ARTICULOS Y ENSAYOS TUXPAN Y SU VECINDAD EN

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A R T IC U L O S Y ENSAYOS
TU X PA N Y SU V EC IN D A D EN LOS
P R IM E R O S T IE M PO S C O LO N IA LES
José Lameiras
El Colegio de Michoacán
El de vecindad, es un termino que implica a un conjunto de
seres que viven en proximidad inmediata, tal cual los que
ocupan diferentes cuartos de una misma casa; o mediata,
co m o los que se encuentran tras la loma, o cerros de pormedio. El vecindario involucra a los cercanos, por más que
esa cercanía represente algunas jornadas de camino. En un
lenguaje lato y llano, vecindad es una categoría que ayuda
simplemente a referir y a demarcar la vida excepcional y
cotidiana de una comunidad.
Sin ignorar sus antecedentes precoloniales, la mayoría
de los investigadores y descriptores de las comunidades
indígenas han convenido en referir sus orígenes a la
organización hispana de las colonias americanas. La
reorganización del poblamiento, los criterios importados
para poseer y usar la tierra; los estilos novedosos para la
producción, el trabajo y el intercambio, más la reestruc­
turación social y política de las sociedades indias, fueron
partes importantes del proceso de formación de sus
comunidades coloniales. En ese proceso, la clasificación
social para la interacción, que determinó posiciones
diferenciadas para los aborígenes, y los ordenamientos y
las condiciones rectoras para las relaciones entre colonos
y colonizados, constituyeron sus aspectos más destaca­
dos y fundamentales.
Como ha hecho notar Aguirre Beltrán, los grupos
indígenas fueron organizados en la colonia en forma
parroquial y segregada y sus relaciones, condicionadas
por un status de desigualdad, llevaron a establecer “una
estructura étnica caracterizada por el mutuo
antagonismo y la hostilidad compartida que separa a una
comunidad de la otra” (Aguirre Beltrán 1967: 159-160).
Las que pudieron constituir tribus o “naciones” indígenas
en el tiempo prehispánico, fueron convertidas en
pequeños fragmentos sociales de grupos lingüísticoculturales o en pueblos desarticulados de su filum étnico
original.
En el ámbito de la cuenca de México, tribus y uni­
dades étnico-políticas fueron prácticamente inadvertidas
en comparación a la atención que se prestó, con fines
organizativos, a las ciudades y “villas” indígenas (Gibson
1967: 35 y 55). Ello no fue diferente en otras regiones
mesoamericanas donde la integración socio-política,
étnica y económica preexistente fue soslayada, de no ser
apropiada y conveniente para la nueva organización del
gobierno, la producción y la cristianización de los
indígenas.
Mas, no obstante lo antitético que resultaron los
propósitos de los colonizadores frente a la organización
que presentaban los dominados en los momentos del
contacto, fueron muy relativos los cambios durante los
cinco primeros decenios de dominación. Como un
ejemplo de ello, las relaciones sociales entre hispanos e
indios no se basaron inicialmente en categorías adscriptivas y exclusivas de grupo, un rasgo peculiar posterior de
la organización social de la colonia, sino simplemente se
fundaron en una relación entre vencedores y vencidos1.
El origen, la naturaleza y las condiciones de las
persistentes comunidades indígenas son difíciles de situar
y comprender si no se documenta y analiza, en cada caso,
el entorno social, económico y político en el que cobraron
vida. La formación del sistema colonial fue creando para­
lelamente las condiciones para la caracterización y la li­
mitación de las relaciones indígenas-no indígenas, y esa
formación obedeció a las circunstancias concretas a las
que se tuvo que enfrentar; una de ellas fue la demográfi­
ca: la baja que experimentó la población indígena,
agudizada en la segunda mitad del siglo XVI, forzó la
reorganización de la producción, de la provisión de mano
de obra y los sistemas de trabajo, del poblamiento y de las
medidas políticas conducentes a preservar y limitar las
relaciones entre la población indígena y los colonos.
Si en los primeros decenios, la colonización en gene­
ral condicionó la formación de “comunidades” indígenas
de índole lingüística, laboral, de catequesis y cultura,
éstas no tuvieron el carácter de comunidad en su sentido
estricto hasta que la acción de la sociedad mayor -el
aparato colonial en concreto- intervino en el control y la
administración efectiva de los medios de producción,
determinó el carácter exclusivo de las comunidades
indias y privilegió esa forma como un tipo de organiza­
ción.2 Esto supuso la delimitación de los campos de
interacción de los indígenas, su participación común y
contrastada frente a otros grupos en el sistema colonial y
los condujo a una homogeneización, a una identificación
y a la gestación de formas exclusivas de socialización.
El caso de Tuxpan y su vecindad, conformadas prehispánicamente por poblaciones plurilingües y pluriétnicas, documenta en forma interesante el proceso inicial de
la estructuración de las comunidades indígenas y del
propio sistema colonial en el sur del actual estado de
Jalisco. Por ello parece conducente el referir las circuns­
tancias que en los primeros tiempos coloniales condicio­
naron las relaciones de esos pueblos y otorgaron a
Tuxpan el carácter indígena que llegó a mantener hasta la
primera mitad del siglo XX.
Tras el brillo de! m etal y el encuentro con oriente
Tan pronto como cayó Tenochtitlán, el centre del
poder mexica, la soldadesca hispana y sus aliados
indígenas fueron enviados a distintos rumbos con el
objeto de someter nuevos territorios, dar cuenta e
inventario de la existencia de metales apreciados y
localizar, sobre las costas, posibilidades de puertos,
surgideros, y astilleros en los que se pudieran apoyar
nuevas expediciones marítimas hacia el occidente por la
Mar del Sur. Para ello, una expedición conducida por
Francisco Alvarez Chico salió de la cuenca de México y
siguiendo rutas conocidas por comerciantes y recauda­
dores de tributo llegó al Pacífico por el rumbo de Acapulco para proseguir hasta Zacatula, en las riberas del Balsas
y en la vecindad de la región michoacana dominada aún
por los p ’urehpecha. Esa penetración, en 1521, fue el
preámbulo a la entrada de los conquistadores en Colima
y el sur de Jalisco (Muriá 1980 : 262).
Una vez dominados los P ’urehpecha y obtenida
suficiente información sobre su territorio y procedencia
de tributos metálicos, por orden de Cortés y con gran
sigilo, Cristóbal de Olid encabezó a fines de 1522 la
expedición que salió de Tzintzuntzan y a través de la ruta
cenagosa de Jacona llegó a Jiquilpan en busca de las
minas de oro y plata de las que tributaban al Cazonci.
Informado por los caciques de ese lugar, Olid se dirigió a
Tamazula por Mazamitla, dominó a esas poblaciones y a
las de Zapotlán y Tuxpan para después regresar por el
mismo camino (RGDM 1958 : 95; Vázquez de Espinoza
1948 : 161; Muriá 1980 : 262). Aquella fue la primera
ocasión en la que los hispanos dominadores penetraron
al sur de Jalisco. Es de suponerse que entonces, la
información obtenida sobre la riqueza regional en meta­
les fue lo suficientemente importante como para hacer
regresar a Olid, a enterar a Cortés y así tratar de preservar
para su grupo el dominio de esas tierras. También es
posible que se haya informado en esa ocasión a los expe­
dicionarios de la existencia de los señoríos colimenses, de
su enfrentamiento a los P ’urehpecha, de su belicosidad y
de las dificultades que supondría el tratar de proseguir
por sus territorios hacia la costa. Por ello los de Olid
desistirían de proseguir y regresarían por el rumbo seguro
y conocido (Sauer 1948 : 86).
De cualquier forma, el propio Olid encabezó pronto
una nueva expedición en compañía de Juan Rodríguez de
Villafuerte. Esta salió de Tzintzuntzan rumbo a Zacatula, por las montañas, rodeando la Tierra Caliente,
quizá con el objetivo de remontarse posteriormente por
la costa hacia Colima. En el trayecto, ansioso tal vez por
consumar la dominación de la costa e iniciar la explota­
ción de metales en el sur de Jalisco, Rodríguez de
Villafuerte se separó y se dirigió hacia Colima por
Coalcomán y Coahuayana. En Alima, antes de llegar a
Tecomán, un contingente de guerreros tecos y aliados de
los rumbos de Autlán, Amula y Cihuatlán lo derrotaron y
obligaron con sus huestes a buscar refugio en Zacatula.
El joven don Juan, origen y víctima de esa su iniciativa,
fue llevado preso a la ciudad de México para responder
ante Cortés de su desobediencia e informar de los deta­
lles del fracaso de su incursión militar.
Ante los hechos, Cortés envió sin dilación a
Gonzalo de Sandoval, otro de sus hasta entonces
incondicionales, hacia el lugar de la derrota, y a su
pariente, Fernando de Saavedra, hacia el sur de Jalisco
para, con un evidente movimiento militar “de pinza”,
tratar de consolidar la dominación de esa región e iniciar
de inmediato su aprovechamiento minero3. Sandoval,
trasladado desde Zacatula, logró vencer a los aguerridos
colimotes y fundar, por instrucciones recibidas de Cortés,
un asentamiento de españoles: la primitiva Villa de
Colima. Esta, a orillas del río Armería, en el sitio
conocido como Cajitlán (Muriá, op. cií. :264) debería de
fungir como “cabeza de playa” para la colonización de
aquellos rumbos y como centro político y administrativo
para el control de tierra adentro, costas y expediciones
ultramarinas desde el 25 de julio de 1523. Este fue un
papel ciertamente ambicioso para las posibilidades de
Colima en su asentamiento original: la riqueza minera y
las condiciones cualitativas y cuantitativas de la
población indígena, hicieron volver a tierras arriba los
ojos de esos primeros colonizadores y con ello condicio­
nar el plan de las exploraciones marítimas (Sauer, op.
cií. :85). Por su parte, Saavedra, llegado a la región por el
ya acostumbrado camino de Jiquilpan, se encargó con
otros colonos de la exploración territorial y de la
explotación de sus potencialidades mineras. Por ello
llegó a controlar hasta las playas del lago de Chapala y a
organizar inicialmente la extracción minera en
Tamazula, la provisión de tributo de los pueblos
comarcanos y establecer su colonización inicial.
Pronto, en 1524, arribaron al área más hombres de
confianza de Cortés, entre ellos Francisco Cortés de
Sanbuenaventura y Alonso de Avalos, hermano de
Fernando de Saavedra, ambos emparentados con don
Hernán. La confluencia de la expedición costeña con la
llegada por Jiquilpan estableció una especie de cerco
sureño de una vasta zona que contenía buenos yacimien­
tos minerales (interés principal de los expedicionarios),
una considerable población indígena para su explotación
y para producir alimentos, una extensa franja costera de
potencialidades portuarias (otro interés de los explo­
tadores) y posibilidades de un control efectivo de tierras y
recursos hacia el norte y el océano.4 Así se comprobó
cuando Cortés de Sanbuenaventura, ya investido como
alcalde de Colima, se lanzó, por nuevas instrucciones de
Hernán Cortés, hacia las tierras de los planos
occidentales del volcán de Fuego y más al norte: en casi
un año llegó a sujetar, arrasando y destruyendo, desde
Zapotitlán, al noroeste de la villa primitiva de Colima,
hasta Tepic, exceptuando buena parte de las costas entre
esas latitudes, y a enterarse de las posibilidades y rique­
zas de esa extensión geográfica (Muriá, op. cit. :269).
Las nuevas tierras, sumadas a las que ya estaban
controladas y repartidas, dieron origen a nuevas enco­
miendas y a una organización territorial de carácter
inicial que se basó en la localización de centros mineros,
rutas preexistentes de comunicación, en las áreas más
pobladas, con mayor producción agrícola y posibilida­
des tributarias. Esa organización se estableció desde los
sitios cuyas características físicas y de recursos favore­
cieran el control administrativo, político, territorial y
comercial que habrían de ejercer los colonizadores
(Muriá 1980: 270). Por otro lado, “antes de 1540, fecha en
que las rebeliones indígenas en el oeste de México distra­
jeron la atención del virreinato con la guerra del mixtón,
ya se habían establecido astilleros, abierto puertos y
practicado la navegación desde Tehuantepec a Califor­
nia. También se habían descubierto las islas Revillagigedo, la región meridional de la Baja California y las Islas
Marías” (Lameiras 1981 :84). Todo ello sin perturbar
mayormente la colonización de tierra adentro.
De los territorios conquistados, Cortés tomó para sí
aquellos que parecían ser los más ricos en yacimientos
minerales; por ello se adjudicó las encomiendas de
Tuxpan, Zapotlán, Tamazula, Amula y Tuxcacuesco
(Muriá 1980 : 266). A Saavedra le dio la custodia de las
minas cercanas a Tamazula, y junto con Avalos su
hermano, recibió las encomiendas de Atoyac, Cocula,
Zacoalco, Teocuitatlán y Sayula (El libro de las tasacio­
nes..., 1952: 620-624; Gerhard 1972: 239, citado por
Muriá, op. cit. 269). Con esto pudieron controlar ese
territorio hasta el lago de Chapala, cobrando tributos sus
descendientes hasta prácticamente el fin de la colonia
(Gerhard 1972: 239-240). En las tierras al sur y al
occidente de los volcanes también se repartieron impor­
tantes encomiendas como las de Autlán, Espuchimilco,
Cihuatlán, Tenamaxtlán, Zacualpa, Tetitlán y Tecom án .5 Varias de ellas, sin embargo, pronto pasaron a la
Real Corona ante la ausencia de sus titulares (Boletín
AGN, VIII, 4-1937: 586). El propio Cortés fue despojado
en favor de la Real Corona, y la exclusividad de su grupo
en el reparto territorial fue suspendida una vez que se
ausentó temporalmente de Nueva España, cuando Ñuño
de Guzmán, su constante opositor y competidor,
concedió tierras y encomiendas a sus favorecidos al
encabezar la Real Audiencia en 1528. Saavedra y Avalos,
no obstante, lograron salvar sus privilegios y sus
posesiones6.
La señal del cristiano...
Comparada con la violencia de la conquista en otras
partes de la Nueva España, la dominación de los aboríge­
nes del sur de Jalisco no implicó ni gran resistencia, ni
grandes matanzas. Por ello se asegura que lograron
subsistir ahí muchos pobladores aborígenes, sus institu­
ciones, prácticas y costumbres (Muriá, op. cit. : 272).
Sólo la incursión temporal que hiciera Gonzalo López,
por instrucciones de Ñuño de Guzmán, en 1529, significó
la esclavización masiva de muchos indígenas del área de
Sayula a quienes se llevó consigo para servir en las
conquistas de Guzmán (López Portillo y Weber 1976:
293; Orozco y Berra 1938, 11:56; Muriá, op. cit. :296).
La expansión española que implicaba la
cristianización de los aborígenes, pronto hizo llegar a los
primeros religiosos al sur de Jalisco y a sus áreas vecinas.
Fray Juan de Padilla, Fray Martín de Jesús y Fray
Miguel de Boloña, entre otros varios, se hicieron
presentes con los primeros conquistadores e iniciaron
desde el principio un inventario, por así decirlo, de la
labor por hacer y una elección dentro de toda esa dilatada
área de los pueblos en los que establecerían iglesias,
conventos y hospitales. Varios años permanecieron
visitando a los indígenas, esforzándose por convertir a
sus caciques, por indoctrinar a jóvenes y a viejos y por
manipular políticamente sus instituciones.
La cristianización de los indios se veía como una
necesidad imperiosa, tanto por los frailes como por los
realizadores de la conquista militar, para estos últimos
suponía una condición para obtener encomiendas y
tributos de acuerdo al pacto establecido con la Corona.
Para ello, evangelizadores y colonos, ante la escasez de
religiosos, se valieron de indígenas nahuatlatos enseña­
dos en Santiago Tlatelolco de la ciudad de México y a
través de ellos trataron de instruir medianamente a los
aborígenes para facilitar su posterior cristianización y
occidentalización (Mota Padilla 1973: 27 y 98-99). Por la
resistencia ante la indoctrinación que manifestaron los
caciques de Tuxpan y de Tamazula, por el número
reducido de frailes y por la dificultad de establecer igle­
sias y doctrinas hubo que esperar hasta la década de los
treinta para la organización eclesiástica y civil. Entonces
se delimitaron, tanto doctrinas como Alcaldías y Corre­
gimientos, designando sus cabeceras y sus dependencias
(Muriá, op. cit. :307 y ss)7.
Un año después de que Juan de Padilla visitara
Tuxpan, en 153! fue designado el poblado como
cabecera de corregimiento, dependiente de la Alcaldía
Mayor de Colima. En 1536, previa autorización de su
cacique, Juan Cuitaxtle, el poblado contó con un
religioso aposentado en las edificaciones de una iglesia de
regular tamaño y de un convento (RGDM, 1958, II: 106;
Tello, I: 272; II: 241). Zapotlán, la cabecera prehispánica,
donde se vio con menor recelo la labor frailesca, contó
antes con su casa de formación (1532) y fue por ello
convertida en el centro administrativo-doctrinario de
una muy vasta región (Muñoz 1965: 37)8. Frente a las
fundaciones realizadas en Tamazula, Zapotlán y
Tuxpan, lo tardío de las realizadas en el área cercana a
Sayula hace ver la atención de los colonos concentrada en
la zona minera, la del trabajo más intenso y redituable.
La organización de carácter civil -la de Alcaldías y
de Corregimientos- se apoyó en la erección de
parroquias, conventos, doctrinas y visitas; todas esas
instituciones fueron indispensables para la colonización.
A los religiosos y a sus asistentes, nahuatlatos o hablantes
del p’urehpecha, se debió en buena medida la difusión
elementa] de conocimientos sobre las nuevas plantas y
cultivos, artesanías y tecnologías de origen europeo. En
Tuxpan, por ejemplo, Fray Daniel Italiano introdujo
varias enseñanzas novedosas, entre otras el bordado
(Tello, II: 30y241). No es de extrañarse por ello que ya en
esa década se hubiesen distribuido entre los dominados
los frutales, cereales, especies, plantas y animales hasta
entonces desconocidos por ellos (RGDM, 1958, II: 104;
PNE, 1905, I: 220; LTPNS, 1952:334,614).
Con experiencias en los efectos de la baja demográ­
fica de la población aborigen (eñ 1520 y 1531 se sufrieron
las primeras grandes epidemias) a los religiosos se deben
las primeras concentraciones de pueblos, basadas en los
indios que hubieron “.. sacado de ásperas sierras y puesto
en cómodos sitios...” (Mendieta 1971: 700). Así lo
hicieron en un principio con los pueblos de San Sebas­
tián y San Andrés Ixtlán establecidos en la proximidad
de Zapotlán (Mota Padilla 1973: 99 [4]). Con ello, y con
su intervención en los trazados, distribución de las
viviendas, disposición de los sitios y de las casas del
gobierno y del mercado, influyeron igualmente en
conformar la vida urbana de las poblaciones considera­
das de importancia.
A la llegada de los colonos peninsulares, Tuxpan
tenía una población de habla heterogénea. Ahí se
hablaba el nahua o mexicano; el p’urehpecha, que los
españoles denominaron tarasco, y el tiam y el cochim
(RGDM 1958,11:97 y 99; Ciudad Real 1976,1: CXVIII).
Una primera labor de los cristianos doctrineros fue la de
extender el uso de la lengua mexicana, justo por la vía de
la indoctrinación y la administración sacramental9.
El trazar el poblado “al hispánico modo”, el dispo­
ner la parcelización de los indígenas, nominarlas con
figuras santificadas e imponerles patrocinios, cultos,
cofradías, fiestas y mayordomías, constituyeron igual­
mente labores organizadas e implementadas por los
religiosos. Si los distintos grupos lingüísticos asentados
en Tuxpan condicionaron el trazado del pueblo no lo
sabemos, pero el caso es que su disposición territorial se
efectuó originalmente en cuatro barrios mayores: San
Francisco, Santiago, San Pedro y San Miguel (Archivo
Parroquial, Tuxpan, Jal.: libro de bautizos).
El reparto de encomiendas, las mercedaciones de
tierras, la organización de doctrinas, el establecimiento
de iglesias, conventos y hospitales, la planeación y
ejecución de las primeras concentraciones poblacionales;
la distribución y organización, de nuevos conocimientos
tuvieron una meta compartida: integrar a la población
indígena a la organización colonial.
La ley de los metales
Los propósitos colonizadores de Cortés y de su
grupo en el área sur de Jalisco, Colima y el norte y
occidente michoacano se orientaron por la información
inicial de Cristóbal de Olid, el primero en tomar contacto
con esa región y en saber de primera mano la existencia
de oro y plata. Los llegados tras Olid corroboraron su
información y agregaron la referente a la población,
producción y comunicaciones. Una importante
extracción de metales y la posibilidad de su rápido envío
no podían ser mejores razones para colonizar. De
Tamazula, Zapotlán, y Tuxpan, el Cazonci recibía plata
y oro como tributo. Tamazula demostró efectivamente
tener una considerable riqueza en plata en las vetas que
explotó inicialmente Fernando de Saavedra y a las que
luego llegó el legendario Francisco Morcillo (Icaza 1969,
1:398). La riqueza de esas minas se indica en la Relación
de 1580 y, antes, en la “Suma de Visitas” (PNE 1905,
1:221). En el tiempo de la Relación se dice en cuanto a
minas que
las ha habido ricas antiguamente...”, pues
la minería había dejado de tener importancia. Sin
embargo, en su visita, el padre Ponce fue informado, siete
años después, de que se intentaba reemprender la explo­
tación limpiando justamente los socavones dejados por
Morcillo (Ciudad Real, 11:147).
En cuanto a riqueza de yacimientos de oro, las mon­
tañas del Motín, al sureste de Coalcomán, el mineral de
Juitlán, en esa última zona, y el de Sinagua, parece no
haber sido superada en ese ámbito novohispano en el
siglo XVI. Sin embargo, fue de importancia la cantidad
que se extraía de los placeres cercanos a Tuxpan (Ponce,
2:113, citado por Schoendube 1973-74: 202-203), de las
montañas cercanas a Jilotlán, al sureste de Tuxpan (PNE
1905,1:220 y 221) y aun las procedentes de Tamazula y el
Pihuamo (Boletín AGN, 1938:360 y AGN-Tierras, Vol.
59, exp. 5, fol. 23, citados por Schoendube 1973:74). La
actividad en las minas impulsó la de otros sectores
productivos: por veinte años varios mineros hispanos
dirigieron y explotaron grandes cuadrillas de trabajado­
res indios -la mano de obra indispensable ante el entonces
reducido número de africanos- que pepenaban en los pia­
ló
ceres de los ríos, construían tiros, abrían brechas de
comunicación, transportaban materiales y alimentos y
procuraban todo lo necesario para la fundición. La
existencia de minerales llevó a la concentración en ciertas
poblaciones o al abandono y despoblamiento de otras
cuando las esperanzas de encontrar metales en sus cerca­
nías se frustraron (M ota Padilla 1973:69 [ 5 ]; Lebrón de
Quiñones 1951: 13 y 55).
La rebelión de los Caxcanes, o guerra del M ixton
parece haber sido el detonador de la caída de la minería al
movilizar a colonos e indígenas en 1541 para su sofoca­
miento (M ota Padilla 1973: 121) y coincidió con los años
que se señalan como finales de la extracción de metales en
esa área en el siglo XVI (Muriá 1980: 267 y 336). Pero
otras causas también fueron de peso para el desplome
minero en los rumbos fronterizos de Jalisco-Michoacán
que concluyó con el desencanto tradicional español tras
el “¿qué se fizo?”, tal como lo ilustra Tello al preguntarse
“¿Dónde están aquellas minas de donde se sacaron, de la
una que fue la de Morcillo, tres arrobas de plata virgen
en la provincia de Tamazula, y cinco en la de Pitzietlan,
que se cortaban con hachas? ¿Dónde tantos minerales
que hubo en el principio?” (C. Real, 1:10). Posiblemente,
el individualismo, el caciquismo y la corrupción ya j u ­
gaban sus cartas en el asunto (íbicí, II: 131 y 147; Hebrón
de Quiñones 1951:75; Aguirre Beltrán 1952:76).
A la reserva de Hernán Cortés y de su gente sobre el
m onto de la riqueza minera (la que intuyó únicamente la
malicia de Ñuño de Guzmán), a la restricción
consecuente de su explotación para quien no pertene­
ciera a la “clientela” del Marqués; a las frecuentes ausen­
cias de don Hernán de Nueva España, su pleito con Ñuño
de Guzmán por el control de los territorios occidentales y
a la lejanía de estos, respecto a la capital virreinal, se su­
maron otros factores medulares para la mengua de la
explotación minera: el que en 1542 se prohibiera el usode
la mano de obra indígena para la minería y el que, hacia
1545, las cuadrillas de trabajadores de las minas y los
brazos dedicados a la producción de alimentos se vieran
sensiblemente m enguados a causa de la baja
demográfica: entonces se experimentaban los estragos de
una nueva gran epidemia. (Sauer 1948:89; Aguirre Beltrán 1952:76).
En esa forma, hacia mediados del siglo XVI se ex­
tinguió prácticamente la actividad minera en una región
que se había distinguido como una de las más antiguas en
la extracción de metales, la que proporcionó una de las
más altas calidades y cantidades de plata y oro hasta 1540
en Nueva España (Sauer 1948:89) y la más apetecida
hasta esas fechas por sus grandes conquistadores
coetáneos, Hernán Cortés y Ñuño de G u z m á n .P a r a
sobrevivir y guardar el territorio se habría de dar un giro
completo a la orientación de la producción10.
Tras los pacentes ganados v la agricultura productiva
Según se dice, los primeros colonos peninsulares del
sur de Jalisco -como la generalidad de los asentados en la
primera mitad del siglo XVI en Nueva España- no se
inclinaban demasiado por las faenas agrícolas y sólo
atendían a la ganadería por afición, por su redituabilidad, por su necesidad para la minería y porque los
indígenas desconocían esas tareas (Parry 1948: conclu­
siones). Del esfuerzo indígena obtenían lo suficiente en
cuestiones de alimentos para mantener la mano de obra y
surtir medianamente a los colonos.
Al caer la minería en la región e iniciarse nuevas e
importantes
explotaciones mineras en Guanajuato y
más al norte, la importancia de la producción agropecua­
ria se incrementó en la porción meridional del actual
estado de Jalisco y en su vecindad. A partir de la segunda
mitad del siglo XVI, de las crías y cultivos traídos por los
colonos originales y de la propia agricultura de tradición
indígena se buscaría una mayor producción y expor­
tación. Ante la escasez de mano de obra la producción
habría de basarse, sin embargo, en otras condiciones y
relaciones: el trabajo asalariado y la emergencia de
nuevas categorías de trabajadores rurales como la de
gañan (mozo de labranza) y la de naborío (sirviente por
repartimiento), modificarían las formas de trabajo obte­
nido anteriormente por vía de tributo o de encomienda.
El cultivo de maíz equivalía en importancia para los
indígenas al del trigo para los españoles. La producción
de maíz, no obstante, era indispensable por constituir el
alimento básico de la población mayoritaria, la indígena
(luego también el de la africana), la de las aves domésticas
y del ganado. El maíz se cultivaba en todo pueblo, se
adaptaba a todo suelo y siempre contaba con demanda.
Era la constante en las tasaciones tributarias y en las
relaciones comerciales, a través de las cuales -y por medio
de una amplia y compleja red de provisión- iba llegando
desde los pequeños a los poblados medianos y mayores.
El de Zapotlán, con los arados españoles, pronto se
convirtió en valle maicero y su cabecera, como la de
Sayula, ejerció el control de su despacho hacia
Guadalajara, Colima, Valladolid y los centros mineros
del norte y del Bajío (M ota Padilla 1973:509; Ciudad
Real 1976, 11:148). Pero la producción maicera de
Tuxpan y de Tamazula no fue despreciable: tenían
siembras de maíz y trigo en tierras irrigadas y a ellos
llegaba, además de la cantidad producida en sus
contornos, la de sus poblados sujetos por concepto de
tributo (PN E 1905:220 y 221)".
En un principio, con la asesoría de los peninsulares,
el trigo se impuso como cultivo a las comunidades indí­
genas; con ese cereal, cubrían una parte de sus pagos tri­
butarios. Varias parcelas se cultivaban en T uxpan desde
el principio de los asentamientos europeos (PNE
1905:220) y sus doradas espigas también fueron
cosechadas entre los sujetos tuxpaneca: Tonantla, Xilotlancingo, Tonila, y Cuauhcentla (AGN-77>/mv, vol. 59,
esp. 5, fol. 23)12. La relativamente escasa población
española de la región requería de poca cantidad de ese
cereal en los primeros decenios coloniales ; pero luego,
además de aum entar la demanda regional, la exportación
de esa gramínea también significó posibilidades
lucrativas y su cultivo se extendió en las tierras que
fueron favorables para su crecimiento. Por ello, se con­
virtió en una buena empresa de los españoles como la que
se menciona én términos de “hacienda triguera” a dos
leguas de Tamazula, propiedad de un clérigo, que
contaba con riego y con molino activado por energía
hidráulica (R G D M , 1958: II, 126-127); y la que da cuenta
Ciudad Real en Tonila: “...hay también una heredad muy
grande, de trigo regadío y un molino en el que se muele lo
que en ella cogen”. El valle de Zapotlán y el de Sayula,
asentamientos crecientes de españoles y de criollos, se
convirtieron en los principales productores y acapa­
radores de la semilla del trigo (PNE 1905: 220 y 221;
RG D M 1958: 91 y 55; Ciudad Real II: 144; Zavala y
Castelo 1939, III: 98 y 172).
Junto a la agricultura del maíz, la horticultura y la
fruticultura indígena lograron mantenerse en práctica y
en el m ercado, salvo algunas variedades que
gradualmente dejaron de cultivarse o de recolectarse. En
varios pueblos había especialidades en la producción:
como frijoleros, los de Tamazula, Zapotlán, Tuxpan,
Tocistlán, y Jilotlán; como proveedores de tomate y
chiles, Tamazula, Zapotlán y Tuxpan; como criadores de
chía, Zapotlán, Tuxpan y Tamazula. Zapotlán y Tam azula eran los competentes en la producción de Tzoalli, la
semilla comestible que los nahuas del centro de México
utilizaban pára fabricar la sagrada figura de Huitzilopochtli. En tanto, en sus propios términos, Tuxpan tenía
primacía y exclusividad en el cultivo de los bledos o
amaranto, el huauhtli, que en el centro de México
constituye la materia prima para la elaboración de la
“alegría”. La calabaza, la chía, los chiles, el chayóte, el
tomate (verde) y los tzoales pudieron haber sido
cultivados por demanda de la población indígena local,
pero igualmente fueron tratados como cultivos comer­
ciales de importancia regional (Schoendube 1973-1974:
178).
Algunas plantas acostumbradas por la tradición
aborigen para el puro deleite, para la alimentación
elaborada o para dar color a los textiles de algodón,
siguieron por buen tiempo en el uso y el mercado: tal es el
caso del tabaco silvestre -el famoso picietl- medio
indispensable para la elucubración y fantasía; el cacao,
más apreciable en su papel de moneda que como bebida
acostumbrada, y la grana, por mucho tiempo tinte
exportable obtenido de la cochinilla nopalera. Tamazula
como tabaquera y Tuxpan como cacaotero y productor
de grana pudieron mantener por ello un lugar destacado
en la región. El “algodón de árb o l” se siguió cultivando y
recolectando en Tuxpan para su consumo interno al igual
que en Jilotlán. De los cultivos de magueyes mezcaleros,
en el ámbito de Zapotlán y Tuxpan, pronto se produjo el
aguardiente que resbalaría en las gargantas de toda clase
de gente gracias al esfuerzo de los indios, a que era un
buen negocio del arriero y al pretexto de muchos para el
olvido de las penas.
Prácticamente todos los pueblos indígenas cultiva­
ban verduras y hortalizas; de sus cosechas comían, parti­
cipaban tributariamente o acudían al mercado. Zapotlán
tenía la delantera de cuanto cultivo de ese tipo habían
traído los peninsulares: ajos y cebollas, coles, lechugas,
pepinos y perejil; habas y garbanzos y éxoticas especies
aromáticas, como el orégano y la yerbabuena, crecían en
los terrenos aledaños a la laguna, cultivados por
indígenas y por algunos hortelanos españoles (Ciudad
Real II: 147; Schoendube, op. cit.: cuadro de tributos).
En cuanto a frutales se refiere, desde moras,
guamúchiles, huitzilacates, mezquites, tunas y guayabas,
hasta ciruelos, aguacates, chirimoyas, anonas, bonete de
obispo, tejocotes y zapotes, no había quien superara en
recolección y producción a la tríada constituida por
Tuxpan, Tamazula y Zapotlán. Los novedosos platana­
res pronto se irguieron y dieron fruto en Agollotlán, el
Pihuamo, Tonantla, Tonila y Jilotlán e incluso dieron
nombre al Platanar, un pueblo indígena. Los cítricos
crecieron bajo cuidado de manos europeas en Cuauhcentla y el Pihuamo; en tanto, las ácidas y dulces piñas las
producían los indios de Jilotlán y de Tonantla. Los pala­
dares y la farmacopea indígenas satisfacían sus gustos
con muchas especies de yerbas, raíces y resinas que
seguían recolectando para su consumo propio. A
cambio, los colonos españoles trataban de guardar sus
tradiciones culinarias sembrando olivos y plantando
vides, al parecer sólo fugazmente, en Zapotlán y
Tamazula (R G D M 1958: 1 13 y 126). De la buena pesca
en la laguna de Zapotlán y en el río Tuxpan, aborígenes y
colonos españoles salvaban las cuaresmas, múltiples
viernes y otros días de la semana (Ciudad Real II: 18-19;
NVNG 1878: 6, citadas por Schoendube 1973-74).
La caña de azúcar, esa planta de origen hindú, antes
desconocida por los americanos, arribó desde un princi­
pio con los colonos legos y los frailes. En 1535 se
menciona su plantación en Tamazula y Tuxpan en tierras
aledañas a su río (PN E 1905: 220 y 221). Su cultivo seguía
en busca de agua y de calor hacia Colima, donde también
se plantó tempranamente. Así, se le encontraba en
Jilotlán, Agollotlán, Tonantla y el Pihuam o (PNE 1905:
200; AGN-Tierras, Vol. 59,exp. 5,fol. 23; Lameiras 1981:
115). Es de suponerse que con las plantaciones se
hubieran también construido primitivos trapiches en
sitios cercanos a aquellas y que su consumo directo sería
quizá mayor en un principio al de su transformación en
panocha o aguardiente13. Pronto, sin embargo, las plan­
taciones se extendieron y deben de haber mejorado los
trapiches14. Hacia 1622, con las debidas licencias
entonces requeridas15, María de Covarrubias iniciaba en
El Cortijo, cercano a Tamazula, una empresa panochera
(Lancaster Jones 1974: 49, citado por De la Peña 1980:
46) y en 1630, como lo informa una visita episcopal, se
encontraba en plena producción de azúcares y mieles el
trapiche propiedad de María de Contreras y de su hijo
Gaspar de Larios en la sureña Tonila; el de Juan Gaitán y
el de los Covarrubias, también en El Cortijo (El
Obispado de Michoacán en el Siglo X V II: 193 y 194). En
Tamazula, en Tuxpan, en Tonila, en Colima y en otros
lugares con agua a la mano y clima favorable, las dulces
cañas comenzaron a ampliar sus manchas verdes a gran
celeridad desde el siglo XVII.
La región, como en su momento lo hizo con la
extracción de plata y oro, logró una de las más antiguas
tradiciones en el cultivo y la obtención de azúcar16.
Gracias a la existencia de buenos pastos, de corrien­
tes de agua y manantiales, en determinados rumbos la
ganadería se inició desde la original ocupación territorial
del sur de Jalisco y sus contornos. En el área conocida
como “ Los pueblos de Avalos”, la de Sayula-Zacoalco, el
propio Alonso de Avalos, su original encomendero,
estableció una primera estancia ganadera al igual que lo
hizo su hermano y compañero de encomienda Fernando
de Saavedra en Mazamitla hacia 1526 (Lancaster Jones
1974: 49-50, citado por De la Peña 1980: 44; Aguirre
Beltrán 1952:85).
A mediados del siglo XVI pocos pueblos indígenas
tenían hatos o rebaños de ganado. Hasta entonces se
trataba no sólo de preservar los cultivos de los naturales
de los daños causados por el ganado, sino de excluir a las
comunidades y a sus miembros de la posesión de bienes
semovientes. Aunque el acompañante del andariego
padre Ponce testimonia la existencia frecuente de jinetes
indígenas en su visita a la región por 1587 (Ciudad Real,
II: 145), años después, hacia finales del siglo, se
aseguraba que no había estancias ni sitios de ganado en
cinco leguas alrededor de Tuxpan ni en el territorio
comprendido entre esa población y las de San Marcos
Tocistlan, San Francisco, Tonila y Cuauhcentla, hacia
Colima (AGN-Tierras, 59, 5: 23). En cambio, ya existía
en el pequeño valle de Jilotlán la estancia de Juan
Fernández de Ocampo, vecino de Tonila, y por el mismo
rumbo, antes de Pihuamo, las de Alonso Pérez, vecino de
Zapotlán y la de uno de tantos Sandovales que desde
entonces han transmitido su estirpe en esos rumbos
(Ibid'). Hacia Colima, contrastadamente, la ganadería
constituía uno de los pilares fuertes de la economía de sus
primeros colonos y aun de sus indígenas (Lameiras 1981:
119 y ss.).
Fuera de esos rumbos y más cerca de Tuxpan, desde
mediados del siglo XVI y antes, se establecieron sitios de
ganado, estancias y haciendas dedicadas, casi en
exclusiva, a la cría de ganado mayor y menor para surtir
las minas y el mercado de cueros y tasajos. En la proxim i­
dad de Tuxpan se encontraba antes de 1550 la estancia de
Amatitlán y otras alrededor de Zapotlán y Tamazula
( PNE 1905: 220; El Obispado... 1973: 152 y 55). Muy
probablemente en esas empresas ya residían varios
indígenas desprendidos de sus comunidades y asentados
en los “ Reales”, viviendas de trabajadores aledañas a la
casa principal del propietario, convirtiéndose con ello en
vaqueros y hombres de monta y de lazo17. La frecuente
mención de criaderos de ganado en la segunda mitad del
siglo XVI manifiesta la extensión de la ganadería en el
meridión jalisciense, incluidos pueblos y tierras indígenas.
Desde finales de siglo, Tuxpan tenía ya en común una
numerosa recua para “granjear y trajinar” (El
Obispado... 1973:194); su hospital (ca. 1560) poseía un
rebaño de ovejas para su beneficio, una cría de muías y,
en las proximidades del pueblo, existía otra estancia
dedicada a la cría de “m achos” y de yeguas que después
tendría el nombre de “San M am és” y alcanzaría catego­
ría de hacienda (R G D M 1958:96; PNE 1910: 220).
Favoreciendo la mercedación de tierras propias
para ello, las autoridades mismas fomentaban la cría de
ganado. A propósito de una visita tendiente a organizar
la concentración de varios pequeños poblados del área
tuxpaneca, el visitador Antonio de Cuenca Contreras
señalaba en 1598 al territorio que justamente habría de
ser desalojado de asentamientos indígenas, como bueno y
disponible para la ganadería mayor y en contraste con
tierras vecinas que por ásperas y carentes de agua no se
habían podido utilizar para esos fines {AGN-Tierras,
Vol. 59, exp. 5, fol. 23).
A fines del siglo XVI ya era hecho pleno y com pro­
bado el carácter ganadero de gran parte de la Nueva
Galicia (M uñoz 1965: 27), y su novohispana vecindad no
se sustraía de ello: la hacienda de Lope Rodríguez, la de la
viuda de Urzúa, la de los Sandovales, la de Cordero, la
Congregación del Rosario, la hacienda del Monte, la de
Diego de Liñan, la de Seguera, la de Mariana de
Contreras, la de Ana de Luna, y una docena de estancias
y estanzuelas crecían en el perímetro comprendido entre
Pihuamo-Tuxpan-Tam azula-Zapotlán, con la crianza de
vacas, becerros, muías, potros, ovejas, cabras y cerdos (El
Obispado de Michoacán en el Siglo X V II, 1973: 152-53 y
193-95)18. Algunas empresas ganaderas, tal fue el caso de
la hacienda del Monte, la de Liñan, la de la viuda de Juan
de Villalbazo, la de Seguera, la de María de Contreras y la
de Ana de Luna -todas ellas en las cercanías de Zapotlánoperaban como empresas mixtas y sumaban a la cría de
ganado la producción de maíz y trigo, de frijol y de
hortalizas (Ibid).
El envío de ganado y cueros a las zonas mineras de
Jilotlán de Sinagua y Coalcoman, cuando su auge, y
luego a las de Guanajuato y otras más, movilizaba
arrieros y vaqueros por toda la región meridional de
Jalisco. Ese trajín más el trabajo sedentario de la ordeña,
de la elaboración de quesos y del violento y atractivo de la
herrada, la castra, la doma, el jaripeo o la simple lazada,
configuraban un ambiente social y cultural en las
fronteras novohispanas y neogallegas ya en el siglo XVI.
En pos de una vida urbana al hispánico m odo
En 1580, cuando Jerónim o de Flores cumplía con la
visita y descripción que mediante cuestionario e instruc­
ciones ordenara Felipe II, Tuxpan era un pueblo confor­
mado por “...casas pequeñas, bajas y de adobe y de
ninguna fortaleza..., cubiertas de paja...”, que alternaban
con “... cantidad de arboledas de frutas (R G D M 1958:
103 y 115), con huertas dedicadas al cultivo de “algodón
de árb o l” y ecuaros, calmiles y corrales donde crecían
hortalizas y maíz y se criaban aves domésticas y ganado
menor. El pueblo tenía un trazo regular “ ...con calles bien
formadas llanas y anchas, de levante a poniente y de
norte a sur” {Ibid). En el centro de esa retícula se hallaba,
en una amplia plaza, la iglesia, el convento y un hospital
que desde 1560 funcionaba en un “...humilde edificio,
muy pobre...”, que estaba dedicado a la Virgen de la
Concepción, dotado de bienes propios y organizado
presumiblemente como los creados por Vasco de
Quiroga en pueblos no muy lejanos del lago de
Pátzcuaro. En la misma plaza se erguía la cruz atrial que
ahora se conoce y que los sismos sufridos a través del
tiempo no han logrado derribar, como ya entonces lo
habían hecho con muchos edificios. En ese lugar público
se encontraba una fuente donde se depositaba el agua
conducida por un caño desde el cerro Cihuapilli y donde,
probablemente, se realizaría el tianguis que ya era un
hecho en el siglo XVI en la región de Colima (Lebrón de
Quiñones 1952: 99; Ciudad Real 1976, II: 151) yen varios
otros pueblos.
Por su producción de alimentos, el m onto de su
recolección, la elaboración de mezcal (Mota Padilla
1973: 99-100) y la fabricación artesanal de cerámica,
tejidos y objetos de madera de inspiración europea
(R G D M 1958, 2: 96) Tuxpan tenía una vida relacionada
con el comercio regional. Esta se veía complementada y
no pocas veces perturbada- por la visita regular de comer­
ciantes españoles y por la actividad de arrieros indígenas
que, conduciendo recuas y chinchorros, intercambiaban
mercancías con los poblados de la Sierra del Tigre, de los
valles de Zapotlán y de Sayula, de la' Tierra Caliente
michoacana, del valle y de la costa de Colima19. Madera,
cerámica, paños, lienzos, mantas labradas y bordadas,
ropa manufacturada, añil, grana, resinas, alimentos y
mezcal, salían a diferentes mercados y distancias -según
aguantaran los productos- a cambio de aves, pieles de res
y de venado, lana, cerda, cacao, sal, algodón y reales en
contante. Indígenas e hispanos llevaban o traían mer­
cancías exclusivas y otras las compraban y vendían por
igual (R G D M 1958,2). Tanto en Tuxpan como en Tamazula y Zapotlán, había “muchos principales y mercaderes
ricos,... gente pulida y de mucha razón...” (PNE 1910: 220
y 21), distinguidos del común y con su propio gobierno y
autoridades: así cuenta el padre Tello que “...había dos
indios gobernadores en el dicho pueblo /Z apotlán,
1552/. De parte de los mercaderes lo era Francisco
Cortés y de los plebeyos Martín Mosca,...” (C. Real II:
443). Esas distinciones de los comerciantes indígenas,
acostumbradas probablemente desde antes de la
dominación europea, hubieron de seguir a lo largo de la
colonia y más adelante20 (Ciudad Real 1976, II: 146;
Sauer, op. cit.: 95-96).
Si bien, a una menor violencia y resistencia en la
conquista correspondió una m ortandad relativamente
baja en el ámbito sureño de Jalisco; de todas formas, la
disminución de la población fue un hecho y se debió a
otras varias causas. Hasta 1570, el número de pobladores
indios no había bajado en la región en la proporción que
en otros lados y se asegura que en lugar de haber descen­
dido al 50%, sólo llegó al 25% menos de habitantes de los
que tenía antes de su dominación, e incluso que llegó a
recuperarse (Muriá 1980: 269 y 272).
Las epidemias (1520, 1531, 1545, 1575 y 1580), el
trabajo forzado en las empresas mineras, el efectuado
para cumplir con la provisión de alimentos y el de su
transportación; el hambre, la desnutrición y la huida de
muchos de los indios sojuzgados, produjeron una baja
constante de la población indígena en T uxpan y su
vecindad que no se detendría sino hasta el tercer cuarto
del siglo XVII. De unos 15,000 aborígenes que habría en
el área de Tamazula, Zapotlán y Tuxpan y sus sujetos en
1520, la población total de la misma fue de escasos 10,000
entre 1545 y 1550, aproxim adam ente de la mitad en 1580
y de sólo 2,200 indígenas hacia 1630 (Cook y Borah
1977,1: 290 y ss.). Para esa fecha, Zapotlán y T uxpan
habían perdido alrededor del 70% de su población y
Tamazula llegaba casi al 90% menos de los indígenas con
que contaba en 1545. Según Gerhard, en la región del sur
jalisciense en su conjunto (Zacoalco-Tuxpan) la m ortan­
dad fue aún mayor: de 30,000 indígenas existentes en los
albores coloniales, en 1580 llegaban tan sólo a 5,000
(Gerhard 1972, citado por De la Peña 1980: 43).
Por escasas que hayan sido, comparadas con las co­
bradas por las epidemias, las muertes causadas por
sismos, terremotos, y otras catástrofes naturales21,
contribuyeron al descenso de la población, al abandono
de pueblos y a duplicar ocasionalmente las cargas de
trabajo de los indios, pues ellos serían los encargados de
la reconstrucción de edificios y de equilibrar la mengua
de las cosechas perdidas bajo la ceniza del volcán, las
arrasadas por las aguas o devoradas por las plagas (M ota
Padilla 1973: 244 y 271; M uñoz 1965: 65).
El descenso de la población trabajadora, el corres­
pondiente a la cantidad de alimentos y el requerimiento
de mano de obra y de tributos cercanos y disponibles para
los centros españoles de producción, comercio y adminis­
tración, llevaron a cambios de consideración en términos
de poblamiento, gobierno, estructuración social y cultura
regional. Hacia fines del siglo XVI, escondida tras un
aparente celo por la cristianización “...conveniente, útil y
provechosa a los indios para su quietud, vivienda, tratos
y granjerias...” (AGN-Tierras, 59-5, 23) se aplicó una de
las medidas tendientes a mitigar los efectos de la baja
demográfica cuando el virrey, Conde de Monterrey,
ordenó la visita de Antonio de Cuenca y Contreras que se
efectuó en la comarca de Tuxpan entre 1598 y 1599. Esa
visita concluyó con la determinación de concentrar en su
cabecera -Tuxpan-a la población de siete pequeños po­
blados sujetos suyos que sumaría un poco más de 230
individuos de toda edad y sexo. Estos se agregaron a los
1,200 habitantes que entonces tenía T uxpan (Ibid).
Los poblados de Tonantla, San Gaspar Agollotlán,
San Marcos Tocistlan, San Francisco Tonila, San
Gaspar Cuauhcentla, Pihuamo, Xilotlan y las casas
asentadas en las huertas cacaoteras de La Concepción,
serían abandonadas y dejarían de tener población
indígena. Varias veces, como se acostum braba para
guardar las formas, los indígenas afectados eran
amonestados por el funcionario Real ante testigos
españoles y autoridades indígenas para expresar sus pros
o sus contras del traslado. Nada objetaron, antes, como
se asentó en el documento, se manifestaron contentos y
dispuestos a residir en T uxpan desde entonces.
Es de suponerse que la congregación, por reducido
que fuera el número de los recién llegados, llevó a cierta
reorganización política, territorial, administrativa y
doctrinaria en Tuxpan; a una reasignación del espacio
fundamental del pueblo y a una nueva distinción de sus
habitantes: los llegados de Pihuamo, Xilotlán,
Cuauhcentla y San Gaspar Agollotlán hablaban “popoluca”, nominativo que indica al hablante de una lengua
ajena al mexicano.
í c fundo legal de Tuxpan, sus ejidos y solares
habían sido otorgados en 1580 por la Audiencia de
Guadalajara y formalmente titulados por la misma en
1596 (La voz de Tuxpan, V, 1980:6). En ocasión de la
concentración de 1599, se amplió el fundo legal de
T uxpan a cuatro leguas hacia cada punto cardinal desde
el eje de la iglesia22. Es evidente que en esa extensión se
estaba comprendiendo no únicamente el lugar de
residencia de los indios, sino un área destinada para
producir, anexa a su vivienda (Aguirre Beltrán 1952:13).
Como medida práctica se dispuso dar a los nuevos
vecinos “ ...solares anchurosos de casas para su vivienda y
tierras para labor y para plantas y ganado...” (AGNTierras, 59-2,23). Pero contra lo que se pudiera pensar,
esta acción no llevó a conceder nuevas tierras a la
comunidad; antes bien, se limitó a establecer su extensión
legal en términos de garantía y protección para los indios
y, lo que parece ser lo más importante, delimitar e inven­
tariar las tierras vacantes (las dejadas por los congrega­
dos) que se pudieran entregar a los hispanos. Esto parece
claro cuando el visitador Cuenca observó lo adecuado
que eran las tierras de esos pueblos para establecer
estancias o sitios de ganado (V id supra). Por otro lado,
las tierras que manifestaron poseer los indios parecen
corresponder más a un dominio particular que a un
control comunal: pequeñas fracciones de 15 a 25 brazas
de promedio (AGN-Tierras, 59-5, 23), de riego o
humedad, muy adecuadas a la tecnología disponible, al
tipo de cultivos y al tam año de las unidades familiares
que parecen haberlas trabajado (Aguirre Beltrán, op. cií.:
145-146).
Los cuatro barrios originales de Tuxpan seguían
existiendo hacia el final del siglo, pero los registros
parroquiales de unos años después (Ca. 1630) registran
en matrimonios, bautizos y defunciones otras seis parcia­
lidades: San Juan, San Andrés, Corpus, Espíritu Santo,
Santa María y el barrio de Adviento. Parcialidades
nuevas con localización en el poblado, Santo Patrono,
festividades, grupos de danza, tierra, autoridades “viejos”
o Tehuehueyo y estirpes propias, tal cual los cuatro
barrios iniciales23.
Probablemente Tuxpan no era muy distinto en 1598
a como lo fue 18 años antes; mas la descripción de su
visitador-concentrador sugiere los esfuerzos que su
población debió de haber hecho, acicateada por los
religiosos, para reparar iglesia, convento, hospital y plaza
de los destrozos que causaban los frecuentes temblores.
Don Antonio Cuenca narra que Tuxpan contaba con
Casas Reales -aposento de las autoridades- de buena
calidad y de un convento “muy suntuoso”, de cuya re­
construcción Antonio de Ciudad Real, acompañante del
padre Alonso Ponce da cuenta en 1587 diciendo que “ ...se
iba haciendo de adobes cubiertos de terrados, y llevaba
buen edificio...’’(Ciudad Real I:CLXX1I), y que las casas
de los indios “eran grandes y muy buenas” (AGN-Tierras
59-2,23). La disminuida población indígena seguía
siendo exclusiva en el poblado y, salvo las que .trataban
de difundir los frailes franciscanos, las que exhibían los
españoles de los contornos o las que en plan de tratantes
propagaban en Tuxpan, las técnicas, costumbres, modos
de ser y de comer, mañas y vicios españoles no llegaban a
ser de gran importancia frente a las que los mismos dom i­
nadores señalaban como costumbres de los indios. Por
ello asegura Cuenca que “ ...por no haber en este pueblo ni
sus sujetos gente española, no hay carnicería ni
taberna...” (Ibid.)
Y ciertamente, hasta esas fechas, salvo los peninsu­
lares y criollos que preferían o requerían habitar en el
terreno de su empresa, Zapotlán resultaba la población
elegida para el asiento de familias o de solitarios
empresarios españoles orientados hacia la agricultura
cerealera, la ganadería y los favores de la administración
política. Tam azula y sus aledaños contaban igualmente
con colonos europeos dedicados a la plantación de caña
de azúcar y a otras labores agropecuarias favorecidas por
sus recursos de agua. Mas la llegada de mano de obra
africana, la proliferación de los criollos y las generacio­
nes emergentes de mestizos alteraron el panorama: hacia
1630 se da cuenta ya de africanos asentados en Tamazula,
Zapotlán y Tuxpan. Esta fue, sin embargo, una
población reducida significativamente si se considera
que, tanto al espacio del obispado de Michoacán, colin­
dante con la Nueva Galicia, como al ám bito político de
esta última habían llegado esclavos africanos en número
considerable desde la primera mitad del siglo XVI (Borah
y Cook 1977, I, 190 y 55; Gerhard 1972; Lameiras
1981:91).
Las señales étnicas de la colonia inicial
Implicados en la dominación hispana de la pobla­
ción aborigen de T uxpan y su vecindad, numerosos fac­
tores coadyuvaron al señalamiento de diferencias étnicas
sobre las que se fincaron relaciones de desigualdad que
perdurarían durante el período colonial.
En el orden laboral, por la simple diferencia de
número, la población indígena soportó la mayor carga de
trabajo frente a las que eventualmente llevaron los
hispanos y los esclavos africanos cuya población no fue
de significación cuantitativa. La desigualdad de los
indígenas se acentuó por la disparidad habida respecto a
la magnitud y calidad de las faenas que fueron asignadas
a cada comunidad. La población de Tamazula, por
ejemplo, muy ligada en un principio a la explotación
minera de su propio territorio, se vio luego obligada a las
faenas del cultivo de trigo, del cuidado del ganado y de la
plantación de caña de azúcar. Los tamazultecos experi­
mentaron antes que otros pueblos la m ortandad de su
gente y fueron los que más regularmente tuvieron
contacto con hispanos y africanos (Sauer, 1948: 86-87).
Por lo que toca a los indígenas de Zapotlán, ocupados en
la producción y la distribución de alimentos, comenzaron
a ser extraños en su propia tierra desde finales del siglo
XVI: también disminuyó sensiblemente su número en
tanto aum entaba gradualmente el de españoles, criollos y
mestizos que se asentaron y reprodujeron en el poblado.
La creciente producción de cereales en el valle zapotlaneco y el desarrollo de su cabecera como centro de inter­
cambio y de concentración de mercancías igualmente
llevó a regularizar e intensificar los contactos entre
indígenas y extraños.
La población de Tuxpan, quizá la más reforzada en
el vecindario por migración y concentración de pueblos
(Sauer, op. cit.: 73) no se sustrajo de los duros trabajos de
la minería al tener que enviar trabajadores a las minas del
Pihuamo y Jilotlán, ni de las faenas de la plantación al
verse obligada a proveer de abundante mano de obra y
alimentos a los trapicheros colimenses. El papel que parte
de su población tenía en el intercambio comercial con el
occidente michoacano, la tierra caliente, el valle de la
costa colímense, aunado a una importante producción
textilera, de cerámica y luego de aguardiente de mezcal,
parecen haber ayudado a que los tuxpanecos
mantuvieran cierta autonom ía y a que sufrieran menos
drásticamente la baja demográfica (Sauer, op. cit.: 9596). Ni la plantación de azúcar ni la ganadería dom inaron
en los terrenos de T uxpan por carecer éstos de los
recursos apropiados.
La concesión de tierras, animales de tiro y carga,
herramientas y conocimientos tecnológicos también
supuso contrastes y desigualdades. Las tierras asignadas
a la comunidad de T uxpan fueron cuantitativa y cualita­
tivamente diferentes a las de riego y humedad que usu­
fructuaron sus pobladores hasta el momento en que se
efectuó la concentración y delimitación de tierras hacia
finales del siglo XVI. Las trabajadas con anterioridad
sumaban una mayor extensión y eran más adecuadas a la
tecnología indígena, a sus productos y a las unidades de
trabajo24. A diferencia de Zapotlán y Tamazula, las
yuntas y los arados no cruzaron las tierras tuxpanecas
sino hasta el siglo XVIII. En cambio, el asno y la muía se
entregaron con celeridad a los arrieros para el transporte
de los granos, de las pieles, de la sal y el aguardiente que
habrían de llevar a Zapotlán.
La elaboración de cerámica, de tejidos y de ropa de
algodón parece no haber sido exclusiva de la población
de Tuxpan antes de la llegada de los colonos españoles.
Es probable que su producción de grana y de cacao fuera
menos importante antes de la dominación o que el cultivo
de algodón y la recolección de miel y de resinas no
significaran un esfuerzo anterior de orden mayor para los
tuxpanecos. Pero las cuotas tributarias impuestas modi­
ficaron las especialidades aborígenes, el volumen de su
producción, su uso y su destino. Por ello la comunidad de
T uxpan quedó en su vecindario como exclusiva produc­
tora de cacao y algodón, como elaboradora de mantas y
de ropa y se vio obligada a aumentar, proporcionalmente
a su decreciente población, el volumen de su producción
y su recolección para poder cumplir con sus gravámenes.
La actitud de las autoridades españolas hacia las
autoridades aborígenes fue de complacencia en tanto no
enfrentaran el dominio colonial ni fueran sospechosas de
insistir en sus antiguas prácticas paganas. Debido a ello,
en T uxpan como en Zapotlán se mantuvo el par de
gobernadores acostum brado en el pasado; uno a la
cabeza del común y el otro a la de los principales y tratan­
tes. Un corregidor con sede en T uxpan y dependencia de
la alcaldía mayor de Colima operó desde temprano como
vínculo y control del m ando hispano. Desde el principio,
la comunidad política incluyó regidores, fiscales y algua­
ciles cumplidores de papeles diversos en la vigilancia del
orden, del trabajo y de las relaciones sociales en cada
parcialidad. El relativo carácter democrático que carac­
terizó a la organización de la comunidad indígena, en
términos de la rotación de cargos, también supuso un
contraste frente a la estructuración y el monopolio de
grupo en las alcaldías de los pueblos españoles. La incor­
poración de principales y de ancianos - Tehuehueyo- así
como la reinterpretación e inclusión de antiguos cargos
significó igualmente un contraste entre las comunidades
indias y las otras.
La reestructuración política y social dispuesta por
las autoridades civiles y apoyada e implementada por los
religiosos no se efectuó en el vacío: la labor de los francis-
canos en Tuxpan, Tamazula y Zapotlán comenzó a
penetrar la organización social y cultural indígena desde
la tercera década de los mil quinientos. Gracias a ella la
poligamia era en Tuxpan cosa del pasado desde 1536 y las
familias indígenas, sistemáticamente relacionadas a
través del sacramental, de los cultos religiosos, de las
festividades del santoral cristiano y de la calendarización
del trabajo y de la holganza, fueron integradas simultá­
neamente en barrios para su participación regular en la
vida social, económica y política de Tuxpan. Respetando
las antiguas convenciones sociales que distinguían entre
“gente principal” y “del común”, entre los de habla
familiar y “popoluca”, los frailes y las autoridades civiles
españolas asimilaron en la estructura social de la colonia
varias practicas antes relacionadas con la guerra y con las
creencias religiosas; por ello persistieron los Tlayacanque
y se designaron mayordomos y topiles con funciones
concretas en el nuevo credo. Todas esas disposiciones
políticas constituyeron un factor determinante del surgi­
miento y desarrollo de las comunidades indígenas.
La disminución de la población indígena originó
una política compleja y exclusiva para la protección del
indio como un bien y por ello condujo a distinguirlo.
Puede decirse que a la baja demográfica correspondió
una proliferación de ideas, decretos, leyes, ordenanzas,
cédulas y disposiciones varias tendientes a administrar la
menguada y debilitada mano de obra indígena; a
reformar la adjudicación y el uso de la tierra, a diseñar
una nueva política estatal y a institucionalizar la organi­
zación y defensa de las comunidades indias.
La política de exclusividad y protección adoptada
por el Estado respecto a los indígenas desde 1580 fue rela­
tivamente capaz de detener su mortalidad y de cambiar
muchas costumbres ya arraigadas en el sur de Jalisco
después de tres generaciones de colonización. No
obstante, sus medidas políticas sumadas a las relaciones
practicadas entre colonos y aborígenes condicionaron
connotadamente el surgimiento de la identidad entre la
población indígena; identidad que no implicó la de dominadores-dominados sino que fue trasladada y limitada al
papel que la comunidad organizada se vio obligada a j u ­
gar desde un principio: Tuxpan, como pueblo de indios,
lograría subsistir mientras Zapotlán y Tamazula irían
blanqueando la faz y las costumbres de sus habitantes.
Al planear burocráticamente la organización y las
funciones de la población indígena, articular su produc­
ción con el sistema y dar todo ello a conocer a los indíge­
nas de manera específica, factual e ideológica, el Estado
colonial dio origen a las comunidades indígenas. La
raigambre de esa organización ha superado en muchos
casos las presiones que del exterior enfrentan su carácter
contradictorio y retrasante en un sistema industrial-capitalista. Sus cualidades negativas, sin embargo, parecen
ser hasta el m omento las mejores aliadas para la sobre­
vivencia de la comunidad indígena.
1. Para los aspectos de los agrupamientos étnicos nos basamos en Barth
(1976). Para este autor, el agrupamiento étnico es una forma de organiza­
ción social en la que los actores crean y utilizan categorías -formas de clasifi­
cación social- en términos de adscripción e identificación tendientes a una
interacción contrastada. La exploración de distintos procesos que han origi­
nado, originan y conservan los términos étnicos grupales y el contraste entre
sus actores tienen condición preferente frente a la atención que se pueda
conceder a su historia y a su constitución interna.
2. Respecto al modelo ideal nos atenemos a Weber (1974) quien aduce la insu­
ficiencia de ciertas características para la constitución de la comunidad: un
sentimiento subjetivo de los partícipes de constituir un todo en la actitud
que los promueve a la interacción, una tradición homogénea, una unidad
basada en un campo común de comunicación -el lenguaje-; homogeneidad
de grupo y una participación común en determinadas cualidades de la situa­
ción y la conducta no son por sí mismos suficientes para una intensificación
de la relación con otros. Conduce, en tanto, a la aparición de contrastes
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conscientes frente a terceros, a la posibilidad de homogeneidad grupal, al
surgimiento de sentimientos de comunidad y al de formas de socialización
exclusivas en situaciones de contraste o de diferenciación social. De esa in­
teracción, de la acción recíprocamente referida con base en la identidad y el
sentimiento de pertenencia a un todo unitario, se origina la comunidad
propiamente dicha.
Varios documentos, co m o lo ha hecho notar Muriá (1980), permiten cons­
tatar la temprana y reservada entrada de gente de Cortés al sur de Jalisco;
véase por ejemplo la “Relación de Bartolomé de Zárate... 1544” (PN E 1939,
IV: 130 y ss.) y las propias relaciones geográficas que recogen la tradición
oral de los pueblos (R G D M 1958).
La posibilidad de que Colima tuviera un papel importante para las expe­
diciones marítimas y el control territorial por la costa, hizo que a su territo­
rio llegaran connotados marinos españoles, genoveses y portugueses (Lameiras 1981: 83 y ss.).
Una relación de encomiendas y encomenderos del norte y el occidente del
volcán de Colima se encuentra en ( Boletín, A.G.N., 1939, X: 5-23), que re­
produce Gerhard (1980: 80).
En la “ Información recibida en la Real Audiencia de México... sobre el
estado en que se encontraba la sucesión de las encomiendas de indios...
México 17 de abril de 1597”, se da cuenta de varios pueblos encomendados
en el sur de Jalisco y del cambio de manos de varios de ellos (ENE, 1939,
XIII: 44 y ss.).
Una lista de alcaldías y corregimientos de la región en el siglo XVI la
presenta Muriá ( Historia de Jalisco, 1980: 308).
Fray Diego Muñoz (1965: 33-34) ofrece una lista de las fundaciones de
monasterios en pueblos de indios, de españoles e indios y de españoles a
partir de los años de 1531 (Colima) y 1532 (Zapotlán).
9. Varios religiosos franciscanos fueron plurilingües -tal fue el caso de Fray
Miguel de Bolonia- y su tendencia, más que hacia la castellanización, fue la
de usar el nahua com o vehículo de la cristianización (Muñoz 1965: 65).
10. En las tasaciones tributarias dispuestas para Xilotlán (1945, 1553 y i 565).
Zapotlán (1565) y Tamazula (1565 y 1566, con Tuxpan probablemente in­
cluido) se aprecia, co m o en las de varios otros pueblos del sur de Jalisco
y de Colima, la tendencia a reemplazar los pagos en metal, a conmutarlos e
incluso a eliminarlos. En el caso de Xilotlán fue aceptado en 1553 que pa­
gara plata por oro y en 1563 no se vuelve a mencionar el metal en su cuota
tributaria (LTPNE, 1959: 565). Tamazula fue el único partido que tuvo
que aumentar su tributo de oro de un año para el otro, de 475 pesos, 4
tomines y 9 granos a 675 pesos, 3 tomines (Ibid.: 334).
11. En la retasación de las cantidades tributarias de maíz se refleja, por un
lado, el descenso de la población y por el otro el que esas cantidades,
muchas veces rebajadas en términos absolutos, no lo estaban en términos
relativos si se toma en cuenta, como en el caso de Tamazula, la proporción
entre una población decreciente y el aumento de fanegas que tenía que en­
tregar (L TPNE, 1952: 334).
12. Relativamente pocos pueblos tuvieron tasación tributaria de trigo y los
que lo debían entregar lo hacían en una cantidad incomparablemente me­
nor a la de maíz. Tamazula, Zapotlán y Tuxpan no aparecen como tribu­
tarios de ese cereal; por lo que las menciones de su cultivo en sus tierras
respectivas debió de haber estado exclusivamente en manos de no indíge­
nas (LTPNE, 1952: 334 y 614).
13. El consumo de azúcar en forma de golosinas y bebidas, como el “chinguiri­
t o ” (Muriá 1980: 412), parece haber llegado al exceso en un principio
(Zavala y Castelo 1939, IV: 225-226 y 261-262). La elaboración de mezcal
pudo haberse iniciado a mediados del siglo XVI (Muriá, op. cit.: 412).
14. Los cultivos de caña de azúcar se extendieron hacia la Nueva Galicia desde
Michoacán (Muriá, op. cit.: 415-416). La tierra caliente michoacana y sus
alrededores tenían, a mediados del siglo XVI una actividad considerable
en la producción azucarera. Las tierras de riego se fueron dedicando con
mayor preferencia a la plantación de caña en detrimento del trigo (Zavala
y Castelo, op. cit., III: 75-76, 93-94 y 51). Originalmente la producción
se basó en “trapichillos de m ano ” (Muriá. op. cit.: 412) que gradualmen­
te irían creciendo y volviéndose más compleja su maquinaria y producción.
15. El exceso de la producción azucarera obligó al gobierno virreinal a inter­
venir en el siglo XVI, después de evaluar su volumen frente a su consumo y
a su precio. El mercado interno parecía ya saturado en los comienzos del
siglo XVII y eran, según se colige, pocas las posibilidades de exportar
azúcar y panocha. Ante esa situación, primero se adoptaron medidas res­
trictivas y luego prohibitivas para la plantación de caña y la construcción
de ingenios o de beneficios de azúcar (Zavala y Castelo, op. cit., IV: 2 6 1262 y 335-336). El problema se relacionaba igualmente con la escasez de
mano de obra y los repartos de trabajo (Ibid, Ibid.: 461 y 502).
16. Tanto la “Suma de visitas” (ca 1545),CPNE, 1905, 1: 18,208,294), com o la
Relación de Lebrón de Quiñones: 1551-1554, (Boletín JA JS M G E, 1951,
9 / 4 , y 5), y diversas Relaciones Geográficas de 1580 (R G D M , 1958), re­
fieren una gran cantidad de plantaciones en Colima, el norte y occidente de
Michoacán y el sur de Jalisco. La población indígena aportaba tierras y
mano de obra para las plantaciones manejadas por los colonos pero nunca
entregó el dulce ya elaborado por vía de tributo o com o contribución al­
guna (Zavala y Castelo, op. cit., IV: 461 y 502; Lameiras 1981: H S y s s . ) .
17. La escasez de mano de obra para atender a la ganadería orillaría a levantar
las restricciones respecto al que los indígenas montaran y usaran silla,
brida, estribo, etc. Así se explica la información tenida sobre indios vaque­
ros y jinetes (Ciudad Real 1976, II: 145 y 169; Muñoz 1965:65).
18. El término “hacienda”, en su connotación de medida agraria, era una
extensión de tierra equivalente a 25 000 x 5 000 varas: + 8 778 ha. (Orendain, 1: 20, citado por De la Peña, 1980). De coincidir esa nominación con
la extensión representada por las “haciendas” mencionadas en el sur de
Jalisco en el siglo XVII se trataría de una sensible extensión de tierras acu- ^
muladas. Creemos, sin embargo, que la referencia no corresponde a la de la
conversión agronómica cuyo uso fue francamente posterior.
19. Tuxpan cumplía en términos de “comarca y distancia”: no más lejos de 9 a
13 leguas del poblado (Zavala y Castelo, op. cit.: 461 y 502), con un papel
propio en el comercio con su vecindad comprendida hasta esos términos.
Ese papel suponía cierta autonomía, aunque ésta no puede comprenderse
sin considerar que Zapotlán y sus tratantes hispanos controlaban buena
parte del comercio de granos y artesanías. Las comunidades indígenas de
Zapotlán y Tuxpan expresaron los efectos del tráfico comercial en sus pro­
pios pueblos al quejarse ante el virrey, en 1576 de que eran “...muy
molestados de los pasajeros que pasan... en pedirles tamemes y bastimen­
tos a menos precios (sic) y posando en sus casas contra su voluntad...”
(Zavala y Castelo, op. cit., II: 342).
20. Karl Lumholz, quien visitó Tuxpan a finales del siglo XIX, observó la
importancia del comercio y de los comerciantes tuxpanecos (Lumholz
1945: 329 y ss.). Aunque llenas de egocentrismo e incomprensión, sus des­
cripciones no pueden soslayarse para comprender al Tuxpan que presenció
y sus antecedentes.
21. En términos de catástrofes naturales, varias crónicas anticipan su signi­
ficación para Tuxpan desde el siglo XVI; entre otras, las citadas en la bi­
bliografía que se deben a Lebrón de Quiñones, Ciudad Real, Tello y Mota
Padilla.
22. Tornando una legua com o 4 190 metros, la extensión del fundo y tierras de
Tuxpan se extendería aproximadamente a 5 300 hectáreas.
23. En el archivo parroquial de Tuxpan se consignan datos regulares de la vida
sacramental del poblado desde 1630. Algunos documentos anteriores del
mismo archivo, sueltos e incompletos, permiten suponer estos cambios
en la organización barrial, como los referidos a bautismos.
24. El documento que constituye la relación de la concentración de Tuxpan
en 1599 (A G N -T IE R R A S , Vol. 59, exp. 5) da una idea relativa del tipo de
tierras, su extensión, magnitud de la mano de obra y producción de los
sujetos de Tuxpan. En este se manifiesta la extensión que un individuo
podía controlar bajo su dirección: entre 15 y 25 brazas por lado de tierra de
humedad sembrada con maíz, hortalizas y verduras; lo que equivale a entre
632 m2 y 1123 m2.
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