La Raquel de García de la Huerta y el motín de Esquilache

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La Raquel de García de la Huerta y el motín de
Esquilache
Miguel Soler
Universidad de Cádiz
[email protected]
Resumen: La Raquel de Vicente García de la Huerta (como toda obra
literaria) se realizó bajo un contexto concreto: la España del absolutismo
ilustrado. No pretendo convertir a la Raquel en una simple transposición
escénica del motín de 1766, pero sí demostrar cómo su verdadero sentido
queda puesto en evidencia si se la reinserta en las circunstancias que
rodearon su nacimiento: la coyuntura política de los primeros años del
reinado
de
Carlos
III.
Palabras clave: Vicente García de la Huerta, Raquel, Tragedia Neoclásica,
Teatro español, Esquilache.
Abstract: The Raquel of Vicente Garcia de la Huerta was conducted under
a specific context: the Spain of enlightened absolutism. I do not intend to
convert to Raquel in a simple transposition of staging the mutiny 1766, but
it does demonstrate its true meaning is revealed when the reinserts into the
circumstances surrounding his birth: the political conjuncture of the early
years of the reign of Charles III.
El 23 de marzo de 1766, en plena Semana Santa, miles de personas se amotinaron
en Madrid pidiendo la destitución del marqués de Esquilache como ministro.
Veinticuatro horas después, un atemorizado Carlos III aceptaba todas las peticiones
de los insurrectos y promulgaba un indulto general, para acabar huyendo esa misma
noche a Aranjuez. Para explicar este escandaloso levantamiento, el grueso de la
historiografía nos ha ofrecido la imagen de un levantamiento popular planificado por
ciertos sectores de las clases privilegiadas, los cuales estaban descontentos con las
reformas emprendidas por el gabinete del mejor alcalde de Madrid. No obstante, no
se ha encontrado ninguna fuente que pruebe de manera inequívoca la existencia de
una conspiración elitista. Con todo, me propongo analizar el motín de 1766 como un
levantamiento esencialmente plebeyo, cuya autoría solo puede ser atribuida a quienes
vivían de su salario en unas condiciones miserables, aunque hayan tesis conspirativas
que defiendan que hubo otros motivos de esta sublevación, como podría ser la
destitución del ministro extranjero Esquilache por parte de ciertos grupos nobiliarios,
entre los cuales destacaba el denominado partido ensenadista, la Compañía de Jesús,
la burguesía o la legación diplomática francesa en la corte de Madrid. No obstante, no
hay que prescindir de factores como el fracaso de España en la Guerra de los Siete
Años, la elevación de los precios de los productos alimenticios provocada por la
inflación y una serie de malas cosechas, así como los elevados impuestos exigidos
por Esquilache para financiar la Guerra de Carlos III y sus propias reformas. Este
objetivo irá enlazado a estudiar las repercusiones que tuvieron los tumultos de
Madrid en la literatura de la época, en concreto a través de la obra teatral de Vicente
García de la Huerta, titulada, Raquel. Para ello, partiré del hecho de que Raquel
(como toda obra literaria) se realizó bajo un contexto concreto: la España del
absolutismo ilustrado. No pretendo, ni podría, convertir a la Raquel en una simple
transposición escénica del motín, pero sí, como trataré de demostrar, su verdadero
sentido queda puesto en evidencia si se la reinserta en las circunstancias que rodearon
su nacimiento: la coyuntura política de los primeros años del reinado de Carlos III y,
sobre todo, la crisis de marzo de 1766.
Como punto de partida empezaré a comentar, muy someramente, cuál era el
contexto que produjo el levantamiento durante la Semana Santa de 1976. La situación
poco a poco se venía haciendo insostenible para el pueblo de Madrid,
fundamentalmente por el hambre y la miseria que se cegaba prácticamente con todo
el pueblo llano. A este respecto, si a los pobres censados añadimos los inmigrantes
que todos los años llegaban a Madrid, una buena parte de la población femenina e
infantil y los trabajadores eventuales, resultaría que en 1751 la mitad de sus vecinos
ya no pagaba impuestos directos, vivía -quienes podían- de un salario y estaba cerca
de la pobreza. [1] Tal situación no era novedosa, pues hacia tiempo que Madrid se
había convertido en un pueblo de pobres. Las razones por las cuales unos venían a la
corte y otros se quedaban en ella eran muy similares: al ser el centro residencial por
antonomasia de las clases privilegiadas y la burocracia real, las expectativas de
encontrar un trabajo honrado eran muy superiores a las que podían tener en el resto
de ciudades castellanas. [2] Éste es, muy someramente, el ambiente que se respiraba
en Madrid. Si queremos realizar una interpretación más correcta de la evidencia
histórica, no sólo debemos conformarnos con la información que acerca del motín
nos suministran numerosas fuentes documentales, sino también que previamente
analicemos la difícil coyuntura que a partir de 1760 iba a padecer Madrid y el papel
que en la misma desempeñó el marqués de Esquilache. En diciembre de 1759 Carlos
III regresaba a Madrid para tomar posesión del trono que su hermano Fernando VI
había dejado vacante al morir sin descendencia. Como era costumbre en la Casa Real
española, la entrada no se produjo hasta mediados del año siguiente a fin de poder
engalanar los espacios más emblemáticos de la Villa y de la Corte para que ofrecieran
un espectáculo en consonancia con la grandeza de su nuevo monarca; el coste de
dicha ceremonia ascendió a 1.235.599 reales de vellón, los cuales fueron sufragados
en su mayor parte por el ayuntamiento madrileño. [3] Así pues, desde los mismísimos
inicios del nuevo reinado, los madrileños sintieron en sus propios bolsillos la
presencia de Carlos III, un fenómeno que se agudizaría como consecuencia de las
disposiciones que en breve empezaría a promulgar su equipo de gobierno encabezado
por el marqués de Esquilache. En efecto, aunque nada más acceder al trono el
soberano confirmó a casi todos los secretarios de Despacho que habían servido a
Fernando VI, vino de Nápoles acompañado por su favorito: don Leopoldo Di
Gregorio marqués de Squillace. [4] Nada más llegar a España fue nombrado ministro
de Hacienda en 1759 y cuatro años después, tras la ocupación británica de La Habana
y Manila durante la Guerra de los Siete Años, secretario de Despacho de Guerra.
Simultáneamente, fue presidente de la Junta de Comercio, Monedas y Minas, de la
encargada del Tabaco, gerente de Rentas, Fábricas y Cecas, y secretario de la Casa de
la reina. Y además, hasta 1765, en que tomó posesión de su cargo Roda, ejerció
interinamente la Secretaría de Gracia y Justicia, al tiempo que su nombre sonaba para
la de Indias con anterioridad al de Arriaga. [5] Esquilache, aunque jamás llegó a
concentrar en sus manos todas las riendas del poder, las dos carteras que
simultaneaba le convertían en la piedra angular del gobierno de Carlos III, pues desde
ellas se podían acometer las reformas necesarias para incrementar los recursos
financieros de la Corona. A comienzos de la década de los sesenta, el soberano y su
favorito deciden acometer un ambicioso plan para transformar Madrid en una de las
cortes más limpias y seguras de Occidente. Algunos de sus decretos agravaron el
malestar del pueblo llano: las mejoras realizadas en el alcantarillado y en el
empedrado de las calles provocaron el encarecimiento de los alquileres; el alumbrado
nocturno para facilitar la lucha contra la delincuencia supuso la subida del aceite y el
agotamiento de las velas de sebo, motivo por el cual muchos hogares humildes se
quedaron a oscuras. A este endurecimiento de las condiciones de vida se sumó el
incremento de la presión fiscal, pues las intervenciones urbanísticas, la construcción
de edificios monumentales y las bodas y ceremonias reales se financiaron con nuevas
contribuciones, indefectiblemente pagadas por los pequeños consumidores y
artesanos.
Lo hasta aquí expuesto, con ser irritante, habría tenido un calado social menor si
no se hubiese producido en medio de una de las peores crisis de subsistencia de la
centuria. Durante los primeros meses de 1766, el precio del pan se dobló y, como
quiera que en Madrid eran muchos los trabajadores que ganaban cuatro reales diarios,
con dicho jornal solo podían adquirir tres panes: este sí era un problema grave que no
pudo ser mitigado importando trigo del Báltico, Nápoles y Sicilia, ni a través de la
liberalización del comercio de granos, pues la entrada en vigor de dicha medida se
pospuso en la capital por motivos de seguridad pública, lo que de hecho acentuó la
escasez y fomentó todavía más la especulación.
En suma, Esquilache cometió el error de promover una costosa política de
modernización de la villa y Corte en un momento inoportuno, pues el aumento de los
tributos que la misma ocasionó fue trasladado a unos contribuyentes sobre los cuales
planeaba el fantasma del hambre.
Es en este delicado contexto donde debemos situar la conmoción popular que
acabó con la caída del favorito. A mediados de 1765, Esquilache tuvo un anuncio de
posibles problemas cuando comenzaron a oírse quejas en las calles y otros políticos
se mantuvieron a distancia. En cierto sentido, fue víctima de la política de guerra del
monarca y del rearme de posguerra:
Como el precio del pan se ha elevado considerablemente, se han dejado
sentir clamores por parte del pueblo de Madrid; y el día que la corte
regresó aquí [desde El Escorial], la multitud se arremolinó en torno al
carruaje de la reina, con gritos de que estaba hambrienta. Su Majestad
comunicó esto al rey al día siguiente y éste envió a buscar a Esquilache,
reprochándole que en cierta medida era la causa de ese disturbio; y me ha
comunicado alguien que escuchó la conversación que Esquilache replicó
que era imposible conciliar la guerra con los ahorros que exigía la
situación económica… [6]
Finalmente, la chispa que encendió el levantamiento lo originó el decreto de
Esquilache del 20 de marzo de 1766, [7] ordenando la observancia de una vieja ley
que prohibía a los hombres llevar sombreros redondos y capas largas, en razón de que
constituían un camuflaje para los posibles criminales. Al parecer la sublevación no
fue espontánea, sino que pudo estar preparada por un reducido número de activistas
anónimos. El gobierno no prestó mucha atención a este levantamiento hasta el
domingo 23 de marzo por la tarde, en que estalló un tumulto de unas 6.000 personas
que reunidas en la Plaza Mayor avanzaban hacia la casa de Esquilache. Por fortuna
para él, estaba en viaje de regreso del campo y, mientras que la multitud saqueaba su
casa, se refugió en el Palacio Real. A la mañana siguiente, 24 de marzo, una gran
multitud de 20-30.000 personas acudió a la Puerta del Sol, de ahí fueron hacia el
Palacio Real y se enfrentaron a los guardias valones. Allí sufrieron las primeras bajas,
mientras aumentaba la tensión y la violencia, los ministros y los militares, en medio
de la confusión, eran incapaces de decidir qué había que hacer y de dar un consejo
claro al rey. Una serie de representantes del monarca fueron autorizados a ofrecer la
reducción del precio de los alimentos y la libertad para que cada uno vistiera como
quisiera, mientras se movilizaban las tropas en la región de Madrid y se enviaban
sacerdotes a las calles para que instaran a la calma. En cualquier caso, la oferta no
satisfizo a los rebeldes, el pueblo reivindicó la eliminación de los sujetos e
instituciones que encarnaban la injusticia: el marqués de Esquilache, máximo
responsable político y símbolo por excelencia del despotismo ministerial; la Junta de
Abastos, un organismo central encargado del aprovisionamiento de los productos
básicos que consumía Madrid, cuya gestión solo había acarreado inflación y penurias,
y las Guardias Valonas, integradas por mercenarios belgas, a quienes el pueblo
odiaba por haber protagonizado dos años atrás una dura carga en el Buen Retiro, en la
que mataron a veintisiete personas. El rey, con sus consejeros divididos entre la
represión y la conciliación, se decidió por ésta última. Apareció personalmente en el
balcón del palacio mientras un fraile con un crucifijo en la mano leía los artículos en
los que insistía la multitud, manifestando el rey su aprobación. Entonces, a
medianoche, huyó en secreto a Aranjuez, llevando consigo a Esquilache. Una vez
allí, decidió salir a cazar.
Al día siguiente, 25 de marzo, las noticias de la huida del rey y del movimiento de
las tropas enfurecieron al pueblo, que se movilizaron de nuevo, tomaron armas y
ocuparon las calles y gritaban: “¡Viva el Rey, muera Esquilache!”. También las
mujeres se unieron a la multitud, con antorchas encendidas. Emisarios rebeldes
fueron enviados a Aranjuez, añadiendo dos nuevas premisas a las ya presentadas: que
el rey regresara a Madrid y que se otorgara un perdón general. Volvieron con una
carta del monarca que fue leída el 26 de marzo en la Plaza Mayor, en la que prometía
cumplir lo que había sido reclamado. Aquella noche todo estuvo tranquilo, los
habitantes de Madrid devolvieron las armas, estrecharon las manos a los soldados y
se fueron a casa como si nada hubiese sucedido.
El motín de Esquilache conmocionó el orden establecido y terminó dando un
fuerte impulso a las reformas que se venían desarrollando desde el advenimiento de la
dinastía borbónica. Una vez superado el desconcierto inicial que creó la victoria en
toda regla del pueblo llano, las autoridades emprendieron una serie de investigaciones
destinadas a esclarecer sus raíces y poco tiempo después estas arrojaron unos
resultados contundentes: todo apuntaba hacia una autoría y organización populares.
Un análisis de la lista de heridos revela que el motín de Madrid estuvo protagonizado
por sujetos que constituían un excelente corte transversal de su población trabajadora,
algo que -por lo demás- concuerda con la extracción social de quienes protagonizaron
las principales revueltas urbanas acaecidas en la Europa del siglo XVIII.
Como no podía ser de otra manera en el ambiente cultural del momento se
reflejaba estos importantes hechos históricos, esto es lo que ocurre con la tragedia de
García de la Huerta: Raquel. Como dijimos al principio, no se trata de una simple
transposición, sino que en ella se recoge una serie de planteamientos que ya estaban
en los ambientes políticos de la nobleza española desde mucho antes del
levantamiento popular. Para ello, García de la Huerta, toma como escenario de su
crítica una leyenda nacional que se remonta a finales del siglo XIII, la del tormentoso
romance entre Alfonso VIII y una hermosa judía llamada Raquel, lo cual no dejaba
de ser una de las características de la tragedia neoclásica como era la de plasmar un
hecho histórico camuflado en algún episodio del pasado heroico español para
aleccionar al pueblo en lo que se conocía como “escuela de costumbres”.
El crítico René Andioc [8] considera la tragedia como una obra fuertemente
politizada, en la que se reflejan las tensiones sociales que desembocaron en el
llamado motín de Esquilache. Asimismo, nos dice que hay una condena del
absolutismo, encabezada por el verdadero héroe de la obra que es Hernán García,
vasallo auténticamente leal y justo que se enfrenta a Garcerán Manrique en el que la
aceptación del poder es incondicional. Hernán García es partidario de un régimen
aristocrático y antiabsolutista que será el que triunfe a la postre.
Raquel fue estrenada en Madrid en diciembre de 1778, aunque se representó por
primera vez en Orán el 22 de enero de 1772. Ahora bien, el autor anónimo de un
proyecto de reforma teatral dirigido al corregidor Antonio de Armona unos años
después del estreno de la tragedia en Madrid, afirma que
“La Raquel de nuestro García de la Huerta, cuio mérito hará en nuestra
península eterna su memoria, sabemos de su boca que le mereció seis
años de incesante desvelo…” [9]
Si estas palabras constituyen un testimonio fidedigno la tragedia empezó por lo
tanto a redactarse en 1766, año del motín. Sea lo que fuese, la posible aunque poco
cierta anterioridad de Raquel con relación al motín no impide observar la
correspondencia casi total que ofrecen las ideas políticas expresadas por los
ricoshombres de Toledo con las que profesan las proclamas de Madrid durante los
disturbios de marzo del 66.
Las ideas expuestas por García de la Huerta, poco amigo del absolutismo
borbónico, se enfrentan, pues, a los intereses del conde de Aranda y el grupo
ilustrado. Se dice que de ahí para representarla tuviera que cortar más de 700 versos.
Raquel representa un grupo social que se ha apoderado ilegalmente del mando:
“intruso poder” lo llama el ricohombre en la jornada primera, [10] o, refiriéndose a la
hebrea, “privanza”. [11] La misma Raquel, en un momento de desesperación y
arrepentimiento, exclama:
“Tomen
ejemplo
en
mí
los
y
en
mis
temores
el
sobervio
que
quien
se
eleva
sobre
su
por su desdicha y por su mal se eleva.” [12]
ambiciosos,
advierta
fortuna
Estos versos ponen de manifiesto la incompatibilidad entre el humilde origen y la
elevación a un puesto de gobierno. Además, el clima que predominó en la época de
Carlos III fue un sentimiento xenófobo, explotado por el pensamiento de que los
males económicos, la ruina de la institución monárquica, la suplantación del poder
real y todo tipo de desgracia son consecuencia de la existencia de un gobierno regido
por extranjeros. No se acusa al rey, sino al advenedizo foráneo Leopoldo de
Gregorio, marqués de Squillace. En Raquel, el autor presenta una monarquía
arruinada y sin prestigio en donde el poder real ha sido traspasado a una advenediza
que no sólo es judía, sino que además actúa despóticamente. Esto permitía la
utilización demagógica de la xenofobia, esto es la oposición vasallo oprimido extranjero colmado de favores, se encuentra adaptada a Raquel en la tragedia de
Huerta.
Uno de los textos más difundidos durante el motín de Esquilache es la siguiente
décima:
Yo,
el
gran
Leopoldo
marqués
de
Esquilache
a
España
rijo
a
mi
y
a
su
rey
Carlos
Entre
todos
me
ni
lo
consulto
ni
lo
al
que
obra
bien
lo
a
los
pueblos
y
el
buen
Carlos,
mi
dice a todo: me conformo.
primero
augusto,
gusto
tercero.
prefiero,
informo,
reformo,
aniquilo,
pupilo,
Esta sátira refleja la visión de la “opinión pública” sobre la dejación del poder por
parte del rey en manos de su favorito. Se insiste en que este último ejerce un dominio
absoluto sobre el monarca, lo cual permite que la figura real quede absuelta de
cualquier crítica directa. La semejanza de esta situación histórica con lo sucedido en
la tragedia es fácil de establecer. Recordemos que Raquel, una advenediza judía, llega
a ocupar el trono a instancias del propio Alfonso VIII. Veámoslo en el siguiente
fragmento:
Yo
soy
Raquel;
Raquel,
la
que
no
ha
mucho
insultasteis
soberbios
y
atrevidos.
Raquel
soy,
¿qué
dudáis?,
a
quien
Alfonso
substituye
en
un
mando,
a
quien
él
mismo
en
su
solio
Real
ha
colocado,
con
quien
ya
sus
vasallos
más
leales
tributan
los
obsequios
más
rendidos,
soy
quien
traidores
castigar
quien
del
rigor
esgrimirá
los
en
cuellos
alevosos;
quien
hará
a
sus
pies
de
espíritus
y
será
con
asombros
y
de audacias escarmiento y exterminio. [13]
pretende;
filos
alfombras
altivos
rigores,
Durante los sucesos de 1766 existió una contraseña invariable que bajo diversas
formas contraponía lo español a lo extranjero, al rey a Esquilache, el buen gobierno
de los españoles al malo de los italianos. Esto ocurre también en la Raquel, veremos
que al comienza se contrapone el pasado casi mítico de Alfonso VIII con la caótica
situación que refleja la tragedia al llegar Raquel. Cuando los nobles-españoles y el
rey se sentían unidos en el gobierno todo era esplendor, pero cuando el monarca
abandona su poder en manos de una judía extranjera, dejando a los nobles, el reino se
convierte en un caos total. Por tanto, tanto en los sucesos de Madrid de 1766 como en
la obra se contrapone lo español a lo extranjero:
Toda
júbilo
es
hoy
la
gran
Toledo:
el
popular
aplauso
y
alegría
unidos
al
magnífico
aparato
las
victorias
de
Alfonso
solemnizan.
Hoy
se
cumplen
diez
años
que
triunfante
le
vio
volver
el
Tajo
a
sus
orillas,
después
de
haber
las
del
Jordán
bañado
con
la
Persiana
sangre
y
con
la
Egipcia,
segundo
Godofredo,
cuya
espada
de
celestial
impulso
dirigida,
al
cuello
amenazó
del
Saladino,
tirano
pertinaz
de
Palestina,
cuando
el
poder,
y
esfuerzo
Castellano
cobró
en
Jerusalén
la
joya
rica
del
Sepulcro
de
Cristo,
con
desdoro
del
Francés
Lusiñán
antes
perdida;
y
hoy
también
hace
siete,
que
postrado
el
orgullo
feroz
de
la
Morisma,
le
aclamaron
las
Navas
de
Tolosa
por
sus
proezas
Marte
de
Castilla,
y
ofreciendo
los
bárbaros
pendones
por
tapetes
del
Templo
de
María,
perpetuó
de
la
hazaña
la
memoria
con
la
celebridad
hoy
repetida.
En
confuso
tropel
el
Pueblo
corre
por
volver
a
su
Monarca,
que
este
día
dejándose
gozar
de
sus
Vasallos,
hacer mayor la fiesta determina. [14]
Por otra parte, las reivindicaciones de los rebeldes de la tragedia con concuerdan
con las de los amotinados del 66. Las causas económicas de la sublevación popular,
que comentamos en nuestra primera parte son conocidas: escasez de las cosechas y
alza del precio del pan y de varios productos de primera necesidad; y el peso
financiero de las innovaciones urbanísticas de Madrid recayó sobre el público de la
villa. Pero Huerta no alude apenas a las reivindicaciones de los castellanos en la
tragedia, es decir, indudablemente, del pueblo toledano según se infiere por los versos
que declaman al empezar la jornada 3ª:
“…
y
pues
se
advierte
tanta
en
los
nobles,
la
hazaña
que
a
de la abatida plebe empresa sea.” [15]
indiferencia
otros
toca
Otro aspecto importante que ocurrió en la monarquía española en tiempos del
motín fue la quiebra de la alianza entre la monarquía y la nobleza a favor de un
advenedizo. Esta parece ser la tesis que defienden algunos críticos como causa de la
sublevación popular, los amotinados madrileños, hábilmente manipulados por
determinados sectores de la nobleza y el clero, pusieron de manifiesto este peligro
para el rey. En la Raquel las voces amenazantes que vienen desde fuera, la presencia
acechante del pueblo alrededor del alcázar de Toledo, es un aviso para recalcar la
necesidad de respetar una alianza que, en el plano histórico, se había quebrado al
buscar Carlos III sus gobernantes entre sectores no necesariamente vinculados a los
nobles españoles, como era el caso de Esquilache. Una de las consignas más repetidas
por los amotinados era “Viva el rey, muera Esquilache”, en Raquel es: “¡Muera
Raquel, para que Alfonso viva!”. Aguilar Piñal [16] ve la tragedia como “una
apología de la aristocracia y una implícita condena de la clase burguesa que estaba
suplantando aquélla en el ejercicio del poder”. Este pudo ser el motivo de la buena
acogida de la obra por la nobleza, hasta el punto de que se representara privadamente
en algunos salones aristocráticos de la corte.
Otra similitud la encontramos en el momento de la sublevación: Los Castellanos
de la tragedia se sublevan mientras Alfonso está entregado al “placer de la caza”, [17]
al igual que Carlos III, ocupado el día del motín en la misma diversión en la Casa de
Campo.
En la Raquel todos los personajes están caracterizados ideológicamente en
correspondencia con los primeros años del reinado de Carlos III. El triunfo de Hernán
García de Castro en la última jornada subraya la ejemplaridad de la doctrina que se
defiende en la tragedia. Alfonso renuncia a vengarse, y el perdón que concede a sus
vasallos equivale a una aprobación implícita del homicidio que acaban de cometer.
[18] No sólo reconoce la lealtad de Hernán García, sino que la misma Raquel, antes
de expirar confiesa: “Sólo Hernando es leal”. [19]
El desenlace de Raquel es el triunfo de la monarquía tal y como lo concibe Hernán
García (= el mismo autor): una concepción de tipo aristocrático y antiabsolutista.
Es evidente, pues, que con lo apuntado se comprende que la obra de Vicente
García de la Huerta responde al mismo ambiente histórico que el motín de 1766. El
autor planteó en su tragedia temas como el de la relación nobleza-monarquía y la
responsabilidad del poder, lo hizo respondiendo a unas coordenadas históricas muy
concretas: las de una nobleza molesta con el devenir de un reinado que produjo cierta
desconfianza por inclinarse hacia los principios del absolutismo.
NOTAS
[1] Datos extraídos de López García, J. M. (dir.): El impacto de la corte en
Castilla. Madrid y su territorio en la época moderna, EUROCIT/Siglo XXI,
Madrid, 1998, págs. 436-439.
[2] López García, J. M., El motín contra Esquilache. Crisis y protesta popular en
el Madrid del siglo XVIII, Madrid, Alianza Editorial, 2006, págs. 69-79. El
autor desarrolla ampliamente la causa de la pobreza como consecuencia del
levantamiento popular, establece la década de 1730 como inicio de la crisis,
no sólo alimenticia, sino que, por extensión de esto, desembocó en
enfermedades, homicidios, robos…, que de manera laberíntica conllevaría a
los levantamientos que analizamos.
[3] Debido a la gran cantidad de fuentes que se pueden consultar para resumir la
llegada al trono de Carlos III, me he basado fundamentalmente en los
siguientes estudios para realizar estas anotaciones: Aguilar Piñal, F: La
España del absolutismo ilustrado, Madrid, Espasa Calpe, 2005, págs. 36- 61;
Lynch, J.: Historia de España, Siglo XVIII, Barcelona, Crítica, 1987, págs.
223-235 y López García, J. M.: El motín contra Esquilache. Crisis y protesta
popular en el Madrid del siglo XVIII, ed. cit, págs. 85-95.
[4] No me detendré en resumir su biografía por considerarlo que se alejaría de mi
objetivo de estudio, pero una reconstrucción detallada de sus orígenes y
biografía lo podemos encontrar en Andrés-Gallego, J.: El motín de
Esquilache, América y Europa, Fundación MAPFRE Tavera /CSIC, Madrid,
2003, págs. 295-303 y 665-678.
[5] López García, J. M.: El motín contra Esquilache. Crisis y protesta popular en
el Madrid del siglo XVIII, op. cit, pág. 86.
[6] En este fragmento se aprecia muy bien como el pueblo se subleva contra el
gobierno al ver que los precios de los alimentos habían subido
considerablemente. El mismo está tomado de Lynch, J., op. cit., pág. 235.
[7] Para más información se puede consultar Lynch, J., op.cit., págs. 235-241, y
López García, J. M.: El motín contra Esquilache. Crisis y protesta popular en
el Madrid del siglo XVIII, op.cit., págs. 86- 95.
[8] Andioc, R.: “La Raquel de García de la Huerta y el antiabsolutismo”, en
Historia y crítica de la Literatura Española, coord. por Francisco Rico, Vol.
4, Tomo I, (Ilustración y Romanticismo), coord. por José Miguel Caso
Martínez, Barcelona, Crítica, 1983, págs. 288-294.
[9] Lo cito de la edición hecha para Castalia por René Andioc de la Raquel, pág.
20.
[10] Todas las alusiones que a partir de ahora expongo que se refieren a la
Raquel están extraídas de García de la Huerta, V.: Raquel, ed. de René
Andioc, Madrid, Clásicos Castalia, 2001. Las mismas estarán señaladas con
los datos identificados como Jorn. o jornada correspondiente y V. o versos
donde se encuentran según la edición utilizada. Asimismo, los textos están
transcritos siguiendo los criterios de edición que utiliza René Andioc para su
edición de Castalia.
[11] Jorn. 1ª, v. 125.
[12] Jorn. 3ª, v. 298-301.
[13] Jorn. 2ª, v. 722-735.
[14] Jorn. 1ª, v. 1-34.
[15] V. 30-32. Asimismo, al oír los clamores de los Castellanos en la Jorn 3ª (v.
376-377), comenta Manrique: “Voces del pueblo son alborotado”.
[16] Aguilar Piñal, F.: “Las primeras representaciones de la Raquel de García de
la Huerta”, en Revista de Literatura, XXXI, 1967, págs. 133-135
[17] Jorn. 3ª, v. 278.
[18] Recordemos que Raquel es asesinada pagando así su ascenso por encima de
lo que le correspondía, en el plano histórico Esquilache fue desterrado a
Nápoles, aunque unos años después se lo rehabilitó: en 1772 fue nombrado
embajador en Venecia, cargo que ocupó hasta su muerte en esa ciudad, en
1785..
[19] Jorn. 3ª, v. 698.
BIBLIOGRAFÍA
Aguilar Piñal, F.: “Las primeras representaciones de la Raquel de García de
la Huerta”, en Revista de Literatura, XXXI, 1967.
____________ La España del absolutismo ilustrado, Madrid, Espasa Calpe,
2005.
Andioc, R.: “La Raquel de García de la Huerta y el antiabsolutismo”, en
Historia y crítica de la Literatura Española, coord. por Francisco Rico, Vol.
4, Tomo I, (Ilustración y Romanticismo), coord. por José Miguel Caso
Martínez, Barcelona, Crítica, 1983
Andrés-Gallego, J.: El motín de Esquilache, América y Europa, Fundación
MAPFRE Tavera /CSIC, Madrid, 2003.
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© Miguel Soler 2009
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid
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