Allende, Isabel - La isla bajo el mar [R1]

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LA ISLA BAJO
EL MAR
Isabel Allende
Primera edición: agosto 2009
© 2009, Isabel Allende
© 2009, Random House Mondadori, S. A.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
Printed in Spain – Impreso en España
ISBN: 978-84-01-34193-9
Depósito legal: M. 26.670-2009
Compuesto en Lozano Faisano, S. L. (L’Hospitalet)
Impreso y encuadernado en Dédalo Offset
Ctra. De Fuenlabrada, s/n (Madrid)
L341939
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A mis hijos, Nicolás y Lori
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Zarité
E
n mis cuarenta años, yo, Zarité Sedella, he tenido mejor suerte
que otras esclavas. Voy a vivir largamente y mi vejez será
contenta porque mi estrella —mi z'etoile— brilla también cuando la
noche está nublada. Conozco el gusto de estar con el hombre
escogido por mi corazón cuando sus manos grandes me despiertan la
piel. He tenido cuatro hijos y un nieto, y los que están vivos son
libres. Mi primer recuerdo de felicidad, cuando era una mocosa
huesuda y desgreñada, es moverme al son de los tambores y ésa es
también mi más reciente felicidad, porque anoche estuve en la plaza
del Congo bailando y bailando, sin pensamientos en la cabeza, y hoy
mi cuerpo está caliente y cansado. La música es un viento que se
lleva los años, los recuerdos y el temor, ese animal agazapado que
tengo adentro. Con los tambores desaparece la Zarité de todos los
días y vuelvo a ser la niña que danzaba cuando apenas sabía
caminar. Golpeo el suelo con las plantas de los pies y la vida me sube
por las piernas, me recorre el esqueleto, se apodera de mí, me quita
la desazón y me endulza la memoria. El mundo se estremece. El
ritmo nace en la isla bajo el mar, sacude la tierra, me atraviesa como
un relámpago y se va al cielo llevándose mis pesares para que Papa
Bondye los mastique, se los trague y me deje limpia y contenta. Los
tambores vencen al miedo. Los tambores son la herencia de mi
madre, la fuerza de Guinea que está en mi sangre. Nadie puede
conmigo entonces, me vuelvo arrolladora como Erzuli, loa del amor, y
más veloz que el látigo. Castañetean las conchas en mis tobillos y
muñecas, preguntan las calabazas, contestan los tambores Djembes
con su voz de bosque y los timbales con su voz de metal, invitan los
Djun Djuns que saben hablar y ronca el gran Maman cuando lo
golpean para llamar a los loas. Los tambores son sagrados, a través
de ellos hablan los loas.
En la casa donde me crié los primeros años, los tambores
permanecían callados en la pieza que compartía con Honoré, el otro
esclavo, pero salían a pasear a menudo. Madame Delphine, mi ama
de entonces, no quería oír ruido de negros, sólo los quejidos
melancólicos de su clavicordio. Lunes y martes daba clases a
muchachas de color y el resto de la semana enseñaba en las
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
mansiones de los grands blancs, donde las señoritas disponían de sus
propios instrumentos porque no podían usar los mismos que tocaban
las mulatas. Aprendí a limpiar las teclas con jugo de limón, pero no
podía hacer música porque madame nos prohibía acercarnos a su
clavicordio. Ni falta nos hacía. Honoré podía sacarle música a una
cacerola, cualquier cosa en sus manos tenía compás, melodía, ritmo y
voz; llevaba los sonidos en el cuerpo, los había traído de Dahomey. Mi
juguete era una calabaza hueca que hacíamos sonar; después me
enseñó a acariciar sus tambores despacito. Y eso desde el principio,
cuando él todavía me cargaba en brazos y me llevaba a los bailes y a
los servicios vudú, donde él marcaba el ritmo con el tambor principal
para que los demás lo siguieran. Así lo recuerdo. Honoré parecía muy
viejo porque se le habían enfriado los huesos, aunque en esa época
no tenía más años de los que yo tengo ahora. Bebía tafia para
soportar el sufrimiento de moverse, pero más que ese licor áspero, su
mejor remedio era la música. Sus quejidos se volvían risa al son de
los tambores. Honoré apenas podía pelar patatas para la comida del
ama con sus manos deformadas, pero tocando el tambor era
incansable y, si de bailar se trataba, nadie levantaba las rodillas más
alto, ni bamboleaba la cabeza con más fuerza, ni agitaba el culo con
más gusto. Cuando yo todavía no sabía andar, me hacía danzar
sentada, y apenas pude sostenerme sobre las dos piernas, me
invitaba a perderme en la música, como en un sueño. «Baila, baila,
Zarité, porque esclavo que baila es libre… mientras baila», me decía.
Yo he bailado siempre.
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La isla bajo el mar
PRIMERA PARTE
Saint-Domingue, 1770-1793
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La isla bajo el mar
El mal español
T
oulouse Valmorain llegó a Saint-Domingue en 1770, el mismo año
que el delfín de Francia se casó con la archiduquesa austríaca
María Antonieta. Antes de viajar a la colonia, cuando todavía no
sospechaba que su destino le iba a jugar una broma y acabaría
enterrado entre cañaverales en las Antillas, había sido invitado a
Versalles a una de las fiestas en honor de la nueva delfina, una
chiquilla rubia de catorce años, que bostezaba sin disimulo en medio
del rígido protocolo de la corte francesa.
Todo eso quedó en el pasado. Saint-Domingue era otro mundo. El
joven Valmorain tenía una idea bastante vaga del lugar donde su
padre amasaba mal que bien el pan de la familia con la ambición de
convertirlo en una fortuna. Había leído en alguna parte que los
habitantes originales de la isla, los arahuacos, la llamaban Haití, antes
de que los conquistadores le cambiaran el nombre por La Española y
acabaran con los nativos. En menos de cincuenta años no quedó un
solo arahuaco vivo ni de muestra: todos perecieron, víctimas de la
esclavitud, las enfermedades europeas y el suicidio. Eran una raza de
piel rojiza, pelo grueso y negro, de inalterable dignidad, tan tímidos
que un solo español podía vencer a diez de ellos a mano desnuda.
Vivían en comunidades polígamas, cultivando la tierra con cuidado
para no agotarla: camote, maíz, calabaza, maní, pimientos, patatas y
mandioca. La tierra, como el cielo y el agua, no tenía dueño hasta que
los extranjeros se apoderaron de ella para cultivar plantas nunca
vistas con el trabajo forzado de los arahuacos. En ese tiempo
comenzó la costumbre de «aperrear»: matar a personas indefensas
azuzando perros contra ellas. Cuando terminaron con los indígenas,
importaron esclavos secuestrados en África y blancos de Europa,
convictos, huérfanos, prostitutas y revoltosos.
A fines de los mil seiscientos España cedió la parte occidental de
la isla a Francia, que la llamó Saint-Domingue y que habría de
convertirse en la colonia más rica del mundo. Para la época en que
Toulouse Valmorain llegó allí, un tercio de las exportaciones de
Francia, a través del azúcar, café, tabaco, algodón, índigo y cacao,
provenía de la isla. Ya no había esclavos blancos, pero los negros
sumaban cientos de miles. El cultivo más exigente era la caña de
azúcar, el oro dulce de la colonia; cortar la caña, triturarla y reducirla
a jarabe, no era labor de gente, sino de bestia, como sostenían los
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La isla bajo el mar
plantadores.
Valmorain acababa de cumplir veinte años cuando fue convocado
a la colonia por una carta apremiante del agente comercial de su
padre. Al desembarcar iba vestido a la última moda: puños de encaje,
peluca empolvada y zapatos de tacones altos, seguro de que los
libros de exploración que había leído lo capacitaban de sobra para
asesorar a su padre durante unas semanas. Viajaba con un valet, casi
tan gallardo como él, varios baúles con su vestuario y sus libros. Se
definía como hombre de letras y a su regreso a Francia pensaba
dedicarse a la ciencia. Admiraba a los filósofos y enciclopedistas, que
tanto impacto habían tenido en Europa en las décadas recientes y
coincidía con algunas de sus ideas liberales: El contrato social de
Rousseau había sido su texto de cabecera a los dieciocho años.
Apenas desembarcó, después de una travesía que por poco termina
en tragedia al enfrentarse a un huracán en el Caribe, se llevó la
primera sorpresa desagradable: su progenitor no lo esperaba en el
puerto. Lo recibió el agente, un judío amable, vestido de negro de la
cabeza a los pies, quien lo puso al día sobre las precauciones
necesarias para movilizarse en la isla, le facilitó caballos, un par de
mulas para el equipaje, un guía y un miliciano para que los
acompañaran a la habitation Saint-Lazare. El joven jamás había
puesto los pies fuera de Francia y había prestado muy poca atención
a las anécdotas —banales, por lo demás— que solía contar su padre
en sus infrecuentes visitas a la familia en París. No imaginó que
alguna vez iría a la plantación; el acuerdo tácito era que su padre
consolidaría la fortuna en la isla, mientras él cuidaba a su madre y sus
hermanas y supervisaba los negocios en Francia. La carta que había
recibido aludía a problemas de salud y supuso que se trataba de una
fiebre transitoria, pero al llegar a Saint-Lazare, después de un día de
marcha a mata caballo por una naturaleza glotona y hostil, se dio
cuenta de que su padre se estaba muriendo. No sufría de malaria,
como él creía, sino de sífilis, que devastaba a blancos, negros y
mulatos por igual. La enfermedad había alcanzado su última etapa y
su padre estaba casi inválido, cubierto de pústulas, con los dientes
flojos y la mente entre brumas. Las curaciones dantescas de sangrías,
mercurio y cauterizaciones del pene con alambres al rojo no lo habían
aliviado, pero seguía practicándolas como acto de contrición.
Acababa de cumplir cincuenta años y estaba convertido en un
anciano que daba órdenes disparatadas, se orinaba sin control y
estaba siempre en una hamaca con sus mascotas, un par de negritas
que apenas habían alcanzado la pubertad.
Mientras los esclavos desempacaban su equipaje bajo las órdenes
del valet, un currutaco que apenas había soportado la travesía en
barco y estaba espantado ante las condiciones primitivas del lugar,
Toulouse Valmorain salió a recorrer la vasta propiedad. Nada sabía
del cultivo de caña, pero le bastó aquel paseo para comprender que
los esclavos estaban famélicos y la plantación sólo se había salvado
de la ruina porque el mundo consumía azúcar con creciente
voracidad. En los libros de contabilidad encontró la explicación de las
malas finanzas de su padre, que no podía mantener a la familia en
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La isla bajo el mar
París con el decoro que correspondía a su posición. La producción era
un desastre y los esclavos caían como chinches; no le cupo duda de
que los capataces robaban aprovechándose del estremecedor
deterioro del amo. Maldijo su suerte y se dispuso a arremangarse y
trabajar, algo que ningún joven de su medio se planteaba: el trabajo
era para otra clase de gente. Empezó por conseguir un suculento
préstamo gracias al apoyo y las conexiones con banqueros del agente
comercial de su padre, luego mandó a los commandeurs a los
cañaverales, a trabajar codo a codo con los mismos a quienes habían
martirizado antes y los reemplazó por otros menos depravados,
redujo los castigos y contrató a un veterinario, que pasó dos meses
en Saint-Lazare tratando de devolver algo de salud a los negros. El
veterinario no pudo salvar a su valet, al que despachó una diarrea
fulminante en menos de treinta y ocho horas. Valmorain se dio cuenta
de que los esclavos de su padre duraban un promedio de dieciocho
meses antes de escaparse o caer muertos de fatiga, mucho menos
que en otras plantaciones. Las mujeres vivían más que los hombres,
pero rendían menos en la labor agobiante de los cañaverales y tenían
la mala costumbre de quedar preñadas. Como muy pocos críos
sobrevivían, los plantadores habían calculado que la fertilidad entre
los negros era tan baja, que no resultaba rentable. El joven Valmorain
realizó los cambios necesarios de forma automática, sin planes y
deprisa, decidido a irse muy pronto, pero cuando su padre murió,
unos meses más tarde, debió enfrentarse al hecho ineludible de que
estaba atrapado. No pretendía dejar sus huesos en esa colonia
infestada de mosquitos, pero si se marchaba antes de tiempo
perdería la plantación y con ella los ingresos y posición social de su
familia en Francia.
Valmorain no intentó relacionarse con otros colonos. Los grands
blancs, propietarios de otras plantaciones, lo consideraban un
presumido que no duraría mucho en la isla; por lo mismo se
asombraron al verlo con las botas embarradas y quemado por el sol.
La antipatía era mutua. Para Valmorain, esos franceses trasplantados
a las Antillas eran unos palurdos, lo opuesto de la sociedad que él
había frecuentado, donde se exaltaban las ideas, la ciencia y las artes
y nadie hablaba de dinero ni de esclavos. De la «edad de la razón» en
París, pasó a hundirse en un mundo primitivo y violento en que los
vivos y los muertos andaban de la mano. Tampoco hizo amistad con
los petits blancs, cuyo único capital era el color de la piel, unos
pobres diablos emponzoñados por la envidia y la maledicencia, como
él decía. Provenían de los cuatro puntos cardinales y no había manera
de averiguar su pureza de sangre o su pasado. En el mejor de los
casos eran mercaderes, artesanos, frailes de poca virtud, marineros,
militares y funcionarios menores, pero también había maleantes,
chulos, criminales y bucaneros que utilizaban cada recoveco del
Caribe para sus canalladas. Nada tenía él en común con esa gente.
Entre los mulatos libres o affranchis existían más de sesenta
clasificaciones según el porcentaje de sangre blanca, que
determinaba su nivel social. Valmorain nunca logró distinguir los
tonos ni aprender la denominación de cada combinación de las dos
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razas. Los affranchis carecían de poder político, pero manejaban
mucho dinero; por eso los blancos pobres los odiaban. Algunos se
ganaban la vida con tráficos ilícitos, desde contrabando hasta
prostitución, pero otros habían sido educados en Francia y poseían
fortuna, tierras y esclavos. Por encima de las sutilezas del color, los
mulatos estaban unidos por su aspiración común a pasar por blancos
y su desprecio visceral por los negros. Los esclavos, cuyo número era
diez veces mayor que el de los blancos y affranchis juntos, no
contaban para nada, ni en el censo de la población ni en la conciencia
de los colonos.
Ya que no le convenía aislarse por completo, Toulouse Valmorain
frecuentaba de vez en cuando a algunas familias de grands blancs en
Le Cap, la ciudad más cercana a su plantación. En esos viajes
compraba lo necesario para abastecerse y, si no podía evitarlo,
pasaba por la Asamblea Colonial a saludar a sus pares, así no
olvidarían su apellido, pero no participaba en las sesiones. También
aprovechaba para ver comedias en el teatro, asistir a fiestas de las
cocottes —las exuberantes cortesanas francesas, españolas y de
razas mezcladas que dominaban la vida nocturna— y codearse con
exploradores y científicos que se detenían en la isla, de paso hacia
otros sitios más interesantes. Saint-Domingue no atraía visitantes,
pero a veces llegaban algunos a estudiar la naturaleza o la economía
de las Antillas, a quienes Valmorain invitaba a Saint-Lazare con la
intención de recuperar, aunque fuese brevemente, el placer de la
conversación elevada que había aderezado sus años de París. Tres
años después de la muerte de su padre podía mostrarles la propiedad
con orgullo; había transformado aquel estropicio de negros enfermos
y cañaverales secos en una de las plantaciones más prósperas entre
las ochocientas de la isla, había multiplicado por cinco el volumen de
azúcar sin refinar para exportación e instalado una destilería donde
producía selectas barricas de un ron mucho más fino que el que solía
beberse. Sus visitantes pasaban una o dos semanas en la rústica
casona de madera, empapándose de la vida de campo y apreciando
de cerca la mágica invención del azúcar. Se paseaban a caballo entre
los densos pastos que silbaban amenazantes por la brisa, protegidos
del sol por grandes sombreros de pajilla y boqueando en la humedad
hirviente del Caribe, mientras los esclavos, como afiladas sombras,
cortaban las plantas a ras de tierra sin matar la raíz, para que hubiera
otras cosechas. De lejos, parecían insectos entre los abigarrados
cañaverales que los doblaban en altura. La labor de limpiar las duras
cañas, picarlas en las máquinas dentadas, estrujarlas en las prensas y
hervir el jugo en profundos calderos de cobre para obtener un jarabe
oscuro, resultaba fascinante para esa gente de ciudad que sólo había
visto los albos cristales que endulzaban el café. Esos visitantes ponían
al día a Valmorain sobre los sucesos de Europa, cada vez más remota
para él, los nuevos adelantos tecnológicos y científicos y las ideas
filosóficas de moda. Le abrían un portillo para que atisbara el mundo
y le dejaban de regalo algunos libros. Valmorain disfrutaba con sus
huéspedes, pero más disfrutaba cuando se iban; no le gustaba tener
testigos en su vida ni en su propiedad. Los extranjeros observaban la
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esclavitud con una mezcla de repugnancia y morbosa curiosidad que
le resultaba ofensiva porque se consideraba un amo justo: si supieran
cómo trataban otros plantadores a sus negros, estarían de acuerdo
con él. Sabía que más de uno volvería a la civilización convertido en
abolicionista y dispuesto a sabotear el consumo de azúcar. Antes de
verse obligado a vivir en la isla también le habría chocado la
esclavitud, de haber conocido los detalles, pero su padre nunca se
refirió al tema. Ahora, con cientos de esclavos a su cargo, sus ideas al
respecto habían cambiado.
Los primeros años se le fueron a Toulouse Valmorain sacando a
Saint-Lazare de la devastación y no pudo viajar fuera de la colonia ni
una sola vez. Perdió contacto con su madre y sus hermanas, salvo por
esporádicas cartas de tono formal que sólo transmitían las
banalidades de la existencia diaria y la salud.
Había probado un par de administradores traídos de Francia —los
criollos tenían reputación de corruptos— pero fueron un fracaso: uno
murió mordido por una culebra y el otro se abandonó a la tentación
del ron y las concubinas, hasta que llegó su esposa a rescatarlo y se
lo llevó sin apelación. Ahora estaba probando a Prosper Cambray,
quien como todos los mulatos libres en la colonia, había servido los
tres años reglamentarios en la milicia —la Marechaussée— encargada
de hacer respetar la ley, mantener orden, cobrar impuestos y
perseguir cimarrones. Cambray carecía de fortuna o padrinos y optó
por ganarse la vida en la ingrata tarea de cazar negros en esa
geografía disparatada de junglas hostiles y montañas abruptas,
donde ni las mulas pisaban seguras. Era de piel amarilla, marcado de
viruela, con el pelo rizado color óxido, los ojos verdosos, siempre
irritados, y una voz bien modulada y suave, que contrastaba como
una burla con su carácter brutal y su físico de matón. Exigía
servilismo abyecto de los esclavos y a la vez era rastrero con quien
estuviese por encima suyo. Al principio trató de ganarse la estima de
Valmorain con intrigas, pero pronto comprendió que los separaba un
abismo de raza y clase. Valmorain le ofreció un buen sueldo, la
oportunidad de ejercer autoridad y el anzuelo de convertirse en jefe
de capataces.
Entonces dispuso de más tiempo para leer, salir de caza y viajar a
Le Cap. Había conocido a Violette Boisier, la cocotte más solicitada de
la ciudad, una muchacha libre, con reputación de ser limpia y sana,
con herencia africana y aspecto de blanca. Al menos con ella no
terminaría como su padre, con la sangre aguada por el «mal
español».
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La isla bajo el mar
Ave de la noche
V
iolette Boisier era hija de otra cortesana, una mulata magnífica
que murió a los veintinueve años ensartada en el sable de un
oficial francés —posiblemente el padre de Violette, aunque eso nunca
fue confirmado— desquiciado de celos. La joven empezó a ejercer la
profesión a los once años bajo la tutela de su madre; a los trece,
cuando ésta fue asesinada, dominaba las artes exquisitas del placer,
y a los quince aventajaba a todas sus rivales. Valmorain prefería no
pensar con quién retozaba su petite amie en su ausencia, ya que no
estaba dispuesto a comprar exclusividad. Se había encaprichado con
Violette, puro movimiento y risa, pero poseía suficiente sangre fría
para dominar su imaginación, a diferencia del militar que mató a la
madre y arruinó su carrera y su nombre. Se conformaba con llevarla
al teatro y a fiestas de hombres a las que no asistían mujeres blancas
y donde su radiante hermosura atraía las miradas. La envidia que
provocaba en otros hombres al lucirse con ella del brazo le daba una
satisfacción perversa; muchos sacrificarían el honor por pasar una
noche entera con Violette, en vez de una o dos horas, como era lo
estipulado, pero ese privilegio le pertenecía sólo a él. Al menos así lo
creía.
La joven disponía de una vivienda de tres piezas y un balcón con
una reja de hierro de flores de lis en el segundo piso de un edificio
cerca de la plaza Clugny, única herencia que le dejó su madre, aparte
de algunos vestidos adecuados a su oficio. Allí residía con cierto lujo
en compañía de Loula, una esclava africana, gruesa y amachada que
ejercía de criada y guardaespaldas. Violette pasaba las horas más
calurosas descansando o dedicada a su belleza: masajes con leche de
coco, depilación con caramelo, baños de aceite para el cabello,
infusiones de hierbas para aclarar la voz y la mirada. En algunos
momentos de inspiración preparaba con Loula ungüentos para la piel,
jabón de almendra, pastas y polvos de maquillaje que vendía entre
sus amistades femeninas. Sus días transcurrían lentos y ociosos. Al
atardecer, cuando los debilitados rayos del sol ya no podían
mancharle el cutis, salía a pasear a pie, si el clima lo permitía, o en
una litera de mano llevada por dos esclavos que alquilaba a una
vecina; así evitaba ensuciarse con la bosta de caballo, la basura y el
lodo de las calles de Le Cap. Se vestía discretamente para no insultar
a otras mujeres: ni blancas ni mulatas toleraban de buen grado tanta
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Isabel Allende
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competencia. Iba a las tiendas a hacer sus compras y al muelle a
conseguir artículos de contrabando de los marineros, visitaba a la
modista, al peluquero y a sus amigas. Con la excusa de tomar un jugo
de frutas se detenía en el hotel o en algún café, donde nunca faltaba
un caballero dispuesto a invitarla a su mesa. Conocía íntimamente a
los blancos más poderosos de la colonia, incluso al militar de mayor
rango, el gobernador. Después volvía a su casa a ataviarse para el
ejercicio de su profesión, tarea complicada que requería un par de
horas. Poseía trajes de todos los colores del arco iris en telas vistosas
de Europa y el Oriente, zapatillas y bolsos que hacían juego,
sombreros emplumados, chales bordados de China, capitas de piel
para arrastrar por el suelo, porque el clima no permitía usarlas y un
cofre de alhajas de pacotilla. Cada noche, el afortunado amigo de
turno —no se llamaba cliente— la llevaba a algún espectáculo y a
cenar, luego a una fiesta que duraba hasta la madrugada y por último
la acompañaba a su piso, donde ella se sentía segura, porque Loula
dormía en un jergón al alcance de su voz y en caso de necesidad
podía deshacerse de un hombre violento. Su precio era conocido y no
se mencionaba; el dinero se dejaba en una caja de laca en la mesa y
de la propina dependía la próxima cita.
En un hueco entre dos tablas de la pared que sólo Loula conocía,
Violette ocultaba un estuche de gamuza con sus gemas de valor,
algunas regaladas por Toulouse Valmorain, de quien se podía decir de
todo menos que fuese avaro, y algunas monedas de oro adquiridas
poco a poco, sus ahorros para el futuro. Prefería adornos de fantasía,
para no tentar a los ladrones ni provocar habladurías, pero se ponía
las joyas cuando salía con quien se las había regalado. Siempre usaba
un modesto anillo de ópalo de diseño anticuado, que le puso al dedo
como señal de compromiso Étienne Relais, un oficial francés. Lo veía
muy poco, porque pasaba su existencia a caballo, al mando de su
unidad, pero si estaba en Le Cap ella postergaba a otros amigos por
atenderlo. Relais era el único con quien podía abandonarse al encanto
de ser protegida. Toulouse Valmorain no sospechaba que compartía
con ese rudo soldado el honor de pasar la noche entera con Violette.
Ella no daba explicaciones y nunca había tenido que escoger, porque
los dos no habían coincidido en la ciudad.
—¿Qué voy a hacer con estos hombres que me tratan como a una
novia? —le preguntó Violette a Loula en una ocasión.
—Estas cosas se resuelven solas —replicó la esclava, aspirando a
fondo su cigarrito de tabaco bruto.
—O se resuelven con sangre. Acuérdate de mi madre.
—Eso no te pasará a ti, mi ángel, porque aquí estoy yo para
cuidarte.
Loula tenía razón: el tiempo se encargó de eliminar a uno de los
pretendientes. Al cabo de un par de años, la relación con Valmorain
dio paso a una amistad amorosa que carecía de la pasión de los
primeros meses, cuando él era capaz de galopar reventando
cabalgaduras para abrazarla. Se espaciaron los regalos caros y a
veces él visitaba Le Cap sin hacer amago de verla. Violette no se lo
reprochó, porque siempre tuvo claros los límites de aquella relación,
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
pero mantuvo el contacto, que podía beneficiar a los dos.
El capitán Étienne Relais tenía fama de incorruptible en un
ambiente donde el vicio era la norma, el honor estaba en venta, las
leyes se hacían para violarlas y se partía de la base que quien no
abusaba del poder, no merecía tenerlo. Su integridad le impidió
enriquecerse como otros en una posición similar y ni siquiera la
tentación de acumular lo suficiente para retirarse a Francia, como le
había prometido a Violette Boisier, logró desviarle de lo que él
consideraba rectitud militar. No dudaba en sacrificar a sus hombres
en una batalla o torturar a un niño para obtener información de su
madre, pero jamás habría puesto la mano en dinero que no había
ganado limpiamente. Era puntilloso en su honor y honradez. Deseaba
llevarse a Violette donde no los conocieran, donde nadie sospechara
que ella se había ganado la vida con prácticas de escasa virtud y no
fuera evidente su raza mezclada: había que tener el ojo entrenado en
las Antillas para adivinar la sangre africana que corría bajo su piel
clara.
A Violette no le atraía demasiado la idea de irse a Francia, porque
temía más los inviernos helados que las malas lenguas, contra las
cuales era inmune, pero había aceptado acompañarlo. Según los
cálculos de Relais, si vivía frugalmente, aceptaba misiones de gran
riesgo por las que ofrecían recompensa y ascendía rápido en su
carrera, podría cumplir su sueño. Esperaba que para entonces
Violette hubiera madurado y no llamara tanto la atención con la
insolencia de su risa, el brillo demasiado travieso de sus ojos negros y
el bamboleo rítmico de su andar. Nunca pasaría inadvertida, pero tal
vez podría asumir el papel de esposa de un militar retirado. Madame
Relais… Saboreaba esas dos palabras, las repetía como un
encantamiento. La decisión de casarse con ella no había sido el
resultado de una minuciosa estrategia, como el resto de su
existencia, sino de una corazonada tan violenta, que jamás la puso en
duda. No era hombre sentimental, pero había aprendido a confiar en
su instinto, muy útil en la guerra.
Había conocido a Violette un par de años antes, en pleno mercado
del domingo, en medio del griterío de los vendedores y el
apelotonamiento de gente y animales. En un mísero teatro, que
consistía sólo en una plataforma techada con un toldo de trapos
morados, se pavoneaba un tipo de exagerados bigotes y tatuado de
arabescos, mientras un niño pregonaba a grito suelto sus virtudes
como el más portentoso mago de Samarcanda. Aquella patética
función no habría atraído al capitán sin la luminosa presencia de
Violette. Cuando el mago solicitó un voluntario del público, ella se
abrió paso entre los mirones y subió al entarimado con entusiasmo
infantil, riéndose y saludando con su abanico. Había cumplido recién
quince años, pero ya tenía el cuerpo y la actitud de una mujer
experimentada, como solía ocurrir en ese clima donde las niñas,
como la fruta, maduraban pronto. Obedeciendo las instrucciones del
ilusionista, Violette procedió a acurrucarse dentro de un baúl
pintarrajeado de símbolos egipcios. El pregonero, un negrito de diez
años disfrazado de turco, cerró la tapa con dos candados macizos, y
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
otro espectador fue llamado para comprobar su firmeza. El de
Samarcanda hizo algunos pases con su capa y enseguida le entregó
dos llaves al voluntario para abrir los candados. Al levantar la tapa del
baúl se vio que la chica ya no estaba adentro, pero momentos más
tarde un redoble de tambores del negrito anunció su prodigiosa
aparición detrás del público. Todos se volvieron para admirar
boquiabiertos a la chica que se había materializado de la nada y se
abanicaba con una pierna sobre un barril.
Desde la primera mirada Étienne Relais supo que no podría
arrancarse del alma a esa muchacha de miel y seda. Sintió que algo
estallaba en su cuerpo, se le secó la boca y perdió el sentido de
orientación. Necesitó hacer un esfuerzo para volver a la realidad y
darse cuenta de que estaba en el mercado rodeado de gente.
Tratando de controlarse, aspiró a bocanadas la humedad del
mediodía y la fetidez de pescados y carnes macerándose al sol, fruta
podrida, basura y mierda de animales. No sabía el nombre de la bella,
pero supuso que sería fácil averiguarlo, y dedujo que no estaba
casada, porque ningún marido le permitiría exponerse con tal
desenfado. Era tan espléndida que todos los ojos estaban clavados en
ella, de modo que nadie salvo Relais, entrenado para observar hasta
el menor detalle, se fijó en el truco del ilusionista. En otras
circunstancias tal vez habría desenmascarado el doble fondo del baúl
y la trampa en la tarima, por puro afán de precisión, pero supuso que
la muchacha participaba como cómplice del mago y prefirió evitarle
un mal rato. No se quedó para ver al gitano tatuado sacar un mono
de una botella ni decapitar a un voluntario, como anunciaba el niño
pregonero. Apartó a la multitud a codazos y partió detrás de la
muchacha, que se alejaba deprisa del brazo de un hombre de
uniforme, posiblemente un soldado de su regimiento. No la alcanzó,
porque lo detuvo en seco una negra de brazos musculosos cubiertos
de pulseras ordinarias, que se le plantó al frente y le advirtió que se
pusiera en la cola, porque no era el único interesado en su ama,
Violette Boisier. Al ver la expresión desconcertada del capitán, se
inclinó para susurrarle al oído el monto de la propina necesaria para
que ella lo colocara en primer lugar entre los clientes de la semana.
Así se enteró de que se había prendado de una de aquellas
cortesanas que le daban fama a Le Cap.
Relais se presentó por primera vez en el apartamento de Violette
Boisier tieso dentro de su uniforme recién planchado, con una botella
de champán y un modesto regalo. Depositó el pago donde Loula le
indicó y se dispuso a jugarse el futuro en dos horas. Loula
desapareció discretamente y se quedó solo, sudando en el aire
caliente de la salita atiborrada de muebles, levemente asqueado por
el aroma dulzón de los mangos maduros que descansaban en un
plato. Violette no se hizo esperar más de un par de minutos. Entró
deslizándose silenciosa y le tendió las dos manos, mientras lo
estudiaba con los párpados entrecerrados y una vaga sonrisa. Relais
tomó esas manos largas y finas entre las suyas sin saber cuál era el
paso siguiente. Ella se desprendió, le acarició la cara, halagada de
que se hubiese afeitado para ella, y le indicó que abriera la botella.
17
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Saltó el corcho y la espuma de champán salió a presión antes de que
ella alcanzara a poner la copa, mojándole la muñeca. Se pasó los
dedos húmedos por el cuello y Relais sintió el impulso de lamer las
gotas que brillaban en esa piel perfecta, pero estaba clavado en su
sitio, mudo, desprovisto de voluntad. Ella sirvió la copa y la dejó, sin
probarla, sobre una mesita junto al diván, luego se aproximó y con
dedos expertos le desabotonó la gruesa casaca del uniforme.
«Quítatela, hace calor. Y las botas también», le indicó, alcanzándole
una bata china con garzas pintadas. A Relais le pareció impropia, pero
se la puso sobre la camisa, lidiando con un enredo de mangas
anchas, y luego se sentó en el diván, angustiado. Tenía costumbre de
mandar, pero comprendió que entre esas cuatro paredes mandaba
Violette. Las rendijas de la persiana dejaban entrar el ruido de la
plaza y la última luz del sol, que se colaba en cuchilladas verticales,
alumbrando la salita. La joven llevaba una túnica de seda color
esmeralda ceñida a la cintura por un cordón dorado, zapatillas turcas
y un complicado turbante bordado con mostacillas. Un mechón de
cabello negro ondulado le caía sobre la cara. Violette bebió un sorbo
de champán y le ofreció la misma copa, que él vació de un trago
anhelante, como un náufrago. Ella volvió a llenarla y la sostuvo por el
delicado tallo, esperando, hasta que él la llamó a su lado en el diván.
Ésa fue la última iniciativa de Relais; a partir de ese momento ella se
encargó de conducir el encuentro a su manera.
18
Isabel Allende
La isla bajo el mar
El huevo de paloma
V
iolette había aprendido a complacer a sus amigos en el tiempo
estipulado sin dar la sensación de estar apurada. Tanta
coquetería y burlona sumisión en aquel cuerpo de adolescente
desarmó por completo a Relais. Ella desató lentamente la larga tela
del turbante, que cayó con un tintineo de mostacillas en el suelo de
madera, y sacudió la cascada oscura de su melena sobre los hombros
y la espalda. Sus movimientos eran lánguidos, sin ninguna afectación,
con la frescura de una danza. Sus senos no habían alcanzado aún su
tamaño definitivo y sus pezones levantaban la seda verde, como
piedrecillas. Debajo de la túnica estaba desnuda. Relais admiró ese
cuerpo de mulata, las piernas firmes de tobillos finos, el trasero y los
muslos gruesos, la cintura quebrada, los dedos elegantes, curvados
hacia atrás, sin anillos. Su risa comenzaba con un ronroneo sordo en
el vientre y se elevaba de a poco, cristalina, escandalosa, con la
cabeza alzada, el cabello vivo y el cuello largo, palpitante. Violette
partió con un cuchillito de plata un pedazo de mango, se lo puso en la
boca con avidez y un hilo de jugo le cayó en el escote, húmedo de
sudor y champán. Con un dedo recogió el rastro de la fruta, una gota
ambarina y espesa, y se la frotó en los labios a Relais, mientras se
sentaba a horcajadas sobre sus piernas con la liviandad de un felino.
La cara del hombre quedó entre sus senos, olorosos a mango. Ella se
inclinó, envolviéndolo en su cabello salvaje, lo besó de lleno en la
boca y le pasó con la lengua el trozo de la fruta que había mordido.
Relais recibió la pulpa masticada con un escalofrío de sorpresa: jamás
había experimentado nada tan íntimo, tan chocante y maravilloso.
Ella le lamió la barbilla, le tomó la cabeza a dos manos y lo cubrió de
besos rápidos, como picotazos de pájaro, en los párpados, las
mejillas, los labios, el cuello, jugando, riéndose. El hombre le rodeó la
cintura y con manos desesperadas le arrebató la túnica, revelando a
esa muchacha esbelta y almizclada, que se plegaba, se fundía, se
desmigajaba contra los apretados huesos y los duros músculos de su
cuerpo de soldado curtido en batallas y privaciones. Quiso levantarla
en brazos para conducirla al lecho, que podía ver en la habitación
contigua, pero Violette no le dio tiempo; sus manos de odalisca
abrieron la bata de las garzas y bajaron las calzas, sus opulentas
caderas culebrearon encima de él sabiamente hasta que se ensartó
en su miembro pétreo con un hondo suspiro de alegría. Étienne Relais
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
sintió que se sumergía en un pantano de deleite, sin memoria ni
voluntad. Cerró los ojos, besando esa boca suculenta, saboreando el
aroma del mango, mientras recorría con sus callosas manos de
soldado la suavidad imposible de esa piel y la abundante riqueza de
esos cabellos. Se hundió en ella, abandonándose al calor, el sabor y el
olor de esa joven, con la sensación de que por fin había encontrado
su lugar en este mundo, después de tanto andar solo y a la deriva. En
pocos minutos estalló como un adolescente atolondrado, con un
chorro espasmódico y un grito de frustración por no haberle dado
placer a ella, porque deseaba, más que nada en su vida, enamorarla.
Violette esperó que terminara, inmóvil, mojada, acezando, montada
encima, con la cara hundida en el hueco de su hombro, murmurando
palabras incomprensibles.
Relais no supo cuánto rato estuvieron así abrazados, hasta que
volvió a respirar con normalidad y se despejó un poco la densa bruma
que lo envolvía, entonces se dio cuenta de que todavía estaba dentro
de ella, bien sujeto por esos músculos elásticos que lo masajeaban
rítmicamente, apretando y soltando. Alcanzó a preguntarse cómo
había aprendido esa niña aquellas artes de avezada cortesana antes
de perderse nuevamente en el magma del deseo y la confusión de un
amor instantáneo. Cuando Violette lo sintió de nuevo firme, le rodeó
la cintura con las piernas, cruzó los pies a su espalda y le indicó con
un gesto la habitación de al lado. Relais la llevó en brazos, siempre
clavada en su miembro, y cayó con ella en la cama, donde pudieron
gozarse como les dio la gana hasta muy entrada la noche, varias
horas más de lo estipulado por Loula. La mujerona entró un par de
veces dispuesta a poner fin a esa exageración, pero Violette,
ablandada al ver que ese militar fogueado sollozaba de amor, la
despachó sin contemplaciones.
El amor, que no había conocido antes, volteó a Étienne Relais
como una tremenda ola, pura energía, sal y espuma. Calculó que no
podía competir con otros clientes de aquella muchacha, más guapos,
poderosos o ricos, y por eso decidió al amanecer ofrecerle lo que
pocos hombres blancos estarían dispuestos a darle: su apellido.
«Cásate conmigo», le pidió entre dos abrazos. Violette se sentó de
piernas cruzadas sobre la cama, con el cabello húmedo pegado en la
piel, los ojos incandescentes, los labios hinchados de besos. La
alumbraban los restos de tres velas moribundas, que los habían
acompañado en sus interminables acrobacias. «No tengo pasta de
esposa», le contestó y agregó que todavía no había sangrado con los
ciclos de la luna y según Loula ya era tarde para eso, nunca podría
tener hijos. Relais sonrió, porque los niños le parecían un estorbo.
—Si me casara contigo estaría siempre sola, mientras tú andas en
tus campañas. Entre los blancos no tengo lugar y mis amigos me
rechazarían porque te tienen miedo, dicen que eres sanguinario.
—Mi trabajo lo exige, Violette. Así como el médico amputa un
miembro gangrenado, yo cumplo con mi obligación para evitar un mal
mayor, pero jamás le he hecho daño a nadie sin tener una buena
razón.
—Yo puedo darte toda clase de buenas razones. No quiero correr
20
Isabel Allende
La isla bajo el mar
la misma suerte de mi madre.
—Nunca tendrás que temerme, Violette —dijo Relais sujetándola
por los hombros y mirándola a los ojos por un largo momento.
—Así lo espero —suspiró ella al fin.
—Nos casaremos, te lo prometo.
—Tu sueldo no alcanza para mantenerme. Contigo me faltaría de
todo: vestidos, perfumes, teatro y tiempo para perder. Soy perezosa,
capitán, ésta es la única forma en que puedo ganarme la vida sin
arruinarme las manos y no me durará mucho tiempo más.
—¿Cuántos años tienes?
—Pocos, pero este oficio es de corto aliento. Los hombres se
cansan con las mismas caras y los mismos culos. Debo sacarle
provecho a lo único que tengo, como dice Loula.
El capitán procuró verla tan a menudo como se lo permitían sus
campañas y al cabo de unos meses logró hacerse indispensable; la
cuidó y la aconsejó como un tío, hasta que ella no pudo imaginar la
vida sin él y empezó a considerar la posibilidad de casarse en un
futuro poético. Relais calculaba que podrían hacerlo al cabo de unos
cinco años. Eso les daría tiempo para poner a prueba el amor y
ahorrar dinero separadamente. Se resignó a que Violette continuara
en su oficio de siempre y a pagarle sus servicios como los otros
clientes, agradecido de pasar algunas noches enteras con ella. Al
principio hacían el amor hasta quedar magullados, pero después la
vehemencia se trocó en ternura y dedicaban horas preciosas a
conversar, hacer planes y descansar abrazados en la penumbra
caliente del apartamento de Violette. Relais aprendió a conocer el
cuerpo y el carácter de la muchacha, podía anticipar sus reacciones,
evitar sus rabietas, que eran como tormentas tropicales, súbitas y
breves, y darle gusto. Descubrió que esa niña tan sensual estaba
entrenada para dar placer, no para recibirlo, y se esmeró en
satisfacerla con paciencia y buen humor. La diferencia de edad y su
temperamento autoritario compensaban la ligereza de Violette, que
se dejaba guiar en algunas materias prácticas para darle gusto, pero
mantenía su independencia y defendía sus secretos.
Loula administraba el dinero y manejaba a los clientes con cabeza
fría. Una vez Relais encontró a Violette con un ojo amoratado y,
furioso, quiso saber quién era el causante para hacerle pagar muy
caro el atrevimiento. «Ya se lo cobró Loula. Nos arreglamos de lo más
bien solas», se rió ella, y no hubo manera de que confesara el nombre
del agresor. La formidable esclava sabía que la salud y la belleza de
su ama eran el capital de ambas y que llegaría el momento en que
inevitablemente comenzarían a disminuir; también había que
considerar la competencia de las nuevas hornadas de adolescentes
que cada año tomaban la profesión por asalto. Era una lástima que el
capitán fuese pobre, pensaba Loula, porque Violette merecía una
buena vida. El amor le parecía irrelevante, porque lo confundía con la
pasión y había visto lo poco que ésta dura, pero no se atrevió a
recurrir a intrigas para despachar a Relais. Ese hombre era de temer.
Además, Violette no daba muestras de prisa por casarse y entretanto
podía aparecer otro pretendiente con mejor situación financiera.
21
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Loula decidió ahorrar en serio; no bastaba con acumular baratijas en
un hoyo, había que esmerarse con inversiones más imaginativas, por
si no resultaba el matrimonio con el oficial. Restringió los gastos y
subió la tarifa de su ama y cuanto más caro cobraba, más exclusivos
se consideraban sus favores. Se encargó de inflar la fama de Violette
con una estrategia de rumores: decía que su ama podía mantener a
un hombre dentro de ella toda la noche o resucitar la energía del más
cansado doce veces seguidas, lo había aprendido de una mora y se
ejercitaba con un huevo de paloma, salía de compras, iba al teatro y a
las peleas de gallos con el huevo en su lugar secreto sin quebrarlo ni
dejarlo caer. No faltó quienes se batieran a sablazos por la joven
poule, lo que contribuyó enormemente a su prestigio. Los blancos
más ricos e influyentes se anotaban dócilmente en la lista y
esperaban su turno. Fue Loula quien ideó el plan de invertir en oro
para que los ahorros no se les escurrieran como arena entre los
dedos. Relais, que no estaba en condiciones de contribuir con mucho,
le dio a Violette el anillo de su madre, lo único que quedaba de su
familia.
22
Isabel Allende
La isla bajo el mar
La novia de Cuba
E
n octubre de 1778, al octavo año de su estadía en la isla, Toulouse
Valmorain realizó otro de sus breves viajes a Cuba, donde tenía
negocios que no le convenía divulgar. Como todos los colonos de
Saint-Domingue, debía comerciar sólo con Francia, pero existían mil
maneras ingeniosas de burlar la ley y él conocía varias. No se le hacía
pecado evadir impuestos, que a fin de cuentas acababan en los cofres
sin fondo del Rey. La atormentada costa se prestaba para que una
embarcación discreta se alejara de noche rumbo a otras ensenadas
del Caribe sin que nadie se enterase, y la permeable frontera con la
parte española de la isla, menos poblada y mucho más pobre que la
francesa, permitía un constante tráfico de hormigas a espaldas de las
autoridades. Pasaba toda clase de contrabando, desde armas hasta
maleantes, pero más que nada sacos de azúcar, café y cacao de las
plantaciones, que de allí partían a otros destinos, esquivando las
aduanas.
Después que Valmorain salió de las deudas de su padre y empezó
a acumular más beneficios de los soñados, decidió mantener reservas
de dinero en Cuba, donde las tendría más seguras que en Francia y a
mano en caso de necesidad. Llegó a La Habana con la intención de
quedarse sólo una semana para reunirse con su banquero, pero la
visita se prolongó más de lo planeado porque en un baile del
consulado de Francia conoció a Eugenia García del Solar. Desde un
rincón del pretencioso salón vio a lo lejos a una opulenta joven de piel
diáfana, coronada por una mata de cabello castaño y vestida como
una provinciana, lo opuesto de la garbosa Violette Boisier, pero a sus
ojos no menos hermosa. La distinguió de inmediato entre la multitud
del salón de baile y por primera vez se sintió inadecuado. Su traje,
adquirido en París varios años antes, ya no se usaba, el sol le había
curtido la piel como cuero, tenía las manos de un herrero, la peluca le
picaba en la cabeza, los encajes del cuello lo asfixiaban y le
apretaban los zapatos de petimetre, puntiagudos y de tacos torcidos,
que lo obligaban a caminar como un pato. Sus modales, antes
refinados, resultaban bruscos comparados con la soltura de los
cubanos. Los años que llevaba en la plantación lo habían endurecido
por dentro y por fuera y ahora, cuando más las necesitaba, carecía de
las artes cortesanas que tan naturales eran en su juventud. Para
colmo, los bailes de moda eran un rápido enredo de piruetas,
23
Isabel Allende
La isla bajo el mar
reverencias, vueltas y saltitos, que se hallaba incapaz de imitar.
Se enteró de que la joven era hermana de un español, Sancho
García del Solar, de una familia de la baja nobleza, con apellido
pomposo, pero empobrecida desde hacía un par de generaciones. La
madre había puesto fin a sus días saltando desde el campanario de
una iglesia y el padre murió joven después de echar por la ventana
los bienes familiares. Eugenia se educó en un helado convento de
Madrid, donde las monjas le inculcaron lo necesario para adornar el
carácter de una dama: recato, oraciones y bordado. Entretanto,
Sancho llegó a Cuba para tentar fortuna, porque en España no había
espacio para una imaginación tan desbocada como la suya; en
cambio, esa isla caribeña, donde iban a parar aventureros de toda
laya, se prestaba para negocios lucrativos, aunque no siempre lícitos.
Allí llevaba una bulliciosa vida de soltero, en la cuerda floja de sus
deudas, que pagaba a duras penas y siempre a última hora mediante
aciertos en las mesas de juego y la ayuda de sus amigos. Era bien
parecido, poseía una lengua de oro para engatusar al prójimo y se
daba tantos aires que nadie sospechaba cuán profundo era el hoyo de
su bolsillo. De repente, cuando menos lo deseaba, las monjas le
enviaron a su hermana acompañada por una dueña y una escueta
carta explicando que Eugenia carecía de vocación religiosa y ahora le
tocaba a él, su único pariente y guardián, hacerse cargo de ella.
Con esa joven virginal bajo su techo, a Sancho se le terminaron
las parrandas, tenía el deber de encontrarle un marido adecuado
antes de que se pasara en edad y se quedara para vestir santos, con
vocación o sin ella. Su intención era casarla con el mejor postor,
alguien que los sacara a ambos de la escasez en que los sumió el
derroche de sus padres, pero no supuso que el pez sería de tanto
peso como Toulouse Valmorain. Sabía muy bien quién era y cuánto
valía el francés, lo tenía en la mira para proponerle algunos negocios,
pero no le presentó a su hermana en el baile porque estaba en franca
desventaja comparada con las célebres bellezas cubanas. Eugenia era
tímida, carecía de ropa adecuada y él no podía comprársela, no sabía
peinarse, aunque por suerte le sobraba cabello, y no tenía el talle
diminuto impuesto por la moda. Por lo mismo se sorprendió cuando al
día siguiente Valmorain le pidió permiso para visitarlos con
intenciones serias, como manifestó.
—Debe de ser un viejo patuleco —bromeó Eugenia, al saberlo,
dándole un golpe a su hermano con el abanico cerrado.
—Es un caballero culto y rico, pero aunque fuera jorobado te
casarías de todos modos. Vas a cumplir veinte años y careces de
dote…
—¡Pero soy bonita! —lo interrumpió ella, riéndose.
—Hay muchas mujeres más bonitas y delgadas que tú en La
Habana.
—¿Te parezco gorda?
—No puedes hacerte de rogar y mucho menos si se trata de
Valmorain. Es un excelente partido y posee títulos y propiedades en
Francia, aunque el grueso de su fortuna es una plantación de azúcar
en Saint-Domingue —le explicó Sancho.
24
Isabel Allende
La isla bajo el mar
—¿Santo Domingo? —preguntó ella, alarmada.
—Saint-Domingue, Eugenia. La parte francesa de la isla es muy
diferente a la española. Voy a mostrarte un mapa, para que veas que
está muy cerca; podrás venir a visitarme cuando quieras.
—No soy una ignorante, Sancho. Sé que esa colonia es un
purgatorio de enfermedades mortales y negros alzados.
—Será sólo por un tiempo. Los colonos blancos se van apenas
pueden. Dentro de unos años estarás en París. ¿No es ése el sueño de
todas las mujeres?
—No hablo francés.
—Lo aprenderás. Desde mañana tendrás un tutor —concluyó
Sancho.
Si Eugenia García del Solar planeaba oponerse a los designios de
su hermano, desistió de la idea apenas Toulouse Valmorain se
presentó en su casa. Era más joven y atractivo de lo que ella
esperaba, de mediana estatura, bien proporcionado, con espaldas
anchas, un rostro viril de facciones armoniosas, la piel bronceada por
el sol y los ojos grises. Tenía una expresión dura en la boca de labios
finos. Bajo la peluca torcida le asomaban unos cabellos rubios y se
veía incómodo en la ropa, que le quedaba estrecha. A Eugenia le
gustó su forma de hablar sin rodeos y de mirarla como si la
desnudara, provocándole un hormigueo pecaminoso que habría
horrorizado a las monjas del lúgubre convento de Madrid. Pensó que
era una lástima que Valmorain viviera en Saint-Domingue, pero si su
hermano no la había engañado, sería por poco tiempo. Sancho invitó
al pretendiente a beber sambumbia de miel de caña en la pérgola del
jardín y en menos de media hora el trato se dio tácitamente por
concluido. Eugenia no se enteró de los detalles posteriores, que
fueron resueltos por los hombres a puerta cerrada, ella sólo se hizo
cargo de su ajuar. Lo encargó a Francia aconsejada por la mujer del
cónsul y su hermano lo financió con un préstamo usurario conseguido
gracias a su irresistible elocuencia de charlatán. En sus misas
matinales, Eugenia agradecía a Dios con fervor la suerte única de
casarse por conveniencia con alguien a quien podía llegar a querer.
Valmorain se quedó en Cuba un par de meses cortejando a
Eugenia con métodos improvisados, porque había perdido la
costumbre de tratar con mujeres como ella; los métodos utilizados
con Violette Boisier no servían en este caso. Acudía a casa de su
prometida a diario de cuatro a seis de la tarde a tomar un refresco y
jugar a los naipes, siempre en presencia de la dueña enteramente
vestida de negro que hacía bolillos con un ojo y los vigilaba con el
otro. La vivienda de Sancho dejaba mucho que desear y Eugenia
carecía de vocación doméstica y no hizo nada por acomodar un poco
las cosas. Para evitar que la mugre del mobiliario malograra la ropa al
novio, lo recibía en el jardín, donde la voraz vegetación del trópico se
desbordaba como una amenaza botánica. A veces salían de paseo
acompañados por Sancho o se vislumbraban de lejos en la iglesia,
donde no podían hablarse.
Valmorain había notado las precarias condiciones en que vivían
los García del Solar y dedujo que si su novia estaba cómoda allí, con
25
Isabel Allende
La isla bajo el mar
mayor razón lo estaría en la habitation Saint-Lazare. Le enviaba
delicados regalos, flores y esquelas formales que ella guardaba en un
cofre forrado en terciopelo, pero dejaba sin respuesta. Hasta ese
momento Valmorain había tenido poco trato con españoles, sus
amistades eran francesas, pero pronto comprobó que se sentía a
gusto entre ellos. No tuvo problema para comunicarse, porque el
segundo idioma de la clase alta y la gente culta en Cuba era el
francés. Confundió los silencios de su prometida con recato, a sus
ojos una apreciable virtud femenina, y no se le ocurrió que ella
apenas le entendía. Eugenia no tenía buen oído y los esfuerzos del
tutor resultaron insuficientes para inculcarle las sutilezas de la lengua
francesa. La discreción de Eugenia y sus modales de novicia a él le
parecieron una garantía de que no incurriría en la conducta disipada
de tantas mujeres en Saint-Domingue, que se olvidaban del pudor
con el pretexto del clima. Una vez que comprendió el carácter
español, con su exagerado sentido del honor y su falta de ironía, se
sintió cómodo con la muchacha y aceptó de buen talante la idea de
aburrirse con ella a conciencia. No le importaba. Deseaba una esposa
honrada y una madre ejemplar de su descendencia; para
entretenerse tenía sus libros y sus negocios.
Sancho era lo opuesto a su hermana y a otros españoles que
conocía Valmorain: cínico, liviano de sangre, inmune al melodrama y
a los sobresaltos de los celos, descreído y con habilidad para coger al
vuelo las oportunidades que andaban en el aire. Aunque algunos
aspectos de su futuro cuñado le chocaban, Valmorain se divertía con
él y se dejaba embaucar, dispuesto a perder una suma por el placer
de la conversación ingeniosa y de reírse un rato. Como primer paso lo
convirtió en socio en un contrabando de vinos franceses que
planeaba realizar desde Saint-Domingue a Cuba, donde eran muy
apreciados. Eso inició una larga y sólida complicidad que habría de
unirlos hasta la muerte.
26
Isabel Allende
La isla bajo el mar
La casa del amo
A
finales de noviembre Toulouse Valmorain regresó a SaintDomingue a preparar la llegada de su futura esposa. Como todas
las plantaciones, Saint-Lazare contaba con la «casa grande», que en
este caso era poco más que una barraca rectangular de madera y
ladrillos, sostenida por pilares a tres metros sobre el nivel del terreno
para impedir inundaciones en la estación de huracanes y defenderse
en una revuelta de esclavos. Contaba con una serie de dormitorios
oscuros, varios de ellos con las tablas podridas, y con un salón y un
comedor amplios, provistos de ventanas opuestas para que circulara
la brisa y un sistema de abanicos de lona colgados del techo, que los
esclavos accionaban tirando de una cuerda. Con el vaivén de los
ventiladores se desprendía una tenue nube de polvo y alas secas de
mosquitos, que se depositaba como caspa en la ropa. Las ventanas
no tenían vidrios sino papel encerado y los muebles eran toscos,
propios de la morada provisoria de un hombre solo. En el techo
anidaban murciélagos, en los rincones solían encontrarse sabandijas y
por la noche se oían pasitos de ratones en los cuartos. Una galería o
terraza techada, con estropeados muebles de mimbre, envolvía la
casa por tres costados. Alrededor había un descuidado huerto de
hortalizas y apolillados árboles frutales, varios patios donde
picoteaban gallinas confundidas por el calor, un establo para los
caballos finos, las perreras y una cochera, más allá el rugiente océano
de los cañaverales y como telón de fondo las montañas color violeta
perfiladas contra un cielo caprichoso. Tal vez antes hubo un jardín,
pero no quedaba ni el recuerdo. Los trapiches, las cabañas y barracas
de los esclavos no se veían desde la casa. Toulouse Valmorain
recorrió todo con ojo crítico, notando por primera vez su precariedad
y ordinariez. Comparada con la vivienda de Sancho era un palacio,
pero frente a las mansiones de otros grands blancs de la isla y al
pequeño château de su familia en Francia, que él no había pisado en
ocho años, resultaba de una fealdad vergonzosa. Decidió empezar su
vida de casado con buen pie y darle a su esposa la sorpresa de una
casa digna de los apellidos Valmorain y García del Solar. Había que
hacer algunos arreglos.
Violette Boisier recibió la noticia del matrimonio de su cliente con
filosófico buen humor. Loula, que todo lo averiguaba, le comentó que
Valmorain tenía una prometida en Cuba. «Te echará de menos, mi
27
Isabel Allende
La isla bajo el mar
ángel, y te aseguro que volverá», dijo. Así fue. Poco después
Valmorain llamó a la puerta del piso, pero no en busca de los
servicios habituales sino para que su antigua amante lo ayudara a
recibir a su mujer como era debido. No sabía por dónde empezar y no
se le ocurrió otra persona a quien pedirle ese favor.
—¿Es cierto que las españolas duermen con un camisón de monja
con un ojal adelante para hacer el amor? —le preguntó Violette.
—¿Cómo voy a saberlo? Todavía no me he casado, pero si ése es
el caso, se lo arrancaré de cuajo —se rió el novio.
—No, hombre. Me traes el camisón y aquí con Loula le abrimos
otro ojal por atrás —dijo ella.
La joven cocotte se dispuso a asesorarlo mediante una comisión
razonable del quince por ciento en los gastos de alhajar la casa. Por
primera vez en su trato con un hombre, no se incluían maromas en la
cama y emprendió la tarea con entusiasmo. Viajó con Loula a SaintLazare para darse una idea de la misión que le habían encargado y
apenas cruzó el umbral le cayó en el escote una lagartija del
artesonado del techo. Su alarido atrajo a varios esclavos del patio,
que ella reclutó para hacer una limpieza a fondo. Durante una
semana esa bella cortesana, que Valmorain había visto a la luz
dorada de las lámparas, ataviada de seda y tafetán, maquillada y
perfumada, dirigió la cuadrilla de esclavos descalza, con una bata de
tela burda y un trapo envolviéndole la cabeza. Parecía en su salsa,
como si hubiese hecho ese rudo trabajo toda la vida. Bajo sus órdenes
rasparon las tablas sanas y reemplazaron las podridas, cambiaron el
papel de las ventanas y los mosquiteros, ventilaron, echaron veneno
para los ratones, quemaron tabaco para espantar a los bichos,
mandaron los muebles rotos al callejón de los esclavos y al final
quedó la casa limpia y desnuda. Violette la hizo pintar de blanco por
fuera y como sobró cal, la usó en las cabañas de los esclavos
domésticos, que estaban cerca de la casa grande, luego hizo plantar
trinitarias moradas al pie de la galería. Valmorain se propuso
mantener la casa aseada y destinó varios esclavos a hacer un jardín
inspirado en Versalles, aunque el clima exagerado no se prestaba
para el arte geométrico de los paisajistas de la corte francesa.
Violette regresó a Le Cap con una lista de compras. «No gastes
demasiado, esta casa es temporal. Apenas tenga un buen
administrador general, nos iremos a Francia», le dijo Valmorain,
entregándole una suma que le pareció justa. Ella no hizo caso de la
advertencia, porque nada le gustaba tanto como comprar.
Por el puerto de Le Cap salía el tesoro inacabable de la colonia y
entraban los productos legales y el contrabando. Una muchedumbre
variopinta se codeaba en las calles embarradas, regateando en
muchas lenguas entre carretones, mulas, caballos y jaurías de perros
sin dueño que se alimentaban de basura. Allí se vendía desde lujos de
París y chinerías del Oriente hasta el botín de los piratas, y cada día,
menos el domingo, se remataban esclavos para suplir la demanda:
entre veinte y treinta mil al año nada más que para mantener el
número estable, porque duraban poco. Violette gastó la bolsa y siguió
adquiriendo a crédito con la garantía del nombre de Valmorain. A
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
pesar de su juventud, escogía con gran aplomo porque la vida
mundana la había fogueado y le había pulido el gusto. A un capitán
de barco que hacía la travesía entre las islas le encargó cubiertos de
plata, cristalería y un servicio de porcelana para visitas. La novia
debía aportar sábanas y manteles que sin duda había bordado desde
la infancia, así es que de eso no se ocupó. Consiguió muebles de
Francia para el salón, una pesada mesa americana con dieciocho
sillas destinada a durar varias generaciones, tapices holandeses,
biombos lacados, arcones españoles para la ropa, un exceso de
candelabros de hierro y lámparas de aceite, porque sostenía que no
se puede vivir a oscuras, loza de Portugal para el uso diario y un
surtido de adornos, pero nada de alfombras, porque se pudrían con la
humedad. Los comptoirs se encargaron de enviar las compras y
pasarle la cuenta a Valmorain. Pronto empezaron a llegar a la
habitation Saint-Lazare carretas cargadas hasta el tope con cajones y
canastos; de entre la paja los esclavos extraían una serie
interminable de objetos: relojes alemanes, jaulas de pájaros, cajas
chinas, réplicas de estatuas romanas mutiladas, espejos venecianos,
grabados y pinturas de diversos estilos elegidos por su tema, ya que
Violette nada sabía de arte, instrumentos musicales que nadie sabía
tocar y hasta un incomprensible conjunto de gruesos cristales, tubos
y ruedecillas de bronce, que Valmorain armó como un rompecabezas
y resultó ser un catalejo para espiar a los esclavos desde la galería. A
Toulouse los muebles le parecieron ostentosos y los adornos
completamente inútiles, pero se resignó porque no podía devolverlos.
Una vez concluida la orgía de gastos, Violette cobró su comisión y
anunció que la futura esposa de Valmorain iba a necesitar servicio
doméstico, una buena cocinera, criados para la casa y una doncella.
Era lo menos que se requería, como le había asegurado madame
Delphine Pascal, quien conocía a toda la gente de buena sociedad en
Le Cap.
—Menos a mí —apuntó Valmorain.
—¿Quieres que te ayude o no?
—Está bien, le ordenaré a Prosper Cambray que entrene a
algunos esclavos.
—¡No, hombre! ¡En esto no puedes ahorrar! Los del campo no
sirven, están embrutecidos. Yo misma me encargaré de buscarte los
domésticos —decidió Violette.
Zarité iba a cumplir nueve años cuando Violette se la compró a
madame Delphine, una francesa de rizos algodonosos y pechuga de
pavo, ya madura pero bien conservada, considerando los estragos
que causaba el clima. Delphine Pascal era viuda de un modesto
funcionario civil francés, pero se daba aires de persona encumbrada
por sus relaciones con los grands blancs, aunque éstos sólo acudían a
ella para tráficos turbios. Estaba enterada de muchos secretos, que le
daban ventaja a la hora de obtener favores. En apariencia vivía de la
pensión de su difunto marido y de dar clases de clavicordio a
señoritas, pero bajo mano revendía objetos robados, servía de
alcahueta y en caso de emergencia practicaba abortos. También de
tapadillo enseñaba francés a algunas cocottes que pretendían pasar
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
por blancas y, aunque tenían el color apropiado, las traicionaba el
acento. Así conoció a Violette Boisier, una de las más claras entre sus
alumnas, pero sin ninguna pretensión de afrancesarse; al contrario, la
chica se refería sin complejo a su abuela senegalesa. Le interesaba
hablar correcto francés para hacerse respetar entre sus amigos
blancos. Madame Delphine sólo tenía dos esclavos: Honoré, un viejo
para todo servicio, incluso la cocina, adquirido muy barato porque
tenía los huesos torcidos, y Zarité —Tété— una mulatita que llegó a
sus manos con pocas semanas de vida y no le había costado nada.
Cuando Violette la obtuvo para Eugenia García del Solar, la chiquilla
era flaca, puras líneas verticales y ángulos, con una mata de cabello
apelmazado e impenetrable, pero se movía con gracia, tenía un rostro
noble y hermosos ojos color miel líquida. Tal vez descendía de una
senegalesa como ella misma, pensaba Violette. Tété había aprendido
temprano las ventajas de callar y cumplir órdenes con expresión
vacía, sin dar muestras de entender lo que ocurría a su alrededor,
pero Violette sospechó siempre que era mucho más avispada de lo
que se podía inferir a primera vista. Habitualmente no se fijaba en los
esclavos —con la excepción de Loula, los consideraba mercancía—
pero esa criatura le provocaba simpatía. En algunos aspectos se
parecían, aunque ella era libre, hermosa, y tenía la ventaja de haber
sido mimada por su madre y deseada por todos los hombres que se
cruzaron en su camino. Nada de eso tenía Tété en su haber; era sólo
una esclava harapienta, pero Violette intuyó su fuerza de carácter. A
la edad de Tété, también ella había sido un atado de huesos, hasta
que en la pubertad se esponjó, las aristas se convirtieron en curvas y
se definieron las formas que le darían fama. Entonces su madre
empezó a entrenarla en la profesión que a ella le había dado
beneficios, así no se partiría la espalda como sirvienta. Violette
resultó buena alumna y para la época en que su madre fue asesinada
ya podía valerse sola con ayuda de Loula, que la defendía con celosa
lealtad. Gracias a esa buena mujer no necesitaba la protección de un
chulo y prosperaba en un oficio ingrato en que otras jóvenes dejaban
la salud y a veces la vida. Apenas surgió la idea de conseguir una
esclava personal para la esposa de Toulouse Valmorain, se acordó de
Tété. «¿Por qué te interesa tanto esa mocosa?», le preguntó Loula,
siempre desconfiada, cuando se enteró de sus intenciones. «Es una
corazonada, creo que nuestros caminos se van a cruzar algún día»,
fue la única explicación que se le ocurrió a Violette. Loula lo consultó
con las conchas de cauri sin obtener una respuesta satisfactoria; ese
método de adivinación no se prestaba para aclarar asuntos
fundamentales, sólo los de poca monta.
Madame Delphine recibió a Violette en una sala diminuta, en la
que el clavicordio parecía del tamaño de un paquidermo. Se sentaron
en frágiles sillas de patas curvas a tomar café en tazas para enanos
pintadas de flores y conversar de todo y de nada, como habían hecho
otras veces. Después de algunos rodeos Violette planteó el motivo de
su visita. La viuda se sorprendió de que alguien se fijara en la
insignificante Tété, pero era rápida y olió de inmediato la posibilidad
de una ganancia.
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
—No había pensado vender a Tété, pero por tratarse de usted,
una amiga tan querida…
—Espero que la chica sea sana. Está muy flaca —la interrumpió
Violette.
—¡No es por falta de comida! —exclamó la viuda, ofendida.
Sirvió más café y pronto hablaron del precio, que a Violette le
pareció exagerado. Mientras más pagara, mayor sería su comisión,
pero no podía estafar a Valmorain con demasiado descaro; todo el
mundo conocía los precios de los esclavos, especialmente los
plantadores, que siempre estaban comprando. Una mocosa escuálida
no era un artículo de valor, sino más bien algo que se regala para
retribuir una atención.
—Me da pena desprenderme de Tété —suspiró madame Delphine,
secándose una lágrima invisible, después de que acordaron la cifra—.
Es una buena chica, no roba y habla francés como se debe. Nunca le
he permitido que se dirija a mí en la jerigonza de los negros. En mi
casa nadie destroza la bella lengua de Molière.
—No sé para qué le va a servir eso —comentó Violette, divertida.
—¡Cómo que para qué! Una doncella que habla francés es muy
elegante. Tété le servirá bien, se lo aseguro. Eso sí, mademoiselle, le
confieso que me costó algunas palizas quitarle la pésima costumbre
de escaparse.
—¡Eso es grave! Dicen que no tiene remedio…
—Así es con algunos bozales, que eran libres antes, pero Tété
nació esclava. ¡Libertad! ¡Qué soberbia! —exclamó la viuda, clavando
sus ojitos de gallina en la chiquilla, que esperaba de pie junto a la
puerta—. Pero no se preocupe, mademoiselle, no volverá a intentarlo.
La última vez anduvo perdida varios días y cuando me la trajeron
estaba mordida por un perro y volada de fiebre. No sabe el trabajo
que me dio curarla ¡pero no se libró del castigo!
—¿Cuándo fue eso? —preguntó Violette, tomando nota del
silencio hostil de la esclava.
—Hace un año. Ahora no se le ocurriría una tontería semejante,
pero de todos modos vigílela. Tiene la sangre maldita de su madre.
No sea blanda con ella, necesita mano dura.
—¿Qué me dijo de la madre?
—Era una reina. Todas dicen que eran reinas allá en África —se
burló la viuda—. Llegó preñada; siempre es así, son como perras en
celo.
—La pariade. Los marineros las violan en los barcos, como usted
sabe. Ninguna se libra —replicó Violette con un escalofrío, pensando
en su propia abuela, que había sobrevivido a la travesía del océano.
—Esa mujer estuvo a punto de matar a su hija. ¡Imagínese!
Tuvieron que quitársela de las manos. Monsieur Pascal, mi esposo,
que Dios lo tenga en su gloria, me trajo a la chiquilla de regalo.
—¿Qué edad tenía entonces?
—Un par de meses, no recuerdo. Honoré, mi otro esclavo, le puso
ese nombre tan raro, Zarité, y la crió con leche de burra; por eso es
fuerte y trabajadora, aunque también terca. Le he enseñado todas las
labores domésticas. Vale más de lo que estoy pidiéndole por ella,
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
mademoiselle Boisier. Sólo se la vendo porque pienso regresar pronto
a Marsella, todavía puedo rehacer mi vida ¿no cree?
—Seguramente, madame —replicó Violette examinando la cara
empolvada de la mujer.
Se llevó a Tété ese mismo día, sin más bienes que los harapos
que vestía y una tosca muñeca de palo de las que usaban los
esclavos para sus ceremonias vudú. «No sé de dónde sacó esa
porquería», comentó madame Delphine haciendo ademán de
quitársela, pero la niña se aferró a su único tesoro con tal
desesperación que Violette intervino. Honoré se despidió llorando de
Tété y le prometió que iría a visitarla si se lo permitían.
Toulouse Valmorain no pudo evitar una exclamación de
desagrado cuando Violette le mostró a quién había escogido para
criada de su mujer. Esperaba alguien mayor, con mejor aspecto y
experiencia, no esa criatura desgreñada, marcada por golpes, que se
encogió como un caracol cuando él le preguntó el nombre, pero
Violette le aseguró que su esposa iba a estar muy satisfecha una vez
que ella la preparara como era debido.
—Y eso ¿cuánto me va a costar?
—Lo que acordemos, una vez que Tété esté lista.
Tres días más tarde Tété sacó la voz por primera vez para
preguntar si ese señor iba a ser su amo; creía que Violette la había
comprado para ella. «No hagas preguntas y no pienses en el futuro.
Para los esclavos sólo cuenta el día de hoy», le advirtió Loula. La
admiración que Tété sentía por Violette barrió su resistencia y pronto
se entregó entusiasmada al ritmo de la casa. Comía con la voracidad
de quien ha vivido con hambre y a las pocas semanas lucía un poco
de carne sobre el esqueleto. Estaba ávida de aprender. Seguía a
Violette como un perro, devorándola con los ojos, mientras
alimentaba en lo más secreto del corazón el deseo imposible de llegar
a ser como ella, así de bonita y elegante, pero más que nada, libre.
Violette le enseñó a hacer los elaborados peinados de moda, a dar
masajes, almidonar y planchar ropa fina y lo demás que su futura
ama podía exigirle. Según Loula, no era necesario afanarse tanto,
porque las españolas carecían del refinamiento de las francesas, eran
muy burdas. Ella misma rapó el inmundo cabello a Tété y la obligaba
a bañarse con frecuencia, hábito desconocido para la chica, porque
según madame Delphine el agua debilita; ella sólo se pasaba un trapo
húmedo por las partes escondidas y se rociaba con perfume. Loula se
sentía invadida por la chiquilla, apenas cabían las dos en el cuartito
que compartían de noche. La agobiaba con órdenes e insultos, más
por hábito que por maldad, y solía propinarle coscorrones cuando
Violette estaba ausente, pero no le escatimaba comida.
«Cuanto antes engordes, antes te irás», le decía. Por contraste,
era de una amabilidad exquisita con el viejo Honoré cuando aparecía
tímidamente de visita. Lo instalaba en la sala en el mejor sillón, le
servía ron de calidad y lo escuchaba embobada hablar de tambores y
artritis. «Este Honoré es un verdadero señor. ¡Cómo quisiéramos que
alguno de tus amigos fuera tan fino como él!», le comentaba después
a Violette.
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
Zarité
P
or un tiempo, dos o tres semanas, no pensé en escaparme.
Mademoiselle era divertida y bonita, tenía vestidos de muchos
colores, olía a flores y salía por las noches con sus amigos, que
después venían a la casa y hacían lo suyo, mientras yo me tapaba las
orejas en la pieza de Loula, aunque de todos modos podía oírlos.
Cuando mademoiselle despertaba, a eso del mediodía, le llevaba su
merienda al balcón, como me había ordenado, y entonces me
hablaba de sus fiestas y me mostraba los regalos de sus
admiradores. Le pulía las uñas con un trocito de gamuza y le
quedaban brillantes como conchas, le cepillaba su cabello ondulado y
la frotaba con aceite de coco. Tenía la piel como crême caramel, el
postre de leche y yemas que Honoré me preparaba algunas veces a
espaldas de madame Delphine. Aprendí rápido. Mademoiselle decía
que soy lista y nunca me pegaba. Tal vez no me habría fugado si ella
hubiera sido mi ama, pero me estaba enseñando para servir a una
española en una plantación lejos de Le Cap. Eso de ser española no
era nada bueno; según Loula, que todo lo sabía y era adivina, me vio
en los ojos que iba a huir antes de que yo misma lo decidiera y se lo
anunció a mademoiselle, pero ella no le hizo caso. «¡Perdimos mucho
dinero! ¿Qué hacemos ahora?», gritó Loula cuando desaparecí.
«Esperamos», le contestó mademoiselle y siguió bebiendo su café
muy tranquila. En vez de contratar a un cazador de negros, como
siempre se hace, le pidió a su novio, el capitán Relais, que mandara a
sus guardias a buscarme sin bulla y que no me hicieran daño. Así me
lo contaron. Fue muy fácil irme de esa casa. Envolví un mango y un
pan en un pañuelo, salí por la puerta principal y me fui sin correr,
para no llamar la atención. También me llevé mi muñeca, que era
sagrada, como los santos de madame Delphine, pero más poderosa,
como me dijo Honoré cuando la talló para mí. Honoré siempre me
hablaba de Guinea, de los loas, del vudú, y me advirtió que nunca
acudiera a los dioses de los blancos, porque son nuestros enemigos.
Me explicó que en la lengua de sus padres vudú quiere decir espíritu
divino. Mi muñeca representaba a Erzuli, loa del amor y la
maternidad. Madame Delphine me hacía rezarle a la Virgen María,
una diosa que no baila, sólo llora, porque le mataron a su hijo y
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
porque nunca conoció el gusto de estar con un hombre. Honoré me
cuidó en mis primeros años, hasta que los huesos se le pusieron
nudosos como ramas secas y entonces me tocó cuidarlo a él ¿Que
sería de Honoré? Debe de estar con sus antepasados en la isla bajo el
mar, porque desde la última vez que lo vi, sentado en la sala del piso
de mademoiselle en la plaza Clugny, bebiendo café con ron y
saboreando los pastelitos de Loula, han pasado treinta años. Espero
que haya sobrevivido a la revolución, con todas sus atrocidades, y
haya alcanzado a ser libre en la República Negra de Haití antes de
morirse tranquilamente de viejo. Soñaba con tener un pedazo de
tierra, criar un par de animales y plantar sus vegetales, como hacían
sus padres en Dahomey. Yo lo llamaba abuelo, porque según él no
hay que ser de la misma sangre ni de la misma tribu para ser de la
misma familia, pero en realidad debí llamarlo maman. Fue la única
madre que conocí.
Nadie me detuvo en las calles cuando me fui del piso de
mademoiselle, anduve varias horas y creo que crucé la ciudad entera.
Me perdí en el barrio del puerto, pero las montañas se vislumbraban
a lo lejos y todo era cuestión de caminar en esa dirección. Los
esclavos sabíamos que los cimarrones estaban en las montañas, pero
no sabíamos que detrás de las primeras cumbres había muchas más,
tantas que no se podían contar. Se hizo de noche, me comí el pan y
guardé el mango. Me escondí en un establo, debajo de un montón de
paja, aunque temía a los caballos, con sus patas como martillos y sus
narices humeantes. Los animales estaban muy cerca, podía sentir su
respiración a través de la paja, un aliento verde y dulce como las
hierbas del baño de mademoiselle. Aferrada a mi muñeca Erzuli,
madre de Guinea, dormí la noche entera sin malos sueños, arropada
por el calor de los caballos. Al amanecer entró un esclavo al establo y
me encontró roncando y con los pies asomando entre la paja; me
pescó de los tobillos y me sacó de un tirón. No sé lo que esperaba
encontrar, pero seguramente no una chiquilla, porque en vez de
pegarme me levantó en vilo, me llevó a la luz y me observó con la
boca abierta. «¿Estás loca? ¿Cómo se te ocurre esconderte aquí?»,
me preguntó al fin, sin levantar la voz. «Tengo que llegar a las
montañas», le expliqué, también en un susurro. El castigo por ayudar
a un esclavo fugitivo era por demás conocido y el hombre vaciló.
«Suélteme, por favor, nadie sabrá que estuve aquí», le rogué. Lo
pensó un rato y al fin me ordenó quedarme quieta en el establo, se
aseguró de que no había nadie por los alrededores y salió. Pronto
regresó con una galleta dura y una calabaza de café muy azucarado,
esperó que comiera y después me indicó la salida de la ciudad. Si me
hubiese denunciado le habrían dado una recompensa, pero no lo hizo.
Espero que el Papa Bondye lo haya premiado. Eché a correr y dejé
atrás las últimas casas de Le Cap. Ese día anduve sin detenerme,
aunque me sangraban los pies y sudaba pensando en los perros de
los cazadores de negros, la Marechaussée. El sol estaba en alto
cuando entré en la selva, verde, todo verde, no se veía el cielo y la
luz apenas atravesaba las hojas. Sentía ruido de animales y murmullo
de espíritus. El sendero se fue borrando. Me comí el mango, pero lo
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
vomité casi enseguida. Los guardias del capitán Relais no perdieron
su tiempo buscándome, porque volví sola después de pasar la noche
acurrucada entre las raíces de un árbol vivo, podía oír su corazón
latiendo como el de Honoré. Así lo recuerdo.
Eché el día caminando y caminando, preguntando y preguntando
hasta llegar de vuelta a la plaza Clugny. Entré al piso de
mademoiselle tan hambrienta y cansada que apenas sentí la
cachetada de Loula, que me tiró lejos. En eso apareció mademoiselle,
que estaba preparándose para salir, todavía envuelta en su déshabillé
y con el pelo suelto. Me cogió de un brazo, me llevó en el aire hasta
su pieza y de un empujón me sentó en su cama; era mucho más
fuerte de lo que parecía. Se quedó de pie, con los brazos en jarras,
mirándome sin decir nada, y después me pasó un pañuelo para que
me limpiara la sangre del bofetón. «¿Por qué volviste?», me
preguntó. Yo no tenía respuesta. Me pasó un vaso de agua y
entonces me vinieron las lágrimas como lluvia caliente, mezclándose
con la sangre de la nariz. «Agradece que no te azote como mereces,
mocosa tonta. ¿Adónde pensabas ir? ¿A las montañas? Nunca
llegarías. Sólo algunos hombres lo logran, los más desesperados y
valientes. Si por un milagro pudieras escapar de la ciudad, cruzar los
bosques y los pantanos sin pisar las plantaciones, donde te
devorarían los perros, eludir a los milicianos, los demonios y las
serpientes venenosas y llegaras a las montañas, los cimarrones te
matarían. ¿Para qué quieren una chiquilla como tú? ¿Eres capaz de
cazar, de pelear, de empuñar un machete? ¿Sabes siquiera darle
contento a un hombre?» Debí admitir que no. Me dijo que le sacara
partido a mi suerte, que no era mala. Le supliqué que me permitiera
quedarme con ella, pero dijo que no me necesitaba para nada. Me
aconsejó que me portara bien, si no quería acabar cortando caña. Me
estaba entrenando como esclava personal para madame Valmorain,
un trabajo liviano: viviría en la casa y comería bien, estaría mejor que
con madame Delphine. Agregó que no le hiciera caso a Loula, que ser
española no era una enfermedad, sólo significaba hablar distinto que
nosotros. Ella conocía a mi nuevo amo, dijo, un caballero decente,
cualquier esclava estaría contenta de pertenecerle. «Yo quiero ser
libre, como usted», le dije entre sollozos. Entonces me habló de su
abuela, raptada en Senegal, donde se da la gente más hermosa del
mundo. La compró un comerciante rico, un francés que tenía una
esposa en Francia, pero se enamoró de ella apenas la vio en el
mercado de negros. Ella le dio varios hijos y él los emancipó a todos;
pensaba educarlos para que prosperaran, como tanta gente de color
en Saint-Domingue, pero se murió de repente y los dejó en la miseria,
porque su esposa reclamó todos sus bienes. La abuela senegalesa
puso una fritanga en el puerto para mantener a la familia, pero su
hija menor, de doce años, no quiso arruinarse destripando pescado
entre fumarolas de aceite rancio y optó por dedicarse a atender a
caballeros. Esa niña, que heredó la belleza noble de su madre, llegó a
convertirse en la cortesana más solicitada de la ciudad y a su vez
tuvo una hija, Violette Boisier, a quien le enseñó lo que sabía. Así me
lo contó mademoiselle. «Si no hubiera sido por los celos de un blanco
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
que la mató, mi madre todavía sería la reina de la noche en Le Cap.
Pero no te hagas ilusiones, Tété, la historia de amor de mi abuela
ocurre muy rara vez. El esclavo, se queda esclavo. Si se escapa y
tiene suerte, muere en la fuga. Si no la tiene, lo atrapan vivo. Sácate
la libertad del corazón, es lo mejor que puedes hacer», me dijo.
Enseguida me llevó donde Loula para que me diera de comer.
Cuando el amo Valmorain fue a buscarme unas semanas más
tarde no me reconoció, porque yo había engordado, estaba limpia,
con el pelo corto y un vestido nuevo que Loula me cosió. Me preguntó
el nombre y le respondí con mi voz más firme, sin levantar la vista,
porque nunca se mira a un blanco a la cara. «Zarité de Saint-Lazare,
amo», como me había instruido mademoiselle. Mi nuevo amo sonrió y
antes de irnos dejó una bolsa. No supe cuánto pagó por mí. En la
calle esperaba otro hombre con dos caballos, que me examinó de
arriba abajo y me hizo abrir la boca para verme los dientes. Era
Prosper Cambray, el jefe de capataces. Me subió de un tirón a la
grupa de su corcel, un animal alto, ancho y caliente, que resoplaba,
inquieto. Las piernas no me alcanzaban para sujetarme y tuve que
cogerme de la cintura del hombre. Nunca había cabalgado, pero me
tragué el miedo: a nadie le importaba lo que yo sintiera. El amo
Valmorain montó también y nos alejamos al paso. Me volví para mirar
la casa. Mademoiselle estaba en el balcón, despidiéndome con la
mano hasta que doblamos la esquina y ya no pude verla. Así lo
recuerdo.
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
El escarmiento
S
udor y mosquitos, croar de sapos y látigo, días de fatiga y noches
de miedo para la caravana de esclavos, capataces, soldados a
sueldo y los amos, Toulouse y Eugenia Valmorain. Les tomaría tres
jornadas largas desde la plantación hasta Le Cap, que seguía siendo
el puerto más importante de la colonia, aunque ya no era la capital,
que había sido trasladada a Port-au-Prince con la esperanza de
controlar mejor el territorio. La medida sirvió de poco: los colonos
burlaban la ley, los piratas se paseaban por la costa y miles de
esclavos se fugaban a las montañas. Esos cimarrones, cada vez más
numerosos y atrevidos, se dejaban caer sobre las plantaciones y los
viajeros con justificada furia. El capitán Étienne Relais, «el mastín de
Saint-Domingue», había capturado a cinco de los jefes, misión difícil,
porque los fugitivos conocían el terreno, se movían como la brisa y se
ocultaban en cimas inaccesibles para los caballos. Armados sólo con
cuchillos, machetes y palos, no se atrevían a enfrentarse a los
soldados a campo abierto; ésa era una guerra de escaramuzas,
asaltos por sorpresa y retiradas, incursiones nocturnas, robos,
incendios y asesinatos, que agotaban a las fuerzas regulares de la
Marechaussée y el ejército. Los esclavos de las plantaciones los
protegían, unos porque esperaban unirse a ellos, otros porque los
temían. Relais nunca perdía de vista la ventaja de los cimarrones,
gente desesperada que defendía vida y libertad, sobre sus soldados,
que sólo obedecían órdenes. El capitán era de hierro, seco, delgado,
fuerte, puro músculo y nervios, tenaz y corajudo, con ojos fríos y
surcos profundos en un rostro siempre expuesto al sol y el viento, de
pocas palabras, preciso, impaciente y severo. Nadie estaba cómodo
en su presencia, ni los grands blancs cuyos intereses protegía, ni los
petits blancs a cuya clase pertenecía, ni los affranchis que componían
la mayor parte de sus tropas. Los civiles lo respetaban porque
imponía orden y los soldados porque no les exigía nada que él mismo
no estuviese dispuesto a hacer. Tardó en encontrar a los rebeldes en
las montañas, siguiendo incontables pistas falsas, pero nunca dudó
que lo lograría. Obtenía información con métodos tan brutales, que en
tiempos normales no se mencionarían en sociedad, pero desde la
época de Macandal incluso las damas se ensañaban con los esclavos
alzados; las mismas que desfallecían ante un alacrán o el olor de la
mierda no se perdían los suplicios y después los comentaban entre
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
vasos de refresco y pasteles.
Le Cap, con sus casas de techos rojos, bulliciosas callejuelas y
mercados, con el puerto donde siempre había docenas de barcos
anclados para volver a Europa con su tesoro de azúcar, tabaco, índigo
y café, seguía siendo el París de las Antillas, como lo llamaban los
colonos franceses en broma, ya que la aspiración común era hacer
fortuna rápida y regresar a París a olvidar el odio que flotaba en el
aire de la isla, como las nubes de mosquitos y la pestilencia de abril.
Algunos dejaban las plantaciones en manos de gerentes o
administradores, que las manejaban a su antojo, robando y
explotando a muerte a los esclavos, pero era una pérdida calculada,
el precio por volver a la civilización. No era el caso de Toulouse
Valmorain, quien ya llevaba varios años enterrado en la habitation
Saint-Lazare.
El jefe de capataces, Prosper Cambray, tascaba el freno de su
ambición y andaba con cuidado porque su jefe era desconfiado y no
resultó presa fácil, como pensó al principio, pero tenía la esperanza
de que no durara mucho en la colonia: carecía de los cojones y la
sangre espesa que se requieren en una plantación y además cargaba
con la española, esa mujercita de nervios enclenques cuyo único
deseo era escapar de allí.
En temporada seca, la travesía hasta Le Cap podía hacerse en un
día completo con buenos caballos, pero Toulouse Valmorain viajaba
con Eugenia en una silla de mano y los esclavos a pie. Había dejado
en la plantación a las mujeres, los niños y aquellos hombres que ya
habían perdido la voluntad y no necesitaban un escarmiento.
Cambray había escogido a los más jóvenes, los que todavía podían
imaginar la libertad. Por mucho que los commandeurs hostigaran a la
gente, no podían apurarla más allá de la capacidad humana. La ruta
era incierta y estaban en plena estación de lluvias. Sólo el instinto de
los perros y el ojo certero de Prosper Cambray, créole, nacido en la
colonia y conocedor del terreno, impedían que se perdieran en la
espesura, donde se confundían los sentidos y se podía dar vueltas
para siempre. Todos iban asustados: Valmorain de un asalto de
cimarrones o una rebelión de sus esclavos —no sería la primera vez
que ante la posibilidad de huir los negros opusieran el pecho desnudo
a las armas de fuego, creyendo que sus loas los protegerían de las
balas—, los esclavos temían los látigos y los espíritus maléficos del
bosque y Eugenia sus propias alucinaciones. Cambray sólo temblaba
ante los muertos vivos, los zombis, y ese temor no consistía en
enfrentarlos, ya que eran muy escasos y tímidos, sino en acabar
convertido en uno. El zombi era esclavo de un brujo, un bokor, y ni la
muerte podía liberarlo, porque ya estaba muerto.
Prosper Cambray había recorrido muchas veces esa región
persiguiendo fugitivos con otros milicianos de la Marechaussée. Sabía
descifrar las señales de la naturaleza, huellas invisibles para otros
ojos, podía seguir un rastro como el mejor sabueso, oler el miedo y el
sudor de una presa a varias horas de distancia, ver de noche como
los lobos, adivinar una rebelión antes de que se gestara y demolerla.
Se jactaba de que bajo su mando pocos esclavos habían huido de
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La isla bajo el mar
Saint-Lazare, su método consistía en quebrarles el alma y la voluntad.
Sólo el miedo y el cansancio vencían a la seducción de la libertad.
Producir, producir, producir hasta el último aliento, que no tardaba
demasiado en llegar, porque nadie hacía huesos viejos allí, tres o
cuatro años, nunca más de seis o siete. «No te sobrepases con los
castigos, Cambray, porque me debilitas a la gente», le había
ordenado Valmorain en más de una ocasión, asqueado por las llagas
purulentas y las amputaciones, que inutilizaban para el trabajo, pero
nunca lo contradecía delante de los esclavos; la palabra del jefe de
capataces debía ser inapelable para mantener la disciplina. Así lo
deseaba Valmorain, porque le repugnaba lidiar con los negros.
Prefería que Cambray fuera el verdugo y él se reservaba el papel de
amo benevolente, lo que calzaba con los ideales humanistas de su
juventud. Según Cambray, era más rentable reemplazar a los
esclavos que tratarlos con consideración; una vez amortizado su
costo convenía explotarlos a muerte y luego comprar otros más
jóvenes y fuertes. Si alguien tenía dudas de la necesidad de aplicar
mano dura, la historia de Macandal, el mandinga mágico, se las
disipaba.
Entre 1751 y 1757, cuando Macandal sembró la muerte entre los
blancos de la colonia, Toulouse Valmorain era un niño mimado que
vivía en las afueras de París en un pequeño château, propiedad de la
familia desde hacía varias generaciones y no había oído nombrar a
Macandal. No sabía que su padre había escapado por milagro de los
envenenamientos colectivos en Saint-Domingue y que si no hubieran
cogido a Macandal, el viento de la rebelión habría barrido la isla.
Postergaron su ejecución para dar tiempo a los plantadores a llegar
hasta Le Cap con sus esclavos; así los negros se convencerían de una
vez para siempre de que Macandal era mortal. «La historia se repite,
nada cambia en esta isla maldita», le comentó Toulouse Valmorain a
su mujer, mientras recorrían el mismo camino que hiciera su padre
años antes por la misma razón: para presenciar un escarmiento. Le
explicó que ésa era la mejor forma de desalentar a los revoltosos,
como habían decidido el gobernador y el intendente, quienes por una
vez estuvieron de acuerdo en algo. Esperaba que el espectáculo
tranquilizara a Eugenia, pero no imaginó que el viaje iba a volverse
una pesadilla. Estaba tentado de dar media vuelta y regresar a SaintLazare, pero no podía hacerlo, los plantadores debían presentar un
frente unido contra los negros. Sabía que circulaban chismes a sus
espaldas, decían que estaba casado con una española medio loca,
que era arrogante y aprovechaba los privilegios de su posición social,
pero no cumplía con sus obligaciones en la Asamblea Colonial, donde
el sillón de los Valmorain permanecía desocupado desde la muerte de
su padre. El Chevalier había sido un monárquico fanático, pero su hijo
despreciaba a Luis XVI, ese monarca irresoluto en cuyas manos
gordinflonas descansaba la monarquía.
39
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Macandal
L
a historia de Macandal, que su marido le había contado, desató la
demencia de Eugenia, pero no la causó, porque corría por sus
venas: nadie le había dicho a Toulouse Valmorain cuando aspiraba a
su mano en Cuba, que había varias lunáticas en la familia García del
Solar. Macandal era un bozal traído de África, musulmán, culto, leía y
escribía en árabe, tenía conocimientos de medicina y plantas. Perdió
el brazo derecho en un horrendo accidente, que habría matado a otro
menos fuerte, y como quedó inutilizado para los cañaverales, su amo
lo mandó a cuidar ganado. Recorría la región alimentándose de leche
y frutos, hasta que aprendió a usar la mano izquierda y los dedos de
los pies para tender trampas y hacer nudos; así pudo cazar roedores,
reptiles y pájaros. En la soledad y el silencio recuperó las imágenes
de su adolescencia, cuando se entrenaba para la guerra y la caza,
como correspondía a un hijo de rey: frente alta, pecho erguido,
piernas rápidas, ojos alerta y la lanza empuñada con firmeza. La
vegetación de la isla era diferente a la de las regiones encantadas de
su juventud, pero empezó a probar hojas, raíces, cortezas, hongos de
muchas clases y descubrió que unos servían para curar, otros para
provocar sueños y estados de trance, algunos para matar. Siempre
supo que iba a fugarse, porque prefería dejar el pellejo en los peores
suplicios antes que seguir siendo esclavo; pero se preparó con
cuidado y esperó con paciencia la ocasión propicia. Al fin se largó a
las montañas y desde allí inició la sublevación de esclavos que habría
de sacudir la isla como un terrible ventarrón. Se unió a otros
cimarrones y pronto se vieron los efectos de su furia y su astucia: un
ataque por sorpresa en la noche más oscura, resplandor de
antorchas, golpes de pies desnudos, gritos, metal contra cadenas,
incendio en los cañaverales. El nombre del mandinga iba de boca en
boca repetido por los negros como una oración de esperanza.
Macandal, el príncipe de Guinea, se transformaba en pájaro, lagartija,
mosca, pez. El esclavo atado al poste alcanzaba a ver pasar una
liebre a la carrera antes de recibir el latigazo que lo sumiría en la
inconsciencia: era Macandal, testigo del suplicio. Una iguana
impasible observaba a la muchacha que yacía violada en el polvo.
«Levántate, lávate en el río y no olvides, porque pronto vendré con el
desquite», silbaba la iguana. Macandal. Gallos decapitados, símbolos
pintados con sangre, hachas en las puertas, una noche sin luna, otro
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
incendio.
Primero empezó a morir el ganado. Los colonos lo atribuyeron a
una planta mortífera que crecía disimulada en los campos y
emplearon, sin resultados, a botánicos europeos y hechiceros locales
para descubrirla y erradicarla. Después fueron los caballos en los
establos, los perros bravos y por fin cayeron fulminadas familias
completas. A las víctimas se les hinchaba el vientre, se les ponían
negras las encías y las uñas, se les aguaba la sangre, se les
desprendía la piel a pedazos y morían en medio de atroces
retortijones. Los síntomas no calzaban con ninguna enfermedad de
las que asolaban las Antillas, pero sólo se manifestaban en los
blancos; entonces ya no cupo duda de que era veneno. Macandal,
otra vez Macandal. Caían los hombres al beber un trago de licor, las
mujeres y los niños por una taza de chocolate, todos los invitados de
un banquete antes de que sirvieran el postre. No se podía confiar en
la fruta de los árboles ni en una botella de vino cerrada, ni siquiera en
un cigarro, porque no se sabía en qué forma se administraba el
veneno. Torturaron a centenares de esclavos sin averiguar cómo
entraba la muerte en las casas, hasta que una chiquilla de quince
años, una de tantas que el mandinga visitaba por las noches en forma
de murciélago, ante la amenaza de ser quemada viva dio la pista para
encontrar a Macandal. La quemaron de todos modos y su confesión
condujo a los milicianos a la guarida de Macandal, escalando a pie
como cabras por picos y quebradas hasta las cimas cenicientas de los
antiguos caciques arahuacos. Lo cogieron vivo. Para entonces habían
muerto seis mil personas. «Es el fin de Macandal», decían los blancos.
«Veremos», susurraban los negros.
La plaza se hizo estrecha para el público que acudió de las
plantaciones. Los grands blancs se instalaron bajo sus toldos,
provistos de meriendas y bebidas, los petits blancs se resignaron a
las galerías y los affranchis alquilaron los balcones en torno a la plaza,
que pertenecían a otra gente libre de color. La mejor vista fue
reservada para los esclavos, arreados por sus amos desde lugares
distantes, para que comprobaran que Macandal era sólo un pobre
negro manco que se asaría como un puerco. Amontonaron a los
africanos alrededor de la hoguera, vigilados por los perros, que
tironeaban de sus cadenas, enloquecidos por el olor humano. La
mañana de la ejecución amaneció nublada, caliente y sin brisa. El tufo
de la compacta multitud se mezclaba con el de azúcar quemada,
grasa de las fritangas y flores salvajes que crecían enredadas en los
árboles. Varios frailes asperjaban con agua bendita y ofrecían un
buñuelo por cada confesión. Los esclavos habían aprendido a engañar
a los frailes con pecados confusos, ya que las faltas admitidas iban
directo a las orejas del amo, pero en esa ocasión nadie estaba de
ánimo para buñuelos. Esperaban jubilosos a Macandal.
El cielo encapotado amenazaba con lluvia y el gobernador calculó
que apenas alcanzaría el tiempo antes del chapuzón, pero debía
esperar al intendente, representante del gobierno civil. Por fin
aparecieron en uno de los dos palcos de honor el intendente y su
esposa, una adolescente agobiada por el pesado vestido, el tocado de
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
plumas y el disgusto; era la única francesa de Le Cap que no deseaba
estar allí. Su marido, todavía joven aunque la doblaba en edad, era
patizambo, nalgudo y panzón, pero tenía una hermosa cabeza de
antiguo senador romano bajo su complicada peluca. Un redoble de
tambores anunció la aparición del prisionero. Lo recibió un coro de
amenazas e insultos de los blancos, burlas de los mulatos y gritos de
frenético entusiasmo de los africanos. Desafiando a los perros, los
latigazos y las órdenes de capataces y soldados, los esclavos se
pusieron de pie, saltando con los brazos al cielo para saludar a
Macandal. Eso produjo una reacción unánime, incluso el gobernador y
el intendente se levantaron.
Macandal era alto, muy oscuro, con el cuerpo enteramente
marcado de cicatrices, cubierto apenas por un calzón inmundo y
manchado de sangre seca. Iba encadenado, pero erguido, altanero,
indiferente. Desdeñó a blancos, soldados, frailes y perros; sus ojos
recorrieron lentamente a los esclavos y cada uno supo que esas
pupilas negras lo distinguían, entregándoles el soplo de su espíritu
indomable. No era un esclavo quien sería ejecutado, sino el único
hombre verdaderamente libre entre la muchedumbre. Así lo intuyeron
todos y un silencio profundo cayó en la plaza. Por fin los negros
reaccionaron y un coro incontrolable aulló el nombre del héroe,
Macandal, Macandal, Macandal. El gobernador comprendió que más
valía terminar deprisa, antes de que el proyectado circo se convirtiera
en un baño de sangre; dio la señal y los soldados encadenaron el
prisionero al poste de la hoguera. El verdugo encendió la paja y
pronto la leña engrasada ardía, levantando una densa humareda. No
se oía ni un suspiro en la plaza cuando se elevó la voz profunda de
Macandal: «¡Volveré! ¡Volveré!».
¿Qué pasó entonces? Ésa sería la pregunta más frecuente en la
isla por el resto de su historia, como solían decir los colonos. Blancos
y mulatos vieron que Macandal se soltó de las cadenas y saltó por
encima de los troncos ardientes, pero los soldados le cayeron encima,
lo redujeron a golpes y lo condujeron de vuelta a la pira, donde
minutos más tarde se lo tragaron las llamas y el humo. Los negros
vieron que Macandal se soltó de las cadenas, saltó por encima de los
troncos ardientes y cuando los soldados le cayeron encima se
transformó en mosquito y salió volando a través de la humareda, dio
una vuelta completa a la plaza, para que todos alcanzaran a
despedirle, y luego se perdió en el cielo, justo antes del chapuzón que
empapó la hoguera y apagó el fuego. Los blancos y affranchis vieron
el cuerpo chamuscado de Macandal. Los negros sólo vieron el poste
vacío. Los primeros se retiraron corriendo bajo la lluvia y los otros
quedaron cantando, lavados por la tormenta. Macandal había vencido
y cumpliría su promesa. Macandal volvería. Y por eso, porque era
necesario demoler para siempre esa absurda leyenda, como le dijo
Valmorain a su desequilibrada esposa, iban con sus esclavos a
presenciar otra ejecución en Le Cap, veintitrés años más tarde.
La larga caravana iba vigilada por cuatro milicianos con
mosquetes, Prosper Cambray y Toulouse Valmorain con pistolas y los
commandeurs, por ser esclavos, sólo con sables y machetes. No eran
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
de fiar, en caso de ataque podían unirse a los cimarrones. Los negros,
flacos y hambrientos, avanzaban muy lentamente, llevando a la
espalda los bultos y unidos por una cadena que entorpecía la marcha;
al amo le parecía exagerado, pero no podía desautorizar al jefe de
capataces. «Nadie intentará huir, los negros temen más a los
demonios de la jungla que a las alimañas venenosas», le explicó
Valmorain a su mujer, pero Eugenia no quería saber de negros,
demonios o alimañas. La niña Tété iba suelta, caminando junto a la
silla de mano de su ama, que cargaban dos esclavos, escogidos entre
los más fuertes. El sendero se perdía en la maraña de la vegetación y
el lodo, y el cortejo era una triste culebra que se arrastraba hacia Le
Cap en silencio. De vez en cuando un ladrido de perros, un relincho
de caballo o el silbido seco de un latigazo y un grito interrumpían el
murmullo de la respiración humana y el rumor del bosque. Al
comienzo Prosper Cambray pretendía que los esclavos fueran
cantando para darse ánimo y advertir a las serpientes, como hacían
en los cañaverales, pero Eugenia, atontada de mareo y fatiga, no lo
aguantaba.
En el bosque oscurecía temprano bajo la densa cúpula de los
árboles y amanecía tarde por la neblina enredada en los helechos. El
día se hacía corto para Valmorain, pero eterno para los demás. La
comida de los esclavos era una mazamorra de maíz o batata con
carne seca y un tazón de café, distribuidos por la noche, cuando
acampaban. El amo había ordenado que agregaran al café un terrón
de azúcar y un chorro de tafia, el licor de caña de los pobres, para
calentar a la gente, que dormía en el suelo empapada de lluvia y
rocío, expuesta al asalto de un brote de fiebre. Ese año las epidemias
habían sido calamitosas en la plantación: hubo que reemplazar a
muchos esclavos y ningún recién nacido sobrevivió. Cambray previno
a su patrón de que el licor y el dulce enviciaban a los esclavos y
después no había forma de evitar que chuparan caña. Existía una
pena especial para ese delito, pero Valmorain no era partidario de
tormentos complicados, excepto para fugitivos, en cuyo caso seguía
al pie de la letra el Código Negro. La ejecución de los cimarrones en
Le Cap le parecía una pérdida de tiempo y dinero: habría bastado con
ahorcarlos sin tanta alharaca.
Los milicianos y los commandeurs se turnaban en la noche para
vigilar el campamento y las fogatas, que mantenían a raya a los
animales y calmaban a la gente. Nadie estaba tranquilo en la
oscuridad. Los amos dormían en hamacas dentro de una amplia
tienda de lona encerada, con sus baúles y algunos muebles. Eugenia,
antes golosa, ahora tenía apetito de canario, pero se sentaba con
ceremonia a la mesa, porque todavía cumplía con la etiqueta. Esa
noche ocupaba una silla de felpa azul, vestida de raso, con el cabello
sucio sujeto en un moño, sorbiendo limonada con ron. Frente a ella,
su marido sin jubón, con la camisa abierta, barba incipiente y los ojos
enrojecidos, bebía el licor directamente de la botella. La mujer apenas
podía contener las náuseas ante los platos: cordero cocinado con
picante y especias para disimular el mal olor del segundo día de viaje,
frijoles, arroz, tortas saladas de maíz y fruta en almíbar. Tété la
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
abanicaba sin poder evitar la lástima. Se había encariñado con doña
Eugenia, como ésta prefería ser llamada. El ama no le pegaba y le
confiaba sus cuitas, aunque al comienzo no le entendía, porque le
hablaba en español. Le contaba cómo su marido la cortejó en Cuba
con galanterías y regalos, pero después, en Saint-Domingue, mostró
su verdadero carácter: estaba corrompido por el mal clima y la magia
de los negros, como todos los colonos de las Antillas. Ella, en cambio,
era de la mejor sociedad de Madrid, de familia noble y católica. Tété
no sospechaba cómo sería su ama en España o en Cuba, pero notaba
que se iba deteriorando a ojos vista. Cuando la conoció, Eugenia era
una joven robusta dispuesta a adaptarse a su vida de recién casada,
pero en pocos meses enfermó del alma. Se asustaba por todo y
lloraba por nada.
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
Zarité
E
n la tienda los amos cenaban como en el comedor de la casa
grande. Un esclavo barría bichos del suelo y espantaba
mosquitos, mientras otros dos se mantenían de pie detrás de las
sillas de los amos, descalzos, con la librea chorreada y apestosas
pelucas blancas, listos para servirlos. El amo tragaba distraído, casi
sin mascar, mientras doña Eugenia escupía los bocados enteros en su
servilleta, porque todo le sabía a azufre. Su marido le repetía que
comiera tranquila, porque la rebelión había sido aplastada antes de
comenzar y los cabecillas estaban encerrados en Le Cap con más
hierros encima de los que podían levantar, pero ella temía que
rompieran las cadenas, como el brujo Macandal. Fue mala idea del
amo contarle de Macandal, pues acabó de espantarla. Doña Eugenia
había oído hablar de la quema de herejes que antes se practicaba en
su país y no deseaba presenciar semejante horror. Esa noche se
quejó de que un torniquete le apretaba la cabeza, ya no podía más,
quería ir a Cuba a ver a su hermano, podía ir sola, el viaje era corto.
Quise secarle la frente con un pañuelo, pero me apartó. El amo le
contestó que ni lo pensara, que era muy peligroso y no sería
apropiado que llegara sola a Cuba. «¡Que no se hable más de esto!»,
exclamó enojado, poniéndose de pie antes de que el esclavo
alcanzara a retirarle la silla y salió a dar las últimas instrucciones al
jefe de capataces. Ella me hizo una seña, cogí su plato y me lo llevé a
un rincón, tapado con un trapo, para comerme las sobras más tarde,
y enseguida la preparé para la noche. Ya no usaba el corsé, las
medias y las enaguas que llenaban sus baúles de novia, en la
plantación andaba con batas livianas, pero siempre se arreglaba para
cenar. La desnudé, le traje la bacinilla, la lavé con un trapo mojado, le
eché polvos de alcanfor para los mosquitos, le puse leche en la cara y
las manos, le quité las horquillas del peinado y le cepillé el cabello
castaño cien veces, mientras ella se dejaba hacer con la mirada
perdida. Estaba transparente. El amo decía que era muy bella, pero a
mí sus ojos verdes y sus colmillos en punta no me parecían humanos.
Cuando terminé de asearla, se hincó en su reclinatorio y rezó en voz
alta un rosario completo, coreado por mí, como era mi obligación.
Había aprendido las oraciones, aunque no entendía su significado.
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
Para entonces sabía varias palabras en español y podía obedecerle,
porque no daba órdenes en francés o créole. No le correspondía a ella
hacer el esfuerzo de comunicarse, sino a nosotros. Así decía. Las
cuentas de nácar pasaban entre sus dedos blancos mientras yo
calculaba cuánto me faltaba para comer y echarme a dormir. Por fin
besó la cruz del rosario y lo guardó en una bolsa de cuero, plana y
alargada como un sobre, que solía colgarse al cuello. Era su
protección, como la mía era mi muñeca Erzuli. Le serví una copa de
oporto para ayudarla a dormir, que bebió con una mueca de asco, la
ayudé a tenderse en la hamaca, la cubrí con el mosquitero y empecé
a mecerla, rogando que se durmiera pronto sin distraerse con el
aletear de los murciélagos, los pasitos sigilosos de los animales y las
voces que a esa hora la acosaban. No eran voces humanas, así me lo
había explicado; provenían de las sombras, la jungla, el subsuelo, el
infierno, África, no hablaban con palabras, sino con aullidos y risas
destempladas. «Son los espectros que invocan los negros», lloraba,
aterrada. «Chis, doña Eugenia, cierre los ojos, rece…» Yo estaba tan
asustada como ella, aunque nunca había oído las voces ni había visto
a los espectros. «Naciste aquí, Zarité, por eso tienes oídos sordos y
ojos ciegos. Si vinieras de Guinea sabrías que hay espectros por todas
partes», me aseguraba Tante Rose, la curandera de Saint-Lazare. A
ella la nombraron mi madrina cuando llegué a la plantación, tuvo que
enseñarme todo y vigilar para que no me escapara. «No se te ocurra
intentarlo, Zarité, te perderías en los cañaverales y las montañas
están más lejos que la luna.»
Doña Eugenia se durmió y me arrastré a mi rincón, donde no
llegaba la luz temblorosa de las lámparas de aceite, busqué el plato a
tientas, recogí un poco del guiso de cordero con los dedos y noté que
las hormigas se me habían adelantado, pero me gusta su sabor
picante. Iba por el segundo bocado cuando entraron el amo y un
esclavo, dos sombras largas en la tela de la tienda y el intenso olor a
cuero, tabaco y caballo de los hombres. Cubrí el plato y esperé sin
respirar, haciendo fuerza con el corazón para que no se fijaran en mí.
«Virgen María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores»,
murmuró el ama en sueños y agregó con un grito «¡puta del diablo!».
Volé a mecer la hamaca antes de que despertara.
El amo se sentó en su silla y el esclavo le quitó las botas; después
lo ayudó a desprenderse de los pantalones y el resto de la ropa, hasta
que quedó sólo con la camisa, que le llegaba a las caderas y dejaba a
la vista su sexo, rosado y flácido, como una tripa de puerco, en un
nido de pelos pajizos. El esclavo le sostuvo la bacinilla para orinar,
esperó a que lo despidiera, apagó las lámparas de aceite, pero dejó
las velas, y se retiró. Doña Eugenia volvió a agitarse y esta vez
despertó con los ojos despavoridos, pero yo ya le había servido otra
copa de oporto. Seguí meciéndola y pronto se durmió de nuevo. El
amo se acercó con una vela y alumbró a su esposa; no sé lo que
buscaba, tal vez a la muchacha que lo había seducido un año antes.
Hizo ademán de tocarla, pero lo pensó mejor y se limitó a observarla
con una expresión extraña.
—Mi pobre Eugenia. Pasa la noche atormentada por pesadillas y
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
el día atormentada por la realidad —murmuró.
—Sí, amo.
—No comprendes nada de lo que digo, ¿verdad, Tété?
—No, amo.
—Mejor así. ¿Cuántos años tienes?
—No sé, amo. Diez, más o menos.
—Entonces aún te falta para hacerte mujer, ¿no?
—Puede ser, amo.
Su mirada me recorrió de arriba abajo. Se llevó una mano al
miembro y lo sostuvo, como pesándolo. Retrocedí con la cara
ardiendo. De la vela cayó una gota de cera sobre su mano y lanzó
una maldición, enseguida me ordenó ir a dormir con un ojo abierto
para velar por el ama. Se tendió en su hamaca, mientras yo me
escurría como un lagarto a mi rincón. Esperé que el amo se durmiera
y comí con cuidado, sin el menor ruido. Afuera empezó a llover. Así lo
recuerdo.
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La isla bajo el mar
El baile del intendente
L
os extenuados viajeros de Saint-Lazare llegaron a Le Cap el día
anterior a la ejecución de los cimarrones, cuando la ciudad
palpitaba de expectación y se había juntado tanta gente, que el aire
hedía a muchedumbre y estiércol de caballos. No había dónde
alojarse. Valmorain había enviado a un adelantado al galope para
reservar un barracón para su gente, pero llegó tarde y sólo pudo
alquilar espacio en el vientre de una goleta anclada frente al puerto.
No resultó fácil subir a los esclavos a los botes y de allí al barco,
porque se tiraron al suelo chillando de pavor, convencidos de que se
repetiría el viaje macabro que los había traído de África. Prosper
Cambray y los commandeurs los arrearon a la fuerza y los
encadenaron en la cala para evitar que se lanzaran al mar. Los
hoteles para blancos estaban llenos, habían llegado con un día de
atraso y los amos no tenían habitación. Valmorain no podía llevar a
Eugenia a una pensión de affranchis. Si hubiera estado solo no habría
dudado en acudir a Violette Boisier, quien le debía algunos favores.
Ya no eran amantes, pero su amistad se había fortalecido con la
decoración de la casa en Saint-Lazare y un par de donaciones que él
le había hecho para ayudarla a salir de sus deudas. Violette se
divertía comprando a crédito sin calcular los gastos, hasta que las
reprimendas de Loula y Étienne Relais la habían obligado a vivir con
más prudencia.
Esa noche el intendente ofrecía una cena a lo más selecto de la
sociedad civil, mientras a pocas cuadras el gobernador recibía a la
plana mayor del ejército para celebrar por anticipado el fin de los
cimarrones. En vista de las apremiantes circunstancias, Valmorain se
presentó en la mansión del intendente a pedir albergue. Faltaban tres
horas para la recepción y reinaba el ánimo apresurado que precede a
un huracán: los esclavos corrían con botellas de licor, jarrones de
flores, muebles de última hora, lámparas y candelabros, mientras los
músicos, todos mulatos, instalaban sus instrumentos bajo las órdenes
de un director francés, y el mayordomo, lista en mano, contaba los
cubiertos de oro para la mesa. La infeliz Eugenia llegó medio
desmayada en su litera, seguida por Tété con un frasco de sales y
una bacinilla. Una vez que el intendente se repuso de la sorpresa de
verlos tan temprano ante su puerta, les dio la bienvenida, aunque
apenas los conocía, ablandado por el prestigioso nombre de
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
Valmorain y el lamentable estado de su mujer. El hombre había
envejecido prematuramente, debía de tener cincuenta y tantos años,
pero mal llevados. La panza le impedía verse los pies, caminaba con
las piernas tiesas y separadas, los brazos le quedaban cortos para
abrocharse la chaquetilla, resoplaba como un fuelle y su aristocrático
perfil estaba perdido entre cachetes colorados y una nariz bulbosa de
buen vividor, pero su esposa había cambiado poco. Estaba lista para
la recepción, ataviada a la última moda de París, con una peluca
adornada de mariposas y un vestido lleno de lazos y cascadas de
encajes, en cuyo escote profundo se insinuaban sus pechos de niña.
Seguía siendo el mismo gorrión insignificante que era a los diecinueve
años, cuando asistió en un palco de honor a la quema de Macandal.
Desde entonces había presenciado suficientes tormentos como para
alimentar de pesadillas el resto de sus noches. Arrastrando el peso
del vestido guió a sus huéspedes al segundo piso, instaló a Eugenia
en una habitación y ordenó que le prepararan un baño, pero su
huésped sólo deseaba descansar.
Un par de horas más tarde comenzaron a llegar los invitados y
pronto la mansión se animó de música y voces, que a Eugenia,
tendida en la cama, le llegaban en sordina. Las náuseas le impedían
moverse, mientras Tété le aplicaba compresas de agua fría en la
frente y la abanicaba. Sobre un sofá la esperaban su complicado
atavío de brocado, que una esclava de la casa había planchado, sus
medias de seda blanca y sus escarpines de tafetán negro con tacones
altos. En el primer piso las damas bebían champán de pie, porque la
amplitud de las faldas y la estrechez del corpiño les dificultaba
sentarse, y los caballeros comentaban el espectáculo del día
siguiente en tono mesurado, ya que no era de buen gusto excitarse
en demasía con el suplicio de unos negros sublevados. Al poco rato
los músicos interrumpieron la conversación con un llamado de
corneta y el intendente hizo un brindis por el retorno de la normalidad
a la colonia. Todos levantaron las copas y Valmorain bebió de la suya
preguntándose qué diablos significaba normalidad: blancos y negros,
libres y esclavos, todos vivían enfermos de miedo.
El mayordomo, con un teatral uniforme de almirante, golpeó tres
veces el suelo con un bastón de oro para anunciar la cena con la
pompa debida. A los veinticinco años ese hombre era demasiado
joven para un puesto de tanta responsabilidad y lucimiento. Tampoco
era francés, como cabía esperar, sino un hermoso esclavo africano de
dientes perfectos, a quien algunas damas ya le habían guiñado el ojo.
Y cómo no iban a fijarse en él… Medía casi dos metros y se conducía
con más donaire y autoridad que el más encumbrado de los invitados.
Después del brindis la concurrencia se deslizó hacia el fastuoso
comedor, iluminado por cientos de bujías. Afuera la noche había
refrescado, pero adentro el calor iba en aumento. Valmorain,
atosigado por el olor pegajoso de sudor y perfumes, vio las largas
mesas, refulgentes de oro y plata, cristalería de Baccarat y porcelana
de Sèvres, a los esclavos de librea, uno detrás de cada silla y otros
alineados contra las paredes para escanciar vino, pasar las fuentes y
llevarse los platos, y calculó que sería una noche muy larga; la
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
excesiva etiqueta le producía tanta impaciencia como la conversación
banal. Tal vez era cierto que se estaba convirtiendo en un caníbal,
como lo acusaba su mujer. Los invitados tardaban en acomodarse en
medio de un barullo de sillas arrastradas, crujir de sedas,
conversación y música. Por fin entró una doble hilera de sirvientes
con el primero de los quince platos anunciados en el menú con letras
de oro: minúsculas codornices rellenas con ciruelas y presentadas
entre las llamas azules de coñac ardiente. Valmorain no había
terminado de escarbar entre los huesitos de su pájaro cuando se le
acercó el admirable mayordomo y le susurró que su esposa se
encontraba indispuesta. Lo mismo le anunció en ese instante otro
criado a la anfitriona, quien le hizo una seña desde el lado opuesto de
la mesa. Ambos se levantaron sin llamar la atención en el cotilleo de
voces y el bullicio de cubiertos contra la porcelana, y subieron al
segundo piso.
Eugenia estaba verde y la habitación hedía a vómito y
excremento. La mujer del intendente sugirió que la atendiera el
doctor Parmentier, quien por fortuna se encontraba en el comedor, y
de inmediato el esclavo de guardia ante la puerta partió a buscarlo. El
médico, de unos cuarenta años, pequeño, delgado, con facciones casi
femeninas, era el hombre de confianza de los grands blancs de Le
Cap por su discreción y sus aciertos profesionales, aunque sus
métodos no eran los más ortodoxos: prefería utilizar el herbario de los
pobres en vez de purgantes, sangrías, enemas, cataplasmas y
remedios de fantasía de la medicina europea. Parmentier había
logrado desacreditar al elixir de lagarto con polvos de oro, que tenía
reputación de curar la fiebre amarilla de los ricos solamente, ya que
los demás no lo podían costear. Pudo probar que ese brebaje era tan
tóxico, que si el paciente sobrevivía al mal de Siam, moría
envenenado. No se hizo de rogar para subir a ver a madame
Valmorain; al menos podría respirar un par de bocanadas de aire
menos denso que el del comedor. La encontró exangüe entre los
almohadones del lecho y procedió a examinarla, mientras Tété
retiraba las jofainas y los trapos que había usado para limpiarla.
—Hemos viajado tres días para la función de mañana y mire el
estado en que está mi esposa —comentó Valmorain desde el umbral,
con un pañuelo en la nariz.
—Madame no podrá asistir a la ejecución, deberá guardar reposo
por una o dos semanas —anunció Parmentier.
—¿Otra vez sus nervios? —preguntó el marido, irritado.
—Necesita descansar para evitar complicaciones. Está encinta —
dijo el doctor, cubriendo a Eugenia con la sábana.
—¡Un hijo! —exclamó Valmorain, adelantándose para acariciar las
manos inertes de su mujer—. Nos quedaremos aquí todo el tiempo
que usted disponga, doctor. Alquilaré una casa para no imponer
nuestra presencia al señor intendente y su gentil esposa.
Al oírlo, Eugenia abrió los ojos y se incorporó con inesperada
energía.
—¡Nos iremos ahora mismo! —chilló.
—Imposible, ma chérie, usted no puede viajar en estas
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
condiciones. Después de la ejecución, Cambray se llevará a los
esclavos a Saint-Lazare y yo me quedaré aquí para cuidarla.
—¡Tété, ayúdame a vestirme! —gritó, echando a un lado la
sábana.
Toulouse trató de sujetarla, pero ella le dio un empujón y con los
ojos en llamas le exigió que huyeran de inmediato, porque los
ejércitos de Macandal ya estaban en marcha para rescatar a los
cimarrones del calabozo y vengarse de los blancos. Su marido le rogó
que bajara la voz para que no la oyeran en el resto de la casa, pero
siguió aullando. El intendente acudió a averiguar qué sucedía y
encontró a su huésped casi desnuda luchando con su marido. El
doctor Parmentier sacó de su maletín un frasco y entre los tres
hombres la obligaron a tragar una dosis de láudano capaz de dormir a
un bucanero. Diecisiete horas más tarde el olor a chamusquina que
entraba por la ventana despertó a Eugenia Valmorain. Su ropa y la
cama estaban ensangrentadas; así terminó la ilusión del primer hijo. Y
así se libró Tété de presenciar la ejecución de los condenados, que
perecieron en la hoguera, como Macandal.
51
Isabel Allende
La isla bajo el mar
La loca de la plantación
S
iete años más tarde, en el agosto ardiente y vapuleado por
huracanes de 1787, Eugenia Valmorain dio a luz a su primer hijo
vivo, después de varios embarazos frustrados que le costaron la
salud. Ese hijo tan deseado le llegó cuando ya no podía quererlo. Para
entonces era un manojo de nervios y caía en estados lunáticos en los
que vagaba por otros mundos durante días, semanas a veces. En
esos períodos de desvarío la sedaban con tintura de opio y el resto
del tiempo la calmaban con las infusiones de plantas de Tante Rose,
la sabia curandera de Saint-Lazare, que trocaban la angustia de
Eugenia en perplejidad, más soportable para quienes debían convivir
con ella. Al principio Valmorain se burlaba de las «hierbas de negros»,
pero había cambiado de opinión al comprobar el respeto del doctor
Parmentier por Tante Rose. El médico acudía a la plantación cuando
su trabajo se lo permitía, a pesar del descalabro que producía la
cabalgata en su frágil organismo, con el pretexto de examinar a
Eugenia, pero en realidad iba a estudiar los métodos de Tante Rose.
Después los probaba en su hospital, anotando con fastidiosa precisión
los resultados, porque pensaba escribir un tratado de remedios
naturales de las Antillas, limitado a la botánica, ya que sus colegas
jamás tomarían en serio la magia, que a él lo intrigaba tanto como las
plantas. Una vez que Tante Rose se acostumbró a la curiosidad de
ese blanco, solía permitirle que la acompañara a buscar ingredientes
al bosque. Valmorain les facilitaba mulas y dos pistolas, que
Parmentier llevaba cruzadas al cinto, aunque no sabía usarlas. La
curandera no dejaba que los acompañara un commandeur armado,
porque según ella era la mejor manera de atraer a los bandidos. Si
Tante Rose no hallaba lo necesario en sus excursiones y no tenía
oportunidad de ir a Le Cap, se lo encargaba al médico; así él llegó a
conocer al dedillo las mil tiendas de hierbas y de magia del puerto,
que abastecían a la gente de todos colores. Parmentier pasaba horas
conversando con los «doctores de hojas» en los puestos de la calle y
los sucuchos escondidos en trastiendas, donde vendían las medicinas
de la naturaleza, pociones de encantamiento, fetiches vudú y
cristianos, drogas y venenos, artículos de buena suerte y otros para
maldecir, polvo de alas de ángel y de cuerno de demonio. Había visto
a Tante Rose curar heridas que él habría resuelto amputando,
efectuar limpiamente amputaciones que a él se le habrían
52
Isabel Allende
La isla bajo el mar
gangrenado, y tratar con éxito las fiebres y el flujo o disentería, que
solían causar estragos entre los soldados franceses hacinados en los
cuarteles. «Que no tomen agua. Deles mucho café aguado y sopa de
arroz», le enseñó Tante Rose. Parmentier dedujo que todo era
cuestión de hervir el agua, pero se dio cuenta de que sin la infusión
de hierbas de la curandera no había recuperación. Los negros se
defendían mejor contra esos males, pero los blancos caían fulminados
y si no perecían en pocos días, quedaban turulatos durante meses.
Sin embargo, para las alteraciones mentales tan profundas como la
de Eugenia los doctores negros no poseían más recursos que los
europeos. Las velas benditas, los sahumerios de salvia y las friegas
con grasa de culebra resultaban tan inútiles como las soluciones de
mercurio y los baños de agua helada que recomendaban los textos de
medicina. En el asilo de orates de Charenton, donde Parmentier había
hecho una breve práctica en su juventud, no existía tratamiento para
los desquiciados.
A los veintisiete años Eugenia había perdido la belleza que
enamoró a Toulouse Valmorain en aquel baile del consulado en Cuba,
estaba consumida por obsesiones y debilitada por el clima y los
abortos espontáneos. Su deterioro comenzó a manifestarse al poco
tiempo de llegar a la plantación y se acentuó con cada embarazo que
no llegó a buen término. Le tomó horror a los insectos, cuya variedad
era infinita en Saint-Domingue, usaba guantes, sombrero de ala
ancha con un tupido velo hasta el suelo y camisas de mangas largas.
Dos niños esclavos se turnaban para abanicarla y aplastar cualquier
bicho que apareciera en su proximidad. Un escarabajo podía
provocarle una crisis. La manía llegó a ser tan extrema, que rara vez
salía de la casa, especialmente al atardecer, la hora de los mosquitos.
Pasaba ensimismada y sufría momentos de terror o de exaltación
religiosa, seguidos por otros de impaciencia en que golpeaba a
cualquiera a su alcance, pero nunca a Tété. Dependía de la muchacha
para todo, aun los menesteres más íntimos, era su confidente, la
única que permanecía a su lado cuando la atormentaban los
demonios. Tété cumplía sus deseos antes de que fueran formulados,
estaba siempre alerta para pasarle el vaso de limonada apenas la sed
se manifestaba, coger en el aire el plato que lanzaba al suelo,
acomodarle las horquillas que le clavaban la cabeza, secarle el sudor
o sentarla en la bacinilla. Eugenia no notaba la presencia de su
esclava, sólo su ausencia. En sus ataques de espanto, cuando gritaba
hasta quedar sin voz, Tété se encerraba con ella a cantarle o rezar
hasta que se le disipaba la pataleta y se desmoronaba en un sueño
profundo, del que emergía sin recuerdos. En sus largos períodos de
melancolía la niña se introducía en su lecho para acariciarla como un
amante hasta que se agotaba de llorar. «¡Qué vida tan penosa la de
doña Eugenia! Es más esclava que yo, porque no puede escapar a sus
terrores», le comentó una vez Tété a Tante Rose. La curandera
conocía de sobra sus sueños de libertad, porque le había tocado
sujetarla varias veces, pero desde hacía un par de años, la muchacha
parecía resignada a su destino y no había vuelto a mencionar la idea
de fugarse.
53
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Tété fue la primera en darse cuenta de que las crisis de su ama
coincidían con el llamado de los tambores en las noches de calenda,
cuando los esclavos se reunían a bailar. Esas calendas solían
convertirse en ceremonias vudú, que estaban prohibidas, pero
Cambray y los commandeurs no intentaban impedirlas por temor a
los poderes sobrenaturales de la mambo, Tante Rose. A Eugenia los
tambores le anunciaba espectros, brujerías y maldiciones, todas sus
desgracias eran culpa del vudú. En vano el doctor Parmentier le había
explicado que el vudú nada tenía de espeluznante, era un conjunto de
creencias y rituales como cualquier religión, incluso la católica, y muy
necesario, porque le daba sentido a la miserable existencia de los
esclavos. «¡Hereje! Francés tenía que ser para comparar la santa fe
de Cristo con las supersticiones de estos salvajes», clamaba Eugenia.
Para Valmorain, racionalista y ateo, los trances de los negros estaban
en la misma categoría que los rosarios de su mujer y en principio no
se oponía a ninguno de los dos. Toleraba con igual ecuanimidad las
ceremonias vudú y las misas de los frailes que solían dejarse caer en
la plantación atraídos por el ron fino de su destilería. Los africanos
recibían el bautismo en masa apenas los desembarcaban en el
puerto, como exigía el Código Negro, pero su contacto con el
cristianismo no pasaba de eso y de aquellas misas a la carrera de los
frailes trashumantes. Si el vudú los consolaba, no había razón para
impedirlo, opinaba Toulouse Valmorain.
En vista del deterioro inexorable de Eugenia, su marido quiso
llevársela a Cuba, a ver si el cambio de ambiente la aliviaba, pero su
cuñado Sancho le explicó por carta que el buen nombre de los
Valmorain y los García del Solar estaba en juego. Discreción antes
que nada. Sería muy inconveniente para los negocios de ambos que
se comentara la chifladura de su hermana. De paso manifestó cuán
abochornado se sentía por haberle dado en matrimonio a una mujer
deschavetada. En verdad no lo sospechaba, porque en el convento su
hermana nunca presentó síntomas perturbadores y cuando se la
mandaron parecía normal, aunque bastante corta de luces. No se
acordó de los antecedentes familiares. Cómo iba a imaginar que la
melancolía religiosa de la abuela y la histeria delirante de la madre
fueran hereditarias. Toulouse Valmorain no hizo caso de la
advertencia de su cuñado, se llevó a la enferma a La Habana y la dejó
al cuidado de las monjas durante ocho meses. En ese tiempo Eugenia
nunca mencionó a su marido, pero solía preguntar por Tété, que se
había quedado en Saint-Lazare. En la paz y el silencio del convento se
tranquilizó y cuando su marido la fue a buscar la encontró más sana y
contenta. La buena salud le duró poco en Saint-Domingue. Muy
pronto volvió a quedar embarazada, se repitió el drama de perder el
niño y nuevamente se salvó de morir por la intervención de Tante
Rose.
En las breves temporadas en que Eugenia parecía repuesta de su
trastorno, la gente en la casa grande respiraba aliviada y hasta los
esclavos en los cañaverales, que sólo la vislumbraban de lejos cuando
se asomaba al aire libre envuelta en su mosquitero, sentían la
mejoría. «¿Todavía soy bonita?», le preguntaba a Tété, palpándose el
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
cuerpo que había perdido toda voluptuosidad. «Sí, muy bonita», le
aseguraba la joven, pero le impedía mirarse en el espejo veneciano
del salón antes de que la bañara, le lavara el cabello, le pusiera uno
de sus vestidos finos, aunque pasados de moda, y la maquillara con
carmín en las mejillas y carboncillo en los párpados. «Cierra los
postigos de la casa y enciende hojas de tabaco para los insectos, voy
a cenar con mi marido», le ordenaba Eugenia, más animada. Así
ataviada, vacilante, con ojos desorbitados y manos temblorosas por el
opio, se presentaba al comedor, donde no había puesto los pies en
semanas. Valmorain la recibía con una mezcla de sorpresa y
desconfianza, porque nunca se sabía cómo terminarían esas
esporádicas reconciliaciones. Después de tantos sinsabores
matrimoniales había optado por dejarla de lado, como si ese
fantasma entrapajado no tuviese relación con él, pero cuando
Eugenia aparecía vestida de fiesta en la luz halagadora de los
candelabros, a él le volvía la ilusión por unos instantes. Ya no la
amaba, pero era su esposa y tendrían que permanecer juntos hasta la
muerte. Aquellos chispazos de normalidad solían conducirlos a la
cama, donde él la asaltaba sin preámbulos, con urgencia de marinero.
Esos abrazos no lograban unirlos ni traer de vuelta a Eugenia al
terreno de la razón, pero a veces conducían a otro embarazo y así se
repetía el ciclo de esperanza y frustración. En junio de ese año se
supo que estaba encinta de nuevo y nadie, mucho menos ella, se
animó a celebrar la noticia. Por coincidencia, hubo una calenda la
misma noche que Tante Rose le confirmó su estado y ella creyó que
los tambores le anunciaban la gestación de un monstruo. La criatura
en su vientre estaba maldita por el vudú, era un niño zombi, un
muerto vivo. No hubo forma de calmarla y su alucinación llegó a ser
tan vívida que se la contagió a Tété. «¿Y si fuera cierto?», le preguntó
ésta a Tante Rose, temblando. La curandera le aseguró que jamás
nadie había engendrado un zombi, había que hacerlos con un cadáver
fresco, un procedimiento nada fácil, y propuso conducir una
ceremonia para el mal de la imaginación que sufría el ama. Esperaron
a que Valmorain se ausentara y Tante Rose procedió a revertir la
supuesta magia negra de los tambores con complicados rituales y
encantamientos destinados a transformar al pequeño zombi en un
bebé normal. «¿Cómo sabremos si esto ha dado resultado?»,
preguntó Eugenia al final. Tante Rose le dio a beber una tisana
nauseabunda y le dijo que si orinaba azul todo había salido bien. Al
día siguiente Tété retiró una bacinilla con un líquido azul que
tranquilizó a Eugenia sólo a medias, porque creyó que le habían
puesto algo a la bacinilla. El doctor Parmentier, a quien no le dijeron
ni una palabra sobre la intervención de Tante Rose, ordenó mantener
a Eugenia Valmorain en una larga duermevela hasta que diera a luz.
Para entonces había perdido la esperanza de sanarla, creía que el
ambiente de la isla la estaba matando poco a poco.
55
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Oficiante de ceremonias
L
a drástica medida de mantener a Eugenia dopada dio mejor
resultado de lo que el mismo Parmentier esperaba. En los meses
siguientes se le hinchó el vientre con normalidad, mientras pasaba el
tiempo echada debajo de un mosquitero en un diván de la galería,
dormitando o distraída con el paso de las nubes, desconectada por
completo del prodigio que ocurría en su interior. «Si siempre
estuviera así de tranquila, sería perfecto», le oyó decir Tété al amo.
Se alimentaba de azúcar y de una mazamorra concentrada de gallina
y vegetales molidos en una piedra de mortero, capaz de resucitar a
un muerto, que inventó Tante Mathilde, la cocinera. Tété cumplía sus
tareas en la casa y luego se instalaba en la galería a coser el ajuar del
niño y cantar con su voz ronca los himnos religiosos que le gustaban
a Eugenia. A veces, cuando estaban solas, Prosper Cambray llegaba
de visita con el pretexto de pedir un vaso de limonada, que bebía con
pasmosa lentitud, sentado con una pierna en la baranda, golpeándose
las botas con su látigo enrollado. Los ojos siempre enrojecidos del jefe
de capataces se paseaban por el cuerpo de Tété.
—¿Estás calculando el precio, Cambray? No está en venta —lo
sorprendió una tarde Toulouse Valmorain, apareciendo de súbito en la
galería.
—¿Cómo dice, señor? —contestó el mulato en tono desafiante, sin
cambiar de postura.
Valmorain lo llamó con un gesto y el otro lo siguió de mala gana a
la oficina. Tété no supo lo que hablaron; su amo sólo le comunicó que
no quería a nadie rondando la casa sin su autorización, ni siquiera al
jefe de capataces. La actitud insolente de Cambray no cambió
después de aquella encerrona con el patrón; su única precaución
antes de acercarse a la galería a pedir una bebida y desnudar a Tété
con los ojos era asegurarse de que él no estuviera cerca. Le había
perdido el respeto a Valmorain hacía tiempo, pero no se atrevía a
estirar demasiado la cuerda, porque seguía alimentando la ambición
de que lo nombrara administrador general.
Al llegar diciembre, Valmorain convocó al doctor Parmentier para
que se quedara en la plantación por el tiempo necesario hasta que
Eugenia diera a luz, porque no quería dejar el asunto en manos de
Tante Rose. «Ella sabe más que yo de esta materia», argumentó el
médico, pero aceptó la invitación porque le daría tiempo de
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
descansar, leer y anotar nuevos remedios de la curandera para su
libro. A Tante Rose la consultaban de otras plantaciones y atendía por
igual a esclavos y animales, combatía infecciones, cosía heridas,
aliviaba fiebres y accidentes, ayudaba en partos e intentaba salvar la
vida de los negros castigados. Le permitían ir lejos en busca de sus
plantas y solían llevarla a Le Cap a comprar sus ingredientes, donde
la dejaban con unas monedas y la recogían un par de días más tarde.
Era la mambo, la oficiante de las calendas, a las que acudían negros
de otras plantaciones, y tampoco a eso se oponía Valmorain, a pesar
de que su jefe de capataces le había advertido que terminaban en
orgías sexuales o con docenas de poseídos rodando por el suelo con
los ojos en blanco. «No seas tan severo, Cambray, deja que se
desahoguen, así vuelven más dóciles al trabajo», replicaba el amo de
buen talante. Tante Rose se perdía durante días y cuando ya el jefe
de capataces anunciaba que la mujer había huido con los cimarrones
o cruzado el río hacia el territorio español, regresaba cojeando,
extenuada y con su bolsa llena. Tante Rose y Tété escapaban a la
autoridad de Cambray, porque éste temía que la primera lo
convirtiera en zombi, y la segunda era la esclava personal del ama,
indispensable en la casa grande. «Nadie te vigila. ¿Por qué no te
escapas, madrina?», le preguntó una vez Tété. «¿Cómo correría con
mi pierna mala? ¿Y qué sería de la gente que necesita mis cuidados?
Además, no sirve de nada que yo sea libre y los demás sean
esclavos», le contestó la curandera. Eso no se le había pasado por la
mente a Tété y le quedó rondando como un moscardón. Muchas
veces volvió a hablarlo con su madrina, pero nunca logró aceptar la
idea de que su libertad estaba irremisiblemente ligada a la de todos
los demás esclavos. Si pudiera escapar lo haría sin pensar en los que
quedaban atrás, de eso estaba segura. Después de sus excursiones,
Tante Rose la convocaba a su cabaña y se encerraban a hacer
remedios que requerían materia fresca de la naturaleza, preparación
exacta y ritos adecuados. Hechicería, decía Cambray, eso hacían
aquel par de mujeres, nada que él no pudiera resolver con una buena
azotaina. Pero no se atrevía a tocarlas.
Un día el doctor Parmentier, después de estar las horas más
calientes de la tarde sumido en el sopor de la siesta, fue a visitar a
Tante Rose con el propósito de averiguar si había cura para la
picadura de ciempiés. Como Eugenia estaba tranquila y vigilada por
una cuidadora, le pidió a Tété que lo acompañara. Encontraron a la
curandera sentada en una silla de mimbre frente a la puerta de su
cabaña, destartalada por las últimas tormentas, canturreando en una
lengua africana, mientras separaba las hojas de una rama seca y las
colocaba sobre un trapo, tan concentrada en la tarea que no los vio
hasta que se le pusieron al frente. Hizo ademán de levantarse, pero
Parmentier la detuvo con un gesto. El doctor se secó el sudor de la
frente y el cuello con un pañuelo y la curandera le ofreció agua, que
había en su cabaña. Era más amplia de lo que parecía por fuera, muy
ordenada, cada cosa en un lugar preciso, oscura y fresca. El
mobiliario resultaba espléndido comparado con el de otros esclavos:
una mesa de tablas, un desconchado armario holandés, un baúl de
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
latón oxidado, varias cajas que Valmorain le había facilitado para
guardar sus remedios y una colección de ollitas de barro destinadas a
sus cocimientos. Un montón de hojas secas y paja, cubierto con un
trapo a cuadros y una delgada manta, servía de cama. Del techo de
palma colgaban ramas, manojos de hierbas, reptiles disecados,
plumas, collares de cuentas, semillas, conchas y otras cosas
necesarias para su ciencia. El doctor bebió dos sorbos de una
calabaza, esperó un par de minutos hasta recuperar el aliento y
cuando se sintió más aliviado se acercó a observar el altar, donde
había ofrendas de flores de papel, trozos de camote, un dedal con
agua y tabaco para los loas. Sabía que la cruz no era cristiana,
representaba las encrucijadas, pero no le cupo duda de que la
estatua de yeso pintado era de la Virgen María. Tété le explicó que
ella misma se la había dado a su madrina, era un regalo del ama.
«Pero yo prefiero a Erzuli y mi madrina también», agregó. El médico
hizo ademán de coger el sagrado asson del vudú, una calabaza
pintada de símbolos, montada en un palo, decorada con cuentas y
rellena con huesitos de un difunto recién nacido, pero se contuvo a
tiempo. Nadie debía tocarlo sin permiso de su dueño. «Esto confirma
lo que he oído: Tante Rose es una sacerdotisa, una mambo»,
comentó. El asson estaba usualmente en poder del hungan, pero en
Saint-Lazare no había un hungan y era Tante Rose quien conducía las
ceremonias. El médico bebió más agua, mojó su pañuelo y se lo
amarró al cuello antes de asomarse otra vez al calor. Tante Rose no
levantó la vista de su meticulosa labor y tampoco les ofreció asiento,
porque sólo contaba con una silla. Resultaba difícil calcular su edad,
tenía el rostro joven, pero el cuerpo maltrecho. Sus brazos eran
delgados y fuertes, los pechos colgaban como papayas bajo la
camisa, tenía la piel muy oscura, la nariz recta y ancha en la base, los
labios bien delineados y la mirada intensa. Se cubría la cabeza con un
pañuelo, bajo el cual se adivinaba la masa abundante del cabello, que
nunca se había cortado y llevaba dividido en rulos ásperos y
apretados, como sogas de sisal. Una carreta le había pasado por
encima de una pierna a los catorce años partiéndole varios huesos
que soldaron mal, por eso caminaba con esfuerzo, apoyada en el
bastón que un esclavo agradecido talló para ella. La mujer
consideraba que el accidente había sido un golpe de suerte, porque la
libró de los cañaverales. Cualquier otra esclava lisiada habría
terminado revolviendo melaza hirviente o lavando ropa en el río, pero
ella fue la excepción, porque desde muy joven los loas la
distinguieron como mambo. Parmentier nunca la había visto en una
ceremonia, pero podía imaginarla en trance, transformada. En el vudú
todos eran oficiantes y podían experimentar a la divinidad al ser
montados por los loas, el papel del hungan o la mambo consistía sólo
en preparar el hounfort para la ceremonia. Valmorain le había
manifestado sus dudas a Parmentier de que Tante Rose fuera una
charlatana que se valía de la ignorancia de sus pacientes. «Lo
importante son los resultados. Ella acierta más con sus métodos que
yo con los míos», le respondió el médico.
Desde los campos les llegaban las voces de los esclavos cortando
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
caña, todos al mismo compás. El trabajo empezaba antes del
amanecer, porque debían buscar forraje para los animales y leña para
las hogueras, después laboraban de sol a sol, con una pausa de dos
horas al mediodía, cuando el cielo se ponía blanco y la tierra sudaba.
Cambray había pretendido eliminar ese descanso, estipulado por el
Código Negro y rechazado por la mayoría de los plantadores, pero
Valmorain lo consideraba necesario. También les daba un día de
descanso a la semana para que cultivaran sus vegetales y algo de
comida, nunca lo suficiente, pero más que en algunas plantaciones,
donde se partía de la base que los esclavos debían sobrevivir con los
cultivos de sus huertos. Tété había oído comentar una reforma del
Código Negro: tres días feriados a la semana y abolición del látigo,
pero también había oído que ningún colono acataría esa ley, en el
caso hipotético de que el Rey la aprobara. ¿Quién iba a trabajar para
otro sin látigo? El doctor no entendía las palabras de la canción de los
trabajadores. Llevaba muchos años en la isla y se le había
acostumbrado el oído al créole de la ciudad, una derivación del
francés, entrecortado y con ritmo africano, pero el créole de las
plantaciones le resultaba incomprensible, porque los esclavos lo
habían convertido en una lengua en clave para excluir a los blancos;
por eso necesitaba a Tété de traductora. Se inclinó para examinar
una de las hojas que Tante Rose estaba separando. «¿Para qué
sirven?», le preguntó. Ella le explicó que el koulant es para los
tambores del pecho, los ruidos de cabeza, el cansancio del atardecer
y la desesperación. «¿A mí me serviría? Me falla el corazón», dijo él.
«Sí le serviría, porque el koulant también quita los pedos», replicó ella
y los tres se echaron a reír. En ese momento oyeron el galope de un
caballo que se aproximaba. Era uno de los commandeurs que venía
en busca de Tante Rose porque había ocurrido un accidente en el
trapiche. «¡Séraphine metió la mano donde no debía!», gritó desde la
montura y partió de inmediato, sin ofrecerse para llevar a la
curandera. Ella envolvió delicadamente las hojas con el trapo y las
puso en su cabaña, cogió su bolsa, que siempre tenía preparada, y
echó a andar lo más deprisa posible, seguida por Tété y el médico.
Por el camino adelantaron a varias carretas que avanzaban al
paso lento de los bueyes, cargadas hasta el tope con un cerro de
caña recién cortada, que no podía esperar más de un par de días para
ser procesada. Al aproximarse a los toscos edificios de madera del
molino, el denso olor de la melaza se les pegó en la piel. A ambos
lados del sendero los esclavos trabajaban con cuchillos y machetes
vigilados por los commandeurs. A la menor muestra de debilidad de
sus capataces, Cambray los mandaba de vuelta a cortar caña y los
reemplazaba por otros. Para reforzar a sus esclavos, Valmorain había
alquilado dos cuadrillas de su vecino Lacroix, y como a Cambray no le
importaba cuánto duraran, su suerte era peor. Varios niños recorrían
las filas repartiendo agua con baldes y un cucharón. Muchos negros
estaban en los huesos, los hombres sin más ropa que un calzón de
osnaburgo y un sombrero de paja, las mujeres con una camisa larga y
un pañuelo en la cabeza. Las madres cortaban caña dobladas por la
cintura con sus niños a la espalda. Les daban los minutos contados
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
para amamantarlos en los primeros dos meses y después debían
dejarlos en un galpón, a cargo de una vieja y de los chiquillos
mayores, que los cuidaban como podían. Muchos morían de tétanos,
paralizados, con la mandíbula trabada, otro de los misterios de la isla,
porque los blancos no padecían ese mal. Los amos no sospechaban
que se puede provocar esos síntomas sin dejar huella clavando una
aguja en el punto blando del cráneo, antes de que suelden los
huesos, así el niño se iba contento a la isla bajo el mar sin sufrir la
esclavitud. Era raro ver negros con el pelo gris como Tante Mathilde,
la cocinera de Saint-Lazare, quien nunca había trabajado en los
campos. Cuando Violette Boisier la adquirió para Valmorain ya
contaba con sus años, pero en su caso no importaba la edad, sólo la
experiencia, y ella había servido en la cocina de uno de los affranchis
más ricos de Le Cap, un mulato educado en Francia que controlaba la
exportación de índigo.
En el molino encontraron a una joven tirada en el suelo en medio
de una nube de moscas y el estrépito de las máquinas movidas por
mulas. El proceso era delicado y se confiaba a los esclavos más
hábiles, que debían determinar exactamente cuánta cal usar y cuánto
hervir el jarabe para obtener azúcar de calidad. En el molino sucedían
los peores accidentes y en esa ocasión la víctima, Séraphine, estaba
tan ensangrentada, que Parmentier creyó que algo le había estallado
en el pecho, pero luego vio que la sangre manaba del muñón en un
brazo, que ella apretaba sobre su vientre redondo. De un rápido gesto
Tante Rose se quitó el trapo de la cabeza y se lo amarró por encima
del codo, murmurando una invocación. La cabeza de Séraphine cayó
sobre las rodillas del doctor y Tante Rose se movió para acomodarla
en su propio regazo, le abrió la boca y le vertió un chorro oscuro de
un frasco de su bolsa. «Es sólo melaza, para reanimarla», dijo,
aunque él no había preguntado. Un esclavo explicó que la joven
estaba empujando caña en la trituradora, se distrajo por un momento
y las paletas dentadas le atraparon la mano. Sus gritos lo alertaron y
alcanzó a detener las mulas antes de que la succión de la máquina le
llevara el brazo hasta el hombro. Para liberarla debió cortarle la mano
con el hacha que se mantenía colgada de un garfio para ese fin. «Hay
que detener la sangre. Si no se infecta, vivirá», dictaminó el doctor y
mandó al esclavo que fuera a la casa grande a buscar su maletín. El
hombre vaciló porque sólo recibía órdenes de los commandeurs, pero
a una palabra de Tante Rose salió corriendo. Séraphine había abierto
un poco los ojos y decía algo entre dientes que el doctor apenas pudo
captar. Tante Rose se inclinó para oírla. «No puedo, p'tite, el blanco
está aquí, no puedo», le contestó en un susurro. Dos esclavos
levantaron a Séraphine y se la llevaron a una barraca de tablas,
donde la tendieron sobre un mesón de madera bruta. Tété espantó a
las gallinas y a un cerdo, que husmeaba entre la basura del suelo,
mientras los hombres sujetaban a Séraphine y la curandera la lavaba
con agua de un balde. «No puedo, p'tite, no puedo», le repetía cada
tanto en el oído. Otro hombre trajo unas brasas ardientes del molino.
Por suerte Séraphine había perdido el conocimiento cuando Tante
Rose procedió a cauterizar el muñón. El doctor notó que estaba
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
preñada de unos seis o siete meses y pensó que con la pérdida de
sangre seguramente abortaría.
En eso apareció en el umbral del galpón la figura de un jinete; uno
de los esclavos corrió a tomar las bridas y el hombre saltó al suelo.
Era Prosper Cambray, con una pistola al cinto y su látigo en la mano,
vestido con pantalón oscuro y camisa de tela ordinaria, pero con
botas de cuero y un sombrero americano de buena factura, idéntico
al de Valmorain. Cegado por la luz de afuera, no reconoció al doctor
Parmentier. «¿Qué escándalo es éste?», preguntó con su voz suave,
que resultaba tan amenazante, golpeándose las botas con el látigo,
como siempre hacía. Todos se apartaron para que viera por sí mismo,
entonces distinguió al doctor y le cambió el tono.
—No se moleste con esta tontería, doctor. Tante Rose se ocupará
de todo. Permítame acompañarlo a la casa grande. ¿Dónde está su
caballo? —le preguntó con amabilidad.
—Lleven a esta joven a la cabaña de Tante Rose para que la
cuide. Está preñada —replicó el doctor.
—Eso no es ninguna novedad para mí —se rió Cambray.
—Si la herida se gangrena, habrá que cortarle el brazo —insistió
Parmentier, colorado de indignación—. Le repito que deben llevarla
de inmediato a la cabaña de Tante Rose.
—Para eso está el hospital, doctor —le contestó Cambray.
—¡Esto no es un hospital sino un establo inmundo!
El jefe de capataces recorrió el galpón con una expresión de
curiosidad, como si lo viera por primera vez.
—No vale la pena preocuparse por esta mujer, doctor; de todos
modos ya no sirve para el azúcar y tendré que ocuparla en otra
cosa…
—No me ha entendido, Cambray —lo interrumpió el médico,
desafiante—. ¿Quiere que recurra a monsieur Valmorain para resolver
esto?
Tété no se atrevió a atisbar la expresión del jefe de capataces;
nunca había oído a nadie hablarle en ese tono, ni siquiera al amo, y
temió que levantara el puño contra el blanco, pero cuando respondió
su voz era humilde, como la de un criado.
—Tiene razón, doctor. Si Tante Rose la salva, por lo menos
tendremos al crío —decidió, tocando con el mango del látigo la
barriga ensangrentada de Séraphine.
61
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Un ser que no es humano
E
l jardín de Saint-Lazare, que surgió como una idea impulsiva de
Valmorain poco después de casarse, se había convertido con los
años en su proyecto favorito. Lo diseñó copiando dibujos de un libro
sobre los palacios de Luis XIV, pero en las Antillas no se daban las
flores de Europa y tuvo que contratar a un botánico de Cuba, amigo
de Sancho García del Solar, para que lo asesorara. El jardín resultó
colorido y abundante, pero debía ser defendido de la voracidad del
trópico por tres infatigables esclavos, que también se ocupaban de
las orquídeas, cultivadas a la sombra. Tété salía todos los días antes
de la canícula a cortar flores para los ramos de la casa. Esa mañana
Valmorain paseaba con el doctor Parmentier por el estrecho sendero
del jardín, que dividía los parches geométricos de arbustos y flores,
explicándole que después del huracán del año anterior debió plantar
todo de nuevo, pero la mente del médico andaba en otra parte.
Parmentier carecía de ojo artístico para apreciar plantas decorativas,
las consideraba un despilfarro de la naturaleza; le interesaban mucho
más las feas matas del huerto de Tante Rose, que tenían el poder de
sanar o matar. También le intrigaban los encantamientos de la
curandera, porque había comprobado sus beneficios en los esclavos.
Le confesó a Valmorain que más de una vez había sentido la
tentación de tratar a un enfermo con los métodos de los brujos
negros, pero se lo impedía su pragmatismo francés y el miedo al
ridículo.
—Esas supersticiones no merecen la atención de un científico
como usted, doctor —se burló Valmorain.
—He visto prodigiosas curaciones, mon ami, tal como he visto a
gente morirse sin causa alguna, sólo porque se creen víctimas de
magia negra.
—Los africanos son muy sugestionables.
—Y también los blancos. Su esposa, sin ir más lejos…
—¡Hay una diferencia fundamental entre un africano y mi esposa,
por mucho que esté desquiciada, doctor! No creerá que los negros
son como nosotros, ¿verdad? —lo interrumpió Valmorain.
—Desde el punto de vista biológico, hay evidencia de que lo son.
—Se ve que usted trata muy poco con ellos. Los negros tienen
constitución para trabajos pesados, sienten menos dolor y fatiga, su
cerebro es limitado, no saben discernir, son violentos, desordenados,
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
perezosos, carecen de ambición y sentimientos nobles.
—Se podría decir lo mismo de un blanco embrutecido por la
esclavitud, monsieur.
—¡Qué argumento tan absurdo! —sonrió el otro, desdeñoso—. Los
negros necesitan mano firme. Y conste que me refiero a firmeza, no a
brutalidad.
—En esto no hay términos medios. Una vez que se acepta la
noción de la esclavitud, el trato viene a dar lo mismo —lo rebatió el
médico.
—No estoy de acuerdo. La esclavitud es un mal necesario, la
única forma de manejar una plantación, pero se puede hacer de
forma humanitaria.
—No puede ser humanitario poseer y explotar a otra persona —
replicó Parmentier.
—¿Nunca ha tenido un esclavo, doctor?
—No. Y tampoco lo tendré en el futuro.
—Lo felicito. Tiene usted la fortuna de no ser un plantador —dijo
Valmorain—. No me gusta la esclavitud, se lo aseguro, y menos me
gusta vivir aquí, pero alguien tiene que manejar las colonias para que
usted pueda endulzar su café y fumar un cigarro. En Francia
aprovechan nuestros productos, pero nadie quiere saber cómo se
obtienen. Prefiero la honestidad de los ingleses y americanos, que
aceptan la esclavitud con sentido práctico —concluyó Valmorain.
—En Inglaterra y Estados Unidos también hay quienes cuestionan
seriamente la esclavitud y rehúsan consumir los productos de las
islas, en especial azúcar —le recordó Parmentier.
—Son un número insignificante, doctor. Acabo de leer en una
revista científica que los negros pertenecen a otra especie que la
nuestra.
—¿Cómo explica el autor que dos especies diferentes tengan
crías? —le preguntó el médico.
—Al cruzarse un potro con una burra se obtiene una mula, que no
es lo uno ni lo otro. De la mezcla de blancos y negros nacen mulatos
—dijo Valmorain.
—Las mulas no pueden reproducirse, monsieur, los mulatos sí.
Dígame, un hijo suyo con una esclava ¿sería humano? ¿Tendría un
alma inmortal?
Irritado, Toulouse Valmorain le dio la espalda y se dirigió a la
casa. No volvieron a verse hasta la noche. Parmentier se vistió para
cenar y se presentó en la sala con el dolor de cabeza tenaz que lo
atormentaba desde su llegada a la plantación, trece días antes. Sufría
migrañas y desfallecimientos, decía que su organismo no soportaba el
clima de la isla; sin embargo no había contraído ninguna de las
enfermedades que diezmaban a otros blancos. El ambiente de SaintLazare lo oprimía y la discusión con Valmorain lo había dejado de mal
humor. Deseaba volver a Le Cap, donde lo aguardaban otros
pacientes y el consuelo discreto de su dulce Adèle, pero se había
comprometido a atender a Eugenia y pensaba cumplir su palabra. La
había examinado esa mañana y calculaba que el parto ocurriría muy
pronto. Su anfitrión lo estaba esperando y lo recibió sonriente, como
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
si el desagradable altercado del mediodía nunca hubiera sucedido.
Durante la comida hablaron de libros y de la política de Europa, cada
día más incomprensible, y estuvieron de acuerdo en que la
Revolución americana de 1776 había tenido una enorme influencia en
Francia, donde algunos grupos atacaban a la monarquía en términos
tan devastadores como los que habían usado los americanos en su
Declaración de la Independencia. Parmentier no ocultaba su
admiración por Estados Unidos y Valmorain la compartía, aunque
apostaba a que Inglaterra recuperaría el control de su colonia
americana a pólvora y sangre, como haría cualquier imperio con
intenciones de seguir siéndolo. ¿Y si Saint-Domingue se independizara
de Francia, como los americanos se independizaron de Inglaterra?,
especuló Valmorain, aclarando enseguida que era una pregunta
retórica, en ningún caso un llamado a la sedición. También se
refirieron al accidente en el molino, y el médico afirmó que podrían
evitarse accidentes si los turnos fueran más cortos, porque el trabajo
brutal de las trituradoras y el calor de los calderos nublaba el
entendimiento. Le dijo que la hemorragia de Séraphine había sido
detenida y era muy pronto para detectar señales de infección, pero
había perdido mucha sangre, estaba turbada y tan débil que no
reaccionaba, pero se abstuvo de agregar que seguramente Tante
Rose la mantenía dormida con sus pociones. No pensaba volver al
tema de la esclavitud, que tanto había disgustado a su anfitrión, pero
después de la cena, instalados en la galería gozando de la frescura de
la noche, coñac y cigarros, el mismo Valmorain lo mencionó.
—Disculpe mi exabrupto de esta mañana, doctor. Me temo que en
estas soledades he perdido el buen hábito de la conversación
intelectual. No quise ofenderlo.
—No me ofendió, monsieur.
—No me va a creer, doctor, pero antes de venir aquí yo admiraba
a Voltaire, Diderot y Rousseau —le contó Valmorain.
—¿Ahora no?
—Ahora pongo en duda las especulaciones de los humanistas. La
vida en esta isla me ha endurecido, o digamos que me ha hecho más
realista. No puedo aceptar que los negros sean tan humanos como
nosotros, aunque tienen inteligencia y alma. La raza blanca ha creado
nuestra civilización. África es un continente oscuro y primitivo.
—¿Ha estado allí, mon ami?
—No.
—Yo sí. Pasé dos años en África, viajando de un lado a otro —
contó el doctor—. En Europa se sabe muy poco de ese inmenso y
variado territorio. En África ya existía una compleja civilización
cuando los europeos vivíamos en cuevas cubiertos de pieles. Le
concedo que en un aspecto la raza blanca es superior: somos más
agresivos y codiciosos. Eso explica nuestro poderío y la extensión de
nuestros imperios.
—Mucho antes de que los europeos llegaran a África, los negros
se esclavizaban unos a otros y todavía lo hacen —dijo Valmorain.
—Tal como los blancos se esclavizan unos a otros, monsieur —le
rebatió el médico—. No todos los negros son esclavos ni todos los
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
esclavos son negros. África es un continente de gente libre. Hay
millones de africanos sometidos a la esclavitud, pero hay muchos
más que son libres. Su destino no es la esclavitud, tal como tampoco
lo es de los millares de blancos que también son esclavos.
—Comprendo su repugnancia por la esclavitud, doctor —dijo
Valmorain—. También a mí me atrae la idea de reemplazarla por otro
sistema de trabajo, pero me temo que en ciertos casos, como las
plantaciones, no lo hay. La economía del mundo descansa en ella, no
puede abolirse.
—Tal vez no de la noche a la mañana, pero podría hacerse de
forma gradual. En Saint-Domingue ocurre lo contrario, aquí el número
de esclavos aumenta cada año. ¿Se imagina lo que ocurrirá cuando se
subleven? —preguntó Parmentier.
—Usted es un pesimista —comentó el otro, bebiendo el resto de
su licor.
—¿Cómo podría no serlo? Llevo mucho tiempo en SaintDomingue, monsieur, y para serle franco, estoy harto. He visto
horrores. Sin ir más lejos, hace poco estuve en la habitation Lacroix,
donde en los últimos dos meses se han suicidado varios esclavos. Dos
se lanzaron dentro un caldero de melaza hirviente, cómo estarían de
desesperados.
—Nada lo retiene aquí, doctor. Con su licencia real puede
practicar su ciencia donde desee.
—Supongo que un día me iré —respondió el médico, pensando
que no podía mencionar la única razón para quedarse en la isla: Adèle
y los niños.
—Yo también deseo llevarme mi familia a París —agregó
Valmorain, pero sabía que esa posibilidad era remota.
Francia estaba en crisis. Ese año el director general de finanzas
había convocado a una Asamblea de Notables para obligar a la
nobleza y el clero a pagar impuestos y compartir la carga económica,
pero su iniciativa cayó en oídos sordos. Desde la distancia, Valmorain
podía ver cómo se desmoronaba el sistema político. No era el
momento de volver a Francia y tampoco podía dejar la plantación en
manos de Prosper Cambray. No confiaba en él, pero no lo echaba
porque llevaba muchos años a su servicio y cambiarlo sería peor que
soportarlo. La verdad, que jamás habría admitido, era que le tenía
miedo.
El doctor también bebió el resto de su coñac saboreando el
hormigueo en el paladar y la ilusión de bienestar que lo invadía por
breves instantes. Le latían las sienes y el dolor se le había
concentrado en las cuencas de los ojos. Pensó en las palabras de
Séraphine, que había alcanzado a escuchar en el molino, pidiéndole a
Tante Rose que la ayudara a irse con su niño nonato al lugar de los
Muertos y los Misterios, de vuelta a Guinea. «No puedo, p'tite» Se
preguntó qué habría hecho la mujer si él no hubiera estado presente.
Tal vez la habría ayudado, aun a riesgo de ser sorprendida y pagarlo
caro. Hay maneras discretas de hacerlo, pensó el doctor, muy
cansado.
—Discúlpeme por insistir en nuestra conversación de la mañana,
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
monsieur. Su esposa se cree víctima del vudú, dice que los esclavos
la han hechizado. Pienso que podemos utilizar esa obsesión en su
favor.
—No le entiendo —dijo Valmorain.
—Podríamos convencerla de que Tante Rose puede contrarrestar
la magia negra. Nada perdemos con probar.
—Lo pensaré, doctor. Después que Eugenia dé a luz nos
ocuparemos de sus nervios —replicó Valmorain con un suspiro.
En ese momento la silueta de Tété pasó por el patio, iluminada
por la luz de la luna y de las antorchas, que mantenían encendidas de
noche para la vigilancia. La mirada de los hombres la siguió.
Valmorain la llamó con un silbido y un instante después ella se
presentó en la galería, tan silenciosa y leve como un gato. Vestía una
falda desechada por su ama, desteñida y remendada, pero de buena
factura, y un ingenioso turbante con varios nudos que agregaba un
palmo a su altura. Era una joven esbelta, de pómulos prominentes,
ojos alargados de párpados dormidos y pupilas doradas, con gracia
natural y movimientos precisos y fluidos. Irradiaba una poderosa
energía, que el doctor sintió en la piel. Adivinó que bajo su apariencia
austera se ocultaba la contenida energía de un felino en reposo.
Valmorain señaló el vaso y ella fue al aparador del comedor, regresó
con la botella de coñac y les sirvió a ambos.
—¿Cómo está madame? —preguntó Valmorain.
—Tranquila, amo —respondió ella y retrocedió para retirarse.
—Espera, Tété. A ver si nos ayudas a resolver una duda. El doctor
Parmentier sostiene que los negros son tan humanos como los
blancos y yo digo lo contrario. ¿Qué crees tú? —le preguntó
Valmorain, en un tono que al doctor le pareció más paternal que
sarcástico.
Ella permaneció muda, con los ojos en el suelo y las manos juntas.
—Vamos, Tété, responde sin miedo. Estoy esperando…
—El amo siempre tiene razón —murmuró ella al fin.
—O sea, opinas que los negros no son completamente humanos…
—Un ser que no es humano no tiene opiniones, amo.
El doctor Parmentier no pudo evitar una carcajada espontánea y
Toulouse Valmorain, después de un momento de duda, se rió
también. Con un gesto de la mano despidió a la esclava, que se
esfumó en la sombra.
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
Zarité
A
l día siguiente a media tarde doña Eugenia dio a luz. Fue rápido,
aunque ella no ayudó hasta el último momento. El doctor estaba
a su lado, mirando desde una silla, porque agarrar bebés no es cosa
de hombres, como él mismo nos dijo. El amo Valmorain creía que una
licencia de médico con un sello real valía más que la experiencia y no
quiso llamar a Tante Rose, la mejor comadrona del norte de la isla;
hasta las mujeres blancas acudían a ella cuando les llegaba su
tiempo. Sostuve a mi ama, la refresqué, recé en español con ella y le
di el agua milagrosa que le mandaron de Cuba. El doctor podía oír
con claridad los latidos del corazón del niño, estaba listo para nacer,
pero doña Eugenia se negaba a ayudar. Le expliqué que mi ama iba a
parir un zombi y el Baron Samedi había venido a llevárselo y se echó
a reír con tanto gusto que le corrían lágrimas. Ese blanco llevaba
años estudiando el vudú, sabía que el Baron Samedi es el servidor y
socio de Ghédé, loa del mundo de los muertos, no sé qué le causaba
tanta gracia. «¡Qué idea tan grotesca! ¡No veo a ningún barón!» El
Barón no se muestra ante quienes no lo respetan. Pronto comprendió
que el asunto no era chistoso porque doña Eugenia estaba muy
agitada. Me mandó a buscar a Tante Rose. Encontré al amo en un
sillón de la sala adormecido por varios vasos de coñac, me autorizó
para llamar a mi madrina y salí volando a buscarla. Me esperaba lista,
con su vestido blanco de ceremonia, su bolsa, sus collares y el asson.
Se dirigió a la casa grande sin hacerme preguntas, subió a la galería y
entró por la puerta de los esclavos. Para llegar a la pieza de doña
Eugenia debía pasar por la sala y los golpes de su bastón en las
tablas del suelo despertaron al amo. «Cuidado con lo que le haces a
madame», le advirtió con voz gangosa, pero ella no le hizo caso y
siguió adelante, recorrió el pasillo a tientas y dio con la habitación,
donde había estado a menudo para atender a doña Eugenia. Esta vez
no acudía como curandera, sino como mambo, iba a enfrentarse con
el socio de la Muerte.
Desde el umbral Tante Rose vio al Baron Samedi y la sacudió un
escalofrío, pero no retrocedió. Lo saludó con una reverencia, agitando
el asson con su castañeteo de huesitos, y le pidió permiso para
aproximarse a la cama. El loa de los cementerios y las encrucijadas,
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
con su rostro blanco de calavera y su sombrero negro, se apartó,
invitándola a acercarse a doña Eugenia, que boqueaba como un
pescado, mojada, con los ojos rojos de terror, luchando contra su
cuerpo que se esmeraba en soltar al niño, mientras ella apretaba con
fuerza para retenerlo. Tante Rose le colocó al cuello uno de sus
collares de semillas y conchas y le dijo unas palabras de consuelo,
que repetí en español. Luego se volvió hacia el Baron.
El doctor Parmentier observaba fascinado, aunque él sólo veía la
parte que correspondía a Tante Rose; en cambio yo veía todo. Mi
madrina encendió un cigarro y lo agitó, llenando el aire con una
humareda que impedía respirar, porque la ventana permanecía
siempre cerrada para cortarles el paso a los mosquitos, enseguida
dibujó un círculo de tiza en torno a la cama y se puso a girar con
pasos de danza, señalando las cuatro esquinas con el asson. Una vez
concluido su saludo a los espíritus, hizo un altar con varios objetos
sagrados de su bolsa, donde colocó ofrendas de ron y piedrecillas, y
por último se sentó a los pies de la cama, lista para negociar con el
Baron. Ambos se enredaron en un prolongado regateo en créole tan
cerrado y veloz que entendí poco, aunque escuché varias veces el
nombre de Séraphine. Discutían, se enojaban, se reían, ella fumaba el
cigarro y soplaba el humo, que él se tragaba a bocanadas. Eso
continuó por mucho rato y el doctor Parmentier empezó a perder la
paciencia. Trató de abrir la ventana, pero llevaba mucho tiempo sin
uso y estaba atrancada. Tosiendo y lagrimeando por el humo le tomó
el pulso a doña Eugenia, como si no supiera que los niños salen por
abajo, muy lejos del pulso en la muñeca.
Por fin Tante Rose y el Baron llegaron a un acuerdo. Ella se dirigió a
la puerta y con una profunda reverencia despidió al loa, que salió con
sus saltitos de rana. Después Tante Rose le explicó la situación al ama:
lo que tenía en la barriga no era carne de cementerio, sino un bebé
normal que el Baron Samedi no se llevaría. Doña Eugenia dejó de
debatirse y se concentró en pujar con todo su ánimo y pronto un chorro
de líquido amarillento y sangre manchó las sábanas. Cuando asomó la
cabeza del crío, mi madrina la cogió suavemente y ayudó a salir al resto
del cuerpo. Me entregó el recién nacido y le anunció a la madre que era
un varoncito, pero ella no quiso ni verlo, volvió la cara a la pared y cerró
los ojos, extenuada. Yo lo apreté contra mi pecho, sujetándolo bien,
porque estaba cubierto de manteca y resbaladizo. Tuve la certeza
absoluta de que me tocaría querer a ese niño como si fuera mío y
ahora, después de tantos años y tanto amor, sé que no me equivoqué.
Me puse a llorar.
Tante Rose esperó que el ama expulsara lo que le quedaba
adentro y la limpió, luego se bebió de un trago la ofrenda de ron del
altar, puso sus pertenencias en la bolsa y salió del cuarto apoyada en
su bastón. El doctor escribía deprisa en su cuaderno, mientras yo
seguía llorando y lavaba al niño, que era liviano como un gatito. Lo
arropé con la manta tejida en mis tardes en la galería y se lo llevé al
padre para que lo conociera, pero el amo tenía tanto coñac en el
cuerpo que no pude despertarlo. En el pasillo aguardaba una esclava
con los senos hinchados, recién bañada y con la cabeza afeitada por
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
los piojos, que le daría su leche al hijo de los amos en la casa grande,
mientras el suyo se criaba con agua de arroz en el sector de los
negros. Ninguna blanca cría a sus hijos, eso creía yo entonces. La
mujer se sentó de piernas cruzadas en el suelo, se abrió la blusa y
recibió al chiquito, que se prendió a su seno. Yo sentí que me ardía la
piel y se me endurecían los pezones: mi cuerpo estaba listo para ese
niño.
A esa misma hora, en la cabaña de Tante Rose, Séraphine se
murió sola, sin darse cuenta, porque estaba dormida. Así fue.
69
Isabel Allende
La isla bajo el mar
La concubina
L
o llamaron Maurice. Su padre estaba conmovido hasta los huesos
con ese inesperado regalo del cielo, que venía a combatir su
soledad y sacudirle la ambición. Ese hijo iba a prolongar la dinastía
Valmorain. Declaró día festivo, nadie trabajó en la plantación, hizo
asar varios animales y le asignó tres ayudantes a Tante Mathilde para
que no faltaran guisos picantes de maíz y un surtido de vegetales y
pasteles para todo el mundo. Autorizó una calenda en el patio
principal, frente a la casa grande, que se llenó de una muchedumbre
bulliciosa. Los esclavos se adornaron con lo poco que poseían —un
trapo de color, un collar de conchas, una flor—, llevaron sus tambores
y otros instrumentos improvisados y al poco rato había música y
gente bailando ante la mirada burlona de Cambray. El amo hizo
distribuir dos barriles de tafia y cada esclavo recibió en su calabaza
una buena dosis para brindar. Tété apareció en la galería con el niño
envuelto en una mantilla y el padre lo tomó para levantarlo por
encima de su cabeza y mostrárselo a los esclavos. «¡Éste es mi
heredero! ¡Se llamará Maurice Valmorain, como mi padre!», exclamó,
ronco de emoción y todavía un poco machucado por la borrachera de
la noche anterior. Un silencio de fondo de mar acogió sus palabras.
Hasta Cambray se asustó. Ese blanco ignorante había cometido la
increíble imprudencia de darle a su hijo el nombre de un abuelo
difunto, que al ser llamado podía salir de la tumba y raptar al nieto
para llevárselo al mundo de los muertos. Valmorain creyó que el
silencio era por respeto y dio orden de pasar una segunda vuelta de
tafia y continuar con el jolgorio. Tété recuperó al recién nacido y se lo
llevó corriendo, rociándole la cara con una lluvia de saliva para
protegerlo de la desgracia invocada por la imprudencia de su padre.
Al día siguiente, cuando los esclavos domésticos limpiaban los
desperdicios de carnaval del patio y los demás habían vuelto a los
cañaverales, el doctor Parmentier se aprontó para regresar a la
ciudad. El pequeño Maurice mamaba de su nodriza como ternero y
Eugenia no presentaba síntomas de la fatal fiebre del vientre. Tété le
había frotado los pechos con una mezcla de manteca y miel y se los
había vendado con un paño rojo, método de Tante Rose para secar la
leche antes de que empezara a fluir. En la mesa de noche de Eugenia
se alineaban los frascos de gotas para el sueño, de obleas para la
angustia y de jarabes para soportar el miedo, nada que pudiera
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
sanarla, como el mismo doctor admitía, pero aliviaban su existencia.
La española era una sombra de piel cenicienta y rostro desencajado,
más por la tintura de opio que por el desquiciamiento de su mente.
Maurice había sufrido dentro de su madre los efectos de la droga, le
explicó el médico a Valmorain, por eso nació tan pequeño y frágil,
seguramente sería enfermizo, necesitaba aire, sol y buena
alimentación. Ordenó que le dieran tres huevos crudos al día a la
nodriza para fortalecer la leche. «Ahora tu ama y el bebé quedan a tu
cargo, Tété. No podrían estar en mejores manos», agregó. Toulouse
Valmorain le pagó con largueza sus servicios y se despidió con pesar,
porque estimaba de verdad a ese hombre culto y de buena índole con
quien había disfrutado de incontables juegos de naipes en las tardes
largas de Saint-Lazare. Le harían falta las conversaciones con él,
especialmente aquéllas en que no estaban de acuerdo, porque lo
obligaban a ejercitarse en el arte olvidado de argumentar por gusto.
Destinó dos capataces armados para acompañar al médico de vuelta
a Le Cap.
Parmentier estaba empacando, tarea que no delegaba a los
esclavos, porque era muy meticuloso con sus posesiones, cuando
Tété golpeó con discreción la puerta y preguntó con un hilo de voz si
podía hablar una palabra con él en privado. Parmentier había estado
con ella a menudo, la usaba para comunicarse con Eugenia, que
parecía haber olvidado el francés, y con los esclavos, en especial con
Tante Rose. «Eres muy buena enfermera, Tété, pero no trates a tu
ama como a una inválida, tiene que empezar a valerse sola», le
advirtió cuando la vio dándole papilla con una cuchara en la boca y se
enteró de que la sentaba en la bacinilla y le limpiaba el trasero para
que no se ensuciara de pie. La joven contestaba a sus preguntas con
precisión, en un francés correcto, pero nunca iniciaba un diálogo ni lo
miraba de frente, eso le había permitido observarla a su gusto. Debía
de tener unos diecisiete años, aunque su cuerpo no parecía de
adolescente, sino de mujer. Valmorain le había contado la historia de
Tété en una de las cacerías que hicieron juntos. Sabía que la madre
de la esclava había llegado preñada a la isla y fue comprada por un
affranchi dueño de un negocio de caballos en Le Cap. La mujer
intentó provocarse un aborto, por lo que recibió más azotes de los
que otra en su estado hubiera soportado, pero la criatura en su
vientre era tenaz y a su debido tiempo nació sana. Apenas la madre
pudo incorporarse trató de estrellarla contra el suelo, pero se la
arrebataron a tiempo. Otra esclava la cuidó durante unas semanas,
hasta que su dueño decidió usarla para pagarle una deuda de juego a
un funcionario francés de apellido Pascal, pero la madre no alcanzó a
saberlo, porque se había lanzado al mar desde un parapeto.
Valmorain le dijo que compró a Tété para doncella de su mujer y salió
premiado, porque la muchacha terminó siendo enfermera y ama de
llaves. Por lo visto ahora sería además la niñera de Maurice.
—¿Qué deseas, Tété? —le preguntó el doctor, mientras colocaba
con cuidado sus valiosos instrumentos de plata y bronce en una caja
de madera pulida.
Ella cerró la puerta y le contó con un mínimo de palabras y sin
71
Isabel Allende
La isla bajo el mar
ninguna expresión en el rostro, que tenía un hijo de poco más de un
año, a quien sólo había visto por un instante cuando nació. A
Parmentier le pareció que se le quebraba la voz, pero cuando volvió a
hablar para explicarle que tuvo al chico mientras su ama descansaba
en un convento en Cuba, usó el mismo tono neutro de antes.
—El amo me prohibió mencionar al niño. Doña Eugenia no sabe
nada —concluyó Tété.
—Monsieur Valmorain hizo bien. Su esposa no había podido tener
hijos y se alteraba mucho cuando veía niños. ¿Alguien sabe de tu
hijo?
—Sólo Tante Rose. Creo que el jefe de capataces lo sospecha,
pero no lo ha podido confirmar.
—Ahora que madame tiene su propio bebé, la situación ha
cambiado. Seguramente tu amo deseará recuperar a tu niño, Tété.
Después de todo es de su propiedad, ¿no? —comentó Parmentier.
—Sí, es de su propiedad. Y también es su hijo.
«¡Cómo no se me había ocurrido lo más obvio!», pensó el doctor.
No había vislumbrado ni la menor señal de intimidad entre Valmorain
y la esclava, pero era de suponer que con una esposa en el estado de
la suya, el hombre se consolaría con cualquier mujer al alcance de su
mano. Tété era muy atrayente, tenía algo enigmático y sensual.
Mujeres como ésas son gemas que sólo un ojo entrenado sabe
distinguir entre pedruscos, pensó, son cajas cerradas que el amante
debe abrir poco a poco para revelar sus misterios. Cualquier hombre
podría sentirse muy afortunado con su afecto, pero dudaba que
Valmorain supiera apreciarla. Recordó a su Adèle con nostalgia. Ella
también era un diamante en bruto. Le había dado tres hijos y muchos
años de compañía tan discreta, que él nunca necesitó dar
explicaciones en la mezquina sociedad donde ejercía su ciencia. Si se
hubiera sabido que tenía una concubina e hijos de color, los blancos
lo habrían repudiado, en cambio aceptaban con la mayor naturalidad
los rumores de que era marica y por eso estaba soltero y desaparecía
con frecuencia en los barrios de los affranchis, donde los chulos
ofrecían chicos para todos los caprichos. Por amor a Adèle y los niños
no podía volver a Francia, por muy desesperado que estuviese en la
isla. «Así que el pequeño Maurice tiene un hermano… En mi profesión
uno se entera de todo», murmuró entre dientes. Valmorain no había
mandado a su mujer a Cuba para que recuperara la salud, como
anunció en esa ocasión, sino para ocultarle lo que sucedía en su
propia casa. ¿Por qué tantos remilgos? Era una situación común y
aceptada, la isla estaba llena de bastardos de raza mezclada, incluso
le pareció ver un par de mulatitos entre los esclavos de Saint-Lazare.
La única explicación era que Eugenia no habría soportado que su
marido se acostara con Tété, su única ancla en la profunda confusión
de su locura. Valmorain debió de adivinar que eso habría terminado
de matarla y no le alcanzó el cinismo para plantearse que en realidad
su mujer estaría mejor muerta. En fin, no era asunto de su
incumbencia, decidió el médico. Valmorain debía de tener sus
excusas y no le correspondía a él averiguarlas, pero le intrigaba saber
si había vendido al niño o si sólo pretendía mantenerlo alejado por un
72
Isabel Allende
La isla bajo el mar
tiempo prudente.
—¿Qué puedo hacer yo, Tété? —preguntó Parmentier.
—Por favor, doctor ¿puede preguntarle a monsieur Valmorain?
Tengo que saber si mi hijo está vivo, si lo vendió y a quién…
—No me corresponde hacer eso, sería una descortesía. En tu
lugar, yo no pensaría más en él.
—Sí, doctor —contestó ella, en voz casi inaudible.
—No te preocupes, estoy seguro de que está en buenas manos —
agregó Parmentier, apenado.
Tété salió de la habitación y cerró la puerta sin ruido.
Con el nacimiento de Maurice cambiaron las rutinas en la casa. Si
Eugenia amanecía tranquila, Tété la vestía, la sacaba a dar unos
pasos por el patio y después la instalaba en la galería, con Maurice en
su cuna. De lejos Eugenia parecía una madre normal vigilando el
sueño de su hijo, salvo por los mosquiteros que los cubrían a ambos,
pero esa ilusión se desvanecía al aproximarse y ver la expresión
ausente de la mujer. Pocas semanas después de dar a luz sufrió otra
de sus crisis y no quiso salir más al aire libre, convencida de que los
esclavos la espiaban para asesinarla. Pasaba el día en su cuarto
oscilando entre el aturdimiento del láudano y el delirio de su
demencia, tan perdida que se acordaba muy poco de su hijo. Nunca
preguntó cómo lo alimentaban y nadie le dijo que Maurice se estaba
criando prendido al pezón de una africana, porque habría concluido
que mamaba leche emponzoñada. Valmorain esperaba que el
implacable instinto de la maternidad podría devolver la cordura a su
mujer, como una ventolera que le llegaría a los huesos y al corazón,
dejándola limpia por dentro, pero cuando la vio sacudir como un
pelele a Maurice para hacerlo callar, con riesgo de quebrarle el cuello,
comprendió que la amenaza más seria contra el niño era su propia
madre. Se lo arrebató y sin poderse contener le propinó una
cachetada en la cara que la tiró de espaldas. Nunca le había pegado a
Eugenia y él mismo se sorprendió de su violencia. Tété recogió del
suelo a su ama, que lloraba sin entender lo sucedido, la acostó en la
cama y se fue a prepararle una infusión para los nervios. Toulouse la
encontró a medio camino y le puso al crío en los brazos.
—Desde ahora te harás cargo de mi hijo. Cualquier cosa que le
suceda, lo pagarás muy caro. ¡No permitas que Eugenia vuelva a
tocarlo! —bramó.
—¿Y qué haré cuando el ama pida a su niño? —preguntó Tété,
apretando al diminuto Maurice contra su pecho.
—¡No me importa lo que hagas! Maurice es mi único hijo y no
dejaré que esa imbécil le haga daño.
Tété cumplió las instrucciones a medias. Le llevaba el niño a
Eugenia por ratos cortos y la dejaba sostenerlo, mientras ella vigilaba.
La madre se quedaba inmóvil con el bultito en las rodillas, mirándolo
con una expresión de asombro, que pronto daba paso a la
impaciencia. A los pocos instantes se lo devolvía a Tété y su atención
vagaba en otra dirección. Tante Rose tuvo la idea de envolver una
muñeca de trapo en la manta de Maurice y comprobaron que la
madre no notaba la diferencia, así pudieron espaciar las visitas hasta
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
que ya no fueron necesarias. Instalaron a Maurice en otro cuarto,
donde dormía con su nodriza, y durante el día Tété se lo colgaba a la
espalda envuelto en una pañoleta, como las africanas. Si Valmorain
estaba en la casa, lo ponía en su cuna en la sala o la galería, para que
pudiera verlo. El olor de Tété fue lo único que Maurice identificaba
durante sus primeros meses de vida; la nodriza debía ponerse una
blusa usada de Tété para que el niño aceptara su pecho.
La segunda semana de julio Eugenia salió antes del amanecer,
descalza y en camisa, y se fue tambaleando en dirección al río por la
avenida de cocoteros, que daba acceso a la casa grande. Tété dio la
voz de alarma y de inmediato se formaron cuadrillas para buscarla,
que se unieron a las patrullas de vigilancia de la propiedad. Los
sabuesos los condujeron al río, donde la descubrieron con el agua al
cuello y los pies pegados en el barro del fondo. Nadie pudo entender
cómo había llegado tan lejos, porque temía la oscuridad. Por las
noches sus aullidos de endemoniada solían llegar hasta las chozas de
los esclavos, poniéndoles la piel de gallina. Valmorain dedujo que
Tété no le daba suficientes gotas del frasco azul, ya que dopada no se
habría escapado, y por primera vez amenazó con azotarla. Ella pasó
varios días esperando con terror el castigo, pero él nunca dio la
orden.
Pronto Eugenia acabó de desconectarse del mundo, sólo toleraba
a Tété, quien dormía de noche a su lado acurrucada en el suelo, lista
para rescatarla de sus pesadillas. Cuando Valmorain deseaba a la
esclava, se lo indicaba con un gesto en la cena. Ella esperaba que la
enferma estuviese dormida, cruzaba la casa sigilosamente y llegaba a
la habitación principal, en el otro extremo. En una ocasión así, en que
despertó sola en su cuarto, Eugenia se escapó al río y tal vez por eso
su marido no le hizo pagar la falta a Tété. Esos abrazos nocturnos a
puerta cerrada entre el amo y la esclava en la cama matrimonial,
elegida años antes por Violette Boisier, no se mencionaban jamás a la
luz del día, existían sólo en el plano de los sueños. Al segundo intento
de suicidio de Eugenia, esta vez con un incendio que por poco
destruyó la casa, la situación se definió y ya nadie intentó mantener
las apariencias. En la colonia se supo que madame Valmorain estaba
desquiciada y pocos se extrañaron, porque corrían rumores desde
hacía años de que la española provenía de una familia de locas
rematadas. Además, no era raro que las mujeres blancas venidas de
afuera se trastornaran en la colonia. Los maridos las enviaban a
reponerse en otro clima y ellos se consolaban con el surtido de
muchachas de todos los tonos que ofrecía la isla. Las créoles, en
cambio, florecían en ese ambiente decadente, donde se podía
sucumbir a las tentaciones sin pagar las consecuencias. En el caso de
Eugenia, ya era tarde para mandarla a ninguna parte, salvo a un
asilo, opción que Valmorain jamás habría considerado por sentido de
responsabilidad y orgullo: los trapos sucios se lavan en casa. La suya
contaba con muchas habitaciones, salón y comedor, una oficina y dos
bodegas, de modo que podía pasar semanas sin ver a su mujer. Se la
confió a Tété y él se volcó en su hijo. Nunca imaginó que fuese
posible amar tanto a otro ser, más que la suma de todos los afectos
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
anteriores, más que a sí mismo. Ningún sentimiento se parecía al que
Maurice le provocaba. Podía pasar horas contemplándolo, se
sorprendía a cada rato pensando en él y en una oportunidad dio
media vuelta cuando iba camino a Le Cap y regresó al galope con el
atroz presentimiento de que le había ocurrido una desgracia a su hijo.
El alivio al comprobar que no era así fue tan abrumador, que se echó
a llorar. Se instalaba en la poltrona con el niño en brazos, sintiendo el
peso dulce de la cabeza en su hombro y la respiración caliente en su
cuello, aspirando el olor a leche agria y sudor infantil. Temblaba
pensando en los accidentes o pestes que podían arrebatárselo. La
mitad de los niños en Saint-Domingue morían antes de alcanzar los
cinco años, eran las primeras víctimas en una epidemia, y eso sin
contar los peligros intangibles como maldiciones, de las que él sólo se
burlaba de los dientes para afuera, o una insurrección de los esclavos
en la que perecería hasta el último blanco, como Eugenia había
profetizado durante años.
75
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Esclava de todo servicio
A
Valmorain la enfermedad mental de su mujer le dio una buena
excusa para evitar la vida social, que lo aburría, y tres años
después del nacimiento de su hijo estaba convertido en un recluso.
Sus negocios lo obligaban a ir a Le Cap y de vez en cuando a Cuba,
pero resultaba peligroso movilizarse por las numerosas bandas de
negros que descendían de las montañas y asolaban los caminos. La
quema de los cimarrones en 1780 y otras posteriores no habían
logrado desalentar a los esclavos de fugarse ni a los cimarrones de
atacar las plantaciones y los viajeros. Prefería quedarse en SaintLazare. «No necesito a nadie», se decía, con el orgullo taimado de
aquellos con vocación de solitarios. A medida que pasaban los años
se desencantaba más de la gente; todo el mundo, menos el doctor
Parmentier, le parecía estúpido o venal. Sólo tenía relaciones
comerciales, como su agente judío en Le Cap o su banquero en Cuba.
La otra excepción, aparte de Parmentier, era su cuñado Sancho
García del Solar, con quien mantenía tupida correspondencia, pero se
veían muy poco. Sancho le divertía y los negocios que habían
emprendido juntos resultaron beneficiosos para ambos. Según
confesaba Sancho de muy buen humor, eso era un verdadero
milagro, porque a él nada se le había dado bien antes de conocer a
Valmorain. «Prepárate, cuñado, porque cualquier día te hundo en la
ruina», bromeaba, pero seguía pidiéndole dinero prestado y al cabo
de un tiempo se lo devolvía multiplicado.
Tété dirigía a los esclavos domésticos con amabilidad y firmeza,
minimizando los problemas para evitar la intervención del amo. Su
figura delgada, vestida con falda oscura, blusa de percal y un tignon
almidonado en la cabeza, con su sonajera de llaves en la cintura y el
peso de Maurice acaballado en la cadera o prendido de sus faldas
cuando aprendió a caminar, parecía estar en todas partes al mismo
tiempo. Nada escapaba a su atención, ni las instrucciones para la
cocina, ni el blanqueado de la ropa, ni las puntadas de las costureras,
ni las urgencias del amo o del niño. Sabía delegar y pudo entrenar a
una esclava que ya no servía en los cañaverales para que la ayudara
con Eugenia y la liberara de dormir en la pieza de la enferma. La
mujer la acompañaba, pero Tété le administraba los remedios y la
aseaba, porque Eugenia no se dejaba tocar por nadie más. Lo único
que Tété no delegaba era el cuidado de Maurice. Adoraba con celo de
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
madre a ese chiquillo caprichoso, delicado y sentimental. Para
entonces la nodriza había vuelto al callejón de los esclavos y Tété
compartía la habitación con él. Se acostaba en una colchoneta en el
suelo y Maurice, que se negaba a ocupar su cuna, se encogía a su
lado, apretado a su cuerpo grande y cálido, a sus senos generosos. A
veces ella despertaba con la respiración del niño y en la oscuridad lo
acariciaba, conmovida hasta el llanto por su olor, sus rizos
alborotados, sus manitas lacias, su cuerpo abandonado en el sueño,
pensando en el hijo propio y si acaso habría otra mujer en alguna
parte prodigándole el mismo cariño. Le daba a Maurice todo aquello
que Eugenia no podía darle: cuentos, canciones, risas, besos y de vez
en cuando un coscorrón para que obedeciera. En esas raras ocasiones
en que lo regañaba, el chico se tiraba de bruces al suelo pataleando y
amenazaba con acusarla a su padre, pero nunca lo hizo, porque de
alguna manera presentía que las consecuencias serían graves para
esa mujer que era todo su universo.
Prosper Cambray no había logrado imponer su ley del terror entre
la servidumbre de la casa, porque se había creado una tácita frontera
entre el pequeño territorio de Tété y el resto de la plantación. La
parte de ella funcionaba como una escuela, la de él como una prisión.
En la casa existían tareas precisas asignadas a cada esclavo, que se
cumplían con fluidez y calma. En los cañaverales la gente marchaba
en filas bajo el látigo siempre listo de los commandeurs, obedecía sin
chistar y vivía en estado de alerta, ya que cualquier descuido se
pagaba con sangre. Cambray se encargaba personalmente de la
disciplina. Valmorain no levantaba la mano contra los esclavos, lo
consideraba degradante, pero asistía a los castigos para establecer su
autoridad y asegurarse de que el jefe de capataces no se excediera.
Nunca le hacía un reproche en público, pero su presencia ante el
poste del tormento le imponía cierta mesura. La casa y los campos
eran mundos aparte, pero a Tété y al jefe de capataces no les
faltaban ocasiones de toparse, entonces el aire se cargaba con la
energía amenazante de una tormenta. Cambray la buscaba, excitado
por el desprecio evidente de la joven, y ella lo evitaba, inquieta por su
descarada lascivia. «Si Cambray se propasa contigo, quiero saberlo
de inmediato ¿me has entendido?», le advirtió más de una vez
Valmorain, pero ella nunca se dio por aludida; no le convenía
provocar la ira del jefe de capataces.
Por orden de su amo, que no toleraba oír a Maurice parler nèg,
hablar negro, Tété siempre usaba francés en la casa. Con el resto de
la gente en la plantación se entendía en créole y con Eugenia en un
español que iba reduciéndose a unas pocas palabras indispensables.
La enferma estaba sumida en una melancolía tan persistente y una
indiferencia tan total de los sentidos, que si Tété no la alimentaba y
lavaba, habría terminado desfalleciente de hambre y sucia como un
cerdo, y si no la movía para cambiarla de posición se le habrían
soldado los huesos, y si no la incitaba a hablar, estaría muda. Ya no
sufría ataques de pánico, pasaba sus días sonámbula en un sillón con
la vista fija, como un muñeco grande. Todavía rezaba el rosario, que
siempre llevaba en la bolsita de cuero colgada al cuello, aunque ya no
77
Isabel Allende
La isla bajo el mar
se fijaba en las palabras. «Cuando yo me muera, te quedas con mi
rosario, no dejes que nadie te lo quite, porque está bendito por el
Papa», le decía a Tété. En sus raros momentos de lucidez rezaba para
que Dios se la llevara. Según Tante Rose, su ti-bon-ange estaba
atascado en este mundo y se necesitaba un servicio especial para
liberarlo, nada doloroso o complicado, pero Tété no se decidía a una
solución tan irrevocable. Deseaba ayudar a su desventurada ama,
pero la responsabilidad de su muerte sería una carga agobiante,
aunque la compartiera con Tante Rose. Tal vez el ti-bon-ange de doña
Eugenia todavía tenía algo que hacer en su cuerpo; debían darle
tiempo para irse desprendiendo solo.
Toulouse Valmorain le imponía sus abrazos a Tété con frecuencia
más por hábito que cariño o deseo, sin el apremio de la época en que
ella entró en la pubertad y a él lo trastornó una pasión súbita. Sólo la
demencia de Eugenia explicaba que no se hubiera dado cuenta de lo
que sucedía ante su vista. «El ama lo sospecha, pero ¿qué va a
hacer? No puede impedirlo», opinó Tante Rose, la única persona en
quien Tété se atrevió a confiar al quedar encinta. Temía la reacción
de su ama cuando empezara a notársele, pero antes de que eso
ocurriera Valmorain se llevó a su mujer a Cuba, donde la habría
dejado de buena gana para siempre si las monjas del convento
hubieran aceptado hacerse cargo de ella. Cuando la trajo de vuelta a
la plantación, el recién nacido de Tété había desaparecido y Eugenia
nunca preguntó por qué a su esclava se le caían las lágrimas como
piedrecitas. La sensualidad de Valmorain era glotona y apresurada en
la cama. Se hartaba sin gastar tiempo en preámbulos. Tal como le
fastidiaba el ritual de mantel largo y candelabros de plata, que antes
Eugenia le imponía en la cena, así de inútil le parecía el juego
amoroso.
Para Tété era una tarea más, que cumplía en pocos minutos,
salvo en aquellas ocasiones en que el diablo se apoderaba de su amo,
lo que no ocurría a menudo, aunque ella siempre lo esperaba con
temor. Agradecía su suerte, porque Lacroix, el dueño de la plantación
vecina a Saint-Lazare, mantenía un serrallo de niñas encadenadas en
una barraca para satisfacer sus fantasías, en las que participaban sus
invitados y unos negros que él llamaba «mis potros». Valmorain había
asistido una sola vez a esas crueles veladas y quedó tan
profundamente alterado, que no volvió más. No era hombre
escrupuloso, pero creía que los crímenes fundamentales tarde o
temprano se pagan y no deseaba estar cerca de Lacroix cuando a
éste le tocara pagar los suyos. Era su amigo, tenían intereses
comunes, desde la crianza de animales hasta el alquiler de esclavos
en la zafra; asistía a sus fiestas, sus rodeos y peleas de animales,
pero no quería poner los pies en esa barraca. Lacroix le tenía absoluta
confianza y le entregaba sus ahorros, sin más garantía que un simple
recibo firmado, para que se los depositara en una cuenta secreta
cuando iba a Cuba, lejos de las zarpas codiciosas de su mujer y sus
parientes. Valmorain debía emplear mucho tacto para rechazar una y
otra vez las invitaciones a sus orgías.
Tété había aprendido a dejarse usar con pasividad de oveja, el
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
cuerpo flojo, sin oponer resistencia, mientras su mente y su alma
volaban a otra parte, así su amo terminaba pronto y después se
desplomaba en un sueño de muerte. Sabía que el alcohol era su
aliado si se lo administraba en la medida precisa. Con una o dos
copas el amo se excitaba, con la tercera debía tener cuidado, porque
se ponía violento, con la cuarta lo envolvía la neblina de la ebriedad y
si ella lo eludía con delicadeza se dormía antes de tocarla.
Valmorain nunca se preguntó qué sentía ella en esos encuentros,
tal como no se le hubiera ocurrido preguntarse qué sentía su caballo
cuando lo montaba. Estaba acostumbrado a ella y raramente buscaba
a otras mujeres. A veces despertaba con una vaga congoja en el
lecho vacío, donde aún quedaba la huella casi imperceptible del
cuerpo tibio de Tété, entonces evocaba sus remotas noches con
Violette Boisier o algunos amoríos de su juventud en Francia, que
parecían haberle sucedido a otro hombre, alguien que echaba a volar
la imaginación ante la vista de un tobillo femenino y era capaz de
retozar con renovados bríos. Ahora eso le resultaba imposible. Tété
ya no lo excitaba como antes, pero no se le ocurría reemplazarla,
porque le quedaba cómoda y era hombre de hábitos arraigados. A
veces atrapaba al vuelo a una esclava joven, pero el asunto no iba
más allá de una violación apresurada y menos placentera que una
página de su libro de turno. Atribuía su desgana a un ataque de
malaria que casi lo despachó al otro mundo y lo dejó debilitado. El
doctor Parmentier lo previno contra los efectos del alcohol, tan
pernicioso como la fiebre en los trópicos, pero él no bebía demasiado,
de eso estaba seguro, sólo lo indispensable para paliar el fastidio y la
soledad. Ni cuenta se daba de la insistencia de Tété por llenarle la
copa. Antes, cuando todavía iba a menudo a Le Cap, aprovechaba
para divertirse con alguna cortesana de moda, una de aquellas lindas
poules que encendían su pasión, pero lo dejaban defraudado. Por el
camino se prometía placeres que una vez consumados no podía
recordar, en parte porque en esos viajes se embriagaba en serio. Les
pagaba a aquellas muchachas para hacer lo mismo que a fin de
cuentas hacía con Tété, el mismo abrazo grosero, la misma premura,
y al final se iba trastabillando, con la impresión de haber sido
estafado. Con Violette habría sido diferente, pero ella había dejado la
profesión desde que vivía con Relais. Valmorain regresaba a SaintLazare antes de lo previsto, pensando en Maurice y ansioso por
recuperar la seguridad de sus rutinas.
«Me estoy poniendo viejo», mascullaba Valmorain al estudiarse en
el espejo cuando su esclavo lo afeitaba y ver la telaraña de finas
arrugas en torno a los ojos y el comienzo de una papada. Tenía
cuarenta años, la misma edad de Prosper Cambray, pero carecía de
su energía y estaba engordando. «Es culpa de este clima maldito»,
agregaba. Sentía que su vida era una navegación sin timón ni brújula,
se hallaba a la deriva, esperando algo que no sabía nombrar.
Detestaba esa isla. En el día se mantenía ocupado con la marcha de
la plantación, pero las tardes y las noches eran inacabables. Se ponía
el sol, caía la oscuridad y empezaban a arrastrarse las horas con su
carga de recuerdos, temores, arrepentimientos y fantasmas.
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
Engañaba el tiempo leyendo y jugando a los naipes con Tété. Eran los
únicos momentos en que ella bajaba las defensas y se abandonaba al
entusiasmo del juego. Al principio, cuando le enseñó a jugar, siempre
ganaba, pero adivinó que ella perdía a propósito por temor a enojarlo.
«Así no tiene ninguna gracia para mí. Trata de ganarme», le exigió y
entonces empezó a perder seguido. Se preguntaba con asombro
cómo esa mulata podía competir mano a mano con él en un juego de
lógica, astucia y cálculo. A Tété nadie le había enseñado aritmética,
pero llevaba la cuenta de las cartas por instinto, igual que llevaba los
gastos de la casa. La posibilidad de que fuera tan hábil como él lo
perturbaba y confundía.
El amo cenaba temprano en el comedor, tres platos sencillos y
contundentes, su comida fuerte de la jornada, servido por dos
esclavos silenciosos. Bebía unas copas de buen vino, el mismo que le
enviaba de contrabando a su cuñado Sancho y se vendía en Cuba al
doble de lo que a él le costaba en Saint-Domingue. Después del
postre Tété le traía la botella de coñac y lo ponía al día sobre los
asuntos domésticos. La joven se deslizaba en sus pies descalzos
como si flotara, pero él percibía el tintineo delicado de las llaves, el
roce de sus faldas y el calor de su presencia antes de que entrara.
«Siéntate, no me gusta que me hables por encima de mi cabeza», le
repetía cada noche. Ella esperaba esa orden para sentarse a corta
distancia, muy recta en la silla, las manos en la falda y los párpados
bajos. A la luz de las bujías su rostro armonioso y su cuello delgado
parecían tallados en madera. Sus ojos alargados y adormecidos
brillaban con reflejos dorados. Contestaba a sus preguntas sin
énfasis, salvo cuando hablaba de Maurice; entonces se animaba,
celebrando cada travesura del chiquillo como una proeza. «Todos los
muchachos corretean a las gallinas, Tété», se burlaba él, pero en el
fondo compartía su creencia de que estaban criando un genio. Por
eso, más que nada, Valmorain la apreciaba: su hijo no podía estar en
mejores manos. A pesar de sí mismo, porque no era partidario de
mimos excesivos, se conmovía al verlos juntos en esa complicidad de
caricias y secretos de las madres con sus hijos. Maurice retribuía el
cariño de Tété con una fidelidad tan excluyente, que su padre solía
sentirse celoso. Valmorain le había prohibido que la llamara maman,
pero Maurice le desobedecía. «Maman, júrame que nunca, nunca nos
vamos a separar», le había oído susurrar a su hijo a sus espaldas. «Te
lo juro, niño mío.» A falta de otro interlocutor, se acostumbró a
confiarle a Tété sus inquietudes de negocios, del manejo de la
plantación y los esclavos. No se trataba de conversaciones, ya que no
esperaba respuesta, sino monólogos para desahogarse y escuchar el
sonido de una voz humana, aunque fuese sólo la propia. A veces
intercambiaban ideas y a él le parecía que ella no aportaba nada,
porque no se daba cuenta de cómo en pocas frases lo manipulaba.
—¿Viste la mercancía que trajo ayer Cambray?
—Sí, amo. Ayudé a Tante Rose a revisarlos.
—¿Y?
—No se ven bien.
—Acaban de llegar, en el viaje pierden mucho peso. Cambray los
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
compró en una rebatiña, todos por el mismo precio. Ese método es
pésimo, no se pueden examinar y a uno le pasan gato por liebre; los
negreros son expertos en supercherías. Pero en fin, supongo que el
jefe de capataces sabe lo que hace. ¿Qué dice Tante Rose?
—Hay dos con flujo, no pueden tenerse en pie. Dice que se los
dejen por una semana para curarlos.
—¡Una semana!
—Es preferible a perderlos, amo. Eso dice Tante Rose.
—¿Hay alguna mujer en el lote? Necesitamos otra en la cocina.
—No, pero hay un muchacho de unos catorce años…
—¿Es ése el que Cambray azotó en el camino? Dijo que quiso
escaparse y tuvo que darle una lección allí mismo.
—Así dice el señor Cambray, amo.
—Y tú, Tété ¿qué crees que pasó?
—No sé, amo, pero pienso que el chico rendiría más en la cocina
que en el campo.
—Aquí intentaría fugarse de nuevo, hay poca vigilancia.
—Ningún esclavo de la casa se ha escapado todavía, amo.
El diálogo quedaba inconcluso, pero más adelante, cuando
Valmorain examinaba sus nuevas adquisiciones, distinguía al
muchacho y tomaba una decisión. Terminada la cena, Tété partía a
comprobar que Eugenia estuviese limpia y tranquila en su cama y a
acompañar a Maurice hasta que se durmiera. Valmorain se instalaba
en la galería, si el clima lo permitía, o en el sombrío salón, acariciando
su tercer coñac, mal alumbrado por una lámpara de aceite, con un
libro o un periódico. Las noticias le llegaban con semanas de retraso,
pero no le importaba, los hechos ocurrían en otro universo.
Despachaba a los domésticos, porque al final del día ya estaba
fastidiado de que le adivinaran el pensamiento, y se quedaba leyendo
solo. Más tarde, cuando el cielo era un impenetrable manto negro y
sólo se escuchaba el silbido constante de los cañaverales, el
murmullo de las sombras dentro de la casa y, a veces, la vibración
secreta de tambores distantes, se iba a su habitación y se desvestía a
la luz de una sola vela. Tété llegaría pronto.
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
Zarité
A
sí lo recuerdo. Afuera los grillos y el canto del búho, adentro la luz
de la luna alumbrando a rayas precisas su cuerpo dormido. ¡Tan
joven! Cuídamelo Erzuli, loa de las aguas más profundas, rogaba yo,
sobando a mi muñeca, la que me dio mi abuelo Honoré y que
entonces todavía me acompañaba. Ven, Erzuli, madre, amante, con
tus collares de oro puro, tu capa de plumas de tucán, tu corona de
flores y tus tres anillos, uno por cada esposo. Ayúdanos, loa de los
sueños y las esperanzas. Protégelo de Cambray, hazlo invisible a los
ojos del amo, hazlo cauteloso frente a otros, pero soberbio en mis
brazos, acalla su corazón de bozal en la luz del día, para que
sobreviva, y dale bravura por las noches, para que no pierda las
ganas de la libertad. Míranos con benevolencia, Erzuli, loa de los
celos. No nos envidies, porque esta dicha es frágil como alas de
mosca. Él se irá. Si no se va, morirá, tú lo sabes, pero no me lo quites
todavía, déjame acariciar su espalda delgada de muchacho antes de
que se convierta en la de un hombre.
Era un guerrero, ese amor mío, como el nombre que le dio su
padre, Gambo, que quiere decir guerrero. Yo susurraba su nombre
prohibido cuando estábamos solos, Gambo, y esa palabra resonaba
en mis venas. Le costó muchas palizas responder al nombre que le
dieron aquí y ocultar su nombre verdadero. Gambo, me dijo,
tocándose el pecho, la primera vez que nos amamos. Gambo, Gambo,
repitió hasta que me atreví a decirlo. Entonces él hablaba en su
lengua y yo le contestaba en la mía. Tardó tiempo en aprender créole
y en enseñarme algo de su idioma, el que mi madre no alcanzó a
darme, pero desde el comienzo no necesitamos hablar. El amor tiene
palabras mudas, más transparentes que el río.
Gambo estaba recién llegado, parecía un niño, venía en los
huesos, espantado. Otros cautivos más grandes y fuertes quedaron
flotando a la deriva en el mar amargo, buscando la ruta hacia Guinea.
¿Cómo soportó él la travesía? Venía en carne viva por los azotes, el
método de Cambray para quebrar a los nuevos, el mismo que usaba
con los perros y los caballos. En el pecho, sobre el corazón, tenía la
marca al rojo con las iniciales de la compañía negrera, que le
pusieron en África antes de embarcarlo, y todavía no cicatrizaba.
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
Tante Rose me indicó que le lavara las heridas con agua, mucha
agua, y las cubriera con emplastos de hierba mora, aloe y manteca.
Debían cerrar de adentro hacia fuera. En la quemadura, nada de
agua, sólo grasa. Nadie sabía curar como ella, hasta el doctor
Parmentier pretendía averiguar sus secretos y ella se los daba,
aunque sirvieran para aliviar a otros blancos, porque el conocimiento
viene de Papa Bondye, pertenece a todos, y si no se comparte se
pierde. Así es. En esos días ella estaba ocupada con los esclavos que
llegaron enfermos y a mí me tocó curar a Gambo.
La primera vez que lo vi estaba tirado boca abajo en el hospital
de esclavos, cubierto de moscas. Lo incorporé con dificultad para
darle un chorro de tafia y una cucharadita de las gotas del ama, que
me había robado de su frasco azul. Enseguida comencé la tarea
ingrata de limpiarlo. Las heridas no estaban demasiado inflamadas,
porque Cambray no pudo echarles sal y vinagre, pero el dolor debía
de ser terrible. Gambo se mordía los labios, sin quejarse. Después me
senté a su lado para cantarle, ya que no conocía palabras de
consuelo en su lengua. Quería explicarle cómo se hace para no
provocar a la mano que empuña el látigo, cómo se trabaja y se
obedece, mientras se va alimentando la venganza, esa hoguera que
arde por dentro. Mi madrina convenció a Cambray de que el
muchacho tenía peste y más valía dejarlo solo, no fuera a dársela a
los demás de la cuadrilla. El jefe de capataces la autorizó para
instalarlo en su cabaña, porque no perdía las esperanzas de que
Tante Rose se contagiara de alguna fiebre fatal, pero ella era inmune,
tenía un trato con Légbé, el loa de los encantamientos. Entretanto yo
empecé a soplarle al amo la idea de poner a Gambo en la cocina. No
iba a durar nada en los cañaverales, porque el jefe de capataces lo
tenía en la mira desde el principio.
Tante Rose nos dejaba solos en su cabaña durante las curaciones.
Adivinó. Y al cuarto día sucedió. Gambo estaba tan abrumado por el
dolor y por lo mucho que había perdido —su tierra, su familia, su
libertad— que quise abrazarlo como habría hecho su madre. El cariño
ayuda a sanar. Un movimiento condujo al siguiente y me fui
deslizando debajo de él sin tocarle las espaldas, para que apoyara la
cabeza en mi pecho. Le ardía el cuerpo, todavía estaba muy
afiebrado, no creo que supiera lo que hacíamos. Yo no conocía el
amor. Lo que hacía conmigo el amo era oscuro y vergonzoso, así se lo
dije, pero no me creía. Con el amo mi alma, mi ti-bon-ange, se
desprendía y se iba volando a otra parte y sólo mi corps-cadavre
estaba en esa cama. Gambo. Su cuerpo liviano sobre el mío, sus
manos en mi cintura, su aliento en mi boca, sus ojos mirándome
desde el otro lado del mar, desde Guinea, eso era amor. Erzuli, loa
del amor, sálvalo de todo mal, protégelo. Así clamaba yo.
83
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Tiempos revueltos
H
abían transcurrido más de treinta años desde que Macandal,
aquel brujo de leyenda, plantara la semilla de la insurrección y
desde entonces su espíritu viajaba con el viento de un extremo a otro
de la isla, se introducía en los barracones, las cabañas, las ajoupas,
los trapiches, tentando a los esclavos con la promesa de libertad.
Adoptaba forma de serpiente, escarabajo, mono, guacamaya,
consolaba con el susurro de la lluvia, clamaba con el trueno, incitaba
a la rebelión con el vozarrón de la tempestad. Los blancos también lo
sentían. Cada esclavo era un enemigo, ya había más de medio millón
y dos tercios venían directo de África con su carga inmensa de
resentimiento y sólo vivían para romper sus cadenas y vengarse.
Miles de esclavos llegaban a Saint-Domingue, pero nunca eran
suficientes para la insaciable demanda de las plantaciones. Látigo,
hambre, trabajo. Ni la vigilancia ni la represión más brutal impedían
que muchos escaparan; algunos lo hacían en el puerto, apenas los
desembarcaban y les quitaban las cadenas para bautizarlos. Se las
arreglaban para correr desnudos y enfermos, con un solo
pensamiento: huir de los blancos. Atravesaban llanuras arrastrándose
en los pastizales, se internaban en la jungla y trepaban las montañas
de ese territorio desconocido. Si lograban unirse a una banda de
cimarrones, se salvaban de la esclavitud. Guerra, libertad. Los
bozales, nacidos libres en África y dispuestos a morir por volver a
serlo, les contagiaban su valor a los nacidos en la isla, que no
conocían la libertad y para quienes Guinea era un reino difuso en el
fondo del mar. Los plantadores vivían armados, esperando. El
regimiento de Le Cap había sido reforzado con cuatro mil soldados
franceses, que apenas pisaron tierra firme cayeron fulminados por
cólera, malaria y disentería.
Los esclavos creían que los mosquitos, causantes de esa
mortandad, eran los ejércitos de Macandal combatiendo contra los
blancos. Macandal se había librado de la hoguera convertido en
mosquito. Macandal había vuelto, como prometió. En Saint-Lazare
habían huido menos esclavos que en otras partes y Valmorain lo
atribuía a que él no se ensañaba con sus negros, nada de untarlos
con melaza y exponerlos a las hormigas rojas, como hacía Lacroix. En
sus extraños monólogos nocturnos le comentaba a Tété que nadie
podía acusarlo de crueldad, pero si la situación seguía empeorando
84
Isabel Allende
La isla bajo el mar
tendría que darle carta blanca a Cambray. Ella se cuidaba de no
mencionar la palabra rebelión delante de él. Tante Rose le había
asegurado que una revuelta general de los esclavos era sólo cuestión
de tiempo y Saint-Lazare, como todas las demás plantaciones de la
isla, iba a desaparecer entre llamas.
Prosper Cambray había comentado ese improbable rumor con su
patrón. Desde que él podía acordarse se hablaba de lo mismo y nunca
se concretaba. ¿Qué podían hacer unos miserables esclavos contra la
milicia y hombres como él mismo, decididos a todo? ¿Cómo se iban a
organizar y armar? ¿Quién los iba a dirigir? Imposible. Pasaba el día a
caballo y dormía con dos pistolas al alcance de la mano y un ojo
abierto, siempre alerta. El látigo era una prolongación de su puño, el
lenguaje que mejor conocía y todos temían, nada lo complacía tanto
como el miedo que inspiraba. Sólo los escrúpulos de su patrón le
habían impedido usar métodos de represión más imaginativos, pero
eso estaba por cambiar desde que se habían multiplicado los brotes
de insurrección. Había llegado la oportunidad de demostrar que podía
manejar la plantación aun en las peores condiciones, llevaba
demasiados años esperando la posición de administrador. No podía
quejarse, porque había amasado un capital nada despreciable
mediante sobornos, raterías y contrabando. Valmorain no sospechaba
cuánto desaparecía de sus bodegas. Se jactaba de padrote, ninguna
muchacha se libraba de servirlo en la hamaca y nadie se inmiscuía en
eso. Mientras no molestara a Tété, podía fornicar a su antojo, pero la
única que lo incendiaba de lujuria y despecho era ella, porque estaba
fuera de su alcance. La observaba de lejos, la espiaba de cerca, la
atrapaba al vuelo en cualquier descuido y ella siempre se le
escabullía. «Tenga cuidado, señor Cambray. Si me toca, se lo diré al
amo», le advertía Tété, tratando de dominar el temblor de la voz.
«Ten cuidado tú, puta, porque cuando te tenga en mis manos me las
vas a pagar. ¿Quién crees que eres, desgraciada? Ya tienes veinte
años, pronto tu amo te va a reemplazar por otra más joven y
entonces será mi turno. Te voy a comprar. Te voy a comprar barata,
porque no vales nada, ni siquiera eres buena reproductora. ¿O es que
tu amo no tiene cojones? Conmigo verás lo que es bueno. Tu amo
estará feliz de venderte», la amenazaba, jugando con el látigo de
cuero trenzado.
Entretanto la Revolución francesa había llegado como un coletazo
de dragón a la colonia, sacudiéndola hasta los fundamentos. Los
grands blancs, conservadores y monárquicos, veían los cambios con
horror, pero los petits blancs apoyaban a la República, que había
acabado con las diferencias de clases: libertad, igualdad y fraternidad
para los hombres blancos. Por su parte los affranchis habían enviado
delegaciones a París a reclamar sus derechos ciudadanos ante la
Asamblea Nacional, porque en Saint-Domingue ningún blanco, ni rico
ni pobre, estaba dispuesto a dárselos. Valmorain postergó
indefinidamente su regreso a Francia al comprender que ya nada lo
ataba a su país. Antes rabiaba contra el despilfarro de la monarquía y
ahora lo hacía contra el caos republicano. Al cabo de tantos años a
contrapelo en la colonia, había terminado por aceptar que su lugar
85
Isabel Allende
La isla bajo el mar
estaba en el Nuevo Mundo. Sancho García del Solar le escribió con su
habitual franqueza para proponerle que se olvidara de Europa en
general y Francia en particular, donde no había lugar para hombres
emprendedores, que el futuro estaba en Luisiana. Contaba con
buenas conexiones en Nueva Orleans, sólo le faltaba capital para
poner en marcha un proyecto para el que ya tenía varios interesados,
pero deseaba darle preferencia a él por sus lazos familiares y porque
donde ponían el dedo juntos, brotaba oro. Le explicó que en sus
comienzos Luisiana fue colonia francesa y desde hacía unos veinte
años lo era de España, pero la población permanecía obstinadamente
leal a sus orígenes. El gobierno era español, pero la cultura y la
lengua continuaban siendo francesas. El clima se parecía al de las
Antillas y se daban bien los mismos cultivos, con la ventaja de que
sobraba espacio y la tierra estaba botada; podrían adquirir una gran
plantación y explotarla sin problemas políticos ni esclavos alzados.
Amasarían una fortuna en pocos años, le prometió.
Después de perder a su primer hijo, Tété quería ser estéril como
las mulas del molino. Para amar y sufrir como madre le bastaba
Maurice, ese chiquillo delicado, capaz de llorar de emoción con la
música y orinarse de angustia ante la crueldad. Maurice temía a
Cambray, le bastaba oír el taconeo de sus botas en la galería para
volar a esconderse. Tété recurría a los remedios de Tanta Rose para
evitar otra preñez, tal como hacían otras esclavas, pero no siempre
daban resultado. La curandera decía que algunos niños insisten en
venir al mundo, porque no sospechan lo que les aguarda. Así fue con
el segundo crío de Tété. De nada sirvieron los manojos de estopa
impregnados en vinagre para evitarlo, ni las infusiones de borraja, los
sahumerios de mostaza y el gallo sacrificado a los loas para abortarlo.
A la tercera luna llena sin menstruar, fue a rogarle a su madrina que
acabara con su problema mediante un palo puntiagudo, pero ella se
negó: el riesgo de una infección era enorme y si eran sorprendidas
atentando contra la propiedad del amo, Cambray tendría un motivo
perfecto para despellejarlas a azotes.
—Supongo que éste también es hijo del amo —comentó Tante
Rose.
—No estoy segura, madrina. También puede ser de Gambo —
murmuró Tété, azorada.
—¿De quién?
—El ayudante de la cocinera. Su verdadero nombre es Gambo.
—Es un mocoso, pero veo que ya sabe hacer como los hombres.
Debe de ser cinco o seis años menor que tú.
—¿Qué importa eso? ¡Lo que importa es que si el niño me sale
negro el amo nos va a matar a los dos!
—Muchas veces los niños mezclados salen oscuros como los
abuelos —le aseguró Tante Rose.
Aterrada ante las posibles consecuencias de esa preñez, Tété
imaginaba que tenía un tumor adentro, pero al cuarto mes sintió un
aleteo de paloma, un soplo obstinado, la primera inconfundible
manifestación de vida, y no pudo evitar el cariño y la compasión por
el ser acurrucado en su vientre. Por las noches, tendida junto a
86
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Maurice, le pedía perdón en susurros por la ofensa terrible de traerlo
al mundo como esclavo. Esta vez no fue necesario esconder la barriga
ni que el amo saliera disparado con su esposa a Cuba, porque la
infeliz ya no se daba cuenta de nada. Hacía mucho que Eugenia no
tenía contacto con su marido y las pocas veces que lo vislumbraba en
el ámbito borroso de su chifladura preguntaba quién era ese hombre.
Tampoco reconocía a Maurice. En sus buenos momentos volvía a su
adolescencia, tenía catorce años y jugaba con otras bulliciosas
colegialas en el convento de las monjas en Madrid, mientras
esperaban el chocolate espeso del desayuno. El resto del tiempo
vagaba en un paisaje de neblina sin contornos precisos donde ya no
sufría como antes. Tété decidió por su cuenta suprimirle de a poco el
opio y no hubo ninguna diferencia en la conducta de Eugenia. Según
Tante Rose, el ama había cumplido su misión al dar a luz a Maurice y
ya no le quedaba nada por hacer en este mundo.
Valmorain conocía el cuerpo de Tété mejor de lo que alcanzó a
conocer el de Eugenia o de ninguna de sus fugaces amantes y pronto
se dio cuenta de que se le estaba engrosando la cintura y tenía los
senos hinchados. La interrogó cuando estaban en la cama, después
de uno de esos coitos que ella soportaba resignada y que para él eran
sólo un desahogo nostálgico, y Tété se echó a llorar. Eso lo
sorprendió, porque no la había visto verter lágrimas desde que le
arrebató a su primer hijo. Había oído que los negros tienen menos
capacidad de sufrir, la prueba era que ningún blanco aguantaría lo
que ellos soportaban, y así como se les quitan los cachorros a las
perras o los terneros a las vacas, se podía separar a las esclavas de
sus hijos; al poco tiempo se reponían de la pérdida y después ni se
acordaban. Nunca había pensado en los sentimientos de Tété, partía
de la base que eran muy limitados. En ausencia suya, ella se disolvía,
se borraba, quedaba suspendida en la nada hasta que él la requería;
entonces se materializaba de nuevo, sólo existía para servirlo. Ya no
era una muchacha, pero le parecía que no había cambiado.
Recordaba vagamente a la chiquilla flaca que le entregó Violette
Boisier años antes, a la muchacha frutal que emergió de ese capullo
tan poco prometedor y a quien él desfloró de un zarpazo en la misma
habitación donde Eugenia dormía drogada, a la joven que dio a luz sin
un solo quejido con un pedazo de madera entre los dientes, a la
madre de dieciséis años que se despidió con un beso en la frente del
niño que nunca más habría de ver, a la mujer que mecía a Maurice
con infinita ternura, la que cerraba los ojos y se mordía los labios
cuando él la penetraba, la que a veces se dormía a su lado extenuada
por las fatigas del día, pero pronto despertaba sobresaltada con el
nombre de Maurice en los labios y se iba corriendo. Y todas esas
imágenes de Tété se fundían en una sola, como si el tiempo no
pasara para ella. Aquella noche en que palpó los cambios en su
cuerpo, le ordenó que encendiera la lámpara para mirarla. Le gustó lo
que vio, ese cuerpo de líneas largas y firmes, la piel color bronce, las
caderas generosas, los labios sensuales, y concluyó que era su más
valiosa posesión. Con un dedo recogió una lágrima, que se le
deslizaba a lo largo de la nariz y sin pensarlo se la llevó a los labios.
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
Era salada, como las lágrimas de Maurice.
—¿Qué te pasa? —le preguntó.
—Nada, amo.
—No llores. Esta vez podrás quedarte con tu crío, porque a
Eugenia ya no puede importarle.
—Si es así, amo, ¿por qué no recupera a mi hijo?
—Eso sería muy engorroso.
—Dígame si está vivo…
—¡Por supuesto que está vivo, mujer! Debe de tener unos cuatro
o cinco, años, ¿no? Tu deber es ocuparte de Maurice. No vuelvas a
mencionar a ese chico delante de mí y confórmate con que te permita
criar al que tienes adentro.
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
Zarité
G
ambo prefería cortar caña a la labor humillante de la cocina. «Si
mi padre me viera, se levantaría entre los muertos para
escupirme en los pies y renegar de mí, su hijo mayor, por hacer cosas
de mujer. Mi padre murió peleando contra los atacantes de nuestra
aldea, como es natural que mueran los hombres.» Así me decía. Los
cazadores de esclavos eran de otra tribu, venían de lejos, del oeste,
con caballos y mosquetes como los del jefe de capataces. Otras
aldeas habían desaparecido incendiadas, se llevaban a los jóvenes,
mataban a los mayores y a los niños pequeños, pero su padre creía
que ellos estaban a salvo, protegidos por la distancia y el bosque. Los
cazadores vendían sus cautivos a unos seres con colmillos de hiena y
garras de cocodrilo que se alimentaban de carne humana. Nadie
regresaba jamás. Gambo fue el único de su familia que atraparon con
vida, por suerte para mí y por desgracia para él. Resistió la primera
parte del trayecto, que duró dos ciclos completos de la luna, a pie,
atado a los demás con sogas y con un yugo de madera al cuello,
arreado a palos, casi sin alimento ni agua. Cuando ya no podía dar un
paso más, surgió ante sus ojos el mar, que ninguno en la larga fila de
cautivos conocía, y un castillo imponente sobre la arena. No
alcanzaron a maravillarse ante la extensión y el color del agua, que
se confundía con el cielo en el horizonte, porque los encerraron.
Entonces Gambo vio a los blancos por primera vez y pensó que eran
demonios; después se enteró de que eran gente, pero nunca creyó
que fueran humanos como nosotros. Estaban vestidos con trapos
sudados, pecheras de metal y botas de cuero, gritaban y golpeaban
sin razón. Nada de colmillos ni garras, pero tenían pelos en la cara,
armas y látigos y su olor era tan repugnante que mareaba a los
pájaros en el cielo. Así me lo contó. Lo separaron de las mujeres y
niños, lo metieron en un corral, caliente de día y frío de noche, con
cientos de hombres que no hablaban su lengua. No supo cuánto
tiempo estuvo allí, porque se olvidó de seguir los pasos de la luna, ni
cuántos murieron, porque nadie tenía nombre y nadie llevaba la
cuenta. Al principio estaban tan apretados que no podían echarse en
el suelo, pero a medida que sacaban los cadáveres, hubo más
espacio. Después vino lo peor, lo que él no quería recordar, pero
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
volvía a vivirlo en los sueños: el barco. Iban tendidos uno al lado del
otro, como leños, en varios pisos de tablones, con hierros al cuello y
cadenas, sin saber adónde los llevaban, ni por qué se bamboleaba
esa enorme calabaza, todos gimiendo, vomitando, cagándose,
muriéndose. La fetidez era tanta que llegaba hasta el mundo de los
muertos y su padre la olía. Tampoco allí Gambo pudo calcular el
tiempo, aunque estuvo bajo el sol y las estrellas varias veces, cuando
los sacaban en grupos a la cubierta para lavarlos con baldes de agua
de mar y obligarlos a bailar para que no se les olvidara el uso de las
piernas y los brazos.
Los marineros lanzaban por la borda a los muertos y los
enfermos, después escogían a algunos cautivos y los azotaban por
diversión. A los más atrevidos los colgaban de las muñecas y los
bajaban lentamente al agua, que hervía de tiburones, y cuando los
subían sólo quedaban los brazos. Gambo también vio lo que hacían
con las mujeres. Buscó la oportunidad de lanzarse por la borda,
pensando que después del festín de los tiburones que siguieron al
barco desde el África hasta las Antillas, su alma iría nadando a la isla
bajo el mar a reunirse con su padre y el resto de su familia. «Si mi
padre supiera que pretendía morir sin luchar, de nuevo me escupiría
en los pies.» Así me lo contó.
Su única razón para permanecer en la cocina de Tante Mathilde
era que estaba preparándose para escapar. Sabía los riesgos. En
Saint-Lazare había esclavos sin nariz ni orejas o con grillos soldados
en los tobillos; no se podían quitar y era imposible correr con ellos.
Creo que postergaba su fuga por mí, por la forma en que nos
mirábamos, los mensajes de piedrecillas en el gallinero, las golosinas
que robaba para mí en la cocina, la expectativa de abrazarnos, que
era como picazón de pimienta por todo el cuerpo, y por esos raros
momentos en que por fin estábamos solos y nos tocábamos. «Vamos
a ser libres, Zarité, y estaremos siempre juntos. Te quiero más que a
nadie, más que a mi padre y sus cinco esposas, que eran mis madres,
más que a mis hermanos y mis hermanas, más que a todos ellos
juntos, pero no más que mi honor.» Un guerrero hace lo que debe
hacer, eso es más importante que el amor, cómo no lo voy a
entender. Las mujeres amamos más profundo y largo, eso también lo
sé. Gambo era orgulloso y no hay peligro mayor para un esclavo que
el orgullo. Le rogaba que se quedara en la cocina si quería seguir
viviendo, que se volviera invisible para evitar a Cambray, pero eso
era pedirle demasiado, era pedirle que llevara una existencia de
cobarde. La vida está escrita en nuestra z'etoile y no podemos
cambiarla. «¿Vendrás conmigo, Zarité?» No podía ir con él, estaba
muy pesada y juntos no habríamos llegado lejos.
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
Los amantes
H
acía varios años que Violette Boisier había abandonado la vida
nocturna de Le Cap, no por haberse marchitado, pues todavía
podía competir con cualquiera de sus rivales, sino por Étienne Relais.
La relación se había convertido en una complicidad amorosa
sazonada por la pasión de él y el buen humor de ella. Llevaban juntos
casi una década, que se les había hecho muy corta. Al principio
pasaban separados, sólo podían verse durante las breves visitas de
Relais entre campañas militares. Por un tiempo ella continuó en su
oficio, pero sólo ofrecía sus magníficos servicios a un puñado de
clientes, los más generosos. Se volvió tan selectiva que Loula debía
suprimir de la lista a los impetuosos, los feos sin remedio y los de mal
aliento; en cambio daba preferencia a los viejos, porque eran
agradecidos. Pocos años después de conocer a Violette, Relais fue
ascendido a teniente coronel y le encargaron la seguridad en el norte;
entonces viajaba por períodos más cortos. Apenas pudo establecerse
en Le Cap dejó de dormir en el cuartel y se casó con ella. Lo hizo
desafiante, con pompa y ceremonia en la iglesia y anuncio en el
periódico, como las bodas de los grands blancs, ante el desconcierto
de sus compañeros de armas, incapaces de entender sus razones
para desposar a una mujer de color, y además de dudosa reputación,
si podía mantenerla como querida; pero ninguno se lo preguntó a la
cara y él no ofreció explicaciones. Contaba con que nadie se atrevería
a hacerle desaires a su mujer. Violette notificó a sus «amigos» que ya
no estaba disponible, repartió entre otras cocottes los vestidos de
fiesta que no pudo transformar en prendas más discretas, vendió su
piso y se fue a vivir con Loula a una casa alquilada por Relais en un
barrio de petits blancs y affranchis. Sus nuevas amistades eran
mulatos, algunos bastante ricos, propietarios de tierras y esclavos,
católicos, aunque en secreto solían recurrir al vudú. Descendían de
los mismos blancos que los despreciaban, eran sus hijos o nietos, y
los imitaban en todo, pero negaban hasta donde podían la sangre
africana de sus madres. Relais no era amistoso, sólo se sentía
cómodo en la ruda camaradería del cuartel, pero de vez en cuando
acompañaba a su mujer a las reuniones sociales. «Sonríe, Étienne,
para que mis amigos le pierdan el miedo al mastín de SaintDomingue», le pedía ella. Violette le comentó a Loula que echaba de
menos el brillo de las fiestas y espectáculos que antes llenaban sus
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
noches. «Entonces tenías dinero y te divertías, mi ángel, ahora eres
pobre y te aburres. ¿Qué has ganado con tu soldado?» Vivían con el
sueldo de teniente coronel, pero sin que él lo supiera hacían
negocios: pequeños contrabandos, préstamos con interés. Así
aumentaban el capital que Violette había ganado y Loula sabía
invertir.
Étienne Relais no había olvidado sus planes de volver a Francia,
especialmente ahora que la República les había dado poder a los
ciudadanos comunes como él. La vida en la colonia lo tenía harto,
pero no tenía suficiente dinero ahorrado como para retirarse del
ejército. No le hacía ascos a la guerra, era un centauro de muchas
batallas, acostumbrado a sufrir y hacer sufrir, pero estaba cansado
del alboroto. No entendía la situación en Saint-Domingue: se hacían y
deshacían alianzas en cosa de horas, los blancos se peleaban entre sí
y contra los affranchis, nadie le daba importancia a la creciente
insurrección de los negros, que él consideraba lo más grave de todo.
A pesar de la anarquía y la violencia, la pareja encontró una felicidad
apacible que ninguno de los dos conocía. Evitaban hablar de hijos,
ella no podía concebirlos y a él no le interesaban, pero cuando una
tarde inolvidable Toulouse Valmorain se presentó en su casa con un
recién nacido envuelto en una mantilla, lo recibieron como una
mascota que llenaría las horas de Violette y Loula, sin sospechar que
se iba a convertir en el hijo que no se habían atrevido a soñar.
Valmorain se lo llevó a Violette porque no se le ocurrió otra solución
para hacerlo desaparecer antes del regreso de Eugenia de Cuba.
Debía impedir que su mujer se enterara de que el crío de Tété era
también suyo. No podía ser de otro, porque él era el único blanco en
Saint-Lazare. Ignoraba que Violette se había casado con el militar. No
la encontró en el piso de la plaza Clugny, que ahora tenía otro
propietario, pero le fue fácil averiguar su nuevo paradero y allí llegó
con el chico y una nodriza que consiguió por su vecino Lacroix. Le
planteó el asunto a la pareja como un arreglo temporal, sin tener idea
de cómo lo iba a resolver más adelante; por lo mismo fue un alivio
que Violette y su marido aceptaran al infante sin preguntar más que
su nombre. «No lo he bautizado, podéis llamarlo como queráis», les
dijo en esa oportunidad.
Étienne Relais seguía tan fiero, vigoroso y sano como en su
juventud. Era el mismo manojo de músculos y fibra, con una mata de
cabello gris y el carácter de hierro que lo encumbró en el ejército y le
hizo ganar varias medallas. Primero había servido al Rey y ahora
servía a la República con igual lealtad. Todavía deseaba hacer el
amor con Violette muy seguido y ella lo acompañaba de buen talante
en esas cabriolas de amantes, que según Loula eran impropias de
esposos maduros. Era notable el contraste entre su reputación de
despiadado y la blandura recóndita que derrochaba con su mujer y el
niño, quien rápidamente ganó su corazón, ese órgano que a él le
faltaba, según sostenían en el cuartel. «Este chiquillo podría ser mi
nieto», decía a menudo y en verdad tenía chocheras de abuelo.
Violette y el niño eran las únicas dos personas que había amado en su
vida y, si lo apuraban un poco, admitía que también quería a Loula,
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
aquella africana mandona que tanta guerra le dio al principio, cuando
pretendía que Violette consiguiera un novio más conveniente. Relais
le ofreció la emancipación; la reacción de Loula fue echarse al suelo
gimiendo que pretendían deshacerse de ella, como tantos esclavos
inservibles por viejos o enfermos, que los amos abandonaban en la
calle para no tener que mantenerlos, que había pasado su vida
cuidando a Violette y cuando no la necesitaban iban a condenarla a
pedir limosna o morirse de hambre, y dale y dale a grito
destemplado. Por fin Relais logró hacerse oír para asegurarle que
podía seguir siendo esclava hasta su último aliento, si así lo deseaba.
A partir de esa promesa cambió la actitud de la mujer y en vez de
ponerle muñecos pinchados con alfileres debajo la cama, se esmeró
en prepararle sus comidas favoritas.
Violette había madurado como los mangos, lentamente. Con los
años no había perdido su frescura, su porte altivo o su risa torrentosa,
sólo había engordado un poco, lo que a su marido le encantaba. Tenía
la actitud confiada de quienes gozan del amor. Con el tiempo y la
estrategia de rumores de Loula, se había convertido en una leyenda y
adonde fuera la seguían miradas y murmullos, incluso de la misma
gente que no la recibía en sus casas. «Se deben estar preguntando
por el huevo de paloma», se reía Violette. Los hombres más soberbios
se quitaban el sombrero a su paso cuando iban solos, muchos
recordaban las noches ardientes en el piso de la plaza Clugny, pero
las mujeres de cualquier color apartaban la vista por envidia. Violette
se vestía con colores alegres y sus únicos adornos eran el anillo de
ópalo, regalo de su marido, y pesados aros de oro en las orejas, que
resaltaban sus rasgos magníficos y el marfil de su piel, resultado de
una vida sin exponerse al rayo partido de sol. No poseía otras joyas,
todas las había vendido para aumentar el capital indispensable para
sus tratos de usurera. Había acumulado sus ahorros durante años en
un hoyo del patio, en sólidas monedas de oro, sin levantar sospechas
en su marido, hasta que llegó el momento de irse. Estaban echados
en cama un domingo a la hora de la siesta, sin tocarse porque hacía
demasiado calor, cuando ella le anunció que si en realidad deseaba
volver a Francia, como venía diciendo desde hacía una eternidad,
contaban con los medios para hacerlo. Esa misma noche, amparada
por la oscuridad, desenterró su tesoro con Loula. Una vez que el
teniente coronel hubo sopesado la bolsa de monedas, se repuso del
asombro y dejó de lado sus objeciones de varón humillado por la
astucia de las hembras, decidió presentar su renuncia al ejército.
Había cumplido de sobra con Francia. Entonces la pareja empezó a
planear el viaje y Loula debió resignarse a la idea de ser libre, porque
en Francia se había abolido la esclavitud.
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
Los hijos del amo
E
sa tarde los esposos Relais esperaban la visita más importante de
sus vidas, como le explicó Violette a Loula. La casa del militar era
algo más amplia que el apartamento de tres piezas en la plaza
Clugny, cómoda, pero sin lujos. La sencillez adoptada por Violette en
el vestuario se extendía a su vivienda, decorada con muebles de
artesanos locales y sin las chinerías que antes tanto le gustaban. La
casa era acogedora, con fuentes de frutas, floreros, jaulas de pájaros
y varios gatos. El primero en presentarse esa tarde fue el notario con
su joven escribiente y un libraco de tapas azules. Violette los instaló
en un cuarto adyacente a la sala principal, que servía de escritorio a
Relais, y les ofreció café con delicados beignets de las monjas, que
según Loula eran sólo masa frita y ella podía hacerlos mejor. Poco
después tocó a la puerta Toulouse Valmorain. Se había echado varios
kilos encima y se veía más gastado y ancho de lo que Violette
recordaba, pero conservaba intacta su arrogancia de grand blanc, que
a ella siempre le había parecido cómica, porque estaba entrenada
para desnudar a los hombres de una sola mirada y desnudos no
valían títulos, poder, fortuna o raza; sólo contaban el estado físico y
las intenciones. Valmorain la saludó con el ademán de besarle la
mano, pero sin tocarla con los labios, lo que habría sido una
descortesía delante de Relais, y aceptó el asiento y el vaso de jugo de
fruta que le ofrecieron.
—Han pasado unos cuantos años desde la última vez que nos
vimos, monsieur —dijo ella, con una formalidad nueva entre ellos,
procurando disimular la ansiedad que le oprimía el pecho.
—El tiempo se ha detenido para usted, madame, está igual.
—No me ofenda, me veo mejor —sonrió ella, asombrada porque el
hombre se sonrojó; tal vez estaba tan nervioso como ella.
—Como sabe por mi carta, monsieur Valmorain, pensamos irnos a
Francia dentro de poco —comenzó Étienne Relais, de uniforme, tieso
como un poste en su silla.
—Sí, sí —lo interrumpió Valmorain—. Antes que nada, me
corresponde agradecerles a ambos que hayan cuidado al chico
durante estos años. ¿Cómo se llama?
—Jean-Martin —dijo Relais.
—Supongo que ya es todo un hombrecito. Desearía verlo, si fuera
posible.
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
—Dentro de un momento. Anda paseando con Loula y regresarán
pronto.
Violette estiró la falda de su sobrio vestido de crêpe verde oscuro
con ribetes morados y sirvió más jugo en los vasos. Le temblaban las
manos. Durante un par de eternos minutos nadie habló. Uno de los
canarios empezó a cantar en su jaula, rompiendo el pesado silencio.
Valmorain observó con disimulo a Violette, tomando nota de los
cambios en ese cuerpo que alguna vez se empecinó en amar, aunque
ya no recordaba muy bien lo que hacían antes en la cama. Se
preguntó qué edad tendría y si acaso usaba misteriosos bálsamos
para preservar la belleza, como había leído en alguna parte que
hacían las antiguas faraonas, quienes a fin de cuentas terminaban
momificadas. Sintió envidia al imaginar la dicha de Relais con ella.
—No podemos llevarnos a Jean-Martin en las condiciones actuales,
Toulouse —dijo al fin Violette en el tono familiar que empleaba
cuando eran amantes, poniéndole una mano en el hombro.
—No nos pertenece —añadió el teniente coronel, con un rictus en
la boca y los ojos fijos en su antiguo rival.
—Queremos mucho a este niño y él cree que somos sus padres.
Siempre quise tener hijos, Toulouse, pero Dios no me los dio. Por eso
deseamos comprar a Jean-Martin, emanciparlo y llevarlo a Francia con
el apellido Relais, como nuestro hijo legítimo —dijo Violette y de
pronto se echó a llorar, sacudida por los sollozos.
Ninguno de los dos hombres hizo ademán de consolarla. Se
quedaron mirando los canarios, incómodos, hasta que ella logró
calmarse, justamente cuando Loula entraba con un chiquillo de la
mano. Era hermoso. Corrió donde Relais a mostrarle algo que
apretaba en un puño, parloteando excitado, con las mejillas
arreboladas. Relais le señaló al visitante y el chico se acercó, le
tendió una mano regordeta y lo saludó sin timidez. Valmorain lo
estudió complacido y comprobó que no se parecía en nada a él ni a su
hijo Maurice.
—¿Qué tienes ahí? —le preguntó.
—Un caracol.
—¿Me lo regalas?
—No puedo, es para mi papa —respondió Jean-Martin, regresando
junto a Relais para trepar a sus rodillas.
—Anda con Loula, hijo —le ordenó el militar. El niño obedeció de
inmediato, cogió a la mujer por la falda y ambos desaparecieron.
—Si estás de acuerdo… Bueno, hemos convocado a un notario en
caso que aceptes nuestra proposición, Toulouse. Después habría que
ir donde un juez —balbuceó Violette, a punto de llorar de nuevo.
Valmorain había acudido a la entrevista sin un plan. Sabía lo que
le iban a pedir, porque Relais se lo había explicado en su carta, pero
no había tomado una decisión, deseaba ver al muchacho primero. Le
había causado muy buena impresión, era guapo y por lo visto no le
faltaba carácter, valía bastante dinero, pero para él sería un incordio.
Lo habían mimado desde que nació, eso resultaba evidente, y no
sospechaba su verdadera posición en la sociedad. ¿Qué haría con ese
pequeño bastardo de sangre mezclada? Tendría que mantenerlo en la
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
casa los primeros años. No imaginaba cómo reaccionaría Tété;
seguramente se volcaría en su hijo y Maurice, quien hasta ese
momento se había criado como hijo único, se sentiría abandonado. El
delicado equilibrio de su hogar podía venirse abajo. También pensó
en Violette Boisier, en el recuerdo impreciso del amor que le tuvo, en
los servicios que se habían prestado mutuamente a lo largo de los
años y en la simple verdad de que ella era mucho más madre de
Jean-Martin que Tété. Los Relais ofrecían al niño lo que él no pensaba
darle: libertad, educación, un apellido y una situación respetable.
—Por favor, monsieur, véndanos a Jean-Martin. Le pagaremos lo
que pida, aunque como usted ve, no somos gente de fortuna —le
rogó Étienne Relais, crispado y tenso, mientras Violette temblaba
apoyada en el umbral de la puerta que los separaba del notario.
—Dígame, señor, ¿cuánto ha gastado en mantenerlo durante
estos años? —preguntó Valmorain.
—Nunca he hecho esa cuenta —respondió Relais, sorprendido.
—Bien, eso es lo que vale el chico. Estamos a mano. Ya tiene
usted a su hijo.
El embarazo de Tété transcurrió sin cambios para ella; siguió
trabajando de sol a sol como siempre y acudía al lecho de su amo
cada vez que a él se le antojaba para hacer como los perros cuando la
barriga se convirtió en un obstáculo. Tété lo maldecía para sus
adentros, pero también temía que la reemplazara por otra esclava y
la vendiera a Cambray, la peor suerte imaginable.
—No te preocupes, Zarité, si llega ese momento, yo me encargo
del jefe de capataces —le prometió Tante Rose.
—¿Por qué no lo hace ahora, madrina? —le preguntó la joven.
—Porque no hay que matar sin una muy buena razón.
Esa tarde Tété estaba hinchada, con la sensación de llevar una
sandía adentro, cosiendo en un rincón a pocos pasos de Valmorain,
que leía y fumaba en su sillón. La fragancia picante del tabaco, que
en tiempos normales le gustaba, ahora le revolvía el estómago. Hacía
meses que nadie llegaba de visita a Saint-Lazare, porque incluso el
huésped más asiduo, el doctor Parmentier, temía el camino; no se
podía viajar por el norte de la isla sin fuerte protección. Valmorain
había establecido el hábito de que Tété lo acompañara después de la
cena, una obligación más de las muchas que le imponía. A esa hora
ella sólo deseaba tenderse, acurrucada con Maurice, y dormir. Apenas
podía con su cuerpo siempre caliente, cansado, sudoroso, con la
presión de la criatura en los huesos, el dolor de espalda, los senos
duros, los pezones ardientes. Ese día había sido el peor, el aire se le
hacía poco para respirar. Aún era temprano, pero como una tormenta
había precipitado la noche y la había obligado a cerrar los postigos, la
casa parecía agobiante como una prisión. Hacía media hora que
Eugenia dormía acompañada por su cuidadora y Maurice la esperaba,
pero había aprendido a no llamarla porque su padre se indignaba.
La tormenta cedió tan de súbito como había comenzado, se acalló
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
el golpeteo del agua y el azote del viento, que dieron paso a un coro
de sapos. Tété se dirigió a una de las ventanas y abrió los postigos,
aspirando a fondo el soplo de humedad y frescura que barrió la sala.
El día se le había hecho eterno. Se había asomado un par de veces a
la cocina con la excusa de hablar con Tante Mathilde, pero no había
visto a Gambo. ¿Dónde se había metido el muchacho? Temblaba por
él. A Saint-Lazare llegaban los rumores del resto de la isla, llevados
de boca en boca por los negros y comentados abiertamente por los
blancos, que jamás se cuidaban de lo que decían delante de sus
esclavos. La última noticia era la Declaración de los Derechos del
Hombre proclamada en Francia. Los blancos estaban en ascuas y los
affranchis, que habían sido siempre marginados, veían por fin una
posibilidad de obtener igualdad con los blancos. Los derechos del
hombre no incluían a los negros, como le explicó Tante Rose a la
gente reunida en una calenda, la libertad no era gratis, había que
pelearla. Todos sabían que habían desaparecido cientos de esclavos
de las plantaciones cercanas para unirse a las bandas de rebeldes. En
Saint-Lazare se escaparon veinte, pero Prosper Cambray y sus
hombres les dieron caza y volvieron con catorce. Los otros seis
murieron a tiros, según el jefe de capataces, pero nadie vio lo cuerpos
y Tante Rose creía que habían logrado llegar a las montañas. Eso
fortaleció la determinación de huir de Gambo. Tété ya no podía
sujetarlo y había comenzado el calvario de despedirse y arrancárselo
del corazón. No hay peor sufrimiento que amar con miedo, decía
Tante Rose.
Valmorain apartó la vista de la página para tomar otro sorbo de
coñac y sus ojos se fijaron en su esclava, que llevaba un buen rato de
pie junto a la ventana abierta. En la débil luz de las lámparas la vio
jadeando, sudorosa, con las manos contraídas sobre la barriga. De
pronto Tété ahogó un gemido y se recogió la falda por encima de los
tobillos, mirando desconcertada el charco que se extendía en el suelo
y empapaba sus pies desnudos. «Ya es hora» murmuró y salió
apoyándose en los muebles en dirección a la galería. Dos minutos
más tarde otra esclava acudió presurosa a trapear el suelo.
—Llama a Tante Rose —le ordenó Valmorain.
—Ya la fueron a buscar, amo.
—Avísame cuando nazca. Y tráeme más coñac.
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
Zarité
R
osette nació el mismo día en que desapareció Gambo. Así fue.
Rosette me ayudó a soportar la angustia de que lo atraparan vivo
y el vacío que él dejó en mi cuerpo. Estaba absorta en mi niña.
Gambo corriendo por el bosque perseguido por los perros de
Cambray ocupaba sólo una parte de mi pensamiento. Erzuli, loa
madre, cuida a esta niña. Nunca había sentido esa forma de amor,
porque a mi primer hijo no alcancé a ponérmelo al pecho. El amo le
advirtió a Tante Rose que yo no debía verlo, así sería más fácil la
separación, pero ella me dejó sostenerlo por un momento, antes de
que él se lo llevara. Después me dijo, mientras me limpiaba, que era
un chico sano y fuerte. Con Rosette, comprendí mejor lo que había
perdido. Si también me la quitaran, me volvería loca, como doña
Eugenia. Trataba de no imaginarlo, porque eso puede hacer que las
cosas sucedan, pero una esclava siempre vive con esa incertidumbre.
No podemos proteger a los hijos ni prometerles que estaremos con
ellos mientras nos necesiten. Demasiado pronto los perdemos, por
eso es mejor no traerlos a la vida. Al fin perdoné a mi madre, que no
quiso pasar por ese tormento.
Siempre supe que Gambo se iría sin mí. En la cabeza, los dos lo
habíamos aceptado, pero no en el corazón. Gambo podría salvarse
solo, si estaba señalado en su z'etoile y los loas lo permitían, pero ni
todos los loas juntos podrían evitar que lo cogieran si iba conmigo.
Gambo me ponía la mano en la barriga y sentía moverse al niño,
seguro de que era suyo y se llamaría Honoré, en recuerdo del esclavo
que me crió en casa de madame Delphine. No podía nombrarlo como
su propio padre, quien estaba con los Muertos y los Misterios, pero
Honoré no era mi pariente de sangre, por eso no era una imprudencia
usar su nombre. Honoré es un nombre adecuado para alguien que
pone el honor por encima de todo, incluso del amor. «Sin libertad no
hay honor para un guerrero. Ven conmigo, Zarité.» Yo no podía
hacerlo con la barriga llena, tampoco podía dejar a doña Eugenia, que
ya no era más que un muñeco en su cama y mucho menos a Maurice,
mi niño, a quien le había prometido que nunca nos íbamos a separar.
Gambo no alcanzó a enterarse de que di a luz, porque mientras
yo pujaba en la cabaña de Tante Rose, él corría como el viento. Lo
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
había planeado bien. Huyó al atardecer, antes de que los vigilantes
salieran con los perros. Tante Mathilde no dio la voz de alarma hasta
el día siguiente a mediodía, aunque notó su ausencia al amanecer, y
eso le dio varias horas de ventaja. Era la madrina de Gambo. En
Saint-Lazare, como en otras plantaciones, a los bozales les asignaban
otro esclavo para enseñarles a obedecer, un padrino, pero como a
Gambo lo pusieron en la cocina, le dieron a Tante Mathilde, quien ya
tenía sus años, había perdido a sus hijos y le tomó cariño, por eso lo
ayudó. Prosper Cambray andaba con un grupo de la Marechaussée
persiguiendo a los esclavos que habían huido poco antes. Como
aseguraba que los había matado, nadie entendía su empeño en
seguir buscándolos. Gambo partió en la dirección contraria y al jefe
de capataces le tomó algo de tiempo organizarse para incluirlo en la
cacería. Se fue esa noche porque se lo indicaron los loas; coincidió
con la ausencia de Cambray y con la luna llena; no se puede correr
en una noche sin luna. Así creo.
Mi hija nació con los ojos abiertos y alargados, del color de los
míos. Tardó en tomar aliento, pero cuando lo hizo sus berridos
hicieron temblar la llamita de la vela. Antes de lavarla, Tante Rose me
la colocó sobre el pecho, todavía unida a mí por una gruesa tripa. La
nombré Rosette por Tante Rose, a quien le pedí que fuera su abuela,
ya que no teníamos más familia. Al otro día el amo la bautizó
echándole agua en la frente y murmurando unas palabras cristianas,
pero el domingo siguiente Tante Rose organizó una verdadera
ceremonia Rada para Rosette. El amo nos autorizó para hacer una
calenda y nos dio un par de cabras para asar. Así fue. Era un honor,
porque en la plantación no se celebraban los nacimientos de
esclavos. Las mujeres prepararon comida y los hombres prendieron
hogueras y antorchas y tocaron los tambores en el hounfort de Tante
Rose. Mi madrina dibujó en la tierra con una delgada línea de harina
de maíz la escritura sagrada del vévé en torno al poste central, el
poteau-mitan, y por allí descendieron los loas y montaron a varios
servidores, pero no a mí. Tante Rose sacrificó una gallina: primero le
quebró las alas y luego le arrancó la cabeza con los dientes, como se
debe hacer. Le ofrecí mi hija a Erzuli. Bailé y bailé, los pechos
pesados, los brazos en alto, las caderas locas, las piernas separadas
de mi pensamiento, respondiendo a los tambores.
Al principio el amo no se interesó en Rosette para nada. Le
molestaba oírla llorar y que yo me ocupara de ella, tampoco me
dejaba llevarla colgada a la espalda, como había hecho con Maurice,
tenía que dejarla en un cajón mientras trabajaba. Muy pronto el amo
me llamó a su pieza de nuevo, porque se excitaba con mis senos, que
habían crecido el doble y bastaba mirarlos para que soltaran leche.
Más tarde empezó a fijarse en Rosette porque Maurice se prendó de
ella. Cuando Maurice nació era apenas un ratoncito pálido y silencioso
que me cabía entero en una sola mano, muy diferente a mi hija,
grande y chillona. A Maurice le hizo bien pasar sus primeros meses
pegado a mí, como los niños africanos, que según me han dicho no
tocan el suelo hasta que aprenden a caminar, siempre están en
brazos. Con el calor de mi cuerpo y su buen apetito, creció sano y se
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
libró de las enfermedades que matan a tantos niños. Era listo,
entendía todo y desde los dos años hacía preguntas que ni su padre
sabía contestar. Nadie le enseñó créole, pero lo hablaba igual que el
francés. El amo no le permitía mezclarse con los esclavos, pero se
escabullía para jugar con los pocos negritos de la plantación y yo no
podía reprenderlo porque no hay nada tan triste como un niño
solitario. Desde el principio, Maurice se convirtió en guardián de
Rosette. No se despegaba de su lado, salvo cuando su padre se lo
llevaba a recorrer la propiedad para mostrarle sus posesiones. El amo
siempre puso mucho empeño en su herencia, por eso sufrió tanto
años más tarde con la traición de su hijo. Maurice se instalaba
durante horas a jugar con sus bloques y su caballito de madera junto
al cajón de Rosette, lloraba si ella lloraba, le hacía morisquetas y se
moría de risa si ella respondía. El amo me prohibió decir que Rosette
era hija suya, lo que de ningún modo a mí se me habría ocurrido,
pero Maurice lo adivinó o lo inventó, porque la llamaba hermana. Su
padre le fregaba la boca con jabón, pero no pudo quitarle la
costumbre, como le había quitado la de decirme maman. A su
verdadera madre le tenía miedo, no quería verla, la llamaba «la
señora enferma». Maurice aprendió a decirme Tété, como todo el
mundo, menos algunos que me conocen por dentro y me llaman
Zarité.
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
El guerrero
A
l cabo de varios días de perseguir a Gambo, Prosper Cambray
estaba rojo de ira. No había rastro del muchacho y tenía entre
manos una jauría de perros dementes, medio ciegos y con los hocicos
en llagas. Le echó la culpa a Tété. Era la primera vez que la acusaba
directamente y sabía que en ese momento se abría algo fundamental
entre el patrón y él. Hasta entonces bastaba una palabra suya para
que la condena de un esclavo fuera inapelable y el castigo inmediato,
pero con Tété nunca se había atrevido.
—La casa no se maneja como la plantación, Cambray —razonó
Valmorain.
—¡Ella es responsable de los domésticos! —insistió el otro—. Si no
hacemos un escarmiento, van a desaparecer otros.
—Resolveré esto a mi manera —replicó el patrón, poco dispuesto
a cargarle la mano a Tété, que acababa de parir y siempre había sido
una impecable ama de llaves. La casa funcionaba suavemente y la
servidumbre cumplía sus tareas de buen modo. Además estaba
Maurice, por supuesto, y el cariño que el chico sentía por esa mujer.
Azotarla, como pretendía Cambray, sería como azotar a Maurice.
—Le advertí hace tiempo, patrón, que ese negro tenía mala
índole; por algo debí quebrarlo apenas lo compré, pero no fui
bastante duro.
—Está bien, Cambray, cuando lo cojas puedes hacer lo que te
parezca con él —lo autorizó Valmorain, mientras Tété, que escuchaba
de pie en un rincón como un reo, intentaba disimular su angustia.
Valmorain andaba demasiado preocupado por sus negocios y el
estado de la colonia como para afanarse por un esclavo más o menos.
No lo recordaba en absoluto, era imposible distinguir a uno entre
cientos. En un par de ocasiones Tété se había referido al «niño de la
cocina» y él se quedó con la idea de que era un mocoso, pero no
debía de serlo si se atrevió a tanto, se requerían cojones para
fugarse. Estaba seguro de que Cambray no tardaría en dar con él, le
sobraba experiencia en cazar negros. El jefe de capataces tenía
razón: debían aumentar la disciplina; bastantes problemas había en la
isla entre la gente libre como para permitir atrevimientos de los
esclavos. La Asamblea Nacional, en Francia, le había quitado a la
colonia el poco poder autónomo de que gozaba, es decir, unos
burócratas en París, que jamás habían puesto los pies en las Antillas y
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
escasamente sabían limpiarse el culo, como él aseguraba, ahora
decidían sobre asuntos de enorme gravedad. Ningún grand blanc
estaba dispuesto a aceptar los absurdos decretos que se les ocurrían.
¡Había que ver la ignorancia de esa gente! El resultado era estropicio
y caos, como lo que pasó con un tal Vincent Ogé, un mulato rico que
fue a París a exigir igualdad de derechos para los affranchis y volvió
con el rabo entre las piernas, como cabía esperar, porque adónde
iríamos a parar si se borran las distinciones naturales de clases y
razas. Ogé y su compinche Chavannes, con ayuda de unos
abolicionistas, de esos que nunca faltan, instigaron una rebelión en el
norte, muy cerca de Saint-Lazare. ¡Trescientos mulatos bien armados!
Se requirió todo el peso del regimiento de Le Cap para derrotarlos, le
comentó Valmorain a Tété en una de sus charlas nocturnas. Agregó
que el héroe de la jornada había sido un conocido suyo, el teniente
coronel Étienne Relais, militar de experiencia y coraje, pero de ideas
republicanas. Los sobrevivientes fueron capturados en una maniobra
veloz y en los días siguientes se levantaron cientos de patíbulos en el
centro de la ciudad, un bosque de ahorcados que se desmigajaron de
a poco en el calor, un festín de buitres. A los dos jefes les dieron lento
suplicio en la plaza pública sin la misericordia de un hachazo de
gracia. Y no es que él fuese partidario de castigos truculentos, pero a
veces resultaban edificantes para la población. Tété escuchaba muda,
pensando en el entonces capitán Relais, a quien apenas recordaba y
no podría reconocer si lo viera, porque estuvo con él sólo un par de
veces en el piso de la plaza Clugny hacía años. Si el hombre todavía
amaba a Violette, no debió serle fácil combatir a los affranchis, Ogé
podría haber sido su amigo o pariente.
Antes de que huyera, a Gambo le habían asignado la tarea de
atender a los hombres capturados por Cambray, que estaban en el
muladar que servía de hospital. Las mujeres de la plantación los
alimentaban con maíz, batata, okra, yuca y bananas de sus
provisiones, pero Tante Rose se presentó ante el amo, ya que con
Cambray la gestión sería inútil, para decirle que no sobrevivirían sin
una sopa de huesos, hierbas, y el hígado de los animales que se
consumían en la casa grande. Valmorain levantó la vista de su libro
sobre los jardines del Rey Sol, molesto por la interrupción, pero esa
extraña mujer lograba intimidarlo y la escuchó. «Esos negros ya
recibieron su lección. Dales tu sopa, mujer, y si los salvas, yo no
habré perdido tanto», le contestó. En los primeros días Gambo los
alimentaba, porque no podían hacerlo solos, y les repartía una pasta
de hojas y ceniza de quínoa, que según Tante Rose debían mantener
rodando como una bola en la boca para soportar el dolor y darles
energía. Era un secreto de los caciques arahuacos, que de alguna
manera había sobrevivido trescientos años y que sólo algunos
curanderos conocían. La planta era muy rara, no se vendía en los
mercados de magia y Tante Rose no había podido cultivarla en su
huerto, por eso la reservaba para los peores casos.
Gambo aprovechaba esos momentos a solas con los esclavos
castigados para averiguar cómo habían escapado, por qué los habían
atrapado y qué pasó con los seis que faltaban. Los que podían hablar
102
Isabel Allende
La isla bajo el mar
le contaron que se habían separado al salir de la plantación y algunos
se encaminaron al río con la idea de nadar aguas arriba, pero sólo se
puede luchar contra la corriente un rato, al final, ella siempre vence.
Oyeron tiros y no estaban seguros si a los otros los habían matado,
pero cualquiera que fuese su suerte, sin duda era preferible a la de
ellos. Los interrogó sobre el bosque, los árboles, las lianas, el lodo, las
piedras, la fuerza del viento, la temperatura, y la luz. Cambray y otros
cazadores de negros conocían la región al dedillo, pero había lugares
que evitaban, como los pantanos y las encrucijadas de los muertos,
donde tampoco entraban los fugitivos, por desesperados que
estuviesen, y los sitios inaccesibles para mulas y caballos. Dependían
por completo de sus animales y sus armas de fuego, que a veces
resultaban engorrosas. A los caballos se les quebraban los tobillos y
había que matarlos. Cargar un mosquete requería varios segundos,
solían atascarse o la pólvora se humedecía y entretanto un hombre
desnudo con un cuchillo de cortar caña aprovechaba la ventaja.
Gambo comprendió que el peligro más inminente eran los perros,
capaces de distinguir el olor de un hombre a un kilómetro de
distancia. Nada había tan aterrador como un coro de ladridos
acercándose.
En Saint-Lazare las perreras se encontraban detrás de los
establos, en uno de los patios de la casa grande. Los perros de caza y
vigilancia permanecían encerrados de día para que no se
familiarizaran con la gente y los sacaban en las rondas nocturnas. Los
dos mastines de Jamaica, cubiertos de cicatrices y entrenados para
matar, pertenecían a Prosper Cambray. Los había adquirido para
peleas de perros, que tenían el doble mérito de satisfacer su gusto
por la crueldad y darle ganancias. Con ese deporte había
reemplazado los torneos de esclavos, que debió abandonar porque
Valmorain los prohibía. Un buen campeón africano, capaz de matar a
su contrincante con las manos desnudas, podía ser muy lucrativo
para su dueño. Cambray tenía sus trucos, los alimentaba con carne
cruda, los enloquecía con una mezcla de tafia, pólvora y chile picante
antes de cada torneo, los premiaba con mujeres después de una
victoria y les hacía pagar cara una derrota. Con sus campeones, un
congo y un mandinga, había redondeado su paga cuando era cazador
de negros, pero después los vendió y compró los mastines, cuya fama
había llegado hasta Le Cap. Los mantenía con hambre y sed,
amarrados para que no se destrozaran uno a otro. Gambo necesitaba
eliminarlos, pero si los envenenaba Cambray torturaría a cinco
esclavos por cada perro hasta que alguien confesara.
En la hora de la siesta, cuando Cambray se iba a refrescar al río,
el muchacho se dirigió a la cabaña del jefe de capataces, ubicada al
final de la avenida de cocoteros y separada de la casa grande y de los
alojamientos de los esclavos domésticos. Había averiguado los
nombres de las dos concubinas que el jefe de capataces había
escogido esa semana, unas niñas que recién despertaban a la
pubertad y ya andaban encogidas como bestias apaleadas. Lo
recibieron asustadas, pero las tranquilizó con un trozo de pastel, que
robó de la cocina, y les pidió café para acompañarlo. Ellas empezaron
103
Isabel Allende
La isla bajo el mar
a avivar el fuego mientras él se deslizaba al interior de la vivienda.
Era de reducidas proporciones, pero cómoda, orientada para
aprovechar la brisa y construida sobre una elevación del terreno,
como la casa grande, para evitar daños en las inundaciones. Los
muebles, escasos y simples, eran algunos de los que Valmorain había
desechado cuando se casó. Gambo la recorrió en menos de un
minuto. Pensaba robar una manta, pero en un rincón vio un canasto
con ropa sucia y rápidamente sacó una camisa del jefe de capataces,
la hizo un bollo y la tiró por la ventana a los matorrales, luego bebió
su café sin apuro y se despidió de las niñas con la promesa de
traerles más pastel apenas pudiera. Al anochecer regresó a buscar la
camisa. En la despensa, cuyas llaves colgaban siempre de la cintura
de Tété, se guardaba una bolsa de chile picante, un polvo tóxico para
combatir alacranes y roedores, que después de olerlo amanecían
secos. Si Tété se dio cuenta de que se estaba consumiendo
demasiado chile, nada dijo.
El día señalado por los loas el muchacho se fue al atardecer, con
el último recuerdo de luz. Tuvo que pasar por la aldea de los esclavos,
que le recordó aquélla donde había vivido los primeros quince años
de su vida y que ardía como una hoguera la última vez que la vio. La
gente todavía no había regresado de los campos y estaba casi vacía.
Una mujer, que acarreaba dos grandes baldes de agua, no se extrañó
ante una cara desconocida, porque los esclavos eran muchos y
siempre estaban llegando nuevos. Esas primeras horas marcarían
para Gambo la diferencia entre la libertad y la muerte. Tante Rose,
que podía andar de noche por donde otros no se aventuraban de día,
le había descrito el terreno con el pretexto de hablarle de las plantas
medicinales y también las que era necesario evitar: hongos fatídicos,
árboles cuyas hojas arrancan la piel de cuajo, anémonas donde se
ocultan sapos que de un escupitajo provocaban ceguera. Le explicó
cómo sobrevivir en el bosque con frutos, nueces, raíces y tallos tan
suculentos como un trozo de cabra asada y cómo guiarse por las
luciérnagas, las estrellas y el silbido del viento. Gambo no había
salido nunca de Saint-Lazare, pero gracias a Tante Rose podía ubicar
en su cabeza la región de los manglares y pantanos, donde todas las
víboras eran venenosas, y los sitios de encrucijadas entre dos
mundos, donde esperaban los Invisibles. «He estado allí y he visto
con mis ojos a Kalfou y Ghédé, pero no tuve miedo. Hay que
saludarlos con respeto, pedirles permiso para pasar y preguntarles el
camino. Si no es tu hora de morir, te ayudan. Ellos deciden», le dijo la
curandera. El muchacho le preguntó por los zombis, de quienes había
oído hablar por primera vez en la isla; nadie sospechaba su existencia
en África. Ella le aclaró que se reconocen por su aspecto cadavérico,
su olor a podrido y su manera de caminar, con piernas y brazos
tiesos. «Hay que temerles más a algunos vivos, como Cambray, que a
los zombis», añadió. El mensaje no se le escapó a Gambo.
Al salir la luna, el muchacho echó a correr zigzagueando. Cada
tanto dejaba un pedazo de la camisa del jefe de capataces en la
vegetación para confundir a los mastines, que sólo identificaban su
olor, porque nadie más se les acercaba, y desorientar a los otros
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
perros. Dos horas más tarde llegó al río. Se introdujo en el agua fría
hasta el cuello con un gemido de alivio, pero mantuvo su bolsa seca
sobre la cabeza. Se lavó el sudor y la sangre de los arañazos de
ramas y las cortaduras de guijarros, y aprovechó para beber y orinar.
Avanzó por el agua sin acercarse a la orilla, aunque eso no despistaría
a los perros, que husmeaban en círculos cada vez más amplios hasta
dar con la huella, pero podía retrasarlos. No intentó cruzar al otro
lado. La corriente era implacable y había pocos lugares donde un
buen nadador podía arriesgarse, pero él no los conocía y no sabía
nadar. Por la posición de la luna adivinó que era más o menos la
medianoche y calculó la distancia recorrida; entonces salió del agua y
empezó a esparcir los polvos de chile. No sentía la fatiga, iba
borracho de libertad.
Viajó tres días con sus noches sin más alimento que aquellas
mágicas hojas de Tante Rose. La negra bola que llevaba en la boca le
adormecía las encías y lo mantenía despierto y sin hambre. De los
cañaverales pasó al bosque, la selva, los pantanos, bordeando la
llanura en dirección a las montañas. No oía ladridos de perros y eso lo
animaba. Bebía agua de los charcos, cuando podía hallarlos, pero
debió aguantar el tercer día en seco, con un sol de fuego que pintó el
mundo de un blanco incandescente. Cuando ya no podía dar otro
paso, cayó un chaparrón del cielo, breve y frío, que lo resucitó. Para
entonces iba a campo abierto, la ruta que sólo un demente se
atrevería a emprender y que por lo mismo Cambray la descartaría. No
podía perder tiempo buscando alimento y si descansaba no podría
volver a ponerse de pie. Sus piernas se movían solas, impulsadas por
el delirio de la esperanza y la bola de hojas en la boca. Ya no
pensaba, no sentía dolor, había olvidado el miedo y todo lo que dejó
atrás, incluso la forma del cuerpo de Zarité; sólo recordaba su propio
nombre de guerrero. Caminó algunos trechos a pasos enérgicos, pero
sin correr, venciendo los obstáculos del terreno con calma, para no
agotarse ni perderse, como le había dicho Tante Rose. Le pareció que
en un momento lloraba a lágrima viva, pero no estaba seguro, podía
haber sido el recuerdo del rocío o de la lluvia sobre la piel. Vio una
cabra balando entre dos peñascos con un pata quebrada y resistió la
tentación de degollarla y beberle la sangre, tal como resistió la de
esconderse en los cerros, que parecían al alcance de la mano, y la de
echarse a dormir por un momento en la paz de la noche. Sabía
adónde debía llegar. Cada paso, cada minuto, contaban.
Por fin alcanzó la base de las montañas y comenzó el esforzado
ascenso, piedra a piedra, sin mirar hacia abajo para no sucumbir al
vértigo ni hacia arriba para no desalentarse. Escupió el último bocado
de hojas y de nuevo lo asaltó la sed. Tenía los labios hinchados y
partidos. El aire hervía, estaba confundido, mareado, apenas podía
recordar las instrucciones de Tante Rose y clamaba por sombra y
agua, pero siguió trepando aferrado a rocas y raíces. De pronto se
encontró cerca de su aldea, en las llanuras infinitas, cuidando el
ganado de cuernos largos y aprontándose para la comida que sus
madres servirían en la vivienda del padre, el centro del conjunto
familiar. Sólo él, Gambo, el hijo mayor, comía con el padre, lado a
105
Isabel Allende
La isla bajo el mar
lado, como iguales. Se estaba preparando desde su nacimiento para
reemplazarlo; un día él también sería juez y jefe. Un tropezón y el
dolor agudo del golpe contra las piedras lo devolvió a SaintDomingue; desaparecieron las vacas, su aldea, su familia, y su ti-bonange se encontró de nuevo atrapado en el mal sueño de su
cautiverio, que ya duraba un año. Ascendió las escarpadas laderas
por horas y horas, hasta que ya no era él quien se movía, sino otro:
su padre. La voz de su padre repetía su nombre, Gambo. Y era su
padre quien mantenía a raya al pájaro negro de cogote pelado que
volaba en círculos sobre su cabeza.
Llegó a un empinado y estrecho sendero que bordeaba un
precipicio, culebreando entre peñascos y grietas. En un recodo se
topó con la sugerencia de escalones tallados en la roca viva, uno de
los caminos escondidos de los caciques, que según Tante Rose no
desaparecieron cuando los mataron los blancos, porque eran
inmortales. Poco antes del anochecer se encontró en una de las
temibles encrucijadas. Las señales se lo advirtieron antes de verla:
una cruz formada por dos palos, una calavera humana, huesos, un
manojo de plumas y pelos, otra cruz. El viento traía una resonancia de
lobos entre las rocas y dos negras aves de rapiña se habían unido al
primero, acechándolo desde arriba. El miedo que había mantenido a
la espalda por tres días, lo atacó de frente, pero ya no podía
retroceder. Le castañeteaban los dientes y se le heló el sudor. El frágil
sendero de los caciques desapareció de súbito frente a una lanza
clavada en tierra, sostenida por un montón de piedras: el poteaumitan, la intersección entre el cielo y el lugar de más abajo, entre el
mundo de los loas y el de los humanos. Y entonces los vio. Primero
dos sombras, luego el brillo del metal, cuchillos o machetes. No
levantó los ojos. Saludó con humildad repitiendo la contraseña que le
había dado Tante Rose. No hubo respuesta, pero percibió el calor de
esos seres tan cercanos, que si tendía una mano podría tocarlos. No
hedían a podredumbre ni a cementerio, despedían el mismo olor de la
gente en los cañaverales. Pidió permiso a Kalfou y Ghédé para
continuar y tampoco hubo respuesta. Por último, con la poca voz que
logró sacar entre la arena áspera que le cerraba la garganta,
preguntó cuál era el camino para seguir. Sintió que lo cogían por los
brazos.
Gambo despertó mucho después en la oscuridad. Quiso
incorporarse pero le dolían todas las fibras del cuerpo y no pudo
moverse. Se le escapó un quejido, volvió a cerrar los ojos y se hundió
en el mundo de los misterios, del que entraba y salía sin voluntad, a
veces encogido de sufrimiento, otras flotando en un espacio oscuro y
profundo como el firmamento en una noche sin luna. Recuperó la
consciencia de a poco, envuelto en bruma, entumecido. Se quedó
inmóvil y en silencio, ajustando los ojos para ver en la penumbra. Ni
luna ni estrellas, ningún murmullo de la brisa, silencio, frío. Sólo pudo
recordar la lanza de la encrucijada. En eso percibió una luz vacilante
moviéndose a corta distancia y poco después una figura con una
lamparita se inclinó a su lado, una voz de mujer le dijo algo
incomprensible, un brazo lo ayudó a incorporarse y una mano le
106
Isabel Allende
La isla bajo el mar
acercó una calabaza con agua a los labios. Bebió todo el contenido,
desesperadamente. Así supo que había llegado a su destino: estaba
en una de las grutas sagradas de los arahuacos, que servía de puesto
de vigilancia a los cimarrones.
En los días, semanas y meses siguientes, Gambo iría
descubriendo el mundo de los fugitivos, que existía en la misma isla y
al mismo tiempo, pero en otra dimensión, un mundo como el de
África, aunque mucho más primitivo y miserable, escucharía lenguas
familiares e historias conocidas, comería el fufu de sus madres,
volvería a sentarse junto a una fogata a afilar sus armas de guerra,
como hacía con su padre, pero bajo otras estrellas. Los campamentos
estaban salpicados en lo más impenetrable de las montañas,
verdaderos villorrios, miles y miles de hombres y mujeres escapados
de la esclavitud y sus hijos, nacidos libres. Vivían a la defensiva y
desconfiaban de los esclavos escapados de las plantaciones, porque
podían traicionarlos, pero Tante Rose les había comunicado mediante
misteriosos conductos que Gambo iba en camino. De los veinte
fugitivos de Saint-Lazare, sólo seis llegaron hasta la encrucijada y dos
de ellos tan mal heridos, que no sobrevivieron. Entonces Gambo
confirmó su sospecha de que Tante Rose servía de contacto entre los
esclavos y las bandas de cimarrones. Ningún suplicio les había
arrancado el nombre de Tante Rose a los hombres que Cambray
había apresado.
107
Isabel Allende
La isla bajo el mar
La conspiración
O
cho meses más tarde, en la casa grande de la habitation SaintLazare, murió sin aspavientos ni angustia Eugenia García del
Solar. Tenía treinta y un años, había pasado siete desquiciada y
cuatro en la duermevela del opio. Esa madrugada su cuidadora se
quedó dormida y le tocó a Tété, quien entró como siempre a darle su
papilla y asearla para el día, encontrarla encogida como un recién
nacido entre sus almohadones. Su ama sonreía y en el contento de
morirse había recuperado un cierto aire de belleza y juventud. Tété
fue la única que lamentó su muerte, porque de tanto cuidarla había
acabado por quererla de verdad. La lavó, la vistió, la peinó por última
vez, luego le puso el misal entre las manos cruzadas sobre el pecho.
Guardó el rosario bendito en la bolsa de gamuza, la herencia que su
ama le había dejado, y se lo colgó al cuello, debajo del corpiño. Antes
de despedirse de ella, le quitó una pequeña medalla de oro con la
imagen de la Virgen, que Eugenia siempre usaba, para dársela a
Maurice. Después fue a llamar a Valmorain.
El pequeño Maurice no se dio cuenta de la muerte de su madre
porque hacía meses que «la señora enferma» permanecía recluida y
le impidieron ver el cadáver. Mientras sacaban de la casa el ataúd de
nogal con remaches de plata, que su padre compró de contrabando a
un americano en la época en que a ella le dio por suicidarse, Maurice
estaba en el patio con Rosette improvisando un funeral para un gato
muerto. Nunca había presenciado ritos de esa clase, pero le sobraba
imaginación y pudo enterrar al animal con más sentimiento y
solemnidad de los que tuvo su madre.
Rosette era atrevida y precoz. Se arrastraba por el suelo a
sorprendente velocidad sobre sus rodillas regordetas, seguida por
Maurice, que no la dejaba ni a sol ni a sombra. Tété hizo atrancar los
arcones y los muebles, donde podía atraparse los dedos, y bloquear
los accesos a la galería con rejas de gallinero para impedirle rodar
hacia afuera. Se resignó a los ratones y alacranes, porque su hija
podía acercar la nariz al chile fatídico, idea que a Maurice, mucho más
prudente, nunca se le ocurriría. Era una niña bonita. Su madre lo
admitía con pesar, porque la belleza era una desgracia para una
esclava, mucho más conveniente era la invisibilidad. Tété, que tanto
había deseado a los diez años ser como Violette Boisier, comprobó
maravillada que por un truco de ilusionismo del destino, Rosette se
108
Isabel Allende
La isla bajo el mar
parecía a esa hermosa mujer, con su cabello ondulado y su
cautivadora sonrisa de hoyuelos. En la complicada clasificación racial
de la isla, era una cuarterona, hija de blanco y mulata, y había salido
más cercana al padre que a la madre en el color. A esa edad Rosette
mascullaba una jerigonza que sonaba como lengua de renegados y
Maurice traducía sin dificultad. El niño consentía sus caprichos con
paciencia de abuelo, que después se transformó en un cariño
diligente que habría de marcar sus vidas. Él sería su único amigo, la
consolaría en sus penas y le enseñaría lo indispensable, desde evitar
a los perros bravos hasta las letras del alfabeto, pero eso sería más
tarde. Lo esencial que le señaló desde el comienzo fue el camino
directo al corazón de su padre. Maurice hizo lo que Tété no se atrevió,
le impuso la niña a Toulouse Valmorain de manera inapelable. El amo
dejó de considerarla una más entre sus propiedades y empezó a
buscar en sus rasgos y en su carácter algo de sí mismo. No lo halló,
pero de todos modos le tomó ese cariño tolerante que inspiran las
mascotas y le permitió vivir en la casa grande, en vez de enviarla al
sector de los esclavos. A diferencia de su madre, cuya seriedad era
casi un defecto, Rosette resultó parlanchina y seductora, un remolino
de actividad que alegraba la casa, el mejor antídoto contra la
incertidumbre desatada en esos años.
Cuando Francia disolvió la Asamblea Colonial de Saint-Domingue,
los patriotas, como se designaban los colonos monárquicos, se
negaron a someterse a las autoridades de París. Después de haber
pasado mucho tiempo aislado en su plantación, Valmorain comenzó a
confabularse con sus pares. Como iba con frecuencia a Le Cap, alquiló
la casa amueblada de un rico comerciante portugués, que había
regresado temporalmente a su país. Estaba cerca del puerto y le
quedaba cómoda, pero pensaba adquirir una casa propia muy pronto
con ayuda del agente que negociaba su producción de azúcar, el
mismo viejo judío de extrema honradez que había servido a su padre.
Fue Valmorain quien inició conversaciones secretas con los
ingleses. En su juventud había conocido a un marino que ahora
comandaba la flota británica en el Caribe, cuyas instrucciones eran
intervenir en la colonia francesa apenas se diera la ocasión. Para
entonces los enfrentamientos entre blancos y mulatos habían
alcanzado inconcebible violencia, mientras los negros aprovechaban
el caos para rebelarse, primero en el occidente de la isla y luego en el
norte, en Limbé. Los patriotas seguían los acontecimientos con gran
atención, esperando ansiosos la coyuntura para traicionar al gobierno
francés.
Valmorain llevaba un mes instalado en Le Cap con Tété, los niños
y el féretro de Eugenia. Siempre viajaba con su hijo y a su vez
Maurice no iba a ninguna parte sin Rosette y Tété. La situación
política era demasiado inestable como para separarse del niño y
tampoco quería dejar a Tété a merced de Prosper Cambray, quien le
tenía puesto un ojo encima, incluso había pretendido comprarla.
Valmorain suponía que otro en su situación se la vendería para
dejarlo contento y de paso desprenderse de una esclava que ya no lo
excitaba, pero Maurice la quería como a una madre. Además, ese
109
Isabel Allende
La isla bajo el mar
asunto se había convertido en una callada lucha de voluntades entre
él y el jefe de capataces. En esas semanas había participado en las
reuniones políticas de los patriotas, que se llevaban a cabo en su casa
en un ambiente de secreto y conspiración, aunque en realidad nadie
los espiaba. Planeaba buscarle un tutor a Maurice, quien iba a cumplir
cinco años en estado salvaje. Debía darle los rudimentos de
educación que le permitieran ir más adelante interno a un colegio en
Francia. Tété rogaba para que ese momento nunca llegara,
convencida de que Maurice se moriría lejos de ella y Rosette.
También tenía que disponer de Eugenia. Los niños se acostumbraron
al ataúd atravesado en los pasillos y aceptaron con naturalidad que
contenía los restos mortales de la señora enferma. No preguntaron
qué eran exactamente los restos mortales, ahorrándole a Tété la
necesidad de explicar algo que habría provocado nuevas pesadillas
en Maurice, pero cuando Valmorain los sorprendió tratando de abrirlo
con un cuchillo de la cocina, comprendió que era hora de tomar una
decisión. Le ordenó a su agente que lo enviara al cementerio de las
monjas en Cuba, donde Sancho había adquirido un nicho, porque
Eugenia le había hecho jurar que no la enterraría en Saint-Domingue,
donde sus huesos podían acabar en un tambor de negros. El agente
pensaba aprovechar un barco que fuera en esa dirección para
mandar el ataúd y mientras tanto lo puso de pie en un rincón de la
bodega, donde permaneció olvidado hasta que lo consumieron las
llamas dos años más tarde.
110
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Sublevación en el norte
E
n la plantación, Prosper Cambray despertó al amanecer con un
incendio en uno de los campos y la gritería de los esclavos,
muchos de los cuales no sabían lo que ocurría, porque no habían sido
incluidos en el secreto de la sublevación. Cambray aprovechó el
desconcierto general para rodear el sector de los alojamientos y
someter a la gente, que no tuvo tiempo de reaccionar. Los criados
domésticos no participaron para nada, se quedaron apelotonados en
torno a la casa grande esperando lo peor. Cambray ordenó encerrar a
las mujeres y a los niños y él mismo llevó a cabo la purga entre los
hombres. No había mucho que lamentar, el incendio fue controlado
rápidamente, se quemaron sólo dos carrés de caña seca; mucho más
grave fue en otras plantaciones del norte. Cuando llegaron los
primeros destacamentos de la Marechaussée con la misión de
devolver el orden a la zona, Prosper Cambray se limitó a entregarles a
quienes
consideró
sospechosos.
Hubiera
preferido
tratar
personalmente con ellos, pero la idea era coordinar los esfuerzos y
aplastar la revuelta de raíz. Se los llevaron a Le Cap para arrancarles
los nombres de los cabecillas.
El jefe de capataces no se dio cuenta de la desaparición de Tante
Rose hasta el día siguiente, cuando hubo que empezar a curar a los
azotados en Saint-Lazare.
Entretanto en Le Cap, Violette Boisier y Loula terminaron de
empacar las posesiones de la familia y las guardaron en una bodega
del puerto a la espera del barco que conduciría la familia a Francia.
Por fin, después de casi diez años de espera, trabajo, ahorro, usura y
paciencia, se cumpliría el plan concebido por Étienne Relais en los
primeros tiempos de su relación con Violette. Ya empezaban a
despedirse de los amigos, cuando el militar fue convocado a la oficina
del gobernador, el vizconde de Blanchelande. El edificio carecía de los
lujos de la intendencia, tenía la austeridad de un cuartel y olía a cuero
y metal. El vizconde era un hombre maduro, con una impresionante
carrera militar, había sido mariscal de campo y gobernador de
Trinidad antes de ser enviado a Saint-Domingue. Acababa de llegar y
empezaba a tomarle el pulso al ambiente; no sabía que se gestaba
una revolución en las afueras de la ciudad. Contaba con las
credenciales de la Asamblea Nacional en París, cuyos caprichosos
delegados podían retirarle la confianza con la misma prontitud con
111
Isabel Allende
La isla bajo el mar
que se la habían otorgado. Su origen noble y su fortuna pesaban en
su contra entre los grupos más radicales, los jacobinos, que
pretendían acabar con todo vestigio del régimen monárquico. Étienne
Relais fue conducido a la oficina del vizconde a través de varias salas
casi desnudas, con oscuros cuadros de batallas multitudinarias
renegridos por el hollín de las lámparas. El gobernador, vestido de
civil y sin peluca, desaparecía detrás de una tosca mesa de cuartel,
aporreada por muchos años de uso. A su espalda colgaba la bandera
de Francia coronada por el escudo de la Revolución, y a su izquierda,
en otra pared, estaba desplegado un mapa fantasioso de las Antillas,
ilustrado con monstruos marinos y galeones antiguos.
—Teniente coronel Étienne Relais, del regimiento de Le Cap —se
presentó el oficial, en uniforme de gala y todas sus condecoraciones,
sintiéndose ridículo ante la sencillez de su superior.
—Siéntese; teniente coronel, supongo que desea un café —
suspiró el vizconde, que parecía haber pasado mala noche.
Salió detrás de la mesa y lo condujo hacia dos gastados sillones
de cuero. De inmediato surgió de la nada un ordenanza seguido por
tres esclavos, cuatro personas para dos tacitas: uno de los esclavos
sostenía la bandeja, otro vertía el café y el tercero ofrecía azúcar.
Después de servir, los esclavos se retiraron retrocediendo, pero el
ordenanza se cuadró entre los dos sillones. El gobernador era un
hombre de mediana estatura, delgado, con profundas arrugas y
escaso cabello gris. De cerca se veía mucho menos impresionante
que a caballo, con sombrero emplumado, cubierto de medallas y la
banda de su cargo cruzada en el pecho. Relais estaba muy incómodo
en el borde del sillón, sosteniendo con torpeza la taza de porcelana
que podía hacerse añicos de un soplido. No estaba acostumbrado a
prescindir de la rígida etiqueta militar impuesta por el rango.
—Se estará preguntando para qué lo he citado, teniente coronel
Relais —dijo Blanchelande revolviendo el azúcar del café—. ¿Qué
piensa de la situación en Saint-Domingue?
—¿Qué pienso? —repitió Relais, desconcertado.
—Hay colonos que desean independizarse y tenemos una flotilla
inglesa a la vista del puerto, dispuesta a ayudarlos. ¡Qué más quiere
Inglaterra que anexar Saint-Domingue! Usted debe saber a quiénes
me refiero, puede darme los nombres de los sediciosos.
—La lista incluiría unas quince mil personas, mariscal: todos los
propietarios y gente con dinero, tanto blancos como affranchis.
—Eso temía. Me faltan tropas suficientes para defender la colonia
y hacer cumplir las nuevas leyes de Francia. Seré franco con usted:
algunos decretos me parecen absurdos, como el del 15 de mayo, que
le da derechos políticos a los mulatos.
—Sólo afecta a los affranchis hijos de padres libres y propietarios
de tierra, menos de cuatrocientos hombres.
—¡Ése no es el punto! —lo interrumpió el vizconde—. El punto es
que los blancos jamás aceptarán igualdad con los mulatos y no los
culpo por ello. Esto desestabiliza a la colonia. Nada está claro en la
política de Francia y nosotros sufrimos las consecuencias del
descalabro. Los decretos cambian a diario, teniente coronel. Un barco
112
Isabel Allende
La isla bajo el mar
me trae instrucciones y el barco siguiente me trae la contraorden.
—Y está el problema de los esclavos rebeldes —agregó Relais.
—¡Ah! Los negros… No puedo ocuparme de eso ahora. La rebelión
en Lembé ha sido aplastada y pronto tendremos a los cabecillas.
—Ninguno de los prisioneros ha revelado nombres, señor. No
hablarán.
—Lo veremos. La Marechaussée sabe manejar esos asuntos.
—Con todo respeto, mariscal, creo que esto merece su atención —
insistió Étienne Relais, colocando la taza sobre una mesita—. La
situación en Saint-Domingue es diferente a la de otras colonias. Aquí
los esclavos nunca han aceptado su suerte, se han sublevado una y
otra vez desde hace casi un siglo, hay decenas de miles de
cimarrones en las montañas. En la actualidad tenemos medio millón
de esclavos. Saben que la República abolió la esclavitud en Francia y
están dispuestos a luchar para obtener lo mismo aquí. La
Marechaussée no podrá controlarlos.
—¿Propone que utilicemos al ejército contra los negros, teniente
coronel?
—Habrá que usar al ejército para imponer orden, señor mariscal.
—¿Cómo pretende que lo hagamos? Me mandan una décima
parte de los soldados que pido y apenas tocan tierra se enferman. Y a
esto quería llegar, teniente coronel Relais: no puedo aceptar su retiro
en este momento.
Étienne Relais se puso de pie, pálido. El gobernador lo imitó y los
dos se midieron durante unos segundos.
—Señor mariscal, me incorporé al ejército a los diecisiete años, he
servido durante treinta y cinco, he sido herido seis veces y ya tengo
cincuenta y un años —dijo Relais.
—Yo tengo cincuenta y cinco y también quisiera retirarme a mi
propiedad en Dijon, pero Francia me necesita, tal como lo necesita a
usted —replicó secamente el vizconde.
—Mi retiro fue firmado por su antecesor, el gobernador De Peiner.
Ya no tengo casa, señor, estoy con mi familia en una pensión, listos
para embarcarnos el próximo jueves en la goleta Marie Thérèse.
Los ojos azules de Blanchelande se clavaron en los del teniente
coronel, quien por último bajó los suyos y se cuadró.
—A sus órdenes, gobernador —aceptó Relais, vencido.
Blanchelande volvió a suspirar y se frotó los ojos, exhausto, luego
le indicó con un gesto al ordenanza que llamara a su secretario y se
dirigió a la mesa.
—No se preocupe, la gobernación le facilitará una casa, teniente
coronel Relais. Y ahora venga aquí y muéstreme en el mapa los
puntos más vulnerables de la isla. Nadie conoce el terreno mejor que
usted.
113
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Zarité
A
sí me lo contaron. Así sucedió en Bois Cayman. Así está escrito en
la leyenda del lugar que ahora llaman Haití, la primera república
independiente de los negros. No sé lo que eso significa, pero debe ser
importante, porque los negros lo dicen aplaudiendo y los blancos lo
dicen con rabia. Bois Cayman queda en el norte, cerca de las grandes
llanuras, camino a Le Cap, a varias horas de distancia de habitation
Saint-Lazare. Es un bosque inmenso, un lugar de encrucijadas y
árboles sagrados, donde se aloja Dambala en su forma de serpiente,
loa de las fuentes y los ríos, guardián del bosque. En Bois Cayman
viven los espíritus de la naturaleza y de los esclavos muertos que no
han encontrado el camino a Guinea. Esa noche también llegaron al
bosque otros espíritus que estaban bien instalados entre los Muertos
y los Misterios, pero acudieron dispuestos a combatir, porque fueron
llamados. Había un ejército de cientos de miles de espíritus luchando
junto a los negros, por eso al final derrotaron a los blancos. En eso
estamos todos de acuerdo, incluso los soldados franceses, que
sintieron su furia. El amo Valmorain, quien no creía en lo que no
entendía y como entendía muy poco no creía en nada, se convenció
también de que los muertos ayudaban a los rebeldes. Eso explicaba
que pudieran vencer al mejor ejército de Europa, como decía. El
encuentro de los esclavos en Bois Cayman ocurrió a mediados de
agosto, en una noche caliente, mojada por el sudor de la tierra y los
hombres. ¿Cómo se corrió la voz? Dicen que el mensaje lo llevaron los
tambores de calenda en calenda, de hounfort en hounfort, de ajoupa
en ajoupa; el sonido de los tambores viaja más lejos y más rápido que
el ruido de una tormenta y toda la gente conocía su lenguaje. Los
esclavos acudieron de las plantaciones del norte, a pesar de que los
amos y la Marechaussée estaban alertas desde el alzamiento en
Limbé, que había sido pocos días antes. Habían cogido vivos a varios
rebeldes y se suponía que les habían arrancado información, nadie
aguanta sin confesar en los calabozos de Le Cap. En pocas horas los
cimarrones trasladaron sus campamentos a las cumbres más altas
para eludir a los jinetes de la Marechaussée y apresuraron la
asamblea en Bois Cayman. No sabían que ninguno de los prisioneros
había hablado y que no hablarían.
114
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Miles de cimarrones descendieron de las montañas. Gambo llegó
con el grupo de Zamba Boukman, un gigante que inspiraba doble
respeto por ser jefe de guerra y hungan. En el año y medio que
llevaba libre, Gambo había alcanzado su tamaño de hombre, tenía
espaldas anchas, piernas incansables y un machete para matar. Se
había ganado la confianza de Boukman. Se introducía en las
plantaciones a robar alimentos, herramientas, armas y animales, pero
nunca intentó ir a verme. Era arriesgado. Me llegaban noticias de él
por Tante Rose. Mi madrina no me aclaraba cómo recibía los
mensajes y llegué a temer que los inventaba para tranquilizarme,
porque en ese tiempo mi necesidad de estar con Gambo había vuelto
y era quemante como carbones. «Dame un remedio contra este
amor, Tante Rose.» Pero no hay remedio contra eso. Me acostaba
agotada por los quehaceres del día, con un niño a cada lado, pero no
podía dormir. Durante horas escuchaba la respiración inquieta de
Maurice y el ronroneo de Rosette, los ruidos de la casa, el ladrido de
los perros, el croar de los sapos, el canto de los gallos y cuando
finalmente me dormía era como hundirme en melaza. Esto lo digo
con vergüenza: a veces, cuando yacía con el amo, imaginaba que
estaba con Gambo. Me mordía los labios para sujetar su nombre y en
el espacio oscuro de los ojos cerrados fingía que el olor a alcohol del
blanco era el aliento de pasto verde de Gambo, a quien todavía no se
le habían podrido los dientes por comer pescado malo, que el hombre
peludo y pesado jadeante encima de mí era Gambo, delgado y ágil,
con su piel joven cruzada de cicatrices, sus labios dulces, su lengua
curiosa, su voz susurrante. Entonces mi cuerpo se abría y ondulaba
recordando el placer. Después el amo me daba una palmada en las
nalgas y se reía complacido, entonces mi ti-bon-ange volvía a esa
cama y a ese hombre y yo abría los ojos y me daba cuenta de dónde
estaba. Corría al patio y me lavaba con furia antes de ir a acostarme
con los niños.
La gente anduvo horas y horas para llegar a Bois Cayman,
algunos salieron de sus plantaciones de día, otros vinieron de las
ensenadas de la costa, todos llegaron de noche cerrada. Dicen que
una banda de cimarrones viajó desde Port-au-Prince, pero eso es muy
lejos y no lo creo. El bosque estaba lleno, hombres y mujeres
sigilosos deslizándose entre los árboles en completo silencio,
mezclados con los muertos y las sombras, pero cuando sintieron en
los pies la vibración de los primeros tambores se animaron, avivaron
el paso, hablando en susurros y después a gritos, se saludaban, se
nombraban. El bosque se iluminó de antorchas. Algunos conocían el
camino y guiaron a los otros hacia el gran claro que Boukman, el
hungan, había escogido. Un collar de fogatas y antorchas alumbraba
el hounfort. Los hombres habían preparado el sagrado poteau-mitan,
un tronco grueso y alto, porque el camino debía ser ancho para los
loas. Una larga hilera de muchachas vestidas de blanco, las hounsis,
llegaron escoltando a Tante Rose, también de blanco, con el asson de
la ceremonia. La gente se inclinaba para tocarle el ruedo de la falda o
las pulseras que tintineaban en sus brazos. Había rejuvenecido,
porque Erzuli la acompañaba desde que abandonó la habitation Saint115
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Lazare: se había hecho incansable para caminar de un lado a otro sin
bastón, e invisible para que no diera con ella la Marechaussée. Los
tambores en semicírculo llamaban, tam tam tam. La gente se juntaba
en grupos y comentaba lo ocurrido en Limbé y el sufrimiento de los
prisioneros en Le Cap. Boukman tomó la palabra para invocar al dios
supremo, Papa Bondye, y pedirle que los condujera a la victoria.
«¡Escuchad la voz de la libertad, que canta en todos nuestros
corazones!» gritó y los esclavos respondieron con un clamor que
remeció la isla. Así me lo contaron.
Los tambores comenzaron a hablar y responderse, a marcar el
ritmo para la ceremonia. Las hounsis bailaron en torno al poteaumitan moviéndose como flamencos, agachándose, alzándose, los
cuellos ondulantes, los brazos alados, y cantaron llamando a los loas,
primero a Légbé, como siempre se hace, luego uno por uno a los
demás. La mambo, Tante Rose, trazó el vévé en torno al poste
sagrado con una mezcla de harina, para alimentar a los loas, y de
ceniza para honrar a los muertos. Los tambores aumentaron su
intención, el ritmo se aceleró y el bosque entero palpitaba desde las
raíces más hondas hasta las estrellas más remotas. Entonces
descendió Ogun con ánimo de guerra, Ogun-Feraille, dios viril de las
armas, agresivo, irritado, peligroso y Erzuli soltó a Tante Rose para
dar paso a Ogun, que la montó. Todos vieron la transformación. Tante
Rose se irguió derecha, el doble de su tamaño, sin cojera ni años a la
espalda, con los ojos en blanco, dio un salto inaudito y cayó plantada
a tres metros de distancia frente a una de las fogatas. De la boca de
Ogun salió un bramido de trueno y el loa danzó levantándose del
suelo, cayendo y rebotando como pelota, con la fuerza de los loas,
acompañado por el estruendo de los tambores. Se acercaron dos
hombres, los más valientes, a darle azúcar para calmarlo, pero el loa
los cogió como peleles y los lanzó lejos. Había acudido a entregar un
mensaje de guerra, justicia y sangre. Ogun tomó con los dedos un
carbón ardiente, se lo puso en la boca, dio una vuelta completa
chupando fuego y después escupió el bocado sin quemarse los labios.
Enseguida le quitó un gran cuchillo al hombre más cercano, dejó el
asson por tierra, se dirigió al cerdo negro del sacrificio atado a un
árbol y de un solo tajo lo degolló con su brazo de guerrero, separando
la gruesa cabeza del tronco y empapándose de su sangre. Para
entonces muchos servidores habían sido montados y el bosque se
llenó de Invisibles, Muertos y Misterios, de loas y espíritus mezclados
con los humanos, todos revueltos, cantando, danzando, saltando y
revolcándose con los tambores, pisando las brasas ardientes,
lamiendo hojas de cuchillo calentadas al rojo y comiendo chile
picante a puñados. El aire de la noche estaba cargado, como una
terrible tormenta, pero no soplaba ni una brisa. Las antorchas
iluminaban como un mediodía, pero la Marechaussée que rondaba
cerca no las vio. Así me lo contaron.
Mucho rato después, cuando la inmensa multitud se estremecía
como una sola persona, Ogun lanzó un rugido de león para imponer
silencio. De inmediato se callaron los tambores, todos menos la
mambo volvieron a ser ellos mismos y los loas se retiraron a las
116
Isabel Allende
La isla bajo el mar
copas de los árboles. Ogun-Feraille levantó el asson hacia el cielo y la
voz del loa más poderoso estalló en boca de Tante Rose para exigir el
fin de la esclavitud, llamar a la rebelión total y nombrar a los jefes:
Boukman, Jean-François, Jeannot, Boisseau, Célestin y varios más. No
nombró a Toussaint, porque en ese momento el hombre que se
convertiría en el alma de los rebeldes estaba en la plantación en
Bréda, donde servía de cochero. No se unió a la revuelta hasta varias
semanas más tarde, después de poner a salvo a la familia completa
de su amo. Yo no oí el nombre de Toussaint hasta un año más tarde.
Ése fue el comienzo de la revolución. Han pasado muchos años y
sigue corriendo sangre que empapa la tierra de Haití, pero ya no
estoy allí para llorar.
117
Isabel Allende
La isla bajo el mar
La venganza
A
penas se enteró del levantamiento de los esclavos y el asunto de
los prisioneros de Limbé, que murieron sin confesar, Toulouse
Valmorain le ordenó a Tété que preparara deprisa el regreso a SaintLazare, ignorando las advertencias de todo el mundo, en especial del
doctor Parmentier, sobre el peligro que corrían los blancos en las
plantaciones. «No exagere, doctor. Los negros siempre han sido
revoltosos. Prosper Cambray los tiene controlados», replicó enfático
Valmorain, aunque le cabían dudas. Mientras el eco de los tambores
resonaba en el norte llamando a los esclavos a la convocatoria de
Bois Cayman, el coche de Valmorain, protegido por una guardia
reforzada, se dirigía al trote a la plantación. Llegaron en una nube de
polvo, acalorados, ansiosos, con los niños desfallecientes y Tété
embotada por el bamboleo del vehículo. El amo saltó del carruaje y se
encerró con el jefe de capataces en la oficina para recibir el informe
de las pérdidas, que en realidad eran mínimas, y luego fue a recorrer
la propiedad y enfrentarse con los esclavos que según Cambray se
habían amotinado, pero no tanto como para entregarlos a la
Marechaussée, como había hecho con otros. Era el tipo de situación
que a Valmorain lo hacía sentirse inadecuado y en los últimos
tiempos se repetía con frecuencia. El jefe de capataces defendía los
intereses de Saint-Lazare mejor que el propietario, actuaba con
firmeza y sin remilgos, mientras él vacilaba, poco dispuesto a
ensuciarse las manos con sangre. Una vez más ponía de manifiesto
su ineptitud. En los veintitantos años que llevaba en la colonia no se
había adaptado, seguía con la sensación de estar de paso y su carga
más desagradable eran los esclavos. No se hallaba capaz de ordenar
que asaran a fuego lento a un hombre, aunque la medida le pareciera
indispensable a Cambray. Su argumento frente al jefe de capataces y
los grands blancs, ya que en más de una ocasión debió justificarse,
era que la crueldad resultaba ineficaz, los esclavos saboteaban lo que
podían, desde el filo de los cuchillos hasta la propia salud, se
suicidaban o comían carroña y se debilitaban en vómitos y mierda,
extremos que él procuraba evitar. Se preguntaba si sus
consideraciones servían de algo, o si era tan odiado como Lacroix. Tal
vez Parmentier tenía razón y la violencia, el miedo y el odio eran
inherentes a la esclavitud, pero un plantador no podía darse el lujo de
tener escrúpulos. En las raras ocasiones que se acostaba sobrio, no
118
Isabel Allende
La isla bajo el mar
lograba dormir, atormentado por visiones. La fortuna de su familia,
iniciada por su padre y multiplicada varias veces por él, estaba
ensangrentada. A diferencia de otros grands blancs, no podía ignorar
las voces que se alzaban en Europa y América para denunciar el
infierno de las plantaciones de las Antillas.
A finales de septiembre la rebelión se había generalizado en el
norte, los esclavos huían en masa y antes de irse le prendían fuego a
todo. Faltaban brazos en los campos y los plantadores no querían
seguir comprando esclavos que huían al primer descuido. El mercado
de negros en Le Cap estaba casi paralizado. Prosper Cambray duplicó
el número de commandeurs y extremó la vigilancia y la disciplina,
mientras Valmorain sucumbía a la ferocidad de su empleado sin
intervenir. En Saint-Lazare nadie dormía tranquilo. La vida, que nunca
fue holgada, se convirtió únicamente en esfuerzo y sufrimiento. Se
suprimieron las calendas y horas de descanso, aunque en el bochorno
insoportable del mediodía el trabajo no rendía. Desde que Tante Rose
desapareció, no había quien curara, diera consejo o ayuda espiritual.
El único satisfecho con la ausencia de la mambo era Prosper
Cambray, quien no hizo amago de perseguirla, porque mientras más
lejos estuviera esa bruja capaz de convertir a un mortal en zombi,
mucho mejor. ¿Para qué otro fin coleccionaba polvo de tumba, hígado
de pez globo, sapos y plantas ponzoñosas si no era para esas
aberraciones? Por eso el jefe de capataces nunca se quitaba las
botas. Ponían vidrios rotos en el suelo, el veneno entraba por las
cortaduras en las plantas de los pies y la noche siguiente al funeral
desenterraban el cadáver convertido en zombi y lo resucitaban
mediante una paliza monumental. «¡Supongo que no crees esas
patrañas!», se rió Valmorain una vez que hablaron del asunto. «De
creer, nada, monsieur; pero que hay zombis, los hay», respondió el
jefe de capataces.
En Saint-Lazare, como en el resto de la isla, se vivía un compás de
espera. Tété escuchaba rumores repetidos por su amo o entre los
esclavos, pero sin Tante Rose ya no sabía interpretarlos. La
plantación se había cerrado sobre sí misma, como un puño. Los días
se hacían pesados y las noches parecían no terminar nunca. Hasta la
loca se echaba de menos. La muerte de Eugenia dejó un vacío,
sobraban horas y espacio, la casa parecía enorme y ni los niños, con
su bullanga, podían llenarla. En la fragilidad de esa época las reglas
se relajaron y las distancias se acortaron. Valmorain se acostumbró a
la presencia de Rosette y acabó por tolerar la familiaridad con ella. No
lo llamaba amo, sino monsieur, pronunciado como un maullido de
gato. «Cuando sea grande me voy a casar con Rosette», decía
Maurice. Ya habría tiempo más adelante para poner las cosas en su
lugar, pensaba su padre. Tété trató de inculcarles a los niños la
diferencia fundamental entre ambos: Maurice tenía privilegios
vedados para Rosette, como entrar a una habitación sin permiso o
sentarse en las rodillas del amo sin ser llamada. El chiquillo estaba en
edad de exigir explicaciones y Tété siempre contestaba sus preguntas
con la verdad completa. «Porque eres hijo legítimo del amo, eres
varón, blanco, libre y rico, pero Rosette no.» Lejos de conformarlo,
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
eso le provocaba ataques de llanto a Maurice. «¿Por qué, por qué?»,
repetía entre sollozos. «Porque así de jodida es la vida, niño mío. Ven
aquí para limpiarte los mocos», replicaba Tété. Valmorain
consideraba que su hijo estaba en edad sobrada de dormir solo, pero
cada vez que intentaron forzarlo sufría pataletas y se afiebraba.
Siguió durmiendo con Tété y Rosette mientras se normalizaba la
situación, como le advirtió su padre, pero el clima de tensión en la isla
estaba lejos de normalizarse.
Una tarde llegaron varios milicianos, que recorrían el norte
procurando controlar la anarquía, y entre ellos venía Parmentier. El
doctor viajaba muy poco fuera de Le Cap, por los peligros del camino
y sus deberes con los soldados franceses que agonizaban en su
hospital. Hubo un brote de fiebre amarilla en uno de los cuarteles,
que se pudo controlar antes de que se convirtiera en epidemia, pero
la malaria, el cólera y el dengue causaban estragos. Parmentier se
unió a los milicianos, única forma de viajar con alguna seguridad, no
tanto para visitar a Valmorain, a quien solía ver en Le Cap, como para
consultar a Tante Rose. Se llevó un chasco al enterarse de la
desaparición de su maestra. Valmorain ofreció hospitalidad a su
amigo y a los milicianos, que venían cubiertos de polvo, sedientos y
extenuados. Durante un par de días la casa grande se llenó de
actividad, voces masculinas y hasta música, porque varios hombres
tocaban instrumentos de cuerda. Por fin se pudieron usar los que
había comprado Violette Boisier por capricho cuando decoró la casa,
trece años antes, que estaban desafinados, pero servibles. Valmorain
hizo venir a varios esclavos con talento para los tambores y se
organizó una fiesta. Tante Mathilde vació la despensa de su mejor
contenido y preparó tartas de frutas y complicados guisos créoles,
grasientos y picantes, que no había hecho por mucho tiempo. Prosper
Cambray se encargó de asar un cordero, de los pocos disponibles,
porque desaparecían misteriosamente. También los cerdos se
esfumaban y como resultaba imposible para los cimarrones robar
esos pesados animales sin la complicidad de los esclavos de la
plantación, cuando faltaba uno Cambray elegía a diez negros al azar y
los hacía azotar; alguien debía pagar por la falta. En esos meses el
jefe de capataces, investido de más poder que nunca antes, actuaba
como si fuese el verdadero amo de Saint-Lazare y su insolencia con
Tété, cada vez más descarada, era su forma de desafiar a su patrón,
que se había encogido desde el estallido de la rebelión. La inesperada
visita de los milicianos, todos mulatos como él, aumentó su jactancia:
repartía el licor de Valmorain sin consultarlo, daba órdenes
perentorias en su presencia a los domésticos y bromeaba a su costa.
El doctor Parmentier lo notó, como notó que Tété y los niños
temblaban ante el jefe de capataces, y estuvo a punto de hacerle un
comentario a su anfitrión, pero la experiencia lo había vuelto
reservado. Cada plantación era un mundo aparte, con su propio
sistema de relaciones, sus secretos y sus vicios. Por ejemplo, Rosette,
esa niña de piel tan clara no podía ser sino hija de Valmorain. ¿Y qué
había sido del otro chico de Tété? Le hubiera gustado averiguarlo,
pero nunca se atrevió a preguntarle a Valmorain; las relaciones de los
120
Isabel Allende
La isla bajo el mar
blancos con sus esclavas era un tema vedado en la buena sociedad.
—Supongo que ha podido apreciar los estragos de la rebelión,
doctor —comentó Valmorain—. Las bandas han asolado la región.
—Así es. Cuando veníamos hacia acá, vimos la humareda de un
incendio en la plantación Lacroix —le contó Parmentier—. Al
aproximarnos notamos que todavía ardían los cañaverales. No había
un alma. El silencio era aterrador.
—Lo sé, doctor, porque fui de los primeros en llegar a la
habitation Lacroix después del asalto —le explicó Valmorain—. La
familia Lacroix al completo, sus capataces y domésticos fueron
aniquilados; el resto de los esclavos desapareció. Hicimos una fosa y
enterramos los cuerpos provisoriamente, hasta que las autoridades
investiguen lo ocurrido. No podíamos dejarlos tirados como carroña.
Los negros se dieron una orgía de sangre.
—¿No teme que suceda algo similar aquí? —preguntó Parmentier.
—Estamos armados y alertas y confío en la capacidad de Cambray
—replicó Valmorain—. Pero le confieso que estoy muy preocupado.
Los negros se ensañaron con Lacroix y su familia.
—Su amigo Lacroix tenía reputación de cruel —lo interrumpió el
médico—. Eso enardeció aún más a los asaltantes, pero en esta
guerra nadie tiene consideraciones con nadie, mon ami. Hay que
prepararse para lo peor.
—¿Sabía que el estandarte de los rebeldes es un infante blanco
ensartado en una bayoneta, doctor?
—Todo el mundo lo sabe. En Francia hay una reacción de horror
ante estos hechos. Los esclavos ya no cuentan con ningún
simpatizante en la Asamblea, hasta la Sociedad de Amigos de los
Negros está callada, pero estas atrocidades son la respuesta lógica a
las que nosotros hemos perpetrado contra ellos.
—¡No nos incluya, doctor! —exclamó Valmorain—. ¡Usted y yo
jamás hemos cometido esos excesos!
—No me refiero a nadie en particular, sino a la norma que hemos
impuesto. El desquite de los negros era inevitable. Me avergüenzo de
ser francés —dijo Parmentier tristemente.
—Si de desquite se trata, hemos llegado al punto de elegir entre
ellos o nosotros. Los plantadores defenderemos nuestras tierras y
nuestras inversiones. Vamos a recuperar la colonia como sea. ¡No nos
quedaremos de brazos cruzados!
No estaban cruzados de brazos. Los colonos, la Marechaussée y el
ejército salían de caza y negro rebelde que pillaban lo descueraban
vivo. Importaron mil quinientos perros de Jamaica y el doble de mulas
de la Martinica, entrenadas para subir montañas arrastrando cañones.
121
Isabel Allende
La isla bajo el mar
El terror
U
na tras otra, las plantaciones del norte empezaron a arder. El
incendio duró meses, el resplandor de las llamas se vislumbraba
por las noches en Cuba y la densa humareda ahogó a Le Cap y, según
los esclavos, llegó hasta Guinea. El teniente coronel Étienne Relais,
quien estaba a cargo de informar al gobernador de las bajas, a finales
de diciembre había contado más de dos mil entre los blancos y si sus
cálculos eran correctos, había diez mil más entre los negros. En
Francia, el ánimo se dio vuelta al saberse la suerte que corrían los
colonos en Saint-Domingue y la Asamblea Nacional anuló el decreto
reciente que otorgaba derechos políticos a los affranchis. Tal como le
dijo Relais a Violette, esa decisión carecía por completo de lógica, ya
que los mulatos nada tenían que ver con la rebelión, eran los peores
enemigos de los negros y los aliados naturales de los grands blancs
con quienes tenían todo en común menos el color. El gobernador
Blanchelande, cuya simpatía no estaba con los republicanos, debió
utilizar el ejército para sofocar la revuelta de los esclavos, que
adquiría proporciones de catástrofe, y para intervenir en el bárbaro
conflicto entre blancos y mulatos que comenzó en Port-au-Prince. Los
petits blancs iniciaron una matanza contra los affranchis y éstos
respondieron cometiendo peores salvajadas que los negros y los
blancos combinados. Nadie estaba salvo. La isla entera trepidaba con
el fragor de un odio antiguo que esperaba ese pretexto para estallar
en llamas. En Le Cap la chusma blanca, enardecida por lo ocurrido en
Port-au-Prince, atacó a la gente de color en las calles, entraron a
rompe y raja en sus casas, ultrajaron a las mujeres, degollaron a los
niños y ahorcaron a los hombres en sus propios balcones. La fetidez
de los cadáveres podía olerse en los barcos anclados fuera del puerto.
En una nota que le mandó Parmentier a Valmorain, le comentó las
noticias de la ciudad: «No hay nada tan peligroso como la impunidad,
amigo mío, es entonces cuando la gente enloquece y se cometen las
peores bestialidades, no importa el color de la piel, todos son iguales.
Si usted viera lo que yo he visto, tendría que cuestionar la
superioridad de la raza blanca, que tantas veces hemos discutido».
Aterrado ante aquel desenfreno, el doctor pidió audiencia y se
presentó en la espartana oficina de Étienne Relais, a quien conocía
por su trabajo en el hospital militar. Sabía que se había casado con
una mujer de color y se mostraba con ella del brazo sin parar mientes
122
Isabel Allende
La isla bajo el mar
en las malas lenguas, lo que él mismo jamás se había atrevido a
hacer con Adèle. Calculó que ese hombre entendería mejor que nadie
su situación y se dispuso a contarle su secreto. El oficial le ofreció
asiento en la única silla disponible.
—Disculpe que me atreva a molestarlo con un asunto de orden
personal, teniente coronel… —tartamudeó Parmentier.
—¿En qué puedo ayudarlo, doctor? —respondió amablemente
Relais, quien le debía al doctor las vidas de varios de sus subalternos.
—La verdad es que tengo una familia. Mi mujer se llama Adèle. No
es exactamente mi esposa, usted entiende, ¿verdad? Pero llevamos
muchos años juntos y tenemos tres hijos. Ella es una affranchie.
—Ya lo sabía, doctor —le dijo Relais.
—¿Cómo lo sabía? —exclamó el otro, desconcertado.
—Mi puesto exige estar informado y mi esposa, Violette Boisier,
conoce a Adèle. Le ha comprado varios vestidos.
—Adèle es excelente costurera —agregó el doctor.
—Supongo que ha venido a hablarme de los ataques contra los
affranchis. No puedo prometerle que la situación vaya a mejorar
pronto, doctor. Estamos tratando de controlar a la población, pero el
ejército no cuenta con suficientes recursos. Estoy muy preocupado.
Mi esposa no ha asomado la nariz fuera de la casa desde hace dos
semanas.
—Temo por Adèle y los niños…
—En lo que a mí concierne, creo que la única forma de proteger a
mi familia es enviarla a Cuba hasta que pase la tormenta. Partirán en
barco mañana. Puedo ofrecerle lo mismo a la suya, si le parece. Irán
incómodos, pero el viaje es corto.
Esa noche un pelotón de soldados escoltó a las mujeres y los
niños al barco. Adèle era una mulata oscura y gruesa sin mucho
atractivo a primera vista, pero de una dulzura y buen humor
inagotables. Nadie dejaría de notar la diferencia entre ella, vestida
como una criada y decidida a permanecer en la sombra para cuidar la
reputación del padre de sus hijos, y la bella Violette con su porte de
reina. No eran de la misma clase social, las separaban varios grados
de color, que en Saint-Domingue determinaban el destino, así como el
hecho de que una era costurera y la otra era su clienta; pero se
abrazaron con simpatía, ya que enfrentarían juntas los albures del
exilio. Loula lloriqueaba con Jean-Martin aferrado de la mano. Le
había colgado fetiches católicos y vudú debajo de la blusa, para que
Relais, agnóstico decidido, no los viera. La esclava nunca se había
subido en un bote, mucho menos en un barco, y le horrorizaba
aventurarse en un mar lleno de tiburones dentro de aquel atado de
palos mal cosidos con unas velas que parecían enaguas. Mientras el
doctor Parmentier hacía discretas señas de adiós desde lejos a su
familia, Étienne Relais se despidió frente a sus soldados de Violette, la
única mujer que había amado en su vida, con un beso desesperado y
el juramento de que se reunirían muy pronto. No volvería a verla.
123
Isabel Allende
La isla bajo el mar
En el campamento de Zambo Boukman ya nadie pasaba hambre y la
gente comenzaba a fortalecerse: los hombres no tenían el costillar a
la vista, los pocos niños que había no eran esqueletos con vientres
dilatados y ojos de ultratumba, y las mujeres empezaron a quedar
preñadas. Antes de la rebelión, cuando los cimarrones vivían
escondidos en las grietas de las montañas, el hambre se mitigaba
durmiendo y la sed con gotas de lluvia. Las mujeres cultivaban unas
matas raquíticas de maíz, que a menudo debían abandonar antes de
cosecharlas, y defendían con sus propias vidas a las pocas cabras
disponibles, porque había varios niños, nacidos en libertad, pero
destinados a vivir muy corto si les faltaba la leche de esos nobles
animales. Gambo y otros cinco hombres, los más atrevidos, estaban a
cargo de conseguir provisiones. Uno de ellos llevaba un mosquete y
era capaz de derribar a una liebre a la carrera desde una distancia
imposible, pero las escasas municiones se reservaban sólo para las
presas más grandes. Los hombres se introducían de noche en las
plantaciones, donde los esclavos compartían con ellos sus provisiones
por las buenas o las malas, pero existía el peligro tremendo de ser
traicionados o sorprendidos. Si lograban entrar al sector de las
cocinas o de los domésticos, podían sustraer un par de sacos de
harina o un barril de pescado seco, que no era mucho, aunque peor
era mascar lagartijas. Gambo, que tenía mano mágica para tratar con
animales, solía arrear a una de las viejas mulas del molino, que
después se aprovechaba hasta el último hueso. Esa maniobra
requería tanta suerte como audacia, porque si la mula se ponía terca
no había forma de moverla y si resultaba dócil debía disimularla hasta
llegar con ella a las sombras de la selva, donde le pedía perdón por
quitarle la vida, como le había enseñado su padre cuando salían de
caza, y enseguida la sacrificaba. Entre todos cargaban la carne
montaña arriba, borrando los rastros para eludir a sus perseguidores.
Aquellas incursiones desesperadas ahora tenían otro cariz. Ya nadie
se les oponía en las plantaciones, casi todas abandonadas, podían
sacar lo que se hubiera salvado del incendio. Gracias a eso en el
campamento no faltaban cerdos, gallinas, más de cien cabras, sacos
de maíz, yuca, batata y frijoles, incluso ron, todo el café que pudieran
desear, y azúcar, que muchos esclavos jamás habían probado,
aunque habían pasado años produciéndola. Los fugitivos de antes
eran los revolucionarios de ahora. Ya no se trataba de bandidos
escuálidos, sino de guerreros decididos, porque no había vuelta atrás:
se moría peleando o se moría supliciado. Sólo podían apostar a la
victoria.
El campamento estaba cercado de picotas con calaveras y
cuerpos empalados macerándose al sol. En un corralón mantenían a
los prisioneros blancos esperando su turno para ser ejecutados. A las
mujeres las convirtieron en esclavas y concubinas, tal como antes
eran las negras en las plantaciones. Gambo no sentía compasión por
los cautivos, él mismo acabaría con ellos si se presentaba la
necesidad de hacerlo, pero no le habían dado esa orden. A él, que
tenía piernas veloces y buen criterio, Boukman también lo enviaba
con mensajes a otros jefes y a espiar. La región estaba sembrada de
124
Isabel Allende
La isla bajo el mar
bandas, que el joven conocía bien. El peor campamento para los
blancos era el de Jeannot, donde cada día seleccionaban a varios para
darles una muerte lenta y macabra, inspirada en la tradición de
atrocidades iniciada por los mismos colonos. Jeannot, como Boukman,
era un poderoso hungan, pero la guerra lo había trastornado y el
apetito de crueldad se le hizo insaciable. Se jactaba de beber la
sangre de sus víctimas en una calavera humana. Hasta su propia
gente le tenía terror. Gambo oyó a otros jefes discutir sobre el deber
de eliminarlo antes de que sus aberraciones irritaran a Papa Bondye,
pero no lo repitió, porque como espía valoraba la discreción.
En uno de los campamentos conoció a Toussaint, quien cumplía la
doble función de consejero para la guerra y doctor, porque sabía de
plantas curativas, y ejercía notable influencia sobre los jefes, aunque
en esa época todavía se mantenía en un segundo plano. Era uno de
los pocos capaces de leer y escribir; así se enteraba, aunque con
atraso, de los sucesos de la isla y de Francia. Nadie conocía mejor que
él la mentalidad de los blancos. Había nacido y vivido esclavo en una
plantación en Bréda, se educó solo, abrazó con fervor la religión
cristiana y se ganó la estima de su amo, quien incluso le confió a su
familia cuando llegó el momento de huir. Esa relación provocaba
sospechas, muchos creían que Toussaint se sometía a los blancos
como un criado, pero Gambo le oyó decir muchas veces que el
propósito de su vida era terminar con la esclavitud en SaintDomingue y nada ni nadie lo haría desistir. Su personalidad atrajo a
Gambo desde el principio y decidió que si Toussaint se convertía en
jefe, él se cambiaría de bando sin vacilar. Boukman, aquel gigante
con vozarrón de tempestad, el elegido de Ogun-Feraille, fue la chispa
que encendió la hoguera de la rebelión en Bois Cayman, pero Gambo
adivinó que la estrella más brillante del cielo era la de Toussaint, ese
hombrecito feo, de quijada protuberante y piernas arqueadas, que
hablaba como un predicador y le rezaba al Jesús de los blancos. Y no
se equivocó, porque unos meses más tarde Boukman, el invencible,
que se enfrentaba al fuego enemigo desviando las balas a latigazos
con una cola de buey como si fueran moscas, fue apresado por el
ejército en una escaramuza. Étienne Relais dio orden de ejecutarlo en
el acto, para adelantarse a la reacción de los rebeldes de otros
campamentos. Se llevaron su cabeza ensartada en una lanza y la
plantaron al centro de la plaza de Le Cap, donde nadie dejó de verla.
Gambo fue el único que escapó de la muerte en esa emboscada
gracias a su pasmosa velocidad y pudo llevar la noticia. Después se
unió al campamento donde estaba Toussaint, aunque el de Jeannot
era más numeroso. Sabía que los días de Jeannot estaban contados. Y
en efecto, lo atacaron al amanecer y lo ahorcaron sin aplicarle los
tormentos que él le había impuesto a sus víctimas porque no les dio
tiempo; estaban preparándose para parlamentar con el enemigo.
Gambo creyó que después de la muerte de Jeannot y varios de sus
oficiales, también les había llegado su hora a los cautivos blancos,
pero prevaleció la idea de Toussaint de mantenerlos vivos y usarlos
como rehenes para negociar.
En vista del desastre en la colonia, Francia envió una comisión
125
Isabel Allende
La isla bajo el mar
para hablar con los jefes negros, quienes se manifestaron dispuestos
a devolver a los rehenes como signo de buena voluntad. Se dieron
cita en una plantación del norte. Cuando los prisioneros blancos, que
habían sobrevivido meses en el infierno inventado por Jeannot, se
encontraron cerca de la casa y comprendieron que no los llevaban
para matarlos de alguna manera horrenda, sino para liberarlos, se
produjo una estampida y mujeres y niños fueron atropellados por los
hombres que corrían a ponerse a salvo. Gambo se las arregló para
seguir de cerca de Toussaint y los otros encargados de conferenciar
con los comisionados. Media docena de grands blancs, en
representación del resto de los colonos, acompañaba a las
autoridades recién llegadas de París, que aún no se daban cuenta
cabal de cómo se manejaban las cosas en Saint-Domingue. Con un
sobresalto, Gambo reconoció entre ellos a su antiguo amo y
retrocedió para esconderse, pero pronto adivinó que Valmorain no se
había fijado en él y que si lo hiciera no lo reconocería.
Las conversaciones se llevaron a cabo al aire libre, bajo los
árboles del patio, y desde las primeras palabras la tensión fue
palpable. Reinaba desconfianza y rencor entre los rebeldes y soberbia
ciega entre los colonos. Pasmado, Gambo escuchó los términos de
paz propuestos por sus jefes: libertad para ellos y un puñado de sus
seguidores a cambio de que el resto de los rebeldes volviera
calladamente a la esclavitud en las plantaciones. Los comisionados de
París aceptaron de inmediato —la cláusula no podía ser más
ventajosa— pero los grands blancs de Saint-Domingue no estaban
dispuestos a otorgar nada: pretendían que los esclavos se rindieran
en masa sin condiciones. «¡Qué se han imaginado! ¿Que vamos a
transar con los negros? ¡Que se conformen con salvar la vida!»,
exclamó uno de ellos. Valmorain trató de razonar con sus pares, pero
al final prevaleció la voz de la mayoría y decidieron no darles nada a
esos negros alzados. Los líderes rebeldes se retiraron agraviados y
Gambo los siguió, ardiendo de furia al saber que estaban dispuestos a
traicionar a la gente con quien convivían y luchaban. «Apenas se me
presente la ocasión, los mataré a todos, uno por uno», prometió para
sus adentros. Perdió fe en la revolución. No podía imaginar que en
ese momento se definía el futuro de la isla, porque la intransigencia
de los colonos obligaría a los rebeldes a continuar la guerra durante
muchos años hasta la victoria y el fin de la esclavitud.
Los comisionados, impotentes ante la anarquía, acabaron por
abandonar Saint-Domingue y poco después otros tres delegados,
encabezados por Sonthonax, un abogado joven y entrado en carnes,
llegaron con seis mil soldados de refuerzo y nuevas instrucciones de
París. Había vuelto a cambiar la ley para otorgar a los mulatos libres
los derechos de todo ciudadano francés, que poco antes les habían
negado. Varios affranchis fueron nombrados oficiales del ejército y
muchos militares blancos rehusaron servir bajo sus órdenes y
desertaron. Eso atizó los ánimos y el odio centenario entre blancos y
affranchis alcanzó proporciones bíblicas. La Asamblea Colonial, que
hasta entonces había manejado los asuntos internos de la isla, fue
reemplazada por una comisión compuesta por seis blancos, cinco
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
mulatos y un negro libre. En medio de la creciente violencia, que ya
nadie podía controlar, el gobernador Blanchelande fue acusado de no
obedecer los mandatos del gobierno republicano y favorecer a los
monárquicos. Fue deportado a Francia con grillos en los pies y poco
después perdió la cabeza en la guillotina.
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
El sabor de la libertad
A
sí estaban las cosas en el verano del año siguiente cuando una
noche Tété despertó de súbito con una mano firme tapándole la
boca. Pensó que por fin había llegado el asalto a la plantación, temido
por tanto tiempo, y rogó que la muerte fuera rápida, al menos para
Maurice y Rosette, dormidos a su lado. Esperó sin tratar de
defenderse para no despertar a los niños, y por la remota posibilidad
de que fuera una pesadilla, hasta que pudo distinguir la figura
inclinada sobre ella en el tenue reflejo de las antorchas del patio, que
se filtraba a través del papel encerado de la ventana. No lo reconoció,
porque después del año y medio que llevaban separados el muchacho
ya no era el mismo, pero entonces él susurró su nombre, Zarité, y ella
sintió un fogonazo en el pecho, no ya de terror, sino de dicha. Levantó
las manos para atraerlo y sintió el metal del cuchillo que él sostenía
entre los dientes. Se lo quitó y él, con un gemido, se dejó caer sobre
aquel cuerpo que se acomodaba para recibirlo. Los labios de Gambo
buscaron los de ella con la sed acumulada en tanta ausencia, su
lengua se abrió paso en su boca y sus manos se aferraron a sus senos
a través de la delgada camisa. Ella lo sintió duro entre sus muslos y
se abrió para él, pero se acordó de los niños, a quienes por un
momento había olvidado, y lo empujó. «Ven conmigo», le susurró.
Se levantaron con cuidado y pasaron por encima de Maurice.
Gambo recuperó su cuchillo y se lo puso en la tira de cuero de cabra
del cinturón, mientras ella estiraba el mosquitero para proteger a los
niños. Tété le hizo una señal de que aguardara y salió a asegurarse
de que el amo estaba en su pieza, tal como lo había dejado un par de
horas antes, luego sopló la lámpara del pasillo y volvió a buscar a su
amante. Lo condujo a tientas hasta la habitación de la loca, en la otra
punta de la casa, desocupada desde su muerte.
Cayeron abrazados sobre el colchón, pasado a humedad y
abandono, y se amaron en la oscuridad, en total silencio, sofocados
de palabras mudas y gritos de placer que se deshacían en suspiros.
Mientras estuvieron separados, Gambo se había desahogado con
otras mujeres de los campamentos, pero no había logrado aplacar su
apetito de amor insatisfecho. Tenía diecisiete años y vivía abrasado
por el deseo persistente de Zarité. La recordaba alta, abundante,
generosa, pero ahora era más pequeña que él y esos senos, que
antes le parecían enormes, ahora cabían holgados en sus manos.
128
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Zarité se volvía espuma debajo de él. En la zozobra y la voracidad del
amor tan largamente contenido no alcanzó a penetrarla y en un
instante se le fue la vida en un solo estallido. Se hundió en el vacío,
hasta que el aliento hirviente de Zarité en su oído lo trajo de vuelta al
cuarto de la loca. Ella lo arrulló, dándole golpecitos en la espalda,
como hacía con Maurice para consolarlo, y cuando sintió que
empezaba a renacer lo volteó en la cama, inmovilizándolo con una
mano en el vientre, mientras con la otra y sus labios mórbidos y su
lengua hambrienta lo masajeaba y lo chupaba, elevándolo al
firmamento, donde se perdió en las estrellas fugaces del amor
imaginado en cada instante de reposo y en cada pausa de las batallas
y en cada amanecer brumoso en las grietas milenarias de los
caciques, donde tantas veces montaba guardia. Incapaz de sujetarse
por más tiempo, el muchacho la levantó por la cintura y ella lo montó
a horcajadas, ensartándose en ese miembro quemante que tanto
había anhelado, inclinándose para cubrirle de besos la cara, lamerle
las orejas, acariciarlo con sus pezones, columpiarse en sus caderas
atolondradas, estrujarlo con sus muslos de amazona, ondulando como
una anguila en el fondo arenoso del mar. Retozaron como si fuera la
primera y la última vez, inventando pasos nuevos de una danza
antigua. El aire del cuarto se saturó con la fragancia de semen y
sudor, con la violencia prudente del placer y los desgarros del amor,
con quejidos ahogados, risas calladas, embistes desesperados y
jadeos de moribundo que al instante se convertían en besos alegres.
Tal vez no hicieron nada que no hubieran hecho con otros, pero es
muy distinto hacer el amor amando.
Agotados de felicidad se durmieron apretadamente en un nudo de
brazos y piernas, aturdidos por el calor pesado de esa noche de julio.
Gambo despertó a los pocos minutos, aterrado por haber bajado la
guardia de esa manera, pero al sentir a la mujer abandonada,
ronroneando en el sueño, se dio tiempo para palparla con liviandad,
sin despertarla, y percibir los cambios en ese cuerpo, que cuando él
se fue estaba deformado por el embarazo. Los senos todavía tenían
leche, pero estaban más flojos y con los pezones distendidos, la
cintura le pareció muy delgada, porque no recordaba como era antes
de su preñez, el vientre, las caderas, las nalgas y los muslos eran
pura opulencia y suavidad. El aroma de Tété también había
cambiado, ya no olía a jabón, sino a leche, y en ese momento estaba
impregnada del olor de ambos. Hundió la nariz en el cuello de ella,
sintiendo el paso de su sangre en las venas, el ritmo de su
respiración, el latido de su corazón. Tété se estiró con un suspiro
satisfecho. Estaba soñando con Gambo y le tomó un instante darse
cuenta de que en verdad estaban juntos y no necesitaba imaginarlo.
—Vine a buscarte, Zarité. Es tiempo de irnos —susurró Gambo.
Le explicó que no había podido llegar antes, porque no tenía
adonde llevársela, pero ya no podía esperar más. No sabía si los
blancos lograrían aplastar la rebelión, pero tendrían que matar hasta
el último negro antes de proclamar victoria. Ninguno de los rebeldes
estaba dispuesto a volver a la esclavitud. La muerte andaba suelta y
al acecho en la isla. No existía ni un solo rincón seguro, pero peor que
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
el miedo y la guerra era seguir separados. Le contó que no confiaba
en los jefes, ni siquiera en Toussaint, no les debía nada y pensaba
luchar a su manera, cambiando de bando o desertando, según se
dieran las cosas. Por un tiempo podrían vivir juntos en su
campamento, le dijo; había levantado una ajoupa con palos y hojas de
palma y no les faltaría comida. Sólo podía ofrecerle una vida dura y
ella estaba acostumbrada a las comodidades de esa casa del blanco,
pero nunca se arrepentiría, porque cuando se prueba la libertad no se
puede volver atrás. Sintió lágrimas calientes en la cara de Tété.
—No puedo dejar a los niños, Gambo —le dijo.
—Nos llevaremos a mi hijo.
—Es niña, se llama Rosette y no es hija tuya, sino del amo.
Gambo se incorporó, sorprendido. En ese año y medio pensado en
su hijo, el niño negro que se llamaba Honoré, no se le pasó por la
mente la alternativa de que fuese una mulata hija del amo.
—No podemos llevar a Maurice, porque es blanco, y tampoco a
Rosette, que es muy chiquita para pasar penurias —le explicó Tété.
—Tienes que venir conmigo, Zarité. Y debe ser esta misma noche,
porque mañana será tarde. Esos chicos son hijos del blanco.
Olvídalos. Piensa en nosotros y los hijos que tendremos, piensa en la
libertad.
—¿Por qué dices que mañana será tarde? —le preguntó ella,
secándose las lágrimas con el dorso de la mano.
—Porque atacarán la plantación. Es la última que queda, todas las
demás fueron destruidas.
Entonces ella entendió la magnitud de lo que Gambo le pedía, era
mucho más que separarse de los niños, era abandonarlos a una
suerte horrenda. Lo enfrentó con una ira tan intensa como la pasión
de minutos antes: jamás los dejaría, ni por él ni por la libertad. Gambo
la estrechó contra su pecho, como si pretendiera llevársela en vilo. Le
dijo que Maurice estaba perdido de todos modos, pero en el
campamento podrían aceptar a Rosette, siempre que no fuera
demasiado clara.
—Ninguno de los dos sobreviviría entre los rebeldes, Gambo. La
única forma de salvarlos es que el amo se los lleve. Estoy segura de
que protegerá a Maurice con su vida, pero no a Rosette.
—No hay tiempo para eso, tu amo ya es un cadáver, Zarité —
replicó él.
—Si él muere, también mueren los niños. Tenemos que sacar a los
tres de Saint-Lazare antes del amanecer. Si no quieres ayudarme, lo
haré sola —decidió Tété poniéndose la camisa en la penumbra.
Su plan era de una simpleza pueril, pero lo expuso con tanta
determinación, que Gambo acabó por ceder. No podía forzarla a irse
con él y tampoco podía dejarla. Él conocía la región, estaba habituado
a esconderse, podía moverse de noche, evitar peligros y defenderse,
pero ella no.
—¿Crees que el blanco se prestará a esto? —le preguntó al fin.
—¿Qué otra salida tiene? Si se queda lo destripan a él y a Maurice.
No sólo aceptará, sino que pagará un precio. Espérame aquí —replicó
ella.
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
Zarité
T
enía el cuerpo caliente y húmedo, la cara hinchada de besos y
lágrimas, y la piel olorosa a eso que había hecho con Gambo, pero
no me importó. En el pasillo encendí una de las lámparas de aceite,
fui a su pieza y entré sin golpear, lo que nunca antes había hecho. Lo
encontré embotado de licor, tendido de espaldas, la boca abierta con
un hilo de saliva en el mentón, una barba de dos días y el pálido
cabello revuelto. Toda la repulsión que sentía por él me remeció y
creí que iba a vomitar. Mi presencia y la luz tardaron un instante en
atravesar la niebla del coñac; despertó con un grito y de un manotazo
rápido sacó la pistola que mantenía debajo de la almohada. Al
reconocerme bajó el cañón, pero no soltó el arma. «¿Qué pasa,
Tété?», me increpó, saliendo de la cama de un salto. «Vengo a
proponerle algo, amo», le dije. No me temblaba la voz ni temblaba la
lámpara en mi mano. No me preguntó cómo se me ocurría
despertarlo en la mitad de la noche, presintió que se trataba de algo
muy grave. Se sentó en la cama con la pistola en las rodillas y le
expliqué que al cabo de unas horas los rebeldes asaltarían SaintLazare. Era inútil alertar a Cambray, se necesitaría un ejército para
detenerlos. Como en otras partes, sus esclavos se sumarían a los
atacantes, habría una matanza y un incendio, por eso debíamos huir
de inmediato con los niños o al día siguiente estaríamos muertos. Y
eso sería con suerte, peor sería estar agonizando. Así se lo dije. ¿Que
cómo lo sabía? Uno de sus esclavos, que había escapado hacía más
de un año, había vuelto para avisarme. Ese hombre iba a guiarnos,
porque solos jamás llegaríamos a Le Cap, la región estaba tomada
por los rebeldes.
—¿Quién es? —me preguntó mientras se vestía deprisa.
—Se llama Gambo y es mi amante…
Me volteó la cara de un bofetón que casi me aturde, pero cuando
iba a pegarme de nuevo le agarré la muñeca con una fuerza que yo
misma desconocía. Hasta ese momento, nunca lo había mirado a la
cara y no sabía que tenía los ojos claros, como cielo nublado.
—Vamos a tratar de salvarle la vida a usted y a Maurice, pero el
precio es mi libertad y la de Rosette —le dije pronunciando bien cada
palabra para que me entendiera.
131
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Me clavó los dedos en los brazos, acercándome la cara,
amenazante. Le rechinaban los dientes mientras me insultaba,
desorbitado por la rabia. Pasó un rato muy largo, eterno, y volví a
sentir náuseas, pero no aparté los ojos. Por último se sentó de nuevo,
con la cabeza entre las manos, vencido.
—Ándate con ese maldito. No necesitas que yo te dé la libertad.
—¿Y Maurice? Usted no puede protegerlo. No quiero vivir siempre
huyendo, quiero ser libre.
—Está bien, tendrás lo que pides. Vamos, apúrate, vístete y
prepara a los niños. ¿Dónde está ese esclavo? —me preguntó.
—Ya no es esclavo. Lo llamaré, pero antes escríbame un papel
con mi libertad y la de Rosette.
Sin agregar palabra, se sentó a su mesa y escribió a la carrera en
una hoja, después secó la tinta con talco, la sopló y le puso el sello de
su anillo con lacre, como yo había visto que siempre hacía con los
documentos importantes. Me lo leyó en voz alta, ya que yo no podía
hacerlo. Se me cerró la garganta, el corazón empezó a golpearme en
el pecho: ese trozo de papel tenía el poder de cambiar mi vida y la de
mi hija. Lo doblé con cuidado en cuatro partes y lo puse en la bolsa
del rosario de doña Eugenia, que siempre llevaba colgada al cuello,
bajo la blusa. Tuve que dejar el rosario y espero que doña Eugenia
me perdone.
—Ahora deme la pistola —le pedí.
No quiso desprenderse del arma; me explicó que no pretendía
usarla contra Gambo, él era nuestra única salvación. No recuerdo
muy bien cómo nos organizamos, pero en pocos minutos él se armó
con otras dos pistolas y sacó todas sus monedas de oro de la oficina,
mientras yo les daba láudano a los niños de uno de los frascos azules
de doña Eugenia, que todavía teníamos. Quedaron como muertos y
temí haberles dado demasiado. No me preocupé por los esclavos del
campo, mañana sería su primer día de libertad, pero en esos asaltos
la suerte de los domésticos solía ser tan atroz como la de los amos.
Gambo decidió avisar a Tante Mathilde. La cocinera le había dado una
ventaja de varias horas cuando él huyó, por lo que fue castigada;
ahora le tocaba a él devolverle el favor. Al cabo de media hora,
cuando nos hubiéramos alejado lo suficiente, ella podría reunir a los
domésticos y mezclarse con los esclavos del campo. A Maurice lo até
a las espaldas de su padre, le pasé dos paquetes de provisiones a
Gambo y yo cargué a Rosette. El amo consideró una locura partir a
pie, podíamos sacar caballos del establo, pero según Gambo eso
atraería a los vigilantes y la ruta que íbamos a tomar no era para
caballos. Cruzamos el patio por las sombras de los edificios, evitamos
la avenida de cocoteros, donde se paseaba un guardia, y enfilamos
hacia los cañaverales. Las ratas de colas asquerosas, que infestan los
campos, se nos cruzaban por delante. El amo vaciló, pero Gambo le
puso su cuchillo en el cuello y no lo mató porque le sujeté el brazo. Lo
necesitábamos para proteger a los niños, le recordé.
Nos sumergimos en el siseo espeluznante de la caña agitada por
la brisa, silbidos, cuchilladas, demonios escondidos en las matas,
serpientes, alacranes, un laberinto donde los sonidos se distorsionan
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
y las distancias se enroscan y alguien puede perderse para siempre y
aunque grite y grite, nunca será encontrado. Por eso los cañaverales
se dividen en carrés o manzanas y siempre se corta de las orillas
hacia el centro. Uno de los castigos de Cambray consistía en
abandonar a un esclavo de noche en los cañaverales y al amanecer
soltarle los perros. No sé cómo nos guió Gambo, tal vez por instinto o
por la experiencia de robar en otras plantaciones. Íbamos en fila,
pegados unos a otros para no perdernos, protegiéndonos como
podíamos de las hojas afiladas, hasta que por fin, después de mucho,
salimos de la plantación y entramos en la selva. Anduvimos horas,
pero avanzamos poco. Al amanecer vimos claramente el cielo
anaranjado del incendio de Saint-Lazare y nos sofocó el humo picante
y dulzón arrastrado por el viento. Los niños dormidos nos pesaban
como piedras en los hombros. Erzuli, loa madre, ayúdanos.
He andado siempre descalza, pero no estaba acostumbrada a ese
terreno, tenía los pies ensangrentados. Me caía de fatiga; en cambio
el amo, veinte años mayor, caminaba sin detenerse, con el peso de
Maurice encima. Por último Gambo, el más joven y fuerte de los tres,
dijo que debíamos descansar. Nos ayudó a desatar a los niños y los
pusimos sobre un montón de hojas, después de escarbarlas con un
palo para espantar a las culebras. Gambo quería las pistolas del amo,
pero él lo convenció de que en sus manos eran más útiles, porque
Gambo nada sabía de esas armas. Pactaron que él llevaría una y el
amo las otras dos. Estábamos cerca de los pantanos y apenas
entraban unos rayos de luz a través de la vegetación. El aire era
como agua caliente. El lodo movedizo podía tragarse a un hombre en
dos minutos, pero Gambo no parecía inquieto. Encontró un charco,
bebimos, nos mojamos la ropa y la de los niños, que seguían
aturdidos, nos repartimos unos panes de las provisiones y
descansamos un rato.
Pronto Gambo nos puso en marcha de nuevo y el amo, que nunca
había recibido órdenes, obedeció callado. Los pantanos no eran un
barrizal, como yo imaginaba, sino agua sucia estancada y vapor
maloliente. El lodo estaba en el fondo. Me acordé de doña Eugenia,
que hubiera preferido caer en manos de los rebeldes que pasar por
esa densa niebla de mosquitos; por suerte ya estaba en el cielo de los
cristianos. Gambo conocía todos los pasos, pero no era fácil seguirlo
con el peso de los niños. Erzuli, loa del agua, sálvanos. Gambo
desgarró mi tignon, me forró los pies de hojas y me los envolvió con
la tela. El amo tenía botas de caña alta y Gambo creía que los
colmillos de las alimañas no penetraban los callos de sus pies. Así
caminamos.
Maurice despertó primero, cuando todavía estábamos en los
pantanos, y se asustó. Cuando despertó Rosette me la puse un rato al
pecho sin dejar de andar y volvió a dormirse. Anduvimos el día entero
y llegamos a Bois Cayman, donde no había peligro de desaparecer en
el lodo, pero podíamos ser atacados. Allí Gambo había visto el
comienzo de la rebelión, cuando mi madrina, montada por Ogun,
llamó a la guerra y designó a los jefes. Así me lo contó Gambo. Desde
entonces Tante Rose iba de un campamento a otro sanando,
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
celebrando servicios para los loas y viendo el futuro, temida y
respetada por todos, cumpliendo el destino marcado en su z'etoile.
Ella le había dicho a Gambo que se acogiera bajo el ala de Toussaint,
porque él sería rey cuando terminara la guerra. Gambo le preguntó si
entonces seríamos libres y ella le aseguró que sí, pero antes habría
que matar a todos los blancos, incluso los recién nacidos, y habría
tanta sangre en la tierra que las mazorcas brotarían coloradas.
Les di más gotas a los niños y los acomodamos entre las raíces de
un árbol grande. Gambo temía más a las jaurías de perros salvajes
que a los humanos o los espíritus, pero no nos atrevimos a encender
una fogata para mantenerlos alejados. Dejamos al amo con los niños,
y las tres pistolas cargadas, seguros de que no se movería del lado de
Maurice, mientras Gambo y yo nos apartamos un poco para hacer lo
que queríamos hacer. El odio le deformó la cara al amo cuando me
dispuse a seguir a Gambo, pero nada dijo. Temí lo que me iba a pasar
después, porque conozco la crueldad de los blancos a la hora de la
venganza y esa hora me llegaría tarde o temprano. Estaba agotada y
dolorida por el peso de Rosette, pero lo único que deseaba era el
abrazo de Gambo. En ese momento nada más me importaba. Erzuli,
loa del placer, permite que esta noche dure para siempre. Así lo
recuerdo.
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
Fugitivos
L
os rebeldes cayeron sobre Saint-Lazare en la hora imprecisa en
que retrocede la noche, momentos antes de que la campana del
trabajo despertara a la gente. Al principio fue la resplandeciente cola
de un cometa, puntos de luz moviéndose de prisa: las antorchas. Los
cañaverales ocultaban las figuras humanas, pero cuando empezaron
a emerger de la tupida vegetación se vio que eran centenares. Uno
de los vigilantes alcanzó a llegar hasta la campana, pero veinte
manos blandiendo cuchillos lo redujeron a una pulpa irreconocible.
Las cañas secas ardieron primero, con el calor prendieron las demás y
en menos de veinte minutos el incendio cubría los campos y
avanzaba hacia la casa grande. Las llamas saltaban en todas
direcciones, tan altas y poderosas que el cortafuego de los patios no
pudo detenerlas. Al clamor del incendio se sumó el griterío
ensordecedor de los asaltantes y el aullido lúgubre de las conchas
que soplaban anunciando guerra. Corrían desnudos o apenas
cubiertos por ropa en jirones, armados de machetes, cadenas,
cuchillos, palos, bayonetas, mosquetes sin bala, que enarbolaban
como garrotes. Muchos estaban pintarrajeados de hollín, otros en
trance o ebrios, pero dentro de la anarquía había un propósito único:
destruirlo todo. Los esclavos del campo, mezclados con los
domésticos, que fueron advertidos a tiempo por la cocinera,
abandonaron sus cabañas y se unieron a la turba para participar en
ese saturnal de venganza y devastación. Al principio algunos
vacilaban, temerosos de la violencia incontenible de los rebeldes y la
represalia inevitable del amo, pero ya no tenían elección. Si echaban
pie atrás, perecían.
Los commandeurs cayeron uno a uno en manos de la horda, pero
Prosper Cambray y otros dos hombres se pertrecharon en las bodegas
de la casa grande con armas y municiones para defenderse por varias
horas. Confiaban en que el incendio atraería a la Marechaussée o a
los soldados que recorrían la región. Las embestidas de los negros
tenían la furia y la prisa de un tifón, duraban un par horas y luego se
dispersaban. Al jefe de capataces le extrañó que la casa estuviese
desocupada, pensó que Valmorain había preparado con anticipación
un refugio subterráneo y allí estaría agazapado con su hijo, Tété y la
niña. Dejó a sus hombres y fue a la oficina, que siempre se mantenía
bajo llave, pero la encontró abierta. Desconocía la combinación de la
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
caja fuerte y se dispuso a hacerla saltar a tiros, nadie sabría después
quién se robó el oro, pero también estaba abierta, entonces le entró
la primera sospecha de que Valmorain había huido sin avisarle.
«¡Maldito cobarde!», exclamó, furioso. Por salvar su mísero pellejo
había abandonado la plantación. Sin tiempo para lamentarse, se
reunió con los otros justamente cuando ya tenían el vocerío del asalto
encima.
Cambray oyó los relinchos de los caballos y los ladridos de los
perros y pudo distinguir los de sus mastines asesinos, más roncos y
fieros. Calculó que sus valiosos animales cobrarían varias víctimas
antes de perecer. La casa estaba rodeada, los asaltantes habían
invadido los patios y pisoteado el jardín, no quedaba una sola de las
preciosas orquídeas del patrón. El jefe de capataces los sintió en la
galería; estaban echando abajo las puertas, metiéndose por las
ventanas y demoliendo lo que hallaban por delante, destripando los
muebles franceses, rajando los tapices holandeses, vaciando los
arcones españoles, haciendo astillas los biombos chinos y añicos la
porcelana, los relojes alemanes, las jaulas doradas, las estatuas
romanas y los espejos venecianos, todo lo adquirido en su momento
por Violette Boisier. Y cuando se cansaron del estropicio empezaron a
buscar a la familia. Cambray y los dos commandeurs habían
atrancado la puerta de la bodega con sacos, barriles y muebles y
empezaron a disparar entre los barrotes de hierro que protegían las
pequeñas ventanas. Sólo las tablas de las paredes los separaban de
los rebeldes, soberbios de libertad e indiferentes a las balas. En la luz
del alba vieron caer a varios, tan cercanos que podían olerlos, a pesar
de la fétida humareda de la caña quemada. Caían unos y otros
pasaban por encima antes de que Cambray y sus hombres alcanzaran
a recargar. Sintieron los golpes contra la puerta, las maderas
retumbaban, sacudidas por un huracán de odio que llevaba cien años
acumulando fuerza en el Caribe. Diez minutos más tarde la casa
grande ardía en una inmensa hoguera. Los esclavos rebeldes
esperaron en el patio y cuando salieron los commandeurs escapando
de las llamas, los apresaron vivos. A Prosper Cambray, sin embargo,
no pudieron cobrarle los tormentos que debía, porque prefirió
meterse el cañón de la pistola en la boca y volarse la cabeza.
Entretanto Gambo y su pequeño grupo trepaban agarrados de
rocas, troncos, raíces y lianas, atravesaban precipicios y se metían
hasta la cintura en torrentosos arroyos. Gambo no había exagerado,
no era ruta para jinetes sino para monos. En ese verde profundo de
pronto surgían brochazos de color: el pico amarillo y naranja de un
tucán, plumas iridiscentes de loros y guacamayas, flores tropicales
colgadas de las ramas. Había agua por todas partes, riachuelos,
charcos, lluvia, cristalinas cascadas cruzadas de arco iris que caían
del cielo y se perdían abajo en una masa densa de brillantes
helechos. Tété mojó un pañuelo y se lo amarró en la cabeza para
taparse el ojo amoratado por el bofetón de Valmorain. A Gambo le
dijo que la había picado un bicho en el párpado, para evitar un
enfrentamiento entre los dos hombres. Valmorain se quitó las botas
empapadas, porque tenía los pies en carne viva, y Gambo se rió al
136
Isabel Allende
La isla bajo el mar
verlos, sin comprender cómo el blanco podía andar por la vida con
esos pies blandos y rosados que parecían conejos descuerados. A los
pocos pasos Valmorain tuvo que ponerse de nuevo las botas. Ya no
podía cargar a Maurice. El chico caminaba unos trechos de la mano
de su padre y en otros iba montado en los hombros de Gambo,
aferrado a la masa dura de su pelo.
Varias veces debieron esconderse de rebeldes, que andaban por
todas partes. En una ocasión Gambo dejó a los demás en una gruta y
salió solo a encontrarse con un pequeño grupo que conocía, porque
habían estado juntos en el campamento de Boukman. Uno de los
hombres llevaba un collar de orejas, algunas resecas como cuero,
otras frescas y rosadas. Compartieron sus provisiones con él, batatas
cocidas y unas lonjas de carne de cabra ahumada, y descansaron un
rato, comentando las vicisitudes de la guerra y los rumores sobre un
nuevo jefe, Toussaint. Dijeron que no parecía humano, tenía corazón
de perro de la selva, astuto y solitario; era indiferente a las
tentaciones del alcohol, las mujeres y las medallas doradas, que otros
jefes ambicionaban; no dormía, se alimentaba de fruta y podía pasar
dos días con sus noches a lomo de caballo. Nunca alzaba la voz, pero
la gente temblaba en su presencia. Era doctor de hojas y adivino,
sabía descifrar los mensajes de la naturaleza, las señales en las
estrellas y las intenciones más secretas de los hombres; así se libraba
de traiciones y emboscadas. Al atardecer, apenas empezó a refrescar,
se despidieron. Gambo tardó un poco en ubicarse, porque se había
alejado mucho de la gruta, pero al fin se reunió con los demás, que
desfallecían de sed y calor, pero no se habían atrevido a asomarse
afuera o buscar agua. Los condujo a un charco cercano y pudieron
beber hasta hartarse, pero tuvieron que racionar las escasas
provisiones.
Los pies de Valmorain eran una sola llaga dentro de las botas, las
punzadas de dolor le atravesaban las piernas y lloraba de rabia,
tentado de echarse a morir, pero seguía adelante por Maurice. Al
atardecer del segundo día vieron a un par de hombres desnudos, sin
más adorno que una tira de cuero en la cintura para sujetar el
cuchillo, armados de machetes. Alcanzaron a esconderse entre unos
helechos, donde aguardaron por más de una hora, hasta que se
perdieron en la espesura. Gambo se dirigió a una palmera, cuya copa
se elevaba varios metros por encima de la vegetación, trepó por el
tronco recto, aferrado a las escamas de la corteza y arrancó un par de
cocos, que cayeron sin ruido sobre los helechos. Los niños pudieron
beber la leche y repartirse la delicada pulpa. Dijo que desde arriba
había visto la llanura; Le Cap estaba cerca. Pasaron la noche bajo los
árboles y guardaron el resto de las escasas provisiones para el día
siguiente. Maurice y Rosette se durmieron acurrucados vigilados por
Valmorain, que en esos días había envejecido mil años, se sentía
hecho trizas, había perdido el honor, su hombría, su alma y estaba
reducido a un animal, carne y sufrimiento, una piltrafa ensangrentada
que seguía como perro a un negro maldito que fornicaba con su
esclava a pocos pasos de distancia. Podía oírlos esa noche, como en
las noches anteriores, ni siquiera se cuidaban por decencia o por
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
temor de él. Le llegaban con claridad los gemidos de placer, los
suspiros del deseo, las palabras inventadas, la risa sofocada. Una,
otra y otra vez copulaban como bestias, porque no era propio de
humanos tanto deseo y tanta energía, lloraba de humillación el amo.
Imaginaba el cuerpo conocido de Tété, sus piernas de caminante, su
grupa firme, su cintura estrecha, sus senos generosos, su piel lisa,
suave, dulce, húmeda de sudor, de deseo, de pecado, de insolencia y
provocación. Le parecía ver su rostro en esos momentos, los ojos
entrecerrados, los labios blandos para dar y recibir, la lengua
atrevida, las narices dilatadas, olfateando a ese hombre. Y a pesar de
todo, a pesar del tormento de sus pies, de la inconmensurable fatiga,
del orgullo pisoteado y del terror a morir, Valmorain se excitaba.
—Mañana dejaremos al blanco y su hijo en la llanura. Desde allí
no tiene más que andar derecho —le anunció Gambo a Tété entre
beso y beso en la oscuridad.
—¿Y si los encuentran los rebeldes antes de que lleguen a Le Cap?
—Yo cumplí mi parte, los saqué vivos de su plantación. Ahora que
se las arreglen solos. Nosotros nos iremos al campamento de
Toussaint. Su z'etoile es la más brillante del cielo.
—¿Y Rosette?
—Viene con nosotros, si quieres.
—No puedo Gambo, tengo que irme con el blanco. Perdóname…
—susurró ella, doblada de tristeza.
El muchacho la apartó, incrédulo. Debió repetírselo dos veces
para que comprendiera la firmeza de esa decisión, la única posible,
porque entre los rebeldes Rosette sería una miserable cuarterona
clara, rechazada, hambrienta, expuesta a los azares de la revolución,
en cambio con Valmorain estaría más segura. Le explicó que no podía
separarse de los niños, pero Gambo no oyó sus argumentos, sólo
captó que su Zarité prefería al blanco.
—¿Y la libertad? ¿No te importa eso? —La cogió de los hombros y
la remeció.
—Soy libre, Gambo. Tengo el papel en esta bolsa, escrito y
sellado. Rosette y yo somos libres. Seguiré sirviendo al amo por un
tiempo, hasta que termine la guerra, y después me iré contigo donde
tú quieras.
Se separaron en la llanura. Gambo se apoderó de las pistolas, les
dio la espalda y desapareció corriendo rumbo a la espesura, sin
despedirse y sin volverse a darles una última mirada, para no
sucumbir a la poderosa tentación de matar a Valmorain y su hijo. Lo
habría hecho sin vacilar, pero sabía que si le hacía daño a Maurice
perdía a Tété para siempre. Valmorain, la mujer y los niños
alcanzaron el camino, una trocha ancha como para tres caballos muy
expuesta en caso de toparse con negros rebeldes o mulatos
enardecidos contra los blancos. Valmorain no podía dar un paso más
en sus pies despellejados, se arrastraba gimiendo, seguido por
Maurice, que lloraba con él. Tété encontró sombra bajo unos
arbustos, le dio el último bocado de las provisiones a Maurice y le
explicó que volvería a buscarlo, pero podía tardar y él debía tener
coraje. Le dio un beso, lo dejó junto a su padre y echó a andar por el
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
sendero con Rosette a la espalda. De allí en adelante, era cuestión de
suerte. El sol caía a plomo sobre su cabeza descubierta. El terreno, de
una deprimente monotonía, estaba salpicado de peñascos y arbustos
bajos, aplastados por la fuerza del viento, y cubierto de un grueso
pasto, corto y duro. La tierra era seca y granulosa, no había agua por
ninguna parte. Ese camino, muy transitado en tiempos normales,
desde la rebelión sólo era usado por el ejército y la Marechaussée.
Tété tenía una idea vaga de la distancia, pero no podía calcular
cuántas horas debería andar hasta llegar a las fortificaciones
cercanas a Le Cap, porque siempre había hecho el viaje en el coche
de Valmorain. «Erzuli, loa de la esperanza, no me desampares.»
Caminó decidida, sin pensar en lo que faltaba sino en lo que había
avanzado. El paisaje era desolado, no había referencias, todo era
igual, estaba clavada en el mismo sitio, como en los malos sueños.
Rosette clamaba por agua con los labios secos y los ojos vidriosos. Le
dio más gotas del frasco azul y la meció hasta que se durmió y pudo
continuar.
Caminó tres o cuatro horas sin pausa, con la mente en blanco.
«Agua, no podré seguir sin agua». Un paso, otro paso, y otro más.
«Erzuli, loa de las aguas dulces y saladas, no nos mates de sed.» Las
piernas se movían solas, oía tambores: la llamada del boula, el
contrapunto del segon, el suspiro profundo del maman quebrando el
ritmo, los otros volviendo a comenzar, variaciones, sutilezas, brincos,
de repente el sonido alegre de las maracas y de nuevo manos
invisibles golpeando la piel tirante de los tambores. El sonido fue
llenándola por dentro y empezó a moverse con la música. Otra hora.
Iba flotando en un espacio incandescente. Cada vez más desprendida,
ya no sentía los latigazos en los huesos ni el ruido de piedras en la
cabeza. Un paso más, una hora más. «Erzuli, loa de la compasión,
ayúdame.» De pronto, cuando se le doblaban las rodillas, el
corrientazo de un relámpago la sacudió desde el cráneo hasta los
pies, fuego, hielo, viento, silencio. Y entonces vino la diosa Erzuli
como una ráfaga poderosa y montó a Zarité, su servidora.
Étienne Relais fue el primero en verla, porque iba a la cabeza de
su pelotón de jinetes. Una línea oscura y delgada en el camino, una
ilusión, una temblorosa silueta en la reverberación de aquella luz
implacable. Espoleó el caballo y se adelantó para ver a quién se le
ocurría un viaje tan peligroso en esas soledades y en ese calor. Al
acercarse vio a la mujer de espaldas, erguida, soberbia, los brazos
extendidos para volar y culebreando al ritmo de una danza secreta y
gloriosa. Notó el bulto que llevaba atado atrás y dedujo que era un
niño, muerto tal vez. La llamó con un grito y ella no respondió, siguió
levitando como un espejismo hasta que él le atravesó el caballo por
delante. Al notar los ojos en blanco comprendió que estaba demente
o en trance. Había visto esa expresión exaltada en las calendas, pero
creía que sólo se daba en la histeria colectiva de los tambores. Como
militar francés, pragmático y ateo, a Relais le repugnaban esas
posesiones, que consideraba una prueba más de la condición
primitiva de los africanos. Erzuli se irguió ante el jinete, seductora,
hermosa, su lengua de víbora entre los labios rojos, el cuerpo una
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
sola llamarada. El oficial levantó la fusta, la tocó en un hombro y de
inmediato se deshizo el encantamiento. Erzuli se esfumó y Tété cayó
desplomada sin un suspiro, un montón de trapos en el polvo del
camino. Los otros soldados habían alcanzado a su jefe y los caballos
rodearon a la mujer postrada. Étienne Relais saltó a tierra, se inclinó
sobre ella y empezó a tironear de su improvisada mochila, hasta que
liberó la carga: una niña dormida o inconsciente. Volteó el bulto y vio
a una mulata muy diferente a la que danzaba en el camino, una
pobre joven cubierta de mugre y sudor, el rostro desencajado, un ojo
a la funerala, los labios partidos de sed, los pies ensangrentados
asomando entre harapos. Uno de los soldados desmontó también y se
agachó para verter un chorro de agua de su cantimplora en la boca
de la niña y otro en la de la mujer. Tété abrió los ojos y por varios
minutos no recordaba nada, ni su marcha forzada, ni su hija, ni los
tambores, ni Erzuli. La ayudaron a incorporarse y le dieron más agua,
hasta que se sació y las visiones en su cabeza adquirieron algún
sentido. «Rosette…», balbuceó. «Está viva, pero no responde y no
podemos despertarla», le dijo Relais. Entonces el espanto de los
últimos días volvió a la memoria de la esclava: láudano, la plantación
en llamas, Gambo, su amo y Maurice esperándola.
Valmorain vio la polvareda en el camino y se encogió entre los
arbustos, ofuscado por un miedo visceral que había empezado ante el
cadáver despellejado de su vecino Lacroix y había ido en aumento
hasta ese momento en que había perdido el sentido del tiempo, del
espacio y las distancias, no sabía por qué estaba enterrado entre
unas matas como una liebre ni quién era ese mocoso desmayado a su
lado. El grupo se detuvo cerca y uno de los jinetes lo llamó a gritos
por su nombre, entonces se atrevió a echar una mirada y vio los
uniformes. Un alarido de alivio le brotó de las entrañas. Salió
gateando, desgreñado, rotoso, cubierto de arañazos, costras y lodo
seco, sollozando como un niño, y quedó de rodillas delante de los
caballos repitiendo gracias, gracias, gracias. Encandilado por la luz y
deshidratado como estaba, no reconoció a Relais ni se dio cuenta de
que todos los hombres del pelotón eran mulatos, le bastó ver los
uniformes del ejército francés para comprender que estaba a salvo.
Sacó la bolsa que llevaba amarrada en la cintura y soltó un puñado de
monedas frente a los soldados. El oro quedó brillando en el suelo,
gracias, gracias. Asqueado ante ese espectáculo, Étienne Relais le
ordenó recoger su dinero, le hizo un gesto a sus subalternos y uno de
ellos se bajó para darle agua y cederle su caballo. Tété, quien iba en
la grupa de otro, desmontó con dificultad, porque no estaba
acostumbrada a cabalgar y llevaba a Rosette en la espalda, y fue a
buscar a Maurice. Lo encontró hecho un ovillo entre los arbustos,
delirando de sed.
Estaban cerca de Le Cap y pocas horas más tarde entraban a la
ciudad sin haber sufrido nuevos contratiempos. En ese lapso Rosette
se despabiló del sopor del láudano, Maurice durmió extenuado en
brazos de un jinete y Toulouse Valmorain recuperó la compostura. Las
imágenes de esos tres días empezaron a desdibujarse y la historia a
cambiar en su mente. Cuando tuvo oportunidad de explicar lo
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
ocurrido, su versión no se parecía a la que había oído de Tété: Gambo
había desaparecido del cuadro, él había previsto el ataque de los
rebeldes y ante la imposibilidad de defender su plantación había
huido para proteger a su hijo, llevándose a la esclava que había
criado a Maurice y su niña. Era él, sólo él, quien los había salvado a
todos. Relais no hizo comentarios.
141
Isabel Allende
La isla bajo el mar
El París de las Antillas
L
e Cap estaba lleno de refugiados que habían abandonando las
plantaciones. El humo de los incendios, arrastrado por el viento,
quedaba flotando en el aire por semanas. El París de las Antillas hedía
a basura y excremento, a los cadáveres de los ejecutados
pudriéndose en los patíbulos y las fosas comunes de las víctimas de
la guerra y las epidemias. El suministro era muy irregular y la
población dependía de los barcos y los botes pesqueros para
alimentarse, pero los grands blancs seguían viviendo con el mismo
lujo de antes, sólo que ahora les costaba más caro. En sus mesas
nada faltaba, el racionamiento era para los demás. Las fiestas
continuaron con guardias armados en las puertas, no cerraron los
teatros ni los bares y las deslumbrantes cocottes todavía alegraban
las noches. No quedaba una sola habitación libre donde alojarse, pero
Valmorain contaba con la casa del portugués que había conseguido
antes de la insurrección, donde se instaló a reponerse del susto y los
magullones físicos y morales. Lo servían seis esclavos alquilados al
mando de Tété; no le convenía comprarlos justo cuando planeaba
cambiar de vida. Sólo adquirió un cocinero entrenado en Francia, que
después podía vender sin perder dinero; el precio de un buen
cocinero era de las pocas cosas estables que iban quedando. Estaba
seguro de que recuperaría su propiedad, no era el primer alzamiento
de esclavos en las Antillas y todos habían sido aplastados, Francia no
iba a permitir que unos bandidos negros arruinaran a la colonia. De
todos modos, aunque la situación volviera a ser la de antes, él se
marcharía de Saint-Lazare, ya lo había decidido. Estaba enterado de
la muerte de Prosper Cambray, porque los milicianos habían
encontrado su cuerpo entre los escombros de la plantación. «No me
habría librado de él de otra manera», pensó. Su propiedad era pura
ceniza, pero la tierra estaba allí, nadie podía llevársela. Conseguiría
un administrador, alguien habituado al clima y con experiencia, no
estaban los tiempos para gerentes traídos de Francia, como le explicó
a su amigo Parmentier, mientras éste le curaba los pies con las
hierbas cicatrizantes que le había visto emplear a Tante Rose.
—¿Regresará a París, mon ami?—le preguntó el doctor.
—No lo creo. Tengo intereses en el Caribe, no en Francia. Me
asocié con Sancho García del Solar, hermano de Eugenia, que en paz
descanse, y hemos adquirido unas tierras en Luisiana. Y usted ¿qué
142
Isabel Allende
La isla bajo el mar
planes tiene, doctor?
—Si la situación no mejora aquí, pienso irme a Cuba.
—¿Tiene familia allí?
—Sí —admitió el médico, sonrojándose.
—La paz de la colonia depende del gobierno en Francia. Los
republicanos tienen toda la culpa de lo que ha pasado aquí, el Rey
jamás habría permitido que se llegara a estos extremos.
—Creo que la Revolución francesa es irreversible —replicó el
médico.
—La República no sospecha cómo se maneja esta colonia, doctor.
Los comisionados deportaron a medio regimiento de Le Cap y lo
sustituyeron por mulatos. Es una provocación, ningún soldado blanco
aceptará colocarse bajo las órdenes de un oficial de color.
—Tal vez es el momento de que blancos y affranchis aprendan a
convivir, ya que el enemigo común son los negros.
—Me pregunto qué pretenden estos salvajes —dijo Valmorain.
—Libertad, mon ami —explicó Parmentier—. Uno de los jefes,
Toussaint me parece que se llama, sostiene que las plantaciones
pueden funcionar con mano de obra libre.
—¡Aunque les pagaran, los negros no trabajarían! —exclamó
Valmorain.
—Eso nadie puede asegurarlo, porque no se ha probado. Dice
Toussaint que los africanos son campesinos, están familiarizados con
la tierra, cultivar es lo que saben y quieren hacer —insistió
Parmentier.
—¡Lo que saben y quieren hacer es matar y destruir, doctor!
Además, ese Toussaint se ha pasado para el lado español.
—Se ampara bajo la bandera española porque los colonos
franceses se negaron a transar con los rebeldes —le recordó el
médico.
—Yo estaba allí, doctor. Traté en vano de convencer a otros
plantadores que aceptáramos los términos de paz propuestos por los
negros, que sólo pedían la libertad de los jefes y sus tenientes, unos
doscientos en total —le contó Valmorain.
—Entonces la culpa de la guerra no es la incompetencia del
gobierno republicano en Francia, sino del orgullo de los colonos en
Saint-Domingue —arguyó Parmentier.
—Le concedo que debemos ser más razonables, pero no podemos
negociar de igual a igual con los esclavos, sería un mal precedente.
—Habría que entenderse con Toussaint, que parece ser el más
razonable de los jefes rebeldes.
Tété prestaba atención cuando se hablaba de Toussaint. Guardó
en el fondo de su alma el amor por Gambo, resignada a la idea de no
verlo en mucho tiempo, tal vez nunca más, pero lo llevaba clavado en
el corazón y suponía que se hallaba entre las filas de ese Toussaint.
Le oyó a Valmorain que ninguna revuelta de esclavos en la historia
había triunfado, pero se atrevía a soñar lo contrario y a preguntarse
cómo sería la vida sin esclavitud. Organizó la casa como siempre lo
había hecho, pero Valmorain le explicó que no podían seguir como en
Saint-Lazare, donde sólo importaba la comodidad y daba lo mismo si
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
servían la mesa con guantes o sin ellos. En Le Cap había que vivir con
estilo. Por mucho que ardiera la revuelta en las puertas de la ciudad,
él debía retribuir las atenciones de las familias que lo invitaban con
frecuencia y se habían atribuido la misión de conseguirle esposa.
El amo hizo unas averiguaciones y consiguió un mentor para Tété:
el mayordomo de la intendencia. Era el mismo adonis africano que
servía en la mansión cuando Valmorain llegó con Eugenia enferma a
pedir hospitalidad en 1780, sólo que más atrayente, porque había
madurado con extraordinaria gracia. Se llamaba Zacharie y había
nacido y crecido entre esas paredes. Sus padres fueron esclavos de
otros intendentes, quienes los vendían a su sucesor cuando debían
regresar a Francia; así llegaron a formar parte del inventario. El padre
de Zacharie, tan guapo como él, lo entrenó desde muy joven para el
prestigioso cargo de mayordomo, porque vio que poseía las virtudes
esenciales para ese puesto: inteligencia, astucia, dignidad y
prudencia. Zacharie se cuidaba del acecho de las mujeres blancas
porque conocía los riesgos; así había evitado muchos problemas.
Valmorain ofreció pagarle al intendente por los servicios de su
mayordomo, pero éste no quiso oír hablar del tema. «Dele una
propina, con eso basta. Zacharie está ahorrando para comprar su
libertad, aunque no entiendo para qué la desea. Su situación actual
no podría ser más ventajosa», le dijo. Acordaron que Tété acudiría a
diario a la intendencia para refinarse.
Zacharie la recibió con frialdad, estableciendo desde el principio
cierta distancia, ya que él tenía el cargo de mayor jerarquía entre los
domésticos de Saint-Domingue y ella era una esclava sin rango, pero
pronto lo traicionó su afán didáctico y acabó entregándole los
secretos del oficio con una generosidad que sobrepasaba en mucho a
la propina de Valmorain. Le sorprendió que esa joven no pareciera
impresionada con él, estaba acostumbrado a la admiración femenina.
Tenía que hacer gala de mucho tino para desviar piropos y rechazar
avances de las mujeres, pero con Tété pudo relajarse en una relación
sin segundas intenciones. Se trataban con formalidad, monsieur
Zacharie y mademoiselle Zarité.
Tété se levantaba al alba, organizaba a los esclavos, disponía las
labores domésticas, dejaba a los niños a cargo de la niñera provisoria
que había alquilado el amo, y partía con su mejor blusa y su tignon
recién almidonado a sus clases. Nunca supo cuántos criados había en
total en la intendencia; sólo en la cocina había tres cocineros y siete
ayudantes, pero calculó que no bajaban de cincuenta. Zacharie corría
con el presupuesto y servía de enlace entre los amos y el servicio, era
la máxima autoridad en aquella complicada organización. Ningún
esclavo se atrevía a dirigirse a él sin ser llamado, por lo mismo todos
se resintieron de las visitas de Tété, quien al cabo de pocos días se
saltaba las reglas y entraba directamente al templo vedado, la
minúscula oficina del mayordomo. Sin darse cuenta, Zacharie
comenzó a esperarla, porque le gustaba enseñarle. Ella se presentaba
a la hora en punto, tomaban café y enseguida él le impartía sus
conocimientos. Recorrían las dependencias de la mansión observando
el servicio. La alumna aprendía rápido y pronto dominaba las ocho
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
copas indispensables en un banquete, la diferencia entre un tenedor
de caracoles y otro parecido de langosta, a qué lado se pone el
aguamanil y el orden de precedencia de las diversas clases de
quesos, así como la forma más discreta de disponer de las bacinillas
en una fiesta, qué hacer con una dama ebria y la jerarquía de los
huéspedes en la mesa. Terminada la lección, Zacharie la invitaba a
tomar otro café y aprovechaba para hablarle de política, el tema que
más le apasionaba. Al comienzo ella lo escuchaba por cortesía,
pensando qué podía importarle a un esclavo las rencillas entre gente
libre, hasta que él mencionó la posibilidad de que se aboliera la
esclavitud. «Imagínese, mademoiselle Zarité, llevo años ahorrando
para mi libertad y puede ser que me la den antes de alcanzar a
comprarla», se rió Zacharie. Se enteraba de todo lo que se hablaba
en la intendencia, incluso los tratos a puerta cerrada. Sabía que en la
Asamblea Nacional de París se discutía la incongruencia injustificable
de mantener esclavitud en las colonias después de haberla abolido en
Francia. «¿Sabe algo de Toussaint, monsieur?», le preguntó Tété. El
mayordomo le recitó su biografía, que había leído en una carpeta
confidencial del intendente, y agregó que el comisionado Sonthonax y
el gobernador tendrían que llegar a un acuerdo con él, porque
mandaba un ejército muy organizado y contaba con el apoyo de los
españoles del otro lado de la isla.
145
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Noches de desgracia
G
racias a las clases de Zacharie, al cabo de un par de meses el
hogar de Valmorain funcionaba con un refinamiento que él no
había gozado desde sus años mozos en París. Decidió dar una fiesta
con los servicios caros, pero prestigiosos, de la empresa banquetera
de monsieur Adrien, un mulato libre que recomendó Zacharie. Dos
días antes de la fiesta monsieur Adrien invadió la casa con un equipo
de sus esclavos, hizo a un lado al cocinero y lo reemplazó por cinco
gordas mandonas que prepararon un menú de catorce platos
inspirado en un banquete de la intendencia. Aunque la casa no se
prestaba para ágapes de mucho copete, se veía elegante una vez que
eliminaron los adornos horrorosos del propietario portugués y
decoraron con palmeras enanas en maceteros, ramos de flores y
faroles chinos. La noche señalada, el banquetero se presentó con
docenas de criados de librea azul y oro, que ocuparon sus puestos
con la disciplina de un batallón. La distancia entre las casas de los
grands blancs rara vez era más de un par de cuadras, pero los
invitados llegaron en coche, y cuando el desfile de carruajes
concluyó, la calle era un lodazal de bosta de caballo, que los lacayos
limpiaron para evitar que la fetidez interfiriera con los perfumes de
las damas.
«¿Cómo me veo?», le preguntó Valmorain a Tété. Llevaba chaleco
de brocato con hilos de oro y plata, suficiente encaje en puños y
cuello como para un mantel, medias rosadas y calzado de baile. Ella
no respondió, pasmada ante la peluca color lavanda. «Los patanes
jacobinos pretenden terminar con las pelucas, pero es el toque
indispensable de elegancia para una recepción como ésta. Así dice mi
peluquero», le informó Valmorain.
Monsieur Adrien había ofrecido la segunda vuelta de champán
entre los comensales y la orquesta había atacado otro minué, cuando
uno de los secretarios de la gobernación llegó corriendo con la noticia
increíble de que en Francia habían guillotinado a Luis XVI y María
Antonieta. Las cabezas reales fueron paseadas por las calles de París,
tal como habían paseado la de Boukman y tantos otros en Le Cap. Los
hechos, ocurridos en enero, se supieron en Saint-Domingue recién en
marzo. Se produjo una estampida de pánico, los invitados se fueron
de carrera y así terminó, antes de servir la comida, la primera y única
fiesta de Toulouse Valmorain en aquella casa.
146
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Esa misma noche, después de que monsieur Adrien, monárquico
fanático, se retiró sollozando con su gente, Tété recogió la peluca
lavanda, que Valmorain había pateado en el suelo, comprobó que
Maurice estaba tranquilo, atrancó las puertas y ventanas y se fue a
descansar al cuartito que ocupaba con Rosette. Valmorain había
aprovechado el cambio de casa para sacar a su hijo de la habitación
de Tété, con la idea de que durmiera solo, pero Maurice estaba hecho
un manojo de nervios y, temiendo que volviera a afiebrarse, lo instaló
en un camastro provisorio en un rincón de la suya. Desde que
llegaron a Le Cap, Valmorain no había mencionado a Gambo, pero
tampoco había llamado a Tété de noche. La sombra del amante se
interponía. Tardó semanas en curarse de los pies y apenas pudo
andar salía cada noche para olvidar los malos ratos. Por su ropa
impregnada de pegajosas fragancias florales, Tété adivinó que
visitaba a las cocottes y supuso que al fin habían terminado para ella
los humillantes abrazos del amo; por lo mismo se afligió al
encontrarlo en pantuflas y bata de terciopelo verde sentado a los pies
de su cama, donde Rosette roncaba despatarrada con la impudicia de
los inocentes. «¡Ven conmigo!», le ordenó arrastrándola de un brazo
en dirección a una de las habitaciones de huéspedes. La volteó de un
empujón, le arrancó la ropa a zarpazos y la violó atropelladamente en
la oscuridad, con una urgencia más cercana al odio que al deseo.
A Valmorain el recuerdo de Tété copulando con Gambo lo
enfurecía, pero también le provocaba irresistibles visiones. Ese
desalmado se había atrevido a poner sus manos inmundas nada
menos que en su propiedad. Cuando lo atrapara lo mataría. También
la mujer merecía un castigo ejemplar, pero habían pasado dos meses
y él no le había hecho pagar su increíble descaro. Perra. Perra
caliente. No podía exigirle moral y decencia a una esclava, pero su
deber era imponerle su voluntad. ¿Por qué no lo había hecho? No
tenía excusa. Ella lo había desafiado y había que rectificar esa
aberración. Sin embargo, también estaba en deuda con ella. Su
esclava había renunciado a su libertad por salvarlos a él y Maurice.
Por primera vez se preguntó qué sentía esa mulata por él. Podía
revivir esas noches humillantes en la jungla cuando ella se revolcaba
con su amante, los abrazos, los besos, el ardor renovado, incluso el
olor de los cuerpos cuando regresaban. Tété transformada en un
demonio, puro deseo, lamiendo y sudando y gimiendo. Mientras la
violaba en el cuarto de huéspedes no podía arrancarse esa escena de
la mente. La asaltó de nuevo, penetrándola con furia, sorprendido de
su propia energía. Ella gimió y él comenzó a propinarle puñetazos,
con la ira de los celos y el placer de la revancha, «perra amarilla, voy
a venderte, puta, puta, y también voy a vender a tu hija». Tété cerró
los ojos y se abandonó, el cuerpo flojo, sin oponer resistencia ni tratar
de eludir los golpes, mientras su alma volaba a otra parte. «Erzuli, loa
del deseo, haz que acabe rápido.» Valmorain se le desmoronó encima
por segunda vez, empapado de sudor. Tété esperó sin moverse por
varios minutos. La respiración de ambos se fue calmando y ella
empezó a deslizarse de a poco fuera de la cama, pero él la atajó.
—No te vayas todavía —le ordenó.
147
Isabel Allende
La isla bajo el mar
—¿Quiere que encienda una vela, monsieur? —le preguntó ella
con la voz cascada, porque el aire le ardía entre las costillas
machucadas.
—No, prefiero así.
Era la primera vez que se dirigía a él como monsieur en vez de
amo y Valmorain lo notó, pero lo dejó pasar. Tété se sentó en la
cama, secándose la sangre de la boca y la nariz con la blusa, hecha
jirones en el ataque.
—Desde mañana sacas a Maurice de mi pieza —dijo Valmorain—.
Debe dormir solo. Lo has mimado demasiado.
—Tiene sólo cinco años.
—A esa edad yo aprendí a leer, salía a cazar en mi propio caballo
y tenía clases de esgrima.
Permanecieron en la misma postura un rato y por fin ella se
resolvió a hacerle la pregunta que tenía en los labios desde la llegada
a Le Cap.
—¿Cuándo seré libre, monsieur? —preguntó, encogiéndose a la
espera de otra paliza, pero él se incorporó, sin tocarla.
—No puedes ser libre. ¿De qué vivirías? Yo te mantengo y protejo,
conmigo tú y tu hija estáis seguras. Siempre te he tratado muy bien,
¿de qué te quejas?
—No me quejo…
—La situación es muy peligrosa. ¿Ya se te olvidaron los horrores
que hemos pasado? ¿Las atrocidades que se han cometido?
¡Contéstame!
—No, monsieur.
—¿Libertad, dices? ¿Acaso quieres abandonar a Maurice?
—Si a usted le parece, puedo seguir cuidando a Maurice como
siempre, al menos hasta que usted se case de nuevo.
—¿Casarme? —se rió él—. ¡Con Eugenia quedé escarmentado!
Eso sería lo último que haría. Si vas a seguir a mi servicio ¿para qué
quieres emanciparte?
—Todos quieren ser libres.
—Las mujeres nunca lo son, Tété. Necesitan a un hombre que las
cuide. Cuando son solteras pertenecen al padre y cuando se casan, al
marido.
—El papel que usted me dio… Es mi libertad, ¿no? —insistió ella.
—Por supuesto.
—Pero dice Zacharie que debe firmarlo un juez para que valga.
—¿Quién es ése?
—El mayordomo de la intendencia.
—Tiene razón. Pero éste no es buen momento. Esperemos que
vuelva la calma a Saint-Domingue. No hablemos más de esto. Estoy
cansado. Ya sabes: mañana quiero dormir solo y que todo vuelva a
ser como antes ¿me has entendido?
El nuevo gobernador de la isla, el general Galbaud, llegó con la misión
de resolver el caos de la colonia. Tenía plenos poderes militares, pero
148
Isabel Allende
La isla bajo el mar
la autoridad republicana estaba representada por Sonthonax y los
otros dos comisionados. A Étienne Relais le tocó darle el primer
informe. La producción de la isla estaba reducida a la nada, el norte
era una sola humareda y en el sur no cesaban las matanzas, la ciudad
de Port-au-Prince había sido quemada entera. No había transporte,
puertos eficientes ni seguridad para nadie. Los negros rebeldes
contaban con el apoyo de España y la armada británica controlaba el
Caribe y se aprontaba para apoderarse de las ciudades de la costa.
Estaban bloqueados, no podían recibir tropas ni suministros de
Francia, era casi imposible defenderse. «No se preocupe, teniente
coronel, encontraremos una solución diplomática», replicó Galbaud.
Estaba en conversaciones secretas con Toulouse Valmorain y el Club
de Patriotas, acérrimos partidarios de independizar la colonia y
colocarla bajo la protección de Inglaterra. El gobernador estaba de
acuerdo con los conspiradores en que los republicanos de París no
entendían nada de lo que sucedía en la isla y cometían una torpeza
irreparable tras otra. Entre las más graves estaba la disolución de la
Asamblea Colonial; se había perdido toda autonomía y ahora cada
decisión tardaba semanas en llegar de Francia. Galbaud poseía tierras
en la isla y estaba casado con una créole de quien seguía enamorado
después de varios años de matrimonio; podía entender mejor que
nadie las tensiones entre razas y clases sociales.
Los miembros del Club de Patriotas encontraron un aliado ideal en
el general, a quien le preocupaba más la lucha entre blancos y
affranchis que la insurrección de los negros. Muchos grands blancs
tenían negocios en el Caribe y Estados Unidos, no necesitaban a la
madre patria para nada y consideraban la independencia como su
mejor opción, a menos que las cosas cambiaran y se restaurara una
monarquía fuerte en Francia. La ejecución del Rey había sido una
tragedia, pero también era una estupenda oportunidad de conseguir
un monarca menos bobo. A los affranchis, en cambio, la
independencia no les convenía para nada, ya que sólo el gobierno
republicano de Francia estaba dispuesto a aceptarlos como
ciudadanos, lo que jamás ocurriría si Saint-Domingue se colocaba
bajo la protección de Inglaterra, Estados Unidos o España. El general
Galbaud creía que apenas se resolviera el problema entre blancos y
mulatos, sería bastante simple aplastar a los negros, encadenarlos de
nuevo e imponer orden, pero nada de esto le dijo a Étienne Relais.
—Hábleme del comisionado Sonthonax, teniente coronel —le
pidió.
—Cumple órdenes del gobierno, general. El decreto del 4 de abril
le dio derechos políticos a la gente libre de color. El comisionado llegó
aquí con seis mil soldados a hacer cumplir ese decreto.
—Sí, sí… Eso ya lo sé. Dígame, confidencialmente, por supuesto,
¿qué clase de hombre es este Sonthonax?
—Lo conozco poco, general, pero dicen que es muy listo y toma
en serio los intereses de Saint-Domingue.
—Sonthonax ha expresado que no es su intención emancipar a los
esclavos, pero he oído rumores de que podría hacerlo —dijo Galbaud,
estudiando el rostro impasible del oficial—. Se da cuenta de que eso
149
Isabel Allende
La isla bajo el mar
sería el fin de la civilización en la isla, ¿verdad? Imagínese el caos: los
negros sueltos, los blancos exiliados, los mulatos haciendo lo que les
da la gana y la tierra abandonada.
—No sé nada de eso, general.
—¿Qué haría usted en ese caso?
—Cumplir mis órdenes, como siempre, general.
Galbaud necesitaba oficiales de confianza en el ejército para
enfrentarse al poder de la metrópoli en Francia, pero no podía contar
con Étienne Relais. Había averiguado que estaba casado con una
mulata, probablemente simpatizaba con la causa de los affranchis, y
por lo visto admiraba a Sonthonax. Le pareció un hombre de escasas
luces, con mentalidad de funcionario y sin ambición, porque se
requería carecer de ella por completo para haberse casado con una
mujer de color. Era notable que hubiese ascendido en su carrera con
semejante lastre. Pero Relais le interesaba mucho, porque contaba
con la lealtad de sus soldados: era el único capaz de mezclar sin
problema en sus filas a blancos, mulatos y hasta negros. Se preguntó
cuánto valía ese hombre; todo el mundo tiene un precio.
Esa misma tarde se presentó Toulouse Valmorain en el cuartel
para hablar con Relais de amigo a amigo, como manifestó. Empezó
por agradecerle que le hubiese salvado la vida cuando debió huir de
su plantación.
—Estoy en deuda con usted, teniente coronel —le dijo en un tono
que sonaba más arrogante que agradecido.
—No está en deuda conmigo, monsieur, sino con su esclava. Yo
sólo pasaba por allí, fue ella quien lo salvó —replicó Relais, incómodo.
—Peca usted de modesto. Y dígame ¿cómo está su familia?
Relais sospechó de inmediato que Valmorain había venido a
sobornarlo y mencionaba a la familia para recordarle que le había
dado a Jean-Martin. Estaban a mano, la vida de Valmorain por el hijo
adoptado. Se puso tenso, como antes de una batalla, le clavó los ojos
con la frialdad que hacía temblar a sus subalternos y se quedó
esperando, a ver qué pretendía exactamente su visitante. Valmorain
ignoró la mirada de navaja y el silencio.
—Ningún affranchi está seguro en esta ciudad —dijo afablemente
—. Su esposa corre peligro, por eso he venido a ofrecerle mi ayuda. Y
en cuanto al niño… ¿cómo se llama?
—Jean-Martin Relais —contestó el oficial con la mandíbula
apretada.
—Claro, Jean-Martin. Disculpe, con tantos problemas en la cabeza
lo había olvidado. Tengo una casa bastante cómoda frente al puerto,
en un buen barrio donde no hay disturbios. Puedo recibir a su señora
esposa y a su hijo…
—No se preocupe por ellos, monsieur. Están a salvo en Cuba —lo
interrumpió Relais.
Valmorain se desconcertó, había perdido una carta de triunfo en
su juego, pero se recuperó al instante.
—¡Ah! Allí vive mi cuñado, don Sancho García del Solar. Le
escribiré hoy mismo para que ampare a su familia.
—No será necesario, monsieur, gracias.
150
Isabel Allende
La isla bajo el mar
—Por supuesto que lo es, teniente coronel. Una mujer sola
siempre necesita la protección de un caballero, sobre todo una tan
bella como la suya.
Pálido de indignación ante el disimulado insulto, Étienne Relais se
puso de pie para dar por terminada la entrevista, pero Valmorain
permaneció sentado pierna arriba como si esa oficina le perteneciera
y procedió a explicarle, en términos corteses, pero directos, que los
grands blancs iban a recuperar el control de la colonia movilizando
todos los recursos a su alcance y había que definirse y tomar partido.
Nadie, especialmente un militar de alto rango, podía permanecer
indiferente o neutral ante los terribles acontecimientos que se habían
desencadenado y los que vendrían en el futuro, que sin duda serían
peores. Al ejército le correspondía evitar una guerra civil. Los ingleses
habían desembarcado en el sur y sería cuestión de días antes de que
Saint-Domingue se declarara independiente y se acogiera bajo la
bandera británica. Eso podría hacerse de forma civilizada o a sangre y
fuego, dependería del ejército. Un oficial que apoyaba la noble causa
de la independencia tendría mucho poder, sería el brazo derecho del
gobernador Galbaud, y ese puesto naturalmente traía consigo
posición económica y social. Nadie le haría desaires a un hombre
casado con una mujer de color, si ese hombre era, por ejemplo, el
nuevo comandante en jefe de las fuerzas armadas de la isla.
—En pocas palabras, monsieur, me incita usted a la traición —
replicó Relais, sin poder evitar una sonrisa irónica, que Valmorain
interpretó como una puerta abierta a continuar el diálogo.
—No se trata de traicionar a Francia, teniente coronel Relais, sino
decidir qué es lo mejor para Saint-Domingue. Estamos viviendo una
época de cambios profundos no sólo aquí, también en Europa y en
América. Hay que adaptarse. Dígame que al menos pensará en lo que
hemos conversado —dijo Valmorain.
—Lo pensaré muy cuidadosamente, monsieur —contestó Relais
conduciéndolo a la puerta.
151
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Zarité
A
l amo le costó dos semanas conseguir que Maurice durmiera solo.
Me acusó de criarlo cobarde como una mujer y le contesté en un
arrebato que las mujeres no somos cobardes. Levantó la mano, pero
no me pegó. Algo había cambiado. Creo que me tomó respeto. Una
vez, en Saint-Lazare, se soltó uno de los perrazos de vigilancia, que
destrozó a una gallina en el patio y estaba a punto de atacar a otra,
cuando le salió al encuentro el perrito de Tante Mathilde. Ese chucho
del porte de un gato se enfrentó a él gruñendo con los colmillos
pelados y el hocico babeante. No sé lo que pasó por la cabezota de la
fiera, pero dio media vuelta y salió corriendo con la cola entre las
piernas, perseguido por el perrito. Después Prosper Cambray lo mató
de un tiro por cobarde. El amo, acostumbrado a ladrar fuerte e
inspirar miedo, se encogió como ese perrazo ante el primero que lo
enfrentó: Gambo. Creo que se preocupaba tanto del coraje de
Maurice porque a él le faltaba. Apenas caía la tarde Maurice
empezaba a ponerse nervioso con la idea de quedarse solo. Yo lo
acostaba con Rosette hasta que se dormían. Ella se desplomaba en
dos minutos, pegada a su hermano, mientras él se quedaba
escuchando los ruidos de la casa y la calle. En la plaza alzaban los
patíbulos de los condenados y los gritos se colaban a través de las
paredes y se quedaban en las piezas, podíamos sentirlos muchas
horas después de que la muerte los había silenciado. «¿Los oyes,
Tété?», me preguntaba Maurice, tiritando. Yo también los escuchaba,
pero cómo se lo iba a decir. «No oigo nada, mi niño, duérmete», y le
cantaba. Cuando por fin se dormía, agotado, me llevaba a Rosette a
nuestro cuarto. Maurice mencionó delante de su padre que los
condenados se paseaban por la casa y el amo lo encerró en un
armario, se echó la llave al bolsillo y se marchó. Rosette y yo nos
sentamos junto al armario a hablarle de cosas alegres, no lo dejamos
solo ni un momento, pero los fantasmas se metieron adentro y
cuando llegó el amo y lo sacó estaba con fiebre de tanto llorar. Pasó
dos días hirviendo, mientras su padre no se despegaba del lado de su
cama y yo trataba de enfriarlo con compresas de agua fría y brebajes
de tilo.
El amo adoraba a Maurice, pero en esa época se le torció el
152
Isabel Allende
La isla bajo el mar
corazón; sólo le importaba la política, no hablaba de otra cosa, y dejó
de ocuparse de su hijo. Maurice no quería comer y empezó a mojar la
cama por la noche. El doctor Parmentier, que era el único amigo
verdadero del amo, dijo que el niño estaba enfermo de susto y
necesitaba cariño; entonces su padre se ablandó y pude trasladarlo a
mi pieza. En esa ocasión el doctor se quedó con Maurice, esperando
que le bajara la fiebre, y pudimos conversar a solas. Me hizo muchas
preguntas. Étienne Relais le había contado que yo ayudé a escapar al
amo de la plantación, pero esa versión no calzaba con la del amo.
Quiso saber los detalles. Tuve que mencionar a Gambo, pero no le
hablé del amor entre nosotros. Le mostré el papel de mi libertad.
«Cuídalo, Tété, porque vale oro», me dijo después de leerlo. Eso yo
ya lo sabía.
El amo se reunía en la casa con otros blancos. Madame Delphine,
mi primera dueña, me enseñó a ser silenciosa, vigilante y a
adelantarme a los deseos de los amos; una esclava debe ser invisible,
decía. Así aprendí a espiar. No comprendía mucho lo que hablaba el
amo con los patriotas y en realidad sólo me interesaban las noticias
de los rebeldes, pero Zacharie, de quien seguí siendo amiga después
de sus clases en la intendencia, me pedía que le repitiera todo lo que
hablaban. «Los blancos creen que los negros somos sordos y las
mujeres tontas. Eso nos conviene mucho. Preste oreja y me cuenta,
mademoiselle Zarité.» Por él supe que había miles de rebeldes
acampados en las afueras de Le Cap. La tentación de ir a buscar a
Gambo no me dejaba dormir, pero sabía que después no podría
regresar. ¿Cómo iba a abandonar a mis niños? Le pedí a Zacharie,
quien tenía contactos hasta en la luna, que averiguara si Gambo
estaba entre los rebeldes, pero me aseguró que nada sabía de ellos.
Tuve que limitarme a enviarle mensajes con el pensamiento a
Gambo. A veces sacaba el papel de mi libertad de la bolsa,
desdoblaba sus ocho pliegues con la punta de los dedos para no
estropearlo y lo observaba como si pudiera aprenderlo de memoria,
pero no conocía las letras.
La guerra civil estalló en Le Cap. El amo me explicó que en una
guerra todos pelean contra un enemigo común y en una guerra civil
se divide la gente —y también el ejército— y entonces se matan
entre sí, como ahora ocurría entre blancos y mulatos. Los negros no
contaban porque no eran gente, sino propiedad. La guerra civil no
ocurrió de la noche a la mañana, tomó más de una semana, y
entonces se acabaron los mercados y calendas de negros y la vida
social de los blancos, muy pocos comercios abrían sus puertas y
hasta los patíbulos de la plaza quedaron vacíos. La desgracia estaba
en el aire. «Prepárate, Tété, porque las cosas están a punto de
cambiar», me anunció el amo. «¿Cómo quiere que me prepare?», le
pregunté, pero él mismo no lo sabía. Hice como Zacharie, quien
estaba acumulando provisiones y embalando las cosas más finas, por
si el intendente y su esposa decidían embarcarse rumbo a Francia.
Una noche trajeron por la puerta de servicio un cajón lleno de
pistolas y mosquetes; teníamos municiones como para un regimiento,
dijo el amo. El calor iba en aumento, en la casa manteníamos las
153
Isabel Allende
La isla bajo el mar
baldosas del suelo mojadas y los niños andaban desnudos. En eso
llegó sin anunciarse el general Galbaud, a quien casi no reconocí,
aunque había acudido muchas veces a las reuniones de patriotas,
porque no llevaba su colorido uniforme cuajado de medallas sino un
oscuro traje de viaje. Nunca me gustó ese blanco, era muy altanero y
estaba siempre de mal humor, sólo se ablandaba cuando sus ojos de
rata se posaban en su esposa, una joven de pelo rojo. Mientras les
servía vino, queso y carne fría, escuché que el comisionado
Sonthonax había destituido al gobernador Galbaud, acusándolo de
conspirar contra el gobierno legítimo de la colonia. Sonthonax
planeaba una deportación masiva de sus enemigos políticos, ya tenía
quinientos en la cala de los barcos del puerto aguardando su orden
de zarpar. Galbaud anunció que había llegado la hora de actuar.
Al poco rato acudieron otros patriotas que habían sido avisados.
Escuché que los soldados blancos del ejército regular y casi tres mil
marineros del puerto estaban listos para luchar junto a Galbaud.
Sonthonax sólo contaba con el respaldo de guardias nacionales y
tropas de mulatos. El general prometió que la batalla se resolvería en
pocas horas y Saint-Domingue sería independiente, Sonthonax vería
su último día, los derechos de los affranchis serían revocados y los
esclavos volverían a las plantaciones. Todos se pusieron de pie para
brindar. Yo volví a llenar las copas, salí callada y corrí donde
Zacharie, que me hizo repetirlo todo palabra por palabra. Tengo
buena memoria. Me dio un trago de limonada para la zozobra y me
mandó de regreso con instrucciones de cerrar la boca y trancar a
machote la casa. Así lo hice.
154
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Guerra Civil
E
l comisionado Sonthonax, sudando de calor y nervios embutido en
su casaca negra y su camisa de cuello apretado, le explicó en
pocas palabras la situación a Étienne Relais. Omitió decirle, sin
embargo, que no se había enterado de la conspiración de Galbaud a
través de su compleja red de espías, sino por un chisme del
mayordomo de la intendencia. Llegó a su oficina un negro muy alto y
guapo, vestido como un grand blanc, tan fresco y perfumado como si
acabara de salir del baño, que se presentó como Zacharie e insistió
en hablar a solas con él. Sonthonax lo condujo a una cuarto
adyacente, un hueco sofocante sin ventana entre cuatro paredes
desnudas, con una litera de cuartel, una silla, un jarro de agua y una
palangana en el suelo. Allí dormía desde hacía meses. Se sentó en la
cama y le indicó la única silla al visitante, pero éste prefirió
permanecer de pie. Sonthonax, de corta estatura y rechoncho, notó
con cierta envidia la figura alta y distinguida del otro, cuya cabeza
rozaba el techo. Zacharie le repitió las palabras de Tété.
—¿Por qué me cuenta esto? —preguntó Sonthonax, desconfiado.
No lograba clasificar a ese hombre, que se había presentado sólo con
un nombre de pila y sin apellidos, como un esclavo, pero tenía el
aplomo de una persona libre y los modales de la clase alta.
—Porque simpatizo con el gobierno republicano —fue la simple
respuesta de Zacharie.
—¿Cómo obtuvo esa información? ¿Tiene pruebas?
—La información proviene directamente del general Galbaud. Las
pruebas las tendrán ustedes en menos de una hora, cuando oiga los
primeros tiros.
Sonthonax mojó su pañuelo en el jarro de agua y se enjuagó la
cara y el cuello. Le dolía el vientre, el mismo dolor sordo y
persistente, una garra en las tripas, que lo atormentaba cuando
estaba bajo presión, es decir, desde que pisó por primera vez SaintDomingue.
—Vuelva a verme si se entera de algo más. Tomaré las medidas
necesarias —dijo, dando por concluida la entrevista.
—Si me necesita, ya sabe que estoy en la intendencia,
comisionado —se despidió Zacharie.
Sonthonax hizo llamar de inmediato a Étienne Relais y lo recibió
en el mismo cuarto, porque el resto del edificio estaba invadido por
155
Isabel Allende
La isla bajo el mar
funcionarios civiles y militares. Relais, el oficial de más alto rango con
quien podía contar para enfrentarse a Galbaud, había actuado
siempre con impecable lealtad al gobierno francés de turno.
—¿Han desertado algunos de sus soldados blancos, teniente
coronel? —le preguntó.
—Acabo de comprobar que han desertado todos hoy al amanecer,
comisionado. Sólo cuento con las tropas de mulatos.
Sonthonax le repitió lo que acababa de decirle Zacharie.
—Es decir, tendremos que combatir a los blancos de todos los
pelajes, civiles y militares, además de los marineros de Galbaud, que
suman tres mil —concluyó.
—Estamos en gran desventaja, comisionado. Necesitaremos
refuerzos —dijo Relais.
—No los tenemos. Usted queda a cargo de la defensa, teniente
coronel. Después de la victoria, me ocuparé de que lo asciendan —le
prometió Sonthonax.
Relais aceptó la tarea con su habitual serenidad, después de
negociar con el comisionado que en vez del grado superior le
permitiera retirarse del ejército. Llevaba muchos años en el servicio y,
francamente, ya no daba para más; su mujer y su hijo lo esperaban
en Cuba, no veía la hora de reunirse con ellos, le dijo. Sonthonax le
aseguró que así se haría, aunque no tenía la menor intención de
cumplirlo; no estaba la situación para ocuparse de los problemas
personales de nadie.
Entretanto el puerto se convirtió en un hormigueo de botes
repletos de marineros armados, que asaltaron Le Cap como una
horda de piratas. Formaban un extraño lote de varias nacionalidades,
hombres sin ley que llevaban meses en alta mar y esperaban
ansiosos unos días de juerga y desenfreno. No peleaban por
convicción, ya que ni siquiera estaban seguros de los colores de su
bandera, sino por el placer de pisar tierra firme y entregarse a la
destrucción y el saqueo. No les habían pagado en mucho tiempo y
esa rica ciudad ofrecía desde mujeres y ron hasta oro, si podían
encontrarlo. Galbaud contaba con su experiencia militar para
organizar el ataque, apoyado por las tropas regulares de blancos, que
se sumaron de inmediato a su bando, hartos de las humillaciones que
les habían hecho pasar los soldados de color. Los grands blancs se
mantuvieron invisibles, mientras los petits blancs y los marineros
recorrían las calles barrio por barrio, enfrentándose con grupos de
esclavos, que habían aprovechado el zafarrancho para salir también a
saquear. Los negros se habían declarado partidarios de Sonthonax
para desafiar a sus amos y gozar de unas cuantas horas de parranda,
aunque les daba lo mismo quién ganara esa pelea en la que no
estaban incluidos. Ambas facciones de improvisados rufianes
asaltaron los depósitos del puerto, donde se almacenaban los barriles
de ron de caña para exportación, y pronto el alcohol corría por el
empedrado de las calles. Entre los ebrios circulaban ratas y perros
desorientados que después de lamer el licor andaban a tropezones.
Las familias de affranchis se atrincheraron en sus casas para
defenderse como pudieran.
156
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Toulouse Valmorain despidió a los esclavos, ya que de todos
modos iban a escaparse, como había hecho la mayoría. Prefería no
tener al enemigo puertas adentro, como le dijo a Tété. No eran suyos,
sino alquilados, y el problema de recuperarlos sería de los dueños.
«Volverán arrastrándose cuando se establezca el orden. Habrá mucho
trabajo en la prisión», comentó. En la ciudad los amos preferían no
ensuciarse las manos y enviaban a los esclavos culpables a la prisión
para que los verdugos del Estado se encargaran de aplicarles el
castigo por un precio modesto. El cocinero no quiso irse y se escondió
en la leñera del patio. Ninguna amenaza logró sacarlo del hoyo en
que estaba encogido, no pudieron contar con él para que preparara
una sopa y Tété, que apenas sabía encender fuego, porque entre sus
múltiples labores nunca estuvo la de cocinar, les dio a los niños pan,
fruta y queso. Los acostó temprano, fingiendo calma, para no
asustarlos, aunque ella misma tiritaba. En las horas siguientes
Valmorain le enseñó a cargar las armas de fuego, tarea complicada
que cualquier soldado efectuaba en pocos segundos y a ella le
tomaba varios minutos. Valmorain había repartido parte de sus armas
entre otros patriotas, pero se quedó con una docena para su defensa.
En el fondo estaba seguro de que no habría necesidad de usarlas, no
era su papel batirse, para eso estaban los soldados y marineros de
Galbaud.
Poco después de la puesta de sol llegaron tres jóvenes
conspiradores, que Tété había visto a menudo en las reuniones
políticas, con la noticia de que Galbaud había tomado el arsenal y
liberado a los prisioneros que Sonthonax mantenía en los barcos para
deportarlos y naturalmente todos se habían puesto bajo las órdenes
del general. Decidieron usar la casa como cuartel, por su ubicación
privilegiada, con plena vista del puerto, donde se podía contar un
centenar de barcos e innumerables botes que iban y venían
acarreando hombres. Después de una merienda ligera partieron a
combatir, como dijeron, pero el entusiasmo les duró poco y
regresaron antes de una hora a repartirse unas botellas de vino y
echarse a dormir por turnos.
Desde las ventanas veían pasar a la turba de asaltantes, pero una
sola vez se vieron obligados a usar las armas para protegerse y no
fue contra bandas de esclavos ni contra soldados de Sonthonax, sino
contra sus propios aliados, unos marineros ebrios con intenciones de
saquear. Los asustaron disparando al aire y Valmorain los calmó
ofreciéndoles tafia. A uno de los patriotas le tocó asomarse a la calle,
rodando el barril de licor, mientras los demás apuntaban a la chusma
desde las ventanas. Los marineros destaparon el tonel allí mismo y al
primer trago varios cayeron al suelo en el último estado de
intoxicación, porque llevaban bebiendo desde la mañana. Por fin se
fueron, anunciando a gritos que la supuesta batalla había sido un
fiasco, no tenían con quién medirse. Era cierto. La mayor parte de las
tropas de Sonthonax habían abandonado las calles sin dar la cara y
estaban apostadas en las afueras de la ciudad.
A media mañana del día siguiente, Étienne Relais, herido de bala
en un hombro, pero firme en su uniforme ensangrentado, le explicó
157
Isabel Allende
La isla bajo el mar
una vez más a Sonthonax, refugiado con su plana mayor en una
plantación cercana, que sin ayuda de alguna clase no podrían
derrotar al enemigo. El asalto ya no tenía el cariz de carnaval del
primer día, Galbaud había logrado organizar a su gente y estaba a
punto de apoderarse de la ciudad. El irascible comisionado se había
negado a oír razones el día anterior, cuando ya era evidente la
abrumadora superioridad de la fuerza enemiga, pero esta vez
escuchó hasta el final. La información de Zacharie se cumplía al pie
de la letra.
—Tendremos que negociar una salida honrosa, comisionado,
porque no veo de dónde vamos a sacar refuerzos —concluyó Relais,
pálido y ojeroso, el brazo amarrado al pecho con un improvisado
cabestrillo y la manga de la casaca colgando vacía.
—Yo sí, teniente coronel Relais. Lo he pensado bien. En las
afueras de Le Cap hay más de quince mil rebeldes acampados. Ellos
serán los refuerzos que necesitamos —respondió Sonthonax.
—¿Los negros? No creo que quieran mezclarse en esto —replicó
Relais.
—Lo harán a cambio de la emancipación. Libertad para ellos y sus
familias.
La idea no era suya, se le había ocurrido a Zacharie, quien se las
arregló para entrevistarse por segunda vez con él. Para entonces
Sonthonax había averiguado que Zacharie era esclavo y comprendió
que se jugaba entero, porque si Galbaud salía victorioso, como
parecía inevitable, y se llegaba a conocer su papel de informante,
sería destrozado a golpes de maza en la rueda de la plaza pública. Tal
como le explicó Zacharie, la única ayuda que Sonthonax podía
conseguir eran los negros rebeldes. Sólo había que darles suficiente
incentivo.
—Además tendrán derecho a pillaje en la ciudad. ¿Qué le parece,
teniente coronel? —le anunció Sonthonax a Relais con aire de triunfo.
—Arriesgado.
—Hay cientos de miles de negros rebeldes repartidos por la isla y
voy a conseguir que se unan a nosotros.
—La mayoría está en el lado español —le recordó Relais.
—A cambio de la libertad se pondrán bajo el pabellón francés, se
lo aseguro. Sé que Toussaint, entre otros, desea regresar al seno de
Francia. Seleccione un pequeño destacamento de soldados negros y
acompáñeme a parlamentar con los rebeldes. Están a una hora de
marcha de aquí. Y cuídese ese brazo, hombre, no se le vaya a
infectar.
Étienne Relais, que no confiaba en el plan, se sorprendió al ver
con cuanta prontitud los rebeldes aceptaron la oferta. Habían sido
traicionados una y otra vez por los blancos; sin embargo se aferraron
a esa débil promesa de emancipación. El pillaje fue un anzuelo casi
tan poderoso como la libertad, porque llevaban semanas inactivos y
el fastidio empezaba a minar sus ánimos.
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
Sangre y ceniza
T
oulouse Valmorain fue el primero en ver desde la ventana de su
balcón la masa oscura que avanzaba del cerro hacia la ciudad. Le
costó darse cuenta de qué se trataba, porque su vista ya no era tan
buena como antes y se había levantado una tenue neblina, el aire
vibraba de calor y humedad.
—¡Tété! ¡Ven aquí y dime qué es eso! —le ordenó.
—Negros, monsieur. Miles de negros —respondió ella, sin poder
evitar un estremecimiento, mezcla de pavor ante lo que se les venía
encima y esperanza de que Gambo estuviera entre ellos.
Valmorain despertó a los patriotas que roncaban en la sala y los
mandó a dar la voz de alarma. Pronto los vecinos se metieron en sus
casas atrancando puertas y ventanas, mientras los hombres del
general Galbaud se despabilaban de la borrachera y se aprontaban
para una batalla que estaba perdida antes de comenzar. No lo sabían
todavía, pero había cinco negros por cada soldado blanco y venían
inflamados del valor demente que les impartía Ogun. Primero oyeron
una espeluznante zarabanda de aullidos y la llamada aguda de las
conchas de guerra, que fue aumentando de volumen. Los rebeldes
eran mucho más numerosos y estaban más cerca de lo que nadie
había sospechado. Se dejaron caer sobre Le Cap en medio de un
bochinche ensordecedor, casi desnudos, mal armados, sin orden ni
concierto, dispuestos a arrasar con todo. Podían vengarse y destruir a
gusto con toda impunidad. En un santiamén surgieron miles de
antorchas y la ciudad se convirtió en una sola llamarada: las casas de
madera ardían por contagio, una calle tras otra, barrios enteros. El
calor se volvió intolerable, el cielo y el mar se tiñeron de rojo y
naranja. Entre el crepitar de las llamas y el estrépito de los edificios
que se desmoronaban envueltos en humo, se oían con claridad los
gritos de triunfo de los negros y de terror visceral de sus víctimas. Las
calles se llenaron de los cuerpos pisoteados por los atacantes de los
que huían despavoridos y por cientos de caballos en estampida
escapados de los establos. Nadie pudo oponer resistencia a
semejante embate. La mayoría de los marineros fueron aniquilados
en las primeras horas, mientras las tropas regulares de Galbaud
intentaban poner a salvo a los civiles blancos. Millares de refugiados
corrían hacia el puerto. Algunos intentaban cargar con bultos, pero los
dejaban tirados a los pocos pasos en la prisa por escapar.
159
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Desde una ventana del segundo piso Valmorain pudo darse
cuenta de la situación de un vistazo. El incendio ya estaba muy cerca,
una chispa bastaría para convertir su casa en una hoguera. En las
calles laterales corrían bandas de negros empapados de sudor y
sangre, enfrentándose sin vacilar a las armas de los pocos soldados
que todavía quedaban en pie. Los asaltantes caían por docenas, pero
otros venían detrás, saltando por encima de los cuerpos amontonados
de sus compañeros. Valmorain vio a un grupo rodear a una familia
que trataba de llegar al muelle, dos mujeres y varios niños protegidos
por un hombre mayor, seguramente el padre, y un par de muchachos.
Los blancos, armados de pistolas, alcanzaron a disparar un tiro a
quemarropa cada uno y enseguida los envolvió la horda y
desaparecieron. Mientras varios negros se llevaban las cabezas
cogidas por los pelos, otros echaron abajo la puerta de una casa, cuyo
techo ya ardía, y entraron vociferando. Por las ventanas lanzaron a
una mujer degollada, muebles y enseres, hasta que las llamas los
obligaron a salir. Momentos después Valmorain escuchó los primeros
culatazos contra la puerta principal de su propia casa. El terror que lo
paralizaba no le era desconocido, lo había sufrido, idéntico, cuando
escapó de su plantación siguiendo a Gambo. No entendía cómo las
cosas pudieron darse vuelta y la asonada bulliciosa de marineros
ebrios y soldados blancos en las calles, que según Galbaud duraría
sólo unas horas y terminaría en una victoria segura, se había trocado
en esa pesadilla de negros embravecidos. Apretaba las armas con los
dedos tan agarrotados, que no habría podido dispararlas. Lo
ensopaba un sudor agrio cuya fetidez podía reconocer: era el olor de
la impotencia y el terror de los esclavos martirizados por Cambray.
Sentía que su suerte estaba echada y, como los esclavos en su
plantación, no tenía escapatoria. Luchó contra las náuseas y contra la
tentación insoportable de acurrucarse en un rincón paralizado en
abyecta cobardía. Un líquido caliente le mojó los pantalones.
Tété estaba de pie en el centro de la habitación, con los niños
ocultos entre sus faldas y sostenía una pistola a dos manos, con el
cañón hacia arriba. Había perdido la esperanza de encontrarse con
Gambo, porque si estaba en la ciudad, jamás la alcanzaría antes que
la chusma. Sola no podía defender a Maurice y a Rosette. Al ver a
Valmorain orinarse de miedo, comprendió que el sacrificio de haberse
separado de Gambo había sido inútil, porque el amo era incapaz de
protegerlos. Hubiera sido mejor irse con los rebeldes y correr el riesgo
de llevar a los niños consigo. La visión de lo que estaba a punto de
ocurrirles a sus niños le dio un valor ciego y la terrible calma de los
que se disponen a morir. El puerto estaba sólo a un par de cuadras y
aunque la distancia parecía insuperable en esas circunstancias, no
había otra salvación. «Vamos a salir por atrás, por la puerta de los
domésticos», anunció Tété con voz firme. La puerta principal
retumbaba y se oía el estallido de los cristales de las ventanas en el
primer piso, pero Valmorain creía que adentro estaban más seguros,
tal vez podían esconderse en alguna parte. «Van a quemar la casa. Yo
me voy con los niños», replicó ella, dándole la espalda. En ese
instante Maurice asomó su carita sucia de lágrimas y mocos entre las
160
Isabel Allende
La isla bajo el mar
faldas de Tété y corrió a abrazarse a las piernas de su padre. A
Valmorain lo sacudió un corrientazo de amor por ese niño y tomó
consciencia de su vergonzoso estado. No podía permitir que, si su hijo
sobrevivía por milagro, lo recordara como un cobarde. Respiró a
fondo tratando de contener el temblor del cuerpo, se encajó una
pistola al cinto, gatilló la otra, cogió a Maurice de una mano y lo llevó
casi en vilo tras Tété, quien ya descendía con Rosette en brazos por
la angosta escalera de caracol, que unía el segundo piso con los
cuartos de los esclavos en el sótano.
Se asomaron por la puerta de servicio a la callejuela trasera,
salpicada de escombros y ceniza de los edificios ardientes, pero
vacía. Valmorain se sintió desorientado, nunca había usado esa
puerta ni ese pasaje y no sabía adónde conducía, pero Tété iba
adelante sin vacilar, directo hacia la conflagración de la batalla. En
ese instante, cuando el encuentro con la turba parecía inevitable,
oyeron un tiroteo y vieron a un reducido pelotón de tropas regulares
de Galbaud, que ya no intentaba defender la ciudad y se batía en
retirada hacia los barcos. Disparaban con orden, serenos, sin romper
filas. Los negros rebeldes ocupaban parte de la calle, pero la balacera
los mantenía a raya. Entonces Valmorain pudo pensar con cierta
claridad por primera vez y vio que no había tiempo de vacilar.
«¡Vamos! ¡Corred!», gritó. Se lanzaron tras los soldados,
parapetándose entre ellos y así, saltando entre cuerpos caídos y
escombros en llamas, recorrieron aquel par de cuadras, las más
largas de sus vidas, mientras las armas de fuego iban abriéndoles
camino. Sin saber cómo, se encontraron en el puerto, iluminado como
día claro por el incendio, donde ya se amontonaban miles de
refugiados y seguían llegando más. Varias filas de soldados protegían
a los blancos disparando contra los negros, que atacaban por tres
costados, mientras la muchedumbre se peleaba como animales por
subir a los botes disponibles. Nadie estaba a cargo de organizar la
retirada, era un tropel despavorido. En la desesperación algunos se
lanzaban al agua e intentaban nadar hacia los barcos, pero el mar
hervía de tiburones atraídos por el olor de la sangre.
En eso apareció el general Galbaud a caballo, con su mujer en la
grupa, rodeado por una pequeña guardia pretoriana que lo protegía y
despejaba el paso, golpeando a la multitud con sus armas. El ataque
de los negros había tomado a Galbaud por sorpresa, era lo último que
esperaba, pero se dio cuenta de inmediato que la situación se había
dado vuelta y sólo le quedaba tratar de ponerse a salvo. Tuvo el
tiempo justo de rescatar a su esposa, quien llevaba un par de días en
cama reponiéndose de un ataque de malaria y no sospechaba lo que
ocurría afuera. Iba cubierta por un chal sobre el déshabillé, descalza,
con el cabello recogido en una trenza que le colgaba a la espalda y
una expresión indiferente, como si no percibiera la batalla y el
incendio. De alguna manera había llegado hasta allí intacta; en
cambio su marido tenía la barba y el pelo chamuscados y la ropa rota,
manchada de sangre y hollín.
Valmorain corrió hacia el militar enarbolando la pistola, logró
pasar entre los guardias, se le puso por delante y se colgó de su
161
Isabel Allende
La isla bajo el mar
pierna con la mano libre. «¡Un bote! ¡Un bote!», le suplicó a quien
consideraba su amigo, pero Galbaud le respondió apartándolo con
una patada en el pecho. Un fogonazo de ira y desesperación cegó a
Valmorain. Se desmoronó el andamio de buenos modales que lo había
sostenido en sus cuarenta y tres años de vida y se convirtió en una
fiera acosada. Con una fuerza y una agilidad desconocidas dio un
salto, cogió a la esposa del general por la cintura y la desmontó de un
tirón violento. La señora cayó despatarrada en el empedrado caliente
y antes de que la guardia alcanzara a reaccionar, le puso la pistola en
la cabeza. «¡Un bote o la mato aquí mismo!», amenazó con tal
determinación, que a nadie le cupo duda de que lo haría. Galbaud
detuvo a sus soldados. «Está bien, amigo, cálmese, le conseguiré un
bote», dijo con la voz ronca por el humo y la pólvora. Valmorain cogió
a la mujer por el cabello, la levantó del suelo y la obligó a marchar
adelante, con la pistola en la nuca. El chal quedó en el suelo y a
través de la tela del déshabillé, transparente en la luz anaranjada de
esa noche endemoniada, se veía su cuerpo delgado avanzando a
trompicones, en la punta de los pies, suspendida en el aire por la
trenza. Así llegaron al bote que aguardaba a Galbaud. En el último
momento el general trató de negociar: sólo había hueco para
Valmorain y su hijo, alegó, no podían darle preferencia a la mulata
mientras miles de blancos empujaban por subirse. Valmorain asomó a
la esposa del general al borde del muelle sobre las aguas rojas por el
reflejo del fuego y la sangre. Galbaud comprendió que a la menor
vacilación ese hombre trastornado la lanzaría a los tiburones y cedió.
Valmorain subió con los suyos al bote.
162
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Ayudar a morir
U
n mes más tarde, sobre los humeantes restos de Le Cap reducido
a escombros y cenizas, Sonthonax proclamó la emancipación de
los esclavos en Saint-Domingue. Sin ellos no podía luchar contra sus
enemigos internos y contra los ingleses, que ya ocupaban el sur. Ese
mismo día Toussaint declaró también la emancipación desde su
campamento en territorio español. Firmó el documento como
Toussaint Louverture, el nombre con el cual entraría en la historia.
Sus filas iban en aumento, ejercía más influencia que cualquiera de
los otros jefes rebeldes y para entonces ya estaba pensando
cambiarse de bandera, porque sólo la Francia republicana reconocería
la libertad de su gente, que ningún otro país estaba dispuesto a
tolerar.
Zacharie había esperado esa oportunidad desde que tuvo uso de
razón, había vivido obsesionado con la libertad, aunque su padre se
encargó de remacharle desde la cuna el orgullo de ser mayordomo de
la intendencia, posición que normalmente ocupaba un blanco. Se
quitó su uniforme de almirante de opereta, cogió sus ahorros y se
embarcó en el primer barco que zarpó del puerto ese día sin
preguntar adónde iba. Se dio cuenta de que la emancipación era sólo
una carta política que podía ser revocada en cualquier momento y
decidió no encontrarse allí cuando eso ocurriera. De tanto convivir
con los blancos había llegado a conocerlos a fondo y supuso que si
triunfaban los monárquicos en la próxima elección de la Asamblea en
Francia, destituirían a Sonthonax de su puesto, votarían contra la
emancipación y los negros en la colonia tendrían que seguir luchando
por su libertad. Pero él no deseaba sacrificarse, la guerra le parecía
un despilfarro de recursos y vidas, la forma menos razonable de
resolver conflictos. En cualquier caso, su experiencia de mayordomo
carecía de valor en esa isla desgarrada por la violencia desde los
tiempos de Colón y debía aprovechar esa oportunidad para buscar
otros horizontes. Tenía treinta y ocho años y estaba listo para
cambiar de vida.
Étienne Relais se enteró de la doble proclamación horas antes de
morir. La herida del hombro empeoró rápidamente en los días en que
Le Cap fue saqueado y quemado hasta los cimientos y cuando al fin
pudo ocuparse de ella, la gangrena había comenzado. El doctor
Parmentier, quien había pasado esos días sin descansar atendiendo a
163
Isabel Allende
La isla bajo el mar
centenares de heridos con ayuda de las monjas que sobrevivieron a
las violaciones, lo examinó cuando ya era tarde. Tenía la clavícula
pulverizada y por la posición de la herida no cabía la solución extrema
de amputar. Los remedios que había aprendido de Tante Rose y otros
curanderos eran inútiles. Étienne Relais había visto heridas de
diversas clases y por el olor supo que se estaba muriendo; lo que más
lamentó fue que no podría proteger a Violette de las vicisitudes del
futuro. Tendido de espaldas en un entarimado sin colchón del
hospital, respiraba con dificultad, empapado del sudor pastoso de la
agonía. El dolor habría sido intolerable para otro, pero él había sido
herido varias veces antes, llevaba una existencia de privaciones y
sentía un desprecio estoico por las miserias de su cuerpo. No se
quejaba. Con los ojos cerrados evocaba a Violette, sus manos frescas,
su risa ronca, su cintura escurridiza, sus orejas traslúcidas, sus
pezones oscuros, y sonreía sintiéndose el hombre más afortunado de
este mundo, porque la tuvo por catorce años, Violette enamorada,
hermosa, eterna, suya. Parmentier no intentó distraerlo, se limitó a
ofrecerle opio, el único calmante disponible, o un bebedizo fulminante
para acabar con ese suplicio en cuestión de minutos; era una opción
que como médico no debía proponer, pero había presenciado tanto
sufrimiento en esa isla que el juramento de preservar la vida a
cualquier costo había perdido sentido; más ético en ciertos casos era
ayudar a morir. «Veneno, siempre que no le haga falta para otro
soldado», escogió el herido. El doctor se inclinó muy cerca para oírlo,
porque la voz era sólo un murmullo. «Busque a Violette, dígale que la
amo», agregó Étienne Relais antes de que el otro le vaciara un
frasquito en la boca.
En Cuba, en ese mismo instante, Violette Boisier se golpeó la
mano derecha contra la fuente de piedra donde había ido a buscar
agua y el ópalo del anillo, que había usado por catorce años, se hizo
trizas. Cayó sentada junto a la fuente, con un grito atascado y la
mano apretada contra el corazón. Adèle, que estaba con ella, creyó
que la había mordido un alacrán. «Étienne, Étienne…», balbuceó
Violette deshecha en lágrimas.
A cinco cuadras de la fuente donde Violette supo que se había
quedado viuda, Tété estaba de pie bajo un toldo en el jardín del mejor
hotel de La Habana, junto a la mesa en que Maurice y Rosette bebían
jugo de piña. No le estaba permitido sentarse entre los huéspedes y a
Rosette tampoco, pero la niña pasaba por española, nadie
sospechaba su verdadera condición. Maurice contribuía al engaño
tratándola como su hermana menor. En otra mesa, Toulouse
Valmorain hablaba con su cuñado Sancho y su banquero. La flota de
refugiados que el general Galbaud sacó de Le Cap aquella noche
fatídica navegó rumbo a Baltimore a toda vela, bajo una lluvia de
ceniza, pero varios de aquellos cien barcos enfilaron hacia Cuba con
los grands blancs que tenían familia o intereses allí. De la noche a la
mañana, miles de familias francesas desembarcaron en la isla para
capear el temporal político de Saint-Domingue. Fueron recibidos con
generosa hospitalidad por los cubanos y españoles, quienes nunca
pensaron que los despavoridos visitantes se convertirían en
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
refugiados permanentes. Entre ellos iban Valmorain, Tété y los niños.
Sancho García del Solar se los llevó a su casa, que en esos años se
había deteriorado aún más sin que nadie se ocupara de apuntalarla.
En vista de las cucarachas Valmorain prefirió instalarse con los suyos
en el mejor hotel de La Habana, donde él y Maurice ocupaban una
suite de dos balcones con vista al mar, mientras Tété y Rosette
dormían en los alojamientos de los esclavos que acompañaban a sus
amos en los viajes, cuartuchos con piso de tierra y sin ventana.
Sancho llevaba la existencia holgada de un soltero decidido;
gastaba más de lo conveniente en fiestas, mujeres, caballos y mesas
de juego, pero seguía soñando, como en su juventud, con hacer
fortuna y devolver a su apellido el prestigio de los tiempos de sus
abuelos. Andaba siempre a la caza de oportunidades para hacer
dinero; así se le había ocurrido hacía un par de años comprar tierras
en Luisiana con los medios que le facilitó Valmorain. Su aporte era
visión comercial, contactos sociales y trabajo, siempre que no fuera
demasiado, como dijo riéndose, mientras su cuñado contribuía con el
capital. Desde que se concretó la idea había viajado a menudo a
Nueva Orleans y había adquirido una propiedad a orillas del
Mississippi. Al principio Valmorain se refería al proyecto como una
aventura disparatada, pero ahora era lo único seguro que tenía entre
manos y se propuso convertir esa tierra abandonada en una gran
plantación de azúcar. Había perdido bastante en Saint-Domingue,
pero no le faltaban recursos, gracias a sus inversiones, sus negocios
con Sancho y el buen juicio de su agente judío y su banquero cubano.
Ésa era la explicación que le había ofrecido a Sancho y a quien tuvo la
indiscreción de preguntar. A solas frente al espejo, no podía evadir la
verdad que lo acusaba desde el fondo de sus ojos: la mayor parte de
ese capital no era suyo, había pertenecido a Lacroix. Se repetía que
tenía la conciencia limpia, porque nunca intentó beneficiarse con la
tragedia de su amigo ni apoderarse de ese dinero, simplemente le
cayó del cielo. Cuando la familia Lacroix fue asesinada por los
rebeldes en Saint-Domingue y los recibos que él había firmado por el
dinero recibido se quemaron en el incendio, se encontró en posesión
de una cuenta en pesos de oro que él mismo había abierto en La
Habana para esconder los ahorros de Lacroix y cuya existencia nadie
sospechaba. En cada uno de sus viajes había depositado el dinero que
su vecino le entregaba y su banquero colocaba en una cuenta
identificada sólo con un número. El banquero nada sabía de Lacroix y
más tarde no puso objeción cuando Valmorain traspasó los fondos a
su propia cuenta, porque partió de la base de que eran suyos. Lacroix
contaba con herederos en Francia que tenían pleno derecho a esos
bienes, pero Valmorain analizó los hechos y decidió que no le
correspondía a él salir a buscarlos y que sería estúpido dejar el oro
enterrado en la bóveda de un banco. Era uno de esos raros casos en
que la fortuna toca a la puerta y sólo un bobo la dejaría pasar.
Catorce días más tarde, cuando las noticias de Saint-Domingue no
dejaban dudas sobre la cruenta anarquía imperante en la colonia,
Valmorain decidió irse a Luisiana con Sancho. La vida en La Habana
resultaba muy entretenida para alguien dispuesto a gastar, pero él no
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
podía perder más tiempo. Comprendió que si seguía a Sancho de
garito en garito y de burdel en burdel acabaría por quemar sus
ahorros y su salud. Más valía llevarse a ese cuñado encantador lejos
de sus amigotes y darle un proyecto a la medida de su ambición. La
plantación de Luisiana podía encender en Sancho las brasas de
fortaleza moral que casi todo el mundo posee, pensó. En esos años le
había tomado cariño de hermano mayor a ese hombre de cuyos
defectos y virtudes él carecía. Por eso se llevaban bien. Sancho era
locuaz, aventurero, imaginativo y corajudo, la clase de hombre capaz
de codearse por igual con príncipes y bucaneros, irresistible para las
mujeres, un pillo de corazón liviano. Valmorain no daba por perdida
Saint-Lazare, pero hasta que no pudiera recuperarla podía concentrar
su energía en el proyecto de Sancho en Luisiana. La política ya no le
interesaba, el fiasco de Galbaud lo dejó escaldado. Había llegado la
hora de volver a producir azúcar, lo único que sabía hacer.
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
El castigo
V
almorain le notificó a Tété que partirían en una goleta americana
al cabo de dos días y le dio dinero para abastecer a la familia de
ropa.
—¿Te pasa algo? —le preguntó al ver que la mujer no se movía
para coger la bolsa de monedas.
—Perdone, monsieur, pero… no deseo ir a ese lugar —balbuceó
ella.
—¿Cómo dices, idiota? ¡Obedece y cállate!
—¿El papel de mi libertad vale allá también? —se atrevió a inquirir
Tété.
—¿Es eso lo que te preocupa? Por supuesto que vale, allá y en
cualquier parte. Tiene mi firma y mi sello, es legal hasta en la China.
—Luisiana queda muy lejos de Saint-Domingue, ¿no? —insistió
Tété.
—No vamos a volver a Saint-Domingue, si eso es lo que estás
pensando. ¿No te bastó con todo lo que pasamos allá? ¡Eres más
bruta de lo que pensaba! —exclamó Valmorain, irritado.
Tété se fue cabizbaja a preparar el viaje. La muñeca de palo que
le había tallado el esclavo Honoré en la niñez había quedado en SaintLazare y ahora ese fetiche de buena suerte le hacía falta. «¿Volveré a
ver a Gambo, Erzuli? Nos vamos más lejos, más agua entre nosotros.»
Después de la siesta esperó a que la brisa del mar refrescara la tarde
y se llevó a los niños de compras. Por orden del amo, que no quería
ver a Maurice jugando con una chiquilla rotosa, los vestía a los dos
con ropa de la misma calidad, y a los ojos de cualquiera parecían
niños ricos con su niñera. Según planeaba Sancho, se instalarían en
Nueva Orleans, ya que la nueva plantación quedaba a sólo una
jornada de distancia de la ciudad. Ya poseían la tierra, pero faltaba lo
demás: molinos, máquinas, herramientas, esclavos, alojamientos y la
casa principal. Había que preparar los terrenos y plantar, antes de un
par de años no habría producción, pero gracias a las reservas de
Valmorain no pasarían penurias. Tal como decía Sancho, el dinero no
compra felicidad, pero compra casi todo lo demás. No querían llegar a
Nueva Orleans con aspecto de venir escapando de otra parte, eran
inversionistas y no refugiados. Habían salido de Le Cap con lo puesto
y en Cuba habían comprado lo mínimo, pero antes del viaje a Nueva
Orleans necesitaban un vestuario completo, baúles y maletas. «Todo
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
de la mejor calidad, Tété. También un par de vestidos para ti, no
quiero verte como una pordiosera. ¡Y ponte zapatos!», le ordenó, pero
los únicos botines que ella poseía eran un tormento. En los comptoirs
del centro, Tété adquirió lo necesario, después de mucho regateo,
como era costumbre en Saint-Domingue y supuso que también lo
sería en Cuba. En la calle se hablaba español, y aunque ella había
aprendido algo de esa lengua con Eugenia, no entendía el acento
cubano, resbaloso y cantado, muy distinto al castellano duro y sonoro
de su ama fallecida. En un mercado popular habría sido incapaz de
regatear, pero en los establecimientos comerciales también se
hablaba francés.
Cuando terminó con las compras pidió que se las mandaran al
hotel, de acuerdo a las instrucciones de su amo. Los niños estaban
hambrientos y ella cansada, pero al salir oyeron tambores y no pudo
resistir al llamado. De una callecita a otra, dieron con una pequeña
plaza donde se había juntado una muchedumbre de gente de color
que bailaba desenfrenada al son de una banda. Hacía mucho tiempo
que Tété no sentía el impulso volcánico de la danza en una calenda,
había pasado más de un año asustada en la plantación, acosada por
los aullidos de los condenados en Le Cap, huyendo, despidiéndose,
esperando. Le subió el ritmo desde las desnudas plantas de los pies
hasta el nudo de su tignon, el cuerpo entero poseído por los tambores
con el mismo júbilo que sentía al hacer el amor con Gambo. Soltó a
los niños y se unió a la algazara: esclavo que baila es libre mientras
baila, como le había enseñado Honoré. Pero ella ya no era esclava,
era libre, sólo faltaba la firma del juez. ¡Libre, libre! Y vamos
moviéndonos con los pies pegados al suelo, las piernas y las caderas
exaltadas, las nalgas girando provocadoras, los brazos como alas de
gaviota, los senos zamarreados y la cabeza perdida. La sangre
africana de Rosette también respondió al formidable requerimiento
de la música y la niña de tres años saltó al centro de los danzantes,
vibrando con el mismo gozo y abandono de su madre. Maurice, en
cambio, retrocedió hasta quedar pegado a una pared. Había
presenciado algunos bailes de esclavos en la habitation Saint-Lazare
como espectador, a salvo de la mano de su padre, pero en esa plaza
desconocida estaba solo, succionado por una masa humana frenética,
aturdido por los tambores, olvidado por Tété, su Tété, que se había
transformado en un huracán de faldas y brazos, olvidado también por
Rosette, que había desaparecido entre las piernas de los bailarines,
olvidado por todos. Se echó a llorar a gritos. Un negro burlón apenas
cubierto por un taparrabos y tres vueltas de vistosos collares, se le
puso por delante saltando y agitando una maraca con ánimo de
distraerlo y sólo consiguió aterrorizarlo aún más. Maurice salió
volando a todo lo que le daban las piernas. Los tambores siguieron
retumbando por horas y tal vez Tété habría bailado hasta que el
último se callara al amanecer, si cuatro manos poderosas no la
hubieran cogido por los brazos y arrastrado fuera de la parranda.
Habían pasado casi tres horas desde que Maurice salió corriendo
por instinto hacia el mar, que había visto desde los balcones de su
suite. Estaba descompuesto de susto, no se acordaba del hotel, pero
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
un niño rubio y bien vestido, llorando encogido en la calle, no podía
pasar inadvertido. Alguien se detuvo para ayudarlo, averiguó el
nombre de su padre y preguntó en varios establecimientos hasta que
dio con Toulouse Valmorain, quien no había tenido tiempo de pensar
en él; con Tété su hijo estaba seguro. Cuando logró sonsacarle al
chico, entre sollozos, lo que le había pasado, partió hecho una tromba
en busca de la mujer, pero antes de una cuadra se dio cuenta de que
no conocía la ciudad y no podría ubicarla; entonces acudió a la
guardia. Dos hombres salieron a cazar a Tété, valiéndose de las vagas
indicaciones de Maurice, y pronto dieron con el baile en la plaza por el
ruido de los tambores. Se la llevaron pataleando a un calabozo y
como Rosette los siguió chillando que soltaran a su mamá, la
encerraron también.
En la oscuridad sofocante de la celda, fétida de orines y
excremento, Tété se recogió en un rincón con Rosette en los brazos.
Se dio cuenta de que había otras personas, pero tardó un buen rato
en distinguir en la penumbra a una mujer y tres hombres, silenciosos
e inmóviles, que esperaban su turno para recibir los azotes ordenados
por sus amos. Uno de los hombres llevaba varios días reponiéndose
de los primeros veinticinco para sufrir los que le faltaban cuando
pudiera soportarlos. La mujer le preguntó algo en español, que Tété
no entendió. Recién empezaba a medir las consecuencias de lo que
había hecho: en la vorágine del baile abandonó a Maurice. Si algo
malo le había sucedido al niño, ella lo pagaría con la muerte, por eso
la habían arrestado y estaba en ese hoyo asqueroso. Más que su vida,
le importaba la suerte de su niño. «Erzuli, loa madre, haz que Maurice
esté a salvo.» ¿Y qué iba a ser de Rosette? Se tocó la bolsa bajo el
corpiño. No eran libres todavía, ningún juez había firmado el papel, su
hija podía ser vendida. Pasaron el resto de esa noche en el calabozo,
la más larga que Tété podía recordar. Rosette se cansó de llorar y
pedir agua y por último se durmió, afiebrada. La luz implacable del
Caribe entró al amanecer entre los gruesos barrotes y un cuervo se
posó a picotear insectos en el marco de piedra del único ventanuco.
La mujer empezó a gemir y Tété no supo si era por el mal augurio de
aquel pájaro negro o porque ese día le llegaba su turno. Pasaron
horas, el calor aumentó, el aire se hizo tan escaso y caliente que Tété
sentía la cabeza llena de algodón. No sabía cómo calmar la sed de su
hija, se la puso al pecho, pero ya no tenía leche. A eso del mediodía
se abrió la reja y una gruesa figura bloqueó la puerta y la llamó por su
nombre. Al segundo intento Tété logró ponerse de pie; le flaqueaban
las piernas y la sed le hacía ver visiones. Sin soltar a Rosette avanzó a
trompicones hacia la salida. A su espalda oyó a la mujer despedirla
con palabras conocidas, porque se las había oído a Eugenia: Virgen
María, madre de Dios, ruega por nosotros pecadores. Tété contestó
para sus adentros, porque no le salió la voz entre los labios secos:
«Erzuli, loa de la compasión, protege a Rosette». La llevaron a un
patio pequeño, con una sola puerta de acceso y rodeado de altos
muros, donde se alzaban un patíbulo con una horca, un poste y un
tronco negro de sangre seca para las amputaciones. El verdugo era
un congo ancho como un armario, con las mejillas cruzadas de
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
cicatrices rituales, los dientes afilados en punta, el torso desnudo y un
delantal de cuero cubierto de manchas oscuras. Antes de que el
hombre la tocara, Tété empujó a Rosette y le ordenó ponerse lejos. La
niña obedeció lloriqueando, demasiado débil para hacer preguntas.
«¡Soy libre! ¡Soy libre!», gritó Tété en el poco español que sabía,
mostrándole al verdugo la bolsa que llevaba al cuello, pero la zarpa
del hombre se la arrebató junto con la blusa y el corpiño, que se
rajaron al primer tirón. El segundo manotazo le arrancó la falda y
quedó desnuda. No intentó cubrirse. Le dijo a Rosette que se pusiera
de cara al muro y no volteara por ningún motivo; luego se dejó llevar
al poste y ella misma extendió las manos para que le ataran las
muñecas con sogas de sisal. Oyó el silbido terrible del látigo en el aire
y pensó en Gambo.
Toulouse Valmorain estaba esperando al otro lado de la puerta.
Tal como había instruido al verdugo, por la paga habitual y una
propina le daría un susto inolvidable a su esclava, pero sin dañarla.
Nada serio le había ocurrido a Maurice, menos mal, y al cabo de dos
días partían de viaje; necesitaba a Tété más que nunca y no podría
llevársela recién azotada. El látigo se estrelló sacando chispas contra
el empedrado del patio, pero Tété lo sintió en la espalda, el corazón,
las entrañas, el alma. Se le doblaron las rodillas y quedó colgada de
las muñecas. De muy lejos le llegó la risotada del verdugo y un grito
de Rosette: «¡Monsieur! ¡Monsieur!». Con un esfuerzo brutal pudo
abrir los ojos y girar la cabeza. Valmorain estaba a pocos pasos y
Rosette lo tenía abrazado por las rodillas, con el rostro hundido en sus
piernas, ahogada de sollozos. Él le acarició la cabeza y la tomó en
brazos, donde la niña se abandonó, inerte. Sin una palabra para la
esclava, le hizo una seña al verdugo y dio media vuelta rumbo a la
puerta. El congo desató a Tété, recogió su ropa rota y se la dio. Ella,
que instantes antes no podía moverse, siguió a Valmorain deprisa,
tambaleándose, con la energía nacida del terror, desnuda, sujetando
sus trapos contra el pecho. El verdugo la acompañó a la salida y le
entregó la bolsa de cuero con su libertad.
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
SEGUNDA PARTE
Luisiana, 1793-1810
171
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Créoles de buena sangre
L
a casa en el corazón de Nueva Orleans, en la zona donde vivían los
créoles de ascendencia francesa y sangre antigua, fue un hallazgo
de Sancho García del Solar. Cada familia era una sociedad patriarcal,
numerosa y cerrada, que se mezclaba sólo con otros de su mismo
nivel. El dinero no abría aquellas puertas, contrariamente a lo que
Sancho sostenía, aunque debería haber estado mejor informado,
porque tampoco las abría entre los españoles de similar casta social;
pero cuando empezaron a llegar los refugiados de Saint-Domingue
hubo un resquicio por donde colarse. Al principio, antes de que se
convirtiera en una avalancha humana, algunas familias créoles
acogían a los grands blancs que habían perdido sus plantaciones,
compadecidos y espantados por las trágicas noticias que llegaban de
la isla. No podían imaginar nada peor que un alzamiento de negros.
Valmorain desempolvó el título de chevalier para presentarse en
sociedad y su cuñado se encargó de mencionar el château de París,
por desgracia abandonado desde que la madre de Valmorain se había
radicado en Italia para huir del terror impuesto por el jacobino
Robespierre. A Sancho la propensión a decapitar gente por sus ideas
o sus títulos, como ocurría en Francia, le revolvía las tripas. No
simpatizaba con la nobleza, pero tampoco con la chusma; la república
francesa le parecía tan vulgar como la democracia americana.
Cuando supo que habían decapitado a Robespierre unos meses más
tarde en la misma guillotina en que perecieron centenares de sus
víctimas, lo celebró con una borrachera de dos días. Fue la última
vez, porque entre los créoles nadie era abstemio, pero la ebriedad no
se toleraba; un hombre que perdía la compostura con la bebida no
merecía ser aceptado en ninguna parte. Valmorain, que había
ignorado por años las advertencias del doctor Parmentier sobre el
alcohol, también debió medirse y entonces descubrió que no bebía
por vicio, como en el fondo sospechaba, sino como paliativo para la
soledad.
Tal como se habían propuesto, los cuñados no llegaron a Nueva
Orleans confundidos con otros refugiados, sino como dueños de una
plantación de azúcar, lo más prestigioso en el escalafón de castas. La
visión de Sancho para adquirir tierra había resultado providencial.
«No te olvides que el futuro está en el algodón, cuñado. El azúcar
tiene mala fama», le advirtió a Valmorain. Circulaban relatos
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
pavorosos sobre la esclavitud en las Antillas y los abolicionistas
estaban empeñados en una campaña internacional para sabotear el
azúcar contaminada de sangre. «Créeme, Sancho, aunque los
terrones fueran colorados, el consumo seguirá aumentando. El oro
dulce es más adictivo que el opio», lo tranquilizó Valmorain. Nadie
hablaba de eso en el cerrado círculo de la buena sociedad. Los
créoles aseguraban que las atrocidades de las islas no ocurrían en
Luisiana. Entre esa gente, unida por un complicado encaje de
relaciones familiares, donde no se podían mantener secretos —todo
se sabía tarde o temprano— la crueldad era mal vista e
inconveniente, ya que sólo un necio dañaba su propiedad. Además, el
clero, encabezado por el religioso español fray Antonio de Sedella,
conocido como Père Antoine, temible por su fama de santo, se
encargaba de insistir en su responsabilidad ante Dios por los cuerpos
y almas de sus esclavos.
Al iniciar las gestiones para adquirir mano de obra para la
plantación, Valmorain se encontró con una realidad muy diferente a
la de Saint-Domingue, porque el costo de los esclavos era alto. Eso
significaba una inversión mayor de la calculada y debía ser prudente
con los gastos, pero se sintió secretamente aliviado. Ahora existía una
razón práctica para cuidar a los esclavos, no sólo escrúpulos
humanitarios que podían ser interpretados como debilidad. Lo peor de
los veintitrés años en Saint-Lazare, peor que la locura de su mujer, el
clima que corroía la salud y desmigajaba los principios del hombre
más decente, la soledad y el hambre de libros y conversación, había
sido el poder absoluto que ejercía sobre otras vidas, con su carga de
tentaciones y degradación. Tal como sostenía el doctor Parmentier, la
revolución de Saint-Domingue era el desquite inevitable de los
esclavos contra la brutalidad de los colonos. Luisiana le ofrecía a
Valmorain la oportunidad de revivir sus ideales de juventud, dormidos
en los rescoldos de la memoria. Empezó a soñar con una plantación
modelo capaz de producir tanto azúcar como Saint-Lazare, pero
donde los esclavos llevaran una existencia humana. Esta vez pondría
mucho cuidado en la elección de los capataces y su jefe. No deseaba
otro Prosper Cambray.
Sancho se dedicó a cultivar amistades entre los créoles, sin las
cuales no podían prosperar, y en poco tiempo se convirtió en el alma
de las tertulias, con su voz de seda para las canciones a la guitarra,
su buen talante para perder en las mesas de juego, sus ojos lánguidos
y su humor fino con las matriarcas, a quienes se desvivía en halagar,
porque sin su aprobación nadie cruzaba el umbral de sus casas.
Jugaba al billar, backgamon, dominó y naipes, bailaba con gracia,
ningún tema lo apabullaba y tenía el arte de presentarse siempre en
el lugar y el momento apropiados. Su paseo favorito era el camino
arbolado del dique que protegía la ciudad de inundaciones, donde se
mezclaba todo el mundo, desde las familias distinguidas hasta la
plebe ruidosa de marineros, esclavos, gente libre de color y los
infaltables kaintocks, con su reputación de ebrios, matones y
mujeriegos. Esos hombres bajaban por el Mississippi desde Kentucky
y otras regiones del norte a vender sus productos, tabaco, algodón,
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
pieles, madera, enfrentándose por el camino con indios hostiles y mil
otros peligros; por lo mismo, andaban bien armados. En Nueva
Orleans vendían los botes como leña, se divertían un par de semanas
y luego emprendían el arduo viaje de regreso.
Nada más que para ser visto, Sancho asistía a las funciones de
teatro y ópera, tal como iba a misa los domingos. Su sencillo traje
negro, su cabello recogido en una cola y el bigote engomado
contrastaban con los atuendos de brocatos y encajes de los
franceses, dándole un aire ligeramente peligroso que atraía a las
mujeres. Sus modales eran impecables, requisito esencial en la clase
alta, donde el uso debido del tenedor era más importante que las
condiciones morales de un sujeto. Tan espléndidas virtudes de nada
le habrían servido a ese español algo excéntrico sin el parentesco con
Valmorain, francés de pura cepa y rico, pero una vez que se
introducía en los salones, nadie pensaba en echarlo. Valmorain era
viudo, de sólo cuarenta y cinco años, nada mal parecido, aunque le
sobraban varios kilos, y naturalmente los patriarcas del Vieux Carré
trataron de atraparlo para una hija o sobrina. También el cuñado de
apellido impronunciable era un candidato, ya que un yerno español
era preferible al bochorno de una hija soltera.
Hubo comentarios, pero nadie se opuso cuando ese par de
extranjeros alquilaron una de las mansiones del barrio y cuando más
tarde el propietario se la vendió. Tenía dos pisos y mansarda, pero
carecía de sótano, porque Nueva Orleans estaba construida sobre
agua y bastaba cavar un palmo para mojarse. Los mausoleos del
cementerio estaban elevados para que los muertos no salieran
navegando en cada temporal. Como muchas otras, la casa de
Valmorain era de ladrillo y madera, de estilo español, con una entrada
ancha para el coche, patio empedrado de adoquines, una fuente de
azulejos y frescos balcones con rejas de hierro cubiertas de fragantes
enredaderas. Valmorain la decoró evitando ostentación, señal de
arribismo. No era capaz ni de silbar, pero invirtió en instrumentos
musicales, porque en las veladas sociales las señoritas se lucían en el
piano, arpa o clavicordio y los caballeros con la guitarra.
Maurice y Rosette tuvieron que aprender música y danza con
tutores privados, como otros niños ricos. Un refugiado de SaintDomingue les daba clases de música a varillazos y un gordito
melindroso les enseñaba los bailes de moda también a varillazos. En
el futuro eso le sería tan útil a Maurice como la esgrima para batirse
en duelo y los juegos de salón, y a Rosette le serviría para entretener
a las visitas, pero sin competir jamás con las niñas blancas. Tenía
gracia y buena voz; en cambio Maurice había heredado el pésimo
oído de su padre y asistía a las clases con la actitud resignada de un
galeote. Prefería los libros, que de poco iban a servirle en Nueva
Orleans, donde el intelecto resultaba sospechoso; mucho más
apreciado era el talento de la conversación liviana, la galantería y el
buen vivir.
A Valmorain, acostumbrado a una existencia de ermitaño en
Saint-Lazare, las horas de charla banal en los cafés y bares donde lo
arrastraba Sancho le parecían perdidas. Tenía que hacer un esfuerzo
174
Isabel Allende
La isla bajo el mar
para participar en juegos y apuestas, detestaba las riñas de gallos,
que dejaban a la concurrencia salpicada de sangre, y las carreras de
caballos y galgos, en que siempre perdía. Cada día de la semana
había tertulia en un salón diferente, presidida por una matrona que
llevaba la cuenta de los asistentes y los chismes. Los hombres
solteros iban de casa en casa, siempre con algún regalo, por lo
general un postre monstruoso de azúcar y nueces, pesado como una
cabeza de vaca. Según Sancho, las tertulias eran obligatorias en esa
sociedad cerrada. Danzas, soirées, picnics, siempre las mismas caras
y nada que decir. Valmorain prefería la plantación, pero entendió que
en Luisiana su tendencia a recluirse sería interpretada como avaricia.
Los salones y el comedor de la casa de la ciudad estaban en el
primer piso, los dormitorios en el segundo y la cocina y los
alojamientos de los esclavos en el patio trasero, separados. Las
ventanas daban acceso a un jardín pequeño, pero bien cuidado. La
pieza más espaciosa era el comedor, como en todas las casas créoles,
donde la vida giraba en torno a la mesa y el orgullo de la
hospitalidad. Una familia respetable poseía vajilla para veinticuatro
comensales por lo menos. Uno de los cuartos del primer piso contaba
con entrada separada y se destinaba a los hijos solteros; así podían
parrandear sin ofender a las damas de la familia. En las plantaciones,
esas garçonnières eran pabellones octogonales cerca del camino. A
Maurice le faltaban unos doce años para exigir ese privilegio, por el
momento dormía solo por primera vez en una habitación entre la de
su padre y su tío Sancho.
Tété y Rosette no se alojaban con los otros siete esclavos —
cocinera, lavandera, cochero, costurera, dos criadas de mano y un
muchacho para los mandados— y dormían juntas en la mansarda,
entre los arcones de ropa de la familia. Como siempre, Tété llevaba la
casa. Una campanilla con un cordón unía los cuartos y le servía a
Valmorain para llamarla por las noches.
Sancho adivinó, apenas vio a Rosette, la relación de su cuñado
con la esclava y anticipó el problema. «¿Qué vas a hacer con Tété
cuando te cases?», le preguntó a bocajarro a Valmorain, quien jamás
había mencionado el tema ante nadie y que, pillado de sorpresa,
masculló que no pensaba casarse. «Si seguimos viviendo bajo el
mismo techo, uno de los dos tendrá que hacerlo o van a pensar que
somos invertidos», concluyó Sancho.
En la confusión de la huida de Le Cap aquella noche fatídica,
Valmorain había perdido a su cocinero, que permaneció escondido
cuando él huyó con Tété y los niños, pero no lo lamentó, porque en
Nueva Orleans necesitaba alguien fogueado en la cuisine créole. Sus
nuevas amistades le advirtieron que no era cosa de comprar a la
primera cocinera que le ofrecieran en el Maspero Échange, por mucho
que fuese el mejor mercado de esclavos de América, o en los
establecimientos de la calle Chartres, donde los disfrazaban con ropa
elegante para impresionar a los clientes, pero no había ninguna
garantía de la calidad. Los mejores esclavos se transaban en privado
entre familiares o amigos. Así adquirió a Célestine, de unos cuarenta
años, con manos mágicas para guisos y pastelería, entrenada por uno
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
de los eximios cocineros franceses del marqués de Marigny y vendida
porque nadie aguantaba sus rabietas. Le había tirado un plato de
gumbo de mariscos a los pies al imprudente marqués porque se
atrevió a pedir más sal. A Valmorain esa anécdota no lo asustó,
porque lidiar con ella sería tarea de Tété. Célestine era flaca, seca y
celosa, no le permitía a nadie pisar su cocina y su despensa, ella
misma escogía los vinos y licores y no admitía sugerencias sobre el
menú. Tété le explicó que debía medirse con las especias porque el
amo sufría de dolores de estómago. «Que se aguante. Si quiere caldo
de enfermo, se lo preparas tú», le contestó, pero desde que ella
reinaba entre las ollas Valmorain estaba sano. Célestine olía a canela
y en secreto, para que nadie sospechara su debilidad, les preparaba a
los niños beignets livianos como suspiros, tarte tatin con manzanas
acarameladas, crêpes de mandarinas con crema, mousse au chocolat
con galletitas de miel y otras delicias, que confirmaban la teoría de
que la humanidad nunca se cansaría de consumir azúcar. Maurice y
Rosette eran los únicos habitantes de la casa que no le temían a la
cocinera.
La existencia de un caballero créole transcurría ociosa, el trabajo
era un vicio de los protestantes en general y los americanos en
particular. Valmorain y Sancho se veían en aprietos para ocultar los
esfuerzos que requería echar a andar la plantación, abandonada
hacía más de diez años, desde la muerte del dueño y la quiebra
escalonada de los herederos.
Lo primero fue conseguir esclavos, unos ciento cincuenta para
comenzar, bastante menos de los que había en Saint-Lazare.
Valmorain se instaló en un rincón de la casa en ruinas, mientras
construían otra con arreglo a los planos de un arquitecto francés. Las
barracas de esclavos, carcomidas por el comején y la humedad,
fueron demolidas y reemplazadas por cabañas de madera, con techos
salientes para dar sombra y proteger de la lluvia, de tres piezas para
albergar a dos familias cada una, alineadas en callejuelas paralelas y
perpendiculares con una pequeña plaza central. Los cuñados visitaron
otras plantaciones, como tanta gente que llegaba sin invitación los
fines de semana aprovechando la tradición de hospitalidad. Valmorain
concluyó que, comparados con los de Saint-Domingue, los esclavos
de Luisiana no podían quejarse, pero Sancho averiguó que algunos
amos mantenían a su gente casi desnuda, alimentada con una
mazamorra que vertían en un abrevadero, como el pienso de los
animales, de donde cada uno retiraba su porción con conchas de
ostras, pedazos de tejas o a mano, porque no disponía ni de una
cuchara.
Tardaron dos años en construir lo básico: plantar, instalar un
molino y organizar el trabajo. Valmorain tenía planes grandiosos, pero
debió concentrarse en lo inmediato, ya habría tiempo más adelante
para hacer realidad su fantasía de un jardín, terrazas y glorietas, un
puente decorativo sobre el río y otras amenidades. Vivía obsesionado
con los detalles, que discutía con Sancho y comentaba con Maurice.
—Mira, hijo, todo esto será tuyo —decía, señalando los
cañaverales desde su caballo—. El azúcar no cae del cielo, se
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
requiere mucho trabajo para obtenerla.
—El trabajo lo hacen los negros —observaba Maurice.
—No te engañes. Ellos hacen la labor manual, porque no saben
hacer otra cosa, pero el amo es el único responsable. El éxito de la
plantación depende de mí y, en cierta medida, de tu tío Sancho. No se
corta una sola caña sin mi conocimiento. Fíjate bien, porque un día te
tocará tomar decisiones y mandar a tu gente.
—¿Por qué no se mandan solos, papa?
—No pueden, Maurice. Hay que darles órdenes, son esclavos, hijo.
—No me gustaría ser como ellos.
—Nunca lo serás, Maurice —sonrió su padre—. Eres un Valmorain.
No habría podido mostrarle Saint-Lazare a su hijo con el mismo
orgullo. Estaba decidido a corregir los errores, debilidades y
omisiones del pasado y, secretamente, expiar los pecados atroces de
Lacroix, cuyo capital había usado para comprar esa tierra. Por cada
hombre torturado y cada niña mancillada por Lacroix, habría un
esclavo sano y bien tratado en la plantación Valmorain. Eso
justificaba haberse apropiado del dinero de su vecino, que no podía
estar mejor invertido.
A Sancho, los planes de su cuñado no le interesaban demasiado,
porque no cargaba con el mismo peso en la conciencia y sólo
pensaba en entretenerse. El contenido de la sopa de los esclavos o el
color de sus cabañas le daban lo mismo. Valmorain estaba
embarcado en un cambio de vida, pero para el español esa aventura
era sólo una más entre muchas emprendidas con entusiasmo y
abandonadas sin arrepentimiento. Como nada podía perder, ya que
su socio asumía los riesgos, se le ocurrían ideas audaces que solían
dar sorprendentes resultados, como una refinería, que les permitió
vender azúcar blanca, mucho más rentable que la melaza de otros
plantadores.
Sancho consiguió al jefe de capataces, un irlandés que lo asesoró
en la compra de la mano de obra. Se llamaba Owen Murphy y planteó
desde un principio que los esclavos debían asistir a misa. Habría que
construir una capilla y conseguir curas itinerantes, dijo, para
fortalecer el catolicismo antes de que se metieran los americanos a
predicar sus herejías y esa gente inocente se condenara al infierno.
«La moral es lo más importante», anunció. Murphy estuvo
plenamente de acuerdo con la idea de Valmorain de no abusar del
látigo. Ese hombrón con aspecto de jenízaro, cubierto de vellos
negros, con cabello y barba del mismo color, tenía un alma dulce. Se
instaló con su numerosa familia en una tienda de campaña, mientras
terminaban de construir su vivienda. Su mujer, Leanne, le llegaba a la
cintura, parecía una adolescente desnutrida con cara de mosca, pero
su fragilidad resultaba engañosa: había dado a luz a seis varones y
estaba esperando al séptimo. Sabía que era de sexo masculino,
porque Dios se había propuesto probar su paciencia. Nunca levantaba
la voz: con una sola mirada suya obedecían los hijos y el marido.
Valmorain pensó que Maurice tendría al fin con quien jugar y no
viviría a la estela de Rosette; esa manada de irlandeses era de clase
social muy inferior a la suya, pero eran blancos y libres. No imaginó
177
Isabel Allende
La isla bajo el mar
que los seis Murphy también andarían embobados detrás de Rosette,
que había cumplido cinco años y poseía la apabullante personalidad
que su padre hubiese deseado para Maurice.
Owen Murphy había trabajado desde los diecisiete años dirigiendo
esclavos y conocía de memoria los errores y aciertos de esa ingrata
labor. «Hay que tratarlos como a los hijos. Autoridad y justicia, reglas
claras, castigo, recompensa y algo de tiempo libre; si no se
enferman», le dijo a su patrón y añadió que los esclavos tenían
derecho a acudir al amo por una sentencia de más de quince azotes.
«Confío en usted, señor Murphy, eso no será necesario», replicó
Valmorain, poco dispuesto a adoptar el papel de juez. «Por mi propia
tranquilidad, prefiero que sea así, señor. Demasiado poder destruye
el alma de cualquier cristiano y la mía es débil», le explicó el irlandés.
En Luisiana la mano de obra de una plantación costaba un tercio
del valor de la tierra, había que cuidarla. La producción estaba a
merced de desgracias imprevisibles, huracanes, sequía, inundaciones,
pestes, ratas, altibajos en el precio del azúcar, problemas con la
maquinaria y los animales, préstamos de los bancos, y otras
incertidumbres; no había que agregar mala salud o desánimo de los
esclavos, dijo Murphy. Era tan distinto a Cambray que Valmorain se
preguntó si no se habría equivocado con él, pero comprobó que
trabajaba sin descanso y se imponía por presencia, sin brutalidad. Sus
capataces, vigilados de cerca, seguían su ejemplo y el resultado era
que los esclavos rendían más que bajo el régimen de terror de
Prosper Cambray. Murphy los organizó con un sistema de turnos para
darles descanso en la demoledora jornada de los campos. El patrón
anterior lo había despedido porque le ordenó disciplinar a una esclava
y mientras ella gritaba a todo pulmón para impresionar, el látigo de
Murphy resonaba contra el suelo sin tocarla. La esclava estaba
encinta y, como se hacía en esos casos, la habían tendido por tierra
con la barriga en un hoyo. «Le he prometido a mi esposa que nunca
azotaré a niños ni a mujeres preñadas», fue la explicación del irlandés
cuando Valmorain se lo preguntó.
Dieron dos días de descanso semanal a la gente para cultivar sus
huertos, cuidar sus animales y cumplir con sus tareas domésticas,
pero el domingo había obligación de asistir a la misa impuesta por
Murphy. Podían tocar música y bailar en sus horas libres, incluso
asistir de vez en cuando —bajo supervisión del jefe de capataces— a
las bambousses, modestas fiestas de esclavos con motivo de una
boda, un funeral u otra celebración. En principio los esclavos no
podían visitar otras propiedades, pero en Luisiana pocos amos hacían
caso de ese reglamento. El desayuno en la plantación Valmorain
consistía en una sopa con carne o tocino —nada del fétido pescado
seco de Saint-Lazare—, el almuerzo era tarta de maíz, carne salada o
fresca y budín, y la cena una sopa contundente. Habilitaron una
cabaña para hospital y consiguieron un médico que acudía una vez al
mes por prevención y cuando lo llamaban para una emergencia. A las
mujeres encintas se les daba más comida y descanso. Valmorain no
sabía, porque nunca había preguntado, que en Saint-Lazare las
esclavas parían acuclilladas entre los cañaverales, había más abortos
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
que nacimientos y la mayor parte de los niños morían antes de
cumplir tres meses. En la nueva plantación, Leanne Murphy ejercía de
comadrona y velaba por los niños.
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
Zarité
D
esde el barco Nueva Orleans apareció como una luna menguante
flotando en el mar, blanca y luminosa. Al verla supe que no
volvería a Saint-Domingue. A veces tengo esas premoniciones y no se
me olvidan, así estoy preparada cuando se cumplen. El dolor de
haber perdido a Gambo era como una lanza en el pecho. En el puerto
nos esperaba don Sancho, el hermano de doña Eugenia, que había
llegado unos días antes que nosotros y ya tenía la casa donde íbamos
a vivir. La calle olía a jazmines, no a humo y sangre, como Le Cap
cuando fue incendiado por los rebeldes, que después se retiraron a
seguir su revolución en otras partes. La primera semana en Nueva
Orleans hice el trabajo sola, ayudada a ratos por un esclavo que nos
prestó una familia conocida de don Sancho, pero después el amo y su
cuñado compraron criados. A Maurice le asignaron un tutor, Gaspard
Sévérin, refugiado de Saint-Domingue como nosotros, pero pobre. Los
refugiados iban llegando de a poco, primero los hombres a instalarse
de alguna manera, y después las mujeres e hijos. Algunos traían sus
familias de color y esclavos. Para entonces ya había miles y la gente
de Luisiana los rechazaba. El tutor no aprobaba la esclavitud, creo
que era uno de esos abolicionistas que monsieur Valmorain
detestaba. Tenía veintisiete años, vivía en una pensión de negros,
siempre usaba el mismo traje y le temblaban las manos por el miedo
que pasó en Saint-Domingue. A veces, cuando el amo no estaba, yo
le lavaba la camisa y le limpiaba las manchas de la casaca, pero
nunca pude quitarle a su ropa el olor a susto. También le daba
comida para que se llevara, con disimulo, para no ofenderlo. La
recibía como si me hiciera un favor, pero estaba agradecido y por eso
le permitía a Rosette asistir a sus clases. Le rogué al amo que la
dejara estudiar y al final cedió, aunque está prohibido educar a los
esclavos, porque tenía planes para ella: quería que lo cuidara en su
vejez y le leyera cuando a él le fallara la vista. ¿Se le había olvidado
que nos debía la libertad? Rosette no sabía que el amo era su padre,
pero igual lo adoraba y supongo que a su manera él la quería
también, porque nadie resistía el hechizo de mi hija. Desde chica,
Rosette fue seductora. Le gustaba admirarse en el espejo, un hábito
peligroso.
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
En esa época había mucha gente de color libre en Nueva Orleans,
porque bajo el gobierno español no era difícil obtener o comprar la
libertad; todavía los americanos no nos habían impuesto sus leyes. Yo
pasaba la mayor parte del tiempo en la ciudad a cargo de la casa y
de Maurice, que debía estudiar, mientras el amo se quedaba en la
plantación. No me perdía las bambousses de los domingos en la plaza
del Congo, tambores y baile, a pocas cuadras de la zona donde
vivíamos. Las bambousses eran como las calendas de SaintDomingue, pero sin servicios a los loas, porque entonces en Luisiana
todos eran católicos. Ahora muchos son bautistas, porque pueden
cantar y bailar en sus iglesias y así da gusto adorar a Jesús. El vudú
recién estaba comenzando, lo trajeron los esclavos de SaintDomingue, y se mezcló tanto con las creencias de los cristianos que
me cuesta reconocerlo. En la plaza del Congo bailábamos desde el
mediodía hasta la noche y los blancos venían a escandalizarse,
porque para darles malos pensamientos, movíamos el trasero como
un remolino, y para darles envidia, nos refregábamos como
enamorados.
Por las mañanas, después de recibir el agua y la leña que
reparten de casa en casa en un carretón, yo salía de compras. El
Mercado Francés tenía un par de años de existencia, pero ya ocupaba
varias cuadras y era el sitio preferido para la vida social, después del
dique. Sigue siendo igual. Todavía se vende de todo, desde comida
hasta joyas, y allí se instalan adivinos, magos y doctores de hojas. No
faltan charlatanes, que curan con agua pintada de colores y un tónico
de zarzaparrilla para esterilidad, dolores de parto, fiebres reumáticas,
vómitos de sangre, fatiga del corazón, huesos quebradizos y casi
todas las demás desgracias del cuerpo humano. No confío en ese
tónico. Si fuera tan milagroso, Tante Rose lo habría usado, pero
nunca se interesó por el arbusto de zarzaparrilla, aunque se daba en
los alrededores de Saint-Lazare.
En el mercado hice amistad con otros esclavos y así aprendí las
costumbres de Luisiana. Como en Saint-Domingue, muchas personas
de color libres tienen educación, viven de sus oficios y profesiones, y
algunos son dueños de plantaciones. Dicen que suelen ser más
crueles que los blancos con sus esclavos, pero no me ha tocado verlo.
Así me lo contaron. En el mercado se ven señoras blancas y de color
con sus domésticos cargados de canastos. No llevan nada en las
manos aparte de guantes y un bolsito bordado de mostacillas con el
dinero. Por ley, las mulatas se visten con modestia para no provocar
a las blancas, pero reservan sus sedas y sus joyas para la noche. Los
caballeros usan corbatas de tres vueltas, pantalones de lana, botas
altas, guantes de cabritilla y sombrero de pelo de conejo. Según don
Sancho, las cuarteronas de Nueva Orleans son las mujeres más bellas
del mundo. «Tú podrías ser como ellas, Tété. Fíjate cómo caminan,
livianas, ondulando las caderas, la cabeza erguida, la grupa alzada, el
pecho desafiante. Parecen potrancas finas. Ninguna mujer blanca
puede andar así», me decía.
Yo nunca seré como esas mujeres, pero Rosette tal vez sí. ¿Qué
iba a ser de mi hija? Eso mismo me preguntó el amo cuando volví a
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
mencionarle mi libertad. «¿Quieres que tu hija viva en la miseria? No
se puede emancipar a un esclavo antes de que cumpla treinta años.
Te faltan seis, así es que no vuelvas a molestarme con esto.» ¡Seis
años! Yo no conocía esa ley. Era una eternidad para mí, pero le daría
tiempo a Rosette de crecer protegida por su padre.
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
Los festejos
E
n 1795 se inauguró la plantación Valmorain con una fiesta
campestre de tres días, todo derroche, tal como quería Sancho y
se usaba en Luisiana. La casa, de inspiración griega, era rectangular,
de dos pisos, rodeada de columnas, con una galería en la planta baja
y un balcón techado en la superior, que daba vuelta por los cuatro
costados, con habitaciones luminosas y pisos de caoba, pintada en
colores pastel, como preferían los créoles franceses y católicos, a
diferencia de las casas de americanos protestantes, que siempre eran
blancas. Según Sancho, parecía una réplica azucarada de la Acrópolis,
pero la opinión general la catalogó como una de las mansiones más
bellas del Mississippi. Todavía le faltaban adornos, pero no estaba
desnuda, porque la llenaron de flores y encendieron tantas luces que
las tres noches de festejo resultaron claras como días. La familia
completa asistió, incluso el tutor, Gaspard Sévérin, con una casaca
nueva, regalo de Sancho, y un aire menos patético, porque en el
campo comía y tomaba sol. En los meses de verano, cuando lo
llevaban a la plantación para que Maurice continuara sus clases,
podía enviar el sueldo entero a sus hermanos en Saint-Domingue.
Valmorain alquiló dos barcazas de doce remeros decoradas con toldos
de colores para trasladar a sus invitados, que llegaron con sus baúles
y esclavos personales, incluso sus peluqueros. Contrató orquestas de
mulatos libres que se turnaban para que no faltara música y
consiguió suficientes platos de porcelana y cubiertos de plata como
para un regimiento. Hubo paseos, cabalgatas, cacerías, juegos de
salón, danzas, y siempre el alma del holgorio fue el infatigable
Sancho, mucho más hospitalario que Valmorain, capaz de sentirse a
sus anchas por igual en parrandas de delincuentes en El Pantano y en
fiestas de etiqueta. Las mujeres pasaban la mañana descansando,
salían al aire libre después de la siesta, con velos tupidos y guantes, y
por las noches se ataviaban con sus mejores galas. En la luz suave de
las lámparas, todas parecían bellezas naturales de ojos oscuros,
brillantes cabelleras y piel nacarada, nada de caras pintarrajeadas y
lunares postizos como en Francia, pero en la intimidad del boudoir se
oscurecían las cejas con carboncillo, se refregaban pétalos de rosas
rojas en las mejillas, se retocaban los labios con carmín, se cubrían
las canas, si las tenían, con borra de café y la mitad de los rizos que
llevaban encima habían pertenecido a otra cabeza. Usaban colores
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
claros y telas livianas; ni las viudas recientes se vestían de negro, un
color lúgubre que no favorece ni consuela.
En los bailes de la noche las damas compitieron en elegancia,
algunas seguidas por un negrito que les llevaba la cola. Maurice y
Rosette, de ocho y cinco años, hicieron una demostración de vals,
polca y cotillón, que justificó los varillazos del maestro y provocó
exclamaciones de deleite en la concurrencia. Tété oyó el comentario
de que la niña debía de ser española, hija del cuñado ¿cómo se
llamaba? Sancho o algo por el estilo. Rosette, vestida de seda blanca,
zapatillas negras y un lazo rosado en su cabello largo, bailaba con
aplomo, mientras Maurice transpiraba de vergüenza en su traje de
gala contando los pasos: dos saltitos a la izquierda, uno a la derecha,
inclinación y media vuelta, atrás, adelante y reverencia. Repetir. Ella
lo conducía, lista para disimular con una pirueta de inspiración propia
los tropezones de su compañero. «Cuando yo sea grande, iré a bailes
todas las noches, Maurice. Si quieres casarte conmigo, más vale que
aprendas», le advertía en los ensayos.
Valmorain había adquirido un mayordomo para la plantación y
Tété cumplía impecablemente la misma función en Nueva Orleans,
gracias a las lecciones del hermoso Zacharie en Le Cap. Ambos
respetaban los límites de la mutua autoridad y en la fiesta les tocó
colaborar para que el servicio rodara aceitado. Destinaron tres
esclavas sólo a acarrear agua y retirar bacinillas y un muchacho a
limpiar la cagantina de dos perros motudos, pertenecientes a la
señorita Hortense Guizot, que se enfermaron. Valmorain contrató dos
cocineros, mulatos libres, y asignó varios ayudantes a Célestine, la
cocinera de la casa. Entre todos apenas dieron abasto en la
preparación de pescados y mariscos, aves domésticas y de caza,
guisos créoles y postres. Sacrificaron un ternero y Owen Murphy
dirigió los asados a la parrilla. Valmorain mostró a sus invitados la
fábrica de azúcar, la destilería de ron y los establos, pero lo que
exhibió con más orgullo fueron las instalaciones de los esclavos.
Murphy les había dado tres días feriados, ropa y dulces, y después los
puso a cantar en honor a la Virgen María. Varias señoras se
conmovieron hasta las lágrimas con el fervor religioso de los negros.
La concurrencia felicitó a Valmorain, aunque más de uno comentó a
sus espaldas que con tanto idealismo iba a arruinarse.
Al principio Tété no distinguió a Hortense Guizot entre las otras
damas, salvo por los fastidiosos perritos cagones; le falló el instinto
para adivinar el papel que esa mujer tendría en su vida. Hortense
había cumplido veintiocho años y todavía estaba soltera, no por fea ni
pobre, sino porque el novio que tenía a los veinticuatro se cayó del
caballo haciendo cabriolas para impresionarla y se partió el pescuezo.
Había sido un raro noviazgo de amor y no de conveniencia, como era
lo usual entre créoles de alcurnia. Denise, su esclava personal, le
contó a Tété que Hortense fue la primera en acudir corriendo y verlo
muerto. «No alcanzó a despedirse de él», añadió. Al término del duelo
oficial, el padre de Hortense empezó a buscarle otro pretendiente. El
nombre de la joven había andado de boca en boca debido a la muerte
prematura del novio, pero tenía un pasado irreprochable. Era alta,
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La isla bajo el mar
rubia, rosada y robusta, como tantas mujeres de Luisiana, que comían
con gusto y se movían poco. El corpiño le levantaba los senos como
melones en el escote, para goce de las miradas masculinas. Hortense
Guizot pasó esos días cambiándose de ropa cada dos o tres horas,
alegre, porque el recuerdo del novio no la siguió a la fiesta. Se
apoderó del piano, cantó con voz de soprano y bailó con bríos hasta el
amanecer, agotando a todas sus parejas, menos a Sancho. No había
nacido la mujer capaz de apabullarlo, como él decía, pero admitió que
Hortense era una contendiente formidable.
Al tercer día, cuando las embarcaciones se habían ido con su
carga de cansados visitantes, músicos, criados y perros falderos, y los
esclavos estaban recogiendo el desparramo de basura, llegó Owen
Murphy azorado con la noticia de que una banda de cimarrones venía
por el río matando blancos e incitando a los negros a rebelarse. Se
sabía de esclavos fugitivos amparados por tribus de indios
americanos, pero otros sobrevivían en los pantanos transformados en
seres de barro, agua y algas, inmunes a los mosquitos y el veneno de
las serpientes, invisibles al ojo de sus perseguidores, armados de
cuchillos y machetes oxidados, de piedras cortantes, locos de hambre
y libertad. Primero se supo que los asaltantes eran alrededor de
treinta, pero un par de horas después ya se hablaba de ciento
cincuenta.
—¿Llegarán hasta aquí, Murphy? ¿Cree que nuestros negros se
pueden alzar? —le preguntó Valmorain.
—No lo sé, señor. Están cerca y pueden invadirnos. En cuanto a
nuestra gente, nadie puede predecir cómo reaccionarán.
—¿Cómo que no se puede predecir? Aquí reciben toda clase de
consideraciones, en ninguna parte estarían mejor. ¡Vaya a hablar con
ellos! —exclamó Valmorain paseándose muy alterado por la sala.
—Esto no se arregla hablando, señor —le explicó Murphy.
—¡Esta pesadilla me persigue! ¡Es inútil tratarlos bien! ¡Estos
negros son todos incorregibles!
—Calma, cuñado —le interrumpió Sancho—. Todavía no ha
pasado nada. Estamos en Luisiana, no en Saint-Domingue, donde
había medio millón de negros furiosos y un puñado de blancos
despiadados.
—Debo poner a salvo a Maurice. Prepare un bote, Murphy, me voy
a la ciudad de inmediato —le ordenó Valmorain.
—¡Eso sí que no! —gritó Sancho—. De aquí nadie se mueve. No
vamos a salir cascando como ratas. Además, el río no es seguro, los
revoltosos tienen botes. Señor Murphy, vamos a proteger la
propiedad. Traiga todas las armas de fuego disponibles.
Alinearon las armas sobre la mesa del comedor; los dos hijos
mayores de Murphy, de trece y once años, las cargaron y luego las
distribuyeron entre los cuatro blancos, incluso Gaspard Sévérin, quien
nunca había apretado un gatillo y no podía apuntar con sus manos
temblonas. Murphy dispuso de los esclavos, los hombres encerrados
en los establos y los niños en la casa del amo; las mujeres no se
moverían de las cabañas sin sus hijos. El mayordomo y Tété se
hicieron cargo de los domésticos, alborotados por la noticia. Todos los
185
Isabel Allende
La isla bajo el mar
esclavos de Luisiana habían escuchado a los blancos mencionar el
peligro de una revuelta, pero creían que eso sólo sucedía en lugares
exóticos y no podían imaginarla. Tété destinó a dos mujeres a cuidar
a los niños, después ayudó al mayordomo a atrancar puertas y
ventanas. Célestine reaccionó mejor de lo esperado, dado su
carácter. Había trabajado a seis manos durante la fiesta, enfurruñada
y despótica, compitiendo con los cocineros de afuera, unos flojos
descarados que recibían paga por lo mismo que ella debía hacer
gratis, como mascullaba. Estaba remojándose los pies cuando llegó
Tété a informarle de lo que ocurría. «Nadie pasará hambre», anunció
escuetamente y se puso en acción con sus ayudantes para
alimentarlos a todos.
Esperaron ese día completo, Valmorain, Sancho y el espantado
Gaspard Sévérin con las pistolas en las manos, mientras Murphy
montaba guardia frente a los establos y sus hijos vigilaban el río para
dar la voz de alarma en caso necesario. Leanne Murphy calmó a las
mujeres con la promesa de que sus niños estaban seguros en la casa,
donde les estaban repartiendo tazas de chocolate. A las diez de la
noche, cuando ninguno podía tenerse en pie de fatiga, llegó Brandan,
el mayor de los niños Murphy, a caballo con una antorcha en una
mano y una pistola al cinto anunciando que se aproximaba un grupo
de patrulleros. Diez minutos más tarde los hombres desmontaron
frente a la casa. Valmorain, que en esas horas había revivido los
horrores de Saint-Lazare y de Le Cap, los recibió con tales muestras
de alivio que Sancho sintió vergüenza por él. Recibió el informe de los
patrulleros y ordenó destapar botellas de su mejor licor para celebrar.
La crisis había pasado: diecinueve negros rebeldes fueron detenidos,
once estaban muertos y los demás serían ahorcados al amanecer. El
resto se había dispersado y probablemente se dirigían a sus refugios
en los pantanos. Uno de los milicianos, un pelirrojo de unos dieciocho
años, excitado por la noche de aventura y el alcohol, le aseguró a
Gaspard Sévérin que de tanto vivir en el lodo los ahorcados tenían
patas de sapo, agallas de pez y dientes de caimán. Varios plantadores
de la zona se habían sumado con entusiasmo a las patrullas para
darles caza, un deporte que rara vez tenían ocasión de practicar en
gran escala. Habían jurado aplastar a esos negros alzados hasta el
último hombre. Las bajas de los blancos resultaron mínimas: un
capataz asesinado, un plantador y tres patrulleros heridos y un
caballo con una pata quebrada. La revuelta pudo ser sofocada
rápidamente porque un esclavo doméstico había dado la voz de
alarma. «Mañana, cuando los rebeldes cuelguen de sus horcas, ese
hombre será libre», pensó Tété.
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
El hidalgo español
S
ancho García del Solar iba y venía entre la plantación y la ciudad,
pasaba más tiempo en bote o a caballo que en cualquiera de los
destinos. Tété nunca sabía cuándo iba a aparecer en la casa de la
ciudad, de día o de noche, con el caballo extenuado, siempre
sonriente, bullicioso, glotón. Un lunes de madrugada se batió en
duelo con otro español, un funcionario de la gobernación, en los
jardines de Saint-Antoine, el sitio habitual de los caballeros para
matarse o al menos herirse, única forma de limpiar el honor. Era un
pasatiempo favorito y los jardines, con sus frondosos arbustos, ofrecía
la privacidad necesaria. En la casa no se supo hasta la hora del
desayuno, cuando Sancho llegó con la camisa ensangrentada
pidiendo café y coñac. Le anunció a carcajadas a Tété que apenas
había recibido un rasguño en las costillas; en cambio su rival quedó
con la cara marcada. «¿Por qué se batieron?», le preguntó ella,
mientras le limpiaba el corte de la estocada, tan cercano al corazón
que si hubiera entrado un poco más tendría que haberlo vestido para
el cementerio. «Porque me miró torcido», fue su explicación. Estaba
feliz de no haberse echado un muerto a la espalda. Después Tété
averiguó que el duelo había sido por Adi Soupir, una muchacha
cuarterona de curvas turbadoras a quien ambos hombres pretendían.
Sancho despertaba a los niños en la mitad de la noche para
enseñarles engañifas de naipes y si Tété se oponía la levantaba por la
cintura, le daba dos vueltas en el aire y procedía a explicarle que no
se puede sobrevivir en este mundo sin hacer trampas y más valía
aprenderlas lo antes posible. De repente se le ocurría comer lechón
asado a las seis de la mañana y había que volar al mercado en busca
del animal, o anunciaba que iba al sastre, se perdía durante dos días
y regresaba pasado de alcohol, acompañado por varios de sus
compinches a quienes había ofrecido hospitalidad. Se vestía con
esmero, aunque sobriamente, escrutando cada detalle de su
apariencia en el espejo. Entrenó al esclavo de los mandados, un chico
de catorce años, para que le engomara el bigote y le rasurara las
mejillas con la navaja española con mango de oro que había estado
en la familia García del Solar a lo largo de tres generaciones. «¿Te vas
a casar conmigo cuando yo sea grande, tío Sancho?», le preguntaba
Rosette. «Mañana mismo, si quieres, preciosa», y le plantaba un par
de sonoros besos. A Tété la trataba como a una parienta venida a
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
menos, con una mezcla de familiaridad y respeto, salpicada de
bromas. A veces, cuando sospechaba que ella había alcanzado el
límite de su paciencia, le traía un regalo y se lo ofrecía con un piropo
y un beso en la mano, que ella recibía avergonzada. «Date prisa en
crecer, Rosette, antes de que me case con tu madre», amenazaba,
burlón.
Por las mañanas, Sancho acudía al Café des Émigrés, donde se
juntaba con otros a jugar dominó. Sus divertidas fanfarronadas de
hidalgo y su inalterable optimismo contrastaban con los emigrados
franceses, achicados y empobrecidos por el exilio, que pasaban la
vida lamentando la pérdida de sus bienes, reales o exagerados, y
discutiendo de política. Las malas noticias eran que Saint-Domingue
continuaba sumido en la violencia y los ingleses habían invadido
varias ciudades de la costa, pero no habían logrado ocupar el centro
del país y por lo tanto la posibilidad de independizar la colonia se
había enfriado. Toussaint ¿cómo se llama ahora ese maldito?
¿Louverture? ¡Vaya nombre que inventó! Bueno, ese Toussaint, que
estaba con los españoles, se cambió de bandera y ahora pelea junto a
los franceses republicanos, que sin su ayuda estarían jodidos. Antes
de cambiarse Toussaint aniquiló a las tropas españolas bajo su
mando. ¡Juzguen ustedes si acaso se puede confiar en esa gentuza! El
general Laveaux lo ascendió a general y comandante del Cordón
Occidental y ahora ese mono anda de sombrero emplumado, para
morirse de risa. ¡A lo que hemos llegado, compatriotas! ¡Francia
aliada con los negros! ¡Qué humillación histórica!, exclamaban los
refugiados entre dos partidas de dominó.
Pero también había algunas noticias optimistas para los
emigrados, como que en Francia la influencia de los colonos
monárquicos iba en aumento y el público no quería oír una palabra
más de los derechos de los negros. Si los colonos obtenían los votos
necesarios, la Asamblea estaría obligada a enviar suficientes tropas a
Saint-Domingue y acabar con la revuelta. La isla era una mosca en el
mapa, decían, jamás podría enfrentarse al poderío del ejército
francés. Con la victoria, los emigrados podrían retornar y todo
volvería a ser como antes. Entonces no habría misericordia para los
negros, los matarían a todos y traerían carne fresca de África.
A su vez, Tété se enteraba de las noticias en los corrillos del
Mercado Francés. Toussaint era brujo y adivino, podía echar una
maldición de lejos y matar con el pensamiento. Toussaint ganaba una
batalla tras otra y las balas no le penetraban. Toussaint gozaba de la
protección de Jesús, que era muy poderoso. Tété le preguntó a
Sancho, porque no se atrevía a tocar el tema con Valmorain, si
regresarían a Saint-Lazare algún día y él le contestó que habría que
estar demente para ir a meterse en aquella carnicería. Eso confirmó
su presentimiento de que no volvería a ver a Gambo, aunque había
escuchado a su amo hacer planes para recuperar su propiedad en la
colonia.
Valmorain estaba concentrado en la plantación, que surgió de las
ruinas de la anterior, donde pasaba buena parte del año. En la
temporada de invierno se trasladaba de mala gana a la casa de la
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
ciudad, porque Sancho insistía en la importancia de las relaciones
sociales. Tété y los niños vivían en Nueva Orleans y sólo iban a la
plantación en los meses de calor y epidemias, cuando todas las
familias pudientes escapaban de la ciudad. Sancho hacía visitas
apresuradas al campo, porque seguía con la idea de plantar algodón.
Nunca había visto algodón en su estado primitivo, sólo en sus
camisas almidonadas, y tenía una visión poética del proyecto que no
incluía esfuerzo personal. Contrató a un agrónomo americano y antes
de haber puesto la primera mata en la tierra ya planeaba comprar
una desmontadora de algodón recién inventada que, según creía, iba
a revolucionar el mercado. El americano y Murphy proponían alternar
los cultivos; así cuando el suelo se cansaba con la caña, se plantaba
algodón y a la inversa.
El único afecto constante en el caprichoso corazón de Sancho
García del Solar era su sobrino. Al nacer, Maurice había sido pequeño
y frágil, pero resultó más sano de lo que pronosticó el doctor
Parmentier y las únicas fiebres que sufrió fueron de nervios. Lo que le
sobraba en salud le faltaba en dureza. Era estudioso, sensible y
llorón, prefería quedarse contemplando un hormiguero en el jardín o
leyéndole cuentos a Rosette que participar en los juegos bruscos de
los Murphy. Sancho, cuya personalidad no podía ser más diferente, lo
defendía de las críticas de Valmorain. Para no defraudar a su padre,
Maurice nadaba en agua helada, galopaba en caballos chúcaros,
espiaba a las esclavas cuando se bañaban y se revolcaba a golpes en
el polvo con los Murphy hasta sangrar por la nariz, pero era incapaz
de matar liebres a balazos o destripar un sapo vivo para ver cómo era
por dentro. Nada tenía de jactancioso, frívolo o matón, como otros
niños criados con la misma indulgencia. Valmorain estaba preocupado
porque su hijo era tan callado y de corazón tan blando, siempre
dispuesto a proteger a los más vulnerables; le parecían signos de
debilidad de carácter.
A Maurice la esclavitud le chocaba y ningún argumento había
logrado hacerlo cambiar de opinión. «¿De dónde saca esas ideas si ha
vivido siempre rodeado de esclavos?», se preguntaba su padre. El
chico tenía una profunda e irremediable vocación de justicia, pero
aprendió temprano a no hacer demasiadas preguntas al respecto,
porque el tema caía pésimo y las respuestas lo dejaban insatisfecho.
«¡No es justo!», repetía, dolorido ante cualquier forma de abuso.
«¿Quién te dijo que la vida es justa, Maurice?», replicaba su tío
Sancho. Era lo mismo que le decía Tété. Su padre le endilgaba
complicados discursos sobre las categorías impuestas por la
naturaleza, que separan a los seres humanos y son necesarias para el
equilibrio de la sociedad, ya se daría cuenta de que mandar era muy
difícil, que obedecer resultaba más sencillo.
El niño no tenía madurez ni vocabulario para rebatirlo. Tenía una
vaga noción de que Rosette no era libre, como él, aunque en términos
prácticos la diferencia era imperceptible. No asociaba a la niña o a
Tété con los esclavos domésticos y mucho menos con los del campo.
Tanto le refregaron jabón en la boca que dejó de llamarla hermana,
pero no tanto por el mal rato que pasaba como por enamorado. La
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
amaba con ese amor terrible, posesivo, absoluto con que aman los
niños solitarios, y Rosette le correspondía con un cariño sin celos ni
congoja. Maurice no imaginaba su existencia sin ella, sin su incesante
parloteo, su curiosidad, sus caricias infantiles y la ciega admiración
que ella le manifestaba. Con Rosette se sentía fuerte, protector y
sabio, porque así lo veía ella. Todo le daba celos. Sufría si ella
prestaba atención, aunque fuese un instante, a cualquiera de los
chicos Murphy, si tomaba una iniciativa sin consultarlo, si guardaba
algún secreto. Necesitaba compartir con ella hasta los más íntimos
pensamientos, temores y deseos, dominarla y al mismo tiempo
servirla con total abnegación. Los tres años que los separaban en
edad no se notaban, porque ella parecía mayor y él parecía menor;
ella era alta, fuerte, astuta, vivaz, atrevida y él era pequeño, ingenuo,
concentrado, tímido; ella pretendía tragarse el mundo y él vivía
abrumado por la realidad. Él lamentaba de antemano las desgracias
que podían separarlos, pero ella era todavía demasiado niña para
imaginar el futuro. Ambos comprendían por instinto que su
complicidad estaba prohibida, era de cristal, traslúcida y quebradiza,
y debían defenderla con permanente disimulo. Frente a los adultos
mantenían una reserva que a Tété le parecía sospechosa, por eso los
espiaba. Si los sorprendía arrinconados acariciándose, les tiraba de
las orejas con una furia desproporcionada y después, arrepentida, se
los comía a besos. No podía explicarles por qué esos juegos privados,
tan comunes entre otros chiquillos, entre ellos eran pecado. En la
época en que los tres compartían la habitación, los niños se buscaban
a tientas en la oscuridad, y después, cuando Maurice dormía solo,
Rosette lo visitaba en su cama. Tété despertaba a medianoche sin
Rosette a su lado y tenía que ir de puntillas a buscarla a la pieza del
chico. Los encontraba durmiendo abrazados, todavía en plena
infancia, inocentes, pero no tanto como para ignorar lo que hacían.
«Si te pillo otra vez en la cama de Maurice te voy a dar una tunda de
varillazos que vas a recordar el resto de tus días. ¿Me has
entendido?», amenazaba Tété a su hija, aterrada por las
consecuencias que ese amor podía tener. «No sé cómo llegué aquí,
mamá», lloraba Rosette con tal convicción que su madre llegó a creer
que caminaba sonámbula.
Valmorain vigilaba de cerca la conducta de su hijo, temía que
fuera débil o padeciera disturbios mentales, como su madre. A
Sancho esas dudas de su cuñado le parecían absurdas. Le puso clases
de esgrima al sobrino y se propuso enseñarle su versión de pugilismo,
que consistía en puñetazos y patadas a mansalva. «El que pega
primero, pega dos veces, Maurice. No esperes a que te provoquen,
lanza la primera patada directo a las bolas», le explicaba, mientras el
niño lloriqueaba tratando de eludir los golpes. Maurice era malo para
los deportes y en cambio tenía el capricho de la lectura, heredado de
su padre, el único plantador de Luisiana que había incluido una
biblioteca en los planos de su casa. Valmorain no se oponía a los
libros en principio, él mismo los coleccionaba, pero temía que de
tanto leer su hijo acabara convertido en un currutaco. «¡Espabílate,
Maurice! ¡Tienes que hacerte hombre!», y procedía a informarle que
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
las mujeres nacen mujeres, pero los hombres se hacen con valor y
dureza. «Déjalo, Toulouse. Cuando llegue el momento yo me
encargaré de iniciarlo en cosas de hombre», se burlaba Sancho, pero
a Tété no le hacía gracia.
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
La madrastra
H
ortense Guizot se convirtió en madrastra de Maurice un año
después de la fiesta en la plantación. Llevaba meses planeando
su estrategia, con la complicidad de una docena de hermanas, tías y
primas determinadas a resolver el drama de su soltería y de su padre,
encantado con la perspectiva de atraer a Valmorain a su gallinero.
Los Guizot eran de apabullante respetabilidad, pero no tan ricos como
trataban de parecer, y una unión con Valmorain tenía muchas
ventajas para ellos. Al principio éste no se dio cuenta de la estrategia
para cazarlo y creyó que las atenciones de la familia Guizot iban
destinadas a Sancho, más joven y guapo que él. Cuando el mismo
Sancho le hizo ver su error, quiso huir a otro continente; estaba muy
cómodo con sus rutinas de solterón y algo tan irreversible como el
matrimonio lo espantaba.
—Apenas conozco a esa señorita, la he visto muy poco —alegó.
—Tampoco conocías a mi hermana y lo más bien que te casaste
con ella —le recordó Sancho.
—¡Y mira lo mal que me fue!
—Los hombres solteros son sospechosos, Toulouse. Hortense es
una mujer estupenda.
—Si tanto te gusta, cásate tú con ella —replicó Valmorain.
—Los Guizot ya me han olfateado, cuñado. Saben que soy un
pobre diablo de costumbres disipadas.
—Menos disipadas que las de otros de por aquí, Sancho. En todo
caso, no pienso casarme.
Pero la idea ya estaba plantada y en las semanas siguientes
empezó a considerarla, primero como una tontería y luego como una
posibilidad. Aún estaba a tiempo de tener más hijos, siempre quiso
una familia numerosa, y la voluptuosidad de Hortense le parecía buen
signo, la joven estaba lista para la maternidad. No sabía que se
quitaba años: en realidad tenía treinta.
Hortense era una créole de impecable linaje y suficiente
educación; las ursulinas le habían enseñado los fundamentos de
lectura y escritura, geografía, historia, artes domésticas, bordado y
catecismo, bailaba con gracia y tenía una voz agradable. Nadie
dudaba de su virtud y contaba con la simpatía general, ya que por la
ineptitud de aquel novio incapaz de sujetarse en un caballo quedó
viuda antes de casarse. Los Guizot eran pilares de la tradición, el
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
padre había heredado una plantación y los dos hermanos mayores de
Hortense tenían un prestigioso bufete de abogados, única profesión
aceptable en su clase. El linaje de Hortense compensaba su escasa
dote y Valmorain deseaba ser aceptado en sociedad, no tanto por él
como para allanarle el camino a Maurice.
Atrapado en la firme telaraña tejida por las mujeres, Valmorain
aceptó que Sancho lo guiara en los vericuetos del cortejo, más sutiles
que los de Saint-Domingue o Cuba, donde se enamoró de Eugenia.
«Por el momento, nada de regalos ni mensajes para Hortense,
concéntrate en la madre. Su aprobación es esencial», le advirtió
Sancho. Las muchachas casaderas se presentaban muy poco en
público, sólo un par de veces en la ópera acompañadas por la familia
en masa, porque si eran muy vistas se «quemaban» y podían
terminar solteras cuidando los críos de sus hermanas, pero Hortense
contaba con algo más de libertad. Había dejado atrás la edad de
merecer —entre dieciséis y veinticuatro años— y entrado en la
categoría de «pasada».
Sancho y las arpías casamenteras se las arreglaron para invitar a
Valmorain y Hortense a soirées, como se llamaban las cenas bailables
de familiares y amigos en la intimidad de los hogares, donde pudieron
cruzar algunas palabras, aunque jamás a solas. El protocolo obligaba
a Valmorain a anunciar sus intenciones con prontitud. Sancho lo
acompañó a hablar con el señor Guizot y en privado plantearon los
términos económicos del enlace, cordialmente, pero con claridad.
Poco después se celebró el compromiso con un déjeuner de
fiançailles, un almuerzo en el que Valmorain entregó a su novia el
anillo de moda, un rubí rodeado de diamantes engastado en oro.
Père Antoine, el clérigo más notable de Luisiana, los casó un
martes por la tarde en la catedral, sin más testigos que la estricta
familia Guizot, en total sólo noventa y dos personas. La novia prefería
una boda privada. Entraron en la iglesia escoltados por la guardia del
gobernador, y Hortense lució el vestido de seda bordado de perlas
que antes habían usado su abuela, su madre y varias de sus
hermanas. Le quedaba bastante estrecho, aunque le habían dado a
las costuras. Después de la ceremonia, el bouquet de flores de
naranjo y jazmines fue enviado a las monjas para colocar a los pies de
la Virgen en la capilla. La recepción se llevó a cabo en casa de los
Guizot, con despliegue de platos suntuosos preparados por los
mismos banqueteros que había contratado Valmorain para la fiesta
en su plantación: faisán relleno con castañas, patos en escabeche,
cangrejos ardiendo en licor, ostras frescas, pescados de varias clases,
sopa de tortuga y más de cuarenta postres, además de la torta de
casamiento, un indestructible edificio de mazapán y frutos secos.
Después que los familiares se despidieron, Hortense esperó a su
marido ataviada con una camisa de muselina y con su melena rubia
suelta sobre los hombros, en su cuarto de soltera, donde sus padres
habían reemplazado la cama por otra con baldaquín. En esos años
hacían furor las camas de novia con dosel de seda celeste, imitando
un cielo límpido de horizonte despejado, y profusión de cupidos
regordetes con arcos y flechas, ramitos de flores artificiales y lazos de
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
encaje.
Los recién casados pasaron tres días encerrados en esa pieza,
como exigía la costumbre, atendidos por un par de esclavos que les
llevaban la comida y les retiraban las bacinillas. Habría sido
bochornoso que la novia se presentara en público, incluso delante de
su familia, mientras se iniciaba en los secretos del amor. Sofocado de
calor, aburrido por el encierro, con dolor de cabeza de tanto hacer
cabriolas juveniles a sus años y consciente de que afuera había una
docena de parientes con la oreja pegada a la pared, Valmorain
comprendió que no se había casado sólo con Hortense, sino con la
tribu Guizot. Por fin, al cuarto día, pudo salir de esa prisión y escapar
con su mujer a la plantación, donde aprenderían a conocerse con más
espacio y aire. Justamente esa semana se iniciaba la temporada de
verano y todo el mundo huía de la ciudad.
Hortense nunca dudó que atraparía a Valmorain. Antes de que las
implacables celestinas se pusieran en acción, ella había mandado
bordar sábanas a las monjas con las iniciales de ambos entrelazadas.
Las que guardaba desde hacía años en un baúl de la esperanza,
perfumadas a lavanda, con las iniciales del novio anterior, no se
perdieron; simplemente les hizo pegar una aplicación de flores
encima de las letras y se destinaron a los cuartos de visitas. Como
parte de su ajuar, llevó a Denise, la esclava que la había servido
desde los quince años, la única que sabía peinarla y planchar sus
vestidos a su gusto, y otro esclavo de la casa, que su padre le dio
como regalo de boda cuando ella manifestó dudas sobre el
mayordomo de la plantación Valmorain. Deseaba a alguien de su
absoluta confianza.
Sancho volvió a preguntarle a Valmorain qué pensaba hacer con
Tété y Rosette, ya que la situación no podía disimularse. Muchos
blancos mantenían a mujeres de color, pero siempre separadas de la
familia legal. El caso de una concubina esclava era diferente. Al
casarse el amo, la relación terminaba y había que desprenderse de la
mujer, que era vendida o enviada a los campos, donde la esposa no la
viera, pero eso de tener a la amante y la hija en la misma casa, como
pretendía Valmorain, era inaceptable. La familia Guizot y la misma
Hortense entenderían que se hubiera consolado con una esclava en
sus años de viudez, pero ahora debía resolver el problema.
Hortense había visto a Rosette bailando con Maurice en la fiesta y
tal vez albergaba sospechas, aunque Valmorain creía que en el
jolgorio y la confusión no se fijó demasiado. «No seas ingenuo,
cuñado, las mujeres tienen instinto para estas cosas», replicó Sancho.
El día en que Hortense fue a conocer la casa de la ciudad
acompañada por su corte de hermanas, Valmorain le ordenó a Tété
desaparecer con Rosette hasta el fin de la visita. No deseaba hacer
nada apresurado, le explicó a Sancho. Fiel a su carácter, prefirió
postergar la decisión esperando que las cosas se arreglaran solas. No
mencionó el tema a Hortense.
Por un tiempo, el amo siguió acostándose con Tété cuando
estaban bajo el mismo techo, pero no le pareció necesario decirle que
pensaba casarse: ella se enteró por los chismes que circulaban como
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
un ventarrón. En la fiesta de la plantación había conversado con
Denise, mujer de lengua suelta, a quien volvió a ver en el Mercado
Francés en más de una oportunidad, y por ella supo que su futura
ama era de genio arrebatado y celosa. Sabía que cualquier cambio
sería desfavorable y no podría proteger a Rosette. Una vez más
comprobó, abrumada de ira y temor, cuán profunda era su
impotencia. Si su amo le hubiera dado entrada, se habría postrado a
sus pies, se habría sometido agradecida a todos sus caprichos,
cualquier cosa con tal de mantener la situación como estaba, pero
desde que se anunció el noviazgo con Hortense Guizot, éste no volvió
a llamarla a su cama. «Erzuli, loa madre, ampara por lo menos a
Rosette.» Presionado por Sancho, a Valmorain se le ocurrió la solución
temporal de que Tété se quedara con la niña cuidando la casa de la
ciudad de junio a noviembre, mientras él se iba con la familia a la
plantación; así tendría tiempo para prepararle el ánimo a Hortense.
Eso significaba seis meses más de incertidumbre para Tété.
Hortense se instaló en una habitación decorada en azul imperial,
donde dormía sola, porque ni ella ni su marido tenían costumbre de
hacerlo acompañados; y después de la sofocante luna de miel
necesitaban su propio espacio. Sus juguetes de niña, espeluznantes
muñecas con ojos de vidrio y pelo humano, adornaban su cuarto y sus
perros motudos dormían sobre la cama, un mueble de dos metros de
ancho, con pilares tallados, baldaquín, cojines, cortinas, flecos y
pompones, más un cabezal de tela que ella misma había bordado con
punto de cruz en el colegio de las ursulinas. De lo alto pendía el
mismo cielo de seda con angelotes gordos que sus padres le habían
regalado para la boda.
La recién casada se levantaba después del almuerzo y pasaba dos
tercios de su vida en cama, desde donde manejaba los destinos
ajenos. La primera noche de casados, cuando todavía estaba en la
casa paterna, recibió a su marido en un déshabillé con plumitas de
cisne en el escote, muy asentador, pero fatal para él, porque las
plumas le produjeron un ataque incontrolable de estornudos. Tan mal
comienzo no impidió que consumaran el matrimonio y Valmorain tuvo
la agradable sorpresa de que su esposa respondía a sus deseos con
más generosidad que la que Eugenia o Tété jamás demostraron.
Hortense era virgen, pero apenas. De alguna manera se las había
arreglado para burlar la vigilancia familiar y enterarse de cosas que
las solteras no sospechaban. El novio fallecido se fue a la tumba sin
saber que ella se le había entregado ardorosamente en su
imaginación y seguiría haciéndolo en los años siguientes en la
privacidad de su cama, martirizada por el deseo insatisfecho y el
amor frustrado. Sus hermanas casadas le habían facilitado
información didáctica. No eran expertas, pero al menos sabían que
cualquier hombre aprecia ciertas muestras de entusiasmo, aunque no
demasiadas, para evitar sospechas. Hortense decidió por su cuenta
que ni ella ni su marido estaban en edad de mojigatería. Sus
hermanas le dijeron que la mejor manera de dominar al marido era
hacerse la tonta y complacerlo en la cama. Lo primero habría de
resultar mucho más difícil que lo segundo para ella, que de tonta no
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
tenía un pelo.
Valmorain aceptó como un regalo la sensualidad de su mujer sin
hacerle preguntas cuyas respuestas prefería no saber. El cuerpo
contundente de Hortense, con sus curvas y hoyuelos, le recordaba el
de Eugenia antes de la locura, cuando todavía rebosaba del vestido y
desnuda parecía hecha de pasta de almendra: pálida, blanda,
fragante, todo abundancia y dulzura. Después, la infeliz se redujo a
un espantapájaros y sólo podía abrazarla si estaba embrutecido de
alcohol y desesperado. En el resplandor dorado de las velas Hortense
era un goce para la vista, una ninfa opulenta de las pinturas
mitológicas. Sintió renacer su virilidad, que ya daba por
irremisiblemente disminuida. Su esposa lo excitaba como alguna vez
lo hicieron Violette Boisier en su piso de la plaza Clugny y Tété en su
voluptuosa adolescencia. Le asombraba ese ardor renovado cada
noche y a veces incluso al mediodía, cuando llegaba de sopetón, con
las botas embarradas y la sorprendía bordando entre los
almohadones de su cama, expulsaba a los perros a manotazos y se
dejaba caer sobre ella con la alegría de volver a sentirse de dieciocho
años. En uno de esos corcoveos se desprendió un cupido del cielo
raso de la cama y le cayó en la nuca, aturdiéndolo por breves
minutos. Despertó cubierto de sudor helado, porque en las brumas de
la inconsciencia se le apareció su antiguo amigo Lacroix a reclamarle
el tesoro que le había robado.
En la cama Hortense exhibía la mejor parte de su carácter: hacía
bromas livianas, como tejer a crochet un primoroso capuchón con
lacitos para el piripicho de su marido, y otras más pesadas, como
asomarse en el culo una tripa de pollo y anunciar que se le estaban
saliendo los intestinos. De tanto enredarse en las sábanas con
iniciales de las monjas acabaron por quererse, tal como ella había
previsto. Estaban hechos para la complicidad del matrimonio, porque
eran esencialmente diferentes, él era temeroso, indeciso y fácil de
manipular, y ella poseía la determinación implacable que a él le
faltaba. Juntos moverían montañas.
Sancho, quien tanto abogó por el casorio de su cuñado, fue el
primero en captar la personalidad de Hortense y arrepentirse. Fuera
de su cuarto azul, Hortense era otra persona, mezquina, avara y
fastidiosa. Sólo la música lograba elevarla brevemente por encima de
su devastador sentido común, iluminándola con un fulgor angélico,
mientras la casa se llenaba de trinos temblorosos que pasmaban a los
esclavos y provocaban aullidos en los perros falderos. Había pasado
varios años en el ingrato papel de solterona y estaba harta de ser
tratada con disimulado desdén; deseaba ser envidiada y para eso su
marido debía colocarse alto. Valmorain necesitaría mucho dinero para
compensar su carencia de raíces entre las antiguas familias créoles y
el hecho lamentable de que provenía de Saint-Domingue.
Sancho se propuso evitar que esa mujer destruyera la
camaradería fraternal entre él y su cuñado y se dedicó a halagarla
con sus triquiñuelas, pero Hortense resultó inmune a ese derroche de
encanto que a sus ojos carecía de un fin práctico inmediato. No le
gustaba Sancho y lo mantenía a la distancia, aunque lo trataba con
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
cortesía para no herir a su marido, cuya debilidad por ese cuñado le
resultaba incomprensible. ¿Para qué necesitaba a Sancho? La
plantación y la casa de la ciudad eran suyas, podía desprenderse de
ese socio que nada aportaba. «El plan de venir a Luisiana fue de
Sancho, se le ocurrió antes de la revolución en Saint-Domingue y
compró la tierra. Yo no estaría aquí si no fuera por él», le explicó
Valmorain cuando se lo preguntó. Para ella esa lealtad masculina era
de un sentimentalismo inútil y oneroso. La plantación comenzaba a
despegar, faltaban por lo menos tres años antes de poder declararla
un éxito, y mientras su marido invertía capital, trabajaba y ahorraba,
el otro gastaba como un duque. «Sancho es como mi hermano», le
dijo Valmorain con ánimo de zanjar el asunto. «Pero no lo es», replicó
ella.
Hortense puso todo bajo llave, partiendo de la base de que los
criados robaban, e impuso drásticas medidas de ahorro que
paralizaron la casa. Los trocitos de azúcar, que se cortaban con cincel
de un cono duro como piedra colgado de un gancho en el techo, se
contaban antes de colocarlos en el azucarero y alguien llevaba la
cuenta del consumo. La comida sobrante de la mesa ya no se repartía
entre los esclavos, como siempre, sino que se transformaba en otros
platos. Célestine montó en cólera. «Si quieren comer restos de restos
y pocos de pocos, no me necesitan, cualquier negro de los
cañaverales puede servirles de cocinero», anunció. Su ama no podía
tragarla, pero se había corrido la voz de que sus ancas de rana al
ajillo, pollos con naranja, gumbo de cerdo y canastillos de milhojas
con langostinos eran incomparables, y cuando surgieron un par de
interesados en comprar a Célestine por un precio exorbitante, decidió
dejarla en paz y volvió su atención a los esclavos del campo. Calculó
que podían reducir paulatinamente la comida en la misma medida en
que aumentaba la disciplina, sin afectar demasiado a la
productividad. Si daba resultado con las mulas, valía la pena
intentarlo con los esclavos. Valmorain se opuso en principio a esas
medidas, porque no calzaba con su proyecto original, pero su esposa
argumentó que así se hacía en Luisiana. El plan duró una semana,
hasta que Owen Murphy estalló en una rabieta que remeció los
árboles y el ama debió aceptar a regañadientes que los campos,
como la cocina de su casa, tampoco eran de su incumbencia. Murphy
se impuso, pero el clima de la plantación cambió. Los esclavos de la
casa andaban de puntillas y los del campo temían que el ama
despidiera a Murphy.
Hortense reemplazaba y eliminaba a los criados como un
interminable juego de ajedrez, nunca se sabía a quién pedirle algo y
nadie tenía claras sus obligaciones. Eso la irritaba y acababa
golpeándolos con una fusta de caballo, que llevaba en la mano como
otras señoras llevaban el abanico. Convenció a Valmorain de vender
al mayordomo y lo reemplazó por el esclavo que trajo de la casa de
sus padres. Ese hombre corría con los manojos de llaves, espiaba al
resto del personal y la tenía informada. El proceso de cambio demoró
poco, porque ella contaba con el beneplácito incondicional de su
marido, a quien le notificaba sus decisiones entre dos brincos de
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
trapecista en la cama, «ven aquí mi amor, para que me muestres
cómo se desahogan los seminaristas». Entonces, cuando la casa
marchaba a su gusto, Hortense se preparó para abordar los tres
problemas pendientes: Maurice, Tété y Rosette.
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
Zarité
E
l amo se casó, se fue con su esposa y Maurice a la plantación y
me quedé varios meses sola con Rosette en la casa de la ciudad.
A los niños les dio una pataleta cuando los separaron y después
anduvieron enfurruñados durante semanas, culpando a madame
Hortense. Mi hija no la conocía, pero Maurice se la había descrito,
burlándose de sus cantos, sus perritos, sus vestidos y sus modales;
era la bruja, la intrusa, la madrastra, la gorda. Se negó a llamarla
maman y, como su padre no le permitía dirigirse a ella en otra forma,
dejó de hablarle. Le impusieron que la saludara con un beso y él se
las arreglaba para dejarle siempre restos de saliva o comida en la
cara, hasta que la misma madame Hortense lo liberó de esa
obligación. Maurice le escribía notas y le enviaba regalitos a Rosette,
que le llegaban a través de don Sancho, y ella le contestaba con
dibujos y las palabras que sabía escribir.
Fue un tiempo de incertidumbre, pero también de libertad,
porque nadie me controlaba. Don Sancho pasaba buena parte de su
tiempo en Nueva Orleans, pero no se fijaba en los detalles; le bastaba
ser atendido en lo poco que pedía. Se había prendado de la
cuarterona por quien se batió a duelo, una tal Adi Soupir, y estaba
más con ella que con nosotros. Hice averiguaciones sobre la mujer y
no me gustó nada lo que oí. A los dieciocho años ya tenía fama de
frívola, codiciosa y de haberle quitado la fortuna a varios
pretendientes. Así me lo contaron. No me atreví a prevenir a don
Sancho, porque se habría enfurecido. Por las mañanas salía con
Rosette al Mercado Francés, donde me juntaba con otras esclavas y
nos sentábamos a la sombra a conversar. Algunas hacían trampa con
el vuelto de sus amos y se compraban un vaso de refresco o una
docena de ostras frescas aliñadas con limón, pero a mí nadie me
pedía cuentas y no necesitaba robar. Eso fue antes de que madame
Hortense viniera a la casa de la ciudad. Muchas personas se fijaban
en Rosette, que parecía una niña de buena familia, con su vestido de
tafetán y sus botines de charol. Siempre me ha gustado el mercado,
con los puestos de frutas y verduras, las fritangas de comida picante,
el ruidoso gentío de compradores, predicadores y charlatanes, indios
inmundos vendiendo canastos, mendigos mutilados, piratas tatuados,
199
Isabel Allende
La isla bajo el mar
frailes y monjas, músicos callejeros.
Un miércoles llegué al mercado con los ojos hinchados, porque
había llorado mucho la noche anterior pensando en el futuro de
Rosette. Tanto preguntaron mis amigas, que acabé admitiendo los
temores que no me dejaban dormir. Las esclavas me aconsejaron
conseguir un gris-gris para protección, pero yo ya tenía uno de esos
amuletos, un saquito de hierbas, huesos, uñas mías y de mi hija,
preparado por una oficiante de vudú. No me había servido de nada.
Alguien me habló del Père Antoine, un religioso español con el
corazón inmenso, que servía por igual a señores y esclavos. La gente
lo adoraba. «Anda a confesarte con él, tiene magia», me dijeron.
Nunca me había confesado, porque en Saint-Domingue los esclavos
que lo hacían terminaban pagando sus pecados en este mundo y no
en el otro, pero no tenía a quien acudir y por eso fui a verlo con
Rosette. Esperé un buen rato, fui la última de la cola de suplicantes,
cada uno con sus culpas y peticiones. Cuando llegó mi turno no supe
qué hacer, nunca había estado tan cerca de un hungan católico. El
padre Antonio era todavía joven, pero con cara de viejo, de nariz
larga, ojos oscuros y bondadosos, barba como crines de caballo y
patas de tortuga en sandalias muy gastadas. Nos llamó con un gesto,
levantó a Rosette y la sentó en sus rodillas. Mi hija no se resistió,
aunque él olía a ajo y su hábito marrón estaba roñoso.
—¡Mira maman! Tiene pelos en la nariz y migas en la barba —
comentó Rosette, ante mi horror.
—Soy muy feo —respondió él, riéndose.
—Yo soy bonita —dijo ella.
—Eso es verdad, niña, y en tu caso Dios perdona el pecado de
vanidad.
Su francés sonaba como español con catarro. Después de
bromear con Rosette por unos minutos, me preguntó en qué podía
ayudarme. Mandé a mi hija a jugar afuera, para que no oyera. Erzuli
loa, amiga, perdóname, no pensaba acercarme al Jesús de los
blancos, pero la voz cariñosa del Père Antoine me desarmó y empecé
a llorar de nuevo, aunque había gastado mucho llanto en la noche.
Las lágrimas nunca se acaban. Le conté que nuestra suerte pendía de
un hilo, la nueva ama era dura de sentimiento y en cuanto
sospechara que Rosette era hija de su marido iba a vengarse no de
él, sino de nosotras.
—¿Cómo sabes eso, hija mía? —me preguntó.
—Todo se sabe, mon père.
—Nadie sabe el futuro, sólo Dios. A veces lo que más tememos
resulta ser una bendición. Las puertas de esta iglesia están siempre
abiertas, puedes venir cuando quieras. Tal vez Dios me permita
ayudarte, cuando llegue el momento.
—Me da miedo el dios de los blancos, Père Antoine. Es más cruel
que Prosper Cambray.
—¿Quién?
—El jefe de capataces de la plantación en Saint-Domingue. No soy
servidora de Jesús, mon père. Lo mío son los loas que acompañaron a
mi madre desde Guinea. Pertenezco a Erzuli.
200
Isabel Allende
La isla bajo el mar
—Sí, hija, conozco a tu Erzuli —sonrió el sacerdote—. Mi Dios es el
mismo Papa Bondye tuyo, pero con otro nombre. Tus loas son como
mis santos. En el corazón humano hay espacio para todas las
divinidades.
—El vudú estaba prohibido en Saint-Domingue, mon père.
—Aquí puedes seguir con tu vudú, hija mía, porque a nadie le
importa, siempre que no haya escándalo. El domingo es el día de
Dios, ven a misa por la mañana y por la tarde vas a la plaza del
Congo a bailar con tus loas. ¿Cuál es el problema?
Me pasó un trapo inmundo, su pañuelo, para que me secara las
lágrimas, pero preferí usar el ruedo de mi falda. Cuando ya nos
íbamos me habló de las monjas ursulinas. Esa misma noche habló
con don Sancho. Así fue.
201
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Temporada de huracanes
H
ortense Guizot fue un viento de renovación en la vida de
Valmorain que lo llenó de optimismo, al contrario de lo que
sintieron el resto de la familia y la gente de la plantación. Algunos
fines de semana la pareja recibía huéspedes en el campo, según la
hospitalidad créole, pero las visitas disminuyeron y pronto terminaron
cuando fue evidente el disgusto de Hortense si alguien se dejaba caer
sin ser invitado. Los Valmorain pasaban sus días solos. Oficialmente,
Sancho vivía con ellos, como tantos otros solteros allegados a una
familia, pero se veían poco. Sancho buscaba pretextos para evitarlos
y Valmorain echaba de menos la camaradería que siempre habían
compartido. Ahora sus horas transcurrían jugando a los naipes con su
mujer, escuchándola trinar en el piano o leyendo mientras ella
pintaba un cuadrito tras otro de doncellas en columpios y gatitos con
bolas de lana. Hortense volaba con la aguja de crochet haciendo
mantelitos para cubrir todas las superficies disponibles. Tenía manos
albas y delicadas, regordetas, de uñas impecables, manos
hacendosas para labores de tejido y bordado, ágiles en el teclado,
audaces en el amor. Hablaban poco, pero se entendían con miradas
afectuosas y besitos soplados de una silla a otra en el inmenso
comedor, donde cenaban solos, porque Sancho rara vez aparecía por
la casa y ella había sugerido que Maurice, cuando estaba con ellos,
comiera con su tutor en la glorieta del jardín, si el tiempo lo permitía,
o en el comedor de diario, pues así aprovechaba ese rato para
continuar con las lecciones. Maurice tenía nueve años, pero actuaba
como un crío, según Hortense, quien contaba con una docena de
sobrinos y se consideraba experta en crianza de niños. Le hacía falta
foguearse con otros chicos de su clase social, no sólo con esos
Murphy, tan ordinarios. Estaba muy mimado, parecía una niña, había
que exponerlo a los rigores de la vida, decía.
Valmorain rejuveneció, se quitó las patillas y bajó un poco de peso
con las maromas nocturnas y las porciones raquíticas que ahora
servían en su mesa. Había encontrado la dicha conyugal que no tuvo
con Eugenia. Hasta el temor de una rebelión de esclavos, que lo
perseguía desde Saint-Domingue, pasó a segundo plano. La
plantación no le quitaba el sueño, porque Owen Murphy era de una
eficiencia encomiable y lo que no alcanzaba a hacer, se lo encargaba
a su hijo Brandan, un adolescente fornido como su padre y práctico
202
Isabel Allende
La isla bajo el mar
como su madre, que había trabajado desde los seis años a lomo de
caballo.
Leanne Murphy había dado a luz al séptimo crío, idéntico a sus
hermanos, robusto y de pelo negro, pero sacaba tiempo para atender
el hospital de esclavos, donde acudía a diario con su bebé en una
carretilla. No podía ver a su patrona ni en pintura. La primera vez que
Hortense intentó inmiscuirse en su territorio, se plantó frente a ella,
con los brazos cruzados y una expresión de helada calma. Así había
dominado a la pandilla de los Murphy por más de quince años y
también le resultó con Hortense. Si el jefe de capataces no hubiera
sido tan buen empleado, Hortense Guizot se habría desprendido de
todos ellos sólo para aplastar a ese insecto de irlandesa, pero le
interesaba más la producción. Su padre, un plantador de ideas
anticuadas, decía que el azúcar había mantenido a los Guizot por
generaciones y no había necesidad de experimentos, pero ella había
averiguado las ventajas del algodón con el agrónomo americano y,
como Sancho, estaba considerando las ventajas de ese cultivo. No
podía prescindir de Owen Murphy.
Un fuerte huracán de agosto inundó buena parte de Nueva
Orleans; nada grave, ocurría a menudo y a nadie le inquietaban
demasiado las calles convertidas en canales y el agua sucia
paseándose por sus patios. La vida continuaba como siempre, sólo
que mojados. Ese año los damnificados fueron escasos, sólo los
muertos pobres emergieron de sus fosas flotando en una sopa de
barro, pero los muertos ricos continuaron descansando en paz en sus
mausoleos, sin verse expuestos a la indignidad de perder los huesos
en las fauces de perros vagabundos. En algunas calles el agua llegó a
las rodillas y varios hombres se emplearon transportando gente en la
espalda de un punto a otro, mientras los niños gozaban revolcándose
en los charcos entre desperdicios y bosta de caballo.
Los médicos, siempre alarmistas, advirtieron que habría una
pavorosa epidemia, pero el Père Antoine organizó una procesión con
el Santísimo a la cabeza y nadie se atrevió a burlarse de ese método
para dominar al clima, porque siempre daba resultado. Para entonces
el sacerdote ya tenía fama de santo, aunque hacía sólo tres años que
estaba instalado en la ciudad. Había vivido allí muy brevemente en
1790, cuando la Inquisición lo envió a Nueva Orleans con la misión de
expulsar a los judíos, castigar a los herejes y propagar la fe a sangre y
fuego, pero nada tenía de fanático y se alegró cuando los indignados
ciudadanos de Luisiana, poco dispuestos a tolerar a un inquisidor, lo
deportaron a España sin miramientos. Regresó en 1795 como rector
de la catedral de Saint-Louis, recién construida después del incendio
de la anterior. Llegó dispuesto a tolerar a los judíos, hacer la vista
gorda a los herejes y propagar la fe con compasión y caridad. Atendía
a todos por igual, sin distinguir entre libres y esclavos, criminales y
ciudadanos ejemplares, damas virtuosas y de vida alegre, ladrones,
bucaneros, abogados, verdugos, usureros y excomulgados. Todos
cabían, codo con codo, en su iglesia. Los obispos lo detestaban por
insubordinado, pero el rebaño de sus fieles lo defendía con lealtad.
Père Antoine, con su hábito de capuchino y su barba de apóstol, era
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
la antorcha espiritual de aquella pecaminosa ciudad. Al día siguiente
de su procesión el agua retrocedió de las calles y ese año no hubo
epidemia.
La casa de los Valmorain fue la única de la ciudad afectada por la
inundación. El agua no llegó de la calle, sino que surgió del suelo
borboteando como un sudor espeso. Los cimientos habían resistido
heroicamente la perniciosa humedad durante años, pero ese ataque
insidioso los venció. Sancho consiguió un maestro de obras y un
equipo de albañiles y carpinteros que invadieron el primer piso con
andamios, palancas y poleas. Transportaron el mobiliario al segundo
piso, donde se acumularon cajones y muebles cubiertos con sábanas.
Debieron levantar los adoquines del patio, poner drenajes y demoler
los alojamientos de los esclavos domésticos, hundidos en el lodazal.
A pesar de los inconvenientes y el gasto, Valmorain estaba
satisfecho, porque aquel estropicio le daba más tiempo para abordar
el problema de Tété. En las visitas que hacía con su mujer a Nueva
Orleans, él por negocios y ella para hacer vida social, se quedaban en
la casa de los Guizot, un poco estrecha, pero mejor que un hotel.
Hortense no demostró ninguna curiosidad por ver las obras, pero
exigió que la casa estuviera lista en octubre; así la familia podría
pasar la temporada en la ciudad. Muy sano eso de vivir en el campo,
pero era necesario establecer su presencia entre la gente bien, es
decir, los de su clase. Habían estado ausentes demasiado tiempo.
Sancho llegó a la plantación cuando las reparaciones de la casa
habían concluido, bullanguero como siempre, pero con la impaciencia
contenida de quien debe resolver un asunto desagradable. Hortense
lo notó y supo por instinto que se trataba de la esclava cuyo nombre
estaba en el aire, la concubina. Cada vez que Maurice preguntaba por
ella o por Rosette, Valmorain se ponía morado. Hortense prolongó la
cena y el juego de dominó para no darles a los hombres ocasión de
hablar a solas. Temía la influencia de Sancho, a quien consideraba
nefasto, y necesitaba prepararle el ánimo a su marido en la cama
para cualquier eventualidad. A las once de la noche Valmorain se
estiró bostezando y anunció que había llegado la hora de ir a dormir.
—Debo hablar contigo en privado, Toulouse —le anunció Sancho,
poniéndose de pie.
—¿En privado? No tengo secretos con Hortense —contestó el otro,
de buen humor.
—Claro que no, pero esto es cosa de hombres. Vamos a la
biblioteca. Perdóneme, Hortense —dijo Sancho, desafiando a la mujer
con la mirada.
En la biblioteca los esperaba el mayordomo de guantes blancos
con la excusa de servir coñac, pero Sancho le dio orden de retirarse y
cerrar la puerta, luego se volvió a su cuñado y lo conminó a decidir la
suerte de Tété. Faltaban sólo once días para octubre y la casa estaba
lista para recibir a la familia.
—No pienso hacer cambios. Esa esclava seguirá sirviendo como
siempre y más vale que lo haga de buen talante —le explicó
Valmorain, arrinconado.
—Le prometiste su libertad, Toulouse, incluso le firmaste un
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
documento.
—Sí, pero no quiero que me presione. Lo haré a su debido tiempo.
Si llega el caso, le contaré todo a Hortense. Estoy seguro de que
entenderá. ¿Por qué te interesa esto, Sancho?
—Porque sería lamentable que afectara tu matrimonio.
—Eso no ocurrirá. ¡Cualquiera diría que soy el primero en haberse
acostado con una esclava, Sancho, por Dios!
—¿Y Rosette? Su presencia será humillante para Hortense —
insistió Sancho—. Es obvio que es tu hija. Pero se me ocurre una
forma de quitarla del medio. Las ursulinas reciben niñas de color y las
educan tan bien como a las blancas, pero separadas, por supuesto.
Rosette podría pasar los próximos años interna en las monjas.
—No me parece necesario, Sancho.
—El documento que Tété me mostró incluye a Rosette. Cuando
sea libre tendrá que ganarse la vida y para eso se requiere cierta
educación, Toulouse. ¿O pretendes seguir manteniéndola para
siempre?
En esos días decretaron en Saint-Domingue que los colonos
residentes fuera de la isla, en cualquier parte menos Francia, se
consideraban traidores y sus propiedades serían confiscadas. Algunos
emigrados estuvieron dispuestos a volver para reclamar sus tierras,
pero Valmorain dudaba: no había razón para suponer que el odio
racial hubiese disminuido. Decidió aceptar el consejo de su antiguo
agente en Le Cap, quien le propuso por carta que registrara
temporalmente la habitation Saint-Lazare a su nombre, para evitar
que se la quitaran. A Hortense eso le pareció grotesco; era obvio que
el hombre se apoderaría de la plantación, pero Valmorain confiaba en
el anciano, que había servido a su familia durante más de treinta
años, y como ella no pudo ofrecer una alternativa, así se hizo.
Toussaint Louverture se había convertido en comandante en jefe
de las fuerzas armadas; se entendía directamente con el gobierno de
Francia y había anunciado que daría de baja a la mitad de sus tropas
para que regresaran a las plantaciones como mano de obra libre. Eso
de libre resultaba relativo: debían cumplir por lo menos tres años de
trabajo forzado bajo control militar y a los ojos de muchos negros eso
era una vuelta disimulada a la esclavitud. Valmorain pensó hacer un
rápido viaje a Saint-Domingue para evaluar la situación por sí mismo,
pero Hortense puso un grito de espanto en el cielo. Estaba
embarazada de cinco meses; su marido no podía abandonarla en ese
estado y exponer su vida en esa isla desgraciada, más aún
navegando por alta mar en plena temporada de huracanes. Valmorain
postergó el viaje y le prometió que si recuperaba su propiedad en
Saint-Domingue la pondría en manos de un administrador y ellos se
quedarían en Luisiana. Eso tranquilizó a la mujer por un par de
meses, pero luego se le puso entre ceja y ceja que no debían tener
inversiones en Saint-Domingue. Por una vez, Sancho estuvo de
acuerdo con ella. Tenía la peor opinión de la isla, donde había estado
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
un par de veces para visitar a su hermana Eugenia. Propuso vender
Saint-Lazare al primer postor, y con ayuda de Hortense le torció el
brazo a Valmorain, quien acabó por ceder después de semanas de
indecisión. Esa tierra estaba ligada a su padre, al nombre de la
familia, a su juventud, dijo, pero sus argumentos se estrellaron contra
la realidad irrefutable de que la colonia era un reñidero de gente de
todos colores matándose mutuamente.
El humilde Gaspard Sévérin se volvió a Saint-Domingue sin hacer
caso de las advertencias de otros refugiados, que seguían llegando a
Luisiana en un triste goteo. Las noticias que traían eran deprimentes,
pero Sévérin no había logrado adaptarse y prefirió volver a reunirse
con su familia, aunque seguía con sus pesadillas de sangre y sus
manos temblonas. Habría regresado tan miserable como salió si
Sancho García del Solar no le hubiera entregado una suma discreta a
modo de préstamo, como dijo, aunque los dos sabían que nunca sería
devuelta. Sévérin llevó al agente la autorización de Valmorain para
vender la tierra. Lo encontró en la misma dirección que siempre tuvo,
aunque el edificio era nuevo, porque el anterior había sido reducido a
ceniza en el incendio de Le Cap. Entre los artículos almacenados para
exportación que se quemaron en las bodegas estaba el féretro de
nogal y plata de Eugenia García del Solar. El anciano seguía con sus
negocios, vendiendo lo poco que producía la colonia e importando
casas de madera de ciprés de Estados Unidos, que le llegaban en
pedazos, listas para ser ensambladas como juguetes. La demanda era
insaciable, porque toda escaramuza entre enemigos terminaba en
incendio. Ya no había compradores para los objetos que tanta
ganancia le dieron en el pasado: telas, sombreros, herramientas,
muebles, monturas, grillos, calderos para hervir melaza…
Dos meses después de la partida del tutor, Valmorain recibió la
respuesta del agente: había conseguido un comprador para SaintLazare: un mulato, oficial del ejército de Toussaint. Podía pagar muy
poco, pero fue el único interesado y el agente le recomendó a
Valmorain que aceptara la oferta, porque desde la emancipación de
los esclavos y la guerra civil, nadie daba nada por la tierra. Hortense
debió admitir que se había equivocado de medio a medio con el
agente, que resultó más honrado de lo que se podía esperar en esos
tiempos tormentosos en que la brújula moral andaba desquiciada. El
agente vendió la propiedad, cobró su comisión y le mandó el resto del
pago a Valmorain.
206
Isabel Allende
La isla bajo el mar
A golpes de fusta
C
on la partida de Sévérin terminaron las lecciones privadas de
Maurice y comenzó su calvario en una escuela para niños de clase
alta en Nueva Orleans, donde no aprendía nada pero debía
defenderse de los matones que se ensañaron con él, lo cual no lo hizo
más atrevido, como esperaban su padre y su madrastra, sino más
prudente, como temía su tío Sancho. Volvió a sufrir sus pesadillas de
los condenados de Le Cap y en un par de ocasiones se orinó en la
cama, pero nadie lo supo porque Tété se encargó de lavar las
sábanas a hurtadillas. Ni siquiera contaba con el consuelo de Rosette,
porque su padre no lo dejó visitarla en las ursulinas y le prohibió
mencionarla delante de Hortense.
Toulouse Valmorain había esperado con exagerada aprensión el
encuentro de Hortense con Tété, porque no sabía que en Luisiana
algo tan banal no merecía una escena. Entre los Guizot, como en toda
familia créole, nadie se atrevía a cuestionar al patriarca; las mujeres
soportaban los caprichos del marido mientras fueran discretos, y
siempre lo eran. Sólo la esposa y los hijos legítimos contaban en este
mundo y en el próximo; sería indigno gastar celos en una esclava;
mejor reservarlos para las célebres cuarteronas libres de Nueva
Orleans, capaces de apoderarse de la voluntad de un hombre hasta
su último resuello. Pero aun en el caso de aquellas cortesanas, una
dama bien nacida fingía ignorancia y se quedaba muda; así habían
criado a Hortense. Su mayordomo, quien se quedó en la plantación a
cargo del numeroso personal doméstico, le había confirmado sus
sospechas sobre Tété.
—Monsieur Valmorain la compró cuando ella tenía alrededor de
nueve años y se la trajo de Saint-Domingue. Es la única concubina
que se le conoce, ama —le dijo.
—¿Y la mocosa?
—Antes de casarse, monsieur la trataba como a una hija y el
joven Maurice la quiere como a una hermana.
—Mi hijastro tiene mucho que aprender —masculló Hortense.
Le pareció mal signo que su marido hubiese recurrido a
complicadas estrategias para mantener a esa mujer alejada durante
meses; tal vez todavía lo perturbaba, pero el día en que entraron en
la casa de la ciudad se tranquilizó. Los recibieron los criados en hilera
y de punta en blanco, con Tété a la cabeza. Valmorain hizo las
207
Isabel Allende
La isla bajo el mar
presentaciones con nerviosa cordialidad, mientras su mujer medía a
la esclava de arriba abajo y de adentro hacia fuera, para decidir
finalmente que no representaba una tentación para nadie y menos
para el marido que ella tenía comiendo de su mano. Esa mulata era
tres años menor que ella, pero estaba gastada por el trabajo y la falta
de cuidado, tenía los pies callosos, los senos flojos y una expresión
sombría. Admitió que era esbelta y digna para ser esclava y que tenía
un rostro interesante. Lamentó que su marido fuera tan blando; a esa
mujer se le habían subido los humos a la cabeza. En los días
siguientes Valmorain abrumó de atenciones a Hortense, que ella
interpretó como un deseo expreso de humillar a la antigua concubina.
«No es necesario que te molestes —pensó—, yo me encargaré de
ponerla en su lugar», pero Tété no le dio motivo de queja. La casa los
esperaba impecable, no quedaba ni el recuerdo del estrépito de
martillos, el barrizal del patio, las nubes de polvo y el sudor de los
albañiles. Cada cosa estaba en su sitio, las chimeneas limpias, las
cortinas lavadas, los balcones con flores y las habitaciones aireadas.
Al principio Tété servía asustada y muda, pero al cabo de una
semana empezó a relajarse, porque aprendió las rutinas y manías de
su nueva ama y se esmeró en no provocarla. Hortense era exigente e
inflexible: una vez que daba una orden, por irracional que fuera, debía
cumplirse. Se fijó en las manos de Tété, largas y elegantes, y la puso
a lavar ropa, mientras la lavandera pasaba el día ociosa en el patio,
porque Célestine no la quiso de ayudanta; la mujer era de una
torpeza monumental y olía a lejía. Después decidió que Tété no podía
retirarse a descansar antes que ella: tenía que esperar vestida hasta
que ellos regresaran de la calle, aunque se levantara al amanecer y
tuviera que trabajar el día entero tropezando por el sueño atrasado.
Valmorain argumentó débilmente que eso no era necesario, ya que el
muchacho de los mandados se encargaba de apagar las lámparas y
cerrar la casa y a Denise le correspondía desvestirla, pero Hortense
insistió. Era déspota con los criados, que debían soportar sus gritos y
golpes, pero le faltaba agilidad y tiempo para imponerse a golpes de
fusta, como en la plantación, porque estaba hinchada por el
embarazo y muy ocupada con su vida social, soirées y espectáculos,
además de sus cuidados de belleza y salud.
Después de almorzar, Hortense ocupaba unas horas en sus
ejercicios de voz, en vestirse y peinarse. No emergía hasta las cuatro
o cinco de la tarde, cuando estaba ataviada para salir y lista para
dedicar su atención completa a Valmorain. La moda impuesta por
Francia le sentaba bien: vestidos de telas livianas en colores claros,
orillados con grecas, la cintura alta, la falda redonda y amplia con
pliegues y el imprescindible chal de encaje sobre los hombros. Los
sombreros eran sólidas construcciones de plumas de avestruz, cintas
y tules que ella misma transformaba. Tal como había pretendido usar
las sobras de comida, reciclaba los sombreros, sacaba pompones de
uno para ponerlos en otro y le quitaba flores al segundo para
agregárselas al primero, incluso teñía las plumas sin que perdieran la
forma, de modo que cada día lucía uno diferente.
Un sábado a medianoche, cuando llevaban un par de semanas en
208
Isabel Allende
La isla bajo el mar
la ciudad y regresaban del teatro en coche, Hortense le preguntó a su
marido por la hija de Tété.
—¿Dónde está esa mulatita, querido? No la he visto desde que
llegamos y Maurice no se cansa de preguntar por ella —dijo en tono
inocente.
—¿Te refieres a Rosette? —tartamudeó Valmorain desatándose el
lazo del cuello.
—¿Así se llama? Debe de tener la edad de Maurice, ¿verdad?
—Va a cumplir siete. Es bastante alta. No pensé que te acordarías
de ella, la viste una sola vez —replicó Valmorain.
—Se veía graciosa bailando con Maurice. Ya tiene edad de
trabajar. Podemos obtener un buen precio por ella —comentó
Hortense, acariciando a su marido en la nuca.
—No tengo planes de venderla, Hortense.
—¡Pero ya tengo compradora! Mi hermana Olivie se prendó de
ella en la fiesta y quiere regalársela a su hija cuando cumpla quince
años, dentro de un par de meses. ¿Cómo vamos a negársela?
—Rosette no está en venta —repitió él.
—Espero que no tengas ocasión de arrepentirte, Toulouse. Esa
mocosa no nos sirve para nada y puede darnos problemas.
—¡No quiero hablar más de esto! —exclamó su marido.
—Por favor, no me grites… —murmuró Hortense a punto de llorar,
sujetándose el vientre redondo con sus manos enguantadas.
—Perdóname, Hortense. ¡Qué calor hace en este coche! Más
adelante tomaremos una decisión, querida, no hay prisa.
Ella comprendió que había cometido una torpeza. Debía actuar
como su madre y sus hermanas, que movían sus hilos en la sombra,
con astucia, sin enfrentarse a los maridos y haciéndoles creer que
ellos tomaban las decisiones. El matrimonio es como pisar huevos:
había que andar con mucho cuidado.
Cuando su barriga fue evidente y debió recluirse —ninguna dama se
presentaba en público con la prueba de haber copulado—, Hortense
permanecía recostada tejiendo como una tarántula. Sin moverse,
sabía exactamente lo que ocurría en su feudo, los chismes de
sociedad, las noticias locales, los secretos de sus amigas y cada paso
del infeliz Maurice. Sólo Sancho escapaba a su vigilancia, porque era
tan desordenado e impredecible que resultaba difícil seguirle la pista.
Hortense dio a luz en Navidad, atendida por el médico de mejor
reputación en Nueva Orleans, en la casa invadida por las mujeres
Guizot. A Tété y el resto de los domésticos les faltaron manos para
servir a las visitas. A pesar del invierno, el ambiente era sofocante y
destinaron dos esclavos a mover los ventiladores del salón y de la
habitación de la señora.
Hortense ya no estaba en la primera juventud y el médico advirtió
que podían presentarse complicaciones, pero en menos de cuatro
horas nació una niña tan rubicunda como todos los Guizot. Toulouse
Valmorain, de rodillas junto a la cama de su esposa, anunció que la
209
Isabel Allende
La isla bajo el mar
pequeña se llamaría Marie-Hortense, como correspondía a la
primogénita, y todos aplaudieron emocionados, menos Hortense que
se puso a llorar de rabia porque esperaba un varón que compitiera
con Maurice por la herencia.
Pusieron a la nodriza en la mansarda y relegaron a Tété a una
celda del patio, que compartía con otras dos esclavas. Según
Hortense, esa medida debió tomarse mucho antes para quitarle a
Maurice la mala costumbre de pasarse a la cama de la esclava.
La pequeña Marie-Hortense rechazaba el pezón con tal
determinación, que el médico aconsejó reemplazar a la nodriza antes
de que la criatura muriera de inanición. Coincidió con su bautizo, que
se celebró con lo mejor del repertorio de Célestine: lechón con
cerezas, patos escabechados, mariscos picantes, diversas clases de
gumbo, concha de tortuga rellena con ostras, pastelería de
inspiración francesa y una torta de varios pisos coronada por una
cunita de porcelana. Por costumbre la madrina pertenecía a la familia
de la madre, en este caso una de sus hermanas, y el padrino a la del
padre, pero Hortense no quiso que un hombre tan disipado como
Sancho, único pariente de su marido, fuese el guardián moral de su
hija y el honor cayó en uno de los hermanos de ella. Ese día hubo
regalos para cada invitado —cajas de plata con el nombre de la niña
rellenas de almendras acarameladas— y unas monedas para los
esclavos. Mientras los comensales comían a dos carrillos, la bautizada
bramaba de hambre, porque también había rechazado a la segunda
nodriza. La tercera no alcanzó a durar dos días.
Tété trató de ignorar ese llanto desesperado, pero le flaqueó la
voluntad y se presentó ante Valmorain para explicarle que Tante Rose
había tratado un caso semejante en Saint-Lazare con leche de cabra.
Mientras conseguían una cabra, puso a hervir arroz hasta que se
deshizo, le agregó una pizca de sal y una cucharadita de azúcar, lo
coló y se lo dio a la niña. Cuatro horas más tarde preparó otro
cocimiento similar, esta vez de avena, y así, de papilla en papilla y
con la cabra que ordeñaba en el patio, la salvó. «A veces estas negras
saben más que uno», comentó el médico, asombrado. Entonces
Hortense decidió que Tété regresara a la mansarda para cuidar a su
hija a tiempo completo. Como su ama todavía estaba recluida, Tété
no tenía que aguardar el canto del gallo para acostarse, y como la
niña no molestaba de noche, por fin pudo descansar.
El ama pasó casi tres meses en cama, con los perros encima, la
chimenea encendida y las cortinas abiertas para dar paso al sol
invernal, consolándose del aburrimiento con visitas femeninas y
comiendo dulces. Nunca había apreciado más a Célestine. Cuando por
fin puso término a su reposo, a instancia de su madre y sus
hermanas, preocupadas por esa pereza de odalisca, ningún vestido le
cruzaba y siguió usando los mismos del embarazo, con los arreglos
necesarios para que parecieran otros. Emergió de su postración con
nuevas ínfulas, dispuesta a aprovechar los placeres de la ciudad
antes de que terminara la temporada y tuvieran que irse a la
plantación. Salía en compañía de su marido o de sus amigas a dar
unas vueltas en el ancho dique, bien llamado el camino más largo del
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
mundo, con sus arboledas y rincones encantadores, donde siempre
había coches de paseo, muchachas con sus chaperonas y jóvenes a
caballo espiándolas de reojo, además de la chusma invisible para ella.
A veces mandaba a un par de esclavos delante con la merienda y los
perros, mientras ella tomaba aire seguida por Tété con MarieHortense en brazos.
En esos días el marqués de Marigny ofreció su espléndida
hospitalidad a Luis Philippe, príncipe de Francia exiliado desde 1793,
durante su prolongada visita a Luisiana. Marigny había heredado una
fortuna descomunal cuando apenas tenía quince años y se decía que
era el hombre más rico de América. Si no lo era, hacía lo posible por
parecerlo: encendía sus puros con billetes. Cómo serían su derroche y
extravagancia, que hasta la decadente clase alta de Nueva Orleans
estaba estupefacta. El Père Antoine denunciaba aquellos alardes de
opulencia desde su púlpito, recordándole a los feligreses que antes
pasaría un camello por el ojo de una aguja que un rico por la puerta
del cielo, pero su mensaje de moderación le entraba a la
congregación por una oreja y le salía por la otra. Las familias más
soberbias se arrastraban para conseguir una invitación de Marigny;
ningún camello, por bíblico que fuese, los haría renunciar a esas
fiestas.
Hortense y Toulouse no fueron invitados por sus apellidos, como
ellos esperaban, sino gracias a Sancho, que se había convertido en
compinche de parrandas de Marigny y entre dos tragos le sopló que
sus cuñados deseaban conocer al príncipe. Sancho tenía mucho en
común con el joven marqués, el mismo valor heroico para arriesgar el
pellejo en duelos por ofensas imaginarias, la energía inagotable para
divertirse, el gusto desmedido por el juego, los caballos, las mujeres,
la buena cocina y el licor, el mismo desprecio divino por el dinero.
Sancho García del Solar merecía ser un créole de pura cepa,
proclamaba Marigny, quien se jactaba de reconocer a ojos cerrados a
un verdadero caballero.
El día del baile, la casa Valmorain se puso en estado de
emergencia. Los criados trotaron desde el amanecer cumpliendo las
órdenes perentorias de Hortense, escaleras arriba y escaleras abajo
con baldes de agua caliente para el baño, cremas de masajes,
infusiones diuréticas para deshacer en tres horas los rollos de varios
años, pasta para aclarar el cutis, zapatos, vestidos, chales, cintas,
joyas, maquillaje. La costurera no daba abasto y el peluquero francés
sufrió un soponcio y debió ser resucitado con friegas de vinagre.
Valmorain, arrinconado por la frenética agitación colectiva, se fue con
Sancho a matar las horas en el Café des Émigrés, donde nunca
faltaban amigos para apostar a los naipes. Por fin, después de que el
peluquero y Denise terminaron de apuntalar la torre de rizos de
Hortense, adornada de plumas de faisán y un broche de oro y
diamante idénticos al collar y los pendientes, llegó el instante
solemne de colocarle el vestido de París. Denise y la costurera se lo
pusieron por abajo, para no tocar el peinado. Era un portento de velos
blancos y pliegues profundos que le daban a Hortense el aspecto
turbador de una enorme estatua grecorromana. Cuando intentaron
211
Isabel Allende
La isla bajo el mar
cerrarlo en la espalda mediante treinta y ocho minúsculos botones de
nácar, comprobaron que por mucho tironeo y esfuerzo no le cruzaba,
porque a pesar de los diuréticos, esa semana había aumentado otro
par de kilos por los nervios. Hortense lanzó un alarido que por poco
hizo añicos las lámparas y atrajo a todos los habitantes de la casa.
Denise y la costurera retrocedieron a un rincón y se acurrucaron
en el suelo a esperar la muerte, pero Tété, que conocía menos al
ama, tuvo la mala idea de proponer que prendieran el vestido con
alfileres disimulados mediante el lazo del cinturón. Hortense
respondió con otro chillido destemplado, cogió la fusta, que siempre
tenía a mano, y se le abalanzó encima escupiendo insultos de
marinero y golpeándola con el resentimiento acumulado contra ella,
la concubina, y con la irritación que sentía contra sí misma por haber
engordado.
Tété cayó de rodillas, encogida, cubriéndose la cabeza con los
brazos. ¡Chas!, ¡chas!, sonaba la fusta y cada gemido de la esclava
inflamaba más la hoguera del ama. Ocho, nueve, diez azotes cayeron
resonando como fogonazos ardientes sin que Hortense, roja y
sudando, con la torre del peinado desmoronándose en mechones
patéticos, diera muestras de saciarse.
En ese instante Maurice irrumpió en la habitación como un toro,
apartando a quienes presenciaban la escena paralizados, y de un
tremendo empujón, totalmente inesperado en un muchacho que
había pasado los once años de su vida tratando de eludir la violencia,
lanzó a su madrastra al suelo. Le arrebató la fusta y le propinó un
golpe destinado a marcarle la cara, pero le dio en el cuello,
cortándole el aire y el grito en el pecho. Levantó el brazo para seguir
pegándole, tan fuera de sí como un segundo antes había estado ella,
pero Tété se arrastró como pudo, lo cogió por las piernas y lo tiró
hacia atrás. El segundo azote de la fusta cayó sobre los pliegues del
vestido de muselina de Hortense.
212
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Aldea de esclavos
A
Maurice lo mandaron interno a un colegio en Boston, donde los
estrictos maestros americanos lo harían hombre, como tantas
veces había amenazado su padre, mediante métodos didácticos y
disciplinarios de inspiración militar. Maurice partió con sus pocas
pertenencias en un baúl, acompañado por un chaperón contratado
para ese fin, que lo dejó en las puertas del establecimiento con una
palmadita de consuelo en el hombro. El niño no alcanzó a despedirse
de Tété, porque a la mañana siguiente de la paliza la enviaron sin
miramientos a la plantación con instrucciones para Owen Murphy de
ponerla de inmediato a cortar caña. El jefe de capataces la vio llegar
cubierta de verdugones, cada uno del grueso de una soga para tirar
bueyes, pero afortunadamente ninguno en la cara, y la mandó al
hospital de su mujer. Leanne, ocupada con un nacimiento
complicado, le indicó que se aplicara una pomada de aloe, mientras
ella se concentraba en una joven que gritaba, aterrada por la
tormenta que sacudía su cuerpo desde hacía muchas horas.
Leanne, quien había parido siete hijos deprisa y sin muchos
aspavientos, escupidos por su esqueleto de pollo entre dos
padrenuestros, se dio cuenta de que tenía una desgracia entre
manos. Se llevó a Tété aparte y le explicó en voz baja, para que la
otra no oyera, que el niño estaba atravesado y así no había forma de
que saliera. «Nunca se me ha muerto una mujer en un parto, ésta
será la primera», dijo en un susurro. «Déjeme ver, señora», replicó
Tété. Convenció a la madre de que le permitiera examinarla, se aceitó
una mano y con sus dedos finos y expertos comprobó que estaba lista
y el diagnóstico de Leanne era acertado. A través de la tensa piel
adivinaba la forma del niño como si lo viera. La hizo ponerse de
rodillas con la cabeza apoyada en el suelo y el trasero elevado, para
aliviar la presión en la pelvis, mientras le masajeaba el vientre,
presionando a dos manos para girarlo desde afuera. Nunca había
realizado esa maniobra, pero había visto proceder a Tante Rose y no
lo había olvidado. En ese instante a Leanne se le salió un grito: una
manito empuñada había asomado por el canal de nacimiento. Tété la
empujó hacia adentro delicadamente para no descoyuntar el brazo,
hasta que desapareció dentro de la madre, y continuó su tarea con
paciencia. Al cabo de un tiempo que pareció muy largo, sintió el
movimiento de la criatura, que se volteaba lentamente y por fin
213
Isabel Allende
La isla bajo el mar
encajó la cabeza. No pudo evitar un sollozo de agradecimiento, y le
pareció ver a Tante Rose sonriendo a su lado.
Leanne y ella sostuvieron a la madre, que había comprendido lo
que estaba pasando y colaboraba, en vez de debatirse enloquecida
de miedo, y la hicieron caminar en círculos, hablándole, acariciándola.
Afuera se había puesto el sol y se dieron cuenta de que estaban a
oscuras. Leanne encendió una lámpara de sebo y continuaron
paseando hasta que llegó el momento de recibir al crío. «Erzuli, loa
madre, ayúdalo a nacer», rogó Tété en alta voz. «San Ramón Nonato,
presta atención, no vas a permitir que una santa africana se te
adelante», respondió Leanne en el mismo tono y las dos se echaron a
reír. Pusieron a la madre en cuclillas sobre un paño limpio,
sujetándola por los brazos, y diez minutos después Tété tenía en las
manos un bebé amoratado, a quien obligó a respirar con una palmada
en el trasero, mientras Leanne cortaba el cordón.
Una vez que la madre estuvo limpia y con su hijo al pecho,
recogieron los trapos ensangrentados y los restos del parto y se
sentaron en un banquito en la puerta, para descansar bajo un negro
cielo estrellado. Así las encontró Owen Murphy, que llegó
balanceando un farol en una mano y un jarro de café caliente en la
otra.
—¿Cómo va ese asunto? —preguntó el hombrón pasándoles el
café sin acercarse demasiado, porque los misterios femeninos lo
intimidaban.
—Tu patrón ya tiene otro esclavo y yo tengo una ayudanta —le
contestó su mujer señalando a Tété.
—No me compliques la vida, Leanne. Tengo orden de ponerla en
una cuadrilla en los cañaverales —masculló Murphy.
—¿Desde cuándo obedeces las órdenes de otro antes que las
mías? —sonrió ella, alzándose de puntillas para besarlo en el cuello,
donde terminaba su barba negra.
Así se hizo y nadie preguntó, porque Valmorain no quería saber y
Hortense había dado por concluido el fastidioso asunto de la
concubina y se la había quitado de la mente.
En la plantación, Tété compartía una cabaña con tres mujeres y
dos niños. Se levantaba como todos los demás con los campanazos
del amanecer y pasaba el día ocupada en el hospital, la cocina, los
animales domésticos y los mil menesteres que le encargaban el jefe
de capataces y Leanne. El trabajo le parecía liviano comparado con
los caprichos de Hortense. Siempre había servido en la casa y cuando
la mandaron al campo se creyó condenada a una muerte lenta, como
había visto en Saint-Domingue. No imaginó que encontraría algo
parecido a la felicidad.
Había casi doscientos esclavos, algunos provenientes de África o
las Antillas, pero la mayoría nacidos en Luisiana, unidos por la
necesidad de apoyarse y la desgracia de pertenecer a otro. Después
de la campana de la tarde, cuando las cuadrillas regresaban de los
campos, comenzaba la verdadera vida en comunidad. Las familias se
reunían y mientras hubiera luz se quedaban afuera, porque en las
cabañas no había espacio ni aire. De la cocina de la plantación
214
Isabel Allende
La isla bajo el mar
mandaban la sopa, que se repartía desde una carretilla, y la gente
aportaba vegetales, huevos y, si había algo que celebrar, gallinas o
liebres. Siempre tenían labores pendientes: cocinar, coser, regar el
huerto, reparar un techo. A menos que lloviera o hiciera mucho frío,
las mujeres se daban tiempo para conversar y los hombres para jugar
con piedrecillas en un tablero dibujado en el suelo o tocar el banjo.
Las muchachas se peinaban unas a otras, los niños correteaban, se
formaban corrillos para oír una historia. Los cuentos favoritos eran de
Bras Coupé, que aterrorizaba por igual a niños y adultos, un negro
manco y gigantesco que rondaba los pantanos y se había librado de
la muerte más de cien veces.
Era una sociedad jerárquica. Los más apreciados eran los buenos
cazadores, que Murphy mandaba en busca de carne, venados,
pájaros y puercos salvajes, para la sopa. En el tope del escalafón
estaban los que poseían un oficio, como herreros o carpinteros, y los
menos cotizados eran los recién llegados. Las abuelas mandaban,
pero el de más autoridad era el predicador, de unos cincuenta años y
piel tan oscura que parecía azul, encargado de mulas, bueyes y
caballos de tiro. Dirigía los cantos religiosos con una irresistible voz
de barítono, citaba parábolas de santos de su invención y servía de
árbitro en las disputas, porque nadie quería ventilar sus problemas
fuera de la comunidad. Los capataces, aunque eran esclavos y vivían
con los demás, tenían pocos amigos. Los domésticos solían visitar los
alojamientos, pero nadie los quería, porque se daban aires, se vestían
y comían mejor y podían ser espías de los amos. A Tété la recibieron
con cauteloso respeto, porque se supo que había girado al niño
dentro de su madre. Ella dijo que había sido un milagro combinado de
Erzuli y san Ramón Nonato y su explicación satisfizo a todos, incluso a
Owen Murphy, quien no había oído de Erzuli y la confundió con una
santa católica.
En las horas de descanso los capataces dejaban en paz a los
esclavos, nada de hombres armados patrullando, ladridos
exacerbados de perros bravos, ni Prosper Cambray en las sombras
con su látigo enroscado reclamando a una virgen de once años para
su hamaca. Después de la cena pasaba Owen Murphy con su hijo
Brandan a echar una última mirada y verificar el orden antes de
retirarse a su casa, donde lo esperaba su familia para comer y rezar.
No se daba por aludido cuando a medianoche el olor a carne asada
indicaba que alguien había salido a cazar rabopelados en la
oscuridad. Mientras el hombre se presentara al trabajo puntualmente
al amanecer, no tomaba medidas.
Como en todas partes, los esclavos descontentos rompían
herramientas, provocaban incendios y maltrataban a los animales,
pero eran casos aislados. Otros se embriagaban y nunca faltaba
alguien que iba al hospital con una enfermedad fingida para
descansar un rato. Los enfermos de verdad confiaban en remedios
tradicionales: rodajas de papa aplicadas donde doliera, grasa de
caimán para los huesos artríticos, espinas hervidas para soltar los
gusanos intestinales y raíces indias para los cólicos. Fue inútil que
Tété tratara de introducir algunas fórmulas de Tante Rose. Nadie
215
Isabel Allende
La isla bajo el mar
quería experimentar con la propia salud.
Tété comprobó que muy pocos de sus compañeros padecían la
obsesión de escaparse, como en Saint-Domingue, y si lo hacían, por
lo general regresaban solos al cabo de dos o tres días, cansados de
vagar en los pantanos, o capturados por los vigilantes de caminos.
Recibían una azotaina y se reincorporaban a la comunidad
humillados, porque no encontraban mucha simpatía, nadie quería
problemas. Los frailes itinerantes y Owen Murphy les machacaban la
virtud de la resignación, cuya recompensa estaba en el cielo, donde
todas las almas gozaban de igual felicidad. A Tété eso le parecía más
conveniente para los blancos que para los negros; mejor sería que la
felicidad estuviese bien distribuida en este mundo, pero no se atrevió
a planteárselo a Leanne por la misma razón que atendía las misas con
buena cara, para no ofenderla. No confiaba en la religión de los amos.
El vudú que ella practicaba a su manera también era fatalista, pero al
menos podía experimentar el poder divino al ser montada por los
loas.
Antes de convivir con la gente del campo, la esclava no sabía
cuán solitaria había sido su existencia, sin más cariño que el de
Maurice y Rosette, sin nadie con quien compartir recuerdos y
aspiraciones. Se acostumbró rápidamente a esa comunidad, sólo
echaba de menos a los dos niños. Los imaginaba solos de noche,
asustados, y se le partía el alma de pena.
—La próxima vez que Owen vaya a Nueva Orleans te traerá
noticias de tu hija —le prometió Leanne.
—¿Cuándo será eso, señora?
—Tendrá que ser cuando lo mande su patrón, Tété. Es muy caro ir
a la ciudad y estamos ahorrando cada centavo.
Los Murphy soñaban con comprar tierra y trabajarla codo con
codo con sus hijos, como tantos otros inmigrantes, como algunos
mulatos y negros libres. Existían pocas plantaciones tan grandes
como la de Valmorain; la mayoría eran campos medianos o pequeños
cultivados por familias modestas, que si poseían algunos esclavos,
éstos llevaban la misma existencia que sus amos. Leanne le contó a
Tété que llegó a América en brazos de sus padres, que se habían
contratado en una plantación como siervos por diez años para pagar
el costo del pasaje en barco desde Irlanda, lo cual en la práctica no
era diferente a la esclavitud.
—¿Sabes que también hay esclavos blancos, Tété? Valen menos
que los negros, porque no son tan fuertes. Por las mujeres blancas
pagan más. Ya sabes para qué las usan.
—Nunca he visto esclavos blancos, señora.
—En Barbados hay muchos, y también aquí.
Los padres de Leanne no calcularon que sus patrones les
cobrarían cada pedazo de pan que se echaban a la boca y les
descontarían cada día que no trabajaban, aunque fuera por culpa del
clima, de modo que la deuda, en vez de disminuir, fue aumentando.
—Mi padre murió después de doce años de trabajo forzado, y mi
madre y yo seguimos sirviendo varios años más, hasta que Dios nos
envió a Owen, que se enamoró de mí y gastó todos sus ahorros en
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
cancelar nuestra deuda. Así recuperamos la libertad mi madre y yo.
—Nunca me imaginé que usted hubiera sido esclava —dijo Tété,
conmovida.
—Mi madre estaba enferma y murió poco después, pero alcanzó a
verme libre. Sé lo que significa la esclavitud. Se pierde todo, la
esperanza, la dignidad y la fe —agregó Leanne.
—El señor Murphy… —balbuceó Tété, sin saber cómo plantear su
pregunta.
—Mi marido es un buen hombre, Tété, trata de aliviar las vidas de
su gente. No le gusta la esclavitud. Cuando tengamos nuestra tierra,
la cultivaremos sólo con nuestros hijos. Nos iremos al norte, allá será
más fácil.
—Les deseo suerte, señora Murphy, pero aquí todos quedaremos
desolados si ustedes se van.
217
Isabel Allende
La isla bajo el mar
El capitán La Liberté
E
l doctor Parmentier llegó a Nueva Orleans a comienzos del año
1800, tres meses después de que Napoleón Bonaparte se
proclamara Primer Cónsul de Francia. El médico había salido de SaintDomingue en 1794, después de la matanza de más de mil civiles
blancos a manos de los rebeldes. Entre ellos había varios conocidos
suyos, y eso, más la certeza de que no podía vivir sin Adèle y sus
hijos, lo decidió a irse. Después de mandar a su familia a Cuba
continuó trabajando en el hospital de Le Cap con la esperanza
irracional de que la tormenta de la revolución amainara y los suyos
pudieran volver. Se salvó de redadas, conspiraciones, ataques y
matanzas por ser uno de los pocos médicos que iban quedando y
Toussaint Louverture, que respetaba esa profesión como ninguna
otra, le otorgó su protección personal. Más que protección, era una
orden disimulada de arresto, que Parmentier logró violar con la
complicidad secreta de uno de los más cercanos oficiales de
Toussaint, su hombre de confianza, el capitán La Liberté. A pesar de
su juventud —acababa de cumplir veinte años— el capitán había dado
pruebas de lealtad absoluta, había estado junto a su general de noche
y de día desde hacía varios años y éste lo señalaba como ejemplo de
verdadero guerrero, valiente y cauteloso. No serían los héroes
imprudentes que desafiaban a la muerte quienes ganarían esa larga
guerra, decía Toussaint, sino hombres como La Liberté, que deseaban
vivir. Le encargaba las misiones más delicadas, por su discreción, y
las más audaces, por su sangre fría. El capitán era un adolescente
cuando se puso bajos sus órdenes, llegó casi desnudo y sin más
capital que piernas veloces, un cuchillo de cortar caña afilado como
navaja y el nombre que le había dado su padre en África. Toussaint lo
elevó al rango de capitán después de que el joven le salvó la vida por
tercera vez, cuando otro jefe rebelde le tendió una emboscada cerca
de Limbé, donde mataron a su hermano Jean Pierre. La venganza de
Toussaint fue instantánea y definitiva: arrasó el campamento del
traidor. En una conversación distendida al amanecer, mientras los
sobrevivientes cavaban fosas y las mujeres amontonaban los
cadáveres antes de que se los quitaran los buitres, Toussaint le
preguntó al joven por qué luchaba.
—Por lo que luchamos todos, mi general, por la libertad —
respondió éste.
218
Isabel Allende
La isla bajo el mar
—Ya la tenemos, la esclavitud fue abolida. Pero podemos perderla
en cualquier momento.
—Sólo si nos traicionamos unos a otros, general. Unidos somos
fuertes.
—El camino de la libertad es tortuoso, hijo. A veces parecerá que
retrocedemos, pactamos, perdemos de vista los principios de la
revolución… —murmuró el general, observándolo con su mirada de
puñal.
—Yo estaba allí cuando los jefes les ofrecieron a los blancos
devolver a los negros a la esclavitud a cambio de libertad para ellos,
sus familias y algunos de sus oficiales —replicó el joven, consciente
de que sus palabras podían interpretarse como un reproche o una
provocación.
—En la estrategia de la guerra muy pocas cosas son claras, nos
movemos entre sombras —explicó Toussaint, sin alterarse—. A veces
es necesario negociar.
—Sí, mi general, pero no a ese precio. Ninguno de sus soldados
volverá a ser esclavo, todos preferimos la muerte.
—Yo también, hijo —dijo Toussaint.
—Lamento la muerte de su hermano Jean-Pierre, general.
—Jean-Pierre y yo nos queríamos mucho, pero las vidas
personales deben sacrificarse por la causa común. Eres muy buen
soldado, muchacho. Te ascenderé a capitán. ¿Te gustaría tener un
apellido? ¿Cuál, por ejemplo?
—La Liberté, mi general —respondió el otro sin vacilar,
cuadrándose con la disciplina militar que las tropas de Toussaint
copiaban de los franceses.
—Bien. Desde ahora serás Gambo La Liberté —dijo Toussaint.
El capitán La Liberté decidió ayudar al doctor Parmentier a salir
calladamente de la isla, porque puso en la balanza el estricto
cumplimiento del deber, que le había enseñado Toussaint, y la deuda
de gratitud que tenía con el médico. Pesó más la gratitud. Los blancos
se iban apenas conseguían un pasaporte y acomodaban sus finanzas.
La mayoría de las mujeres y niños se fueron a otras islas o a Estados
Unidos, pero para los hombres era muy difícil obtener pasaporte,
porque Toussaint los necesitaba para engrosar sus tropas y dirigir las
plantaciones. La colonia estaba casi paralizada, faltaban artesanos,
agricultores, comerciantes, funcionarios y profesionales de todas las
ramas, sólo sobraban bandidos y cortesanas, que sobrevivían en
cualquier circunstancia. Gambo La Liberté le debía al discreto doctor
una mano del general Toussaint y su propia vida. Después de que las
monjas emigraron de la isla, Parmentier manejaba el hospital militar
con un equipo de enfermeras entrenadas por él. Era el único médico y
el único blanco del hospital.
En el ataque al fuerte Belair una bala de cañón le destrozó los
dedos a Toussaint, una herida complicada y sucia, cuya solución
evidente habría sido amputar, pero el general consideraba que eso
debía ser un último recurso. En su experiencia como «doctor de
hojas», Toussaint prefería mantener a sus pacientes enteros,
mientras fuese posible. Se envolvió la mano en una cataplasma de
219
Isabel Allende
La isla bajo el mar
hierbas, montó en su noble caballo, el famoso Bel Argent, y Gambo La
Liberté lo condujo a todo galope al hospital de Le Cap. Parmentier
examinó la herida asombrado de que sin tratamiento y expuesta al
polvo del camino, no se hubiese infectado. Pidió medio litro de ron
para aturdir al paciente y dos ordenanzas para que lo sujetaran, pero
Toussaint rechazó la ayuda. Era abstemio y no permitía que nadie lo
tocara fuera de su familia. Parmentier realizó la dolorosa tarea de
limpiar las heridas y colocar los huesos uno a uno en su sitio, bajo el
ojo atento del general, quien por todo consuelo apretaba entre los
dientes un grueso trozo de cuero. Cuando terminó de vendarlo y
ponerle el brazo en cabestrillo, Toussaint escupió el cuero masticado,
le agradeció cortésmente y le indicó que atendiera a su capitán.
Entonces Parmentier se volvió por primera vez hacia el hombre que
había llevado al general hasta el hospital y lo vio apoyado contra la
pared, con los ojos vidriosos, sobre un charco de sangre.
Gambo estuvo con un pie en la fosa un par de veces durante las
cinco semanas en que Parmentier lo retuvo en el hospital y cada vez
volvió a la vida sonriente y con el recuerdo intacto de lo que había
visto en el paraíso de Guinea, donde lo esperaba su padre y siempre
había música, donde los árboles se doblaban de fruta, los vegetales
crecían solos y los peces saltaban del agua y se podían coger sin
esfuerzo, donde todos eran libres: la isla bajo el mar. Había perdido
mucha sangre por los tres agujeros de bala que le perforaban el
cuerpo, dos en un muslo y el tercero en el pecho. Parmentier pasó
días y noches enteros a su lado, peleándoselo a brazo partido a la
muerte, sin darse nunca por vencido, porque el capitán le cayó bien.
Era de un valor excepcional, como a él mismo le hubiese gustado ser.
—Me parece que lo he visto antes en alguna parte, capitán —le
dijo durante una de las terribles curaciones.
—¡Ah! Veo que usted no es de esos blancos incapaces de
distinguir un negro de otro —se burló Gambo.
—En este trabajo el color de la piel es lo de menos, todos sangran
igual, pero le confieso que a veces me cuesta distinguir a un blanco
de otro —replicó Parmentier.
—Tiene buena memoria, doctor. Me debe haber visto en la
plantación Saint-Lazare. Yo era el ayudante de la cocinera.
—No lo recuerdo, pero su cara me resulta familiar —dijo el médico
—. En esa época yo visitaba a mi amigo Valmorain y a Tante Rose, la
curandera. Creo que se escapó antes de que los rebeldes atacaran la
plantación. No he vuelto a verla, pero siempre pienso en ella. Antes
de conocerla, yo hubiera empezado por cortarle a usted la pierna,
capitán, y luego trataría de curarlo con sangrías. Lo habría matado en
el acto y con la mejor intención. Si sigue vivo, es por los métodos que
ella me enseñó. ¿Tiene noticias suyas?
—Es «doctora de hojas» y mambo. La he visto varias veces,
porque hasta mi general Toussaint la consulta. Va de un campamento
a otro curando y aconsejando. Y usted, doctor, ¿sabe algo de Zarité?
—¿De quién?
—Una esclava del blanco Valmorain. Tété, le decían.
—Sí, la conocí. Se fue con su amo después del incendio de Le Cap,
220
Isabel Allende
La isla bajo el mar
creo que a Cuba —dijo Parmentier.
—Ya no es esclava, doctor. Tiene su libertad en un papel firmado
y sellado.
—Tété me mostró ese papel, pero cuando salieron de aquí todavía
no habían legalizado su emancipación —le aclaró el doctor.
Durante esas cinco semanas, Toussaint Louverture solía
preguntar por el capitán y en cada ocasión la respuesta de
Parmentier era la misma, «si quiere que se lo devuelva, no me apure,
general». Las enfermeras estaban enamoradas de La Liberté y,
apenas pudo sentarse, más de una se deslizaba de noche en su
cama, se le subía encima sin aplastarlo y le administraba en dosis
medidas el mejor remedio contra la anemia, mientras él murmuraba
el nombre de Zarité. Parmentier no lo ignoraba, pero concluyó que si
así el herido iba sanando, pues que lo siguieran amando. Finalmente
Gambo se recuperó lo suficiente como para subir a su corcel, echarse
un mosquete al hombro y partir a reunirse con su general.
—Gracias, doctor. No pensé que llegaría a conocer a un blanco
decente —le dijo al despedirse.
—Yo no pensé que llegaría a conocer a un negro agradecido —
replicó el doctor, sonriendo.
—Nunca olvido un favor ni una ofensa. Espero poder pagarle lo
que ha hecho por mí. Cuente conmigo.
—Puede retribuir ahora mismo, capitán, si lo desea. Necesito
juntarme con mi familia en Cuba y ya sabe usted que salir de aquí es
casi imposible.
Once días más tarde el bote de un pescador se llevó al doctor
Parmentier a golpes de remo en una noche sin luna hasta una fragata
anclada a cierta distancia del puerto. El capitán Gambo La Liberté le
había conseguido salvoconducto y pasaje, una de las pocas gestiones
que hizo a espaldas de Toussaint Louverture en su refulgente carrera
militar. Le puso como condición al médico que si volvía a ver a Tété le
diera un recado: «Dígale que lo mío es la guerra y no el amor; que no
me espere, porque ya la he olvidado». Parmentier sonrió ante la
contradicción del mensaje.
Vientos adversos empujaron a Jamaica la fragata en que viajaba
Parmentier con otros refugiados franceses, pero allí no les
permitieron desembarcar y después de muchas vueltas en las
corrientes traicioneras del Caribe, eludiendo tifones y bucaneros,
llegaron a Santiago de Cuba. El doctor se fue por tierra a La Habana
en busca de Adèle. En el tiempo que estuvieron separados no había
podido enviarle dinero y no sabía en qué estado de miseria iba a
encontrar a su familia. Tenía en su poder una dirección, que ella le
había indicado por carta varios meses antes, y así llegó a un barrio de
viviendas modestas, pero bien mantenidas, en una calle de
adoquines, donde las casas eran talleres de diversos oficios:
talabarteros, fabricantes de pelucas, zapateros, mueblistas, pintores y
cocineras que preparaban comida en sus patios para vender en la
calle. Negras grandes y majestuosas, con sus vestidos de algodón
almidonado y sus tignos de colores brillantes, impregnadas de la
fragancia de especias y azúcar, salían de sus casas balanceando
221
Isabel Allende
La isla bajo el mar
canastos y bandejas con sus deliciosos guisos y pasteles, rodeadas de
niños desnudos y perros. Las casas no tenían número, pero
Parmentier llevaba la descripción y no le costó dar con la de Adèle,
pintada de azul cobalto con techo de tejas rojas, una puerta y dos
ventanas adornadas con maceteros de begonias. Un cartel colgado en
la fachada anunciaba con letras gruesas en español: «Madame Adèle,
moda de París». Golpeó con el corazón galopando, oyó un ladrido,
unos pasos de carrera, se abrió la puerta y se encontró con su hija
menor, un palmo más alta de lo que recordaba. La niña dio un grito y
se le lanzó al cuello, loca de gusto, y en pocos segundos el resto de la
familia lo rodeaba, mientras a él se le doblaban las rodillas de fatiga y
amor. Había imaginado muchas veces que no volvería a verlos nunca
más.
222
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Refugiados
A
dèle había cambiado tan poco que llevaba el mismo vestido con
que se fue año y medio antes de Saint-Domingue. Se ganaba la
vida cosiendo, como siempre había hecho, y sus modestos ingresos le
alcanzaban a duras penas para pagar el alquiler y alimentar a su
prole, pero no estaba en su carácter quejarse por lo que le faltaba
sino agradecer lo que tenía. Se adaptó con sus niños entre los
numerosos negros libres de la ciudad y pronto había adquirido una
clientela fiel. Conocía muy bien el oficio del hilo y la aguja, pero no
entendía de moda. De los diseños se encargaba Violette Boisier. Las
dos compartían esa intimidad que suele unir en el exilio a quienes no
se habrían echado una segunda mirada en su lugar de origen.
Violette se había instalado con Loula en una casa modesta en un
barrio de blancos y mulatos, varios escalones más elevado en la
jerarquía de clases que el de Adèle, gracias a su prestancia y el
dinero ahorrado en Saint-Domingue. Había emancipado a Loula
contra su voluntad y colocado a Jean-Martin interno en una escuela de
curas para darle la mejor educación posible. Tenía planes ambiciosos
para él. A los ocho años el chico, un mulato color bronce, era de
facciones y gestos tan armoniosos, que si no llevara el cabello muy
corto, habría pasado por niña. Nadie —y menos él mismo— sabía que
era adoptado; eso era un secreto sellado de Violette y Loula.
Una vez que su hijo estuvo seguro en manos de los frailes,
Violette echó sus redes para conectarse con la gente de buena
posición que podía facilitarle la existencia en La Habana. Se movía
entre franceses, porque los españoles y los cubanos despreciaban a
los refugiados que habían invadido la isla en los años recientes. Los
grands blancs que llegaban con dinero terminaban por irse a las
provincias, donde sobraba tierra y podían plantar café o caña de
azúcar, pero el resto sobrevivía en las ciudades, algunos de sus
rentas o del alquiler de sus esclavos, otros trabajaban o hacían
negocios, no siempre legítimos, mientras el periódico denunciaba la
competencia desleal de los extranjeros, que amenazaba la estabilidad
de Cuba.
Violette no necesitaba hacer labores mal pagadas, como tantos
compatriotas, pero la vida era cara y debía ser cuidadosa con sus
ahorros. No tenía edad ni deseo de volver a su antigua profesión.
Loula pretendía que atrapara un marido con dinero, pero ella seguía
223
Isabel Allende
La isla bajo el mar
amando a Étienne Relais y no quería darle un padrastro a Jean-Martin.
Había pasado la existencia cultivando el arte de caer bien y pronto
contaba con un grupo de amistades femeninas entre quienes vendía
las lociones de belleza preparadas por Loula y los vestidos de Adèle;
así se ganaba la vida. Esas dos mujeres llegaron a ser sus íntimas
amigas, las hermanas que no tuvo. Con ellas tomaba su cafecito de
los domingos en chancletas, bajo un toldo en el patio, haciendo
planes y sacando cuentas.
—Tendré que contarle a madame Relais que su marido murió —le
dijo Parmentier a Adèle cuando oyó la historia.
—No es necesario, ella ya lo sabe.
—¿Cómo puede saberlo?
—Porque se le quebró el ópalo del anillo —le explicó Adèle,
sirviéndole una segunda porción de arroz con plátano frito y carne
mechada.
El doctor Parmentier, quien se había propuesto en sus noches
solitarias compensar a Adèle por el amor sin condiciones y siempre a
la sombra que le había dado por años, repitió en La Habana la doble
vida que llevaba en Le Cap y se instaló en una casa separada,
ocultando su familia ante los ojos de los demás. Se convirtió en uno
de los médicos más solicitados entre los refugiados, aunque no logró
tener acceso a la alta sociedad criolla. Era el único capaz de curar el
cólera con agua, sopa y té, el único con la suficiente honradez para
admitir que no hay remedio contra la sífilis ni el vómito negro, el
único que podía detener la infección en una herida e impedir que una
picadura de alacrán acabara en funeral. Tenía el inconveniente de
que atendía por igual a gente de todos colores. Su clientela blanca lo
soportaba porque en el exilio las diferencias naturales tienden a
borrarse y no estaban en condiciones de exigir exclusividad, pero no
le hubieran perdonado una esposa e hijos de sangre mezclada. Así se
lo dijo a Adèle, aunque ella nunca le pidió explicaciones.
Parmentier alquiló una casa de dos pisos en un barrio de blancos
y destinó la planta baja a consultorio y la segunda a su habitación.
Nadie supo que pasaba las noches a varias cuadras de distancia en
una casita azul cobalto. Veía a Violette Boisier los domingos en casa
de Adèle. La mujer tenía treinta y seis años muy bien llevados y
gozaba de la buena reputación de una viuda virtuosa en la comunidad
de emigrados. Si alguien creía reconocer en ella a una célebre
cocotte de Le Cap, de inmediato descartaba la duda como una
imposibilidad. Violette seguía usando el anillo con el ópalo quebrado y
no pasaba un solo día sin que pensara en Étienne Relais.
Ninguno de ellos pudo adaptarse en Cuba y varios años más tarde
seguían siendo tan extranjeros como el primer día, con el agravante
de que el resentimiento de los cubanos contra los refugiados se había
exacerbado, porque su número seguía aumentando y ya no eran
grands blancs adinerados, sino gente arruinada que se aglomeraba
en barriadas, donde fermentaban crímenes y enfermedades. Nadie
los quería. Las autoridades españolas los hostigaban y les sembraban
el camino de obstáculos legales, con la esperanza de que se
mandaran a cambiar de una vez para siempre.
224
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Un decreto del gobierno anuló las licencias profesionales que no
habían sido obtenidas en España y Parmentier se encontró ejerciendo
medicina de forma ilegal. De nada le servía el sello real de Francia en
su pergamino, y en esas condiciones sólo podía atender a esclavos y
pobres que rara vez podían pagarle. Otro inconveniente era que no
había aprendido ni una sola palabra de español, a diferencia de Adèle
y sus hijos, que lo hablaban a toda velocidad con acento cubano.
Por su parte, Violette Boisier terminó por ceder a la presión de
Loula y había estado a punto de casarse con el dueño de un hotel, un
gallego sesentón, rico y de mala salud, perfecto según Loula, porque
iba a despacharse pronto de muerte natural o con un poco de ayuda
de su parte y dejarlas aseguradas. El hotelero, deschavetado por ese
amor tardío, no quiso aclarar los rumores de que Violette no era
blanca, porque le daba lo mismo. Nunca había deseado a nadie como
a esa voluptuosa mujer y cuando la tuvo por fin en sus brazos
descubrió que le provocaba una insensata ternura de abuelo, que a
ella le quedaba cómoda, porque no competía con el recuerdo de
Étienne Relais. El gallego le abrió su bolsa para que gastara como una
sultana, si se le antojaba, pero se le olvidó mencionarle que estaba
casado. Su esposa se había quedado en España con el único hijo de
ambos, sacerdote dominico, y ninguno de los dos tenía interés en ese
hombre a quien no habían visto en veintisiete años. Madre e hijo
suponían que vivía en pecado mortal, refocilándose con mujeres
culonas en las depravadas colonias del Caribe, pero mientras les
mandara dinero regularmente no les importaba el estado de su alma.
El hotelero creyó que si desposaba a la viuda Relais su familia jamás
se enteraría, y así habría sido sin la intervención de un codicioso
abogado, que averiguó su pasado y se propuso esquilmarlo.
Comprendió que no podía comprar el silencio del leguleyo, porque el
chantaje se repetiría mil veces. Se armó un lío epistolar y unos meses
más tarde apareció de improviso el hijo fraile dispuesto a salvar a su
padre de las garras de Satanás y la herencia de las garras de aquella
meretriz. Violette, aconsejada por Parmentier, renunció al
matrimonio, aunque siguió visitando de vez en cuando a su
enamorado para que no se muriera de pena.
Ese año Jean-Martin cumplía trece años y llevaba cinco diciendo
que iba a seguir la carrera militar en Francia, como su padre.
Orgulloso y testarudo, como siempre había sido, se negó a oír las
razones de Violette, que no quería separarse de él y le tenía horror al
ejército, donde un muchacho tan apuesto podía acabar sodomizado
por un sargento. La insistencia de Jean-Martin fue tan inquebrantable,
que al final su madre debió ceder. Violette aprovechó su amistad con
un capitán de barco, a quien había conocido en Le Cap, para enviarlo
a Francia. Allí lo recibió un hermano de Étienne Relais, también
militar, que lo llevó a la escuela de cadetes de París, donde se habían
formado todos los hombres de su familia. Sabía que su hermano se
había casado con una antillana y no le llamó la atención el color del
chico; no sería el único de sangre mezclada en la Academia.
En vista de que la situación en Cuba se ponía cada vez más difícil
para los refugiados, el doctor Parmentier decidió probar fortuna en
225
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Nueva Orleans y, si las cosas se le daban bien, llevarse después a la
familia. Entonces Adèle se impuso por primera vez en los dieciocho
años que estaban juntos y planteó que no volverían a separarse: se
iban todos juntos o no se iba nadie. Estaba dispuesta a seguir
viviendo oculta, como un pecado del hombre que amaba, pero no
permitiría que su familia se desintegrara. Le propuso que viajaran en
el mismo barco, pero ella y los niños en tercera clase, y
desembarcaran separados, de modo que no los vieran juntos. Ella
misma consiguió pasaportes después de sobornar a las autoridades
correspondientes, como era habitual, y de probar que era libre y
mantenía a sus hijos con su trabajo. No iba a Nueva Orleans a pedir
limosna, le dijo al cónsul con su característica suavidad, sino a coser
vestidos.
Cuando Violette Boisier se enteró de que sus amigos pensaban
emigrar por segunda vez, tuvo una de aquellas fulminantes pataletas
de rabia y llanto que solían darle en la juventud y no había vuelto a
sufrir en años. Se sintió traicionada por Adèle.
—¿Cómo puedes seguir a ese hombre que no te reconoce como la
madre de sus hijos? —sollozó.
—Me quiere como puede —respondió Adèle sin alterarse.
—¡Les ha enseñado a los niños a fingir en público que no lo
conocen! —exclamó Violette.
—Pero los mantiene, los educa y los quiere mucho. Es un buen
padre. Mi vida está unida a la de él, Violette, y no vamos a separarnos
más.
—¿Y yo? ¿Qué será de mí sola aquí? —preguntó Violette
desconsolada.
—Podrías venir con nosotros… —sugirió su amiga.
La idea le pareció espléndida a Violette. Había oído que en Nueva
Orleans existía una floreciente sociedad de gente de color libre donde
todos podrían prosperar. Sin perder tiempo lo consultó con Loula y
ambas decidieron que nada las retenía en Cuba. Nueva Orleans sería
la última oportunidad de echar raíces y planear para la vejez.
Toulouse Valmorain, que había permanecido en contacto con
Parmentier durante esos siete años mediante cartas esporádicas, le
ofreció su ayuda y hospitalidad, pero le advirtió que en Nueva Orleans
había más médicos que panaderos y la competencia sería fuerte. Por
suerte la licencia real de Francia le servía en Luisiana. «Y aquí no le
hará falta hablar español, mi estimado doctor, porque la lengua es el
francés», agregó en su carta. Parmentier descendió del barco y cayó
en el abrazo de su amigo, que lo esperaba en el muelle. No se veían
desde 1793. Valmorain no lo recordaba tan pequeño y frágil, y a su
vez Parmentier no lo recordaba tan rotundo. Valmorain tenía un
nuevo aire de satisfacción, nada quedaba del hombre atormentado
con quien sostenía interminables discusiones filosóficas y políticas en
Saint-Domingue.
Mientras el resto de los pasajeros desembarcaba, ellos esperaron
el equipaje. Valmorain no se fijó para nada en Adèle, una mulata
oscura con dos muchachos y una niña, que procuraba conseguir un
carretón de alquiler para transportar sus bultos, pero distinguió en la
226
Isabel Allende
La isla bajo el mar
muchedumbre a una mujer con un fino traje de viaje color bermellón,
sombrero, bolso y guantes del mismo color, tan hermosa que habría
sido imposible no fijarse en ella. La reconoció al punto, aunque ése
era el último lugar donde esperaba volver a verla. Se le escapó su
nombre en un grito y corrió a saludarla con el entusiasmo de un
chico. «Monsieur Valmorain, ¡qué sorpresa!», exclamó Violette Boisier
tendiéndole una mano enguantada, pero él la tomó por los hombros y
le plantó tres besos en la cara, al estilo francés. Comprobó,
encantado, que Violette había cambiado muy poco y la edad la había
vuelto aún más deseable. Ella le contó en pocas palabras que había
enviudado y que Jean-Martin estaba estudiando en Francia. Valmorain
no recordaba quién era ese Jean-Martin, pero al enterarse de que
había llegado sola lo acosaron los deseos de su juventud. «Espero que
me concedas el honor de visitarte», se despidió en el tono de
intimidad que no había usado con ella desde hacía una década. En
ese instante los interrumpió Loula, que se batía a palabrotas con un
par de cargadores para que transportaran sus baúles. «Las reglas no
han cambiado, tendrá que ponerse en la cola si pretende ser recibido
por madame», le dijo, apartándolo de un codazo.
Adèle alquiló un chalet en la calle Rampart, donde vivían mujeres
libres de color, la mayoría mantenidas por un protector blanco, según
el tradicional sistema de plaçage o «colocación», que había
comenzado en los primeros tiempos de la colonia, cuando no
resultaba fácil convencer a una joven europea de seguir a los
hombres a esas tierras salvajes. Había cerca de dos mil arreglos de
este tipo en la ciudad. La vivienda de Adèle era similar a las demás de
la misma calle, pequeña, cómoda, bien ventilada y provista de un
patio trasero con los muros cubiertos de buganvillas. El doctor
Parmentier tenía un piso a pocas cuadras de distancia, donde
también había instalado su clínica, pero pasaba las horas libres con su
familia en forma mucho más abierta que en Le Cap o La Habana. Lo
único raro de esa situación resultaba la edad de los participantes,
porque el plaçage era un arreglo entre blancos y mulatas de quince
años; el doctor Parmentier iba a cumplir sesenta y Adèle parecía la
abuela de cualquiera de sus vecinas.
Violette y Loula consiguieron una casa más grande en la calle
Chartres. Les bastaron unas vueltas por la plaza de Armas, el dique a
la hora de los paseos y la iglesia del Père Antoine el domingo a
mediodía, para darse cuenta de la vanidad de las mujeres. Las
blancas habían logrado pasar una ley que prohibía a las de color usar
sombrero, joyas o vestidos ostentosos en público bajo pena de
azotes. El resultado fue que las mulatas se ataban el tignon con tal
gracia, que superaba al más fino sombrero de París, lucían un escote
tan tentador, que cualquier joya habría sido una distracción y
caminaban con tal garbo, que por comparación las blancas parecían
lavanderas. Violette y Loula calcularon de inmediato los beneficios
que podían obtener con sus lociones de belleza, en especial la crema
de baba de caracol y perlas disueltas en jugo de limón para aclarar la
piel.
227
Isabel Allende
La isla bajo el mar
El colegio de Boston
E
l golpe con la fusta que recibió de Maurice no le impidió a
Hortense Guizot asistir al célebre baile de Marigny, porque lo
disimuló con un delgado velo que le caía por atrás hasta el suelo y
cubría los alfileres que cerraban el vestido en la espalda, pero le dejó
una fea marca morada durante varias semanas. Con ese moretón
convenció a Valmorain de mandar a su hijo a Boston. También tenía
otro argumento: había menstruado una sola vez desde el nacimiento
de Marie-Hortense, estaba encinta de nuevo y debía cuidarse de los
nervios, así que sería mejor alejar al chico por un tiempo. Su fertilidad
no era un prodigio, como pretendió difundir entre sus amigas, porque
a las dos semanas de dar a luz ya estaba retozando con su marido
con la misma determinación de la luna de miel. Esta vez se trataba de
un niño, estaba segura, destinado a prolongar el apellido y la dinastía
de la familia. Nadie se atrevió a recordarle que ya existía Maurice
Valmorain.
Maurice detestó el colegio desde el momento en que cruzó el
umbral y se cerró a sus espaldas la doble puerta de pesada madera.
El disgusto le duró intacto hasta el tercer año, cuando tuvo un
maestro excepcional. Llegó a Boston en invierno, bajo una llovizna
helada y se encontró en un mundo enteramente gris, el cielo
encapotado, plazas cubiertas de escarcha y árboles esqueléticos con
unos cuantos pajarracos entumecidos en las ramas desnudas. No
conocía el frío verdadero. El invierno se eternizó, andaba con los
huesos doloridos, las orejas azules y las manos rojas de sabañones,
no se quitaba el abrigo ni para dormir y vivía oteando el cielo a la
espera de un misericordioso rayo de sol. El dormitorio contaba con
una estufa a carbón en un extremo, que sólo encendían dos horas por
la tarde para que los muchachos secaran los calcetines. Las sábanas
estaban siempre gélidas, las paredes manchadas de una flora
verdosa y había que romper una costra de hielo en las jofainas para
lavarse por las mañanas.
Los muchachos, bulliciosos y pendencieros, con uniformes tan
grises como el paisaje, hablaban un idioma que Maurice apenas
lograba descifrar gracias a su tutor Gaspard Sévérin, quien conocía
unas pocas palabras de inglés y el resto lo había improvisado en sus
clases mediante un diccionario. Pasaron meses antes de que pudiera
contestar las preguntas de los maestros y un año antes de compartir
228
Isabel Allende
La isla bajo el mar
las bromas de sus compañeros americanos, que lo llamaban «el
franchute» y lo martirizaban con ingeniosos suplicios. Las peculiares
nociones de pugilismo de su tío Sancho resultaron útiles, porque le
permitían defenderse lanzando patadas a los testículos de sus
enemigos, y las prácticas de esgrima le sirvieron para salir victorioso
en los torneos impuestos por el director del colegio, quien hacía
apuestas con los maestros y después castigaba al perdedor.
La comida cumplía el fin puramente didáctico de templar el
carácter. Quien fuera capaz de tragar hígado hervido o cogotes de
pollo con restos de plumas, acompañados de coliflor y arroz
quemado, podía enfrentar los azares de la existencia, incluso la
guerra, para la cual los americanos siempre se estaban preparando.
Maurice, acostumbrado a la refinada cocina de Célestine, pasó trece
días ayunando como un faquir sin que a nadie le importara un bledo y
por último, cuando se desmayó de hambre, no le quedó otra
alternativa que comer lo que le ponían en el plato.
La disciplina era tan férrea como absurda. Los infelices
muchachos debían saltar de la cama al amanecer, desperezarse con
agua helada, correr tres vueltas por el patio resbalando en los
charcos para entrar en calor —si calor podía llamarse el hormigueo en
las manos—, estudiar latín durante dos horas antes de un desayuno
de cacao, pan seco y avena con grumos, aguantar varias horas de
clases y hacer deporte, para lo cual Maurice era negado. Al final del
día, cuando las víctimas desfallecían de fatiga, les daban una charla
moralizante de una o dos horas, según la inspiración del director. El
calvario terminaba recitando en coro la Declaración de
Independencia.
Maurice, que se había criado consentido por Tété, se sometió a
ese régimen carcelario sin quejarse. El esfuerzo de seguir el paso de
los otros muchachos y defenderse de los matones lo tenía tan
ocupado, que se le acabaron las pesadillas y no volvió a pensar en los
patíbulos de Le Cap. Le gustaba aprender. Al principio disimuló su
avidez por los libros para no pecar de arrogante, pero pronto empezó
a ayudar a otros en las tareas y así se hizo respetar. No le confesó a
nadie que sabía tocar el piano, bailar cuadrillas y rimar versos, porque
lo habrían destrozado. Sus camaradas lo veían escribir cartas con
dedicación de monje medieval, pero no se burlaban abiertamente
porque les dijo que iban destinadas a su madre inválida. La madre,
como la patria, no se prestaba para bromas: era sagrada.
Maurice pasó el invierno tosiendo, pero con la primavera se
espabiló. Durante meses había permanecido acurrucado dentro de su
abrigo, con la cabeza sumida entre los hombros, agachado, invisible.
Cuando el sol le entibió los huesos y pudo quitarse los dos chalecos,
los calzones de lana, la bufanda, los guantes, el abrigo y caminar
erguido, se dio cuenta de que la ropa le quedaba estrecha y corta.
Había dado uno de los clásicos estirones de la pubertad y de ser el
más esmirriado de su curso pasó a convertirse en uno de los más
altos y fuertes. Observar el mundo desde arriba con varios
centímetros de ventaja le dio seguridad.
El verano con su caliente humedad no afectó a Maurice,
229
Isabel Allende
La isla bajo el mar
acostumbrado al clima hirviente del Caribe. El colegio se desocupó,
los alumnos y la mayoría de los maestros partieron de vacaciones y
Maurice quedó prácticamente solo esperando instrucciones para
regresar con su familia. Las instrucciones nunca llegaron; en cambio
su padre mandó a Jules Beluche, el mismo chaperón que lo había
acompañado en el largo y deprimente viaje en barco desde su hogar
en Nueva Orleans, por las aguas del golfo de México, bordeando la
península de Florida, capeando el mar de los Sargazos y
enfrentándose a las olas del océano Atlántico, hasta el colegio en
Boston. El chaperón, un pariente remoto y venido a menos de la
familia Guizot, era un hombre de mediana edad, que le tomó lástima
al chiquillo y procuró hacerle la travesía lo más agradable posible,
pero en el recuerdo de Maurice siempre estaría asociado con su exilio
del hogar paterno.
Beluche se presentó en el colegio con una carta de Valmorain
explicándole a su hijo las razones por las cuales ese año no iría a casa
y con suficiente dinero para comprarle ropa, libros y cualquier
capricho que se le antojara a modo de consuelo. Sus órdenes
consistían en guiar a Maurice en un viaje cultural a la histórica ciudad
de Filadelfia, que todo joven de su posición debía conocer, porque allí
había germinado la semilla de la nación americana, como anunciaba
pomposamente la carta de Valmorain. Maurice partió con Beluche y
durante esas semanas de turismo obligado permaneció silencioso e
indiferente, procurando disimular el interés que el viaje le suscitaba y
combatir la simpatía que empezaba a sentir por ese pobre diablo de
Beluche.
El verano siguiente nuevamente el muchacho se quedó esperando
dos semanas en el colegio con su baúl preparado, hasta que se
apersonó el mismo chaperón para conducirlo a Washington y otras
ciudades que no deseaba visitar.
Harrison Cobb, uno de los pocos profesores que permanecían en
el colegio durante la semana de Navidad, se fijó en Maurice
Valmorain, porque era el único alumno que no recibía visitas ni
regalos y pasaba esas fiestas leyendo solo en el edificio casi vacío.
Cobb pertenecía a una de las más antiguas familias de Boston,
establecida en la ciudad desde mediados del siglo XVII y de origen
noble, como todos sabían, aunque él lo negaba. Era defensor fanático
de la república americana y abominaba de la nobleza. Fue el primer
abolicionista que conoció Maurice e iba a marcarlo profundamente. En
Luisiana el abolicionismo era peor visto que la sífilis, pero en el estado
de Massachusetts la cuestión de la esclavitud se discutía
constantemente, porque su Constitución, redactada veinte años
antes, contenía una cláusula que la prohibía.
Cobb encontró en Maurice un intelecto ávido y un corazón
ferviente, en el que sus argumentos humanitarios echaron raíces de
inmediato. Entre otros libros, le dio a leer La interesante narrativa de
la vida de Olaudah Equiano, publicado con enorme éxito en Londres
en 1789. Esa dramática historia de un esclavo africano, escrita en
primera persona, había causado conmoción en el público europeo y
americano, pero pocos se enteraron en Luisiana y el chico no la había
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
oído mencionar. El profesor y su alumno pasaban las tardes
estudiando, analizando y discutiendo; Maurice pudo al fin articular la
desazón que siempre le había producido la esclavitud.
—Mi padre posee más de doscientos esclavos, que un día serán
míos —le confesó Maurice a Cobb.
—¿Es eso lo que quieres, hijo?
—Sí, porque podré emanciparlos.
—Entonces habrá doscientos y pico negros abandonados a su
suerte y un muchacho imprudente en la pobreza. ¿Qué se gana con
eso? —le rebatió el profesor—. La lucha contra la esclavitud no se
hace plantación por plantación, Maurice, hay que cambiar la forma de
pensar de la gente y las leyes en este país y en el mundo. Debes
estudiar, prepararte y participar en política.
—¡Yo no sirvo para eso, señor!
—¿Cómo lo sabes? Todos tenemos adentro una insospechada
reserva de fortaleza que emerge cuando la vida nos pone a prueba.
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
Zarité
A
lcancé a estar en la plantación casi dos años, según mis cálculos,
antes de que los amos me pusieran de nuevo a servir entre los
domésticos. En todo ese tiempo no vi a Maurice ni una sola vez,
porque durante las vacaciones su padre no le permitía volver a casa;
siempre se las arreglaba para enviarlo de viaje a otras partes y al fin,
cuando terminó de estudiar, se lo llevó a Francia a conocer a su
abuela. Pero eso fue más tarde. El amo quería mantenerlo alejado de
madame Hortense. Tampoco pude ver a Rosette, pero el señor
Murphy me traía noticias de ella cada vez que iba a Nueva Orleans.
«¿Qué vas a hacer con esa niña tan bonita, Tété? Deberás
mantenerla encerrada para que no provoque tumultos en la calle»,
me decía en broma.
Madame Hortense dio a luz a su segunda hija, Marie-Luise, que
nació con el pecho cerrado. El clima no le convenía, pero como nadie
puede cambiar el clima, salvo el Père Antoine en casos extremos, no
era mucho lo que se podía hacer para aliviarla. Por ella me llevaron
de vuelta a la casa de la ciudad. Ese año llegó el doctor Parmentier,
que había estado mucho tiempo en Cuba, y reemplazó al médico de
la familia Guizot. Lo primero que hizo fue eliminar las sanguijuelas y
fricciones de mostaza, que estaban matando a la niña, y enseguida
preguntó por mí. No sé cómo se acordaba de mí, después de tantos
años.
Convenció al amo de que yo era la más indicada para cuidar a
Marie-Luise, porque había aprendido mucho de Tante Rose. Entonces
le ordenaron al jefe de capataces enviarme a la ciudad. Me despedí
de mis amigos y de los Murphy con mucha pena y por primera vez
viajé sola, con un permiso para que no me arrestaran.
Muchas cosas habían cambiado en Nueva Orleans durante mi
ausencia: había más basura, coches y gente y una fiebre de construir
casas y alargar las calles. Hasta el mercado se había extendido. Don
Sancho ya no vivía en la casa de Valmorain; se había mudado a un
piso en el mismo barrio. Según Célestine, había olvidado a Adi Soupir
y andaba enamorado de una cubana, a quien nadie en la casa había
tenido ocasión de ver. Me instalé en la mansarda con Marie-Luise,
una chiquita pálida y tan débil que no lloraba. Se me ocurrió
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
amarrármela al cuerpo, porque me había dado buen resultado con
Maurice, que también nació enfermizo, pero madame Hortense dijo
que eso estaba bueno para los negros, no para su hija. No quise
ponerla en una cuna, porque se habría muerto, y opté por llevarla
siempre en brazos.
Apenas pude hablé con el amo para recordarle que ese año yo
cumplía treinta años y me correspondía mi libertad.
—¿Quién va a cuidar a mis hijas? —me preguntó.
—Yo, si le parece, monsieur.
—Es decir que todo seguiría igual.
—No igual, monsieur, porque si soy libre puedo irme si quiero,
ustedes no me pueden golpear y tendrían que pagarme un poco para
que pueda vivir.
—¡Pagarte! —exclamó sorprendido.
—Así trabajan cocheros, cocineras, enfermeras, costureras y otras
personas libres, monsieur.
—Veo que estás muy bien informada. Entonces sabes que nadie
emplea una niñera, siempre es alguien que forma parte de la familia,
como una segunda madre y después como una abuela, Tété.
—No soy de su familia, monsieur. Soy su propiedad.
—¡Siempre te he tratado como si fueras de la familia! En fin, si
eso es lo que pretendes, necesitaré tiempo para convencer a
madame Hortense, aunque es un pésimo precedente y dará mucho
que hablar. Haré lo que pueda.
Me dio permiso para ir a ver a Rosette. Mi hija siempre fue alta y
a los once años parecía de quince. El señor Murphy no me había
mentido, era muy bonita. Las monjas lograron domarle la
impetuosidad, pero no le borraron su sonrisa de hoyuelos y su mirada
seductora. Me saludó con una reverencia formal y cuando la abracé
se puso rígida, creo que estaba avergonzada de su madre, una
esclava café con leche. Mi hija era lo que más me importaba en el
mundo. Habíamos vivido pegadas como un solo cuerpo, una sola
alma, hasta que el miedo de que la vendieran o de que su propio
padre la violara en la pubertad, como había hecho conmigo, me
obligó a separarme de ella. Más de una vez había visto al amo
palpándola como los hombres tocan a las niñas para saber si ya están
maduras. Eso fue antes de que se casara con madame Hortense,
cuando mi Rosette era una criatura sin malicia y se le sentaba en la
falda por cariño. La frialdad de mi hija me dolió: por protegerla, tal
vez la había perdido.
De sus raíces africanas, a Rosette no le quedaba nada. Sabía de
mis loas y de Guinea, pero en el colegio se olvidó de todo eso y se
volvió católica; las monjas le tenían casi tanto horror al vudú como a
los protestantes, a los judíos y a los kaintocks. ¿Cómo podía
reprocharle que ambicionara una vida mejor que la mía? Ella quería
ser como los Valmorain y no como yo. Me hablaba con falsa cortesía,
en un tono que no reconocí, como si yo fuese una extraña. Así lo
recuerdo. Me comentó que le gustaba el colegio, que las monjas eran
bondadosas y le estaban enseñando música, religión y a escribir con
buena letra, pero nada de danza, porque eso tentaba al demonio. Le
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La isla bajo el mar
pregunté por Maurice y me dijo que estaba bien, pero se sentía solo y
quería regresar. Ella sabía de él porque se escribían, como siempre
habían hecho desde que se separaron. Las cartas demoraban
bastante, pero ellos las mandaban seguido, sin esperar respuesta,
como una conversación de tontos. Rosette me contó que a veces
llegaba media docena el mismo día, pero después pasaban varias
semanas sin noticias. Ahora, cinco años después, sé que en esa
correspondencia se llamaban hermanos para despistar a las monjas,
que abrían la correspondencia de las pupilas. Tenían una clave
religiosa para referirse a sus sentimientos: el Espíritu Santo
significaba amor, besos eran rezos, Rosette posaba de ángel de la
guarda, él podía ser cualquier santo o mártir del calendario católico y,
lógicamente, las ursulinas eran demonios. Una típica misiva de
Maurice podía ser que el Espíritu Santo lo visitaba de noche, cuando
él soñaba con el ángel de la guarda, y que despertaba con deseos de
rezar y rezar. Ella le contestaba que ella rezaba por él y debía tener
cuidado con las huestes de demonios que siempre amenazaban a los
mortales. Ahora yo guardo esas cartas en una caja y aunque no
puedo leerlas, sé lo que contienen, porque Maurice me leyó algunas
partes, las que no son demasiado atrevidas.
Rosette me agradeció los regalos de dulces, cintas y libros que le
llegaban, pero yo no se los había enviado. ¿Cómo podía hacerlo sin
dinero? Supuse que se los llevaba el amo Valmorain, pero ella me dijo
que nunca la había visitado. Era don Sancho quien le daba regalos en
mi nombre. ¡Que Bondye me lo bendiga al bueno de don Sancho!
Erzuli, loa madre, no tengo nada que ofrecerle a mi hija. Así era.
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
Promesa por cumplir
E
n la primera ocasión disponible Tété fue a hablar con el Père
Antoine. Debió esperarlo un par de horas, porque andaba en la
cárcel visitando a los presos. Les llevaba comida y les limpiaba las
heridas sin que los guardias se atrevieran a impedírselo, porque se
había corrido la voz de su santidad y existían testimonios de que
había sido visto en varias partes al mismo tiempo y a veces andaba
con un plato luminoso flotando sobre su cabeza. Por fin el capuchino
llegó a la casita de piedra, que le servía de vivienda y oficina, con su
canasto vacío y unas ganas enormes de echarse a descansar, pero lo
aguardaban otros necesitados y todavía faltaba para la puesta del sol,
hora de la oración en la que sus huesos reposaban, mientras su alma
subía al cielo. «Mucho lamento, hermana Lucie, que no me alcance el
ánimo para rezar más y mejor», solía decirle a la monja que lo
atendía. «¿Y para qué va a rezar más, mon père, si ya es santo?», le
contestaba ella invariablemente. Recibió a Tété con los brazos
abiertos, como a todo el mundo. No había cambiado, tenía la misma
dulce mirada de perro grande y olor a ajo, llevaba la misma sotana
inmunda, su cruz de madera y su barba de profeta.
—¡Qué te habías hecho, Tété! —exclamó.
—Usted tiene miles de feligreses, mon père, y se acuerda de mi
nombre —notó ella, conmovida.
Le explicó que había estado en la plantación, le mostró por
segunda vez el documento de su libertad, amarillo y quebradizo, que
guardaba desde hacía años y no le había servido de nada, porque su
amo siempre encontraba una razón para postergar lo prometido. El
Père Antoine se caló unas gruesas gafas de astrónomo, acercó el
papel a la única vela del cuarto y lo leyó lentamente.
—¿Quién más sabe de esto, Tété? Me refiero a alguien que viva en
Nueva Orleans.
—El doctor Parmentier lo vio cuando estábamos en SaintDomingue, pero ahora vive aquí. También se lo mostré a don Sancho,
el cuñado de mi amo.
El fraile se sentó a una mesita de patas temblorosas y escribió
con dificultad, porque las cosas de este mundo las veía envueltas en
una ligera niebla, aunque las del otro las percibía con claridad. Le
entregó dos mensajes salpicados de manchas de tinta, con
instrucciones de dárselos en mano a esos caballeros.
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La isla bajo el mar
—¿Qué dicen estas cartas, mon père? —quiso saber Tété.
—Que vengan a hablar conmigo. Y tú también debes venir aquí el
próximo domingo después de la misa. Entretanto yo guardaré este
documento —dijo el fraile.
—Perdóneme, mon père, pero nunca me he separado de ese
papel… —replicó Tété con aprensión.
—Entonces ésta será la primera vez —sonrió el capuchino
poniéndolo en un cajón de la mesita—. No te preocupes, hija, aquí
está seguro.
Esa mesa destartalada no parecía el mejor lugar para su más
valiosa posesión, pero Tété no se atrevió a manifestar dudas.
El domingo se juntaba media ciudad en la catedral, entre ellos las
familias Guizot y Valmorain con varios de sus domésticos. Era el único
sitio en Nueva Orleans, aparte del mercado, donde gente blanca y de
color, libres y esclavos, se mezclaba, aunque las mujeres se
colocaban a un lado y los hombres en el otro. Un pastor protestante
de visita en la ciudad había escrito en un periódico que la iglesia del
Père Antoine era el lugar más tolerante de la cristiandad. Tété no
siempre podía asistir a la misa; dependía del asma de Marie-Luise,
pero ese día la pequeña amaneció bien y pudieron sacarla de la casa.
Después de la ceremonia le entregó las niñas a Denise y le anunció a
su ama que iba a demorarse un poco porque debía hablar con el
santo.
Hortense no se opuso, pensando que por fin esa mujer iba a
confesarse. Tété había traído de Saint-Domingue sus satánicas
supersticiones y nadie poseía más autoridad que el Père Antoine para
salvar su alma del vudú. Sus hermanas y ella comentaban a menudo
que los esclavos de las Antillas estaban introduciendo ese temible
culto africano en Luisiana, así lo habían comprobado cuando iban con
sus maridos y amigos a la plaza del Congo a presenciar, por sana
curiosidad, las orgías de los negros. Antes era puro menearse y ruido,
ahora había una bruja que danzaba como posesa con una culebra
larga y gorda enroscada en el cuerpo y la mitad de los participantes
caía en trance. Sanité Dédé, se llamaba y había llegado de SaintDomingue con otros negros y con el diablo en el cuerpo. Había que
ver el grotesco espectáculo de hombres y mujeres echando
espumarajos por la boca y con los ojos en blanco, los mismos que
después reptaban detrás de los arbustos a revolcarse como animales.
Esa gente adoraba a una mezcolanza de dioses africanos, santos
católicos, Moisés, los planetas y un lugar llamado Guinea. Sólo el Père
Antoine entendía ese revoltijo y por desgracia lo permitía. Si no fuese
santo, ella misma iniciaría una campaña pública para que lo
apartaran de la catedral, aseguraba Hortense Guizot. Le habían
contado de ceremonias vudú en que bebían sangre de animales
sacrificados y se aparecía el demonio en persona para copular con las
mujeres por delante y con los hombres por detrás. No le extrañaría
que la esclava a quien ella le confiaba nada menos que sus inocentes
hijas, participara en esas bacanales.
En la casita de piedra ya estaban el capuchino, Parmentier,
Sancho y Valmorain en sus sillas, intrigados, porque no sabían por
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
qué habían sido convocados. El santo conocía el valor estratégico del
ataque por sorpresa. La anciana hermana Lucie, que llegó arrastrando
las chancletas y equilibrando con dificultad una bandeja, les sirvió un
vino ordinario en desconchadas tacitas de barro y se retiró. Ésa era la
señal que esperaba Tété para entrar, como le había ordenado el
fraile.
—Los he llamado a esta casa de Dios para rectificar un
malentendido, hijos míos —dijo el Père Antoine, sacando el papel de
la gaveta—. Esta buena mujer, Tété, debió haber sido emancipada
hace siete años, según este documento. ¿No es así, monsieur
Valmorain?
—¿Siete años? ¡Pero si Tété acaba de cumplir treinta! ¡No podía
liberarla antes! —exclamó el aludido.
—Según el Código Negro, un esclavo que le salva la vida a un
miembro de la familia del amo tiene derecho a su libertad inmediata,
cualquiera que sea su edad. Tété le salvó la vida a usted y a su hijo
Maurice.
—Eso no se puede probar, mon père —replicó Valmorain con una
mueca desdeñosa.
—Su plantación de Saint-Domingue fue quemada, sus capataces
fueron asesinados, todos sus esclavos escaparon para unirse a los
rebeldes. Dígame, hijo mío, ¿usted cree que habría sobrevivido sin la
ayuda de esta mujer?
Valmorain tomó el papel y le dio una mirada por encima,
resoplando.
—Esto no tiene fecha, mon père.
—Cierto, parece que usted olvidó ponerla en la prisa y la angustia
de la huida. Es muy comprensible. Por suerte el doctor Parmentier vio
este papel en 1793 en Le Cap, así es que podemos suponer que data
de ese tiempo. Pero eso es lo de menos. Estamos entre caballeros
cristianos, hombres de fe y con buenas intenciones. Le pido, monsieur
Valmorain, en nombre de Dios, que cumpla su palabra —y los ojos
hundidos del santo le desnudaron el alma.
Valmorain se volvió hacia Parmentier, quien tenía los ojos fijos en
su tacita de vino, paralizado entre la lealtad a su amigo, a quien tanto
debía, y su propia nobleza, a la cual el Père Antoine acababa de
recurrir magistralmente. Sancho, en cambio, apenas podía ocultar
una sonrisa bajo sus atrevidos bigotes. El asunto le hacía una
inmensa gracia, porque llevaba años recordándole a su cuñado la
necesidad de resolver el problema de la concubina, pero se había
requerido nada menos que intervención divina para que le hiciera
caso. No entendía por qué retenía a Tété si ya no la deseaba y era un
incordio evidente para Hortense. Los Valmorain podían escoger otra
niñera para sus hijas entre sus numerosas esclavas.
—No se preocupe, mon père, mi cuñado hará lo que es justo —
intervino, después de un breve silencio—. El doctor Parmentier y yo
seremos sus testigos. Mañana iremos al juez para legalizar la
emancipación de Tété.
—De acuerdo, hijos míos. Enhorabuena, Tété, desde mañana
serás libre —anunció el Père Antoine levantando su copita para
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La isla bajo el mar
brindar.
Los hombres hicieron ademán de vaciar las suyas, pero ninguno
podía tragar ese brebaje, y se pusieron de pie para salir. Tété los
detuvo.
—Un momento, por favor. ¿Y Rosette? También ella tiene derecho
a la libertad. Eso dice el documento.
A Valmorain le subió la sangre a la cabeza y el aire se le hizo
escaso entre las costillas. Apretó la empuñadura de su bastón con los
nudillos blancos, controlándose a duras penas para no levantarlo
contra aquella esclava insolente, pero antes de que alcanzara a
actuar intervino el santo.
—Por supuesto, Tété. Monsieur Valmorain sabe que Rosette está
incluida. Mañana ella también será libre. El doctor Parmentier y don
Sancho verán que todo se haga de acuerdo a la ley. Que Dios los
bendiga, hijos míos…
Los tres hombres salieron y el fraile invitó a Tété a tomar una taza
de chocolate para celebrar. Una hora más tarde, cuando ella volvió a
la casa, sus amos la esperaban en el salón, como dos severos
magistrados sentados lado a lado en sillas de respaldo alto, Hortense
rabiosa y Valmorain ofendido, porque no le cabía en la mente que esa
mujer, con quien había contado durante veinte años, lo hubiese
humillado delante del sacerdote y sus más cercanos amigos.
Hortense anunció que llevaría el asunto ante los tribunales, ese
documento había sido escrito bajo presión y no era válido, pero
Valmorain no le permitió continuar por ese camino: no deseaba un
escándalo.
Los amos se arrebataban la palabra para cubrir a la esclava de
recriminaciones que ella no escuchaba, porque tenía una alegre
sonajera de cascabeles en la cabeza. «¡Mal agradecida! Si lo único
que quieres es irte, pues te irás de inmediato. Hasta tu ropa nos
pertenece, pero puedes llevártela para que no salgas desnuda. Te
doy media hora para dejar esta casa y te prohíbo volver a pisarla. ¡A
ver qué será de ti cuando estés en la calle! ¡Ofrecerte a los marineros
como una bellaca, es lo único que podrás hacer!», rugió Hortense
golpeando las patas de su silla con la fusta.
Tété se retiró, cerró la puerta con cuidado y fue a la cocina, donde
el resto de los criados ya sabía lo ocurrido. A riesgo de echarse
encima la ira de su ama, Denise le ofreció que durmiera con ella y se
fuera al amanecer, así no estaría en la calle sin salvoconducto
durante la noche. Todavía no era libre y si la cogía la guardia iría a
dar a la cárcel, pero ella no veía las horas de marcharse. Abrazó a
cada uno con la promesa de verlos en misa, en la plaza del Congo o
en el mercado; no pensaba irse lejos, Nueva Orleans era la ciudad
perfecta para ella, dijo. «No tendrás un amo que te proteja, Tété,
puede pasarte cualquier cosa, hay mucho peligro allá afuera. ¿De qué
vas a vivir?», le preguntó Célestine.
—De lo que he vivido siempre, de mi trabajo.
No se detuvo en su cuarto a recoger sus ínfimas posesiones, se
llevó sólo su papel de la libertad y la cesta de comida que le preparó
Célestine, cruzó la plaza ligera sobre los pies, dio la vuelta a la
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catedral y golpeó la puerta de la casita del santo. Le abrió la hermana
Lucie con una vela en la mano y sin hacer preguntas la condujo por el
corredor que unía la vivienda con la iglesia, hacia una sala mal
iluminada, donde había una docena de indigentes sentados a la
mesa, con platos de sopa y pan. El Père Antoine estaba comiendo con
ellos. «Siéntate, hija, te estábamos esperando. Por el momento la
hermana Lucie te facilitará un rincón donde dormir», le dijo.
Al día siguiente el santo la acompañó al juzgado. A la hora exacta
se presentaron Valmorain, Parmentier y Sancho a legalizar la
emancipación de «la moza Zarité, a quien llaman Tété, mulata,
treinta años, de buena conducta, por leales servicios. Mediante este
documento su hija Rosette, cuarterona, de once años, pertenece
como esclava a la dicha Zarité». El juez hizo colocar una notificación
pública para que «las personas que tengan objeción legal se
presenten en esta Corte en el plazo máximo de cuarenta días a partir
de esta fecha». Terminado el trámite, que demoró apenas nueve
minutos, todos se retiraron de buen ánimo, incluso Valmorain, porque
durante la noche, una vez que Hortense se durmió cansada de rabiar
y lamentarse, se dio tiempo de pensar a fondo y comprendió que
Sancho tenía razón, y que debía desprenderse de Tété. En la puerta
del edificio la detuvo por un brazo.
—Aunque me has hecho un grave perjuicio, no te guardo rencor,
mujer —le dijo en tono paternal, satisfecho de su propia generosidad
—. Supongo que vas a terminar mendigando, pero al menos salvaré a
Rosette. Seguirá en las ursulinas hasta completar su educación.
—Su hija se lo agradecerá, monsieur —replicó ella y se fue por la
calle bailando.
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La isla bajo el mar
El santo de Nueva Orleans
L
as dos primeras semanas Tété se ganó la comida y un jergón de
paja para dormir ayudando al Père Antoine en sus múltiples tareas
de caridad. Se levantaba antes del amanecer, cuando él ya llevaba un
buen rato rezando, y lo acompañaba a la cárcel, el hospital, el asilo
de locos, el orfanato y algunas casas particulares para dar la
comunión a ancianos y enfermos postrados. El día entero, bajo sol o
lluvia, la figura esmirriada del fraile con su túnica marrón y su barba
enmarañada circulaba por la ciudad; lo veían en las mansiones de los
ricos y en las chabolas miserables, en los conventos y los burdeles,
pidiendo limosna en el mercado y en los cafés, ofreciendo pan a los
mendigos mutilados y agua a los esclavos de los remates en el
Maspero Échange, siempre seguido por una leva de perros famélicos.
Nunca olvidaba consolar a los castigados en los cepos instalados en la
calle, detrás del Cabildo, las ovejas más desgraciadas de su rebaño, a
quienes les limpiaba las heridas con tal torpeza, porque era corto de
vista, que Tété debía intervenir.
—¡Qué manos de ángel tienes, Tété! El Señor te ha señalado para
que seas enfermera. Tendrás que quedarte a trabajar conmigo —le
propuso el santo.
—No soy monja, mon père, no puedo trabajar gratis para siempre,
debo mantener a mi hija.
—No sucumbas a la codicia, hija, el servicio al prójimo tiene su
pago en el cielo, como prometió Jesús.
—Dígale que mejor me paga aquí mismo, aunque sea poca cosa.
—Se lo diré, hija, pero Jesús tiene muchos gastos —respondió el
fraile con una risa socarrona.
Al atardecer volvían a la casita de piedra, donde los esperaba la
hermana Lucie con agua y jabón para lavarse antes de comer con los
indigentes. Tété se iba a remojar los pies en un balde con agua y
cortar tiras para hacer vendajes, mientras él oía confesiones, actuaba
de árbitro, resolvía entuertos y disipaba animosidades. No daba
consejos, porque según su experiencia era una pérdida de tiempo,
cada uno comete sus propios errores y aprende de ellos.
Por la noche el santo se cubría con una manta apolillada y salía
con Tété a codearse con la chusma más peligrosa, provisto de una
lámpara, ya que ninguno de los ochenta faroles de la ciudad estaba
colocado donde a él podía servirle. Los delincuentes lo toleraban,
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
porque respondía a las palabrotas con bendiciones sarcásticas y
nadie lograba intimidarlo. No llegaba con ínfulas de condenación ni
propósito de salvar almas, sino a vendar acuchillados, separar
violentos, impedir suicidios, socorrer mujeres, recoger cadáveres y
arrear niños al orfanato de las monjas. Si por ignorancia alguno de los
kaintocks se atrevía a tocarlo, cien puños se alzaban para enseñarle
al forastero quién era el Père Antoine. Entraba al barrio de El Pantano,
el peor antro de depravación del Mississippi, protegido por su
inalterable inocencia y su incierta aureola. Allí se aglomeraban en
garitos de juego y lupanares los remeros de los botes, piratas, chulos,
putas, desertores del ejército, marineros de juerga, ladrones y
asesinos. Tété, aterrada, avanzaba entre barro, vómito, mierda y
ratas, cogida del hábito del capuchino, invocando a Erzuli en alta voz,
mientras él saboreaba el placer del peligro. «Jesús vela por nosotros,
Tété», le aseguraba, feliz. «¿Y si se distrae, mon père?»
Al término de la segunda semana Tété tenía los pies llagados, la
espalda partida, el corazón oprimido por las miserias humanas y la
sospecha de que era mucho más aliviado cortar caña que repartir
caridad entre los mal agradecidos. Un martes se encontró en la plaza
de Armas con Sancho García del Solar, vestido de negro y tan
perfumado que ni las moscas se le acercaban, muy contento, porque
acababa de ganarle un juego de écarte a un americano demasiado
confiado. La saludó con una florida reverencia y un beso en la mano,
ante varios mirones asombrados y luego la invitó a tomar un café.
—Tendrá que ser rápido, don Sancho, porque estoy esperando a
mon père, que anda curando las pústulas de un pecador y no creo
que demore mucho.
—¿No lo ayudas, Tété?
—Sí, pero este pecador tiene el mal español y mon père no me
deja verle las partes privadas. ¡Como si fuera novedad para mí!
—El santo tiene toda la razón, Tété. Si me atacara esa
enfermedad, ¡ni Dios lo permita!, no quisiera que una bella mujer
ofendiera mi pudor.
—No se burle, don Sancho, mire que esa desgracia le puede pasar
a cualquiera. Menos al Père Antoine, por supuesto.
Se sentaron en una mesita frente a la plaza. El propietario de la
cafetería, un mulato libre conocido de Sancho, no ocultó su sorpresa
ante el contraste que presentaban el español y su acompañante, él
con aire de realeza y ella como una mendiga. También Sancho notó el
aspecto patético de Tété y cuando ella le contó lo que había sido su
vida en esas dos semanas, soltó una sonora carcajada.
—Ciertamente la santidad es un agobio, Tété. Tienes que escapar
del Père Antoine o vas a terminar tan decrépita como la hermana
Lucie —dijo.
—No puedo abusar de la gentileza del Père Antoine por mucho
tiempo más, don Sancho. Me iré cuando se cumplan los cuarenta días
de la notificación del juez y tenga mi libertad. Entonces veré qué
hago, tengo que conseguir trabajo.
—¿Y Rosette?
—Sigue en las ursulinas. Sé que usted la visita y le lleva regalos
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en mi nombre. ¿Cómo puedo pagarle lo bueno que usted ha sido con
nosotras, don Sancho?
—No me debes nada, Tété.
—Necesito ahorrar algo para recibir a Rosette cuando salga del
colegio.
—¿Qué dice el Père Antoine de eso? —le preguntó Sancho,
echándole cinco cucharadas de azúcar y un chorro de coñac a su taza
de café.
—Que Dios proveerá.
—Espero que así sea, pero por si acaso sería bueno que tuvieras
un plan alternativo. Necesito un ama de llaves, mi casa es un
desastre, pero si te empleo los Valmorain no me lo perdonarían.
—Entiendo, señor. Alguien me empleará, estoy segura.
—El trabajo pesado lo hacen esclavos, desde el cultivo de los
campos hasta criar niños. ¿Sabías que hay tres mil esclavos en Nueva
Orleans?
—¿Y cuántas personas libres, señor?
—Unos cinco mil blancos y dos mil de color, según dicen.
—O sea, hay más del doble de personas libres que esclavos —
calculó ella—. ¡Cómo no voy a encontrar a alguien que me necesite!
Un abolicionista, por ejemplo.
—¿Abolicionista en Luisiana? Si los hay, están bien escondidos —
se rió Sancho.
—No sé leer, escribir ni cocinar, señor, pero sé hacer los trabajos
de la casa, traer bebés al mundo, coser heridas y curar enfermos —
insistió ella.
—No será fácil, mujer, pero voy a tratar de ayudarte —le dijo
Sancho—. Una amiga mía sostiene que los esclavos salen más caros
que los empleados. Se necesitan varios esclavos para hacer de mala
gana el trabajo que una persona libre hace de buen grado.
¿Entiendes?
—Más o menos —admitió ella, memorizando cada palabra para
repetírsela al Père Antoine.
—El esclavo carece de incentivos, le conviene trabajar lento y
mal, ya que su esfuerzo sólo beneficia al amo, pero la gente libre
trabaja para ahorrar y progresar, ése es su incentivo.
—El incentivo en Saint-Lazare era el látigo del señor Cambray —
comentó ella.
—Y ya ves cómo terminó esa colonia, Tété. No se puede imponer
el terror indefinidamente.
—Usted debe ser un abolicionista disimulado, don Sancho, porque
habla como el tutor Gaspard Sévérin y monsieur Zacharie en Le Cap.
—No repitas eso en público porque me vas a traer problemas.
Mañana quiero verte aquí mismo, limpia y bien vestida. Iremos a
visitar a mi amiga.
Al otro día el Père Antoine partió solo a sus quehaceres, mientras
Tété, con su único vestido recién lavado y su tignon almidonado, iba
con Sancho a buscar empleo por primera vez. No anduvieron lejos,
sólo unas pocas cuadras por la abigarrada calle Chartres, con sus
tiendas de sombreros, encajes, botines, telas y cuanto existe para
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alimentar la coquetería femenina, y se detuvieron ante una casa de
dos pisos pintada de amarillo con rejas de hierro verde en los
balcones.
Sancho golpeó la puerta con un pequeño aldabón en forma de
sapo y les abrió una negra gorda, que al reconocer a Sancho cambió
el gesto de mal humor por una sonrisa enorme. Tété creyó que había
recorrido veinte años en círculos para terminar en el mismo lugar
donde estaba cuando dejó la casa de madame Delphine. Era Loula. La
mujer no la reconoció, eso habría sido imposible, pero como venía con
Sancho, le dio la bienvenida y los condujo a la sala. «Madame vendrá
pronto, don Sancho. Lo está esperando», dijo y desapareció haciendo
retumbar las tablas del suelo con sus pasos de elefanta.
Minutos más tarde Tété, con el corazón saltando, vio entrar a la
misma Violette Boisier de Le Cap, tan hermosa como entonces y con
la seguridad que otorgan los años y los recuerdos. Sancho se
transformó en un instante. Desapareció su fanfarronería de varón
español y se redujo a un muchacho tímido que se inclinaba a besar la
mano de la bella, mientras la punta de su espadín derribaba una
mesita. Tété alcanzó a coger en el aire a un trovador medieval de
porcelana y lo sostuvo contra el pecho, observando pasmada a
Violette. «Supongo que ésta es la mujer de quien me hablaste,
Sancho», dijo ella. Tété notó la familiaridad en el trato y la turbación
de Sancho, recordó los chismes y comprendió que Violette era la
cubana que, según Célestine, había reemplazado a Adi Soupir en el
enamoradizo corazón del español.
—Madame… Nos conocimos hace mucho. Usted me compró de
madame Delphine cuando yo era niña —logró articular Tété.
—¿Sí? No lo recuerdo —titubeó Violette.
—En Le Cap. Usted me compró para monsieur Valmorain. Soy
Zarité.
—¡Por supuesto! Acércate a la ventana para verte bien. ¿Cómo iba
a reconocerte? Entonces eras una chica flaca con la obsesión de
escaparte.
—Ahora soy libre. Bueno, casi libre.
—Dios mío, ésta es una coincidencia demasiado extraña. ¡Loula!
¡Ven a ver quién está aquí! —gritó Violette.
Loula entró arrastrando su corpachón y cuando entendió de quién
se trataba la estrujó en un abrazo de gorila. Un par de lágrimas
sentimentales asomaron en los ojos de la mujer al recordar a Honoré,
asociado en su memoria con la chiquilla que Tété había sido. Le contó
que antes de volver a Francia, madame Delphine trató de venderlo,
pero no valía nada, era un viejo enfermo, y tuvo que soltarlo para que
se las arreglara solo pidiendo limosna.
—Se fue con los rebeldes antes de la revolución. Vino a
despedirse de mí, éramos amigos. Un verdadero caballero ese
Honoré. No sé si alcanzó a llegar a las montañas, porque el camino
era empinado y él tenía los huesos chuecos. Si llegó, quién sabe si lo
aceptaron, porque no estaba en condiciones de pelear en ninguna
guerra —suspiró Loula.
—Seguro que lo aceptaron, porque sabía tocar tambores y
243
Isabel Allende
La isla bajo el mar
cocinar. Eso es más importante que empuñar un arma —la consoló
Tété.
Se despidió del sacerdote y la anciana hermana Lucie con la
promesa de ayudarlos con los enfermos cuando pudiera, y se trasladó
a vivir con Violette y Loula, como tanto había deseado a los diez años.
Para satisfacer una curiosidad pendiente desde hacía dos décadas,
averiguó cuánto había pagado Violette por ella a madame Delphine y
se enteró de que fue el costo de un par de cabras, aunque después su
precio aumentó un quince por ciento cuando fue traspasada a
Valmorain. «Es más de lo que valías, Tété. Eras una chiquilla fea y
mal criada», le aseguró Loula seriamente.
Le asignaron el único cuarto de esclavos de la casa, una celda sin
ventilación, pero limpia, y Violette hurgó entre sus cosas y encontró
algo adecuado para vestirla. Sus tareas eran tantas que no se podían
enumerar, pero básicamente consistían en cumplir las órdenes de
Loula, quien ya no tenía edad ni aliento para labores domésticas y
pasaba el día en la cocina preparando ungüentos para la hermosura y
jarabes para la sensualidad. Ningún cartel en la calle pregonaba lo
que se ofrecía dentro de esas paredes; bastaba el rumor de boca en
boca, que atraía a una fila interminable de mujeres de todas las
edades, la mayoría de color, aunque también llegaban algunas
blancas disimuladas bajo tupidos velos.
Violette atendía sólo por las tardes, no había perdido la costumbre
de dedicar las horas de la mañana a sus cuidados personales y el
ocio. Su cutis, rara vez tocado por la luz directa del sol, seguía tan
delicado como la crême caramel y las finas arrugas de los ojos le
daban carácter; sus manos, que jamás habían lavado ropa ni
cocinado, lucían juveniles, y sus formas se habían acentuado con
varios kilos que la suavizaban sin darle aspecto de matrona. Las
lociones misteriosas habían preservado el color azabache de su
cabello, que peinaba como antes en un moño complicado, con
algunos rizos sueltos para deleite de la imaginación. Todavía
provocaba deseo en los hombres y celos en las mujeres, y esa certeza
agregaba vaivén a su andar y ronroneo a su risa. Sus clientas le
confiaban sus cuitas, le pedían consejo en susurros y adquirían sus
pociones sin regatear, en la más absoluta reserva. Tété la
acompañaba a comprar los ingredientes; desde perlas para aclarar la
piel, que conseguía de los piratas, hasta frascos de vidrio pintado,
que un capitán le traía de Italia. «El envase vale más que el
contenido. Lo que importa es la apariencia», le comentó Violette a
Tété. «El Père Antoine sostiene lo contrario», se rió la otra.
Una vez por semana iban donde un escribano y Violette le dictaba
a grandes rasgos una carta para su hijo en Francia. El escribano se
encargaba de poner sus pensamientos en frases floridas y hermosa
caligrafía. Las cartas demoraban sólo dos meses en llegar a manos
del joven cadete, quien respondía puntualmente con cuatro frases en
jerga militar para decir que su estado era positivo y estaba
estudiando la lengua del enemigo, sin especificar de qué enemigo en
particular, dado que Francia contaba con varios. «Jean-Martin es igual
que su padre», suspiraba Violette cuando leía esas misivas escritas
244
Isabel Allende
La isla bajo el mar
en clave. Tété se atrevió a preguntarle cómo había logrado que la
maternidad no le aflojara las carnes y Violette lo atribuyó a la
herencia de su abuela senegalesa. No le confesó que Jean-Martin era
adoptado, tal como nunca le mencionó sus amoríos con Valmorain.
Sin embargo, le habló de su larga relación con Étienne Relais, amante
y marido, a cuya memoria fue fiel hasta que apareció Sancho García
del Solar, porque ninguno de los pretendientes anteriores en Cuba,
incluso aquel gallego que estuvo a punto de casarse con ella, logró
enamorarla.
—He tenido siempre compañía en mi cama de viuda para
mantenerme en forma. Por eso tengo buen cutis y buen humor.
Tété calculó que pronto ella misma estaría arrugada y
melancólica, porque llevaba años consolándose sola, sin más
incentivo que el recuerdo de Gambo.
—Don Sancho es un señor muy bueno, madame. Si lo quiere ¿por
qué no se casan?
—¿En qué mundo vives, Tété? Los blancos no se casan con
mujeres de color, es ilegal. Además, a mi edad no hay que casarse y
menos con un parrandero incurable como Sancho.
—Podrían vivir juntos.
—No quiero mantenerlo. Sancho morirá pobre, mientras que yo
pienso morirme rica y que me entierren en un mausoleo coronado
con un arcángel de mármol.
Un par de días antes de que se cumpliera el plazo para la
emancipación de Tété, Sancho y Violette la acompañaron al colegio
de las ursulinas a contarle la noticia a Rosette. Se reunieron en la sala
de visitas, amplia y casi desnuda, con cuatro sillas de madera tosca y
un gran crucifijo colgado del techo. Sobre una mesita había tazas de
chocolate tibio, con una costra de nata coagulada flotando encima, y
una urna para las limosnas que ayudaban a mantener a los mendigos
allegados al convento. Una monja asistía a la entrevista y vigilaba de
reojo, porque las alumnas no podían estar sin chaperona en presencia
masculina, aunque fuese el obispo y con mayor razón un tipo tan
seductor como ese español.
Tété rara vez había tocado el tema de la esclavitud con su hija.
Rosette sabía vagamente que ella y su madre pertenecían a
Valmorain y lo comparaba con la situación de Maurice, quien
dependía por completo de su padre y no podía decidir nada por sí
mismo. No le parecía raro. Todas las mujeres y niñas que conocía,
libres o no, pertenecían a un hombre: padre, marido o Jesús. Sin
embargo, ése era el tema constante de las cartas de Maurice, que
siendo libre, vivía mucho más angustiado que ella por la absoluta
inmoralidad de la esclavitud, como la llamaba. En la infancia, cuando
las diferencias entre ambos eran mucho menos aparentes, Maurice
solía sumirse en estados de ánimo trágicos causados por los dos
temas que lo obsesionaban: la justicia y la esclavitud. «Cuando
seamos grandes, tú serás mi amo, yo seré tu esclava, y viviremos
contentos», le dijo Rosette en una ocasión. Maurice la sacudió,
atorado de llanto: «¡Yo nunca tendré esclavos! ¡Nunca! ¡Nunca!».
Rosette era una de las chicas de piel más clara entre las
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
estudiantes de color y nadie dudaba de que fuera hija de padres
libres; sólo la monja superiora conocía su verdadera condición y la
había aceptado por la donación que hizo Valmorain al colegio y la
promesa de que sería emancipada en un futuro cercano. Esa visita
resultó más distendida que las anteriores, en las cuales Tété había
estado a solas con su hija sin nada que decirse, ambas incómodas.
Rosette y Violette simpatizaron de inmediato. Al verlas juntas, Tété
pensó que en cierta forma se parecían, no tanto por los rasgos como
por el colorido y la actitud. Pasaron la hora de visita conversando
animadamente, mientras ella y Sancho las observaban mudos.
—¡Qué niña tan lista y tan bonita es tu Rosette, Tété! ¡Es la hija
que desearía tener! —exclamó Violette cuando salieron.
—¿Qué será de ella cuando salga del colegio, madame? Está
acostumbrada a vivir como rica, no ha trabajado nunca y se cree
blanca —suspiró Tété.
—Falta para eso, mujer. Ya veremos —replicó Violette.
246
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Zarité
E
l día señalado me aposté en la puerta del tribunal a esperar al
juez. La notificación todavía estaba pegada en la pared, como la
había visto cada tarde durante esos cuarenta días, cuando iba, con el
alma en un hilo y un gris-gris de buena suerte en la mano, a
averiguar si alguien se oponía a mi emancipación. Madame Hortense
podía impedirlo, era muy fácil para ella; le bastaría acusarme de
costumbres disipadas o mala índole, pero parece que no se atrevió a
desafiar a su marido. Monsieur Valmorain le tenía horror a los
chismes. En esos días tuve tiempo para pensar y tuve muchas dudas.
Me sonaban en la cabeza las advertencias de Célestine y las
amenazas de los Valmorain; la libertad significaba que no podía
contar con ayuda, no tendría protección ni seguridad. Si no
encontraba trabajo o me enfermaba, terminaría en la cola de
mendigos que alimentaban las ursulinas. ¿Y Rosette? «Calma, Tété.
Confía en Dios, que nunca nos abandona», me consolaba el Père
Antoine. Nadie se presentó en el tribunal para oponerse y el 30 de
noviembre de 1800 el juez firmó mi libertad y me entregó a Rosette.
Sólo el Père Antoine estaba allí, porque don Sancho y el doctor
Parmentier, que me habían prometido asistir, se olvidaron. El juez me
preguntó con qué apellido quería inscribirme y el santo me autorizó
para usar el suyo. Zarité Sedella, treinta años, mulata, libre. Rosette,
once años, cuarterona, esclava, propiedad de Zarité Sedella. Eso
decía el papel que el Père Antoine me leyó palabra a palabra antes de
darme su bendición y un apretado abrazo. Así fue.
El santo partió enseguida a atender a sus necesitados y yo me
senté en un banquito de la plaza de Armas a llorar de alivio. No sé
cuánto rato estuve así, pero fue un llanto largo, porque el sol se
desplazó en el cielo y la cara se me secó en la sombra. Entonces sentí
que me tocaban el hombro y una voz que reconocí al instante me
saludó: «¡Por fin se calma, mademoiselle Zarité! Creí que se iba a
disolver en lágrimas». Era Zacharie, que había estado sentado en
otro banco observándome sin apuro. Era el hombre más guapo del
mundo, pero yo no lo había notado antes porque estaba ciega de
amor por Gambo. En la intendencia de Le Cap, con su librea de gala,
era una figura imponente y allí en la plaza, con chaleco bordado de
247
Isabel Allende
La isla bajo el mar
seda color musgo, camisa de batista, botas con hebillas labradas y
varios anillos de oro, se veía todavía mejor. «¡Zacharie! ¿Es usted
realmente?» Parecía una visión, muy distinguido, con algunas canas
en las sienes y un bastón delgado con mango de marfil.
Se sentó a mi lado y me pidió que dejáramos el trato formal, tú
mejor que de usted, en vista de nuestra antigua amistad. Me contó
que había salido a toda prisa de Saint-Domingue apenas se anunció
el fin de la esclavitud y se había embarcado en una goleta americana
que lo dejó en Nueva York, donde no conocía un alma, tiritaba de frío
y no entendía una palabra de la jerigonza que hablaba esa gente,
como dijo. Sabía que la mayoría de los refugiados de Saint-Domingue
estaban instalados en Nueva Orleans y se las arregló para llegar
hasta aquí. Le iba muy bien. Un par de días antes había visto por
casualidad la notificación de mi libertad en el tribunal, hizo unas
averiguaciones y cuando estuvo seguro de que se trataba de la
misma Zarité que él conocía, esclava de monsieur Toulouse
Valmorain, decidió aparecer en la fecha indicada, ya que de todos
modos su bote estaría anclado en Nueva Orleans. Me vio entrar con el
Père Antoine en el tribunal, me esperó en la plaza de Armas y
después tuvo la delicadeza de dejarme llorar a gusto antes de
saludarme.
—Esperé treinta años este momento y cuando llega, en vez de
bailar de alegría, me pongo a llorar —le dije, avergonzada.
—Ya tendrás tiempo de bailar, Zarité. Saldremos a celebrar esta
misma tarde —me ofreció.
—¡No tengo nada que ponerme!
—Tendré que comprarte un vestido; es lo menos que mereces en
este día, el más importante de tu vida.
—¿Eres rico, Zacharie?
—Soy pobre pero vivo como rico. Eso es más sabio que ser rico y
vivir como pobre —y se echó a reír—. Cuando me muera, mis amigos
tendrán que hacer una colecta para enterrarme, pero mi epitafio dirá
con letras de oro: aquí yace Zacharie, el negro más rico del
Mississippi. Ya mandé inscribir la lápida y la guardo debajo de mi
cama.
—Eso mismo desea madame Violette Boisier: una tumba
impresionante.
—Es lo único que queda, Zarité. Dentro de cien años los visitantes
del cementerio podrán admirar las tumbas de Violette y Zacharie e
imaginar que tuvimos una buena vida.
Me acompañó a la casa. A medio camino nos cruzamos con dos
hombres blancos, casi tan bien vestidos como Zacharie, que lo
miraron de arriba abajo con expresión burlona. Uno de ellos lanzó un
escupitajo muy cerca de los pies de Zacharie, pero él no se dio
cuenta o prefirió desdeñarlo.
No fue necesario que me comprara un vestido, porque madame
Violette quiso arreglarme para la primera cita de mi vida. Con Loula
me bañaron, me masajearon con crema de almendras, pulieron mis
uñas y me arreglaron los pies lo mejor posible, pero no pudieron
disimular los callos de tantos años andando descalza. Madame me
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
maquilló, pero en el espejo no apareció mi cara pintarrajeada, sino
una Zarité Sedella casi bonita. Me puso un vestido suyo de corte
imperio de muselina con una capa del mismo color durazno y me
anudó a su manera un tignon de seda. Me prestó sus zapatillas de
tafetán y sus grandes aros de oro, su única joya, aparte del anillo de
ópalo roto, que nunca se quitaba del dedo. No tuve que ir con
chancletas y llevar las zapatillas en una bolsa para no ensuciarlas en
la calle, como siempre se hace, porque Zacharie llegó en un coche de
alquiler. Supongo que Violette, Loula y varias vecinas que acudieron a
curiosear, se preguntaban por qué un caballero como él perdía su
tiempo con alguien tan insignificante como yo.
Zacharie me trajo dos gardenias, que Loula me prendió en el
escote, y nos fuimos al Teatro de la Ópera. Esa noche presentaban
una obra del compositor Saint-Georges, hijo de un plantador de
Guadalupe y su esclava africana. El rey Luis XVI lo nombró director de
la Ópera de París, pero no duró mucho, porque divas y tenores se
negaban a cantar bajo su batuta. Así me contó Zacharie. Tal vez
ninguno de los blancos del público, que tanto aplaudieron, sabía que
la música era de un mulato. Teníamos los mejores asientos en la
parte reservada a la gente de color, segundo piso al centro. El denso
aire del teatro olía a alcohol, sudor y tabaco, pero yo sólo olía mis
gardenias. En las galerías había varios kaintocks que interrumpían
con burlas gritonas, hasta que por fin los sacaron a empellones y la
música pudo continuar. Después fuimos al Salón Orleans, donde
tocaban valses, cuadrillas y polca, los mismos bailes que Maurice y
Rosette aprendieron a varillazos. Zacharie me guió sin pisarme los
pies ni atropellar a otras parejas, teníamos que hacer figuras en la
pista sin aletear ni sacudir el rabo. Había algunos hombres blancos,
pero ninguna mujer blanca y Zacharie era el más negro, aparte de los
músicos y meseros, y también el más bello. Pasaba a todo el mundo
en altura, bailaba como si fuera flotando y sonreía con sus dientes
perfectos.
Nos quedamos en el baile una media hora, pero Zacharie se dio
cuenta de que yo no calzaba allí para nada y nos fuimos. Lo primero
que hice al subir al coche fue quitarme los zapatos.
Terminamos cerca del río, en una callecita discreta lejos del
centro. Me llamó la atención que, frente a ella, hubiera varios coches
con lacayos adormecidos en los pescantes, como si llevaran un buen
rato esperando. Nos detuvimos frente a un muro cubierto de hiedra y
una puerta angosta, mal alumbrada por un farol y vigilada por un
blanco armado con dos pistolas que saludó a Zacharie con respeto.
Entramos en un patio donde había una docena de caballos ensillados
y oímos los acordes de una orquesta. La casa, que no era visible
desde la calle, era de buen tamaño pero sin pretensiones, con el
interior oculto por gruesos cortinajes en las ventanas.
—Bienvenido a Chez Fleur, la casa de juego más famosa de
Nueva Orleans —me anunció Zacharie con un gesto que abarcó la
fachada.
Pronto nos encontramos en un amplio salón. Entre la humareda
de los cigarros vi hombres blancos y de color, unos junto a las mesas
249
Isabel Allende
La isla bajo el mar
de juego, otros bebiendo y algunos bailando con mujeres escotadas.
Alguien nos puso copas de champán en las manos. No podíamos
avanzar, porque a Zacharie lo detenían a cada paso para saludarlo.
Bruscamente estalló una riña entre varios jugadores y Zacharie
hizo ademán de intervenir, pero se le adelantó una persona enorme
con una mata de cabello duro como paja seca, un cigarro entre los
dientes y botas de leñador, que repartió unos bofetones sonoros y la
pelea se disolvió. Dos minutos más tarde los hombres estaban
sentados con los naipes en la mano, bromeando, como si no
acabaran de ser cacheteados. Zacharie me presentó a quien había
impuesto orden. Pensé que era un hombre con senos, pero resultó
ser una mujer con pelos en la cara. Tenía un delicado nombre de flor
y pájaro que no correspondía a su aspecto: Fleur Hirondelle.
Zacharie me explicó que con el dinero que había ahorrado
durante años para comprar su libertad, que se llevó cuando se fue de
Saint-Domingue, más un préstamo del banco, conseguido por su
socia Fleur Hirondelle, pudieron comprar la casa, que estaba en
malas condiciones, pero la arreglaron con todas las comodidades y
hasta cierto lujo. No tenían problemas con las autoridades, porque
una parte del presupuesto se destinaba a sobornos. Vendían licor y
comida, había música alegre de dos orquestas y ofrecían las damas
de la noche más vistosas de Luisiana. No eran empleadas de la casa,
sino artistas independientes, porque Chez Fleur no era un lupanar: de
ésos había muchos en la ciudad y no se necesitaba uno más. En las
mesas se perdían y a veces se ganaban fortunas, pero el grueso
quedaba en la casa de juego. Chez Fleur era buen negocio, aunque
todavía estaban pagando el préstamo y tenían muchos gastos.
—Mi sueño es tener varias casas de juego, Zarité. Claro que
necesitaría socios blancos, como Fleur Hirondelle, para conseguir el
dinero.
—¿Ella es blanca? Parece un indio.
—Francesa de pura cepa, pero quemada por el sol.
—Tuviste suerte con ella, Zacharie. Los socios no son
convenientes, es mejor pagarle a alguien para que preste el nombre.
Así hace madame Violette para dar esquinazo a la ley. Don Sancho da
la cara, pero ella no lo deja husmear en sus negocios.
En el local bailé a mi modo y la noche pasó volando. Cuando
Zacharie me llevó de regreso a casa estaba amaneciendo. Tuvo que
sostenerme por un brazo, porque me daba vueltas la cabeza de
contento y champán, que nunca antes había tomado. «Erzuli, loa el
amor, no permitas que me enamore de este hombre, porque voy a
sufrir», rogué esa noche, pensando en cómo lo miraban las mujeres
en el Salón Orleans y se le ofrecían en el Chez Fleur.
Desde la ventanilla del carruaje vimos al Père Antoine que
regresaba a la iglesia arrastrando sus sandalias después de una
noche de buenas obras. Iba agotado y nos detuvimos para llevarlo,
aunque me dio vergüenza mi aliento de alcohol y mi vestido
escotado. «Veo que has celebrado en grande tu primer día de
libertad, hija mía. Nada más merecido en tu caso que un poco de
disipación», fue todo lo que dijo antes de darme su bendición.
250
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Tal como Zacharie me había prometido, ése fue un día feliz. Así lo
recuerdo.
251
Isabel Allende
La isla bajo el mar
La política del día
E
n Saint-Domingue, Pierre-François Toussaint, llamado Louverture
por su habilidad para negociar, mantenía un precario control bajo
su dictadura militar, pero los siete años de violencia habían
devastado la colonia y empobrecido a Francia. Napoleón no iba a
permitir que ese patizambo, como lo llamaba, le impusiera
condiciones. Toussaint se había proclamado gobernador vitalicio
inspirado en el título napoleónico de primer cónsul vitalicio, y trataba
a éste de igual a igual. Bonaparte pensaba aplastarlo como a una
cucaracha, poner a los negros a trabajar en las plantaciones y
recuperar la colonia bajo dominio de los blancos. En el Café des
Émigrés en Nueva Orleans, los parroquianos seguían con vehemente
atención los confusos acontecimientos de los meses siguientes,
porque no perdían la esperanza de regresar a la isla. Napoleón envió
una numerosa expedición bajo el mando de su cuñado, el general
Leclerc, quien llevaba consigo a su bella esposa Pauline Bonaparte. La
hermana de Napoleón viajaba con cortesanos, músicos, acróbatas,
artistas, muebles, adornos y todo lo deseable para instalar en la
colonia una corte tan espléndida como la que había dejado en París.
Salieron de Brest a fines de 1801 y dos meses más tarde Le Cap
fue bombardeado por los buques de Leclerc y reducido a cenizas por
segunda vez en diez años. A Toussaint Louverture no se le movió una
ceja. Impasible, aguardaba en cada instancia el momento preciso de
atacar o de replegarse y cuando eso sucedía sus tropas dejaban la
tierra arrasada, sin un árbol de pie. Los blancos que no alcanzaban a
ponerse bajo la protección de Leclerc, eran aniquilados. En abril la
fiebre amarilla cayó como otra maldición sobre las tropas francesas,
poco acostumbradas al clima y sin defensa contra la epidemia. De los
diecisiete mil hombres que llevaba Leclerc al comenzar la expedición,
le quedaron siete mil en lamentables condiciones; del resto había
cinco mil agonizantes y otros cinco mil bajo tierra. Nuevamente
Toussaint agradeció la oportuna ayuda de los ejércitos alados de
Macandal.
Napoleón mandó refuerzos y en junio otros tres mil soldados y
oficiales murieron de la misma fiebre; no alcanzaba la cal viva para
cubrir los cuerpos en las fosas comunes, donde buitres y perros les
arrancaban pedazos. Sin embargo, ese mismo mes la z'etoile de
Toussaint se apagó en el firmamento. El general cayó en una trampa
252
Isabel Allende
La isla bajo el mar
tendida por los franceses con el pretexto de parlamentar, fue
arrestado y deportado a Francia con su familia. Napoleón había
vencido al «general negro más grande de la historia», como lo
calificaban. Leclerc anunció que la única forma de restaurar la paz
sería matar a todos los negros de las montañas y la mitad de los de
las llanuras, hombres y mujeres, y dejar vivos sólo a los niños
menores de doce años, pero no alcanzó a ejecutar su plan, porque se
enfermó.
Los emigrados blancos de Nueva Orleans, incluso los
monárquicos, brindaron por Napoleón, el invencible, mientras
Toussaint Louverture se moría lentamente en una celda helada en un
fuerte de los Alpes, a dos mil novecientos metros de altura, cerca de
la frontera con Suiza. La guerra continuó implacable durante todo el
año 1802 y muy pocos hicieron la cuenta de que en esa breve
campaña Leclerc había perdido casi treinta mil hombres antes de
perecer él mismo del mal de Siam en noviembre. El primer cónsul
prometió enviar a Saint-Domingue otros treinta mil soldados.
Una tarde de invierno de 1802, el doctor Parmentier y Tété
conversaban en el patio de Adèle, donde se encontraban con
frecuencia. Tres años antes, cuando el doctor vio a Tété en casa de
los Valmorain poco después de haber llegado de Cuba, cumplió con
darle el mensaje de Gambo. Le habló de las circunstancias en que lo
había conocido, sus horrendas heridas y la larga convalecencia, que
les permitió conocerse. También le contó la ayuda que el bravo
capitán le había prestado para salir de Saint-Domingue cuando eso
era casi imposible. «Dijo que no lo esperaras, Tété, porque ya te
había olvidado, pero si te envió ese recado, es que no te había
olvidado», le comentó el médico en esa ocasión. Suponía que Tété se
había librado del fantasma de ese amor. Conocía a Zacharie y
cualquiera podía adivinar sus sentimientos por Tété, aunque el doctor
nunca había sorprendido entre ellos esos gestos posesivos que
delatan intimidad. Tal vez el hábito de cautela y disimulo, que les
había servido en la esclavitud, tenía raíces demasiado profundas. La
casa de juego mantenía ocupado a Zacharie que, además, viajaba de
vez en cuando a Cuba y otras islas a abastecerse de licores, cigarros
y otras mercancías para su negocio. Tété nunca estaba preparada
cuando Zacharie aparecía en la casa de la calle Chartres. Parmentier
se había encontrado con él varias veces cuando Violette lo invitaba a
cenar. Era amable y formal, y siempre llegaba con el clásico pastel de
almendras para coronar la mesa. Con él, Zacharie hablaba de política,
su tema predilecto; con Sancho de apuestas, caballos y negocios de
fantasía, y con las mujeres de todo lo que las halagaba. De vez en
cuando lo acompañaba su socia, Fleur Hirondelle, quien parecía tener
una curiosa afinidad con Violette. Depositaba sus armas en la
entrada, se sentaba a tomar té en la salita y luego desaparecía en el
interior de la casa tras los pasos de Violette. El doctor podía jurar que
regresaba sin vellos en la cara y una vez la había visto guardar un
frasquito en su faltriquera de pólvora, seguramente un perfume,
porque le había oído decir a Violette que todas las mujeres tienen un
rescoldo de coquetería en el alma y bastan unas gotas fragantes para
253
Isabel Allende
La isla bajo el mar
encenderlo. Zacharie fingía no darse cuenta de esas debilidades de su
socia, mientras esperaba que Tété se engalanara para salir con él.
Una vez llevaron al doctor a Chez Fleur y allí pudo ver a Zacharie
y Fleur Hirondelle en su ambiente y apreciar la dicha de Tété bailando
descalza. Tal como Parmentier había imaginado al conocerla en la
habitation Saint-Lazare, cuando ella era muy joven, Tété poseía una
gran reserva de sensualidad, que en esa época ocultaba bajo su
expresión severa. Viéndola bailar, el médico concluyó que al ser
emancipada no sólo había cambiado su condición legal, sino que se
había liberado ese aspecto de su carácter.
En Nueva Orleans la relación de Parmentier con Adèle era normal,
pues varios de sus amigos y pacientes mantenían familias de color.
Por primera vez el doctor no necesitaba recurrir a estrategias
indignas para visitar a su mujer, nada de andar de madrugada con
precauciones de bandido para no ser visto. Cenaba casi todas las
noches con ella, dormía en su cama y al otro día se iba a paso
tranquilo a las diez de la mañana a su consultorio, sordo a los
comentarios que pudiese suscitar. Había reconocido a sus hijos, que
ahora llevaban su apellido, y ya los dos varones estaban estudiando
en Francia, mientras la niña lo hacía en las ursulinas. Adèle trabajaba
en su costura y ahorraba, como siempre lo había hecho. Dos mujeres
la ayudaban con los corsés de Violette Boisier, unas armaduras
reforzadas con barbas de ballena, que le daban curvas a la mujer más
plana y no se notaban, de modo que los vestidos parecían flotar sobre
el cuerpo desnudo. Las blancas se preguntaban cómo una moda
inspirada en la Grecia antigua podía lucir mejor en las africanas que
en ellas. Tété iba y venía entre ambas casas con dibujos, medidas,
telas, corsés y vestidos terminados, que después Violette se
encargaba de vender entre sus clientas. En una de esas
oportunidades Parmentier se encontró conversando con Tété y Adèle
en el patio de las buganvillas, que en esa época del año eran unos
palos secos sin flores ni hojas.
—Hace siete meses que murió Toussaint Louverture. Otro crimen
de Napoleón. Lo mataron de hambre, frío y soledad en la prisión, pero
no será olvidado: el general entró en la historia —dijo el doctor.
Estaban bebiendo jerez después de una cena de bagre con
vegetales, ya que entre sus muchas virtudes, Adèle era buena
cocinera. El patio era el lugar más agradable de la casa, incluso en
noches frías como aquélla. La tenue luz provenía de un brasero, que
Adèle había encendido para obtener los carbones de la plancha y de
paso calentar al pequeño círculo de amigos.
—La muerte de Toussaint no significa el fin de la revolución.
Ahora el general Dessalines está al mando. Dicen que es un hombre
implacable —continuó el médico.
—¿Qué habrá sido de Gambo? No confiaba en nadie, tampoco en
Toussaint —comentó Tété.
—Después cambió de opinión respecto a Toussaint Louverture. En
más de una ocasión arriesgó su vida por salvarlo, era el hombre de
confianza del general.
—Entonces estaba con él cuando lo arrestaron —dijo Tété.
254
Isabel Allende
La isla bajo el mar
—Toussaint acudió a una cita con los franceses para negociar una
salida política a la guerra, pero lo traicionaron. Mientras él aguardaba
dentro de una casa, afuera asesinaron a mansalva a sus guardias y
los soldados que lo acompañaban. Me temo que el capitán La Liberté
cayó ese día defendiendo a su general —le explicó tristemente
Parmentier.
—Antes Gambo me rondaba, doctor.
—¿Cómo?
—En sueños —dijo Tété vagamente.
No aclaró que antes lo llamaba cada noche con el pensamiento,
como una oración, y a veces lograba invocarlo tan certeramente, que
despertaba con el cuerpo pesado, caliente, lánguido, con la dicha de
haber dormido abrazada a su amante. Sentía el calor y el olor de
Gambo en su propia piel y en esas ocasiones no se lavaba, para
prolongar la ilusión de haber estado con él. Esos encuentros en el
territorio de los sueños eran el único consuelo en la soledad de su
cama, pero de eso hacía mucho tiempo y ya había aceptado la
muerte de Gambo, porque si estuviera vivo se habría comunicado con
ella de alguna manera. Ahora tenía a Zacharie. En las noches que
compartían, cuando él estaba disponible, ella descansaba satisfecha y
agradecida después de haber hecho el amor, con la mano grande de
Zacharie encima. Desde que él estaba en su vida, no había vuelto al
hábito secreto de acariciarse llamando a Gambo, porque desear los
besos de otro, aunque fuese un fantasma, habría sido una traición
que él no merecía. El cariño seguro y tranquilo que compartían
llenaba su vida; no necesitaba nada más.
—Nadie salió con vida de la encerrona que le dieron a Toussaint.
No hubo prisioneros, fuera del general y después su familia, que
también fue arrestada —agregó Parmentier.
—Sé que no cogieron vivo a Gambo, doctor, porque jamás se
habría rendido. ¡Tanto sacrificio y tanta guerra para que al final ganen
los blancos!
—Todavía no han ganado. La revolución continúa. El general
Dessalines acaba de vencer a las tropas de Napoleón y los franceses
han empezado a evacuar la isla. Pronto tendremos aquí otra ola de
refugiados y esta vez serán bonapartistas. Dessalines ha llamado a
los colonos blancos para que recuperen sus plantaciones, porque los
necesita para producir la riqueza que antes tenía la colonia.
—Ese cuento ya lo hemos oído varias veces, doctor, lo mismo hizo
Toussaint. ¿Volvería usted a Saint-Domingue? —le preguntó Tété.
—Mi familia está mejor aquí. Nos quedaremos. ¿Y tú?
—Yo también. Aquí soy libre y Rosette lo será muy pronto.
—¿No es muy joven para ser emancipada?
—El Père Antoine me está ayudando. Conoce a medio mundo a lo
largo y ancho del Mississippi y ningún juez se atrevería a negarle un
favor.
Esa noche Parmentier le preguntó a Tété sobre su relación con
Tante Rose. Sabía que además de asistirla en partos y curaciones,
solía ayudarla en la preparación de medicamentos y estaba
interesado en las recetas. Ella recordaba la mayoría y le aseguró que
255
Isabel Allende
La isla bajo el mar
no eran complicadas y se podían conseguir los ingredientes a través
de los «doctores de hojas» en el Mercado Francés. Hablaron de la
forma de cortar hemorragias, bajar la fiebre y evitar infecciones, de
las infusiones para limpiar el hígado y aliviar los cálculos de vesícula y
riñón, de las sales contra la migraña, las hierbas para abortar y curar
el flujo, los diuréticos, laxantes y fórmulas para fortalecer la sangre,
que Tété sabía de memoria. Se rieron a dos voces del tónico de
zarzaparrilla, que los créoles usaban para todos sus males, y
estuvieron de acuerdo en que hacían mucha falta los conocimientos
de Tante Rose. Al día siguiente Parmentier se presentó ante Violette
Boisier a proponerle que ampliara su negocio de lociones de belleza
con una lista de productos curativos de la farmacopea de Tante Rose,
que Tété podía preparar en la cocina y él se comprometía a comprar
en su totalidad. Violette no tuvo que pensarlo, el negocio le pareció
redondo para todos los interesados: el doctor obtendría los remedios,
Tété cobraría lo suyo y ella se quedaría con el resto sin hacer el
menor esfuerzo.
256
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Los americanos
E
ntonces Nueva Orleans fue sacudida por el rumor más inverosímil.
En cafés y tabernas, en calles y plazas, la gente se reunió con
ánimo exacerbado a comentar la noticia, todavía incierta, de que
Napoleón Bonaparte le había vendido Luisiana a los americanos. Con
el correr de los días prevaleció la idea de que se trataba sólo de una
calumnia, pero siguieron hablando del corso maldito, porque
recuerden, señores, que Napoleón es de Córcega, no se puede decir
que sea francés, nos ha vendido a los kaintocks. Era la transacción de
terreno más formidable y barata de la historia: más de dos millones
de kilómetros cuadrados por la suma de quince millones de dólares,
es decir, unos cuantos centavos por hectárea. La mayor parte de ese
territorio, ocupado por desperdigadas tribus indígenas, no había sido
explorado debidamente por blancos y nadie lograba imaginarlo, pero
cuando Sancho García del Solar hizo circular un mapa del continente
hasta el más lerdo pudo calcular que los americanos habían
aumentado el doble el tamaño de su país. «Y ahora ¿qué será de
nosotros? ¿Cómo metió el guante Napoleón en semejante negocio?
¿No somos colonia española?» Tres años antes España le había
entregado Luisiana a Francia mediante el tratado secreto de San
Ildefonso, pero la mayoría no se había enterado aún porque la vida
continuó como siempre. El cambio de gobierno no se notó, las
autoridades españolas permanecieron en sus puestos, mientras
Napoleón guerreaba contra turcos, austríacos, italianos y cualquiera
que se le pusiera por delante, además de los rebeldes en SaintDomingue. Debía luchar en demasiados frentes, incluso contra
Inglaterra, su enemigo ancestral, y necesitaba tiempo, tropas y
dinero; no podía ocupar ni defender Luisiana, temía que cayera en
manos de los británicos y prefirió vendérsela al único interesado, el
presidente Jefferson.
En Nueva Orleans todos, menos los ociosos del Café des Émigrés
que ya estaban con un pie en el barco para volver a Saint-Domingue,
recibieron la noticia con espanto. Creían que los americanos eran
unos bárbaros cubiertos de pieles de búfalo que comían con las botas
sobre la mesa y carecían por completo de decencia, mesura y honor.
¡Y ni hablemos de clase! Sólo les interesaba apostar, beber y darse
tiros o puñetazos, eran de un desorden diabólico y para colmo,
protestantes. Además, no hablaban francés. Bueno, tendrían que
257
Isabel Allende
La isla bajo el mar
aprenderlo, si no ¿cómo pensaban vivir en Nueva Orleans? La ciudad
entera estuvo de acuerdo en que pertenecer a Estados Unidos
equivalía al fin de la familia, la cultura y la única religión verdadera.
Valmorain y Sancho, que mantenían tratos con americanos por sus
negocios, aportaron una nota conciliadora en aquel bochinche,
explicando que los kaintocks eran hombres de frontera, más o menos
como bucaneros, y no se podía juzgar a todos los americanos por
ellos. De hecho, dijo Valmorain, en sus viajes había conocido a
muchos americanos, la gente más bien educada y tranquila; si acaso,
se les podía reprochar que fuesen demasiado moralistas y espartanos
en sus costumbres, lo opuesto de los kaintocks. Su defecto más
notable era considerar el trabajo como una virtud, incluso el trabajo
manual. Eran materialistas, triunfadores y los animaba un entusiasmo
mesiánico por reformar a quienes no pensaban como ellos, pero no
representaban un peligro inmediato para la civilización. Nadie quiso
oírlos, salvo un par de locos como Bernard de Marigny, quien olió las
enormes posibilidades comerciales de congraciarse con los
americanos, y el Père Antoine, quien vivía en las nubes.
Primero se hizo el traspaso oficial, con tres años de retraso, de la
colonia española a las autoridades francesas. Según el exagerado
discurso del prefecto ante la multitud que acudió a la ceremonia, los
habitantes de Luisiana tenían «las almas inundadas con el delirio de
extrema felicidad». Celebraron con bailes, concierto, banquetes y
espectáculos teatrales, en la mejor tradición créole, una verdadera
competencia de cortesía, nobleza y despilfarro entre el depuesto
gobierno español y el flamante gobierno francés, pero duró poco,
porque justamente cuando estaban enarbolando la bandera de
Francia atracó un barco proveniente de Burdeos con la confirmación
de la venta del territorio a los americanos. ¡Vendidos como vacas!
Humillación y furia reemplazaron el ánimo festivo del día anterior. El
segundo traspaso, esta vez de los franceses a los americanos, que
estaban acampados a dos millas de la ciudad, listos para ocuparla,
tuvo lugar diecisiete días más tarde, el 20 de diciembre de 1803, y no
fue ningún «delirio de extrema felicidad», sino duelo colectivo.
Ese mismo mes Dessalines proclamó la independencia de SaintDomingue con el nombre de República Negra de Haití, bajo una nueva
bandera azul y roja. Haití, «tierra de montañas», era el nombre que
los desaparecidos indígenas arahuacos le daban a su isla. Con la
intención de borrar el racismo, que había sido la maldición de la
colonia, todos los ciudadanos, sin importar el color de su piel, se
denominaban nègs y todos los que no eran ciudadanos se llamaban
blancs.
—Creo que Europa y hasta Estados Unidos tratarán de hundir a
esa pobre isla, porque su ejemplo puede incitar a otras colonias a
independizarse. Tampoco permitirán que se propague la abolición de
la esclavitud —le comentó Parmentier a su amigo Valmorain.
—A nosotros, en Luisiana, nos conviene el desastre de Haití,
porque vendemos más azúcar y a mejor precio —concluyó Valmorain,
a quien la suerte de la isla ya no le incumbía, porque todas sus
inversiones estaban afuera.
258
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Los emigrados de Saint-Domingue en Nueva Orleans no
alcanzaron a pasmarse ante esa primera república negra, porque los
acontecimientos en la ciudad requerían toda su atención. En un
brillante día de sol se juntó en la plaza de Armas una multitud
variopinta de créoles, franceses, españoles, indios y negros para ver a
las autoridades americanas que entraban a caballo, seguidas por un
destacamento de dragones, dos compañías de infantería y una de
carabineros. Nadie sentía simpatía por esos hombres que se
pavoneaban como si cada uno de ellos hubiera puesto de su bolsillo
los quince millones de dólares para comprar Luisiana.
En una breve ceremonia oficial en el Cabildo le entregaron las
llaves de la ciudad al nuevo gobernador y luego se efectuó el cambio
de banderas en la plaza, bajaron lentamente el pabellón tricolor de
Francia y elevaron la bandera estrellada de Estados Unidos. Al
cruzarse ambas al medio, se detuvieron por un momento y un
cañonazo dio la señal, que fue respondida de inmediato por un coro
de fogonazos de los barcos en el mar. Una banda de músicos tocó
una canción popular americana y la gente escuchó en silencio;
muchos lloraban a mares y más de una dama desfalleció de pena. Los
recién llegados se dispusieron a ocupar la ciudad en la forma menos
agresiva posible, mientras los nativos se dispusieron a hacerles la
vida muy difícil. Los Guizot ya habían hecho circular cartas
instruyendo a sus relaciones de mantenerlos marginados, nadie debía
colaborar con ellos ni recibirlos en sus casas. Hasta el más lamentable
mendigo de Nueva Orleans se sentía superior a los americanos.
Una de las primeras medidas tomadas por el gobernador
Claiborne fue declarar el inglés idioma oficial, lo cual fue recibido con
burlona incredulidad por los créoles. ¿Inglés? Habían vivido décadas
como colonia española hablando francés; los americanos debían estar
definitivamente dementes si esperaban que su jerga gutural
reemplazara a la lengua más melódica del mundo.
Las monjas ursulinas, aterrorizadas con la certeza de que los
bonapartistas primero y los kaintocks después iban a arrasar la
ciudad, profanar su iglesia y violarlas, se aprontaron para embarcarse
en masa hacia Cuba, a pesar de las súplicas de sus pupilas, sus
huérfanos y los cientos de indigentes que ayudaban. Sólo nueve de
las veinticinco monjas se quedaron, las otras dieciséis desfilaron
cabizbajas hacia el puerto, envueltas en sus velos y llorando,
rodeadas por un séquito de amigos, conocidos y esclavos que las
acompañaron hasta el barco.
Valmorain recibió un mensaje escrito deprisa conminándolo a
retirar a su protegida del colegio en el plazo de veinticuatro horas.
Hortense, quien esperaba otro hijo con la esperanza de que esta vez
fuese el tan deseado varón, le dio a entender sin lugar a dudas a su
marido que esa muchacha negra no pisaría su casa y tampoco quería
que nadie la viera con él. La gente era mal pensada y seguramente
echarían a correr rumores —falsos, por supuesto— de que Rosette era
su hija.
Con la derrota de las tropas napoleónicas en Haití llegó una
segunda avalancha de refugiados a Nueva Orleans, tal como predijo
259
Isabel Allende
La isla bajo el mar
el doctor Parmentier; primero cientos y luego miles. Eran
bonapartistas, radicales y ateos, muy diferentes de los monárquicos
católicos que habían llegado antes. El choque entre emigrados fue
inevitable y coincidió con la entrada de los americanos a la ciudad. El
gobernador Claiborne, un militar joven, de ojos azules y corta melena
amarilla, no hablaba palabra de francés y no entendía la mentalidad
de los créoles, que consideraba perezosos y decadentes.
De Saint-Domingue llegaba un barco tras otro cargado de civiles y
soldados enfermos de fiebre, que representaban un peligro político
por sus ideas revolucionarias, y de salud pública por la posibilidad de
una epidemia. Claiborne procuró aislarlos en campamentos alejados,
pero la medida fue muy criticada y no impidió el chorreo de
refugiados, que de algún modo se las arreglaban para llegar a la
ciudad. Puso en la cárcel a los esclavos que traían los blancos,
temiendo que incitaran a los locales con el germen de la rebelión;
pronto no hubo espacio en las celdas y lo desbordó el clamor de los
amos, indignados porque su propiedad había sido confiscada.
Alegaban que sus negros eran leales y de probado buen carácter, que
de otro modo no los hubieran traído. Además, hacían mucha falta.
Aunque en Luisiana nadie respetaba la prohibición de importar
esclavos y los piratas abastecían el mercado, de todos modos había
mucha demanda. Claiborne, que no era partidario de la esclavitud,
cedió a la presión del público y se dispuso a considerar cada caso
individualmente, lo cual podía llevar meses, mientras Nueva Orleans
estaba en ascuas.
Violette Boisier se aprontó para acomodarse al impacto de los
americanos. Adivinó que los amables créoles, con su cultura del ocio,
no resistirían la pujanza de esos hombres emprendedores y prácticos.
«Fíjate en lo que te digo, Sancho, en poco tiempo estos parvenus nos
van a borrar de la faz de la tierra», le advirtió a su amante. Había oído
hablar del espíritu igualitario de los americanos, inseparable de la
democracia, y pensó que si antes había espacio para la gente de color
libre en Nueva Orleans, con mayor razón lo habría en el futuro. «No te
engañes, son más racistas que ingleses, franceses y españoles
juntos», le explicó Sancho, pero ella no le creyó.
Mientras otros se negaban a mezclarse con los americanos,
Violette se dedicó a estudiarlos de cerca, a ver qué aprendía de ellos
y cómo podía mantenerse a flote en los cambios inevitables que
traerían a Nueva Orleans. Estaba satisfecha con su vida, tenía
independencia y comodidad. Hablaba en serio cuando decía que iba a
morir rica. Con las ganancias de sus cremas y consejos de moda y
belleza había comprado en menos de tres años la casa de la calle
Chartres y planeaba adquirir otra. «Hay que invertir en propiedades,
es lo único que queda, lo demás se lo lleva el viento», le repetía a
Sancho, quien nada propio poseía, ya que la plantación era de
Valmorain. El proyecto de comprar tierra y hacerla producir, le había
parecido fascinante a Sancho el primer año, soportable el segundo y
de ahí en adelante un tormento. El entusiasmo por el algodón se le
esfumó apenas Hortense demostró interés, pues prefería no tener
tratos con esa mujer. Sabía que Hortense estaba conspirando para
260
Isabel Allende
La isla bajo el mar
sacárselo del medio y reconocía que no le faltaban razones: él era
una carga que Valmorain llevaba al hombro por amistad. Violette le
aconsejaba que resolviera sus problemas con una esposa rica. «¿Es
que no me quieres?», replicaba Sancho, ofendido. «Te quiero, pero no
tanto como para mantenerte. Cásate y seguimos siendo amantes.»
Loula no compartía el entusiasmo de Violette por las propiedades.
Sostenía que en esa ciudad de catástrofes estaban sujetas a los
caprichos del clima y los incendios, había que invertir en oro y
dedicarse a prestar dinero, como habían hecho antes con tan buenos
resultados, pero a Violette no le convenía echarse enemigos encima
con maniobras de usurera. Había alcanzado la edad de la prudencia y
estaba labrando su posición social. Sólo le preocupaba Jean-Martin,
que según sus crípticas misivas seguía inamovible en su propósito de
seguir los pasos de su padre, cuya memoria veneraba. Ella pretendía
algo mejor para su hijo, conocía de sobra la dureza de la vida militar,
no había más que ver las condiciones desastrosas en que llegaban los
soldados derrotados de Haití. No podría disuadirlo mediante cartas
dictadas a un escribano; tendría que ir a Francia y convencerlo de que
estudiara una profesión rentable, como abogado. Por incompetente
que fuese, ningún abogado acababa pobre. El hecho de que JeanMartin no hubiese demostrado interés por la justicia no era
importante, muy pocos abogados lo tenían. Después lo casaría en
Nueva Orleans con una chica lo más blanca posible, alguien como
Rosette, pero con fortuna y de buena familia. Según su experiencia, la
piel clara y el dinero facilitaban casi todo. Quería que sus nietos
vinieran al mundo con ventaja.
261
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Rosette
V
almorain había visto a Tété en la calle, era imposible no toparse
en esa ciudad, y había hecho como si no la conociera, pero sabía
que trabajaba para Violette Boisier. Tenía muy poco contacto con la
bella de sus antiguos amores, porque antes de que alcanzaran a
reanudar la amistad, como planeaba cuando la vio llegar a Nueva
Orleans, Sancho se había cruzado con su galantería, su buena pinta y
la ventaja de ser soltero. Valmorain aún no entendía cómo pudo
ganarle la partida su cuñado. Su relación con Hortense había perdido
lustre desde que ella, absorta en la maternidad, había descuidado las
acrobacias en la gran cama matrimonial con angelotes. Estaba
siempre preñada, no alcanzaba a reponerse de una niña y ya estaba
esperando a la siguiente, cada vez más cansada, gorda y tiránica.
A Valmorain se le hacían tediosos los meses en Nueva Orleans, se
sofocaba en el ambiente femenino de su hogar y con la compañía
constante de los Guizot; por eso escapaba a la plantación, dejando a
Hortense con las niñas en la casa de la ciudad. En el fondo ella
también lo prefería así: su marido ocupaba demasiado espacio. En la
plantación se notaba menos, pero en la ciudad los cuartos se les
hacían estrechos y las horas muy largas. Él tenía su propia vida
puertas afuera, pero a diferencia de otros hombres de su condición,
no mantenía a una querida que le endulzara algunas tardes de la
semana. Cuando vio a Violette Boisier en el muelle, pensó que sería la
amante ideal, hermosa, discreta e infértil. La mujer ya no estaba tan
joven, pero él no deseaba una muchacha de quien pronto se cansaría.
Violette siempre fue un desafío y con la madurez sin duda lo era aún
más, con ella nunca podría aburrirse. Sin embargo, por una norma
entre caballeros, no intentó verla después de que Sancho se enamoró
de ella. Ese día fue a la casa amarilla con la esperanza de verla y la
nota de las ursulinas en la chaqueta. Tété, con quien no había
cruzado palabra en tres años, le abrió la puerta.
—Madame Violette no está en este momento —le anunció en el
umbral.
—No importa, vine a hablar contigo.
Ella lo guió a la sala y le ofreció un café, que él aceptó para
recuperar el aliento, aunque el café le producía ardor de estómago.
Se sentó en un sillón redondo donde apenas pudo acomodar el
trasero, con el bastón entre las piernas, acezando. No hacía calor,
262
Isabel Allende
La isla bajo el mar
pero en los últimos tiempos le faltaba el aire con frecuencia. «Debo
adelgazar un poco», se decía cada mañana cuando luchaba con el
cinturón y el corbatín de tres vueltas; hasta el calzado le apretaba.
Tété regresó con una bandeja, le sirvió café como a él le gustaba,
retinto y amargo, luego se sirvió otra taza para ella con mucho
azúcar. Valmorain notó, entre divertido e irritado, un dejo de altanería
en su antigua esclava. Aunque no lo miraba a los ojos y no cometió la
insolencia de sentarse, se atrevía a beber café en su presencia sin
pedirle permiso y en su voz no encontró la sumisión de antes. Admitió
que se veía mejor que nunca; seguramente había aprendido algunos
trucos de Violette, cuyo recuerdo le agitó el corazón: su piel de
gardenia, su melena negra, sus ojos sombreados por largas pestañas.
Tété no podía compararse, pero ahora que no era suya le parecía
deseable.
—¿A qué debo su visita, monsieur? —preguntó ella.
—Se trata de Rosette. No te alarmes. Tu hija está bien, pero
mañana saldrá del colegio porque las monjas se irán a Cuba por el
asunto de los americanos. Es una reacción exagerada y sin duda
volverán, pero ahora tienes que hacerte cargo de Rosette.
—¿Cómo puedo hacer eso, monsieur? —dijo Tété, azorada—. No
sé si madame Violette aceptará que la traiga aquí.
—Eso no me incumbe. Mañana a primera hora debes ir a buscarla.
Tú verás qué haces con ella.
—Rosette también es su responsabilidad, monsieur.
—Esa chiquilla ha vivido como señorita y recibido la mejor
educación gracias a mí. Llegó la hora de que se enfrente con su
realidad. Tendrá que trabajar, a menos que consiga un marido.
—¡Tiene catorce años!
—Edad sobrada para casarse. Las negras maduran temprano —y
se puso trabajosamente de pie para marcharse.
La indignación abrasó a Tété como una llamarada, pero treinta
años de obedecer a ese hombre y el temor que siempre le había
inspirado le impidió decirle lo que tenía en la punta de los labios. No
había olvidado la primera violación del amo, cuando era una niña, el
odio, el dolor, la vergüenza, ni los abusos posteriores que soportó por
años. Callada, temblorosa, le entregó su sombrero y lo condujo a la
puerta. En el umbral él se detuvo.
—¿Te ha servido de algo la libertad? Vives más pobre que antes,
ni siquiera cuentas con un techo para tu hija. En mi casa Rosette
siempre tuvo su lugar.
—El lugar de una esclava, monsieur. Prefiero que viva en la
miseria y sea libre —replicó Tété, conteniendo las lágrimas.
—El orgullo será tu condenación, mujer. No perteneces a ninguna
parte, no tienes un oficio y ya no eres joven. ¿Qué vas a hacer? Me
das lástima, por eso voy ayudar a tu hija. Esto es para Rosette.
Le entregó una bolsa con dinero, descendió los cinco escalones
que conducían a la calle y se fue caminando, satisfecho, en dirección
a su casa. Diez pasos más adelante ya había olvidado el asunto, tenía
otras cosas en que pensar.
Esa temporada Violette Boisier andaba con una idea fija que había
263
Isabel Allende
La isla bajo el mar
empezado a darle vueltas en la cabeza un año antes y se concretó
cuando las ursulinas dejaron a Rosette en la calle. Nadie conocía
mejor que ella las flaquezas de los hombres y las necesidades de las
mujeres, pensaba aprovechar su experiencia para hacer dinero y de
paso ofrecer un servicio que hacía mucha falta en Nueva Orleans. Con
ese fin ofreció hospitalidad a Rosette. La chica llegó con su ropa
escolar, seria y altiva, seguida a dos pasos de distancia por su madre,
que cargaba los bultos y no se cansaba de bendecir a Violette por
haberlas acogido bajo su techo.
Rosette tenía los huesos nobles y los ojos con rayos dorados de su
madre, la piel de almendra de las mujeres en las pinturas españolas,
los labios color ciruela, el cabello ondulado y largo hasta la mitad de
la espalda y las curvas suaves de la adolescencia. A los catorce años
conocía plenamente el poder temible de su hermosura y, a diferencia
de Tété, que había trabajado desde la infancia, parecía hecha para
ser servida. «Está fregada, nació esclava y se da aires de reina. Yo la
pondré en su lugar», opinó Loula con un resoplido desdeñoso, pero
Violette le hizo ver el potencial de su idea: inversión y ganancia,
conceptos de los americanos que Loula había adoptado como propios,
y la convenció de que le cediera su pieza a Rosette y se fuera a
dormir con Tété en la celda de servicio. La niña necesitaría mucho
descanso, dijo.
—Una vez me preguntaste qué ibas a hacer con tu hija cuando
saliera del colegio. Se me ha ocurrido una solución —le anunció
Violette a Tété.
Le recordó que para Rosette las alternativas eran muy escasas.
Casarla sin una buena dote equivalía a una condena de trabajo
forzado junto a un marido pobretón. Debían descartar de plano a un
negro, sólo podía ser un mulato y ésos procuraban casarse para
mejorar su situación social o financiera, lo que Rosette no ofrecía.
Tampoco tenía pasta de costurera, peluquera, enfermera u otro de los
oficios propios de su condición. Por el momento su único capital era la
belleza, pero había muchas chicas hermosas en Nueva Orleans.
—Vamos a arreglar las cosas para que Rosette viva bien sin tener
que trabajar —anunció Violette.
—¿Cómo haremos eso, madame? —sonrió Tété, incrédula.
—Plaçage. Rosette necesita un hombre blanco que la mantenga.
Violette había estudiado la mentalidad de las clientas que
compraban sus lociones de belleza, sus armaduras de barbas de
ballena y los vestidos vaporosos que cosía Adèle. Eran tan ambiciosas
como ella y todas deseaban que su descendencia prosperara. Les
daban un oficio o una profesión a los hijos, pero temblaban por el
futuro de las hijas. Colocarlas con un blanco solía ser más
conveniente que casarlas con un hombre de color, pero había diez
muchachas disponibles por cada blanco soltero y sin tener buenas
conexiones era muy difícil hacerlo. El hombre escogía a la niña y
después la trataba a su antojo, un arreglo muy cómodo para él y
arriesgado para ella. Habitualmente la unión duraba hasta que a él le
llegaba la hora de casarse con alguien de su clase, alrededor de los
treinta años, pero también existían casos en que la relación
264
Isabel Allende
La isla bajo el mar
continuaba por el resto de la vida y otras en que por amor a una
mujer de color, el blanco permanecía soltero. De todas maneras la
suerte de ella dependía de su protector. El plan de Violette consistía
en imponer cierta justicia: la muchacha placée debía exigir seguridad
para ella y sus hijos, ya que ofrecía total dedicación y fidelidad. Si el
joven no podía dar garantías, su padre debía hacerlo, tal como la
madre de la chica garantizaba la virtud y la conducta de su hija.
—¿Qué va a opinar Rosette de esto, madame…? —balbuceó Tété,
asustada.
—Su opinión no cuenta para nada. Piénsalo, mujer. Esto está muy
lejos de ser prostitución, como dicen algunos. Puedo asegurarte, por
experiencia propia, que la protección de un blanco es indispensable.
Mi vida habría sido muy diferente sin Étienne Relais.
—Pero usted se casó con él… —alegó Tété.
—Aquí eso es imposible. Dime, Tété, ¿qué diferencia hay entre
una blanca casada y una chica de color placée? Las dos son
mantenidas, sometidas, destinadas a servir a un hombre y darle hijos.
—El matrimonio significa seguridad y respeto —alegó Tété.
—El plaçage debería ser lo mismo —dijo Violette, enfática—. Tiene
que ser ventajoso para ambas partes, no un coto de caza para los
blancos. Voy a comenzar con tu hija, que no tiene dinero ni buena
familia, pero es bonita y ya es libre, gracias al Père Antoine. Será la
niña mejor placée de Nueva Orleans. Dentro de un año la
presentaremos en sociedad, dispongo del tiempo justo para
prepararla.
—No sé… —Y Tété se calló, porque no tenía nada más
conveniente para su hija y confiaba en Violette Boisier.
No lo consultaron con Rosette, pero la niña resultó más lista de lo
esperado, lo adivinó y no se opuso porque ella también tenía un plan.
En las semanas siguientes Violette visitó una por una a las
madres de adolescentes de color de la clase alta, las matriarcas de la
Société du Cordon Bleu, y les expuso su idea. Esas mujeres
mandaban en su medio, muchas poseían negocios, tierras y esclavos,
que en algunos casos eran sus propios parientes. Sus abuelas habían
sido esclavas emancipadas que tuvieron hijos con sus amos, de
quienes recibieron ayuda para prosperar. Las relaciones de familia,
aunque fuesen de diferentes razas, eran el andamiaje que sostenía el
complejo edificio de la sociedad créole. La idea de compartir a un
hombre con una o varias mujeres no era extraña para esas
cuarteronas cuyas bisabuelas provenían de familias polígamas de
África. Su obligación era darles bienestar a sus hijas y nietos, aunque
ese bienestar proviniera del marido de otra mujer.
Aquellas formidables madrazas, cinco veces más numerosas que
los hombres de su misma clase, rara vez conseguían un yerno
apropiado; sabían que la mejor forma de velar por sus hijas era
colocarlas con alguien que pudiera protegerlas; de otro modo estaban
a merced de cualquier predador. El rapto, la violencia física y la
violación no eran crímenes si la víctima era una mujer de color,
aunque fuese libre.
Violette les explicó a las madres que su idea era ofrecer un baile
265
Isabel Allende
La isla bajo el mar
lujoso en el mejor salón disponible, financiado por cuotas entre ellas.
Los invitados serían jóvenes blancos con fortuna interesados
seriamente en el plaçage, acompañados por sus padres en caso
necesario, nada de galanes sueltos en busca de una incauta para
divertirse sin compromiso. Más de alguna madre sugirió que los
hombres pagaran su entrada, pero según Violette eso abría la puerta
a indeseables, como sucedía en los bailes de carnaval o los del Salón
Orleans y el Teatro Francés, donde por un precio módico entraba
cualquiera, siempre que no fuera negro. Éste sería un baile tan
selectivo como los de debutantes blancas. Habría tiempo de averiguar
los antecedentes de los invitados, ya que nadie deseaba entregar su
hija a alguien de malas costumbres o con deudas. «Por una vez, los
blancos tendrán que aceptar nuestras condiciones», dijo Violette.
Para no inquietarlas, omitió decirles que en el futuro pensaba
agregar americanos a la lista de invitados, a pesar de que Sancho le
había advertido que ningún protestante entendería las ventajas del
plaçage. En fin, ya habría tiempo para eso; por el momento debía
concentrarse en el primer baile.
El blanco podría bailar con la elegida un par de veces y si le
gustaba, él o su padre debían comenzar las negociaciones de
inmediato con la madre de la niña, nada de perder tiempo en
galanteo inútil. El protector debía aportar una casa, una pensión
anual y educar a los hijos de la pareja. Una vez acordados esos
puntos, la muchacha placée se trasladaría a su nueva casa y
comenzaba la convivencia. Ella ofrecía discreción durante el tiempo
que estuvieran juntos y la certeza de que no habría drama cuando
terminara la relación, lo cual dependía por entero de él. «El plaçage
debe ser un contrato de honor, a todos les conviene respetar las
reglas», dijo Violette. Los blancos no podían abandonar en la inopia a
sus jóvenes amantes, porque peligraba el delicado equilibrio del
concubinato aceptado. No había contrato escrito, pero si un hombre
violaba la palabra empeñada, las mujeres se encargarían de arruinar
su reputación. El baile se llamaría Cordon Bleu y Violette se
comprometió a convertirlo en el evento más esperado del año para
los jóvenes de todos los colores.
266
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Zarité
T
erminé por aceptar el plaçage, que las madres de otras chicas
asumían con naturalidad, pero a mí me chocaba. No me gustaba
para mi hija, pero ¿qué otra cosa le podía ofrecer? Rosette lo
comprendió de inmediato cuando me atreví a decírselo. Tenía más
sentido común que yo.
Madame Violette organizó el baile con ayuda de unos franceses
que montaban espectáculos. También creó una Academia de Etiqueta
y Belleza, como pasó a llamarse la casa amarilla, donde preparaba a
las chicas que tomaron sus clases. Dijo que ésas serían las más
solicitadas y podrían regodearse en la elección del protector, así
convenció a las madres y nadie se quejó del costo. Por primera vez
en sus cuarenta y cinco años madame Violette salía temprano de la
cama. Yo la despertaba con un café retinto y salía escapando antes
de que me lo lanzara por la cabeza. El mal humor le duraba media
mañana. Madame aceptó sólo una docena de alumnas, no tenía
capacidad para más, pero planeaba conseguir un local apropiado al
año siguiente. Contrató maestros de canto y danza; las niñas
andaban con una taza de agua en la cabeza para mejorar la postura,
les enseñó a peinarse y maquillarse y en las horas libres yo les
explicaba cómo se lleva una casa, porque de eso sé bastante.
También les diseñó un vestuario a cada una según su figura y
colorido, que después madame Adèle y sus ayudantas cosían. El
doctor Parmentier propuso que las niñas también tuvieran temas de
conversación, pero según madame Violette a ningún hombre le
interesa lo que dice una mujer y don Sancho estuvo de acuerdo. El
doctor, en cambio, siempre escucha las opiniones de Adèle y sigue
sus consejos, porque él no tiene cabeza más que para curar. Ella
toma las decisiones de la familia. Compraron la casa de la calle
Rampart y están educando a los hijos con su trabajo y sus
inversiones, porque el dinero del doctor se hace humo.
A mitad del año las alumnas habían progresado tanto que don
Sancho apostó a sus compinches del Café des Émigrés que todas
serían bien colocadas. Yo observaba las clases con disimulo, a ver si
algo podía servirme para complacer a Zacharie. A su lado parezco
una criada, no tengo el encanto de madame Violette ni la inteligencia
267
Isabel Allende
La isla bajo el mar
de Adèle; no soy coqueta, como me aconsejaba don Sancho, ni
entretenida como desearía el doctor Parmentier.
En el día mi hija andaba presa en un corsé y de noche dormía
embetunada con crema blanqueadora, con un cintillo para aplastarle
las orejas y una cincha de caballo estrujándole la cintura. La belleza
es ilusión, decía madame, a los quince años todas son lindas, pero
para seguir siéndolo se requiere disciplina. Rosette debía leer en voz
alta los listados de la carga de los barcos en el puerto, así se
entrenaba para soportar con buena cara a un hombre aburrido,
apenas comía, se alisaba el pelo con hierros calientes, se depilaba
con caramelo, se daba friegas de avena y limón, pasaba horas
ensayando reverencias, danzas y juegos de salón. ¿De qué le servía
ser libre si debía portarse así? Ningún hombre merece tanto, decía
yo, pero madame Violette me convenció de que era la única forma de
asegurar su futuro. Mi hija, que nunca había sido dócil, se sometía sin
quejarse. Algo había cambiado en ella, ya no se esmeraba en
complacer a nadie, se había vuelto callada. Antes vivía
contemplándose, ahora sólo usaba el espejo en las clases, cuando
madame lo exigía.
Madame enseñaba la forma de halagar sin servilismo, de callar
los reproches, ocultar los celos y vencer la tentación de probar otros
besos. Lo más importante, según ella, era aprovechar el fuego que
las mujeres tenemos en el vientre. Eso es lo que más temen y desean
los hombres. Aconsejaba a las niñas conocer su cuerpo y darse gusto
con los dedos, porque sin placer no hay salud ni belleza. Eso mismo
trató de enseñarme Tante Rose en la época en que comenzaron las
violaciones del amo Valmorain, pero no le hice caso, yo era una
mocosa y andaba demasiado asustada. Tante Rose me daba baños
de hierbas y me ponía una masa de arcilla en la barriga y los muslos,
que al principio se sentía fría y pesada, pero luego se calentaba y
parecía hervir, como si estuviera viva. Así me sanaba. La tierra y el
agua curan el cuerpo y el alma. Supongo que con Gambo sentí por
primera vez eso que madame mencionaba, pero nos separamos
demasiado pronto. Después no sentí nada por años, hasta que vino
Zacharie a despertarme el cuerpo. Me quiere y tiene paciencia.
Aparte de Tante Rose, él es el único que ha contado mis cicatrices en
los sitios secretos donde algunas veces el amo apagó su cigarro.
Madame Violette es la única mujer a quien le he oído esa palabra:
placer. «¿Cómo vais a dárselo a un hombre si vosotras no lo
conocéis?», les decía. Placer del amor, de amamantar a un niño, de
bailar. Placer es también esperar a Zacharie sabiendo que vendrá.
Ese año estuve muy ocupada con mi trabajo en la casa, además
de atender a las alumnas, correr con recados donde madame Adèle y
preparar los remedios para el doctor Parmentier. En diciembre, poco
antes del baile del Cordon Bleu, saqué la cuenta de que llevaba tres
meses sin sangrar. Lo único sorprendente fue que no hubiera
quedado encinta antes, porque hacía tiempo que estaba con Zacharie
sin tomar las precauciones que me había enseñado Tante Rose. Él
quiso que nos casáramos apenas se lo anuncié, pero primero yo
debía colocar a mi Rosette.
268
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Maurice
D
urante las vacaciones del cuarto año de colegio, Maurice esperó
como siempre a Jules Beluche. Para entonces ya no deseaba
encontrarse con su familia y la única razón para volver a Nueva
Orleans era Rosette, aunque la posibilidad de verla sería remota. Las
ursulinas no permitían visitas espontáneas de nadie y menos de un
muchacho incapaz de probar un parentesco cercano. Sabía que su
padre jamás le daría autorización, pero no perdía la esperanza de
acompañar a su tío Sancho, a quien las monjas conocían, porque
nunca había dejado de visitar a Rosette.
Por las cartas se enteró de que Tété fue relegada a la plantación
después del incidente con Hortense y no podía por menos que
culparse; la imaginaba cortando caña de sol a sol y sentía un puño
cerrado en la boca del estómago. No sólo él y Tété habían pagado
caro ese golpe de fusta, por lo visto también Rosette había caído en
desgracia. La chica le había escrito varias veces a Valmorain
rogándole que la fuera a ver, pero nunca recibió respuesta. «¿Qué he
hecho para perder la estima de tu padre? Antes era como su hija,
¿por qué me ha olvidado?», clamaba reiteradamente en sus cartas a
Maurice, pero él no podía darle una respuesta honrada. «No te ha
olvidado, Rosette, papa te quiere como siempre y está pendiente de
tu bienestar, pero la plantación y sus negocios lo mantienen ocupado.
Yo tampoco lo he visto desde hace más de tres años.» ¿Para qué
decirle que Valmorain nunca la consideró una hija? Antes de ser
exiliado a Boston, le pidió a su padre que lo llevara a visitar a su
hermana al colegio y éste replicó encolerizado que su única hermana
era Marie-Hortense.
Ese verano Jules Beluche no se presentó en Boston; en cambio
llegó Sancho García del Solar con un sombrero de ala ancha, a galope
tendido y con otro caballo a remolque. Desmontó de un salto y se
sacudió el polvo de la ropa a sombrerazos antes de abrazar a su
sobrino. Jules Beluche había recibido una cuchillada por deudas de
juego y los Guizot intervinieron para evitar habladurías porque, por
muy lejano que fuese el parentesco que los unía, las malas lenguas se
encargarían de asociar a Beluche con la rama honorable de la familia.
Hicieron lo que cualquier créole de su clase hacía en similares
circunstancias: pagaron sus deudas, lo albergaron hasta que sanó de
la herida y pudo valerse solo, le dieron dinero de bolsillo y lo pusieron
269
Isabel Allende
La isla bajo el mar
en un barco con instrucciones de no bajarse hasta Texas y no
regresar jamás a Nueva Orleans. Todo esto le contó Sancho a
Maurice, doblado de risa.
—Ése podría haber sido yo, Maurice. Hasta ahora he tenido
suerte, pero cualquier día te traen la noticia de que a tu tío favorito lo
han cosido a puñaladas en un garito de mala muerte —agregó.
—Ni Dios lo quiera, tío. ¿Viene a llevarme a casa? —le preguntó
Maurice con una voz que pasaba de barítono a soprano en la misma
frase.
—¡Cómo se te ocurre, muchacho! ¿Quieres ir a enterrarte todo el
verano en la plantación? Tú y yo nos iremos de viaje —le anunció
Sancho.
—O sea, lo mismo que hice antes con Beluche.
—No me compares, Maurice. No pienso contribuir a tu formación
cívica mostrándote monumentos, pienso pervertirte ¿qué te parece?
—¿Cómo, tío?
—En Cuba, sobrino. No hay mejor lugar para un par de truhanes
como nosotros. ¿Cuántos años tienes?
—Quince.
—¿Y aún no terminas de cambiar la voz?
—Ya la cambié, tío, pero tengo catarro —tartamudeó el
muchacho.
—A tu edad yo era un rajadiablo. Estás atrasado, Maurice. Prepara
tus cosas, porque partimos mañana mismo —le ordenó Sancho.
Había dejado numerosos amigos y no pocas amantes en Cuba,
que se propusieron agasajarlo durante las vacaciones y tolerar a su
acompañante, ese chico extraño que se lo pasaba escribiendo cartas
y proponía temas absurdos de conversación, como esclavitud y
democracia, de los cuales ninguno de ellos tenía una opinión
formada. Les divertía ver a Sancho en el papel de niñera, que cumplía
con insospechada dedicación. Se abstenía de las mejores juergas por
no dejar solo al sobrino y dejó de asistir a las peleas de animales —
toros con osos, serpientes con comadrejas, gallos con gallos, perros
con perros— porque a Maurice lo descomponían. Sancho se propuso
enseñar a beber al chico y noche por medio terminaba limpiándole los
vómitos. Le reveló todos sus trucos de naipes, pero Maurice carecía
de malicia y a él le tocaba saldar las deudas después de que otros
más vivos lo esquilmaban. Pronto debió abandonar también la idea de
iniciarlo en las lides del amor, porque cuando lo intentó casi lo mata
de susto. Había arreglado los detalles con una amiga suya, nada
joven pero todavía atractiva y de buen corazón, que se dispuso a
servirle de maestra al sobrino por el puro gusto de hacerle un favor al
tío. «Este mocoso está muy verde todavía…», masculló Sancho,
abochornado, cuando Maurice salió escapando al ver a la mujer en un
provocativo vestido de talle alto reclinada en un diván. «Nadie me
había hecho un desaire semejante, Sancho. Cierra la puerta y ven a
consolarme», se rió ella. A pesar de esos tropiezos, Maurice tuvo un
verano inolvidable y regresó al colegio más alto, fuerte, bronceado y
con definitiva voz de tenor. «No estudies demasiado, porque malogra
la vista y el carácter, y prepárate para el próximo verano. Te voy a
270
Isabel Allende
La isla bajo el mar
llevar a Nueva España», se despidió Sancho. Cumplió su palabra y
desde entonces Maurice esperaba ansioso el verano.
En 1805, último año de colegio, no llegó Sancho a buscarlo, como
en ocasiones anteriores, sino su padre. Maurice dedujo que venía a
anunciarle alguna desgracia y temió por Tété o Rosette, pero no se
trataba de nada parecido. Valmorain había organizado un viaje a
Francia para visitar a una abuela del joven y dos tías hipotéticas que
su hijo nunca había oído mencionar. «¿Y después iremos a casa,
monsieur?», le preguntó Maurice, pensando en Rosette, cuyas cartas
tapizaban el fondo de su baúl. A su vez le había escrito ciento
noventa y tres cartas sin pensar en los cambios inevitables que ella
había experimentado en esos siete años de separación, la recordaba
como la niña vestida de cintas y encajes que viera por última vez
poco antes de la boda de su padre con Hortense Guizot. No podía
imaginarla de quince, tal como ella no lo imaginaba a él de dieciocho.
«Claro que iremos a casa, hijo; tu madre y tus hermanas te
aguardan», mintió Valmorain.
La travesía, primero en un barco que debió sortear tormentas de
verano y escapar a duras penas de un ataque de los ingleses, y luego
en coche hasta París, no logró acercar al padre y al hijo. Valmorain
había ideado el viaje para evitarle por unos meses más a su mujer el
desagrado de reencontrarse con Maurice, pero no podía postergarlo
indefinidamente; pronto debería enfrentar una situación que los años
no habían suavizado. Hortense no perdía oportunidad de destilar
veneno contra ese hijastro, a quien cada año procuraba en vano
reemplazar con un hijo propio, mientras seguía procreando niñas. Por
ella, Valmorain había excluido a Maurice de la familia y ahora se
arrepentía. Llevaba una década sin ocuparse en serio de su hijo,
siempre absorto en sus asuntos, primero en Saint-Domingue, luego
en Luisiana, y finalmente con Hortense y el nacimiento de las niñas.
El muchacho era un desconocido que contestaba sus escasas cartas
con un par de frases formales sobre el progreso de sus estudios y
nunca había preguntado por algún miembro de la familia, como si
quisiera dejar sentado que ya no pertenecía a ella. Ni siquiera se dio
por aludido cuando él le contó en una sola línea que Tété y Rosette
habían sido emancipadas y ya no tenía contacto con ellas.
Valmorain temió haber perdido a su hijo en algún momento de
esos agitados años. Ese joven introvertido, alto y guapo, con los
mismos rasgos de su madre, no se parecía en nada al chiquillo de
mejillas coloradas que él había acunado en brazos rogando al cielo
que lo protegiera de todo mal. Lo quería igual que siempre o tal vez
más, porque el sentimiento estaba teñido de culpa. Trataba de
convencerse de que su cariño de padre era retribuido por Maurice,
aunque estuviesen temporalmente alejados, pero le cabían dudas.
Había trazado ambiciosos planes para él, aunque todavía no le había
preguntado qué deseaba hacer con su vida. En realidad nada sabía de
sus intereses o experiencias, hacía siglos que no conversaban.
Deseaba recuperarlo e imaginó que esos meses juntos y solos en
Francia servirían para establecer una relación de adultos. Tenía que
probarle su afecto y aclararle que Hortense y sus hijas no modificaban
271
Isabel Allende
La isla bajo el mar
su condición de único heredero, pero cada vez que quiso tocar el
tema no hubo respuesta. «La tradición del mayorazgo es muy sabia,
Maurice: no se deben repartir los bienes entre los hijos, porque con
cada división se debilita la fortuna de la familia. Por ser el
primogénito, recibirás mi herencia completa y tendrás que velar por
tus hermanas. Cuando yo no esté, tú serás la cabeza de los
Valmorain. Es tiempo de empezar a prepararte, aprenderás a invertir
dinero, manejar la plantación y relacionarte en sociedad», le dijo.
Silencio. Las conversaciones morían antes de empezar. Valmorain
navegaba de un monólogo a otro.
Maurice observó sin comentarios la Francia napoleónica, siempre
en guerra, los museos, palacios, parques y avenidas que su padre
quiso mostrarle. Visitaron el château en ruinas donde la abuela vivía
sus últimos años cuidando a dos hijas solteronas más deterioradas
por el tiempo y la soledad que ella. Era una anciana orgullosa, vestida
a la moda de Luis XVI, decidida a desdeñar los cambios del mundo.
Estaba firmemente plantada en la época anterior a la Revolución
francesa y había borrado de su memoria el Terror, la guillotina, el
exilio en Italia y el regreso a una patria irreconocible. Al ver a
Toulouse Valmorain, ese hijo ausente desde hacía más de treinta
años, le ofreció su mano huesuda con anillos anticuados en cada
dedo para que se la besara y enseguida dio orden a sus hijas de servir
el chocolate. Valmorain le presentó al nieto y trató de resumirle su
propia historia desde que se embarcó hacía las Antillas a los veinte
años hasta ese momento. Ella lo escuchó sin hacer comentarios,
mientras las hermanas ofrecían tacitas humeantes y platos de
pasteles añejos, ojeando a Valmorain con cautela. Recordaban al
joven frívolo que se despidió de ellas con un beso distraído para irse
con su valet y varios baúles a pasar unas semanas con el padre en
Saint-Domingue y nunca más volvió. No reconocían a ese hermano de
escaso cabello, con papada y barriga, que hablaba con un acento
extraño. Algo sabían de la insurrección de esclavos en la colonia,
habían escuchado algunas frases sueltas por aquí y por allá sobre las
atrocidades cometidas en esa isla decadente, pero no lograban
relacionarlas con un miembro de su familia. Jamás habían demostrado
curiosidad por averiguar de dónde provenían los medios de que
vivían. Azúcar ensangrentada, esclavos rebeldes, plantaciones
incendiadas, exilio y lo demás que mencionaba el hermano les
resultaba tan incomprensible como una conversación en chino.
La madre, en cambio, sabía con exactitud a qué se refería
Valmorain, pero ya nada le interesaba demasiado en este mundo;
tenía el corazón seco para los afectos y las novedades. Lo escuchó en
un silencio indiferente y al final la única pregunta que le hizo fue si
podía contar con más dinero, porque la suma que le enviaba
regularmente apenas les alcanzaba. Era indispensable reparar ese
caserón marchito por los años y las vicisitudes, dijo; no podía morirse
dejando a sus hijas en la intemperie. Valmorain y Maurice se
quedaron dos días entre esas paredes lúgubres, que les parecieron
tan largos como dos semanas. «Ya no volveremos a vernos. Mejor
así», fueron las palabras de la vieja dama al despedirse de su hijo y
272
Isabel Allende
La isla bajo el mar
de su nieto.
Maurice acompañó dócilmente a su padre a todas partes, menos a
un burdel de lujo donde Valmorain planeaba festejarlo con las
profesionales más caras de París.
—¿Qué te pasa, hijo? Esto es normal y necesario. Hay que
descargar los humores del cuerpo y despejar la mente, así uno puede
concentrarse en otras cosas.
—No tengo dificultad en concentrarme, monsieur.
—Te he dicho que me llames papa, Maurice. Supongo que en los
viajes con tu tío Sancho… Bueno, no te habrán faltado
oportunidades…
—Eso es un asunto privado —lo interrumpió Maurice.
—Espero que el colegio americano no te haya hecho religioso ni
afeminado —comentó su padre en tono de broma, pero le salió como
un gruñido.
El muchacho no dio explicaciones. Gracias a su tío no era virgen,
porque en las últimas vacaciones Sancho había conseguido iniciarlo
mediante un ingenioso recurso dictado por la necesidad. Sospechaba
que su sobrino padecía los deseos y fantasías propios de su edad,
pero era un romántico y le repugnaba el amor disminuido a una
transacción comercial. A él le correspondía ayudarlo, decidió. Estaban
en el próspero puerto de Savannah, en Georgia, que Sancho deseaba
conocer por las incontables diversiones que ofrecía, y Maurice
también, porque el profesor Harrison Cobb lo citaba como ejemplo de
moral negociable.
Georgia, fundada en 1733, fue la decimotercera y última colonia
británica en América del Norte y Savannah era su primera ciudad. Los
recién llegados mantuvieron relaciones amistosas con las tribus
indígenas, evitando así la violencia que azotaba a otras colonias. En
sus orígenes, no sólo la esclavitud estaba prohibida en Georgia,
también el licor y los abogados, pero pronto se dieron cuenta de que
el clima y la calidad del suelo eran ideales para el cultivo de arroz y
algodón y legalizaron la esclavitud. Después de la independencia,
Georgia se convirtió en estado de la Unión y Savannah floreció como
puerto de entrada del tráfico de africanos para abastecer las
plantaciones de la región. «Esto te demuestra, Maurice, que la
decencia sucumbe rápidamente ante la codicia. Si de enriquecerse se
trata, la mayoría de los hombres sacrifican el alma. No puedes
imaginarte cómo viven los plantadores de Georgia gracias al trabajo
de sus esclavos», peroraba Harrison Cobb. El joven no necesitaba
imaginarlo, lo había vivido en Saint-Domingue y Nueva Orleans, pero
aceptó la propuesta de su tío Sancho de pasar las vacaciones en
Savannah para no defraudar al maestro. «No basta el amor a la
justicia para derrotar la esclavitud, Maurice, hay que ver la realidad y
conocer a fondo las leyes y los engranajes de la política», sostenía
Cobb, quien lo estaba preparando para que triunfara donde él había
fallado. El hombre conocía sus propias limitaciones, no tenía
273
Isabel Allende
La isla bajo el mar
temperamento ni salud para pelear en el Congreso, como deseaba en
su juventud, pero era buen maestro: sabía reconocer el talento de un
alumno y modelar su carácter.
Mientras Sancho García del Solar disfrutaba a sus anchas del
refinamiento y la hospitalidad de Savannah, Maurice sufría la culpa de
pasarlo bien. ¿Qué iba a decirle a su profesor cuando volviera al
colegio? Que había estado en un hotel encantador, atendido por un
ejército de criados solícitos y no le habían alcanzado las horas para
divertirse como un irresponsable.
Llevaban apenas un día en Savannah cuando ya Sancho había
hecho amistad con una viuda escocesa que residía a dos cuadras del
hotel. La dama se ofreció para mostrarles la ciudad, con sus
mansiones, monumentos, iglesias y parques, que había sido
reconstruida bellamente después de un incendio devastador. Fiel a su
palabra, la viuda apareció con su hija, la delicada Giselle y los cuatro
salieron de paseo, iniciando así una amistad muy conveniente para el
tío y el sobrino. Pasaron muchas horas juntos.
Mientras la madre y Sancho jugaban interminables partidas de
naipes y de vez en cuando desaparecían del hotel sin dar
explicaciones, Giselle se encargó de mostrarle a Maurice los
alrededores. Hacían excursiones a caballo solos, lejos de la vigilancia
de la viuda escocesa, lo cual sorprendía a Maurice, que nunca había
visto tanta libertad en una chica. En varias ocasiones Giselle lo
condujo a una playa solitaria, donde compartían una ligera merienda
y una botella de vino. Ella hablaba poco y lo que decía era de una
banalidad tan categórica, que Maurice no se sentía intimidado y le
brotaban a raudales las palabras que normalmente se le atoraban en
el pecho. Por fin tenía una interlocutora que no bostezaba ante sus
temas filosóficos, sino que lo escuchaba con evidente admiración. De
vez en cuando los dedos femeninos lo rozaban como al descuido y de
esos roces a caricias más atrevidas fue cuestión de tres puestas de
sol. Esos asaltos al aire libre, picoteados de insectos, enredados en la
ropa y temerosos de ser descubiertos dejaban a Maurice en la gloria y
a ella más bien aburrida.
El resto de las vacaciones pasó demasiado pronto y,
naturalmente, Maurice terminó enamorado como el adolescente que
era. El amor exacerbó el remordimiento de haber manchado la honra
de Giselle. Existía sólo una forma caballerosa de enmendar su falta,
como le explicó a Sancho apenas juntó suficiente valor.
—Voy a pedir la mano de Giselle —le anunció.
—¿Has perdido el seso, Maurice? ¡Cómo te vas a casar si no sabes
soplarte los mocos!
—No me falte el respeto, tío. Ya soy un hombre hecho y derecho.
—¿Porque te acostaste con la moza? —Y Sancho lanzó una
estruendosa risotada.
El tío alcanzó apenas a esquivar el puñetazo que le mandó
Maurice a la cara. El entuerto se resolvió poco después cuando la
dama escocesa aclaró que la muchacha no pensaba ser su hija y
Giselle confesó que ése era su nombre de teatro, que no tenía
dieciséis años sino veinticuatro y que Sancho García del Solar le había
274
Isabel Allende
La isla bajo el mar
pagado para entretener a su sobrino. El tío admitió que había
cometido una tontería descomunal y trató de tomarlo a broma, pero
se le había ido la mano y Maurice, destrozado, le juró que no volvería
a hablarle en su vida. Sin embargo, cuando llegaron a Boston había
dos cartas de Rosette esperándolo y la pasión por la bella de
Savannah se diluyó; entonces pudo perdonar a su tío. Al despedirse
se abrazaron con la camaradería de siempre y la promesa de volver a
verse pronto.
En el viaje a Francia Maurice no le contó a su padre nada de lo
sucedido en Savannah. Valmorain insistió un par de veces más en
divertirse con damas del amanecer, después de ablandar a su hijo
con licor, pero no logró hacerlo cambiar de opinión y al fin decidió no
volver a mencionar el tema hasta que llegaran a Nueva Orleans,
donde pondría a su disposición un piso de soltero, como tenían los
jóvenes créoles de su condición social. Por el momento no permitiría
que la sospechosa castidad de su hijo rompiera el precario equilibrio
de su relación.
275
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Los espías
Relais apareció en Nueva Orleans cuando faltaban tres
Jean-Martin
semanas para el primer baile del Cordon Bleu organizado por su
madre. Venía sin el uniforme de la academia militar, que había usado
desde los trece años, en calidad de secretario de Isidore Morisset, un
científico que viajaba para evaluar las condiciones del terreno en las
Antillas y Florida con la idea de establecer nuevas plantaciones de
azúcar, dadas las pérdidas de la colonia de Saint-Domingue, que
parecían definitivas. En la nueva República Negra de Haití el general
Dessalines estaba aniquilando de forma sistemática a todos los
blancos, los mismos a quienes había invitado a regresar. Si Napoleón
pretendía llegar a un acuerdo comercial con Haití, ya que no había
logrado ocuparlo con sus tropas, desistió después de aquellas
pavorosas matanzas en que hasta los infantes acababan en fosas
comunes.
Isidore Morisset era un hombre de mirada impenetrable, nariz
quebrada y espaldas de luchador que reventaban las costuras de su
chaqueta, rojo como un ladrillo por el sol inmisericorde de la travesía
marítima y provisto de un vocabulario monosilábico que lo hacía
antipático apenas abría la boca. Sus frases —siempre demasiado
breves— sonaban como estornudos. Contestaba a las preguntas con
resoplidos elementales y la expresión desconfiada de quien espera lo
peor del prójimo. Fue recibido de inmediato por el gobernador
Claiborne con las atenciones debidas a un extranjero de tanto
respeto, como atestiguaban las cartas de recomendación de varias
sociedades científicas que entregó el secretario en una carpeta de
cuero verde repujado.
A Claiborne, vestido de duelo por la muerte de su esposa y su
hija, víctimas de la reciente epidemia de fiebre amarilla, le llamó la
atención el color oscuro del secretario. Por la forma en que Morisset
se lo había presentado, supuso que ese mulato era libre y lo saludó
como tal. Nunca se sabe cuál es la etiqueta debida con esos pueblos
mediterráneos, pensó el gobernador. No era hombre capaz de
apreciar fácilmente la belleza viril, pero no pudo menos que fijarse en
las facciones delicadas del joven —las pestañas tupidas, la boca
femenina, el mentón redondo con un hoyuelo— que contrastaban con
su cuerpo delgado y elástico, de proporciones sin duda masculinas. El
joven, culto y de impecables modales, sirvió de intérprete, porque
276
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Morisset sólo hablaba francés. El dominio del idioma inglés del
secretario dejaba bastante que desear, pero fue suficiente, dado que
Morisset era de muy pocas palabras.
El olfato le advirtió al gobernador de que los visitantes ocultaban
algo. La misión azucarera le pareció tan sospechosa como el físico de
matón de aquel hombre, que no calzaba con su idea de un científico,
pero esas dudas no lo excusaban de prodigarle la hospitalidad de
rigor en Nueva Orleans. Después del frugal almuerzo, servido por
negros libres, ya que él no poseía esclavos, les ofreció alojamiento. El
secretario tradujo que no sería necesario, venían por pocos días y se
quedarían en un hotel a la espera del barco para regresar a Francia.
Apenas se fueron, Claiborne los hizo seguir discretamente y así se
enteró de que por la tarde los dos hombres salieron del hotel, el joven
de color a pie rumbo a la calle Chartres y el musculoso Morisset en un
caballo alquilado hacia un modesto taller de herrería al final de la
calle Saint Philippe.
El gobernador había acertado con sus sospechas: de científico,
Morisset nada tenía, era un espía bonapartista. En diciembre de 1804
Napoleón se había convertido en emperador de Francia, plantándose
él mismo la corona sobre la cabeza, porque ni el Papa, invitado
especialmente para la ocasión, le pareció digno de hacerlo. Napoleón
ya había conquistado media Europa, pero tenía entre ceja y ceja a
Gran Bretaña, esa pequeña nación de horrendo clima y gente fea que
lo desafiaba desde el otro lado del estrecho llamado Canal de la
Mancha. El 21 de octubre de 1805 ambas naciones se enfrentaron en
el suroeste de España, en Trafalgar, por un lado la flota francoespañola con treinta y tres barcos y por el otro los ingleses con
veintisiete, al mando del célebre almirante Horatio Nelson, genio de
la guerra en el mar. Nelson murió en la contienda, después de una
victoria espectacular en la que destrozó la flota enemiga y acabó con
el sueño napoleónico de invadir Inglaterra. Justamente en esos días,
Pauline Bonaparte visitó a su hermano para darle el pésame por el
chasco de Trafalgar. Pauline se había cortado el cabello para colocarlo
en el ataúd de su marido, el cornudo general Leclerc, muerto de
fiebre en Saint-Domingue y enterrado en París. Ese gesto dramático
de viuda inconsolable sacudió de risa a Europa. Sin su larga melena
color caoba, que antes llevaba al estilo de las diosas griegas, Pauline
se veía irresistible y muy pronto su peinado se puso de moda. Ese día
llegó adornada con una tiara de los célebres diamantes Borghese y
acompañada por Morisset.
Napoleón sospechó que el visitante era otro de los amantes de su
hermana y lo recibió de mal talante, pero se interesó de inmediato
cuando Pauline le contó que el barco en que viajaba Morisset por el
Caribe había sido atacado por piratas y él permaneció prisionero de
un tal Jean Laffitte durante varios meses, hasta que pudo pagar su
rescate y volver a Francia. En su cautiverio había desarrollado cierta
amistad con Laffitte basada en torneos de ajedrez. Napoleón
interrogó al hombre sobre la notable organización de Laffitte, que
controlaba el Caribe con su flota; ningún barco estaba a salvo excepto
los de Estados Unidos, que por una caprichosa lealtad del pirata hacia
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
los americanos nunca eran atacados.
El emperador condujo a Morisset a una salita, donde pasaron dos
horas en privado. Tal vez Laffitte era la solución a un dilema que lo
atormentaba desde el desastre de Trafalgar: cómo impedir que los
ingleses se adueñaran del comercio marítimo. Como no tenía
capacidad naval para detenerlos, había pensado aliarse con los
americanos, que estaban en disputa con Gran Bretaña desde la
guerra de Independencia en 1775, pero el presidente Jefferson
deseaba consolidar su territorio y no pensaba intervenir en los
conflictos europeos. En un chispazo de inspiración, como tantos que
lo condujeron de las modestas filas del ejército a la cumbre del poder,
Napoleón le encargó a Isidore Morisset reclutar piratas para hostigar a
los barcos ingleses en el Atlántico. Morisset entendió que se trataba
de una misión delicada, porque el emperador no podía aparecer
aliado con facinerosos, y supuso que con su cobertura de científico
podría viajar sin llamar demasiado la atención. Los hermanos Jean y
Pierre Laffitte se habían enriquecido impunemente durante años con
el botín de sus asaltos y toda suerte de contrabando, pero las
autoridades americanas no toleraban evasión de impuestos y, a pesar
de la manifiesta simpatía de los Laffitte por la democracia de Estados
Unidos, los declararon fuera de la ley.
Jean-Martin Relais no conocía al hombre a quien iba a acompañar
a través del Atlántico. Un lunes por la mañana lo citó el director de la
academia militar en su despacho, le entregó dinero y le ordenó
comprarse ropa de civil y un baúl, porque se embarcaría al cabo de
dos días. «No comente ni una palabra de esto, Relais, es una misión
confidencial», aclaró el director. Fiel a su educación militar, el joven
obedeció sin hacer preguntas. Más tarde supo que lo habían
seleccionado por ser el alumno más avispado del curso de inglés y
porque el director supuso que como provenía de las colonias no
caería fulminado a la primera picadura de un mosquito tropical.
El joven viajó a mata caballo hasta Marsella, donde lo esperaba
Isidore Morisset con los pasajes en la mano. Agradeció calladamente
que el hombre apenas lo mirara, porque estaba nervioso pensando
que ambos compartirían un estrecho camarote durante el viaje. Nada
hería tanto su inmenso orgullo como las insinuaciones que solía
recibir de otros hombres.
—¿No desea saber adónde vamos? —le preguntó Morisset cuando
ya llevaban varios días en alta mar sin cruzar más que unas cuantas
palabras de cortesía.
—Yo voy donde Francia me mande —replicó Relais cuadrándose, a
la defensiva.
—Nada de saludos militares, joven. Somos civiles ¿entiende?
—Positivo.
—¡Hable como la gente, hombre, por Dios!
—A sus órdenes, señor.
Muy pronto Jean-Martin descubrió que Morisset, tan parco y
desagradable en sociedad, podía ser fascinante en privado. El alcohol
le soltaba la lengua y lo relajaba hasta el punto de que parecía otro
hombre, amable, irónico, sonriente. Jugaba bien a los naipes y tenía
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
mil historias, que relataba sin adorno, en pocas frases. Entre copa y
copa de coñac fueron conociéndose y nació entre ellos una natural
intimidad de buenos camaradas.
—Una vez Pauline Bonaparte me invitó a su boudoir —le contó
Morisset—. Un negro antillano, apenas cubierto por un taparrabos, la
trajo en brazos y la bañó delante de mí. La Bonaparte se jacta de
poder seducir a cualquiera, pero conmigo no le resultó.
—¿Por qué?
—Me molesta la estupidez femenina.
—¿Prefiere la estupidez masculina? —se burló el joven, con un
dejo de coquetería; también se había tomado unas copas y se sentía
en confianza.
—Prefiero a los caballos.
Pero a Jean-Martin le interesaban más los piratas que las virtudes
equinas o el aseo de la bella Pauline y se las arregló, una vez más,
para volver al tema de la aventura que su nuevo amigo vivió entre
ellos cuando permaneció secuestrado en la isla Barataria. Como
Morisset sabía que ni los barcos europeos de guerra se atrevían a
acercarse a la isla de los hermanos Laffitte, había descartado de
plano la idea de presentarse allí sin invitación: serían degollados
antes de pisar la playa, sin darles oportunidad de exponer el
propósito de semejante osadía. Además, no estaba seguro de que el
nombre de Napoleón le abriera las puertas de los Laffitte; podía ser
todo lo contrario, por eso había decidido abordarlos en Nueva
Orleans, un terreno más neutral.
—Los Laffitte están fuera de la ley. No sé cómo vamos a
encontrarlos —le comentó Morisset a Jean-Martin.
—Será muy fácil, porque no se esconden —lo tranquilizó el joven.
—¿Cómo lo sabe?
—Por las cartas de mi madre.
Hasta ese instante a Relais no se le había ocurrido mencionar que
su madre vivía en aquella ciudad, porque le parecía un detalle
insignificante en la magnitud de la misión encargada por el
emperador.
—¿Su madre conoce a los Laffitte?
—Todo el mundo los conoce, son los reyes del Mississippi —replicó
Jean-Martin.
A las seis de la tarde Violette Boisier todavía descansaba desnuda y
mojada de placer en la cama de Sancho García del Solar. Desde que
Rosette y Tété vivían con ella y su casa estaba invadida por las
alumnas del plaçage, prefería el piso de su amante para hacer el
amor o sólo para dormir la siesta, si el ánimo no les alcanzaba para
más. Al principio Violette pretendió limpiar y embellecer el ambiente,
pero carecía de vocación de criada y era absurdo perder horas
preciosas de intimidad tratando de enmendar el desorden
monumental de Sancho. El único doméstico de Sancho sólo servía
para preparar café. Se lo había prestado Valmorain, porque era
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
imposible venderlo: nadie lo habría comprado. Se había caído de un
techo, había quedado mal de la cabeza y andaba riéndose solo. Con
razón Hortense Guizot no podía soportarlo. Sancho lo toleraba y hasta
le tenía simpatía, por la calidad de su café y porque no le robaba el
vuelto cuando iba de compras al Mercado Francés. A Violette el
hombre la inquietaba: creía que los espiaba cuando hacían el amor.
«Ideas tuyas, mujer. Es tan lerdo que no le da el cerebro ni para eso»,
la tranquilizaba su amante.
A esa misma hora, Loula y Tété estaban instaladas en sillas de
mimbre en la calle, frente a la puerta de la casa amarilla, como
hacían las vecinas al atardecer. Las notas de un ejercicio de piano
martilleaban la paz de la tarde otoñal. Loula fumaba su cigarro negro
con los ojos entrecerrados, saboreando el descanso que sus huesos
reclamaban, y Tété cosía una camisita de bebé. Todavía no se le
notaba la barriga, pero ya había notificado su preñez al reducido
círculo de sus amistades y la única sorprendida fue Rosette, porque
andaba tan ensimismada que no se había percatado de los amores de
su madre con Zacharie. Allí las encontró Jean-Martin Relais. No había
escrito para anunciar su viaje porque sus órdenes eran de mantenerlo
secreto y además la carta hubiera llegado después que él.
Loula no lo esperaba y como hacía varios años que no lo veía, no
lo reconoció. Cuando él se le puso por delante, se limitó a darle otra
chupada al cigarro. «¡Soy yo, Jean-Martin!», exclamó el joven,
emocionado. A la mujerona le tomó varios segundos distinguirlo a
través del humo y comprender que en verdad era su niño, su
príncipe, la luz de sus viejos ojos. Sus chillidos de gusto sacudieron la
calle. Lo abrazó por la cintura, lo levantó del suelo y lo cubrió de
besos y lágrimas, mientras él procuraba defender su dignidad en la
punta de los pies. «¿Dónde está maman?», preguntó apenas pudo
librarse y recuperar su sombrero pisoteado. «En la iglesia, hijo,
rezando por el alma de tu difunto padre. Entremos a la casa, voy a
hacerte un café, mientras mi amiga Tété va a buscarla», replicó Loula
sin un instante de vacilación. Tété partió corriendo en dirección al
piso de Sancho.
En la sala de la casa, Jean-Martin vio a una niña vestida de celeste
tocando el piano con una taza sobre la cabeza. «¡Rosette! ¡Mira quién
está aquí! ¡Mi niño, mi Jean-Martin!», chilló Loula a modo de
presentación. Ella interrumpió los ejercicios musicales y se volvió
lentamente. Se saludaron, él con una rígida inclinación de cabeza y
un chocar de talones, como si aún llevara puesto el uniforme, y ella
con un parpadeo de sus pestañas de jirafa. «Bienvenido, monsieur.
No pasa un día sin que madame y Loula hablen de usted», dijo
Rosette con la forzada cortesía aprendida en las ursulinas. Nada podía
ser más cierto. El recuerdo del muchacho flotaba en la casa como un
fantasma y de tanto oírlo mencionar, Rosette ya lo conocía.
Loula se hizo cargo de la taza de Rosette y se fue a colar café;
desde el patio se oían sus exclamaciones de júbilo. Rosette y JeanMartin, sentados en silencio al borde de sus sillas, se lanzaban
miradas furtivas con la sensación de que se habían conocido antes.
Veinte minutos más tarde, cuando Jean-Martin iba por el tercer trozo
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La isla bajo el mar
de pastel, llegó Violette acezando, con Tété a la siga. A Jean-Martin su
madre le pareció más hermosa de lo que recordaba y no se preguntó
por qué venía de misa desgreñada y con el vestido mal abotonado.
Desde el umbral, Tété observaba divertida a ese joven incómodo
porque su madre le daba besitos sin soltarle la mano y Loula le
pellizcaba las mejillas. Los vientos salados de la travesía marítima
habían oscurecido varios tonos a Jean-Martin y los años de formación
militar habían reforzado su rigidez, inspirada en el hombre que creía
ser su padre. Recordaba a Étienne Relais fuerte, estoico y severo; por
lo mismo atesoraba la ternura que le había prodigado en la estricta
intimidad del hogar. Su madre y Loula, en cambio, siempre lo habían
tratado como un crío y por lo visto seguirían haciéndolo. Para
compensar su cara bonita, mantenía siempre una exagerada
distancia, una postura helada y esa expresión pétrea que suelen
tener los militares. En la infancia había soportado que lo confundieran
con una niña y en la adolescencia que sus compañeros se burlaran o
se enamoraran de él. Esas caricias domésticas delante de Rosette y la
mulata, cuyo nombre no había captado, lo abochornaban, pero no se
atrevía a rechazarlas. A Tété no le llamó la atención que Jean-Martin
tuviera los mismos rasgos de Rosette, porque siempre había pensado
que su hija se parecía a Violette Boisier y ese parecido se había
acentuado en los meses de entrenamiento para el plaçage en que la
chica emulaba los gestos de su maestra.
Entretanto Morisset había acudido a la herrería de la calle Saint
Philippe, porque averiguó que era una pantalla para encubrir
actividades piratas, pero no encontró a quien buscaba. Estuvo
tentado de dejarle una nota a Jean Laffitte pidiéndole cita y
recordándole la relación que establecieron frente al tablero de
ajedrez, pero comprendió que sería un error garrafal. Llevaba casi
tres meses de espionaje disfrazado de científico y aún no se
acostumbraba a la cautela que su misión demandaba, cada dos por
tres se sorprendía a punto de cometer una imprudencia. Más tarde
ese mismo día, cuando Jean-Martin le presentó a su madre, sus
precauciones le parecieron ridículas, porque ella le ofreció con toda
naturalidad llevarlo donde los piratas. Estaban en la sala de la casa
amarilla, que se hacía estrecha para la familia y quienes habían
acudido a conocer a Jean-Martin: el doctor Parmentier, Adèle, Sancho
y un par de vecinas.
—Entiendo que han puesto precio a la cabeza de los Laffitte —dijo
el espía.
—¡Ésas son cosas de los americanos, monsieur Moriste! —se rió
Violette.
—Morisset. Isidore Morisset, madame.
—Los Laffitte son muy estimados porque venden barato. A nadie
se le ocurriría delatarlos por los quinientos dólares que ofrecen por
sus cabezas —intervino Sancho García del Solar.
Agregó que Pierre tenía reputación de tosco, pero Jean era un
caballero de pies a cabeza, galante con las mujeres y cortés con los
hombres, hablaba cinco idiomas, escribía con impecable estilo y hacía
gala de la más generosa hospitalidad. Era de un valor a toda prueba y
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
sus hombres, que sumaban cerca de tres mil, se dejaban matar por
él.
—Mañana es sábado y habrá remate. ¿Le gustaría ir a El Templo?
—le preguntó Violette.
—¿El Templo, dijo?
—Allí tienen sus remates —aclaró Parmentier.
—Si todo el mundo sabe dónde se encuentran ¿por qué no los han
arrestado? —intervino Jean-Martin.
—Nadie se atreve. Claiborne ha pedido refuerzos, porque esos
hombres son de temer, su ley es la violencia y están mejor armados
que el ejército.
Al día siguiente Violette, Morisset y Jean-Martin salieron de
excursión provistos de una merienda y dos botellas de vino en una
cesta. Violette se las arregló para dejar atrás a Rosette con el
pretexto de los ejercicios de piano, porque se había dado cuenta de
que Jean-Martin la miraba demasiado y su deber de madre consistía
en impedir cualquier fantasía inconveniente. Rosette era su mejor
alumna, perfecta para el plaçage, pero completamente inadecuada
para su hijo, que necesitaba entrar en la Société du Cordon Bleu
mediante un buen matrimonio. Pensaba elegir a su nuera con
implacable sentido de la realidad, sin darle oportunidad a Jean-Martin
de cometer errores sentimentales. A la partida se sumó Tété, quien se
subió al bote a última hora y con algunos reparos, porque sufría las
náuseas habituales en los primeros meses de su estado y temía a los
caimanes, las culebras que infestaban el agua y otras que solían
dejarse caer de los manglares. La frágil embarcación iba conducida
por un remero capaz de orientarse con los ojos cerrados en ese
laberinto de canales, islas y pantanos, eternamente sumido en un
vaho pestilente y una nube de mosquitos, ideal para tráficos ilegales
y felonías imaginativas.
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
El bastardo
E
l Templo resultó ser un islote entre los pantanos del delta, un
cerro compacto de conchas molidas por el tiempo con un bosque
de robles, que antiguamente era un sitio sagrado de los indios y
todavía quedaban los restos de uno de sus altares; de allí provenía el
nombre. Los hermanos Laffitte se habían instalado desde temprano,
como todos los sábados del año, salvo si caía en Navidad o el día de
la Asunción de la Virgen. En la orilla se alineaban embarcaciones de
poca profundidad, botes de pescadores, chalupas, canoas, barquitos
privados con toldos para las damas y las toscas barcazas para el
transporte de los productos.
Los piratas habían montado varias tiendas de lona donde exhibían
sus tesoros y repartían gratis limonada para las damas, ron de
Jamaica para los hombres y dulces para los niños. El aire olía a agua
estancada y a las fritangas de langostinos picantes que se repartían
sobre hojas de maíz. Había un ambiente de carnaval, con músicos,
juglares y un domador de perros. En un entarimado tenían para la
venta cuatro esclavos adultos y un niño desnudo, de unos dos o tres
años. Los interesados les examinaban los dientes para calcularles la
edad, el blanco de los ojos para verificar su salud, y el ano para
asegurarse de que no estuviera taponado con estopa, el truco más
corriente para disimular el flujo. Una señora madura, con una
sombrilla de encaje, estaba sopesando con su mano enguantada los
genitales de uno de los hombres.
Pierre Laffitte ya había iniciado el remate de la mercadería, que a
primera vista carecía de lógica, como si hubiese sido seleccionada
con el único propósito de confundir a la clientela; un batiburrillo de
lámparas de cristal, sacos de café, ropa de mujer, armas, botas,
estatuas de bronce, jabón, pipas y navajas de afeitar, teteras de
plata, bolsas de pimienta y canela, muebles, cuadros, vainilla,
copones y candelabros de iglesia, cajones de vino, un mono
amaestrado y dos papagayos. Nadie se iba sin comprar, porque los
Laffitte también hacían de banqueros y prestamistas. Cada objeto era
exclusivo, como pregonaba Pierre a pulmón partido, y debía de serlo,
ya que provenía de atracos en alta mar a barcos mercantes. «¡Miren,
damas y caballeros, este jarrón de porcelana digno de un palacio
real!» «¿Y cuánto dan por esta capa de brocato orillada de armiño?»
«¡No volverá a presentarse una ocasión como ésta!» El público
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
replicaba con chirigotas y silbidos, pero las ofertas iban subiendo en
una divertida rivalidad que Pierre sabía explotar.
Entretanto Jean, vestido de negro, con albos puños y cuello de
encaje y pistolas al cinto, se paseaba entre la multitud seduciendo
incautos con su sonrisa fácil y su oscura mirada de encantador de
serpientes. Saludó a Violette Boisier con una reverencia teatral y ella
le respondió con besos en las mejillas, como los viejos amigos que
habían llegado a ser después de varios años de transacciones y
mutuos favores.
—¿En qué puedo interesar a la única dama capaz de robarme el
corazón? —le preguntó Jean.
—No gaste sus galanterías en mí, mon cher ami, porque esta vez
no vengo a comprar —se rió Violette señalando a Morisset, quien se
mantenía cuatro pasos detrás de ella.
Jean Laffitte tardó un instante en identificarlo, engañado por el
atuendo de explorador, el rostro rasurado y los lentes de gruesos
cristales, ya que lo había conocido con bigote y patillas.
—¿Morisset? C'est vraiment vous! —exclamó al fin, palmoteándolo
en la espalda.
El espía, incómodo, miró alrededor calándose el sombrero hasta
las cejas. No le convenía que esas efusivas muestras de amistad
llegaran a oídos del gobernador Claiborne, pero nadie le prestaba
atención, porque en ese instante Pierre remataba un caballo árabe
que todos los hombres codiciaban. Jean Laffitte lo guió a una de las
tiendas, donde pudieron hablar en privado y refrescarse con vino
blanco. El espía le comunicó la oferta de Napoleón: una patente de
corso, lettre de marque, que equivalía a una autorización oficial para
atacar a otros barcos, a cambio de que se ensañara con los ingleses.
Laffitte respondió amablemente que en realidad no necesitaba
permiso para continuar haciendo lo que siempre había hecho y la
lettre de marque era una limitación, ya que significaba abstenerse de
atacar barcos franceses, con las pérdidas consecuentes.
—Sus actividades tendrían legalidad. No serían piratas sino
corsarios, más aceptables para los americanos —argumentó Morisset.
—Lo único que cambiaría nuestra situación con los americanos
sería pagar impuestos y, francamente, todavía no hemos considerado
esa posibilidad.
—Una patente de corso es valiosa…
—Sólo si podemos navegar con bandera francesa.
El parco Morisset le explicó que eso no estaba incluido en la oferta
del emperador, tendrían que seguir usando la bandera de Cartagena,
pero contarían con impunidad y refugio en los territorios franceses.
Eran más palabras de un tirón de las que había pronunciado en
mucho tiempo. Laffitte aceptó consultarlo, porque esos asuntos se
decidían por votación entre sus hombres.
—Pero al fin sólo cuentan los votos de usted y su hermano —
apuntó Morisset.
—Se equivoca. Somos más democráticos que los americanos y
ciertamente mucho más que los franceses. Tendrá su respuesta en
dos días.
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
Afuera, Pierre Laffitte había dado inicio al remate de esclavos, lo
más esperado de la feria, y el clamor de las ofertas iba subiendo de
tono. La única mujer del lote apretaba al niño contra su cuerpo y le
imploraba a una pareja de compradores que no los separaran, que su
hijo era listo y obediente, decía, mientras Pierre Laffitte la describía
como buena reproductora: había tenido varios críos y seguía siendo
muy fértil. Tété observaba con las tripas anudadas y un grito
atascado en la boca, pensando en los hijos que esa desdichada mujer
había perdido y la indignidad de ser rematada. Al menos ella no había
pasado por eso y su Rosette estaba a salvo. Alguien comentó que los
esclavos provenían de Haití, entregados directamente a los Laffitte
por agentes de Dessalines, quien así financiaba sus armas y de paso
se enriquecía vendiendo a la misma gente que había luchado con él
por la libertad. Si Gambo viera esto, reventaría de rabia, pensó Tété.
Cuando la venta estaba a punto de consumarse, se oyó el
vozarrón inconfundible de Owen Murphy ofreciendo cincuenta dólares
más por la madre y otros cien por el chico. Pierre esperó el minuto
reglamentario y como nadie subió el precio, gritó que los dos
pertenecían al cliente de la barba negra. En la plataforma la mujer
cayó medio desfallecida de alivio, sin soltar a su hijo, que lloraba
aterrado. Uno de los ayudantes de Pierre Laffite la cogió por un brazo
y se la entregó a Owen Murphy.
El irlandés se alejaba hacia los botes, seguido por la esclava y el
niño, cuando Tété salió de su estupor y corrió detrás de ellos,
llamándolo. Él la saludó sin excesivas muestras de afecto, pero su
expresión delató el placer que sentía al verla. Le contó que Brandan,
su hijo mayor, se había casado de la noche a la mañana y pronto los
haría abuelos. También le mencionó la tierra que estaba comprando
en Canadá, donde pensaba llevarse muy pronto a toda la familia,
incluso a Brandan y su mujer, para empezar una nueva vida.
—Me imagino que monsieur Valmorain no aprueba que ustedes se
vayan —comentó Tété.
—Hace tiempo que madame Hortense desea reemplazarme. No
tenemos las mismas ideas —respondió Murphy—. Va a molestarse
porque compré a este niño, pero me he atenido al Código. No tiene
edad para ser separado de su madre.
—Aquí no hay ley que valga, señor Murphy. Los piratas hacen lo
que les da la gana.
—Por eso prefiero no tratar con ellos, pero no soy quien decide,
Tété —le informó el irlandés, señalando a la distancia a Toulouse
Valmorain.
Estaba apartado de la multitud, conversando con Violette Boisier
bajo un roble, ella protegida del sol por un quitasol japonés, y él
apoyado en un bastón y secándose el sudor con un pañuelo. Tété
retrocedió, pero era tarde: él la había visto y se sintió obligada a
acercarse. La siguió Jean-Martin, que aguardaba a Morisset cerca de
la tienda de Laffitte, y un momento después se reunieron todos en la
escasa sombra del roble. Tété saludó a su antiguo amo sin mirarlo de
frente, pero alcanzó a notar que estaba aún más gordo y colorado.
Lamentó que el doctor Parmentier dispusiera de los remedios que ella
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
misma preparaba para enfriar la sangre. Ese hombre podía demoler
de un solo bastonazo la precaria existencia de ella y Rosette. Sería
mejor que estuviera en el cementerio.
Valmorain estaba atento a la presentación que hacía Violette
Boisier de su hijo. Observó a Jean-Martin de arriba abajo, apreciando
su porte esbelto, la elegancia con que llevaba su traje de modesta
factura, la simetría perfecta de su rostro. El joven lo saludó con una
inclinación, respetuoso de la diferencia de clase y de edad, pero el
otro le tendió una mano regordeta, salpicada de manchas amarillas,
que debió estrechar. Valmorain le retuvo la mano entre las suyas
mucho más tiempo de lo aceptable, sonriendo con una indescifrable
expresión. Jean-Martin sintió el rubor caliente en las mejillas y se
apartó bruscamente. No era la primera vez que un hombre se le
insinuaba y sabía manejar ese tipo de bochorno sin alharaca, pero el
descaro de este inverti le resultaba particularmente ofensivo y le
avergonzaba que su madre fuese testigo de la escena. Tan evidente
fue su rechazo, que Valmorain se dio cuenta de que había sido mal
interpretado y, lejos de molestarse, soltó una risotada.
—¡Veo que este hijo de esclava ha salido quisquilloso! —exclamó
divertido.
Un silencio pesado cayó entre ellos mientras esas palabras
hincaban sus garras de buitre en los presentes. El aire se hizo más
caliente, la luz más cegadora, el olor de la feria más nauseabundo, el
ruido de la muchedumbre más intenso, pero Valmorain no se percató
del efecto que había provocado.
—¿Cómo dijo? —logró articular Jean-Martin, lívido, cuando
recuperó la voz.
Violette lo cogió de un brazo y trató de arrastrarlo de allí, pero él
se desprendió para enfrentarse a Valmorain. Por hábito, se llevó la
mano a la cadera, donde debía estar la empuñadura de su espada si
anduviera de uniforme.
—¡Ha insultado a mi madre! —exclamó roncamente.
—No me digas, Violette, que este muchacho ignora su origen —
comentó Valmorain, todavía burlón.
Ella no respondió. Había soltado el quitasol, que rodó en el suelo
de conchas, y se tapaba la boca a dos manos, con los ojos
desorbitados.
—Me debe una reparación, monsieur. Lo veré en los jardines de
Saint-Antoine con sus padrinos en un plazo máximo de dos días,
porque al tercero partiré de regreso a Francia —le anunció JeanMartin, masticando cada sílaba.
—No seas ridículo, hijo. No voy a batirme en duelo con alguien de
tu clase. He dicho la verdad. Pregúntale a tu madre —agregó
Valmorain señalando con el bastón a las mujeres antes de darle la
espalda y alejarse sin apuro hacia los botes, bamboleándose sobre
sus rodillas hinchadas, para reunirse con Owen Murphy.
Jean-Martin intentó seguirlo con la intención de reventarle la cara
a puñetazos, pero Violette y Tété se le colgaron de la ropa. En eso
llegó Isidore Morisset, quien al ver a su secretario luchando con las
mujeres, rojo de furia, lo inmovilizó abrazándolo por detrás. Tété
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
alcanzó a inventar que habían tenido un altercado con un pirata y
debían irse pronto. El espía estuvo de acuerdo —no deseaba poner en
peligro sus negociaciones con Laffitte— y sujetando al joven con sus
manos de leñador lo condujo, seguido por las mujeres, al bote, donde
los esperaba el remero con la cesta de la merienda intacta.
Preocupado, Morisset le puso un brazo en los hombros a JeanMartin en un gesto paternal y trató de averiguar lo que había pasado,
pero éste se desprendió y le dio la espalda, con la vista fija en el
agua. Nadie habló más en la hora y media que estuvieron navegando
por aquel dédalo de pantanos hasta llegar a Nueva Orleans. Morisset
enfiló solo hacia a su hotel. Su secretario no obedeció la orden de
acompañarlo y siguió a Violette y Tété a la calle Chartres. Violette se
fue a su cuarto, cerró la puerta y se echó en la cama a llorar hasta la
última lágrima, mientras Jean-Martin paseaba como un león en el
patio, esperando que se calmara para interrogarla. «¿Qué sabes del
pasado de mi madre, Loula? ¡Tienes la obligación de decírmelo!», le
exigió a su antigua nana. Loula, que no sospechaba lo que había
ocurrido en El Templo, creyó que se refería a la época gloriosa en que
Violette había sido la poule más divina de Le Cap y su nombre andaba
en boca de capitanes por mares remotos, cosa que no pensaba
contarle a su niño, su príncipe, por mucho que le gritara. Violette se
había esmerado en borrar toda traza de su pasado en SaintDomingue y no sería ella, la fiel Loula, quien traicionara su secreto.
Al anochecer, cuando ya no se oía el llanto, Tété le llevó a Violette
una tisana para el dolor de cabeza, la ayudó a quitarse la ropa, le
cepilló el nido de gallina en que había convertido su peinado, la roció
con agua de rosas, le puso una camisa delgada y se sentó a su lado
en la cama. En la penumbra de las persianas cerradas se atrevió a
hablarle con la confianza cultivada día a día durante los años que
vivían y trabajaban juntas.
—No es tan grave, madame. Haga cuenta que esas palabras
nunca fueron dichas. Nadie las repetirá y usted y su hijo podrán
seguir viviendo como siempre —la consoló.
Suponía que Violette Boisier no había nacido libre, como le contó
una vez, sino que en su juventud había sido esclava. No podía
culparla por haberlo callado. Tal vez tuvo a Jean-Martin antes de que
Relais la emancipara y la hiciera su esposa.
—¡Pero Jean-Martin ya lo sabe! Jamás me perdonará por haberlo
engañado —replicó Violette.
—No es fácil admitir que una ha sido esclava, madame. Lo
importante es que ahora los dos son libres.
—Nunca he sido esclava, Tété. Lo que pasa es que no soy su
madre. Jean-Martin nació esclavo y mi marido lo compró. La única que
lo sabe es Loula.
—¿Y cómo lo supo monsieur Valmorain?
Entonces Violette Boisier le contó las circunstancias en que había
recibido al niño, cómo Valmorain llegó con el recién nacido envuelto
en una manta a pedirle que lo cuidara por un tiempo y cómo ella y su
marido terminaron por adoptarlo. No averiguaron su procedencia,
pero imaginaron que era hijo de Valmorain con una de sus esclavas.
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
Tété ya no la escuchaba, porque el resto lo sabía. Se había preparado
en miles de noches insomnes para el momento de esa revelación,
cuando por fin sabría del hijo que le habían quitado; pero ahora que lo
tenía al alcance de la mano no sentía ningún relámpago de dicha, ni
un sollozo atascado en el pecho, ni una oleada irresistible de cariño,
ni un impulso de correr a abrazarlo, sólo un ruido sordo en los oídos,
como ruedas de carreta en el polvo de un sendero. Cerró los ojos y
evocó la imagen del joven con curiosidad, sorprendida de no haber
tenido ni el menor indicio de la verdad; su instinto nada le advirtió, ni
siquiera cuando notó su parecido con Rosette. Escarbó en sus
sentimientos en busca del insondable amor maternal que conocía
muy bien, porque se lo había prodigado a Maurice y Rosette, pero
sólo encontró alivio. Su hijo había nacido con buena estrella, con una
refulgente z'etoile, por eso había caído en manos de los Relais y de
Loula, que lo mimaron y educaron, por eso el militar le había legado
la leyenda de su vida y Violette trabajaba sin descanso para
asegurarle un buen futuro. Se alegró sin asomo de celos, porque nada
de eso le habría podido dar ella.
El rencor contra Valmorain, ese peñasco negro y duro que Tété
llevaba siempre incrustado en el pecho, pareció achicarse y el
empeño de vengarse del amo se disolvió en el agradecimiento hacia
quienes habían cuidado tan bien a su hijo. No tuvo que pensar
demasiado en lo que haría con la información que acababa de recibir,
porque se lo dictó la gratitud. ¿Qué ganaba con anunciar a los cuatro
vientos que era la madre de Jean-Martin y reclamar un afecto que en
justicia le pertenecía a otra mujer? Optó por confesarle la verdad a
Violette Boisier, sin explayarse en el sufrimiento que tanto la había
agobiado en el pasado, porque en los últimos años éste se había
mitigado. El joven que en ese momento se paseaba en el patio era un
desconocido para ella.
Las dos mujeres lloraron un buen rato tomadas de la mano,
unidas por una delicada corriente de mutua compasión. Por último se
les acabó el llanto y concluyeron que lo dicho por Valmorain era
imborrable, pero ellas intentarían suavizar su impacto en Jean-Martin.
¿Para qué decirle al joven que Violette no era su madre, que nació
esclavo, bastardo de un blanco y que fue vendido? Era mejor que
siguiera creyendo lo que le oyó a Valmorain, porque en esencia era
verdad: que su madre había sido esclava. Tampoco necesitaba saber
que Violette fue una cocotte o que Relais tuvo reputación de cruel.
Jean-Martin creería que Violette le ocultó el estigma de la esclavitud
para protegerlo, pero seguiría orgulloso de ser hijo de los Relais.
Dentro de un par de días regresaría a Francia y a su carrera en el
ejército, donde el prejuicio contra su origen era menos dañino que en
América o las colonias, y donde las palabras de Valmorain podrían ser
relegadas a un rincón perdido de la memoria.
—Vamos a enterrar esto para siempre —dijo Tété.
—¿Y qué haremos con Toulouse Valmorain? —preguntó Violette.
—Vaya a verlo, madame. Explíquele que no le conviene divulgar
ciertos secretos, porque usted misma se encargará de que su esposa
y toda la ciudad sepan que es el padre de Jean-Martin y Rosette.
288
Isabel Allende
La isla bajo el mar
—Y también que sus hijos pueden reclamar el apellido Valmorain
y una parte de su herencia —agregó Violette con un guiño de
picardía.
—¿Eso es cierto?
—No, Tété, pero el escándalo sería mortal para los Valmorain.
289
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Miedo a la muerte
V
iolette Boisier sabía que el primer baile del Cordon Bleu daría la
pauta para los bailes futuros y tenía que establecer desde un
comienzo la diferencia con las otras fiestas que animaban la ciudad
desde octubre hasta fines de abril. El amplio local fue decorado sin
reparar en gastos. Acondicionaron palcos para los músicos, colocaron
mesitas con manteles de lino bordado y sillones de felpa para las
madres y chaperonas, en torno a la pista de danza. Construyeron una
pasarela alfombrada para la entrada triunfal de las niñas en el salón.
El día del baile limpiaron las acequias de la calle y las cubrieron con
tablas, encendieron faroles de colores y animaron el barrio con
músicos y bailarines negros, como en el carnaval. El ambiente dentro
del salón, sin embargo, era muy sobrio.
En la casa de los Valmorain, en el centro, se oía el rumor lejano de
la música callejera, pero Hortense Guizot, como todas las mujeres
blancas de la ciudad, fingía no oírlo. Sabía de qué se trataba, porque
no se hablaba de otra cosa desde hacía varias semanas. Acababa de
cenar y estaba bordando en la sala, rodeada de sus hijas, todas tan
rubias y rosadas como era ella antes, que jugaban a las muñecas,
mientras la menor dormía en su cuna. Ahora, gastada por la
maternidad, usaba carmín en las mejillas y lucía un artístico moño
postizo de pelo amarillo, que su esclava Denise mezclaba con el suyo
color paja. La cena había consistido en sopa, dos platos principales,
ensalada, quesos y tres postres, nada demasiado complicado, porque
estaba sola. Las niñas no se sentaban todavía en el comedor y su
marido tampoco, porque seguía una dieta rigurosa y prefería no
tentarse. A él le habían llevado arroz y pollo cocido sin sal a la
biblioteca, donde cumplía las órdenes estrictas del doctor Parmentier.
Además de pasar hambre, debía hacer caminatas y privarse de
alcohol, cigarros y café. Se habría muerto de aburrimiento sin su
cuñado Sancho, quien lo visitaba a diario para ponerlo al día de
noticias y chismes, alegrarlo con su buen humor y ganarle a las cartas
y el dominó.
Parmentier, que tanto se quejaba de los achaques de su propio
corazón, no seguía el régimen monacal que le imponía a su paciente,
porque Sanité Dédé, la sacerdotisa vudú de la plaza del Congo, le
había leído el futuro en las conchas de caurí y según su profecía iba a
vivir hasta los ochenta y nueve años. «Tú, blanco, vas a cerrarle los
290
Isabel Allende
La isla bajo el mar
ojos al santo Père Antoine cuando se muera en 1829.» Eso lo
tranquilizó respecto a su salud, pero le creó la angustia de perder en
esa larga vida a los seres más queridos, como Adèle y tal vez alguno
de sus hijos.
La primera alarma de que algo le fallaba a Valmorain ocurrió en el
viaje a Francia. Terminada la lúgubre visita a su madre nonagenaria y
sus hermanas solteronas, dejó a Maurice en París y se embarcó hacia
Nueva Orleans. En el barco sufrió varias fatigas, que atribuyó al
vapuleo de las olas, el exceso de vino y la mala calidad de la comida.
Al llegar, su amigo Parmentier le diagnosticó presión alta, sobresaltos
del pulso, pésima digestión, abundancia de bilis, flatulencia, humores
pútridos y palpitaciones del corazón. Le anunció sin ambages que
debía bajar de peso y cambiar de vida o acabaría en su mausoleo del
cementerio de Saint-Louis antes de un año. Aterrado, Valmorain se
sometió a las exigencias del médico y al despotismo de su mujer,
convertida en carcelera con el pretexto de cuidarlo. Por si acaso,
recurrió a «doctores de hojas» y magos, de quienes siempre se había
burlado hasta que el susto lo hizo cambiar de opinión. No perdía nada
con probar, pensó. Había conseguido un gris-gris, tenía un altar
pagano en su habitación, bebía pociones imposibles de identificar que
Célestine le traía del mercado y había hecho dos excursiones
nocturnas a un islote en los pantanos para que Sanité Dédé lo
limpiara con el humo de su tabaco y sus encantamientos. A
Parmentier no le contrariaba la competencia de la sacerdotisa, fiel a
su idea de que la mente tiene el poder de curar y si el paciente
confiaba en la magia, no había razón para negársela.
Maurice, que estaba en Francia trabajando en una agencia de
importación de azúcar, donde lo colocó Valmorain para que
aprendiera ese aspecto del negocio familiar, se embarcó en el primer
barco disponible al saber de la enfermedad de su padre y llegó a
Nueva Orleans a fines de octubre. Encontró a Valmorain convertido
en un voluminoso lobo marino en una poltrona junto a la chimenea,
con un gorro tejido en la cabeza, un chal en las piernas, una cruz de
madera y un gris-gris de trapo colgado al cuello, muy deteriorado en
comparación con el hombre altanero y gastador que quiso mostrarle
la vida disipada de París. Se hincó junto a su padre y éste lo apretó en
un tembloroso abrazo. «Hijo mío, por fin llegas, ahora puedo morirme
tranquilo», murmuró. «¡No digas tonterías, Toulouse!», lo interrumpió
Hortense Guizot, que los observaba disgustada. Y estuvo a punto de
agregar que no iba a morirse todavía, desgraciadamente, pero se
contuvo a tiempo. Llevaba tres meses cuidando a su marido y se le
había terminado la paciencia. Valmorain la jorobaba todo el día y la
despertaba de noche con pesadillas recurrentes de un tal Lacroix, que
se le aparecía en carne viva, arrastrando su pellejo por el suelo como
una sangrienta camisa.
La madrastra recibió a Maurice secamente y sus hermanas lo
saludaron con educadas reverencias, manteniéndose a la distancia,
porque no tenían idea de quién era ese hermano, que se mencionaba
muy rara vez en la familia. La mayor de las cinco niñas, la única que
Maurice había conocido cuando ella todavía no caminaba, tenía ocho
291
Isabel Allende
La isla bajo el mar
años, y la menor estaba en brazos de una nodriza. Como la casa se
hacía muy pequeña para la familia y los criados, Maurice se alojó en
el piso de su tío Sancho, solución ideal para todos menos para
Toulouse Valmorain, quien pretendía mantenerlo a su lado para
prodigarle consejos y traspasarle el manejo de sus bienes. Era lo
último que deseaba Maurice, pero no era el momento de contradecir
a su padre.
La noche del baile, Sancho y Maurice no cenaron en la casa de los
Valmorain, como hacían casi a diario, más por obligación que por
gusto. Ninguno de los dos se sentía cómodo con Hortense Guizot,
quien nunca había querido al hijastro y toleraba de mala gana a
Sancho, con su bigote atrevido, su acento español y su desvergüenza,
porque había que ser descarado para pasearse por la ciudad con esa
cubana, una zorra sang-mêlée, culpable directa del tan mentado baile
del Cordon Bleu. Sólo su impecable educación le impedía a Hortense
estallar en improperios al pensar en eso; ninguna dama se daba por
aludida de la fascinación que esas hetairas de color ejercían sobre los
hombres blancos o de la práctica inmoral de ofrecerles a sus hijas.
Sabía que el tío y el sobrino se estaban acicalando para asistir al
baile, pero ni en trance de muerte les habría hecho un comentario.
Tampoco podía hablarlo con su marido, porque sería admitir que
espiaba sus conversaciones privadas, tal como le revisaba la
correspondencia y se metía en los compartimientos secretos de su
escritorio, donde guardaba el dinero. Así se enteró de que Sancho
había obtenido dos invitaciones de Violette Boisier, porque Maurice
deseaba asistir al baile. Sancho había tenido que consultarlo con
Valmorain, porque el intempestivo interés de su sobrino por el
plaçage requería apoyo financiero.
Hortense, quien escuchaba con la oreja pegada a un agujero que
ella misma había hecho perforar en la pared, oyó a su marido aprobar
la idea de inmediato y supuso que eso despejaba sus dudas sobre la
virilidad de Maurice. Ella misma había contribuido a esas dudas
soltando la palabra afeminado en más de una conversación sobre su
hijastro. A Valmorain el plaçage le pareció apropiado, en vista de que
Maurice nunca había manifestado inclinación por burdeles o por las
esclavas de la familia. Al joven le faltaban por lo menos diez años
para pensar en casarse y entretanto necesitaba desahogar sus
ímpetus masculinos, como los llamaba Sancho. Una chica de color,
limpia, virtuosa y fiel, ofrecía muchas ventajas. Sancho le explicó a
Valmorain las condiciones económicas, que antes se dejaban a la
buena voluntad del protector y ahora, desde que Violette Boisier
había tomado cartas en el asunto, se estipulaban en un contrato de
palabra, que si bien carecía de valor legal, de todos modos era
inviolable. Valmorain no objetó el costo: Maurice lo merecía. Al otro
lado de la pared Hortense Guizot estuvo a punto de gritar.
292
Isabel Allende
La isla bajo el mar
El baile de las sirenas
le confesó a Isidore Morisset, con lágrimas de vergüenza,
Jean-Martin
lo que le había dicho Valmorain y que su madre no lo había
desmentido; simplemente, se había negado a hablar del asunto.
Morisset recibió sus palabras con una carcajada burlona —«¡qué
diablos importa eso, hijo!»— pero enseguida se conmovió y lo atrajo
para que se desahogara sobre su ancho pecho. No era sentimental y
él mismo se sorprendió ante la emoción que el joven le provocaba:
deseos de protegerlo y de besarlo. Lo apartó con gentileza, cogió su
sombrero y se fue a caminar al dique con pasos largos hasta que se le
despejó la mente. Dos días después partieron hacia Francia. JeanMartin se despidió de su pequeña familia con la rigidez habitual que
mantenía en público, pero en el último momento abrazó a Violette y
le susurró que le escribiría.
El baile del Cordon Bleu resultó tan magnífico como Violette
Boisier lo había imaginado y los demás lo habían esperado. Los
hombres llegaron de gala, puntuales y correctos, y se distribuyeron
en grupos bajo las lámparas de cristal alumbradas por centenares de
velas, mientras tocaba la orquesta y los criados ofrecían bebidas
ligeras y champán, nada de licores fuertes. Las mesas del banquete
estaban preparadas en una sala adjunta, pero habría sido una
grosería abalanzarse sobre las bandejas antes de tiempo. Violette
Boisier, vestida con sobriedad, les dio la bienvenida; muy pronto
entraron las madres y chaperonas y se instalaron en los sillones. La
orquesta atacó una fanfarria, se abrió una cortina teatral en un
extremo de la sala y las muchachas hicieron su aparición en la
pasarela, avanzando lentamente en fila india. Había unas pocas
mulatas oscuras, varias sang-mêlée que pasaban por europeas,
incluso dos o tres de ojos azules, y una vasta gama de cuarteronas en
diversos tonos, todas atractivas, recatadas, suaves, elegantes y
educadas en la fe católica. Algunas eran tan tímidas que no
levantaban la vista de la alfombra, pero otras, más atrevidas,
lanzaban miradas de soslayo a los galanes alineados contra las
paredes. Una sola venía tiesa, seria, con una expresión desafiante,
casi hostil. Era Rosette. Los vestidos vaporosos de colores claros
habían sido encargados a Francia o copiados a la perfección por
Adèle, los sencillos peinados ponían de manifiesto las lustrosas
melenas, los brazos y cuellos iban desnudos y los rostros parecían
293
Isabel Allende
La isla bajo el mar
limpios de maquillaje. Sólo las mujeres sabían cuánto esfuerzo y arte
costaba ese aspecto inocente.
Un silencio respetuoso recibió a las primeras niñas, pero a los
pocos minutos estalló un aplauso espontáneo. Nunca se había visto
una colección tan notable de sirenas, comentarían al día siguiente en
cafés y tabernas los afortunados que estuvieron presentes. Las
candidatas al plaçage se deslizaron como cisnes por el salón, la
orquesta abandonó las trompetas para tocar música bailable y los
blancos comenzaron sus avances con inusitada etiqueta, nada de la
atrevida familiaridad con que solían irrumpir en las fiestas de
cuarteronas. Después de intercambiar unas cuantas frases de
cortesía para tantear el terreno, solicitaban una danza. Podían bailar
con todas las niñas, pero habían sido instruidos de que al segundo o
tercer baile con la misma debían decidirse. Las chaperonas
custodiaban con ojos de águila. Ninguno de esos jóvenes arrogantes,
acostumbrados a hacer lo que les daba la gana, se atrevió a violar las
reglas. Estaban intimidados por primera vez en sus vidas.
Maurice no miró a nadie. La sola idea de que esas chicas estaban
en oferta para beneficio de los blancos lo ponía enfermo. Estaba
sudando y sentía golpes de martillo en las sienes. Sólo le interesaba
Rosette. Desde que desembarcó en Nueva Orleans, varios días antes,
esperaba el baile sólo para encontrarse con ella, tal como habían
acordado en su correspondencia secreta, pero como no habían podido
verse antes, temía que no se reconocieran. El instinto y la nostalgia
alimentada entre los muros de piedra del colegio en Boston le
permitieron a Maurice adivinar a la primera mirada que la altiva
muchacha vestida de blanco, la más bonita de todas, era su Rosette.
Cuando logró despegar los pies del suelo, ella ya estaba rodeada por
tres o cuatro pretendientes a quienes escudriñaba tratando de
descubrir al único que deseaba ver. También ella había esperado
ansiosamente ese momento. Desde la infancia había protegido su
amor por Maurice con duplicidad, disfrazándolo de cariño fraternal,
pero ya no pensaba seguir haciéndolo. Ésa era la noche de la verdad.
Maurice se aproximó, abriéndose paso, rígido, y se puso frente a
Rosette con los ojos encandilados. Se miraron buscando a quien
recordaban: ella al chico delgado de ojos verdes y llorón que la seguía
como una sombra en la infancia, y él a la niña mandona que se le
introducía en la cama. Se encontraron en el rescoldo de la memoria y
en un instante volvieron a ser los mismos de antes: Maurice sin
palabras, tembloroso, esperando, y Rosette saltándose las normas
para tomarlo de la mano y conducirlo a la pista.
A través de los guantes blancos, la muchacha percibió el calor
inusitado de la piel de Maurice, que la recorrió desde la nuca hasta los
pies, como si se hubiera asomado a un fogón. Sintió que le
flaqueaban las piernas, perdió el paso y debió sujetarse de él para no
caer de rodillas. El primer vals se les fue sin darse cuenta, no
alcanzaron a decirse nada, sólo a tocarse y medirse, ajenos por
completo al resto de las parejas. Concluyó la música y ellos
continuaron ensimismados moviéndose con torpeza de ciegos hasta
que recomenzó la orquesta y volvieron a coger el ritmo. Para
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
entonces varias personas los miraban burlonas y Violette Boisier se
había dado cuenta de que algo amenazaba la estricta etiqueta de la
fiesta.
Con el último acorde, un joven más atrevido que los demás se
interpuso para sacar a bailar a Rosette. Ella ni siquiera notó la
interrupción, estaba aferrada al brazo de Maurice, con los ojos
prendidos a los suyos, pero el hombre insistió. Entonces Maurice
pareció despertar de un trance sonámbulo, se volvió súbitamente y
apartó al intruso de un empujón tan inesperado, que su rival tropezó
y cayó al suelo. Una exclamación colectiva paralizó a los músicos.
Maurice balbuceó una disculpa y tendió la mano al caído para
ayudarlo a ponerse de pie, pero el insulto había sido demasiado
evidente. Dos amigos del joven ya se habían precipitado a la pista y
se enfrentaban a Maurice. Antes de que nadie alcanzara a desafiar en
duelo, como ocurría con demasiada frecuencia, Violette Boisier
intervino tratando de disipar la tensión con bromas y golpecitos de su
abanico, y Sancho García del Solar tomó con firmeza a su sobrino de
un brazo y se lo llevó al comedor, donde los hombres mayores ya
estaban saboreando los deliciosos platos de la mejor cuisine créole.
—¡Qué haces, Maurice! ¿Acaso no sabes quién es esa niña? —le
preguntó Sancho.
—Rosette, ¿quién otra iba a ser? He esperado siete años para
verla.
—¡No puedes bailar con ella! Baila con otras chicas, hay varias
muy lindas, y una vez que elijas yo me encargo de lo demás.
—Vine sólo por Rosette, tío —aclaró Maurice.
Sancho aspiró a fondo, llenándose el pecho con una bocanada de
aire enrarecido por los cigarros y la fragancia dulzona de las flores.
No estaba preparado para esa contingencia, nunca imaginó que le
tocaría abrirle los ojos a Maurice y menos que tan melodramática
revelación ocurriría en ese lugar y a toda prisa. Había adivinado esa
pasión desde que lo vio con Rosette por primera vez en Cuba en
1793, cuando llegaron escapando de Le Cap, con la ropa rota y ceniza
del incendio en el pelo. Entonces eran unos mocosos que andaban de
la mano, asustados por el horror que habían presenciado, y ya era
evidente que estaban unidos por un amor celoso y tenaz. Sancho no
se explicaba cómo otros no lo habían notado.
—Olvídate de Rosette. Es hija de tu padre. Rosette es tu hermana,
Maurice —suspiró Sancho con la vista fija en la punta de sus botas.
—Lo sé, tío —replicó el joven serenamente—. Siempre lo hemos
sabido, pero eso no impide que vayamos a casarnos.
—Debes estar demente, hijo. Eso es imposible.
—Ya lo veremos, tío.
Hortense Guizot nunca se atrevió a esperar que el cielo la librara de
Maurice sin intervención directa de su parte. Satisfacía su rencor
concibiendo formas de eliminar a su hijastro, la única ensoñación que
esa mujer práctica se permitía, nada de lo que debiera confesarse,
295
Isabel Allende
La isla bajo el mar
porque esos crímenes hipotéticos eran sólo sueños y soñar no es
pecado. Tanto había tratado de alejarlo de su padre y reemplazarlo
por el hijo propio que no logró concebir, que cuando Maurice se
hundió solo, dejándole el terreno libre para disponer a su manera de
los bienes de su marido, se sintió vagamente defraudada. Había
pasado la noche del baile en su cama de reina, bajo el toldo con
angelotes, que transportaban entre la casa y la plantación cada
temporada, dándose vueltas entre las sábanas, sin poder dormir,
pensando que en ese mismo momento Maurice estaba eligiendo una
concubina, la señal definitiva de que dejaba atrás la adolescencia y
entraba de lleno en la edad adulta. Su hijastro ya era un hombre y
naturalmente empezaría a hacerse cargo de los negocios de la
familia, con lo cual su propio poder se vería mermado, porque ella no
tenía sobre él la influencia que ejercía sobre su marido. Lo último que
deseaba era verlo hurgando en la contabilidad o poniendo límites a
sus gastos.
Hortense no logró descansar hasta el amanecer, cuando por fin se
tomó unas gotas de láudano y pudo abandonarse a un sueño
inquieto, poblado de visiones angustiosas. Despertó cerca del
mediodía, descompuesta por la mala noche y los malos presagios, tiró
del cordón para llamar a Denise y pedirle una bacinilla limpia y su
taza de chocolate. Le pareció escuchar una conversación en sordina y
calculó que provenía de la biblioteca, un piso más abajo. El conducto
del cordón para llamar a los esclavos, que atravesaba los dos pisos y
la mansarda, le había servido a menudo para oír lo que pasaba en el
resto de la casa. Acercó la oreja y oyó voces airadas, pero como no
pudo distinguir las palabras, salió sigilosamente de su pieza. En la
escalera se topó con su esclava, quien al verla en camisa y descalza
deslizándose como un ladrón, se aplastó contra la pared, invisible y
muda.
Sancho se había adelantado para explicarle a Toulouse Valmorain
lo ocurrido en el baile del Cordon Bleu y prepararle el ánimo, pero no
encontró la manera de anunciarle con tacto la descabellada
pretensión de Maurice de casarse con Rosette y le descargó la noticia
en una sola frase. «¿Casarse?», repitió Valmorain, incrédulo. Le
pareció francamente cómico y se echó a reír a carcajadas, pero a
medida que Sancho le fue dando una idea de la determinación de su
hijo, la risa se le trocó en violenta indignación. Se sirvió un chorro
largo de coñac, el tercero de la mañana, a pesar de la prohibición de
Parmentier, y lo vació de un solo trago que lo dejó tosiendo.
Poco después llegó Maurice. Valmorain lo afrontó de pie,
gesticulando y golpeando la mesa, con la misma cantaleta de
siempre, pero esta vez a gritos: que era su único heredero, destinado
a llevar con orgullo el título de chevalier y acrecentar el poder y la
fortuna de la familia, ganados con mucho esfuerzo; era el último
varón que podía perpetuar la dinastía, para eso lo había formado, le
había imbuido sus principios y su sentido del honor, le había ofrecido
todo lo que se le puede dar a un hijo; no le permitiría mancillar por un
impulso juvenil el apellido ilustre de los Valmorain. No, no era un
impulso, se corrigió, sino un vicio, una perversión, era nada menos
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
que incesto. Se desmoronó en su poltrona, sin aliento. Al otro lado de
la pared, pegada al agujero de espionaje, Hortense Guizot ahogó una
exclamación. No esperaba que su marido le admitiera a su hijo la
paternidad de Rosette, que tan cuidadosamente le había ocultado a
ella.
—¿Incesto, monsieur? Usted me obligaba a tragar jabón cuando le
decía hermana a Rosette —arguyó Maurice.
—¡Sabes muy bien a qué me refiero!
—Me casaré con Rosette aunque usted sea su padre —dijo
Maurice, procurando mantener un tono respetuoso.
—¡Pero cómo vas a casarte con una cuarterona! —rugió
Valmorain.
—Por lo visto, monsieur, a usted le molesta más el color de
Rosette que nuestro parentesco. Pero si usted engendró una hija con
una mujer de color, no debería sorprenderle que yo ame a otra.
—¡Insolente!
Sancho trató de apaciguarlos con gestos conciliatorios. Valmorain
comprendió que por ese camino no iban a llegar a ninguna parte y se
esforzó por aparecer calmado y razonable.
—Eres un buen muchacho, Maurice, pero demasiado sensible y
soñador —dijo—. Enviarte a ese colegio americano fue un error. No sé
qué ideas te han puesto en la mente, pero parece que ignoras quién
eres, cuál es tu posición y las responsabilidades que tienes con tu
familia y la sociedad.
—El colegio me ha dado una visión más amplia del mundo,
monsieur, pero eso no tiene nada que ver con Rosette. Mis
sentimientos por ella son los mismos ahora que hace quince años.
—Estos impulsos son normales a tu edad, hijo. No hay nada
original en tu caso —le aseguró Valmorain—. Nadie se casa a los
dieciocho años, Maurice. Escogerás una amante, como cualquier
joven de tu condición. Eso te va a tranquilizar. Si hay algo que sobra
en esta ciudad son mulatas hermosas…
—¡No! Rosette es la única mujer para mí —lo interrumpió su hijo.
—El incesto es muy grave, Maurice.
—Mucho más grave es la esclavitud.
—¿Qué tiene que ver una cosa con otra?
—Mucho, monsieur. Sin la esclavitud, que le permitió a usted
abusar de su esclava, Rosette no sería mi hermana —le explicó
Maurice.
—¿Cómo te atreves a hablarle así a tu padre?
—Perdóneme, monsieur —respondió Maurice con ironía—. En
realidad, los errores que usted ha cometido no pueden servir de
excusa para los míos.
—Lo que tienes es calentura, hijo —dijo Valmorain con un teatral
suspiro—. Nada más comprensible. Debes hacer lo que hacemos
todos en estos casos.
—¿Qué, monsieur?
—Supongo que no necesito explicártelo, Maurice. Acuéstate con la
moza de una vez por todas y después olvídala. Así se hace. ¿Qué otra
cabe con una negra?
297
Isabel Allende
La isla bajo el mar
—¿Eso es lo que desea para su hija? —preguntó Maurice, pálido,
con los dientes apretados. Le corrían gotas de sudor por la cara y
tenía la camisa mojada.
—¡Es hija de una esclava! ¡Mis hijos son blancos! —exclamó
Valmorain.
Un silencio de hielo cayó en la biblioteca. Sancho retrocedió,
sobándose la nuca, con la sensación de que todo estaba perdido. La
torpeza de su cuñado le pareció irreparable.
—Me casaré con ella —repitió al fin Maurice y salió con largos
pasos, sin hacer caso de la retahíla de amenazas de su padre.
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
A la derecha de la luna
A
Tété no se le había pasado por la mente ir al baile y tampoco la
habían invitado, porque se entendía que no era para gente de su
condición: las otras madres se habrían ofendido y su hija habría
pasado un bochorno. Se puso de acuerdo con Violette para que ésta
actuara como chaperona de Rosette. Los preparativos para esa
noche, que habían requerido meses de paciencia y trabajo, dieron los
resultados esperados: Rosette parecía un ángel en su vestido etéreo y
jazmines prendidos en el cabello. Antes de subir al coche alquilado,
en presencia de los vecinos que habían salido a la calle a aplaudirlas,
Violette les repitió a Tété y Loula que iba a conseguirle el mejor
pretendiente a Rosette. Nadie imaginó que volvería arrastrando a la
muchacha una hora más tarde, cuando todavía algunos vecinos
estaban en la calle comentando.
Rosette entró en la casa como una tromba, con el gesto de mula
porfiada que ese año había reemplazado su coquetería, se arrancó el
vestido a tirones y se encerró en su pieza sin una palabra. Violette
venía histérica, chillando que esa pindonga se las iba a pagar, que
había estado a punto de arruinar la fiesta, los había engañado a
todos, le había hecho perder tiempo, esfuerzo y dinero, porque nunca
tuvo la intención de ser placée, el baile había sido un pretexto para
encontrarse con ese desgraciado de Maurice. La mujer estaba en lo
cierto. Rosette y Maurice se habían puesto de acuerdo de forma
inexplicable, porque la niña no salía sola a ninguna parte. Cómo
enviaba y recibía mensajes era un misterio que ella se negó a revelar,
a pesar del cachetazo que recibió de Violette. Eso confirmó la
sospecha que Tété siempre había tenido: las z'etoiles de esos dos
niños estaban juntas en el cielo; algunas noches eran claramente
visibles a la derecha de la luna.
Después de la escena en la biblioteca de la casa de su padre,
cuando se enfrentó con él, Maurice se retiró decidido a cortar para
siempre los vínculos con su familia. Sancho logró tranquilizar un poco
a Valmorain y después siguió a su sobrino al piso que compartían,
donde lo encontró descompuesto y rojo de fiebre. Con ayuda de su
criado, Sancho le quitó la ropa y lo llevó a la cama, después lo obligó
a tragar una taza de ron caliente con azúcar y limón, remedio
improvisado que se le ocurrió como paliativo para las penas de amor
y que tumbó a Maurice en un sueño largo. Le ordenó a su doméstico
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
que lo refrescara con paños mojados para bajarle la temperatura,
pero eso no impidió que Maurice pasara delirando el resto de la tarde
y buena parte de la noche.
A la mañana siguiente el joven despertó con menos fiebre. La
pieza estaba oscura, porque habían corrido las cortinas, pero no quiso
llamar al criado, aunque necesitaba agua y una taza de café. Al tratar
de levantarse para usar la bacinilla sintió todos los músculos
doloridos, como si hubiera galopado una semana, y prefirió volver a
recostarse. Poco después llegó Sancho con Parmentier. El doctor, que
lo conocía desde niño, no pudo menos que repetir la trillada
observación de que el tiempo es más escurridizo que el dinero.
¿Dónde se fueron los años? Maurice había salido por una puerta en
pantalones cortos y regresó por otra convertido en un hombre. Lo
examinó meticulosamente sin llegar a un diagnóstico, el cuadro
todavía no era claro, dijo, había que esperar. Le ordenó mantenerse
en reposo para ver cómo reaccionaba. En esos días le había tocado
atender a dos marineros con tifus en el hospital de las monjas. No se
trataba de una epidemia, aseguró, eran casos aislados, pero debían
tener en cuenta esa posibilidad. Las ratas de los barcos solían
contagiar la enfermedad y tal vez Maurice se había infectado en el
viaje.
—Estoy seguro de que no es tifus, doctor —masculló Maurice,
avergonzado.
—¿Qué es entonces? —sonrió Parmentier.
—Nervios.
—¿Nervios? —repitió Sancho, muy divertido—. ¿Eso que sufren las
solteronas?
—Esto no me daba desde que era un crío, doctor, pero no se me
ha olvidado y supongo que a usted tampoco. ¿No se acuerda de Le
Cap?
Entonces Parmentier volvió a ver al chiquillo de cortos años que
era Maurice en aquella época, volado de fiebre por el acoso de los
fantasmas de los torturados, que se paseaban por su casa.
—Espero que tengas razón —dijo Parmentier—. Tu tío Sancho me
contó lo sucedido en el baile y la pelea que tuviste con tu padre.
—¡Insultó a Rosette! La trató como a una golfa —dijo Maurice.
—Mi cuñado estaba muy alterado, como es lógico —interrumpió
Sancho—. A Maurice se le ha puesto casarse con Rosette. No sólo
pretende desafiar a su padre, sino al mundo entero.
—Sólo pedimos que nos dejen en paz, tío —dijo Maurice.
—Nadie os dejará en paz, porque si os salís con la vuestra peligra
la sociedad. ¡Imagínate el ejemplo que daríais! Sería como un agujero
en el dique. Primero un chorrito y después un aluvión que destrozaría
todo a su paso.
—Nos iríamos lejos, donde nadie nos conozca —insistió Maurice.
—¿Adónde? ¿A vivir con los indios, tapados con pieles hediondas y
comiendo maíz? ¡A ver cuánto os dura el amor en esas condiciones!
—Eres muy joven, Maurice, tienes la vida por delante —
argumentó débilmente el médico.
—¡Mi vida! ¡Por lo visto es lo único que cuenta! ¿Y Rosette?
300
Isabel Allende
La isla bajo el mar
¿Acaso su vida no cuenta también? ¡La amo, doctor!
—Te entiendo mejor que nadie, hijo. Mi compañera de toda la
vida, la madre de mis tres hijos, es mulata —le confesó Parmentier.
—¡Sí, pero no es su hermana! —exclamó Sancho.
—Eso no importa —replicó Maurice.
—Explíquele, doctor, que de esas uniones nacen chiquillos tarados
—insistió Sancho.
—No siempre —murmuró el médico, pensativo.
Maurice tenía la boca seca y de nuevo sentía el cuerpo ardiendo.
Cerró los ojos, indignado consigo mismo por no poder controlar esos
tiritones, sin duda causados por su maldita imaginación. No
escuchaba a su tío: tenía ruido de oleaje en los oídos.
Parmentier interrumpió la lista de argumentos de Sancho. «Creo
que hay una manera satisfactoria para todos de que Maurice y
Rosette puedan estar juntos.» Explicó que muy poca gente sabía que
eran medio hermanos y además no sería la primera vez que algo así
ocurría. La promiscuidad de los amos con sus esclavas se prestaba
para toda suerte de relaciones confusas, añadió. Nadie sabía a ciencia
cierta qué sucedía en la intimidad de las casas y menos en las
plantaciones. Los créoles no daban demasiada importancia a los
amoríos entre parientes de diferente raza —no sólo entre hermanos,
también entre padres e hijas— mientras no se ventilaran en público.
Blancos con blancos, en cambio, era intolerable.
—¿Adónde quiere llegar, doctor? —preguntó Maurice.
—Plaçage. Piénsalo, hijo. Le darías a Rosette el mismo trato que a
una esposa y aunque no convivieras con ella abiertamente, podrías
visitarla cuando quisieras. Rosette sería respetada en su ambiente. Tú
mantendrías tu situación, con lo cual podrías protegerla mucho mejor
que si fueras un paria de la sociedad y además pobre, como sería si
te empeñaras en casarte con ella.
—¡Brillante, doctor! —exclamó Sancho, antes de que Maurice
alcanzara a abrir la boca—. Sólo falta que Toulouse Valmorain lo
acepte.
En los días siguientes, mientras Maurice se debatía en lo que
resultó ser definitivamente tifus, Sancho trató de convencer a su
cuñado de las ventajas del plaçage para Maurice y Rosette. Si antes
Valmorain estaba dispuesto a financiar los gastos de una chica
desconocida, no había razón para negárselo a la única que Maurice
deseaba. Hasta ese punto, Valmorain lo escuchaba cabizbajo, pero
atento.
—Además, fue criada en el seno de tu familia y te consta que es
decente, fina y bien educada —agregó Sancho, pero apenas lo hubo
soltado comprendió el error de recordarle que Rosette era su hija; fue
como si hubiera pinchado a Valmorain.
—¡Prefiero ver a Maurice muerto antes que amancebado con esa
pelandusca! —exclamó.
El español se persignó automáticamente: eso era tentar al diablo.
—No me hagas caso, Sancho, me salió sin pensar —masculló el
otro, también estremecido por una aprensión supersticiosa.
—Cálmate, cuñado. Los hijos siempre se rebelan, es normal, pero
301
Isabel Allende
La isla bajo el mar
tarde o temprano entran en razón —dijo Sancho, sirviéndose un vaso
de coñac—. Tu oposición sólo fortalece la porfía de Maurice. No
conseguirás más que alejarlo de ti.
—¡El que sale perdiendo es él!
—Piénsalo. También sales perdiendo tú. Ya no eres joven y te falla
la salud. ¿Quién será tu sostén en la vejez? ¿Quién manejará la
plantación y tus negocios cuando ya no puedas hacerlo? ¿Quién
cuidará de Hortense y las niñas?
—Tú.
—¿Yo? —Sancho soltó una alegre carcajada—. ¡Yo soy un pícaro,
Toulouse! ¿Me ves convertido en pilar de la familia? ¡Ni Dios lo quiera!
—Si Maurice me traiciona, tú tendrás que ayudarme, Sancho. Eres
mi socio y mi único amigo.
—Por favor, no me asustes.
—Creo que tienes razón: no debo dar la pelea con Maurice de
frente, sino actuar con astucia. El muchacho necesita enfriarse,
pensar en su futuro, divertirse como corresponde a su edad y conocer
otras mujeres. Esa bribona debe desaparecer.
—¿Cómo? —preguntó Sancho.
—Hay varias formas.
—¿Cuáles?
—Por ejemplo, ofrecerle una buena suma para que se vaya lejos y
deje en paz a mi hijo. El dinero compra todo, Sancho, pero si eso no
resultara… bueno, tomaríamos otras medidas.
—¡No cuentes conmigo para nada de eso! —exclamó Sancho,
alarmado—. Maurice jamás te lo perdonaría.
—No tendría que saberlo.
—Yo se lo diría. Justamente porque te quiero como hermano,
Toulouse, no voy a permitir que cometas una maldad semejante. Te
arrepentirías toda tu vida —replicó Sancho.
—¡No te pongas así, hombre! Estaba bromeando. Sabes que no
soy capaz de matar una mosca.
La risa de Valmorain sonó como un ladrido. Sancho se retiró,
preocupado, y él se quedó meditando sobre el plaçage. Parecía la
alternativa más lógica, pero apadrinar el amancebamiento entre
hermanos era muy peligroso. Si llegaba a saberse, su honor quedaría
manchado en forma irreparable y todo el mundo les daría la espalda a
los Valmorain. ¿Con qué cara iban a presentarse en público? Debía
pensar en el futuro de sus cinco hijas, sus negocios y su posición
social, tal como le había hecho ver Hortense con claridad. No
sospechaba que la misma Hortense ya había hecho circular la noticia.
Puesta a elegir entre cuidar la reputación de su familia, primera
prioridad para toda dama créole, o arruinar la de su hijastro, Hortense
cedió a la tentación de lo segundo. Si hubiera estado en sus manos,
ella misma habría casado a Maurice con Rosette, nada más que para
destruirlo. A ella no le convenía el plaçage que proponía Sancho,
porque una vez que se calmaran los ánimos, como siempre ocurría al
cabo de un tiempo, Maurice podría ejercer sus derechos de
primogénito sin que nadie se acordara de su desliz. La gente tenía
mala memoria. La única solución práctica era que su hijastro fuera
302
Isabel Allende
La isla bajo el mar
repudiado por su padre. «¿Pretende casarse con una cuarterona?
Perfecto. Que lo haga y que viva entre negros, como corresponde»,
les había comentado a sus hermanas y amigas, que a su vez se
encargaron de repetirlo.
303
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Los enamorados
T
été y Rosette habían dejado la casa amarilla de la calle Chartres al
día siguiente del bochorno en el baile del Cordon Bleu. A Violette
Boisier se le pasó pronto la pataleta de ira y perdonó a Rosette,
porque los amores contrariados siempre la conmovían, pero de todos
modos se sintió aliviada cuando Tété le anunció que no deseaba
seguir abusando de su hospitalidad. Era preferible poner cierta
distancia entre ellas, pensó. Tété se llevó a su hija a la pensión donde
años antes vivía el tutor Gaspard Sévérin, mientras terminaban los
arreglos de la pequeña vivienda que había comprado Zacharie a dos
cuadras de la de Adèle. Siguió trabajando con Violette, como siempre,
y puso a Rosette a coser con Adèle; era tiempo de que la chica se
ganara la vida. Era impotente ante el huracán que se había
desencadenado. Sentía inevitable compasión por su hija, pero no
podía acercarse para tratar de ayudarla, porque se había cerrado
como un molusco. Rosette no hablaba con nadie, cosía en hosco
silencio, esperando a Maurice con una dureza de granito, ciega a la
curiosidad ajena y sorda a los consejos de las mujeres que la
rodeaban: su madre, Violette, Loula, Adèle y una docena de vecinas
entrometidas.
Tété se enteró del enfrentamiento de Maurice y Toulouse
Valmorain a través de Adèle, a quien se lo había contado Parmentier,
y de Sancho, que le hizo una breve visita a la pensión para llevarle
noticias de Maurice. Le dijo que el joven estaba debilitado por el tifus,
pero fuera de peligro, y deseaba ver a Rosette lo antes posible. «Me
pidió que interceda para que lo recibas, Tété», agregó. «Maurice es
mi hijo, don Sancho, no necesita enviarme recados. Lo estoy
esperando», le respondió ella. Pudieron hablar con franqueza,
aprovechando que Rosette había salido a dejar unas costuras. Hacía
varias semanas que no tenían ocasión de verse, porque Sancho había
desaparecido del barrio. No se atrevía a asomarse cerca de Violette
Boisier desde que ella lo sorprendió con Adi Soupir, la misma joven
ligera de cascos de quien ya había estado prendado antes. Nada sacó
Sancho con jurarle que sólo se habían encontrado por casualidad en
la plaza de Armas y él la había invitado a tomar una inocente copita
de jerez, nada más. ¿Qué malo había en eso? Pero Violette no tenía
interés en competir con ninguna rival por el corazón de alcachofa de
ese español, y menos con una a quien doblaba en edad.
304
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Según Sancho, Toulouse Valmorain había exigido que su hijo fuera
a hablar con él apenas pudiera ponerse de pie. Maurice sacó fuerzas
para vestirse y acudió a la casa de su padre, porque no podía seguir
postergando una resolución. Mientras no aclarara las cosas con él, no
estaba en libertad de presentarse ante Rosette. Al ver a su hijo
amarillo y con la ropa colgando, porque había bajado varios kilos
durante su breve enfermedad, Valmorain se asustó. El antiguo temor
de que la muerte se lo arrebatara, que tantas veces lo había asaltado
cuando Maurice era chico, volvió a cerrarle el pecho. Azuzado por
Hortense Guizot se había preparado para imponerle su autoridad,
pero comprendió que lo quería demasiado: cualquier cosa era
preferible a pelearse con él. En un impulso optó por el plaçage, al que
antes se había opuesto por orgullo y por consejo de su mujer. Vio con
lucidez que era la única salida posible. «Te ayudaré como
corresponde, hijo. Tendrás lo suficiente para comprarle una casa a
esa moza y mantenerla como es debido. Rezaré para que no haya
escándalo y Dios os perdone. Sólo te pido que nunca la nombres en
mi presencia y tampoco a su madre», le anunció Valmorain.
La reacción de Maurice no fue la que esperaban su padre ni
Sancho, quien también estaba presente en la biblioteca. Respondió
que agradecía la ayuda ofrecida, pero no era ése el destino que
deseaba. No pensaba seguir sometiéndose a la hipocresía de la
sociedad ni someter a Rosette a la injusticia del plaçage, en el que
ella estaría atrapada, mientras él gozaba de plena libertad. Además,
eso sería un estigma para la carrera política que iba a seguir. Dijo que
regresaría a Boston, a vivir entre gente más civilizada, estudiaría
abogacía y luego, desde el Congreso y los periódicos, intentaría
cambiar la Constitución, las leyes y finalmente las costumbres, no
sólo en Estados Unidos, sino en el mundo.
—¿De qué estás hablando, Maurice? —lo interrumpió su padre,
convencido de que le había vuelto el delirio del tifus.
—Abolicionismo, monsieur. Voy a dedicar mi vida a luchar contra
la esclavitud —replicó Maurice con firmeza.
Eso fue un golpe mil veces más grave para Valmorain que el
asunto de Rosette: era un atentado directo contra los intereses de su
familia. Su hijo estaba más desquiciado de lo que había imaginado,
pretendía nada menos que demoler el fundamento de la civilización y
de la fortuna de los Valmorain. A los abolicionistas los emplumaban y
los ahorcaban, como merecían. Eran unos locos fanáticos que se
atrevían a desafiar a la sociedad, a la historia, incluso a la palabra
divina, porque la esclavitud aparecía en la Biblia. ¿Un abolicionista en
su propia familia? ¡Ni pensarlo! Le lanzó su arenga a gritos, sin tomar
aliento, y terminó amenazándolo con desheredarlo.
—Hágalo, monsieur, porque si yo heredara sus bienes, lo primero
que haría sería emancipar a los esclavos y vender la plantación —
respondió Maurice sin alterarse.
El joven se levantó apoyándose en el respaldo de la silla, porque
estaba un poco mareado, se despidió con una ligera inclinación y
salió de la biblioteca procurando disimular el temblor de las piernas.
Los insultos de su padre lo persiguieron hasta la calle.
305
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Valmorain perdió el control, la ira lo convirtió en un torbellino:
maldijo a su hijo, le chilló que había muerto para él y que no recibiría
ni un centavo de su fortuna. «¡Te prohíbo volver a pisar esta casa y
usar el apellido Valmorain! ¡Ya no perteneces a esta familia!» No
alcanzó a continuar, porque cayó desplomado, arrastrando una
lámpara de opalina, que se hizo añicos contra la pared. A sus gritos
habían acudido Hortense y varios domésticos, que lo encontraron con
los ojos en blanco y amoratado, mientras Sancho, de rodillas a su
lado, procuraba soltarle la corbata, enterrada en los pliegues de la
doble papada.
306
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Enlace de sangre
U
na hora más tarde Maurice se presentó sin avisar en la pensión
de Tété. Hacía siete años que ella no lo veía, pero ese joven alto y
serio, con una melena desordenada y lentes redondos, le pareció
igual al niño que ella había criado. Maurice tenía la misma intensidad
y ternura de la infancia. Se abrazaron largamente, ella repitiendo su
nombre y él susurrando maman, maman, la palabra prohibida.
Estaban en la polvorienta salita de la pensión, que se mantenía en
eterna penumbra. La poca luz filtrada entre las persianas ponía en
evidencia los muebles destartalados, la alfombra en hilachas y el
papel amarillento de las paredes.
Rosette, que tanto había aguardado a Maurice, no lo saludó,
aturdida de felicidad y desconcertada al verlo demacrado, tan distinto
al joven apuesto con quien había bailado dos semanas antes. Muda,
observaba la escena como si la visita intempestiva de su enamorado
no tuviera nada que ver con ella.
—Rosette y yo nos hemos querido siempre, maman, usted lo
sabe. Desde que éramos chicos hablábamos de casarnos ¿se
acuerda? —dijo Maurice.
—Sí, hijo, me acuerdo. Pero es pecado.
—Nunca le había oído decir esa palabra. ¿Se ha vuelto católica,
acaso?
—Siempre me acompañan mis loas, Maurice, pero también voy a
la misa del Père Antoine.
—¿Cómo puede ser pecado el amor? Dios lo puso en nosotros.
Antes que naciéramos ya nos queríamos. No somos culpables de
tener el mismo padre. El pecado no es nuestro, sino de él.
—Hay consecuencias… —murmuró Tété.
—Ya lo sé. Todo el mundo se empeña en recordarme que
podemos tener hijos anormales. Estamos dispuestos a correr ese
riesgo, ¿verdad, Rosette?
La chica no contestó. Maurice se acercó y le puso un brazo sobre
los hombros en un gesto de protección.
—¿Qué va a ser de vosotros? —preguntó Tété, angustiada.
—Somos libres y jóvenes. Nos iremos a Boston y si allá nos va
mal, buscaremos otro lugar. América es grande.
—¿Y el color? En ninguna parte os aceptarán. Dicen que en los
estados libres el odio es peor, porque blancos y negros no conviven ni
307
Isabel Allende
La isla bajo el mar
se mezclan.
—Cierto, pero eso va a cambiar, se lo prometo. Hay muchas
personas trabajando para abolir la esclavitud: filósofos, políticos,
religiosos, toda la gente con algo de decencia…
—No viviré para verlo, Maurice. Pero sé que aunque emanciparan
a los esclavos, no habría igualdad.
—A la larga tendrá que haberla, maman. Es como una bola de
nieve, que empieza a rodar, va creciendo, toma velocidad y entonces
nada puede detenerla. Así suceden los grandes cambios en la
historia.
—¿Quién te dijo eso, hijo? —le preguntó Tété, quien no tenía claro
lo que era la nieve.
—Mi profesor, Harrison Cobb.
Tété comprendió que razonar con él era inútil, porque las cartas
estaban echadas desde hacía quince años, cuando él se inclinó por
primera vez a besar la cara de la niña recién nacida que era Rosette.
—No se preocupe, nos arreglaremos —agregó Maurice—. Pero
necesitamos su bendición, maman. No queremos escapar como
bandidos.
—Tenéis mi bendición, hijos, pero no basta. Vamos a pedirle
consejo al Père Antoine, que sabe de las cosas de este mundo y del
otro —concluyó Tété.
Se fueron caminando en la brisa de febrero a la casita del
capuchino, quien acababa de terminar su primera ronda de caridad y
estaba descansando un rato. Los recibió sin muestras de sorpresa,
porque los estaba esperando desde que empezaron a llegarle los
chismes de que el heredero de la fortuna Valmorain pretendía casarse
con una cuarterona. Como siempre estaba enterado de todo lo que
sucedía en la ciudad, sus fieles suponían que el Espíritu Santo le
soplaba la información. Les ofreció su vino de misa, áspero como
barniz.
—Queremos casarnos, mon père— anunció Maurice.
—Pero existe el pequeño detalle de la raza ¿no es así? —sonrió el
fraile.
—Sabemos que la ley… —continuó Maurice.
—¿Han cometido el pecado de la carne? —lo interrumpió el Père
Antoine.
—¡Cómo puede creer eso, mon père! Le doy mi palabra de
caballero que la virtud de Rosette y mi honor están intactos —
proclamó Maurice, azorado.
—¡Qué lástima, hijos! Si Rosette hubiera perdido su virginidad y tú
desearas reparar el daño perpetrado, yo estaría obligado a casaros
para salvaros el alma —les explicó el santo.
Entonces Rosette habló por primera vez desde el baile del Cordon
Bleu.
—Eso se arregla esta misma noche, mon père. Haga cuenta que
ya ha sucedido. Y ahora por favor sálvenos el alma —dijo, con la cara
roja y el tono decidido.
El santo poseía una admirable flexibilidad para sortear las reglas
que consideraba inconvenientes. Con la misma imprudencia infantil
308
Isabel Allende
La isla bajo el mar
con que desafiaba a la Iglesia, solía quitarle el cuerpo a la ley, y hasta
ese momento ninguna autoridad religiosa o civil se había atrevido a
llamarle la atención. Sacó una navaja de barbero de una caja, remojó
la hoja en su vaso de vino y les ordenó a los enamorados alzarse las
mangas y presentarle un brazo. Sin vacilar le hizo un tajito en la
muñeca a Maurice con la destreza de quien ha realizado esa
operación varias veces. Maurice lanzó una exclamación y se chupó el
corte, mientras Rosette apretaba los labios y cerraba los ojos con la
mano estirada. Después el fraile les juntó los brazos, frotando la
sangre de Rosette en la pequeña herida de Maurice.
—La sangre siempre es roja, como veis, pero si alguien pregunta,
ahora puedes decir que tienes sangre negra, Maurice. Así la boda será
legal —aclaró el fraile, limpiando la navaja en su manga, mientras
Tété desgarraba su pañuelo para vendarles las muñecas.
—Vamos a la iglesia. Le pediremos a la hermana Lucie que haga
de testigo en este casorio —dijo el Père Antoine.
—Un momento, mon père —lo detuvo Tété—. No hemos resuelto
el que estos muchachos son medio hermanos.
—¡Pero qué dices, hija! —exclamó el santo.
—Usted conoce la historia de Rosette, mon père. Le conté que
monsieur Toulouse Valmorain era su padre y usted sabe que también
es el padre de Maurice.
—No me acordaba. Me falla la memoria. —El Père Antoine se dejó
caer en una silla, derrotado—. No puedo casar a estos chicos, Tété.
Una cosa es burlar la ley humana, que suele ser absurda, pero otra es
burlar la ley de Dios…
Salieron cabizbajos de la casita del Père Antoine. Rosette trataba
de contener el llanto y Maurice, descompuesto, la sostenía por la
cintura. «¡Cómo quisiera ayudaros, muchachos! Pero no está en mi
poder hacerlo. Nadie puede casaros en esta tierra», fue la triste
despedida del santo. Mientras los enamorados arrastraban los pies,
desconsolados, Tété caminaba dos pasos más atrás, pensando en el
hincapié que el Père Antoine había puesto en la última palabra. Tal
vez no hubo énfasis, sino que ella se confundió con el acento
golpeado con que el santo español hablaba el francés, pero la frase le
pareció rebuscada y volvía a oírla como un eco de sus pies desnudos
golpeando los adoquines de la plaza, hasta que de tanto repetirla en
silencio creyó entender un significado en clave. Cambió de dirección
para encaminarse a Chez Fleur.
Anduvieron casi una hora y cuando llegaron a la discreta puerta
de la casa de juego vieron una fila de cargadores con fardos de
provisiones, vigilados por Fleur Hirondelle, quien anotaba cada bulto
en su libro de contabilidad. La mujer los recibió cariñosa, como
siempre, pero no podía atenderlos y les indicó que fueran al salón.
Maurice se dio cuenta de que era un sitio de dudosa reputación y le
pareció pintoresco que su maman, siempre tan preocupada por la
decencia, se hallara allí como en su propia casa. A esa hora, en la luz
cruel del día, con las mesas vacías, sin clientes, cocottes ni músicos,
sin el humo, el ruido y el olor de perfume y licor, el salón parecía un
teatro pobre.
309
Isabel Allende
La isla bajo el mar
—¿Qué estamos haciendo aquí? —preguntó Maurice en tono de
funeral.
—Esperando que nos cambie la suerte, hijo —dijo Tété.
Momentos más tarde apareció Zacharie en ropa de trabajo y con
las manos sucias, sorprendido por la visita. Ya no era el hombre
guapo de antes, tenía la cara como una máscara de carnaval. Así le
había quedado después del asalto. Era de noche y lo golpearon a
mansalva, no alcanzó a ver a los hombres que se le fueron encima
con garrotes, pero como no le robaron el dinero ni el bastón con
mango de marfil, supo que no eran bandidos de El Pantano. Tété le
había advertido más de una vez que su figura demasiado elegante y
su largueza con el dinero ofendían a algunos blancos. Lo encontraron
a tiempo, tirado en una acequia, molido a golpes y con la cara
destrozada. El doctor Parmentier lo compuso con tanto cuidado que
logró ponerle los huesos en su sitio y salvarle un ojo y Tété lo
alimentó con un tubito hasta que pudo mascar. Esa desgracia no
cambió su actitud triunfadora, pero lo hizo más prudente y ahora
siempre andaba armado.
—¿Qué puedo ofreceros? ¿Ron? ¿Jugo de fruta para la niña? —
sonrió Zacharie con su nueva sonrisa de mandíbula torcida.
—Un capitán es como un rey, puede hacer lo que quiere en su
barco, incluso ahorcar a alguien. ¿No es cierto? —le preguntó.
—Sólo cuando está navegando —aclaró Zacharie, limpiándose con
un trapo.
—¿Conoces a alguno?
—A varios. Sin ir más lejos, Fleur Hirondelle y yo estamos
asociados con Romeiro Toledano, un portugués que tiene una goleta.
—¿Asociados para qué, Zacharie?
—Digamos que para importación y transporte.
—Nunca me mencionaste a ese tal Toledano. ¿Es de confianza?
—Depende. Para unas cosas, sí; para otras, no.
—¿Dónde puedo hablar con él?
—En este momento la goleta está en el puerto. Seguramente
vendrá esta noche para tomar unos tragos y jugar unas manos. ¿Qué
es lo que quieres, mujer?
—Necesito un capitán que case a Maurice y Rosette —le ordenó
Tété, ante el asombro de los dos interesados.
—¿Cómo me pides eso, Zarité?
—Porque nadie más lo haría, Zacharie. Y tiene que ser ahora
mismo, porque Maurice se irá a Boston en un barco que sale pasado
mañana.
—La goleta está en el puerto, donde mandan las autoridades de
tierra.
—¿Puedes pedirle a Toledano que suelte las amarras, dirija su
barco unas millas mar adentro y case a estos niños?
De ese modo, cuatro horas más tarde, a bordo de una baqueteada
goleta con bandera española, el capitán Romeiro Toledano, un
hombrecillo que medía menos de siete palmos, pero que compensaba
la indignidad de su menguada talla con una barba negra que apenas
dejaba los ojos a la vista, casó a Rosette Sedella y Maurice. Fueron
310
Isabel Allende
La isla bajo el mar
testigos Zacharie, con traje de gala pero todavía con las uñas sucias,
y Fleur Hirondelle, que para la ocasión se puso una casaca de seda y
un collar de dientes de oso. Mientras Zarité se secaba las lágrimas,
Maurice se quitó la medalla de oro de su madre, que siempre usaba, y
se la puso al cuello a Rosette. Fleur Hirondelle distribuyó copas de
champán y Zacharie hizo un brindis por «esta pareja que simboliza el
futuro, cuando las razas estarán mezcladas y todos los seres
humanos serán libres e iguales ante la ley». Maurice, que le había
oído a menudo las mismas palabras al profesor Cobb y se había
puesto muy sentimental con el tifus, soltó un largo y profundo sollozo.
311
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Dos noches de amor
A
falta de otro lugar, los recién casados pasaron el único día y las
dos noches de amor que tuvieron en el estrecho camarote de la
goleta de Romeiro Toledano, sin sospechar que en un compartimiento
secreto debajo del piso había un esclavo agazapado, que podía oírlos.
La embarcación era la primera etapa del peligroso viaje a la libertad
de muchos fugitivos. Zacharie y Fleur Hirondelle creían que la
esclavitud iba a terminar pronto y entretanto ayudaban a los más
desesperados que no podían esperar hasta entonces.
Esa noche Maurice y Rosette se amaron en una angosta litera de
tablas, mecidos por las corrientes del delta, en la luz tamizada por
una raída cortina de felpa roja, que cubría el ventanuco. Al principio
se tocaban inseguros, con timidez, aunque habían crecido
explorándose y no existía un solo rincón de sus almas cerrado para el
otro. Habían cambiado y ahora tenían que aprender a conocerse de
nuevo. Ante la maravilla de tener a Rosette en sus brazos, a Maurice
se le olvidó lo poco que había aprendido en los corcoveos con Giselle,
la embustera de Savannah. Temblaba. «Es por el tifus», dijo a modo
de disculpa. Conmovida por esa dulce torpeza, Rosette tomó la
iniciativa de empezar a desvestirse sin apuro, como le había
enseñado Violette Boisier en privado. Al pensar en eso le dio tal
ataque de risa, que Maurice creyó que se estaba burlando de él.
—No seas tonto, Maurice, cómo me voy a estar burlando de ti —
replicó ella, secándose las lágrimas de risa—. Me estoy acordando de
las clases de hacer el amor, que se le ocurrieron a madame Violette
para las alumnas del plaçage.
—¡No me digas que les daba clases!
—Por supuesto, ¿o tú crees que la seducción se improvisa?
—¿Maman sabe de esto?
—Los detalles, no.
—¿Qué les enseñaba esa mujer?
—Poco, porque al final madame tuvo que desistir de las clases
prácticas. Loula la convenció de que las madres no lo tolerarían y el
baile se iría al diablo. Pero alcanzó a ensayar su método conmigo.
Usaba bananas y pepinos para explicarme.
—Explicarte ¿qué? —exclamó Maurice, que empezaba a divertirse.
—Cómo sois los hombres y lo fácil que es manipularos, porque
tenéis todo afuera. De alguna manera tenía que enseñarme ¿no te
312
Isabel Allende
La isla bajo el mar
parece? Yo nunca he visto un hombre desnudo, Maurice. Bueno, sólo
a ti, pero entonces eras un mocoso.
—Supongamos que algo ha cambiado desde entonces —sonrió él
—. Pero no esperes bananas o pepinos. Pecarías de optimista.
—¿No? Déjame ver.
En su escondite, el esclavo lamentó que no hubiera un hueco
entre las tablas del piso para pegar el ojo. A las risas siguió un
silencio que le pareció demasiado largo. ¿Qué estaban haciendo esos
dos tan callados? No podía imaginarlo, porque en su experiencia el
amor era más bien ruidoso. Cuando el barbudo capitán abrió la
trampilla para que saliera a comer y estirar los huesos, aprovechando
la oscuridad de la noche, el fugitivo estuvo a punto de decirle que no
se molestara, que él podía esperar.
Romeiro Toledano previó que los recién casados, de acuerdo con
la costumbre imperante, no saldrían de su aposento y, obedeciendo
las órdenes de Zacharie, les llevó café y rosquillas, que dejó
discretamente en la puerta del camarote. En circunstancias normales,
Rosette y Maurice habrían pasado por lo menos tres días encerrados,
pero ellos no contaban con tanto tiempo. Más tarde el buen capitán
les dejó una bandeja con delicias del Mercado Francés que le había
hecho llegar Tété: mariscos, queso, pan tibio, fruta, dulces y una
botella de vino, que pronto unas manos arrastraron al interior.
En las horas demasiado cortas de ese único día y las dos noches
que Rosette y Maurice pasaron juntos, se amaron con la ternura que
habían compartido en la infancia y la pasión que ahora los encendía,
improvisando una cosa y otra para darse mutuo contento. Eran muy
jóvenes, estaban enamorados desde siempre y existía el incentivo
terrible de que iban a separarse: no necesitaron para nada las
instrucciones de Violette Boisier. En algunas pausas se dieron tiempo
para hablar, siempre abrazados, de algunas cosas pendientes y
planear su futuro inmediato. Lo único que les permitía soportar la
separación era la certeza de que iban a reunirse pronto, apenas
Maurice tuviera trabajo y un lugar donde recibir a Rosette.
Amaneció el segundo día y tuvieron que vestirse, besarse por
última vez y salir recatadamente a enfrentar al mundo. La goleta
había atracado de nuevo; en el puerto los esperaban Zacharie, Tété y
Sancho, quien había llevado el baúl con las pertenencias de Maurice.
El tío también le entregó cuatrocientos dólares, que se jactó de haber
ganado en una sola noche jugando a las cartas. El joven había
adquirido el pasaje con su nuevo nombre, Maurice Solar, el apellido
de su madre abreviado y pronunciado a la inglesa. Eso ofendió un
poco a Sancho, que estaba orgulloso del sonoro García del Solar,
pronunciado como se debe.
Rosette quedó en tierra deshecha de pena, pero fingiendo la
serena actitud de quien tiene todo lo que se puede desear en este
mundo, mientras Maurice le hacía señas desde la cubierta del clíper
que lo conduciría a Boston.
313
Isabel Allende
La isla bajo el mar
El purgatorio
V
almorain perdió a su hijo y perdió la salud de un solo golpe. En el
mismo momento en que Maurice salió de la casa paterna para no
regresar más, algo estalló en su interior. Cuando Sancho y los demás
lograron levantarlo, comprobaron que tenía un lado del cuerpo
muerto. El doctor Parmentier determinó que no le había fallado el
corazón, como tanto se temía, sino que había sufrido un ataque
cerebral. Estaba casi paralizado, babeaba y carecía de control de
esfínteres. «Con tiempo y un poco de suerte podrá mejorar bastante,
mon ami, aunque no volverá a ser el mismo», le dijo Parmentier.
Agregó que conocía pacientes que habían vivido muchos años
después de un ataque semejante. Por señas, Valmorain le indicó que
deseaba hablar a solas con él y Hortense Guizot, que lo vigilaba como
un buitre, debió salir de la pieza y cerrar la puerta. Sus balbuceos
resultaban casi incomprensibles, pero Parmentier logró entender que
más miedo le daba su mujer que su enfermedad. Hortense podía
tentarse de precipitarle la muerte, porque sin duda prefería quedar
viuda antes que cuidar a un inválido que se meaba. «No se preocupe,
esto lo arreglo con tres frases», lo tranquilizó Parmentier.
El médico le dio a Hortense Guizot los remedios y las
instrucciones necesarias para el enfermo y le aconsejó que
consiguiera una buena enfermera, porque la recuperación de su
marido dependía mucho de los cuidados que recibiera. No debían
contradecirlo ni darle preocupaciones: el descanso era fundamental.
Al despedirse retuvo la mano de la mujer entre las suyas en un gesto
de paternal consuelo. «Le deseo que su marido salga bien de este
trance, madame, porque no creo que Maurice esté preparado para
reemplazarlo», dijo. Y le recordó que Valmorain no había alcanzado a
realizar los trámites para cambiar su testamento y legalmente
Maurice era todavía el único heredero de la familia.
Días más tarde, un mensajero le entregó a Tété una nota de
Valmorain. Ella no esperó a Rosette para que se la leyera, sino que
fue directamente donde el Père Antoine. Todo lo proveniente de su
antiguo amo tenía el poder de encogerle el estómago de aprensión.
Supuso que para entonces Valmorain estaba enterado de la
precipitada boda y la partida de su hijo —toda la ciudad lo sabía— y
su ira no estaría dirigida sólo contra Maurice, a quien los chismosos
ya habían absuelto como la víctima de una negra hechicera, sino
314
Isabel Allende
La isla bajo el mar
contra Rosette. Ella era culpable de que la dinastía de los Valmorain
quedara sin continuidad y acabara sin gloria. Después de la muerte
del patriarca, la fortuna pasaría a manos de los Guizot y el apellido
Valmorain sólo figuraría en la lápida del mausoleo, porque sus hijas
no podían pasárselo a su descendencia. Había muchas razones para
temer la venganza de Valmorain, pero la idea no se le había ocurrido
a Tété, hasta que Sancho le sugirió que vigilara a Rosette y no le
permitiera salir sola a la calle. ¿Qué quiso advertirle? Su hija pasaba
el día donde Adèle cosiendo su modesto ajuar de recién casada y
escribiéndole a Maurice. Allí estaba segura y ella siempre la iba a
buscar en la noche, pero de todos modos andaba en ascuas, siempre
alerta: el largo brazo de su antiguo amo podía llegar muy lejos.
La nota que recibió consistía en dos líneas de Hortense Guizot
notificándole que su marido necesitaba hablar con ella.
—Mucho le debe haber costado llamarte a esa orgullosa señora —
comentó el fraile.
—Prefiero no ir a esa casa, mon père.
—Nada se pierde con oír. ¿Qué es lo más generoso que puedes
hacer en este caso, Tété?
—Usted siempre dice lo mismo —suspiró ella, resignada.
El Père Antoine sabía que el enfermo estaba espantado ante el
abismal silencio y la inconsolable soledad del sepulcro. Valmorain
había dejado de creer en Dios a los trece años y desde entonces se
jactaba de un racionalismo práctico en el cual no cabían fantasías
sobre el Más Allá, pero al verse con un pie en la tumba recurrió a la
religión de su infancia. Atendiendo a su llamado, el capuchino le llevó
la extremaunción. En su confesión, mascullada entre hipos con la
boca torcida, Valmorain admitió que se había apoderado del dinero de
Lacroix, único pecado que le parecía relevante. «Hábleme de sus
esclavos», lo conminó el religioso. «Me acuso de debilidad, mon père,
porque en Saint-Domingue a veces no pude evitar que mi jefe de
capataces se excediera en los castigos, pero no me acuso de
crueldad. Siempre he sido un amo bondadoso.» El Père Antoine le dio
la absolución y le prometió rezar por su salud, a cambio de suculentas
donaciones para sus mendigos y huérfanos, porque sólo la caridad
ablanda la mirada de Dios, como le explicó. Después de esa primera
visita, Valmorain pretendía confesarse a cada rato, para que la
muerte no fuera a sorprenderlo mal preparado, pero el santo no tenía
tiempo ni paciencia para escrúpulos tardíos y sólo accedió a enviarle
la comunión con otro religioso dos veces por semana.
La casa de los Valmorain adquirió el olor inconfundible de la
enfermedad. Tété entró por la puerta de servicio y Denise la condujo
a la sala, donde esperaba Hortense Guizot de pie, con ojeras moradas
y el cabello sucio, más furiosa que cansada. Tenía treinta y ocho años
y se veía de cincuenta. Tété alcanzó a vislumbrar a cuatro de las
niñas, todas tan parecidas que no pudo distinguir a las que conocía.
En muy pocas palabras, escupidas entre dientes, Hortense le indicó
que subiera a la habitación de su marido. Ella se quedó rumiando la
frustración de ver a esa desgraciada en su casa, esa maldita que
había logrado salirse con la suya y desafiar nada menos que a los
315
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Valmorain, a los Guizot, a la sociedad entera. ¡Una esclava! No
entendía cómo la situación se le escapó de las manos. Si su marido le
hubiera hecho caso, habrían vendido a esa zorra de Rosette a los
siete años y esto jamás habría sucedido. Todo era culpa del porfiado
de Toulouse, que no supo formar a su hijo y no trataba a los esclavos
como es debido. ¡Emigrante tenía que ser! Llegan aquí y creen que
pueden abanicarse con nuestras costumbres. ¡Miren que emancipar a
esa negra y además a la hija! Algo así jamás sucedería entre los
Guizot, eso ella podía jurarlo.
Tété encontró al enfermo sumido entre almohadas, con la cara
irreconocible, las mechas disparadas, la piel gris, los ojos lacrimosos y
una mano agarrotada en el pecho. A Valmorain el ataque le había
provocado una intuición tan portentosa que era una forma de
clarividencia. Supuso que se había despertado una parte adormecida
de su mente, mientras otra parte, la que antes calculaba las
ganancias del azúcar en pocos segundos o movía las piezas del
dominó, ahora no funcionaba. Con esa nueva lucidez adivinaba los
motivos e intenciones de los demás, en especial de su mujer, quien
ya no podía manipularlo con la misma facilidad de antes. Las
emociones propias y ajenas adquirieron una transparencia de cristal y
en algunos instantes sublimes le parecía que atravesaba la densa
neblina del presente y se adelantaba, aterrado, al futuro. Ese futuro
era un purgatorio donde pagaría eternamente por faltas que había
olvidado o que tal vez no había cometido. «Rece, rece, hijo mío, y
haga caridad», le había aconsejado el Père Antoine y le repetía el otro
fraile que le traía la comunión martes y sábados.
El enfermo despachó con un gruñido a la esclava que lo
acompañaba. Se le caía la saliva por la comisura de los labios, pero
podía imponer su voluntad. Cuando Tété se acercó para oírlo, porque
no le entendía, la cogió con fuerza del brazo, empleando su mano
sana, y la obligó a sentarse a su lado en la cama. No era un anciano
desamparado, todavía resultaba temible. «Vas a quedarte aquí a
cuidarme», le exigió. Era lo último que Tété esperaba oír y él tuvo que
repetírselo. Asombrada, comprendió que su antiguo amo no tenía la
menor sospecha de cuánto ella lo detestaba, nada sabía de la piedra
negra que llevaba en el corazón desde que la violó a los once años,
no conocía la culpa o el remordimiento, tal vez la mente de los
blancos ni siquiera registraba el sufrimiento que causaban a otros. El
rencor sólo la había agobiado a ella, a él no lo había rozado.
Valmorain, cuya nueva clarividencia no le alcanzó para adivinar el
sentimiento que provocaba en Tété, agregó que ella había cuidado
por muchos años a Eugenia, había aprendido de Tante Rose y según
Parmentier no había mejor enfermera. Un silencio tan largo acogió
esas palabras, que Valmorain terminó por darse cuenta de que ya no
podía darle órdenes a esa mujer y cambió de tono. «Te pagaré lo
justo. No. Lo que me pidas. Hazlo en nombre de todo lo que hemos
pasado juntos y de nuestros hijos», le dijo entre mocos y baba.
Ella recordó el consejo habitual del Père Antoine y hurgó muy
hondo en su alma, pero no pudo hallar ni una chispa de generosidad.
Quiso explicarle a Valmorain que por esas mismas razones no podía
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Isabel Allende
La isla bajo el mar
ayudarlo: por lo que habían pasado juntos, por lo que sufrió cuando
era su esclava y por sus hijos. Al primero se lo arrebató al nacer y a la
segunda la destruiría ahora mismo, si ella se descuidara. Pero no
logró articular nada de eso. «No puedo, perdóneme, monsieur» fue lo
único que le dijo. Se puso de pie vacilante, estremecida por los golpes
de su propio corazón, y antes de salir dejó sobre la cama de
Valmorain la carga inútil de su odio, que ya no deseaba seguir
arrastrando. Se retiró calladamente de esa casa por la puerta de
servicio.
317
Isabel Allende
La isla bajo el mar
Largo verano
R
osette no pudo reunirse con Maurice con la prontitud que ambos
habían planeado, porque ese invierno fue muy crudo en el norte y
el viaje resultaba imposible. La primavera se quedó rezagada en otras
latitudes y en Boston el hielo duró hasta finales de abril. Para
entonces ella ya no podía embarcarse. Todavía no se le notaba la
barriga, pero las mujeres a su alrededor habían adivinado su estado,
porque su belleza parecía sobrenatural. Estaba sonrosada, con el
cabello brillante como vidrio, tenía los ojos más profundos y dulces,
irradiaba calor y luz. Según Loula, era normal: las mujeres preñadas
tienen más sangre en el cuerpo. «¿De dónde creen que saca su
sangre el crío?», decía Loula. A Tété esa explicación le resultaba
irrefutable, porque había visto varios partos y siempre se asombraba
de la largueza con que las madres daban su sangre. Pero ella misma
no exhibía los mismos síntomas de Rosette. El vientre y los senos le
pesaban como piedras, tenía manchas oscuras en la cara, se le
habían salido las venas de las piernas y no podía andar más de dos
cuadras por los pies hinchados. No recordaba haberse sentido tan
débil y fea en sus dos embarazos anteriores. Le daba vergüenza
encontrarse en el mismo estado que Rosette; iba a ser madre y
abuela al mismo tiempo.
Una mañana en el Mercado Francés vio a un mendigo golpeando
con su única mano un par de tambores de lata. También le faltaba un
pie. Pensó que tal vez su amo lo había soltado para que se ganara el
pan como pudiera, ya que había quedado inútil. Era todavía joven,
tenía una sonrisa de dentadura completa y una expresión traviesa,
que contrastaba con su miserable condición. Llevaba el ritmo en el
alma, en la piel, en la sangre. Tocaba y cantaba con tal alegría y
desbocado entusiasmo, que se había juntado un grupo a su alrededor.
Las caderas de las mujeres se movían solas al compás de aquellos
irresistibles tambores y los niños de color coreaban la letra, que por lo
visto habían escuchado muchas veces, mientras se batían con
espadas de palo. Al principio las palabras le resultaron
incomprensibles a Tété, pero pronto se dio cuenta de que estaban en
el créole cerrado de las plantaciones de Saint-Domingue y pudo
traducir mentalmente el estribillo al francés: Capitaine La Liberté /
protegé de Macandal / c'est batu avec son sable / por sauver son
general. Le fallaron las rodillas y tuvo que sentarse sobre un cajón de
318
Isabel Allende
La isla bajo el mar
fruta, equilibrando a duras penas su enorme barriga, donde esperó a
que el músico terminara y recogiera la limosna del público. Hacía
mucho que no usaba el créole aprendido en Saint Lazare, pero logró
comunicarse con él. El hombre venía de Haití, que él todavía llamaba
Saint-Domingue, y le contó que había perdido la mano en una
trituradora de caña y el pie bajo el hacha del verdugo, porque intentó
fugarse. Ella le pidió que repitiera la letra de la canción lentamente,
para entenderla bien, y así supo que Gambo ya era legendario. Según
la canción, había defendido a Toussaint Louverture como un león,
luchando contra los soldados de Napoleón hasta caer finalmente con
tantas heridas de bala y de acero que no podían contarse. Pero el
capitán, como Macandal, no murió: se levantó convertido en lobo
dispuesto a seguir peleando para siempre por la libertad.
—Muchos lo han visto, madame. Dicen que ese lobo ronda a
Dessalines y a otros generales, porque han traicionado a la revolución
y están vendiendo a la gente como esclavos.
Hacía mucho tiempo que Tété había aceptado la posibilidad de
que Gambo hubiera muerto y la canción del pordiosero se lo
confirmó. Esa noche se fue a la casa de Adèle a ver al doctor
Parmentier, la única persona con quien podía compartir su pena, y le
contó lo que había oído en el mercado.
—Conozco esa canción, Tété, la cantan los bonapartistas cuando
se emborrachan en el Café des Émigrés, pero le agregan una estrofa.
—¿Cuál?
—Algo sobre una fosa común, donde se pudren los negros y la
libertad, y que viva Francia y viva Napoleón.
—¡Eso es horrible, doctor!
—Gambo fue un héroe en vida y sigue siéndolo en la muerte,
Tété. Mientras circule esa canción, dará un ejemplo de valor.
Zacharie no se enteró del duelo que vivía su mujer, porque ella se
encargó de disimularlo. Tété defendía como un secreto ese primer
amor, el más poderoso de su vida. Rara vez lo mencionaba, porque
no podía ofrecerle a Zacharie una pasión de la misma intensidad, la
relación que compartían era apacible y sin urgencia. Ajeno a estas
limitaciones, Zacharie pregonaba a los cuatro vientos su futura
paternidad. Estaba acostumbrado a lucirse y mandar, incluso en Le
Cap, donde fue esclavo, y la golpiza que casi lo mata y le dejó la cara
en trozos mal pegados, no pudo escarmentarlo: seguía siendo
dispendioso y expansivo. Repartía licor gratuito entre los clientes del
Chez Fleurs para que brindaran por el niño que esperaba su Tété. Su
socia, Fleur Hirondelle, debió frenarlo, porque no estaban los tiempos
para despilfarro ni para provocar envidias. Nada irritaba tanto a los
americanos como un negro fanfarrón.
Rosette los mantenía al día con las noticias de Maurice, que
llegaban con un atraso de dos o tres meses. El profesor Harrison
Cobb, después de escuchar los pormenores de la historia, le ofreció a
Maurice hospitalidad en su casa, donde vivía con una hermana viuda
y su madre, una anciana chiflada que comía flores. Más tarde, cuando
supo que Rosette estaba encinta y daría a luz en noviembre, le rogó
que no buscara otro alojamiento, sino que trajera a su familia a
319
Isabel Allende
La isla bajo el mar
convivir con ellos. Agatha, su hermana, era la más entusiasmada con
esa idea, porque Rosette la ayudaría a cuidar a su madre y la
presencia de la criatura los alegraría a todos. Esa casa enorme,
atravesada por corrientes de aire, con habitaciones vacías, donde
nadie había puesto un pie en muchos años, y antepasados vigilando
desde sus retratos en las paredes, necesitaba una pareja enamorada
y un niño, anunció.
Maurice comprendió que Rosette tampoco podría viajar en el
verano y se resignó a una separación que se prolongaría más de un
año, hasta que pasara el próximo invierno, ella se hubiera recuperado
del parto y el niño pudiera soportar la travesía. Entretanto alimentaba
el amor con un río de cartas, como había hecho siempre, y se
concentró en estudiar en cada minuto libre. Harrison Cobb lo empleó
como secretario, pagándole mucho más de lo que correspondía por
clasificar sus papeles y ayudarlo a preparar sus clases, un trabajo
liviano que le dejaba tiempo a Maurice para estudiar leyes y para lo
único que a Cobb le parecía importante: el movimiento abolicionista.
Asistían juntos a manifestaciones públicas, redactaban panfletos,
recorrían periódicos, comercios y oficinas, hablaban en iglesias,
clubes, teatros y universidades. Harrison Cobb encontró en él al hijo
que nunca tuvo y al compañero de lucha que había soñado. Con ese
joven a su lado, el triunfo de sus ideales le parecía al alcance de la
mano. Su hermana Agatha, también abolicionista como todos los
Cobb, incluso la dama que comía flores, contaba los días que faltaban
para ir al puerto a recibir a Rosette y el bebé. Una familia de sangre
mezclada era lo mejor que podía ocurrirles, era la encarnación de la
igualdad que predicaban, la prueba más contundente de que las
razas pueden y deben mezclarse y convivir en paz. ¡Qué impacto
tendría Maurice cuando se presentara en público con su esposa de
color y su hijo a defender la emancipación! Eso sería más elocuente
que un millón de panfletos. A Maurice los encendidos discursos de sus
benefactores le resultaban un poco absurdos, porque en realidad
nunca había considerado a Rosette distinta a él.
El verano de 1806 se hizo muy largo y trajo a Nueva Orleans una
epidemia de cólera y varios incendios. A Toulouse Valmorain,
acompañado por la monja que lo cuidaba, lo trasladaron a la
plantación, donde se instaló la familia a pasar los peores calores de la
temporada. Parmentier diagnosticó que la salud del paciente era
estable y el campo seguramente lo aliviaría. Los remedios, que
Hortense le diluía en la sopa, porque se negaba a tomarlos, no le
habían mejorado el carácter. Se había puesto rabioso, tanto que él
mismo no se soportaba. Todo le producía irritación, desde el escozor
de los pañales hasta la risa inocente de sus hijas en el jardín, pero
más que nada Maurice. Tenía fresca en la memoria cada etapa de la
vida de su hijo. Recordaba cada palabra que se dijeron al final y las
repasaba mil veces buscando una explicación para esa ruptura tan
dolorosa y definitiva. Pensaba que Maurice había heredado la locura
de su familia materna. Por sus venas corría la sangre debilitada de
Eugenia García del Solar y no la sangre fuerte de los Valmorain. No
reconocía nada propio en ese hijo. Maurice era igual a su madre, con
320
Isabel Allende
La isla bajo el mar
iguales ojos verdes, su enfermiza propensión a la fantasía e impulso
de destruirse a sí mismo.
Contrariamente a lo que suponía el doctor Parmentier, su paciente
no encontró descanso sino más preocupaciones en la plantación,
donde pudo comprobar el deterioro que Sancho le había anticipado.
Owen Murphy se había marchado al norte con toda su familia, a
ocupar la tierra que había adquirido penosamente, después de
trabajar treinta años como animal de carga. En su lugar había un
capataz joven recomendado por el padre de Hortense. Al día siguiente
de llegar, Valmorain decidió buscar otro, porque el hombre carecía de
experiencia para manejar una plantación de ese tamaño. La
producción había disminuido de forma notoria y los esclavos parecían
desafiantes. Lo lógico habría sido que Sancho se hiciera cargo de esos
problemas, pero resultó obvio para Valmorain que su socio sólo
cumplía un papel decorativo. Eso lo obligó a apoyarse en Hortense,
aun sabiendo que mientras más poder tuviera ella, más se hundía él
en su poltrona de hemipléjico.
Discretamente, Sancho se había propuesto reconciliar a Valmorain
con Maurice. Debía hacerlo sin levantar las sospechas de Hortense
Guizot, a quien las cosas le estaban saliendo mejor de lo planeado y
ahora tenía control sobre su marido y todos sus bienes. Se mantenía
en contacto con su sobrino mediante cartas muy breves, porque no
escribía bien en francés; en español lo hacía mejor que Góngora,
aseguraba, aunque nadie a su alrededor sabía quién era ese señor.
Maurice le contestaba con los detalles de su vida en Boston y
profusos agradecimientos por la ayuda que daba a su mujer. Rosette
le había contado que recibía dinero a menudo del tío, quien jamás lo
mencionaba. Maurice también le comentaba los pasos de hormiga
con que avanzaba el movimiento antiesclavista y otro tema que lo
tenía obsesionado: la expedición de Lewis y Clark, enviada por el
presidente Jefferson a explorar el río Missouri. La misión consistía en
estudiar a las tribus indígenas, la flora y fauna de esa región casi
desconocida por los blancos y alcanzar, si fuera posible, la costa del
Pacífico. A Sancho la ambición americana de ocupar más y más tierra
lo dejaba frío, «quien mucho abarca, poco aprieta», pensaba, pero a
Maurice le inflamaba la imaginación y si no hubiera sido por Rosette,
el bebé y el abolicionismo, habría partido a la siga de los
exploradores.
321
Isabel Allende
La isla bajo el mar
En prisión
T
été tuvo a su hija en el bochornoso mes de junio ayudada por
Adèle y Rosette, quien quería ver de cerca lo que le esperaba a
ella al cabo de unos meses, mientras Loula y Violette se paseaban por
la calle tan nerviosas como Zacharie. Cuando tomó a la niña en
brazos, Tété se echó a llorar de felicidad: podía amarla sin miedo a
que se la quitaran. Era suya. Debería defenderla de enfermedades,
accidentes y otras desgracias naturales, como a todos los niños, pero
no de un amo con derecho a disponer de ella como le diera la gana.
La dicha del padre fue exagerada y los festejos que organizó
fueron tan generosos que Tété se asustó: podían atraer mala suerte.
Por precaución, le llevó la recién nacida a la sacerdotisa Sanité Dédé,
quien cobró quince dólares por protegerla con un ritual de salivazos
propios y sangre de gallo. Después se fueron todos a la iglesia para
que el Père Antoine la bautizara con el nombre de su madrina:
Violette.
El resto de ese verano húmedo y caliente se le hizo eterno a
Rosette. A medida que su vientre crecía, más falta le hacía Maurice.
Vivía con su madre en la casita que había comprado Zacharie y
estaba rodeada de mujeres que no la dejaban nunca sola, pero se
sentía vulnerable. Siempre había sido fuerte —se creía muy
afortunada— pero ahora se había puesto temerosa, sufría pesadillas y
la asaltaban nefastos presentimientos. «¿Por qué no me fui con
Maurice en febrero? ¿Y si algo le pasa? ¿Si no volvemos a vernos?
¡Nunca debimos separarnos!», lloraba. «No pienses cosas malas,
Rosette, porque el pensamiento hace que sucedan», le decía Tété.
En septiembre, algunas familias que escapaban al campo ya
estaban de vuelta y entre ellos Hortense Guizot con sus hijas.
Valmorain se quedó en la plantación, porque todavía no conseguía
reemplazar al capataz y porque estaba harto de su mujer y ella de él.
No sólo le fallaba el capataz, tampoco podía contar con Sancho para
que lo acompañara, porque se había ido a España. Le habían
informado que podía recuperar unas tierras de cierto valor, aunque
abandonadas, pertenecientes a los García del Solar. Esa insospechada
herencia era sólo un dolor de cabeza para Sancho, pero tenía deseos
de volver a ver su país, donde no había estado desde hacía treinta y
dos años.
Valmorain se iba recuperando de a poco del ataque gracias a los
322
Isabel Allende
La isla bajo el mar
cuidados de la monja, una alemana severa y completamente inmune
a las rabietas de su paciente, que lo obligaba a dar unos pasos y
ejercitarse apretando una pelota de lana con la mano enferma.
Además, le estaba curando la incontinencia a punta de humillarlo por
el asunto de los pañales. Entretanto Hortense se instaló con su
séquito de niñeras y otros esclavos en la casa de la ciudad y se
dispuso a disfrutar de la temporada social, libre de ese marido que le
pesaba como un caballo muerto. Tal vez podría organizarse para
mantenerlo vivo, como era lo conveniente, pero siempre lejos.
Había transcurrido apenas una semana desde que la familia había
vuelto a Nueva Orleans, cuando en la calle Chartres, donde había ido
con su hermana Olivie a comprar cintas y plumas, pues conservaba la
costumbre de transformar sus sombreros, Hortense Guizot se topó
con Rosette. En los últimos años había visto a la joven de lejos en un
par de ocasiones y no tuvo dificultad en reconocerla. Rosette vestía
de lanilla oscura, con un chal tejido en los hombros y el pelo recogido
en un moño, pero la modestia de su atuendo nada restaba a la altivez
de su porte. A Hortense la hermosura de esa joven siempre le había
parecido una provocación y más que nunca ahora, que ella misma se
ahogaba en su gordura. Sabía que Rosette no se había ido con
Maurice a Boston, pero nadie le había dicho que estuviera encinta.
Inmediatamente sintió un campanazo de alerta: ese niño, sobre todo
si era varón, podía amenazar el equilibrio de su vida. Su marido, tan
débil de carácter, aprovecharía ese pretexto para reconciliarse con
Maurice y perdonarle todo.
Rosette no se fijó en las dos señoras hasta que las tuvo muy
cerca. Dio un paso al lado, para dejarlas pasar, y las saludó con un
buenos días cortés, pero sin nada de la humildad que los blancos
esperaban de la gente de color. Hortense se le plantó por delante,
desafiándola. «Fíjate, Olivie, qué atrevida es ésta», le dijo a su
hermana, que se sobresaltó tanto como la misma Rosette. «Y fíjate lo
que lleva puesto, ¡es de oro! Las negras no pueden usar joyas en
público. Merece unos azotes, ¿no te parece?», agregó. Su hermana,
sin entender qué le pasaba, la tomó del brazo para llevársela, pero
ella se desprendió y de un tirón le arrancó a Rosette la medalla que
Maurice le había dado. La joven se echó hacia atrás, protegiéndose el
cuello y entonces Hortense le cruzó la cara de una bofetada.
Rosette había vivido con los privilegios de una niña libre, primero
en casa de Valmorain y después en el colegio de las ursulinas. Nunca
se había sentido esclava y su hermosura le daba una gran seguridad.
Hasta ese momento no había sufrido abuso de los blancos y no
sospechaba el poder que tenían sobre ella. Instintivamente, sin darse
cuenta de lo que hacía ni imaginar las consecuencias, le devolvió el
golpe a esa desconocida que la había atacado. Hortense Guizot,
pillada de sorpresa, se tambaleó, se le dobló un tacón y estuvo a
punto de caerse. Se puso a gritar como endemoniada y en un instante
se formó un corrillo de curiosos. Rosette se vio rodeada de gente y
quiso escabullirse, pero la sujetaron por atrás y momentos más tarde
los guardias se la llevaron arrestada.
Tété se enteró media hora después, porque muchas personas
323
Isabel Allende
La isla bajo el mar
habían presenciado el incidente, la noticia voló de boca en boca y
llegó a oídos de Loula y Violette, que vivían en la misma calle, pero no
pudo ver a su hija hasta la noche, cuando el Père Antoine la
acompañó. El santo, que conocía la cárcel como su casa, apartó al
guardia y condujo a Tété por un angosto pasillo alumbrado por un par
de antorchas. A través de las rejas se vislumbraban las celdas de los
hombres y al final estaba la celda común donde se hacinaban las
mujeres. Eran todas de color, menos una muchacha de cabello
amarillento, posiblemente una sierva, y había dos niños negros, en
harapos, durmiendo pegados a una de las presas. Otra tenía un
infante en brazos. El suelo estaba cubierto por una delgada capa de
paja, había unas cuantas mantas inmundas, un balde para aliviar el
cuerpo y un jarro con agua sucia para beber; a la fetidez del ambiente
contribuía el olor inconfundible de carne en descomposición. En la
pálida luz que se filtraba del pasillo, Tété vio a Rosette sentada en un
rincón entre dos mujeres, envuelta en su chal, con las manos en el
vientre y el rostro hinchado de llorar. Corrió a abrazarla, aterrada, y
tropezó con los pesados grillos que le habían puesto a su hija en los
tobillos.
El Père Antoine venía preparado, porque conocía de sobra las
condiciones en que estaban los presos. En su canasto traía pan y
trozos de azúcar para repartir entre las mujeres y una manta para
Rosette. «Mañana mismo te sacaremos de aquí, Rosette, ¿verdad
mon père?», dijo Tété, llorando. El capuchino guardó silencio.
La única explicación que pudo imaginar Tété para lo ocurrido fue que
Hortense Guizot quiso vengarse por la ofensa que ella le había hecho
a su familia al negarse a cuidar a Valmorain. No sabía que la sola
existencia de ella y Rosette era una injuria para esa mujer. Derrotada,
fue a la casa de Valmorain, donde había jurado no volver a poner los
pies, y se tiró al suelo ante su antigua ama para suplicarle que
liberara a Rosette y a cambio ella cuidaría a su marido, haría lo que le
pidiera, cualquier cosa, tenga piedad, señora. La otra mujer,
envenenada de rencor, se dio el gusto de decirle todo lo que se le
ocurrió y después hacerla echar a empujones de su casa.
Tété hizo lo posible por aliviar a Rosette, con sus limitados
recursos. Dejaba a su pequeña Violette con Adèle o con Loula y
llevaba comida a diario a la cárcel para todas las mujeres, porque
estaba segura de que Rosette compartiría lo que recibiera y no podía
soportar la idea de que pasara hambre. Debía dejar las provisiones
con los guardias, porque rara vez la dejaban entrar, y no sabía cuánto
esos hombres le entregaban a las presas y cuánto se apropiaban.
Violette y Zacharie se hacían cargo del gasto y ella pasaba la mitad
de la noche cocinando. Como además trabajaba y cuidaba a su niñita,
vivía extenuada. Se acordó de que Tante Rose prevenía
enfermedades contagiosas con agua hervida y les rogó a las mujeres
que no probaran el agua del jarro, aunque se murieran de sed, sólo el
té que ella les llevaba. En los meses anteriores varias habían muerto
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de cólera. Como ya hacía frío en las noches, consiguió ropa gruesa y
más mantas para todas, porque su hija no podía ser la única
abrigada, pero la paja húmeda del suelo y el agua que exudaban las
paredes le produjo a Rosette dolor al pecho y una tos persistente. No
era la única enferma, otra estaba peor, con una llaga gangrenada
producida por los grillos. Ante la insistencia de Tété, el Père Antoine
logró que le permitieran llevar a la mujer al hospital de las monjas.
Las otras ya no volvieron a verla, pero una semana más tarde
supieron que le habían cortado la pierna.
Rosette no quiso que avisaran a Maurice de lo que había ocurrido,
porque estaba segura de que iba a salir en libertad antes de que él
alcanzara a recibir la carta, pero la justicia se retrasaba.
Transcurrieron seis semanas antes de que el juez revisara su caso y
actuó con relativa prisa solamente porque se trataba de una mujer
libre y por presión del Père Antoine. Las otras presas podían esperar
años nada más que para saber por qué fueron arrestadas. Los
hermanos de Hortense Guizot, abogados, habían presentado los
cargos contra ella «por haber atacado a golpes a una señora blanca».
La pena consistía en azotes y dos años de cárcel, pero el juez cedió
ante el santo y suprimió los azotes, en vista de que Rosette estaba
encinta y que la misma Olivie Guizot describió los hechos tal como
fueron y se negó darle la razón a su hermana. Al juez también lo
conmovió la dignidad de la acusada, que se presentó con un vestido
limpio y contestó a los cargos sin mostrarse altanera, pero sin
flaquear, a pesar de que le costaba hablar por la tos y que las piernas
apenas la sostenían.
Al oír la sentencia, un huracán se despertó en Tété. Rosette no
sobreviviría dos años en una celda inmunda y menos su bebé. «Erzuli,
loa madre, dame fuerzas». Iba a liberar a su hija como fuese, aunque
tuviera que demoler los muros de la cárcel con sus propias manos.
Enloquecida, le anunció a quien se le puso por delante que iba a
matar a Hortense Guizot y toda esa maldita familia; entonces el Père
Antoine decidió intervenir antes de que ella también cayera en la
cárcel. Sin decirle a nadie se fue a la plantación a hablar con
Valmorain. La decisión le costó bastante, primero porque no podía
abandonar por varios días al gentío que ayudaba, y enseguida porque
no sabía andar a caballo y viajar en bote por el río contra la corriente
era caro y pesado, pero se las arregló para llegar.
El santo encontró a Valmorain mejor de lo que esperaba, aunque
todavía inválido y hablando enredado. Antes que alcanzara a
amenazarlo con el infierno, se dio cuenta de que el hombre no tenía
la menor idea de lo que había hecho su mujer en Nueva Orleans. Al
oír lo sucedido, Valmorain se indignó más porque Hortense se las
había arreglado para ocultárselo, tal como le ocultaba tantas otras
cosas, que por la suerte de Rosette, a quien llamaba «la golfa». Sin
embargo, su actitud cambió cuando el sacerdote le aclaró que la
joven estaba encinta. Se dio cuenta de que no tendría esperanza de
reconciliarse con Maurice si algo malo le pasaba a Rosette o al crío.
Con la mano buena hizo sonar el cencerro de vaca para llamar a la
monja y le ordenó que hiciera preparar el bote para ir a la ciudad de
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inmediato. Dos días más tarde los abogados Guizot retiraron todos los
cargos contra Rosette Sedella.
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Zarité
H
an pasado cuatro años y estamos en 1810. Le he perdido el
miedo a la libertad, aunque nunca le perderé el miedo a los
blancos. Ya no lloro por Rosette, casi siempre estoy contenta.
Rosette salió de la cárcel infestada de piojos, demacrada,
enferma y con úlceras en las piernas por la inmovilidad y los grillos.
La mantuve en cama cuidándola día y noche, la fortalecí con sopas
de médula de buey y los guisos contundentes que nos traían las
vecinas, pero nada de eso evitó que diera a luz antes de su tiempo. El
niño todavía no estaba listo para nacer, era diminuto y tenía la piel
traslúcida como papel mojado. El nacimiento fue rápido, pero Rosette
estaba débil y perdió mucha sangre. Al segundo día empezó la fiebre
y al tercero deliraba llamando a Maurice, entonces comprendí,
desesperada, que se me iba. Recurrí a todos los conocimientos que
me legó Tante Rose, a la sabiduría del doctor Parmentier, a los rezos
del Père Antoine y las invocaciones a mis loas. Le puse el recién
nacido al pecho para que su obligación de madre la hiciera luchar por
su propia vida, pero creo que no lo sintió. Me aferré a mi hija,
tratando de sujetarla, rogándole que tomara un sorbo de agua, que
abriera los ojos, que me respondiera, Rosette, Rosette. A las tres de
la madrugada, mientras la sostenía arrullándola con baladas
africanas, noté que murmuraba y me incliné sobre sus labios resecos.
«Te quiero, maman», me dijo, y enseguida se apagó con un suspiro.
Sentí su cuerpo liviano en mis brazos y vi su espíritu desprenderse
suavemente, como un hilo de niebla, y deslizarse hacia afuera por la
ventana abierta.
El desgarro atroz que sentí no se puede contar, pero no necesito
hacerlo: las madres lo conocen, porque sólo unas pocas, las más
afortunadas, tienen a todos sus hijos vivos. En la madrugada llegó
Adèle a traernos sopa y a ella le tocó desprender a Rosette de mis
brazos agarrotados y tenderla en su cama. Por un rato me dejó gemir
doblada de dolor en el suelo y después me puso un tazón de sopa en
las manos y me recordó a los niños. Mi pobre nieto estaba acurrucado
al lado de mi hija Violette en la misma cuna, tan pequeño y
desamparado que en cualquier momento podía irse detrás de
Rosette. Entonces le quité la ropa, lo coloqué sobre el trapo largo de
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mi tignon y lo amarré cruzado sobre mi pecho desnudo, pegado a mi
corazón, piel contra piel, para que creyera que todavía estaba dentro
de su madre. Así lo llevé durante varias semanas. Mi leche, como mi
cariño, alcanzaba para mi hija y mi nieto. Cuando saqué a Justin de su
envoltorio, estaba listo para vivir en este mundo.
Un día monsieur Valmorain vino a mi casa. Lo bajaron entre dos
esclavos de su coche y lo trajeron en vilo hasta la puerta. Estaba muy
envejecido. «Por favor, Tété, quiero ver al niño», me pidió con la voz
cascada. Y yo no tuve corazón para dejarlo afuera.
—Lamento mucho lo de Rosette… Te prometo que no tuve nada
que ver con eso.
—Lo sé, monsieur.
Se quedó mirando a nuestro nieto por mucho rato y después me
preguntó su nombre.
—Justin Solar. Sus padres escogieron ese nombre, porque quiere
decir justicia. Si hubiera sido una niña, se habría llamado Justina —le
expliqué.
—¡Ay! Espero que me alcance la vida para enmendar algunos de
mis errores —dijo, y me pareció que iba a llorar.
—Todos nos equivocamos, monsieur.
—Este niño es un Valmorain por padre y madre. Tiene ojos claros
y puede pasar por blanco. No debería criarse entre negros. Quiero
ayudarlo, que tenga una buena educación y lleve mi apellido, como
corresponde.
—Eso debe hablarlo con Maurice, monsieur, no conmigo.
Maurice recibió en la misma carta la noticia de que había nacido
su hijo y Rosette había muerto. Se embarcó de inmediato, aunque
estábamos en pleno invierno. Cuando llegó, el pequeño había
cumplido tres meses y era un chico tranquilo, de facciones delicadas
y ojos verdes, parecido a su padre y a su abuela, la pobre doña
Eugenia. Lo apretó en un abrazo largo, pero Maurice estaba como
ausente, seco por dentro, sin luz en la mirada. «A usted le tocará
cuidarlo por un tiempo, maman», me dijo. Se quedó menos de un
mes y no quiso hablar con monsieur Valmorain, a pesar de lo mucho
que se lo pidió su tío Sancho, quien ya había vuelto de España. El
Père Antoine, en cambio, que siempre anda enmendando entuertos,
se negó a servir de intermediario entre padre e hijo. Maurice decidió
que el abuelo podía ver a Justin de vez en cuando, pero sólo en mi
presencia, y me prohibió aceptar nada de él: ni dinero, ni ayuda de
ninguna clase y mucho menos su apellido para el niño. Dijo que le
hablara a Justin de Rosette, para que siempre estuviera orgulloso de
ella y de su sangre mezclada. Creía que su hijo, fruto de un amor
inmenso, tenía el destino marcado y haría grandes cosas en su vida,
las mismas que él quería hacer antes de que la muerte de Rosette le
quebrara la voluntad. Por último me ordenó que lo mantuviera
alejado de Hortense Guizot. No tenía necesidad de advertírmelo.
Pronto mi Maurice se fue, pero no volvió donde sus amigos de
Boston, sino que abandonó sus estudios y se convirtió en un viajero
incansable: ha recorrido más tierra que el viento. Suele escribir unas
líneas y así sabemos que está vivo, pero en estos cuatro años ha
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venido una sola vez a ver a su hijo. Llegó vestido con pieles, barbudo
y oscuro de sol, parecía un kaintock. A su edad, nadie se muere de un
corazón roto. Maurice sólo necesita tiempo para cansarse. Caminando
y caminando por el mundo se irá consolando de a poco y un día,
cuando ya no pueda dar un paso más de fatiga, se dará cuenta de
que no se puede escapar del dolor; hay que domesticarlo, para que
no moleste. Entonces podrá sentir a Rosette a su lado,
acompañándolo, como la siento yo, y tal vez recupere a su hijo y
vuelva a interesarse por el fin de la esclavitud.
Zacharie y yo tenemos otro niño, Honoré, que ya comienza a dar
sus primeros pasos de la mano de Justin, su mejor amigo y también
su tío. Queremos más hijos, aunque esta casa nos queda estrecha y
no estamos jóvenes, mi marido tiene cincuenta y seis y yo cuarenta,
porque nos gustaría envejecer entre muchos hijos, nietos y bisnietos,
todos libres.
Mi marido y Fleur Hirondelle todavía tienen la casa de juego y
siguen asociados con el capitán Romeiro Toledano, que navega por el
Caribe transportando contrabando y esclavos fugitivos. Zacharie no
ha conseguido crédito, porque las leyes se han puesto muy duras
para la gente de color, así que la ambición de poseer varias casas de
juego no le ha resultado. En cuanto a mí, vivo muy ocupada con los
niños, la casa y los remedios para el doctor Parmentier, que ahora
preparo en mi propia cocina, pero por las tardes me doy tiempo para
un café con leche en el patio de las buganvillas de Adèle, donde
acuden las vecinas a conversar. A madame Violette la vemos menos,
porque ahora se junta principalmente con las damas de la Société du
Cordon Bleu, todas muy interesadas en cultivar su amistad, ya que
ella preside los bailes y puede determinar la suerte de sus hijas en el
plaçage. Se demoró más de un año en reconciliarse con don Sancho,
porque deseaba castigarlo por sus devaneos con Adi Soupir. Conoce
la naturaleza de los hombres y no espera que sean fieles, pero exige
que al menos su amante no la humille paseándose en el dique con su
rival. Madame no ha podido casar a Jean-Martin con una cuarterona
rica, como planeaba, porque el muchacho se quedó en Europa y no
piensa regresar. Loula, que apenas puede caminar por la edad —debe
de tener más de ochenta años—, me contó que su príncipe dejó la
carrera militar y vive con Isidore Morisset, ese pervertido, quien no
era un científico, sino un agente de Napoleón o de los Laffitte, un
pirata de salón, como ella asegura entre suspiros. Madame Violette y
yo nunca hemos vuelto a hablar del pasado, y de tanto guardar el
secreto hemos acabado convencidas de que ella es la madre de JeanMartin. Muy rara vez pienso en eso, pero me gustaría que un día se
juntaran todos mis descendientes: Jean-Martin, Maurice, Violette,
Justin y Honoré y los otros hijos y nietos que tendré. Ese día voy a
invitar a los amigos, cocinaré el mejor gumbo créole de Nueva
Orleans y habrá música hasta el amanecer.
Zacharie y yo ya tenemos historia, podemos mirar hacia el
pasado y contar los días que hemos estado juntos, sumar penas y
alegrías; así se va haciendo el amor, sin apuro, día a día. Lo quiero
como siempre, pero me siento más cómoda con él que antes. Cuando
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era hermoso, todos lo admiraban, en especial las mujeres, que se le
ofrecían con descaro, y yo luchaba contra el temor de que la vanidad
y las tentaciones lo alejaran de mí, aunque él nunca me dio motivos
de celos. Ahora hay que conocerlo por dentro, como lo conozco yo,
para saber lo que vale. No me acuerdo cómo era; me gusta su
extraño rostro quebrado, el parche en el ojo muerto, sus cicatrices.
Hemos aprendido a no discutir por pequeñeces, sólo por lo
importante, que no es poco. Para evitarle inquietudes y molestias,
aprovecho sus ausencias para divertirme a mi manera, ésa es la
ventaja de tener un marido muy ocupado. No le gusta que yo ande
descalza por la calle, porque ya no soy esclava, que acompañe al
Père Antoine a socorrer pecadores en El Pantano, porque es
peligroso, ni que asista a las bambousses de la plaza del Congo, que
son muy ordinarias. Nada de eso se lo cuento y él no me pregunta.
Ayer mismo estuve bailando en la plaza con los tambores mágicos de
Sanité Dédé. Bailar y bailar. De vez en cuando viene Erzuli, loa
madre, loa del amor, y monta a Zarité. Entonces nos vamos juntas
galopando a visitar a mis muertos en la isla bajo el mar. Así es.
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