aquel
en que-ya en vísperas de deponer sus armas
el Mochuelo-volvimos a conducido nuevamente hasta muy cerca de Serrezuela, y allí lo
pusimos en libertad, a todos sus guardianes
nos parecieron entonces pobres las atenciones
de todo género que, diariamente, no obstante
nuestras limitadísimas posibilidades personales y las de la generalidad de los soldados del
escuadrón, prodigámos a ese renombrado caballero-y no obstante, también, los sustos e
inquietudes, ignorados en absoluto de él, que
su custodia nos ocasionó, temerosos de una
fuga o de un asalto, en aquellas largas noches,
pasadas en vela y dispuestos a todo, junto a
la habitación donde él dormía en El Vínculo.
Estando, como tanto lo he repetido ya, formado el escuadrón Urdaneta, en su generalidad de jóvenes distinguidos y mimados de la
sociedad bognt:ma; con la cabeza llena de ilusiones y de ensueños y el corazón de generosos
sentimientos; todos movidos de juvenil disculpable anhelo de alcanzar fama y hasta renombre en su campaña, de más está decir que,
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en su romanticismo, cada cual tenía, o fingía
tener en la ciudad, una dama de sus pensamientos, objeto y centro, real o imaginario, de los
recuerdos y desvelos que, como flores, hace
brotar en el corazón esa «florida, primavera
hermosa» .
Uno de aquellos días en que, no teniendo al
enemigo al frente, y sabiendo, por los espías,
que la guarnición de Bogotá era muy reducida
y pequeña, un grupo de mochuelos, con el permiso forzado del mayor Nariño, y después de
un sabroso piquete donde Clemencia, del que
recogieron y llevaron como trofeos los ramilletes que adornaban la mesa, resolvió aprovechar la luz y el cielo azul de la tarde para hacer la acostumbrada correría de inspección y
vigilancia, extendiéndola esta vez hasta las
cercanías de la ciudad.
Al galope de los caballos, en sabrosa conversación y entre risas y aplausos por los dichos y
ocurrencias que brotaban de los labios de Manuel María, Isaac, Alberto, Heliodoro, Bernardo, Antoñito y algún otro que completaba
el grupo de excursionistas, llegaron éstos sin
tropiezo y sin pensado a Tres Esquinas, adelante
de Los Alisos. Observando allí que no se veía
destacamento ninguno y que todo parecía es-
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MOCHUELOS
79
tar quieto y tranquilo en las vecindades, se
acordó, a iniciativa de Bernardo y Heliodoro,
repartirse; tomar" por distintas calles; dar un
rápido recorrido por ellas y por determinados
sitios (las casas de las novias), y volver a la
furia a reunirse en ese mismo sitio para regresar prontamente a Soacha, conforme a la promesa hecha al mayor Nariño.
Momentos después, admirados y llenos de
inmensa sorpresa, vieron los vecinos de los suburbios y de las proximidades del centro de la
ciudad, a esos guerrilleros de divisa y banderolas blancas y azules, entrar presurosos por
las calles, sin causar molestia ni ocasionar daño ninguno a nadie, y luégo retirarse, aun más
ligeros, después de colocar algunos de ellos, en
determinados balcones y ventanas, unas flores
que consigo llevaban. Y aun más sorprendidos
y admirados quedaron los vecinos y transeúntes, viendo que otro de aquellos-Antoñitoal oír el toque de corneta llamando a lista, dado
en una esquina por un pequeño soldadito, corrip<:p
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que y de que se diese cuenta de lo que le pasaba, 10 agarrase Antoñito, 10 colocase a la grupa
de su caballo, y revolviendo a éste e hiriendo
sus hijares, atravesase como una exhalación el
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trayecto que lo separaba del sitio de la cita.
Allí, reunidos todos, apresuráronse a regresar
al campamento llevando consigo al estupefacto corneta, quien, desde ese día, en nuestras
frecuentes escaramuzas, hacía sonar entusiasmado el toque de ¡a la carga! y el de diana,
únicos que le dej ámos aprender y tocar.
Una vez, habiéndonos desalojado de Soacha
y ocupado esa población fuerzas del gobierno,
el escuadrón Urdaneta y el escuadrón Díaz,
que eran hermanos, se vieron obligados a ir a
establecer sus respectivos cuarteles en Tequendama y en Sibaté. Cuatro días hacía de esto,
y no conformes los del Díaz con verse privados
de sus habituales alojamientos en Basa y sus
cercanías, y mucho menos de carecer totalmente en Sibaté de los recursos de subsistencia que,
bien o mal, pero en todo caso seguros, podían
obtener en sus acostumbradas querencias, con
las cuales les era un tanto difícil comunicarse
por impedírse10 el cordón de tropas que interceptaba el paso, se les ocurrió al comandante
J osé María T arquino y al mayor Abelardo
Angula una estratagema para comunicarse con
Basa y, especialmente, para divertirse, haciendo rabiar al enemigo con una buena jugada en
el punto de La Cantera. El proyecto fue aco-
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81'
gido con entusiasmo por el escuadrón Urdaneta, siempre dispuesto a hallar en todo un
motivo de entretenimiento y diversión, y, al
efecto, se apresuró a secundar eficazmente a
Tarquino y Angula en su proyecto, que consistía en hacer pasar a Basa y traer de allí algunos artículos, sorprendiendo para ello a la
guardia de La Cantera, y valiéndose para esto
de un contado número de soldados del Díaz,
disfrazados de mujer.
El personal de los dos escuadrones procedió en seguida a seleccionar aquellos de los
soldados de rostro imberbe y agraciado que.
con ligeros retoques, pudieran, con campesina
indumentaria mujeril, ocultar, a prudente distancia y hora del día, su sexo a los ojos de los
transeúntes y de los centinelas situados en los
extremos de la línea.
Tras la rig1.,1rosa
revista de rostros y de proporciones físicas que se pasó, quedaron designados ocho para cambiar de sexo y cumplir la
comisión, acordándose para ello hacer uso de
uno de los carros de bueyes que frecuentemen•• ~
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tar sc;spechasni de los unos ni de los otros, recorrían sin tropiezo el camino llevando carbón,
madera, u otros artículos, de conocidas proce-
82
BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
dencias en todo el vecindario. Oispúsose que
las ocho muchachas se colocaran dentro del
carro, dej ando ver tan sólo, de los transeúntes,
los pañolones que las cobijaban y sus corroscas
domingueras. En el fondo del carro, bien cargadas y listas, pusiéronse las respectivas armas, y la dirección y guía de la yunta de bueyes, conductora del vehículo, se encomendó a
dos buenos y robustos mocetones, cuyas armas
iban ocultas con las de las muchachas. El plan
era el siguiente: a hora propicia y oportuna,
el carro se pondría en marcha con el personal
indicado y pasaría de prisa, en lo posible, por
cerca a la primera guardia; luégo seguiría, por
la ruta menos pública, hacia La Cantera, donde estaba situada la última avanzada. De allí
en adelante el camino se encontraba libre. Un
grupo formado por algunos jinetes de los dos
escuadrones, seguiría al carro, de lejos, por el
pie de las lomas y cerros orientales del valle,
a fin de prestar oportuno auxilio a las muchachas en el caso probable de que, descubiertas,
necesitasen quienes les ayudasen a defenderse.
La suerte favoreció visiblemente a la atrevida expedición, pudiendo el carro llegar sin novedad con su cargamento a la avanzada de La
Cantera, donde había unos diez o doce jinetes,
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cuyos caballos ensillados dormían su siesta
atados a los arbustos y a las cercas de la casa.
Ese personal de caballería estaba en la tienda
haciéndole requiebros a la mofletuda ventera,
a la que faltábanle manos y tiempo para alcanzar a escanciar en los amplios vasos el licor
nacional, que los concurrentes le demandaban
de continuo, en términos que ya algunos de
ellos estaban rematados, como dicen~
Al aproximarse el carro a la guardia, y ver
algunos de los de la tienda los encintados sombreros de las que 10 ocupaban, se acercaron,
y, con empalagosa zalamería, invitaron, a las
que las libaciones les hacían ver como sílfides
de esos pródigos campos, a descender del carro,
aceptar unas copas de lo que ellos bebían, y
pasar un rato de alegre entretención en su
compañía.
Mientras los de la avanzada, más y más cargados de licor, se ocupaban en esto, uno de los
dos j ayanes del carro, aprovechando las circunstancias y el descuido de la guardia, se encaminaba presuroso a Basa, y el otro recogía
sigilosamente las armas recostadas en las paredes y desataba y reunía los dormidos cabaIlas.
A todas estas, los del carro observaron com-
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placidos que el grupo de vigilancia, que desde
su salida los seguía de lejos, habían logrado,
gracias a la lentitud de la marcha del vehículo
y de pasar éste sin novedad por Soacha, hace r
un largo y rapidísimo rodeo por la parte alta y
llegar, sin ser visto, a las proximidades del aislado destacamento de La Cantera. La de más
juvenil y atrayente rostro, aquella que se ganó
las preferentes atenciones y simpatías de los
de la tienda, y que no era otro que el inteligente
y sagaz sargento encargado de dirigir la comisión, accediendo, entonces, a bajar con sus
compañeras, a las instancias que se les hacían; bajaron del carro y, de repente, antes
de entrar a la tienda. los ebrios zalameros galanes quedaron como petrificados de sorpresa
al ver que aquéllas se metamorfoseaban en varones y que, como tales y con robustos brazos,
acribillábanlos a golpes, les quitaban las cartucheras y, ayudados ya por el grupo de mochuelos de que he hablado, los obligaban, por
medios poco delicados y corteses, a seguir inmediatamente, a pie, loma arriba, custodiados
por los del grupo, a riesgo, si se demoraban,
de ser allí lanceados.
Entretanto,
los metamorfoseados,
después
de tomarse el licor y comerse las colaciones
ENRIQUE DE NARVAEZ-LOS MOCHUELOS
85
ofrecidas a las muchachas,
montaban
en los
caballos de los prisioneros, cargaban los sobrantes con las armas y elementos capturados,
y reunidos al grupo de vanguardia,
siguieron
todos para T equendama,
por las serranías.
Horas más tarde, después de haber puesto en
libertad por el camino a los cautivos galanes,
llegaron al campamento, complacidos del éxito
de la comisión, que había aumentado ese día
la brigada con unos caballos y el parque con
algunas municiones.
El baile y las diversiones ofrecidos a las muchachas en La Cantera tuvieron lugar esa noche en Bogotacito, en festejo de la aventura.
En uno de los primeros días que siguieron a
la llegada de Eusebio y yo a la guerrilla, los
soldados del escuadrón Urdaneta, entonces en
Soacha, tuvimos que retiramos a las casas de
T equendama por haberse sabido que fuerzas
del gobierno, al mando del renombrado general y doctor Secundino Alvarez, se movían de
t.. "'r\nf-ra nosotros
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En T equendama
encontrámos
unos pocos
mochuelos que estaban allí custodiando
una
parte de la brigada, entre ellos, que yo no conocía, Adolfo Lecouvreux,
a quien Antoñito
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BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
me presentó, y quien desde ese momento hasta
el último día de su vida me dio pruebas de la
adhesión y afecto con que supo corresponder
a la simpatía y vivo cariño que yo le profesé
siempre. Recuerdo que ese día de nuestra presentación, adivinando él o suponiendo el apetito que debiera habérseme despertado con las
correrías, y con la frugalidad del desayuno tomado muy de mañana, llevóme a una de las
extremidades de la casa, y sin testigos y con
sus características estudiadas maneras, me
ofreció y compartió generosamente conmigo
unas sabrosas papas y un trozo de carne de venado (único que he comido y que juré no volver a comer en mi vida), «adobado por él y último residuo-me dijo-del ciervo que, para
proveer a la subsistencia, él, Alberto Quijano
y Estanislao Franco, habían cazado la antevíspera en los lindes con Canoas».
Lecouvreux, «el terrible Lecouvreux», como
lo llamaba el catire González, era un tipo blanco de rostro, de clarísimos ojos azules, ensortijadas, espesas y rubias cabellera y barbas,
de sangre azul, estribillo que empleaba frecuentemente, fornido y fogoso. Quien sólo lo observase por de fuera, no podría adivinar que bajo
corteza tan adusta latiera un corazón que era
ENRIQUE DE NARV AEZ~LOS MOCHUELOS
87
todo sencillez, todo afecto para los amigos,
todo entusiasmo por su causa, todo ternura y
veneración para el ídolo de sus pensamientos:
su madre. Gustábale hacerse sentir, y era hasta exigente y despótico con los subalternos que
le servían, en especial con las cocineras de las
viviendas donde solía acampar el escuadrón,
de quienes obtenía que le reservasen y guardasen los mejores bocados, de manera que, en
distintas ocasiones y casos extremos en que la
generalidad carecía de la totalidad de recursos
bucólicos, Lecouvreux solía damos la sorpresa
de obsequiamos, ya con una taza de hirviente
agua de panela que mitigaba el frío, ya un pedazo de carne, pan, huevos, u otra provisión
de boca que devolvía fuerzas y buen humor a
los agraciados, o ya prestándonos lanudo cuero
de cordero o abrigada cobija que nos servían
de cama, aun cuando él, sin dejarIo saber, se
quedaba sin comida y sin cama. Tenía de ordinario la costumbre de hablar y de expresarse,
en especial en aquellas ocasiones que él consisopopeya: en el famoso combate del 28 de diciembre, por ejemplo, viéndose de repente aislado, solo y rodeado de unos cuantos soldados
enemigos, sugestionó y dominó a éstos, forzán-
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dolos a rendir las armas y a ir a aumentar el
número de prisioneros tomados ese día por el
escuadrón, alzándose sobre los estribos y gritándoles con voz estentó rea y ademanes de
vencedor: «i Soldados! ¡Hijos míos! iSi sois católicos, apostólicos, romanos, rendíos! .... :.
Como se recordará, la guerra de 76-77 tuvo para muchos, y especialmente para la gente del
pueblo, el carácter de guerra de religión.
¿ Cuál de los mochuelos podría olvidar los
fogosos discursos y los almibarados brindis de
Lecouvreux en las bulliciosas reuniones y bailes que teníamos en nuestros campamentos? ..
Cuál no recordaría, en especial, los entusiastas
brindis de éste aquelía noche en casa de las
Prietos, donde, invitados por Manuel Troyano, dimos fin, escanciado por él, a aquel codiciado vino Chambertin, regalo de la familia
del generoso Troyano; noche en que, cuando
lográbamos que Lecouvreux callase, y que cesase el alboroto de las parejas que bailaban
alegres el clásico pasillo de Rafael Padilla (nuestro Murillo de entonces), el mayor Nariño, llevando etl cada mano un charol rebosante de
bizcochos de huevo (única colación disponible
esa noche) ofrecíalos, uno después del otro, a
las parejas, preguntándoles:
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- ¿Bizcochería fina, o bizcochería del país')...
Las piezas principales, las de uso de la familia del dueño, en T equendama, nunca fueron
ocupadas por los soldados del Urdaneta, quienes, las veces que allí se retiraban obligados
por movimientos de fuerzas enemigas, tan sólo
hacían uso de los amplios corredores o de alguna de las piezas del interior. Pero esa noche
a que me referí al principio, o sea a la en que
yo conocí a Lecouvreux, éste, incomodado e
inconforme con el lugar que le tocó de dormitorio, y rompiendo con la costumbre y con las
recomendaciones persistentes del coronel Urdaneta, de abstenemos de ocupar tales piezas,
resolvió dormir esa noche en cómoda cama y
en abrigado y confortable sitio, para lo cual
ordenó autoritariamente al ama de llaves de
la casa (quien vista la actitud resuelta de Lecouvreux, no pudo negarse a la exigencia), que
abriese el cuarto del patrón Raimundo, para
pasar la noche allí, cuarto en el que, por una
ventana entreabierta, había visto una mullida
cama, abrigados cortinajes, etc., etc., que por
su aseo y sabrosura convidaban a cualquiera a
gozar de tales comodidades, y todavía más a
un mochuelo, para quien eran del todo ajenos
esos atractivos en su vida de campaña.
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Posesionado del cuarto, Lecouvreux procedió a desvestirse, con el propósito de valerse
de la ocasión para quitarse la ropa interior, que
de tiempo atrás llevaba sobre el cuerpo, reemplazándola por ropa limpia de su escasa maleta, y así gozar más a sus anchas del gusto de
meterse entre las blancas y sahumadas sábanas y pasar la noche entre las abrigadas cobijas de la atrayente cama del patrón de la hacienda.
Antoñito, Isaac, Roberto, Heliodoro y algún
otro, que habían oído la discusión de Lecouvreux con el ama de llaves, sorprendidos de
que sólo éste alcanzase a disfrutar de tales prerrogativas y honores, premeditaron, para divertirse, jugarle una buena al noble Adolfo.
Con tal fin, provisto Roberto de una jeringa
para bestias, con que había tropezado en el
rincón de uno de los corredores, la cargaron de
suficiente cantidad de agua y pusiéronse a observar por las rendijas de la puerta y ventanas
la complacencia con que Lecouvreux ejecutaba los detalles de su proyectado programa.
Despojado en un todo de la ropa usada, preparábase a ponerse la limpia, cuando ¡zas! intempestivamente,
cuando menos lo pensaba,
un chorro de agua helada, disparado con toda
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fuerza por el ojo de la cerradura, cayó sobre el
desnudo cuerpo de Lecouvreux, quien, en el
primer momento, se replegó sobre sí mismo,
entumecido, retorciéndose y echando maldiciones, y luégo, rabioso, se abalanzó sobre el
machete que hacía parte de sus armas, y empuñándolo abrió furioso la puerta con el manifiesto ánimo de matar, uno a uno, a los que
tras ella habían dejado estallar, viendo los efectos del jeringazo, sus comprimidas carcajadas.
Como la operación la habían ejecutado Roberto y los compañeros a la luz de una vela de
.sebo llevada por uno de ellos, Lecouvreux, al
franquear la puerta y ver que los atacantes salen a la carrera, corre tras ellos, e iba ya en un
recoveco de la casa, a alcanzar y a herir de
muerte al más visible, o sea al que llevaba la
vela, cuando éste, para salvarse, se vuelve y
jzuás!, apaga el mecha sobre el desnudo estómago de Lecouvreux .... Encalambrado y convulso de dolor y de rabia quedó allí Lecouvreux;
mientras los otros, presurosos y esquivando llenos de susto el bulto, ih~m a refugiarse y en- .
contrar amparo sobre los canapés y mesas que
les servían de cama.
Sin pensado, y por haber tropezado al principiar esta apostilla-como dice Eduardo Po-
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sada-con el nombre de Adolfo Lecouvreux, he
dejado a la memoria relatar los recuerdos que
preceden, como un tributo de inolvidable amistad a ese compañero de Mochuelo, que hace ya
largos años murió.
De T equendama regresámos temprano hacia Soacha a hacer frente a las indicadas fuerzas del general Secundino Alvarez, y aunque
se peleó bastante y fueron varios los incidentes
del encuentro de ese día, tan sólo relataré uno
que, posiblemente, fue el que decidió el triunfo
de los nuéstros, incidente en el que me tocó tomar parte, lo que me fuerza, como lo he tenido
que hacer otras veces, a nombrarme a mí mismo para Aseverar el hecho como testigo presencial :
Los escuadrones Urdaneta, ArdUa y Díaz,
así como los peatones y jinetes agregados con
que se contaba, peleaban en las afueras de Soacha y potreros de las inmediaciones, hacia el
sur, con las indicadas fuerzas del general Secundino Alvarez, y aunque los nuéstros se batían con gran valor, era evidente que los contrarios llevaban hasta entonces mayores probabilidades de triunfar.
Un grupo del Urdaneta, compuesto, que ahora me acuerde, del capitán Ospina, que hacía
ENRIQUE DE NARVAEZ-LOS MOCHUELOS
93
cabeza, de Pedro Aldemar Sánchez, de Heliodoro Pieschacón, Mac Allister, el cabo Caro,
Isidro Calderón, Alberto, Manuel María y yo,
y de dos ordenanzas, se destacó del grueso del
escuadrón y siguió tras el grupo formado por
el general Alvarez, su comitiva de oficiales y
una media compañía de infantería que, haciendo un estratégico movimiento, se dirigían
sin duda alguna a apoderarse de las en esos
momentos desamparadas casas de Tequendama, Puerta Grande y Sibaté, para allí hacer
sus cuarteles, obligándonos de esa manera, ya
que también se habían apoderado de Soacha
y de las casas de El Vínculo, a hacemos salir en
retirada para el páramo, si la victoria, que
creían asegurada, no les volvía a lo último la
espalda.
Tiroteándolos y picándoles la retaguardia,
seguíamos a los contrarios, o sea al general Alvarez y a su acompañamiento, cuando uno de
los nuéstros observó, desde una prominencia
del camino, que al llegar a la casa llamada Puerta de cuero, a la entrada del camellón que conduce del camino público a ias casas de Tequendama, el enemigo hacía alto y, mientras su infantería se parapetaba tras las cercas de piedra,
el general Alvarez y los demás de a caballo,
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ocupaban el corral de la casa, y echando pie a
tierra, entraban a ésta.
Validos de la curva y zigzag que hace el camino en las inmediaciones de Puerta de cuero
curva o zigzag que nos ponía al abrigo de los
disparos y de la observación de los contrarios,
nuestro grupo, a su vez, hizo también alto, y,
prontamente, a propuesta del temerario y valiente Pedro Aldemar, se resolvió lanzamos de
repente sobre los que se hallaban en el corral
y aprovechamos de la sorpresa para sacar de
ella todas las ventaj as que nos fueran posibles.
Sin vacilación ni demora ninguna, el pelotón,
formando un alud compacto, precipitóse rápida e impetuosamente sobre Puerta de cuero y,
antes de que los contrarios saliesen del estupor
de la sorpresa, entra al corral, hace una descarga, y, obligado luégo por las circunstancias,
vuelve riendas, echa por delante tres caballos
ensillados que se atravesaron a su paso, y emprende veloz retirada en los momentos en que
los adversarios hacían fuego contra nosotros.
A una veintena de metros la espléndida mula de Sánchez, herida de muerte, cayó al suelo,
apresando bajo su cuerpo el de Pedro Aldemar, quien, pocos momentos después, quedó,
al parecer, también muerto, atravesado por las
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.MOCHUELOS
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terribles lanzadas de los que ~alieron a perseguimos. Adelante se doblegó sobre su silla, herido en un costado, Pieschacón, a quien a duras
penas pudimos, Manuel María y yo, poniéndonas a uno y otro lado de él, sacado de allí
vivo. Pasos después fue a su vez herido, pudiendo, sin embargo, sostenerse en la montura
y salir con los otros, el ordenanza MataPiojos,
y los caballos de Alberto y el mío-el noble
alazanito' que había elegido para mi montura
Pedro Duque-fueron también heridos de bala. Algunos compañeros que venían de Soacha
ayudáronnos a alejamos de allí y a salvamos,
llevando la amargura de dejar tendido en el
camino a Pedro Aldemar, por la imposibilidad
absoluta en que nos vimos de sacado con nosotros, corno inútilmente pretendimos hacerla.
Sin contar la pérdida de los tres caballos
arrebatados del corral, supimos después que el
enemigo también había tenido en Puerta de cuero, de resultas de nuestra descarga a boca de
jarro, varios heridos, entre ellos al reputado
general Secundino Alvarez, a quien, a causa de
la g1C:lvedadde ia herida recibida, sus subalternos, rodeados del grueso de las fuerzas subsistentes, lo trasportaron sin pérdida de tiempo
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BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
a Bogotá, donde, no obstante los esfuerzos de
la ciencia, sucumbió cortos días después.
Así fue herido y así murió el renombrado y
valeroso general Secundino Alvarez, y, bien
que estas páginas no verán nunca la luz pública, puesto que no están destinadas a tal fin,
me es preciso consignar y afirmar aquello aquí,
por haber corrido entonces, insidiosamente,
entre los contrarios -pretendiendo con ello
desautorizar y aniquilar moralmente, con una
vil calumnia, a quienes esos contrarios no habían podido vencer ni destruír en los campos
de combate y del honor-la especie absurda y
desprovista hasta de verosimilitud de que. cabalgando A1varez ese día de su herida, un caballo que Urdaneta (decían ellos) habíale obsequiado la antevíspera, fácil había sido a éste
(a Urdaneta, quien, como indiscutiblemente
fue notorio para unos y otros, jamás hizo personalmente uso de arma de fuego en los encuentros y combates), o a un otro de los mochuelos, distinguir o conocer al general Alvarez, por tal circunstancia del caballo, entre los
adversarios contra quienes se peleaba y, tomándolo por blanco, herido intencional y certeramente. No; el coronel Urdaneta no se hallaba presente ni en Puerta de cuero ni en sus in-
ENRIQUE DE NARVAEZ-LOS
MOCHUELOS
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mediaciones, y 'los mochuelos que descargaron
sus armas en el corral de la venta hiciéronlo
sobre los que en él se hallaban, sin precisar, sin "
conocer y sin determinar las personas contra
quienes hicieron fuego. De la verdad de lo relatado empeño mi palabra de honor y mi fe de
hombre honrado. Y hay más: prescindiendo de
que el hecho inventado pugnara y estuviera en
absoluta oposición con el carácter caballeroso
e hidalgo de que tantas y tan repetidas pruebas dieron, individual y colectivamente los
mochuelos durante su campaña; prescindiendo
también de la inverosimilitud de haber éstos
eliminado la vida del jefe contrario valiéndose
de la incalificable circunstancia del caballo,
los mochuelos desde ese entonces protestaron
ante el país, por medio de la imprenta, contra
esa imputación y la desmintieron por completo.
Ya de noche, cuando Puerta de cuero estuvo
abandonada y solitaria, fueron allí el capitán
Ospina, Antoñito, Roberto, Isaac, el cabo Caro
y otros pocos a buscar el cadáver de Pedro Aldemar y a darle piadosa sepultura en el pueblo.
Sobre ei camino, en ei propio sitIO en que había caído, encontraron la mula, sin vida, y a
pocos pasos, recostado contra la cerca, aun vivo, pero desfallecido y moribundo, con las en-
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trañas saliéndose por entre las anchas heridas de lanza y bayoneta con que estaba despedazado, encontraron a Pedro Aldemar, que tuvo la entereza de soportar en seguida no sólo
la operación quirúrgica que a la luz de unas velas procedió a hacerle el capitán Ospina, sino
que se le colocase sobre unas tablas y se le llevase a ser atendido mejor en Tequendama.
Gracias a los asiduos cuidados de Ospina y
de los compañeros, y gracias también a la fuerza de resistencia y al temple de alma de Pedro
Aldemar, de Pieschacón y de Matapiojos, los
tres entraron en convalecencia, y días después
volvieron otra vez a prestar sus abnegados servicios en el escuadrón.
Uno de los días más tristes y trágicos del
Mochuelo fue, que yo recuerde, aquel 8 de febrero, en que después de luchar como bueno
y con la valentía que lo acompañó siempre,
cayó herido de muerte, en Las Tapias, Abraham Pulido, uno de los omatos del escuadrón
Urdaneta.
A la tenue luz de tan lejanos recuerdos, trataré de hacer memoria de algunos pormenores
de los sangrientos choques que tuvieron lugar
ese día.
ENRIQUE D:E: NARV AEZ-LOS
MOCHUELOS
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El escuadrón, que desde la víspera estaba en
Soacha y que pernoctó allí, en alegre tertulia,
no obstante hallarse las fuerzas del gobierno
acuarteladas en las casas de Canoas y sus inmediaciones, oyó, en las primeras horas de la
mañana al saberse que aquéllas aprestábanse
para moverse, e! toque de clarín, dado de orden
del corone! por el motoso Uribe, llamando a
todos a montar y estar listos. Momentos después pusímonos en movimiento y, encabezados por el mayor Nariño, salimos de! pueblo,
y divididos en grupos, nos dirigimos a los sitios que aquél nos designó.
El gobierno, cansado y enardecido con la persistente acción desarrollada por los mochuelos
(ya entrabando la salida de fuerzas de Bogotá
hacia otros acantonamientos, ya teniendo en
alarma a las que se hallaban allí de guarnición,
ya capturando postas, correos, y hasta al mismo secretario de guerra del gobierno; ya promoviendo deserciones en el ejército y aumentando con ellas el personal de tropa de las guerrillas). se propuso, una vez por todas, acauar
con los mochuelos, y creyendo conseguido, envió contra nosotros, en esa ocasión, un crecido
número de selectas y veteranas tropas, entre
las que figuraban e! batallón que comandaba
100
BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
el arrojado coronel López (?), el renombrado
batallón Alcanfor (Libres de Colombia), compuesto en su mayor parte de distinguidos jóvenes de la sociedad bogotana, tales como Carlos Sáenz Echeverría, Jorge Pamba, Guillermo
de la Torre Narváez, Eduardo Maldonado (hoy
obispo de Tunja) , los Escobares Santamarías
(los mascones), los Sánchez, los Wills, y cien
más, de los cuales, en 10 general, eran buenos
amigos los soldados del Urdaneta; y el escuadrón Plata, de que he hablado en otra parte,
comandado por el valeroso coronel Ignacio Soto, y formado de muchachos sabaneros, buenos y arrojados lanceros.
Nuestras fuerzas tan sólo consistían en los
escuadrones Urdaneta, Díaz y Ardila, y en una
treintena de soldados, unos a pie y otros a caballo, que se movían a las inmediatas órdenes
de Lucio C. Moreno y de Ignacio Sánchez.
El combate, desde un principio, se hizo general en todos nuestros grupos, Y creo que nunca, como ese día, se desplegó por los mochuelos
mayor arrojo, mayor resistencia, como también
que no hubo nunca en Mochuelo mayor número de muertos y de heridos de uno y otro lado.
En las primeras horas, en lo fuerte de una carga
del escuadrón Plata, cayó herido David Aré-
ENRIQUE DE NARVAEZ-LOS
MOCHUELOS 101
valo, de quien hablé antes; luégo vino igualmente a tierra, de otro balazo, Jesús Vargas,
y más tarde fueron heridos, también, algunos
buenos compañeros de los escuadrones Díaz y
Ardila. Sixto, el abnegado ordenanza del coronel, que luchando cerca de éste fue rodeado
por varios contrarios, enérgicamente se negó a
rendirse, y murió allí atravesado por varios
lanzazos, y sin contar otras importantes pérdidas, al caer de la tarde rindió la jornada, como veremos adelante, Abraham, el querido
compañero de todos.
Aunque se trate de mi pobre persona, voy,
en castigo de mi soberbia de ese mismo día, a
contar el siguiente incidente:
Aspirando yo, pretensiosamente, a tratar de
imitar alguno de los muchos actos de valor y
sangre fría que, admirado y envidioso, había
visto ejecutar ese y otros días por la generalidad de mis compañeros del escuadrón, me uní
a Ignacio Sánchez que, como ya está dicho,
era reputado como uno de los más arrojados y
valerosos mochuelos. Poniéndome a su lado,
prdenJí compartir los aplausos y los rriunÍos
que él conquistase en el combate. Montaba yo
ese día, bien lo recuerdo, un caballo antes moro y ya perfectamente blanco, grande y forni-
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do, pero flaco de fuerzas, quizás a causa de su
avanzada edad. como pude confirmado 1uégo.
Sánchez, en cambio, lucía su destreza de jinete y de atrevido sobre un potrejón de muchos
bríos y resistencia. Se combatía en un potrero,
en el que el Alcanfor y el Urdaneta, al avistarse,
se enfrentaron los unos con los otros y trabaron combate. Sánchez, buscando estratégico
sitio donde colocar un grupo de hábiles tiradores, para hacer daño por el flanco a los alcanfores, quiso, y 10 logró, atravesar, siguiéndo10
yo, un largo y ancho pantano formado por algunas corrientes de agua y por la que las lluvias habían depositado allí, y en el que los bagaj es de Sánchez y el mío se hundían hasta la
cincha al moverse con dificultad entre el cieno.
Ignacio salió al otro lado y realizó su propósito, en tanto que mi lento caballo, jadeante y
fatigado, podía trabajosamente
adelantar camino. Y como tan sólo se hallase a la mitad del
pantano, en el cual resaltaba el color de su pelo, él y yo servíamos de certero y entretenido
blanco a los disparos de los diestros tiradores
del Alcanfor. uno de los cuales acertó a clavarle una bala en la cabeza, 10 que hizo que el pobre animal se desmadej ase hundiéndome aun
más en el fangal. Mi situación llegó a ser, al
ENRIQUE DE NARVAEZ-LOS MOCHUELOS 103
menos parecíame así a mí, muy crítica, puesto
que oprimida una de mis piernas con el peso
del rucio, esto impedíame desenredarme de la
montura y seguir a pie enjuto, y-lo que era
para mí más interesante y preocupábame sobremanera-por
seguir siendo el blanco de
mis amigos los alcanfores. Allí posiblemente hubiera muerto, más que de bala, de una especie
de desfallecimiento o congoja, que me hacía en
esos momentos ansiar el eficaz remedio del anisete de mamá Viche, congoja que me hacía renegar de las aspiraciones y de los humos que,
en mala hora, me habían movido a reunirme
a Ignacio Sánchez y a meterme con él en ese
bendito pantano. De repente oí sobresaltado
los barquinazos que, al acercarse donde yo estaba, daban unos caballos entre los almohadillales. Creí que eran los alcanfores que, cansados de tenerme de blanco de sus tiros sin lograr
acabar conmigo, iban a capturarme, con lo que
acabé de desmadejarme creyéndome del todo
perdido.
Cuál sería mi sorpresa y mi alegría al oír. en
vez del grito de «¡ríndase!», la voz cariñosa de
Manuel María, de mi buen Manuel María y de
Isidro Calderón, ese otro hermano de corazón,
quienes, observando mi situación y desprecian-
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do peligros, balas y barro, habían corrido, abnegados y buenos, a salvarme. Rápidamente
desembarazáronme de la red que me aprisionaba: el primero me hizo montar al anca de su
caballo, e Isidro desensilló el rucio, ya muerto,
y luégo, atravesando el pantano por parte menos cenagosa y de más fácil salida, me sacaron
a la orilla, donde me aguardaba el cabo Caro,
y todos emprendimos carrera seguidos de un
grupo enemigo. Ni en Puente Aranda ni en la
Magdalena había yo hasta entonces visto carrera más desaforada que la de estos tres caballos que nos conducían, al recorrer aquellos que
entonces parecíanme interminables
potreros,
hasta que, fuera ya de peligro, nos detuvimos,
y el bondadoso Isidro, poniendo mi montura
sobre un ágil cabalio, me hizo rnontar en él y
avanzar los cuatro hacia Soacha, en donde
unos descansaron cortos momentos, y otros corrimos, unidos ya al capitán Ospina, a la casa
donde estaba herido David Arévalo, a quien
éste le prestó los primeros servicios médicos
que la herida exigía.
Hacia las cuatro de la tarde, el coronel Urdaneta, viendo en Soacha la superioridad numérica del enemigo y que se acercaba la noche
sin probabilidades de mayores ventajas sobre
ENRIQUE DE NARV AEZ-LOS MOCHUELOS
105
él, resolvió aplazar hasta el siguiente día la
continuación del combate, y dispuso que los
escuadrones Díaz y Ardila se replegasen a Bosa y Sibaté, respectivamente, y que el Urdaneta, a cuya cabeza se puso, continuase marcha
hacia la venta llamada Panamá, al oriente de
Soacha.
Aunque pocos serían los que habían tomado
algún alimento después de la madrugada, ninguno se detuvo a satisfacer su apetito, entre
otros concluyentes motivos porque en tal venta no pudo encontrarse comestible alguno de
ninguna clase. Seguidos por los contrarios, que
venían picándonos la retaguardia, proseguimos, pues, camino hacia Las Tapias, no sin que
en el trayecto tuviesen que detenerse algunos
para defender a Enrique Cheyne, quien, al llegar a un arroyo de transparentes aguas, echó
pie a tierra, quitó el freno a su macho y, tranquila e impasiblemente, púsolo a beber, cuando, como he dicho, el enemigo lo teníamos muy
cerca, limitándose a responder a los que enérgica y airadamente protestaban contra el procedimiento: «Aguárdese que beba mi macho... >
Aunque de trecho en trecho los más temerarios de los nuéstros volvían caras y aprovechando todo punto estratégico de la vía, ha-
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cían frente a los contrarios y los detenían en su
marcha, esas detenciones eran cortas. Al llegar
a Las Tapias, persuadidos de que el ataque,
en vez de cesar, se hacía más fuerte por el sucesivo aumento de refuerzos que le llegaban
al enemigo, el coronel, no habituado a lo que
pudiera considerarse una derrota de su escuadrón, ordenó suspender la retirada, hacer alto,
y resistir allí al abrigo de las cercas que circundaban las casas. Así 10 hicieron todos, luchandovalerosamente; pero al caer de la tarde, en los
momentos en que el sol se extinguía entre negros nubarrones y cuando se combatía más ardorosamente, Abraham se desplomó entre "'J.los
brazos de Ignacio su hermano, y de Antoñito,
que estaban a su lado, herido de muerte-por
una bala enemiga que hizo blanco en su corazón.
Bien que la sorpresa y el hondo pesar ocasionaron momentáneo pánico, la reacción fue inmediata y terrible: encabezados por Ignacio y
Antoñito, por Eusebio y Alberto, por Isaac y
Roberto Quijano, seguidos por todos los demás,
dej ando sobre el suelo las carabinas y empuñando sus respectivas lanzas, salieron todos del
cercado y se lanzaron furiosos por el angosto
y áspero camino a encontrarse con el enemigo.
Aquello fue una avalancha
incontenible
que
ENRIQUE DE NARVAEZ-LOS MOCHUELOS 107
:
desbarató y aniquiló a cuantos se encontraron
a su paso. En la penumbra de la noche, que ya
empezaba a oscurecer el campo y los objetos,
se veían relucir y chispear las afiladas hojas de
acero al chocar y hacer blanco en los contrarios,
y se oían gritos, maldiciones y lamentos ....
Tan inesperado y terrible fue el ataque, que la
vanguardia enemiga,' en completa desorganización y desconcierto, formaba pelotones que
eran atropellados, pisoteados y despedazados
por los cascos de los caballos y por las lanzas
de los nuéstros; los que intentaban ~resistir,
caían en seguida heridos o sin vida, y los que
querían huir, rodaban por entre los derrumbaderos de los flancos del camino. Así, en furiosa
carrera, hiriendo aquí y allá a cuantos encontraban a su paso, llegaron los nuéstros hasta
las cercanías de Soach<;l,y de allí devolviéronse
cuando las cornetas enemigas, confirmando su
derrota, daban toques de retirada en toda la
extensión de la línea. El triunfo fue completo,
pero enturbiado y enlutecido con la irreparable pérdida de Abraham y de los otros compañeros que ese día rindieron su vida herolcamente.
Cubierto de polvo y de sangre regresó el escuadrón a Las Tapias, de donde en seguida, con
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pliegos del coronel Urdaneta, salió una comisión llevando, con destino a la familia, envuelto
en la bandera del escuadrón y confiado a la
hidalguía de las autoridades de Bogotá, el cadáver de Abraham, por cuya alma tuvieron allí
lugar al día siguiente, con el consentimiento del
gobierno, muy solemnes exequias, siendo conducido después al cementerio en hombros de
numerosas señoras y señoritas conservadoras
que, reunidas con tal motivo, formaron entre
ellas un imponente cortejo que rindió conmovedor tributo de admiración y de cariño a la
memoria del mochuelo muerto.
Al amanecer, entre el tenderete de heridos y
de muertos que estorbaban el paso y ensangrentaban el camino de Las Tapias a Soacha,
se encontró, entre los últimos, al arrojado coronel Aguilar (?), jefe del batallón de cuyas filas habían salido las balas que extinguieron la
vida de varios de los nuéstros, y cuyo cadáver
fue conducido, con el respeto y honores debidos, por una comisión especial de mochuelos,
al jefe que comandaba las fuerzas contrarias.
Esa noche pernoctámos en F usungá, y aun
está fresco en mi memoria el recuerdo de cómo,
en silencio y llenos de tristeza, hicimos Isaac,
Bernardo Pizano y yo, en las horas de la ma-
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MOCHUELOS
109
drugada, nuestro cuarto de ronda por los sitios
en donde, por la tarde, habíamos estado combatiendo.
Aunque el gobierno no cesaba en su empeño
de vencer y capturar a los mochuelos, para lo
cual hacía constantemente mover contra ellos
escogidas tropas al mando de jefes prestigiosos,
nunca lo consiguió, no obstante que, quizás,
no trascurrió una semana del tiempo que vivió
la guerrilla del Mochuelo sin que ésta dejase
de tener algún encuentro con aquéllas.
Por demás está decir que no siendo nosotros
un ejército que pudiera, según las circunstancias, resolver la suerte de la revolución por medio de grandes combates, sino siendo tan sólo
una .simple guerrilla, con la única misión de
molestar al gobierno y perturbar
ocasionalmente los movimientos de fuerzas destinadas
a dominar la guerra en las extremidades del
país, la suerte y la victoria no siempre estuvieron con nosotros, pues que más de una vez,
agobiados por el número de los contrarios, nos
fue preciso, para salvamos, salir en retirada
hacia Fusungá, Los 'Colorados, Pasquilla, El
Hato u otros sitios del deshabitado páramo,
adonde el enemigo no solía aventurarse o in-
110
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DE COLOMBIA
ternarse porque, sin contar las inclemencias de
las lluvias y el frío, que eran muy grandes, la
carencia de víveres y de toda clase de recursos
y de comodidades hacía bastante penosa la estadía en tan desapacibles, aisladas y lejanas
regiones. No obstante estas circunstancias, nunca en el páramo decayó el ánimo, ni se ahuyentó el buen humor, ni nunca, tampoco, ninguno
de los compañeros del Mochuelo dejó de manifestarse tal cual era.
En una ocasión los alcanfores, seguidos de
otras tropas, se aventuraron a internarse tras
nosotros en el páramo y, ya resbalando aquí
sobre los lisos gredal es de Los Colorados, ya
hundiéndose más allá entre los cenagales de las
cercanías de Pasquilla, o ya, por último, correteando por las desiertas y áridas lomas de El
Hato, pretendieron damos caza. Los soldados
del escuadrón Urdaneta, uno tras otro, formando un continuado cordón que presentaba poco
blanco a los tiradores enemigos, seguían hacia
adelante, sin hacer resistencia, seguros de que
las inclemencias del páramo les causarían a
los contrarios, a la larga, mayores pérdidas y
daños-como así fue-que los que nuestros escasos pertrechos pudieran ocasionarles. El último de la formación, o sea el último de nues-
ENRIQUE DE NARVAEZ-LOS
MOCHUELOS
111
tra retaguardia esa vez, era el abnegado cabo
Caro, quien, para evitar se quedasen atrás algunos de los nuéstros, y tal vez hasta cayesen
prisioneros, azuzaba con su rejo los fatigados
caballos, y animaba con sus voces a los compañeros en retardo, entre ellos a Manuel T rayano que, cubiertas la cabeza y la cara de abrigada montera, y casi imposibilitado para moverse entre las altísimas polainas que siempre
usaba y entre los pliegues de la espaciosa manta que a falta de bayetón lo abrigaba de la escarcha y el frío, podía apenas hacer andar a su
ya cansado bucéfalo. Y no satisfecho con esto
el cabo Caro, echaba pie a tierra, sin preocuparse de las balas enemigas, dondequiera que
tropezaba con alguna de las puertas de golpe
o de talanquera que se encontraban en las veredas que nos conducían páramo adentro; las
cerraba, y las aseguraba de modo que los contrarios, al llegar a su vez a ellas, tenían forzosamente que detenerse para restablecer el paso franco y luégo continuar la marcha, cuando
va los nuéstros, aprovechRnclose de! servicio
de Caro, adelantaban camino poniéndose fuera
de tiro de fusil.
Rendidos y muy descorazonados, en esa ocasión, llegaron con el crepúsculo los alcanfores
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DE COLOMBIA
a sitio donde pudieron acampar Y pernoctar;
pero aun más descorazonados y burlados se
sintieron a la mañana del tercer día de marcha,
al saber que los mochuelos, durante la noche
precedente, haciendo una larga y penosísima
correría por veredas y vericuetos conocidos por
algunos cazadores de venado que hacían parte
de nuestra caravana, se hallaban nuevamente
lejos del frío del páramo, de regreso en sus primitivos cuarteles de las cercanías de Soacha.
En esa persecución a que me refiero, por el
deshabitado páramo, mis compañeros del escuadrón dieron nuevas pruebas de que así como sabían tirar con su carabina y herir con su
lanza en los combates, y soportar hambres y
fríos, sabían también ser, en toda ocasión, fieles a la amistad y a la hidalguía. Entre los al~
canfores que perseguían la guerrilla se encontraban varios amigos, como Carlitos Sáenz
Echeverría, Jorge Pamba, Guillermo de la Torre Narváez, y otros que he citado antes, quienes, durante su trabajosa marcha, encontraban
en algún apartado ranchito o en otro sitio de
la ruta adonde llegaban tras nosotros, en busca de recursos y descanso, parte de nuestro
fiambre, parte de la botella de mistela o de los
tabacos y cigarrillos que nuestras familias o
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MOCHUELOS
113
nuestras generosas proveedoras de Soacha nos
habían hecho llegar con mil trabajos, y que mis
compañeros, suponiendo por experiencia propia las privaciones y hambres de aquéllos, les
dejaban, al cuidado de la vieja cuidandera del
rancho, con algunas palabras de broma escritas
al reverso de un sobre o de un periódico. Verdad es que aquellos amigos, a su vez, nos habían hecho llegar a las lejanas y escuetas casas
de Pasquilla y Los Colorados, ya una caja de
salmón o de sardinas, o ya otro comestible,
que sin demora llenaba su objeto, aunque no
el apetito de los obsequiados, viniendo todo
aquello acompañado de alguna graciosa décima o ensaladilla escrita por Carlos, por Jorge
o por Guillermo.
En una de nuestras estadías en Fusungá, el
coronel Urdaneta destinó para dormitorio del
escuadrón un amplísimo salón o depósito, lleno,
hasta muy arriba del suelo, de espigas de trigo
y, principalmente, de suelto tamo ya pasado por
la máquina de trillar, sitio al que entrábamos
pUl" unas ventanas o troneras abiertas en las
paredes.
Una noche, el capitán Ospina, Manuel María, Bernardo, Alberto y Antoñito--contravi-
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niendo las instrucciones y recomendaciones del
mayor Nariño-regresaron
a Fusungá bien tarde, casi a la madrugada, por haber prolongado
y propasado hasta el propio Soacha su cuarto
de ronda, estando el enemigo muy cerca, y allí
haber pasado unas horas de entretención en la
venta de Clemencia.
Como todos, pero en especial Manuel María,
volvían de muy buen humor y muy conversadores, el capitán, al acercarse al cuartel y enterarse por el centinela de que todo mundo dormía tranquilamente, les recomendó a los de la
comitiva entrar a acostarse en el más grande
y absoluto silencio, tanto para evitar que el
coronel y el mayor despertasen como el regaño
y quizás castigo disciplinario de ellos por la
larga demora, sin licencia, lejos del campamento.
Uno a uno, lenta y sigilosamente, fueron entrando, a oscuras, a acostarse en sus respectivos puestos; pero como Bernardo, desviándose
de la ruta, diese al pasar un tremendo pisotón
a Ignacio Pulido, que roncaba apaciblemente,
y éste despertase dando un grito, al que se siguió una sonora carcajada y un chiste de Manuel María, el capitán y los otros tres, considerándose perdidos si despertaban también el
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MOCHUELOS 115
coronel y los demás, encontraron y pusieron
por obra, como único remedio para impedir el
desastre, caer sobre Ignacio, que inoportunamente seguía dando la voz de alarma con sus
repetidos quej idos, hundirIo entre el tamo, por
la fuerza, para que callase, y hacer otro tanto
con Manuel María, que tampoco cesaba de
hablar recio y de reir. Después de sumergirIos
a suficiente profundidad, sentáronse encima de
ellos, para mayor seguridad, aun a riesgo, si era
preciso, de que se ahogasen, pero evitando así,
por el momento, que despertasen los demás y
se descubriese la avanzada hora de la noche en
que volvían de su comisión.
Hallábanse ya un tanto tranquilos, creyéndose en salvo, cuando, momentos después, algunos de los compañeros más cercanos al sitio
de la tragedia, dándose cuenta de lo que pasaba, trataban de ahogar las risas metiendo las
cabezas entre el tamo; pero como de las profundidades de éste llegase hasta ellos un raro
guru, guru, guru, indicio de que Ignacio y Manuel María se estaban asfixiando, y como también comenzase a agitarse la superficie del tamo por efecto de los rabiosos movimientos de
pies y manos que hacían las víctimas para salvarse, ninguno de los despiertos pudo por más
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tiempo reprimir las carcajadas, que al fin estallaron, haciéndose aun más ruidosas y generales al aparecer en la superficie las caras asustadas de Manuel María e Ignacio, quienes con
sus lamentos y protestas en alta voz acabaron
de despertar a todo mundo, convirtiéndose el
pajar en un gran bochinche en que era imposible saber quién reía y quién gritaba más ....
Una reprensión en público y tres días de
arresto a cada cual les costó el chiste a los cinco mochuelos que formaron el cuarto de ronda
de esa noche en el páramo.
Esa escena me hace recordar esta otra, que
tuvo también lugar en una de nuestras corre~ por el'paramo:
nas
En una desmantelada vivienda, cuyo cuarto
principal nos servía en común de dormitorio
y de refugio contra los vientos y las lloviznas
del páramo, una fría noche, Enrique Cheyne,
después de prestar, fuera, su turno de centinela en la avanzada, entró ya tarde a acostarse
al lado de los otros compañeros.
Como el puesto que para ello eligió quitase
toda comodidad e impidiese hasta moverse
a los colindantes de lecho, que lo eran esa noche Isaac, F ranquito J osé, Alberto e Isidro,
ENRIQUE DE NARVAEZ-LOS MOCHUELOS 117
éstos, calientes con la impertinente intromisión de Cheyne a sus dominios, y deseosos de
vengarse de él y de sacado, si era posible, de
su habitual flema y pasibilidad de legítimo inglés, aguardaron a que se durmiese, y obtenido
esto, Isaac y Alberto ataron callada y cuidadosamente los pies de Cheyne con el cabestro
de una jáquima, echaron el sobrante de la cuerda por encima de la vara o viga que a unos
cuatro metros de altura formaba parte del maderamen de la casa, y, tirando luégo del extremo de aquélla, treparon hasta allá en un momento, con la vigorosa ayuda de Isidro y de
Franco, al durmiente, que se despertó dando
vueltas colgado del cabestro.
Cheyne, al encontrarse de repente en tan
forzada e incómoda posición, sin decir una palabra, saca del bolsillo una afilada navaja, la
abre pausadamente, corta la cuerda que aprisiona sus pies, y cae tranquilamente cuan largo era encima del feroz Lecouvreux, el que al
sentir el formidable choque y ver, sorprendido,
la extraña y brusca manera como se le trataba,
las emprendió a puños contra Cheyne, que io
venció con su inalterabilidad y mansedumbre,
obligando a Lecouvreux a ir a buscar en otro
rincón sitio más apropiado y holgado para pa-
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ALDEANA
DE COLOMBIA
sar las horas que aun faltábanle de sueño, las
que resultaron ser muy breves, pues que lo
ocurrido convirtió en bochinche y diversión
para todos el resto de esa agitada noche.
Los del escuadrón éramos, por lo general,
poco precavidos en materia de bucól ica, pues,
ateniéndonos a los recursos que pudieran encontrarse donde fuéramos, rarísima vez nos
ocupábamos de llevar comestibles con nosotros. No sucedía lo mismo a Manuel José
Tovar (el previsivo Tovar) y a Ricardo Umaña, nuestros buenos compañeros del Mochuelo,
que siempre llevaban consigo, sobre robusta
mula, conducida por su ordenanza el chino Nazafio, un par de petacas tolimenses bien provistas de famoso comistraje, cobijas y otros
artículos que, para los demás, eran considerados de gran lujo y motivo de general envidia.
Una de las distintas veces que nos hallámos
en el páramo desprovistos de todo recurso, a
ración de un pedazo de carne cruda recién desprendida de la res o el cordero que habían logrado conseguir los proveedores Mac Allister,
Umaña o Duque, y de una taza de agua de panela a mañana y noche, descubrimos una tarde Bernardo, Isaac y yo que Nazario, el chino
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MOCHUELOS
119
ordenanza de Tovar y Umaña, ocultándose detrás de unas montoneras de trigo, se ocupaba
en prender una hoguera, junto a la cual alcanzámos a distinguir una atrayente olleta, tazas
sobre limpios platos, pastillas de provocativo
chocolate y algunos panes y bizcochos. Incitados por tan atrayente espectáculo y dejándonos vencer de la pecaminosa ocasión, corrimos
donde Carmelita, la cantinera proveedora, de
quien obtuvimos en préstamo un mantel y dos
sábanas de su uso personal, únicos restos y despojos que subsistían del avío que ella había
llevado días antes al páramo para proveer de
algunos alimentos al escuadrón.
Ya bien combinado nuestro plan y en posesión de tan preciosas prendas-tan
oportuna y
casualmente conseguidas-fuimos
a situamos,
sin que nadie nos viese, tras uno de los montones de trigo, desde donde observámos los preparativos de Nazario y el esmero que ponía en
trasformar en espumante chocolate las pastillas de cacao que sus dos patrones le habían ret,
damente en lugar apartado, esperaban saborear
con el sabroso aditamento del pan y los bizcochos.
Juzgando que había llegado el momento de
poner por obra nuestro combinado plan, pues
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las sombras de la noche comenzaban ya a cobij ar y a oscurecer el campo y a desvanecer y
confundir los objetos por la ida de la luz, nos
transformámos, gracias al mantel y las dos sábanas, en tres fantasmas blancos, una de los
cuales se hizo, repentinamente, visible al chino
Nazario, hízole unas muecas y volvió a ocultarse. Por la demudez que se operó en la cara
del chino bien comprendimos la terrible sorpresa y la impresión que esa rápida aparición le
había causado; mas, como él, pasándose las
manos por la frente y refregándose los ojos para ahuyentar sin duda malos pensamientos,
continuase luégo soplando y haciendo hervir el
chocoiate de la olleta, sin dejar por ello de echar
furtivas miradas hacia donde había visto o
imaginádose ver algo muy extraño para él, un
segundo fantasma se asomó por el opuesto lado haciéndole la misma risible pantomima del
primero. Nazario, no teniéndolas ya todas
consigo, pálido, y con un temblor convulsivo
que daba lástima, pretendió coger la olleta y
los bizcochos y salir corriendo. Pero no le dimos tiempo para hacerla, porque presentándose conjuntamente los tres fantasmas y acercándonas al chino entre contorsiones y muecas,
éste dio un terrible berrido, más que grito; trató
ENRIQUE DE NARV AEZ-LOS MOCHUELOS 121
de huir, dio unos pasos y cayó de nuevo al suelo
medio muerto del horror y del susto.
Sin preocupamos de su suerte, Isaac, Bernardo y yo arrebatámos presurosos la olleta,
las tazas, el pan y los bizcochos, y en carrera
abierta fuimos a refugiarnos a una chamba seca
que se hallaba no muy distante, y allí, lejos de
las miradas de nuestros compañeros y de las del
mundo, saboreámos complacidos ese delicioso
chocolate con los sabrosos respectivos panes
y bizcochos.
En seguida nos apresurámos a colocar en el
mismo sitio donde habían estado Nazario y la
hoguera, lo que quedaba del cuerpo del delito,
o sean las tazas y la olleta; y temerosos entonces de las represalias y venganzas de los queridos Previsivo y Umaña, no vinimos a obtener
de ellos el perdón de ese hurto y a sincerar la
honradez de Nazario sino tiempos después, ya
lejos del Mochuelo, cuando les confesámos haber sido nosotros los causantes de haberlos privado de su chocolate aquella recordada tarde
.
1
pa:saua
ti
I
1
t1
~t...
.-_
1-'c:11c:1111V.
Ese suceso fue el origen de la formación y
establecimiento en el Mochuelo de la resonante
compañía Ru.ssi, de la que me ocuparé adelante,
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que tan satisfactorios resultados nos dio en el
páramo a los que formábamos la banda.
El continuo ir y venir de jinetes entre el
cuartel del coronel Urdaneta, en Soacha, y los
apartados lugares donde acampaban el escuadrón Ardila, el escuadrón Díaz y los destacamentos y avanzadas; la actividad con que eran
recogidas y reunidas las brigadas, y con que
se trasportaban a Soacha las armas y pertrechos que no estaban en mano; la colocación de
pequeños grupos de inspección y vigilancia en
el camino real de Bogotá y en las haciendas colindantes, y el bullicioso entusiasmo con que
el personal de los escuadrones y tropa se apresuraba a ejecutar esos movimientos ordenados por el coronel, hacían que la víspera del
día de Inocentes de 76, reinase en el campamento la más grande animación, todo esto motivado por los avisos, recibidos en la mañana,
de que numerosas fuerzas del gobierno saldrían
al día siguiente de Bogotá a atacar y dispersar
a la guerrilla.
Cumplidas puntualmente
aquellas instrucciones y órdenes del coronel, la animación y
movimiento no cesó ni aun en la noche, pues
que el baile y los bambucos se prolongaron,
ENRIQUE DE NARVAEZ-LOS
MOCHUELOS 123
para los del escuadrón Urdaneta, hasta muy cerca de la aurora, que apareció radiante esa mañana, en un cielo azul lleno de luz y de belleza.
En las primeras horas del 28 el ejército del
gobierno, compuesto de unos 800 al, 000 hombres, en su mayor parte de infantería, al mando de un prestigioso y renombrado general,
salió de los cuarteles de Bogotá y emprendió
ordenada marcha por el amplio y desapacible
camino que conduce a Soacha.
Siéndome del todo imposible, por falta de
memoria y de capacidad, anotar detalladamente los incidentes de ese día de combate
en los llanos de La Cruz, de Terreros y de Malachí, en La Cantera y en los alrededores de
Soacha, tan sólo relataré, yeso sin hilación y
a grandes rasgos, algunos, muy pocos, de tales
incidentes.
Hacia las la, la vanguardia enemiga llegó al
puente de Basa y allí fue detenida por el destacamento del Mochuelo que, parapetado tras
las tapias y cercas contiguas al puente, empeñó
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a los más avanzados de aquélla; mas como la
vanguardia fuese reforzada por las tropas que
la seguían, el destacamento vióse obligado a
replegarse hacia La Cantera, llevando heridos
124
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de bala a Luis, uno de los soldados, y a Machaca, el valiente Machaca, digno descendiente de
los aguerridos indios que en épocas remotas
fueron los señores y dueños de las extensas tierras que sirvieron ese día de teatro del combate.
Los que se hallaban apostados en La Cantera, enardecidos a la vista de los compañeros
heridos, hicieron vigorosa resistencia a los contrarios, que cargaban de lleno sobre ellos, y
como, a su turno, fuesen reforzados y apoyados los mochuelos por otros grupos, el combate
se intensificó y se hizo general en todas partes.
Horas después, entre el humo de las descargas, veíase de tiempo en tiempo, en los sitios
donde la lucha era más vigorosa y el peligro
mayor, la marcial y arrogante figura del coronel Urdaneta, quien montando su preferido
caballo bayo crinesnegras, iba a ponerse a la
cabeza de uno u otro escuadrón o de uno u otro
grupo, llevando luégo el triunfo dondequiera
que prestaba el contingente de su personal, sin
igual arrojo y sangre fría.
Allá, muy lejos, entre unos cuantos soldados
socorranos de la infantería enemiga, se veía a
Lecouvreux, quien, como lo conté en otra parte,
considerándose perdido, hace uso de su elocuente prosopopeya, grita airado a aquéllos que se
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MOCHUELOS
125
rindan, y obtenido ésto, hace que los vencidos
sigan a Soacha, entreguen allí las armas y vayan a aumentar el ya crecido número de contrarios rendidos, a quienes las abnegadas y
desinteresadas proveedoras del escuadrón Urda neta les reparten en la plaza del pueblo pan
y chicha, mientras las compañeras recogen y
nos guardan las armas y pertrechos.
En las primeras horas se ve a Bernardo Pizano atravesar el llano al galope de su caballo para cumplir una orden urgente del coronel en
uno de los extremos de la línea. Con su blusa o
chaqueta de bayeta galoneada de azul, sombrero de anchas alas en cuya copa resalta la
divisa de los mochuelos (<<azuly blanca-color
de cielo-es la divisa de mi opinión», como decían unos de los populares versos que entonces
se recitaban o cantaban en nuestros campamentos), Bernardo, cuya distinguida figura
atraía las simpatías y el cariño de todos, es herido por una bala enemiga que perfora una de
sus botas altas y se incrusta en parte muy sensible y dolorosa, ocasionando copiosa hemorragia con que se empapan los cascos del caballo.
Impasible sigue adelante, cumple su comisión
y vuelve nuevamente por entre el fuego enemigo a dar cuenta del encargo al coronel, quien,
126
BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMlnA
al ver la sangre que corría de la herida, hace
que Bernardo, no obstante su resistencia, se
retire acompañado de dos compañeros a lugar
seguro y que allí reciba los servicios quirúrgicos del capitán Ospina (1).
(1) La distinguidísima señora, ornato de nuestra sociedad, doña
Elisa Restrepo de Pizano, viuda de Bernardo, sabiendo que en
estos apuntes traía yo el recuerdo de esa herida, ha tenido la
bondad de enviarme copia, sacada por uno de sus hijos, de la siguiente carta escrita por mi poco tiempo después de nuestro regreso de Mochuelo, cuyo original ha encontrado y guarda ella entre los papeles de Bernardo:
.Mi querido Bernardo: te mando con el muchacho la .Revista
de BogotÁ. y los calzones que tenías puestos cuando te hirieron
en l\1ochuelo. Como verás, están hechos una mugre. Sin embargo, no he querido que los toquen para nada, porque sería quitarles mérito. Ellos guardan en ese agujero gran parte de tus glorias. Ellos apretaron más de una vez los ijares de algún fogoso
corcel que (como .El Tuerto. y .El Cisne., aquellos en que fuimos una noche a Soacha y en que por poco no contamos hoy el
cuento), se precipitaba entre nuestros enemigos .. " Ellos, como
se ven hoy, sin un solo botón, nos recuerdan el estado de pobreza y de desolaci6n en que nos encontrábamos; yeso que tus
calzones eran los mejorcitos que haoía. ¿Qué valdrían, sin embargo, para ti, o para cualquiera de nosotros, esos calzones nuevos,
con todos sus botones, sin remiendos cosidos con fique por nosotros mismos? ... Nada, absolutamente nada. Siento verdadera
pena al separarme de ellos; ellos, como sabes, fueron los que yo
traje puestos cuando nos vinimos de Mochuelo ....
,Por qué seria que yo llegué tan escotera? . " Mi traje era el siguiente: tus
calzones; chaqueta de Alberto Quijano; botines que, después de
mucho esfuerzo, me prest6 el jetón Momoy .... Yeso de la ropa
interior, qué ajuar aquél: se me caen las alas del coraz6n al re·
cordarlo: franela de Lecouvreux, que me quedaba tan grande co-
ENRIQUE DE NARVAEZ-LOS
MOCHUELOS
'127
En el extremo del llano, en descubierto y a
la pampa, los que con Alberto Quijano hacían
frente a una aguerrida partida, ven desplomarse a éste del caballo y venir a tierra. Tendido
sobre el suelo, con los ojos cerrados y las dos
manos apretando el pecho, presentaba el aspecto de hallarse gravemente herido. Sus compañeros lo rodean, dos de ellos se desmontan,
e inclinándose sobre él, buscan afanosos la sangre que indique en dónde está la herida; mas,
no encontrando sangre, le levantan los brazos,
10 examinan por uno y otro lado, lo sacuden,
le toman el pulso, y 10 llaman a grandes voces...
Alberto, con aquel modo tan gracioso con
que decía las cosas, contaba luégo que enterado
él-pues había oído perfectamente el dictamen
mo esas camisas que tú usas aquí para dormir; calzoncillos ....
esto es grave .. ,. no traía; medias, esto también es famoso, recuerdo eran unas de Virginia Daza, que a ella le habían quedado
grandes y me las cedió, viniendo a hacer el doble oficio de medias y de calzoncillos .... Yo no sé si todos vendrían así; mas lo
que era yo, venía, lo recuerdo, como esos muchachos de la calle
a quienes cada año viste doña Elena Miralla con la ropa vieja de
todo el que le da ....
Tuyo de corazón,
E.
DE NARVABZ
P. S.-La chaqueta y lo que tú me tienes allá hazme el favor
de guardármelo unos días más: estamos de trasteo y tú sabes qué
cosa es eso. Vale -E. de N.»
128
BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
y diagnóstico de los compañeros-que no estaba muerto, ni atravesado de parte a parte,
ni tampoco herido, de lo que acabóse de persuadir al retirar sigilosamente una mano de
sobre el adolorido pecho, acercarla a los ojos y
ver por entre los entreabiertos párpados que no
estaba teñida de sangre, se sentó, luégo paróse,
sacudióse y se declaró otra vez vivo ....
Lo ocurrido lo había motivado una bala de
rebote que se estrelló, sin entrar en el pecho,
sobre la correa del portarrifle, causando el
choque un dolor tan terrible que Alberto creyó
había sido atravesado del balazo, desplomándose, en consecuencia, al suelo, para allí morir
menos incómodamente.
Entre bromas, regaños y risas, Alberto y los
compañeros volvieron a montar, y siguieron
peleando.
Roberto Quijano, Manuel María, los Pulidos y Duque, en unión de Anastasio y de Tarquina, y seguidos por el escuadrón Díaz, hacen
una brillante carga sobre un batallón contrario, el que, impotente ante el incontenible empuje de aquéllos, cede, desorganízase, y la mayor parte se rinde, siendo encargados Duque,
T arquino y unos pocos de hacer llegar a la plaza de Soacha a los vencidos, en tanto que el
ENRIQUE DE NARVAEZ-LOS
MOCHUELOS
129
resto de los vencedores continúa haciendo proezas de valor entre las filas del ejército del gobierno.
Inútiles habían sido los distintos esfuerzos
hechos desde las primeras horas para conseguir
desaloj ar y vencer un mermado batallón de
infantería parapetado
detrás de una cerca de
piedra, desde donde hacía bastante daño. Más
de una vez pelotones de nuestra caballería,
encabezados por Ignacio Pulido, o por Ignacio
Sánchez, o algún otro arrojado mochuelo, habían llegado hasta el pie de la trinchera; pero
viéndose precisados a retirarse rápidamente,
obligados por el fuego de defensa de los contrarios, comandados por el valiente y esforzado jefe Pedro Elías Otero, quien, en los momentos más ardorosos del encuentro, subiéndose a la cerca, paseábase impasible sobre ella
animando con su ejemplo y con sus voces el
brío de sus soldados. Era indudable que la
suerte final del combate dependía en gran parte, para el ejército del gobierno, de la resistente
constancia y coraj e de ese puñado cle veteranos comandados por tan valeroso jefe.
Antoñito
(quién de los que estuvieron en
Mochuelo podría olvidar su airosa y simpática
figura: su típico sombrero de castor, color ca-
130
BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
neta, blusa de bayeta, botas altas, montando
ese día su caballo castaño, el sargento, caballo
de general renombre en la sabana y en las plazas y calles de Bogotá, donde su dueño, con
reconocida maestría, había hecho lucir su agilidad y nobleza de condiciones, de las que ese
mismo día tantos triunfos alcanzó el jinete);
Antoñito, que, secundando y haciendo ejecutar
las órdenes de defensa y de ataque del coronel
Urdaneta, se le encontraba unas veces peleando al lado de éste, otras en los extremos de la
línea de fuego, otras en el centro; dondequiera
animoso, despreciando el peligro y acreccntan·do el entusiasmo de todos; observando el infructuoso resultado de los indicados ataques al
batallón de Otero, llama a algunos compañeros, corre donde combate el comandante Ardila, pídele la mitad de sus jinetes, colócase a la
cabeza de ellos, los entusiasma con sus ardorosas palabras y, tomando la delantera, da la
voz de ja la carga!
Rato después Otero, abandonado de los suyos, unos por deserción en desbandada y otros
por haberse rendido; agotados los proyectiles
de su revólver, rota la espada, ofuscado y medio ciego por haber sufrido la pérdida de sus
anteojos, se defendía arrojando con vigoroso
ENRIQUE DE NARV AEZ-'::LOS
MOCHUELOS' '131
esfuerzo contra los nuéstros grandes piedras
de la cerca que habíanle servido de trinchera,
y al fin, estoicamente, se cruzó de brazos ante
la intimación de entregarse, hecha en caballerosos términos por Antoñito. En tanto que los
rendidos eran encaminados hacia Soacha, Antoñito hizo montar a Otero en ancas de su caballo y, con él a la grupa, se encaminó en busca
del coronel Urdaneta.
En el trayecto, el fornido comandante Otero,
palpando la flaca constitución física de Antoñito, creyendo que la suerte, que lo había abandonado, a última hora volviese a ponerse de su
lado, y aprovechando la circunstancia de hallarse en sitio lejano de los compañeros de Antoñito, envuelve entre uno de sus brazos a éste,
toma con la otra mano las bridas del caballo,
vuelve riendas, y se dirige adonde estaba el
resto de la tropa enemiga, llevando prisionero
al que, como a tal, habíalo conducido confiadamente hasta allí.
Vanos hubieran sido los desesperados esfuerl~n
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brazos que lo aprisionaban, y fácil, quizás, hubiera sido a Otero alcanzar a reunirse a sus
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lo que pasaba, no ocurriera a la defensa de An~
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132
BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
toñito, y no hubiera,
«mediante una simple
insinuación hecha con la punta de su lanza,
como aquél contaba, sobre la espalda del pretendido raptor», obligado a Otero a volver sus
brazos a su primitiva posición de vencido, dando así libertad a Antoñito para hacer conducir
a Otero, por Roberto, Isaac y otros, a las casas
de la hacienda de Canoas, donde, en la noche,
al llegar allí el escuadrón, fue acogido y atendido Otero por todos, con la más franca y amistosa deferencia y cordialidad. El coronel Urdaneta obsequiólo especialmente,
y al terminarse la comida, que se sirvió esa noche en el
comedor principal de la casa de la hacienda,
manifestó a Otero que desde ese momento se
considerase como simple huésped y en libertad
para hacer lo que a bien tuviese, inclusive ponerse en marcha inmediatamente
para Bogotá,
para lo cual puso a sus órdenes la custodia y
los bagajes necesarios.
Pedro Elías, sensible a tantos agasajos, prefirió quedarse y pasar unos cortos días, como
en efecto lo hizo, con los mochuelos, que fueron desde entonces sus amigos, pues que ese
día nació en Pedro Elías, como nació en Urdaneta, los Narváez, los Quijanos, los Pulidos
y los demás compañeros, la leal amistad y el
ENRIQUE DE NARV AEZ-LOS
MOCHUELOS
133
sincero cariño que recíprocamente unió hasta
la muerte, al uno con los otros, a esos buenos
patriotas.
Al igual de los vencedores del batallón Otero, una docena de mochuelos con el' capitán
Ospina e Isidro Calderón a la cabeza, arremetieron contra una fuerza enemiga, consiguiendo vencerla y capturar un buen número de
soldados en los llanos de Terreros, Otro tanto
consiguieron, en los campos contiguos, otros
grupos conducidos por Ignacio Sánchez, Mac
Allister y Arrubla.
El triunfo fue general y espléndido.
Cuando ya los restos de las fuerzas contrarias se alejaban de Puente de Basa hacia Bogotá, el coronel Urdaneta, acompañado de todos los combatientes, entre aclamaciones de
contento, se encaminó a la plaza de Soacha,
donde cuidados y atendidos por las gentes del
pueblo, incluso las mujeres, se encontraban,
desarmados, los prisioneros hechos, que ascendían a unos ciento cincuenta. Otros tantos se1,....~
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dispersión, etc., etc., perdió también allí, ese
día, el gobierno.
Al, oír los prisioneros, de boca del coronel
Urdaneta, que éste les concedía a todos la li-
134
BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
bertad, y que tranquilamente
podían volver a
sus casas, las aclamaciones y vivas de los agraciados resonaron en todos los rincones del poblado. Ya entrada la noche, el coronel, rodeado
de su escuadrón, se desmontó en su casa de
Canoas, donde acampó.
El 28 de diciembre fue considerado por los
mochuelos como el más glorioso de los días de
esa campaña; y, por repetidos, largos años,
fue esa fecha festej ada por ellos como la conmemorativa
de sus combates,
peripecias
y
triunfos; como día en que, congregados en íntima reunión los que habían hecho parte del
escuadrón Urdaneta, presididos por el coronel
y por Nariño, y acompañados,
varias veces,
de Pedro Elías Otero, y otros amigos, hacían
memoria de su vida de Mochuelo, rememoraban las impresiones alegres o tristes de entonces, repetían, para conservados
siempre frescos en la memoria los hechos de armas, las aventuras, las anécdotas que cada cual recordaba,
gratas reuniones que hacían fortificar el afecto que unía a los concurrentes y que, a la vez,
reavivaba la adhesión y lealtad a la causa política por que todos ellos habían luchado en los
campos del Mochuelo. Esas íntimas reuniones
fuéronse acabando desde que acaeció la muer-
ENRIQUE DE NARVAEZ-LOS
MOCHUELOS
135
te de los primeros compañeros, y no volvieron
a tener lugar nunca desde que Antoñito, el
promotor de ellas, rindió también la jornada
de la vida.
En cierta ocasión, agobiados por la superioridad numérica de las caballerías del gobierno,
uno de cuyos comandantes era esa vez el arrojado coronel Carlos Barriga, antiguo amigo
personal de Urdaneta, y de otros mochuelos,
vióse forzado nuestro escuadrón a replegarse
ante aquéllas, e ir a internarse en los montes
de Canoas, después de recia resistencia y de
agotar su acostumbrada valentía y el recurso
de su conocimiento del terreno donde se desarrollaba un ya largo combate.
Llegados al umbroso paraje llamado Chipa,
echámos pie a tierra; los ordenanzas condujeron nuestros ensillados caballos a sitio oculto
y seguro en las cercanías del Charquito, y eJ
personal del escuadrón, fraccionado en grupos
de 3, 4 ó 5, se dispersó, a pie, por el bosque,
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do y de no hacer ningún ruido, a fin de evitar
ser descubiertos por el enemigo.
Cercanos pero sin vemos, oímos, ni entendemos los unos y los otros; aquí el coronel Ur-
136
BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
daneta, Nariño, Antoñito e Isaac; allá, el capitán Ospina, Ignacio Pulido, Bernardo y Arrubla; más allá, Roberto Quijano, Manuel María, Mac Allister y el catire González; en la
hondonada, el cabo Caro, Isidro, Franco, Troyano y Boterito José; hacia abajo, Lecouvreux,
el previsivo, y Umaña, y así, regados en pequeños grupos, los demás compañeros, nos dispersámos entre el monte.
Al doctor Joaquín Martínez Escobar, a Alberto Quijano, a Justino Arroyo y a mí, nos
tocó situamos junto a unos grandes pedrones,
en cuyo musgoso pie nos tendimos a descansar.
La sabrosa e instructiva conversación, en voz
baja, del doctor Martínez Escobar-irreprochable caballero, gran patriota, hombre adusto, abnegado y enérgico, que jamás flaqueó,
a pesar de sus años, ante las penalidades y privaciones de la vida de campaña, ante las inclemencias del tiempo, ni ante nada, ni nadieconvertía en agrado, para Alberto, J ustino y
para mí, la monotonía de las horas. De tiempo
en tiempo atraía nuestra atención la aparición
de algún venado salvaje que, sorprendido de
nuestra presencia en esos sus solitarios dominios, huía presuroso, al vemos, hacia lo más
intrincado del bosque. En las horas de la no-
ENRIQUE DE 'NARVAEZ-LOS
MOCHUELOS
137
che, cuando la naturaleza dormía, llegaba hasta nosotros, en son de arrullo, el eco estruendoso del Funza al precipitarse en' El Salto.
En la tarde de ese mismo día del repliegue
del escuadrón a Chipa, nuestra tranquilidad y
sosiego se trocó repentinamente en inquietud
y vivo sobresalto, al oír, arriba, en los bordes
del monte, por donde habíamos entrado a éste,
pisadas de caballos, algarabía, y la voz del coronel Carlos Barriga, que decía a los que lo
acompañaban: «Por aquí ha debido pasar mi
tocayo Urdaneta, pues sólo él fuma esos cigarrillos tan feos». Referíase a una cajetilla vacía, de cigarrillos americanos, que descuidadamente había arrojado Urdaneta al suelo, en
su marcha. Rato después, la inquietud desapareció al observar que se extinguía la algazara, y que Barriga y su séquito continuaban
. la inspección del campo en dirección diametralmente opuesta a la en que el escuadrón se
encontraba.
Al día siguiente, nuestro largo silencio y no
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de otros, fueron gratamente interrumpidos por
la voz estentórea del coronel Urdaneta, quien,
informado por uno de los espías, de que el enemigo se estaba retirando hacia Soacha, gritó,
138
BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
despertando eco en todos los rincones de Chipo: «Arriba, muchachos.
Recoger
caballos;
montar, e ir a picar la retaguardia de Barriga».
Dos horas después, al caer ya la luz de la
tarde, salimos a las casas de Canoas, y pasando
el río, entonces crecido, a nado, sobre nuestros
caballos, por haber sido destruído el puente
por una partida enemiga, dejando tan sólo dos
largas vigas unidas, para dar pasaje, con peligro, a la gente de a pie, seguimos presurosos,
detrás del coronel Urdaneta, hasta La Cantera, desde donde enviámos certeramente
a los
contrarios, como despedida, los proyectiles que
aun quedaban en nuestras cartucheras.
Bien recuerdo, y de esto hago memoria para
dar fe de la indiferencia y desprecio con que la
generalidad de mis compañeros mi raba el peligro, a la vez que para testificar la bondad y
nobleza de condiciones de algunos de nuestros
caballos del Mochuelo,
que, por haber
los
ordenanzas dej ado extraviar en el camino del
Charquito a Chipa la cabalgadura de Manuel
María, Roberto Quij ano hizo montar a éste en
ancas de la suya, llegando de esa manera a Canoas cuando los demás ya habíamos pasado
el río y seguido para Soacha.
Montaba Roberto el Abalorio, fuerte y ner-
ENRIQUE DE NARVAEZ-LOS MOCHUELOS 139
vioso caballo, criado y consentido en las dehesas de Potrero-Grande. entonces de la familia
Quijano. Ansiosos los dos jinetes de alcanzar
a los adelantados compañeros, llegan al puente,
ya de noche, observan que ha sido destruído,
y considerando que el paso a nado, por el río,
era bastante incómodo y retardaría mucho su
marcha, Roberto acaricia y aguija al Abalorio,
y éste, obediente a la voz y. dirección de su
amo, entra al nuevo puente, o sea al estrechísimo pasaje formado por las vigas que de tal
servían, a algunos metros de altura sobre el
río, y cuidadosamente, paso a paso, llevando,
ágil, sobre sí, el peso no pequeño de los dos jinetes, llega por fin al otro lado, y allí, a una
nueva caricia y a una nueva excitación de
aquéllos, emprende veloz carrera hasta alcanzar, ya de regreso, cerca de La Cantera, al resto de los compañeros del escuadrón.
Todos reunidos fuímonos luégo para Soacha a indemnizamos allí de la privación de alimentos sufrida durante las largas horas pasac1~~ e.n nlle.~t.r~ rp.tir~c1~ ~ ~nin()
-
-
-
- - -
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--
-
. .1-
-
.
Muy pocos días después de ocurrido lo que
acabo de relatar, el valeroso general Adolfo
Mario Amador-bien conocido en Bogotá por
140
BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBL\
su caballerosidad y generoso carácter, por su
distinguida figura, y por la elegancia y esplendor de uniforme y de arreos con que, de ordinario, dirigía, en la plaza de Bolívar, las grandes paradas del ejército en los días de fiestas
patrias-animado, probablemente, en esta ocasión, por lo que Barriga contara de su expedición contra los mochuelos, aceptó de la comandancia en jefe la comisión de ir, a su turno, a
la cabeza de dos escuadrones de caballería,
a acrecentar su fama militar capturando a los
contadísimos revolucionarios que, según parecer de Barriga, por lo que él había visto, formaban la guerrilla del Mochuelo.
Entre toques de clarín salió de Bogotá el general Amador, a la cabeza de los dos escuadrones, y rápidamente y sin temor se encaminó
hacia Soacha, donde había dispuesto pernoctar.
Informado el coronel Urdaneta de todo esto, y considerando que combatir y vencer a un
número doble de los soldados de su escuadrón
era fácil para éstos, resolvió impedir que Amador y los suyos llegasen a Soacha y, si era posible, que regresasen ese mismo día, vencidos,
a sus cuarteles de Bogotá. Con tal fin dictó las
órdenes conducentes, de modo que cuando
aquéllos, entusiastas y confiados avanzaban
ENRIQUE DE NARVAEZ-LOS
MOCHUELOS' '141
por el camino real, fueron bruscamente sorprendidos en la Cruz dé Terreros por los mochuelos, que saliendo, unos de detrás de las
cercas, otros de las cañadas, y de dondequiera
que el terreno se prestaba para ocultarse mientras llegaba la hora, cayeron arrojadamente
sobre la caballería, hiriendo aquí y allá, y llevando el desorden y la desorganización a las
filas enemigas, las que, poseídas de sorpresa y
de temor intentaron vanamente sostener la
terrible acometida, viéndose, al fin, obligadas
a volver caras y a emprender precipitada retirada a Bogotá. Tres o cuatro de los nuéstros
pretendieron durante la refriega capturar al
general Amador; mas éste logró emprender la
retirada, sin lesión alguna, gracias a la agilidad
del magnífico caballo que montaba. Tras él
siguieron, persiguiéndolo a cortísima distancia,
nuestros cuatro mochuelos, hasta la entrada
a Bogotá. Cinco horas después de haber emprendido marcha, regresaba el general a la
ciudad, conducido por su magnífico bridón que,
acezante y medio ahogado de fatiga por la rapidez de la carrera, cayó desplomado al desmontarse aquél en las puertas del cuartel.
Los mochuelos regresaron a Soacha llevando
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BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
consigo prisioneros
Amador.
diez de los soldados
de
Bien sabido es que en la generalidad de los
acontecimientos de la vida predomina la prosa
sobre la poesía, y estampo aquí esta perogrullada, este lugar común, como dicen los escritores, porque después de relatar tantos recuerdos, impregnados sin duda de espiritualidad y
de cierto encanto, quiero consignar ahora uno
que, aunque prosaico y vulgar, hace conocer
uno de los rasgos característicos y distintivos
de lo que fue la generalidad de los soldados que
formaron el escuadrón Urdaneta, rasgos característicos que, a no dudado, hacen contraste
con los que, en casos análogos, se han observado en posteriores tiempos: me refiero al hecho de que la generalidad de esos soldados, durante su campaña del Mochuelo, atendieron
con sus propios personales recursos-que
por
cierto para algunos eran bien pobres y escasos-a su subsistencia. Sólo de tiempo en tiempo, cuando el coronel Urdaneta ordenaba generosamente la venta de algunas de sus reses
de Canoas, o cuando alguno de los pudientes
del escuadrón u otro copartidario, hacía donaciones iguales, la parte proporcional del pro-
ENRIQUE DE NARVAEZ-LOS
MOCHUELOS' 143
ducto de esas ventas la recibían nuestros proveedores del escuadrón, los probos y desinteresados compañeros Mac Allister, Umaña y
Duque, quienes, saliendo de ordinario defraudados, prestaban el señalado servicio de atender a los principales gastos del escuadrón en
sus correrías por los páramos, etc. Los gastos
de subsistencia en Soacha, donde de ordinario
acampaba el escuadrón, fueron hechos particularmente por su personal. Conservo el comprobante de que, tiempo después de regresar
de Mochuelo, pudimos mis hermanos y yo
acabar de cancelar a las bondadosas señoras
Dazas el saldo de nuestras respectivas cuentas
por subsistencia en su hospitalaria casa, quedando vigente y nunca pagable nuestra deuda
de gratitud hacia ellas por los servicios y cuidados que entonces nos prodigaron.
Gratas y alegres fueron, en especial para algunos de los soldados del escuadrón Urdaneta,
aquellas horas en que algún amigo personal
del coronel Urdaneta, aunque notorio e irreductible adversario político suyo, iba a nuestro campamento a visitarlo con motivo de algún negocio particular, urgente, o por pura
amistad. Provisto del correspondiente pasa-
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BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
porte del gobierno, y previo aviso comunicado
secretamente por intermedio casi siempre de la
dignísima señora de Urdaneta,
el visitante se
presentaba, solo y confiado, en nuestras avanzadas, de donde era conducido a nuestras toldas, y allí recibido siempre con los brazos abiertos y con la más franca cordialidad.
Como los cuarteles de los mochuelos estaban tan cercanos a la ciudad, es de suponer la
cuidadosa, constante
vigilancia con que, por
medio de espías y de pequeños destacamentos
colocados en distintos
estratégicos
puntos,
atenderíamos a nuestra común seguridad contra posibles y fáciles sorpresas del enemigo.
El servicio de cuarto de ronda o de jefe de día
para visitar e inspeccionar en la noche esas
retiradas guardias y todo el campo militar,
era por lo general duro, monótono, molesto y
peligroso.
Esa monotonía y esa molestia-aunque
no
el peligro-dejaban
de sentirse, al hacer tal
servicio, cuando alguno de esos amigos del coronel Urdaneta
(Domingo Alvarez, o Eustacio de la Torre Narváez, o Jorge Vargas Heredia, o Pedro Tomás Manby,· o algún otro que
ahora no recuerdo), al hallarse de visita en el
campamento
recibía del escuadrón la impor-
ENRIQUE DE NARV AEZ-LOS
MOCHUELOS
145
tante comisión de confianza-de cuyo desempeño no se llegó a escapar nunca ninguno de
ellos-de prestar el servicio de jefe de día de
la guerrilla. La comitiva o guardia de honor
para desempeñar la comisión en toda la extensión del campamento, la constituía en esas
ocasiones un grupo, si acaso no la mayor parte
de nuestro escuadrón, y por demás está decir
que los de la comitiva, provistos todos de animación y buen humor, cuidaban oportunamente de que en esas noches nuestras avanzadas
quedaran instaladas transitoriamente en las
. tiendas destinadas a la venta de comestibles y
licores a los vecinos y transeúntes, pues hallábanse situadas en el camino real o en las veredas contiguas al poblado.
Durante esas visitas a que me refiero, y gracias a las provisiones que ordinariamente llenaban los cojinetes de los visitantes, nos era
dado beber sabroso trago de marrasquino, saborear almendras y dulces finos extranjeros,
y fumar deliciososcigarrillos Honradez marcada,
tan distintos en todo a los que nosotros hacíamos con miga de tabaco guáchara y papel de
periódico en nuestras correrías lejos de Soacha, y aun allí mismo repetidas veces cuando
quer"..amosfumar. Y no era eso todo el atracti-
146
BIBLIOTECA ALDEANA DE COLOMBIA
~
..
vo que para nosotros teman esas cortas VIsItas
de amigos: puesta en movimiento la cabalgata
que servía de guardia de honor al visitante, o
sea la víctima elegida para jefe de día, hacíasele montar en el mejor caballo de lá brigada
y colmábasele de atenciones, para así ganamos
su reconocimiento y provocar su generosidad.
Conducido luégo entre oportunos chistes, risas
y contento a la primera avanzada, o sea a la
primera tienda, allí, ya tarde de la noche, nos
obsequiaba espontáneamente (nuestras conciencias no lo reconocieron nunca así) con un
plato de caliente ajiaco, con ají, huevos pericos, pan amasado ese día y espumoso chocolate de azúcar, comestibles que ios más de nosotros, en aquella época, sólo en esas ocasiones
solemnes, o cuando el señor cura, el padre Parra, nos invitaba a cenar a su casa, solíamos
saborear.
Cumplida la comisión de inspección en la
primera avanzada, se pasaba a la segunda, y
luégo a las demás, de modo que cuando el jefe
de día regresaba al cuartel a las horas de la
madrugada, pues que en la avanzada de Bosa
se prolongaba siempre el baile, hallábase aquél
exhausto, no sólo de cansancio sino también
de sus fondos en cartera, que su prodigalidad y
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MOCHUELOS
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gentileza habían dispersado entre el ajiaco, el
chocolate y demás adherentes; en tanto que
los de la comitiva quedaban reconfortados y
en disposición de no comer, ni sentir hambre,
ni volver a fumar en unas cuantas horas. Seguramente para los protagonistas-Domingo,
Eustasio, Jorge, o Jorgito, como familiarmente lo llamábamos-esas visitas a Mochuelo
y esas excursiones nocturnas, como jefes de
día, debieron serIes también gratas y atractivas a ellos, pues que comúnmente repetían la
visita, y a ella volvían con la cartera y con los
guchubos mejor provistos que la vez primera.
Pero, basta ya: interminable me haría, probablemente, si exprimiendo la memoria, alargase aun más estos ya cansados apuntes con
el relato de otros hechos y otras aventuras del
escuadrón Urdaneta: con la trascripción de las
décimas, cuartetas, quintillas, etc., que entonces se recitaban o cantaban dondequiera en
loor de los mochuelos v de los más nre.c:;tiO'im:n<;:
caudillos de esa revolución (1); con el relato y
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(1) Entre esos versos, quizás los más en boga y populares, eran
aquellos. atribuído, al estro de muy honorable y conocida dama,
que principiaban así:
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detalles de las deliciosas, aunque cortísimas visitas que, por grupos, en carros toldados, hicieron a nuestro campamento de Soacha, ya
en los últimos días de vida de la guerrilla, distinguidísimas damas de las honorables familias de nuestros compañeros; y, finalmente,
con el relato de las demostraciones de simpa«Son los Mochuelos encantadores,
Los defensores de la naci6n,
Los que sostienen con nobles pechos
Nuestros derechos y religi6n.
«Azul y blanco, color de cielo,
Es la divisa de mi opini6n;
Yo quiero mucho a Casabíanc8,
Pero me muero por Pedro Le6n- .
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Aún recuerdo los primeros de U!:lOS versos que, en canci6n cuya música compartía nostalgia y tristeza con la letra, eran cantados en coro en el campamento. en los días que precedieron a
la disoluci6n del escuadrón Urdaneta. Dicen así:
«Las aves, cuando abandonan
Su nido y alzan el vuelo,
No lloran sino que cantan
Como ahora canta el mochuelo.
«Cada mochuelo a su olivo,
Dice el refrán castellano:
Guárda, patria, alguna rama
Donde poder asentamos- .
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no
tía, de todo género, con que, al regresar "de esa
campaña a Bogotá, fuimos acogidos los soldados del escuadrón en los aristocráticos salones
de la sociedad bogotana y en todas partes.
Son, esos, recuerdos que duermen entre los
pliegues del corazón, impregnados del olor de
helecho-de que habló el poeta-y todos ellos
serían atrayente tema, entre otras cosas, para
pintar-como quizás lo haga otro día-los usos,
las costumbres, el modo de ser de la sociedad
de entonces, la que, al igual del carácter, educación y condiciones de la juventud visible y
combativa de esa época, pasó por el escenario
de la vida social nacional dejando un rastro
indeleble de cultura, de galantería, de elegancia, de espiritualidad y de encanto que, por más
que se diga en contrario, difícilmente podrán
las épocas posteriores reproducir o imitar.
Así como a la alegre y vivificante estación
del verano le sucede el invierno desapacible y
triste, así para la causa de la revolución-desnllP~
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triunfos, de frustradas esperanzas- vinieron
días aciagos, que al fin se trocaron en oscura y melancólica noche: la suerte había sido adversa; la victoria había acompañado las
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huestes del gobierno, y, en estas circunstancias, la revolución rindió las armas. El convenio o armisticio pactado luégo en Manizales
entre el representante del poder ejecutivo y el
mermado ejército revolucionario, acabó de
amilanar los ánimos, y a ese convenio se acogieron, reconociéndose vencidos, todos cuantos
luchaban todavía.
Tan sólo los mochuelos negáronse a acogerse a él; tan sólo ellos, que apenas serían un centenar, negáronse a rendirse y, aunque aislados
y sin apoyo alguno, siguieron empuñando las
armas. Con febril entusiasmo y decisión acariciaron entonces el atrevido proyecto de su
jefe, coronel Urdaneta, de trasladarse en masa.
hacia los Llanos, para allí hacer resurgir la lucha armada, y continuada, o bien salir a Venezuela' mientras tornaban para la patria días
mejores.
Seguramente así hubiéranlo hecho, libre y
resueltamente todos, si la espontánea intervención de altos personajes políticos, adversarios de la causa de Urdaneta, pero amigos personales muy apreciados de éste (general Wenceslao Ibáñez, doctor Salvador Camacho Roldán, y alguno de los ya nombrados antes), no
hubieran obligado a Urdaneta-para
evitar
ENRIQUE DE NARVAEZ-LOS
MOCHUELOS
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sacrificios estériles e inútiles-mediante convenio privado especial, pactado con el gobierno por el intermedio de aquellos caballeros, a
deponer las armas, excepción hecha de las del
uso de los contados soldados que aun quedaban del escuadrón Urdaneta, a cada uno de los
cuales se le permitió, graciosamente, conservar
la suya, y poder llevar, cada cual de ellos, una
vez disuelto aquél, la distintiva trencilla de
alférez.
Así, altivos y tranquilos, regresaron por pequeños grupos los soldad<?sdel escuadrón a sus
casas, por las calles más públicas de Bogotá,
a caballo, vitoreados por algunos, respetados
por todos, llevando en la copa del sombrero la
divisa azul y blanca que les sirvió de distintivo
en su campaña, y en el brazo la carabina o lanza con que habían combatido como buenos en
los campos del Mochuelo.
El sol de la paz volvió entonces a brillar en
todo el territorio colombiano.
Hoy, de todos aquellos soldados de Mochuelo, cuyos corazones latieron a impulso de tan
nobles y generosos sentimientos, tan sólo dos
subsisten y, aunque fatigados y cansados del
ya largo camino, aun guardan con juvenil afecto y siempre fresca la memoria de sus compa-
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ñeros de esos tiempos, como guardan también
inalterable la lealtad a su causa política, causa
que, esos dos solitarios sobrevivientes del Mochuelo, han engrandecido dentro de sus corazones, intensificándola y trasfundiéndola al
través de los años, en una aun más santa y más
noble: la causa de la patria.
La Esperanza, junio de 1928.
CARTA
Bogotá, 15 de junio de 1928
Señor general don Enrique de Narváez.-La
Esperanza.
Muy querido amigo:
En busca, no sólo de que no se pierdan por
completo los recuerdos que tú y yo, como únicos sobrevivientes, guardamos de nuestra lejana campaña del Mochuelo, sino de proporcionarte una entretención para distraer tus horas de salud en La Esperanza, te he venido exigiendo con empeño que dediques una parte de
tu tiempo a escribir esos recuerdos del Mochuelo, a mi modo de ver tan interesantes aun
para nuestros mismos adversarios poJítico~ eJp
entonces, y que, a pesar de los largos años corridos desde. que tuvo lugar esa campaña, los
conservamos tú y yo frescos y cariñosos en
nuestra memoria. Atendiendo mi súplica has
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hecho una relación de muchos de los hechos de
armas, de las peripecias y sucesos del escuadrón
Urda neta o sea de lo llamado la guerrilla de los
mochuelos, que he leído manuscrita con particular interés y que me ha hecho trasportar a
aquellos tiempos en que a tu lado, al de tus
hermanos, al de los míos y al de aquellos otros
compañeros que con nosotros formaban el citado escuadrón, pasó una época de mi vida, de
imborrable
recuerdo para mí.
Como actor o como testigo presencial de los
hechos y de los detalles que relatas en tu interesante relación a que me refiero, me complazco
en afirmarte que doy fe de que todo cuanto dices y cuentas en é~"ta se sucedió y tuvo lugar
tal como tú has sabido relatado en esa relación,
en la cual no he encontrado nada que no esté
de acuerdo con la verdad histórica. Te felicito
cordialmente por ese nuevo interesante estudio
en que has sabido resucitar esos tiempos de
abnegación,
desprendimiento
y patriotismo,
que hoy parecen una mentira o una ficción; te
renuevo mis agradecimientos
por haber atendido mi súplica, y me repito tu afectísimo invariable compañero del Mochuelo y amigo de
siempre,
ISAAC PULIDO
J.
INDICE
Págs.
Enrique de Narváez,
de Alba
por Guillermo
Hernández
5
Los Mochuelos, por Enrique de Narváez
Carta de Isaae Pulido
J.
a Enrique de Narváez ..
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