casino royale

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CASINO ROYALE
Condensado del libro de Ian Fleming
Traducción de Eduardo Meruéndano
Ilustraciones de Bob Heindel
GRANDES CLÁSICOS DEL SUSPENSE.
SELECCIONES DEL READER’S DIGEST. (1974)
James Bond declara la guerra al pagador de un sindicato francés
controlado por el comunismo internacional. La situación es turbia; entran en
juego sutiles medios de espionaje y contraespionaje, y la primera batalla se
libra en torno a una mesa de bacará en la que llegan a apostarse cincuenta
millones de francos. La lucha crece en intensidad con la intervención de una
mujer joven, bella, enigmática y sensual, y alcanza su punto culminante con la
diabólica tortura que inflige a Bond un maestro del sadismo. Cuando todo
parece perdido, entra en escena una siniestra organización asesina, de cariz
político, llamada SMERSH, y con ello el ritmo alucinante de este relato de
suspense llega a extremos imprevistos de peligro, violencia y sorpresa que
sobrecogen y desconciertan al más impertérrito y avisado de los lectores.
CAPÍTULO PRIMERO
EL OLOR, el humo y el sudor de un casino, a las tres de la madrugada,
hacen su atmósfera nauseabunda. A esas horas, el desgaste anímico
producido por el juego —una mezcla de codicia, miedo y tensión nerviosa— se
hace insoportable, y los sentidos despiertan y se rebelan.
James Bond comprendió de pronto que estaba cansado. Cuando su
cuerpo o su mente estaban hartos, actuaba siempre con conocimiento de
causa. Esto le ayudaba a evitar el embotamiento de los sentidos, que engendra
errores. Se apartó discretamente de la ruleta donde había estado jugando y se
quedó parado durante un momento junto a la barandilla de bronce que
rodeaba, a la altura del pecho, la mesa principal de la salle privée.
Le Chiffre seguía ganando. Tenía delante un desordenado montón de
fichas de cien mil francos. A la sombra de su grueso brazo izquierdo se
amontonaba una pila de las amarillas grandes, cada una de las cuales valía
medio millón de francos. Bond observó un ratito el curioso e imponente perfil,
luego se encogió de hombros para aligerar sus pensamientos y se alejó.
La barrera que circunda la caja llega a la altura de la barandilla y el
cajero está sentado en un taburete, rodeado de montones de billetes y fichas.
Estas últimas se hallan alineadas en estantes. El cajero tiene una cachiporra y
una pistola para protegerse. Saltar por encima de la barrera, robar algunos
billetes de banco y luego saltar de nuevo y salir del casino atravesando pasillos
y puertas sería algo imposible. Bond reflexionaba sobre esto al tiempo que
recogía un fajo de cien mil y varios fajos de diez mil francos.
Simultáneamente, veía en su imaginación cómo se desarrollaría la
reunión usual de la junta directiva del casino la mañana siguiente: el señor Le
Chiffre ganó dos millones. Jugó en la forma acostumbrada. La señorita
Fairchild ganó un millón en una hora ejecutando tres bancos del señor Le
Chiffre, y luego se fue. Juega con frialdad. El inglés señor Bond aumentó sus
ganancias exactamente a tres millones en los dos días que lleva jugando a la
ruleta. Jugó una combinación progresiva al rojo en la mesa cinco. Tiene suerte
y sus nervios parecen bien templados.
Será algo por el estilo, pensó Bond. Franqueó la puerta giratoria de la
salle privée y saludó con una inclinación de cabeza al aburrido empleado en
traje de etiqueta cuyo trabajo consistía en impedirle a uno la entrada o la salida,
pisando el interruptor eléctrico que puede paralizar la puerta al menor asomo
de alarma. Se necesitarían diez hombres avezados para robar la caja,
reflexionó Bond, y seguramente se verían obligados a matar a uno o dos
empleados. Después de dar mil francos en el guardarropa, bajando ya por la
escalinata del casino, Bond llegó a la conclusión de que en ninguna
circunstancia intentaría Le Chiffre asaltar la caja.
Bajo sus zapatos de etiqueta sintió la seca e incómoda gravilla del
camino, y un áspero y desagradable sabor le vino a la boca. Aspiró
profundamente el tibio aire nocturno y concentró sus sentidos y su
entendimiento. Quería saber si alguien había registrado su cuarto desde que lo
dejara antes de la hora de la cena.
Cruzó el ancho bulevar y los jardines del Hotel Splendide. Sonrió al
conserje, quien le dio la llave —el número 45 del primer piso— y un cable
dirigido a él. Era de Jamaica, y Bond leyó lo siguiente:
KINGSTONJA XXXX XXXXXX XXXX XXX
BOND SPLENDIDE ROYALE-LES-EAUX SEINE INFERIEURE
PRODUCCIÓN CIGARROS HABANOS TOTALIDAD FABRICAS
CUBANAS 1915 DIEZ MILLONES REPITO DIEZ MILLONES STOP
CONFIO SEA LA CIFRA QUE NECESITA RECUERDOS
DASILVA
Esto significaba que diez millones de francos estaban en camino. Era la
respuesta a una petición que Bond había hecho aquella tarde a su cuartel
general en Londres por intermedio de París. Clements, el jefe del departamento
de Bond, habló a M., quien sonrió aviesamente y dijo al "cambista" que lo
arreglase con el erario público.
Bond conocía Jamaica, donde trabajara en una ocasión, y en Royale se
hacía pasar por un rico cliente de los señores Caffery, la principal firma
importadora-exportadora de Jamaica. Así pues, era controlado desde aquella
isla de las Antillas por un hombre taciturno llamado Fawcett, jefe del
departamento de fotograbado en The Daily Gleaner, el famoso diario del
Caribe.
Fawcett había sido tenedor de libros en una de las principales
pesquerías de tortugas de las islas Caimán; se había alistado como voluntario
al comienzo de la guerra y la había terminado como escribiente de pagaduría
en una pequeña organización del servicio de espionaje naval en Malta. Cuando
terminó la guerra fue seleccionado por la sección del Servicio Secreto a la que
correspondía la zona del Caribe, se le instruyó rigurosamente en fotografía y en
algunas otras artes y, con la tácita connivencia de un hombre muy influyente en
Jamaica, se abrió camino hasta el departamento de fotograbado del Gleaner.
Por los trabajos que de cuando en cuando hacía para el Servicio Secreto,
recibía la cantidad de veinte libras mensuales, que se ingresaban en la cuenta
que tenía en el Royal Bank of Canadá, enviadas aparentemente por un deudo
imaginario desde Inglaterra.
La misión actualmente asignada a Fawcett consistía en retransmitir en el
acto a Bond los textos de los mensajes que un enlace anónimo le comunicaba
por teléfono a su casa.
Bond prefería ser controlado indirectamente, lo que le hacía sentirse un
poco más en libertad y le daba la ilusión de no hallarse solamente a 150 millas
al otro lado del canal y de aquel mortal edificio de oficinas cercano a Regent's
Park, desde donde le observaban aquellos fríos cerebros que hacían funcionar
todo el tinglado. Bond leyó el cable dos veces. Del bloc que estaba sobre el
escritorio arrancó una hoja de telegrama (¿para qué dejarles copia?) y escribió
la respuesta en letras mayúsculas: GRACIAS. INFORMACIÓN SERA
SUFICIENTE. BOND.
Se la entregó al conserje y se dirigió a la escalera, haciendo al
ascensorista un gesto negativo con la cabeza. Sabía Bond cómo podía delatar
su llegada un ascensor. Andando silenciosamente de puntillas, se apartó de la
escalera y avanzó quedamente por el pasillo hasta la puerta de su cuarto. Bond
sabía con exactitud dónde estaba el conmutador de la luz eléctrica y le bastó
un rápido y preciso movimiento para plantarse en el umbral con la puerta
abierta de par en par, la luz encendida y un revólver en la mano. La habitación,
vacía y segura, parecía mofarse de él. Después de cerrarse con llave por
dentro, se inclinó e inspeccionó uno de sus cabellos negros, que aún estaba en
la misma posición en que lo había dejado antes de ir a cenar, sujeto en el cajón
del escritorio.
A renglón seguido examinó una tenue huella de polvos de talco en el
borde interior del tirador de porcelana del armario ropero. Estaba inmaculada.
Entró en el cuarto de baño, alzó la tapa de la cisterna del retrete y comprobó
que el nivel del agua no había variado, comparándolo con la marca que había
hecho en la válvula de cobre del flotador.
La inspección de estas minúsculas alarmas contra ladrones no le
parecía ninguna tontería. Era un agente secreto, y si todavía estaba vivo se
debía a su estricta atención a los más mínimos detalles de su oficio.
Satisfecho de que su cuarto no hubiese sido registrado mientras se
hallaba en el casino, Bond se desnudó y tomó una ducha fría. Encendió el
septuagésimo cigarrillo de la jornada, se sentó a la mesa de escribir, puso a su
lado el grueso fajo de billetes que había ganado en el juego y anotó unas cifras
en una pequeña agenda. En Londres le habían provisto de diez millones de
francos y aquella tarde había pedido a Londres otros diez. Con esto y sus
ganancias, su capital se elevaba a veintitrés millones de francos, o sea, unas
veintitrés mil libras.
Bond permaneció inmóvil unos momentos contemplando por la ventana
el mar sombrío; luego metió el fajo de billetes de banco bajo la almohada del
adornado lecho y se introdujo con alivio entre las ásperas sábanas francesas.
Durante diez minutos, acostado sobre el lado izquierdo, meditó acerca
de los acontecimientos del día. Después se volvió del otro lado y concentró su
mente hacia el túnel del sueño. Apagado el brillo y la expresividad de sus ojos,
sus facciones adoptaron una máscara taciturna e irónica, brutal y fría.
DOS SEMANAS antes había llegado un memorándum del Puesto S. del
Servicio Secreto dirigido a M., jefe de este servicio adjunto al Ministerio de
Defensa británico:
A: M.
Del: Jefe de S.
Asunto: Un proyecto para perder al señor Le Chiffre, uno de los
principales agentes de la oposición en Francia y pagador clandestino del
Sindicato de los Obreros de Alsacia, controlado por los comunistas, que
abarca las industrias pesadas y de transporte de Alsacia, y que, por lo
que sabemos, sería una importante quintacolumna en caso de guerra
con Rusia.
Documentación: Biografía de Le Chiffre hecha por el jefe de
Archivos, adjunta al Apéndice A. También, Apéndice B, con una nota
sobre SMERSH.
Desde hace algún tiempo venimos notando que Le Chiffre se
encuentra en un grave aprieto. En casi todos los aspectos es un
admirable agente de la U.R.S.S.; pero su desenfrenada sensualidad
constituye un talón de Aquiles del que nos hemos podido aprovechar;
una de sus amantes es una eurasiática (Número 1860) controlada por el
Puesto F. Parece que Le Chiffre está al borde de una crisis financiera;
1860 ha venteado ciertos indicios: joyas vendidas discretamente,
enajenación de una villa en Antibes. Con ayuda del Deuxiéme Bureau se
han llevado a cabo investigaciones adicionales y se ha descubierto una
singular historia.
En enero de 1946, Le Chiffre compró el control de una cadena de
burdeles establecida en Normandía y en Bretaña y conocida con el
nombre de Cordon Jaune (Cordón Amarillo). Cometió el disparate de
dedicar a esta finalidad unos cincuenta millones de francos del dinero
confiado por la Sección III de Leningrado para el financiamiento de
S.O.D.A, el sindicato más arriba mencionado. Podría haber encontrado
muchas inversiones más tentadoras que la prostitución si no le hubiera
tentado precisamente el subproducto de un número ilimitado de mujeres
para su uso personal. El destino le castigó con rapidez aterradora. Tres
meses después, el 13 de abril, se promulgó en Francia la ley n.° 46685,
titulada Loi Tendant a la Fermeture des Maisons de Tolérance et au
Renforcement de la Lutte contre le Proxénetisme.
Esta ley, al ordenar la clausura de todas las casas de mala nota,
destruyó casi de la noche a la mañana la base de su inversión. Le
Chiffre se enfrentó de pronto con un déficit considerable en los fondos
del sindicato. Desesperado, convirtió sus mancebías en maisons de
passe, donde se podían concertar citas clandestinas bordeando, sin
traspasarlos, los límites de la ley. Todos los intentos de vender su
inversión, aun a costa de grandes pérdidas, fracasaron miserablemente.
El significado de la situación era de una claridad meridiana para nosotros
y para nuestros amigos los franceses, y, durante los pasados meses, la
policía llevó a cabo una verdadera cacería de ratas en todos los
establecimientos del Cordon Jaune. En la actualidad, nada queda de la
inversión primitiva de Le Chiffre y cualquier indagación rutinaria revelaría
un déficit de aproximadamente cincuenta millones de francos en los
fondos del sindicato, del cual es tesorero y pagador.
Por ahora no parece que se hayan despertado las sospechas de
Leningrado; pero, desgraciadamente para Le Chiffre, es posible que
SMERSH haya olfateado algo. La semana pasada, una fuente de alto
rango del Puesto P. informó que un antiguo funcionario del eficiente
órgano soviético de venganza había salido de Varsovia para
Estrasburgo, vía sector oriental de Berlín. Si Le Chiffre estuviese
enterado de que SMERSH anda tras de sus pasos, no le quedaría otra
alternativa que suicidarse o intentar la huida; pero sus planes presentes
inclinan a creer que aún no se ha dado cuenta de que su vida puede
correr inminente peligro. Son estos planes suyos los que nos han
sugerido una operación para contrarrestarlos, la cual, aunque desusada
y poco ortodoxa, le sometemos, confiados a su aprobación, al final de
este memorándum. Le Chiffre planea, en nuestra opinión, enjugar el
déficit de su cuenta por medio del juego. Sabemos que ha retirado los
últimos veinticinco millones de francos de la caja de su sindicato, y que
ha alquilado una villa en las cercanías de Royale-les-Eaux, al norte de
Dieppe, donde se instalará durante una semana o dos a partir de
mañana. Tenemos el convencimiento de que es en el casino de Royale
donde Le Chiffre intentará, hacia el 15 de junio o poco después, ganar al
bacará cincuenta millones de francos con un capital de maniobra de
veinticinco millones. (E, incidentalmente, salvar su vida.)
Operación que se propone
Sería muy provechoso para los intereses de las naciones
pertenecientes a la O.T.A.N. que este poderoso agente soviético fuese
aniquilado, que quebrase su sindicato comunista, y que esta
quintacolumna en potencia perdiese fe, confianza y cohesión. Todo este
resultado se obtendría si Le Chiffre pudiera ser derrotado en las mesas
de juego. (N.B. El asesinato no tendría objeto. Leningrado cubriría
rápidamente el desfalco y le haría aparecer como un mártir.) Por
consiguiente, lo que recomendamos es que el mejor jugador de que
pueda disponer el Servicio sea provisto de los fondos necesarios y se
esfuerce por vencer en el juego a ese hombre.
Apéndice A.
Nombre: Le Chiffre.
Apodos: Variaciones sobre las palabras "cifra" o "número", en
distintos idiomas; ejemplo: Herr Ziffer. Origen: Desconocido.
Se le encuentra por primera vez en junio de 1945, recluido en el
campo de Dachau D.P., en la zona de Alemania ocupada por los
Estados Unidos. Ostensiblemente padecía de amnesia (¿fingida?). El
individuo pretendía haber perdido totalmente la memoria excepto ciertas
asociaciones relacionadas con Alsacia-Lorena y Estrasburgo, adonde lo
trasladaron en septiembre de 1945, con pasaporte número 304596 de
apátrida. Adoptó el apellido de Le Chiffre ("puesto que", como él dijo,
"sólo soy un número en un pasaporte"). No tiene nombre de pila.
Edad: 4 5 años aproximadamente.
Descripción: Estatura, 1,82 m. Peso, 112 kilos. Tez, muy pálida.
Pulcramente afeitado. Cabello castaño rojizo, cortado a cepillo. Ojos
castaño oscuro, en los que es visible la córnea todo alrededor del iris.
Boca más bien femenina. Racialmente, el individuo es con toda
probabilidad una mezcla de sangre mediterránea con ascendencia
prusiana o polaca. Viste impecablemente. Fuma sin cesar. A intervalos
frecuentes aspira benzedrina con un inhalador. Voz suave y monótona.
Habla indistintamente francés e inglés. Buen alemán. Rara vez sonríe y
no ríe jamás.
Costumbres: De lo más costosas. Gran apetito sexual. Experto
piloto de coches veloces. Aficionado a las armas cortas y otras formas
de combate personal, incluso puñales. Lleva siempre tres hojas de
afeitar Eversharp, una en la cinta del sombrero, otra en el tacón del
zapato izquierdo y la tercera en la pitillera. Magnífico jugador. Va
siempre acompañado por dos guardaespaldas armados.
Comentario: Un formidable agente de la U.R.S.S., controlado vía
París por la Sección III de Leningrado.
Archivero
Apéndice B.
Asunto: SMERSH.
Fuentes: Archivos propios y el escaso material puesto a nuestra
disposición por el Deuxiéme Bureau y la C.I.A., Washington.
SMERSH es una contracción de dos palabras rusas: Smyert y
shpionam, que significa poco más o menos "Muerte a los espías".
Jerarquía superior a la M.W.D. (antigua N.K.V.D.), y se cree que se halla
bajo la dirección personal de Beria. Centro de operaciones: Leningrado
(subdirección en Moscú). Su tarea consiste en la eliminación de todas
las formas de traición y apostasía en las diversas ramas del Servicio
Secreto soviético y la policía secreta tanto en el interior del país como en
el extranjero. Es la organización más poderosa y temida de la U.R.S.S. y
es vox populi que nunca ha fracasado en una misión de venganza. La
organización consta solamente de unos cuantos centenares de agentes
selectos. Sólo un agente del SMERSH ha caído en nuestras manos
desde que terminó la guerra: Goytchev, alias Garrad-Jones. Durante el
interrogatorio se suicidó, tragándose un botón de la americana que
contenía cianuro potásico. No reveló nada aparte de su calidad de
miembro del SMERSH, de lo cual se jactaba con arrogancia.
Conclusión: Debe hacerse toda clase de esfuerzos para mejorar
nuestro conocimiento de esta poderosísima organización y por aniquilar
a sus agentes.
CAPÍTULO II
EL JEFE de S. (la sección del Servicio Secreto a la que incumbía la
Unión Soviética) estaba tan entusiasmado con su plan para la perdición de Le
Chiffre que él mismo se hizo cargo del memorándum y subió hasta el último
piso del tenebroso edificio que dominaba el Regent's Park, cruzó una puerta
forrada de bayeta verde y, siguiendo a lo largo de un pasillo, penetró en el
despacho que había al final de este. Una vez allí se acercó con aire belicoso al
jefe de personal de M.
— Vamos a ver, Bill. Quiero "vender" al jefe una cosa. ¿Crees que es
momento oportuno?
— ¿Tú qué opinas, Penny? —El jefe de personal se volvió hacia la
secretaria particular de M., con quien compartía el despacho.
La señorita Moneypenny habría sido una mujer apetecible a no ser por
sus ojos, que eran fríos, directos y burlones.
— Que es la gran ocasión. No tiene citado a nadie para la próxima
media hora —dijo sonriendo al jefe de S., que le caía simpático.
— Bien, aquí tienes el informe, Bill. —Le tendió la carpeta negra con la
estrella roja que significa "estrictamente secreto"—. Y dile que yo esperaré
leyendo un buen libro de claves mientras él medita la respuesta.
— Muy bien, señor. —El jefe de personal apretó un conmutador y se
inclinó hacia el intercomunicador que tenía sobre la mesa.
— ¿Diga? —preguntó una voz tranquila e impersonal.
— El jefe de S. me acaba de entregar un documento urgente para usted,
señor.
— Tráigalo —dijo la voz.
El jefe de personal cruzó la doble puerta que conducía al despacho de
M. Cuando salió, una lucecita azul se encendió sobre la puerta avisando que
M. no debía ser molestado.
Más tarde, el jefe de S., triunfante, comentaba con su Número 2:
— Dice que es una idea extravagante, pero que vale la pena intentarla si
entra en el juego el Ministerio de Hacienda. Va a decirles que es una inversión
mejor que el dinero que están dedicando a coroneles rusos desertores que se
convierten en agentes dobles a los pocos meses de "asilarse" aquí. Está
rabiando por atacar a Le Chiffre, y ya tiene el hombre adecuado para este
trabajo y quiere ponerle a prueba.
— ¿Quién es? —preguntó Número 2.
— Uno de los de doble cero... Creo que el 007. Es hombre de pelo en
pecho, y M. cree que puede haber problemas con esos pistoleros de Le Chiffre.
Debe de ser un jugador estupendo, de lo contrario no habría resistido dos
meses, antes de la guerra, en el casino de Monte-Carlo vigilando a aquel
equipo rumano que operaba con tinta simpática y gafas oscuras. El y el
Deuxiéme acabaron por dejarlos fuera de combate, y 007 se embolsó un millón
de francos que había ganado al chemin-de-fer.
LA ENTREVISTA de James Bond con M. fue corta.
— ¿Qué opina usted, Bond? —preguntó M. cuando Bond volvió a entrar
en su despacho una vez leído el memorándum del jefe de S. y tras haberse
estado diez minutos contemplando los lejanos árboles del parque por la
ventana.
Bond escrutó los claros y astutos ojos de su interlocutor.
— Es una amabilidad por su parte, señor. Me gustaría encargarme de
ello. Pero no puedo prometer que vaya a ganar. Después del treinta y cuarenta,
el bacará es el juego que ofrece mejores posibilidades, pero puedo tener una
mala racha que me deje sin blanca. Sin duda se va a jugar muy fuerte... Me
supongo que la apertura ascenderá a medio millón de francos...
Bond se interrumpió, intimidado por la fría mirada de M. Este conocía las
probabilidades del bacará tan bien como Bond. Era su misión conocer las
probabilidades de cada cosa, y conocer a los hombres, tanto a los suyos como
a los del adversario.
Bond se arrepintió de haber hablado.
— También él puede tener una mala racha —dijo M—. Usted dispondrá
de veinticinco millones, lo mismo que él. Para empezar, vamos a entregarle
diez millones y le enviaremos otros diez cuando haya echado una ojeada y
examinado las posibilidades. Los otros cinco millones puede ganarlos usted
mismo. —Sonrió—. Voy a pedir al Deuxiéme que colabore. Es territorio suyo.
Trataré de persuadirles de que envíen a Mathis. Parece que se llevó usted bien
con él en Monte-Carlo con motivo de aquel otro asunto de casino. Y voy a
prevenir a Washington porque el caso también concierne a la O.T.AN. La C.I.A.
tiene uno o dos hombres en Fontainebleau con los muchachos del servicio
conjunto de espionaje. ¿Algo más?
Bond negó con la cabeza.
— Por supuesto que me gustaría tener a Mathis conmigo, señor.
— Bueno, ya veremos. ¡Y mucho cuidado! Este caso parece divertido,
pero no creo que vaya a serlo. Le Chiffre es hombre inteligente. Le deseo
mucha suerte.
— Gracias, señor —dijo Bond, dirigiéndose hacia la puerta.
— Un minuto. —Bond se volvió—. Creo que le pondré un ayudante,
Bond. Necesitará a alguien que corra con sus comunicaciones. Se pondrá en
contacto con usted en Royale.
Bond hubiera preferido trabajar solo, pero con M. nadie discutía. Salió
del despacho con la esperanza de que el hombre que le enviasen no fuese un
estúpido ni, lo que sería aún peor, un ambicioso.
DOS SEMANAS después, cuando James Bond despertó en su
habitación del Hotel Splendide, una parte de esta historia cruzó por su mente.
Había llegado a Royale-les-Eaux dos días antes. Nadie había intentado
ponerse en contacto con él ni se produjo el menor movimiento de curiosidad
cuando firmó en el registro del hotel: "James Bond, Port Maria, Jamaica".
Bond, como había pedido, se hacía pasar por un rico hacendado cuyo
padre, plantador de tabaco y caña de azúcar, amasó una fortuna que él se
jugaba ahora en lejanos casinos. Si le hicieran preguntas citaría a Charles
Dasilva, de la firma Caffery, Kingston, como abogado suyo, y Charles se
encargaría de confirmar la historia.
Bond había pasado las dos últimas tardes y noches en el casino,
jugando a la ruleta una complicada combinación basada en un aumento
progresivo de las posturas con igualdad de probabilidades. También ganó un
elevado banco jugando al chemin-de-fer en cuanto vio que se le ofrecía
ocasión. Si perdía, repetía aceptando un nuevo banco, y si la segunda vez
perdía también, no volvía a insistir. De esta manera había dado a sus nervios y
a su instinto de las cartas un cabal entrenamiento. Había grabado asimismo en
su cerebro la geografía del casino. Y sobre todo había observado a Le Chiffre
en las mesas de juego, llegando a la triste conclusión de que era un jugador
perfecto y afortunado.
A Bond le gustaba desayunar bien. Después de una ducha fría,
contempló la hermosa mañana y se tomó medio cuartillo de zumo de naranja
con hielo, tres huevos revueltos con bacon y un café doble sin azúcar.
Encendió su primer cigarrillo, mezcla de tabaco turco y balcánico, hecho
especialmente para él por Morlands, de Grosvenor Street, y observó la flota
pesquera de Dieppe, que se perdía en larga ristra entre la cálida bruma de
junio, seguida por bandadas de gaviotas. Hallábase absorto en sus
pensamientos cuando sonó el teléfono. Era el conserje, anunciándole que un
director de Radio Stentor estaba esperando abajo con el aparato de radio que
había pedido a París.
— Por supuesto —dijo Bond—. Que suba.
Era este el pretexto ideado por el Deuxiéme Bureau para efectuar el
enlace con Bond, quien se quedó mirando fijamente hacia la puerta con la
esperanza de ver entrar a Mathis.
Cuando efectivamente entró Mathis, en forma de respetable comerciante
cargado con un paquetón rectangular que sujetaba por el asa de cuero, Bond
sonrió ampliamente, y le habría acogido con calor si Mathis no hubiera fruncido
el ceño y levantado la mano que tenía libre después de cerrar cuidadosamente
la puerta.
— Acabo de llegar de París, señor, y aquí tiene el aparato que usted
pidió a prueba: cinco válvulas, superheterodino, como creo que lo llaman
ustedes en Inglaterra.
— Me parece muy bien —dijo Bond, enarcando interrogativamente las
cejas ante aquel misterioso comportamiento.
Mathis desenvolvió el aparato y lo puso en el suelo, al lado del panel de
la calefacción eléctrica situado bajo la repisa de la chimenea.
— Acaban de dar las once —dijo—. Les Compagnons de la Chanson
deben de oírse ahora en onda media desde Roma. Están haciendo una gira por
Europa. Veamos qué tal es la recepción.
Guiñó un ojo. Bond notó que había puesto el volumen al máximo y que
la luz roja que indicaba la onda larga estaba encendida, aunque el aparato
permanecía silencioso. Mathis manipuló en la parte posterior del mismo. De
repente, un aterrador rugido de estática llenó la pequeña habitación. Mathis se
quedó mirando unos segundos al receptor con benevolencia y luego lo apagó,
mientras con voz consternada decía:
— Perdóneme, por favor, señor; mala sintonización. —Y volvió a
inclinarse sobre los mandos. La lengua francesa, con su cadencia íntima,
invadió el aire, y Mathis se acercó y estrechó con fuerza la mano de Bond.
— ¿Qué diablos significa todo esto? —preguntó Bond sonriéndole.
— Querido amigo —Mathis estaba contentísimo—, te han descubierto.
Ahí arriba —señaló el techo—, en este momento, el señor Muntz o su supuesta
esposa, supuestamente postrada en cama con la gripe, tienen los tímpanos
hechos polvo, y, así lo espero, estarán pasando las de Caín. —Sonrió con
deleite al ver a Bond fruncir incrédulamente el ceño, se sentó en la cama y
rasgó con la uña del pulgar un paquete de cigarrillos Caporal.
Bond esperaba sin decir nada. Mathis se puso serio.
— No sé cómo ha sucedido —dijo—. Deben de haberte calado desde
varios días antes de tu llegada. La oposición tiene aquí verdadera fuerza. Este
es un hotel chapado a la antigua. Detrás de esos paneles de calefacción
eléctrica hay chimeneas viejas. Precisamente aquí —señaló a unos
centímetros más arriba del panel— se halla suspendido un potente micrófono
de radio. Los alambres suben por la chimenea hasta detrás del sistema de
calefacción eléctrica de los Muntz, donde hay un amplificador. En su cuarto
tienen una grabadora magnetofónica y un par de audífonos con los que los
Muntz escuchan a su vez. Por eso la señora Muntz tiene la gripe y por eso el
señor Muntz tiene que estar constantemente a su lado en vez de disfrutar del
sol en este delicioso lugar. Parte de esto lo sabíamos porque en Francia somos
muy listos. El resto lo hemos confirmado destornillando el sistema de
calefacción eléctrica pocas horas antes de que tú llegases.
Bond se acercó y examinó los tornillos que sujetaban el panel a la pared.
Sus estrías presentaban minúsculos rasguños.
— Bueno, hay que seguir representando la comedia —dijo Mathis. Se
acercó al aparato de radio y lo desconectó—. ¿Está usted satisfecho, señor? —
preguntó.
Bond sonrió de oreja a oreja al pensar en las iracundas miradas que los
Muntz debían de estar intercambiando allá arriba.
— El aparato me parece magnífico. Justamente lo que estaba buscando
para llevármelo a Jamaica —dijo.
Mathis hizo un gesto sarcástico y volvió a sintonizar con Roma.
— Estás tú bueno con tu Jamaica —dijo, y se sentó de nuevo en la
cama.
— Bueno, a lo hecho, pecho —dijo Bond—. No esperábamos que la
"tapadera" durase mucho tiempo, pero es inquietante que la hayan descubierto
tan pronto. —En vano registró su cerebro en busca de un indicio. ¿Habrían
logrado los rusos descifrar alguna de sus claves? Si era así, él y su misión
habrían quedado en cueros e indefensos.
Como si hubiera leído sus pensamientos, Mathis dijo:
— No puede haber sido una clave. De todos modos, se lo comunicamos
inmediatamente a Londres, y las habrán cambiado. Menudo revuelo armamos,
te lo aseguro. —Sonrió con la satisfacción de un amistoso rival—. Y ahora al
grano, antes de que nuestros buenos Compagnons se queden sin aliento. Lo
primero de todo —dijo— es que te agradará tu ayudante. Es bellísima. —Bond
frunció el ceño—. Tiene el cabello negro, ojos azules y espléndidas... ejem...
protuberancias... Además es experta en radio, lo que hace de ella una perfecta
auxiliar mía en mi condición de vendedor de aparatos de radio en esta rica
localidad durante la temporada veraniega. Ambos nos alojamos en este hotel, y
mi ayudante estará así a mano en caso de que tu nuevo receptor de radio se
estropee.
Sonrió de oreja a oreja, pero a Bond no le hizo gracia.
— ¿Para qué diablos me han enviado una mujer? —dijo con despecho—
. ¿Se han creído que esto es una jira campestre?
— Cálmate, mi querido James —interrumpió Mathis—. Es todo lo seria
que puedas desear, y fría como un carámbano. Habla francés como si hubiera
nacido en Francia. Ya lo he arreglado todo para que entable contacto contigo
con la mayor discreción. ¿Habrá nada más natural que el que te busques aquí
una chica bonita? Un millonario jamaicano —tosió respetuosamente— de
sangre ardorosa parecería un pobretón sin su correspondiente amiguita.
Bond gruñó con un mohín equívoco.
— ¿Alguna otra sorpresa? —preguntó.
— No —respondió Mathis—. Le Chiffre se ha instalado en su villa, que
está a unos dieciséis kilómetros por la carretera del litoral. Le acompañan sus
dos guardaespaldas. A uno de ellos se le ha visto visitar una modesta pensión
de la ciudad en la que desde hace dos días se hospedan tres tipos punto
menos que infrahumanos. Es probable que formen parte de la banda. Sus
papeles están en regla, checos apátridas en apariencia, pero uno de nuestros
hombres dice que lo que hablan en sus habitaciones es búlgaro. No se ven
muchos búlgaros por aquí. Los rusos los utilizan para asesinatos sencillos o
como cabezas de turco para los más complicados.
— ¡Muchas gracias! ¿Cómo va a ser el mío? —preguntó Bond—.
¿Alguna cosa más?
— No. Te espero en el bar del Hermitage antes del almuerzo. Yo te
presentaré a ella. Invítala a cenar esta noche. Así será natural que te
acompañe luego al casino. Yo me he procurado uno o dos buenos mozos y
estaremos por las cercanías sin perderte de vista. Ah, y hay un americano,
Félix Leiter, que para aquí, en el hotel. Es el hombre de la C.I.A que estaba en
Fontainebleau.
Del receptor de radio brotó un torrente de explosiones entusiastas en
italiano. Mathis lo desconectó, y cambiaron unas cuantas frases acerca de la
forma en que Bond iba a pagar el aparato. Luego, con un efusivo adiós y un
último guiño, Mathis salió de la estancia haciendo una reverencia. Bond se
sentó junto a la ventana, concentrándose en sus pensamientos. Nada de lo que
Mathis le había dicho resultaba tranquilizador. Podían intentar quitarle de en
medio incluso antes de que se le presentase la oportunidad de enfrentarse con
Le Chiffre en las mesas de juego. Los rusos no tenían estúpidos prejuicios en
materia de asesinatos. Y además estaba ese incordio de muchacha. Suspiró.
Las mujeres lo complican todo con el amor y los sentimientos heridos, y todo
ese bagaje emocional que llevan dentro. Y encima hay que cuidar de ellas.
— Zorra —dijo Bond, y luego, acordándose de los Muntz, repitió lo de
"zorra" en tono más alto, y se marchó.
CUANDO Bond salía del Splendide, el carillón del ayuntamiento estaba
dando las campanadas de mediodía. Reinaba un fuerte olor a pinos y mimosas
y, enfrente, los jardines del casino recién regados, con primorosos parterres y
senderos de grava, prestaban a la escena un marco preciosista más apropiado
para un ballet que para un melodrama. Había un alborozo y un chispear en el
aire como un augurio prometedor para la nueva era de buen tono y prosperidad
que la pequeña ciudad costera, después de muchas vicisitudes, se disponía a
arrostrar gallardamente.
Royale-les-Eaux, situada cerca de la desembocadura del Somme, al
norte de los acantilados de Bretaña, era un pueblecillo de pescadores antes de
su meteórica ascensión a la fama como balneario de moda durante el Segundo
Imperio. Pero Royale fue herido de muerte por el éxito de Le Touquet y,
después de una lenta decadencia, se replegó a su flota pesquera y a las
migajas que caían en su arruinado casino desde las mesas de juego de Le
Touquet.
Sin embargo, había algo espléndido en el estilo barroco del Casino
Royale, análogo al del famoso Negresco, una fuerte vaharada de lujo y
elegancia Victorianos, y en 1950 Royale captó la imaginación de un poderoso
grupo capitalista de París que pensó que la nostalgia de tiempos lejanos y
dorados podía ser una fuente de ingresos. Pintaron de nuevo el casino, como
antaño, en blanco y dorado, y los salones de un gris muy claro, con alfombras y
cortinas color burdeos. Grandes arañas colgaban de los techos. Volvieron a
correr las fuentes, y los dos hoteles principales, el Splendide y el Hermitage,
fueron acicalados, al tiempo que se renovaba y reforzaba el personal. La calle
mayor cobró alegría con los escaparates de los grandes joyeros y casas de
modas de París, atraídos por la exención del pago de alquileres durante una
efímera temporada.
Luego se consiguió engatusar al Sindicato Mahomet Ali, un grupo de
hombres de negocios y banqueros, emigrados egipcios, para que iniciase el
juego a gran escala en el casino, y ahora la Société des Bains de Mer de
Royale confiaba en que el casino de Royale sería pronto el establecimiento
donde se jugase más fuerte en Europa.
En medio de este coruscante escenario, iluminado por la luz del sol,
Bond sintió que su tétrica profesión constituía una afrenta para todos los que
representaban la comedia de la vida en aquel ambiente sofisticado. Se encogió
de hombros, ahuyentando su momentáneo desasosiego, y se encaminó al
garaje en la parte trasera del hotel. Antes de su cita en el Hermitage decidió dar
una vuelta en su coche por la carretera de la costa y echar una rápida ojeada a
la villa de Le Chiffre. El coche de Bond era su única chifladura. Uno de los
últimos Bentley de 4½ litros, con el compresor de mezcla de Amherst Villiers; lo
había comprado casi nuevo. En Londres, un antiguo mecánico de la Bentley lo
atendía con esmero. Bond lo conducía a gran velocidad y con singular pericia,
lo cual le deparaba un placer casi sensual. Era un cupé descapotable del color
gris de los barcos de guerra, y hacía los ciento treinta y cinco por hora sin
forzarlo.
Bond subió la rampa del garaje al volante del coche, y bien pronto el
estruendo del escape de cinco centímetros retumbaba en el bulevar bordeado
de árboles, y luego, más lejos, a través de las dunas de arena, en dirección sur.
Una hora más tarde, después de regresar por la carretera del interior, Bond
hacía su entrada en el bar del Hermitage y escogía una mesa cercana a uno de
los grandes ventanales.
El salón era suntuoso, con esos adornos supervaroniles que en Francia
significan lujo. Todo era de cuero tachonado de bronce y de caoba pulida; las
cortinas y alfombras, de un azul cobalto. Los camareros usaban chaleco a
rayas y delantal de bayeta verde. Bond pidió un "americano" y se fijó en los
diversos clientes, vestidos con excesivo refinamiento, que charlaban con
animación, creando esa atmósfera teatral muy propia de los clubs a la hora del
aperitivo. No tardó en ver la alta figura de Mathis, que venía por la acera
conversando con una joven de cabello negro. Iban cogidos del brazo, pero la
falta de intimidad que dejaba traslucir su actitud hacía que pareciesen dos
personas aisladas más que una pareja. Bond esperaba que entrasen en el bar,
pero para guardar las apariencias siguió mirando a los transeúntes a través del
ventanal.
— ¿Cómo?... Pero si es el señor Bond. —La voz de Mathis expresaba
una grata sorpresa. Bond, fingiendo confusión, se puso de pie—. ¿Es posible
que esté usted solo? Voy a presentarle a mi colega señorita Lynd. Este es el
cabañero de Jamaica con quien tuve el gusto de hablar de negocios esta
mañana.
Bond se inclinó con cierta reserva amistosa.
— Encantado —dijo. Luego se dirigió directamente a la joven—:
¿Quieren sentarse conmigo? —Acercó una silla; mientras se sentaban hizo
seña a un camarero, y pese a las protestas de Mathis insistió en pedir un fine a
l’eau para este y un bacardí para la chica.
Mathis y Bond charlaron jovialmente sobre las perspectivas de un
renacimiento de la prosperidad de Royale-les-Eaux. La joven permanecía
silenciosa. Aceptó a Bond un cigarrillo, lo examinó y luego lo fumó
saboreándolo.
Bond sentía con fuerza su presencia. Mientras hablaba con Mathis se
volvía de cuando en cuando hacia ella, incluyéndola cortésmente en la
conversación, pero sumando las impresiones registradas por cada mirada.
Su cabello muy negro, cortado a escuadra, bajaba hasta la nuca,
encuadrando su rostro por debajo de la pura y bella línea de su mandíbula.
Aunque al mover la cabeza agitaba su abundante y tupida cabellera, no estaba
pasándose constantemente la mano para volverla a su sitio, sino que la dejaba
en libertad. Sus ojos, muy separados, eran de un azul profundo y miraban
cándidamente a Bond con una sombra de indiferencia que él, con gran fastidio
por su parte, descubrió le gustaría hacer añicos con rudeza. Su cutis,
ligeramente tostado por el sol, no tenía huellas de maquillaje, excepto en la
boca, que era grande y sensual. Los brazos y manos desnudos daban una
impresión de sosiego, y había en todo su porte una apariencia de freno y
moderación que se extendía hasta las uñas, muy cortas y sin pintar. Llevaba al
cuello una sencilla cadena de oro de anchos eslabones planos. El vestido, de
longitud media, era de seda gris, con el corpiño de escote cuadrado muy
ajustado a sus hermosos senos. La falda plisada caía desde el estrecho talle,
ceñido por un ancho cinturón negro cosido a mano. Un redondo sombrero de
paja dorada, con la copa rodeada por una cinta de terciopelo rojo, descansaba
sobre una silla a su lado.
Bond, excitado por su belleza e intrigado por su compostura, sentía al
mismo tiempo una vaga inquietud. De repente tocó madera.
Al cabo de un rato, Mathis se levantó.
— Perdóname —dijo a la joven— mientras telefoneo acerca de mi cita
para cenar esta noche. ¿Estás segura de que no te importa quedarte
abandonada a tus propios medios?
Ella meneó la cabeza. Bond entendió la indirecta y dijo:
— Si va a estar sola esta noche, ¿por qué no cena conmigo?
La joven sonrió con el primer vislumbre de conspiración de que había
dado muestras.
— Me gustaría —contestó—, y luego quizá quiera usted acompañarme
al casino, donde según me dice Mathis se encuentra usted como el pez en el
agua.
Una vez que Mathis se hubo ido, la actitud de ella hacia Bond cambió,
demostrando una súbita cordialidad. Parecía admitir que formaban un equipo, y
mientras trataban del lugar en que se citarían, Bond se dio cuenta de que
después de todo sería muy sencillo planear con ella los detalles de su proyecto.
Él era completamente sincero consigo mismo en cuanto a la hipocresía de su
actitud hacia la joven. Desde luego que la deseaba como mujer y quería
acostarse con ella, pero una vez que la misión se hubiera realizado, no antes.
Cuando Mathis volvió a la mesa, Bond llamó para pagar la cuenta.
Explicó que unos amigos le esperaban en el hotel para almorzar. Por un
momento retuvo la mano de ella en la suya y sintió establecerse entre ambos
una corriente de mutua inteligencia que hubiera parecido imposible media hora
antes.
La muchacha le siguió con la vista por el bulevar...
— Es un buen amigo mío —dijo Mathis con voz queda— Me alegro de
que os hayáis conocido. Casi puedo percibir que los hielos flotantes están ya
derritiéndose en ambas orillas. —Sonrió—. No creo que Bond se haya derretido
nunca. Será una nueva experiencia para él.
Ella no le contestó directamente.
— Es muy bien parecido. Pero hay un no sé qué de frío y despiadado en
su...
La frase quedó sin terminar. De repente, a muy pocos metros de
distancia, la luna entera de un ventanal voló hecha añicos. La onda expansiva
de una terrible explosión les golpeó, zarandeándoles en sus sillas. Luego se
oyeron gritos, y un tropel de gente presa de pánico se precipitó hacia la puerta.
— Quédate aquí —dijo Mathis. Echó hacia atrás su silla .y se lanzó a la
calle a través del vacío marco del ventanal.
AL SALIR del bar, Bond caminó decididamente hacia su hotel. Tenía
hambre. El día seguía siendo hermoso, pero el sol ahora calentaba mucho y los
plátanos falsos, espaciados a una distancia de seis o siete metros sobre el
borde del césped, entre el adoquinado y el bulevar, daban una sombra fría.
Había pocas personas en la vía pública, y los dos hombres que estaban
de pie bajo un árbol, a unos cien metros de distancia, al otro lado del bulevar,
parecían desentonar en aquel lugar. Había algo inquietante en su aspecto,
pensó Bond. Vestidos los dos de oscuro, con trajes que parecían muy
calurosos, tenían el aspecto de artistas de variedades esperando un autobús
en la ruta de su teatro. Los dos llevaban sombrero de paja con una gruesa cinta
negra, tal vez, como una concesión al ambiente festivo del balneario. Del modo
más inapropiado, cada una de las rechonchas figurillas aparecía como
iluminada por una pincelada de alegre colorido. Los estuches cuadrados de sus
cámaras fotográficas pendían de sus hombros, y uno de los estuches era de un
color rojo vivo y el otro de un azul brillante. Durante el tiempo que empleó Bond
en observar estos detalles había llegado a unos cincuenta metros de los dos
individuos. Iba reflexionando sobre el alcance de los diversos tipos de armas y
las posibilidades de protegerse cuando se desarrolló una escena terrible. El
hombre rojo pareció hacer una seña con la cabeza al hombre azul, que, con un
rápido movimiento, descolgó la cámara y manipuló en su estuche. Se produjo
un cegador relámpago de luz blanca, el seco estallido de una monstruosa
explosión desgarró sus oídos, y Bond, pese a la protección de un plátano falso
a cuyo lado se hallaba, fue arrojado contra el suelo por un violento impacto de
aire caliente que le hundió las mejillas y el estómago como si fueran de papel.
El aire, o al menos así se lo pareció, siguió vibrando con la explosión como si
alguien hubiera golpeado las notas graves de un piano con un mazo de hierro.
Cuando se levantó semiinconsciente, apoyándose en una rodilla, una
lluvia horrible de jirones de ropa empapados de sangre cayó a su alrededor,
mezclados con ramas y piedrecillas. Un hongo de humo negro ascendía y se
disolvía en el cielo, y él lo miraba como borracho. En una distancia de
cincuenta metros, los árboles del bulevar estaban chamuscados y sin hojas.
Frente a Bond se abría un cráter todavía humeante. De los dos hombres de
sombrero de paja no quedaba ni rastro. Pero había huellas rojas en el suelo,
los adoquines y los troncos de los árboles. Bond sintió que iba a vomitar.
Fue Mathis quien llegó primero a su lado, y para entonces Bond estaba
de pie, echado el brazo alrededor del árbol que le había salvado la vida.
Aturdido, permitió que Mathis lo condujera hacia el Splendide, de donde
huéspedes y sirvientes salían despavoridos a borbotones. Cuando el lejano
ulular de las sirenas anunció la llegada de ambulancias y bombas contra
incendios, ellos se las arreglaron para abrirse paso entre el gentío, subir el
corto tramo de escaleras y llegar, a lo largo del pasillo, hasta el cuarto de Bond.
Mathis conectó la radio, que estaba delante de la chimenea; después,
mientras Bond se despojaba de sus ropas manchadas de sangre, le abrumó a
preguntas. Cuando llegó a la descripción de los dos hombres, Mathis descolgó
el teléfono junto a la cama de Bond.
— ...y diga a la policía —terminó— que el inglés de Jamaica que fue
derribado por la explosión está ileso. Deben informar a la prensa que al parecer
se trata de una vendetta entre dos comunistas búlgaros, y que uno mató al otro
con una bomba. No necesitan mencionar para nada al tercer búlgaro que debía
de estar rondando por allí cerca, pero tienen que dar con él a toda costa.
Seguramente se dirige a París. Que bloqueen todas las carreteras.
¿Comprendido? Alórs, bonne chance. —Mathis se volvió de nuevo hacia
Bond—. Merde, pero has tenido suerte —dijo—. Es evidente que la bomba
debía de ser defectuosa. Tenían intención de arrojarla contra ti y protegerse
luego detrás del árbol. ¿Pero cómo esperarían esos malditos búlgaros eludir su
captura? ¿Y cuál era el significado de los estuches rojo y azul? Debemos tratar
de encontrar algunos de sus fragmentos.
Mathis se puso en pie de un brinco.
— Y ahora toma un trago y un piscolabis, y descansa —ordenó a
Bond—. En cuanto a mí, tengo que apresurarme a meter la nariz en este
asunto antes de que la policía enturbie la pista con sus botazas negras.
Mathis desconectó la radio y salió con un afectuoso ademán de
despedida.
El silencio reinó en la habitación. Bond se sentó un rato junto a la
ventana gozando del placer de estar vivo. Más tarde, cuando estaba
terminando su primer whisky con hielo y contemplaba el paté de foie y la
langosta fría que el camarero acababa de traerle, sonó el teléfono.
— Habla la señorita Lynd. —El tono de voz era bajo e inquieto—. ¿Estás
bien?
— Sí, perfectamente.
— Me alegro. Ten mucho cuidado. —Y dicho esto colgó.
Bond meneó la cabeza, luego cogió el cuchillo y escogió la tostada más
gruesa. De repente, pensó: Dos de ellos han muerto, y yo tengo uno más de mi
parte. Es un buen comienzo.
CAPÍTULO III
BOND QUERÍA estar descansado y bien dispuesto para una sesión de
juego que podría durar casi toda la noche, de modo que pidió un masajista para
las tres de la tarde. Silenciosamente, el masajista, un sueco, se aplicó a su
trabajo, disolviendo las tensiones del cuerpo de Bond. Hasta las moradas
equimosis que tenía en el hombro y costado izquierdo dejaron de latirle, y
cuando el sueco se fue, Bond quedó sumido en un profundo sueño sin
ensueños.
Despertó cuando empezaba a atardecer, completamente descansado.
Después de una ducha fría se dirigió a pie al casino. Desde la noche anterior
había perdido el contacto con las mesas de juego y desconocía su tónica del
momento. Necesitaba restaurar ese golpe de vista, mitad matemático y mitad
intuitivo, que, con un pulso lento y un temperamento sanguíneo, constituye, así
le constaba, la dotación esencial de cualquier jugador firmemente resuelto a
ganar.
A Bond le gustaba el ruido seco de las cartas al ser barajadas y el drama
constante e imperturbable de los jugadores silenciosos en torno al tapete
verde. Le gustaba el estudiado confort de las salas de juego y de los casinos, la
copa de champaña siempre al alcance de la mano, la .asistencia sosegada de
los buenos sirvientes. Le divertía la imparcialidad de la ruleta, la de los naipes
con su eterna veleidad. Le gustaba ser actor y espectador y participar desde su
asiento en los dramas y las decisiones de otros hombres hasta que le Llegara
el turno de pronunciar el "sí" o el "no" decisivo.
Le gustaba sobre todo que tan sólo a sí mismo hubiera uno de formular
elogios o reproches. La suerte era un servidor, no un amo. Tenía que ser
admitida por lo que era, sin confundirla con una equivocada apreciación de las
probabilidades, pues en el juego el pecado mortal por excelencia es confundir
la mala suerte con el jugar mal. Consideraba Bond a la suerte como una mujer
a la que había que cortejar, pero nunca perseguir ni explotar. Aún no había
sufrido nunca por culpa de las cartas ni de las mujeres. Algún día, la suerte o el
amor le harían caer de rodillas. Cuando esto ocurriera sabía que también él
sería marcado con el mortal signo de interrogación que tan a menudo
reconocía en otros, la promesa de pagar antes de haber perdido: la aceptación
de falibilidad.
Aquel anochecer de junio, cuando Bond entró en la salle privée y cambió
un millón de francos en fichas de cincuenta mil, lo hizo con un sentimiento de
expectación alegre y confiada, sentándose junto al chef de partie en la mesa de
ruleta número 1.
Bond pidió prestada al chef la hoja de juego y estudió los números que
habían salido desde las tres de la tarde, hora en que comenzaba la sesión.
Siempre hacía esto, aunque sabía, o al menos creía saber, que el juego
empieza de nuevo cada vez que el croupier recoge la bolita de marfil con la
mano derecha, imparte con la misma mano un movimiento de torsión en el
sentido de las manecillas del reloj a uno de los cuatro radios de la rueda, y con
un tercer movimiento, también de la mano derecha, lanza la bola alrededor del
borde externo de la rueda en sentido contrario a las agujas del reloj, que es
como la rueda gira.
Era obvio que todo este ritual y todas las minucias mecánicas de la
rueda, de las muescas numeradas y del cilindro habían sido perfeccionados
durante años, de modo que ni la habilidad del croupier ni ningún desnivel de la
rueda podrían afectar a la caída de la bolita. Y sin embargo, es un formalismo
entre los jugadores de ruleta tomar nota cuidadosamente de la historia de cada
sesión y dejarse guiar por alguna de las peculiaridades observadas en la
marcha de la rueda. Bond anotaba, por ejemplo, y consideraba significativo que
un mismo número se repitiese más de dos veces seguidas o que se repitiesen
más de cuatro las suertes rojo o negro, par o impar, pasa o falta, en que hay
igualdad de probabilidades. Bond no defendía el método. Se limitaba a
sostener que cuanto más esfuerzo e ingeniosidad se pusiesen en el juego, más
se sacaría de él. En el historial de la mesa, aquella tarde Bond no encontró
nada de interés, salvo que la última docena no había sido favorecida por la
suerte. Tenía la costumbre de jugar siempre con la rueda; no revolverse contra
la pauta previa fijada por ella y empezar un nuevo rumbo después de que
hubiera salido un cero. Así pues, decidió jugar una de sus combinaciones
favoritas y apuntar a dos docenas —en este caso las dos primeras—, poniendo
en cada una la puesta máxima: cien mil francos. De esta manera tenía
cubiertos dos tercios del cilindro (menos el cero), y puesto que acertar la
docena se paga en proporción de dos a uno, él ganaba cien mil francos cada
vez que salía un número inferior al veinticinco.
Después de ganar seis pases seguidos, perdió el séptimo al salir el
treinta. Su ganancia neta ascendía a cuatrocientos mil francos. Dejó de jugar
en el octavo pase y salió el cero. Este rasgo de suerte le animó aún más, y
considerando el treinta un poste indicador de la última docena, decidió apuntar
a la primera y a la última hasta que perdiese dos veces. Diez jugadas después,
la segunda docena salió dos veces seguidas, lo que le costó cuatrocientos mil
francos, pero se levantó de la mesa con un millón de francos de ganancia.
Tan pronto como Bond había empezado a jugar la puesta máxima, su
juego se convirtió en el centro de interés de toda la mesa. Como parecía estar
de suerte, uno o dos peces romeros empezaron a nadar con el tiburón. Un
norteamericano, sentado precisamente enfrente de Bond, le había sonreído
una o dos veces por encima de la mesa, y había algo peculiar en el modo en
que copiaba las jugadas de Bond, colocando sus dos modestas fichas de diez
mil exactamente enfrente de las mucho más valiosas de Bond. Cuando este se
levantó, el americano hizo lo mismo y le abordó diciéndole:
— Gracias por la ayuda. ¿Quiere acompañarme a tomar un trago?
A Bond se le ocurrió que el desconocido pudiera ser el hombre de la
C.I.A Comprendió que estaba en lo cierto mientras se encaminaban juntos
hacia el bar.
— Me llamo Félix Leiter —dijo el norteamericano—. Encantado de
conocerle.
— Mi nombre es Bond... James Bond.
— Sí, hombre, sí —dijo su compañero—, y ahora, vamos a ver. ¿Qué
tomamos para celebrar este encuentro?
Bond insistió en pedir para Leiter un Haig-and-Haig con hielo, y luego,
mirando fijamente al barman, dijo:
— Un Martini seco. En una copa honda de champaña. Tres medidas de
ginebra Gordon, una de vodka y media de Kina Lillet. Agítelo muy bien hasta
que esté helado. Luego añada una cortecita de limón ancha y fina.
¿Comprendido?
— Desde luego, señor. —El barman parecía complacido con la idea.
— Demonio, eso sí que es una bebida. —Y luego, bajando la voz—:
Mejor sería llamarle "coctel Molotof" después del que probó usted esta tarde.
Bond se echó a reír.
— Cuando estoy... ejem... concentrándome —explicó—, nunca tomo
más de un trago antes de cenar. Pero me gusta abundante, y muy fuerte, y
muy frío, y muy bien hecho.
Llevaron sus bebidas a una mesa en un rincón del bar y se sentaron.
Leiter sacó un Chesterfield del paquete.
— Me alegro de estar trabajando con usted en este asunto —dijo—.
Nuestra gente le da tanta importancia como ustedes. Estoy dispuesto a
prestarle toda la ayuda que me pida. Claro que con Mathis y sus muchachos en
juego no debe de haber muchas cosas de las que no se hayan ocupado ya.
Pero de todos modos aquí me tiene.
— Y yo encantado de que esté usted aquí —respondió Bond—. El
enemigo me ha tomado las medidas y no parece dispuesto a pararse en
barras. Le agradecería que anduviese por el casino esta noche. Tengo una
ayudante, la señorita Lynd, y me gustaría encomendársela a usted cuando
inicie la partida. Y puede también vigilar a los dos pistoleros de Le Chiffre.
Dudo mucho que armen una trapatiesta, pero nunca se sabe.
— He servido en el cuerpo de Infantería de Marina antes de dedicarme a
esto —dijo Leiter—, se lo advierto por si eso le dice algo. —Y miró a Bond
como menospreciándose a sí mismo.
— Ya lo creo que me lo dice —contestó Bond. Resultó que Leiter era de
Texas. Bond pensó que los buenos norteamericanos eran gente estupenda y
que la mayoría parecían téjanos.
Félix Leiter era alto, de complexión delgada y huesuda, y su traje ligero,
color canela, colgaba flojamente de sus hombros. Se movía y hablaba con
lentitud, pero daba la impresión de que era capaz de desplegar gran rapidez y
fuerza, y de que podía ser un luchador duro y despiadado. Al sentarse
encorvado sobre la mesa, tenía algo de halcón en su porte cortante y afilado
como una faca. Esta misma expresión advertíase también en su rostro, en la
agudeza de la barbilla y de los pómulos y en el rictus irónico de su ancha boca.
Aunque parecía hablar con franqueza de su trabajo con el Estado Mayor de
Espionaje Conjunto de la O.T.A.N., Bond supuso que Leiter consideraba los
intereses de su propia organización muy superiores a los intereses mutuos de
los Aliados del Atlántico Norte. Simpatizó con él.
A esas alturas Bond había hablado ya a Leiter de los Muntz y de su
breve excursión de reconocimiento por la costa aquella mañana; eran las siete
y media de la tarde y decidieron irse a pie hacia el hotel. Antes de salir del
casino, Bond depositó en la caja la totalidad de su capital de veinticuatro
millones, quedándose sólo con dinero para gastos menudos.
Mientras caminaban en dirección al Splendide vieron que una cuadrilla
de obreros estaba ya trabajando en el teatro de la explosión. Varios árboles
habían sido arrancados de cuajo, y las mangueras de tres tanques municipales
estaban regando las aceras y el bulevar. El cráter de la bomba había
desaparecido. Bond supuso que una cirugía plástica semejante se habría
llevado ya a cabo en el Hermitage y en las tiendas y fachadas que hubiesen
perdido escaparates o ventanas. En el crepúsculo cálido y azul, Royale-lesEaux estaba de nuevo en orden y tranquilo.
La habitación de Leiter se hallaba en uno de los pisos superiores del
hotel, así es que se separaron a la puerta del ascensor después de quedar en
verse en el casino entre diez y media y once, la hora usual en que se
empezaba a jugar fuerte.
BOND SUBIÓ andando a su habitación, que tampoco ahora presentaba
la menor señal de haber sido registrada; lanzó sus ropas sobre la cama, tomó
un largo baño caliente seguido de una ducha fría y se tumbó en el lecho.
Permaneció una hora acostado a fin de descansar antes de reunirse con la
joven en el bar del Splendide, y también para examinar los detalles de sus
planes de juego y para después del juego en las diversas alternativas de
victoria o derrota. Tenía que planear asimismo los papeles secundarios de
Mathis, Leiter y la chica, y representarse con la imaginación las reacciones del
enemigo en las más variadas contingencias. Cerró los ojos, y los pensamientos
bullían en su mente a través de una serie de escenas cuidadosamente
elaboradas, como si estuviera observando los desordenados fragmentos de
cristales de colores en un caleidoscopio. A las nueve menos veinte se levantó y
se vistió, apartando por completo el futuro de su mente.
Mientras se hacía el lazo de la delgada corbata de raso negro, se
contempló imparcialmente en el espejo. Sus ojos, de un gris azulado, le
devolvían su mirada serena con un vislumbre de irónica interrogación, y un
rebelde mechón de pelo negro le caía en forma de coma sobre la ceja
izquierda. Lo que unido a la estrecha cicatriz que cruzaba verticalmente su
mejilla derecha le daba un ligero aspecto de pirata, pensó Bond, en tanto metía
en su pitillera plana de metal pavonado cincuenta cigarrillos Morland de triple
franja dorada.
La deslizó en el bolsillo de la cadera, abrió una gaveta, sacó una
pistolera de piel de ante y se la ajustó al hombro izquierdo de forma que
quedara suspendida a unos siete centímetros por debajo del sobaco. Luego
sacó de debajo de sus camisas una Beretta 25 automática, extraplana, de
culata esquemática; extrajo el cargador y el único cartucho con bala que había
en la recámara y accionó varias veces en uno y otro sentido el obturador,
apretando finalmente el gatillo sobre la recámara vacía. Luego cargó de nuevo
el arma, le echó el seguro, la metió en la funda bajo el hombro y se puso el
smoking de una sola hilera de botones sobre la gruesa camisa de seda. Se
sentía sereno y cómodo. Comprobó en el espejo que no se notaba la menor
huella de la pistola extraplana bajo el brazo izquierdo, dio un último toque al
lazo de la corbata, abrió la puerta y salió.
Cuando ya al pie de la escalera se dirigía hacia el bar, oyó abrirse tras él
la puerta del ascensor y una voz que le decía.
— Buenas noches.
Era la joven. Se quedó parada y esperó a que él fuese hacia ella. Bond
recordaba perfectamente su belleza, y no le sorprendió sentirse estremecido de
nuevo por su hermosura.
Su vestido era de terciopelo negro, muy sencillo, y, sin embargo, con ese
toque de suprema elegancia que sólo media docena de modistas en el mundo
son capaces de lograr. Llevaba al cuello un delgado collar de brillantes, y un
broche, también de brillantes, en el vértice del escote en forma de V, que hacía
resaltar la espléndida turgencia de sus senos. Con el brazo en jarras apoyado
en el talle, sostenía su bolso de noche negro, rectangular y plano. Su cabello,
como el azabache, caía en línea recta, ensortijándose las puntas hacia dentro,
debajo de la barbilla.
Rodeó con su brazo el de Bond.
— ¿No te importa que vayamos directamente a cenar? —le preguntó—.
Quiero hacer una entrada sensacional, y la verdad es que el terciopelo negro
tiene un terrible secreto. Se chafa en cuanto una se sienta.
Bond se echó a reír.
— Por supuesto. Tomaremos vodka mientras encargamos la cena. —
Ella le lanzó una mirada divertida y él rectificó—: O un coctel, naturalmente, si
lo prefieres.
Por un instante se sintió irritado por la ligerísima sombra de repulsa con
que ella se había enfrentado a su autoridad. Pero fue sólo una fracción
infinitesimal, y mientras el obsequioso maître d'hôtel los guiaba a través del
concurrido salón, Bond olvidó su enojo al observar que todas las cabezas de
los comensales se volvían para admirar a su compañera.
Bond escogió una mesa en el ángulo del restaurante más próximo a la
amplia ventana en forma de media luna que, como la ancha popa de un barco,
daba a los jardines del hotel.
Mientras descifraban el jeroglífico en tinta morada que se extendía por la
doble página del menú, Bond hizo seña al sommelier. Luego se volvió hacia su
compañera:
— ¿Has decidido ya?
— Me gustaría tomar un vaso de vodka —dijo sencillamente, y volvió a
sumirse en el estudio del menú.
— Una garrafa pequeña de vodka muy frío —encargó Bond, y
dirigiéndose a la joven dijo bruscamente—: No puedo brindar por tu vestido
nuevo sin saber cuál es tu nombre de pila.
— Vesper —dijo ella—. Vesper Lynd. —Bond la miró un poco
sorprendido—. Es bastante latoso tener que andar siempre explicándolo, pero
nací un anochecer, un anochecer muy tormentoso, según me contaron mis
padres. Parece que querían recordarlo. —Sonrió—. A unos les gusta, a otros
no. Yo ya estoy acostumbrada.
— A mí me parece un nombre bonito —dijo Bond—. ¿Y ahora has
decidido ya lo que quieres cenar? Que sea caro, por favor —añadió al notar la
vacilación de la joven—, de lo contrario humillarás tu precioso vestido.
— Vivir de vez en cuando como millonarios —dijo la joven riendo— es
un placer maravilloso, y si estás seguro de que podemos... bueno, me gustaría
empezar con caviar, y luego rognon de veau a la parrilla con pommes soufflés.
Y después me gustarían fraises des bois con mucha nata. ¿Resulta muy
desvergonzado mi desparpajo? —y le sonrió como interrogándole.
— Al revés, es una virtud —y volviéndose hacia el maître d'hôtel, dijo—:
Acompañaré a la señorita en el caviar pero luego me gustaría un tournedos
pequeño y poco hecho con sauce béarnaise y coeur d'artichaut. Y mientras la
señorita saborea las fresas, tomaré un aguacate aliñado a la francesa.
El maître d'hôtel hizo una reverencia, y dirigiéndose al sommelier repitió
los dos menús.
— Parfait —dijo el sommelier, ofreciendo la lista de los vinos con tapas
de piel.
— Si estás de acuerdo —dijo Bond— preferiría beber champaña contigo
esta noche. Es un vino alegre y el adecuado para esta ocasión; así lo espero al
menos —añadió.
— Sí, me gustaría tomar champaña —confirmó ella.
— Si el señor me lo permite —dijo el sommelier indicando con su lápiz—
, el Taittinger. Brut Blanc de 1943 es un vino sin igual.
— Vaya por el Taittinger. —Bond se volvió hacia su compañera y dijo
sonriendo de oreja a oreja—: Tienes que perdonarme que sienta este ridículo
placer en comer y beber. Pero es que cuando trabajo, generalmente tengo que
comer solo, y si uno se preocupa por las comidas, resultan más agradables.
Vesper le sonrió y dijo:
— A mí también me gusta. Me gusta hacerlo todo a conciencia, sacar el
máximo partido de todo lo que hago. Pero parece una chiquillada cuando lo
digo —añadió disculpándose.
La pequeña garrafa de vodka llegó en su cubo de hielo machacado, y
Bond llenó las copas.
— Y ahora —dijo— brindemos porque nos acompañe la suerte esta
noche, Vesper.
— Sí —dijo la joven con sosiego mientras alzaba la copa mirándole
directamente a los ojos con singular fijeza. Luego se inclinó impulsivamente
hacia él—. Tengo algunas noticias para ti de parte de Mathis. Es sobre la
bomba, una historia fantástica.
BOND miró en torno suyo y comprobó que no había posibilidad de que
oyeran su conversación.
— Cuéntame —dijo, y sus ojos centellearon interesados.
— Echaron el guante al tercer búlgaro camino de París. Habían
bloqueado la carretera, y, al detenerle una patrulla, hablaba tan mal el francés
que le pidieron la documentación; él, en vez de obedecer, sacó un revólver y
mató a uno de los motociclistas. Pero el otro lo agarró y logró impedir que se
suicidara. Luego le llevaron a Rouen y le hicieron cantar, supongo que a la
manera habitual francesa. Al parecer formaban parte de una banda destacada
en Francia para trabajos de esta clase: sabotajes, asesinatos y cosas por el
estilo. Les habían ofrecido dos millones de francos por quitarte de en medio, y
el agente que les instruyó les había asegurado que no corrían el menor riesgo
de que los atraparan si seguían al pie de la letra sus instrucciones.
Tomó un sorbo de vodka y prosiguió:
— Pero ahora viene lo más interesante. El agente les entregó los dos
estuches de cámaras fotográficas que tú viste. Les dijo que el estuche azul
contenía una poderosa bomba de humo, y el rojo el explosivo. Mientras uno de
ellos te arrojaba el estuche rojo, el otro debía apretar el obturador del azul, lo
que les permitiría escapar protegidos por la cortina de humo. En realidad, tanto
el estuche azul como el rojo contenían una bomba idéntica de gran fuerza
explosiva. La idea consistía en eliminarte a ti y a los asesinos sin dejar la
menor huella.
— Continúa —dijo Bond, admirado por la ingeniosidad de la traición.
— Bien, parece ser que los búlgaros pensaron que sería mucho mejor
hacer funcionar primero la bomba de humo, y luego, ya envueltos en la nube
protectora, lanzar la bomba explosiva contra ti. Lo que tú viste fue al ayudante
del lanzador de la bomba cuando apretaba la palanquita de la falsa bomba de
humo, y, naturalmente, los dos volaron juntos. El tercer búlgaro estaba
esperando detrás del Splendide para recoger a sus dos amigos.
Probablemente habría otros planes para ocuparse de él más tarde. Pero no hay
nada que permita relacionar todo esto con Le Chiffre. La misión les fue
encomendada por algún intermediario, y el nombre de Le Chiffre no significa
nada para el único superviviente.
Terminó su relato en el preciso momento en que llegaban los camareros
con el caviar, abundantes tostadas y platitos con cebolla finamente cortada y
huevo duro rallado, la clara en un plato y la yema en otro. Les colmaron de
caviar los platos, y durante algún tiempo comieron en silencio.
Al cabo de un rato, Bond dijo:
— Es muy satisfactorio ser un presunto cadáver que trueca su puesto
con los asesinos. A propósito, ¿a qué se debe que estés mezclada en este
asunto?
— Soy ayudante personal del jefe de S. —respondió Vesper—. Como el
plan era suyo, quería que un miembro de su sección participara en el mismo, y
pregunté a M. si podría ser yo. Parecía tratarse sólo de un trabajo de enlace,
de modo que M. dio su aprobación, aunque advirtió a mi jefe que te pondrías
furioso al saber que enviaban a una mujer a trabajar contigo. —Calló un
momento, y como Bond no hiciese ningún comentario, prosiguió—: Tuve que
reunirme con Mathis en París y venir aquí con él. Allí fui a visitar a una amiga
mía que es vendedora de Dior, y no sé cómo se las arregló para prestarme
este vestido y el que llevé esta mañana; de no ser así no habría podido
competir con toda esa gente —hizo un ademán señalando el salón— En la
oficina todas me envidiaban cuando se enteraron que iba a trabajar con un
Doble Cero. Naturalmente, sois nuestros héroes. Yo estaba encantada.
Bond frunció el ceño.
— No es difícil llegar a ser un Doble Cero si está uno dispuesto a matar
—dijo—. Ese es todo el significado de los dos ceros. Al cadáver de un japonés
experto en claves que maté en Nueva York y al de un noruego, agente doble,
muerto en Estocolmo, debo agradecerles el doble cero. Probablemente eran
personas decentes. Es un trabajo turbio, pero puesto que es nuestra profesión
no hay más remedio que obrar de acuerdo con las órdenes. ¿Te ha gustado el
huevo rallado con caviar?
— Es una combinación estupenda. ¿Sabes que estoy disfrutando con
esta cena? Lástima que...
Se interrumpió, puesta en guardia por la fría mirada de Bond.
— Si no fuera por el trabajo, no estaríamos aquí —dijo. De repente,
lamentaba la intimidad de su cena y de su conversación. Había sido mal
interpretado, advirtió, lo que sólo era una relación entre compañeros de
trabajo—. Examinemos lo que hay que hacer —continuó en tono profesional—.
Mejor será que te explique lo que voy a intentar y cómo puedes ayudar, lo cual
me temo que no sea mucho. El maître d’hôtel vigiló cómo servían el segundo
plato; luego, mientras saboreaban los deliciosos manjares, Bond procedió a
esbozar el plan.
La joven le escuchó atentamente, decepcionada por la rudeza de Bond,
aun cuando admitía que debería haber hecho más caso de las advertencias del
jefe de S.
"Es un hombre muy concienzudo", le había dicho su jefe al
encomendarle la misión. "No es ninguna delicia trabajar con él. Pero es un
experto, así que no perderá usted el tiempo. Es un tipo muy bien parecido, pero
no se enamore de él. No creo que Bond tenga mucho corazón." Todo esto
había sido para ella algo así como un reto, y se sintió halagada cuando notó,
intuitivamente, la atracción y el interés que despertaba en él. Luego bastó una
insinuación de que estaban pasando un buen rato juntos para que cambiase
brutalmente como si la cordialidad fuese un veneno para Bond. Vesper se
encogió mentalmente de hombros y concentró toda su atención en lo que él
estaba diciendo. No volvería a incurrir en el mismo error.
— ...y ya sólo nos queda esperar que se produzca una racha de suerte a
mi favor o en contra de él. —Bond estaba explicándole cómo se juega al
bacará—. Es muy parecido a cualquier otro juego de azar. Las probabilidades
tanto del banquero como del jugador están más o menos niveladas. Sólo una
racha desfavorable contra uno de ellos puede ser decisiva y hacer saltar la
banca o arruinar a los puntos. Esta noche, Le Chiffre ha adquirido la banca del
bacará al sindicato egipcio que tiene la concesión de las mesas más
importantes del casino. Ha pagado un millón de francos por ella, con lo que su
capital queda reducido a veinticuatro millones. Yo tengo aproximadamente la
misma cantidad. Seremos diez puntos, me supongo, los jugadores que nos
sentemos alrededor del banquero, Le Chiffre en este caso, a una mesa en
forma de riñón.
»Generalmente la mesa está dividida en dos tableros (a los que se da el
nombre de paños), uno a la derecha y otro a la izquierda del banquero, el cual
juega contra ambos. En este juego, naturalmente, el banquero puede ganar o
perder en los dos paños, pero su habilidad debe consistir en calcular muy
exactamente lo que se juega a cada paño y procurar ganar en el que va más
cargado. Pero como aún no hay suficientes jugadores de bacará en Royale, Le
Chiffre va a probar fortuna contra los que hay en un solo paño. Esto es poco
corriente porque las probabilidades a favor del banquero son más reducidas;
pero siempre tiene una ligera ventaja a su favor y, por supuesto, es él quien
controla el volumen de las posturas.
»Bien, el banquero se sienta allí, en el medio, con un croupier para
recoger las cartas con una especie de rastrillo y anunciar en voz alta el importe
de cada banco (es decir, el dinero de que responde la banca en cada jugada), y
un chef de partie encargado de vigilar la marcha del juego y arbitrar sus
incidencias. Procuraré sentarme frente a Le Chiffre, lo más cerca que pueda de
él. Delante del banquero hay un cajetín que contiene seis barajas. No existe
posibilidad alguna de hacer trampas ni de tocar ese cajetín. Las cartas son
barajadas por el croupier, y después de cortar uno de los puntos se meten en el
cajetín a la vista de todos los presentes. Hemos investigado y verificado la
honorabilidad del personal, y son todos dignos de confianza. Sería punto
menos que imposible marcar todas las cartas. De todos modos, también
permaneceremos atentos a eso.»
Bond bebió un poco de champaña y prosiguió:
— Lo que a continuación sucede en el juego es lo siguiente. El banquero
anuncia la apertura de la banca con quinientos mil francos, o quinientas libras,
como hoy es el caso. Cada asiento está numerado a partir de la derecha del
banquero, y el jugador más próximo a él puede aceptar esta cantidad y empujar
su dinero hacia el centro de la mesa, o pasar si la postura le parece demasiado
alta. Entonces es el número 2 quien tiene derecho a aceptar la puesta, y si se
abstiene, el derecho corresponde al número 3, y así sucesivamente alrededor
de la mesa. Si ningún jugador acepta arriesgar la mencionada cantidad, la
apuesta se ofrece a la mesa en conjunto, y cada punto puede jugar lo que le
parezca, incluyendo a veces a los mirones de alrededor, hasta cubrir los
quinientos mil francos.
»Cuando la apuesta asciende a uno o dos millones resulta a menudo
difícil encontrar un solo jugador y ni siquiera un grupo de personas que la
cubran, sobre todo si la banca parece estar de suerte. En tal momento yo
siempre probaré fortuna e intervendré aceptando la apuesta... En realidad,
atacaré a Le Chiffre siempre que se me presente una oportunidad, hasta hacer
saltar la banca o que él me limpie a mí. Sabiendo que estoy dispuesto a
terminar con él e ignorando como ignora la cuantía de mis reservas, confío en
que se verá constreñido a jugar con cierto nerviosismo,»
Hizo una pausa cuando trajeron las fresas y el aguacate. Comieron un
rato en silencio, y luego conversaron sobre otros temas mientras les servían el
café. Por último, Bond estimó que había llegado el momento de explicar en qué
consistía el juego.
— Es muy sencillo —dijo—. En el bacará recibo dos cartas y el banquero
otras dos; y a menos de que alguno gane de inmediato (abatiendo con ocho o
con nueve), cualquiera de los dos o ambos tenemos derecho a pedir una carta
más. El objeto de cada jugada o pase es sumar en las dos o tres cartas nueve
puntos o acercarse a nueve todo lo posible. Las figuras y los dieces no valen
nada; los ases, un punto; las demás cartas, el valor que indica su número. El
último dígito de lo que suman las dos o tres cartas es el que vale. Así, nueve
más siete equivale a seis y no a dieciséis. El ganador es el que se acerca más
a nueve. Luego se inicia una nueva jugada y se vuelven a dar cartas.
Vesper escuchaba con atención, pero al mismo tiempo observaba la
mirada de pasión abstracta que reflejaba el rostro de Bond.
— Ahora bien —continuó este—, cuando el banquero me da dos cartas,
si estas suman ocho o nueve las descubro y gano la puesta a menos de que él
tenga la misma o mayor puntuación. De no ser así, con seis o siete tengo que
plantarme, pedir carta o abstenerme de hacerlo con cinco, y estoy obligado a
pedirla si la suma de mis cartas no llega a cinco. Cinco es el punto crucial del
juego. Según la ley de probabilidades, las oportunidades de mejorar o
empeorar si pido carta teniendo cinco son exactamente iguales.
»Solamente cuando pido carta o doy una palmada sobre las mías para
indicar que me planto con las que tengo puede el banquero mirar las suyas. Si
tiene ocho o nueve, abate, es decir, las vuelve boca arriba y gana. En caso
contrario se enfrentará con los mismos problemas que yo. Pero mi proceder le
ayuda en su decisión de pedir carta o no. Si me he plantado debe suponer que
tengo cinco, seis o siete; si he pedido carta sabrá que tenía menos de seis y
que puedo haber mejorado o no mi juego con la carta que él me dio y que me
entregaron descubierta. Por lo tanto, como conoce su valor, en virtud del
cálculo de probabilidades debe saber si le conviene pedir otra carta o plantarse
con lo que tiene. Así pues, posee una ligera ventaja sobre mí. Pero hay una
carta con la que siempre se plantea la gran interrogante: ¿debe uno pedir o
plantarse cuando se tiene un cinco? Algunos jugadores piden carta siempre,
otros invariablemente se plantan. Yo sigo mi intuición.
»Pero al final —agregó Bond aplastando la colilla de su cigarrillo y
pidiendo la cuenta— lo que importa es abatir con ocho o con nueve, y tengo
que tratar de hacerlo más veces que él.»
CAPÍTULO IV
MIENTRAS explicaba el intríngulis del juego, el rostro de Bond se fue
iluminando de nuevo. La perspectiva de enfrentarse con Le Chiffre le aceleraba
el pulso. Parecía haber olvidado por completo el efímero momento de frialdad
surgido entre ellos, y Vesper se sintió aliviada y recobró su buen talante.
Bond pagó la cuenta y dio una generosa propina al sommelier. Vesper
se levantó y, precediendo a Bond, salieron del restaurante y bajaron la
escalinata del hotel.
El enorme Bentley les esperaba y Bond llevó a Vesper hasta el casino,
aparcando el coche lo más cerca que pudo de la entrada. Apenas hablaron
mientras cruzaban los decorados salones. Vesper le miró y notó ligeramente
dilatadas las ventanas de su nariz. Por lo demás, parecía bien a sus anchas y
contestaba los saludos de los empleados con jovialidad. A la entrada de la
puerta de la salle privée ni siquiera les pidieron la tarjeta de socio. Bond jugaba
fuerte y esto ya había hecho de él uno de los clientes favoritos, y cualquiera
que le acompañase compartía su popularidad.
No bien entraron en el salón, Félix Leiter se apartó de una de las mesas
de ruleta y saludó a Bond como a un viejo amigo. Una vez presentado a
Vesper, Leiter dijo:
— Bueno, puesto que vas a jugar al bacará esta noche, ¿me permites
enseñar a la señorita Lynd cómo se hace saltar la banca en la ruleta? Tengo
tres números propicios que van a salir forzosamente en seguida. Más tarde, tal
vez vengamos a verte jugar cuando la partida empiece a calentarse.
Bond miró interrogativamente a Vesper.
— Me gustaría —dijo la joven—. ¿Pero quieres darme uno de tus
números propicios para jugarlo?
— Yo no tengo números propicios —contestó secamente Bond. Y
despidiéndose con una breve sonrisa que abarcaba a los dos, se dirigió
pausadamente hacia la caja.
Leiter advirtió el exabrupto.
— Es un jugador muy serio, señorita Lynd —dijo—. Tiene que serlo. Y
ahora venga conmigo y vea cómo el número 17 obedece a mis percepciones
extrasensoriales.
Alivió a Bond quedarse solo y poder despejar su mente de todo lo que
no fuese la tarea que tenía entre manos. Se detuvo ante la caja y retiró sus
veinticuatro millones de francos a cambio del recibo que le dieron aquella tarde.
Guardó la mitad de esa suma en el bolsillo derecho del smoking y la otra mitad
en el izquierdo. Luego avanzó lentamente por entre las mesas de juego
atestadas de gente hasta llegar al extremo del salón, donde le esperaba la
amplia mesa de bacará detrás de la barandilla de bronce.
Algunos jugadores ya ocupaban sus puestos, y las cartas, esparcidas
boca abajo sobre la mesa, eran despaciosamente barajadas en la llamada
"barajadura del croupier", que se supone la menos susceptible de que se
hagan trampas.
El chef de partie levantó la cadena forrada de terciopelo para permitirle
la entrada al recinto cercado por la barandilla de bronce.
— Le he reservado el número 6, como usted deseaba, señor Bond.
Aún había otros tres puestos vacantes en la mesa. Bond se acercó y se
sentó, saludando a los demás jugadores con sendas inclinaciones de cabeza a
derecha e izquierda. Sacó la pitillera de metal y el encendedor negro y los
colocó sobre el tapete verde a la altura del codo derecho. El conserje limpió
con un paño un grueso cenicero de cristal y le puso a su lado. Bond encendió
un cigarrillo y se recostó en la silla.
Frente a él estaba la silla vacía del banquero. Miró alrededor de la mesa.
Conocía de vista a la mayoría de los jugadores, pero ignoraba los nombres de
muchos de ellos. En el número 7, a su derecha, estaba el señor Sixte, un belga
acaudalado, con intereses mineros en el Congo. En el número 9 se hallaba lord
Danvers, hombre distinguido, pero, de aspecto frágil, provisto de francos por su
rica esposa norteamericana, una mujer de edad madura con boca voraz de
barracuda que ocupaba el número 3. Bond supuso que harían un juego astuto
y nervioso, y que figurarían entre las primeras víctimas de la noche. En el
número 1, a la derecha de la banca, se sentaba un famoso jugador griego
propietario de una floreciente línea de vapores. Jugaría bien y con frialdad;
sería de los que resistieran. Bond pidió al conserje una cartulina y escribió en
ella, encuadrándolos con un gran signo de interrogación, los números
restantes: 2, 4, 5, 8 y 10. Luego encargó al conserje que se la entregase al chef
de partie, quien no tardó en devolverla con los nombres que se pedían.
El número 2, todavía vacío, sería ocupado por Carmel Delane, la estrella
del cine norteamericano, que disponía de las pensiones por divorcio de tres
maridos para quemar. Con su temperamento sanguíneo, jugaría alegre y
gallardamente, y tal vez lograse tener una racha de buena suerte. Los números
4 y 5, a su izquierda, correspondían al señor y la señora Du Pont, con aspecto
de gente rica, respaldados acaso por el dinero del auténtico Du Pont. Bond
supuso que también serían de los que aguantaran. Con su aspecto práctico,
conversando jovialmente entre sí, estaban, diríase, como en su casa. Bond no
tendría inconveniente en compartir la puesta con ellos o con el señor Sixte, el
de su derecha, en caso de que no se decidieran a enfrentarse solos con un
banco demasiado alto.
El número 8 era el maharajá de un pequeño estado hindú,
probablemente dispuesto a jugarse las libras esterlinas que le rentó la guerra.
Era posible que el maharajá se aferrase al juego y soportase fuertes pérdidas
siempre que le sobrevinieran poco a poco.
El número 10 era un joven italiano de próspero aspecto, el señor Tomelli,
cuya plétora de dinero provenía sin duda de especulaciones y negocios
abusivos efectuados en Milán; probablemente jugaría de un modo ostentoso y
disparatado y no sería difícil que perdiera la ecuanimidad y que hiciese una
escena.
Había terminado Bond su esquemática recapitulación de los jugadores
cuando Le Chiffre, con el silencio y la parquedad de movimientos de un pez
gordo, penetró en el espacio acotado por la barandilla de bronce, y saludando a
todos con una fría sonrisa tomó asiento exactamente frente a Bond, en la silla
del banquero.
Con la misma parquedad de movimientos cortó el grueso mazo de cartas
que el croupier había colocado sobre la mesa entre sus toscas y sosegadas
manos. Luego, mientras el croupier, con un rápido movimiento, encajaba las
seis barajas en el cajetín de madera y metal, Le Chiffre le dijo algo en voz baja.
— Messieurs, mesdames, les jeux sont faits. Un banco de cinq cent
mille. —Y como el griego que ocupaba el número 1 diese un golpecito en la
mesa delante del grueso montón de fichas de cien mil francos, el croupier
anunció—: Le banco est fait.
Le Chiffre se inclinó sobre el cajetín; le dio una seca y circunspecta
palmada para asentar las cartas, la primera de las cuales asomó su sonrosada
lengua semicircular a través de la oblicua boca de aluminio del cajetín, y a
continuación apretó suavemente con su grueso dedo índice la sonrosada
lengua y sacó del cajetín la primera carta, que deslizó unos quince centímetros
hacia el griego situado a su derecha. Después sacó una carta para él, luego
otra para el griego, y, por último, una más para sí mismo. Permaneció inmóvil
sin tocar sus propias cartas, escrutando el rostro del griego.
Con su raqueta plana de madera, semejante a una llana de albañil, el
croupier alzó delicadamente las dos cartas del griego y con un rápido
movimiento las depositó algunos centímetros más a la derecha, de modo que
quedaron justamente delante de las velludas manos del griego, inertes sobre la
mesa cual dos vigilantes cangrejos rosados.
Los dos cangrejos se pusieron en movimiento al mismo tiempo y el
griego cobijó las cartas en su ancha mano izquierda e inclinó con cautela la
cabeza para poder distinguir, en la sombra de su mano ahuecada en forma de
copa, el valor del naipe de encima. Luego insertó con lentitud desesperante el
índice de su mano derecha y deslizó un poco de costado la carta de abajo para
que su valor fuese también perceptible. Sin alterarse la impasibilidad de su
rostro, posó la mano izquierda y luego la retiró, dejando boca abajo sobre la
mesa las dos cartas, cuyo valor seguía siendo un secreto. Finalmente levantó
la cabeza y miró fijamente a Le Chiffre.
— No —dijo en tono neutro.
Su decisión de plantarse daba a entender claramente que las dos cartas
del griego sumaban cinco, seis o siete.
Las manos de Le Chiffre descansaban enlazadas delante de él a siete u
ocho centímetros de las dos cartas. Las recogió con la mano derecha y las
volvió boca arriba sobre la mesa con un débil manotazo.
Eran un cuatro y un cinco: un invencible nueve.
— Neuf a la banque —dijo imperturbable el croupier. Con su raqueta
descubrió las dos cartas del griego—. Et le sept —añadió sin la menor
emoción, alzando con suavidad un siete y una reina y arrojándolas por la ancha
ranura que había en la mesa, cerca de su asiento, camino de una gran urna
metálica a la que iban a parar todas las cartas ya jugadas. Los dos naipes de
Le Chiffre siguieron el mismo rumbo, produciendo un tenue ruido al caer.
El griego empujó hacia adelante cinco fichas de cien mil francos, que el
croupier sumó al medio millón en fichas que Le Chiffre tenía en el centro de la
mesa. De cada jugada, el casino percibe un pequeño porcentaje, la cagnotte, y
el croupier deslizó algunas fichas por la ranura de la mesa destinada a la
cagnotte. Luego anunció calmosamente: —Un banco d'un million.
— Suivi —murmuró el griego, dando a entender que ejercía su derecho
al desquite.
Bond encendió un cigarrillo y se arrellanó en su asiento. La larga partida
apenas había comenzado y la reiteración de la consabida letanía continuaría
hasta que llegase el final y se dispersaran los jugadores. Entonces, las
enigmáticas cartas serían quemadas o destruidas, un sudario cubriría la mesa,
y el tapete verde, cual un campo de batalla, embebería la sangre de sus
víctimas y se refrescaría.
El griego, después de pedir carta, no pudo exhibir nada mejor que un
cuatro, contra el siete del banquero.
— Un banco de deux millions —anunció el croupier. Los puntos que se
hallaban a la izquierda de Bond guardaron silencio.
— Banco —dijo entonces Bond.
LE CHIFFRE le contempló con indiferencia; el blanco de sus ojos, visible
todo alrededor del iris, daba a su mirada aspecto de muñeca. Levantó de la
mesa con lentitud su gruesa mano y la metió en un bolsillo del smoking, de
donde la sacó provista de un tubito metálico con casquete que Le Chiffre
desenroscó. Por dos veces, con indecente premeditación, insertó la boquilla del
tubo en cada una de sus fosas nasales, e inhaló voluptuosamente el vapor de
benzedrina. Luego, sin apresurarse, guardó el inhalador, volvió su mano
rápidamente sobre la mesa y dio al cajetín la seca palmada de costumbre.
Durante esta insultante pantomima había observado Bond fríamente la
vasta extensión del albo rostro coronado por un abrupto risco de cabello
castaño rojizo, la boca roja y húmeda sin una sonrisa y la impresionante
anchura de sus hombros, enfundados en un bien cortado smoking. A no ser por
los reflejos de las luces en las solapas de raso, podría habérsele tomado por el
grueso tórax de un lanudo y negro Minotauro que emergía de una verde
pradera.
Bond deslizó un fajo de billetes sobre la mesa sin contarlos tan siquiera.
Si perdía, el croupier extraería la cantidad necesaria para cubrir la apuesta;
pero la naturalidad de aquel gesto daba a entender que Bond esperaba ganar,
y que esto era sólo una exhibición que probaba la abundancia de fondos de
que disponía.
Los demás puntos notaron la tensión establecida entre los dos
jugadores, y cuando Le Chiffre sacó del cajetín las cuatro cartas y las
distribuyó, reinó el más absoluto silencio.
El croupier acercó a Bond sus dos naipes con la punta de la raqueta.
Bond, clavados los ojos en los de Le Chiffre, alargó la mano derecha unos
centímetros, echó una rápida ojeada a sus cartas y, con gesto desdeñoso, las
lanzó boca arriba sobre la mesa.
Eran un cuatro y un cinco; un invencible nueve.
Hubo un murmullo de envidia entre los puntos y los espectadores, y a la
izquierda de Bond los Du Pont cambiaron entre sí tristes miradas por no
haberse atrevido a aceptar la apuesta de dos millones de francos.
Le Chiffre contempló lentamente sus dos cartas y las apartó de un
capirotazo. Eran dos figuras sin valor alguno.
— Le baccara —entonó el croupier, empujando hacia Bond las gruesas
fichas.
Bond las metió en el bolsillo derecho del smoking, donde guardaba el
fajo de billetes que no había usado. Su cara no revelaba la menor emoción,
pero le satisfacía el éxito de aquel primer pase y sus efectos en el callado
antagonismo que se palpaba a través de la mesa.
La señora Du Pont se volvió hacia él con una sonrisa de íntimo
despecho.
— No debí permitirle entrar a usted —dijo—. Me arrepentí en cuanto
empezaron a dar las cartas.
El señor Du Pont, sentado al otro lado de su esposa, se inclinó por
delante de ella y dijo filosóficamente:
— Si uno pudiera ganar todos los pases, ninguno de nosotros estaría
aquí.
— Yo sí estaría —respondió riendo su mujer—. Tú no crees que yo
juego sólo para divertirme.
Al reanudarse el juego, Bond observó a los espectadores que se
inclinaban sobre la alta barandilla de bronce en torno a la mesa. Los dos
pistoleros de Le Chiffre permanecían detrás de él guardándole los flancos.
Tenían aspecto respetable, pero no encajaban en el ambiente del casino lo
bastante para no desentonar.
El que se encontraba detrás del brazo derecho del banquero era alto y
su smoking le daba un aspecto fúnebre. Tenía un rostro inexpresivo y vulgar,
pero sus ojos parpadeaban y centelleaban como los de un nigromante. Todo su
largo cuerpo rebosaba intranquilidad y sus manos se movían a menudo en la
barandilla de bronce. Bond supuso que mataría sin preocuparle lo más mínimo
a quién mataba, y que, probablemente, preferiría estrangular.
El otro guardaespaldas parecía un tendero corso. Era de baja estatura y
muy moreno, con una cabeza chata cubierta de un cabello tupido y grasiento.
Parecía estar lisiado.
Un grueso bastón de Malaca con contera de caucho colgaba a su lado
de la barandilla. Debía de haber obtenido permiso para entrar en el casino con
el bastón, pensó Bond, pues sabía que no se permitía andar por las salas con
bastones y otros objetos por el estilo, como elemental precaución contra actos
de violencia. Tenía aspecto untuoso y parecía bien alimentado. Su boca,
estólidamente entreabierta, dejaba ver una dentadura lamentable. Tenía
espeso bigote negro, y el dorso de sus manos, apoyadas en la barandilla,
estaba cubierto de vello negro.
El juego prosiguió sin grandes peripecias, pero con una ligera
propensión contra la banca. El tercer pase es en el bacará "la barrera del
sonido". La- suerte puede vencer la primera y segunda tallas, pero cuando llega
la tercera lo más frecuente es que se traduzca en un desastre. Una y otra vez,
al llegar a esta altura, se encuentra uno con que vuelve a dar en tierra con sus
huesos. Y eso era lo que ahora sucedía. Ni la banca ni ninguno de los puntos
parecían capaces de obtener grandes ganancias. Pero había un inexorable
escape adverso a la banca, que al cabo de dos horas de juego ascendía a diez
millones de francos. Bond no tenía idea de lo que Le Chiffre había ganado los
dos días anteriores. Calculaba que serían unos cinco millones de francos y
suponía que el capital del banquero en aquel momento no debía de ser
superior a veinte millones de francos.
En realidad, Le Chiffre había perdido mucho durante toda la tarde. Sólo
le quedaban diez millones.
Bond, por su parte, a la una de la mañana había ganado cuatro millones,
lo que elevaba sus recursos a la cantidad de veintiocho millones.
Bond se sentía prudencialmente satisfecho. Le Chiffre seguía jugando
como un autómata, sin hablar más que cuando daba instrucciones, aparte y en
voz, baja, al croupier cada vez que se abría un nuevo banco.
Más allá del lago de silencio que reinaba en derredor de la gran mesa se
oía el zumbido constante de las otras mesas de chemin-de-fer, ruleta y treinta y
cuarenta, entremezclado con las claras voces de los croupiers y las
ocasionales carcajadas o exclamaciones de emoción procedentes de los
diversos rincones de la enorme sala.
En último término podría oírse el ruido sordo e incesante del oculto
metrónomo del casino, cuyo tictac marcaba —cada vez, que giraba una ruleta o
se volvía una carta— el constante aflujo de unos por ciento que alimentaban el
tesoro del casino: un gato gordo y palpitante con un cero por corazón.
Fue a la una y diez minutos, por el reloj de Bond, cuando de repente
cambió por completo el ritmo del juego en la mesa principal.
El griego, en el número 1, todavía seguía con la mala racha. Había
perdido el primer pase de medio millón de francos y también el segundo. Pasó
la tercera vez dejando un banco de dos millones. Carmel Delane, la número 2,
tampoco lo aceptó. Lo mismo hizo lady Danvers en el número 3.
Los Du Pont cambiaron una mirada.
— Banco —dijo la señora Du Pont, y perdió en seguida, pues el
banquero abatió con ocho.
— Un banco de quatre millions —dijo el croupier
— Banco —aceptó Bond, empujando hacia el centro de la mesa un fajo
de billetes. De nuevo contempló fijamente a Le Chiffre. De nuevo lanzó una
rápida ojeada a sus dos cartas—. No —dijo. Tenía un cinco. Su situación era
peligrosa en extremo.
Le Chiffre descubrió sus cartas: una figura y un cuatro. Dio otro golpecito
al cajetín y sacó un tres.
— Sept a la banque —dijo el croupier—, et cinq —añadió cuando volvió
boca arriba con la raqueta las cartas perdedoras de Bond. Atrajo luego el fajo
de billetes de Bond, sacó cuatro millones de francos y le devolvió el resto—. Un
banco de huit millions.
— Suivi —aceptó Bond. Y volvió a perder al abatir con nueve el
banquero. En dos pases había perdido doce millones de francos. Sólo le
quedaban dieciséis millones, exactamente el importe del próximo banco.
De pronto empezó a sentir sudorosas las palmas de las manos. Su
capital se había derretido como la nieve al calor del sol. Con la codiciosa calma
del jugador ganancioso, Le Chiffre tamborileaba levemente sobre la mesa con
su mano derecha. Bond miró directamente a aquellos ojos de oscuro basalto
que parecían preguntarle: "¿Quieres que acabe contigo?"
— Suivi —dijo Bond con voz suave. Sacó algunos billetes y fichas que le
quedaban en el bolsillo derecho del smoking, y el fajo de billetes que guardaba
en el bolsillo izquierdo, y los empujó hacia adelante. En sus ademanes no
había el menor indicio de que aquella iba a ser su última puesta. Súbitamente
sintió seca la boca como papel de lija. Alzó la vista y vio a Vesper y a Félix
Leiter de pie, en el sitio donde antes estaba el pistolero del bastón. No sabía
cuánto tiempo llevaban allí. Leiter parecía ligeramente preocupado, pero
Vesper le sonrió, dándole ánimos.
Oyó un débil rechinar en la barandilla, a su espalda, y volvió la cabeza.
Una batería de dientes podridos bajo un bigote negro parecía encarársele en la
mueca de aquella boca estólidamente entreabierta.
— Le jeu est fait —anunció el croupier, y las dos cartas se deslizaron
hacia Bond sobre el tapete verde. La luz de las anchas pantallas forradas de
raso que poco antes le pareciera tan agradable, ahora le hizo el efecto de que
decoloraba su mano mientras miraba las cartas. Les echó una nueva ojeada.
Era casi imposible que pudieran ser peores: el rey de corazones y un as, el as
de trébol, que parecía mirarle de través como una viuda negra, la más
venenosa de las arañas.
— Carta —pidió Bond, logrando que su voz no dejase traslucir ninguna
emoción.
Le Chiffre miró sus naipes. Tenía una reina y un cinco negro. Luego miró
a Bond mientras sacaba la carta del cajetín. En la mesa, el silencio era
absoluto. El croupier deslizó la carta hasta dejarla delante de Bond. Era una
buena carta, el cinco de corazones, pero para Bond era abstrusa como una
huella dactilar en sangre reseca. Ahora su juego sumaba seis y el de Le Chiffre
cinco. Pero puesto que el banquero tenía cinco y había dado un cinco a su
contrincante, ahora tenía que tratar de mejorar su puntuación con un uno, dos,
tres o cuatro. Con cualquiera otra carta que sacase sería derrotado.
Las probabilidades estaban a favor de Bond, pero entonces fue Le
Chiffre quien clavó su mirada en los ojos de Bond y apenas si dedicó una fugaz
ojeada a la carta que arrojó boca arriba sobre la mesa. Era, no necesitaba
tanto, la mejor, un cuatro, lo que daba a la banca un cómputo de nueve.
Bond se había quedado sin un céntimo.
BOND, petrificado por la derrota, permaneció silencioso. Abrió su pitillera
de metal y sacó un cigarrillo. Las diminutas mandíbulas de su encendedor se
separaron con un seco chasquido y lo encendió; aspiró una gran bocanada de
humo que expelió luego entre los clientes con un suave siseo.
¿Y ahora qué? Volver al hotel y acostarse, evitando las miradas
compasivas de Mathis, Leiter y Vesper. Volver a telefonear a Londres y,
después, al día siguiente, tomar el avión que lo llevaría a Inglaterra, el taxi que
le conduciría al Regent's Park, subir las escaleras y recorrer el pasillo al final
del cual se halla el despacho de M. para encontrarse con la fría expresión de
su rostro, su forzada benevolencia, su "mejor suerte para la próxima ocasión",
aunque, por supuesto, nunca volvería a presentarse otra oportunidad como
aquella.
Miró alrededor suyo, a los espectadores. Todos concentraban su
atención en el croupier, que acumulaba las fichas en tonga delante del
banquero, esperando a ver si alguien se atrevía a aceptar un banco de treinta y
dos millones de francos, desafiando la portentosa racha de suerte que
acompañaba a la banca.
Leiter había desaparecido; sin duda, supuso Bond, no querría que se
cruzasen sus miradas después del golpe que le había puesto fuera de
combate. Sin embargo, Vesper le miraba extrañamente impasible, y volvió a
dedicarle una sonrisa de aliento. En aquel momento, el conserje se acercó a
Bond por la parte de dentro de la barandilla y colocó sobre la mesa, junto a
Bond, un abultado sobre. Era tan grueso como un diccionario. Dijo algo
referente a la caja y se retiró.
El corazón de Bond latió con violencia. Sosteniendo el pesado sobre por
debajo del plano de la mesa, lo rasgó con el pulgar y notó que todavía estaba
húmeda la goma del reverso. Incrédulamente, palpó los grandes fajos de
billetes. Los deslizó en los bolsillos, conservando en la mano la media hoja de
papel que venía prendida al fajo de encima. Le echó una ojeada a la sombra de
la mesa. Sólo una línea: "Ayuda Marshall. Treinta y dos millones de francos.
Con saludos U.S.A."
Bond tragó saliva. Alzó la vista. Allí seguía Vesper. Félix Leiter, de nuevo
junto a ella. El americano sonrió ligeramente, y Bond levantó la mano
esbozando un ademán de bendición. Luego se aplicó a barrer por completo de
su mente toda huella de la sensación de derrota total que le abrumara pocos
minutos antes. No podían obrarse más milagros. Esta vez tendría que ganar...
si es que Le Chiffre no había reunido aún los cincuenta millones y continuaba
jugando.
El croupier había terminado la tarea de calcular la cagnotte, de cambiar
los billetes de Bond por fichas y hacer con ellas un enorme montón en el centro
de la mesa. ¡Un montón de treinta y dos mil libras esterlinas!
El banquero no daba muestras de levantarse, y Bond pensó con alivio
que debía de haber sobreestimado los fondos de Le Chiffre.
Por lo tanto, pensó Bond, su única esperanza consistía en seguir
acosándole, hasta liquidarle. Le Chiffre no desearía ver cubiertos más de diez o
quince millones de la apuesta, y seguramente no esperaría que nadie, ni
individualmente ni en conjunto, cubriese un banco de treinta y dos millones. No
podía saber nada del contenido del sobre. De haberlo sabido es probable que
hubiera retirado el dinero de la banca para empezar de nuevo el fatigoso
trayecto, partiendo de una apuesta inicial de quinientos mil francos.
Su análisis era acertado. Le Chiffre necesitaba otros ocho millones.
Finalmente hizo un gesto de aceptación con la cabeza.
— Un banco de trente-deux millions —gritó el croupier.
El silencio se espesó en torno a la mesa.
Con voz estentórea, el chef de partie repitió el pregón, confiando en
atraer dinero en cantidad de las mesas vecinas de chemin-de-fer. Además,
esto representaba una magnífica publicidad. En la historia del bacará, sólo una
vez se había alcanzado una apuesta tan alta: en Deauville, en 1950. Bond
entonces se inclinó un poco hacia adelante y dijo tranquilamente:
— Suivi.
Fue extendiéndose un murmullo de excitación. La noticia corrió por todo
el casino. La gente se agolpaba. ¡Treinta y dos millones! Para la mayoría era
una fortuna. Uno de los directores del casino consultó con el chef de partie,
quien se volvió hacia Bond, disculpándose:
— Excuse moi, monsieur. La mise?
Con esto se invitaba a Bond a mostrar que tenía el dinero necesario para
cubrir la apuesta. Pues a veces acaecía que gente desesperada jugaba sin
tener un solo centavo y, si perdía, iba alegremente a dar con sus huesos en la
cárcel. Cuando depositó sobre la mesa el gran fajo de billetes para que el
croupier los contara, sorprendió un rápido intercambio de miradas entre Le
Chiffre y el pistolero situado exactamente detrás de Bond.
Casi en el acto sintió la presión de un objeto duro en la base de la espina
dorsal, entre los riñones, y una voz gruesa, con acento del mediodía francés, le
dijo en tono suave y apremiante tras el oído derecho:
— Esto es un arma, señor. Puede destrozarle la base de la médula
espinal sin hacer el menor ruido. Todos creerán que se ha desmayado.
Mientras tanto, yo desapareceré. Retire su apuesta antes de que cuente diez.
Si pide auxilio, haré fuego.
Ahora se explicaba el grueso bastón de Malaca. Bond conocía aquel tipo
de arma: el cañón tenía una serie de amortiguadores de caucho blando que
absorbían la detonación pero permitían el paso de la bala; Bond había probado
él mismo estos artefactos.
— Uno —dijo la voz.
Bond volvió la cabeza. Allí estaba el hombre, inclinado hacia adelante,
muy pegado a su espalda, sonriendo ampliamente bajo su negro bigote, como
si desease a Bond buena suerte; en medio del ruido y de la multitud se sentía
completamente seguro.
Juntáronse los descoloridos dientes y con una sonrisa burlona la voz
siguió contando:
— Dos.
Le Chiffre le observaba. Tenía la boca entreabierta y respiraba con
dificultad. Esperaba que Bond hiciese al croupier una seña con la mano, o que
de repente se desplomara hacia atrás en su silla, con un alarido y una mueca
de dolor en su rostro.
— Tres.
Bond alzó la vista buscando a Vesper y Félix Leiter. Sonreían y
charlaban con animación. ¡Los muy idiotas! ¿Dónde estaba Mathis? ¿Dónde
estarían sus famosos hombres?
— Cuatro.
Y el resto de aquella caterva de charlatanes estúpidos. ¿Sería posible
que nadie advirtiese lo que sucedía?
— Cinco.
Tan pronto como el croupier terminase de contar el dinero entregado por
Bond, el chef de partie anunciaría: Le jeu es fait, y el pistolero dispararía el
arma, aunque no hubiese llegado aún a diez.
— Seis.
Bond se decidió. Movió las manos con grandes precauciones hasta el
borde de la mesa, se aferró a él, escurrió hacia atrás las posaderas, sintiendo
en el cóccix la punzante mira del arma.
— Siete.
El chef de partie se volvió hacia Le Chiffre, enarcando
interrogativamente las cejas.
De repente, Bond se lanzó hacia atrás con todas sus fuerzas. Su
impulso fue tan fuerte y tan rápido que el travesaño del respaldo de la silla se
quebró al golpear violentamente el cañón del supuesto bastón de Malaca,
arrancándole de la mano del pistolero antes de que este pudiera apretar el
gatillo.
Bond cayó al suelo de cabeza, entre los pies de los espectadores. Estos
retrocedieron asustados y luego volvieron a agruparse. Manos solícitas le
ayudaron a ponerse en pie y le sacudieron el polvo del traje. El conserje
hablaba afanosamente con el chef de partie.
Bond se agarró a la barandilla de bronce y se pasó la mano por la frente.
— Un desmayo momentáneo —dijo—. No es nada... la emoción, el
calor...
Se oyeron frases de simpatía: "Es natural, con una partida tan terrible."
"¿Preferiría el señor dejar de jugar, irse a casa?"
Bond negó con la cabeza. Estaba ya perfectamente. Se disculpó con los
jugadores. Y también con el banquero. Le trajeron otra silla. Miró de nuevo a Le
Chiffre y, por un momento, sintió una sensación de triunfo al ver que el pálido y
grueso rostro del banquero dejaba traslucir un poco de miedo.
Bond se volvió para contemplar a la multitud que se apiñaba a su
espalda. No había el menor rastro del pistolero, pero el conserje esperaba que
alguien se presentase a reclamar el bastón de Malaca. No parecía haber
sufrido daño alguno, aunque le faltaba la contera de caucho. Bond le llamó con
una seña.
— Si hiciera el favor de entregárselo a aquel caballero —dijo señalando
a Félix Leiter—; él se lo devolverá a su dueño. Es de un amigo suyo.
Volvióse otra vez hacia la mesa y dio un golpecito sobre el tapete verde
para indicar que estaba dispuesto a reanudar el juego.
— La partie continué —anunció el chef con voz solemne—. Un banco de
trente-deux millions.
Los espectadores se inclinaron hacia adelante. Le Chiffre dio una
palmada al cajetín haciéndole resonar. Como si se le ocurriese en aquel
momento, sacó el inhalador de benzedrina, se lo introdujo en la nariz y aspiró.
— ¡Qué asqueroso! —dijo la señora Du Pont, sentada a la izquierda de
Bond.
La mente de Bond volvía a estar despejada. Eran las dos. Aparte de la
densa multitud congregada en torno a la mesa principal, aun proseguía el juego
en tres de las mesas de chemin-de-fer y en otras tantas de ruleta.
En medio del silencio que reinaba en su propia mesa, Bond oyó de
pronto la lejana voz de un croupier que salmodiaba:
— Neuf. Le rouge gagne, impair et manque,
¿Era un presagio para él o para Le Chiffre? Las dos cartas se deslizaron
hacia Bond por un océano verde.
Como un pulpo bajo una roca, Le Chiffre le observaba desde el otro lado
de la mesa. Bond alargó la mano derecha con firmeza y atrajo las cartas hacia
sí. ¿Le daría el corazón el vuelco que se siente al abatir con nueve o con ocho?
Desplegó en abanico sus dos naipes, haciendo mampara con la mano. Apretó
los dientes. Tenía dos reinas, dos reinas coloradas, que le miraban burlonas.
Eran las peores cartas posibles, sin ningún valor. Cero. Bacará.
— Carta —pidió Bond, esforzándose por no dejar traslucir en el tono su
desánimo. Sintió los ojos de Le Chiffre taladrándole el cráneo.
El banquero volvió boca arriba sus dos cartas. Sumaban tres: un rey y
un tres negro.
Bond exhaló una nube de humo. Todavía le quedaba una oportunidad.
Ahora era cuando se enfrentaba realmente con el momento de la verdad. Le
Chiffre palmoteo el cajetín y extrajo una carta, la carta de Bond, el destino de
Bond, y, despaciosamente, la volvió boca arriba.
Era un nueve, un maravilloso nueve de corazones, la carta conocida en
la magia gitana como "un susurro de amor, un susurro de odio", la carta que
significaba la casi segura victoria de Bond.
El croupier se la acercó delicadamente a través de la mesa. Para Le
Chiffre no significaba nada. Bond podía tener de antes un uno, en cuyo caso
ahora sumaría diez puntos, lo que equivale a cero, o sea, bacará, que así se
llama. O podría haber tenido un dos, tres, cuatro, o incluso un cinco. En cuyo
caso, con el nueve, su suma máxima sería cuatro.
Tener un tres y dar un nueve es una de las situaciones más
problemáticas del juego. Las probabilidades a favor o en contra de pedir carta
son casi las mismas. Bond dejó que Le Chiffre sufriese en el potro de la duda.
Puesto que su nueve sólo podía ser igualado si el banquero sacaba un seis, en
las condiciones normales de una partida amistosa habría descubierto su juego.
El sudor corría a ambos lados de la picuda nariz del banquero, que sacó
disimuladamente su gruesa lengua y lamió una gota en la comisura de la roja
cuchillada que era su boca. Luego se encogió de hombros y sacó él mismo una
carta del cajetín. La volvió boca arriba. Todos los presentes alargaron el cuello.
Era una carta estupenda, un cinco.
— Huit a la banque —dijo el croupier,
Una sonrisa lobuna iluminó el rostro de Le Chiffre. Debía de haber
ganado.
La raqueta del croupier parecía disculparse mientras se deslizaba sobre
la mesa. No había nadie que no creyera que Bond estaba derrotado. La
raqueta volvió boca arriba las dos cartas rosadas. Las dos alegres reinas rojas
sonreían a las luces del salón.
— Et le neuf.
Un rumor de sorpresa y luego un bullir de comentarios se alzó en torno a
la mesa.
Le Chiffre se desplomó hacia atrás en su asiento como si le hubieran
asestado un mazazo en el corazón. Tenía los labios grises. Después, mientras
empujaban el enorme montón de fichas hacia Bond, el banquero buscó en un
bolsillo interior de su smoking y arrojó sobre el tapete otro fajo de billetes.
El croupier los contó rápidamente.
— Un banco de dix millions —anunció, y puso sobre la mesa su
equivalente en diez fichas de un millón cada una.
Esto es el fin, pensó Bond. Este hombre ha rebañado cuanto le queda.
Si pierde, no habrá nadie que acuda en su ayuda, ni un milagro que le salve.
Bond se recostó en la silla y encendió un cigarrillo. Sobre una mesita, a
su lado, habían colocado media botella de Veuve Clicquot y una copa. Sin
preguntar quién era el benefactor, Bond llenó la copa hasta el borde y la vació
en dos grandes tragos.
Luego se inclinó otra vez hacia adelante, doblados los brazos sobre la
mesa, como los de un luchador que se esfuerza por hacer presa al principio de
un asalto.
Los jugadores sentados a su izquierda permanecieron silenciosos.
— Banco —dijo directamente a Le Chiffre.
Una vez más le distribuyeron dos cartas, depositándolas en la verde
laguna que quedaba entre sus brazos extendidos. Bond ahuecó la mano
derecha, echó un breve vistazo a las cartas y las arrojó boca arriba en medio
de la mesa.
— Le neuf—dijo el croupier.
Le Chiffre estaba ensimismado contemplando sus dos reyes negros.
— Et le baccara —y el croupier empujó a través de la mesa el tremendo
aluvión de fichas.
Le Chiffre se puso en pie muy despacio, se volvió y, sin pronunciar una
sola palabra, desenganchó de la barandilla la cadena forrada de terciopelo y la
dejó caer. Los espectadores le abrieron paso; todos le miraban con curiosidad
no exenta de temor, como si llevara consigo el olor de la muerte. Luego, Bond
lo perdió de vista.
Bond cogió una ficha de cien mil francos de los montones que había a su
lado, la deslizó sobre la mesa hacia el chef de partie, como propina para los
empleados, y pidió al croupier que llevaran sus ganancias a la caja. Los demás
jugadores estaban levantando el campo. Sin banquero no podía haber juego, y,
además, eran ya las dos y media de la madrugada. Bond cambió unas palabras
amables con sus vecinos a derecha e izquierda, pasó agachándose bajo la
barandilla y se unió a Vesper y Félix Leiter que le aguardaban al otro lado.
Juntos se dirigieron hacia la caja. Bond fue invitado a pasar él solo al
despacho privado de los directores del casino. Sobre el escritorio había un
enorme montón de fichas, al que añadió el dinero que contenían sus bolsillos.
En total, había allí más de setenta millones de francos. Bond se guardó en
billetes el dinero que le diera Félix Leiter, y recibió en un cheque contra el
Crédit Lyonnais los cuarenta millones restantes. Después de felicitarle los
directores por sus ganancias, se encaminó al bar y devolvió a Leiter su dinero.
Durante unos minutos comentaron las incidencias del juego, bebiendo
champaña. A continuación, Leiter sacó del bolsillo una bala del 45 y la puso
sobre la mesa.
— El arma se la he entregado a Mathis —dijo—. Estaba tan intrigado
como nosotros por el desmayo que sufriste. El pistolero pudo escapar sin
ninguna dificultad. No se ha descubierto nada que le relacione con Le Chiffre.
El hombre vino solo y obtuvo permiso para entrar con su bastón. Exhibió un
certificado acreditativo de que cobraba una pensión como inválido de guerra.
Bueno, de todos modos, la verdad es que acabaste por desplumar a Le Chiffre,
aunque hemos pasado momentos muy apurados.
Bond sonrió.
— Ese sobre ha sido lo más maravilloso que me ha ocurrido en mi vida.
Qué verdad es que la amistad se demuestra en los momentos críticos. Algún
día te devolveré el favor. —Se levantó—. Voy al hotel para poner el cheque a
buen resguardo —dijo—. No quiero andar por ahí llevando encima la sentencia
de muerte de Le Chiffre. Después me gustaría celebrar un poco el triunfo.
¿Qué os parece? —Se volvió hacia Vesper—. ¿Quieres que tomemos una
copa de champaña en el nightclub del casino antes de ir a dormir? Se llama el
Roi Galant. Puedes llegar hasta allí pasando por los salones públicos.
— Me gustaría —dijo Vesper—. Me arreglaré un poco mientras vas a
guardar tus ganancias. Nos encontraremos en el vestíbulo de entrada.
— Y tú, ¿qué piensas hacer, Félix?
Leiter le miró y leyó sus pensamientos.
— Mejor será que descanse un poco antes de desayunar —dijo—. Creo
que mañana me llamarán con urgencia de París para atar algún cabo suelto.
Te acompañaré hasta el hotel. Nunca está de más escoltar el barco del tesoro
hasta que llegue a puerto.
Caminaron sobre las sombras que proyectaba la luna llena. Ambos
llevaban la mano en la pistola. Eran las tres de la madrugada, pero en el patio
del casino aún quedaban muchos automóviles aparcados.
El breve recorrido se realizó sin contratiempos. Una vez en su
habitación, tras la concurrida palestra de la mesa principal y la tensión nerviosa
de tres horas de juego, Bond agradecía el poder estar solo un momento. Entró
en el cuarto de baño y se roció la cara con agua fría. Notó las magulladuras
que tenía en la nuca y en el hombro derecho y pensó con alegría por qué poco
había escapado dos veces aquel día de ser asesinado. ¿Debería pasar la
noche en vela esperando una nueva visita de los asesinos, o estaría ya Le
Chiffre en aquel momento camino de El Havre o de Burdeos para coger un
barco que le llevase a algún rincón del mundo donde poder escapar a las
armas del SMERSH?
Bond se encogió de hombros. Bastantes sobresaltos había sufrido aquel
día. Se contempló un momento en el espejo y se preguntó a qué pauta moral
se ajustaría Vesper. Deseaba su cuerpo frío y arrogante. Quería ver lágrimas y
deseo en sus remotos ojos azules y sujetar las trenzas de su negro cabello
entre las manos. Los ojos de Bond se entornaron, y su cara le miraba con
avidez desde el espejo.
Sacó del bolsillo el cheque de cuarenta millones de francos y lo plegó en
dobleces muy pequeños. Luego abrió la puerta y miró a un lado y otro del
pasillo. Dejó abierto de par en par y se puso a trabajar con un pequeño
destornillador, siempre atento el oído al menor ruido de pasos o al que hacía el
ascensor.
Cinco minutos más tarde examinó su obra, cerró con llave la puerta,
recorrió el pasillo, bajó las escaleras y salió al exterior iluminado por la luna.
CAPÍTULO V
LA ENTRADA al Roi Galant era un marco dorado, de más de dos
metros, que tal vez encuadrara en tiempos el imponente retrato de algún noble
europeo. Hallábase en un discreto rincón del salón público de ruleta, y de la
boule, donde aún había animación en algunas mesas. El nightclub era pequeño
y estaba en penumbra, iluminado únicamente por velas en candelabros
dorados, cuyas cálidas luces se reflejaban en los espejos de la pared,
encuadrados también en marcos dorados. Cuando Bond entró con Vesper, un
trío —piano, guitarra eléctrica y batería— tocaba La Vie en rose. El ambiente,
callado y vibrante, rezumaba seducción. A Bond le pareció que todas las
parejas debían de estarse acariciando con pasión bajo las mesas.
Les dieron una mesa en un rincón, cerca de la puerta. Bond pidió una
botella de Veuve Clicquot y huevos revueltos con bacon. Permanecieron un
rato callados, escuchando la música; luego Bond se volvió hacia Vesper.
— Es maravilloso estar aquí contigo sabiendo que hemos cumplido
nuestra misión. Delicioso final para este día: la entrega del premio.
— Sí, ¿eh? —contestó ella en tono bastante áspero. Parecía prestar
toda su atención a la música, descansando el codo sobre la mesa y apoyado el
mentón en la mano. Bond notó que le palidecían los nudillos como si apretara
el puño con fuerza. Sentía intensamente su atracción, pero respetó su reserva.
Pensó que se debía al deseo de protegerse de él, y se mostró paciente. Bebió
champaña y habló un poco de los acontecimientos del día. La joven respondía
por pura fórmula, sin demostrar el menor interés. Dijo que tan pronto como
Bond y Leiter salieron a pie hacia el hotel, había telefoneado a París para
comunicar al representante de M. el resultado de la partida, pues M. había
encargado que se le transmitiese la información personalmente a cualquier
hora del día o de la noche.
Eso fue todo cuanto dijo. Tomó un sorbo de champaña y rara vez miraba
a Bond. Este se sentía defraudado. Les sirvieron los huevos revueltos y
comieron en silencio. A las cuatro de la madrugada Bond se disponía a pedir la
cuenta, cuando el maître d’hôtel se acercó y entregó a Vesper una nota que
ella leyó apresuradamente.
— Es de Mathis —explicó—. Me pide que vaya al vestíbulo de entrada;
ha recibido un mensaje para ti. Quizá no esté vestido apropiadamente. Vuelvo
en seguida. Y tal vez, deberíamos regresar al hotel. —Le sonrió
forzadamente—. Me temo que esta noche no soy una compañía muy divertida.
Ha sido un día para poner los nervios de punta a cualquiera.
Bond se levantó, empujó hacia atrás la mesa y vio recorrer a la joven los
pocos pasos que la separaban de la puerta. Volvió a sentarse y encendió un
cigarrillo. La atmósfera sofocante del salón le angustió como le había
angustiado en el casino en las horas de la madrugada del día anterior. Pidió la
cuenta y tomó el último trago de champaña. Le hubiese gustado ver el alegre
rostro de Mathis y escuchar sus noticias.
De repente, la nota que recibiera Vesper le pareció extraña. No era esa
la forma que tenía Mathis de hacer las cosas. Se habría unido a ellos en el
nightclub, sin preocuparse de la ropa que llevase. Habrían reído juntos y Mathis
se habría animado. Tenía mucho que contarle a Bond: la cacería infructuosa
del hombre del bastón; las andanzas de Le Chiffre después de salir del casino.
Bond se estremeció. Pagó con prontitud la cuenta y, sin esperar el
cambio, cruzó presuroso el salón de juego y contempló detenidamente el largo
vestíbulo de entrada. Lanzando una maldición, aceleró el paso. Ni rastro de
Vesper ni de Mathis. Casi echó a correr. Llegó a la entrada y miró a derecha e
izquierda de la escalinata. El portero se le acercó.
— ¿Un taxi, señor?
Bond le apartó a un lado y empezó a bajar la escalinata escudriñando la
oscuridad. El aire frío de la noche refrescó sus sienes sudorosas. Aún no había
terminado de bajar cuando oyó un grito ahogado. Luego, a su derecha, el ruido
de una portezuela al cerrarse de golpe. Con un rispido y tartajoso rugido del
escape, un cejudo Citroën brotó de entre las sombras hacia el claro de luna y
patinó sobre las guijas sueltas del patio exterior. La zaga del coche oscilaba
sobre las flexibles ballestas como si en el asiento trasero se desarrollara una
lucha violenta.
Con otro rugido se precipitó a toda velocidad hacia la ancha puerta de la
verja de entrada, despidiendo una nube de grava a su alrededor. Por la
ventanilla de atrás arrojaron un objeto negro, que fue a caer con ruido sordo en
un macizo de flores. Los neumáticos chirriaron con estridencia cuando el coche
tomó por el bulevar virando bruscamente a mano izquierda; oyóse un
estrepitoso crujido al meter la directa, y luego un crepitar que menguó con
rapidez mientras el Citroën se alejaba hacia la carretera de la costa.
Sabía Bond que encontraría el bolso de Vesper entre las flores. Lo
recogió, regresó corriendo por el paseo de grava hasta la escalinata
deslumbrante de luz y registró su contenido. Allí encontró la arrugada nota,
entre los acostumbrados adminículos femeninos:
¿Puedes venir un momento al vestíbulo de entrada? Tengo
noticias para tu compañero.
Rene Mathis.
ERA UNA falsificación de lo más tosca. Bond saltó al Bentley,
bendiciendo la corazonada que le impulsó a ir en coche al casino después de la
cena.
Con el estrangulador abierto del todo, el motor respondió al instante a la
puesta en marcha, y su potente rugido ahogó las tartamudeantes palabras del
portero, que tuvo que saltar para evitar la nube de guijas que despidieron las
ruedas traseras contra los perniles de tubo de sus pantalones. Cambió Bond
rápidamente de velocidades hasta ponerse en directa y emprendió la
persecución, escuchando satisfecho el ruido del enorme escape, cuyo eco
poderoso le devolvía desde ambos lados la corta calle principal de la ciudad.
Una vez en el camino de la costa, una carretera ancha trazada a través
de las dunas de arena, pisó más y más el acelerador, aumentando la velocidad
a 125 kilómetros por hora, y luego a 140, mientras los potentes faros Marchal
taladraban un túnel blanco de casi ochocientos metros de longitud,
salvaguardia entre los muros de la noche. Todavía flotaba en las curvas una
nubécula de polvo, y confiaba en que de un momento a otro distinguiría el
resplandor de las luces traseras del Citroën. La noche estaba despejada. Sólo
mar adentro debía de haber una tenue bruma estival, pues a intervalos se oían
las sirenas como el mugir de un rebaño de hierro.
Mientras corría en plena noche cada vez más, renegaba de Vesper y de
M. por habérsela enviado. ¡Estas mujeres idiotas que creen que pueden
realizar un trabajo de hombres! ¡Que le sucediese esto a él, precisamente
cuando había dado cima tan felizmente a su misión! ¡Que Vesper cayera en
una trampa tan gastada como aquella y la secuestraran como a cualquier
estúpida heroína de historieta infantil, por la que probablemente pedirían
rescate!
Bond hervía de indignación al pensar en el aprieto en que se
encontraba. Naturalmente, la idea no podía ser más sencilla; un trueque
directo: la joven contra su cheque. Bien, si Le Chiffre se ponía en contacto con
él, Bond no haría nada ni se lo diría a nadie. La chica pertenecía al Servicio y
sabía a lo que se exponía. Trataría de alcanzar el Citroën y dispararía contra
ellos antes de que escapasen con la chica a algún escondite. Pero si no los
alcanzaba, regresaría al hotel y se acostaría sin hablar más del asunto. A la
mañana siguiente preguntaría a Mathis qué le había ocurrido a Vesper y le
mostraría la nota.
Bond, enfurecido, seguía corriendo a toda velocidad por la carretera de
la costa, y el motor del Bentley rasgaba el silencio de la noche con un agudo y
lastimero alarido. Las revoluciones aumentaron hasta que el velocímetro llegó a
marcar 190 kilómetros. Sabía que debía de estar ganando terreno y,
obedeciendo a una corazonada, aflojó la marcha a 110 kilómetros por hora,
encendió los faros antiniebla y apagó los dos Marchal. Efectivamente, pudo
distinguir el resplandor de otro coche dos o tres kilómetros delante.
Palpó debajo del salpicadero y, de una funda escondida, sacó un Colt
especial del ejército, de cañón largo, 45, y lo puso a su lado en el asiento. Con
este arma esperaba acertar en los neumáticos o en el tanque de la gasolina del
Citroën, a una distancia que no excediese mucho de los cien metros. Entonces
volvió a encender los potentes faros de carretera y reanudó la persecución. Se
sentía tranquilo y a sus anchas. El problema de la vida de Vesper había dejado
de serlo. A la luz azul del salpicadero, su rostro aparecía ceñudo pero sereno.
EN EL Citroën viajaban tres hombres y una mujer.
Le Chiffre iba al volante, con su cuerpo grueso, pero ágil, inclinado sobre
el mismo. A su lado, el hombre rechoncho que llevaba el bastón en el casino
empuñaba en la mano izquierda una gruesa palanca que sobresalía junto a él,
casi a nivel del piso.
En el asiento posterior, el pistolero alto y delgado miraba al techo sin
importarle, al parecer, la loca velocidad a la que marchaba el coche. Su mano
derecha descansaba sobre el muslo izquierdo de Vesper, extendido y desnudo
a su lado. Aparte de sus piernas, Vesper no era más que un fardo. Su traje
largo de terciopelo negro había sido sofaldado por encima de los brazos y de la
cabeza, y amarrado con una cuerda. A la altura de la cara habían abierto un
pequeño boquete en la falda para que pudiera respirar. No estaba atada en
ninguna otra forma, y su cuerpo se movía pesadamente con las oscilaciones
del coche.
Le Chiffre, sin embargo, parecía imperturbable, aunque no les separaba
más de kilómetro y medio del agresivo resplandor de los faros del Bentley de
Bond, que veía acercarse rápidamente por el espejo retrovisor. En el momento
de tomar una curva incluso disminuyó la velocidad. Unos cientos de metros
más adelante, un cartel anunciador de Michelin indicaba el cruce de un
estrecho camino vecinal con la carretera.
El hombre rechoncho que iba sentado junto a Le Chiffre dijo
lacónicamente:
— ¡Atención!
La mano del hombre apretó la palanca. Cien metros antes de llegar al
cruce Le Chiffre disminuyó la velocidad a unos cincuenta kilómetros.
— ¡Vamos! —dijo.
El hombre a su lado tiró bruscamente de la palanca hacia arriba. El
maletero, en la parte de atrás del coche, se abrió como la boca de una ballena.
Se oyó un estrepitoso cencerreo sobre la carretera y luego un sonido rítmico
como si el coche remolcara trozos de cadenas.
— ¡Corta!
El hombre bajó bruscamente la palanca y el sonido cesó con un último
estrépito. Le Chiffre echó otra ojeada al retrovisor. Los potentes faros de Bond
iluminaron la curva. Le Chiffre hizo un rápido viraje hacia la izquierda entrando
en el angosto camino vecinal al mismo tiempo que apagaba las luces. Detuvo
el auto con una brusca sacudida y los tres hombres se apearon velozmente y
retrocedieron para ponerse a cubierto detrás de un seto bajo en la encrucijada.
Cada .uno de ellos empuñaba un revólver.
El Bentley avanzó ululante hacia ellos como un tren expreso.
BOND entró velozmente en la curva, ciñendo el coche al peralte con un
suave balanceo de cuerpo y manos. Estaba trazándose un plan de acción para
cuando la distancia entre los dos coches se redujese aún más. Suponía que el
chófer enemigo intentaría escabullirse por algún camino secundario, si se le
presentaba ocasión. Así es que al no ver ninguna luz delante y vislumbrar el
anuncio de Michelin, fue un reflejo normal en él dejar de pisar el acelerador. A
medida que se aproximaba a la mancha negra que se veía a mano derecha de
la carretera, dio por sentado que era la sombra de un árbol que la luz de la luna
proyectaba al borde del camino. No tuvo tiempo de darse cuenta de su error.
De repente se encontró encima de una especie de alfombra de relucientes
clavos de acero.
Bond frenó desesperadamente y tensó todos sus músculos para dominar
el volante, tratando de enmendar el brusco e inevitable viraje a la izquierda,
pero las gomas se rasgaron y el pesado coche dio un seco y frenético patinazo,
girando como un trompo por la carretera, y fue a chocar con tal violencia con el
terraplén de la izquierda que Bond salió arrojado del asiento del conductor
contra el suelo el auto se encabritó lentamente, mientras las ruedas delanteras
seguían girando y sus grandes faros escudriñaban el cielo. Luego se bamboleó
con lentitud y volcó con estrépito de carrocería y vidrios rotos. Le Chiffre y sus
dos esbirros sólo tuvieron que andar unos metros desde donde se hallaban
emboscados.
— Guardad las armas y sacadle —ordenó bruscamente Le Chiffre—. Yo
os cubriré. Sed cuidadosos con él; no quiero un cadáver. Y apresuraos, está
amaneciendo.
Uno de los hombres se introdujo apretadamente entre el coche volcado y
el talud, y se abrió paso a través del deformado marco de la ventanilla. Liberó
las piernas de Bond, sujetas entre la rueda del volante y la capota del coche.
Luego, entre los dos, le sacaron poco a poco por un agujero que abrieron en el
costado de la capota. El pistolero delgado le auscultó y le palmeteó reciamente
en ambas mejillas. Bond dio un gruñido y movió una mano.
— Basta. Átale los brazos y métele en el coche —dijo Le Chiffre,
lanzando al hombre un rollo de alambre—. Primero vacíale los bolsillos y dame
su pistola.
Cogió los objetos que el guardaespaldas flaco le tendía y los guardó en
sus amplios bolsillos sin examinarlos. Después volvió al coche; su rostro no
reflejaba satisfacción ni inquietud.
Fue la aguda dentellada del alambre en sus muñecas lo que hizo volver
a Bond en sí. Tenía todo el cuerpo dolorido como si le hubieran golpeado con
una porra; pero cuando le pusieron en pie de un tirón y le empujaron hacia el
angosto camino donde los esperaba el Citroën, ya con el motor en marcha,
comprendió que no se había roto ningún hueso. Se sentía totalmente
desalentado y débil, tanto de cuerpo como de ánimo, y permitió que le
arrastraran hasta el asiento trasero del auto sin oponer la menor resistencia.
Había tenido que aguantar mucho durante las últimas veinticuatro horas,
y ahora este golpe final asestado por el enemigo parecía casi decisivo. Nadie le
echaría de menos hasta bien entrada la mañana. No tardarían en encontrar su
coche destrozado, pero llevaría varias horas averiguar quién era su propietario.
¡Y Vesper! La muy estúpida se había dejado sofaldar como una gallina. Pero
entonces se sintió preocupado por ella. Sus piernas desnudas parecían tan
infantiles e indefensas...
— Vesper —musitó en voz baja.
No obtuvo respuesta del fardo que yacía en el rincón, y Bond sintió un
súbito escalofrío; pero en aquel momento vio que el bulto se movía un poco. Al
mismo tiempo, el pistolero flaco le propinó un fuerte golpe en el pecho con el
dorso de la mano.
— ¡Silencio!
Bond se encorvó de dolor y para protegerse de un segundo golpe, con lo
que sólo consiguió recibirlo en la nunca, asestado con el canto de la mano, lo
que le hizo arquearse otra vez, silbándole el aliento entre los dientes. De pronto
el maletero del coche se abrió de par en par, al tiempo que se oía un rechinar
estrepitoso. Bond supuso que habían estado esperando a que el tercer hombre
recogiera la alfombra de malla claveteada. Pensó que debía de ser una
adaptación de los artefactos erizados de clavos utilizados por la Resistencia
contra los coches de los oficiales alemanes.
Una vez más reflexionó sobre la eficiencia de aquella gente y la
ingeniosidad del equipo que utilizaban. Había una serie de pequeños indicios
que debieran de haberle puesto en guardia, haciéndole tomar muchas más
precauciones. Se retorcía de desesperación al pensar que, mientras él
trasegaba champaña en el Roi Galant, el enemigo había estado preparando el
contraataque.
Durante todo este tiempo Le Chiffre no había dicho nada. Tan pronto
como se cerró el maletero, el tercer hombre se sentó a su lado, y Le Chiffre dio
marcha atrás velozmente para regresar a la carretera principal, por la que
pronto corría a 110 por hora.
Había amanecido ya, y Bond calculó que faltarían dos o tres kilómetros
para llegar al recodo que daba acceso a la villa de Le Chiffre. No había creído
que llevarían allí a Vesper. Ahora que se daba cuenta de que Vesper había
servido sólo de carnada para pescar un pez más gordo, todo resultaba claro.
Por primera vez desde su captura Bond sintió miedo, un miedo que le
hormigueaba por toda la espina dorsal.
Diez minutos más tarde el Citroën torció hacia la izquierda, siguió unos
centenares de metros por un caminito apartado, cubierto en parte de hierba,
penetró luego en un descuidado patio exterior cercado por una pared alta y se
detuvo delante de una puerta blanca y desconchada con un letrero en el que se
leía el nombre de la villa: Les Noctambules.
Por lo que Bond pudo ver de la fachada de cemento, se trataba de una
villa del estilo característico de las construcciones francesas del litoral atlántico.
Serviría admirablemente a los designios de Le Chiffre aquella mañana. Desde
la captura de Bond no habían pasado junto a ninguna otra casa, y según el
reconocimiento que realizara el día anterior, sólo había alguna granja que otra
en varios kilómetros de distancia hacia el sur. Cuando fue impelido a apearse
del auto por un fuerte codazo que le propinó en las costillas el pistolero flaco,
sabía que Le Chiffre podría tenerlos a ambos varias horas en su poder, sin
correr el menor riesgo. De nuevo recorrió su piel un hormigueo de terror.
Le Chiffre abrió la puerta y desapareció en el interior de la villa. Detrás
de él empujaron a Vesper, con un torrente de palabras lascivas del pistolero a
quien Bond conocía como "el corso". Bond la siguió rápidamente, sin dar
oportunidad al hombre flaco para que le espolease con un nuevo codazo.
Le Chiffre permanecía de pie a la puerta de un aposento, a la derecha.
Al pasar Bond lo llamó, siniestro y silencioso, haciendo figura de gancho con el
dedo. A Vesper la llevaban por un pasillo hacia la parte posterior de la casa.
Bond tomó de repente una decisión.
Dando una coz brutal en la espinilla al hombre flaco, que profirió un grito
de dolor, se abalanzó por el pasillo en pos de la joven; sin más armas que sus
pies y sin haber trazado ningún plan, excepto causar el mayor daño posible a
los dos pistoleros y lograr cambiar unas palabras con Vesper. Sólo quería
decirle que no se diese por vencida. Cuando el corso se volvió al oír el ruido, ya
Bond se abalanzaba sobre él lanzándole una terrible patada en la ingle. Con la
velocidad del rayo, el corso se echó hacia atrás recostándose contra la pared, y
cuando el pie de Bond pasaba rozándole la cadera, al alcanzar el punto más
alto de su trayectoria, lo agarró y se lo torció con todas sus fuerzas. Perdiendo
totalmente el equilibrio, el otro pie de Bond dejó de asentarse en el suelo; todo
su cuerpo giró en el aire, y, con el ímpetu de su embestida, dio una
estruendosa costalada.
El hombre flaco le alzó cogiéndole por el cuello y le apoyó contra la
pared. Tenía una pistola en la mano. Se agachó con calma y golpeó
ferozmente con el cañón las espinillas de Bond. Este cayó de rodillas.
— Si esto se repite, será en los dientes —dijo el hombre flaco en un
pésimo francés.
Se oyó un portazo. Vesper y el corso habían desaparecido. Le Chiffre
sólo se había movido unos metros por el pasillo. Entonces habló por primera
vez:
— Venga, amigo mío. Estamos malgastando nuestro tiempo. —Hablaba
un inglés sin acento, en voz baja y calmosa. Podía muy bien parecer un médico
que llamaba al próximo paciente en la antesala de su consulta, un paciente
histérico al que acabase de reprender una enfermera. Una vez más se sintió
Bond insignificante e impotente. En actitud casi sumisa desanduvo el camino
que había recorrido por el pasillo. Cuando, delante del hombre flaco, entró en el
cuarto donde le aguardaba Le Chiffre, se dio cuenta de que estaba
absolutamente a merced de ellos.
ERA UN cuarto grande y desnudo, parcamente amueblado en un estilo
art nouveau francés barato. Un aparador con espejo de endeble apariencia
ocupaba casi toda la pared opuesta a la puerta; un sofá de un rosa descolorido
estaba arrimado al otro extremo de la habitación. Junto a la ventana había una
silla de aspecto incongruente, semejante a un trono, de roble tallado y asiento
de terciopelo rojo; una mesita baja sobre la que había dos vasos y una garrafa
vacía, y una butaca ligera con asiento redondo de rejilla, sin cojín. Las
persianas entornadas dejaban pasar los primeros rayos del sol, proyectando
franjas luminosas sobre el brillante empapelado de las paredes y el entarimado
oscuro del piso.
Le Chiffre señaló la butaca de rejilla.
— Servirá muy bien para el caso —dijo al hombre flaco—. Prepáralo. —
Volvióse hacia Bond. Su grueso rostro era completamente inexpresivo y en sus
ojos redondos no brillaba ni una chispa de interés—. Desnúdese. Por cada
intento de resistir, Basil le fracturará un dedo. Que usted conserve o no la vida
depende del resultado de la conversación que vamos a tener —y haciendo una
señal al hombre flaco salió de la habitación.
La primera acción del hombre flaco fue muy curiosa. Abrió una gran
navaja, cogió la butaquita y, con un rápido movimiento, cortó el asiento de
rejilla. Luego se acercó a Bond, guardando la navaja, todavía abierta, en el
bolsillo superior de la chaqueta. Quitó a Bond el alambre de las muñecas, se
hizo a un lado velozmente y su mano derecha volvió a eruguñar la navaja.
— ¡Pronto!
Bond se frotó las hinchadas muñecas, calculando cuánto tiempo podría
resistir y hacerles perder con su resistencia. Con un rápido movimiento de la
mano que tenía libre, el hombre flaco asió a Bond por el cuello del smoking y,
dando un fuerte tirón hacia abajo, le sujetó los brazos atrás. Al mismo tiempo
pasó la navaja varias veces por la espalda de Bond. Se oyó el siseo de la
afilada hoja al rasgar la tela, y las dos mitades del smoking cayeron hacia
adelante.
— ¡Vamos! —dijo el hombre flaco con una débil sombra de impaciencia.
Bond le miró a los ojos. Luego empezó a quitarse despacio la camisa. Le
Chiffre volvió a entrar sin ruido en la estancia. Traía una cafetera que colocó
sobre la mesita próxima a la ventana. También puso junto a ella dos objetos
domésticos: un sacudidor de alfombras de casi un metro de longitud de mimbre
y un trinchante. Se arrellanó cómodamente en la silla que parecía un trono y se
sirvió café en uno de los vasos. Empujó hacia adelante con un pie la pequeña
butaca hasta que quedó exactamente frente a él.
Bond permanecía de pie, desnudo en medio del cuarto; en su blanco
cuerpo eran visibles las moraduras, y la máscara gris de su rostro reflejaba el
agotamiento y el barrunto de lo que se le venía encima.
— Siéntese —dijo Le Chiffre, indicando la silla con un ademán.
El hombre flaco trajo un rollo de cordón metálico con el que ató las
muñecas de Bond a los brazos de la butaca y sus tobillos a las patas
delanteras. Luego pasó dos veces el cordón alrededor del pecho y a través del
respaldo de la butaca. Las patas de la misma estaban muy separadas, por lo
que Bond ni siquiera sería capaz de balancearla. Las partes bajas de su cuerpo
sobresalían hacia abajo por el desfondado asiento de la butaca. Estaba
prisionero y totalmente inerme. El hombre flaco salió en silencio de la estancia
y cerró la puerta tras él.
Le Chiffre encendió un cigarrillo y tomó un sorbo de café. Luego cogió el
sacudidor, apoyó cómodamente el mando en su rodilla y permitió que la base
plana, en forma de trébol, descansara en el suelo justo bajo la silla de Bond. Le
miró detenidamente a los ojos. Después, su muñeca se disparó de repente
hacia arriba, como impulsada por un resorte.
Todo el cuerpo de Bond se arqueó en un espasmo involuntario. Su cara
se contrajo en un mudo alarido. Por un instante, sus músculos resaltaron en el
cuerpo formando nudos, y los dedos de manos y pies se apretaron hasta
ponerse completamente blancos. Luego su cuerpo se doblegó y toda su piel
empezó a cubrirse de gotas de sudor. Al mismo tiempo lanzó un profundo
gemido.
Le Chiffre esperó a que abriera los ojos.
— ¿Ve usted, amigo mío? —dijo con una sonrisa almibarada y
untuosa—. Creo que la situación es completamente clara. Vamos, pues, al
grano y tratemos de poner fin cuanto antes a este fastidioso lío en que se ha
metido. —Dio una alegre chupada a su cigarrillo y un ligero golpe de
advertencia en el suelo, debajo de la silla de Bond, con aquel horrible y
absurdo instrumento—. Querido joven —prosiguió Le Chiffre en tono paternal—
, jugar a los pieles rojas está pasado de moda. No está usted pertrechado para
jugar con adultos, y fue un verdadero disparate de su niñera de Londres
mandarlo aquí con una palita y un cubito. —De pronto abandonó el tono
zumbón que había empleado hasta entonces y, lanzando a Bond una mirada
venenosa, le preguntó—: ¿Dónde está el dinero?
Los ojos de Bond, inyectados en sangre, le devolvieron una mirada
inexpresiva.
Nueva sacudida hacia arriba de la muñeca, y una vez más se
contorsionó todo el cuerpo de Bond. Le Chiffre esperó a que el torturado
corazón disminuyera el ritmo de sus latidos.
— Tal vez debiera explicarle —dijo Le Chiffre—. Me propongo seguir
atacando las partes más sensibles de su cuerpo hasta que conteste a mi
pregunta. Esto no es una romántica novela de aventuras en la que "el malo" es
al fin derrotado y al héroe le dan una medalla y se casa con la chica. Será
usted torturado hasta ponerlo al borde de la locura, y entonces mandaré traer a
la joven y la emprenderemos con ella delante de usted. Si esto tampoco fuera
suficiente, sufrirán los dos una muerte muy penosa, y yo me iré al extranjero,
donde me está esperando una cómoda mansión. —Hizo una pausa y alzó
ligeramente la muñeca que apoyaba en su rodilla. La carne de Bond se
estremeció al contacto del sacudidor—. Bueno, ¿qué dice?
Bond cerró los ojos y esperó el castigo. Sabía que el principio de la
tortura es lo peor. El tormento describe una parábola. La intensidad del dolor
aumenta gradualmente hasta llegar a la cúspide; entonces los nervios
reaccionan cada vez menos hasta caer en la inconsciencia y en la muerte. Lo
único que podía hacer era rezar por alcanzar cuanto antes la cúspide, rezar
para que su espíritu aguantase, y aceptar después el largo y vertiginoso
descenso hasta el apagamiento final.
Como una serpiente de cascabel, el sacudidor brincó hacia arriba. Bond
gritaba y se retorcía como un títere.
Le Chiffre no desistió hasta que los espasmos del torturado Bond
empezaron a hacerse más débiles. Descansó un rato, sorbiendo café y
frunciendo las cejas, como un cirujano que observa un cardiógrafo durante una
operación difícil. Cuando vio que Bond parpadeaba y volvía a abrir los ojos le
interpeló otra vez, pero ahora el tono de su voz dejaba traslucir cierta
impaciencia.
— Sabemos que el dinero está oculto en algún sitio de su cuarto. Le
dieron un cheque por valor de cuarenta millones de francos y usted regresó al
hotel para esconderlo. Tan pronto como salió de nuevo para el nightclub, su
habitación fue registrada. Encontramos muchas cosas en escondites pueriles.
El flotador de la cisterna del lavabo contenía un interesante librito de claves, y
encontramos muchos documentos interesantes pegados con esparadrapo en la
parte posterior de una gaveta. Todos los muebles han sido desbaratados, y sus
ropas de vestir, las de cama y las cortinas hechas trizas. Cada uno de los
accesorios y guarniciones que había en el cuarto han sido removidos. Es
lamentable para usted que no hayamos encontrado el cheque. Si hubiésemos
dado con él, a estas horas estaría usted cómodamente acostado, tal vez con la
guapa señorita Lynd, en vez de esto.
A través de la roja niebla de dolor, Bond pensó en Vesper. Podía
imaginarse lo que estarían haciendo con ella los dos pistoleros. ¡Pobre
bestezuela, arrastrada a aquel infierno! Bond dijo con voz ronca:
— El dinero no le servirá de nada. —Agotado por el esfuerzo su cabeza
cayó hacia adelante. Su voz era un penoso graznido—. La policía seguirá su
rastro...
— Ah, mi buen amigo, había olvidado decirle que nos volvimos a ver
después de nuestra partidita en el casino —dijo Le Chiffre con una sonrisa
lobuna—, y usted se portó tan deportivamente que consintió en que jugásemos
otra mano a mano. Por desgracia perdió, y esto le trastornó tanto que decidió
abandonar Royale en el acto con destino desconocido, no sin entregarme
amablemente una nota explicando las circunstancias a fin de que no tuviese
ninguna dificultad para cobrar el cheque. Ya ve usted, amigo mío, que se ha
pensado en todo. ¿Qué, continuamos? —preguntó, riendo entre dientes y
golpeando ruidosamente contra el piso el desagradable sacudidor.
De modo que este era el resultado final, pensó Bond, sintiendo que se
desplomaba definitivamente. El "destino desconocido" sería bajo tierra o, quizá,
más sencillo aún, bajo el Bentley que se había estrellado. No tenía esperanza
de que Mathis o Leiter llegaran a tiempo para salvarle, pero al menos cabía la
posibilidad de que alcanzasen a Le Chiffre antes de que pudiera huir. Debían
de ser ya las siete de la mañana; a esa hora probablemente habrían
encontrado el coche. Cuanto más tiempo continuara Le Chiffre torturándole,
más probabilidades tendría de ser vengado. Bond levantó la cabeza y miró a Le
Chiffre a los ojos.
— No... —dijo inexpresivamente—. ¡Que te den por...!
Le Chiffre lanzó un gruñido y empezó a golpearle de nuevo con furia
salvaje. Al cabo de diez minutos Bond se desmayó, afortunadamente para él.
Le Chiffre se detuvo, miró el reloj y pareció tomar una decisión. Después se
inclinó y abofeteó con fuerza a Bond repetidas veces. De los labios de Bond se
escapó un quejido. Abrió mucho los ojos y miró con inexpresiva fijeza a su
torturador. Le Chiffre cogió la navaja que estaba sobre la mesa.
FUE EXTRAORDINARIO oír la tercera voz. Los embotados sentidos de
Bond apenas se dieron cuenta de nada. Luego, de repente, recobró a medias
el conocimiento. Descubrió que otra vez oía y veía. Pudo oír el silencio de
muerte que siguió a la única palabra tranquilamente pronunciada desde el
umbral de la puerta. Pudo ver que Le Chiffre alzaba despacio la cabeza, y la
expresión atónita de su rostro que, con lentitud, fue dando paso al miedo.
— ¡Alto! —había dicho la voz, casi plácidamente.
Bond oyó unos pasos cautelosos que se acercaban por detrás de su
silla.
— Suelta eso —ordenó la voz.
Bond vio que Le Chiffre abría la mano y la navaja caía ruidosamente al
suelo.
Trató desesperadamente de leer en el rostro de Le Chiffre lo que estaba
sucediendo a sus espaldas, pero no vio más que ofuscación y terror. Una de
las manos de Le Chiffre se movió un poco hacia el bolsillo, pero retrocedió al
instante. Sus ojos fijos y muy abiertos habían mirado hacia abajo durante una
fracción de segundo, y Bond adivinó que alguien le apuntaba con un arma.
Hubo un momento de silencio.
— SMERSH.
La palabra resonó con una cadencia descendente como si no fuera
necesario decir más. Era la explicación final. La última palabra.
— No —dijo Le Chiffre—. ¡No!, yo... —Su voz se estranguló. Tal vez
fuese a dar una explicación, una disculpa, pero lo que debió de ver en el rostro
del otro le convenció sin duda de que todo era inútil.
— Tus dos hombres han muerto. Eres un necio, un ladrón y un traidor.
Me envían desde la Unión Soviética para eliminarte. Tienes suerte de que sólo
disponga de tiempo para matarte de un tiro. Mis instrucciones eran de que tu
muerte fuese mucho más dolorosa... No podemos prever aún el alcance del
daño que has causado.
La apagada voz cesó de hablar. En la habitación remó el silencio que
sólo turbaba la agitada respiración de Le Chiffre.
Afuera, en alguna parte, empezó a cantar un pájaro, y se oía una serie
de sonidos indefinibles procedentes del despertar del campo. El sudor corría
por la faz de Le Chiffre, haciéndola brillar.
— ¿Te confiesas culpable?
Un tenue hilillo de saliva se deslizó desde la boca entreabierta.
— Sí —contestó.
Se produjo un "puff' penetrante, pero no más fuerte que el de una
burbuja de aire al escapar de un tubo de dentífrico, y de pronto a Le Chiffre le
brotó un tercer ojo al nivel de los otros dos, justo donde la gruesa nariz
comenzaba a proyectarse bajo la frente. Era un ojo pequeño, negro, sin
pestañas ni cejas. Durante un segundo, los tres ojos contemplaron el otro
extremo de la habitación, y después el grueso rostro pareció deslizarse hasta
caer sobre una rodilla. El alto respaldo del sillón contemplaba impasible el
cuerpo muerto entre sus brazos.
Bond notó un tenue movimiento a sus espaldas. Una mano le asió la
barbilla y tiró de su cabeza hacia atrás. Durante un instante, Bond vio por
encima de él dos ojos que brillaban tras un estrecho antifaz negro. Tuvo
también el fugaz vislumbre de un rostro como un espolón, bajo el ala de un
sombrero, y el cuello de un impermeable color beige.
— Tienes suerte —dijo la voz—. No tengo órdenes de matarte. Pero
puedes decirle a tu organización que SMERSH sólo es misericordioso por azar
o por error. Deberían haberme dado instrucciones de matar a cualquier espía
extranjero que anduviese rondando a este traidor. Sin embargo, te dejaré mi
tarjeta de visita. Eres un tahúr. Juegas a las cartas. Tal vez algún día juegues
con alguno de los nuestros y será conveniente que te reconozcan como espía.
Un brazo enfundado en una manga de tela gris entró dentro del campo
visual de Bond. Una mano ancha y velluda, que emergía del sucio puño blanco
de una camisa, sostenía un fino estilete, semejante a una estilográfica,
suspendiéndolo un momento sobre el dorso de la mano derecha de Bond,
inmovilizada por el cordón metálico que ataba sus brazos a la butaca. Luego la
punta del estilete practicó tres cortes rápidos y rectos. Un cuarto tajo los cruzó
por donde terminaban, casi junto a los nudillos. La sangre empezó a manar
cayendo gota a gota sobre el piso. El dolor no era nada en comparación con lo
que ya había sufrido, pero fue suficiente para sumirle de nuevo en la
inconsciencia. Los pasos se alejaron sigilosamente. La puerta se cerró sin
ruido.
CAPÍTULO VI
CUANDO se sueña que uno está soñando es que se está a punto de
despertar. Durante los dos días siguientes Bond permaneció constantemente
en ese estado sin recobrar el conocimiento. Veía pasar la procesión de sus
sueños sin hacer ningún esfuerzo por interrumpir su desfile, a. pesar de que
muchos de ellos eran aterradores y todos resultaban dolorosos. Se daba
cuenta de que estaba en una cama, acostado boca arriba, y en uno de sus
momentos de relativa lucidez le pareció que había gente a su alrededor; pero
no hizo esfuerzo alguno por abrir los ojos. Se sentía más seguro en la
oscuridad y se aferraba a ella.
La mañana del tercer día tuvo una cruenta pesadilla que le despertó
sobresaltado, trémulo y sudoroso. Sentía una mano sobre su frente que, al
instante, asoció con su sueño. Trató de apartarla violentamente, pero tenía
todo el cuerpo fajado e inmóvil como si un gran ataúd blanco lo cubriese desde
el pecho hasta los pies. Gritó una sarta de indecencias, pero esta agitación
agotó todas sus fuerzas, y las palabras se diluyeron en un sollozo. Lágrimas de
impotencia y autocompasión brotaron de sus ojos.
Oyó una voz femenina. Parecía una voz bondadosa, y poco a poco
comprendió que aquellas palabras querían darle ánimos y que la tortura no iba
a reanudarse. Sintió que le enjugaban suavemente la cara con un paño fresco
que olía a espliego. Después volvió a sumirse en sus sueños.
Cuando despertó de nuevo unas horas más tarde, sintió una agradable
languidez. El sol penetraba a torrentes en la alegre habitación y, a lo lejos, se
oía el ruido de las olas que venían a morir en la playa. Al mover la cabeza oyó
un crujir de faldas, y una enfermera que estaba sentada a la cabecera de la
cama se levantó y entró dentro de su campo visual. Era bonita y le sonrió
mientras le tomaba el pulso.
— Bueno, la verdad es que estoy muy contenta de que al fin despierte.
En mi vida había oído unas palabrotas tan horribles.
Bond le devolvió la sonrisa.
— ¿Dónde estoy? —preguntó, sorprendiéndose del tono claro y firme de
su voz.
— Está usted en un sanatorio particular de Royale, y a mí me han
enviado de Inglaterra para cuidarle. Somos dos; yo soy la enfermera Gibson.
Voy a decirle al doctor que se ha despertado usted. Ha estado inconsciente
desde que le trajeron aquí.
Bond cerró los ojos. El centro del cuerpo lo tenía insensible. Supuso que
le habrían aplicado anestesia local. Todo lo demás le dolía con un dolor sordo.
Por todas partes sentía la opresión de los vendajes.
En esto se abrió la puerta y entró el médico seguido por el querido
Mathis, un Mathis que disimulaba su ansiedad tras una ancha sonrisa y que se
acercó de puntillas hasta la ventana, junto a la cual se sentó.
El médico, un francés joven de rostro inteligente, se llegó a la cama y
puso la mano sobre la frente de Bond mientras miraba la gráfica de la
temperatura colgada a la cabecera. Cuando habló, lo hizo sin rodeos.
— Sé que tiene usted muchas cosas que preguntar, mi querido señor
Bond. Le contaré los hechos a grandes rasgos y luego podrá conversar unos
minutos con el señor Mathis. Quiero que descanse mentalmente para que
después podamos proceder a la tarea de curar su cuerpo.
»Lleva usted aquí dos días. Su coche lo encontró un campesino que iba
al mercado y que dio aviso a la policía. Con alguna demora, el señor Mathis
supo que el auto era el suyo, e inmediatamente se dirigió a Les Noctambules
con sus hombres. Allí se les encontró a usted y a Le Chiffre, así como a la
señorita Lynd, quien, según su relato, no fue importunada lo más mínimo.
Guardó cama a causa del susto, pero ahora ya está en el hotel. Ha recibido
instrucciones de su superior en Londres de permanecer en Royale, a las
órdenes de usted, hasta que se haya repuesto lo suficiente para regresar a
Inglaterra. Los dos pistoleros de Le Chiffre están muertos, cada uno de ellos
con una bala del 35 en la nuca. A juzgar por la sosegada expresión de sus
rostros, es evidente que ni siquiera vieron a su agresor. Ha perdido usted
mucha sangre, pero, si todo marcha bien, recuperará por completo el ejercicio
de todas sus facultades físicas. ¿Cuánto tiempo duró la tortura?»
— Como una hora.
— Entonces es asombroso que esté vivo. Le felicito. —El doctor
contempló a Bond un momento y luego se volvió bruscamente hacia Mathis—:
Dispone usted de diez minutos, pero pasado ese tiempo se le expulsará a la
fuerza, si es necesario.
Sonrió afectuosamente a ambos y luego salió de la habitación.
Mathis se acercó, sentándose junto a la cama.
— Parece una gran persona —comentó Bond.
— Está agregado al Deuxiéme Bureau —dijo Mathis—. Efectivamente,
es una gran persona, y uno de estos días te contaré algo de él. Como puedes
suponer aún hay muchas cosas que aclarar, y a mí no cesan de importunarme
desde París y, naturalmente, desde Londres, e incluso desde Washington, por
conducto de nuestro buen amigo Leiter. Y a propósito, tengo un mensaje
personal de M. para ti. Me habló él mismo por teléfono y me encargó que te
dijera, simplemente, que está muy impresionado.
Bond, complacido, sonrió de oreja a oreja. Lo que más le halagaba era
que M. hubiera telefoneado en persona a Mathis. Esto era completamente
insólito en él. La misma existencia de M., y no digamos nada de su identidad,
era algo que se ponía en duda. Podía, pues, imaginarse el revuelo que esta
llamada debió de producir en la organización de Londres, siempre propensa a
las más extremas medidas de seguridad.
— Un hombre alto y delgado, manco de un brazo, vino de Londres el
mismo día que te encontramos —prosiguió Mathis—. Fue él quien se ocupó de
todo. Hasta tu coche lo están reparando por orden suya. Parece que es el jefe
de Vesper. Le dio instrucciones muy estrictas de que te cuidase.
El jefe de S., pensó Bond. La verdad es que conmigo están tirando la
casa por la ventana.
— Y ahora —dijo Mathis—, al grano. ¿Quién mató a Le Chiffre?
— SMERSH —contestó Bond.
Mathis silbó por lo bajo.
— ¡Dios mío! —dijo respetuosamente—. De modo que estaban sobre su
pista. ¿Qué aspecto tenía el que lo mató?
Bond le explicó sucintamente lo sucedido hasta el momento de la muerte
de Le Chiffre. El sudor empezó a empapar su frente y un profundo espasmo de
dolor agitó su cuerpo.
Mathis cerró de golpe su libreta de taquigrafía y puso una mano sobre el
hombro de Bond.
— Perdóname, amigo mío —dijo—. Ahora ya pasó todo y el plan en
conjunto ha funcionado a la perfección. Hemos anunciado que Le Chiffre mató
a sus dos cómplices y luego se suicidó, porque no podía enfrentarse con una
investigación de los fondos del sindicato. Esto armó gran revuelo en
Estrasburgo y en el norte. Allí le consideraban un héroe y un puntal del partido
comunista francés. Esta historia de burdeles y casinos ha desmoralizado por
completo a su organización. Por el momento, el partido comunista está
propalando que Le Chiffre se había vuelto loco. Mathis vio que los ojos de Bond
brillaban. —Y ahora, revélame el último misterio —dijo, consultando su reloj—.
El doctor vendrá a echarme de aquí dentro de un momento. Dime, ¿dónde
escondiste el cheque? También nosotros registramos de arriba abajo tu
habitación. Bond sonrió.
— En la puerta de cada cuarto, por la parte que da al pasillo, hay una
placa negra, de plástico, con el número de la habitación. Yo me limité a
destornillar la placa de mi cuarto, metí debajo el cheque bien doblado y volví a
atornillarla. Me alegro de que el estúpido inglés sea capaz de enseñar algo al
inteligente francés.
Mathis rió divertido.
— Supongo que eso lo dices para vengarte de que yo supiera lo de los
Muntz. A propósito, ya están a la sombra. Procuraremos que les caigan unos
cuantos años.
Se levantó apresuradamente cuando el médico entró en el cuarto como
un huracán.
— Fuera de aquí, y no vuelva —dijo a Mathis.
Bond oyó un torrente de acaloradas palabras en francés mientras ambos
se alejaban por el pasillo. Luego empezó a pensar en Vesper y muy pronto se
sumió en un agitado sueño.
CUANDO Mathis vino a ver a Bond, tres días después, este se hallaba
incorporado en la cama. Parecía contento y sólo de vez en cuando contraía sus
ojos una punzada de dolor.
— Aquí tienes tu cheque —dijo Mathis—. Fírmalo y lo ingresaré en tu
cuenta en el Crédit Lyonnais. No hemos encontrado ni la menor huella de
nuestro amigo del SMERSH. Es bastante enojoso.
— Probablemente fuera a Berlín desde Leningrado, vía Varsovia —dijo
Bond—. En Berlín tienen muchas rutas abiertas hacia el resto de Europa.
Seguramente ya estará de vuelta en su patria, recibiendo una severa
reprimenda por no haberme despachado de un tiro a mí también. Sin duda
creyó que era una idea brillante la de grabar su inicial en mi mano. Sólo le eché
una ojeada antes de desmayarme, pero he visto las incisiones mientras me
curaban la herida y estoy seguro de que representan la letra rusa sh. SMERSH
es una abreviatura de Smyert shpionam, muerte a los espías, y él está
convencido de que me ha marcado con el marbete de shpion. Es muy probable
que M. me obligue a volver al hospital cuando regrese a Londres para que me
hagan un injerto de piel nueva en el dorso de la mano. No vale la pena. Estoy
decidido a renunciar.
— ¿Renunciar? —preguntó Mathis en tono incrédulo—. ¿Por qué
diablos?
Bond contempló sus manos vendadas.
— Antes de que empezara a torturarme, Le Chiffre pronunció una frase
que se me ha quedado grabada en la memoria: "Jugar a los pieles rojas..." Dijo
que era eso lo que yo estaba haciendo. Pues bien, de pronto pensé que quizá
tuviera razón. Mientras va uno a la escuela le resulta fácil deslindar los malos
de los buenos, y uno crece deseando ser un bueno y matar a los malos, pero al
hacerse adulto cada vez es más difícil distinguir entre el bien y el mal.
Miró obstinadamente a Mathis.
— En estos últimos años he matado a dos malos. El primero en Nueva
York: un japonés experto en criptoanálisis que descifraba nuestros
criptogramas en el piso treinta y seis del edificio R.C.A del Centro Rockefeller,
donde los japoneses tenían su consulado. Tomé una habitación en el piso
cuarenta del rascacielos de enfrente, a fin de poder ver su despacho desde el
otro lado de la calle y observar cómo trabajaba. Luego conseguí de un colega
que, con un fusil, abriera un agujero en el cristal de la ventana para que yo
disparase a continuación a través de él. El japonés recibió el tiro en la boca en
el mismo momento en que se volvía y la abría asombrado al ver el cristal roto.
Bond dio unas chupadas al cigarrillo.
— La vez siguiente, en Estocolmo, la cosa no fue tan perfecta. Tuve que
matar a un noruego que nos traicionaba espiando para los alemanes. Por
diversas razones, el "trabajo" tenía que realizarse en el más absoluto silencio.
Escogí el dormitorio de su piso y un cuchillo como arma. Y... bueno, no murió
tan rápidamente como yo hubiera deseado. Por estas dos misiones fui
recompensado en el Servicio con el doble cero; lo que significa que, si es
necesario, tienes que matar a un tipo a sangre fría en el curso de una misión.
»Hasta aquí —volvió a alzar la vista hacia Mathis—, todo está muy bien:
el bueno mata a dos malos; pero cuando el bueno Le Chiffre se dispone a
matar al malo Bond, y el malo Bond sabe muy bien que él no es malo, puedes
ver el reverso de la medalla. Los malos y los buenos andan entremezclados.
Por supuesto —añadió al ver que Mathis se preparaba a rebatirle—, se invoca
el patriotismo, y esto parece resolverlo todo favorablemente, pero ese lema de
"con la patria, tenga o no tenga razón" se está volviendo anticuado. En la
actualidad luchamos contra el comunismo. Okay. Si hubiera vivido hace
cincuenta años, es muy posible que se hubiera tildado de comunismo al
conservantismo que tenemos hoy día, y se nos habría incitado a combatirlo. La
Historia evoluciona muy velozmente en nuestros días, y buenos y malos
truecan con frecuencia sus papeles.»
Mathis le miraba estupefacto.
— ¿Quieres decir que a ese "bendito" Le Chiffre, que hizo cuanto pudo
por convertirte en eunuco, no puede calificársele de malo?
— De acuerdo —dijo—. Le Chiffre era un malvado, e hizo conmigo
atrocidades. Si ahora estuviese aquí, no vacilaría en matarle, pero por
venganza personal y no, mucho me temo, por ninguna elevada razón moral, ni
por la seguridad de mi país. Compréndelo —añadió, acalorándose con su
argumentación— Le Chiffre estaba al servicio de un designio esencial. Con su
malvada existencia, que estúpidamente yo he ayudado a destruir, estaba
creando una norma de maldad gracias a la cual podía existir una norma
opuesta de bondad. Fuimos privilegiados durante el corto tiempo que le
conocimos, pues pudimos ver y estimar su perversidad, y el resultado de este
conocimiento ha sido hacernos mejores y más virtuosos.
— ¡Bravo! —exclamó Mathis—. Estoy orgulloso de ti. Deberías ser
torturado todos los días. ¿Y qué me dices de SMERSH? En cuanto a mí, puedo
decirte que no me gusta la idea de que esos tipos recorran Francia asesinando
a los que, a su juicio, han traicionado su precioso sistema político. Eres un
condenado anarquista.
Se levantó riendo.
— Bueno, la conversación ha sido de lo más agradable, querido James.
Es interesante para mí conocer a este nuevo Bond. Deberías dedicarte al
teatro. Este asunto de no distinguir entre buenos y malos, entre héroes y
malvados, es, por supuesto, un difícil problema en abstracto. El secreto
consiste en la experiencia personal. Al llegar a la puerta se detuvo.
— Admites que Le Chiffre te hizo mucho daño y que le matarías si se
presentase en este momento delante de ti. Pues bien, cuando regreses a
Londres descubrirás que hay allí otros Le Chiffre esforzándose por acabar
contigo, con tus amigos, con tu país. M. te informará acerca de ellos. Y tú les
atacarás hasta aniquilarlos, a fin de protegerte a ti mismo y a los seres que
amas. Ahora sabes cómo son y lo que son capaces de hacer a sus semejantes.
Y cuando te enamores y tengas una amante o una esposa e hijos por quienes
velar, ya verás como todo te parecerá más fácil.
Mathis abrió la puerta y se paró en el umbral.
— Rodéate de seres humanos, querido James. Es más fácil luchar por
ellos que por principios abstractos. —Se echó a reír—. Pero no me falles
volviéndote humano. ¡Perderíamos una máquina tan maravillosa!
Y haciendo una seña con la mano salió y cerró la puerta.
— ¡Oye! —gritó Bond.
Pero los pasos se alejaron rápidamente pasillo adelante.
AL DÍA siguiente, Bond quiso ver a Vesper. Le habían dicho que venía
todas las mañanas al sanatorio para saber cómo seguía, y le traía flores. A
Bond no le gustaban las flores, y dijo a la enfermera que se las diese a
cualquier otro paciente. Sentíase turbado por tener que hacer una o dos
preguntas a Vesper sobre su comportamiento, pues las respuestas, casi con
toda certeza, darían la impresión de que era tonta. Tenía además que pensar
en el amplio informe que sin duda M. estaría esperando. No quería criticar en él
a Vesper, ya que este podría costarle la pérdida del empleo. Pero, sobre todo,
se confesó a sí mismo que trataba de eludir la respuesta a una pregunta más
penosa. El médico había hablado a menudo con Bond acerca de sus lesiones.
Siempre le aseguró que la terrible tortura física que había sufrido no tendría
consecuencias perjudiciales. Pero ahora que le era posible volver a verla, temía
que sus sentidos y su cuerpo no reaccionasen ante su sensual belleza.
Mentalmente, había convertido este primer encuentro en una prueba, y
temía la respuesta. Reconocía que esa era la verdadera razón por la que le
habría gustado aplazar aún más la entrevista, pero se repetía a sí mismo que el
día menos pensado llegaría un emisario de Londres que querría oír el relato
completo, y que el presente era tan buen día como cualquier otro para saber lo
peor. Así que, el octavo día, preguntó por ella a primera hora de la mañana,
cuando se sentía confortado y vigoroso después del descanso nocturno.
Había creído que serían visibles en ella las huellas de sus tribulaciones,
que iba a encontrarla pálida y hasta enferma. No estaba, pues, preparado para
enfrentarse con la joven alta y bronceada que, con un traje de seda color crema
y cinturón negro, entró alegremente por la puerta y permaneció de pie,
sonriéndole.
— ¡Cielos, Vesper! —dijo con un ademán de bienvenida—, estás
espléndida. Te sientan bien las catástrofes. ¿Cómo te las arreglas para
broncearte tan maravillosamente?
— Me siento muy culpable —contestó, sentándose a su lado—. Pero me
he bañado en el mar todas las tardes, mientras tú estabas aquí acostado.
Tanto el médico como el jefe de S. me lo recomendaron, de modo que he
encontrado una playa maravillosa, y allí voy, con mi almuerzo y un libro, y no
vuelvo hasta el anochecer. Hay un autobús que me lleva y me trae; sólo tengo
que andar un poco por las dunas, y ya he conseguido olvidarme de que el lugar
se halla junto al camino que conduce a la villa.
Le tembló la voz; al oír mencionar la villa los ojos de Bond llamearon.
Vesper prosiguió valientemente:
— El médico dice que dentro de poco podrás levantarte. Pienso que tal
vez más adelante podré llevarte a esa playa. El médico dice que te sentará
muy bien bañarte.
— Dios sabe cuándo podré —gruñó Bond—. El médico habla por hablar.
Y cuando pueda, probablemente lo mejor para mí será que me bañe solo, al
principio. Mi cuerpo es un amasijo de cicatrices y magulladuras. Pero no hay
ninguna razón para que tú dejes de disfrutar.
Vesper se sintió herida por la amargura del tono de la voz de Bond, y
sus ojos se llenaron de lágrimas.
— Quería... quería ayudarte a ponerte bueno —dijo tragando saliva. Le
miró lastimeramente, arrostrando la acusación que había en sus ojos y en su
actitud—. Es todo culpa mía. —Se secó los ojos—. Sé que todo es culpa mía.
Bond se ablandó en el acto. Sacó de entre las sábanas una mano
vendada y la posó sobre las rodillas de la joven.
— No te disgustes, Vesper. Lamento mi rudeza. Tan pronto como me
encuentre un poco mejor iré contigo y me enseñarás tu playa. Será maravilloso
poder salir de nuevo.
Ella le apretó la mano y, levantándose, se acercó a la ventana. Al cabo
de un momento empezó a reparar su maquillaje. Luego volvió hacia la cama.
Bond la miró cariñosamente. Como todos los hombres duros y fríos,
propendía fácilmente al sentimentalismo. Vesper era muy hermosa y él sentía
ternura por ella. Estaba resuelto a facilitarle todo lo posible el interrogatorio.
Le ofreció un cigarrillo y, durante un rato, charlaron sobre las reacciones
que habría producido en Londres la derrota de Le Chiffre. El objetivo del plan
se había logrado con creces. Todavía se comentaba lo ocurrido en todo el
mundo, y corresponsales de la mayoría de los periódicos ingleses y
norteamericanos habían estado en Royale tratando de descubrir el paradero
del millonario jamaicano que derrotara a Le Chiffre en las mesas de juego.
Habían asediado a Vesper, pero ella les desorientó contándoles que Bond le
había dicho que iría a Cannes y Monte-Carlo para jugar con sus ganancias. La
cacería se desplazó, pues, hacia el sur de Francia, y los periodistas se vieron
obligados a limitarse a hablar del caos que imperaba en las filas de los
comunistas franceses.
— A propósito, Vesper —preguntó Bond al cabo de un momento—, ¿qué
te sucedió realmente cuando me dejaste en el Roi Galant?
— Me temo que perdí la cabeza —dijo Vesper esquivando la mirada de
Bond—. Al no ver a Mathis en el vestíbulo de entrada, salí afuera; el portero me
preguntó si era yo la señorita Lynd, y me dijo que el señor que me había
enviado la nota me esperaba en un coche al pie de la escalinata, a mano
derecha. El lugar estaba oscuro. Cuando iba a subir al auto, los dos hombres
de Le Chiffre surgieron de detrás de uno de los coches aparcados en fila y me
levantaron la falda, tapándome con ella la cabeza.
Vesper se ruborizó y miró a Bond muy contrita.
— La verdad es que resulta un procedimiento eficacísimo. La inmoviliza
a una por completo. Me cogieron en volandas entre los dos y me arrojaron
sobre el asiento trasero del coche. Yo seguí forcejeando, y cuando el vehículo
arrancó, mientras ellos trataban de atarme la falda con una cuerda por encima
de la cabeza, conseguí soltarme un brazo y arrojar el bolso por la ventanilla.
Espero que te sirviera de algo.
Bond sabía que era a él a quien buscaban, y que si Vesper no hubiese
arrojado el bolso, probablemente lo habrían tirado ellos tan pronto como le
hubiesen visto aparecer en lo alto de la escalinata.
— Desde luego que me sirvió —dijo Bond—. ¿Y a ti no te tocaron? ¿No
se metieron contigo mientras Le Chiffre me torturaba?
— No —dijo Vesper—. Bebían y jugaban a las cartas y acabaron por
dormirse. Supongo que así fue como los sorprendió SMERSH. A mí me habían
atado las piernas y sentado en una silla, mirando a la pared en un rincón; así
que no pude ver a los de SMERSH. Percibí unos ruidos extraños y me pareció
como si alguien cayera de su silla. Luego oí unas pisadas sigilosas, una puerta
que se cierra, y ya no sucedió nada más hasta que Mathis y la policía
irrumpieron horas más tarde en la villa. No tenía la menor idea de lo que habían
hecho contigo, pero —aquí vaciló— en una ocasión oí un grito terrible. Parecía
venir de muy lejos.
— Me temo que debía de ser yo quien gritaba —dijo Bond.
Vesper alargó una mano y acarició a Bond la suya. Los ojos se le
llenaron de lágrimas.
— Es horrible —dijo ella— las cosas que te hicieron... Si por lo menos...
Ocultó el rostro entre sus manos.
— Vamos, vamos —dijo Bond consolándola—. Es inútil lamentarse de lo
que no tiene remedio. A Dios gracias a ti te dejaron en paz. —Le dio unas
palmaditas en la rodilla—. Cuando a mí me hubieran "ablandado" del todo
pensaban emprenderla contigo. Tenemos mucho que agradecerle a SMERSH.
Vesper le miró con gratitud a través de sus lágrimas y dijo sonriéndole:
— Creí que nunca me perdonarías. Yo... encontraré el modo de
recompensarte...
Bond correspondió a su sonrisa.
— Entonces mejor será que andes con cuidado. Puedo exigírtelo cuando
menos lo pienses.
Vesper le miró fijamente sin decir nada, pero un enigmático desafío
volvió a brillar en sus ojos. Apretó la mano de Bond y se levantó.
— Una promesa es una promesa —le dijo. Esta vez ambos sabían cuál'
era la promesa. Cogió su bolso y se dirigió hacia la puerta—. ¿Puedo venir
mañana?
— Sí, Vesper —contestó Bond—. Me gustaría. Y amplía tus
exploraciones. Será divertido imaginar lo que podremos hacer cuando me den
de alta.
— Por favor, ponte bien en seguida —dijo Vesper.
Durante un segundo se miraron mutuamente. Luego Vesper salió,
cerrando la puerta tras ella.
A PARTIR de aquel día, Bond empezó a restablecerse con rapidez.
Sentado en la cama escribió su informe a M. El relato habilidoso de los
hechos hizo aparecer el secuestro mucho más maquiavélico de lo que había
sido en realidad, sin mencionar para nada algunos actos de Vesper que
encontraba inexplicables.
Vesper venía a verle todos los días, y él esperaba sus visitas con
creciente impaciencia. Ella le contaba alegremente sus exploraciones por la
costa y los restaurantes donde había comido. Había trabado amistad con el jefe
de policía y con uno de los directores del casino, y ellos eran quienes la
acompañaban por las tardes y, de vez en cuando, le prestaban un coche
durante todo el día. Vigilaba las reparaciones del Bentley, que había sido
remolcado a unos talleres de carrocería de Rouen, y se había ocupado de que,
desde el piso de Bond en Londres, le enviasen ropa nueva, pues la que tenía
en Royale había quedado reducida a jirones cuando Le Chiffre buscó los
cuarenta millones de francos.
Nunca volvió a mencionarse entre ellos "el caso Le Chiffre". Vesper solía
contar a Bond divertidas anécdotas de la oficina de S., y Bond le refería a ella
algunas de sus aventuras en el Servicio. Descubrió que podía hablar a Vesper
con espontaneidad, lo que no dejó de sorprenderle. Con la mayoría de las
mujeres, su modo de comportarse era una mezcla de reserva y de
apasionamiento. Pero con Vesper no había nada de esto, no podía haberlo. En
medio del tedio que le producía su tratamiento médico, la presencia cotidiana
de Vesper era un oasis de placer. En sus conversaciones sólo había
camaradería, si bien con un leve matiz de pasión. Gustárale o no a Bond, la
rama había escapado ya a su cuchillo y estaba lista para florecer.
Bond se recuperaba en agradables etapas. Primero se le permitió
sentarse en el jardín; luego pudo dar cortos paseos a pie; después, otros más
largos en coche. Y por fin, una tarde se presentó el médico, que vino desde
París en una visita relámpago, y le dio de alta. Vesper le trajo inmediatamente
sus ropas, se despidieron de las enfermeras y se alejaron en un coche
alquilado.
Tres semanas habían transcurrido desde el día en que se hallara al
borde de la muerte; corría ya el mes de julio, y, con el calor estival, a lo largo de
la costa y mar adentro había una intensa reverberación. Bond gozaba de aquel
momento. Ignoraba el lugar adonde se dirigían, que debía ser una sorpresa
para él. Vesper había dicho que lo descubriría en alguna parte, lejos de la
ciudad; pero insistió en guardar el secreto acerca de esto. A Bond le hacía feliz
estar en sus manos, pero disimulaba su sumisión refiriéndose a su punto de
destino como "Trou-sur-Mer", y elogiando las rústicas delicias de retretes,
chinches y cucarachas.
Un curioso incidente echó a perder el encanto de la excursión. Mientras
seguían la carretera de la costa en dirección a Les Noctambules, Bond
describía su loca persecución en el Bentley, indicando la curva que había
tomado antes de estrellarse y el sitio exacto donde habían dejado caer la
criminal alfombra de clavos. Pidió al chófer que disminuyera la velocidad y se
asomó por la ventanilla para mostrar a Vesper los profundos surcos labrados
en el firme por las llantas y la mancha de aceite donde el Bentley se había
detenido. Pero la joven iba distraída e inquieta, y todo su comentario se redujo
a unos pocos monosílabos. Una o dos veces Bond la sorprendió mirando por el
espejo retrovisor; pero cuando él tuvo oportunidad de mirar por la ventanilla
trasera acababan de doblar una curva y no pudo ver nada. Finalmente le cogió
la mano.
— Tú estás preocupada, Vesper —dijo.
Ella le dedicó una tensa sonrisa.
— No, no. En absoluto. Se me ocurrió la disparatada idea de que nos
seguían. Supongo que son los nervios. Este camino está lleno de fantasmas.
—Disimulando con una risita volvió a mirar hacia atrás—. ¡Mira! —Había un
asomo de pánico en su voz.
Bond volvió obediente la cabeza. Efectivamente, como a medio kilómetro
de distancia, un automóvil negro marchaba tras ellos a buena velocidad.
— No somos los únicos que tenemos derecho a utilizar esta carretera —
dijo Bond—. Y en todo caso, ¿por qué habían de seguirnos? —Le acarició la
mano—. Probablemente será algún viajante de comercio, de edad madura, que
va camino de El Havre. Seguro que irá pensando en el almuerzo y en su
querida de París.
— ¡Ojalá aciertes! —dijo la joven con nerviosismo.
Luego volvió a quedarse silenciosa, mirando fijamente por la ventanilla.
Bond notaba la tensión de Vesper. Sonrió. Él lo estimaba simplemente
una especie de resaca, consecuencia de sus recientes aventuras. Pero decidió
complacerla, y cuando llegaron a una vereda que conducía hacia el mar y el
coche disminuyó la velocidad para torcer por ella, dijo al chófer que se
detuviera en cuanto saliese de la carretera.
Ocultos por un seto alto, vigilaron juntos a través de la ventanilla trasera.
Por encima del tranquilo zumbido de los ruidos veraniegos, oían el estruendo
del coche que se acercaba. Vesper clavó sus dedos en el brazo de Bond. El
coche no aminoró la velocidad al acercarse a su escondite, por lo que sólo
pudieron vislumbrar fugazmente el perfil de un hombre cuando el auto negro
pasó raudo por delante de ellos.
Cierto es que pareció lanzarles una rápida ojeada, pero encima del sitio
en que se encontraban había un letrero de llamativos colores que anunciaba:
L'AUBERGE DU FRUIT DÉFENDU, CRUSTACES, FRITURES (La Posada del
Fruto Prohibido, mariscos, fritadas). Para Bond era evidente que fue este
anuncio lo que había llamado la atención del conductor.
Cuando el ruido producido por el escape del coche se fue perdiendo
carretera adelante, Vesper se hundió en su rincón. Estaba muy pálida.
— Nos ha mirado —dijo—. Sabía que nos seguían. Ahora ya saben
dónde estamos.
Bond no pudo contener su impaciencia.
— ¡Tonterías! Lo que ha mirado es ese anuncio.
— ¿Lo crees así, realmente? —preguntó Vesper un poco aliviada— Sí,
sin duda tienes razón. Lamento ser tan estúpida. —Inclinándose hacia adelante
dijo algo al chófer y el coche se puso en marcha. El color había vuelto a sus
mejillas. Se estremeció ligeramente—. Estoy loca. Ahora mismo llegamos,
dentro de un segundo. Espero que te guste.
Su rostro había vuelto a animarse,- y el incidente dejó tan sólo un
mínimo signo de interrogación suspendido en el aire. Y hasta esto se
desvaneció cuando atravesaron las dunas y contemplaron el mar y la modesta
hospedería entre los pinos.
— Muy grande no es, lo siento mucho —dijo Vesper—, Pero es muy
limpia y dan de comer estupendamente.
Le miró llena de ansiedad. No tenía por qué haberse preocupado. A
Bond le gustó a primera vista: la terraza que llegaba casi hasta la marca dejada
en la playa por la pleamar, la casa de dos pisos, no muy altos, con alegres
toldos colorados sobre las ventanas, y la bahía en forma de media luna, de
aguas azules y arenas doradas. ¡Cuántas veces en su vida habría dado
cualquier cosa por apartarse de la carretera principal y encontrar un rincón
remoto desde donde pudiera dejar al mundo, pasar de largo y vivir en el mar
desde la madrugada hasta el anochecer! Y ahora iba a poder disfrutar de esto
toda una semana. Y de Vesper. Y empezó a desgranar mentalmente el collar
de los días venideros.
Se apearon en el patio trasero de la casa, y el propietario y su mujer
salieron a recibirles. El señor Versoix era un hombre de edad madura, manco
de un brazo. Lo había perdido combatiendo en las filas de .los franceses libres
en Madagascar. Era amigo del jefe de policía de Royale, que fue el que
recomendó a Vesper el sitio. Total, que se iban a desvivir por servirles.
A la señora Versoix habíanla interrumpido en medio de los preparativos
de la cena. Llevaba delantal y esgrimía una cuchara de palo. Era más joven
que su marido, regordeta, bonita y de ojos ardientes. Bond intuyó que no tenían
hijos y que prodigaban su frustrado afecto a los amigos y algunos clientes
asiduos.
El propietario les mostró sus habitaciones. La de Vesper era doble, y
contigua a ella estaba la de Bond, en una esquina de la casa, con una ventana
desde la que se veía el mar y otra con vistas al lejano brazo de la bahía. Entre
las dos habitaciones había un cuarto de baño. Todo era inmaculado y
sobriamente confortable. El propietario advirtió que la cena se serviría a las
siete y media y que Madame la patronne estaba preparando langostas asadas
con mantequilla. Lamentaba que aquello estuviese tan desanimado. Pero los
tiempos eran difíciles y los ingleses sólo venían a Royale a pasar el fin de
semana, y regresaban a su país después de perder todo el dinero en el casino.
No era como en los viejos tiempos. Se encogió filosóficamente de hombros.
Pero claro, ningún día era igual al anterior, y ningún siglo igual al precedente,
y...
— Usted lo ha dicho —aprobó Bond.
CAPÍTULO VII
ESTABAN charlando en el umbral del cuarto de Vesper. Cuando el
patrón los dejó, Bond la empujó dentro de la habitación y cerró la puerta.
Luego, poniéndole las manos sobre los hombros, la besó en ambas mejillas.
— Esto es la gloria —dijo.
La joven, cuyos ojos brillaban, alzó las manos y las apoyó en los
antebrazos de Bond, quien la atrajo hacia sí rodeándole el talle con sus brazos.
— Amor mío —dijo Bond. Sus manos se deslizaron por la espalda de
Vesper y le apretó el cuerpo contra el suyo, hasta que la joven le apartó con la
mano y, por un momento, se contemplaron mutuamente. Luego le besó en la
comisura de la boca y acarició el negro mechón de pelo que caía sobre la
húmeda frente de Bond.
— Dame un cigarrillo —le pidió—. No sé dónde está mi bolso.
Lanzó una vaga mirada alrededor de la habitación, se acercó a la
ventana y permaneció allí dándole la espalda.
Bond se miró las manos y las halló temblorosas.
— Llevará bastante tiempo arreglarse y disponerlo todo antes de la cena
—dijo Vesper sin mirarle—. ¿Por qué no vas a darte un baño? Yo sacaré tus
cosas del equipaje.
Bond avanzó y se pegó a ella, rodeándola con sus brazos, pero Vesper
siguió mirando por la ventana con expresión ausente.
— Ahora no —dijo en voz baja.
Bond se inclinó y la besó apasionadamente en la nuca. por un momento
la apretó con fuerza contra él y luego la soltó.
— Muy bien, Vesper —dijo. Se dirigió a la puerta. La joven no se movió y
a él le pareció que estaba llorando. Dio entonces un paso hacia ella, pero
comprendió que nada tenían que decirse en aquel momento—. Amor mío susurró.
Luego abandonó la habitación, cerrando la puerta.
Entró en su cuarto y se sentó sobre la cama. La pasión que invadiera su
cuerpo le había dejado sin fuerzas. Deseaba reanimarse con la caricia
refrescante del mar. Se acercó a su maleta y sacó un calzón blanco de baño y
una chaqueta de pijama azul oscuro que le llegaba casi a las rodillas.
Al ponerse la chaqueta sobre el calzón de baño todos sus cardenales y
cicatrices quedaron ocultos a excepción de los finos brazaletes blancos que
tenía en las muñecas y tobillos, y la marca de SMERSH en su mano derecha.
Bajó las escaleras, cruzó la terraza y salió a la playa, caminando a la orilla del
agua sobre la dura y dorada arena hasta que perdió de vista la hostería.
Entonces se despojó de la chaqueta del pijama y, dando una corta carrera, se
zambulló rápido entre el leve oleaje. La playa tenía un pronunciado declive y se
mantuvo bajo el agua todo el tiempo que pudo, nadando con vigorosas
brazadas y sintiendo en todo su cuerpo un agradable frescor. Luego salió a la
superficie y apartó el cabello que le caía sobre los ojos. Eran casi las siete y el
sol había perdido mucho de su calor. No tardaría en ponerse tras el lejano
brazo de la bahía; pero ahora le daba directamente en los ojos, por lo que se
volvió boca arriba y nadó alejándose de él para poder conservar su luz el
mayor tiempo posible.
Cuando llegó a tierra, cosa de kilómetro y medio bahía abajo, tuvo
tiempo para tenderse sobre la dura arena y secarse antes de que anocheciese
por completo. Tumbado de espaldas contempló con fijeza el límpido cielo azul,
pensando en Vesper.
Sus sentimientos por ella eran confusos, y esta confusión le
impacientaba. Se había comportado en forma tan sencilla... El creyó que se
acostarían juntos unos cuantos días y que después podría verla alguna vez en
Londres. Luego vendría la inevitable ruptura, que se produciría con la mayor
facilidad debido a los puestos que ocupaban en el Servicio.
Pero, por lo que fuese, ella se le había metido en la sangre, y durante las
dos últimas semanas sus sentimientos habían cambiado gradualmente.
Encontraba su compañía grata y cómoda. Había algo enigmático en
Vesper que constituía un estímulo constante. Dejaba traslucir muy poco de su
verdadera personalidad, y Bond percibía que por mucho tiempo que estuviesen
juntos siempre habría dentro de ella una estancia privada en la que nunca
podría penetrar. Amarla físicamente sería en cada ocasión una emocionante
travesía, sin el anticlímax de la llegada. Se entregaría, pensó, sin llegar nunca
a permitir ser poseída.
Bond seguía tumbado, tratando de rechazar las conclusiones que leía en
el firmamento. Volvió la cabeza, y al mirar playa abajo vio que la sombra del
promontorio casi llegaba hasta él. Se levantó, se sacudió la arena todo lo que
nudo y, poniéndose la ligera chaqueta del pijama, se encaminó hacia el hotel.
Acababa de tomar una determinación.
AL LLEGAR a su habitación le conmovió hallar ordenadas todas las
cosas; en el cuarto de baño, el cepillo de dientes y los avíos de afeitar
primorosamente colocados en un extremo de la repisa de cristal, sobre la pila
del lavabo, y en el extremo opuesto, el cepillo de dientes de Vesper y uno o dos
frasquitos. Le sorprendió comprobar que uno de ellos contenía pildoras de
Nembutal, para dormir. Tal vez lo acaecido en la villa le hubiese excitado los
nervios más de lo que él había imaginado. El baño, ya preparado, le esperaba,
y sobre una silla, junto a su toalla, había un frasco de una costosa esencia de
pino.
— Vesper —llamó.
— ¿Qué?
— Me haces sentirme como si fuera un gigolo de categoría.
— Me ordenaron que te cuidase.
— El baño está perfecto, cariño. He llegado a la conclusión de que te
quiero.
— Y yo quiero mi langosta y el champaña, conque date prisa —rezongó
ella.
— Muy bien, muy bien —dijo Bond.
Se secó y vistió una camisa blanca y un pantalón azul oscuro. Confiaba
en que ella se vestiría con la misma sencillez y le agradó verla aparecer en la
puerta con una blusa azul de lino, ya desteñida, que había adquirido el mismo
color de sus ojos, y una falda plisada de algodón, de color rojo oscuro.
Bajaron juntos las escaleras y salieron a la terraza, donde estaba puesta
la mesa, iluminada por la luz procedente del contiguo comedor, que estaba
vacío.
El champaña que Bond encargara a su llegada estaba junto a la mesa
en una enfriadera niquelada. Se miraron y apuraron sus copas hasta el fondo.
Después de dar buena cuenta de la langosta y de haber vertido sendas
cucharadas de espesa nata sobre las fresas Vesper exhaló un suspiro de
satisfacción.
— Me das siempre todas las cosas que más me gustan. Nunca me han
mimado tanto. —Contempló a través de la terraza la bahía iluminada por la
luna—. Quisiera merecerlo.
— ¿Qué quieres decir? —preguntó Bond.
Ella le miró y sonrió de un modo extraño.
— Verdaderamente no sabes gran cosa de mí. —A Bond le sorprendió el
tonillo burlón implícito en su voz—. Las personas son islas. Por muy cerca que
estén, permanecen en realidad completamente separadas. Aunque lleven
casadas cincuenta años. —Luego, con una alegre risa, puso su mano sobre la
de él—. No pongas esa cara tan preocupada. Es que me ha entrado la vena
sentimental.
Bond rió aliviado.
— Pues unámonos y formemos una península. Ahora mismo, en cuanto
terminemos las fresas.
— No —dijo ella coqueteando—. Antes quiero tomar café.
La pequeña sombra había pasado. Era la segunda. Y también esta dejó
en el aire un tenue signo de interrogación que se desvaneció con presteza, a
medida que la cordialidad y la confianza volvieron a rodearlos.
Después de tomar el café, Vesper cogió su bolso y, levantándose de la
mesa, se puso detrás de él.
— Estoy cansada —dijo, apoyando una mano sobre el hombro de Bond.
Alzó él la suya, reteniendo la de Vesper, y ambos permanecieron
inmóviles un instante, hasta que ella se inclinó, rozó levemente con sus labios
el cabello de James y se fue. Unos segundos más tarde se encendieron las
luces de su cuarto.
Bond fumó, esperando a que se apagaran, y entonces la siguió. No eran
más que las nueve y media cuando entró en la habitación de Vesper y cerró la
puerta tras él.
BOND despertó en su propio cuarto al amanecer y permaneció algún
tiempo acostado acariciando sus recuerdos. Luego se levantó silencioso, vistió
la chaqueta del pijama, pasó cautelosamente por delante de la puerta de
Vesper, bajó las escaleras y salió a la playa.
El mar estaba sereno y plácido al salir el sol. Se quitó la chaqueta del
pijama y se internó despacio en el agua, paso a paso, hasta que le llegó a la
barbilla. Retiró los pies del fondo y se hundió, sintiendo el agua fría peinarle el
cuerpo y el cabello.
El espejo de la bahía estaba intacto excepto donde parecía haber
saltado un pez. Imaginó bajo el agua el tranquilo escenario y deseó que Vesper
apareciese en aquel instante entre los pinos y se sorprendiera al verle brotar
súbitamente en aquel desierto paisaje marino. Cuando, después de un minuto
largo, volvió a la superficie entre una rociada de espuma, sufrió una decepción.
No se veía a nadie. Nadó un rato y se dejó llevar a la deriva; cuando pareció
que el sol calentaba bastante, volvió a la playa, se acostó de espaldas en la
arena y gozó en su cuerpo lo que la noche le había restituido.
Como en el atardecer anterior, contempló fijamente el puro cielo y leyó
en él la misma respuesta. Al cabo de un rato se puso en pie y regresó por la
playa hasta donde había dejado la chaqueta del pijama. Aquel mismo día
pediría a la muchacha que se casara con él. Estaba completamente decidido.
Sólo era cuestión de escoger el momento oportuno.
CUANDO cruzaba silenciosamente la terraza para entrar en el comedor,
le sorprendió ver salir a Vesper de la cabina telefónica próxima a la puerta de
entrada y dirigirse sin ruido hacia las escaleras que conducían a sus
habitaciones.
— Vesper —llamó, pensando que habría tenido que hacer alguna
llamada urgente, concerniente quizás a ambos.
La joven se volvió con viveza llevándose una mano a la boca. Durante
un momento más largo de lo necesario, le miró de hito en hito, con los ojos muy
abiertos.
— ¿Qué pasa, cariño? —preguntó Bond, vagamente inquieto, temiendo
alguna crisis en sus vidas.
— ¡Oh! —dijo sin aliento—. Me has asustado. Es que... estaba
telefoneando a Mathis. Sí... a Mathis —repitió—. Era para preguntarle si podría
conseguirme otro vestido. Ya sabes, de aquella amiga mía de quien te hablé...
La vendedora de Dior. ¿Comprendes? —Hablaba muy aprisa, en un persuasivo
revoltillo de palabras—. Prácticamente no tengo nada que ponerme. Creí que le
encontraría en casa antes de que se fuera a la oficina. No sé el número de
teléfono de mi amiga, y pensé que te daría una sorpresa. ¿Está buena el agua?
Debías haberme esperado.
— Está magnífica —dijo Bond, tratando de animarla, aunque molesto por
el evidente sentimiento de culpabilidad de Vesper en aquel misterio pueril—.
Debes ir a bañarte, y luego desayunaremos en la terraza. Siento mucho
haberte asustado.
— Parecías un fantasma, un ahogado, con el pelo así caído sobre los
ojos. —Rió ásperamente, pero al darse cuenta de su rudeza, transformó su risa
en un ataque de tos—. Con tal de que no haya cogido un catarro. —Luego
siguió empeñada en dar verosimilitud a su embuste, hasta que Bond entró en
su cuarto.
Aquello fue el final de la integridad de su amor. Los días siguientes
fueron un amasijo de falsedades e hipocresías, mezcladas con lágrimas y con
momentos de pasión carnal que la vaciedad de sus días hacía indecorosos.
Bond trató en varias ocasiones de derribar las pavorosas murallas del recelo.
Una y otra vez traía a colación el asunto de la llamada telefónica, pero ella
sostenía obstinadamente su historia y la adornaba con detalles que Bond sabía
de sobra que se le habían ocurrido posteriormente. Hasta llegó a acusarle de
sospechar que ella tenía otro amante.
Estas escenas terminaban siempre en amargo llanto y casi en
paroxismos histéricos. A Bond le parecía fantástico que las relaciones humanas
pudieran convertirse en polvo de la noche a la mañana, y su cerebro buscaba
incansablemente una razón plausible. Se daba cuenta de que Vesper estaba
tan horrorizada como él, y que su aflicción parecía aún mayor que la suya. Pero
el misterio de la conversación telefónica era una sombra que se oscurecía aún
más con otros pequeños misterios y reticencias. Las cosas empeoraron ya en
el almuerzo de aquel día.
Después del desayuno, Bond cogió un libro y dio un paseo de varios
kilómetros por la playa. Volvió a la hora del almuerzo, y tan pronto como se
sentaron a la mesa comenzó a relatar alegremente lo que había visto en su
caminata. Pero Vesper estaba distraída y sus comentarios se reducían a
monosílabos, evitando encontrarse con los ojos de Bond y mirando al espacio
detrás de él con aire preocupado.
De repente se envaró. Dejó caer con estrépito el tenedor sobre el plato y
se puso lívida como un sudario.
Bond volvió la cabeza y vio que un hombre acababa de sentarse a una
mesa en el extremo opuesto de la terraza. Su aspecto era bastante corriente,
aunque tal vez vistiese con excesiva severidad. Bond lo catalogó como un
comerciante que recorría la costa y que acababa de descubrir la hostería en la
guía Michelin.
— ¿Qué te pasa, amor mío? —le preguntó preocupado.
Vesper no apartaba la vista un momento de la distante figura.
— Es el hombre del coche —dijo con voz ahogada—. El hombre que nos
seguía.
Bond miró otra vez por encima del hombro. El patrón hacía la apología
del menú al nuevo cliente. Cambiaron sonrisas acerca de algún plato que
figuraba en la carta y debieron de convenir que vendría bien, pues el patrón
cogió el menú y se retiró.
El hombre pareció notar que le observaban. Alzó la vista y los miró un
momento con total ausencia de curiosidad. Luego alcanzó una cartera que
había dejado a su lado sobre una silla, sacó un periódico y se puso a leerlo con
los codos apoyados sobre la mesa. Cuando volvió la cara hacia ellos, Bond
observó que tenía un parche negro en un ojo, empotrado en él como un
monóculo. Por lo demás, tenía el aspecto de un hombre amistoso, de edad
madura, pelo castaño oscuro peinado hacia atrás y dientes blancos muy
grandes, como Bond tuvo ocasión de comprobar mientras el desconocido
conversaba con el patrón. Se volvió hacia Vesper.
— Vamos, cariño, tiene un aspecto bastante inofensivo. ¿Estás segura
de que es el mismo?
Vesper se agarraba al borde de la mesa con ambas manos. Bond creyó
que iba a desmayarse y casi se levantó para acudir en su ayuda, pero ella le
detuvo con un gesto y le miró con ojos inexpresivos.
— Sé que es el mismo.
Bond trató de razonar con la joven, pero ella no le prestó atención.
Después de mirar una o dos veces al desconocido por encima del hombro de
Bond, con una extraña sumisión en los ojos, Vesper dijo que le dolía la cabeza
y que pasaría la tarde en su cuarto. Y, levantándose, entró en la casa sin mirar
hacia atrás una sola vez.
Bond estaba resuelto a tranquilizarla de una vez para siempre. Pidió que
le trajeran café a la mesa y luego se levantó y se encaminó rápidamente al
patio.
El Peugeot negro que estaba allí estacionado bien podía ser el que ellos
habían visto, pero igual podía tratarse de cualquier otro de los muchos (cerca
de un millón) que corrían por las carreteras francesas. Anotó el número de la
matrícula de París; luego entró rápidamente en el lavabo contiguo al comedor,
tiró de la cadena y salió de nuevo a la terraza.
El hombre seguía comiendo y no levantó la vista.
Bond ocupó la silla de Vesper para poder vigilar mejor la otra mesa.
Pocos minutos después el hombre pidió la cuenta, pagó y salió. Bond
oyó arrancar al Peugeot, y bien pronto el ruido producido por el escape se fue
perdiendo por la carretera en dirección a Royale.
Cuando el patrón volvió a acercarse a su mesa se refirió, como por decir
algo, al otro parroquiano.
— Me recuerda a un amigo mío que también perdió un ojo. Los dos
llevan parches negros muy similares.
El patrón contestó que el hombre le era desconocido. Se había ido muy
satisfecho de la comida y dijo que volvería a pasar por allí dentro de un día o
dos, y comería otra vez, en la hostería. Parecía suizo, lo que se le notaba
también en el acento. Era viajante de relojes. Por último, Bond se levantó.
— A propósito —dijo—. La señora hizo una llamada telefónica esta
mañana que tengo que acordarme de pagar. Llamó a París, creo que a un
número del Elysée —añadió, recordando que esa era la central telefónica de
Mathis.
— Gracias, señor; hablé esta mañana con Royale y la central me
comunicó que uno de mis huéspedes había hecho una llamada a París, pero
que no obtuvo respuesta. Querían saber si la señora desearía insistir. Quizá el
señor tenga la amabilidad de decírselo a la señora. Pero, ahora que me
acuerdo, el número al que se refirió la central era de los Inválidos, no del
Elysée.
LOS DOS días siguientes transcurrieron sin variaciones. El cuarto día de
su estancia, Vesper se fue a Royale en un taxi que vino a buscarla muy de
mañana y la trajo de vuelta unas horas después. Dijo que necesitaba una
medicina.
Aquella noche se esforzó especialmente por estar alegre. Subieron a sus
habitaciones y se amaron con pasión, pero después ella lloró amargamente y
Bond se fue a su cuarto desesperado. No pudo dormir y al amanecer oyó
abrirse suavemente la puerta del cuarto de Vesper y luego le llegaron- algunos
ruidos apagados del piso de abajo. Estaba seguro que procedían de la cabina
telefónica. Poco después oyó que cerraban la puerta con cuidado, y dedujo
que tampoco esta vez había habido respuesta de París.
Esto ocurría el sábado. El domingo reapareció el hombre del parche
negro. Bond lo comprendió tan pronto como levantó la vista de su plato y vio la
cara de Vesper. Le había contado él todo lo que el patrón le dijera, omitiendo
tan sólo que el hombre probablemente volvería. Pensó que esto podría
preocuparla. Había telefoneado también a Mathis, a París, e investigado
respecto al Peugeot. Lo habían alquilado dos semanas antes a una firma
acreditada. El cliente se llamaba Adolph Gettler, había exhibido un tríptico
suizo, y dado como dirección un banco de Zurich.
Mathis se puso en contacto con la policía suiza. Sí, en el banco había
una cuenta a su nombre, que se movía muy poco. Al señor Gettler se le
consideraba relacionado con la industria relojera. Podían proseguir las
pesquisas si existía algún cargo contra él. Vesper se había encogido de
hombros cuando le comunicó tal información. Esta vez, cuando apareció el
hombre, ella interrumpió el almuerzo y subió directamente a su cuarto.
Bond tomó una resolución. Al terminar de almorzar fue a reunirse con
ella. Pero las puertas estaban cerradas con llave, y cuando logró que le
permitiera entrar, vio que Vesper había permanecido sentada junto a la
ventana, en la oscuridad, acechando sin duda. Tenía la cara fría e inexpresiva
como una piedra. La llevó hasta la cama y la atrajo a su lado. Se sentaron muy
tiesos, como viajeros en un vagón de ferrocarril.
— Vesper —dijo, sosteniendo sus frías manos entre las suyas—, no
podemos seguir así. O me dices lo que significa todo esto o tendremos que
separarnos.
Ella no replicó y sus manos permanecieron inertes entre las de Bond.
— Cariño —le dijo—. ¿Sabes que la primera mañana que pasamos aquí
iba a pedirte que te casaras conmigo? ¿Es que no podemos volver a empezar?
¿Cuál es esa horrorosa pesadilla que está acabando con nosotros?
Una lágrima se deslizó lentamente por la mejilla de Vesper.
— ¿Quieres decir que te habrías casado conmigo?
Bond asintió.
— ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! —Se agarró a él, apretando su rostro contra
el pecho de Bond, quien la mantuvo estrechamente abrazada.
— Amor mío, dime qué es lo que te atormenta.
Los sollozos de la joven se fueron calmando. Ahora había en su voz un
tono de resignación.
— Déjame pensar un momento. —Le miró anhelante—. Estoy tratando
de hacer lo que sea mejor para nosotros. Pero es espantoso... estoy aterrada...
—Prorrumpió otra vez en llanto, aferrándose a Bond como un niño que sufre
una pesadilla.
El la tranquilizaba, acariciándole el largo cabello negro y cubriéndola de
besos.
— Ahora, vete —dijo Vesper—. Necesito tiempo para pensar.
Volvió a besarla y ella cerró la puerta tras él.
Aquel atardecer la alegría y la intimidad de la primera noche
reaparecieron. Bond estaba decidido a seguirle la corriente, y sólo al final de la
cena, un comentario suyo, puramente incidental, la hizo ponerse seria.
— No hables de eso ahora —dijo poniendo su mano sobre la de Bond—
Pertenece al pasado. Ya te hablaré de ello mañana. —Se levantó—. Creo que
estoy achispada. ¡Qué vergüenza! Por favor, James, no te avergüences de mí.
Necesito tanto estar alegre... ¡Y lo estoy! —Permanecía de pie junto a él,
acariciando con sus dedos el negro cabello de Bond— ¡Sube pronto! —le dijo,
y tirándole un beso desapareció.
Aquella noche se hicieron el amor con una ternura que Bond nunca
había creído que podrían recuperar. Las barreras de la timidez y del recelo
parecían haber desaparecido.
— Mírame —dijo Vesper cuando Bond se levantó por fin para
marcharse—, y déjame mirarte.
Examinó todas las facciones de su rostro como si le estuviera viendo por
primera vez. Sus ojos, de un azul profundo, estaban anegados en lágrimas.
Bond se inclinó y la besó. Saboreó las lágrimas que corrían por sus
mejillas. Luego se dirigió hacia la puerta y al llegar a ella se volvió.
— Duerme bien, cariño —dijo—. No te preocupes, ya está todo
arreglado.
EL PATRÓN le llevó la carta la mañana siguiente.
Irrumpió en el cuarto de Bond, agitando el sobre delante de él como si
estuviera en llamas.
— ¡Ha sucedido un accidente terrible! La señora...
Bond saltó del lecho y se precipitó al cuarto de baño, pero la puerta de
comunicación con el otro dormitorio estaba cerrada con llave. Retrocedió a
través del suyo y salió al pasillo, donde se cruzó con una sirvienta aterrada. La
puerta de la habitación de Vesper estaba abierta. La luz del sol, filtrándose por
las persianas, iluminaba la estancia. Sólo se veía el negro cabello de la joven
encima de las sábanas, y su cuerpo bajo las ropas de cama parecía una
estatua yacente sobre una tumba. Bond cayó de rodillas junto a ella y retiró la
sábana.
Estaba dormida. Debía de estarlo. Sin embargo, permanecía tan quieta...
Sin movimiento, sin pulso, sin respiración. Sí, eso era. No respiraba.
Más tarde entró el patrón y le tocó en el hombro. Señaló el vaso vacío
que estaba en la mesita de noche, junto a la cama. Había unos posos blancos
en el fondo. Y en el suelo un frasco vacío de píldoras para dormir.
Bond se puso en pie. El patrón aún seguía alargándole la carta. La
cogió.
— Haga el favor de avisar al comisario de policía —dijo Bond—. Estaré
en mi cuarto, si me necesita. —Y se fue a tientas de la alcoba.
Al llegar a su habitación se sentó en el borde de la cama y rasgó el
sobre. Después de las primeras palabras leyó rápidamente, respirando con
dificultad por la nariz. La carta decía:
Querido James:
Te amo con todo mi corazón, pero dentro de un momento tú ya no
me amarás. Por eso te digo adiós, dulce amor mío, mientras todavía nos
queremos. Soy agente de la M.W.D. Sí, soy un agente doble, espía de
los rusos. Trabajo para ellos desde un año después de terminar la
guerra. Estaba enamorada de un polaco que pertenecía a la R.A.F., y
todavía lo estaba cuando te conocí. Había ganado dos medallas por
Servicios Distinguidos, y, después de la guerra, M. le adiestró para el
Servicio Secreto, y regresó a Polonia, donde lo arrojaron en paracaídas.
Cayó prisionero, y le torturaron, enterándose de muchas cosas; entre
otras, de mi existencia. Se pusieron en contacto conmigo y me
prometieron que él viviría si yo colaboraba con ellos. Él ignoraba todo
esto, pero le permitían escribirme. La carta llegaba el día 15 de cada
mes. Yo no podía soportar la idea de que llegara un día 15 sin recibir su
carta. Eso significaría que yo misma le había matado. Procuraba darles
la menor información posible.
Entonces apareciste tú. Les dije que te habían encomendado una
misión en Royale, y la identidad con que te presentarías. Por eso
tuvieron tiempo de instalar micrófonos en tu habitación. Se me advirtió
que no permaneciese detrás de ti en el casino, y que procurase que ni
Mathis ni Leiter lo hicieran. Por eso estuvo el pistolero casi a punto de
matarte. Después tuve que fingir lo del secuestro. No me hicieron daño
puesto que trabajaba para la M.W.D.
Pero cuando supe lo que te habían hecho no pude continuar.
Querían que te sonsacase mientras te restablecías, pero yo me negué.
Me controlaban desde París. Tenía que llamar a un número de los
Inválidos dos veces al día. Me amenazaron y, por último, me retiraron el
control, y comprendí que mi amante polaco moriría. Recibí una
advertencia final de que SMERSH vendría por mí si no obedecía. No
hice caso. Estaba enamorada de ti. Entonces vi en el Splendide al
hombre del parche negro y me enteré de que estaba haciendo
averiguaciones sobre mis actividades. Confiaba en que podría
despistarle. Decidí tener contigo una aventura, y después, desde El
Havre, escapar a América del Sur. Deseaba tener un hijo tuyo y empezar
una vida nueva en alguna parte. Pero nos siguieron. No es posible
zafarse de ellos.
Sabía que si te lo decía sería el final de nuestro amor. Me di
cuenta de que no me quedaba otra opción que esperar a que SMERSH
me matase (y quizá a ti también) o suicidarme.
Es tarde ya y estoy cansada, y sólo dos puertas te separan de mí.
Pero tengo que ser valiente. Tal vez tú pudieras salvarme la vida, pero
yo no podría soportar la mirada de tus ojos bienamados. Amor mío, amor
mío.
V.
Bond arrojó la carta al suelo. Durante un momento contempló fijamente
el mar sereno, luego lanzó en voz alta una sucia blasfemia.
Tenía los ojos húmedos y se los secó. Se puso una camisa y un
pantalón y, con rostro frío e inexpresivo, bajó al primer piso y se encerró en la
cabina telefónica.
Mientras esperaba la comunicación con Londres revisó fríamente los
hechos que exponía Vesper en su carta. Las tenues sombras e interrogantes
que durante las cuatro semanas precedentes había percibido su instinto y su
inteligencia rechazado resaltaban ahora con claridad de rótulos indicadores.
Sólo la veía ya como una espía. Su amor y su dolor habían sido
relegados al desván de su mente. Más adelante tal vez los sacase a la luz y los
examinara de forma desapasionada. Pero en aquel instante, su mente
profesional estaba del todo concentrada en las consecuencias de la traición de
Vesper al Servicio y a su país; en las identidades que debían de haber sido
delatadas en tantos años; en las claves que el enemigo habría descifrado. Era
horrible. Sólo Dios sabía cómo se podría desenredar aquella maraña. De
repente recordó las palabras de Mathis: "¿Y qué me dices de SMERSH?... No
me gusta la idea de que esos tipos recorran Francia asesinando a los que, a su
juicio, han traicionado su precioso sistema político."
Bond sonrió con amargura. ¡Qué pronto había demostrado Mathis que
tenía razón y qué pronto sus pequeñas sofisterías le habían estallado en las
narices! Bueno, aún no era demasiado tarde. Allí tenía un objetivo a su
alcance. Emprendería la caza de SMERSH acosándole sin tregua. Sin
SMERSH, sin ese instrumento de muerte y de venganza frío y despiadado, la
M.W.D. sólo sería un grupo más de espías funcionarios, ni mejor ni peor que el
de cualquiera de los servicios occidentales. SMERSH era la espuela. Sed
leales, espiad bien o moriréis. Inevitablemente y sin la menor objeción se os
dará caza y muerte.
Pero ahora atacaría el brazo que sostenía el látigo y la pistola. Las
misiones de espionaje podían dejarse para los jóvenes oficinistas de cuello y
corbata. Ellos podían espiar y capturar espías. Él se dedicaría a perseguir la
amenaza que hay detrás de los espías, la amenaza que les obliga a espiar.
Sonó el teléfono y Bond descolgó el auricular. Estaba en comunicación
con "El Eslabón", el funcionario de enlace con el exterior que era el único
hombre en Londres a quien estaba autorizado para telefonear desde el
extranjero. Y eso sólo en caso de extrema necesidad. Habló quedamente:
— Al habla 007. Le hablo por una línea pública. Es un caso de
emergencia. ¿Me oye bien? Transmita lo siguiente en el acto: 3030 era un
agente doble, trabajaba para los rusos...
— ...
— ¡Sí, maldita sea, he dicho "era"! ¡La muy zorra ha muerto!
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