Las parábolas de Oxford

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FILOSOFÍA-ANALÍTICA DE LA RELIGIÓN
LAS PARÁBOLAS DE OXFORD
José Luis Velázquez
(Manuel Fraijó, Filosofía de la Religión: Estudios y Textos, Trotta, Madrid, 1994, pp. 535-557)
A principios de los años cincuenta tiene lugar en el «Club Socrático» de la Universidad de Oxford
uno de los debates más interesantes e influyentes para la naciente filosofía de la religión
contemporánea. La discusión se centra en la aplicación del análisis filosófico a las cuestiones
teológico-religiosas con la finalidad de ofrecer un tratamiento serio y nuevo. Las razones principales
de insistir en el análisis del lenguaje religioso son dos. La primera es que los problemas que suscita
el lenguaje religioso, y en concreto las proposiciones teológicas, nacen de la ausencia de claridad en
las expresiones que incluyen o hablan de Dios. La segunda razón es que si la religión sirve para
justificar una forma de vida se debe en buena parte a los motivos para aceptar las declaraciones
teológicas que le sirven de base. Es por eso por lo que la actividad de la filosofía de la religión se
centra en el esclarecimiento de las ambigüedades que frustran la comprensión del significado y de
las razones para aceptar o rechazar las declaraciones del ámbito religioso.
Lo primero que hay que tener en cuenta a la hora de acercarse al contenido de las parábolas es el
grado de desarrollo que había alcanzado el análisis filosófico en el momento en que se origina la
discusión. Y es que la situación es muy distinta si se la compara con la revolución que tuvo lugar con
la aparición de las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein en 1953. Hasta esa fecha, las
principales referencias de la filosofía analítica son el Tractatus Logico-Philosophicus y las
aportaciones de los positivistas lógicos encuadrados en el Círculo de Viena. Merece la pena, por
tanto, asomarse a los antecedentes para entender el trasfondo de la discusión que protagonizan A.
Flex, R. M. Hare y B. Mitchell. Una discusión que no se agota con el esclarecimiento del lenguaje
religioso ya que pone de manifiesto aspectos que lo trascienden, como el peso que tienen las
creencias religiosas en una concepción del mundo y la posibilidad de compatibilizar o no esas
creencias con determinadas actitudes filosóficas. Finalmente, habría que hacer un esfuerzo por
tratar de liberar a esta polémica del marco en que nació y examinar si ofrece una lectura actualizada
de ella.
I. EL POSITIVISMO LÓGICO Y EL LENGUAJE RELIGIOSO
Como es sabido, el positivismo lógico es el nombre que dieron en 1931 A. E. Blumberg y H. Feigl a
la filosofía del Círculo de Viena. Este movimiento contaba en su haber con una concepción unificada
de la ciencia, el rechazo de la metafísica, una visión de la filosofía reducida al análisis lógico del
lenguaje y el principio de verificación para distinguir las expresiones con significado. Estas ideas
procedían de una lectura sesgada e interesada del Tractatus de Wittgenstein que por aquellas
fechas, los años 30, comenzaba a poner los cimientos de una «nueva filosofía». Los positivistas
mantuvieron que la clave era que el significado de una proposición es su método de verificación: si
una proposición no es verificable empíricamente y no es una tautología, es una proposición sin
sentido cognitivo. En realidad, no hay en el Tractatus una formulación tan clara de dicho principio
como la que presentaron sus epígonos. Sin embargo, también está comprobado que Wittgenstein
dejó anotaciones que revelan un indiscutible compromiso con el verificacionismo.
En cualquier caso, lo que importa retener es que sobre la base del principio de verificación las únicas
proposiciones dotadas de significado cognitivo son las proposiciones de las ciencias naturales
(verdaderas o falsas) ya que son las únicas cuyo significado puede exponerse a la comprobación o
verificación experimental. No ocurre lo mismo ni con las proposiciones de la lógica (tautologías o
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contradicciones) o de las matemáticas, verdaderas o falsas en virtud de su forma, ni con las
proposiciones de la filosofía, la metafísica o la teología, cuyos contenidos son imposibles de someter
a las pruebas de la experiencia.
Por tanto, estas dos últimas clases de proposiciones carecen de sentido según las tesis positivistas.
A la hora de examinar la actitud filosófica de los positivistas respecto al lenguaje religioso, la figura
de Rudolf Carnap ofrece dos ventajas: contundencia y claridad. Su punto de vista se encuentra
enmarcado dentro de la crítica general a la metafísica y más concretamente a los enunciados y
expresiones que emplea. Una buena exposición de su planteamiento general apareció publicada en
1932 en La superación de la metafísica mediante el análisis lógico del lenguaje. Y la conclusión a la
que llega es que hay que rechazar la metafísica porque sus enunciados carecen de significado y por
tanto sólo cabe calificarlos de pseudoproposiciones. ¿Ocurre lo mismo con los enunciados
teológicos o religiosos? Veamos.
Para Carnap una tarea prioritaria es determinar el sentido de los términos y las proposiciones. El
sentido de un término está determinado por el sentido de la proposición en la que aparece. Y para
saber si una proposición posee sentido o no hay que proceder con el método de verificación.
Una proposición de la que no es posible sentar las condiciones que la hacen verdadera o falsa, así
cómo la posterior contrastación de una de sus posibilidades con la experiencia y la observación
carece de significado. Es esto lo que le ocurre a la metafísica y a la teología. Ambas incurren en el
mismo error pues ni los términos que emplean («principio», «Dios», «el Absoluto», «lo
incondicionado», «la cosa en sí», etc.) ni las proposiciones en que aparecen, cumplen el requisito
de significatividad: conocer el método de verificación de las proposiciones elementales en las que
aparece el término. De ahí que haya que hablar en realidad de pseudoproposiciones bien porque
contienen términos que carecen de significado empírico bien porque cometen errores lógico
sintácticos en su construcción. La conclusión es que las expresiones de la religión y de la metafísica
«sirven para la expresión de una actitud emotiva ante la vida».
La aplicación de este planteamiento al lenguaje religioso es el siguiente. Carnap toma como punto
de partida el empleo del término «Dios». Según él se pueden distinguir tres usos de esta palabra
atendiendo al contexto mitológico, metafísico y teológico. En el primer caso, Dios se emplea para
designar a un ser corpóreo localizado en el Olimpo, el cielo o los infiernos y dotado de mayor o
menor poder, sabiduría, bondad y felicidad. Y otras veces se utiliza el término para referirse a seres
espirituales, que aun careciendo de cuerpos semejantes a los humanos, se manifiestan en cosas o
procesos del mundo visible y resultan, en consecuencia, empíricamente comprobables. En el
contexto metafísico, la palabra «Dios» se refiere a algo transempírico y a la hora de analizar las
definiciones que se ofrecen («base primordial», «lo absoluto », «lo incondicionado») se muestra
que en realidad son pseudodefiniciones que olvidan las condiciones de verdad de la proposición
elemental en que aparece. El tercer uso de la palabra Dios, el uso teológico, se sitúa en un lugar
intermedio entre el uso mitológico y el uso metafísico. No se puede decir, sin embargo, que en este
caso haya significado alguno; se trata más bien de una oscilación entre los dos usos anteriores y que
queda patente en la diversidad de puntos de vista de los teólogos. Así, hay teólogos que tienen un
concepto de Dios empírico (mitológico según la clasificación anterior) y consideran que las
proposiciones de la teología son empíricas a pesar del riesgo que conlleva al quedar sujetas a las
decisiones de la ciencia empírica. Otros teólogos en cambio, se decantan por el uso metafísico y
tampoco faltan los que lo emplean de tal manera que resulta inclasificable. Por tanto, la proximidad
entre la metafísica y la teología es evidente. Cuando se emplea la expresión «X es Dios» ni se define
la categoría sintáctica a la que pertenece la variable X del enunciado, ni se dice si es reemplazable
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por algo corpóreo, ni la proposición en cuestión está en condiciones de someterse a la verificación.
Por tanto, en este caso, sólo puede hablarse de pseudosignificado.
La concepción empirista del significado, presupuesto esencial del programa de superación de la
metafísica, tuvo un desarrollo posterior de la mano de M. Schlick con la exposición del criterio de
verificación. Este criterio o principio fue sintetizado en el año 1936 por A. J. Ayer, principal
divulgador de las tesis del positivismo lógico. La afinidad con Carnap radica en la concepción del
significado de los enunciados que contienen la palabra Dios:
Hay que señalar que en los casos donde las deidades se identifican con los objetos naturales, las
afirmaciones que se hagan sobre ellas se puede decir que son significativas (...) Podemos tener una
palabra que se emplee como si nombrase a esa «persona» (Dios, Yahvé), pero, a menos que las
oraciones en las que aparezca expresen proposiciones que sean empíricamente verificables, no se
puede decir que simbolice nada. Y este es el caso respecto a la palabra «dios» cuando se usa con
la pretensión de referirla a un objeto trascendente.
De modo que Ayer rechaza la significatividad de las expresiones en las que aparece el término «dios»
y lo hace apoyándose en que no existe entidad real alguna que responda a características empíricas,
a pesar de que la existencia del nombre despierte en algunos la existencia de la entidad o ser
correspondiente. La piedra angular de la posición de Ayer es el principio de verificación que
establece que una proposición es fácticamente significativa sólo si la verdad o falsedad de su
contenido es empíricamente comprobable. Este principio, a fuerza de constituirse en criterio de
significatividad y en criterio de apofanticidad, contribuiría, en manos de los positivistas, a confundir
las dos cuestiones: el problema del significado de expresiones en que aparece Dios y el problema
de la verdad o falsedad del juicio «Dios existe».
El creyente que profiere enunciados sobre Dios ha de reconocer que se está refiriendo a algo que
escapa de la experiencia, algo trascendente, de ahí que se concluya que emplea —como la
metafísica— un pseudolenguaje o un lenguaje sinsentido. Si analizamos la oración «Dios existe » se
observa que no pertenece ni al ámbito de las proposiciones a priori ni al de las proposiciones
empíricas. Los motivos son los siguientes. Las proposiciones a priori son lógicamente ciertas. Pero
la existencia de Dios no se puede deducir de una proposición a priori pues es sabido que la razón
por la que son ciertas las proposiciones a priori es que son tautológicas, verdaderas en virtud de su
forma. Y como de un conjunto de tautologías sólo se puede deducir con validez otra tautología, se
sigue que no se puede demostrar la existencia de Dios. Por otra parte, tampoco se trata de un
enunciado probable, pues de ser así el enunciado que afirmara la probable existencia de la divinidad
sería una hipótesis empírica.
Pero no es el caso, ya que ni por sí sola ni en unión con otras proposiciones empíricas se puede
deducir proposición experimental alguna.
Tomemos como ejemplo la afirmación de que la existencia de la regularidad en la naturaleza es una
prueba de la existencia de Dios. Si el enunciado «Dios existe» viene a decir lo mismo que los
fenómenos naturales se producen siguiendo un determinado orden secuencial, entonces afirmar la
existencia de Dios equivale a afirmar que en la naturaleza se da esa regularidad. Ocurre, sin
embargo, que son pocos los creyentes dispuestos admitir que eso era todo lo que querían decir al
afirmar la existencia de Dios. Insistirían en que hablaban de un ser trascendente cognoscible a través
de manifestaciones empíricas pero imposible de definir únicamente en esos términos. Y añade Ayer:
En ese caso el término «dios» es un término metafísico. Y si «dios» es un término metafísico
entonces no es ni siquiera probable que un dios exista. Porque decir que «Dios existe» es hacer
una proferencia (utterance) que no puede ser ni verdadera ni falsa. Y por el mismo criterio, ninguna
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oración que se proponga describir la naturaleza de un ser trascendente puede poseer ninguna
significación literal.
Pero, ¿qué diferencia existe entre el punto de vista sobre la ausencia de significado cognoscitivo de
las afirmaciones religiosas y el punto de vista de agnósticos y ateos? Ayer insiste en este aspecto
porque no siempre se ha advertido con claridad la diferencia, y si cabe, la radicalidad —no sin
importantes limitaciones—, de su posición. La diferencia estriba en que mientras agnósticos y ateos
coinciden en admitir la significatividad de las afirmaciones religiosas, la concepción empirista del
significado niega que aquellas digan algo en absoluto. Y es que tanto si se sostiene que la existencia
de Dios es una posibilidad en la que no hay razón suficiente ni para creer ni para no creer como si
se defiende la probabilidad de la no existencia de Dios, las dos partes admiten desde el principio
que las aserciones religiosas tienen sentido pues sería absurdo dudar o negar algo sin significado.
Pues bien, para Ayer ni lo que dice el ateo ni lo que dice el agnóstico tiene sentido:
Si la afirmación de que hay un dios carece de sentido (nonsensical), entonces la afirmación del ateo
de que no hay ningún dios carece de sentido también, porque sólo en el caso de que una
proposición sea significativa entonces puede ser significativamente contradicha. En cuanto al
agnóstico, aunque se abstiene de decir tanto que haya como que no haya un dios, no niega que el
problema sobre la existencia de un dios trascendente es un auténtico problema.
Es decir, el agnosticismo no es —por parafrasear a Wittgenstein— irrefutable sino claramente sin
sentido (unsinnig). Pretende dudar de la verdad o falsedad de una proposición antes de dejar claras
cuáles son las condiciones que la hacen verdadera o falsa.
Dijimos más arriba que la piedra angular del punto de vista de Ayer es el principio de verificación.
Un principio que modificaría en la segunda edición (1946) de su libro Language, Truth and Logic. Por
un lado, Ayer sostenía que una proposición es significativa si «alguna posible experiencia sensorial
fuese apropiada para la determinación de su verdad y de su falsedad», y por otro lado, que «una
declaración es verificable, y por consiguiente significativa, si alguna declaración observacional
puede deducirse de ella en conjunción con otras determinadas premisas, sin ser deducible de estas
otras premisas solamente». El riesgo y peligro que entrañaba esta formulación del criterio de
significado, al margen de la ambigüedad en los términos «apropiada» o «verificable », era la de una
excesiva liberalidad que admite significaciones en toda declaración, cualquiera que sea. El ejemplo
que pone Ayer servirá para ilustrar esto. Si N es una declaración sin sentido, por ejemplo, «el
Absoluto es perezoso» y O una declaración-observación, por ejemplo, «esto es blanco», entonces
de N junto con la premisa adicional Si N entonces O se puede deducir la declaración observacional
O, «esto es blanco» aunque O no se pueda deducir únicamente de las premisas adicionales. Para
superar estas dificultades Ayer introduce las condiciones relativas a la verificabilidad:
Una declaración es directamente verificable, si es o una declaración observacional, o es tal que en
conjunción con una o más declaraciones observacionales implica, al menos, una declaración
observacional que no es deducible solamente de esas otras premisas.
Y me propongo llamar a una declaración indirectamente verificable si satisface las siguientes
condiciones: primero, que en conjunción con otras determinadas premisas implique una o más
declaraciones directamente verificables que no sean deducibles de esas premisas solamente; en
segundo lugar, que esas otras premisas no incluyan declaración alguna que no sea analítica o
directamente verificable o capaz de ser establecida independientemente como indirectamente
verificable. Puedo ahora reformular el principio de verificación como exigencia de una declaración
literalmente significativa, la cual no es analítica, y que debe ser verificable, directa o
indirectamente, en el sentido precedente.
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Los esfuerzos de Ayer no fueron suficientes para superar todas sus deficiencias iniciales y así lo
pusieron de manifiesto autores como C. G. Hempel y Alonzo Church. Hempel señaló, entre otros
defectos, que si se mantiene la exigencia de que toda proposición con significado tiene que ser
completamente verificable, las leyes generales de la ciencia se verían excluidas en la medida en que
están confirmadas por un número limitado de datos observacionales. Por su parte Church mostró
que dadas tres declaraciones observacionales cualesquiera, ninguna de las cuales implica por sí sola
a las demás, y una declaración N cualquiera, es posible construir una declaración molecular de la
cual se sigue que tanto N como la negación de N son verificabies. Éstas y otras muchas objeciones
que se le hicieron al principio de verificación podrían hacer pensar al hombre religioso que no había
nada que temer, al menos de momento, sobre la significatividad de sus enunciados.
En una fase posterior, el criterio de verificación fue sustituido por el criterio de falsabilidad
propuesto por Karl Popper en 1935 y reiteradamente empleado por A. Flew para demostrar el
sinsentido de las expresiones religiosas y teológicas. Pero hay que hacer la salvedad siguiente.
Mientras los positivistas lógicos establecieron el criterio de verificabilidad para distinguir las
proposiciones con significado cognoscitivo de las que carecían de él, Popper emplearía la
falsabilidad para trazar una línea dentro del lenguaje con significado no alrededor de él.
La falsabilidad separa dos tipos de enunciados perfectamente dotados de sentido, los falsables y los
no falsables. Los enunciados científicos son enunciados falsables, se caracterizan porque en
principio están expuestos a la refutabilidad recurriendo a la experiencia. En una palabra, el principio
de falsabilidad caracteriza a una proposición como científica pero no es una condición necesaria
para que sea significativa. Se trata para Popper de un criterio de demarcación de la ciencia y no de
un criterio de significado. Pero independientemente de las objeciones que se le pusieron a Popper
desde la nueva filosofía de la ciencia, interesa ver cómo influyó en las discusiones sobre la
significatividad de los enunciados teológico-religiosos. Y las preguntas que surgen en este aspecto
son: ¿cabe la posibilidad de concebir un hecho que en el caso de que ocurriera refutara el teísmo?
¿Hay alguna experiencia incompatible con el teísmo? ¿Es compatible el teísmo con cualquier hecho
que acontezca? ¿Cuáles son los hechos excluidos por la creencia en Dios? Este desplazamiento de
la idea de verificabilidad a la idea de falsabilidad constituye el trasfondo del desafío de Anthony Flew
y la denuncia del «mal endémico» del discurso teológico que no es otro que la no falsabilidad.
II. EL DESAFIO DE ANTHONY FLEW
La tesis central del desafío de Flew se puede resumir así: una afirmación teológica o religiosa se la
puede considerar en sentido estricto una afirmación siempre y cuando quien la profiere sea capaz
de especificar un hecho o un conjunto de hechos posibles incompatibles con lo que afirma.
Así, cuando el creyente hace una afirmación y pasa por alto la posibilidad de que se dé un hecho
que vaya en contra de lo que dice hay que hacerle ver que en realidad no está diciendo nada. Sus
afirmaciones y explicaciones están en realidad vacías de significado.
Para ilustrar su posición Flew recrea la parábola que presentara J. Wisdom en 1944 en un célebre
artículo. La «parábola del jardinero», que es el nombre por el que se la conoce, dice así:
Erase una vez dos exploradores que se encontraron con un claro en la jungla. En el claro crecían
muchas flores y maleza. Uno de los exploradores dice: «Algún jardinero cuida de este sitio». El otro
explorador disiente: «No hay ningún jardinero-. De forma que plantan las tiendas y se ponen a
vigilar. Sin embargo, no se ve a ningún jardinero. «Pero puede ocurrir que sea un jardinero
invisible». Así que colocan una alambrada de espino, la electrifican y pasean alrededor con
sabuesos [...] Pero ningún ruido indica que un intruso baya recibido una descarga eléctrica. Ningún
movimiento del alambre delata un escalador invisible. Los perros nunca ladran. A pesar de todo, el
creyente no está aún convencido. «Hay un jardinero invisible, intangible, insensible a las descargas
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eléctricas, que no desprende ningún olor ni hace ruido, un jardinero que se allega en secreto a
cuidar el jardín que ama». Al final, el escéptico se desespera: «Pero, ¿qué es lo que queda de tu
afirmación original? El jardinero que tu consideras invisible, intangible, eternamente esquivo, ¿en
qué se diferencia de un jardinero imaginario o siquiera de ningún jardinero?»
Flew quiere demostrar que lo que en un principio tiene toda la apariencia de una afirmación, cuando
se la acorrala y aplica el principio de falsabilidad resulta que el creyente no está diciendo nada. A lo
más, estará usando un eufemismo como hace quien alude a Afrodita para explicar la conducta
sexual, sabiendo desde el principio que esa divinidad ni existe ni es responsable de ese
comportamiento. El creyente es víctima de una trampa que se tiende a sí mismo. Cuando en su afán
por cualificar la afirmación original le responde al escéptico que el jardinero es invisible, intangible,
etc., ocurre que es incapaz de decir en qué se diferencia ese jardinero de uno imaginario o
inexistente. Es decir, la afirmación original muere por la «muerte de las mil cualificaciones».
La clave del «desafío de Flew» se encuentra en la respuesta a la pregunta: ¿cómo podemos saber si
alguien está profiriendo realmente enunciados o no? Afirmar que tal y cual es el caso es, dice Flew,
equivalente a negar la negación de lo que se afirma. Una prueba que vaya en contra de la afirmación
también forma parte del significado ya que conocer el significado de la negación de una afirmación
es lo mismo que conocer el significado de la afirmación. Pues bien, en la medida en que el creyente
no admite prueba alguna en contra de su afirmación, esto es, ningún estado de cosas incompatible
con la existencia de Dios, no está diciendo nada. En el mejor de los casos estará formulando una
tautología (una proposición necesariamente verdadera y compatible con cualquier estado de cosas)
o una proposición sin sentido. Un ejemplo construido con enunciados teológicos permite ver el error
en el que incurre el creyente. El argumento es el siguiente: «Si Dios ama a los hombres evitará que
los niños mueran de cáncer de garganta» (A); «hay niños que mueren de cáncer de garganta» (B),
conclusión; «Dios no ama a los hombres» (C). El enunciado particular (B) ha falsado el enunciado
universal (A). Pero si el creyente no admite (B) como una prueba en contra de (A) no aceptará la
conclusión (C) y mantendrá que (A) es compatible con cualquier hecho posible y que nada puede
refutarla. Se trata en ese caso, aunque no lo comparta el creyente, de una pseudoproposición. Los
creyentes, por tanto, al formular afirmaciones contra las que nada se puede esgrimir, lo que hacen
es convertir a aquellas en meras vacous formulae.
El desafío de Flew tuvo una versión más radical años después con su «presunción del ateísmo
estratoniciano». Esta presunción, que tiene carácter metodológico y pertenece al contexto de la
justificación, insiste en que «sean cuales sean las leyes y principios más generales y fundamentales
de la Naturaleza se debe "presumir" que son últimos y que no necesitan buscar su razón de ser en
otros principios externos en cierto modo al universo». Y si el teísta no acepta esta presunción
entonces le corresponde, en primer lugar, introducir el concepto de Dios que va a emplear, y en
segundo lugar, ofrecer razones suficientes que garanticen la aplicación de este concepto, es decir
que Dios existe. Y es que si el creyente obvia estas dificultades y no encuentra forma de hablar con
coherencia sobre Dios entonces tiene que callarse.
Sin embargo, el creyente o, en el caso de Flew, el teísta, puede resistirse a pensar que sus creencias
sean un montón de cosas absurdas, oscuras o contradictorias simplemente porque no soportan la
prueba del falsacionismo. Es más, el hombre religioso puede replicar a Flew que sus creencias no
forman parte de ninguna concepción cosmológica sino que tienen una dimensión regulativa en su
conducta que se entiende mejor como un ingrediente importante de una forma de vida
determinada.
III. R. M. HARE Y LA PARÁBOLA DEL LUNÁTICO
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R. M. Hare fue uno de los primeros autores en recoger el guante lanzado por Flew. Hare admite que
en el terreno en que juega Flew sale «completamente victorioso». Concede que la naturaleza de las
creencias religiosas es diferente a la de aserciones verdaderas o falsas. Hare inventa un término y
dice que las creencias religiosas expresan un blik. Ante la dificultad para encontrar una equivalencia
en castellano o siquiera una definición podemos decir con J. Hick, que se trata de una
«interpretación inverificable e imposible de falsar de la experiencia de alguien».
Al igual que Flew, Hare escoge una parábola para apoyar su argumentación. La parábola en cuestión
dice así:
Cierto lunático está convencido de que todos los profesores quieren asesinarle. Sus amigos le
presentan a los profesores más amables y respetables que encuentran y después de cada
encuentro, le dicen: «Ya ves que no te quiere asesinar, te ha hablado con mucha cordialidad ¿Te
has convencido ya?». Pero el lunático contesta: «Sí, pero eso sólo era una maniobra diabólica; en
realidad está conspirando contra mí todo el tiempo, al igual que los demás. Te digo que lo sé». Y
por muy amables que sean los profesores, la reacción es siempre la misma.
Si ahora le aplicamos la prueba de Flew, la falsabilidad como criterio de significado, resulta fácil
observar que el lunático de la parábola en la medida que no acepta la conducta de los profesores
como una prueba contra su postura no está diciendo nada. Tiene un blik, una creencia que mantiene
sin exponerla ni a la confirmación ni a la refutación. Ahora bien, dice Hare, de aquí no se sigue que
no existan diferencias entre lo que piensa el lunático y lo que pensamos los demás de los profesores.
Hay dos bliks distintos sobre el mismo asunto. Y añade Hare:
El lunático tiene un blik enfermo sobre los profesores; nosotros tenemos un blik sano. Y es
importante resaltar que nosotros tenemos un blik sano, no que no tengamos un blik... Flew ha
mostrado que un blik no consiste en una afirmación o en un sistema de afirmaciones; no obstante
es importantísimo tener el blik correcto.
La primera dificultad que aparece es: ¿Cuál es el criterio pata diferenciar un blik sano de otro insano,
uno correcto de otro que no lo es? Si no se tiene en cuenta —como ha recordado J. Hick— a la
experiencia para diferenciar los distintos bliks, ya que son inverificables e infalsables, parece difícil
hablar en los términos en que lo hace Hare. Y si las creencias religiosas son equiparadas a los bliks
de un lunático, para salvarlas de las objeciones pierden toda su especificidad desvirtuándose hasta
un punto en que dejan de ser reconocibles.
Hare ofrece varios ejemplos de bliks correctos: la confianza en la rigidez de las juntas de acero de la
dirección de un coche, la convicción de que el mundo físico tiene un carácter estable, y la creencia
de que los hechos ocurren dentro de un sistema causal. Pues bien, Hare dice que de la misma
manera que existe una diferencia real entre los que creen en la causalidad y los que creen que todo
ocurre por pura casualidad, también existe entre los que creen realmente en Dios y los que no. En
ninguno de los dos casos se trata de una diferencia entre afirmaciones contradictorias sino de
diferentes bliks acerca de las cosas. Los bliks no son explicaciones ni hipótesis, tal y como lo
entienden los científicos, y hay que decir con Hume «que sin un blik no puede haber explicación,
pues precisamente gracias a nuestros bliks decidimos qué es y qué no es una explicación».
Hare ha desplazado la discusión del terreno demarcado por Flew y ha evitado así enfrentarse a la
pregunta crucial: «¿Qué tendría que ocurrir o ha ocurrido que constituya una prueba en contra del
amor o de la existencia de Dios?». Hare, sin embargo, no ha logrado superar dos importantes
objeciones. En primer lugar, si las creencias religiosas son la expresión de un determinado blik
inverificable e incontrastable, no se puede hablar de bliks correctos o incorrectos. En este sentido,
no pueden aparecer las creencias religiosas en forma de afirmaciones cosmológicas como ocurre en
el cristianismo. Y en segundo lugar —añade Flew—, si las actitudes religiosas no se propusieran
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como afirmaciones entonces resultarían ser un engaño pues «yo debo porque es voluntad de Dios»
no diría más que «yo debo» y en ese caso la elección de la primera expresión no estaría avalada por
una razón y se convertiría en una «sustitución fraudulenta» o en «un mero juego de palabras».
IV. BASIL MITCHELL Y LA PARÁBOLA DEL EXTRANJERO
Si, como hemos visto, Hare escoge una perspectiva diferente al falsacionismo, Mitchell trata de
responder a la pregunta crucial del desafío de Flew señalando una prueba contra el amor de Dios
hacia los hombres.
Esta prueba es el dolor, un hecho que juega en contra de la existencia y la bondad de Dios tal y como
lo predica la doctrina del cristianismo. Ahora bien, el teólogo nunca admitirá esta prueba como un
hecho decisivo y concluyente hasta el punto de comprometer su fe y dejar de confiar en Dios. Y es
que las creencias religiosas tienen un carácter fáctico pero no se pueden verificar o falsar de manera
concluyente. Mitchell, al igual que Flew y Hare, se vale de una parábola que se resume así;
Durante la guerra, un miembro de la resistencia se encuentra, en un país ocupado, con un
extranjero que le deja, después de una larga conversación, profundamente impresionado por su
sinceridad. El extranjero pide al partisano que tenga fe en él pase lo que pase. No se vuelven a
encontrar a solas pero al extranjero se le ha visto que en ocasiones ayuda a la resistencia y en otras
colabora con el ejército de ocupación. A pesar de todo el partisano sigue confiando en el extranjero
y sostiene ante sus camaradas que está del lado de la resistencia aunque a veces las acciones del
extranjero debiliten su confianza.
En la parábola se puede ver la similitud entre el partisano y el hombre religioso. El partisano no
admite que exista algo decisivo en contra de la afirmación «el extranjero está de nuestro lado». Y el
hombre religioso cuando dice «Dios ama a los hombres» no concede que existan hechos que vayan
decisiva y definitivamente contra sus artículos de fe. A las dos expresiones se las puede considerar
afirmaciones ya que existen hechos que las pueden falsar aunque no de manera definitiva.
Es decir, tendrían significado a pesar de esta deficiencia. Mitchell establece también una diferencia
con la parábola de Hare. Mientras el partisano admite pruebas y hechos en contra de su creencia,
el lunático de Hare tiene un blik sobre los profesores y no admite nada en contra de sus bliks. Más
aún, el lunático carece de razones en favor de su blik, mientras que el partisano, que es consciente
de la tensión que se desata en su interior, lo que le «convierte en un hombre con juicio y razonable»,
tiene una razón para confiar en su creencia: la personalidad del extranjero.
El planteamiento de Mitchell a pesar de su originalidad tiene algunas sombras. Bastará señalar dos.
La primera tiene que ver con la distinción entre «hechos que van en contra de una creencia» y
«hechos que cuentan decisiva y definitivamente en contra de una creencia». Se ha tachado a esta
distinción de «ilusión verbal» pues si no hay ninguna prueba definitiva en contra de la creencia todo
hace pensar que los hechos cuentan poco y resultan irrelevantes para el creyente. La otra objeción
viene de la mano de Flew. Si sustituimos a la figura del extranjero por la de Dios entonces resulta
difícil conciliar los atributos de omnipotencia, omnisciencia y bondad con la imposibilidad de
ayudarnos, evitar el mal y la imperfección del universo. Nos encontraríamos de nuevo con el peligro
de las «mil cualificaciones» que disipa completamente la afirmación original.
Llegamos así al final de nuestra exposición, pero antes de concluir es necesario advertir que en la
polémica intervinieron posteriormente otros autores que vinieron a encuadrarse en lo que se ha
llamado el ala derecha y el ala izquierda de Oxford. Esta distinción, establecida por W. T. Blackstone,
responde a las actitudes adoptadas frente al desafío de Flew y divide a quienes se sitúan en un
terreno diferente al de la falsabilidad (Hare, Smart, McPherson) y a aquellos que escogen el terreno
de Flew para enfrentarse a él (Mitchell, J. Hick, Crombie y Ramsey). Sin embargo unos y otros se han
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mostrado conscientes de la importancia que adquieren las consecuencias de aplicar el examen
filosófico al lenguaje religioso. Y si bien son pocos los que admiten hoy a pie juntillas el
planteamiento del positivismo en cualquiera de sus versiones (quizás el propio Flew y su discípulo
Kai Nielsen), no se puede obviar que al creyente o al usuario del lenguaje religioso hay que exigirle
la máxima claridad en sus expresiones y en la relación que establece entre las creencias y la forma
de vida en la que toma parte. Nada puede garantizar la comprensión total de la actitud del hombre
religioso pero en su intento por describirnos su particular visión de las cosas, el mundo y la vida,
tiene que ser capaz de mostrarnos los motivos para respetarle a pesar de nuestro escepticismo.
10
TEXTOS
1. [La parábola del jardinero)
Empecemos con una parábola. Se trata de una parábola desarrollada a partir de un cuento narrado
por J. Wisdom en su inolvidable y revelador artículo «Gods». Érase una vez dos exploradores que se
encontraron con un claro en la jungla. En el claro crecían muchas flores y maleza.
Uno de los exploradores dice: «Algún jardinero cuida de este sitio». El otro explorador disiente: «No
hay ningún jardinero». De forma que plantan sus tiendas y se ponen a vigilar. Sin embargo, no se ve
a ningún jardinero. «Pero puede ocurrir que sea un jardinero invisible.» Así que colocan una
alambrada de espino, la electrifican y pasean alrededor con sabuesos. (Y es que se acuerdan de
cómo el hombre invisible de H. G. Wells podía advertirse por el olor y Tocarse sin ser visto.) Pero
ningún ruido indica que un intruso haya recibido una descarga eléctrica.
Ningún movimiento del alambre delata un escalador invisible. Los perros nunca ladran. A pesar de
rodo, el Creyente no está aún convencido. «Hay un jardinero invisible, intangible, insensible a las
descargas eléctricas, que no desprende ningún olor ni hace ruido, un jardinero que se allega en
secreto a cuidar el jardín que ama». Al final, el Escéptico se desespera:» Pero ¿qué es lo que queda
de tu afirmación original? El jardinero que tu consideras invisible, intangible, eternamente esquivo,
¿en qué se diferencia de un jardinero imaginario o siquiera de ningún jardinero?».
En esta parábola se puede observar cómo lo que comienza como una aserción, que algo existe o
que hay alguna analogía entre ciertos complejos de fenómenos, se puede reducir, paso a paso, a un
estado completamente diferente, tal vez a una expresión de una «preferencia pictórica»2. El
Escéptico dice que no hay ningún jardinero y el Creyente dice que sí lo hay (aunque invisible, etc.).
Un hombre habla de la conducta sexual. Otro hombre prefiere hablar de Afrodita (aun a sabiendas
de que en verdad no hay un ser sobrehumano adicional y que sea de alguna forma responsable de
todos los fenómenos sexuales). El proceso de cualificación puede detenerse en cualquier punto
antes de que sea retirada completamente la aserción original mientras que algo de la afirmación
original permanecerá (tautología). El hombre invisible de Wells no podía, evidentemente, ser visto,
pero en todos los demás aspectos era un hombre como el resto de nosotros. Ahora bien, aunque el
proceso de cualificación puede detenerse, y así ocurre normalmente, en cualquier momento, no
siempre se es tan prudente como para interrumpirlo.
Alguien puede hacer desvanecer completamente su afirmación sin darse cuenta de que lo ha hecho.
Una hipótesis atrevida puede, de esta manera, ser eliminada, palmo a palmo por la muerte de las
mil cualificaciones.
Y me parece que es aquí donde radica el peligro singular, el mal endémico, de la proferencia
teológica. Tomemos preferencias tales como «Dios tiene un plan», «Dios creó el mundo», «Dios nos
ama como un padre ama a sus hijos». A primera vista, estas preferencias se parecen mucho a las
aserciones, a grandes aserciones cosmológicas. Claro que esto no es un signo inequívoco de que lo
sean o de que aspiren a serlo. Pero limitémonos a los casos en que aquellos que emplean tales
oraciones pretenden que expresen aserciones (señalando entre paréntesis que aquellos que
intentan o interpretan tales preferencias como criptomandatos, expresiones de deseos, jaculatorias
camufladas, éticas ocultas o como cualquier otra cosa excepto aserciones, tienen pocas
probabilidades de éxito para convertirlas en ortodoxas o en prácticamente efectivas).
Ahora bien, afirmar que tal y tal es el caso, es necesariamente equivalente a negar que tal y tal no
es el caso4. Supongamos ahora que dudamos sobre lo que afirma alguien que deja escapar una
proferencia, o por ser más radicales, supongamos que somos escépticos acerca de si realmente está
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afirmando algo. Una forma de tratar de entender (o quizás de exponer) su proferencia es averiguar
lo que él consideraría que va en contra de ella, o que fuera incompatible con su verdad. Porque sí la
proferencia es en verdad una aserción, será necesariamente equivalente a negar la negación de esa
aserción. Y cualquier cosa que pudiera ir contra la aserción o que pudiera inducir al hablante a
retirarla y a admitir que se había equivocado, tiene que ser parte {o la totalidad) del significado de
la negación de esa aserción. Y es que conocer el significado de la negación de una aserción
afirmación viene a ser casi lo mismo que conocer el significado de esa aserción. Si no hay nada que
una afirmación putativa niegue, entonces tampoco hay nada que afirme: luego, no es realmente
una aserción. Cuando el Escéptico de la parábola preguntaba al Creyente: «¿En que difiere ese
jardinero que consideras invisible, intangible, eternamente esquivo de un jardinero imaginario o
incluso de ningún jardinero?», lo que estaba sugiriendo es que el enunciado inicial del Creyente se
había desgastado tanto por la cualificación que había dejado de ser una aserción.
Y es que parece como si a los no creyentes no les fuera concebible una prueba o una serie de pruebas
cuya existencia pudiera ser admitida por los creyentes sofisticados como una razón suficiente para
admitir que «Después de todo, no existió ningún Dios» o «Dios no nos ama realmente». Alguien nos
dice que Dios nos ama como un padre ama a sus hijos. Nos tranquilizamos. De pronto vemos a un
niño muriéndose de un cáncer incurable de garganta. Su padre terrenal se vuelve loco tratando de
ayudar, pero su Padre Celestial no muestra ninguna señal clara de preocupación. Se hace alguna
cualificación —el amor de Dios «no es como el amor humano» o «es un amor inescrutable»— y nos
damos cuenta de que sufrimientos como aquellos son totalmente compatibles con la verdad de la
aserción de que «Dios nos ama como un padre (pero, por supuesto,..). Nos tranquilizamos de nuevo.
Pero entonces quizás nos preguntemos: ¿qué valor tiene esa seguridad del amor de Dios
(apropiadamente cualificado)? ¿Contra qué nos asegura realmente esta aparente garantía? ¿Qué
tendría que ocurrir no sólo (moral e incorrectamente) para tentarnos sino también para permitirnos
decir (lógica y correctamente) «Dios no nos ama» o incluso «Dios no existe»? Por todo ello, hago la
simple y crucial pregunta a los futuros participantes: «Para ustedes, ¿qué tendría que pasar o haber
pasado que constituya una prueba en contra del amor, o de la existencia, de Dios?».
(A. Flew, «Theology and Falsification», en A. Flew y A. MacIntyre, New Essays in Philosophical
Theology, cit., 96-99.)
2. [La parábola del lunático]
Deseo dejar claro que no intentaré defender el cristianismo en particular, sino a la religión en
general —no porque no crea en el cristianismo, sino porque no se puede entender qué es el
cristianismo hasta que no se haya entendido qué es la religión.
Tengo que comenzar confesando que, en el terreno delimitado por Flew, me parece que sale
completamente victorioso. Por tanto desplazo el terreno de la discusión presentando otra parábola.
Cierto lunático está convencido, de que todos los profesores quieren asesinarle. Sus amigos le
presentan a los profesores más amables y respetables que encuentran y, después de cada
encuentro, le dicen: «Ya ves que no te quiere asesinar; te ha hablado con mucha cordialidad. ¿Te
has convencido ya?». Pero el lunático contesta: «Sí, pero eso sólo era una maniobra diabólica; en
realidad está conspirando contra mi todo el tiempo, igual que los demás. Te digo que lo sé». Por
muy amables que sean los profesores, la reacción es siempre la misma.
Después de esto decimos que esa persona está engañada. Pero, ¿de qué engaño se trata? ¿Trata
sobre la verdad o la falsedad de una aserción? Apliquémosle la prueba de Flew. No hay ninguna
conducta en los profesores que él esté dispuesto a aceptar como contraria a su teoría; de forma que
su teoría, con esta prueba, no afirma nada. Pero no se sigue que no haya diferencia entre lo que él
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piensa sobre los profesores y lo que la mayoría de nosotros pensamos sobre ellos; de otro modo no
podríamos decir que él es un lunático y que nosotros estamos sanos, y los profesores no tendrían
razón para inquietarse de su presencia en Oxford.
Llamemos a lo que nos diferencia del lunático nuestros respectivos bliks. El tiene un blik enfermo
sobre los profesores; nosotros tenemos un blik sano. Es importante resaltar que nosotros tenemos
un blik sano, no que no tengamos un blik, porque tiene que haber dos bandos en cualquier discusión:
si él tiene un blik erróneo, entonces aquellos que están en lo cierto respecto a los profesores deben
tener uno correcto.
Flew ha mostrado que un blik no consiste en una aserción o en un sistema de afirmaciones; no
obstante es de la mayor importancia tener el blik correcto.
Tratemos de imaginar en qué consistiría tener diferentes bliks acerca de cosas que no fueran
profesores. Cuando estoy conduciendo mi coche, a veces se me ocurre preguntarme si los
movimientos del volante se corresponderán siempre con las consiguientes alteraciones en la
dirección del coche. Nunca he tenido un fallo en la dirección, aunque he sufrido derrapes, que tienen
que ser muy parecidos. Además, sé lo suficiente sobre cómo está hecha la dirección de mi coche
para saber el tipo de cosa que tendría que funcionar mal para que la dirección fallara: las juntas de
acero tendrían que partirse, o las varillas de acero romperse, o algo parecido. Pero, ¿cómo puedo
saber que esto no ocurrirá? La verdad es que no lo sé. Simplemente tengo un blik acerca del acero
y sus propiedades de forma que normalmente confío en la dirección de mi coche, pero no encuentro
problema alguno para imaginar qué ocurriría si pierdo este blik y adquiero el blik opuesto. La gente
diría que no sé nada sobre el acero, pero no habría ninguna confusión sobre la realidad de las
diferencias entre nuestros respectivos bliks; por ejemplo, nunca iría en coche. Sin embargo, yo
dudaría en decir que la diferencia entre nosotros era la diferencia entre aserciones contradictorias.
Ningún montón de viajes sin incidentes o un conjunto de tests suprimiría mi blik y restituiría el blik
normal; porque mi blik es compatible con un número finito de tales pruebas.
Fue Hume quien nos enseñó que toda nuestra relación con el mundo depende de nuestro blik acerca
de él; y que las diferencias entre bliks sobre el mundo no pueden resolverse mediante la observación
de lo que ocurre en el mundo. Este fue el motivo por el que después de haber realizado el
interesante experimento de dudar del blik del hombre de la calle sobre el mundo y de mostrar que
no se podía dar ninguna prueba que nos empujara a adoptar un blik en lugar de otro, Hume volvió
al backgammon para quitarse el problema de la cabeza. En realidad parece imposible siquiera
formular como aserción el blik normal sobre el mundo, el blik que me permita confiar en la seguridad
futura de las juntas de acero; en la permanente resistencia de la carretera para soportar mi coche y
que no se vaya a abrir mostrando que no hay nada debajo; en las tendencias no-homicidas de los
profesores; en mi prolongado bienestar (bienestar en un sentido que ahora no logro comprender
completamente) si sigo haciendo lo que es correero según mi entendimiento; en la probabilidad
general de que personas como Hitler terminen mal. Pero quizás una formulación más adecuada que
la mayoría se encuentre en los Salmos: «Arruinábase la tierra y sus moradores: yo sostengo sus
columnas».
El error de Flew en la postura elegida para su ataque es considerar este tipo de discurso como una
especie de explicación, entendiendo este término al modo de los científicos. De ser así, sería
evidentemente ridícula. No creemos ya en Dios como si fuera un Atlas: nous n’avons pas besoin de
cette hypothése. Sin embargo, es correcto decir, como hizo Hume, que sin un blik no puede haber
explicación; pues es precisamente gracias a nuestros bliks que decidimos qué es y qué no es una
explicación.
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Supongamos que creemos que rodo lo que ocurrió, ocurrió por pura casualidad. Esto, por supuesto,
no constituiría una aserción, pues es compatible con que algo sucediera o dejara de suceder, y por
tanto, incidentalmente, lo es su contradictorio. Pero si nosotros tuviéramos esta creencia, no
seríamos capaces de explicar, predecir o planear nada. De modo que aunque no estuviéramos
afirmando nada diferente de aquellos que tienen una creencia más normal, habría una gran
diferencia entre nosotros; y esta es la clase de diferencia que existe entre los que realmente creen
en Dios y aquellos que realmente no creen en Él. La palabra «realmente» es importante y puede
levantar sospechas. La introduje porque cuando la gente ha tenido una buena educación cristiana,
como tienen la mayoría de los que ahora declaran no tener creencias religiosas de ningún tipo,
resulta muy difícil saber en verdad qué es lo que creen. La razón por la que les resulta fácil pensar
que no son religiosos es que nunca han padecido el estado de ánimo de quien sufre las dudas cuya
respuesta es la religión. Para ellos no son los terrores de la jungla. Después de abandonar algunos
de los aspectos más extravagantes de la religión, piensan que la han abandonado completamente,
cuando de hecho no es así y no podrían vivir sin una religión confortablemente sustancial, aunque
sofisticada en sumo grado y bondadosa. Esta religión se distingue de la de otros muchos «creyentes»
en poco más que esto: a estos «creyentes» les gusta cantar salmos sobre sí mismos, algo muy
natural y apropiado. Pero a pesar de todo habría, en el fondo, una gran diferencia: la diferencia
entre dos personas que aunque caminan una al lado de la otra lo hacen en direcciones diferentes.
Ignoro en qué dirección camina Flew; es posible que él tampoco lo sepa, pero nosotros hemos
tenido ejemplos recientes sobre distintos modos en que uno se puede alejar del cristianismo y hay
un número de posibilidades. Después de todo, el hombre no ha cambiado biológicamente desde los
primeros tiempos; es la religión la que ha cambiado y fácilmente puede cambiar otra vez. Y si no se
cree que tales cambios supongan una diferencia basta familiarizarse con algunos de los sijs y algunos
musulmanes de la estirpe punjabi para darse cuenta de las muchas diferencias que hay. Hay una
diferencia importante entre la parábola de Flew y la mía que todavía no hemos apuntado. A los
exploradores no les importa el ' jardín, discuten sobre ello con interés pero sin consideración. Pero
al lunático de mi ejemplo, pobre chico, le importan los profesores y a mí me preocupa la dirección
de mi coche ya que a menudo llevo en él a personas a las que estimo. El motivo por el que soy
incapaz de compartir el distanciamiento de los explotadores es que me interesa lo que pasa en mi
jardín.
(R. M. Hare, «Theology and Falsification», en A. Flew y A. MacIntyre, New Essays in Philosophical
Theology, cit., 99-102.)
3. [La parábola del extranjero]
El artículo de Flew es agudo y perspicaz pero encuentro algo extraño en su actitud acerca del
argumento del teólogo. Con segundad, el teólogo no negaría el hecho de que el dolor sea una
prueba contra la aserción de que Dios ama a los hombres. Esta misma incompatibilidad origina el
problema teológico más espinoso: el problema del mal. El teólogo sí reconoce que el hecho del dolor
cuenta contra la doctrina cristiana pero también es verdad que no admitirá que éste u otro hecho
importe decisivamente contra aquella, pues su fe le compromete a confiar en Dios. Su actitud no es
la del observador imparcial sino la del creyente.
Quizás esto se puede ilustrar con otra parábola. En tiempo de guerra, en un país ocupado, un
miembro de la resistencia se encuentra una noche con un extranjero que le impresiona
profundamente. Ellos pasan toda la noche conversando. El extranjero dice al partisano que también
él está del lado de la resistencia e incluso que está al mando de ella y le pide al partisano que tenga
fe en él pase lo que pase. El partisano después de la conversación sale totalmente convencido de la
sinceridad del extranjero y promete confiar en él.
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No se vuelven a encontrar a solas pero a veces se ha visto al extranjero ayudar a miembros de la
resistencia y el partisano agradecido comenta a sus amigos: «Él está de nuestro lado». -.-'-y Algunas
veces se le ha visto con uniforme de policía entregando patriotas al ejército invasor. Entonces los
amigos del partisano murmuran contra el extranjero pero el partisano insiste: «Está de nuestra
parte». A pesar de las apariencias, sigue creyendo que el extranjero no le engañó. En ocasiones pide
ayuda al extranjero, la recibe y sigue agradecido.
Pero otras veces que pide ayuda no la recibe, y entonces el partisano comenta: «El extranjero sabe
de sobra lo que hay que hacer». Pero los amigos desesperados le dicen: « Y bien, ¿qué tendría que
hacer el extranjero para que admitas que estás equivocado y que él no está de nuestro lado?». El
partisano rehúsa a contestar. No está dispuesto a que se desconfíe del extranjero. Sus amigos se
quejan: «Bueno si eso es lo que tú entiendes por estar de nuestro lado, lo mejor será que se cambie
de bando cuanto antes».
El partisano de la parábola no admite que exista algo decisivo en contra de la proposición «el
extranjero está de nuestra parte». Esto se debe a que él se ha prometido a sí mismo confiar en el
extranjero a pesar de reconocer que la conducta ambigua del extranjero no juega a favor de lo que
cree. Precisamente esta situación es la que constituye la prueba de su fe.
¿Qué puede hacer el partisano cuando pide ayuda y no la recibe? Puede hacer dos cosas: a) concluir
que el extranjero no está de nuestro lado; o, b) mantener que está de nuestro lado, pero que tiene
razones para negarse a ofrecer ayuda. Rechazará la primera opción pero, ¿cuánto tiempo podrá
defender la otra sin que se convierta en algo absurdo?
Creo que nadie podría adelantar conclusiones. En primer lugar, dependerá de la naturaleza de la
impresión que despertó el extranjero y también de la manera en que interprete la conducta del
extranjero. Tanto si la descarta porque carece de consecuencias o porque no influye en sus
creencias, se le tomará por un inconsciente o un loco y, en ese caso, es seguro que no le resultará
fácil decir sin más: «Ah, cuando utilicé la expresión «está de nuestro lado» mientras hablaba del
extranjero quería referirme a una conducta ambigua de este tipo». En este caso se parecerá a la
persona religiosa que ante un horrible desastre afirma: «Es la voluntad de Dios». Pero no,
únicamente si él experimenta en su interior toda la tensión del conflicto su creencia será
considerada la de un hombre con juicio y razonable.
Aquí radica la diferencia entre mi parábola y la de Haré. El partisano admite que muchas cosas
pueden y de hecho juegan en contra de su creencia; mientras que el lunático de Haré, que tiene un
blik sobre los profesores, no admite nada en contra de su blik. No hay nada que pueda tener
importancia en contra de sus bliks. El partisano también tiene una razón para, en primer lugar,
haberse comprometido consigo mismo; por ejemplo, la personalidad del extranjero. El lunático, en
cambio, no tiene razones en favor de su blik sobre los profesores porque está claro que no se pueden
tener razones para los bliks.
Esto quiere decir que estoy de acuerdo con Flew en que las proferencias teológicas tienen que ser
aserciones. El partisano está haciendo una aserción cuando dice: «el extranjero está de nuestro de
lado». ¿Quiero decir con esto que la creencia del partisano sobre el extranjero es, en algún sentido,
una explicación? Creo que sí. Explica y da sentido al comportamiento del extranjero y ayuda también
a explicar el movimiento de la resistencia en el contexto en que aparece. En cada caso difiere de la
interpretación que otros ofrecen de los mismos hechos. «Dios ama a los hombres» se parece a «el
extranjero está de nuestro lado» { y a muchos otros enunciados significativos, v.g., los históricos) en
que no son falsables de forma definitiva. Los dos enunciados se pueden interpretar al menos de tres
maneras: (1) como hipótesis provisionales que se pueden descartar si la experiencia está en contra
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de ellas; (2) como significativos artículos de fe, y (3) como fórmulas vacías (que expresan quizás un
deseo de tranquilidad) a las que la experiencia le resulta indiferente y es irrelevante para la vida.
Una vez que el cristiano se ha comprometido consigo mismo se ve impedido por su fe a adoptar la
primera actitud: «No tentarás al Señor tu Dios». Como señaló Flew, se expone al peligro permanente
de caer en la actitud apuntada en tercer lugar, pero no necesita hacerlo; y si lo hace, resulta ser un
fracaso tanto de la fe como de la lógica. (B. Mitchell, «Theology and Falsification», en A. Flew y A.
MacIntyre, New Essays in Philosophical Theology, cit., 103-105.)
4. [Aserción y explicación]
Ha sido una buena discusión y estoy contento de haber contribuido a provocarla. Pero ahora, al
menos en University, tiene que concluir y los editores de University me han pedido unas
observaciones finales a modo de conclusión. Como resulta imposible abarcar todas las cuestiones
que han aparecido o comentar por separado cada una de las contribuciones, me centraré en las de
Mitchell y Haré, representativas de dos formas muy diferentes de responder al desafío presentado
en «Teología y Falsación».
Como se recordará, el desafío decía lo siguiente. Algunas proferencias teológicas parece que
intentan ofrecer explicaciones o expresar aserciones sobre algo. Ahora bien, una aserción, para ser
una afirmación tiene que decir que las cosas están a¿í y así; y no de otra manera. De la misma
manera que una explicación para ser una explicación, tiene que explicar por qué ocurre un hecho
determinado y no otro cualquiera. Esras últimas observaciones son cruciales. Y sin embargo los
creyentes sofisticados, o al menos así me lo parece, las pasan por alto y tienden a rechazar, no solo
que ocurra, sino que pueda imaginarse que pueda ocurrir algo que vaya en conrra de sus aserciones
y explicaciones teológicas. Pero en la medida que hacen esto, las supuestas explicaciones resulran
ser falsas y las aparentes aserciones están en realidad vacías.
La respuesta de Mitchell a este desafío es admirablemente directa, honesta y comprensiva. Está de
acuerdo en «que las proferencias teológicas tienen que ser aserciones». Admire que si tienen que
ser aserciones tiene que poder oponerse algo a su verdad. También admite que los creyentes corren
el peligro constante de transformar lo que serían aserciones en vacous formulae. Pero dice que me
ocupo de manera exrraña respecro «al argumenro del teólogo. Seguramente el teólogo no negará
el hecho de que el dolor cuenta contra la aserción de que Dios ama a los hombres. Esra misma
incompatibilidad genera uno de los problemas teológicos más espinosos: el problema del mal». Creo
que riene razón. Tendría que haber distinguido entre dos formas de proceder respecto con lo que
parece ser una prueba contra el amor de Dios: la manera que resalté consistía en cualificar la
aserción original; el camino que sigue normalmente el teólogo, al principio, consiste en admitir lo
que parece malo, para luego insisrír en que hay —o tiene que haber— alguna explicación que
muestre que, a pesar de las apariencias, hay realmente un Dios que nos ama. La dificulrad radica,
desde mi punto de vista, en que a Dios se le conceden unos arributos que le salvan de toda
explicación posible. En la parábola del exrranjero de Mitchell resulta sencillo para el creyente
encontrar excusas plausibles para responder de su ambiguo comporramienco ya que el extranjero
es un hombre. Pero supongamos que el exrranjero es Dios. No podemos decir que le gustaría
ayudarnos pero no puede: Dios es omnípotenre. Tampoco podemos decir que nos ayudaría si lo
supiera: Dios es omnisciente. Ni podemos decir que no es responsable de la maldad de los otros:
Dios los creó. En realidad, un Dios omnipotenre y omniscienre tiene que ser cómplice antes de (y
durante) del hecho de toda mala acción humana, y en la misma medida responsable de todos los
defecros no morales del universo. Por tanto, aunque admito por completo que Mitchell tiene toda
la razón al insistir en mi contra que el primer paso del teólogo es buscar una explicación, sigo
pensando que, si se le persigue implacablemente tiene que recurrir a la rechazable acción de la
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cualificación. Y es que es ahí donde reside el peligro de la muerte por mil cualíficacíones, la cual,
admito, constituiría «un fracaso tanro de la fe como de la lógica».
El enfoque de Haré es fresco y valiente. Confiesa y admite que «en el terreno delirnirado por Flew
sale compleramenre victorioso». A conrinuación introduce el concepto de blik. Pero, mientras creo
que hay lugar para este concepro en filosofía y que los filósofos deberían agradecer a Haré esta
novedad, quiero insistir, sin embargo, en que cualquier intento de analizar las proferencias religiosas
de los creyentes como expresiones o afirmaciones de un blik más que como ( al menos lo que serían)
aserciones sobre el cosmos, resulta totalmente descaminado. Primero, porque interpretadas de
esta forma serían completamente heterodoxas. Si la religión de Hate es realmente un blik, sin
impiicat aserciones cosmológicas sobre la naturaleza y actividades de un supuesto creador personal,
¿sigue siendo un cristiano? Segundo, porque tomadas así, a duras penas podrían desempeñar el
trabajo que hacen. Si no estuvieran siquiera propuestas como aserciones, entonces muchas de las
actividades religiosas serían fraudulentas o meramente absurdas. Si «tú debes porque es la voluntad
de Dios» no afirma más que «tú debes», entonces quien prefiera la primera versión no esrará dando
realmenre una razón sino una sustitución fraudulenta de ella, un cheque falso dialéctico. Si «mi alma
tiene que ser inmortal porque Dios ama a sus hijos, etc.» no dice otra cosa que «mi alma tiene que
ser inmortal», entonces quien se tranquilice a sí mismo con argumentos teológicos sobre la
inmortalidad, es tan tonto como el que intenta saldar los números rojos de su cuenta filmándose un
cheque por esa misma cantidad (claro que ninguna de estas proferencias serían exclusivas del
cristiano peto esta discusión nunca pretendió limitarse a ello). Las proferencias religiosas pueden
ser aserciones falsas o incluso ficticias, pero dudo que, al menos en el ámbito de la práctica religiosa,
no se propongan o se interpreten como aserciones o, en todo caso, que no las presupongan, y que
asimismo y por las exigencias de la apologética teológica se pueda realizar cualquier cambio para
otro contexto.
Una última observación. Los filósofos de la'religión podrían tener a bien considerar el concepto de
doblepensar que aparece en 1984 , la última y horrorosa pesadilla de George Orwell. «-Doblepensar
significa el poder de mantener y aceprar silmultáneamente dos opiniones contradictorias. El
intelectual orgánico sabe que está trucando la realidad pero se contenta a sí mismo de que la
realidad no queda violada con el ejercicio del doblepensar» {1984, p. 220). Puede ocurrir también
que los intelectuales creyentes sean llevados a doblepensar y de este modo conservar la fe en el
amor de Dios frenre a la realidad de un mundo cruel e indiferente. Pero quizás sobre esto ya habrá
otra ocasión de tratarlo. (A. Flew, en A. Flew y A. MacIntyre, New Essays in Philosophical
Theology,át., 106-108.)
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