Lo que más me asusta - Universidad Miguel Hernández de Elche

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Atzavares
PRIMER PREMIO DE RELATO CORTO
UNIVERSIDAD MIGUEL HERNÁNDEZ
Vicerrectorado de Estudiantes y
Extensión Universitaria
Delegación de Estudiantes de la
Facultad de Ciencias Sociales y Jurídicas de Elche
Dirección: Secretariado de Extensión Universitaria
Coordinación: José Antonio Espinosa Bernal
Convoca: Vicerrectorado de Estudiantes y Extensión Universitaria
© Prefacio: Fernando Borrás
© Textos: sus autores
© Diseño y Maquetación: Silvia Viana. Octubre, 2006
© Impresión: Alfagráfic Impressors - Editors
ISBN:
Depósito legal:
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Prefacio
Ante nosotros, en nuestras manos, hoy la fantasía. Un universo que emerge desde la nada, secuestrado al éter, y con la inspiración por bandera, para
satisfacer la sensibilidad. Así estos cuentos, los relatos que viven entre las páginas de este libro, se incorporan al sutil mundo del conocimiento con la principal cláusula de la belleza.
Mundos, personajes, situaciones, ternura, soledad y alegría alargan su sombra para anidar en la paz íntima de la lectura en el ámbito fecundo de los sueños.
Fernando Borrás Rocher
Vicerrector de Estudiantes y Extensión Universitaria de la UMH
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Jurado
Carlos José Navas Alejo: Profesor colaborador en el Área de Economía
Financiera y Contabilidad.
Fernando Miró Llinares: Profesor Titular de Escuela Universitaria en el Área
de Derecho Penal.
Teresa Cano Ferrer: Delegada de Estudiantes de Centro de la Facultad de
Ciencias Sociales y Jurídicas de Elche.
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Premiados
Primer premio: Andrés Úbeda Castellanos con el relato El hijo pródigo.
Seudónimo: Kurstok.
Segundo premio: Rubén Ballestar Urbán con el relato Adagio.
Seudónimo: T. Albinioni.
Tercer premio ex aequo: Jesús Gutiérrez Lucas con el relato El avatar de un relato.
José Mª Amigó García con el relato El tren nunca para.
Seleccionados para su publicación
• Rubén Ballestar Urbán con el relato Lo que más me asusta.
Seudónimo: F. Dopper.
• Juan Carlos Moreno Sellés con el relato Desde Eritrea.
Seudónimo: Zarevich.
• Jesús Cano Martínez con el relato Mater Dolorosa.
Seudónimo: Nino Rippi.
• Víctor Gras Valentí con el relato Señor Gnembe.
• Pep Rubio Quereda con el relato El rastro.
• Lola Hernández Francés con el relato Mi vida es sólo un recordar sus besos.
Seudónimo: Dodo.
• Alicia Peral Fernández con el relato Secretos de familia.
Seudónimo: Pandora.
• José Manuel González Ros con el relato El regalo del calamar.
Seudónimo: De la mesa de cartas de Miracle.
• Enrique Roche Collado con el relato Camellos en el aparcamiento.
Seudónimo: Coyote.
• Tomás Muñoz García con el relato Los amantes del eclipse solar.
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El hijo pródigo
ANDRÉS ÚBEDA CASTELLANOS
Primer premio
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- ¿Qué hay del Pasillo del Abedul?
- Esa vereda ya no recibe ese nombre desde hace años.
- ¿En serio? ¿Cuánto tiempo he estado fuera?
- Más de lo que muchos desearíamos. A decir verdad, ni siquiera creo que
queden abedules en aquel sendero –continuó-. Sólo los esqueletos de esos viejos árboles se atreven a contemplar el tortuoso camino y, por supuesto, ellos.
- ¿Y el lago? ¿Aún es transitable?
- Ya no se nos permite ir más allá. Habla con Alfonso, pero me temo que
el viejo se negará en redondo. Santiago, vigila tus pasos –advirtió el hombre-.
Tal vez algún día puedas ver como este pueblo vuelve a la normalidad, pero ya
dudo mucho que para mí sea posible.
- No te preocupes por eso. Por ahora me alejaré de ellos. Por ahora.
- No hagas locuras Santiago, te lo ruego.
El cazador abandonó el caserón. Una bruma espesa rodeaba las viviendas de la villa, cuyos ladrillos enmohecidos parecían estremecerse al paso
del aire helado y húmedo del invierno. Atravesó una pequeña fuente donde
el agua había dejado de manar y el musgo sustituía a los grabados burdos
de algún antiguo artesano. Como ya había comprobado al llegar, la gente
desaparecía sin dejar rastro durante la noche. Tan sólo ellos vigilaban el
apartado municipio, incólumes y fríos. Se internó en una pequeña bocacalle y llamó a la puerta de una de las casas. La puerta se abrió tan sólo unos
segundos, suficientes para que el individuo que estaba al otro lado empujara a Santiago al interior del hogar.
- ¿Estás loco? ¿Cómo se te ocurre andar sólo por ahí a estas horas de la
noche? –exclamó el anciano tan pronto como lo había agarrado.
Santiago meditó su respuesta apenas se repuso de la sorpresa.
- Tan solo quería hablar contigo.
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El viejo curtidor se sentó junto a su mujer delante de la chimenea, donde
sólo unos cuantos troncos raquíticos permanecían ardiendo débilmente. El vapor
de agua se filtraba por los orificios de una vieja tetera oxidada en la que se había
preparado una fuerte infusión de hierbas. Santiago admiró de nuevo los trofeos
que colgaban de las paredes de la sala. Junto al viejo había logrado grandes
cosas. No sólo le había ayudado a convertirse en un portentoso cazador, además
le había enseñado la cualidad imprescindible de su profesión: la paciencia.
- Ese jabato va a perder los nervios si lo miras tanto –comentó Alfonso
señalando un viejo taburete cerca del fuego-. Anda, sírvete algo de manzanilla,
debes de estar helado.
- Ese fue el primer animal que cacé –repuso Santiago cogiendo una taza
de la vajilla.
- Con sólo doce años no se puede hacer nada mejor –bromeó el anciano. Aunque yo hubiera preferido un corzo.
- Se hace lo que se puede.
- ¿Has hablado con Ignacio?
- Vengo de verle. Parecía bastante asustado.
- ¡Paparruchas! Ese hombre es un completo embustero. Más asustado
estará cuando le ajuste las cuentas mañana. Por cierto, supongo que ya sabrás
lo que sucede –el hombre abandonó su tono festivo tan bruscamente que
Santiago tardó en reaccionar.
- ¿Qué asunto?
- ¡Oh, por Dios! Están por todas partes.
- Procura no blasfemar, amor –lo riño su mujer.
- Perdón Pepa. Estoy seguro que el Señor me perdonará por esto, pero ya
sabes que pierdo los nervios cuando hablo de estos temas.
- Su presencia debe ser tomada en consideración, ya lo sé –interrumpió
el cazador.
- Pues, por supuesto. Esos diablos me están poniendo cada vez más nervioso.
- No creo que ellos pretendan hacerlo –susurró Santiago bebiendo un
sorbo del mejunje.
- ¡Me trae sin cuidado lo que ellos hagan! Tal vez esos monstruos puedan
subyugar a un pueblo, pero no podrán con Alfonso Tordesilla Montero, eso te
lo aseguro.
- Y pensar que Ignacio me dijo que no hiciera locuras. No sé que pensaría
de esto.
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- No voy a hacer nada que él no sepa, muchacho. Además él está conmigo, diga lo que diga ese viejo zorro –el curtidor dio un puñetazo sobre la cómoda que hizo temblar todas las tazas de manzanilla-. Por cierto, ¿cómo te dejaron pasar? Todos los caminos están cortados.
- No vi a nadie cuando llegué. Supongo que no están siempre alerta.
- Es curioso. Ellos nunca abandonan esos lugares y su diligencia en las vigilias es bastante mayor que la de los pobres españolitos. Pero eso ahora no
importa. Dentro de tres noches, Ignacio, yo y tres de nuestros muchachos,
abandonaremos el pueblo por el Pasillo del Abedul, cargando los fusiles con la
pólvora que escondemos en la capilla. Golpearemos donde más daño podamos
hacer y erradicaremos esta plaga de una vez por todas. Mañana por la mañana
nos reuniremos los cinco en el hostal. Marita nos ha preparado una habitación.
Me encantaría que vinieras.
- Puede que vuestro plan no sea tan descabellado. Después de todo, no
son más que unos pocos, aunque causen mayor miedo que la misma muerte.
Iré con vosotros y os escucharé.
El cazador se levantó de su asiento y apuró el líquido de su taza.
- Muy bien, Santiago. Sabía que podía contar contigo. Mañana al alba, no
lo olvides. Y corre rápido a tu casa. Ya está demasiado oscuro.
El hombre salió en un suspiró y avanzó entre las sombras. De vez en cuando se giraba seguro de haber sentido un aliento frío en su cuello. Pero no había
nadie allí, aunque siempre creía percibir un movimiento sigiloso perdiéndose
tras cada esquina.
La noche era demasiado helada.
Santiago llegó al hostal a la hora convenida. Su oronda dueña le esperaba
a la entrada. Marita le condujo al piso superior y le señaló una de las habitaciones más alejadas. A pesar de que el hostal ofrecía bastantes servicios, la mayor
parte de las estancias permanecían desocupadas por el aislamiento que sufría el
pueblo durante esa época.
El cazador entró en la reunión sin llamar. Rodeando una mesa con un gran
plano de la zona, cuatro personas discutían acaloradamente.
- ¿Estos son tus tres muchachos? –se jactó Santiago al ver a los acompañantes del viejo curtidor: el párroco del pueblo, don Heriberto, y dos muchachos de no
más de dieciséis años, que como después pudo saber, se llamaban Tomás y Luque.
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- No juzgues a nadie por su aspecto, hijo –se defendió Alfonso-. Pensaba que
te había enseñado que hasta el más inocente ciervo puede ser más letal, si le enfureces, que un violento y pesado jabalí. Y estos tres –dijo–, están muy furiosos.
- Perdón, viejo. No dudo de tu sabiduría. Entonces, ¿cuál es el plan?
- Primero debe llegar Ignacio. Hasta que él no esté aquí no empezaremos.
¿Por qué tardará tanto?
Tomás y Luque se miraron dubitativos.
- Si quieres vamos a buscarlo –dijeron al unísono.
- No –se opuso el curtidor-. Los dos no. Santiago, ¿harías el favor de acompañar a Tomás al caserón de Ignacio? Seguro que ese vago está durmiendo.
- De acuerdo.
El cazador acompañó al muchacho hasta la salida y, juntos, caminaron los
pocos metros que separaban el hostal del caserón de su compañero. Santiago
recordó la conversación que había mantenido con Ignacio la noche anterior. Por
mucho que Alfonso lo negara, su amigo estaba tan asustado que posiblemente no se hubiera atrevido a ir a la reunión.
La puerta estaba entreabierta. Tomás llamó varias veces pero nadie contestó.
- Entraré en la casa y veré si está en su dormitorio –propuso el cazador-. Tú
ve por detrás y búscalo en el granero.
El chico salió corriendo como un rayo. Santiago abrió lentamente la puerta que chirrió en los goznes. El cuarto estaba vacío y la chimenea apagada
desde hacía horas, como comprobó al tocar las frías cenizas. El cazador subió
por las escalerillas de madera que llevaban a la parte superior. La puerta de la
habitación de Ignacio estaba cerrada. Llevó la mano lentamente al picaporte.
Un ruido de cristales rotos se escuchó al otro lado.
La puerta se abrió y Santiago respiró aliviado. Era sólo una rata. Pero no
había ni rastro del viejo Ignacio. Entonces, escuchó el grito.
Cuando llegó al granero vio como Tomás vomitaba detrás de una paca. No
era para menos. El cuerpo de Ignacio estaba colgado a un metro del suelo. Le habían clavado su propia azada en el pecho y habían atravesado la madera de parte a
parte. Aunque era una imagen horripilante, el cazador había visto cosas peores en
la guerra, y no tuvo ningún reparo en descolgar el cuerpo en su patético estado.
- Vayámonos, chico. Aquí ya no hay nada que ver.
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- ¡Oh, Dios mío! ¡No es posible! –Alfonso lloraba amargamente-. Pero, no
podemos parar. Tenemos que vengarles. ¡Malditos cerdos!
- ¡Qué Dios le bendiga con la paz eterna! –repuso don Heriberto-. El diablo ha querido que no pudiera darle la extremaunción.
- El diablo, no, padre –dijo Santiago-. Han sido ellos.
Los dos asintieron apenados. Finalmente, Alfonso se levantó furioso.
- ¡Todo se adelantará a esta noche! –bramó-. Esto es lo último que nos
van a hacer.
Los dos muchachos, Tomás y Luque, gritaron de júbilo.
- ¿Estás seguro, viejo? –objetó el cazador-. Tal vez nos precipitemos.
- Un español nunca se precipita, hijo. Esta medianoche, en la fuente seca,
con la luna nueva.
- Así sea –dijo don Heriberto mientras jugueteaba con su rosario.
La cita en la fuente no se hizo esperar. El párroco llegó tarde.
- He tenido que arreglar los cirios del Sagrario. Mañana es Domingo.
- No importa, padre. Aunque mandé a los dos chicos a buscarle. Tampoco
Santiago ha llegado –dijo el curtidor-. Ha de ir de nuevo a por los fusiles, así que
podrá traerlos de vuelta.
El cura marchó de nuevo hacia la iglesia. La oscuridad se cernía tras cada
recodo y el párroco avanzó lo más rápido que pudo. Cuando llegó a las puertas
de la parroquia nadie le esperaba. Don Heriberto supuso que los dos muchachos
ya habían vuelto a la fuente al no encontrarle allí, así que entró en la iglesia para
recoger la pólvora y las armas que escondía en una trampilla de la sacristía.
Había luz en la sala. Muy tenue, pero clara como al agua limpia. Don
Heriberto entró en la sacristía. Los dos muchachos le esperaban apoyados sobre
la mesa de la sala.
- ¡Ah! Aquí estáis, pequeños diablillos –rió el cura-. Pensaba que habías
decidido escaquearos.
Los chicos no contestaron.
- ¿Qué ocurre? –preguntó asustado el párroco-. ¿Estáis enfermos?
Ni Tomás ni Luque se movieron.
- ¡Oh! ¡Santo Dios! –exclamó horrorizado don Heriberto al acercarse más
a la mesa. La sangre manaba espesa por toda su superficie. Los dos muchachos,
degollados, difícilmente le podían haber contestado.
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El párroco salió corriendo de la sacristía. Al llegar al altar algo le hizo
detenerse de inmediato. Una figura encapuchada apagaba las velas del templo. Don Heriberto trastabilló. Parecía un monje, pero su cara era invisible
tras su capucha.
La figura se acercó a él casi reptando. El cura retrocedió. Casi no podía ni
respirar, pero consiguió coger una cruz de su hábito.
- ¡Atrás, siervo del Maligno! –gritó alzando el crucifijo-. No permitiré que
profanes este lugar con tus sangrientos actos.
La figura no se inmuto y siguió avanzando. Llevaba uno de los cetros
del relicario.
Don Heriberto cayó al suelo y perdió la cruz, que con un ruido sordo, acabo
debajo de uno de los bancos. El encapuchado casi estaba encima de él.
- ¿Qué eres? –siseó el párroco-. ¿Quién eres?
La figura levantó el cetro por encima de su cabeza mientras se quitaba
la capucha.
- ¡Qué Dios nos ampare! –susurró don Heriberto.
Santiago y Alfonso esperaban impacientes la llegado del cura y de los dos
muchachos.
- No sé que ocurre, hijo –repuso el curtidor.
- Llevan más de media hora de retraso.
- Espera –dijo-. Creo que oigo algo.
El sonido de unos pasos llegó hasta la fuente seca. Alguien corría en dirección a ellos.
Era Pepa, la mujer de Alfonso.
- ¿Qué ocurre? ¿Por qué lloras? –preguntó el curtidor nervioso.
- Los han matado –berreó la mujer.
- ¿A quién? –dijo Alfonso aún más tenso.
- A don Heriberto y a los niños. Los han matado a todos.
- No te preocupes, amor –la consoló el viejo-. No pasa nada.
- ¿Qué haremos ahora? –preguntó el cazador–. Podrían estar vigilando.
- Hay que terminar esto, hijo. Es ahora o nunca. Si decides dejarlo lo entenderé.
- Me ofendes, Alfonso. Sabes que llegaré hasta el final.
- Pepa, quédate aquí –dijo el curtidor-. Nos dividiremos y volveremos cuando encontremos a esos monstruos.
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Ambos salieron en direcciones opuestas. Afortunadamente, Pepa, había
traído dos fúsiles de la parroquia.
Santiago atravesó el pueblo como una exhalación. Estaba desierto, pero
podía sentir su presencia en todos los lugares del mismo. Vigiló cualquier esquina y cualquier escondrijo, pero no encontró a nadie. Cuando estuvo seguro de
que esa zona estaba limpia volvió a la fuente seca.
Cuando llegó, encontró a Pepa arrodillada sobre el cuerpo del curtidor. Ya
no lloraba.
- Le han disparado, Santiago –dijo.
- Santiago, hijo –susurró el anciano en sus últimos segundos-. Ve a por esos
bastardos.
El curtidor cerró los ojos y entró en su último sueño. Su mujer comenzó a
llorar de nuevo.
- Toma esto –dijo sobre su marido, dándole un crucifijo de madera de
aspecto muy burdo-. Dios estará contigo.
- Lo sé.
El cazador se fue con dos armas. Esta vez no fue al interior del pueblo.
Sabía exactamente a donde se dirigía. A la guarida misma del enemigo, a través del Pasillo del Abedul. No había nadie vigilando el camino. Las sombras eran
muy espesas y apenas veía nada. Pero siguió avanzando guiado a través de las
sombras de los árboles.
Esta vez no se preocupó de esconderse. Debía terminar con todo.
Recorrió resuelto los últimos metros que le separaban de ellos. Ahí estaban. Eran cuatro. Pero por alguna razón no se movían.
Finalmente, uno de ellos se adelantó.
- El motín ha sido sofocado –dijo Santiago.
- Esa es una excelente noticia, monsieur –respondió el oficial francés-. El
Emperador le recompensará como se merece.
- Espero que Napoleón cumpla su promesa.
El cazador arrancó el crucifijo que colgaba de su cuello y se lo tendió al
soldado.
- Mándelo a la viuda del curtidor junto con una nota. Dígale que los enemigos de Francia han sido abatidos.
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Adagio
RUBÉN BALLESTAR URBÁN
Segundo premio
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Si de un desaliento surgiera el aire de una canción, ésa sería la canción de la señora Rebeca.
La señora Rebeca guarda en su saco tantas penas como arrugas pueblan
su rostro. La señora Rebeca nació para sufrir, y cumple su tarea con la seriedad y disciplina que ésta requiere. La señora Rebeca sufre y sufre y sufre. Y
sufre más aún.
- ¿Cómo estás, Rebeca?
- Mal, Vicenta, mal.
- Hay que ver, Rebeca, qué manera más maravillosa de sufrir tienes.
- Gracias, Vicenta, gracias, es la experiencia que he adquirido con la edad.
- ¿Cómo están tus hijos?
- Mal. Mi hija Virtudes se ha empeñado en marcharse a la capital a estudiar para actriz y no hay manera de quitárselo de la cabeza. Me tiene loca. No
puedo dormir por las noches.
- Los jóvenes están un poco locos, Rebeca, pero hay que dejar que se equivoquen ellos solos. ¿Y cómo están tus nietos?
- Peor.
- ¿Y cómo anda tu marido?
- Pues fatal, Vicenta, fatal. Al pobre de mi Ramón no le quedan ya muchos
amaneceres.
- Pobre Ramón...
- Sí, Vicenta, sí; pobre Ramón. Si es que no somos nadie...
- No, no somos nadie, no; no somos nadie... Con Dios, Rebeca.
- Con Dios...
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La señora Rebeca no nació, no; la señora Rebeca salió de un huevo de chocolate amargo. Por eso está siempre llorando, con esa expresión de vieja estreñida que se le ha puesto en la cara. La señora Rebeca no come caramelos porque son dulces, ni mira las flores porque son hermosas. La señora Rebeca sólo
enciende el televisor cuando emiten una película dramática, y nunca echa la
lotería por si acaso le tocara.
La señora Rebeca es una mujer triste porque es lo mejor que sabe hacer:
estar triste. Y en su dedicación ha alcanzado casi la perfección.
La señora Rebeca llora por las mañanas, al despertarse, desayunando, en
el almuerzo, al medio día, por la tarde, antes de hacer la siesta, después de
hacer la siesta, en la merienda, a media tarde, al anochecer, en la cena y antes
de dormirse. Ramón, su marido, después de casi cuarenta años de matrimonio,
todavía no se ha acostumbrado a tanta lágrima.
- Rebeca, mujer, ¿por qué lloras ahora? ¿Qué te pasa, Rebeca?
- Que sufro mucho, Ramón, que sufro mucho...
Y es verdad. La señora Rebeca sufre pero que mucho mucho mucho
pero que mucho. Vicenta, pues no, la verdad, Vicenta no sufre ni una
décima parte de lo que sufre su amiga Rebeca. Vicenta es la mujer más
feliz del mundo.
* * * * *
Si la mujer sonrisa tuviera una hija con el hombre carcajada, la
niña que naciera se llamaría, con toda seguridad, Vicenta.
Vicenta colecciona risas dentro de un frasco de cristal. A su marido no
le hace mucha gracia, sobre todo por el escándalo que se monta en casa cuando el tarro se cae y se rompe, porque se escapan todas las carcajadas, y son muy
difíciles de capturar. Primero se oye un “crash” seco y demoledor y, después,
“ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja, je je, jiu jiu jiu, jua jua jua...” Y, ¡hala! allá
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que van Vicenta y Pablo, a perseguir a las risas y a intentar atraparlas para
meterlas después en un bote nuevo.
- Vicenta, me tienes harto.
- A ti lo que te pasa es que eres un amargado...
- Pero, ¿se puede saber para qué quieres tener tantas risas, con lo escandalosas que son?
- ¿Yo me meto con tus aficiones? ¿Eh, Pablo? ¿Me meto yo acaso con tus
aficiones?
- Pues no.
- Pues ya está. Amargado, que eres un amargado. Y, además, feo, que eso
nunca te lo había dicho.
- ¡Pero Vicenta, por el amor de Dios! ¿Se puede saber a qué ha venido eso?
Vicenta siempre está de muy buen humor, y le encanta pasarse el día entero haciendo bromas y tomándole el pelo a la gente, sobre todo a su vecino,
Ataúlfo, un señor un poco tonto pero muy buena persona.
- ¡Ataúlfo, Ataúlfo!
- ¿Qué quieres, Vicenta?
- Oye, acabo de ver al príncipe Felipe en la puerta de tu casa, creo que te
buscaba a ti. Corre a atenderle.
- Enseguida, Vicenta, enseguida. Tú espérame aquí, que no tardo nada.
Pobre Ataúlfo, ¿verdad? Es tan inocente como un niño de cuatro años.
- ¡Ah, Ataúlfo, veo que ya has vuelto!
- Sí, ya he vuelto, sí.
- ¿Estaba el príncipe?
- No. Ya se había ido. Se habrá cansado de esperar enseguida. A la realeza no le gusta perder el tiempo.
Pues sí; pobre Ataúlfo.
Vicenta no camina como los demás; ella va pegando saltitos, como si fuera
una colegiala, al ritmo de la dulce melodía que escucha en su cabeza. Paso,
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paso, un saltito; paso, paso, otro saltito... También salta dentro de los charcos
que hay en la calle, y se compra cada día un montón de gominolas que devora
con impaciencia. Viste con ropa de vivos colores, y no conoce el significado de
la palabra adulto.
Vicenta es feliz porque dice lo que piensa, hace lo que quiere, y no le
importa lo que los demás piensen de ella. Hace globos con el chicle y se
tira eructos cuando tiene ganas; se pelea con los niños en la cabalgata de
Reyes para conseguir un puñado de caramelos y pinta cuadros frente a la
montaña; monta en bicicleta para buscar moras y se disfraza de Cleopatra
en carnaval.
Vicenta es feliz porque no ha dejado morir a la niña que lleva dentro. Su
vecino Ataúlfo también es, de alguna manera, un niño.
* * * * *
El día en que Dios repartió la inteligencia, Ataúlfo se quedó durmiendo en su casa.
Ataúlfo es el hombre de la boina sucia, el chaleco negro y las alpargatas llenas de remiendos. Pero las esparteñas no es lo único que Ataúlfo tiene
remendado; su alma también está llena de cosidos y descosidos, de puntadas y zurcidos.
Ataúlfo nació sin aire para respirar, y su madre murió en el parto. De
pequeño tenía la piel un poco morada, los ojos bizcos, las orejas de soplillo y las
manos torpes. Ahora que ha crecido, el bueno de Ataúlfo sigue teniendo la piel
un poco morada, los ojos bizcos, las orejas de soplillo y las manos torpes. Hay
cosas que nunca cambian.
El padre de Ataúlfo murió cuando él tenía tan sólo ocho años. La verdad es que nunca le ha echado de menos. Fabián, el padre de Ataúlfo,
nunca quiso a su hijo; jamás le dio un beso, ni un abrazo, ni un regalo, ni
siquiera una sonrisa. Ataúlfo se crió en soledad, en su pequeña casa a las
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afueras del pueblo. Cuando era pequeño, los vecinos de la villa le llevaban
comida y ropa de vez en cuando. Ataúlfo era hijo de todos. Ahora se gana
la vida trabajando en la vieja fábrica de tornillos, pero no olvida lo que la
gente del pueblo hizo por él.
Ataúlfo no sabe leer, ni escribir, ni sabe dónde está Madrid, ni Teruel,
ni Valencia. Ataúlfo no sabe lo que es la ley de la gravedad, ni la física cuántica, ni los rayos catódicos. No sabe sumar ni restar, pero sabe cuánto vale
cada moneda y cada billete, y es imposible timarle con las vueltas. Ataúlfo
sabe cocinar los huevos fritos con patatas y morcillas, la olla y las lentejas;
sabe arreglar los grifos que gotean y las lámparas que no funcionan; puede
correr más rápido que el viento y desaparecer bajo la arena, volar como un
gorrión y bucear como un renacuajo. Ataúlfo tiene los dientes negros y la
barba escasa.
Ataúlfo nunca ha tenido novia, pero no le importa. No tiene mucho
dinero, pero puede comer y dormir tranquilo. Baila con los niños en las
verbenas y se pone corbata para las procesiones. Participa en el campeonato de birlas y en el de trinquete, aunque siempre queda el último.
Tiene un pequeño huerto en el que cultiva acelgas, remolachas, berenjenas y tomates, patatas, calabazas, cebollas y pepinos. Todo el mundo le
gasta bromas, pero él sabe que es sin mala intención, por eso se hace
aún más el tonto. Ataúlfo juega a la lotería de navidad pero nunca le ha
tocado nada.
Ataúlfo se queda embobado mirando las nubes, la luna y las estrellas.
Se pasa horas enteras oliendo las flores del camino y deshojando margaritas. Desayuna todas las mañanas en el bar, y sale temprano a trabajar en la
fábrica de tornillos.
-
Buenos días, Ataúlfo.
Buenos días, Gregorio.
¿Qué quieres hoy de desayuno?
Ponme un café con leche y una magdalena.
¿Sólo una?
Bueno, ponme dos.
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-
¿Sólo dos?
Bueno, pues ponme tres.
¿Sólo tres?
Bueno, pues ponme cuatro.
Ataúlfo, ¿no ves que te estoy tomando el pelo?
Ataúlfo sonríe y deja entrever sus dientes negros.
- ¿Cuántas magdalenas quieres, Ataúlfo?
- Dos.
- Marchando dos magdalenas y un café con leche.
Ataúlfo no se limpia las lagañas, y se peina con la raya a un lado. Le
gusta ponerse camisa de cuadros y pantalones de pana; sorbe el café con
leche haciendo un tremendo ruido y moja las magdalenas antes de darles
un bocado.
Ataúlfo sabe que no cambiará el mundo, pero hace todo lo posible por
estar a gusto consigo mismo. Se conforma con lo que es, y no pide nada más,
sólo un café con leche y un par de magdalenas. Gregorio, el dueño del bar, le
mira siempre desde el otro lado de la barra y sonríe.
* * * * *
En las noches de tormenta, entre los truenos y los relámpagos,
se escucha a lo lejos el llanto de Gregorio.
Gregorio no se despierta más tarde de las seis de la mañana. Tiene que
abrir el bar. Antes que suyo, el bar fue de su padre y, antes que de su padre, de
su abuelo. Su abuelo se lo ganó en una apuesta al anterior propietario, el
Chepas. Al menos eso es lo que se cuenta en el pueblo.
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Gregorio hace la mejor tortilla de patata de la provincia, tiene las mesas
siempre limpias y convida a una ronda antes de cerrar.
Gregorio es un hombre bajito pero recio, con un pecho ancho y unos brazos como troncos peludos. Todavía no ha nacido nadie que le gane echando un
pulso. Gregorio debe de ser el hombre más fuerte del pueblo, y también el
menos violento. Se está empezando a quedar calvo, y sus ojos azules están cada
día más tristes.
Gregorio lee a Neruda todas las noches, y escribe pequeños poemas que
después quema en su chimenea. Tiene un pequeño catalejo con el que mira las
estrellas y una máquina de escribir destartalada. Sueña con viajar lejos, a otro
país, y conocer gente nueva y vivir maravillosas aventuras. Gregorio cree que
nació en un lugar equivocado.
A Gregorio le gustan las películas de amor y los concursos de preguntas
y respuestas. Le encanta pasear por el monte y lanzar piedras a los tejados
de los corrales. Duerme desnudo y se ducha antes de ir a trabajar. Se afeita
dos veces al día y nunca va al barbero a cortarse el pelo, porque eso ya lo
hace él mismo. Gregorio esconde un corazón inquieto bajo todo ese manto
de vello negro.
A Gregorio le gusta su oficio. Le gusta charlar con los vecinos, servir cervezas y preparar boquerones en vinagre; le fascina el olor del vino tinto y el sabor
de las patatas bravas, y disfruta observando cómo los demás dan buena cuenta de sus manjares.
Gregorio nunca habla del fútbol, ni de los toros, ni del tiempo que
hace. Cuando Gregorio habla, es para decir algo. Sólo por eso, algunos
creen que está un poco loco. Quien mejor comprende a Gregorio es
Virtudes, la cocinera. Al principio sólo era su ayudante, ahora ya es una
gran amiga.
- ¿Qué te pasa, Gregorio? Se te ve un poco triste hoy.
- No me pasa nada, Virtudes, tranquila. Es que anoche no dormí nada, y
estoy un poco cansado.
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- ¿Te quedaste despierto viendo el eclipse?
- Sí. ¿Cómo lo sabes?
- Yo también estuve un rato despierta, pero al final las sábanas tiraron de
mí hacia la cama.
- ¿No te pareció precioso?
- Sí. Precioso. La luna se ocultaba sólo para nosotros.
- Podrías haber venido a verlo a mi casa; tengo un catalejo bastante bueno.
- Gregorio...
- ¿Qué?
- Saca el arroz del horno, que ya debe de estar.
- Marchando.
Hace tiempo que Gregorio está enamorado de Virtudes, pero no se atreve
a confesárselo. Ella es algunos años más joven, y es una mujer preciosa, alegre
y bondadosa. ¿Cómo se iba a enamorar de un pobre camarero medio calvo?
Por las noches, cuando la tormenta azota las calles con su música,
Gregorio sube al tejado de su casa y se deja empapar por la lluvia que cae.
Cierra los ojos y puede ver a Virtudes besando sus labios, rozando sus manos,
acariciando su piel. Van en un tren hacia algún lugar perdido. Y son felices. Los
truenos susurran su nombre. Virtudes, Virtudes...
* * * * *
Todas las flores del mundo envidian la belleza de Virtudes.
Virtudes es dulce como el pastel de nata y suave como la melodía del Adagio
de Albinoni. Camina con la cabeza erguida y los pechos firmes, y se balancea con
una elegancia y un glamour que quita el sentido a quienes la ven pasar.
Virtudes tiene el cabello de azabache y los ojos de mar; su sonrisa es una
mariposa que se eleva más y más sobre las nubes de la mañana. Virtudes es un
sueño hecho realidad. ¿Quién no ha soñado alguna vez con Virtudes?
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Virtudes trabaja de cocinera en el bar de la plaza. Pela las patatas con
el mismo cuidado con el que cambiaría los pañales a un bebé, y bate el
huevo con la furia y la energía de un tornado. Virtudes huele a rosas, a
aceite de oliva y a pan recién hecho. El olor de Virtudes es como el olor de
una despensa.
Virtudes tiene una pequeña caja escondida en su armario. En ella guarda las propinas, y los aguinaldos, y todo lo que consigue ahorrar. Hay siete
años de esfuerzo custodiados en esa caja. Dentro de poco, cuando por fin
reúna el dinero suficiente, Virtudes cogerá el tren y se irá a la capital, a estudiar interpretación. Quiere ser actriz. Y no le importa fracasar en el intento.
Sólo quiere intentarlo. Virtudes tiene muchos defectos, pero ninguno de
ellos es la cobardía.
Virtudes se mira todos los días en el espejo. A veces charla con ella misma.
Nunca viene mal un poco de fantasía.
- Hola Virtudes.
- Hola Virtudes.
- Hay que ver lo guapa que estás hoy, Virtudes.
- Muchas gracias, Virtudes; me vas a sacar los colores.
- ¿Te ha llegado alguna nueva oferta?
- Pues sí; fíjate tú que sí. Me ha llegado el guión de una película de amor.
Quieren que la protagonice junto a Harrison Ford, pero no sé yo si estaré a la
altura de las circunstancias.
- Pues claro que estarás a la altura, tonta. Seguro que triunfas en Hollywood.
- ¡Ay, calla! ¿Cómo me voy a ir yo a Hollywood? Yo no sabría vivir sin mi
tortilla de patatas de cada día...
Virtudes sueña despierta sin estar dormida y duerme de noche aunque no
tenga sueño. Virtudes mira siempre hacia delante y nunca se asusta por lo que
pueda pasar; a Virtudes sólo le atemoriza lo que nunca sucedió.
Virtudes salta de sueño en sueño y tira porque le toca. Ella mueve siempre
sus fichas, y no deja que nadie tire por ella. Virtudes será lo que será, pero siempre será lo que ella quiera.
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Su madre teme por ella; teme que fracase, teme que caiga, teme que no
se pueda volver a levantar. Pero Virtudes corre con los ojos cerrados, y no le
importa lanzarse en picado contra un muro. Y, si se golpea, ya encontrará el
modo de pasar. Virtudes no tiene miedo. Virtudes quiere vivir su propia vida.
La señora Rebeca, la madre de Virtudes, quiere que ella se case y se quede
a vivir en el pueblo, igual que han hecho todos sus hermanos.
- Podrías seguir trabajando en el bar.
- Mamá, todavía soy muy joven. No quiero pasar el resto de mi vida pelando ajos y cebollas. Yo quiero ser actriz.
- No es fácil vivir de eso, Virtudes.
- Nunca he dicho que fuera fácil, pero es lo que quiero hacer.
- ¿Por qué no te casas y te compras una casa aquí, en tu pueblo?
- ¿Con quién?
- Pues con Gregorio, tonta. Todo el mundo sabe que pierde la cabeza por
ti. ¿No lo has notado?
- El señor Gregorio es mucho más mayor que yo, mamá. No digas tonterías. ¿Cómo va a estar enamorado de mí?
Virtudes nunca ha estado enamorada. Virtudes no sabe lo que es el amor.
Virtudes sólo sabe soñar. Soñar y soñar.
- Ya casi tengo el dinero suficiente para marcharme.
- ¿De verdad te quieres ir?
- Me voy mamá, antes que acabe el año.
- ¿Se lo has dicho ya a tu padre?
- Sí.
- ¿Y qué opina él?
- No opina, mamá. Ya sabes que papá nunca opina.
- Mi vida, no te vayas, piénsalo bien. No sabes cuánto me vas a hacer
sufrir...
- Tú siempre sufres, mamá, tú siempre estás sufriendo.
La señora Rebeca sigue hablando, envuelta en lágrimas, pero Virtudes
sólo oye el sonido del motor del tren que la llevará algún día al lugar donde
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habitan sus sueños. La señora Rebeca mueve los labios, pero parece un fotograma de una película muda.
* * * * *
Si de un desaliento surgiera el aire de una canción, ésa sería la canción de
la señora Rebeca.
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El avatar de un relato
JESÚS GUTIÉRREZ LUCAS
Tercer premio ex aequo
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Un relato en sí no es nada, tampoco lo es en do, y menos si se le reduce a
diez páginas. Entonces ¿qué es lo que de él se espera? Pues de eso se trata mi
atento lector:
Dudo que el ahora presente me lleve nada a la saca, y la razón pues muy sencilla, yo soy más dable a la poesía. Pero mira las cosas son así, la poesía se piensa
que es subjetiva, porque como hoy todo el mundo pretende ser Neruda, ya nadie
se preocupa de ponerle andamios al poema, total se acabaron los buenos edificios, esos rectos con ventanas parejas, y de colores a juego. Ahora mismo podría
ponerme a recitar, que cómo no lo pondré en pequeñas filas, bien puedes pensar
que es prosa. Sí, los hay que me dirán, pero –“¡el ritmo!, esto marca mi poema”.
Ante lo cual nada alegaré no sea que me caigan encima todos los hoy metidos a
poetas güeros. No estaría de más leer lo que de ellos dice Quevedo.
Bueno ya hemos visto por qué este concurso no es de poesía, pues hoy en
día pocos la leen y menos la escriben. Por tanto si se hacen concursos es obvio
que los ganará quien más empeño ponga, porque o el versículo no se entiende
o la rima hace rato que estorba.
Estoy en la página uno, y todavía tengo que rellenar algunas más, como habrás
visto. A ver, ¿qué se pueden decir en nueve páginas a doble espacio por una sola
cara? Ahora quedaría bien poner una carita de esas de messenger, estas que nos
salvan de hablar cuando nada tenemos que decir, pero creo que no es el caso. ¡Ah
sí!, contaré lo que me ocurrió en un concurso anterior y de ahí muchos vais a comprender gran parte de lo expuesto y de lo que me quede por decir después.
Era en la tarde y se nos hizo pronto, en un lugar que no conocíamos y eso
que nada más llegar nos escupía con su gran nombre: Teatro Principal de X. No
nos dejaron entrar, cómo no. Cuando el suelo sufría abundante calvario por la
erosión que nuestros pies ejercieron sobre el asfalto, una amable señorita nos
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permitió el paso. Dieron los protocolos, que en vez de tantas palabras vanas
podrían hablar del estado de las coles, y de esta manera ser protocoles, pero
digamos que hay monsergas que sólo el ganador se atreve a tragar.
Yo andaba medio ilusionado, con mi relato de corte alegórico, diciendo más
cosas de las que aparentemente resaltaban, basándose en hechos reales, pero
con los tintes que exige la prosa, porque como decía Valera una cosa es la calle y
otra cosa es la estética. Sin más demora, se dijo el nombre del 3er relato premiado; subió un muchacho y tuvo que leer todo el mondongo, porque otro nombre
no le sé dar. A lo cual me doy ahora cuenta que cuanto más breve sea, mejor, aunque como sé que esto no va a ganar, creo que para el deleite o fastidio de los jueces no importa si me alargo un tanto más. La historia de este muchacho trataba
de unos niños que se iban por ahí, y la abuela se preocupaba y había un monstruo. El monstruo era el relato, que no era lo mismo, y los espectadores los sufridos niños que agonizábamos de desencanto ante tan aplastante narración.
Cuando terminó, hubo en mi faz un destello de alegría, si así de malo era
el tercer premio, lo mismo el siguiente era el mío. Craso error, primer apunte
para ganar un concurso de relatos, ¡nunca ser breve!, éste no lo fue y por su
empeño le premiaron. Seguro que otros más elaborados por carecer de largarias, no fueron seleccionados.
El segundo premio, fue para un chica de un pueblo muy lejano que no
había podido asistir precisamente por ese motivo. ¿Nunca os habéis preguntado qué pasaría si ganaseis el premio de un concurso que pille a más de un tiro
de piedra de casa? Pues ya lo sabéis, no vais y punto, y el dinero pues a la saca.
Nada puedo opinar de este relato, porque todos suspiramos aliviados, ya que
nadie quiso leerlo, ¿por qué esas caras de alivio entre los circundantes? ¿Qué misterios esconden los concursos? ¿Hay en verdad ganadores, o es todo chanchullo? La
verdad está ahí fuera, o al menos eso decían detrás de estas preguntas sin respuesta.
And the winner is…( siempre me pregunté cómo se escribía esto en inglés,
pasados los años y bajo fuerte presión idiomática lo aprendí). Pues ganó un
alguien que ya sabía que iba a ganar ja ja (con sarcasmo), ya me podían haber avisado de que no había ganado para no ir, lo tendré en cuenta para la próxima.
(Señores si no me decís nada, no penséis que voy a ir a ver quien recoge los euros).
Bueno volviendo a lo que prima, ganó un muchacho que no se por qué todos
conocían. Y leyó un texto tan anquilosado, que en vez de palabras parecía que
degustaba ladrillos, tanto mimo en el detalle, tanto reposo en la fisonomía, tanto
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esmero en la descripción, tanto sueño que me entraba, tan poco argumento que
me daba, tantas ganas de largarme de ahí... ¡Era horroroso! ¡Claro que no podía
ganar!, yo había engalanado a mi relato con imágenes y ornamentos, pero con
una historia que contar, un mensaje que transmitir; pero me encontré con un
Quijote que comenzaba a galopar en su galgo rocín. ¡Qué desventura la mía!
Lo demás fue visto y no visto, mientras los unos se abalanzaban con denuedo
hacia los canapés, mi hermano dio toque de queda hacia la salida, nos sentíamos
como visitantes de otro planeta alucinando con las costumbres de los allí presentes.
Por tanto, de la recapitulación sacamos los siguientes puntos a tener en
cuenta: lo primero, escribir largo y tendido hasta desgastar la vista del jurado,
como terminan mal de la vista ya no saben si es bueno o si es malo; lo segundo,
ser foráneo, porque esto siempre da categoría inter-nacional al concurso; la tercera, ser enroscado en el uso y manejo del diccionario. Si juntas las tres, vamos
¡ganas seguro! Hay quien dirá que todo está amañado, pero eso forma parte del
pacto tácito que haces cuando aceptas las bases, es decir nunca se sabe.
Llegados a este punto, cuando los surcos de tinta han sementado palabras
en el papel, habrá quien se haya reído y quien me considere un cretino. Pero no
ha sido mi intención recitar un poema incidiendo en tener buen tino, porque al
final la moraleja resulta ser que no hay que abusar del tocino. Entiendo por tocino, ese trozo de carne de tan agradable trato y suculenta lectura, pero de tan
ingrata ingesta a nuestro raciocinio. Y habrá quien diga y opine, y en su derecho le dejo perpetuo, que lo aquí presente no merece ser ni llamado magro,
pero ante tal diatriba me honra mucho más tener el puesto mal montado, que
no vender mercancía porcina para insufribles estómagos.
No es mi orgullo ser un sátiro como lo fue Luciano, aunque algunos al leerme
dicen que Aristarco me abriría las puertas de su casa encantado. Sólo he pretendido
hacerte pasar un rato divertido, caro lector; como ya habrás otras obras antes leído
que esto trozo de papel mal cosido, no me tengas en cuenta la poca forma de lo que
aquí he escrito, sino mira en el fondo y comprueba si no es verdad lo que he dicho.
Y sin ánimo de darle más coba a lo tratado, se despide el hasta ahora escribiente para no hacerle sufrir a mi pobre teclado, nueva lluvia de dedos encorvados.
VALE.
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El tren nunca para
JOSÉ Mª AMIGÓ
Tercer premio ex aequo
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“El tren nunca para aquí”, solía decir mi padre en vida. De él heredé mi
admiración por esas moles de hierros ardientes, que arrojan humaradas por
todas sus costuras. Y de él heredé también su puesto de guardabarreras, su
gorra con visera, su chaqueta de coderas brillantes y su farolillo. Se siente uno
importante, sí señor, con el uniforme azul, el silbato amarrado con un cordón a
la hombrera derecha y el distintivo de la compañía ferroviaria bordado sobre el
corazón, justo encima del bolsillo izquierdo. “Tu padre tiene empaque de general”, me decía mi madre con orgullo. Ella lo reemplazaba unas cuantas hora al
día para que él pudiera dormir, aunque sólo fuera un poco. Y las noches las
pasaba mi padre en vela, mirando las estrellas por la ventana, como si los trenes vinieran del más allá. Así que yo me crié aquí, ya ven, en este erial partido
en cuatro eriales por una carril de acero y un reguero de asfalto, sin más confines que el cielo desnudo y las nítidas siluetas de la lejanía. ¿Aquellos tejados de
calamina? Es el pueblo. Queda detrás del segundo recodo, bajando por la carretera. Nuestra techumbre necesita también un buen remiendo, agujereada por
el tiempo y parcheada como está, ¡menos mal que en este lugar apenas llueve!
Y a las paredes, desconchadas de pura desidia, les vendría bien una mano de
cal. Nuestra casa pertenece a la compañía del ferrocarril, también el cercado de
las gallinas, y es tan chiquita que, cuando mi padre quería estar a solas con mi
madre —ustedes ya me entienden—, me decía como si tal cosa, anda muchacho, vete a corretear por ahí que tu madre y yo vamos a echarnos una siesta. Y
mucho cuidadito con los alacranes, ¿me escuchas?, tengamos la fiesta en paz.
Y allá que me iba yo, a cazar mariposas gigantes, bueno, eso les decía a mis
padres, pero yo también les engañaba: en cuanto estaba lejos de la casa, corría
hacia las vías, acercaba la oreja a un raíl para asegurarme de que no venía ningún tren fuera de horario y entonces, desobedeciendo las órdenes de mi padre,
caminaba sobre él, balanceando los brazos en cruz para no caerme. Y jugando
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al equilibrista, proseguía hasta la curva, allá a lo lejos, donde parece que la tierra se abre, y escudriñaba el horizonte con la misma intensidad con que mi
padre miraba las estrellas, así, con la mano por visera, como los exploradores de
las películas, en busca de penachos de humo que, en mi imaginación de niño,
no delataban máquinas de hierro sino aventuras de carne y hueso. A lo lejos,
resplandeciendo bajo el sol, se divisaba el llano mientras una brisa cálida, de
olor distinto, ascendía sigilosamente por la barranca. Mi abuelo, que en paz
descanse, decía que los espíritus habitan en las hondonadas, así que yo oliscaba de cara al llano, con las ventanas de la nariz abiertas de par en par, por si
podía distinguir su catinga de chivo. Un silencio afilado y frágil como vidrio roto
me cortaba la respiración y paralizaba mis sentidos todos. Ni mariposas ni alacranes. Hasta el ferrocarril sesteaba a aquellas horas. A veces, a modo de ritual
de hombría, me tumbaba sobre el balasto desafiando el peligro de un tren ficticio que llegaba embravecido, humeante, sí, ya estaba llegando, los raíles silbaban, las traviesas temblaban, el rugido de su caldera ensordecía, ya sentía
fuego en el rostro y yo, impertérrito, seguía allí, echado sobre la grava, viendo
pasar el tren —la locomotora, la carbonera, los vagones— por encima de mi
cabeza. Sí, lo llevaba en la sangre.
Ahora tampoco para el tren, lo mismo que en tiempos de mi padre. Y
como en tiempos de mi padre, su paso llega precedido por la chicharra de la
alarma, cinco minutos antes. La seguridad es lo primero. Luego se ve el nubarrón de hollín. Si viene del llano, llega despacito, jadeando estrepitosamente en
medio de un infierno de vaharadas. Si viene de la cordillera, llega a galope tendido, se nota que va cuesta abajo el bribón. Así, cualquiera. A veces me saludan los maquinistas, a veces me saluda también algún pasajero, sobre todo los
que vienen del llano porque entonces les da tiempo a verme. ¿Saben?, yo quería de chico ser maquinista cuando fuera mayor. “¿Maquinista?” —rezongó mi
padre—. ¿Acaso quieres pasarte la vida de aquí para allá, como un alma en
pena? Nada de eso. Tú serás lo que yo te diga. Tú serás guardabarreras, como
yo y tu abuelo, y no se hable más”. Sí, mi abuelo, que en paz descanse, trabajó también para el ferrocarril, aunque apenas me acuerdo de él. Cuentan que
se quedó hecho una momia, sentado en su sillita de vigilante, sin que nadie se
diera cuenta —en aquellos tiempos, los trenes pasaban de tarde en tarde— y
ya no hubo manera de enderezarlo, así que lo enterraron con la silla y todo. A
eso se le llama morir con las botas puestas, ¿no les parece? Y aquí me tienen,
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la tercera generación ya, viendo pasar el tren un día tras otro, sin faltar uno solo,
ni siquiera durante guerras o revoluciones, que de todo hemos tenido en esta
parte del mundo, aunque no se lo crean. Por una vez me gustaría ver esta soledumbre, esta desconsolada paramera, desde ahí arriba, junto a la ventana, con
la nariz aplastada contra el cristal, como esos niños que a veces veo pasar fugazmente. Me imagino que debe ser como ir montado en carreta, pero más rápido y mucho más señorial. Quizá me marease y me entrara la vomitera, ¡figúrense cómo iba a poner el vagón! Perdido. Recuerdo haber visto en una película
hace ya años, cuando aún venía Rufino con el cinematógrafo al pueblo, a una
señorona de ciudad, toda volantes y lazos, que viajaba en tren y tomaba café
negro sobre mantel blanco y comía y platicaba y yo qué sé cuantas cosas más,
todo en el tren, palabra, lo mismo que si estuviera en su casa. “Pura mentira
—dictaminó mi padre—. No te fíes del cinematógrafo ni de Rufino. Mentiras
no más”. Mi padre estaba amargado, creo. Aunque Rufino quizá también porque dejó de venir; espero que no se haya muerto.
Aquí nunca pasa nada. Aun los sucesos más imprevistos, como el traqueteo de un tren especial —así se llaman los no circulan con horario fijo— o los
quiquiriquís a deshora de los gallos, forman también parte de la monotonía
cotidiana, que todo lo engulle, hasta las rocas más duras. La verdad es que no
sé qué estoy haciendo aquí, si lo que yo quería es ser maquinista. Mi padre
tampoco sabía qué carajo se le había perdido en esta remota encrucijada, aunque ignoro qué oficio hubiese preferido. “El día menos pensado paro el tren y
me largo en él, ¿apostamos?”, amenazaba, fanfarroneaba, soñaba mi padre
cuando se le resquebrajaba el ánimo. ¿Y a quién no se le resquebraja el ánimo
alguna vez? Pues entonces. Pero nunca lo hizo, no señor, al lado mismo de la
casa lo enterramos, sí señor, ahora mismo estoy viendo su tumba, detrás del
cercado, pobre. “Su labor es la más importante que hombre alguno pueda
desempeñar —me largó el representante de la compañía del ferrocarril cuando
me nombraron sucesor de mi difunto padre—: salvar vidas humanas”, como lo
oye. ¡Ahí es nada! Desde aquel día, en cuanto suena la alarma, me abrocho la
chaqueta, me pongo la gorra y salgo a salvar vidas humanas con toda la ceremonia que el cargo exige: tiendo las cadenas, primero la más cercana, luego
cruzo la vía y tiendo la otro y, si veo acercarse algún automóvil o camioneta, le
hago señales con el banderín rojo —el rojo indica peligro—, sólo hago señales
a los vehículos motorizados, a los borricos no porque intuyen el peligro ellos
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solos, ¡menudos son los borricos para eso! La carretera no está muy transitada
que digamos, pero es la única en toda la región que conduce a la ciudad, ya
saben, allí donde vive la gente importante, la gente con dinero, la gente que
decide hacia dónde sopla el viento y si mañana lloverá. Aunque de nosotros ni
se acuerdan, por eso nunca llueve aquí, pero en la ciudad sí y bastante, lo decía
Rufino, el del cinematógrafo, que anduvo de joven por allí. Hace tiempo que
no lo veo, a Rufino, tal vez se haya muerto. En tiempos de mi padre, cuando
mi madre me llevaba de la mano a ver las películas que traía Rufino, miren que
es corto el trecho, no hay más que bajar por la carretera hasta el segundo recodo, pues aun así se me hacía eterno el viaje de puras ganas por llegar y sentarme delante de la pantalla. Claro que Rufino venía de tarde en tarde y cada vez
más tarde, hasta que dejó de venir el muy puñetero, no sé si de puro viejo o
porque se acomodó en la ciudad. En fin, en aquellos tiempos, cuando todavía
vivía mi padre, la carretera era de tierra y la mayoría de gente que por ella pasaba eran vecinos del pueblo que iban montados en sus animales o en sus carretas, nadie sabía a dónde, ni ellos mismos, pues, hasta donde alcanza la vista,
aquí no hay más que piedras calcinadas y espinos, esos que impregnan el aire
con su olor pegajoso. Más tarde comenzaron a pasar por aquí salteadores de
caminos, revolucionarios de cartucheras terciadas, milicianos con pistolones así
de grandes, contrabandistas de cuanto se pueda contrabandear, furtivos de la
justicia, chalanes, mercachifles, feriantes, también venía Rufino, ya saben, el del
cinematógrafo, de vez en cuando, en fin, gentes de muy diversa catadura, aunque yo como si tal cosa, que sonaba la alarma, les cortaba el paso, que no, los
dejaba pasar, palabra que nunca tuve nada que ver con ningún bando ni con
ninguna causa, lo juro por la memoria de mi padre. Eran tiempo difíciles aquellos, muy difíciles, ya lo creo. Nunca sabía uno si vería pasar el tren al día
siguiente. Nunca sabía uno quién lo mandaría al infierno, si un curita renegado, por traidor a la causa del pueblo, o todo un general de los de verdad, por
colaborar con los enemigos de la patria. Luego, cuando el polvo de perseguidores y perseguidos se hubo asentado un tanto, llegaron gentes de la ciudad,
gentes con lentes gruesas e ingenios mecánicos y, como quien dice, en un santiamén, en un abrir y cerrar de ojos, sepultaron el camino bajo una mortaja de
betún. “Venimos a matar el polvo”, dijeron los mismos que antes mataban
mujeres y niños, ¡qué ingenuos!, como si no hubiese más polvo en una brizna
de aire que balas en todas sus cananas juntas. Fue entonces cuando empezaron a circular vehículos a motor de todo tipo. “¡Al fin, el progreso!”, exclamó
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mi padre; mi madre le puso la mano sobre la frente por si deliraba. Aún hoy,
muchos de ellos hacen sonar sus bocinas antes de cruzar las vías de ferrocarril,
digo yo que lo harán para avisarme de su presencia. Si me conocieran sabrían
que no hay nada que escape a mi atenta mirada, tan atenta como la mi padre
cuando contemplaba las estrellas. Y, al cabo de algún tiempo, apareció también
el autobús que va a la ciudad, grandote él, grandote y destartalado, y que va
dejando una estela de humos negros como de locomotora. Un día baja y, al
siguiente, se vuelve al otro lado de las montañas, por lo menos, porque hasta
ellas se le puede seguir el rastro. Para buena vista, la mía. Pero el autobús tampoco para en el pueblo, el muy condenado. Da igual, ¿para qué? ¿Quién va a
querer venir aquí? Y, ¿quién de aquí va a querer montarse en esa otra mole de
hierro? Macaria se queja, aunque ella se queja de todo. Dice que, desde que el
autobús y toda esa vaina de coches pasan por aquí, las gallinas están mucho
más ariscas y los huevos saben a betún —¡si sabrá ella cómo sabe el betún!. A
todo esto, no les he presentado a Macaria: es mi mujer. Llegó un buen día montada en un burro, sola, nadie sabe de dónde ni ella quiso jamás decirlo, y se
quedó en el pueblo. Así, sin más. Llevaba el dolor marchito en el rostro y el olor
del miedo desparramado por los cabellos, eso dijo mi madre al verla, lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Y mi padre le regaló una gallina. “Cuídala y nada
te faltará”, profetizó mi padre. Tan cierto como el sol del mediodía. Para mí
tengo que esa tez amarillenta que tiene ahora Macaria viene de los muchos
huevos que debió comer entonces. Aunque no sé por qué les estoy hablando
de ella. Será porque es mi mujer.
A mí no me ocurrirá como a mi padre, palabra. Yo no pienso pasarme toda
la vida viendo pasar el tren para que un mal día, de repente, me echen al hoyo
y ahí te quedas, a criar alacranes, entre ágaves y chumberas. El representante de
la compañía me dijo que los buenos trabajadores son ascendidos, eso dijo,
ascendidos, lo repitió dos veces arrastrando cada letra, y yo, qué hinchado de
felicidad estaría que ascender y volar se me figuraron lo mismo.
Afortunadamente, Macaria es más lista que el hambre y me lo aclaró después.
“Piense Agapito —ése soy yo— que la compañía vela por usted noche y día, y
que deposita en sus manos una gran responsabilidad”. Desde entonces cumplo
mis obligaciones con esmero e intento ser un trabajador modélico. Siempre voy
limpio, rasurado, las greñas las domo con clara de huevo y cuido mucho mi uniforme, que es el único que tengo. La compañía tuvo el detalle de regalarme el
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de mi padre, aunque Macaria se encorajinó por tener que remendarlo de cabo a
rabo. Además, nunca me olvido de ondear mi banderín rojo de día ni balancear
mi farolillo de noche, como manda la ordenanza. Siempre estoy atento, pues un
día de estos, en el momento más inesperado, puede amanecer aquí el señor inspector o, sencillamente, pasar alguno de mis superiores montado en el ferrocarril y dar un mal informe de mí. No señor, no hay que bajar la guardia. No estaría nada bien que en un instante se arruinase todo mi futuro profesional, mi
carrera, ¿no creen? Uno es ambicioso, en el buen sentido de la palabra, y sabe
que después de la primera curva, allá en el horizonte, hay una segunda y una
tercera y, así, hasta llegar al llano. El ferrocarril es mi vida y con él estoy casado,
bueno, con él y con Macaria, claro. Macaria es muy comprensiva conmigo, aunque no entiende que yo quiera ser más que mi padre y que mi abuelo —¡mujeres! Ahora que, pensándolo bien, mi padre tampoco quería que yo llegase a ser
más que él. “¿A la ciudad? Allí, Agapito, los alacranes llevan sombrero y fuman
tabaco” y mi padre seguía mirando las estrellas. A mí, en cambio, sí me gustaría
que Agapito, mi hijo, se fuera a la ciudad. No sé. Es curioso, pero cuando el chiquillo se va a cazar mariposas gigantes, como yo hacía a su edad, siempre tira
hacia la montaña, no como yo, que siempre me iba hacia el llano. Será la mala
influencia de su madre. Más de una vez lo he visto caminando sobre los raíles y
miren que se lo tengo dicho y requetedicho: Agapito, te daré una tunda en el
trasero si te veo hacerlo. Pero ni por esas; ha salido cabezón como su madre o,
peor aún, como su abuelo. Mi madre lo baja de vez en cuando al pueblo, aunque no sé a dónde irá porque allí no hay a dónde ir, quizá lo haga para no aburrirse, quizá lo haga para dejarme solo con Macaria —ustedes ya me entienden—, pero no hacemos la siesta juntos, como hacían mis padres, o, mejor
dicho, yo no quiero distraerme por si se presenta de improviso el señor inspector, esta gente siempre están al acecho para arruinarle a uno la vida. “¡Diablos
con el inspector! —me grita enojada Macaria cuando está con la calentura—,
como si el pendejo ese no tuviera nada mejor que hacer que visitar esta cochambre de mierda”. Quizá no sea Macaria tan comprensiva después de todo.
“El tren nunca para aquí”, solía decir mi padre con la voz estragada por
el aguardiente. Ni tampoco el autobús. Al final, se obsesionó de tal manera
que un día, sin decirnos por qué ni por qué ese día y no al siguiente, se arrojó debajo del tren para detenerlo. Nunca he sabido por qué lo hizo, si nunca
quiso ir a ningún sitio que no fuera el firmamento. El autobús sí habría para-
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do; o no, ¿quién sabe? La gente esa de la ciudad tiene siempre mucha prisa;
de nosotros, ni se acuerdan. “Estás más grillado que tu padre”, me recrimina
Macaria cuando le digo que debía de estar loco para querer detener el tren, él
solo, sin ayuda y tan joven, con toda la vida por delante para disfrutarla. Pero,
claro, Macaria vino de más allá de las montañas, miren qué esbeltas se alzan
en el horizonte, igual que ella, ¡da gusto verlas! No llegó en tren, Macaria, porque, ya saben ustedes, el tren nunca para aquí, ni el que sube del llano ni el
que baja de las montañas, como tampoco paró para recoger a mi padre.
Macaria llegó a lomos de burro, con el dolor marchito ya en su cara de niña y
el olor del miedo desparramado por los cabellos, eso dijo mi madre al verla.
¿Qué habrá allá arriba, más allá de las montañas? Macaria nunca me ha contado nada... El tren del anochecer debería estar llegando ya. La verdad es que
no sé por qué les molesto con estas historias mías, pero de alguna manera hay
que matar el tiempo. Por cierto, ¿a dónde quieren ir ustedes? El tren aquí no
para ni nunca ha parado, ¿no lo sabían?
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Lo que más me asusta
RUBÉN BALLESTAR URBÁN
Seleccionado
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Damián, el hijo del herrero, siempre fue un chiquillo inquieto y movedizo,
profético y misterioso, obstinado y bastante tenaz. Por las mañanas, nada más
levantarse, corría al balcón medio desnudo y despeinado, paliducho y algo
enclenque, visionario y apostólico, y gritaba al pueblo entero sus nuevas revelaciones: ¡Arriba el individualismo y la libertad, abajo la opresión y la conciencia
colectiva!, decía con la boca abierta y las pupilas dilatadas, o ¡Mirad sólo hacia
delante, nunca a vuestro lado o a los demás, no busquéis fallos sino en vosotros mismos, intentad mejorar, buscad la bondad por el camino de la bondad
misma!, y cosas por el estilo.
Damián, el hijo del herrero, siempre fue un chiquillo huidizo y solitario, contradictorio y tremendamente variable, desconfiado y poco locuaz.
A Damián, el hijo del herrero, todos le tomaban por loco: ¿Has visto lo que
ha hecho esta mañana Damián, el hijo del herrero? ¡Ha salido al balcón
medio desnudo y despeinado, paliducho y algo enclenque, visionario y
apostólico, y ha gritado al pueblo entero sus nuevas revelaciones! ¿A ti qué
te parece? A mí me parece que ese niño anda flojo de entendederas, y
cosas por el estilo.
Damián, el hijo del herrero, siempre fue la comidilla de todos los vecinos
de la aldea: que si Damián viste diferente a los demás niños, que si Damián no
ríe como los demás niños, que si siempre está en las nubes, que si a veces parece ausente, que si tiene la cabeza llena de pájaros, que si dice cosas raras, que
si lee demasiado, que si patatín, que si patatán.
De Damián, el hijo del herrero, se contaban las historias más inverosímiles y enrevesadas, y las leyendas que giraban a su alrededor se amontonaban en la rumorología popular como una enorme montaña de trastos
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viejos y fascinantemente extraños; de él se decía, por ejemplo, que espiaba a las mujeres cuando éstas iban a bañarse al río, que comía tierra cuando nadie le veía o que sufría apariciones marianas las noches de luna llena;
algunos afirmaban que le habían sorprendido en varias ocasiones charlando amistosamente con uno de los árboles del paseo de la estación, y había
incluso quien aseguraba que sus pies eran palmeados y membranosos
como los de las ranas y los sapos. Aunque eran muchas las fábulas que la
gente se inventaba, yo no pude corroborar ninguna, y sólo puedo asegurar que Damián, el hijo del herrero, pensaba en voz alta cuando caminaba
solo por la calle mayor, se sentaba durante horas junto al río las tardes de
primavera y jugaba a contar las estrellas cuando la noche se presentaba
despejada.
Damián, del hijo del herrero, tenía todo lo que necesitaba para estar
contento y le sobraban los comentarios y las miradas de los demás. A
Damián, el hijo del herrero, sólo le faltaba conocer a alguien que le comprendiera de verdad.
* * * * *
Damián llamó a mi puerta aquella tarde con la camisa hecha jirones y
el rostro cubierto de sangre, con los ojos rebosantes de lágrimas y una
enorme mancha negra en su inocencia infantil; lo sorpresivo de la situación
provocó mi vómito de palabras atropelladas: Damián, calamidad, ¿qué te
ha pasado?
Mis conversaciones con Damián se habían limitado hasta aquel momento a las rutinarias lecciones de geografía y de historia que repetía como un
papagayo desde hacía más de veinte años, a las acostumbradas preguntas y
respuestas autómatas y a las retahílas inacabables de ríos españoles y reyes
visigodos. Damián nunca molestaba en clase, aprendía todo lo que se le
enseñaba sin rechistar y sacaba notas mucho mejores que sus compañeros;
Damián se mantenía siempre al margen de peleas y discusiones, nunca mentía y acostumbraba a ser puntual.
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Damián me miró con ojos de gorrión herido y agitó su cuello para poder
hablar: Maestro, padre se ha vuelto loco.
* * * * *
Damián, el hijo del herrero, tenía también una hermana y una madre, dos abuelos y un perro pastor. Su hermana, menor que él, se llamaba Cándida y era oscura
como las aceitunas y vivaracha como los jilgueros; pasaba el día corriendo de acá para
allá, persiguiendo mariposas o libélulas o conejos o saltamontes, y no existía en el
bosque ser viviente que no hubiese desfilado por sus curiosas manos de muñeca.
Cuando paseaba por el pueblo, siempre cantaba alguna canción de moda, saludaba
a todos los vecinos con los que se cruzaba y nunca dejaba de enseñar su sonrisa con
aroma a flor silvestre, por lo que todos en la aldea la consideraban una niña educada y simpática, extrovertida y mucho más sensata que su pobre hermano.
Dolores, esposa del herrero y madre de Cándida y Damián, a penas salía
de casa si no era para comprar en el mercado o para oír la santa misa; alta y
desgarbada como todo su árbol genealógico, poseía en la mirada un abismo
oscuro de tristeza y desamparo que se remontaba varias generaciones atrás.
Dolores vestía siempre de luto, vendía a las vecinas los encajes de bolillos que
fabricaba con paciencia y lentitud y regaba dos veces al día los geranios de su
balcón. Que Dolores apaleaba con frecuencia a Damián era algo que todo el
mundo sabía pero que nadie se atrevía a mencionar.
Los abuelos de Damián se llamaban Anselmo y Antonio. A Anselmo, alto y desgarbado como su hija, se le conocía en toda la comarca como el Chepas, por la joroba amplia y majestuosa que alguna vez debió de cargar algún célebre antepasado;
el Chepas, sin embargo, gracias a dios o la genética, gozaba de una espalda lisa y
recta como un frontón, y de la malformación familiar sólo le quedaba el mote.
Antonio, como su hijo, también fue herrero de profesión, y de ahí el apodo tan poco
imaginativo; Antonio era un hombre recio y simpático, peludo y algo holgazán, que
en su juventud había dado mucho que hablar por culpa de su aireada afición al vino
tinto. Anselmo y Antonio, al enviudar a la par el mismo año, decidieron irse a vivir
juntos a la casa del primero por dos motivos muy sencillos: para no molestar a sus
respectivos hijos y para combatir en compañía el miedo a la soledad.
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Trabuco era el perro pastor de Damián; era un perro noble tanto por su
porte como por su comportamiento, cariñoso y avispado, bien educado y algo
presumido, que pasaba el día olisqueando el trasero a cualquiera que se acercara ligeramente a él; solía despertar a su dueño a lametazos, acompañarle al
colegio las mañanas de invierno y esperarle a la salida para regresar juntos al
hogar; le gustaba correr tras los gatos en la plaza del ayuntamiento y meterse
en el río a pescar. Trabuco era el mejor amigo de Damián, tal vez el único.
* * * * *
Maestro, padre se ha vuelto loco.
Senté a Damián en la silla de mimbre de la entrada y corrí a la cocina.
Cuando regresé con el vaso de agua, Damián temblaba como una pieza de caza
arrinconada y sus dientes entrechocaban con violencia. Bebió con avidez y pidió
más agua. Poco a poco fue recuperando el resuello. Froté con un paño mojado
su cara y su cuello hasta que no quedó rastro de sangre y comprobé, aliviado,
que su carne estaba limpia de heridas. Damián se dejaba hacer en silencio,
ausente, como un muñeco de trapo, y su respiración pesada e intermitente
parecía ser la única prueba de su presencia en mi casa.
Damián, ¿qué ha pasado? El niño seguía mirándome con desconfianza,
apretaba los puños firmemente y su boca se abría en breves espasmos. ¿Qué ha
hecho tu padre?¿De quién es la sangre? Su mirada vagaba, distraída, por toda
la estancia y algunas lágrimas escaparon de sus ojos enrojecidos y vidriosos.
Damián, tienes que contarme qué ha ocurrido. Pero Damián, trastornado, parecía no escuchar. Nervioso, le cogí por los hombros y lo zarandeé con ímpetu
hasta que la voz surgió del fondo de su garganta como una arcada agria y maloliente que nunca he podido quitarme de la cabeza: Padre se ha vuelto loco y ha
matado a madre y a Trabuco con una barra de hierro.
* * * * *
Aquella tarde fue recordada durante mucho tiempo como una de las tardes más trágicas de la historia del pueblo. La noticia corrió de boca en boca
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y de aldaba en aldaba, veloz, exacerbada, rotunda. La gente salía a la calle y
se arremolinaba en grupos para comentar el accidente, para dar su opinión o
para lamentarse de la pérdida de una de las vecinas más ejemplares de la
aldea (la que sólo salía de casa para comprar en el mercado y escuchar la
santa misa) o para compadecerse de los dos pobres chiquillos que habían quedado huérfanos de tan desventurada manera. Todos se santiguaban con
vehemencia y repetían una y otra vez las dos inevitables frases: no somos
nadie y dios la acoja en su lecho.
La guardia civil debió de presentarse en casa del herrero alertada por
algún vecino mientras Damián hablaba conmigo; el parte fue claro y conciso, un caso sencillo sin misterios y sin necesidad de arresto alguno: Dolores
de tal, de tantos años de edad y vecina del municipio cual, había fallecido
tras caer accidentalmente por las escaleras de su residencia habitual, encontrándose en ese momento sola en casa y no existiendo testigo alguno del
infortunio. Caso cerrado.
El entierro se celebró al día siguiente. Al cementerio acudieron sin
excepción todos los vecinos del pueblo, rigurosamente ataviados de
negro fúnebre como mandan las normas: Rosa, la panadera, acompañada de su marido y sus tres hijos; Juan, el fontanero, con su mujer la pastelera y sus dos hijos adolescentes; Sebastián, el carnicero; Josefa, la
curandera; Adela, la quesera y su marido Roberto; Adolfo, el médico; y
así hasta completar la lista de almas que formaban aquella pequeña
comunidad.
Muy cerca del sepulcro de tierra húmeda, Anselmo y Antonio se abrazaban sin disimular su dolor y su impotencia. A su lado, silenciosa y despreocupada, Cándida sonreía como de costumbre, ajena a la magnitud de los acontecimientos que no alcanzaba a comprender del todo. Detrás de ella, y con las
manos apoyadas en los hombros de la niña, el herrero lloraba lágrimas densas y gemía ruidosamente ante la atenta mirada de la congregación. Damián
se había escondido detrás de una tumba blanca y desde allí observaba la ceremonia en silencio, abstraído. La voz de Don Manuel, el cura, se elevaba entre
los cipreses y chocaba con las nubes que amenazaban tormenta. Cuando la
multitud se colocó en fila para dar el pésame a la familia de la muerta, el
herrero palideció repentinamente y cayó al suelo desmayado, para satisfac-
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ción de beatos y morbosos, dando buena muestra de su sufrimiento y su
desolación de nuevo viudo.
* * * * *
Damián, el hijo del herrero, siguió siendo un chiquillo inquieto y movedizo,
profético y misterioso. Por las mañanas, nada más levantarse, corría al balcón
medio desnudo y despeinado, paliducho y algo enclenque, visionario y apostólico, y gritaba al pueblo entero sus nuevas revelaciones: ¡Arriba la justicia y la verdad, abajo la mentira y el encubrimiento!, decía con la boca abierta y las pupilas dilatadas, o ¡Miradme a los ojos y atreveos a decir que no sois también culpables! ¡Maldito sea el síndrome de Fuenteovejuna!, y cosas por el estilo.
Damián, el hijo del herrero, siguió siendo un chiquillo huidizo y solitario, contradictorio y tremendamente variable. A Damián, el hijo del herrero, todos le tomaban por loco y siempre fue la comidilla de todos los vecinos de la aldea: que si
Damián viste diferente a los demás niños, que si Damián no ríe como los demás
niños, que si siempre está en las nubes, que si a veces parece ausente, que si tiene
la cabeza llena de pájaros, que si dice cosas raras, que si lee demasiado, que si nunca
va a misa, que si pasa demasiado tiempo solo, que si patatín, que si patatán.
De Damián, el hijo del herrero, se contaban las historias más inverosímiles
y enrevesadas, y las leyendas que giraban a su alrededor se amontonaban en la
rumorología popular como una enorme montaña de trastos viejos y fascinantemente extraños; de él se decía, por ejemplo, que rondaba el cementerio por al
amanecer, que hablaba idiomas extraños cuando nadie le veía o que conversaba con el fantasma de su madre la noche de Todos los Santos; algunos afirmaban que en su cara se veía a veces el rostro del diablo, y había incluso quien aseguraba que él había empujado a Dolores por las escaleras aquella fatídica tarde
de invierno y por eso su padre y él no habían vuelto a intercambiar palabra
desde el entierro. Aunque eran muchas las fábulas que la gente se inventaba,
yo no pude corroborar ninguna, y sólo puedo asegurar que Damián, el hijo del
herrero, acudió aquella tarde a mi casa llorando, con la camisa hecha jirones y
la cabeza cubierta de sangre, con los ojos rebosantes de lágrimas y una enorme
mancha negra en su inocencia infantil; que entre sollozos y vahídos pronunció
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la frase que todavía no he podido arrancar de mi conciencia: Padre se ha vuelto loco; y que nadie excepto yo echó jamás en falta a Trabuco, el mejor, tal vez
el único amigo de Damián.
* * * * *
Poco después de aquello solicité el traslado a mi tierra, lejos de la montaña y de ese aire frío y enrarecido que congela los corazones y los hace duros
como el metal, lejos del valle y de sus gentes, lejos de esa conciencia colectiva
y viciada que diluye las almas y las hace una. Las clases se habían convertido en
un castigo interminable, y Damián me observaba desde su rincón, callado, atento, lúcido, transparente. Sus ojos me acusaban y gritaban la verdad; su mirada
pesaba sobre mi cabeza y en mi espalda, mis manos temblaban cuando me cruzaba con él en la calle y respirar en aquel lugar empezó a resultar insoportablemente demoledor.
Uno no es del todo dueño de sus actos y no siempre es capaz de decidir por si mismo, ahora lo sé. A veces, cuando paseo por la playa, intento consolarme pensando que no sólo yo sabía la verdad, que el pueblo entero conocía los hechos, que el crimen era evidente, que todos callaron como yo, que
hicieron lo más fácil, lo más sencillo: seguir tomando a Damián por loco y continuar con sus vidas tranquilas e imperturbables, decentes y cristianas, sin pecados ni sobresaltos, como si no hubiese pasado nada; y olvidar. Sin embargo,
aunque así fuera, y seguramente así es como fue, aquí detrás, en mi espalda,
sigo notando a veces los ojos de Damián, clavados, punzantes, llorosos y doloridos, como si el tiempo y la distancia no importaran, recordándome que yo
también callé, que yo también fui el herrero aquella tarde. Otras veces, sin
embargo, paso semanas enteras sin acordarme de Damián, sin preguntarme
qué habrá sido de él, sin sentir su presencia aferrada a mi nuca, y hago lo más
fácil, lo más sencillo: continuar con mi vida tranquila e imperturbable, decente
y cristiana, sin culpas ni sobresaltos, como si no hubiese pasado nada, y olvidar.
Eso es precisamente lo que más me asusta.
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Desde Eritrea
JUAN CARLOS MORENO SELLÉS
Seleccionado
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Caía la noche cuando se detuvieron los vehículos que nos estaban trasladando desde el aeropuerto hasta el inhóspito paraje en el que situaba el colector de
aguas residuales. La temperatura era agradable, comparada con el auténtico
bochorno que se sufre en estas latitudes en las horas de plena incidencia del sol.
Mientras mis compañeros empezaron la ardua tarea de descargar el extenso equipaje que nos acompañaba, con mucha precisión y cuidado dada la sensibilidad de gran parte del material, me puse en contacto con el técnico de mantenimiento local, el cual me relató en italiano cómo habían descubierto casualmente el falso muro que ocultaba la entrada al corredor donde había aparecido la puerta misteriosa.
Parece ser que a raíz de unos trabajos de reparación y mantenimiento del
colector, al intentar colocar unas sujeciones metálicas en un muro, éste se vino
a bajo, mostrando que su robustez real no se correspondía con la apariencia
externa que presentaba. Al inspeccionar ocularmente la zona, descubrieron que
a unos cuatro metros de la base del muro, al final de un pequeño pasillo, se
encontraba situada una robusta puerta sin cerradura externa, la cual por su
apariencia parecía estar realizada en un acero de extraordinaria pureza, en la
que destacaban unos inquietantes emblemas que rápidamente identificaron.
Valorado el hallazgo, la autoridad local decidió informar a los organismos
internacionales competentes en la materia, para que decidieran qué acciones
emprender. Así fue como se informó a la UNESCO, organismo de la ONU al que
pertenece la agencia para la que trabajo, la cual se dedica oficialmente a la catalogación y conservación del patrimonio histórico mundial, aunque en la práctica está considerada como una agencia sombra, al disponer de carta blanca para
velar por los intereses comunes sin respetar en muchos casos los derechos de
soberanía y territorialidad de los descubrimientos.
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Quedan muy lejanos los tiempos en que fui reclutado en mi campus universitario, tras la presentación de mi tesis doctoral sobre el desarrollo de la catalogación de los fondos epigráficos y paleográficos desde sus primeros hallazgos. Tras
un largo periodo de formación, empecé a desarrollar mis funciones en condiciones poco convencionales, ya que en este trabajo no conoces a tu superior, desconoces la denominación de la agencia, únicamente dispones de una PDA en la que
recibes por e-mail las instrucciones y de una tarjeta bancaria con crédito ilimitado
a nombre de una empresa de exportación de flores exóticas con sede social en el
sureste asiático, de la que cobras mensualmente tu suculenta nómina.
A lo largo de estos años, he realizado todo tipo de investigaciones de
mayor o menor relevancia. La última más destacada la llevé a cabo hace unos
años en Afganistán, la cual desgraciadamente no terminó satisfactoriamente al
resultar los grandes Budas de piedra dinamitados por esos integristas denominados talibanes que los consideraban anti-islámicos.
Una vez descargado el equipo, nos dispusimos a introducirnos en el colector para inspeccionar sus condiciones, comprobando que se trataba de un antigua instalación realizada durante la época colonial italiana del país, con galerías construidas con ladrillos de adobe y sin ningún tipo de iluminación, inconveniente que subsanamos gracias a la utilización de una serie de focos autónomos
de xenón que nos proporcionaban una luz de gran intensidad y definición.
Fuimos avanzando por el colector guiados por el técnico de mantenimiento hasta el punto en que se encontraba el falso muro, contemplando los cascotes que habían quedado esparcidos tras su derrumbe. Una vez nos adentramos
por el corto pasillo, nos deslumbró el reflejo de nuestras potentes luces al incidir sobre la grandiosa puerta de acero. Impresionaba ver la perfección que se
levantaba ante nosotros a la que no le había afectado el paso del tiempo, la cual
parecía no haber sido fabricada por la mano del hombre, a no ser por los dos
símbolos que lucía en relieve sobre el mismo acero, con la esvástica nazi sujetada por las garras de una gran águila imperial.
Pronto desplegamos los equipos para estudiar de qué forma se podía conseguir abrir aquella puerta que, por su robustez y por su diseño, que únicamente permitía bloquearla desde el interior, hacía nada fácil la empresa.
Mientras mis compañeros empezaron a analizarla utilizando modernos sistemas de rayos X para situar los puntos de anclaje, decidí inspeccionar los alre-
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dedores para tratar de descubrir el mensaje que aquellos imperfectos ladrillos
podían transmitirnos.
Mi mente empezó a imaginar qué podía esconderse tras esa puerta, dado
que a los nazis, tal como he leído y estudiado a lo largo de muchos años, les
apasionaba el mundo de lo esotérico, de lo místico y de lo enigmático. Mi intuición me decía que detrás de ella se escondía algo importante y me desconcertaba el no saber qué exactamente. ¿Sería un depósito de oro o de armamento?
¿Sería algún tipo de instalación militar secreta de experimentación? ¿Sería el
último refugio de Hitler, del que existían teorías que defendían que no se había
suicidado en 1945 en su bunker, sino que había huido a un destino desconocido, que muchos vaticinaban que podía tratarse de Argentina, pero quien sabe
si podría tratarse de este lugar?
Me informaron que ya se había localizado el mecanismo de cierre de la puerta y que iban a empezar a seccionarlo mediante rayos láser de última generación,
para lo cual se iba a establecer un perímetro de seguridad, debiendo retroceder
todos los que no estuviésemos implicados directamente en la operación.
Era fascinantes contemplar el buen hacer de estos profesionales a la hora
de dirigir los láseres a la zona de corte. Estos individuos, a los cuales no conocía, los habían seleccionado como a mí en su momento, haciendo creer a sus
familias que pertenecían a divisiones de internacional de grandes multinacionales, trabajo que les obligaba a viajar frecuentemente por todo el mundo a cambio de suculentos ingresos.
En poco más de una hora, consiguieron anular los múltiples bloqueos de
la portentosa puerta. Paso seguido, decidimos apostar a dos hombres del grupo
encargados de garantizar la seguridad de la operación en las cercanías de la
puerta, abriéndonos paso hacia el interior los demás.
Era una construcción que difería completamente de las que habíamos contemplado en el colector. Para su realización se habían utilizados grandes bloques de sillería magistralmente tallados, que encajaban perfectamente como las
piezas de un puzzle. A diferencia de los corredores exteriores, este pasadizo sí
que estaba dotado con un sistema eléctrico de iluminación, aunque no nos atrevimos a conectarlo, al desconocer por un lado si estaría operativo al cabo de
tanto tiempo y por otro de dónde podrían alimentarse de electricidad, temien-
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do que su fuente de alimentación pudiese ser nuclear, campo en el que lograron grandes avances los científicos alemanes.
Avanzábamos lentamente. Aparte de iluminar con nuestros focos la galería,
teníamos en todo momento monitorizados los trescientos metros que nos antecedían, controlando tanto la temperatura, el nivel de radiactividad, la calidad del aire,…
Tal como nos adentrábamos, íbamos descendiendo a través de una pendiente de suave inclinación. A cada tramo de unos doscientos metros, nos
encontramos con esvásticas grabadas en la misma piedra, por lo que dedujimos
que formarían parte de algún sistema de localización.
Al cabo de unas tres horas de descenso, cuando según nuestros cálculos
habríamos recorrido unos mil ochocientos metros, llegamos a una zona donde
se ampliaba la galería formando como una pequeña replaza, en cuyo centro se
ubicaba una efigie de Adolf Hitler a tamaño real realizada en oro macizo, la cual
se encontraba situada sobre un pedestal de granito oscuro pulido.
Decidimos a pesar del cansancio que llevábamos acumulado al cabo de
estas horas de marcha, continuar adelante sin realizar descanso alguno para
reponer fuerzas, creo yo que inducidos por nuestras ansias por descubrir adónde llegaba esta misteriosa galería.
Después de una hora, nos encontramos con otra replaza, esta mucho más
amplia que la anterior, la cual presentaba muy a nuestro pesar cuatro derivaciones del camino principal, dos a cada lado de una gran estatua del águila imperial sosteniendo el escudo nazi, sobre la que se podía leer una leyenda que
decía: “Ella nos guiará tanto en este mundo como en el del más allá”.
En un lateral de la replaza, se situaba lo que parecía ser como un mirador
o ventana grande, incomprensible por las profundidades en que nos encontrábamos. Decidimos hacer un alto en nuestra marcha y reponer fuerzas, necesarias para rastrear las cuatro variantes del camino hasta dar con la correcta.
Con la luz que emanaba de nuestros focos ubicados en la replaza, no se
llegaba a apreciar qué se escondía tras el grueso cristal del mirador situado a
nuestro lado al que después de décadas se le había anexado un filtro natural de
espeso polvo. Decidí mientras devoraba unas barritas energéticas, indagar ayudado de mi linterna de mano. Gracias a una disolución química que me facilitaron, pude aclarar la suciedad del cristal rápidamente.
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Una vez que iluminamos con un foco el interior, comprobamos horrorizados
que ante nosotros aparecía un recinto parecido a una terma romana, con arcos
de piedra laterales y un gran receptáculo cuadricular central, en el interior de la
cual se amontonaban una cantidad incalculable de huesos humanos, cientos,
miles. Por algunos objetos que se podían distinguir entre las montañas de huesos,
pudimos deducir que muchos fueron soldados de infantería de las tropas inglesas, al aparecer gran cantidad de esos cascos metálicos que los caracterizaban, los
cuales presentaban cierta similitud con las antiguas bacías de los barberos, objeto que inmortalizó Cervantes en su Quijote. Sorprendentemente también se podían encontrar los famosos cascos que utilizaban los soldados alemanes, lo que
daba a entender, que al igual que ocurrió milenios atrás en Egipto, la mano de
obra utilizada para la construcción de estas instalaciones, una vez finalizadas, fue
encerrada en ellas para salvaguardar así el secreto de su ubicación y diseño.
El hecho de que el cristal presentara un nivel de aislamiento total respecto
al interior, nos aventuró a pensar que dicho recinto podía haber sido utilizado
como cámara de gas para exterminar a estos pobres, es más, quien sabe sí todavía ese gas se encontraba disperso en la atmósfera del interior de la cámara hermética. Incluso alguien se aventuró a afirmar que posiblemente los gritos de
horror que emitieran estos hombres al morir podrían haber quedado atrapados
en la cámara, esperando ser liberados en el momento de abrirla.
Decidimos seguir adelante y mientras cada uno recogía su equipo asignado, empecé a pensar qué sería del mundo actual si Hitler, cegado por sus ansias
de ambición no hubiese roto el tratado de no agresión firmado con la URSS
antes del estallido de la guerra y no hubiese intentado invadir al gigante ruso.
Quizás, la ideología nazi regularía actualmente todas nuestras vidas, y muchas
generaciones habrían nacido sin contar con las palabras democracia, libertad,
igualdad o tolerancia en sus diccionarios escolares.
Empezamos por explorar la galería situada más a la derecha de la estatua,
comprobando que se convertía en una bifurcación mayor de pasadizos que terminaban llevándonos a la replaza principal. Lo mismo nos ocurrió con las otras
tres entradas, terminando al cabo de unas cuantas horas extasiados en el mismo
punto de partida. Decidimos ante tal decepción, pararnos a pensar qué podíamos hacer, ya que el rastrear todas las combinaciones posibles se antojaba
como una opción impensable, dado el gran número de galerías.
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Permanecimos en la replaza reponiendo nuevamente fuerzas, mientras
esperábamos encontrar una solución al problema planteado. En esos
momentos, me vino a la memoria la leyenda que aparecía en la parte superior de la estatua e intenté buscarle un nuevo sentido a la frase. Se me ocurrió una posibilidad que aunque descabellada tenía sentido, al cumplirse lo
que sentenciaba la frase: “Ella nos guiará tanto en este mundo como en el
del más allá”. Comprendí que el más allá era algo indefinido, por eso podía
aplicarlo a lo que se encontraba detrás de la estatua, es decir, las cuatro galerías. Por tanto sería la estatua la que iba a indicarnos el camino e imaginé
cómo podría hacerlo:
Contando con la desviación que según mi hipótesis se producía a pocos
metros del inicio de la galería, únicamente podía tratarse de la puerta más situada a la izquierda, por lo que decidimos hacer caso a mi corazonada y seguir la
trayectoria que nos marcaba la descomposición de la esvástica, una decisión
desesperada para una situación una desesperada.
Tras recorrer dicho trayecto dimos con otra puerta acorazada, pero esta vez
mucho más vulnerable que la anterior, que nuestros expertos no tardaron en
desbloquear. Una vez la traspasamos, nos encontramos con una amplia estancia decorada con elegantes columnas de topacio verde. En uno de los laterales
se encontraba un gran banco de mármol blanco a efectos de mostrador, tras el
que se situaba una puerta de madera noble. Al otro lado de la estancia aparecían dos grandes puertas decorada con elementos de oro macizo y que para
nuestra sorpresa, se podían abrir manualmente, al no estar bloqueadas desde
dentro.
Acordamos depositar todo el equipo en la gran sala de las columnas y formar un pequeño grupo para inspeccionar lo que escondían ambas puertas,
empezando por la más pequeña que quedaba detrás del mostrador.
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Tras las comprobaciones previas pertinentes realizadas con nuestros equipos electrónicos, abrimos la puerta y nos introdujimos en lo que parecía ser una
zona de uso para el personal encargado del cuidado de las instalaciones. Era
una estancia bastante grande, amueblada con mesas, sillas, literas, librerías con
libros,… y cubierta por una gran capa de polvo. Me llamó la atención una
pequeña mesa que se encontraba junto a la entrada, sobre la que había depositado lo que me pareció un libro abierto, pero al acercarme y retirar el polvo
que lo cubría, descubrí que se trataba de un diario de campo, según se indicaba en la portada escrita en alemán, junto a un escudo de las SS grabado a
fuego. Ojeando por encima el diario, me sorprendió ver que la última anotación
llevaba fecha del cuatro de marzo de mil novecientos cincuenta y ocho, es decir,
trece años después de la derrota de los nazis.
Ahora únicamente nos faltaba saber quién o quiénes habían permanecido
todo ese tiempo en estas instalaciones subterráneas y es más, qué había sido de
ellos. La respuesta vino a nuestro encuentro rápidamente, ya que tras abrir varias
puertas de la estancia que limitaban distintos espacios dedicados a almacén, cocina,
servicios, y bodega, dimos con lo que podríamos considerar una morgue, donde
encontramos tres esqueletos, los cuales dedujimos que pertenecían a tres oficiales
de las SS por las insignias de sus uniformes, a los que el rigor mortis les sorprendió
realizando el saludo nazi con el brazo levantado, mientras que en el otro brazo sostenían su arma reglamentaria. Parece ser, según leímos luego en el diario, que el último que sobrevivió, cuando sintió que la muerte le acechaba, decidió salir al paso de
la eternidad de forma digna, ingiriendo una dosis de letal veneno.
Contemplando estos tres esqueletos, me pregunté qué podía haber movido a esos jóvenes alemanes, en la mayoría de los casos con buena formación
académica, a llegar hasta el fin de sus días manteniendo la fidelidad a su Führer,
a ese actor fracasado al que los camisas negras juraban obediencia hasta la
muerte en su nombramiento como SS, y que el anillo de honor con forma de
calavera se encargaba de recordárselo diariamente.
Una vez reconocida toda la estancia, regresamos a la amplia sala de las columnas donde se encontraba el resto del equipo, para desde allí, aventurarnos hacia la
última puerta que nos quedaba por traspasar. A todos nos embargaba una sensación mezcla de intriga, nerviosismo y ganas de finalizar la indagación por este
extraño lugar. Yo no sabía exactamente lo que nos iban a depara los siguientes
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minutos dentro de la última estancia, pero fuese lo que fuese, tenía claro que sería
algo muy importante, algo que valiese todo el esfuerzo de construcción de esta
faraónica obra, algo que valiese la vida de muchos hombres y especialmente de
tres fieles oficiales del cuerpo de seguridad personal de Hitler.
Las grandes puertas se abrieron de forma suave y acompasada con un ligero empuje de dos hombres del grupo. La luz de nuestros focos fue iluminando
progresivamente el interior de lo que parecía ser un extenso habitáculo cuyo fin
no lográbamos vislumbrar.
Realmente la estancia era espectacular. Su diseño recordaba a una catedral
de estilo gótico, con distintas naves laterales que confluían en una central más
amplia y espaciosa. Una vez que empezamos a adentrarnos en la nave central,
entre sus espectaculares columnas con trabajados capiteles, descubrimos que la
finalidad de esta construcción era albergar ciertos objetos depositados en
ambos laterales de la nave, para lo cual se habían construido como espacios
acotados por columnas, los cuales presentaban una decoración uniforme.
Decidimos empezar nuestra andadura alrededor del perímetro de la construcción por el lado izquierdo. En pocos minutos, ese escepticismo que tanto
había desarrollado a lo largo de mi vida profesional, se tambaleó en sus cimientos, ya que a cada paso que dábamos nos encontrábamos con objetos y reliquias inimaginables, los cuales estaba seguro que la datación por carbono
catorce demostrarían su autenticidad.
Dentro de la gran variedad de tesoros que aparecieron, podría destacar un
Código de Hammurabi, una mesa que podría corresponder a la famosa del Rey
Salomón, algunos cálices antiguos, tablillas de barro con escritura cuneiforme
sumeria, bastones de mando, antiguos anales egipcios, … y entre ellos el que
más me sorprendió, siendo conciente el interés que siempre manifestó Hitler
por ella, fue la “Lanza de Longinos” , resto de la lanza de aquel soldado romano con la que atravesó el cuerpo de Cristo. Estaba seguro que con este hallazgo se confirmaría el cambiazo que habían realizado en el último momento los
nazis a dicha reliquia, siendo la que encontraron los americanos cuando conquistaron la ciudad de Núremberg, una burda falsificación.
Continuamos avanzando a lo largo de la nave, hasta que nos encontramos
un estrecho acceso abierto en la pared desde el que se accedía a una reducida
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escalera. Sobre dicho acceso se situaba una gran losa con unos extraños símbolos que ninguno supimos descifrar, aunque a todos nos dio la impresión de que
se trataba de una advertencia para curiosos.
Opté, visto lo reducido del acceso, subir sólo y averiguar dónde desembocaba esa misteriosa escalera, mientras que los otros dos miembros del equipo
seguían adelante en el reconocimiento de la nave.
Empecé el ascenso sujetándome con ambas manos a las paredes, ya que
la escalera en cuestión ascendía circularmente y por su estrechez, preferí evitar
cualquier resbalón que me hiciera retroceder de forma accidental. Cuando llevaba unos sesenta escalones, llegué a un rellano desde el que se accedía a un
umbral cerrado por una espesa tela oscura de la que desconocía el material con
la que estaba confeccionada. Aparté con mi mano la tela para poder acceder al
interior de una pequeña estancia. Tras una breve observación, comprobé que
tanto en las paredes como en el techo aparecían toda una serie de símbolos
extraños similares a los que ya había observado previamente en la losa del acceso, los cuales, por su extraña apariencia, pensé que corresponderían a algún
tipo de lengua muerta.
Llamó mi atención un gran pedestal esculpido en mineral negro que estaba situado justo en el centro de la habitación, y que probablemente sería de
magnetita, mineral considerado esotérico debido a su magnetismo. Sobre dicho
pedestal, se situaba una gran caja de madera oscura, con dos asas de bronce
en sus laterales y con extrañas inscripciones pirograbadas en su exterior.
Los nervios hicieron temblar mi mano cuando la dirigí hacia la cubierta de
esa caja de tacto extraño. Cuando la conseguí abrir totalmente, me cegó una
fuerte luz blanca que emitió desde su interior, entre la que pude apreciar la
sombra de algo inimaginable. Únicamente tuve tiempo para pronunciar una
breve frase: ¡Dios mío, entonces sí que era verdad!
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Mater dolorosa
JESÚS CANO MARTÍNEZ
Seleccionado
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Llamé a la puerta con tres golpes de la mano de bronce dorado que el
primo Casto mantenía tan limpia y brillante, y tras un breve intervalo de silencio al otro lado, volví a llamar sin que, de nuevo, obtuviera respuesta alguna.
En la calle, el sol en su cenit quemaba las cabezas y, reverberando sobre el viejo
adoquinado, parecía sacar fuego del suelo, distorsionando las imágenes callejeras como reflejadas en un espejo roto en mil añicos. Dentro, el silencio; un
frescor como de aljibe. En este ambiente sombrío, los objetos adquirían formas
caprichosas, matizando sus contornos al fundirse contra las paredes y muebles
dispuestos con exquisito orden, por el primo Casto, encargado general de tal
Sancta-Sanctorum; las paredes llenas de cuadros de todas las épocas del pintor de la familia.
Me disponía a visitar a tía-Pura en uno de mis ya cada vez menos frecuentes viajes al pueblo natal. Una visita obligada, por el compromiso adquirido tácitamente con los primos. La madre para ellos era sagrada, y cualquier indiferencia por mi parte hubiera sido interpretada como un sacrilegio.
La madre ocupaba el lugar privilegiado de esa casa-museo / sancta-sanctorum. Allí, junto al hogar al fondo de la estancia entrando a la izquierda, vuelta
de espaldas al mismo en verano. Junto a un gran ramo de gladíolos sobre jarrón
de brillante cobre, que ¡cómo no! el primo Casto disponía a diario, entre otros
muchos jarrones de flores dispuestos por toda la casa, añadiendo al ya confortable espacio, en la fresca penumbra, el olor mezclado de todas las flores posibles: rosas, claveles, jazmines, gladíolos, margaritas... Añadiendo, en suma, una
sensualidad letal.
Allí, de espaldas al hogar y entre las flores, la madre dispuesta en su sillóntrono, mira a quien entra desde su sonrisa eterna, mitad triste mitad solícita;
triste por toda la vida vivida, o por la no vivida, desde que murió, el tío Moreno,
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padre de los tres primos altos y morenos de verde luna, como él; solícita por la
cortesía y amabilidad debida al visitante. Actitud no exenta de cierta majestad
que siempre, a pesar de la sonrisa, marcaba una cierta distancia.
Los tres primos, de los cuales, Lázaro el mayor había tomado la dirección
del negocio desde la muerte del padre; aún muy jóvenes los tres, aún muy joven
la madre como para no sentir más, también en su cuerpo, la soledad, mantenían todo este sistema con un gran esfuerzo pero con una gran dedicación, como
si en ello les fuera la vida (que yo creo que sí que les iba). Lázaro desde su responsabilidad en el negocio; Casto ayudando al primero y encargado general,
por su propia y exquisita disposición para esos menesteres, de la casa, en todos
los órdenes y, sobre todo, de cuidar a la madre, esta vez más que con mera
dedicación con reverencia; de cuidar el espacio, la atmósfera adecuada a su
alrededor, como si de un magnífico escenógrafo se tratara
Mario, el pintor de la familia, era el más pequeño. Su padre le compró
las primeras cajas de óleos poco antes de morir y pareciera que tales pinturas fueran la herencia más preciada, de modo y manera que él juraría a su
madre y hermanos y a sí mismo, que sería el mejor pintor del mundo para
honrar la memoria del padre. Había pasado por la Scuola Comunale de las
Bellas-Artes con gran aprovechamiento, contando para ello con el esfuerzo
desde el pueblo natal de sus hermanos, unidos los tres como una piña. La
madre ya se encargaría de recordar la promesa caso improbable de desfallecimiento de alguno de los componentes. Tras los estudios, su estancia en
Florencia, Roma, París; ahora, desde Nueva York, nueva capital del mundo
artístico. Viviendo mitad en América mitad en Italia, se encontraba más
ambicioso que nunca, con más fuerzas que nunca, más cerca de ver cumplida la promesa familiar que no olvidaba. Como no olvidaba la casa materna, la casa-museo, llena de recuerdos, de cuadros de todas sus épocas, y sus
objetos personales e íntimos, dispuesto todo con el exquisito gusto de su
hermano Casto.
Me dispuse a entrar invitado por la curiosidad que el silencio proveniente del otro lado de la gran puerta me producía, no sin antes intentar penetrar con mi mirada a través de los espesos velos de rico encaje que protegían la intimidad de la casa tras los cristales de la ventana lateral; los cuales,
por la oscuridad interior y la gran luz reinante al exterior, brillaban en mil
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destellos y agua-luces, dañándote la mirada e impidiendo -con ello cumplían
su misión- vislumbrar siquiera cualquier escena interior. La presencia del llavín en la puerta indicaba que el interior estaría habitado. Y, además, estaría
preparado el ambiente, adecuada la atmósfera para las visitas. El primo
Casto hacía tiempo que había perdido la costumbre lugareña de mantener la
puerta abierta o con la llave puesta, permitiendo su apertura en cualquier
momento del día y de la noche, hasta que bien entrada la misma, casi de
madrugada en las calurosas noches estivales, se abandonaba la calle, tomada como improvisado salón de tertulias de puerta a puerta entre los vecinos.
Ya no se podía tener la puerta franca a cualquier visitante, porque la seguridad en el pueblo ya no era la de antes. Pero, más que por eso, porque habían decidido todos ellos abandonar de raíz tan acendrada costumbre por
guardar un riguroso luto a la muerte del padre: Únicamente la noche del
Viernes-Santo cuando la procesión pasaba bajo sus balcones, abrirían estos
al paso de la Virgen de los Dolores, virgen de la soledad y del luto, derramando -traspasado su corazón por siete puñales- amargas lágrimas; como las
que la madre aún conservaba recogidas en un pañuelo de puntillas del difunto marido en su lecho de muerte. Por lo tanto, era muy lógico pensar que,
aun no contestando por cualquier causa desconocida por mí, alguien se
encontraría al interior y sería posible cumplir con mi visita, de la cual, sin
duda, se alegrarían como siempre. El primo Lázaro me preguntaría por los
posibles éxitos en mi profesión. El primo Casto me hablaría de su último viaje
o su último libro. Y si Mario no se encontraba allí –lo más probable- me
hablarían sobre sus últimos éxitos como el montaje de la escenografía del
Galileo en Florencia “invitado a tal evento (la primera vez que se representaba en Italia tras la prohibición de la Iglesia) un pintor de su fama y prestigio,
que era el único del Siglo XX que tenía un cuadro en el museo Vaticano”. O
hablaríamos de lo feo que se está quedando el pueblo con las últimas disposiciones arquitectónicas, tan bonito como fue siempre, que mereció, allá por
el cuatrocento, llevar en su escudo el nombre de una de las hijas del príncipe-tirano, como si fuese su dama.
Al frente se descubría, en la penumbra más acusada, las escaleras de caracol que accedían a las plantas superiores hasta la cambra o galería que ocupaba un tercer piso al modo de los palacios góticos y renacentistas tan frecuentes en la estructuración de las casonas de cierta importancia e inspiración ara-
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gonesa en Sicilia. En el primer descansillo se percibía la doble puerta que daba
acceso a la gran sala de baño, la cual daba hasta la parte posterior de la casa,
sobre el jardín soleado, al sur; una gran sala que ya no era posible en nuestras
pequeñas habitaciones de ahora. Siguiendo las escaleras, espaciosos dormitorios o alcobas, a derecha e izquierda, en una disposición escalonada muy bien
resuelta, y que yo apenas recordaba de las pocas veces que me habían permitido traspasar recintos más íntimos y custodiados de la morada. Bajo las escaleras, disimulada, una gran trampilla de madera que daba paso al sótano ó
bodega, donde se guardaban antaño las reservas de comida y bebida, que
nunca faltó en aquella casa y menos en vida del padre, gran comilón y fácil
bebedor. Allí se colgaban los jamones y los embutidos de la matanza del cerdo
propio, los melones de año, en verano, penetrando con su profundo aroma
frutal toda la atmósfera; allí se encontraban las alcuzas de aceite, que no se
enranciaba dada la especial temperatura ideal para la conservación natural; así
como el vino, dispuesto en tinajas. Allí, en fin, se encontraban, llenando la
mayor parte de las dependencias de la bodega, los productos para vender en
la tienda de arriba a ras de la calle y en el puesto callejero dispuesto en uno de
los mejores lugares de la calle mayor.
Hoy, todo ese almacenamiento se hace en las grandes cámaras mandadas
a construir hacía años por Lázaro en la parte posterior de la propiedad, traspasando el jardín, dando a una calle lateral por donde se facilita la carga y descarga. El negocio había prosperado, y los nuevos tiempos requerían esas nuevas
inversiones hacia el progreso.
No creían ellos, y así es, que tal disposición de ánimo progresista enturbiara para nada la memoria de su padre, si bien hubieron de convencer antes
a la mamma en tal sentido. Como nada se hacía desde aquel momento sin el
permiso y la bendición de la misma, hubieran podido continuar poniendo el
puesto callejero ya desde la madrugada para tenerlo dispuesto antes de que
las primeras posibles clientes, las que se levantaban a Misa primera en la cercana San Vito, o las que disponían la vianda para todo un día de campiña,
pasaran por allí. Pero la madre había sido sensible al cambio, y el hecho se
había producido, sin gran trauma, así como la sustitución del puesto por una
tienda, de obra, en los bajos del edificio levantado sobre el que siempre había
sido su sitio de venta. Lo cual, había permitido ganar una estancia más para
convertirla en salita de estar, junto a la gran sala del hogar. Donde, entrando
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a la izquierda y dándole la espalda al mismo, se encontraba tía-Pura, la madre,
con su sonrisa eterna, entre triste y cordial, en la silenciosa penumbra, en su
sillón-trono, en su entera majestad.
Me acercaba a ella paso a paso, sonriendo yo también como expresándole mi simpatía y afecto, y dispuesto a piropearla como siempre hacía, porque
adivinaba más que sabía que le gustaba mucho, y que les gustaba también a
los primos tal deferencia y consideración para con ella:
“-Que guapa estás, Pura, tienes un color espléndido. Te veo más joven que
nunca, apenas sin una arruga en el rostro. Si no fuese por el color de tu cabello, por otra parte cano desde siempre que yo recuerde, se diría que tienes cuarenta años. Me encanta tu sonrisa que deja entrever esos dientes tan blancos y
tan perfectos. Y ese olor que desprendes, como el de las rosas que tan a punto
tiene siempre Casto para ti”.
Los elogios a su estado flamante podían parecer exagerados, pero la verdad es que no dudo en afirmar que esas alabanzas eran sinceras. Elogios que,
como siempre, darían paso a cantar sus excelencias como Madre-de-familiaunida, de la mano y guía de sus hijos. La madre, escuchándolos complacida,
seguiría sonriendo desde su sitial. En esta ocasión, me parecía, como quitándole importancia a tal ristra de halagos, incomodada pero mimada a la vez.
No parecía haber nadie en la casa excepto ella. Desde el jardín del fondo,
en disposición transversal a la sala que ocupábamos, se colaba por entre las cortinas de seda rústica, a través de la cancela abierta para propiciar la reconfortante corriente de aire entre la calle y el patio, el resplandor del sol acompañado de un coro de abejorros poniéndole una réplica al silencio como para acentuarlo. Por la noche, el resplandor y el bordoneo serían reemplazados por la
oscuridad y el ruido tenue de los surtidores de agua, acompañados de las fragancias de los jazmines y galanes de noche, de madreselvas y enredaderas mil,
que trepaban por los muros del jardín, ocultándolos. ¡Cuántas noches de verano, embriagados por la sensualidad del agua cantarina y la fragancia de las flores, a la luz de la luna, habíamos disfrutado de nuestra pandilla -muy numerosa entonces- de chicos y chicas, alrededor de Mario el Pintor, en alguna de sus
múltiples fiestas o bailes de disfraces! Aunque ya no se salía a la calle a compartir los frescos y las tertulias con los vecinos desde la muerte del padre, dentro del patio jardín sí se podía disfrutar de estas reuniones y fiestas una vez dis-
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tante en el tiempo tan trágico suceso. Dentro, en su sitial, la madre, llenando
todo con su presencia, sonreía en silencio gustosa de ver a Mario rodeado de
su corte de admiradores. Al lado, Lázaro, el mayor, en un silencio responsable;
pues la madre exigía su presencia de hombre cabeza de familia como respaldando la pequeña transgresión que toda fiesta, y en esta casa enlutada más, podía
suponer. Casto, como siempre, solícito y ocupándose de todos los menesteres
para que no faltara un detalle.
Me senté frente a ella, un poco de lado como es preceptivo, mi rostro hacia
la poca luz que entraba desde el jardín, de modo que el rostro de la anfitriona
quedaba siempre en penumbra, esa penumbra que diluía los límites de los objetos y de ella misma, suavizando las formas y fundiéndolas en un todo perfumado por los aromas emergentes desde el fondo de los rincones de la casa.
Dispuesto a la conversación, empezaría, como había previsto mientras me acercaba, por unas referencias a su espléndido físico, sorprendente para su edad.
(Porque, contando los años que tendría el primo Lázaro, más los que ella tendría cuando lo parió –a pesar de ser muy joven cuando se casó para dejar de
pastorear el ganado familiar y de repartir la leche por las casas para, codo a
codo con su hombre, disponerse a la no menos dura tarea de la venta en el
puesto callejero, estuviera o no embarazada muy de seguido de sus tres hijos,
siempre fuerte y dispuesta y enamorada de su marido, aunque hubiera algún
problema entre ellos que jamás trascendería- tendría que ser anciana ya, a pesar
de su aspecto renovado cada día).
Este día su rostro aún parecía más bello que de costumbre. De rasgos
menudos y regulares proporcionados a su corta estatura, con su color bronceado que destacaba más bajo su pelo níveo cuidadosamente peinado hacia atrás
y recogido con un pequeño moño en la nuca, con esa sonrisa que dejaba entrever unos dientes blancos y perfectos, y unos ojos negros y grandes, siempre me
había parecido bello ese rostro. Pero hoy, como digo, me parecía más que
nunca, no en balde era un día de fiesta en el pueblo y se podía suponer que las
visitas abundasen. Sin duda, Casto había estado más fino que nunca en el
maquillaje del rostro querido; en la elección del vestido austero pero elegante,
siempre pulcro y recién planchado, siempre digno en su color de luto.
Y no es que pensara que, con ser una verdadera obra de arte la restauración que aquel magistral maquillaje podía suponer en el rostro de cualquiera, le
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quitaba un ápice de su natural belleza; antes al contrario, y de ahí su acierto, la
realzaba. Pero mi asombro provenía más del hecho de que una mujer a la antigua usanza, aun con hijos modernizados por contactos con mundos sofisticados, se dejara preparar de tal guisa para recibir. Casto era capaz de convencerla de esto como de lo otro, era cierto, pero esta artificialidad no me parecía a
mí muy consustancial con tía Pura, de modo que no dejaba de asombrarme el
cambio. Hoy, el maquillador había afinado, y Pura se disponía a emprender la
jornada festiva con abundantes visitas, atendiendo desde la penumbra refrescante y difusora con su sempiterna sonrisa. Y en silencio, como siempre desde
hacia unos años. Qué curioso, ahora me daba cuenta: Nunca había tenido ocasión de sorprenderme por ese silencio, puesto que los encuentros se habían producido en presencia de los primos -todos o alguno de ellos- dirigiéndolos como
expertos maestros de ceremonias.
Pronto la conversación solía compartirse entre los presentes y, aunque la
tuvieran como protagonista (mejor dicho, siempre tenían como protagonista
a la madre, de una u otra forma) ella siempre respondía sólo con su sonrisa
silenciosa que, así, en la distancia del recuerdo, me parecía tan expresiva
como cualquier palabra.
Este día, sin la presencia de otros invitados y la experta dirección de
Casto, que, sin duda ocupado en el interior de la casa en cualquier menester doméstico, no había reparado en mi presencia; frente a frente, su silencio me produjo más extrañeza. En realidad fue en ese instante cuando adquirí conciencia del mismo desde años atrás. Sobrecogido, me incorporé y me
acerqué entre temeroso y reverente a aquella mujer a la que jamás me había
acercado a más de tres metros de distancia. Pude ver los signos de su evidente vejez bajo el maquillaje, una vez que con el tiempo y la proximidad los ojos
acostumbrados a la penumbra me permitían ver el detalle. Su sonrisa se
había solidificado y el brillo de sus hermosos ojos aparecía artificial bajo la
capa de colirio que los mantenía húmedos artificialmente. Pasé la mano temblorosa por sus hermosos y finos cabellos tan bien peinados y un mechón de
seda blanca quedó adherido entre mis dedos a la vez que su cabeza caía
hacia atrás en un gesto incontrolado. Estaba fría, muy fría; congelada como
los productos congelados que vendían en su tienda. Por entre los delicados
perfumes que siempre exhaló su cuidada vestimenta, me pareció adivinar
como un olor agridulce. Con horror pude comprobar que estaba muerta,
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pero ¿desde cuanto tiempo? Mi cerebro trataba de recuperar mis impresiones desde hacía años; encontrar la calma en medio de sensaciones contradictorias. Retrocedí horrorizado comprendiendo la realidad: La madre había
fallecido algún tiempo después de la muerte de su esposo, pues nunca pudo
resistir la soledad de su lecho a pesar de las atenciones que siempre le dispensaron sus hijos, capaces como fueron de sacrificar su vida a su lado, incapaces de unirse a otra mujer y dejarla sola. Había muerto de pena por la
ausencia, y de alegría por poderle seguir hasta la tumba. Sin embargo, se
equivocó al pensar que sus hijos dispondrían tal enterramiento junto al ser
querido, se equivocó al medir la fuerza del cariño que engendró en ellos, la
fuerza de esa unión irreductible. Sus hijos no la abandonarían… ¡ni ella les
abandonaría nunca!
Con el mismo secreto con el que eran capaces de mantener cualquier intimidad familiar, decidieron conservar a la madre junto a ellos cuidadosamente
embalsamada y congelada durante años en esas potentes cámaras; y, preparada por Casto, tan dispuesto para esos detalles, por él lavada con agua de rosas,
vestida con sus elegantes y dignos trajes de viuda enlutada, peinada con cuidado sus bellos cabellos blancos, maquillada con primor y minuciosidad su bello
rostro, podrían exhibirla ante las visitas. Las cuales jamás adivinarían –envueltas
en aquella atmósfera mágica- que ante ellas se encontraba un ser inanimado.
La mamma.
* * *
Las noticias aparecidas en la prensa de todo el mundo se referían a este
suceso. Pero, una vez más, intentando sorprender de una manera escandalosa a sus clientes, juzgaban equivocadamente las razones de mis primos, las
razones de esos hijos para conservar de tal guisa a su amada mamma. No se
trataba de una perversión. Menos, de espurias intenciones de cobrar el subsidio de la madre, como vergonzosamente se había interpretado. ¿Cómo
sería posible en una familia acomodada desde los tiempos en que Indalecio,
el Moreno, había amasado –se decía- una pequeña fortuna desde la guerra
de unificación? ¿Cómo entenderlo del cosmopolitismo de Mario, que había
dado varias veces la vuelta al mundo? El negocio, como he dicho, iba floreciente. No, no había ninguna necesidad de defraudar al fisco. Ni se puede
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entender como perversión ese sentido del amor filial a la vez que reverencia
ante la muerte que siempre hemos tenido en esta región apartada del
mondo cane. En la actitud de mis primos hubo respeto y devoción. Aunque
no dejo de sorprenderme por su audacia y valentía.
Una vez descubierto el caso, con gran escándalo pero con gran firmeza, los
restos de Tía Pura fueron inhumados junto a los de su amado esposo. Ahora,
en el panteón familiar ricamente adornado con figuras de mármol, junto al
retrato de un hombre joven, apuesto, moreno de verde luna, aparece una mujer
de pelo blanco, sonrisa jovial y tierna mirada, unidos para siempre. Los primos
han pasado a disposición de la justicia.
Yo me vuelvo a España consternado y triste. Pero quiero hacer justicia a
Lázaro, Casto y Mario. Justicia a tía Pura, Mater Dolorosa.
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Señor Gnembe
VÍCTOR GRAS VALENTÍ
Seleccionado
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“¿Señor Paul... Nembe?” titubeó una voz femenina desde la puerta.
“Gnembe, mi nombre es Paul Ggggnembe” respondió sonriente Paul, haciendo especial hincapié en la correcta pronunciación, mientras se erguía y con sus
manos recogía una carpeta que había alojado entre dos incómodas sillas, claramente destinadas a expandir la percepción temporal de quien esperara sentado
en ellas. “Disculpe por la tardanza, señor Gnembe, ya le dije que el señor
Dupont estaba en una importante reunión y no podía atenderle antes. Sígame
hasta el despacho, por favor”. Paul siguió a la secretaria fuera de la sala de
espera, a lo largo del pasillo, hasta que ambos accedieron a una pequeña estancia que tenía la puerta entreabierta. Apenas hubo entrado en la sala, Paul advirtió que aún no había llegado la hora de su reunión. “¿Y el señor Dupont?” dijo,
volviendo su mirada a la secretaria. “Ehhh, sí. Viene en un momento, por favor
siéntese, vendrá en muy breves instantes”. Paul miró la silla con desconfianza.
Deseaba con toda su alma que no fuera familia, ni lejana, de aquel par de sillas
de la sala de espera. Observó que ésta tenía posabrazos, además de estar forrada de piel, o, en su defecto, una buena imitación. Se sentó en ella y comprobó
que esta silla era, sencillamente, otro mundo. Con la atención desviada de sus
glúteos, se dedicó a pasear su mirada por las ventanas, estantes repletos de carpetas, y sobre todo por la inmensa colección de bolígrafos, plumas, y subrayadores embutidos en dos lapiceros de diseño, los cuales coquetamente posaban
sobre el escritorio, entre ordenados montones de hojas que la secretaria se
encargó de desplazar unos centímetros.
“Buenas tardes, señor Gnembe, siento haberle hecho esperar”, dijo
Fabrice Dupont. Paul reparó en que, unos veinte minutos antes, había visto a
este mismo hombre, que rondaría los sesenta años, en mangas de camisa, sin
la americana que ahora llevaba. Estaba sacando un café de la máquina y riendo junto a un clon rejuvenecido y trajeado, ambos maleta en mano. Parece que
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no se había apresurado en pasar de una reunión a otra. Eso en caso de que la
primera reunión hubiera existido. “Debe ser un maravilloso café el de esa
máquina, para que merezca ser degustado tanto tiempo” pensó Paul. “Y bien,
señor Gnembe, ¿qué tal fue el viaje?¿todo bien en el avión, los aeropuertos y
demás?” Fabrice Dupont no levantó la vista de los papeles que había comenzado a desordenar de nuevo, previa mirada de desaprobación a su secretaria. “La
verdad es que para ser mi primer viaje en avión sentado en una butaca, no noté
demasiada mejoría de espacio y comodidad”. Al oír esto, Fabrice levantó los
ojos de los papeles, miró a Paul y comenzó a reír. “¡Qué razón tiene! La primera clase es un robo de dinero. Que si más anchura, que si asientos reclinables,
pantalla propia... y sin embargo sigue siendo imposible echar una cabezada en
el avión. Eso sí, ¡todo sea por la comodidad de nuestros empleados, gastemos
más dinero! Pero estoy con usted, ¡qué chorradas!”.
Paul se lamentó interiormente, “ciertamente el señor Eric tenía razón: este
tipo de señores se muestran cómplices cuando se trata de negativizar, su intelectualidad es el pesimismo, éntrales por ahí y empiezas a ganártelos”. No obstante, Paul no tenía especial interés en ganarse a Fabrice. “En realidad, señor
Dupont, no viajé en primera clase, sino en clase turista. Me refería a que era la
primera vez que viajaba sentado en un avión. Y créame que, sin ser una maravilla, dormí un par de horas al rato de montar. Después no quise perderme el
poder ver el Sáhara y el Mediterráneo desde las alturas. Debo decirle que la
Costa Azul me pareció preciosa, y es de lo poco que pude ver de su país desde
arriba, porque después todo fueron nubes”.
Fabrice Dupont apartó la mirada de los ojos de Paul y, hábilmente desvió la
atención de su desafortunado comentario. “Le envidio entonces, señor Gnembe.
Me gustaría que me explicara cuál es ese motivo tan importante como para
hacerle venir hasta aquí, y que no puede decirme comunicándonos por teléfono
como hasta ahora. Le repito que estoy en contra de la operación de venta de la
fábrica. Considero que puede tener un valor estratégico en un futuro”.
Paul tomó aire. “Es más que eso, pero hemos de hablarlo a solas, si no le
importa”. Fabrice Dupont miró levemente extrañado a Paul e indicó a su secretaria, señalándole un dispositivo de memoria. “Monique, por favor, déjenos a
solas. Mientras tanto, tome eso e imprima los dos primeros informes”. La secretaria tomó el dispositivo y abandonó la habitación.
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“Vengo a ocupar su puesto, ya le toca jubilarse, señor Dupont” reanudó
Paul al salir la secretaria. Fabrice permaneció observandole, y sonrió irónicamente. “Es usted un cómico muy ambicioso”. Tras oírle y ver su reacción, Paul
ladeó la cabeza y arqueó las cejas mientras sacaba unas pocas hojas de su carpeta. “Lea esto por favor, es una carta del director de la fábrica de Ghana.
Aunque creo que le he hecho un buen resumen”. Fabrice tomó la carta
mirando a Paul con cara de pocos amigos pero con aires de invulnerabilidad.
La carta estaba manuscrita, y la letra le era extremadamente familiar.
Comenzó a leerla para sí.
“Estimado señor Fabrice Dupont:
Fue usted quien aprobó mi nombramiento como director de la fábrica de
proyectiles de Accra, de modo que quizás le sorprenda el contenido de esta
carta, al menos hasta que le haga recordar diversos sucesos que hasta ahora no
habían tenido ninguna consecuencia.
Sé que usted ha sido siempre sinónimo de buenos resultados en todas las
empresas en las que ha tenido algún cargo. También sé que éste es un mundo
difícil y usted ha tomado como propia la ideología de la ley del más fuerte. Sin
ánimo de juzgar la eficacia de sus principios, he de comunicarle que su propia
suerte se le ha vuelto en contra a partir de ya”. Fabrice miró con las cejas asimétricas y sonrisa sarcástica a Paul y siguió leyendo.
“Mi nombre no siempre ha sido Eric Biem, que es como ahora me conoce.
Pero le daré pistas para saber quien soy. También le daré pistas para que entienda mi motivación y compruebe que no es un asunto trivial.
En primer lugar, he de comunicarle que en Accra, todos los empleados
están contentos con mi gestión, y especialmente con el señor Paul Gnembe, por
lo que me duele separarme de él, pese a que es el más indicado para sustituirle dada su motivación. Todos reciben un sueldo digno y tienen un horario digno.
No trabajan en las mejores condiciones, pero la situación humana es buena, a
pesar de las trabas que usted nos ha puesto.
Quizás lo anterior no le interese demasiado, pero opino que debe saberlo.
Como también debe saber que conozco cuáles son las condiciones bajo las cuales permanece en la empresa. Sé que se hizo famoso por sus métodos agresivos y demostró ser un temible adversario para todo negociador. Sé que recibió
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importantes ofertas de otras empresas, pero que permaneció en la nuestra por
una golosa cláusula que añadieron a su contrato. Debido a su valía, había conseguido hacerse con una pequeña parte del capital de la empresa y formar parte
de su junta directiva. Y quiso blindarse. No necesitaba más dinero. Le ofrecieron la posibilidad de jubilarse cuando quisiera, y usted exigió también poder elegir a su sucesor en la junta directiva, y que ese sucesor fuera dueño de su parte
de capital. Cuando cedieron a sus peticiones, obviamente usted pensaba en
Denis, el malcriado de su hijo menor, pero lo que para usted era una obviedad
en el contrato, para mí significó una oportunidad de oro. Olvidó especificar un
beneficiario, y posiblemente tenga que elegir a quien no quiere.
Hasta ahí lo que usted debe saber, que yo sé de usted mismo. Le hablaré ahora de Paul. Es magnífico en el trato humano, y la vida le ha enseñado
a ser eficiente, por un camino bien distinto al suyo. Paul participó en la guerra civil de Ghana en el bando rebelde. Ha matado personas, ha visto morir a
su esposa y al único hijo que le había dado, ambos asesinados por su propio
bando, antes de que el luchara de su parte por obligación. Mató para no
morir. No le juzgue. Usted no ha matado, pero tiene responsabilidad en
muchas muertes. Ha de entender que si vende balas en África, quizás la sangre no le salpique hasta Francia, pero si se hubiera dedicado a vender libros,
tampoco hubiera salpicado aquí en Ghana con la fuerza que lo hizo. Sepa que
la familia de Paul recibió balazos con la marca de nuestra empresa. Y sepa
usted también que él no deseaba ninguna guerra ni tampoco un subfusil,
pero que era su única alternativa a morir. Desde que acabó la guerra hasta
ahora, trabajó en la fábrica y además le enseñé gran parte de lo que sé, de
modo que está curtido en el mundo de los negocios. No quiere vivir más en
Ghana. Le pesan sus muertos y los que él ha causado. Quiere recomenzar su
vida, y yo le ofrecí esta oportunidad.
No le hablaré más de Paul. Espero que los próximos en hablar bien de él,
sean sus futuros ex-compañeros de la junta directiva, señor Dupont. Le hablaré
del dinero que desapareció de su fábrica durante la guerra. No desapareció. Así
de sencillo. Me apropié de él, gasté del mío propio lo que fue necesario, y tras
el armisticio, hice construir una escuela al lado de la fábrica. Cada empleado de
la fábrica ha estudiado en ella desde los últimos doce años, y a los pocos que
ya tenían estudios, como Paul, yo mismo me encargué de enseñarles materias
de economía e ingeniería. Creo que ya va sospechando quién soy”. Paul com-
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probó cómo los aires de invulnerabilidad de Fabrice se disipaban como una
neblina a media mañana. La palidez de su rostro, ya de por sí pálido al parecer
de Paul, le delataba.
“Efectivamente, señor Fabrice. Sobre otros despistes, le nombraré cuál
me situó en ventaja respecto a usted. Entre los documentos que me entregó
para la negociación con las autoridades de Ghana, figuraban, erróneamente,
y además, catastróficamente para usted, varios contratos ilegales, un par de
cartas escritas al parecer para diversos jefes de las fuerzas rebeldes en Ghana,
y ¡oh, sorpresa!, una carta de despido dirigida a mi persona. Es obvio que era
un error y también que, dada la importancia de los otros documentos, el detalle de la carta se le había escapado hasta ahora. Su pérdida quedó eclipsada
por las otras“. De nuevo, Fabrice levantó la mirada de la carta y miró con
incredulidad a Paul, abriendo la boca, como si quisiera hablar y un viejo fantasma se hubiera apoderado del aire de sus pulmones. Observó una de las
fotos que había colgadas en la pared detrás de Paul, cerró la boca, tragó saliva y continuó la lectura.
“Cómo pretendía que me sintiera, sabiendo que iba a ser despedido pese
a mi buen trabajo, y sabiendo que el único motivo que le movía a ello era disentir de sus ideas. Negarme a acatar una educación que no quería. Negarme a ser
malcriado por usted. Intentar ser yo mismo. Y por eso usted quería quitarme de
en medio. Sólo quería despedirme, no creo que deseara mi muerte, pero no se
arriesgó a enviar a Denis a Ghana, y me envió a mí pese a la tensión prebélica
en la zona. Tensión que usted alimentaba con esas oportunistas e inmorales cartas, ofreciendo armamento a precios de risa a jefes de las fuerzas rebeldes y al
propio gobierno. Pero tuve suerte gracias a la mala suerte. Sí, tal y como suena.
El comienzo de la guerra me atrapó en Ghana, y aproveché para desaparecer.
Más tarde me las apañé para demostrar mi muerte, y le imaginé a usted llorando en mi funeral sin entierro, y después darle a su hijo Denis un abrazo como
los que a mí nunca me daba.
Y así es la ley del más fuerte. Con otro nombre, Eric Biem, y buen conocedor del negocio como era, no me costó llegar a ser director de la fábrica de
Accra que no deja de ser propiedad de su empresa. Ahora usted comprueba
que su hijo más fuerte no es el que había pensado. Sólo porque ponía la dignidad de las personas por encima de las ambiciones de su padre. Y debe
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dolerte. Así es, Fabrice, nunca más te llamaré de usted, y mucho menos te llamaré padre, y no te preocupes, porque seguirás teniendo un único hijo,
Denis. La decisión es sencilla. Jubílate, deja que Paul ocupe tu puesto, y así
será aprobada, muy a tu pesar, la venta de la fábrica de Accra a su director,
es decir a mí. Sabes que sin tu voto en contra, y con un voto más a favor, la
junta directiva aprobará dicha venta. Tu alternativa no es más apetecible. Si te
niegas, que puedes, Paul volverá y seguirá trabajando aquí, pero mucho me
temo que tengo toda la documentación necesaria para mandarte a la cárcel
a ti, con la agradable compañía de Denis, cuya firma figura en algunas cartas
y documentos. Mis abogados me han confirmado que según la legislación
vigente en Francia, en el mejor de los casos para vosotros, serían dieciséis
años de cárcel para ti, y doce para Denis. Y que tendríais pocas opciones de
acortar la condena o tener una sentencia benévola, pues el caso causará una
alarma e indignación a nivel mundial. La trama se desvelará, no lo dudes.
Tengo muchas pruebas y no sois los únicos culpables. Sólo que tú tienes la
oportunidad de no ser el cabecilla a ojos de la justicia, la oportunidad de que
olvide que poseo los documentos que contienen vuestras firmas. No te puedo
asegurar que la trama no te salpique, pero sí quizás que no haya ninguna
prueba concluyente como para emitir una orden de busca y captura internacional contra vosotros. Considero justo destrozar vuestras vidas a cambio de
darle nuevos horizontes a la de Paul. Tienes una última oportunidad de ser
libre, pero sabiendo que parte del imperio que construiste, será del heredero
que decidiste desheredar, y que la parte restante jamás volverá a ser tuya. Tú
eliges qué derrota prefieres. Para mí ambas son victorias.
Atentamente: Bernard Dupont”
Sin mediar palabra, Fabrice sacó su llavero del bolsillo, abrió el cajón de su
escritorio, rebuscó entre algunas carpetas, y encontró la que buscaba. Tras una
nerviosa búsqueda sacó una hoja con diversas firmas y sellos, y se la entregó a
Paul. “Rómpala. Yo no puedo”. Paul la rompió en pedazos que dejó sobre el
escritorio. Acto seguido Fabrice extrajo otra hoja, idéntica, pero sin firmar.
“Firme aquí por favor”. Paul leyó el texto, firmó, y se la entregó girada a
Fabrice. Éste, visiblemente afectado, tomó una pluma de uno de los coquetos
lapiceros, y estampó su firma y su sello, además del de la compañía, al lado de
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la firma de Paul. Inmediatamente después presionó un pulsador que había al
lado del interruptor de la luz. “Enhorabuena, es usted el nuevo director de
estrategia comercial de esta empresa”. Acto seguido, Monique abrió la puerta.
“¿Me ha llamado, señor Dupont?”, dijo con voz temblorosa, al ver el terrible
semblante de su jefe. “Sí, Monique, pase. Le presento a Paul su nuevo jefe, a
partir de mañana. Y, por favor, consígame una bolsa o baúl para llevarme todos
mis enseres de aquí cuanto antes”. Monique, desconcertada, permaneció en la
puerta del despacho, sin saber cómo reaccionar. “Pero antes acompañe al señor
Nembe hasta la salida, por favor”.
Paul miró por última vez a Fabrice Dupont y le corrigió “Ggggnembe,
señor Gnembe”.
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El rastro
PEP RUBIO QUEREDA
Seleccionado
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El Pere no recordaba cuándo fue la primera vez que entró en la panaderia de la Carmen, pero cada día esperaba animado aquel momento. Su iaia
María lo cuidaba mientras sus padres trabajaban. El pequeño Pere acudía a
la panaderia de la mano de su iaia, y ya con solo ver el establecimiento al
final de la calle, sentía un escalofrío que le recorría toda la espalda. Aquel
tesoro era suyo y sólo suyo. Estaba seguro de que nadie más lo conocía, porque de ser así la panadería estaría siempre llena y no daría abasto. La pobre
Carmen tendría que pedir ayuda a toda su familia, ampliar el local y comprarse nuevos hornos como los de la ciudad. Y si todo eso no pasaba era porque el Pere era el único conocedor de aquella maravilla.
A punto de entrar, su iaia se encontró con una amiga y empezaron a
hablar de recetas de cocina. El Pere estiró el cuello para asomarse al interior
y pudo ver el mostrador con las barras de pan, las galletas, los dulces,… La
espera duró una eternidad hasta que la iaia María se despidió de su amiga.
Cruzar el umbral de la puerta transportó al Pere a un mundo casi idílico. Esa
felicidad le llegaba a través de la nariz, por medio de un aroma que siempre
le hacía olvidar cualquier berrinche que hubiese tenido. Era un aroma suave
y delicado, dulce y a la vez amargo, sedoso y fino. El pequeño tocaba el cielo
cada vez que entraba en la panadería.
Mientras su iaia compraba el pan y saludaba a la Carmen, el Pere se fijó
en la niña sentada a un lado del mostrador. Era la Loli, hija de la panadera.
La niña se estaba sacando un moco de la nariz. El Pere sintió envidia y procedió a imitar la operación. Era delicioso rascarse la nariz invadida por el
aroma de la felicidad. La Loli le sacó la lengua al ver como le copiaba, y el
Pere se limitó a poner cara de circunstancia e ignorarla.
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El momento triste era la salida de la panaderia, aunque aquel aroma se
quedaba registrado en su memoria. Después de comer, mientras su iaia veía
en la tele el concurso de preguntas de cada tarde, el Pere se asomó al balcón para ver el mar, su otra pasión. El sol se reflejaba sobre el agua produciendo destellos mágicos que encantaban al pequeño. El Pere se quedó sonriente y concentrado mirándolos y recordando el aroma de la felicidad.
¿Podía la vida ser mejor que aquel momento? El Pere se sentía en el paraíso
y no podía concebir que existiese nada mejor.
Era la primera vez que se fijaba en ella con detalle. La Loli tenia los ojos
de color canela, el pelo moreno y brillante, y una figura que quitaba el hipo.
Ya no era aquella niña de la panaderia. Y él tampoco era ya aquel mocoso
que acompañaba a su iaia. Comprobó en el reflejo de una columna dorara
que estaba más o menos arreglado y se acercó a la mesa de la chica. Estaba
algo tenso y le sudaban las manos. Pensó en dar media vuelta y pasar de
todo, pero había algo que le atraía irremediablemente hacia ella. Era… el
Pere se quedó paralizado. Era aquel aroma encantador. Sentirlo en sus fosas
nasales fuera de la panadería era una sensación muy extraña y desconocida. Allí no veía barras de pan, ni dulces ni nada. Entonces, ¿de dónde provenía? ¿La Loli llevaba pan escondido bajo su ropa? ¿Cómo podía aquel
aroma ocultarse en el fino cuerpo de la chica?
La Loli hablaba animada con su grupo de amigas, todas ellas bien arregladas y fumando. Incluso con el humo del tabaco en el aire, el Pere era capaz
de distinguir el aroma de la felicidad. Se armó de valor para vencer su timidez
y saludó a las chicas. Ellas dejaron de hablar y le dirigieron sus miradas.
Al mover la cabeza, el cabello de la Loli se desplazó con una bellísima
gracilidad.
El aroma ahora era más intenso y el corazón le latía a una velocidad
de vértigo.
Las chicas le saludaron y la Loli le dedicó una sonrisa. El Pere sintió un
vacío en el estómago y nauseas al mismo tiempo que le invadía la felicidad
y se le erizaba el pelo de la nuca.
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En alguna ocasión el Pere había entrado en otra panadería que no era
la de la Carmen, pero el olor había sido otro distinto. Al principio siempre
pensó que su aroma de felicidad era el olor a pan recién hecho o a algún
tipo de torta, pero su teoría no se veía nunca reforzada. Ahora, al estar
delante de la Loli y tener el olfato invadido por el placer, una lucecita se le
encendió en la cabeza. ¿Provenía ese aroma de la propia Loli? Y, ¿por qué
nadie más lo podía oler? Porque el Pere estaba seguro de que cualquiera
que lo oliese acabaría embriagado y enamorado. ¿Enamorado?, pensó. ¿Era
el amor lo que le estaba llamando? Durante los días siguientes casi dejó de
pensar en sus estudios, en los amigos y en la televisión. El Pere sólo tenía
en la cabeza la figura de la Loli. Sus piernas, sus brazos de porcelana, sus
pechos, sus mejillas sonrosadas... No comprendía cómo es que nadie hasta
entonces no había reparado en ella. ¡Si era una diosa! Y ese aroma que la
acompañaba la convertía en un objeto casi sagrado, de culto. Cualquier
persona con un mínimo de tacto la hubiese rodeado de algodones para evitar que se dañase con el simple roce del viento.
La iaia María, que ya no era tan joven, sonreía con picardía al ver a su
nieto ausente tumbado en el sofá de la casa. Una tarde se sentó a su lado,
como viendo la tele, y le dejó caer que había oído a la Carmen que su hija
iba por las tardes a pasear y a leer a la biblioteca del barrio. El Pere pegó
un brinco del sofá. Su iaia siguió fingiendo y le dijo que quizá a él le fuese
bien ir a leer un poco, porque relajaba y culturizaba. El Pere, haciéndose el
remolón, aceptó la idea y esa misma tarde fue a la biblioteca a hacerse
socio. Se pasó casi dos horas con un libro delante esperando a la chica del
aroma de la felicidad. Cuando por fin la vio entrar esperó a que cogiese un
libro y se sentase sin verle. El Pere apretó los ojos para fijarse en el título
del libro, que resultó ser una novela de misterio. Sin perder tiempo se
agenció un libro similar y se acercó a ella. De nuevo hecho un matojo de
nervios la saludó en voz baja y le dijo que menuda casualidad encontrarse
allí. Al ver la novela expresó de nuevo su asombro por coincidir en gusto y
le preguntó si le importaba que se sentase con ella. La Loli no puso ningún
inconveniente, le sonrió y le señaló la silla a su lado. Hecho un rey, el Pere
se sentó junto a la joya más bonita del mundo, cerró los ojos y aspiró aquel
encantador aroma.
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Pasaron los días y aquella amistad entre los dos creció hasta convertirse en un romance. El Pere le compraba flores, ella le dejaba novelas de
misterio, los dos paseaban e iban al cine, y la historia se hizo seria un viernes por la noche cuando la Loli le cogió de la mano y le pidió que le hiciese el amor. El Pere empezó a sudar y a temblar, sorprendido pero deseoso
de poder sentir el calor de su Loli, y se sintió la persona más afortunada
del mundo. Aprovechando que sus padres estaban fuera, la Loli invitó al
Pere a su propia casa, a su propia habitación. El corazón le latía cada vez
con más fuerza y a punto estuvo de irse de allí corriendo. Aunque al principio no fue fácil, las caricias, los besos y los susurros convergieron en un
acto puro y lleno de ternura. Todo ello envuelto por el manto del perfume
más cálido y agradable del mundo. Era una noche ideal en la que no
importaba nada más que las miradas cómplices que se hacían uno a otro
entre las sábanas.
El Pere, relajado y acariciando el suave cabello de la Loli, percibió
entonces una anomalía. Ya no olía aquel aroma de la felicidad. Qué raro...
Acercó su nariz a la suave piel de su princesa y buscó sin éxito algún rastro de fragancia. Ella, adormecida, no se percató. El Pere entonces rebuscó
entre las mantas, entre el aire, entre todas partes... y al final detectó el rastro del aroma. Qué cosa más rara, pensó. Le llegó de un pañuelo rosa sobre
la mesa. Era el inconfundible olor a felicidad, sin ninguna duda. Pero había
algo más… la camiseta, el sujetador tirado, ¿el cajón de la ropa interior?
Todo tenía esa frescura indescriptible. El Pere estaba estupefacto ante su
descubrimiento.
Siguió el rastro por toda la casa, por el pasillo hasta la cocina, y una vez
allí su sorpresa fue mayúscula al entrar a la galería. El aroma de la felicidad
le golpeó y le invadió, percibiéndolo casi más que el propio oxígeno.
La ropa amontonada en un cesto y recién sacada de la lavadora era
la fuente de aquel orgasmo olfativo. El Pere no comprendía nada pero
decidió dejarse llevar por el placer y el relax, descubriendo entonces algo
que desprendía el aroma de la felicidad con más fuerza que nada de lo
que hubiese olido hasta el momento... esa botella abierta, azul y con
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barriga... La fuente del paraíso residía allí dentro, entre el espeso líquido
brillante y azulado.
El Pere, rendido ante tanto goce, se quedó dormido abrazado a aquella botella de detergente que radiaba todo lo que él adoraba del mundo.
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Mi vida es sólo
un recordar sus besos
LOLA HERNÁNDEZ FRANCÉS
Seleccionada
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Imagino que todos querréis saber qué fue de Laura después de que
Manuel se marchara. Qué pasó con ella, cómo pudo soportar su ausencia, qué
ha sido de sus esperanzas, cuáles son sus sueños ahora que lo ha perdido todo.
No sé por qué yo debo ser la persona idónea para contarlo, no sé más de lo que
todos saben, no éramos especialmente amigas, pero supongo que fui la única
que se atrevió a preguntar.
Laura es la dueña del quiosco de la esquina, “el quiosco de la fea” lo llaman todos. Allí, detrás de un mostrador de madera lleno de muescas y restregones, Laura vende infinidad de cosas: desde la prensa del día hasta las golosinas más variadas, pasando por artículos de regalo, fascículos coleccionables,
libros de bolsillo, carretes de fotos, revistas del corazón y qué sé yo cuántas
cosas más. Nadie sabe a qué hora abre ni cuándo cierra su tienda, hay quien
dice que vive detrás del mostrador, que tiene allí un cuchitril con un camastro
templado y revuelto en el que se deja caer cuando el quiosco se vacía. Yo nunca,
hasta que llegó Manuel, la había visto salir de aquellas cuatro paredes llenas de
artículos para la venta al público.
“La fea”, como la llamaban, solía asomarse los días de sol a la puerta de
su quiosco y allí, entre revistas y palitos de chicle, disfrutaba de los tristres
rayos de sol que, obstinados y rebeldes, llegaban hasta el fondo de la calle,
justo en la esquina en la que daban la vuelta las tardes infantiles de invierno.
Al salir de la escuela, justo cuando yo regresaba a casa del trabajo, los niños
del barrio se arremolinaban a la puerta de la tienda, con la nariz pegada a los
nudos de la madera del mostrador, para comprar dulces de colores. Un euro
por cinco gominolas, en un puñado apretado en el que siempre caía alguna
de regalo; a dos euros los sobres sorpresa que ella misma fabricaba, bien rellenos de los caprichos que hacían a los niños suspirar con sorpresa; por cinco
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podías llevarte media tienda y, cuando “la fea” estaba de buenas, regalaba
caramelos de los que hacen cosquillas en la boca. El griterío de los críos se oía
mucho antes de alcanzar la bocacalle, y ella no se cansaba de repetir: “primero tenéis que comeros toda la merienda, ¿eh?”. Tardé años en descubrir que
se llamaba Laura y que detrás de su aspecto bonachón y simple, latía un corazón ansioso y lleno de esperanzas.
Siempre nos habíamos comunicado con gestos, una sonrisa al coger el
periódico y dejarle las monedas sobre el mostrador, un gesto de la cabeza
cuando volvía a casa y la descubría rodeada de niños, los fines de semana la
saludaba con la mano desde el balcón de casa y, sólo en raras ocasiones, se
nos escapaban unas palabras amables cruzadas al descuido. Debimos de crear
entonces algún tipo de amistad tácita que se fue alimentando sola y a tropezones, como un perro abandonado en la calle, iluminada por breves espasmos
de complicidad que se difuminaban tan pronto como surgían, espontáneos
como el estallido de un relámpago.
¿Por qué “la fea”? No lo sé, sus rasgos no eran desagradables, e incluso
podría decirse que, cuando los niños la asaltaban en su tienda, la cara se le iluminaba con una sonrisa amable. Tal vez la llamaran así sencillamente porque
no era guapa, quizá fuera un mote cruel impuesto por algún gracioso años
atrás, lo cierto es que ése era el nombre por el que la conocía todo el barrio y
que hasta yo, que ahora me arrepiento de haberlo hecho, utilizaba para identificarla. Supongo que ella lo sabe, y lo admitirá con resignación, igual que
tolera los gritos de los niños en su tienda o el hecho de que la gente, incluso
hoy que ya han pasado meses, siga murmurando de cuando se fue Manuel.
Ella ha vuelto a recoger su pelo claro en un moño apretado y firme y viste con
el mismo descuido que solía preferir, pero su mirada, antes huidiza y nerviosa,
es ahora franca, satisfecha y serena.
Manuel llegó a la ciudad para cubrir la baja del profesor de matemáticas,
situación que llenó de sospechas a los críos de su clase. Una úlcera mal llevada
lo apartó de las aulas de un carpetazo seco y repentino: el director dijo que llevaba unos días comiendo poco y mal, la señorita de ciencias comentó que sus
alumnos le habían preguntado por no sé qué potingue altamente tóxico, la
bedel del instituto no quiso aventar rumores pero las palabras sueltas volaron
tan rápido como las ondas sonoras y sobre el barrio se posó la sentencia de que
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los propios alumnos habían propiciado su baja. Don Roque era un hombre seco,
arrugado como un folio inservible, cetrino y mal encarado, que impartía la asignatura como quien predice el fin del mundo, con una única debilidad: las empanadillas de atún picante de la panadería de la Petra. Siempre solía llevar algunas de ellas en un hatillo apretado y aceitoso cuando volvía a casa y, entre clase
y clase, mordisqueaba su manjar por los pasillos, dejando siempre migas colgando de la solapa de su traje. A todos alegró la noticia de que, el próximo curso
escolar, don Roque permanecería en reposo, bajo estricta vigilancia médica, en
su pueblo, un lugar perdido y sombrío que ni siquiera estaba en los mapas.
Así que aquella mañana de jueves en la que debía llegar el nuevo profesor, todos los ojos estaban pendientes de los coches desconocidos que
aparcaban frente a la puerta del colegio. Los alumnos se apretaron en un
grupo escandaloso y espectante; sentados en las escaleras del ayuntamiento, lugar ideal para ser testigos de tan esperado suceso, retorciéndose entre
risas y bromas, gastando a grandes zancadas los minutos, ansiosos por despejar aquella incógnita matemática. Poco antes de la hora de comer, un
vehículo blanco estacionó a la entrada de la plaza, la portezuela del conductor se abrió y el tiempo se detuvo en los relojes. Esa es la imagen que guardo de él cuando el recuerdo caprichoso de aquellos días me asalta por sorpresa, abriéndose paso entre mis pensamientos, sin respeto alguno por mi
voluntarioso empeño de olvidarle. Manuel bajó del coche despertando un
murmullo de admiración. Aunque resulte una paradoja era un hombre muy
varonil, moreno, de complexión fuerte, pestañas interminables y una sonrisa que era más una provocación que un gesto. Sus movimientos siempre
fueron pausados, firmes y seguros, algo gatunos, imposible apartar la vista
de sus manos, de dedos largos coronados por una uñas bien cuidadas en las
que el albugo formaba una media luna perfecta. Yo siempre sospeché que
él conocía perfectamente la seducción que se despegaba de su cuerpo, aunque nunca noté que la ejerciera, simplemente la disfrutaba como quien
nace alto o inteligente.
Atravesó el patio del colegio seguido por una nube de admiración y,
durante más de media hora, permaneció reunido con el director que fue
poniéndolo al día en sus obligaciones. Después salieron juntos a comer y, en
el bar de la plaza, preguntó si alguien alquilaba un piso cerca de allí. El destino quiso que mi edificio tuviera el ático disponible, el destino y la señora
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Teresa, que acababa de desalojar al último inquilino por no pagarle la mensualidad. Se instaló aquella misma tarde, yo le escuché trastear y moverse
pocos metros por encima de mi cabeza. Traía varias cajas llenas de libros y,
días más tarde, llegaron algunos muebles: una cama grande que se grabó en
la mente de todas las mujeres del barrio, un sillón orejero con ruedas algo
desteñido, dos estanterías de pino y algunos bultos que supusimos ropa de
cama y poca cosa más.
Manuel se hizo cliente asíduo de mis tardes. Después del colegio solíamos
tomar café sentados en el estrecho balcón de mi casa mientras comentábamos
las incidencias del día. Él hablaba con tranquilidad, con aquella voz grave y profunda que aún me estremece recordar. Gustaba de acompañar con gestos de
las manos cada una de sus palabras, y se quedó pensativo durante unos minutos cuando yo le conté la historia de “la fea”.
Le dije que ya estaba en el barrio cuando yo llegué, que antes repartía las
horas entre el quiosco y su madre, una mujer oscura que vivía en el piso superior, justo encima de su local y que había fallecido no sé cuántos años atrás. No
se le conocía familia alguna, su vida eran las cuatro paredes del local y hubiera
alertado a todos los que vivíamos en aquella calle si algún día se hubiera atrevido a traspasar el manojo de metros que la separaban de la plaza, alegre y
bulliciosa como un recreo. Él la miró largamente la primera tarde que coincidimos, nosotros en el balcón de mi casa y ella apoyada en el umbral de la tienda,
respirando los rayos de sol que se detenían perezosos a aquella hora, para perderse en el horizonte hasta el día siguiente. No dijo nada durante unos minutos y supuse que, igual que yo, estaría pensando en la tristeza que debía teñir
de angustia la vida de Laura, lo monótono de sus días, las noches solitarias y la
juventud que se le escapaba sin haberla disfrutado ni siquiera una vez.
La tarde siguiente me quedé esperándolo durante horas; supuse que
tendría trabajo pero no escuché sus pasos tranquilos como otras veces en el
piso de arriba. Tal vez una reunión, un compromiso, algo importante que justificara que mi esperanza de verlo languideciera y que el café de todos los
días se enfriara, aburrido y marrón, sobre el fogón de la cocina. Al asomarme al balcón para airear mi abandono, lo vi salir del quiosco de “la fea”,
levantó la cabeza y me saludó con un gesto de la mano. Después, para mi
sorpresa, vi salir a Laura, con el pelo suelto y un halo especial pegado a sus
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faldas. Juntos bajaron la calle, charlando amigablemente, acompañados por
los pasos apretados de mis celos.
Por supuesto, al día siguiente “la fea” fue el blanco de todos los comentarios, que si “mira, la mosquita muerta”, que si “hay que ver, y parecía
medio tonta”, no sé aún por qué salí en su defensa, supongo que me dominó un sentimiento de justicia, porque inmediatamente reconocí que, si alguna mujer en el barrio, incluso en toda la ciudad, se merecía las atenciones de
Manuel, el aroma cálido de su compañía, el suave dibujo de sus cejas, la
imprescindible belleza de su mirada, aquella mujer era Laura, la fea, la solitaria, la olvidada de todos, nadie como ella había pagado con soledad y amargura la recompensa de sus encantos. Todos me llamaron loca, todos dijeron
“precisamente tú la defiendes”, y aún no sé por qué me resbalaron aquellos
comentarios afilados como insultos que, en lugar de quedar prendidos como
alfileres en mi orgullo, se deslizaron insignificantes y pobres a mis pies, que
los pisotearon con ánimo indefinible.
Para asegurar mis comentarios con acciones, acostumbré a salir al balcón
cuando sabía que Laura cerraba la tienda para salir a pasear con Manuel y, sonriente, les decía adiós con la mano. Ellos se perdían apretados calle abajo, subían al coche de Manuel y escapaban de las miradas malintencionadas. Tal vez
fuera yo la única que vi florecer a Laura; por las mañanas, cuando le compraba
el periódico, me sonreía llena de algo muy especial que sólo las mujeres enamoradas esconden detrás de la mirada. Olvidó su moño apretado, sus batas
amplias y aquellos zapatones cómodos que le hacían la figura achaparrada y
vulgar. Fue por entonces cuando descubrí que el amor puede darle la vuelta a
las personas y dotarlas de un poder imbatible, es capaz de trasformar todo lo
que toca, caprichoso y obstinado como es, con la facultad de hacerte volar sólo
con la delicada caricia inapreciable de sus dedos.
He intentado averiguar muchas veces qué impulsó a Manuel, cuál fue la
razón por la que, de entre todas las mujeres, se decidió por Laura, qué pasó
aquella tarde en la que ella se asomó a la puerta de la tienda para disfrutar
de los últimos rayos de sol, mientras yo le contaba su historia. Todos los días
me hacía el firme propósito de preguntárselo cuando tuviera ocasión de
charlar con él como lo hacía antes, pero nunca volvió a dedicarme su tiempo, apenas pude disfrutar de los escasos segundos que empleaba en saludar-
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me atentamente cada vez que nos cruzábamos en la escalera o coincidíamos
en el supermercado.
El tiempo pasó como lo hace siempre, sin avisar, sin dejarse atrapar, de
puntillas y a traición. La gente se acostumbró a ver juntos a Laura y a
Manuel, poco a poco comenzaron a pasear más por el barrio. Ella resplandecía y él parecía feliz. Llegó el invierno y ella decoró el quiosco como jamás lo
había hecho: colgó espumillón de colores del techo, llenó de nieve falsa el
escaparate, puso unas cestas con dulces de obsequio sobre el mostrador y,
el día de fin de año, invitó a quien quiso a vino dulce y turrón. Yo pasé la
última noche del año con algunos compañeros del trabajo: tomamos las
uvas, bailamos hasta que se hizo de día y embadurnamos el suelo de mi piso
con cava, serpentinas, deseos de un nuevo año feliz y, aunque sólo fuera un
poquito, algo de envidia por la noche que estarían pasando ellos, con su
amor recién estrenado. Sé que aquella fue la primera noche que durmieron
juntos, intenté espiar cada uno de los sonidos que provenían del piso superior pero el escándalo que había en el mío me impidió conseguir resultados
fiables. Mientras bailaba como una posesa y celebraba el comienzo del año,
imaginé risas ahogadas, rumor de besos y el eco de algún suspiro y, en silencio, brindé para que aquella felicidad les acompañara siempre. Esa noche
conseguí vencer la eterna rivalidad que siempre ha existido entre mis deseos
de buena voluntad y este caprichoso corazón que me acompaña y se empeña en jugármela cada vez que le da la gana. Lo mantuve ocupado disfrutando de la gente que llenaba mi casa a raudales, y así conseguí que no se detuviera en envidias, malos pensamientos ni celos y, por fin, cuando el sol saltó
por encima de los tejados del vecindario, en el preciso instante en que Laura
despertaba entre los brazos codiciados de Manuel, mi corazón y yo caímos
rendidos, ebrios y, llenos, por fin, de paz.
El año nuevo no trajo, como no suele hacerlo nunca, una vida nueva;
yo seguí peleando con mis rutinas, llené las ausencias de Manuel con
libros, mucha televisión, largos paseos por el campo y cualquier actividad
que me mantuviera alejada de lo que me gritaba, a pleno pulmón, mi subconsciente. Es curioso lo lento que pasa el tiempo cuando nos empeñamos
en que se apresure, y lo raudo que se escapa cuando intentamos retenerlo pero, por suerte, la memoria nos devuelve los días que se escaparon
veloces y nos los presenta vívidos, como recién estrenados, cada vez que
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dejamos volar los pensamientos con un poco de vino y música suave. De
esta forma he tenido a Manuel de nuevo en mi casa cada vez que me ha
apetecido, he vuelto a verme reflejada en sus ojos color miel, su voz ha
vuelto a acariciarme, a envolverme cálida y tersa, y el amargo aroma del
café ha sellado, como solía hacer antes, aquellas conversaciones interminables que nos mantenían juntos, con las cabezas próximas, las rodillas juntas y el alma entrelazada.
Así, entre recuerdos ciertos e inventados, a pesar de mi voluntad y
contra todo pronóstico, se nos fue colando el verano, el final del curso y la
marcha de Manuel. Llamó una tarde calurosa a mi puerta y me sorprendió
con un ramo de margaritas amarillas, tan apretadas como los besos que yo
hubiera querido recibir de sus labios. Me las tendió con un gesto indefinible
y, mientras yo las colocaba con manos nerviosas en un jarrón con algo de
agua y una aspirina, sus palabras asaetearon mi esperanza de volver a tenerlo a mi alrededor, y me dejaron vencida y lejana. Me dijo que se marchaba
aquella misma semana y me comentó que yo era la primera persona de la
que se despedía cuando yo hubiera traicionado todo aquello en lo que creo
por haber sido la última. No recuerdo con qué palabras recordará nuestra
despedida porque no soy consciente de lo que le dije, fue tan grande el
esfuerzo que tuve que hacer para no rogarle que se quedara que no creo que
me quedaran fuerzas para hilvanar frases amigables de despedida. Sólo sé
que aún tengo grabado el ruido que produjo la puerta al cerrarse a su espalda, el sonido de sus pasos al bajar las escaleras y el del portal de la calle.
Después sólo silencio.
Todo el barrio volvió a llenarse de rumores, frases susurradas con maldad, “qué será de la fea ahora que él se va”, “la pobre, otra vez sola como
antes”, se dijo tanto y tan cruel, que no quise que aquella suciedad me salpicara e hice todo lo posible por no prestarme a conversaciones en las que surgiera el tema. Apreté el paso, cerré el corazón en banda, me fingí ocupadísima, y
viví aquellos días ausente e inaccesible. A través de los cristales de mi balcón vi
marcharse a Manuel, detuvo su coche frente al quiosco de Laura y se quedó
quieto mirando hacia el interior, donde ella debía estar haciendo lo mismo. No
intercambiaron palabras que todo el mundo habría podido escuchar, ni utilizaron gestos que pudieran malinterpretarse, se miraron y eso bastó para que se
comprendieran. Después el coche de Manuel se deslizó calle abajo y la esquina
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lo hizo desaparecer, sin que mi cielo se desplomara ni dejaran de taconear los
segundos en el viejo reloj del salón.
Pero estaréis más interesados en saber lo que sintió Laura, cómo
transcurrieron los días inmediatamente posteriores a su marcha, y he de
reconocer que a mí también me sorprendió su fortaleza, su capacidad de
autocontrol, porque yo me habría lanzado como una loca a la calle, habría
corrido mientras me quedaran fuerzas detrás de su coche y le habría suplicado que me llevara con él dondequiera que se fuera. Ella salió de la tienda,
como cada tarde, a disfrutar de los últimos rayos de sol, y volvió a abrazarse
a la rutina de los días sin dar muestras de desánimo. Cuando dejé que mi
curiosidad venciera a la sensatez que suele caracterizarme, me acerqué una
tarde a la puerta de la tienda, justo cuando ella salía para apoyarse en el
umbral, y me interesé por su vida con amabilidad, como quien pregunta la
hora. Supuse que aprovecharía la oportunidad que le brindaba para desahogar la pena que debía sentir y derramar las lágrimas de su tristeza, creí que
mis atenciones aliviarían el dolor que se había instalado en su corazón, pero
sus ojos fueron francos al responderme. No dio muestras de comprender lo
que deseaba que me contara hasta que, atrevida, se lo pregunté abiertamente. Ella sonrió con alegría y me sorprendió con las palabras más bonitas que
he escuchado jamás.
- Manuel quiso darme algo que nadie me habría entregado jamás. Sé
que todas las mujeres que lo conociais deseasteis lo que yo tuve, pero
habría sido injusto, ¿no crees? Nadie mejor que yo habría valorado lo que
me hizo sentir, yo desconocía que pudiera ser capaz de amar de esta manera, entre suspiros, con el alma a flor de piel, descubriéndome cada vez que
lo tenía cerca. ¿Sabes que desconocía lo que era el calor de un susurro, la
premura del deseo, el hambre de unos besos, el sentir una mano buscando
la tuya, el caminar al mismo ritmo? Yo he atesorado esos recuerdos y los
saborearé mientras me dure la vida, porque nunca he experimentado nada
tan intenso, tan imprescindible. Jamás le agradeceré lo suficiente el bien
que me ha hecho y sería muy estúpida si dejara que la tristeza, el despecho
o la amargura vinieran a manchar la luz de aquellos días. Mi vida es sólo un
recordar sus besos, el camino de sus manos en mi cuerpo, la caricia de su
presencia, el rumor de mi sangre cada vez que tenía frente a mí sus ojos. El
resto son días que pasan, nada realmente importante.
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Así que no sintáis lástima por Laura, no os compadezcáis de ella porque
vuelve a estar sola, no busquéis una mirada triste en sus ojos cada vez que se
le llene la tienda de chiquillos, ni penséis que sale a la puerta de la calle para ver
si vuelve Manuel, porque ella tiene un tesoro que nosotros ni siquiera hemos llegado a imaginar en el mejor de los sueños.
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Secretos de familia
ALICIA PERAL FERNÁNDEZ
Seleccionada
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En la bendita ciudad de Orihuela, donde lo sacro y lo obsceno se confunden, famosa tanto por sus venerables Iglesias e hierática Catedral como por sus
casas de moral distraída. Aún hay ingenuos que se preguntan como con el
huevo y la gallina, qué fue primero, respuesta que el que conoce bien los vicios
contra los que se supone lucha la Santísima Institución, continúa siendo uno de
sus mayores debilidades. Pero al margen de la doble moral que inunda la ciudad, que no hace más que de escenario a esta historia, se presenta el personaje que será narrador y vividor de la misma, y así es como empieza Don Manuel
a descubrir lo más bajo y lo más alto que esconde en su cajón de sastre la urbe
de su nacimiento.
I
“Siendo los más morales los que no ocultan su vida nocturna, los que
cogen el puente de plata que brinda la luna llena a la ciudad de las luces,
empieza a darle a la húmeda mi compañero de fatigas, Joselito:
- ¡Manolo!, ¿a qué no te imaginas a quién vi el otro día en el Azul?- a grito
pelado, sin vergüenza,¿para qué?, no se dedica a esconderse en la primera fila
de la Iglesia de Santa Justa y Rufina para que el cura no dude de su presencia.
Mi silencio fue la mejor respuesta, no voy a tales lugares, si tuviera dinero me
lo podría plantear, pero de momento mi mujer controla mis ingresos, así que era
cierto que no tenía ni idea.- ¡A tú nenito!, el cabronazo no me quiso invitar a
nada, se parece a su puto padre.- Mostrando su sonrisa amarilla limón. - Lo
sabías, cabroncete, ¡y no dices na!
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- Pues no, ¿de qué trabaja?.- el tipo para ser portero no lo cumplía ni de
lejos, y el chico no parecía haber cruzado la acera, además, en el Azul no hay
chaperos, que yo supiera.
- Tranquilo que tu hijo sigue siendo un machote, es el “barman”- Sonaba
cómica la palabra en este tipo hosco y moreno tintado a la puesta del sol,
cuyo perfil era bien parecido al del eslabón perdido, orgulloso del pelo en
pecho español. Sus palabras me supieron a gloria bendita, no es que tenga
nada en contra de los mariquitas ni de las señoritas de burdel, pero si mi hijo
no lo es no pienso quejarme. Cuando se percató que la conversación no iba
a ir mucho más lejos, se cortó relativamente y me llevó a casa para dejarme
en la puerta de mi infierno personal.
¿Qué le iba a decir al chico?, bien sabido es por todos, que los padres
queremos lo mejor para nuestros hijos, situación difícil, no podía decírselo
cara a cara, aunque lógicamente él tenía conciencia de que ya me habrían
informado, así, cuando abrí la puerta, me dirigí al salón como todos los días,
con la cabeza alta, y lo vi allí. Se escondía detrás de una revista, cuándo fue
lo suficientemente valiente como para mirarme, le demostré lo que pensaba
con una sola mirada, una sonrisilla de medió lado, y un guiño imperceptible
para mi señora. ¿Qué le vamos a hacer?, guardaré el secreto, no está tan mal
vivir a través de los hijos, había cumplido uno de mis sueños, claro que ahora
tenía un sitio menos donde pensar echar una canita al aire, pero a lo mejor
me caería un whisky gratis.
La monotonía del lecho conyugal es algo horrible, aunque los gritos de
la media noche de la vecina me vuelven loco, “menuda puerca, sabe que se
oye todo”,bendita puerca pensé en contestarle a mi mujercita, pero ya tendría otras excusas para pelear, así contesté con un “sí querida”. Yo no diría
que eso es ser un calzonazos, es ser inteligente, eso que me ahorro.
¡Oh Katrina!, eso es una mujer y lo demás son tonterías, alta, rubia, pero
de verdad, y bien formada, eso de las curvas españolas es un bulo, una forma
elegante para llamarlas gordas cuando cumplen una edad, y encima orgullosas, ¡Oh!,¡Katrina!, por tí me uniría a la Madre Rusia.
- Buenos días.- voz suave y acento áspero, una combinación rara pero deliciosa. Cuando nos cruzamos en el ascensor sueño despierto que se abalanza
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sobre mí y sonrío como un idiota, mientras ella algo incomoda mira a todas partes y sale rápidamente del ascensor, seguro que al igual que yo lucha contra sus
impulso naturales, está loquita por mí. Solo suspiro cuando la veo salir, ay los
hay con suerte, o con dinero según las malas lenguas.
II
Pasaron meses desde que supe de su trabajo, y lo único que conseguí fue
preocuparme por el muchacho, pero preferí dejarlo en paz, “sabe lo que se
hace, con 21 años yo ya estaba casado, y tenía la vida hecha y acabada” me
decía para relajarme. Se iba siempre muy temprano, teniendo las clases por la
tarde era fácil intuir que le toca turno de mañana, mucha gente va a desahogarse antes del tajo. Así pasaron un día y otro sin tregua, lo están explotando un poco, pero que cabía esperar de donde se había metido. Mi señora se hartaba de sus ausencias, espero que le paguen muy bien, le llaman
continuamente al móvil y salía corriendo de casa, dejando por hacer lo que
fuera, no creo que ser camarero requiera semejante disposición.¿Y los estudios?, no le pueden ir lo bien que debieran, es cierto que está estudiando
la profesión del vago, Políticas, pero según he oído no es fácil, no me enorgullece, pero es mejor que meterse en la mafia de la trata de blancas, quizá
la corrupción es parecida, pero al menos la política tiene mayor aceptación
social, y seguro se trabaja menos. Uno sacrificándose toda la vida para que
tengan lo mejor, y cuando lo tienen... Reflexionaba todo esto cuando llegaba a casa caminando, y como era normal el corazón me dio un vuelco al
girar la esquina, mi edificio había sido tomado por la autoridad, Antonio
estaba allí, compañero del instituto al que me dirigí con la cara desencajada, el también pareció asustado, pero de mí.
- Lo siento Manolo, vas a tener que acompañarnos.- salió del área acordonada, alrededor no vi ni a mi mujer ni al chico.- tengo que hacerte unas
preguntas.- me imaginé que podía ser, el chico se había metido en un buen
lío, semejante disposición solo podía justificarse haciendo servicios extra a la
mafia,¿sería por drogas, o por chulear a las putas? o lo que más temía, un
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ajuste de cuentas, ya me enteraría en comisaría, no pude contener la pregunta de cómo estaban mi familia, pero no recibí respuesta. Subí al coche
patrulla, en el asiento trasero, sentí la claustrofobia en ese espacio reducido,
el cristal que me separaba de los conductores, las correas de los asientos y
esposa que colgaban, aunque lo que más me preocupaba era los vecinos que
me habían visto subir. En la sala de interrogatorios se pierde toda cortesía,
solo me ofrecieron un cigarro, estaba tranquilo, si no me leía mis derechos
quería decir que estaba fuera de sospechas, o quizá me equivocaba, que era
lo más probable.
- Dime, ¿qué tal era vuestra relación con la vecina de al lado?.- “era”, que
quería decir con eso, evidentemente la buscaban a ella. Simplemente respondí
que era cordial.- Los vecinos nos han dicho que os quejabais de ella, querías
denunciarla por prostitución.- no paraba de dar vueltas alrededor de la mesa,
aficionada técnica aprendida en las pelis de polis, y con el tópico bueno y el
malo, Antonio preguntaba, y el otro tipo, gordo y sudoroso caminaba detrás de
mí, no era buena señal que quisieran ponerme nervioso.
- Mi mujer decía muchas cosas, pero sin pruebas no se puede hacer nada.
- Su mujer tenía en una libreta un control de entradas y salidas de casa
de su vecina- Ya me había hablado de esa libreta, pero eso no es una prueba,
sigue siendo su palabra contra la de ella, la dejaba hacer por que así gastaba
sus energías en otra cosa que no fuera reprocharme lo desgraciada que era
su vida conmigo.
- No hay que tenérselo en cuenta, no servia para nada, es como un hobby
para ella.
- ¿Y su hijo?¿sabe que eran amantes?.- no pude ocultar la sorpresa, que
horror, mi nuera era mi fantasía erótica, ¿cuántas veces no había soñado por
otro lado con eso?
- Quizá sería mejor llamarlo proxeneta.- interrumpió el gordo en mi nuca.Y parece que se portó mal la puta, porque la ha dejado hecha una mierda.- tiró
sobre la mesa unas fotos, cuando tuve fuerzas para salir de mi sorpresa y mirar,
vi a otra persona, no era Katrina, era un muñón de sangre, le habían arrancado sus facciones a fuerza de navajazos, estaba desnuda y boca abajo, su cuerpo continuaba siendo hermoso y blanco como la luz del día, a pesar de los
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moratones de distintos colores que estampaban su cuerpo, el charco de sangre
la seguía detrás, parecía que la hubiesen arrastrado hasta el pasillo, donde situé
la fotografía.- Mírala bien, recuerda como era y como es.
El interrogatorio siguió en torno a preguntas sobre las que no tenía respuesta, o sobre las que se suponía que no las tenía, no podía decir nada del trabajo en el prostíbulo, la Mafía podía estar esperándolo fuera y no quería más
problemas. Cuando me cansé de sus juegos, en un arrojo de valentía solté. - Si
no tienen nada contra mí hijo, ni nadie de mi familia, más vale que nos dejen ir
a todos.- sonrieron.
- Es cierto, no te lo hemos dicho.- hicieron una pausa en la que se miraron
divertidos, como si esperasen mi pregunta.- El chico estaba junto a ella cuando acudimos al aviso, nos abrió la puerta, lo que pasa es que él no quiere hablar, ahora
mismo le estamos haciendo una evaluación psicológica a ver si es por el trauma.Era increíble que me tuvieran más de 20 minutos de interrogatorio y no me hubieran informado, es fácil manipular a través de la ignorancia, así no exigiría la presencia de un abogado, claro que en ese momento lo exigí, y solicité que me dejarán ver
a mi esposa y a mi hijo, aunque solo obedecieron a la primera de mis exigencias.
Después de la tortura psicológica de cuatro horas me dejaron junto a mi
mujer, pero mi hijo pasó a disposición judicial. No pude soportar los llantos de
mi mujer, sus gritos y agonías, ¿era mi culpa?, para ella era evidente, y eso que
no sabía de la misa la mitad. No sabía si sentirme reconfortado o al borde de
una crisis de nervios, mi hijo era incapaz de hacer algo así, pero si no lo había
hecho, era muy posible que estuviera mucho más seguro allí dentro. Me sentía
tan impotente, había dejado que todo ocurriera, y no había marcha atrás, ¿qué
clase de padre he sido?. Caminando llegué a la puerta de la parroquia, necesitaba hablar con alguien, necesitaba paz, entré en busca de ella. No necesitaba
llamar, la puerta siempre esta abierta. – Buenas tardes.- era un patio amplio
ensombrecido por enormes naranjos, silencioso, solo se oía el canto de algunos
pajarillos, un lugar perfecto para la meditación, para la confesión.
- Buenas tardes, esperaba que vinieras a verme.- me brindó una enorme
sonrisa.
- ¿Ya te has enterado?, esperaba que tardase algunas horas más en
difundirse.
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- El padre Octavio está en comisaria, me ha llamado para decírmelo,
¿cómo estás?- mostró una cara preocupada y me cogió del hombro para
darme ánimos.
- ¿Te lo puedes creer?, era proxeneta, trabajaba en un prostíbulo...no me
hago a la idea.- no lloré, no me quedaban fuerzas aunque la angustia me apretaba la garganta.
- No tienes la culpa, nadie sabe donde andan sus hijos en estos tiempos
que corren.- era una evidente falacia, que la mayoría sean malos padres no significaba que estuviera justificado, aunque yo era peor que todos ellos, lo que
hubiera dado por gozar de la ignorancia exculpatoria.
- Te equivocas, lo sabía, y le dejé hacer, es culpa mía. Concha tiene razón,
debía haber sido un padre.- Le sorprendió la confesión.- Está metido en un
buen lió y no puedo sacarlo del hoyo, recuerdo cuando tenía seis años y le sacaba de todos los follones en que se metía, era su héroe...- las lágrimas volvieron
a recorrer mi agrietada cara.
- No sufras, haré todo lo que está en mi mano para que salga bajo custodia hasta que se celebre la instrucción, moveré algunos hilos.
- No lo hagas, está más seguro rodeado de policías que en la calle, seguramente es la cabeza de turco ¿sabes?, si sale equivaldría a una chivatazo. He
pensado declararme culpable, quedaría libre de sospechas para sus “jefes”, pero
si me equivoco pueden matarle a él también.
- La mentira solo confunde, nuca deben pagar justos por pecadores, debemos perdonar siempre, recuérdalo, no fuerces las cosas, todo saldrá a la luz, y
podreis descansar.
- Si supieras algo, me lo dirías, ¿verdad? Padre.
- Llámame hermano, es más apropiado ¿no crees?.- hizo una breve pausa
pensativa.- Sabes que no puedo hablar, pero sí puedo encaminar hacia el bien
a quién desea salvar su alma. No te puedo hacer promesas, pero rogaré por
vosotros.- Tristemente era sincero, y creía realmente lo que decía.
- Eso no será suficiente.- Me fui por donde había entrado, sin respuestas,
sin ayudas, sin nada, solo con mi angustia y un hijo entre rejas.
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III
Pasaron las horas como días, y los días como meses, se decretó su ingreso
en prisión hasta que comenzará la instrucción, a nadie parecía importarle que
el chico no dijera ni una sola palabra, el abogado defendía su derecho a guardar silencio. ¿Qué clase de abogado puede defender a alguien con quien no
habla?, le dejará que se pudra en la cárcel, pero no nos podíamos permitir un
abogado. Por otro lado parecía prudente, la lengua podía perderle, y en vez de
pasar 20 años en la cárcel, podía pasar la eternidad en el infierno. Mi mujer era
quien solía visitarle en prisión, no me sentía con fuerzas para mirarle a la cara,
pero finalmente me hice con fuerzas para verle.
- Lo siento, es culpa mía, ¿cómo has llegado a esto?- miraba al suelo, y lloraba, me quedé en silencio, esperé a que me dijera algo.
- Yo la quería, la quería muchísimo, es culpa mía, solo mía.
- ¿Por qué no te declaras inocente?- mis ojos se humedecían.
- No quiero morir. Papá no quiero morir. No vengáis, dejadme en paz, no
quiero que os hagan daño a vosotros también.
- Por Dios, ¿qué has hecho?, ¿cómo ocurrió?¿por qué?.
- La quería, vosotros no lo entendéis, llevábamos un año saliendo. Fue ella
quien me ofertó trabajo como camarero. Todo iba bien hasta que se enteró uno
de los jefes de lo nuestro. Yo no sabía que cogía dinero de la caja de arriba,
¡sospechaban de los dos! Era tan hermosa papá, como los ángeles.
- ¿Les robaba?, se vengaron y ahora tú pagas por ellos. Hijo mío cuanto
siento haberte hecho esto, haberte dejado llegar a esta situación.
- Tenía mucho miedo, me llamaba continuamente, sospechaban de ella,
cuando me lo confesó no pude hacer otra cosa.
- No tienes la culpa hijo, esta gente es muy peligrosa, haces bien callando.
Perdóname.
- No lo entiendes papá, yo se lo dije a mis superiores, yo fui su delator,
nunca debió hacerlo, a las demás chicas les daban palizas salvajes, pero ella
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era libre, tampoco necesitaba tanto dinero, tenía buena clientela, fue demasiado egoísta.
- ¿Sabías que la iban a matar y no la protegiste?
- Lo siento tanto papá.
- Tú no empuñaste el cuchillo, no eres un asesino, cuidaremos de ti, no te
preocupes.- lloraba espasmódicamente ante mis palabras.
- Es que sí empuñe el cuchillo, la maté yo, desobedeció las normas, quién
desobedece paga, yo obedecí, pero pago la penitencia de haber matado al
amor de mi vida, por eso me quede allí, esperando a que exhalara su último
aliento. Preparaba las maletas para fugarse, había ahorrado mucho robándonos a los demás, y esperaba que la recogiera para fugarnos juntos, qué
romántico ¿verdad?, hicimos el amor, y después la maté, deforme su cara
para no verla morir, y esperé a ver frenarse su abdomen en busca de la última bocanada de oxígeno. Si no me fui, fue por que quería que me pillaran,
le dejé gritar todo cuanto pudo, quería que me cogieran, merezco estar aquí,
me enseñaron a ser lo que soy, y me queda poco, no confían en mí, si fui
capaz de traicionar a mi novia...
- Eres un cobarde hijo de puta.- me levanté y salí de la habitación, a mi
mente venían las fotografías del horror.
IV
Que irónico resultaba, me había sentido el padre coraje durante meses,
para descubrir que mi hijo era el único criminal contra el que luchaba, me preguntaba si el Padre Arturo, mi hermano de sangre, conocía la confesión cuando me pidió que perdonara, pero no se lo preguntaría nunca, el silencio es su
única respuesta, quien no tiene nada que decir, es mejor que calle. Ya no me
importaba nada, a partir de ese instante dejé de ser padre y marido, hermano
y cristiano, lo dejé todo, y me fui para no volver. Ahora no tengo nombre, solo
soy un caminante sin camino, el borrón de lo que fui. La noticia sobre el suici-
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dio del que fuera el hijo de Don Manuel, llegó a mis manos en forma de mantas de papel, pero yo ya no soy don Manuel, aunque lloré, porque cuándo lo
fui, no lo aproveché, no lo hice bien, ahora mi dios es el olvido que se esconde
en el poso de un cartón de vino, no ruego que me salven de la autodestrucción,
quien lo intente no lo entiende, pues con la muerte de Manolo, renazco YO
como el ave fénix, deja de existir el dolor, el miedo, el que no tiene nada no
tiene nada que perder.
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El regalo del calamar
JOSÉ MANUEL GONZÁLEZ ROS
Seleccionado
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Paso una vez más por la carretera que bordea el puerto y por la ventanilla del
coche, veo lo que viene siendo habitual desde hace ya varias semanas: Grupos relativamente numerosos de barcos de todas clases y tamaños que se mantienen aparentemente inmóviles en zonas no muy distantes de la bocana, tal vez a medio camino entre ésta y la piscifactoría, o tal vez mas allá. Suelen salir al mar a eso de las tres
o cuatro de la tarde y en él permanecen hasta que se pone el sol o aún más, en
estos días tan cortos del invierno levantino. Se trata claro está, de la llamada del calamar, ese ser casi transparente y de colores cambiantes que se muestra con su aspecto real sólo ante aquellos que tienen la ocasión de verlo aún vivo, en el mar, mostrándose a los demás con esa otra apariencia suya, blanquecina y opaca, propia ya
de las pescaderías. Me dicen los marineros del puerto que aquí es casi una tradición
navideña intentar llevar a la mesa un par de estas criaturas que, cada año por estas
fechas, aparecen en el alguero1 próximo a la costa, pocas semanas después de que
los últimos túnidos de la temporada nos hayan abandonado. También me dicen que
esta vez hay pocos, si bien afirman que son grandes, claro que siempre hay pocos
peces que pescar en opinión de los pescadores y sus capturas siempre son grandes,
por lo que no doy mayor crédito a lo que oigo. Me gusta oír hablar de estas cosas
a las gentes del mar, aunque sus relatos despiertan en mi una cierta inquietud, un
deseo fugaz de ser también yo protagonista de sus historias y de que mi barco sea
uno más de esos barquitos aparentemente inmóviles sobre el alguero, al atardecer.
Hoy es sábado, acabamos de comer y mi familia, que ya ha oído hablar de los
calamares en más ocasiones de las que hubiera querido, me recuerda mi deseo insatisfecho tantas veces expresado y me anima a salir unas horas a intentarlo, aprovechando que hace un buen día para ello. No hago pereza, cojo la bolsa con las cosas
que me suelo llevar cuando salgo a navegar y me voy al puerto. El Miracle y yo salimos diligentes por la bocana y, ante mi desconocimiento de no saber donde está
“el mejor” sitio, me dirijo allí donde parece haber más barcos. Siempre me ha dado
1. Alguero hace referencia a un fondo marino de algas, aunque en esta zona, muchos de los llamados
algueros son realmente praderas de Poseidonia oceánica, que no es un alga, sino una planta fanerógama.
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apuro entrar en una zona donde ya hay otros barcos pescando, e incluso adivino
alguna que otra mirada con visos de reproche. Al fin y al cabo, paso a ser uno más
con quien repartir el botín. Me pregunto cuantos de los presentes habrán hecho lo
mismo que yo y de haber sido así, cual de ellos habrá sido el primer barco en llegar
y, por tanto, en decidir con algún fundamento que es ésta y no otra la zona adecuada, que es precisamente aquí y no en otro sitio donde nos esperan los calamares. Pasa el tiempo y la verdad es que no veo que ninguno de los barcos que me
rodean coja nada. Perdón, “una sepia pequeña” he oído decir a alguien que voceaba desde un barco próximo a otro. Yo tampoco cojo nada y además, dudo de lo
adecuado de mi aparejo, que he hecho yo mismo: Una braza de línea de nylon con
un plomo al final y a continuación, una de esas poteras de colores que corre libre
por el hilo entre dos topes. Cuando compré la potera, recuerdo que me dijeron que
casi pescaba sola. “Señores Porreros”2, oigo por la radio, “yo ya he cogido mi calamar, así que me voy”, con ese tono tan característico de los anuncios hechos públicos por los pescadores, entre la presunción y el legítimo orgullo de saberse dueño
de una de las preciadas presas. Desde otro barco próximo oigo también decir: “hay
que tener paciencia, tiene que hacerse de noche para que piquen”. Tal vez tengan
razón. Mi calamar, en todo caso, no acude a la cita.
Me quedo embobado mirando uno de esos bellísimos atardeceres de colores
increíbles: amarillos, rojos, violetas… ¿cómo puede haber montañas de color
rosa…?. Se está haciendo de noche y empiezan a producirse cambios muy rápidamente. Una neblina que desdibuja completamente el horizonte ha hecho acto de
presencia, dando una especie de continuidad entre el cielo y el mar. También la luna
llena ha empezado a surgir, por el Noreste, aún muy baja y aportando una luz entre
rojiza y amarillenta que se escapa por entre jirones de nubes oscuras y alargadas,
configurando un ambiente un poco fantasmagórico, inquietante incluso; pero no,
ahí están las luces de la piscifactoría, allí el faro del Cabo de las Huertas con sus familiares destellos… uno, dos…. un, dos, tres…; estamos en casa y no hay nada por lo
que inquietarse. Todo a mi alrededor es paz y lo único que oigo es el chapoteo del
mar en el casco de mi barco, el golpeteo rítmico de alguna driza y, a lo lejos, el arranque del motor de algún barco vecino que ha decidido ceder en su empeño. Las
estrellas también han llegado ya. Orión por el Este, Casiopea justo arriba…, están
todas. He encendido la luz del tope del mástil y mirándola, veo que dibuja en el cielo
una curiosa trayectoria con el movimiento del barco, como si quisiera entretejerse
en alguna de las constelaciones. De repente, estoy casi deslumbrado. La Luna se ha
elevado ya sobre las nubes que la medio ocultaban y su luz es ahora blanca e inten2. Se dice de quienes salen a pescar y hacen “porra”, es decir, no cogen nada.
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sa. Resulta curioso comprobar la capacidad de adaptación de nuestros ojos. En tierra, esta luz pasaría casi inadvertida y aquí, sin embargo, no hace falta ninguna otra.
La Luna, que ahora riela con fuerza en la superficie del mar, manda su reflejo justo
hacia mí, haciéndome sentir beneficiario principal de su afán por iluminarlo todo.
Ya no veo barcos en los alrededores, me estoy quedando solo y aún así, no
me quiero ir. Estoy disfrutando de veras y llamo a casa para que no se inquieten. Me dicen por teléfono que me asegure de llevar al menos el aperitivo para
mañana y yo les contesto que el calamar no parece pensar de la misma manera. Aún así, los leves tirones del plomo al arrastrar a veces sobre el fondo, mantienen la esperanza de que pudiera picar en algún momento. Da igual, con calamar o sin él, merece la pena haber salido y disfrutar de toda esta belleza.
Hace frío, pese a que estoy bien abrigado. Supongo que mi calamar también debe estar helado, el pobre. La próxima vez, me traeré un termo con café
con leche bien caliente. Decido finalmente volver a puerto. Soy definitivamente
el último en hacerlo. Arranco el motor y veo que el Miracle va dejando una estela que, iluminada por la Luna, es más bonita y mucho más grande que de día.
Es increíble cuanto cambia nuestra percepción de las cosas por la noche.
La luz verde del espigón se distingue ya claramente sobre el resto de las luces de
la costa. La roja no se ve aún. La verdad es que la roja no se ve bien nunca, a no ser
que te aproximes desde el Sur. Me viene a la cabeza cuán importantes son estas dos
lucecitas cuando se trata de entrar en un puerto desconocido. “Green to green, red
to red, all is clear, go ahead”, al decir de los ingleses3. Equivocarse en esto, de noche
y con un poco de niebla, puede suponer ir a parar contra el espigón si se descuida uno,
en vez de entrar a puerto. Estoy ya en la dársena y me aguarda aún una sorpresa adicional. Al entrar en la calle donde está mi puesto de amarre, casi centrada y al fondo
de la misma, veo la masiva Torre de Campello en todo su esplendor, iluminada con esa
luz cálida y amarillenta que tan bien queda sobre la rústica piedra, y en el oscuro espejo del agua, su imagen nítidamente reflejada. La Luna también pone de su parte y aparece mucho más arriba y a la derecha, como un adorno cósmico. Fantástico.
Vuelvo a casa sin un solo calamar, pero traigo conmigo un cesto lleno de sensaciones, de imágenes… y ¿acaso no es ese el mejor fruto del mar?. Tal vez todo
haya sido un regalo de mi calamar, como si con ello quisiera compensarme y pidiera disculpas por no haber picado. Creo que saldré a pescar con más frecuencia.
3. En español hay un dicho casi idéntico, que además se usa como regla de gobierno al encontrarse con otra
embarcación. Dice así: “Si da verde con el verde, o encarnado con su igual, entonces nada se pierde; siga a
rumbo cada cual”.
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Camellos en el
aparcamiento
ENRIQUE ROCHE
COLLADO
Seleccionado
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Amanecía en el limbo de los gnomos y me disponía a despertarme con el
suave canto de las ninfas que anidaban en el jardín de mi casa ubicada en frente del mar. El sol lucía radiante como un bebé contento y ya estaba enfundándome mis zapatillas de deporte para salir a hacer un poco de ejercicio. Solía
correr por la orilla del mar para poder aspirar la suave brisa que aportaba miles
de matices y olores, lo que me permitía divagar y seguir soñando mientras sudaba la camiseta. Al acabar me esperaba la benefactora ducha y un pequeño tentempié en el confort del hogar. Los “churumbeles” se iban preparando para ir
al colegio y ser alguien de valía en el futuro, ya que esta sociedad, si bien era
extremadamente justa, era también muy exigente con sus miembros.
Una vez a solas en el hogar tomé la prensa que ya estaba encima de la mesa
y procedí a recorrer con mis pupilas las excelentes noticias que estaban escritas. Era
extraordinario vivir en un mundo sin guerras ni odios, donde cada ser humano conocía sus limitaciones a la hora de funcionar. Luego, recogí un poco la cocina y bajé al
garaje a coger mi coche eléctrico no contaminante. Conducía sin prisa, escuchando
mis baladas favoritas en la radio, mientras que las flores crecían exuberantes en el
arcén de la carretera y los pajarillos revoloteaban saludándome al pasar.
La Universidad tenía un amplio aparcamiento y procedí a dejar mi vehículo
siguiendo las amables indicaciones del guarda de seguridad, que con su radiante sonrisa me saludaba todos los días. Acometí mi jornada laboral dirigiéndome
en primer lugar a mi buzón, donde me esperaba la correspondencia. Por la escalera me encontré con algún compañero de mi Unidad, un futuro Premio Nóbel
sin lugar a dudas. Era un lujo estar rodeado de tanta calidad científica y de tantos cerebros preclaros. Me sentía un poco empequeñecido ante tanta sabiduría,
pero sabía que algún día algo se me pegaría y podría codearme con ellos, dirigirles la palabra e incluso participar en algún proyecto conjunto.
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Un aroma de frescor inundaba el edificio. Tenía una carta del Ministerio y
otra del Gobierno Autonómico. Seguro que eran respuestas a los proyectos que
había solicitado y como no podía ser de otra forma, me contestaban en las
fechas y con la puntualidad que les caracterizaba. Esa mañana tenía la habitual
sesión de datos con mis compañeros de Unidad, también Premios Nóbeles, pero
quería saber lo que encerraban esos sobres antes de nada. Así que corrí raudo
y veloz, cuan gacela perseguida por el guepardo, y me encerré en mi despacho
para devorar con avidez las noticias que encerraban esas misteriosas misivas.
Abrí en primer lugar el sobre que venía del Ministerio. Ante mis ojos se abrió
un informe detallado de mi proyecto, punto por punto. Era un informe muy profesional, se veía que al evaluador no se le había escapado detalle. Mis pupilas iban
recorriendo las líneas, leyendo y entreleyendo para sonsacar los puntos clave. Las
críticas eran bastante buenas, me iba sintiendo satisfecho a medida que avanzaba
en mi lectura, pero todavía no había llegado al veredicto final y por eso estaba aún
un poco intranquilo. Al terminar la última hoja, allí estaba el párrafo enarbolando
una evaluación favorable: tenía concedido el proyecto. Ahora bien, el presupuesto
estaba un poco hinchado y me recomendaban que lo redujera en un 20%, pero
por lo demás parecía que el proyecto había gustado. El dinero iba a ser ingresado
para el año siguiente. Bueno, estaba feliz por disponer de esta oportunidad, no iba
a defraudar en absoluto y me iba a volcar en cuerpo y alma con esta línea de investigación, que por fin iba encontrando una justa subvención.
Enseguida, dirigí mi mirada al sobre del Gobierno Autonómico, como si de
una tabla de salvación se tratara. Y la verdad es que no era para menos, aunque
tenía la ayuda del Ministerio, el resto del año tenía que pasarlo con lo que el
Gobierno Autonómico me diera, si es que me iba a dar algo. Esa carta encerraba
la respuesta y con un nerviosismo parejo si cabe procedí a abrirla. Mis ojos se iban
a salir de las órbitas buscando la ansiada frase de la concesión afirmativa y allí
estaba al final, en letra negrita, el proyecto había sido muy bien valorado. Así que
tenía cubiertos los gastos de investigación por este año hasta que empezara con
el proyecto del Ministerio. Esto eran buenas noticias y como era de esperar corrí
veloz al laboratorio a comunicar la noticia a mis becarios. Estos se pusieron muy
contentos, eran dos chicos y una chica y la verdad es que estaban esperando esta
noticia para poder continuar con las investigaciones, pues ya teníamos que reponer el material y los reactivos gastados y estas ayudas venían como agua de mayo.
El tiempo apremiaba y debíamos darnos prisa si no queríamos perdernos la interesantísima sesión de datos. Así que corrimos ligeros a la sala de reuniones, donde se
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iban acumulando los eminentes científicos que formaban el entorno de mi Unidad.
Entré empequeñecido ante tan abrumadora abundancia de materia gris. Se respiraba en el ambiente un aire de sabiduría y aspiré profundo con la idea de incorporar a
mi cerebro un poco de esa inteligencia que rezumaba por sus poros. Incluso hubiera
lamido su piel para poder impregnarme de ese saber que con tanto esfuerzo habían
conseguido. No me atreví a comunicarles la noticia de las concesiones de las ayudas,
ya que ellos andaban sobrados de subvenciones y de dinero, eran Nóbeles, y para
qué quería yo, simple y miserable mortal, distraerles con esas menudencias.
Empezó la sesión de datos con la exposición de Ricardín, un becario, que ya
desde sus más tiernos comienzos apuntaba a pertenecer a ese exclusivo Club de los
Nóbeles. Fue una exposición perfecta, con su introducción, su metodología, sus
resultados y su discusión. Le había salido todo a la primera y los resultados cuadraban perfectamente con la hipótesis planteada y con la discusión emitida. Desde
luego, este chico llevaba una trayectoria impecable y en esta línea seguro que iba a
llegar muy lejos. Luego vinieron las preguntas, una avalancha, y Ricardín respondió
como un auténtico profesional, seguro y preciso como el fusil de un francotirador.
Acabada la sesión de datos tenía que regresar al laboratorio para atender las
tareas administrativas encomendadas por mi Unidad. No es que me emocionaran,
pero al final de mes tenía una compensación económica que siempre era de agradecer, sobre todo si estas labores te quitaban tiempo de docencia y de investigación. Así
que me reuní con el administrativo que ya tenía preparado un montón de documentos que tenía que firmar antes de enviar a los organismos oficiales correspondientes.
Volví de nuevo al laboratorio para poder reunirme con mis estudiantes,
todos los días les dedicaba un tiempo para repasar experimentos, ver resultados
y discutir su interpretación con ellos. La verdad es que las cosas iban saliendo y
que iba generando mi pequeña parcela de conocimiento poco a poco. Ni
mucho menos llegaba al nivel de los Nóbel de mi entorno, pero con modestia
conseguía ir generando algunos resultados, que posiblemente publicaría en
alguna revista de índice de impacto miserable, pero suficiente para seguir avanzando. Por ello, podía considerarme un hombre afortunado.
El estómago me recordó que era la hora de comer, así que me dirigí rápido
al restaurante de la Universidad a degustar los manjares que allí se cocinaban
todos los días. Como siempre, la comida estaba estupenda y muy bien condimentada. Me senté solo a comer, no quería ubicarme en ninguna mesa con los
Nóbeles de mi Unidad, ya que no quería interrumpir sus elevadas conversaciones
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sobre cómo curar el cáncer en el mundo o cómo erradicar el problema del hambre en el planeta. Me daba un poco de vergüenza intervenir en tan excelsas conversaciones y por ello prefería la soledad de la mesa, aunque siempre intentaba
agudizar mi sentido del oído para intentar captar alguna información privilegiada
que indirectamente me ayudara a reorientar mi humilde línea de investigación.
Después de tomar un café, me dirigí de nuevo a mi despacho para intentar escribir algunas líneas de un capítulo de un libro al que unos editores del
País de los Duendes me habían invitado. También tenía pendiente la escritura
de un manuscrito con alguno de mis humildes resultados, aunque no me había
metido todavía en faena. Así que me quedé pegado al ordenador unas cuantas horas, esperando la llamada de los míos intentando reclamar mi presencia
en casa. Y la verdad es que hoy hacía una tarde magnífica y apetecía salir. En
efecto, mi mujer me llamó y me invitó a venir antes a casa para dar una vuelta por la playa antes de ir a cenar. Igual con suerte veíamos algún gnomo o
alguna hada volando, lo que siempre hacía mucha ilusión a los niños.
Así que decidí cerrar mi sesión de ordenador un poco antes para poder disfrutar de la familia, de un paseo tranquilo, de una cena en compañía y de una velada leyendo algún cuento antes de ir a la cama. Había que madrugar y mañana de
nuevo sería un día muy duro. Así que me entregué a los brazos de Morfeo para
que con su arrullo me diera las energías para poder comenzar la nueva jornada.
Sonó el despertador y me levanté sobresaltado. Hacía tiempo que no soñaba algo tan idílico y tan agradable. Últimamente mis sueños se habían vuelto algo
monótonos y siempre acababa partiéndole la cara a alguien. Hoy había amanecido nublado y con amenaza de lluvia, así que mejor no iría a correr a la playa no
fuera a ser que me pringara de barro hasta las rodillas y echara a perder mis flamantes zapatillas deportivas. Así que me incorporé al ajetreo doméstico para preparar los desayunos, hacer las camas, ducharme, arreglar a los críos y salir, al final,
todos zumbando para el cole y para el trabajo. Todos los días la misma carrera de
obstáculos. Los niños iban contentos al colegio. Les había contado la bola de que
el estudio les haría ser unos hombres de bien y todo eso, aunque con los ejemplos que teníamos en nuestros dirigentes políticos me daba la mala conciencia de
que les estaba tomando el pelo. En cualquier caso, ya crecerían y se darían cuenta de la realidad y que la diferencia entre los incompetentes de arriba y los de
abajo residía principalmente en las influencias que los primero tenían para no ir a
dar cuentas a la justicia.
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Sin arreglar la cocina, bajé a toda prisa para coger el coche y llegar cuanto
antes al trabajo. Iba por caminos vecinales con la idea de evitar los atascos matinales y no tragarme el humo contaminante de todos los coches, incluido el mío, que
a la misma hora teníamos un mismo objetivo: ¡llegar!. Además en mi caso particular el problema era más delicado, ya que si me retrasaba un poco no encontraría sitio en el aparcamiento de mi Universidad, que solía saturarse a los pocos minutos. Básicamente a las 9:15 AM uno podía olvidarse de aparcar el coche allí y debía
buscarse la vida en un descampado que estaba a 5 min a pie. Tuve suerte, parece
que aún quedaba sitio. Saludé al guardia de seguridad que ponía cara de preguntar cuánto faltaba para el fin de semana y qué había hecho él para merecer esto.
Camino del buzón me cruce con la variada fauna y flora que campea por mi
Unidad. Generalmente gente que no investiga mucho, pero eso sí, son muy buenas personas, al menos eso es lo que el Jefe suele comentar. Lo curioso del asunto es que cara a la galería, todos son buenísimos, al menos eso era lo que ellos mismos decían, aunque luego las bases de datos de publicaciones (Medline) parecían
ignorar tanta calidad suelta. Posiblemente publicaban en otras esferas diferentes
de las que yo solía frecuentar y se medían por otras escalas que yo desconocía en
su totalidad. En cualquier caso poco podían aportar a mi línea de trabajo, por lo
que procedí a un saludo indiferente, pero lleno de ironía. Había que hacer un poco
de teatro y no contrariarlos, ya que eso sí, ciencia no harían mucha, pero influencias tenían un montón y si les entrabas por el ojo izquierdo, te la habías jugado.
Pasando por mi buzón recogí 2 cartas, una del Ministerio y otra del Gobierno
Autonómico. Imaginé que serían las respuestas de concesión de los proyectos que
había solicitado. La del Gobierno Autonómico llevaba un ligero retraso de 7 meses,
pero parece que eso entraba dentro de la normalidad de funcionamiento de esta
respetable y respetuosa Institución. Me imaginaba a los dirigentes de turno en las
alocuciones, haciendo campaña ante los ciudadanos, llenándose la boca diciendo lo
bien que habían invertido en la investigación y lo bien que habían hecho las cosas.
Abrí en primer lugar el sobre del Ministerio y lo primero que hice fue ver si tenía
la concesión. La respuesta era negativa, o sea no me habían dado el proyecto. La
carta ocupaba apenas un folio y constaba de un párrafo en el que con una terminología vaga y poco precisa enumeraba las razones por las cuales el proyecto me
había sido denegado. Había pocas alusiones a puntos concretos del proyecto y más
que una carta evaluadora, parecía la Editorial de un periódico de provincias. De
todas formas había una frase al final que indicaba que la productividad del investi-
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gador principal había sido baja durante el último año. Bueno, bien era verdad que
sólo tenía 2 publicaciones y sólo contaba con 2 becarios que encima no tenían ni
beca y venían por las tardes a trabajar y a adelantar lo que podían en el proyecto.
Una de las publicaciones hacía referencia a la generación de tumores en animales
transplantados. Los tumores aparecían a los 3 meses. Si uno repite el experimento
al menos 4 veces para asegurarse de la validez de los resultados, se encuentra que
un año para realizar este trabajo es un plazo de tiempo más que razonable. Bien es
verdad, que si te inventas los resultados puedes reducir muy considerablemente
dicho tiempo y aumentar consiguientemente tu productividad ¿Sería esto lo que
quería decir el evaluador? En cualquier caso una lectura detallada del proyecto podía
dar muchas indicaciones al respecto, señalando que los experimentos llevaban un
tiempo que era imposible reducir. Empezaba por tanto a dudar si la persona que
emitía esas críticas había leído y comprendido el objetivo de la investigación. De
todas formas, la carta de la evaluación me llegaba fuera del plazo de reclamaciones,
saltándose a la torera mi más elemental de derecho a la réplica y a la pelea por mis
intereses. Miré por la ventana preguntándome si estaba en algún país tercermundista, pero el ambiente en el exterior era el de cualquier país europeo: coches, tiendas, jardines, gente bien vestida…
Luego procedí a abrir la carta del Gobierno Autonómico. Aquí había tenido
suerte, me habían concedido el proyecto, aunque era una lástima que me enterara de esto con 7 meses de retraso, serían cosas del correo. El tema era que no iba
a cobrar el dinero inmediatamente y debería pedir un anticipo a la Universidad.
Como era verano, el trámite se iba a demorar y posiblemente dispondría del dinero un mes antes de enviar el primer informe, que eso sí, había que hacer puntualmente. Si hubiera sabido de la concesión desde principio de año, quizás mi informe sería un poco más jugoso, pero la ignorancia de la concesión y la no disponibilidad de fondos no me habían permitido avanzar a la velocidad deseada. Igual
aquí también había que inventar resultados como en el caso del Ministerio, coincidencias de la vida. Después de muchos años en el extranjero y de ver cómo funcionan las cosas en países de referencia, no pude evitar echar nuevamente una
mirada por la ventana para ver si en el aparcamiento en vez de coches habían aparcados burros y camellos, pero no, eran auténticos automóviles: un país moderno
con un sistema de financiación científica de submundo subdesarrollado.
Bueno, al menos tenía una ayuda económica que debería gastar en un tiempo record inflingiendo alguna que otra norma ética y con el fisco. De todas for-
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mas y sin mucho entusiasmo, procedí a comunicárselo a mis estudiantes, que se
pusieron relativamente contentos. Al menos podríamos ir tirando para este año.
Imaginé como de costumbre, que no habría sesión de datos, ya llevábamos
así más de 2 años y es que al enchufado del jefe no le gustaba enseñar sus resultados en público, no fuera a ser que se los copiáramos. De todas formas en la última sesión de datos de 30 personas, ninguno abrió la boca y sólo yo estuve un
cuarto de hora preguntándole al susodicho. Igual eso le escandalizó y decidió
cerrar esta ofensiva actividad, que por otro lado era una práctica habitual en otros
laboratorios del planeta. Volví a buscar a los camellos por la ventana.
Volví a mi despacho para seguir con los trámites administrativos que ocupaban
una buena parte de mi tiempo. Ya llevaba alrededor de una semana rellenando
informes y estadillos al ordenador para pedir no sé qué informe de solicitud. Lo más
gracioso es que hace un año había rellenado unos informes similares y volvíamos a
la carga con lo mismo, eso sí en otro formato, por lo que lo del año anterior no valía.
Además había un montón de directrices sin aclarar y de puntos oscuros, que con
mucha imaginación debía de ir completando. La reunión con los estudiantes debía
posponerse, esta semana, como la anterior. Luego resulta que te critican de una productividad baja, pero eso sí, en labores administrativas soy el rey, aunque lastimeramente a fin de mes la cuenta bancaria no refleja el tiempo invertido… Volví a buscar más camellos a través de la ventana, pero ya de forma insistente.
Llegó la hora de reponer energía comiendo, así que me dirigí al bar de la
Universidad a hacerme con un bocadillo de pan gomoso con algo dentro y un bote
de Coca-Cola, más que nada por lo de la cafeína. Volví rápido al despacho para
comerme el tentempié allí, pues aún me quedaba mucho trabajo por realizar y
quería acabar antes de las 8 de la tarde a ver si podía por un día pasar un rato con
la familia. De repente sonó el teléfono y de las más altas instancias me llegaron
nuevas instrucciones urgentes de que había que rellenar no sé cuantos formularios
más y que todo debía estar para mañana a primera hora. Colgué el teléfono y volví
a buscar, ya con tozudez, más camellos por la ventana, pero seguía sin verlos.
Estaba claro que hoy iba a ser un día cargadito, los experimentos podían esperar,
la burocracia era ahora la gran prioridad. Descolgué el teléfono, marqué el número de mi casa y comuniqué a mi mujer que hoy no me esperara para cenar.
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Los amantes del
eclipse solar
TOMÁS MUÑOZ GARCÍA
Seleccionado
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Dos, como todos los amantes. Uno, lucero del alba, engendro de luz y
energía, inspiración de esos cotidianos diablillos llamados horarios. Otra, musa
de poetas y soñadores, patrimonio de los imposibles, reina de la noche.
Cuentan que se conocieron una mañana de hace miles, millones de años, cuando ella, inesperada, se cruzó en el camino de él. Él, tan seguro de si mismo y de
su ruta, creyó imposible tal error de cálculo. Ella, en un primer momento entristecida por llegar tarde a dormir, se sorprendió al encontrar tan luminoso caballero en su ruta. Ella sonrió... y entonces él sintió el reflejo de su mismo calor en
su iluminada piel. Cuentan que ahí fue donde empezó todo.
El encuentro fue breve, apenas unos minutos, pero no pasó inadvertido
para quienes andaban por allí. Los padres de los abuelos de la humanidad fueron testigos de este bello encuentro, y así se lo hicieron saber a sus descendientes, aunque más tarde caería en el olvido.
Pero los dos amantes sí se recordaban. Él a ella, ella a él. Como todos los
amantes, se sorprendían creyendo ver al amado ser en otra estrella, o en otro
satélite, para en un desliz de la órbita darse cuenta que tan solo era un reflejo
de aquel ser. Quién no ha visto, al fin y al cabo, el rostro de un viejo amor en
otro cuerpo, perdido en cualquier calle principal. Desde aquel día, él brilla con
intensidad cariñosa, pues ella le confesó, en uno de sus encuentros, que sentía
su brillo en la piel. Ella, impaciente por verle resplandecer, y como promesa de
amor fiel, dejó un lado de sí misma oculta para los humanos, como una coqueta virgen que insinúa sus encantos pero reserva éstos al ser amado. Pero seguían separados. Condenados a mirarse, castigados sin tocarse.
Muy de tanto en tanto consiguen juntarse. Son mañanas afortunadas
para el amor, para el mundo y para ellos. Poco a poco los dos se van acercando, el uno al otro, despacito. Hasta que en un éxtasis de amor galáctico, pare-
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cen fundirse en un solo cuerpo astral. Los humanos, que siempre gustaron de
eufemismos, bautizaron aquel fenómeno con el nombre de eclipse solar. Y
algunos, conscientes de los vaivenes e influencias del amor, lo recibían con
miedo. Incluso algún agorero lo asoció a cataclismos, a catástrofes. Ya veis,
siempre existió quien recibió el amor con recelo. Siempre hubo quien levantó
suspicacias hacia los besos.
Entre las criaturas de la tierra se empezó a comentar aquello. De los cuenta cuentos, de los juglares y astrólogos, empezaron a surgir historias que cargaban de culpabilidad tan tierno amor. ¡¡Menudo problema si la luna estuviera
siempre con el sol!! Qué sería de nuestros horarios, de nuestras hipotecas, de
nuestros calendarios. Qué raros aquellos sabios que creían que amor era siempre
estar al lado. El destino, por unanimidad, decidió como medida cautelar, que la
tierra ocultara de vez en cuando el sol a los ojos de la luna. Por ver si esta se olvidaba de aquel, para ver si lo daba por perdido. Gusta el destino siempre de separar amores, aunque hay quién dice que hace mucho por juntar amantes.
Como planeta, interponerse entre tu satélite y tu estrella es algo parecido
a que un hijo se interponga en el amor de dos padres. Un complejo de Edipo o
de Electra nunca superado. No deben quedar psicólogos de guardia en la galaxia. Nadie hace nada por ayudar a nuestra esfera azul.
Y esos días para la luna son días tristes. Se oscurece hasta pasar casi inadvertida, y uno diría que se le va la vida mientras se apaga. La tierra le tapa el sol.
Los humanos llamaron a esto eclipse lunar. Total, parcial o penumbral. Algunos
seres sensibles de este planeta, sienten la tristeza de ambos en ese instante. Los
hindúes, que son gente con bastante sentido de la inteligencia emocional, lo
consideran algo catastrófico.
Y ahí sigue la historia. Dos, aprendiendo a vivir con un amor imposible. La
distancia, el tiempo y una bola habitada los separan. Pero de vez en cuando
vuelven a tener encuentros fugaces, y hay entre nosotros, habitantes de esta
bola, quien lo empieza a ver con buenos ojos.
Como tú y yo sentados aquella mañana de naturaleza en octubre.
Nosotros les entendemos. Vimos el eclipse solar. Los amores de amantes siempre tienen un antes, pero jamás firman un después. Tampoco un nunca. Y sí,
suele haber planetas de por medio. Siempre fueron más bonitas las historias de
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amor que se escriben con renglones torcidos, los de la relatividad, o los de la
metafísica, los de la ciencia, los de la técnica, los de la casualidad. Los de ¿Dios?
Es la extraña incertidumbre de la distancia.
Y tú y yo seguimos sin saber cuándo será nuestro próximo eclipse, por que
ya ni la ciencia nos entiende. Tú y yo andamos perdidos en un antes, en un
pasado. Andamos perdidos en una historia que cada uno dice haber superado,
aunque con nuestras miradas nos neguemos que esté enterrado. Debe ser algo
consensuado esto de las tristes historias, pues quizá estemos condenados a
mirarnos. A ser dos amantes enigmáticos. Dos amantes condenados a verse a
diario. A dar vueltas siempre entorno a un planeta que no hay quien entienda.
Un planeta a veces cruel, a veces tierno, pero nunca fiel. Un planeta encantado
y a la vez encantador.
Allí arriba la luna y el sol nos miraban y nos entendieron...
- Claro, igual que tú y que yo en esta mañana de naturaleza les entendemos a ellos, ellos nos miran y nos entienden a nosotros. – Lo dijiste con tal suavidad que mis oídos quedaron dulcificados.
Yo sonreí. Cómo explicarte que también estaba pensando lo mismo.
- ¿Te imaginas al sol diciéndole “hasta el próximo eclipse” a la luna?
¿Despidiéndose de ella, sin saber cuando será la próxima vez que se encontrarán? – Y nos quedamos en silencio. Me quitaste las gafas de las manos y miraste al sol. Rompí el silencio. Cambié el registro, como cuando imito a Vito
Corleone – Querida, no se cómo ni cuando, pero esto volverá a pasar. Aunque
tengamos que esperar al próximo eclipse solar.
Y tu reíste. Y yo también reía. Alguien nos entiende en la Vía Láctea.
- Bueno, son las 9:30 de un 3 de octubre. Apunta esta fecha. De un lunes.
- Vale. – Y pensé que cuando uno siembra ilusiones, recoge casualidades.Nos veremos en el próximo.
Terminamos de recoger aquel campamento, desmontamos los restos de un
fin de semana casi perfecto. Y emprendimos el camino de vuelta.
El último octubre ya quedó atrás. Es una buena ironía que dos amantes,
cómplices de aquel encuentro, sean los que nos marquen las distancias. Los que
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nos aten al tiempo. Y el espacio nos hace tan poquitos guiños que parecemos
olvidarnos. Se interponen entre nosotros toda clase de cometas, tantas estrellas
fugaces, que las dudas crecen en todas partes. Y viene la primavera. El sol,
como si con su calor quisiera ser poeta, pinta los jardines de colores. La luna nos
sonríe en noches despejadas, destacando entre todas las estrellas.
Porque fuimos tachando jueves del calendario. Superando estaciones.
Superando también ese andén en la vía del tren. Ese adiós, que sin ser un hasta
luego, sabemos que lo es. Superando las semanas, las rutinas, los diciembres,
los febreros. Superándonos cuando nos vemos y no somos compañeros de
avión. Que divertidas las casualidades. Los amores de amantes en los que siempre hay dos. Claro, dos, como todos los amantes. La luna y el sol llevan siglos
apostándose primaveras a ver cuando y cual será el próximo disparate. Saben lo
que es este amor. Como lo supimos nosotros al encontrarnos. Amor de amantes. Tendremos más eclipses, es pura física, exacta e irrefutable. Siempre existió
química entre nosotros. Como entre la luna y el sol, los dos eternos amantes.
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120
Índice
Prefacio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .5
Premiados y seleccionados . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .7
El hijo pródigo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .9
Adagio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .17
El avatar de un relato . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .29
El tren nunca para . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .33
Lo que más me asusta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .41
Desde Eritrea . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .49
Mater dolorosa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .59
Señor Gnembe . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .69
El rastro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .77
Mi vida es sólo un recordar sus besos . . . . . . . . . . . . .83
Secretos de familia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .93
El regalo del calamar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .103
Camellos en el aparcamiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . .107
Los amantes del eclipse solar . . . . . . . . . . . . . . . . . . .115
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Se acaba de imprimir este libro:
“Atzavares”
en los talleres de Alfagràfic
el día 4 de diciembre de 2006
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