Eugenio Barba - Odin Teatret

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Eugenio Barba
ANGELANIMAL
Técnicas perdidas para el espectador
Discurso de agradecimiento por el título de doctor honoris causa conferido por la Academy
of Performing Arts, Hong Kong, el 7 de julio del 2006.
¿De cuántas sensaciones está compuesta la angustia? Para darme coraje, mi razón se complace en
individualizarlas y describirlas mientras el camioncito avanza a tumbos y frenadas extenuantes. Las
calles son una alfombra llena de agujeros, charcos, un hedor de cloacas abiertas y todo está en
tinieblas. La ciudad parece infinita, sin iluminación, sin faroles, sin vitrinas iluminadas y enseñas
centellantes. Me dejo ganar por el ansia: inseguridad, ganas de estar en otra parte, reconocer alguna
cosa que me tranquilice. Una espesa niebla negra: así es Puerto Príncipe, la capital de Haití, cuando
desaparece el sol. Luces tenues permiten imaginar ventanas y manzanas. Entreveo a los transeúntes
como sombras amenazadoras, listas para agredirme. Un destello luminoso se asoma desde una
choza, un grupo de personas se mueve entre velas y consoladoras lamparitas eléctricas. “Una casa
de santos” me informa el taxista, un lugar de veneración de los loa del Vudú.
¿Qué tipo de detalles necesitamos para identificarnos con una situación del pasado? La
oscuridad de Puerto Príncipe me deja imaginar sensorialmente qué cosa era un teatro en los tiempos
de la Comedia del Arte. Un exceso de luces, como una iglesia o un salón de ricos aristócratas, en un
mundo de brumas. El espectador se internaba por calles oscuras, en el polvo, el agua estancada, el
fango, el hedor de los excrementos y residuos y el miedo a los carteristas en acecho. Y llegaba a la
trémula luminosidad de innumerables velas que amalgamaba a ricos y a pobres, inducía a la fiesta,
infundía un placer sensual elemental, arrancándolo del gris de la monotonía y proclamando la
ruptura de las normas.
Yo también he vivido a veces como espectador situaciones similares: una sensación de
bienestar, vitalidad, salud. Olvidaba momentáneamente el terror que me acompañaba: la presencia
del cáncer que como una sombra seguía los pasos de una persona amada. Observo en silencio una
fotografía que me muestra Stan Lai, el director de Taiwan: la sala colmada del Teatro Nacional de
Taipei, más de mil espectadores, todos con la cara protegida por una máscara blanca. Estamos en el
2002, en plena epidemia del SARS, la vida entera de Taipei está paralizada, la gente evita tomar el
transporte público, los cines están cerrados y los restaurantes desiertos. Sin embargo, el espectáculo
de su Performance Workshop vence el terror al contagio y la gente se mata por asistir a él. ¿Cuál es
la fascinación o la urgencia de este espectáculo que induce al espectador a olvidar el instinto de
conservación?
Es imposible no pensar en la peste endémica y en sus víctimas cotidianas cuando el teatro
nació como una actividad comercial. En el Londres isabelino, cuando el número de muertos por la
pestilencia superaba los veinticinco por semana, las autoridades cerraban los teatros durante
semanas y meses. Las epidemias, junto con los tragasantos, eran los adversarios del teatro. Fue la
peste, quien obligó a Shakespeare a cerrar su teatro en 1593 y la que lo empujó a ganarse el pan
escribiendo sonetos sobre Venus and Adonis y The Rape of Lucrece dedicados al Duque de
Southampton.
Una vez, creí verdaderamente haberme convertido en un espectador de un
espectáculo del siglo XVII. Estaba entre un público que parecía disfrutar la interminable espera del
inicio de la representación. Parloteaban, hablaban a distancia, se buscaban de una parte a otra de la
sala. Hombres y mujeres de todas las edades y procedencias sociales, pandillas de jóvenes y
familias con niños y criaturas que dormían o lloraban en brazos de las madres o hermanas. Tropas
de muchachos competían ofreciendo helados, bebidas, semillitas y maníes, fotografías de los
actores y sobre todo de las actrices. Una atmósfera de incansable vociferar. Mientras la música
invadía la sala, una media docena de jóvenes rubias, vestidas con ropas ajustadas y ligeras, llenas de
reluciente lentejuelas, comenzaron una danza provocativa. (Vienen de la ex-república soviética –
me dice la amiga egipcia que me acompaña – han estudiado ballet clásico en Rusia, Ucrania,
Bielorrusia, son mantenidas por quien se lo puede permitir.) El ballet, siempre más provocativo, era
interrumpido por la entrada de los protagonistas. Seguía una sucesión de escenas cargadas de
alusiones a sucesos políticos y de crónica, entremezclados regularmente con el ballet de las rubias
en trajes cada vez más titilantes. Eran situaciones de actualidad, presentadas por esbozos, de manera
alusiva: sátira y crítica indirecta (un funcionario de la policía que al final era castigado), una buena
dosis de nacionalismo (provenimos de los Faraones y retornaremos a su grandeza, declaraba un
personaje desde la cima de una pirámide), solidaridad con los hermanos árabes (un actor hacía
flamear una bandera palestina entre el arrebato del público), gran final con las bailarinas que se
despatarraban entre los héroes.
Los actores eran interrumpidos con frecuencia por los comentarios de la sala, un espectador
lanzaba una frase, el actor respondía, el diálogo improvisado era tomado e introducido en el
espectáculo entre risas y algarabías. Estaba en un teatro popular de El Cairo, lejos de los
experimentos artísticos de los grupos de teatro independiente. La Universidad islámica de El Azar
vigila todo el país, es la máxima autoridad religiosa que, en el mundo árabe, evalúa las mínimas
desviaciones de la ortodoxia y emite su juicio inflexible. Acá la censura de estado tiene un nombre
oficial: “protección de los artistas” para evitar que se topen con los rayos teológicos.
Entreveo en estas situaciones un componente del ADN del teatro del pasado, hoy
irremediablemente perdido. Parece resurgir muy raras veces, cuando un espectáculo nos hace caer
el cielo encima. Quisiera poner en evidencia este componente, recrearlo, describirlo objetivamente
sin referirme a anécdotas personales. Sé con anticipación que mi descripción parecerá enfática o
novelada. Sin embargo, quiero intentarlo.
***
En el comienzo era el hambre y el miedo.
Aquellos que vendían espectáculos en los primeros cien años del teatro moderno europeo –
la época de Shakespeare, de Calderón, Lope de Vega y Marlowe, de Molière y de la Comedia del
Arte – corrían literalmente el riesgo de morir de hambre si sus productos no eran lo suficientemente
atractivos para atrapar a los espectadores que pagaban. La indigencia estaba al acecho si los actores
no suscitaban una adhesión y una dependencia capaz de contrastar el estigma de infamia que las
rígidas convenciones de la época, las leyes contra el vagabundear y los clérigos de diferentes sectas
cristianas imprimían sobre el comercio de las escenas.
Era una época de violencia y recelo, de escasez de recursos e intolerancia. Las autoridades
interrogaban a los ciudadanos considerados inmorales, los criados que se habían escapado de sus
patrones eran encarcelados, se castigaba públicamente a las mujeres acusadas de infidelidad. La
inseguridad material, la incertidumbre por el futuro y la dureza de las relaciones entre amos y
siervos estaban impresas en los cuerpos frecuentemente deformados por las enfermedades y en las
almas tullidas por los vicios. Nobles y plebeyos eran diezmados por las pestilencias y las guerras,
vivían aterrados por el pecado y las amenazas de la justicia celeste. El peso de la vida los arrojaba
contra la tierra como una fuerza de gravedad. Sólo sus sueños permanecían en alto.
Hambre, miedo – y fe, la razón que va más allá de la pura sobrevivencia. Las creencias
daban consuelo e infundían terror. Se defendían con armas y eran acogedoras, respondían al ultraje
con la tortura que para la víctima representaba la gloria del martirio. Las guerras eran encubiertas
por la religión. Las intestinas, entre cristianos y sus intransigentes extremistas, reproducían en
Europa el enfrentamiento que en la geografía planetaria se llevaba a cabo entre el cristianismo,
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islamismo y paganismo. En la interioridad de cada individuo, una guerra equivalente oponía la
esperanza de la salvación al terror de la condena.
El teatro era la celebración de la turbación y de la excitación. Los actores hablaban al animal
y al ángel dentro de los espectadores, aguijoneaban esa parte del sistema reptil del cerebro en donde
anidan las pulsiones elementales del hambre, del miedo, de la sensualidad y de la fe. Quien hacía un
teatro que se vendía sacaba el jugo al escalofrío del espanto entremezclado con el bramido del goce
transgresivo , alternando escenas de comicidad y horror, de exaltación religiosa y amor prohibido,
vulgaridad y honor, traición y locura, apariciones infernales y epifanías del Más Allá.
Los escenarios estaban llenos de escotillones y sus cielos ficticios de maquinarias. Desde
abajo salían los demonios, los muertos, los fantasmas; desde lo alto descendían los ángeles y los
dioses. Se precipitaban los condenados, volaban lejos los salvados. La dimensión vertical, que en
escena se volvía atracción, se encarnaba en la experiencia cotidiana: plegaria y blasfemia, la rígida
ortodoxia de la fe y la saña de la herejía. Simulación y disimulo estaban en igual medida en las
crónicas y en los teatros: maquiavelismos, amores culpables y asesinatos, hebreos en vestiduras de
cristianos, herejes escondidos en el conformismo, viciosos píos, heroica y santa fidelidad. La
ascensión y la caída de reyes y reinas sorprendían y espantaban la fantasía de la gente simple, sea en
el teatro de la historia como en las historias de los teatros. Las hogueras y las ejecuciones de las
brujas, eran espectáculos.
El teatro, en su mayor parte, recreaba las pasiones y los impulsos instintivos de los
espectadores hurgando deseos reprimidos, ilusiones, ansias y supersticiones.
De aquellos tiempos y de aquellos teatros lejanos quedan encalladas en nuestras playas
algunas ruinas imponentes. Tres figuras de personas, sobre todo, capaces de viajar en el tiempo: el
príncipe Hamlet, el aristocrático Don Juan y el Doctor Fausto. Y Arlequín, que es solamente una
máscara. Visitamos éstas y muchas otras ruinas compungidos y admirados. Las volvemos a poner
en pie sobre nuestros escenarios. Les restituimos el don de la palabra y de las acciones.
Historiadores, artistas o científicos dedican una larga parte de su vida y de sus sueños. Sondean
estas ruinas, las viviseccionan, las interpretan, las actualizan sacándolas de su paisaje original o se
alejan ellos mismos de sus propios paisajes tratando de penetrar en sus pasados. Pero frente a ellas,
los nervios del animal y el fervor del ángel no se tensan más por la alarma o el placer. El alma del
espectador no vuela ni se abate. Angelanimal duerme.
Angelanimal es el nombre de un espectador. O mejor: mi modo de nombrar una faceta del
complejo conjunto de reacciones intelectuales, emotivas, críticas, racionales e instintivas que
componen el singular colectivo llamado “espectador”. Es el nombre que doy al animal que se
esconde en lo profundo de mi cerebro, y al ángel indisoluble que como una sombra se cierne en los
espacios vacíos sobre o debajo de él. Los hombres de ciencia le atribuyeron tal vez una morada
precisa, en el macrocosmos de nuestro cerebro, entre el sistema reptil y el límbico. No soy, sin
embargo, un hombre de ciencia, soy un artesano, y Angelanimal me interesa en cuanto artesano.
Su nombre podrá parecer extraño, pero nos basta poco para reconocerlo en su simplicidad.
Se pone en acción a pesar nuestro, por ejemplo, cuando nos asomamos al vacío en un
emplazamiento seguro, pero de gran altura. Se nos hace como un nudo en nuestra panza: no
pensamientos sino nervios. No consciencia, sino instinto. Contemporáneamente, alas de cuervos
negros sacuden la cabeza, sueños relámpagos que no reconocemos como nuestros, fantasías de
suicidio, ansias irracionales y terrificantes impulsos: bastaría un pequeño salto, una corta
interminable apnea, y ya no existiríamos más. Son instantes fugitivos, en general no les permitimos
aflorar a la consciencia. Pero nuestro Angelanimal, en esos instantes, se ha despertado. En el teatro,
casi nunca.
Lo llamamos “estados de ánimo”. Podríamos incluso decir “estados de cuerpo”. Tales
estados primordiales de alma-y-cuerpo son esenciales para dar al teatro la experiencia de una
experiencia. Sin ellos, el espectáculo permanece para mí como un bordado de inteligencia
descarnada. Estos estados primordiales no constituyen los más altos valores del teatro, son el
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terreno en donde estos crecen y del cual se distinguen. Si Angelanimal no se despierta, el
espectáculo más refinado me da la impresión de ser un niño bello e inteligente con pies de arena.
Puede incluso suceder que los espectadores, en sus apreciaciones y en sus recuerdos, puedan
descuidar estos estados primordiales de alma-cuerpo. Pero como artesano no quiero ignorarlos,
cuando pienso no sólo en la densidad estética y en la finalidad cultural de mi trabajo, sino incluso
en la base de mi naturaleza orgánica.
Risa, erotismo, susto han sido durante siglos los ingredientes básicos de los espectáculos
teatrales, de los groseros y ordinarios, pero incluso de los pocos espiritualmente sutiles. Hoy parece
que el teatro puede prescindir de los ingredientes elementales, como un cuerpo idealizado privado
de sus partes pudendas. Como un cuerpo censurado por la inteligencia o por la inteligentsia. Parece
que la tarea de despertar a Angelanimal, nuestra sombra celeste y nuestra sombra de cuatro patas,
haya sido relegada a otros espectáculos. El teatro se ha purificado. Se ha transformado en un nicho
desinfectado, inteligente y culto, incluso cuando muestra cuerpos desnudos y coitos simulados. Me
pregunto: ¿por qué el teatro ahora sólo es inteligente? ¿Por qué sólo culto? ¿Un cerebro hecho sólo
de córtex es aún un cerebro o pura monstruosidad?
Las dos sombras son alas. No son muy presentables ni decorosas: tienen que ver con el
animal. Sin embargo, si bien poco presentables y decorosas, no debería olvidarse que son alas.
Meyerhold me lo indicó cuando afirmaba que el actor es un pájaro que con un ala roza el cielo y
con la otra la tierra. Tengo la tarea de hallar en mi trabajo lo que quería decir, e individualizar las
palabras mías que sean capaces de decirme lo que él indicaba con sus palabras.
Para mí, la artesanía del director hunde sus raíces en el deseo de dar un sistema nervioso y
un cuerpo-en-vida a lo invisible. Pero una de las funciones de esta artesanía consiste también en la
capacidad de hallar las diferentes naturalezas del espectador, en el saber hacerlas dialogar,
defendiéndolas incluso cuando parecen de bajo rango, garantizando su autonomía y su dignidad. Es
fácil reaccionar contra un espectáculo que privilegia la vulgaridad. Más difícil es aún darse cuenta
de que un espectáculo que se dirige solamente a las altas esferas de la inteligencia y del placer
intelectual es igualmente inerte.
Decimos “espectador” y pensamos en una personalidad unitaria. No es así, el espectador es
siempre plural.
Cuando pienso en mí mismo como espectador debo reconocer la presencia simultánea de
muchas voces que hablan al unísono, algunas prepotentes, otras acalladas, sepultadas bajo los
preconceptos culturales que me definen. Son las más groseras, pero incluso ellas tienen una
sabiduría propia. Un espectáculo habla a la fantasía y a la inteligencia. De ahí su valor. Es verdad y
no es verdad. Debería hablar también a la estupidez, al estupor infantil, a la sensualidad básica que
cautiva el instinto así como al impulso básico de hundir un ala en el cielo, mientras la otra, con sus
plumas, diseña innobles grafitis en la tierra desnuda.
Es como si para cada uno de mis espectáculos existieran idealmente cuatro espectadores. Y
tratando de distinguirlos lo he puesto por escrito. Son cuatro personificaciones de distintas
tendencias de los sentidos y de la consciencia:
1) el niño que ve las acciones literalmente, y no se deja seducir por las abstracciones,
significados recónditos, metáforas e innovaciones interpretativas. Si Hamlet recita “ser o
no ser”, el niño – atento a la literalidad de las acciones y no a la literatura – ve un
hombre que habla solo, por largo tiempo sin hacer nada interesante;
2) el espectador que comprende que no comprende, que no comparte ni nuestra lengua ni
nuestros códigos, pero que sin saberlo danza, se ha contagiado de la organicidad de las
acciones del actor, de su presencia escénica, o sea, del nivel pre-expresivo del
espectáculo. Incluso si no sabe de qué historia se trata, se da cuenta cuando el trabajo
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“está bien hecho”, cuidado en sus detalles, e intuye que quiere decir algo, incluso si no
comprende qué cosa dice;
3) el espectador alter ego del director-dramaturgo y de cada uno de los actores: capaz de
reconocer en cada detalle un fragmento de historia revivida y minuciosamente
informado de todos los contenidos del espectáculo, del significado y de las asociaciones
suscitadas por las palabras. Regresando cada noche, ve el mismo espectáculo como si
fuera uno nuevo, como si las acciones conocidas le fueran desconocidas, cargadas de
preguntas imprevistas y enigmas inesperados;
4) y un cuarto espectador, mudo, invisible y omnisciente, que ríe consigo mismo del velo
de Maya del espectáculo. Observa lo que ningún ojo puede ver: lo que el actor hace con
la mano izquierda cuando el espectador ve sólo la derecha. Es el espectador que juzga el
empeño escondido en los pliegues del espectáculo que no deben ser vistos. Penetra los
secretos, como si cada cosa y cada cuerpo fuesen un límpido vidrio.
Podría agregar otros espectadores: el espectador ciego, al cual debería hacerle ver el
espectáculo todo a través de las orejas. O el espectador sordo que debe poder oir con los ojos. O uno
de los así llamados “salvajes” de la tribu descubierta hace unos cincuenta años en Nueva Guinea. Si
asistiera a un espectáculo mío, tendría que estar convencido de que lo que ve corresponde a las
acciones que también él mismo lleva a cabo con su gente, cuando se juntan en una de esas
ceremonias incrustadas en un tiempo y un espacio no-cotidiano. Todos estos espectadores pueblan
mi fantasía artesanal, la guían y la vigilan.
Pero Angelanimal es diferente. Me obligaron a pensar en él las tres figuras antiguas y sin
embargo aún familiares a nuestros teatros: Hamlet, Fausto y Don Juan. En los últimos años, las
casualidades nunca casuales de la profesión me han llevado a confrontarme con ellos. Siempre los
había evitado. Ahora se vengan y sonríen. Pero no me dicen nada.
Hubo un tiempo en donde Angelanimal se despertaba delante de sus
vicisitudes, cuando veía, entre las vastas sombras de las tumbas, un monumento fúnebre asentir,
hablar y aceptar una invitación a una cena sobre el pozo del infierno. O cuando sobre los muros de
un castillo, frente a un cielo gélido, imaginaba que un fantasma surgía de las aguas del mar, un alma
sin paz, muerta sin el tiempo de arrepentirse y recibir la absolución por sus pecados. O cuando
contemplaba el modo en que un sabio anciano, una vez cerrados sus innumerables libros, se
punzaba las venas de las muñecas para hacer brotar alguna gota de sangre en la cual mojar la pluma
y firmar el contrato para vender el alma a un joven diablo cortés y ladino.
El infierno, la estatua que camina, el demonio y el fantasma que acompañan a Hamlet,
Fausto y a Don Juan, sacuden nuestro intelecto y se prestan a miles de interpretaciones inteligentes
y a fantasiosas actualizaciones. La modernidad ha dejado intacta su grandeza. La ha sólo castrado.
Ya no asustan más. Hablo del miedo primordial, ininteligente, que choca contra una oscuridad que
no se deja abatir. No aterroriza más al animal que se esconde en el fondo de mi cerebro, ni al ángel
que como una sombra se cierne en los espacios vacíos sobre o debajo de él.
Hubo un tiempo en el cual las nociones de pecado, de juicio post mortem, de penas del
infierno, de almas sin paz despertaban a Angelanimal y dejaban que se agitara en el fondo del
corazón o del estómago de los espectadores, suscitando la trepidación ante el peligro, el ultraje y la
blasfemia. Hoy ninguno cree físicamente en todo esto, ni siquiera aquellos que espiritualmente lo
creen. No es un problema ideológico, filosófico o de antropología cultural. Para mí es un problema
artesanal.
Imagino que Jean Genet pensaba en estos elementos primordiales del artesanado cuando
dice, con palabras que resumo: comenzad a construir los teatros en vuestros cementerios. Pensad
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qué cosa sería salir de una representación nocturna de Don Giovanni de Mozart, entre las
lamparillas y el silencio de las tumbas.
Hubo un tiempo en donde Don Juan suscitaba risa y repugnancia, excitaba fantasías
perversas e infundía temor cuando un hombre de piedra lo empujaba en el abismo reduciéndolo
después de tanta ansia de goce a un grumo de mugriento e interminable dolor. El Hombre de Piedra
podía ser una estatua ordinaria o un actor recubierto de albayalde, pero en esta imagen parecía
implosionar el poder justo y omnisciente de la entera cúpula del Cielo. Falso fuego, falsos truenos,
falsa desesperación. Pero Angelanimal reconocía lo que insinuaba ese cúmulo de ficciones. Algo se
retorcía en los nervios. Un ala negra turbaba la seguridad de los pensamientos.
Hoy aquellas ficciones se han vuelto formas estéticas preciosas e interpretaciones
conceptuales admirables.
No creo en el misterio de la estatua y ni siquiera en el diablo. El infierno está en el mundo
que conozco, no en el Más Allá. No es en absoluto un misterio, es historia. Los fantasmas no me
dan miedo, hablo con frecuencia sobre ellos y son útiles herramientas metafóricas. Me gusta
imaginarlos y no temo encontrarlos en mi ruta.
Yo no creo en ellos y sé que tampoco creen mis espectadores. Somos demasiado razonables
como para dejarnos asustar por estas ruinas suntuosas del pasado. El teatro de nuestro tiempo se ha
vuelto tan inteligente y culto como para impedir que Angelanimal se despierte.
Pero si hago teatro es para saciarlo también a él, a Angelanimal, y dejar paso libre al
Desorden, a la irrupción de una energía trastornante en el ordenado banquete cultural. Tal vez, si
por algún breve instante, todo el espectáculo se rajara, perdiera el equilibrio, los estribos y la
lucidez, entonces Angelanimal encontraría el espacio para alzarse sobre las patas y desentumecerse
las alas.
No hago teatro para provocar a los espectadores. Yo deseo ser provocado por mí propio
trabajo, como el carpintero Yepeto, el padre de Pinocho, que siente que la madera le responde y se
siente escudriñado por ojos que él mismo ha tallado.
Durante años me he confrontado con historias y figuras que me formulaban preguntas para
mí esenciales y para las cuales no tenía respuestas. Podía sólo adentrarme en ellas, tratando de
abrirme una senda. Desde hace un tiempo me enfrento con monumentos clásicos que admiro pero
que no me amenazan.
Les formulo obsesivamente la pregunta infantil, para mí sustancial, que me ha acompañado
a lo largo de toda mi experiencia teatral: ¿qué cosa me quieren decir? No quieren decirme realmente
nada. Son sólo bellas e inteligentes interpretaciones. Ninguna otra cosa.
Me pregunto si Hamlet, Don Juan, y Fausto que se yerguen continuamente en mi camino
profesional, tantas veces encontrados y otras muchas evitados, no sean sólo poderosas ruinas
literarias del teatro difunto, invulnerable e incapaz de herir. O si son tal vez la encarnación de la
conquista de lo inútil que es el teatro.
Luego su monumentalidad ya establecida comienza a sugerirme un derrumbe.
Sé que tengo que construir con paciencia arquitecturas, convenciones y muros esperando la
irrupción del Desorden, de una fuerza imprevista que con una oportuna sacudida las hará
derrumbarse torciendo por algún momento las historias vistas y previstas durante mucho tiempo,
transformando la geografía en la cual los espectadores y yo sabemos orientarnos.
Lo que se derrumba no formula preguntas. Somos nosotros los que las formulamos acerca de
nosotros mismos, arrojados a nuestro estupefacto pavor.
Angelanimal calla. Está en espera del Desorden.
Traducción del italiano Ana Z. Woolf
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