El Sufrimiento del Justo en este Mundo

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Estamos convencidos de la bondad de Dios: Dios es bueno. Esa bondad se
traduce en bendición, en felicidad del hombre. Por otro lado, estamos aquí en la
“curtiembre” de la vida, sumergidos en un mar de sufrimientos.
El Sufrimiento del Justo en este Mundo
Pensemos en las familias divididas, en los conflictos del corazón humano,
donde hay
odio, envidia
y pecado.
Todo eso de
mezclado
da a la S.J.
vida un saldo
Mons.
Luciano
Mendes
Almeida,
negativo. No es fácil vivir. Tal vez nosotros, que estamos apaciguados por el
Evangelio, consigamos abandono, confianza muy grande. Pero la masa de
nuestros hermanos vive en la angustia y no sabe bien qué pensar ante el
Este es
deel los
publicado
en el Cuaderno de Espiritualidad
sufrimiento
en uno
el que
ser artículos
humano está
sumergido.
Nº144, correspondiente a marzo-abril y que está a la venta en el CEI ($1.400)
Ese va a ser el tema de nuestra oración: ¿cómo comprender, a la luz de la fe,
http://www.laicosignacianos.cl/articulo.php?idarticulo=363
todo ese sufrimiento? Podemos
concentrar más la pregunta: ¿Por qué sufre un ser
humano que está en gracia de Dios? ¿Por qué vive sufriendo un hombre “justo”?
Sé
que estamos
siempre
reflexionando
sobre
eso, pero
procuremos,
la luz
Elegimos
un tema
que pueda
ayudarnos
a rezar,
procurando
partira de
la
de
la fe, penetrar
en lasufrimiento
pasión del en
Señor
y en vida:
la pasión
de los
experiencia
de la una
vida.vez
Haymás
mucho
nuestra
algunos
de
hombres.
nosotros tuvimos una infancia normal; otros sufrimos, ya en nuestros primeros
años,Sabemos
la pérdida
pariente, purifica
situaciones
angustiantes,
luego
quedeel un
sufrimiento
al sereconómicas
humano y ayuda
a reparar
su
dificultades
en
la
vida
de
estudio,
incomprensiones,
etc.
Sabemos
cómo
la
infancia
pecado pasado. Pero el problema permanece, pues conocemos personas buenas,
marca
fuertemente
la vida
que son
vienefieles
después.
personas
que tienen
fe, que
a Dios y sufren mucho. Ahora bien, es
opinión
corriente
nosotros
el sufrimiento
es pero
castigo
pecado. tuvieron
¿Cómo
Hay
los queentre
pasaron
por laque
infancia
incólumes,
en del
la juventud
es
entonces
que
personas
tan
buenas
sufren
tanto,
cuando
debían
sufrir
menos
que enfrentar graves sufrimientos. Hoy, todos no sólo tenemos nuestros
por
tener menos
pecado?
Esaaprendemos
desproporción
es lalosque
cuestiona
sufrimientos
personales,
sino que
a asumir
de los
demás. nuestra
comprensión de la providencia y la paternidad de Dios. Pidámosle que aumente
Estamos en la cuaresma. Ella nos trae a la mente el considerar la pasión de
nuestra fe para que comprendamos mejor esa realidad.
Cristo. Aprovechemos para comparar nuestra vida y nuestro sufrimiento con la
Para
abreviardel
la Hijo
exposición
hacerla
concreta,
comenzaremos con una
verdad
misteriosa
de Diosyque
pasamás
por el
sufrimiento.
comparación. Después la aplicaremos a la historia de la salvación.
Eso nos instruye mucho. En el fondo estamos bien cuando las cosas van
bien. Pero quedamos deprimidos, angustiados, perdemos la paz, cuando nos
La
comparación
viene
encima una enfermedad grave, o cuando una prueba fuerte afecta a nuestra
familia
personas quees
conocemos.
Lao acomparación
la siguiente: imaginemos un joven drogado cuyo
organismo
alterado
lases
toxinas
un tratamiento
especial. ElPor
joven
es de
En esos
casospor
nos
difícil requiere
transformarlo
todo en confianza.
lo tanto,
condición
humilde y tiene
ir aque
un procura
hospital de
suburbio.
Con él va también
su
ante una comunidad
comoque
ésta
progresar
espiritualmente,
quisiera
madre.
Ella
sabe
que
no
puede
entrar
al
hospital,
pero
insiste
para
estar
allí
con
su
ahora resumir algunos pensamientos que me acompañan hace mucho tiempo, y
hijo
y, a pesar
de la excepción
que esto significa,
le conceden
permiso para
con sencillez
compartirlos
con mis hermanos.
Así, convido
a todos a contemplar
su
quedarse.
Podemos
representarnos
el
cuadro:
en
el
cuarto
del
hospital
está
el
propia vida.
joven recostado en la cama con convulsiones causadas por las toxinas y, al lado
de él, en un banquito, la pobre madre. En el hospital es deficiente el aseo, la
El justo sufre
comida que sirven ya medio fría viene desabrida, en platos plásticos. El hospital da
a la calle
¿Quécon
está
polvo,
pasando
con ruido.
con nosotros?
Se oye una persona que se está muriendo al lado,
otra gimiendo. Los buenos médicos no van a ese lugar. Resultado: ese joven está
Aquí estamos, en esta existencia fugaz, constatando desde temprano que la
en un ambiente extremadamente desagradable. Sufre su dolencia y sufre también
vida está plagada de sufrimiento. Y ese sufrimiento para nosotros hoy, no es sólo
del ambiente que es una pequeña cárcel. Pero él necesita estar allí. Por otro lado,
el sufrimiento personal, no es sólo eso, es el gran sufrimiento en el cual el mundo
su madre está allí también. Entonces, la pregunta que nos va a traer luz es la
está inmerso.
siguiente: ¿por qué está allí la madre?
Podemos recordar las injusticias, el desnivel entre las clases sociales y todas
Ella no está intoxicada, no está enferma y, sin embargo, está allí en el
las consecuencias del egoísmo y el pecado. El pobre sufre porque no tiene bienes
hospital. La respuesta nos resulta simple: ella es madre. Ella cree que puede hacer
materiales, y el rico sufre porque no tiene paz ni alegría en el corazón. Todo esto
algo en bien de ese joven, su hijo. De hecho, ella estira la sábana, va a buscar
es lo que nos angustia.
agua fresca, abre la ventana, llama a la enfermera y, a veces, da una noticia,
sonríe, sirve de compañía. No es enfermera, no es médico, pero está allí.
Entonces, el punto de partida para nuestra comparación teológica es el siguiente:
dos personas están ahí, en el mismo lugar, con la misma polución ambiental; las
dos sufren del calor, el polvo, los gemidos de al lado, el retraso de la enfermera, la
ausencia del médico, la alimentación descuidada, la nostalgia de la casa. Las dos
sufren todo eso. Pero penetremos un poco más en la razón del sufrimiento. El
joven sufre porque es drogadicto y enfermo y, finalmente, porque quiso. Ella sufre,
y sufre lo mismo, porque es la madre. Sufre porque su hijo está sufriendo. Está allí
por causa del hijo. Renuncia a sus privilegios, a su cuarto, a su cama, a su modo
de preparar la comida, a sus amistades. Quiere permanecer allí. Por otro lado, si el
joven quedase sano y tuviese el alta del hospital y alguien se dirigiese a la madre y
le dijese: “Usted insistió tanto en quedarse aquí, pues quédese ocho días más con
nosotros en el hospital; el joven se va ahora pero usted se queda con nosotros”,
ella sonreiría, como quien dice: “ Este perdió el juicio. Aquí no me quedo. Me voy
ahora mismo con mi hijo”.
Pero éste es el punto para la comparación.
Todos tenemos una experiencia de amor, amor materno, amor fraterno,
amistad. Es una realidad en nuestra vida. El descubrimiento es éste: existe el amor
que explica cómo una persona puede voluntaria y espontáneamente meterse en
una situación difícil. La madre enfrenta la realidad de aquel cuarto de hospital
simplemente porque ama.
Vamos a aplicar la comparación: creo que nos ayudará a comprender la
historia de la salvación.
En este mundo hay hombres y mujeres, nuestros hermanos, en cuyo corazón
habita el pecado. Hay en ellos celos, envidia, desorden moral, injusticia, voluntad
de oprimir. Hay hombres que no tienen piedad. No practican la justicia. Viven en
medio de los demás. Están en las escuelas, están en las calles, están en las filas,
están en el trabajo, están en los lugares de diversión, y llevan en el corazón el
pecado. Roban, son violentos, oprimen a sus hermanos. Por causa de ellos, la
historia de la humanidad está marcada por la maldad y el pecado. El mundo se
vuelve insoportable. Es un “mundo perro”. Usted no está protegido, usted puede
ser secuestrado, puede ser robado, puede ser maltratado, puede ser víctima de
una injusticia.
Jesucristo
Este mundo es así -un mundo donde hay hombres y mujeres que cometen la
maldad-, está hecho un desastre. No es tanto el problema del hambre, de la
miseria, del analfabetismo, sino el problema del propio corazón humano, donde
hay desilusión de la vida, infidelidad conyugal, envidia, odio. Ahora bien, ocurre
que dentro de este mundo entra Jesucristo. Y ese es el punto central para nuestra
oración. Así como aquella madre entró en el cuarto del hospital porque quiso y
renunció a todas las condiciones de vida que eran las suyas, así Cristo se encarnó
y, según la descripción de la Carta a los Hebreos (2,17; 4,15), “en todo se asemejó
a los hombres menos -claro está - en el pecado”.
Como aquella madre que estaba allí en el cuarto del hospital con su hijo y
sufría todo lo que él sufría, así también Cristo entra en este mundo nuestro. En
todo vivió la vida de la gente, vida humana, menos en el pecado. Es objeto de
envidia, de injusticia, de calumnia, y hasta la misma muerte. No baja de la cruz. Se
queda en la cruz y muere. Cristo entra en este hospital, en este ambiente
desagradable que es el mundo. San Pablo llama a este mundo (Rom. 6,6) “el
cuerpo del pecado”. ¿Qué quiere decir? Es un lugar donde el pecado destruye la
convivencia humana. Cristo entra en esa realidad. Surge entonces la pregunta:
¿Por qué esta pasión de Cristo? ¿por qué este sufrimiento?
La respuesta es simple: El asume, por amor, la vida de los hombres tal como
es. La razón es el amor. La madre ama y asume la vida de ese hijo en el cuarto del
hospital. Asimismo, Cristo entra en la humanidad y asume por amor la vida de los
hombres que sufren.
El sufrimiento no es lo propio de Cristo. Su sufrimiento es el sufrimiento de
los hombres. La madre no va al hospital por causa de ella misma, sino por causa
del hijo, sufre porque el joven está sufriendo.
Así también Cristo. Sufre el sufrimiento de los hombres, el azote de los
romanos, la condena injusta, la cruz de los condenados de entonces. Sufrió la vida
y la muerte de los hombres..En otras palabras, Cristo sin pecado entró en el
mundo del pecado. El justo sufre por los injustos (1 Pe. 3,18). Y, haciendo eso,
muestra la verdad de su Amor.
Entonces, el hombre, viendo el amor de Cristo y sabiendo por la fe que El es
Dios, descubre que Dios lo ama (Rom. 5,8). La entrada de Cristo en la historia de
la humanidad que sufre, en total igualdad de situación con los hombres, revela de
modo inequívoco el amor de Dios.
El cristiano
De ahí surge ahora la luz para nosotros. Recordemos la palabra de la
Escritura: “Cristo no consideró un privilegio su condición divina, sino que se humilló
y asumió la condición de siervo hasta la muerte” (Fil. 2,9). Jesucristo asumió
totalmente nuestra condición humana. “Siendo rico, se hizo pobre por nosotros” (2
Cor. 2,8).
El caso de la madre en el hospital ilumina la encarnación de Cristo y la vida
de Cristo ilumina ahora nuestra vida. ¿Cómo?
Nosotros que estamos en Cristo Jesús estamos perdonados, envueltos por el
amor de Dios. Sabemos que el pecado no vive más en nosotros (Rom. 8,1).
Porque Dios es misericordia y Cristo dio la vida por nosotros, aunque
permanezcamos en este mundo el pecado no habita más en nosotros. Es verdad
que podemos volver a caer en el pecado, pero una vez perdonados por Dios
estamos en su gracia. Y, entre tanto, aquí estamos también, en el mundo que
sufre.
De ahí nuestra pregunta: ¿por qué el que está perdonado y venció el pecado
sufre aún el efecto del pecado, el sufrimiento de la vida humana? ¿Qué sería lo
normal? Que el hombre cuyo corazón es para Dios estuviese ya en la gloria. Lo
que no logramos comprender en esta vida es que tenemos el corazón en Dios y
estamos en un mundo que es un “cuerpo de pecado”. Parece haber algún error.
Que el hombre que está en el pecado esté también en el sufrimiento es lógico.
Pero que nosotros que estamos con el corazón en gracia de Dios, tengamos que
sufrir como los que están en pecado, eso no es lógico. Ahí está el drama: ¿por qué
el hombre justo y bueno, aquel que está en Cristo Jesús, que resiste al pecado con
la gracia de Dios, que perdona a su hermano, por qué sigue sufriendo en este
mundo?
El justo es víctima del cáncer, del accidente de automóvil, sufre la injusticia,
es detenido y hasta puede ser muerto por engaño. He aquí una pregunta central
en nuestra vida cristiana: ¿por qué sufre así el justo? Es tanto nuestro rechazo a
esa situación que nuestra oración refleja muchas veces la voluntad de librarnos de
ella: “Dios mío, que yo quede bien.” “Dios mío, que no me pase nada.” Esto quiere
decir que planeamos nuestra vida como una vida sin sufrimiento. Y lo dramático es
que nuestro auto choca, el avión se cae, caemos enfermos, mueren nuestros
padres, nuestros amigos pierden su empleo, los miembros casados de nuestras
familias se separan, se desquitan... y todo ocurre pese a nuestra oración. Para el
justo, eso es un misterio. ¿Cómo es que Dios nos ama y sucede así?
El descubrimiento
¿Por qué sufrió Cristo? Él quiso quedarse al lado del hombre, quiso entrar en
el sufrimiento de la vida humana. Entró en el drama de los hombres, asumió la
vida en lo que tiene de más duro. ¿Por qué? Porque nos amó.
¿Pero por qué lo llevó su amor a actuar así? Recordemos la comparación: si
aquella madre no hubiese insistido en quedarse en el hospital, el hijo no habría
percibido el amor de su madre. Ella, con su presencia, con su sonrisa, con su
paciencia, le comunicó al hijo su amor. Él se sintió amado. Por eso, Cristo entró en
el mundo y en el sufrimiento de la vida de los hombres.
Ahí está el descubrimiento: ¿No será también así para nosotros? Quiero
decir, la voluntad de Dios es que los justos permanezcan en el mundo,
continuando la vida de Cristo, para el bien de sus hermanos que aún están en el
pecado.
El Evangelio es claro. Jesús dice: “No vine a salvar al justo sino al
pecador” (Mc 2,17). ¿Qué significa? Que la intención de Dios es que el hombre se
convierta, que cambie su corazón y no que sea destruido.
Dios se revela en el Amor. La novedad es el perdón. Dios nos concede un
“tiempo de paciencia” (2 Pe. 3,8) para que pueda producirse el arrepentimiento del
hombre.
Entonces, si Dios quiere el “tiempo de la paciencia”, ¿qué pasa? Que este
mundo se transforma en el lugar de la convivencia entre el pecador y el justo. Pero
el justo no puede entrar a un hospital de suburbio sin oír los gemidos de los
enfermos, sin sufrir del ruido, del polvo de la calle y del calor del cuarto. No
podemos vivir en el mundo que abriga el pecado sin sufrir sus efectos. Nuestro
auto va a chocar, nuestras muelas nos van a doler, podemos tener cáncer y así
sucesivamente. Esa es la regla del juego. En otras palabras, no es posible para
Cristo ser hombre sin, al mismo tiempo, experimentar la condición de los hombres.
Él no tuvo pecado, pero sintió hambre y sed, fue perseguido, arrestado,
condenado y crucificado. La voluntad de Dios es que el hombre justo permanezca
dentro del drama del mundo.
¿Por qué?
No por causa del justo. El Antiguo Testamento narra la historia de Job. Ese
libro no nos trae mucha luz respecto del sufrimiento. Job, que lo tenía todo, lo
pierde todo. En su sufrimiento, despreciado por su propia mujer, recibe a los
amigos que se quedan a su vez en silencio, con cenizas en la cabeza,
preguntando qué es lo que pasa. Dicen: “Job, pecaste”. Y Job responde que no
pecó. Insisten: “si estás sufriendo es para castigarte por algún pecado. Dios es
justo. Dios sería injusto si te castigara sin culpa tuya. Viendo tu sufrimiento,
estamos vislumbrando tu pecado. Pecaste.” Y el libro termina sin solución. Dios lo
devuelve todo a Job, pero no hay respuesta al porqué del sufrimiento. Y no hay
solución porque Job buscó la respuesta sólo en el ámbito de su vida personal.
El Nuevo Testamento trae la respuesta. Cristo ofrece la vida por nosotros.
Ese “por nosotros” es el que trae luz al problema de la vida humana. Una persona
puede aceptar libremente, por amor, sufrir una situación que no le corresponde.
Recordemos a la madre que está en el hospital, no por ella, sino por amor a su
hijo. Y allí interviene la clave del Credo: “... por nosotros los hombres...” es que
Cristo se encarnó. San Pablo decía: “ Todo eso lo sufro por los elegidos”; o
también: “completo en mi carne lo que le falta a la pasión de Cristo, por su Cuerpo
que es la Iglesia” (Col. 1,24). ¿Qué significa eso? Que así como Cristo se encarnó
y asumió la condición humana para el bien de los demás, así también todos
aquellos que están perdonados y cuyo corazón está en Dios continúan asumiendo
el sufrimiento humano, que ya no les corresponde. Saben que son “amados por
Dios”, pero permanecen en la dureza de la vida, en el mundo, por causa de los
hermanos.
“Señor, aquí estamos”
Eso es tan importante que puede modificar nuestra oración. Muchas veces
nuestra oración es una oración de lamentos o de escape. Quiero decir, pedimos a
Dios la liberación de un sufrimiento, porque no estamos entendiendo que esa
situación viene a ofrecernos la oportunidad de entrar en comunión con los
hermanos que sufren. Como el Padre Damián, allá en Molokai, después de
enterarse que estaba él también leproso, subió al púlpito y dijo: “mis hermanos
leprosos”. La lepra lo hacía más hermano de los leprosos. Si él dijera: “Dios mío,
estoy trabajando hace tantos años, ¿no podía quedar inmunizado contra la lepra?
Al fin y al cabo, soy un siervo bueno y fiel...”. Pero, al contrario, se alegra al decir:
“mis hermanos leprosos”. Es como si dijese: “ahora sí soy realmente hermano
suyo”. Es importante que percibamos esto, porque si entendemos que la historia
de los hombres es un misterio de redención por solidaridad, comprenderemos que
no es un error que la madre se quede en el hospital, como no es un error que
Cristo pase por el sufrimiento de los hombres, como no es un error que nosotros,
justos, seamos curtidos por la vida. Es para el bien de los que aún están en
pecado. La ley de la redención es de solidaridad y fraternidad.
¿Por qué sufre el justo en este mundo?
La respuesta es: “porque Dios ama al pecador”. Es misterioso. Dios ama
tanto al pecador, nuestro hermano, que quiere que el justo le haga el bien. El justo
sufre la condición de pecador, aunque está ya perdonado. En otras palabras: ¿qué
estaría errado? Que Dios nos dejase en el mundo y no nos enseñase a amar. Pero
justamente, Dios infunde en nuestro corazón la caridad, por el Espíritu que nos es
dado, para que podamos amar a los demás como Cristo los ama. Entonces la ley
para los que están ya redimidos es: quedarse aquí, en el mundo, en la fuerza del
Espíritu de Cristo, para continuar amando, haciendo el bien a los hermanos por el
testimonio de la vida, por el servicio, por la comunión. “Señor, aquí estamos”.
Entonces, nuestra vida sigue siendo un testimonio de que Dios ama a los
hombres y quiere salvarlos, puesto que él nos coloca al lado del pecador, nuestro
hermano.
Así pasa con la madre al lado del hijo, actúa y procura hacer el bien. De allí
nace la comunión: los dos sonríen, el hijo se rehace en el afecto de la madre. Es el
testimonio del servicio y de la comunión. La vida cristiana es esto: seguir a Cristo
en el martirio, en “dar testimonio” por la vida, en el servicio que revela un amor
intenso, en el ansia de comunión, en la comunicación de la vida al hermano
pecador.
“El tiempo de la paciencia”
Es grande la alegría del justo que coopera así en la salvación de su hermano.
Su vida es asumida en la solidaridad. Compartir con los otros las mismas
situaciones, para que no le falte al hermano en el pecado la presencia y la acción
del justo.
Creo que allí está el punto clave.
No podemos decir esto a un niño... no entiende. Ni lo podemos conversar con
un pagano, tampoco entiende. Sólo podemos hablar de esto a una persona que
tenga, al mismo tiempo, fe y experiencia de la vida; sólo ella podrá captar el plan
de Dios.
El texto de San Pablo: “Cristo no consideró un privilegio su condición divina,
sino que se hizo siervo hasta morir” (Fil. 2,9), es fundamental. ¿Por qué? Nosotros
tampoco podemos considerar en adelante un privilegio nuestra condición de estar
en la gracia de Dios, sino que tenemos que asumir el abatimiento (“kenosis”) de
Cristo en este mundo para el bien de los hermanos.
Dios quiere de nosotros la palabra, la presencia, el servicio para que nuestros
hermanos se conviertan. Así es como nuestras vidas se entrelazan, como la
comunión de los santos se realiza. Entonces, no es un error el que
permanezcamos sujetos a las vicisitudes de la vida humana.
¿Quiere Dios el sufrimiento? No lo quiere.
Creo que la expresión más exacta es: “Dios vence el mal”. Dios vence el
pecado. Dios vence el sufrimiento y la muerte. Pero esa voluntad alcanza al
hombre en su forma progresiva. “Dios está venciendo el mal”, Dios está venciendo
el pecado, la muerte y el sufrimiento”. ¿Por qué ese “está venciendo”? Porque la
vida del hombre dura en el tiempo. La duración es propia del hombre. La acción de
Dios es total: venció. Pero el hombre existe en el tiempo. De ahí las palabras de
San Pedro (2 Ped. 3,8): “Hermanos carísimos, hay una cosa de la que no quiero
que ustedes se olviden: mil años en la presencia del Señor son como un día. El
Señor no está retrasando su promesa como algunos dicen, sino que quiere que
todos se arrepientan”, por eso concede el “tiempo de la paciencia”.
¿Qué es el “tiempo de la paciencia”? Es el tiempo en que los hombres están
haciendo el bien a sus hermanos, el Evangelio está siendo predicado, la
conversión está aconteciendo, el amor está siendo hecho visible, el martirio, la
“diaconía” (=servicio) y la “koinonía” (=comunión) están en acción. Resultado:
¿Cuál es nuestra misión? Es “curtir” -o labrar- realmente la vida , asumiéndola día
a día, sin murmurar, en una total adecuación a la voluntad de Dios. Las cosas que
podemos modificar, serán modificadas, porque Dios está venciendo el mal; pero
las cosas que no conseguimos aún modificar, asumámoslas y soportémoslas, pues
pertenecen a la lógica de un mundo aún en construcción.
La conclusión es ésta: aprendamos de nuevo a rezar y a ver al mundo a la
luz de la fe y solidaridad en la salvación.
Muchas veces le pedimos a Dios ser librados del mal físico o ser librados de
una situación difícil. Nadie está hecho para sufrir. Pero es mucho más importante
comprender la oración de Cristo. ¿Y cuál es la oración de Cristo? “Padre, no soy
del mundo... pero estoy aún en el mundo...” Alude a la condición actual de la vida
humana y agrega: “Padre, te pido que no los saques del mundo, sino que los
preserves del mal...” (Jn 17, 14 ss.).
Jesús pide al Padre que nos libre del pecado, pero que no nos saque del
mundo, que permanezcamos en el mundo para hacer el bien a nuestros
hermanos. “ Santifícalos en la verdad”, en el amor, en la fe, para que sean capaces
de hacer el bien. “Así como tu me enviaste al mundo, ahora los envío yo dentro de
este mundo. Para que sean uno, como tú en mi y yo en ellos, que sean
consumados en unidad.” En otras palabras: que esa “koinonía”, por medio de la
diaconía y del martirio, se realice cada vez más, por la acción de los justos en bien
de sus hermanos que están en el pecado. Y nosotros “aquí estamos”, viviendo el
tiempo del parto de todo aquello.
Por tanto, el sufrimiento que le toca al justo en su vida no es castigo de su
pecado, aunque el justo pueda siempre purificarse más y merecer mucho delante
de Dios. “Aquí estamos” para el bien de los hermanos.
La vida de Cristo continúa aconteciendo en la vida de aquellos que se
insertan en él por el bautismo y viven de su gracia. El justo sufre porque
permanece en un mundo donde hay sufrimiento, y lo hace para salvar a los
hermanos. Aprende a amar como Cristo ama. En el corazón del justo que se va
identificando con Cristo, crece el amor al hermano pecador y la aceptación de vivir
en un “mundo en pecado”, por solidaridad con su hermano que aún no posee la
“vida”. Es este amor el que salva.
Aceptar la vida tal como es
Volvamos al pequeño cuarto del hospital: el sufrimiento es una realidad para
el niño y para la madre. Es el mismo sufrimiento. Y, sin embargo, uno sufre porque
es drogadicto, porque quiso, porque está enfermo; está allí porque tiene que estar;
y la madre sufre porque quiere estar alli, porque es madre, porque ama, porque
quiere ayudar a su hijo a vivir en comunión con ella. Tal es la intención de Dios:
este mundo está sumergido en el pecado, y el Hijo de Dios entra en este mundo,
permanece presente al mundo, sufriendo sin tener ningún pecado. Con eso revela
su amor. Es la pedagogía divina de que hablan los santos Padres. Es la inmensa
filantropía, esa caridad de Dios, que asume la vida de los hombres para que el
hombre entienda que es amado. Este amor es el que el justo posee. El cristiano
recibe la fuerza de la caridad de Cristo, para continuar, metido en esta vida,
esperando la conversión de los hermanos. Está claro que es Dios quien actúa
internamente, pero lo hace por medio de la señal, de la palabra, del gesto, del
testimonio de los hombres justos. Entonces, ¿cuál debe ser nuestra oración? La
de quien “asume” la propia vida. La vida para nosotros es el mismo combate
cotidiano de la existencia humana. Es el drama de un mundo que está dando a luz
la redención. Gente que nace, gente que muere, gente que ríe, gente que sufre.
Todos destinados a la salvación en la solidaridad.
Vamos a decir de veras a Dios: “Padre mío, acepto mi vida como es. No
quiero privilegios.”
No es que rechacemos los dones de Dios. Si, volviendo a casa, pinchamos el
neumático del auto, no quiere decir que falló para nosotros la providencia de Dios.
Hay tanta gente que agradece a Dios un viaje que resultó. Y quien sufre un
accidente, ¿no agradece?
Todo beneficio viene de Dios, pero el no tener ciertos beneficios no significa
que no somos amados por Dios. Al contrario, es mucho más grande el gesto de
amor de Dios en nosotros, cuando nos fortalece para que seamos capaces de
enfrentar el sufrimiento que intensifica más nuestra comunión con los demás. Me
acuerdo de un padre que quedó con cáncer y tuvo que ir al hospital. Se quedaba
en aquellos dormitorios hablando a sus compañeros, enfermos como él; ¿No será
que Dios estaba justamente amando a esos enfermos a quienes envió al padre
canceroso? “Dios amó tanto a esos enfermos que les envió su hijo padre, para
hacerles el bien” (Cf. Jn 3,16). Él, tendido en la cama y canceroso, estaba
probando a los demás que Dios puede amar a una persona con cáncer. La vida de
Cristo probó a todos que alguien que es amado por Dios puede pasar por la cruz.
Después de Cristo, también nosotros podemos pasar por la cruz y ser amados por
Dios. Esto es liberador. Esto nos da la paz. Usted puede estar en pleno sufrimiento
y estar en la paz, totalmente en paz.
Me acuerdo aún de un colega mío en Roma, en 1956. Se llamaba Salvatore
Fellini; delgado, tenía una deficiencia grave del corazón. En aquella época era
imposible pensar en una operación. El ya no podía estudiar y ayudaba en lo que
podía. Estaba en una pieza al lado de la mía. Creció entre nosotros una gran
amistad. Siguió siendo bueno, continuó sufriendo. Su vida entera la ofrecía para
los demás. Comenzó a empeorar y un día, cuando entré a su cuarto, estaba con
oxígeno, sentado en su silla, respirando difícilmente. Le pregunté: “Salvatore, qué
pasa contigo?” Sonrió y dijo: “Está todo bien... todo bien...”. “¿Está pasando un mal
momento?” “Todo va bien” respondió. Estaba muriendo. Le pregunté si necesitaba
algo. “Nada” respondió él. “¿Adónde va?” Y, mirando hacia mí, dijo: “Ahí arriba”.
“Me voy al cielo.” Y murió allí mismo, con la mayor sonrisa, la mayor naturalidad.
Ese hombre había alcanzado en poco tiempo la verdadera paz a pesar del
sufrimiento.
Creo que tenemos que llegar realmente a una paz parecida. ¿Estamos
convencidos de que somos amados por Dios o no? Estamos aquí en este mundo
para, a pesar de nuestra debilidad, iluminar a los hermanos con el testimonio de la
propia vida y llamarlos a la fe y a la felicidad.
Primero los demás, después nosotros
Creo que ahora podemos asumir mejor la tensión de la vida. Imposible
trabajar sin cansarse.
Va a haber desgaste físico, decepciones, frustraciones, tristeza, ¿qué
importa?
Lo que tenemos que hacer es asumir todo en la paz. Decir: “Señor, en cuanto
sea voluntad tuya, yo me quedo en esta vida”. Recordemos la reflexión de San
Pablo (Fil. 1, 24) que nos trae mucha luz. Dividido entre dos amores, la voluntad
de estar con Cristo y la de quedar en esta vida, Pablo prefiere quedarse, porque es
mejor para sus hermanos. También nosotros estamos convencidos de que el
paraíso es mejor, pero no ha llegado nuestra hora. No vamos al cielo todavía. Hay
mucho que hacer. “¿Qué hacen allí, mirando al cielo?” decían los ángeles a los
apóstoles. Es necesario volver a Jerusalén para dar testimonio a los hombres del
amor del Padre, para que se conviertan y lleguen a la vida (Hech. 1, 11).
Quisiera terminar con una pequeña historia que para mí tiene el valor de una
parábola. En 1959, fui mandado a una aldea de Alemania para reemplazar a un
padre, debido a que desistió un colega a ultima hora. Era casi en la frontera con
Bélgica. Allá fui yo, recuerdo todavía, llevando un pequeño paquete con una pera y
dos pancitos. Conseguí una chaqueta prestada por un amigo. Era la primera vez
que usaba clerman. El trabajo era intenso y cansador. Un día el párroco vecino me
invitó para un paseo con las personas mayores del Apostolado de la Oración. Eran
realmente muy viejitas. Después de un primer trecho, se había previsto una parada
en el camino para un refrigerio. Lo que no estaba previsto era que el pequeño
restaurante de la carretera estuviese totalmente ocupado por otros turistas. Así
que las pobres viejitas bajaron del bus y se quedaron ahí de pie, impacientes,
aguardando su turno para sentarse a la mesa.
Cual no fue mi espanto al ver, ya acomodado allá en el fondo de la sala, el
bueno del párroco con una inmensa copa de cerveza en la mano. Pensé para mis
adentros: “Toma tu cerveza, padre mío, pero espera un poco, deja que las viejitas
se sienten primero...”
La historia es una lección para nosotros: también nosotros vamos a
sentarnos en el banquete que el Padre nos prepara. Pero, no por eso apuremos la
“hora del Padre”. Dejemos que las viejitas se sienten primero... Procuremos antes
que los demás entren en el reino de Dios. Lo importante es que los demás lleguen
a la salvación. Sólo después llegará nuestro turno. Por tanto, éste es el “tiempo de
la paciencia”, de la fraternidad y ... de la vida vivida sin privilegios. “Aquí estamos,
Señor”, nos basta tu gracia, tu amor.
Me acuerdo en este momento de la oración de Pierre Lyonnet, al comentar el
pasaje de Juan 15,18-22 (Escritos espirituales, 1951). Quien sabe si podría
ayudarnos a rezar en este momento: “ Señor, Dios mío, he aquí mi vida para que
hagas de ella lo que quieras, para que hagas de ella la vida de Jesucristo. Adonde
quiera que me envíes, alegre o desolado, enfermo o con salud, colmado o
humillado, que tu Espíritu pueda siempre clamar en mi con vehemencia,
empujándome a amar cada vez más a mis hermanos, los hombres, que aún no
saben que eres Padre. Padre, he aquí mi vida. Dame, en cambio, poder trabajar
por mis hermanos, para que ellos te conozcan, te amen, y tengan más VIDA.”
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