Francisco Márquez Villanueva: Cervantes y el erotismo estudiantil

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Revista de Estudios Cervantinos No. 5
Febrero-marzo 2008
www.estudioscervantinos.org
CERVANTES Y EL EROTISMO ESTUDIANTIL
Francisco Márquez Villanueva
FRANCISCO MÁRQUEZ VILLANUEVA, español nacido en Sevilla, en cuya Universidad se doctoró y donde
ejerció la docencia antes de pasar a EE.UU. en 1959. Ha enseñado en El Colegio de México; desempeña
actualmente la cátedra Arthur Kingsley Porter en el Departamento de Lenguas Románicas de la
Universidad de Harvard. Es además especialista en la figura de Don Quijote. Su bibliografía incluye una
obra sobre el trovador madrileño Juan Alvarez Gato, que fue publicada por la Real Academia Española en
1960; numerosos estudios sobre la literatura del Siglo de Oro, especialmente sobre la "novela picaresca",
los autores ascético-místicos (Santa Teresa) y la comedia; el estudio Lope, vida y valores. Francisco
Márquez ha publicado es castellano e inglés numerosos libros como Espiritualidad y literatura en el
siglo XVI; Fuentes Literarias Cervantinas; Personajes y temas del Quijote; Lope: Vida y valores;
Orígenes y sociología del tema celestinesco; Erotismo en las letras hispánicas. Aspectos, modos y
fronteras, y Trabajos y días cervantinos.
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CERVANTES Y EL EROTISMO ESTUDIANTIL
C
ERVANTES, nacido a unos pasos de la Universidad de Alcalá, fue con todos los honores un «ingenio lego» y los
buenos deseos con que algunos han querido suponerle algunos estudios tardíos, a su vuelta de Argel, no han tenido
confirmación. Lo que sin duda no le faltó fue un interés muy
marcado en la particular experiencia humana y en la
literatura que siempre ha habido en la vida estudiantil. En el
mismo Ingenioso hidalgo nos ofrece el magnífico trío que
forman el bachiller Sansón Carrasco, el innominado «primo» que
prepara un libraco de conocimientos inútiles y el joven poeta don
Lorenzo, hijo del Caballero del Verde Gabán. Son tipos eternos del estudiante bellaco, el pedantón y el verdadero amante
de las letras. Fue en El coloquio de los perros donde hizo su más
gozosa pintura de la vida estudiantil, al describir la de Berganza
cuando asistía al colegio que los jesuitas tenían en Sevilla:
Finalmente, yo pasaba una vida de estudiante sin hambre y sin
sarna, que es lo más que se puede encarecer para decir que era buena; porque si la sarna y el hambre no fuesen tan unas con los estudiantes, en las vidas no habría otra de más gusto y pasatiempo,
corren en ellas la virtud y el gusto, y se pasa la mocedad aprendiendo y holgándose.
Novela de estudiantes es también La señora Cornelia. Sus
virtuosos protagonistas, don Antonio de Isunza y don Juan
de Gamboa, han cambiado sus estudios en Salamanca por
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una vida aventurera que los conduce a Flandes y después a
Bolonia, donde se animan a reanudarlos. Es allí donde providencialmente contribuyen al desenlace feliz de los amores
del duque de Ferrara con la noble dama Cornelia Bentivoglio. Surge, sin embargo, una complicación imprevista cuando
la deslenguada ama de ambos estudiantes previene a la fugitiva Cornelia contra el riesgo que corre
en poder de dos estudiantes, mozos y españoles, que los tales, como
soy buen testigo, no desechan ripio. Y ahora, señora, como estás
mala, te han guardado respeto; pero si sanas y convaleces en su
poder, Dios lo podrá remediar.
Claro que todo era charlatanería calumniosa, dada la caballerosidad intachable de los dos caballeros vizcaínos. Pero aun
así, se acaba por comprender lo que Cervantes entendía bajo
aquel proverbial «holgarse» de que hablaba el perro Berganza. Ninguna casa de estudiantes es un modelo de virtud, y
donde son intachables los amos sería demasiado pedir que lo
fueran también sus criados. Es la desnuda realidad que el
mismo duque de Ferrara literalmente comprueba al sacar de
la cama de un paje servidor de don Antonio y don Juan a
otra Cornelia, que se apresura a poner el grito en el cielo:
–Aquí está Cornelia –respondió la mujer que estaba envuelta
en una sábana de la cama y cubierto el rostro, y prosiguió diciendo–: ¡Válamos Dios! ¿Es éste algún buey de hurto? ¿Es cosa nueva
dormir una mujer con un paje, para hacer tantos milagrones?
Naturalmente que no, como tampoco lo era el revuelo producido entre la población escolar a la llegada de alguna aventurera para una campaña galante. Como se recordará, es justo
la circunstancia decisiva de El licenciado Vidriera, cuando el
desdichado Tomás Rodaja fue a visitar en Salamanca, «por
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ver si la conocía» a cierta «dama de todo rumbo y manejo»,
que ante su estudioso desinterés terminó por darle el membrillo hechizado causante de su locura vítrea.
No se ha prestado suficiente atención a que no otro es
asimismo el planteamiento de La tía fingida, obra de autenticidad interminablemente discutida. La resistencia a acogerla bajo el nombre de Cervantes debe mucho al prejuicio con
que a veces se la tacha de inmoral y desvergonzada. Si la
discutida novela se centrara sobre algún tema patriótico o
devoto (digamos Lepanto o algún misterio de Nuestra Señora), en lugar de hacerlo sobre un tema tan abiertamente erótico, las dudas y controversias serían sin duda mucho menores.
Aparte de su tema, que desde ahora sabemos rafez ¿qué
es entonces La tía fingida? Desde un punto de vista técnico,
una novelita elemental, basada en una transparente estructura dramática. Un entremés «traducido» al plano narrativo,
conforme a lo que puede haber sido etapa primeriza en un
largo y frecuentado viaje cervantino del drama a la novela.
Un entremés o comedia embrionaria, iniciada con escena de
serenata nocturna, seguida de obligados quid pro quo relativos a la historia de sobrina y tía. Acción centrada sobre aventuras nocturnas en la morada de las mujeres, con el habitual
recurso a la cachiporra en el agarre entre ambas alcahuetas.
Desenlace no menos previsible, con la llegada de la justicia
e ida a la cárcel de toda la dudosa compañía. Semejante «entremés» de La tía fingida no sería, en sí, ni mejor ni peor
que otros muchos de los que entonces se escribían a modo
de munición para el consumo de los corrales de comedias.
Pero en todo caso mucho menos cínico y verbalmente naturalista que aquel otro titulado El viejo celoso y acerca de cuya
paternidad no cabe ninguna duda.
¿Y dónde está, pues, la inmoralidad de La tía fingida?
Se impone en esto reconocer que el escándalo viene mayor65
mente a vueltas de unas cuantas palabras como flor, viña,
jardín, cerradura, postigo en dilogías eróticas que eran moneda corriente para la lengua de la época. Cuando la dueña
asegura al estudiante «generoso» que para él «no habría puerta de su Señora cerrada», el vocablo se juega igual que en el
caso de la señora Belerma, cuya palidez no se debería en
modo alguno al «mal mensil, ordinario en las mujeres, porque
ha muchos meses, y aún años, que no lo tiene ni asoma por sus
puertas» (2, 23). Dentro de un claro double standard, ciertas
cosas pasan por chocarrerías si se hallan en La tía fingida y
por grandes donosuras si aparecen en El Quijote.
Una lectura desapasionada basta para persuadir de que la
relativa simplicidad estructural de La tía fingida no es incompatible con un firme encuadre semiológico y una neta adscripción final a un claro plano de orden novelístico. En realidad predomina en ella la misma «ejemplaridad» problemática
y no sermonaria ni convencional de toda la colección publicada en 1613. La obra termina por despertar la clase de perplejidades que, por nadar contra la corriente y requerir un lector
reflexivo, no admitía el corral de comedias. El esquema entremesil anteriormente esbozado deja en cierto momento de ser
eficaz y no le hace entera justicia. El desenlace no puede ser
más distinto, porque en lugar de ir a la cárcel, la bella Esperanza termina en brazos de un estudiante inesperadamente
dispuesto a hacerla su esposa. La justicia, tanto civil como
poética, no ajusta allí cuentas más que con las infames alcahuetas, y siempre ha sido obvio que el relato trata a la pecadora «sobrina» con una buena dosis de simpatía. Contra los
prejuicios de mayor arraigo en la época, un estudiante enamorado se vuelve de espaldas a toda consideración de honra,
conveniencia o provecho para casarse con una mujer de tan
inequívoca historia. A contrapelo también de otras ideas
aceptadas o populares, la cabra no tirará esta vez al monte
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(como hará la Leandra de El Quijote) y se ganará, a título
de prueba para una buena esposa, hasta el cariño de un suegro
puesto al tanto de lo realmente ocurrido. Subyace allí una
visión optimista de lo humano que encaja y completa, con
ajuste que se diría perfecto, la polémica mantenida por Cervantes a través de toda su obra con el modelo picaresco de
Mateo Alemán.
La «ejemplaridad» de la obra no es, pues, trivial ni tampoco recóndita; al llegar su desenlace queda claramente enunciada bajo la fórmula de «tal fuerza tiene la discreción y
hermosura», tesis casi indistinguible por lo demás de la que en
su final ofrece La española inglesa: «Esta novela nos podrá
enseñar cuánto puede la virtud y cuánto la hermosura. . .»
Si en la cortesana Esperanza hay sobre todo belleza y no
excesiva virtud, media en cambio el interés adicional de la
prioridad cronológica de La tía fingida, fechable hacia los
primeros años del siglo XVII y en cualquier caso anterior a
1609-1611, en que debió escribirse la otra novela también ejemplar. La anglo-española Isabela da, pues, un paso por el camino de la virtud cuantitativa, así como la gitanilla Constanza
superará a ambas al incorporar, además, la Poesía, a un insuperable trinomio de perfección femenina. Cronologías aparte,
se pisa en esto un discurso cervantino de la hermosura por
completo familiar y que La tía fingida redondearía a modo de
punto o estadio elemental de partida. Como bien sabe la
ya experta Esperanza, lo único que en amor individualiza a
los hombres de letras es ser tanto más susceptibles a la seducción amorosa, «porque tienen entendimiento para conocer
y estimar cuánto vale la hermosura». Los estudiantes de la
novela quedaron por eso poco menos que extáticos al contemplar por primera vez a Esperanza a su paso por una calle de
Salamanca, «que esta prerrogativa tiene la hermosura, aunque
sea cubierta de sayal» o incluso aliada, como en este caso, a
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una condición pecaminosa. Hasta el «perro sabio» Berganza
sucumbió en una ocasión memorable al poder de unas blancas
manos. La tía fingida podría haberse llamado, con igual o
mayor derecho, La fuerza de la hermosura.
El autor, quien quiera que haya sido, se complace en
burlar la expectativa de sus lectores, dándoles materia de
reflexión e invitándolos a poner en tela de juicio algunos
valores que la conciencia mayoritaria veneraba como sagrados. Hay todavía críticos de este siglo que se han escandalizado por la boda del estudiante con la linda ex ramera. El
texto se muestra muy consciente de pisar un terreno transgresivo y de ahí su preocupación por no empeorar las cosas
con su atención a detalles, como lo que parece un reconocible tic cervantino para ponerse a salvo en lo relativo al matrimonio final, que se nos dice «aún no estaba hecho con las debidas circunstancias que la Santa Madre Iglesia manda».
El sorprendente desenlace no constituye tampoco un
simple postizo, pues es objeto de una cuidada preparación
psicológica en el seno de la relación entre Esperanza y su
«tía», cuando ésta topa con una inesperada resistencia a la
bárbara cirugía con que la joven es repetidamente vendida
por virgen. La inesperada inflexión del relato va acompañada
de un momento mágico, cuando, en la casa invadida del silencio nocturno, la bella pupila escucha reconcentrada, «bajos
los ojos, y escarbando el brasero con un cuchillo, inclinada
la cabeza sin hablar palabra». Figura femenina sumida en
profunda meditación, da en aquel momento vida a la estampa
de la melancolía, según la iconología o jeroglífica renacentista. El lector habrá de aceptar el misterio inviolado de tan
profundo ensimismamiento, al que siguen, por parte de ella,
unas razones tan cínicas como entristecidas acerca de la naturaleza humana, así como la lección, demasiado bien aprendida, de «ser ángel en la calle, santa en la iglesia, hermosa
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en la ventana, honesta en la casa, y demonio en la cama».
Pero todo ello no es sino exordio o preparación para la briosa respuesta en que Esperanza inicia su rebeldía contra el
infame oficio que le ha sido impuesto. «Pero con todo eso
estoy resuelta en mi determinación, aunque se menoscabe
mi provecho. . .». Suponen tales palabras el acta de ese «segundo nacimiento» que caracteriza al típico personaje cervantino, hermanándola en su «determinación» con la forma
como éste se adueña de su propia vida y se alza con ello a la
superior categoría de lo novelable. La corrompida «niña»
Esperanza se halla tan dispuesta a no seguir siendo lo que
es como la mora Zoraida a hacerse cristiana, la pastora Marcela a persistir en su virginidad montaraz o Alonso Quijano a
inmortalizarse como caballero andante. La libertad humana
se impone una vez más a los determinismos de la sangre,
educación y rango social. Ajena la novela a ninguna prédica
edificante, los móviles de orden moral son en esto secundarios o mejor dicho inexistentes. La bella «sobrina» repudia
el papel de Magdalena penitente igual que lo hace con el de
cortesana. Lo que desea no es redimirse, arrepentida, en una
vida virtuosa, sino el librarse de un oficio que le resulta particularmente odioso:
La Esperanza, que de más bajo partido fuera contenta, al punto que
vio el que se le ofrecía, dijo que sí y que resí, no una, sino muchas
veces, y abrazólo como a señor y marido.
Contra el radicalismo negativo de la picaresca, el albedrío no
se anula en la elección automática del mal. Aun sin entrar
en ninguna controversia teológica, hombres y, sobre todo,
nujeres son por fortuna algo más complicados que eso. Criada desde su niñez para la prostitución de alto rango, Esperanza preferirá muy gustosa una vida de ama de casa pueblerina
a los esplendores, tan costosamente adquiridos, de lo que en
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Italia llamaban Cortigiana onesta y en España «dama servida»,
Aspavientos y escándalos ante La tía fingida ignoran además su clara adscripción a la literatura celestinesca. Los mayores desenfados de La tía fingida no suponen sino una estilización depurada de las crudezas que el mundo prostibulario
de la alcahueta llevaba inevitablemente consigo en obras como
Las coplas de las comadres de Rodrigo de Reinosa y el mundo
de las imitaciones y continuaciones de La Celestina. El tema
jocoso de la restitutio virginitatis constituía dentro de aquel
género uno de los más trillados y familiares para todo el
mundo. La misma queja y máximo atrevimiento verbal de
Esperanza distaba de constituir ningún estreno, pues figura
ya entre las muchas desvergüenzas que, a fines del siglo XV,
pone en boca de cierta arquetípica «comadre» del pueblo el
viejo Rodrigo de Reinosa. Debido a la vida disoluta que
llevara de joven, también se vio ésta abocada al mismo amargo
trago:
E viéndome en tal error
Al tiempo del desposar,
Yo me fui aconsejar
Con la partera Leonor,
y dióme por muy mejor
Con aguja et hilo junto
En lo mío un negro punto,
De que pasé gran dolor.
Salvo que lo que en el coplero Reinosa era sólo una nota
burlesca, funciona en la economía narrativa de La tía fingida
como eficaz núcleo expresivo y gracioso punto de amarre
para una comunicación entre personaje y lectores en lo relativo al aborrecimiento de aquella infame vida y sus forzosas
servidumbres.
No hay que olvidar en este punto que toda la celestinesca constituía un género marcadamente universitario. Fer70
nando de Rojas escribió La Celestina durante sus años de
escolar para un grupo inicial de condiscípulos, y las estudiosas ciudades de Salamanca y Toledo son el escenario asumido
en que casi invariablemente se desarrollan estas obras. Rojas
había tenido con toda probabilidad un encuentro traumático
con la lujuria rampante en los medios universitarios y su
institucionalización dentro de lo que desde siglos era quintaesencialmente un universo de «clérigos».
La universidad medieval ha sido definida en su aspecto
socio-demográfico como «un grupo masculino, con fuerte
mayoría de célibes y de jóvenes». El amor venal ha sido en
todo momento una de las grandes realidades humanas de la
vida universitaria. La prostitución tuvo desde el principio
en ella uno de sus medios naturales, y de ahí también la presencia inevitable de la alcahueta. Tanto entonces como ahora
era muy difícil asistir a la Universidad sin ser tocado de los
áureos dedos de Venus, pues como decía en el siglo XIII cierto
goliardo de la Universidad de Pavía:
Quis in igne positus
igne non uratur?
Quis Papie demorans
Castus habeatur
Ubi Venus digito
Iuvenes venatur,
Oculis illaqueat
Facie predatur?
La tópica identificación de París con una imagen de galantería tiene claramente su origen en este hecho sociológico de
la universidad medieval. Bajo la protección de las inmunidades académicas, siempre se consideró allí normal una intensa
actividad prostibularia en el mismo seno del barrio universitario. No era muy distinta la situación en Bolonia, que lite71
ralmente tenía también su burdel en medio de las escuelas.
Salamanca no era excepción a la regla, y por eso se la reconocía como capital de la prostitución en toda Castilla. Una
de sus tradiciones consistía en el ruidoso recibimiento colectivo de las rameras que regresaban el domingo de Pascua,
tras una forzada ausencia de la ciudad durante la cuaresma y
Semana Santa. El paso de estrellas fugaces como Esperanza y
su «tía» era bien conocido y solía prodigarse a comienzos
del curso, cuando las bolsas estudiantiles conservaban aún
dinero fresco. La vida del estudiante era una mezcla habitual
de piedad y de lujuria bajamente satisfecha, como ilustra el
inestimable documento del diario salmantino del noble italiano Girolamo da Sommaia y que en los años aquí claves
de 1603-1607 anota la identidad de las compañeras y hasta el
precio (entre cuatro y seis reales) de sus frecuentes actos que
llama de dulcitudine. Ha correspondido al poeta y clérigo
hispalense Juan de Salinas el encarecimiento del encuentro
galante, que espera en casa a la vuelta de las pesadas lecciones.
Es erróneo creer que los escolares de antaño no pensaran
más que en acallar el hambre y rascarse las proverbiales sarnas.
Por el contrario, el sexo no era menos imperioso que el estómago en aquel mundo de hombres siempre sin mujeres. En
la Tragicomedia de Lisandro y Roselia (1542) de Sancho de
Muñino, la celestina de turno describe cómo las rameras de la
ciudad tienen sus casas atestadas de Baldos, decretos, Scotos,
Avicenas y otros libros con que, a falta de dineros, la población
estudiantil retribuye a menudo sus fornicantes servicios, y
según cierto texto recientemente conocido
Cuentan de una reyna, que Dios aya, que tenía mucha imbidia a
las cortesanas de Salamanca; y piensan algunos contemplativos que
era ello por que suelen tratar con gente discreta, desenfadada y de
pocos años.
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Claro que la vida estudiantil conocía también de episodios
más nobles y que no se satisfacían con la misma facilidad.
Eran crisis de una intensidad avasalladora, verdaderos derrumbamientos psíquicos que la lengua académica reconocía como
accidens animi y los médicos diagnosticaban como el temible
hereos o aegritudo amoris. Uno de sus remedios extremos era
el recurso a la vieja alcahueta, harto bien representada siempre en la baja fauna universitaria. Naturalmente, es lo ocurrido al mismo Calisto, cuyo caso es en cuanto a esto de escolar
o de «clérigo» y no de caballero. Era entonces también cuando se echaban a rodar las carreras y se cometían las mayores
locuras. Es ni más ni menos lo ocurrido a Guzmán de Alfarache en Alcalá, cuando al final de sus estudios se encandila un
día de vacación con una linda mesonera. Y por supuesto es
asimismo el estado de ánimo que inspira el casamiento a la
desesperada del estudiante manchego de La tía fingida.
Quiere decir, por tanto, que al presentarse La tía fingida
como historia de veras ocurrida en Salamanca el año 1575,
ahondaba en una de las dimensiones primarias del tema celestinesco. La Celestina de Rojas sin duda levantó ronchas en
Salamanca, sobre todo al exponer de un modo sobrio, pero
devastador, a la alcahueta como lanzadera privilegiada entre el
prostíbulo y el mundo de la próspera clerecía. Tras su
publicación, los reglamentos académicos se esforzaron en
cortar los bien transitados puentes que se tendían entre los
estudiantes acomodados (mayormente clérigos) y el mundo
de la prostitución. La conciencia moral del estudio había sido
puesta en carne viva por las palabras de Celestina, con su
recuerdo de tantos «bonetes» como en sus buenos tiempos se
le «derrocaban» nada más con entrar en la iglesia. En virtual
respuesta polémica a la alcahueta de Rojas, se vedaba a los
estudiantes la visita de lugares sospechosos, el hablar con viejas en la calle y, muy en especial, el quitarse los bonetes para
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saludar en público a alguna ramera. La tía fingida no deja
de cumplir fugaz y cautelosamente con la tradición comparando por una vez al acaudalado don Félix con un canónigo
al decir de una boca celestinesca. Sin posibilidad material
de seguir por tan arriesgado camino, ha de centrarse después
en el tema sucedáneo de los estudiantes ricos o «generosos».
Pero aun así, ante la aparición callejera de tía, sobrina y
acompañamiento,
los dos estudiantes derribaron sus bonetes con un extraordinario
modo de crianza y respeto, mezclado con afición, plegando sus
rodillas e inclinando sus ojos, corno si fueran los más benditos y
corteses hombres del mundo.
Los reglamentos colegiales ya podían mandar lo que quisieran, pero los bonetes no dejaban de caer, puntuales y vencidos, al paso de la belleza venal. No había mejor manera de
hacer palpable, una vez más, la fuerza de la hermosura.
Los enemigos de la paternidad cervantina de La tía fingida
vacilan en ocasiones ante una página verdaderamente excepcional de ésta. Su tema es la solemne lección de cátedra con
que la vieja Claudia obsequia a su «sobrina» por cumplir con
el aire académico de la ciudad, y que con toda pompa titula
Consejo de Estado y Hacienda. Sus palabras resuenan con
solemne aire didascálico en la casa sumida en la quietud
nocturna:
Advierte, niña, que no hay maestro en toda esta Universidad, por
famoso que sea, que sepa tan bien leer en su facultad, como yo se
y puedo enseñarte en esta arte mundanal que profesamos; pues así
por los muchos años que he vivido en ella y por ella, y por las
muchas experiencias que he hecho, puedo ser jubilada en ella….
La vieja acredita su gran sutileza y facundia con la lección
en que explica las cualidades y puntos flacos con que hay
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que contar en la conducta erótica de tantos y tan diversos
estudiantes como se congregan en la universidad y son en
potencia aspirantes al lecho de su «sobrina». Personas de las
más heterogéneas procedencias, pero iguales en su común
sumisión al imperio del sexo, y sólo diferentes en sus mañas
a la hora de satisfacerlo y más aún de pagarlo.
Es la página antológica, que de por sí basta para hacer
memorable la obra. De ahí la profunda satisfacción del crítico Francisco A. de Icaza al identificar en 1917 como fuente directa los Ragionamenti del cínico Pietro Aretino. En
ella, la cortesana Nanna se ve acosada por su hija, la aún virginal Pippa, para que la instruya en el mundano oficio que ella
misma arde por seguir. También la Nanna enumera entonces
otra tipología de su previsible futura clientela, en que figuran
españoles, alemanes, romanescos y florentinos. La crítica de
Icaza hacía de esto leña contra de la autoría de Cervantes,
que en su opinión difícilmente se abatiría a los relieves de
mesa tan innoble como la del Aretino. Dicha imitación servil
no podría tener tampoco aplicación a los estudiantes de Salamanca, carentes de tiempo, disposición ni dinero para pensar
en semejantes aventuras. No será preciso insistir en cuánto
se equivocaba acerca de esto último.
Pero claro que tampoco hay motivos para considerar
inconcebible el interés de Cervantes en Aretino, que era uno
de los grandes maestros de la lengua italiana. Con ello no
habría hecho más que recurrir a una referencia obligada en
lo relativo al gran tema renacentista de la cortesana y su
mundo. Cervantes lo esbozó, en un rasguño perfecto, a través
de la Hipólita Ferraresa del Persiles, quien, del modo más
clásico, vive en Roma una aventura sentimental en torno al
protagonista masculino de la obra. Pero donde más flojea el
argumento de Icaza es en no advertir la relativa vacuidad y
poca gracia de la tipología del Aretino, junto al rico altorre75
lieve cómico de La tía fingida. Dicha relación, que en rigor
nadie ha negado, es allí todo lo más secundaria o mínima.
Si el autor de la novela pudo recoger algún estímulo creador en Aretino, el catálogo de La tía fingida figura allí por
razones que nada deben a éste y mucho, en cambio a exigencias internas de su abordaje al tema del erotismo universitario. Dicha enumeración se hace eco de la intensidad con
que las diferencias de origen geográfico se estaban todavía
viviendo en las universidades de tradición medieval. Desde
principios del siglo XIII las universidades de París y Bolonia
incorporaron a su gobierno el principio de nationes o asociaciones que agrupaban a los estudiantes según su procedencia.
Dotadas de importantes atribuciones, las nationes gozaron
en sus buenos tiempos de una medida de autogobierno, con
autoridades, sellos, patronos y fiestas propias. Por otro lado,
el espíritu particularista de las tales originaba continuos roces
y rivalidades, que a veces terminaban en situaciones violentas.
En Salamanca, muy cercana al modelo boloñés, sus nationes se reunían a grandes rasgos por las diócesis o provincias
eclesiásticas peninsulares y que constituían poco más o menos
los grupos que menciona la proxeneta Claudia. En el periodo
estudiado, las nationes seguían puntuando de grandes alborotos la vida cotidiana de la universidad, y una loa de la época da
cuenta de los apelativos e insignias que graciosamente las
designaban:
De los pueblos que provienen
sus insignias los señalan;
unos llevan la aceituna,
otros botellas riojanas,
el chorizo Extremadura
y la espiga castellana.
La invocación de la aceituna, el vino, el chorizo o la espiga
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(Andalucía, Aragón, Extremadura y Castilla) bastaba para
reclamar, en caso de apuro, la ayuda indiscriminada de todo
el grupo. La tía fingida acoge también este tipo de solidaridades y enfrentamientos. Los amigos estudiantes que madrugan en codiciar a Esperanza son ambos manchegos y por ello
reclutan, dentro de su nación, a «nueve matantes de La Mancha» para la empecatada serenata nocturna. La procedencia
regional actúa como atributo cifrado en el caso de todo estudiante desconocido. Basta que cierto bellacón graduado in
utroque jure pronuncie la palabra chorizos para que todos los
presentes lo clasifiquen en la nación extremeña.
Sobre todo, la caracterización adversa o mutuamente
acusadora de las nationes era también un tema tradicional
que La tía fingida aborda ahora desde un divertido ángulo
erótico. Correspondió al obispo Jacques de Vitry dedicar a
las mismas una página no menos áurea de la latinidad del
siglo XIII. Según su lista, los ingleses se consideraban de una
rusticidad animal, además de grandes borrachos; los franceses
presumidos, muelles y mujeriegos; los bretones gente soñadora, a quienes todos mortificaban culpándolos de la muerte
del rey Arturo.Y muchos etcéteras. Junto a esto, la «tía»
caracterizaba a los estudiantes salmantinos, tal cual eran, como
«gente moza, antojadiza, arrojada, libre, liberal, aficionada,
gastadora, discreta, diabólica y de humor». Pero quiere que,
a su vez, no ignore su bella discípula que
esto es en lo general, pero en lo particular, como todos, por la
mayor parte, son forasteros y de diferentes partes, no todos tienen
unas mesmas condiciones.
No son de olvidar en este momento las indiscreciones de la
otra vieja «massara» o ama boloñesa de La señora Cornelia.
Su garrulería se muestra a punto de irrumpir en el mismo
catálogo de arquetipos cuando pretendía achacar a sus amos
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los vicios de los españoles, acusados de omnívoros eróticos
«que no desechan ripio». Claro que ella no tiene motivo de
queja,
porque son unos benditos, como no estén enojados y en esto parecen vizcaínos, como ellos dizen que lo son. Pero quizá para consigo
sean gallegos, que es otra nación, según es fama, algo menos puntual y bien mirada que la vizcaína.
Los vizcaínos tampoco habían salido malparados en el catálogo de La tía fingida
porque los vizcaínos, aunque son pocos como las golondrinas cuando
vienen, es gente corta de razones, pero si se pican de una muger son
largos de bolsa, y como no conocen los metales, así gastan en su
servicio y sustento la plata, como si fuese hierro de lo mucho que
su tierra produce.
Los gallegos por contraste «no se colocan en predicamento,
porque no son alguien». Y los manchegos, en cambio,
es gente avalentonada, de los de Cristo me lleve, y llevan ellos el
amor a mogicones.
Este «a Cristo me lleve» es la perfecta clave interpretativa
del arrojo amoroso del futuro marido de Esperanza. Lejos
de ser un motivo ornamental, el catálogo de las nationes y sus
respectivas «famas» se muestra como piedra angular de la obra.
Tenemos por fin algunos sólidos resultados entre las manos. Cervantes conocía perfectamente el tema de las nationes.
Tanto el autor de La tía fingida como el de La señora Cornelia veían atractivas posibilidades en el catálogo de sus tachas
y estereotipos. Dicho en otros términos, ambas obras se
complementan en el interior de una clara coherencia de discursos. El conjunto de obras que hemos venido examinando se
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muestra también unificado por el interés no en el reflejo
observado o naturalista de la vida estudiantil, sino en una
inteligente reelaboración a la moderna, que es lo mismo que
novelística, de sus tópicos tradicionales. Su escritura «a noticia» es muy relativa, porque Cervantes se halla sobre todo
atraído por la vida estudiantil en su aspecto de eterno gaudeamus, y esto le comprometía a trabajar sobre un material preexistente. El crucial catálogo de nationes es un producto de
algún modo erudito, en clara descendencia de Jacques de Vitry
a través de una cadena de intertextualidades difíciles de reconstruir a causa de una típica situación de «estado latente» en
terminología de Menéndez Pidal y su escuela.
Si volvemos a la consideración aislada de La tía fingida
terminaremos por palpar que su apariencia elemental es en
realidad engañosa. Lo que no se reconoce en ella es nada de
accidental o de algo no cuidadosamente planeado. Este intento de infundir vida novelística a las anquilosadas tradiciones
de la universidad medieval, a que el satírico catálogo sirve
como foco aglutinante o centro de gravedad, requiere por fuerza a alguien muy curtido en el oficio, porque ese tipo de
planteamiento es precisamente el menos asequible a aficionados ni principiantes. Hay detrás de esta novela alguien que
sabe bien lo que quiere y los medios con que cuenta para
lograrlo. Quiero decir, para terminar, que no es pequeña
cosecha la que parece dejar en nuestras manos el intento de
una reconstrucción unitaria del discurso del erotismo estudiantil en la obra de Cervantes.
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