José García Cruz

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Todos los derechos reservados conforme a la ley
© Icocult
© Diseño de portada y diagramación: Mario Sifuentes Valdés
Fotografía de portada: Víctor Salazar
Cuidado editorial:
Odila Fuentes / José Antonio Santos / Miguel Gaona
Impreso en México
PRESENTACIÓN
Q
uienes laboramos para el pueblo de Coahuila
desde el Gobierno del Estado somos
conscientes de que, además de las estrategias
institucionales en materia de seguridad, salud,
educación y obra pública que hemos implementado,
algo indispensable para generar riqueza e igualdad
entre los coahuilenses es el compromiso activo
de todos los miembros de nuestra sociedad.
Los programas tienen un impacto inmediato y
cuantificable, pero es sólo la voluntad y el trabajo de
la gente lo que puede transformar estos hechos del
gobierno en beneficio comunitario permanente.
Es por ello que ofrecemos a los ciudadanos
este proyecto editorial: Nuestra Gente colección de
semblanzas biográficas de quienes desde la iniciativa
privada, la academia, el servicio público, el activismo
comunitario o la asistencia pública no gubernamental,
contribuyen día a día a hacer de Coahuila un estado
más seguro, más competitivo y, sobre todo, más
justo.
En esta entrega de Nuestra Gente, el Gobierno
de Coahuila rinde homenaje a José García Cruz,
propietario de la panadería La Crema, quien desde muy
niño aprendió a ver en la dificultad una oportunidad
para el crecimiento y la superación. Hoy, su vida
es un ejemplo de tenacidad, empeño y de una gran
fortaleza de espíritu para todos los coahuilenses.
A través de títulos como éste, la colección de
libros Nuestra Gente se propone un doble objetivo: por
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una parte, ofrecer justo homenaje a quienes hoy por
hoy han sido pilares de nuestra ciudadanía; dando a
conocer al público coahuilense los detalles de su vida
y su obra. Por otra, nos interesa que el ejemplo de
estos hombres y mujeres se arraigue en los lectores
y cristalice, a la larga, en nuevas generaciones de
individuos cuya voluntad y espíritu de servicio estén
a la altura del porvenir.
Gobierno de Coahuila
6
José García Cruz
U
na tarde soleada. Es otoño, y las sombras se
proyectan con fuerza sobre las paredes. En
esta calle, la Manuel Acuña, el movimiento
de personas y autos es constante. No parece
haber respiro. Pese a este tráfago, se trata de una
de las calles más tradicionales de un Saltillo que
aún conserva ese agradable aire de provincia. La
bautizaron, en el primer cuadro de la ciudad, con
el nombre del poeta de fama nacional y trágico
destino. Sobre esta calle existen varias peluquerías,
desde hace muchos años en funcionamiento.
Desde hace muchos años también, los niños de las
distintas generaciones se han sentido atraídos por
los pollos enjaulados que en su piar permanente
crean un ambiente efervescente desde las vitrinas
de un comercio dedicado a vender “Alimento para
aves y ganado. Implementos y pollitos”. La oferta
es tentadora, por lo que a garantía de frescura
en productos se refiere: “De nuestras granjas a
usted”.
Unos pasos más adelante, rumbo al norte,
se oye decir a una mujer joven, de unos 20 años, a
su acompañante: “El pan que le gusta a mi mamá
es el de aquí”. La chica que camina junto a ella no
parece necesitar volver la mirada, pues contesta,
pronta: “A mi mamá, igual”.
Ambas se refieren a un comercio cuyo
exterior es de un amarillo tenue, un color que
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nuestra gente
guarda perfecto parecido con su nombre: La
Crema, panadería propiedad de don José García
Cruz y abierta al público desde el año de 1965. Al
franquear la puerta, entra uno en otra dimensión.
El ruido de la calle se aplaca. Se percibe una
atmósfera de calidez.
Los panes recién salidos del horno, doradas
sus cubiertas, de prometedora tibieza, despiertan
con su aroma los sentidos. Son panes cuya generosa
proporción no tienen símil con los de ninguna otra
tahonera de pan dulce de la localidad. Su color y
su sabor refieren la calidad del huevo —de gallogallina—, utilizado como ingrediente y la leche
bronca traída de la Universidad Autónoma Agraria
Antonio Narro. De “la Narro”, como se le dice por
acá.
¿Quién fue el fundador de La Crema? ¿Cuál
es su historia, que guarda seguramente relación
con la de esta panadería que ha alimentado a
generaciones de saltillenses?
Don José García Cruz recibe en esta tarde
soleada, en medio del trajín del mediodía, en este
su negocio de ofrecer pan. Platica sobre su infancia,
una niñez vivida en Saltillo en medio de la gran
crisis mundial de los años treinta. En ella están
insertos los primeros y difíciles años de José: “Viví
como hijo único, porque aunque tuve un hermano,
falleció antes de que yo naciera, siendo él muy
pequeño”, comienza don José, explorando en su
vida y con ello en la del Saltillo de las primeras
décadas del siglo pasado.
Nació el 19 de marzo de 1932 en Monterrey,
Nuevo León. Su padre, don Clemente García Toledo,
pertenecía al Ejército Mexicano y fue por esa
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José García Cruz
razón que llegaron a radicar a Saltillo a finales de
esa década. Su padre y su madre, la señora María
Trinidad Cruz, eran originarios de Monterrey, y
emigraron con el ejército a los puntos en que éste
tenía su asiento. En Saltillo, don Clemente, Sargento
1º, pertenecía al 40 Regimiento de Caballería y se
le destinó al que fuera cuartel militar, en el edificio
que hoy ocupa el Museo de las Aves de México,
rumbo al sur de la ciudad.
¿De qué modo vivía un niño de 6 años los
constantes traslados de sus padres? “Se viajaba
sin mucho mobiliario. Recuerdo que mi padre me
subía con una cuerda al techo de los vagones en
que íbamos a viajar, y para no caernos mientras
dormíamos, los soldados volteaban unos tubos,
como soportes, que venían en los tambores de las
camas”. Piensa en aquellos tiempos y recuerda
muy bien a los caballos que “iban abajo”.
Así transcurrieron sus primeros años, sus
primeros siete años, hasta que murió su papá. Se
le arrasan los ojos de lágrimas. “Fue muy difícil
para nosotros. Ya sólo quedábamos mi mamá y yo.
Ella de apenas veintitantos años. Son recuerdos
tristes”.
El pequeño José cursaba entonces el primer
año de la primaria, pero hubo de abandonar la
escuela para ayudar en el sostenimiento del hogar.
Su madre lo colocó en la panadería El Quelite, en
la calle Luis Gutiérrez, entre Obregón y Salazar. El
niño empezó a trabajar ahí.
Distribuía el pan por las mañanas: “Ahí
viví, en la panadería. Nos quedábamos dos o tres
chamaquitos y nos levantaban a las 4:00 o 5:00 de
la mañana”. Llevaban el pan en una canasta sobre la
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nuestra gente
cabeza y recuerda “aquellos friazos… y descalzos.
No había ni chanclitas. El recorrido lo hacíamos
así, a pie. No era como ahora, no había posibilidad
de que alguien más te diera zapatos; tampoco
teníamos dinero. A mí me tocaba entregar el pan
en La Guayulera y para llegar había que brincar
un arroyo. Debía cruzar un puente que rechinaba,
donde luego se puso la estación de trenes. Se me
figuraba que salían cocodrilos del arroyo”. Cuenta
que el único día que podía ver a su mamá era el
sábado: “Yo no sé cómo era yo: muy cumplido o
muy tonto, pero nunca me escapé para ir a verla”.
Vivían entonces por la calle Cuauhtémoc, “en el
número 311”, recuerda nítidamente.
Por ese entonces se instaló en esa calle un circo
muy famoso, el Beas Modelo, el primero, cuenta
don José, en ofrecer juegos mecánicos. “Traía ‘El
remolino’, ‘El chicote’, ‘El satélite’, ‘La rueda de la
fortuna’, ‘Los carros locos’ (conocidos ahora como
‘Los carritos chocones’), ‘La silla voladora’... En la
carpa se presentaban magos con gran variedad de
números y había muchos espectáculos”. La madre
del pequeño José decidió entonces que lo mejor
para ambos sería unirse al circo. Así lo hicieron
y ella se encargaba de cocinar enchiladas para
ofrecer al público asistente. “De Saltillo viajamos
a Monterrey, luego a Ciudad Victoria y después
a Nuevo Laredo. Llegamos a Tampico cuando yo
tenía ya 9 años”, rememora.
En esa ciudad las cosas no fueron bien:
“Se vino una temporada de lluvias y la carpa
no funcionaba. Mi mamá ya no pudo vender las
enchiladas, y no tuvo dinero para sufragar los 18
pesos que cobraban los dueños para transportarse
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José García Cruz
de un lugar a otro”. El circo los dejó “con una
petaca, ropa, platos, tazas, colchonetas, una mesa
y el brasero”, sin conocer a nadie en esa ciudad
y en medio de una explanada. Viajaban con doña
María Trinidad el pequeño José y una niña de 12
años, adoptada, cuenta nuestro entrevistado, por
su mamá. La niña, María del Refugio, llevaba los
apellidos García Cruz, y ayudaba en la venta de las
enchiladas.
Cercana a la explanada existía una vecindad,
conocida como Del Pozo, pues había sido
construida en un terreno bajo. Cuenta don José:
“Los vecinos se condolieron de nosotros. Mi mamá
pidió ayuda y nos dieron cobijo en un zaguán de
la vecindad que afortunadamente estaba techado”.
Por la mañana, una mujer habló con doña María
Trinidad para sugerirle que enviara al pequeño
José a acompañar a su hijo, un muchacho de 18
años, “para ver qué consigue”, le dijo.
El joven lo llevó al muelle, donde le enseñó
a pescar, y mientras caía algo en las redes, se
dirigían a los dos mercados de Tampico. “Ahí
conseguíamos un chilito y tomábamos de lo que
se tiraba. Había aguacali, que se conoce allá como
pagua, tomates, cebollas… Lo que ya no se vendía
lo llevábamos a casa”. También ayudaban a los
chalanes a trasbordar la fruta y las verduras, “y lo
que estaba pasadito nos lo daban. Regresábamos a
la casa cargados de fruta, cebolla y tantito dinero”.
Se quiebra la voz de don José. Aparecen
lágrimas al recordar a su mamá que con todo
esto que le llevaba, chorizo, tortillas, tomate,
cebolla, “cocinaba para los tres”, acompañado con
un vaso de agua. Se detiene un momento. Piensa
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nuestra gente
en el presente y externa: “Mucha gente dice que
actualmente se vive mal. No, ahora estamos bien…
Hay hasta comedores para la gente necesitada,
atención médica gratuita”.
Comparte que cuando se le antojaba un
refresco no lo compraba, con tal de tener la mayor
cantidad de dinero posible para juntarle a su mamá,
quien lo estimulaba con mucho cariño. Le decía:
“Cuando se case mi hijo no va a batallar su mujer”.
Ella, por su parte, se afanaba en lavar ropa ajena,
“donde la ocupaban las gentes buenas”, recuerda
don José, quien agrega: “Vivíamos a la voluntad
de Dios. Pagábamos 10 pesos de renta por un
cuartito que ¿cómo cree que era? De madera, muy
pequeño”. Su media hermana trabajaba en casa y
hacía mandados.
Llegó el momento en que se juntó el dinero
necesario para regresar a Saltillo. Arribaron a la
estación de ferrocarril. “Allí llegamos. Era el año
de 1944. Mi mamá había dejado encargadas sus
cosas en la vecindad y al llegar, no encontramos
nada”.
De nueva cuenta vivieron en carne propia
la solidaridad de los vecinos, ahora en Saltillo,
quienes les dieron albergue. Estuvieron ahí
poco tiempo: “Mi mamá me llevó a trabajar a la
misma panadería, donde nos dieron dinero por
adelantado”.
Siguió con el mismo patrón, don Fermín
Morales, a quien describe como un “señor güero,
fuerte, cuerpo regular, pelo chiquío, liso. Hombre
muy trabajador; a veces, muy pocas veces, hablaba
fuerte. Su esposa Angelina visitaba a don Fermín
a media noche. En un patio de la panadería
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José García Cruz
funcionaban los hornos de leña, a donde me
mandaban a mí para calentar en la lumbre el café
o algún taco para la señora”. El lugar fue motivo
para estimular el miedo en el pequeño José.
Contaban los panaderos, y él mismo fue testigo en
varias ocasiones, que la puerta de la calle, aquellas
de armazones fuertes y con la aldaba puesta, se
abría y cerraba de pronto sin nada aparente que
lo provocara. Él también era el encargado de tapar
los hornos al terminar de arder y cuenta que “se
oían caer piedras”. El terror se hacía presente con
mayor intensidad pues se quedaba a dormir en la
panadería. Sonríe casi con deleite, y algo de pena:
“Y todavía soy miedoso”.
Alrededor nuestro su panadería, La Crema,
es un bullicio. Salen y entran los panaderos, todos
vestidos pulcramente, en un ambiente también
muy limpio, y en donde se observa el orden en la
disposición de cada una de las materias primas
para facturar el pan. “Aquí he improvisado su
oficina”, comentó al inicio de estas charlas, para
arrancar con las entrevistas. Es ahí, en medio de
los cartones donde descansan, esperando a ser
utilizados, espléndidos huevos de dos yemas de
un tamaño del doble del que usualmente vemos en
los supermercados.
El barullo de la panadería se vuelve más
intenso. Pasan frente a nuestros ojos las charolas
de panes recién hechos. Son las 2:00 de la tarde y
es la tercera horneada. Se adivina el movimiento
de personas en el local, eligiendo sus piezas,
mientras dentro, cada uno de los tahoneros está
metido de lleno en su actividad. Un sonido, agua
que cae, ofrece una nota cristalina.
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nuestra gente
Ya asentado de nuevo en esta panadería,
José era llamado con afecto “El Pajarito”, tanto por
doña Angelina como por su suegra, madre de don
Fermín. La panadería se mudó a la calle Escobedo,
entre Manuel Acuña y Mina. Seguía entregando el
pan muy temprano, a las 4:00 o 5:00 de la mañana.
Estando aquí, el último entrego de pan que
hacía era en un lugar cercano a la Narro. Llevaba
canastos chiquitos rebosantes de bolillos de 20
centavos cada uno. Se iba a pie, desde la calle de
Escobedo hasta un tejabán propiedad de un señor
llamado también José García que funcionaba
como una tienda, a la entrada del Álamo. “Iba
prácticamente solo. A veces pasaba uno que otro
guayín o carreta. Así era todos los días. Hacía
dos horas, pero me tomaba un descanso a medio
camino, en un sitio donde se hacía una bajadita
el terreno. Había un arroyo y sobre él, un puente.
Yo podía en ese lugar descargar el canasto que
llevaba sobre la cabeza; el declive del terreno me
lo facilitaba”. Cuando llegaba a la tienda de José
García le obsequiaban siempre con una “moka” de
litro, medio litro de aguamiel o de leche con un
pan. Su dieta fue siempre el pan.
Un vendedor de nombre Eleodoro, apodado
“El Topo”, lo llevaba consigo a Aguanueva y a las
rancherías antes de llegar a esta población, para
vender pan. Él sacaba pan de El Quelite y a nuestro
entrevistado lo “prestaban” para acompañarlo y
ayudar a hacer trueque por los lugares por los que
pasaran. Así, iban cargados de pan, y regresaban
con huevo, frijol, gallinas, elotes y dinero.
Luego el patrón paró la panadería y la dejó
al cuidado del jovencito. “No había panaderos,
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José García Cruz
pero no la desocupaba. Y como tenía la artesa para
batir y jaulitas para el pan, me dejó ahí por varios
días; pero yo me puse muy mal, con una gripa
muy fuerte. El dueño no se paró en dos días; un
día pasó por ahí el entregador y me compró unas
pastillas. Yo seguí ahí, solo, aunque un hermano
del patrón me llevaba pan y café por las mañanas”.
El pequeño José vivía de este modo sus años
de infancia y adolescencia. Las circunstancias en
su hogar eran sumamente difíciles. Aunque su
madre se afanaba en actividades como lavar ropa,
y él contribuía lo más que podía, la situación
económica no mejoraba mucho, en gran parte
porque el mismo desalentador panorama se
presentaba en la ciudad. Saltillo era una población
eminentemente comercial y la poca diversificación
de actividades no permitía el desarrollo. Las
condiciones sociales y económicas no eran
propicias para el crecimiento.
Esto,
que
era
general,
afectaba
particularmente a la morada de la familia de José,
pues en medio de todo ello, los servicios de salud
no alcanzaban para todos y no había el equipo
necesario para subsanar los problemas serios. Fue
por eso que al enfermar la madre de José no hubo
manera de que recibiera atención adecuada.
“Mi mamá falleció por una enfermedad de
los riñones, y yo digo que se murió por falta de
atención. No teníamos servicio médico ni dinero
para comprar medicinas. La recuerdo la noche
anterior a su muerte, rezando, rodeada de vecinas
que la habían ido a ver. Yo debía prepararme
muy temprano para irme a la panadería; en ese
momento estaba en la Panificadora Saltillo, y ella,
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nuestra gente
con todo lo mal que se sentía, me despertó y me
envió al trabajo. No la volví a ver viva. Me fueron
a avisar a la panadería que se había puesto mal,
pero en el camino la persona que me acompañaba
me comunicó su muerte”. Los que siguieron
al fallecimiento de su mamá fueron unos días
terribles. Su hermana se fue de la casa un mes
después del triste acontecimiento. Él se quedó
solo.
Enfermó de fiebre reumática, y quien lo
atendió para salir adelante fue un panadero de
nombre Piedad Mendoza. Le llevaba de comer: “Me
dio medicamentos y algo de dinerito, y hasta me
dio empleo en la panadería El Fénix. Las vecinas
también me daban una ayudita y remedios caseros.
Conservaba la comida que podía aguantar para el
día siguiente. Así aseguraba algo de alimento”.
Contaba con 14 años cuando perdió a su
mamá. Luego de estar un tiempo en El Fénix,
empezó a trabajar de nuevo en la Panificadora
Saltillo, propiedad de Alfredo Jaime, por las calles
de Victoria y Xicoténcatl. Después trabajó en La
Flor de Trigo, propiedad de Carlos Herrera.
En la celebración del Santo Cristo del Ojo de
Agua conoció a una jovencita de nombre María del
Socorro Rodríguez Hernández. Para entonces tenía
ya 16 años, y se enamoró de ella. “Duramos poco
de novios. Nos mirábamos todas las noches. Yo
no podía ofrecerle nada, le dije que conociera mi
estado económico y le decía: ‘Quiero que conozcas
mi situación. No quiero que luego me reproches’.
Ella era huérfana de madre; tenía a su padre y
hermanas. Al fin, nos pusimos de acuerdo y me la
robé”.
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José García Cruz
José García Cruz a los 16 años, días antes de su boda con
María del Socorro Rodríguez Hernández.
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nuestra gente
José García Cruz en la calle Aldama en el Teatro Obrero,
a la edad de 16 años. Agosto de 1948.
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José García Cruz
El joven José ya había intentado hablar con
el padre de María del Socorro, pero “él me carrereó
un día a leñazos”. La joven tenía 15 años y su padre
no quería darle permiso para tener novio todavía.
En otra ocasión, José le llevó serenata. Platica don
José que el padre de la muchacha salió de la casa
y “en buen plan me dijo que me retirara porque
había un niño enfermo, el hijo de una cuñada”.
En vista de la reticencia paterna, los novios
idearon la fuga. Pero antes de emprenderla, el
muchacho tomó providencias: se dirigió al juez
civil y le platicó su plan de robarse a la novia. El
juez le preguntó: “¿Cuándo piensas robártela?”.
Él contestó que lo tenían contemplado para el
domingo siguiente. “Preséntense aquí el lunes,
para citar al papá”, replicó el funcionario.
Así las cosas, el domingo todo se llevó a cabo
como lo tenían planeado. Los jóvenes salieron del
hogar. Ella, recuerda nuestro entrevistado, con tan
solo una “bolsita y un vestido”. Recuerda: “Cuando
le propuse a mi novia, ella estuvo de acuerdo en
todo”.
Rememora el primer día en que despertó al
lado de su joven mujer: “El lunes que me levanté,
me sentía muy raro. Acompañado. Hasta entonces
la única compañía que había tenido era un perrito
que era cieguito, y que duró conmigo hasta que un
día me lo atropellaron. Ese lunes salí de la casa.
Me dirigí primero al hogar paterno de mi novia y
cuando toqué, ya estaban todos ahí, desesperados
por ella. Sale uno de los hermanos, que me
pregunta: ‘¿Está Socorro contigo?’. Les dije que sí,
y les dio gusto saber que no le había pasado nada.
Era menos el pesar”.
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nuestra gente
Al papá de su novia ya se le había mandado
el citatorio, así es que lo encontró más tarde en
el Registro Civil, entonces ubicado en la calle
Victoria, media cuadra al poniente de Xicoténcatl.
“El señor me hizo preguntas. ‘¿Tiene usted
papás?’ Le contesté que ni padre, ni madre,
ni hermanos. Sentí su desconfianza. ‘¿Dónde
trabaja?’ Repliqué que en La Flor de Trigo”. El
padre de la jovencita hizo indagaciones. Pidió
información sobre él en la panadería, y le contestó
“una señorita de nombre Elsa, mayor de edad, que
dio muy buena recomendación de mí: ‘cumplido,
trabajador, buena persona’. El asunto ya no tenía
remedio. Ya estábamos juntos”. Pese a ser menor
de edad, el joven García Cruz se había abocado
a sacar su cartilla militar, que entonces podía
tramitarse antes de que se cumplieran los 18
años. “La cartilla se tenía que presentar como
ahora la credencial de elector, en todas partes,
en las cantinas, los cines…”. Para la fecha de su
matrimonio contaba ya con este documento.
Finalmente, el padre de la joven María del
Socorro aceptó a José como nuevo esposo de su
hija. “Aceptó que nos casáramos, que se hiciera
la boda. Pero yo no contaba con nada, así es que
él mismo organizó un convivio para presentar al
matrimonio”.
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José García Cruz
Conscripto en un desfile del 20 de noviembre.
En el segundo cuerpo de abajo hacia arriba:
el segundo, de izquierda a derecha.
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nuestra gente
Una nueva etapa
Cambió mucho su vida. La nueva pareja siguió
viviendo en el cuartito de José. Uno de los cuñados,
que era carpintero, Antonio, hizo un juego de
comedor “muy bonito”. Y el menaje de casa se
constituía también con un guardarropa de tres
lunas, que le había costado 360 pesos y que fue
pagando en abonos. “Con esta compra me sentía
casi casi con derecho a tener una compañera”. Su
vida adquiere estabilidad. “Los dos nos sentíamos
muy contentos”.
Además: “Yo estaba muy satisfecho, muy
feliz. Veía mi comida en la mesa a sus horas y
mi ropa limpia. Fue en esa época en que volví al
Fénix, a hacer pan, como tahonero”. Permaneció en
esta panadería unos cinco años. “Después de ahí
nos salimos un panadero llamado Gilberto Picón
‘la Gringa’ y yo. Él iba a poner una panadería en
Allende, La Ideal, enfrente del comercio de Manuel
J. García”.
La propietaria del local era una señora de
apellido Pepi. A la panadería llegaron a trabajar,
además de Picón y José García Cruz, otros dos
panaderos. Para entonces, ya nuestro entrevistado
contaba con 22 años. “La panadería trabajó muy
apenas; se fue pronto al fracaso. De la noche
a la mañana nuestro patrón se fue del lugar.
Desapareció, agobiado por las deudas”.
Una noche, como siempre, se levantó a
la una de la mañana, para ir a trabajar. Llegó a
La Ideal, y se encontró con la sorpresa de que
estaban los panaderos, dispuestos para iniciar
la jornada, pero no se veía por ningún lado la
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José García Cruz
materia prima para la elaboración de los panes:
harina, manteca, azúcar..., nada. Cuenta don
José: “Fuimos al sindicato y ahí yo intervine. Nos
prestaron 500 pesos para empezar a trabajar en
esa misma panadería. También se nos facilitó una
vitrina y entonces seguimos trabajando. A mí me
nombraron administrador. Seguimos todos como
socios: Tomás, Diego Sánchez y un joven que se
dedicaría a hacer las entregas”.
Pese al esfuerzo, “todo nos salió mal”. El
negocio no prosperó porque lo poco que se ganaba
se utilizaba para llevar de comer a las familias; no
había ganancia. “En la esquina de nuestra panadería
estaba instalada otra, El Cairo, se llamaba. Su
dueño era un señor de apellido Guillén. Él sí que
cabalgaba en caballo de hacienda. Elaboraba un
pan más grande, más rico. Tiempo después, por
un panadero que trabajó con Guillén y que luego
vendría aquí a La Crema, me enteré que el dueño
decía que La Ideal no le iba a durar, que él era una
competencia muy fuerte. Y de hecho, sí, bajó los
precios de los panes, con lo que a nosotros nos
afectó muchísimo, porque no podíamos hacer lo
mismo. Los costos no daban para ello”.
Lo que pasaría después era inevitable:
“Llegó el momento en que ya debíamos la renta
de dos meses, 200 pesos. Para entonces tenía dos
hijos, y mi ritmo de trabajo era muy fuerte. A
veces, mandaba al muchacho que nos ayudaba con
un viaje de pan y 2 o 3 pesos para mi familia. Yo
no me movía de la panadería. Despachaba, hacía
pan y me dormía ahí mismo”.
23
nuestra gente
Además, como propietario y socio del
negocio, se encargaba también, cuando era
necesario, de acarrear a pie los productos del
mercado, kilos de azúcar, bultos de harina.
La cuestión económica iba muy mal:
“Mientras a los panaderos les pagábamos 30
pesos diarios, yo no podía sacar 20”, pero se fue
poniendo más dura. Una circunstancia empeoró las
cosas. Un día mandó al muchacho de las entregas
a comprar harina. Iba el jovencito en su bicicleta,
cuando un auto lo derribó. Don José García Cruz
es avisado en su panadería y al salir se encuentran
con el espectáculo: toda la harina dispersa en la
calle. Pronto, se dirigieron de nuevo a la panadería
y regresaron con cajas para tratar de recuperar la
que se podía salvar. Exclama don José: “¡Amolados
y con esas cosas!”.
Esto y el oscuro panorama lo determinaron
a marcharse del lugar. Así lo hizo, “todavía con
la renta encima”. Se llevó consigo la vitrina y una
mesita; una pala, la puerta de horno y uno o dos
canastos”. De un día para otro se quedó sin trabajo.
“Entonces fui con el señor que me vendía el bulto
de harina, y me dio trabajo en la panadería La
Gloria”. Además de esta panadería, era dueño de
la Panificadora Saltillo, la misma en la que había
ya trabajado.
En La Gloria, la rutina se asemejó a las
anteriores. Eran jornadas intensas, con un ritmo
de trabajo fuerte. Entraba a las 3:00 de la tarde
y concluía sus labores a las 3:00 de la mañana.
Con él trabajaban los panaderos Gilberto, Lalo, “La
Viruta” y Gumersindo Castro.
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José García Cruz
Se sentía muy a gusto. Cuando se promulgó
la Ley del Seguro Social, el dueño de la panadería no
lo afilió al grupo de trabajo a su cargo. Señala don
José que “no nos pagaba el séptimo día de labores;
no había descansos y no respetaba siquiera el
descanso obligatorio. Vacaciones, ni hablar. Pero
lo que sí nos preocupaba era el servicio médico”.
Pasado más de un año de promulgada esta ley,
el hijo de Gumersindo, uno de los compañeros
de trabajo, se enfermó. “Fue por esa época que
le exigimos descanso obligatorio al patrón. Un
mediodía nos dirigimos a la casa del dueño de la
panadería. Yo era el maestro, que es la persona a
cuya dirección se encuentra el grupo de tahoneros,
y le hablé: ‘Oye, José, venimos a verte para pedirte
el chivo’. Él me contestó. ‘Tamos muy apenas’.
Llamó a su hija Gloria y le ordenó: ‘Ve y mira en el
ropero, y tráeme 20 pesos’. Íbamos cinco en total.
Cuando me entregó, por ser el maestro, el dinero,
me lo guardé completito en la bolsa. Con sorna,
le pregunté: ‘Y a éstos, ¿no les vas a dar?’. La raya
normal de la semana era de 100 pesos, cantidad
que debía distribuirse entre todos. Pero el dueño,
también de nombre José, únicamente había
entregado la parte que le hubiera correspondido a
una persona”.
El ambiente en la calle se ha apaciguado
un poco. Esta entrevista se desarrolla otro día, en
un restaurante propiedad también de don José y
sus hijos, a unos pasos de la panadería, sobre la
misma acera. Es un sitio muy cómodo, cuya hora de
mayor actividad se encuentra por las mañanas. El
ajetreo debe de ser fantástico. Se ofrecen antojitos
de sabor mexicano y la clientela es asidua. A esta
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nuestra gente
Con la masa del pan francés, en la Panificadora Saltillo, en
Victoria y Xicoténcatl. De izquierda a derecha: Enrique, Gumersindo
Castro, Fabián Cázares, Abelardo y José García. Época en que
enfermó Rodolfo, hijo de Gumersindo.
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José García Cruz
hora de la tarde, tres o cuatro, se respira una
atmósfera relajada. Quedaron para la mañana los
momentos de mayor trajín.
Prosigue don José su relato de aquellos
años: “Al enfermarse el hijito de Gumer, le dije:
‘Vamos a afiliarnos al Seguro Social’. Me lo llevé
a la calle de Aldama y al fin le dieron atención
médica a Rodolfo”. Pasado el tiempo, el pequeño
se incorporaría a la panadería La Crema. A la
fecha, está cumpliendo 35 años de colaborar con
don José.
“Era indispensable que nos afiliáramos
al Seguro”, insiste don José. Incluso, a otro
compañero, se le operó de un problema —tenía
una bola—, gracias a que se afilió”. Pero mientras
los panaderos se sentían muy bien con esta nueva
figura de protección para sus familias y hacia
su propia persona, el patrón se molestó. “Hubo
represalias”, refiere don José. Lo tildó de agitador
y de estar “encandilando a los muchachos”. Lo que
contestó nuestro entrevistado lo avalaba el resto
de los panaderos: “Tenemos hijos y esposas, y tú
nunca quisiste meternos al Seguro”. El dueño le
reclamó: “Tú eres el maestro y me los moviste”. Del
regaño pasó al hostigamiento no aparente. “Metió
a un chamaquito, menor de edad, a la panadería.
De pronto, el niño llegó. No hacía nada, pero sí
estorbaba, así es que le decíamos que se fuera.
Incluso, lo llegamos a regañar, pero sin lastimarlo”.
Al día siguiente, el hijo del patrón le anunció que
estaba suspendido. Cuando quiso indagar por qué,
no obtuvo respuesta. No se trataba realmente de
una suspensión, sino de un despido, le confirmó:
“Ya no vas a trabajar aquí”, dijo tajante.
27
nuestra gente
José se dirigió a “Conciliación y Arbitraje, y
ahí convenimos que me iba a dar 150 pesos por
indemnización, en abonos”. Se quedó sin un trabajo
fijo, pero no se desalentó. Nos dice: “Eché veladas
en la panadería La Cebra, que estaba en la calle de
Padre Flores”. Lo que ello significaba es que estaba
al pendiente por las noches por si se presentaba la
oportunidad de trabajar. “Por reglas del sindicato,
si los panaderos llegaban tarde, se les disciplinaba
y él podía entrar como relevo. Usualmente, los que
se retrasaban y perdían el derecho a su turno eran
los que lo tenían a la 1:00 o 2:00 de la mañana”.
De este modo transcurrió un tiempo, hasta
que una noche, se encontró con su anterior patrón,
el dueño de La Gloria y La Panificadora Saltillo.
Contrario a lo que se podría pensar, lo llamó
familiarmente: “Oye, Calamueca, vente a trabajar
de nuevo conmigo a la Panificadora Saltillo. Ya
no me castigues tanto”. Se refería a la obligación
de hacer puntualmente el pago de los abonos
comprometidos en Conciliación y Arbitraje. Don
José regresó.
28
José García Cruz
Un giro más en su vida y el cambio definitivo
“Seguimos trabajando. Normal. Pero un día el
patrón se desistió de seguir con la panificadora.
Tenía el problema del Seguro Social. Debía un
retroactivo por 14 mil pesos en el sueldo de
nosotros, los trabajadores. Fuimos entonces los
panaderos a la Junta de Conciliación”. Ahí les
informaron que el patrón les dejaba el negocio
con una poca de mercancía: materia prima básica
para operar al siguiente día. En el sindicato se les
informó que el dueño de la panadería les dejaba
“todo, como indemnización”. Trabajaban allí 10
personas: seis de día y cuatro de noche. Los seis
primeros estaban bajo las órdenes de nuestro
entrevistado.
En el sindicato nos preguntaron que quién
se iba a encargar de los destinos del negocio. Hubo
una votación unánime a favor de José. “Yo decía:
‘No es posible. No tuve escuela, no creo que pueda
con el paquete”. Los panaderos le contestaron: “Tú
eres el más cumplido y el más honesto”.
Así: “Fue entonces como empecé a hacerme
cargo del negocio. Compramos una camioneta
para distribuir el pan. El inicio era prometedor.
Todos cooperaron conmigo para que las cosas
funcionaran”. Ello ocurrió hace 47 años.
El negocio comenzó a dar sus buenos frutos.
Hubo incluso ganancia para adquirir un auto.
“Compré un carrito viejo, un Ford 40. También
conseguí el abastecimiento de pan para el Seguro
Social (del imss )”. Proveía así del pan al Seguro:
“Llevaba pan francés y de azúcar en la mañana; y
a mediodía, solamente pan francés”.
29
nuestra gente
En la panadería todo era trabajo. Los
compañeros se sentían bien con la administración
de José, que iba haciendo prosperar el negocio,
incrementando la clientela. Cada uno se sentía
seguro en sus empleos. “También tenía entregos
en la calle de los Baños (hoy de Francisco Murguía),
en una tienda cercana al issste , con un señor que la
atendía, muy simpático”. Hace un paréntesis para
decir con gusto que recientemente vio a este señor
al que le vendía el pan.
Cotidianamente también llevaba pan a
tiendas en las colonias de La Guayulera y del
Ojo de Agua, y por supuesto, se vendía el pan “a
puerta de despacho”, que significa hacerlo desde
la propia panadería, a la gente que ahí lo compra.
Lo que iba tan bien, empezó a complicarse
cuando uno de los clientes con mayor demanda de
pan empezó, no sólo a pedir a crédito el producto,
sino a dejar de pagarlo. Se trataba del Seguro Social.
“Nos comenzó a fallar con los pagos, y aunque
ocasionalmente nos daba abonos, ya debía 8 mil
pesos. La panadería no podía sostener la deuda.
De ese modo, don José decidió retirar el entrego,
que es así como se le llama en el lenguaje de los
panaderos precisamente a la acción de entregar el
pan en los distintos lugares.
En ésas andaban cuando un día pasó por la
panificadora el entonces dueño de la panadería
La Huasteca, Higinio Cortés. Se detuvo a platicar
con nuestro entrevistado. Era el propietario de las
panaderías de ese nombre en las calles de Pérez
Treviño y de Manuel Acuña. En esa conversación
se las ofreció a don José porque no se daba abasto
para atenderla. Don José aceptó. La vendía en 5
30
José García Cruz
mil pesos, en abonos. Cada abono debía ser de mil
pesos al mes. “Era una buena cantidad”, refiere
nuestro entrevistado. “Hace treinta años compré
un carro de agencia nuevecito y me costó 750
pesos”. Con respecto a la compra del negocio,
expone: “Le brinqué. Le arriesgué, porque ‘el que
no arriesga, no gana’”.
Dejó el negocio de la Panificadora Saltillo en
manos de los socios, y en ese momento, el año de
1965, inició su aventura con La Crema.
“¿Por qué el nombre?”, se le pregunta. La
cuestión le hace sonreír. Se remonta al año de
1945. “Cuando yo trabajé por primera vez en la
Panificadora Saltillo, existía otra panadería con
ese nombre, La Crema, ubicada cerca del Mercado
Juárez. Yo escuchaba que ahí se preparaba muy
buen pan. En muy pocos lugares los panes llevaban
huevo y leche. Ahí sí. Desde ese momento, se me
grabó el nombre. Me gustó”.
El edificio de La Crema ha mantenido el color
claro en su pintura, tanto fuera como dentro de
las instalaciones. Una única vez, don José hizo un
cambio: “En cierta ocasión la pinté de azul oscuro
por dentro. Pero se miraba muy oscuro; muy triste.
El color clarito que ha conservado le da luz y hace
juego con el nombre, ¿no?”. Sonríe, como suele
hacerlo: divertido, con una mirada en la que aún
se descubre la emoción del estreno del primer día.
Los inicios para el negocio tampoco serían
fáciles. Como se podrá advertir, la competencia en
el ramo de las panaderías en Saltillo era fuerte,
pero don José le impuso de nuevo todo el esfuerzo,
el sacrificio y, ciertamente, ingenio: “Comenzamos
vendiendo 2.50 pesos. Tantito pan francés y una
31
nuestra gente
jaulita con seis piezas de azúcar”. No disponía de
más mobiliario que el mostrador. Cada pieza se
vendía a 10 centavos. La jaula que se empleaba
para la elaboración del pan también se usaba
para exhibir. Recuerda aquellos días, sus grandes
deseos de salir adelante. Ahora, al frente de una
doble responsabilidad: la panadería misma y su
familia. Para ayudarse todavía más, decidió apoyar
la venta del pan con la de refrescos. “Tenía una
cubeta con sodas y la vendía completa. Estábamos
amolados, el comienzo fue difícil y todo lo que
hacía era con las uñas”.
Don José sabía ya lo que significa una jornada
de trabajo. En los inicios de La Crema laboraba con
él David Vargas. Arrancaron juntos. Cuenta que
“David sacaba tantito pan a mediodía y en la tarde
otro poquito. El chiste era atraer a la gente con
pan calientito. En la mañana yo también preparaba
pan y hacía entregos. A medianoche, dormía aquí
y volvía a preparar pan”.
El negocio empezó a funcionar muy bien.
Tanto, que a don José le pareció buena idea
trasladarse, con un horno portátil a varios puntos
de la ciudad. Seguía funcionando la matriz de La
Crema, cuando pensó en establecerse frente a la
Rectoría de la Universidad Autónoma de Coahuila;
también lo hizo en Abasolo, esquina con avenida
Presidente Cárdenas, y una más en Fortín de
Carlota, en el barrio del Ojo de Agua. Se trasladaba
de un lado a otro en carro de sitio para llevar la
materia prima y supervisar los negocios. Rentaba
en todos un local y luego de haber funcionado el
horno portátil construyó uno de adobe, salvo en el
local frente a Rectoría.
32
José García Cruz
Esto ocurrió hace 30 años. Sus hijas aún no
le ayudaban en el negocio, y las dependientas a
cuyo cargo estaban las panaderías no la atendían
bien: o llegaban tarde o a veces ni siquiera abrían.
“Batallaba mucho”, y tuvo que cerrar.
También emprendió otra aventura. Por amigos
de Monterrey se animó a instalar una panadería en
la capital de Nuevo León, a la que bautizó como
Panificadora Saltillo. Le empezó a ir muy bien.
Incluso, como ningún otro propietario, elevó del
15, que era lo habitual, al 20 el porcentaje que
daba a los panaderos que trabajaban con él. Pero
ellos, no conformes, un día le exigieron aumento.
Lo que en realidad deseaban era quedarse con la
panadería. Don José tenía a nombre de su hija el
negocio, así es que cuando ellos emplazaron a
huelga, no pudieron hacer nada. Don José contestó
en forma ante Conciliación y Arbitraje, pero no
estaba a su nombre el negocio, y los panaderos no
pudieron quitárselo.
Al fin, don José se trajo “lo que pude. A esos
panaderos les dejé una mercancía y enseres para
trabajar. Abrieron, trabajaron y no duraron ni 6
meses”, nos cuenta don José.
Platica una sabrosa anécdota de esa
temporada. Estando un día en Monterrey, su hijo y
él se detuvieron a observar un aparador que a don
José le llamó la atención: “Tenía cerca de 8 metros
y yo veía la variedad de panes que se exhibían ahí”.
De pronto, se abrió la puerta de la panadería y
una clienta, con gesto generoso, les dio 20 pesos.
“Tengan, para que se compren un pan”. Ambos,
que eran dueños de una panadería, rieron para sus
adentros, y al despedirse la caritativa señora, don
33
nuestra gente
Credencial que lo acredita como Tesorero de la Liga Municipal
de Ciclismo de Saltillo. Febrero de 1977.
34
José García Cruz
José dijo a su hijo: “Tómalos, nos los dio de buena
voluntad”, y compraron ahí unos panes.
En La Crema se elabora uno cuyo nombre
tiene en sí mismo un sabor con memoria local. En
los años cuarenta don José aprendió a facturar un
tipo de hogaza conocida aquí como “Gariel”. Se
lo aprendió a un panadero, Diego Limón, quien a
su vez lo aprendió de otro tahonero llamado Dino
Gariel, de Francia, que se había traído la receta de
aquel país. Cuenta don José que el ex gobernador
Óscar Flores Tapia disfrutaba muchísimo del Gariel,
que se convirtió en especialidad de la panadería
de don José, un pan salado, muy tostado, del tipo
del francés, pero de mayor tamaño y con un fondo
más crujiente. Sigue teniendo una gran demanda
entre los saltillenses; se agota pronto y hay que
hacer nuevas horneadas.
Señala don José que “hay clases antiguas de
pan que no se elaboran ya, debido a que resultan
muy laboriosas y son poco demandadas por los
compradores: en esta categoría se encuentran
las novias, polkas, magueyes, riñones, mamey y
soletas. Algunas de estas variedades se siguen
elaborando, pero de vez en cuando”, apunta.
El pan que da más trabajo, pero es igualmente
sabroso, “es el pastel de polvo, un pan de hojaldre
que hay que palotear mucho. También lo seguimos
haciendo”.
35
nuestra gente
La Crema, hoy
Encontramos a don José a la entrada de su
panadería. Disfruta, como si fuese la primera
jornada, un bocado. Es un pan que lleva cajeta
dentro. Fue su dieta siendo un muchacho y se ve
que aún conserva el gusto por su sabor. Nuestro
entrevistado lleva el cabello atildadamente
peinado. Todo en él es propiedad. Serio, atiende a
la clientela, pero se permite sonreír con las cosas
que le causan alguna gracia. Ahora que se deleita
con este pan se le observa más relajado. Sus ojos
denotan un cálido fulgor que pareciera reflejo del
fuego salido de los hornos. Está evidentemente
contento. El trajín en la panadería es intenso.
Amas de casa que tienen ya entre sus actividades
cotidianas el pasar a comprar bolillo a esta hora del
mediodía; señores que cruzan el umbral también
diariamente y salen del local con una bolsa que le
cubrirá las necesidades del día y nada más, porque
al siguiente arribarán de nuevo por pan fresco.
Esta es una de las características de la
panadería. Todos los días se vende pan fresco,
recién salido de esos hornos que llevan ahí sus
buenas décadas sirviendo y sirviendo bien para la
factura de pan.
Desde las 5:30 de la mañana hasta las 9:00
de la noche que está abierto el negocio, el pan
que se ofrece es del diario. Entrevistado Horacio,
uno de los hijos de don José, biólogo de profesión
que actualmente trabaja en un invernadero y en
ocasiones ayuda en el cambio de turnos, explica:
“La producción se rige mucho de acuerdo al clima.
A los panaderos no se les obliga a cumplir con
36
José García Cruz
Don José García Cruz en el despacho
de la panadería La Crema.
37
nuestra gente
una cantidad de panes determinada. Hay panes
que se mueven más: las conchas, el pan francés,
la repostería, las donas… son los más populares.
Cuando hace fresquecito, como hoy, como que se
antojan más. Pero, por ejemplo, si hace calor, lo
que más se vende es el pastelillo, que se ofrece en
rebanadas, y donas, las cuales refrigeramos. Así
aumenta la venta”.
El pan francés, informa Horacio, es el más
vendido en cualquier época del año. “Se procura
elaborar en número suficiente, en diferentes
horarios, para que esté fresco. La primera horneada
es a las 5:30 de la mañana; la segunda sale a las
8:00; la tercera a las 2:00 de la tarde, y la cuarta, a
las 6:00 pm”.
También la venta se rige de acuerdo con las
edades: el pan de maíz, de figura cuadrada, en tono
amarillo-crema; los cochinitos, color café y que
guarda su figura una semejanza con el animalito
por el cual lleva su nombre; y el chamuco, de
forma circular, son los que más se venden entre
personas mayores.
Por los niños no hay que preguntar siquiera.
Vemos entrar a la panadería niños de ojos grandes
que desde ya eligen y piden a sus padres de
inmediato las soñadas donas de chocolate o las
conchas. Los que se sienten más mayores, lo que
piden es una rebanada de pay de queso. Así ocurrió
en uno de estos días de entrevistas.
Por muchos años don José ofreció chocolate
caliente desde temprano. Más de 10 años. Los
clientes salían con él y sus piezas de pan para el
desayuno. También se servía café. Hoy el café es
el que todavía se puede adquirir en la panadería.
38
José García Cruz
El chocolate que se preparaba dejó de venderse
en el mercado y al cambiarse por otro, observaron
que la gente no se acomodaba con el nuevo. El café
tiene una gran demanda. Desde las 6:00 a las 12:00
del mediodía está al servicio de los consumidores.
Hay en venta, igualmente desde hace años,
leche Carnation, Lechera y café en polvo en botella
de cristal y en bolsas que los mismos dueños
preparan. “Nosotros mismos pesamos el café que
se coloca en estas bolsas y a la gente le sale más
barato que si la compran en botella”, comenta
Horacio.
Cincuenta y dos charolas con distintas
clases de pan se encuentran a disposición de la
clientela esta mañana de domingo, a las 11:30,
cuando al local entran y salen familias completas
para escoger, ya detenidamente, ya con cierta
urgencia, sus piezas de pan.
El letrero principal anuncia la venta de
los productos: concha, elote, puro, apastelada,
polvorón, repostería, pan de maíz, bisquet,
chamuco, mollete, colchón, alamar, tostado
(un pan de forma triangular, pero con la punta
redondeada; espolvoreado con azúcar y canela),
kequis, oreja, banderilla, moño, rosquita, cochino,
repostería integral, durazno (también llamado yoyo), barra de mantequilla, empanada de piña, de
cajeta, chopo (un kequi con chocolate). Hay otro
letrero con estas otras variedades: semillita de anís,
kequi con cajeta, concha grande, tornillo, cuerno,
chorreada, semita, empanada de calabaza, dona
de azúcar, tomate chico (pan con mermelada de
fresa y coco), napolitano (pastelillo con chocolate
y cajeta), empanada nuez, dona de chocolate,
39
nuestra gente
piedra (de figura multiforme, hecha a base de
harina integral, salvado y pasas), panqué integral,
pay de queso, cono “que lleva crema pastelera”,
ilustra Horacio, pay de piña, rebanada de pastel y
cajeta.
En un letrero ubicado por encima del
mostrador de panes salados, se lee: francesito,
mini cuerno, francés oro, margarita, cuerno,
volován, integral, Gariel, baguette.
Otra pared luce un espléndido póster
donde se encuentra la descripción de los distintos
panes, distintas variedades. El póster anuncia: “La
artesanía de los panaderos mexicanos… y el pan
nuestro de cada día”.
En la tahonera de don José se siguen estas
líneas al pie de la letra. Es “el pan nuestro”, que
también comparte, pues en este lugar abrevan
organizaciones como Cáritas, el Ejército de
salvación, Clamor en el barrio, Perlas de gran valor.
En Navidad y el Día del Niño también se obsequia
pastel a los niños del Ejército de salvación. Los
ancianitos o ancianitas menesterosos encuentran
aquí generosa ayuda.
40
José García Cruz
El día a día
Actualmente seis panaderos se encargan de la
fabricación del pan. “Yo le entro con muchas
ganas”, nos dice don José, “cuando es necesario.
Si hubo pedido o les falló algo. Me meto a la
panadería y me pongo a elaborar pan. Toda la vida
me ha gustado y más que la administración, por
eso le entro. Despacho aquí toda la mañana, desde
las 5:30 hasta las 4:00 o 5:00 de la tarde”.
La rutina es la siguiente. Para la hora en que
él abrió al público, ya salió el pan de la mañana,
“de dos turnos”. En uno trabajan dos personas,
y en el otro, uno. Los de la noche son: Rodolfo
Castro, Venancio Hernández y Alejandro Ramírez,
que llegan a las 7:00 u 8:00.
A las 6:00 de la mañana llegan José Flores y
Antonio Hernández, así como el talachero Gonzalo
Sedano Domínguez. Otro panadero llega a las 6:00
de la mañana, José Flores Saucedo. Jorge Rivera
llega a las 8:00 de la mañana. “Es el último que se
va”, dice don José, y agrega: “Cada uno hace varias
clases de pan”. Por su parte, Liliana Facundo entra
a las 3:30 pm.
Flota un ambiente de camaradería y de
juego entre los panaderos. Esa es la definición de
la atmósfera que se vive en las entrañas mismas
de la tahonera. Una puerta comunica el lugar de la
venta con los interiores. La primera habitación y
una que está situada a su lateral funcionan como
una suerte de bodegas de la materia prima utilizada
para la facturación de los panes. En línea recta a la
primera habitación les siguen otras dos: la primera
donde se encuentra el amasijo o centro de trabajo,
41
nuestra gente
Trabajadores del turno matutino. De izquierda a derecha:
Gonzalo Sedano, Jorge Rivera, José Flores, Antonio Hernández,
el propietario, don José García, y la empleada Aracely Tron, en el
despacho de la panadería.
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José García Cruz
Trabajadores del turno diurno. De izquierda a derecha: Jorge,
Gonzalo, Aracely, José, el propietario José García y Antonio,
en uno de los amasijos de la panadería.
43
nuestra gente
y la segunda, en la que se abre el primer horno. Si
se camina de aquí a la izquierda, se encuentra uno
con un centro de trabajo más y otro horno. Esta
habitación da a un patio que hoy se ve iluminado
por el sol; patio del cual se escuchaba el correr del
agua cristalina en la primera entrevista con don
José.
Sucede que en el desarrollo de la charla con
Horacio, una persona llega a buscar a un joven,
Ángel, el encargado de la limpieza en el lugar.
Llega éste acompañado de don Rosalío Rivera,
maestro que fue de esta panadería. Se le informa
al muchacho de la visita, pero Rosalío piensa que
lo han buscado a él: “¿Me vinieron a buscar a mí?”.
“No”, contesta sonriente el muchacho, “vinieron
a buscar al aprendiz, no al maestro”. Todos ríen;
hay signo de amistad y afecto en sus palabras.
Don Rosalío se presta para mostrar los
distintos espacios de La Crema. En los amasijos
muestra la báscula, la mesa donde se amasa el
pan, la mezcladora. Conduce a los hornos y explica
con verdadero entusiasmo: “Son hornos antiguos
de bóveda. Aquí se hace toda clase de pan; hasta
pizzas se pueden hacer”. La profundidad del
horno es de 4 o 5 metros; está construido con
ladrillo, “pero no de construcción, porque si no,
se quemaría”, instruye Rosalío.
En el amasijo se observa atareado a Jorge
Rivera. Se encuentra decorando un panqué; lo
cubre de chocolate y lo coloca, junto a tres o
cuatro más, sobre la charola de exhibición. No para
de hacer su trabajo mientras apunta con orgullo:
“Llevo aquí 10 años. Estuve antes, pero me salí
y puse mi panadería que me duró 27 años…”. Se
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José García Cruz
Trabajadores del turno diurno. De izquierda a derecha:
Gonzalo, Jorge, José García Cruz, José Flores y Antonio Hernández.
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nuestra gente
Dos trabajadores en uno de los hornos de la panadería
La Crema: José y Antonio.
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José García Cruz
detiene. Luego, mientras coloca el panqué sobre la
charola, mira por un segundo a la entrevistadora
y dice, refiriéndose a José García Cruz: “Yo veo
ejemplos y los sigo. Este viejo, así le digo yo, me
dio muy buen ejemplo”. Agrega: “Aquí hemos
trabajado muchos de los Rivera”. Luego informa
de su horario: “Estoy aquí de las 8:00 de la mañana
a las 4:00 de la tarde, todos los días; descanso los
miércoles”.
De regreso al lugar de venta, pasamos
a la siguiente área. Ahí, Margarito Alejandro
Ramírez y Ángel Peña están concentrados en las
instrucciones de trabajo que da Margarito. Cuando
éste se identifica como “panadero”, Rosalío, que
viene detrás, puntualiza: “No, eres tahonero. Eso
eres”. Hace sonreír a Margarito, quien confirma:
“Sí, tiene razón. Soy tahonero. Así se dice”.
Satisfecho, Rosalío sonríe. En ese momento se
acerca Jorge Rivera y abrazando con la mirada a
Rosalío, presenta: “Esta es la dinastía de la que le
hablaba. Pero, mire, como ellos ya están grandes,
ya se van encogiendo (y haciendo ademán de
estirar el cuello), y en cambio, yo, pa’ arriba”.
Deja a todos con una sonrisa. Vuelve a su
centro de trabajo y a concentrarse en la mezcladora,
donde empieza a batir los ingredientes para la
preparación de empanada de cajeta.
El ambiente en La Crema es de trabajo,
dedicación, esfuerzo, sí, pero también pletórico de
un gran sentido del humor, de alegría y jovialidad.
Este noble negocio dio a don José García
Cruz el medio para sostener a su familia, de darles
educación y preparación, y de hacer de ellos
hombres y mujeres de bien.
47
nuestra gente
Venancio López Hernández y Rodolfo Castro Márquez,
trabajadores del turno nocturno,
en uno de los amasijos de la panadería.
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José García Cruz
Liliana y Alejandro.
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nuestra gente
Matrimonio García Rodríguez. José García Cruz y
María del Socorro Rodríguez Hernández.
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José García Cruz
Familia García Rodríguez. De izquierda a derecha: Hijos,
arriba. Dalila, Elva, Dora Irma, señora Socorro Rodríguez, Cristina,
Socorro y José Luis García. Sentados: Francisco, Raúl, Horacio y
Noemí García Rodríguez.
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nuestra gente
Bendición familiar
La familia de don José es numerosa: 15 hijos,
27 nietos, 22 bisnietos y, recientemente, en el
desarrollo de estas entrevistas, un miembro más
que llegó a constituirse como el primer tataranieto.
He aquí una relación de una familia, la que
llegó a acompañarlo, su fuerza en los desvelos, las
alegrías, y el estímulo para seguir adelante con la
tenacidad y la disciplina heredada de sus padres.
De su primer matrimonio con María del
Socorro Rodríguez Hernández, nacieron José
Luis, quien procreó 5 hijos; Socorro, con 2 hijas;
Cristina, con 1 hijo; Francisco, con 8 hijos; Noemí,
con 1 hijo; Dora, con 2 hijas; Horacio; Dalila; Elva,
con 4 hijos; y Saúl, con 3 hijos.
Con su segunda esposa, María Guadalupe
Rodríguez Rubio, nacieron José, Guadalupe,
Agustín, Francisco y Leandro.
El concepto de familia siempre ha sido
muy valioso para don José. Eran al principio tres
integrantes: su padre, su madre y él. Luego, a la
muerte de don Clemente, se quedaría doña María
Trinidad con la amorosa responsabilidad de José y
su hermanita, a la que habían adoptado, Refugio.
Esa primera época de su infancia fue
fundamental en él. Un mundo en el que aprendió
el valor del trabajo, de la disciplina, del esfuerzo,
del amor. Las que siguieron fueron temporadas muy
duras. La muerte de su madre, el desamparo. Pero
siempre pensó en que la familia era la base para su
existencia. Crió a sus hijos con fortaleza de espíritu
e ilimitada entrega, dándoles a cada uno de ellos
una profesión para salir adelante en la vida.
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José García Cruz
Don José con su esposa María Guadalupe Rodríguez.
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Familia García Rodríguez. Leandro, Francisco, Guadalupe,
señora María Guadalupe, José, José García Cruz y Agustín García
Rodríguez, en la boda de José García Rodríguez.
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José García Cruz
Hay en su panadería La Crema una imagen
religiosa que luce en la pared principal. A la cruz
de Jesucristo, se unen los símbolos del vino y del
pan, así como el perfil de la mano del Señor, que
simboliza la Bendición.
“Bendiga, Señor,
tu mano
bienhechora,
este pan, aquí del suelo,
que reunidos, un día,
como ahora, oremos,
Señor, allá, en el cielo”.
Don José García Cruz consagra así su
negocio, que llegó a ser para él, para su familia y el
Saltillo de las últimas cuatro décadas, casi cinco,
un referente para todos. Un ejemplo y un modelo
de lucha, de empeño, y deseos, muchos deseos,
de honrar la memoria de unos padres en los que,
a su corta edad de niño, siempre vio la bravura
y valentía del soldado y el amor incondicional de
una madre.
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José García Cruz
se terminó de imprimir en diciembre de 2010.
El cuidado editorial estuvo a cargo de la Coordinación de Literatura del ICOCULT,
Lucida Bright y Garamond.
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