Ingeniería y Música - CICCP - Colegio de Ingenieros de Caminos

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Ingeniería y Música
Eugenio Vallarino Cánovas del Castillo
DESCRIPTORES
MÚSICA
La relación entre la Ingeniería y la Música es indirecta, a través de la tecnología y la física, ya que los instrumentos se basan en aquélla, y el sonido es un fenómeno físico y, como tal,
expresable por reglas matemáticas. Y tecnología, física y matemáticas son utensilios básicos y usuales de los ingenieros,
quienes, como personas, disfrutan de la música, por lo que
este aspecto vivencial también aparecerá en estas líneas.
Sin embargo, recuerdo un caso de relación directa. Hace
unos doce años ese ingeniero amante y mecenas de las artes
que es Javier Rui-Wamba, tuvo la idea de organizar un acto
sobre esa relación, basada en los ensayos sobre el puente del
ferrocarril de FEVE Santander-Oviedo sobre el río Nansa,
cerca de Unquera, de los que se deducía –después de un razonamiento complejo– que si el período de vibración propia
del puente se multiplicaba por su longitud (91 m), resultaba
la frecuencia de la nota La. Sobre esta “coincidencia” se compusieron tres piezas musicales en esa tonalidad, que se interpretaron en el Colegio de Ingenieros de Caminos en Madrid,
con un coloquio presidido por Cristóbal Halffter, con los compositores1 y el autor de estas líneas. Creo que el acto tuvo interés, con un lleno del aforo de la sala.
Mi intervención me planteó un problema de dignidad,
pues si bien los otros compañeros aportaban una profesionalidad musical real, yo no era sino un mero aficionado que,
con gran benevolencia, fui invitado a compartir mesa con una
figura como Halffter, lo que me hacía sentir un tanto intruso,
dicho sin falsa modestia. Y para justificarme, se me ocurrió
comenzar mi intervención con una cita del Quijote, que me
pareció venía como anillo al dedo, y que dio lugar a una experiencia digna de mención. Permítaseme un inciso: el Quijote es como la Biblia, la Mitología griega, o Shakespeare, pródigos en situaciones ejemplares de la vida. En ese caso el pasaje elegido fue la cena que a Don Quijote dan los Duques en
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Aragón, en la que el Duque ofrece al invitado la presidencia
de la mesa, y éste, con dignidad, declina a favor de aquél.
Pero el Duque insiste, y Don Quijote en su rechazo, hasta que
interviene Sancho –¿cómo no?– y dice que la situación le recuerda un suceso acaecido en su pueblo, cuando un hidalgo
invitó a su mesa a un labriego, con la indicación de que se
sentara en la cabecera, a lo que el labriego se negaba, hasta que el hidalgo, mohíno, poniéndole las manos sobre los
hombros, le hizo sentar con fuerza, diciéndole: “Sentaos, majagranzas; que adonde quiera que yo me siente será vuestra
cabecera”. Con esta acertada frase pretendí excusar mi presencia junto al Profesor Halffter.
Como buen lector del Quijote lo cito en ocasiones, y siempre he constatado su buena acogida por el público. Pero en este caso, por la recepción que percibí y los comentarios que se
me hicieron, comprobé una vez más que la inmensa mayoría
quedan encantados con los pasajes del Quijote, porque son
deliciosos, pero también porque les suenan a nuevos, lo que es
una pena. (¡El Quijote, tan nombrado como poco leído!).
La música grabada
En el disfrute y desarrollo musical ha tenido decisiva influencia la tecnología en la mejora de la sonoridad de las salas de
audición, en los instrumentos, en la difusión por radio y televisión y, sobre todo, la música grabada.
Mi ya larga vida me ha permitido presenciar y vivir su
evolución. Desde aquellos pesados discos de 78 revoluciones
por minuto, con una duración de escasos seis minutos por cara, y el gramófono de cuerda y gran bocina, en los que me
inicié y aficioné a la sinfonía y la ópera, hasta los casi perfectos CD y DVD –a punto también de ser superados por
otros–, las grabaciones han sido una base valiosísima para el
conocimiento y goce musical.
El avance no ha sido solo de calidad, sino de baratura y
espacio. Un CD cuesta por minuto de audición unas diez veces menos que un disco de 78 revoluciones, habida cuenta
del cambio de poder adquisitivo de las monedas; y ocupa y
pesa muchísimo menos, por lo que una discoteca amplia se
encaja perfectamente en el mobiliario.
No cabe duda de que la música en directo es mejor por
su pureza, la vista directa de los ejecutantes y el valor humano de compartir la emoción con otras personas con la misma
afición. Pero la música grabada tiene hoy una calidad casi
perfecta, y la ventaja de oírla cuando se desea y no en una
fecha y hora determinadas, quizá en un momento anímico
poco favorable y muy distinto del que teníamos cuando compramos las entradas. Además, la grabación con cantantes u
orquesta notables resulta superior a la de la audición directa
de una orquesta mediocre. Y el amplísimo elenco actual de
grabaciones, que permite conocer toda la música de cierta
calidad con opción de diversas versiones, y los precios accesibles para un amplio espectro social, han contribuido como
nunca a la extensión de la cultura musical.
Traigo aquí un apoyo de autoridad a lo dicho. Comentando con Juan Benet, melómano entendido, mis visitas a Salzburgo y otros lugares, me sorprendió diciendo que prefería
oír música en su casa con su buena discoteca elegida y su sistema de calidad. Y esto en un tiempo en que todavía no existían ni el CD ni menos aún el DVD, y solo el microsurco, aunque éste ya de alta fidelidad. Ignoro si después habría cambiado de opinión.
Las bases de la música
Los primeros instrumentos musicales fueron muy primitivos y
elementales, de percusión de maderas, piedras o pieles tensas. Después, con cañas o huesos ahuecados se crearían sonidos monótonos y, en un avance posterior, agujereándoles
en varios sitios se conseguiría una variedad de sonidos. La
audición de esos instrumentos llevaría a imitarlos con la voz
humana, y por eso las notas conocidas eran las posibles en
esos instrumentos.
Conforme la tecnología fue perfeccionándose, evolucionó
la creación de melodías y el paralelo canto humano. Ya Pitágoras definió una escala compuesta de dos secciones similares de notas, según una regla de frecuencias con números racionales, los únicos que él conocía y admitía. Y en la Edad Media, el canto gregoriano y los instrumentos musicales fueron
ampliando el campo musical, no solo en la melodía –sucesión
armónica de notas– sino en la armonía –sonido simultáneo de
varias notas, que deben sonar agradablemente–.
El proceso, durante varios milenios, ha sido complejo, y es
forzoso simplificarlo.2 Ya en la segunda mitad de la Edad Media se conocía la escala cromática actual, la superconocida
Do-Re-Mi-Fa-Sol-La-Si-Do, que sonaba bien. Esta elección de
puro oído, lograda después de varios ensayos y cambios, no
es tan arbitraria como parece, a pesar de que los intervalos entre sus notas son irregulares (notas blancas del piano, Fig.1),
pues tiene una base físico-matemática en el funcionamiento de
los instrumentos musicales, como vamos a ver.
Cuando se pulsa con el arco una cuerda de violín, ésta, al
deformarse, vibra entre sus extremos, el inferior fijo y el superior fijado por el dedo del ejecutante, y emite una nota cuya
frecuencia es inversamente proporcional a la longitud de la
cuerda. Pero además, ésta vibra según otras longitudes fraccionarias de la total, emitiendo otras notas con frecuencias
múltiples de la principal, que se llaman armónicos de ésta,
por supuesto, con una intensidad mucho menor. Esto es común
a todos los instrumentos, sean de viento o percusión, pues todos dan sus armónicos. La intensidad relativa entre ellos y la
nota principal depende del material del instrumento, madera,
cuerda, metal, etc., y de la forma y volumen de su caja de resonancia, si la tiene. Es esa variabilidad de armónicos la que
hace que una misma nota suene distinta según el instrumento,
y define su timbre particular.
De la existencia de los armónicos, que conciertan entre sí
y con la nota básica, se deduce la conocida escala cromática
en la forma que sigue (blancas de la Fig.1). Si partimos de un
Do, su primer armónico (frecuencia x 2) es su octava Do2, el
cuarto Do3 (x 4), etc., pues cada uno es la octava del anterior. El armónico 3 es el Sol2 y el 5 el Mi4; pero esos armónicos lo son a su vez de sus octavas de la escala 1, resultando
para el Sol1 una frecuencia x 3/2, y para el Mi1 x 5/4. Estos
dos forman con el Do básico el llamado acorde perfecto armónico Do-Mi-Sol (completado o no con el Do en octava),
que suena bien, ya que sus sonidos pueden darse físicamente con la misma longitud de cuerda o distancia de orificios. Su
nota más baja o principal se llama tónica, pues es la que define la escala, y la extrema (Sol), dominante, por ser el armónico más próximo (x 3/2), después del Do2, que solo es
una duplicación (la octava) de la tónica.
Siguiendo procesos similares partiendo del Sol y Mi como
tónicas, resultan respectivamente el Fa y el La, y con los acordes de éstas el Si y el Re. Y así se obtienen los siete sonidos
de la escala con las frecuencias relativas al Do que se notan
Fig. 1. Escala cromática actual.
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Fig. 2. Los siete sonidos de la escala con las frecuencias relativas al Do.
en la figura 2 a. En ella se señalan también las letras que se
usan en varios países para representar a esas notas. La A corresponde al La, porque es la nota básica para la afinación.
En la figura se aprecia que los intervalos entre teclas blancas son diferentes, sobre todo entre Mi-Fa y Si-Do, que son del
orden de la mitad que los otros (semitonos), lo que lleva a pensar en la existencia de otras notas intermedias en los intervalos
mayores. Si definiésemos una escala similar a la descrita en
cuanto a la situación de los intervalos entre sus notas, pero partiendo de otra tónica, por ejemplo, el Sol, veríamos que resultaría Sol-La-Si-Do-Re-Mi, pero la nota siguiente tendría que tener
una proporción de frecuencias superior a la del Fa. Esa nota, intermedia entre Fa y Sol, es el Fa sostenido (Fa#) (Fig. 2b). De la
misma forma, partiendo del Fa como tónica, el Si debería sustituirse por otra de frecuencia menor, intermedia con el La, que se
llama Si bemol (Sib). Comenzando en cualquier otra nota, una
secuencia similar a la escala tónica en Do puede dar lugar a alguna o algunas notas entre dos blancas, en unos casos inferiores a la superior (b), y en otros superiores a la inferior (#). Esos
dos tipos de notas intermedias tienen frecuencias distintas entre
sí, pero muy próximas, lo que llevó a unificarlas en los instrumentos de teclado (las negras) para simplificarlo, dando lugar a
la escala temperada, en la que los intervalos entre notas, sean
blancas o negras, son idénticos, y sus frecuencias en progresión
geométrica de razón 21/12 –número irracional que habría horrorizado a Pitágoras– para que la de la octava de una nota sea
su doble. Este fue un avance importante, pues facilitaba la transposición de una melodía a otra tónica, gracias a la uniformidad
de los intervalos, todos ellos de medio tono. Bach lo inmortalizó
en su serie “El clave bien temperado”, en la que desarrolló doce
melodías, sobre las doce tónicas, blancas y negras.
La tonalidad
Lo dicho lleva a un concepto fundamental en música: la tonalidad. Si en el teclado de un piano (Fig.1) tocamos la sucesión
de notas blancas entre Do y Do, oímos la escala conocida.
Pero si empezamos en un La, y seguimos con las notas blancas hasta el otro La, lo que oímos nos suena diferente, debido a que las notas sin negra intermedia en vez de estar situadas en los lugares 3-4 y 7-8, lo están en 2-3 y 6-7, por lo
que la sucesión ha de sonar distinta, en el segundo caso co98
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mo ”más melancólica”. La primera sucesión se califica de Do
mayor, y la segunda, de La menor. El principio es general y
se aplica a todo tipo de notas iniciales (tónicas), incluso a las
negras, con tal de que los intervalos estén en los lugares relativos antes señalados en cada caso.
Por supuesto, una composición no utiliza la sucesión exacta
de una escala, sino otra arbitraria de esas notas –la melodía–,
pero solo de esas notas. Al principio de una composición se señalan los sostenidos o bemoles que definen su tonalidad, que
permanece mientras no se indique lo contrario, señalando en el
pentagrama las notas que, eventualmente, se cambian.
Los cambios de tonalidad son decisivos para dar variedad
y enriquecer la audición musical, como el cambio de entonación de un orador. El escuchar una melodía y luego la misma
traspuesta es una especie de sorpresa, que mezcla el cambio
con la continuidad, recurso frecuente en las composiciones, y
en algunas de manera genial. El uso del cambio de tonalidad
es elástico y muy variable, desde la reposición de un pasaje
entero a la intercalación de una frase breve en otra tonalidad,
o el cambio simultáneo de melodía y tonalidad, e incluso es
frecuente la sucesión de cambios breves. Pero en general,
después de esos cambios, se regresa, casi sin excepción, a la
tonalidad original, que actúa como un potente atractivo, después de unos escarceos. Por eso una pieza suele terminar con
la tónica o un acorde de ella, dando una sensación de tranquilidad. Salvo que el compositor pretenda producir una sensación suspensiva, como Mozart al final del Minuetto de su
Sinfonía 29, que remata con la dominante.
En cualquier caso, el juego de la tonalidad es uno de los
recursos más bellos de una composición, y un índice de la inspiración de un músico.
La armonía
Cuando los hombres y mujeres empezaron a cantar juntos, lo
hicieron al unísono, con la misma nota o su octava emitida al
mismo tiempo (los hombres la baja, las mujeres la alta). En la
Edad Media se empezaron a usar las melodías simultáneas
que podríamos llamar “simétricas”, descendiendo las voces
bajas cuando las altas subían, y viceversa, como un espejo
musical. Lógicamente, se exigía que las notas simultáneas sonasen bien al oído, lo que fue el comienzo de la armonía.
La evolución de los instrumentos y de las voces llevó después a los acordes, con emisión vocal o instrumental de tres o
más notas simultáneas, con la consiguiente mayor exigencia
de sonoridad grata. Esto llevó a observar, como se ha dicho
antes, que los acordes armónicos o asonantes son los que se
emiten con frecuencias múltiples de la tónica. En cambio, son
inarmónicos o disonantes los que no cumplen esa condición,
como los que incluyen juntas una blanca y una negra del piano, que suenan como chirriantes.
Sin embargo, este concepto ha variado mucho. Es curioso
que Berlioz, innovador y gran admirador de Beethoven, no
“comprendía” la disonancia de dos notas que abre –genialmente– el último tiempo de su novena sinfonía, disonancia
que hoy día nadie percibe, o la da por buena y hasta afortunada. El oído se acostumbra a tolerar, o incluso a disfrutar de
Fig. 3. La Flauta Mágica.
armonías cada vez más variadas y tolerantes. Incluso se llega en algunos casos de música actual a extremos difícilmente tolerables, que quizá pronto no lo sean.
De hecho, ya los músicos del XVIII y princìpios del XIX empezaron a evolucionar en este concepto. El mismo Beethoven,
muchos años antes de la citada disonancia, introdujo en el
Larghetto de su II Sinfonía un pasaje de acordes ascendentes
y luego descendentes, con una doble singularidad, sobre todo en aquella época: los acordes sucesivos van variando de
tonalidad y, simultáneamente, algunos son disonantes. Esa
doble cualidad produce una tensión emocional que llega a un
ápice, que luego se va relajando conforme cesan las disonancias y los acordes descendentes se aproximan a la tonalidad inicial, hasta enlazar tranquilamente con la melodía principal. Este Larghetto –menos conocido que otras obras del
músico– es una de las más bellas y graciosas.
La música en los viajes profesionales
Una de las relaciones más gratas entre la profesión de ingeniero y la música es la ocasión de oírla en ambientes prestigiosos aprovechando viajes profesionales. Para alivio del lector me limitaré a las experiencias más destacables, o curiosas.
El Congreso de Grandes Presas de París en 1955 –¡ya ha
llovido desde entonces, aunque no siempre lo necesario ni en
el momento oportuno!– se cerró con una función de ballet en
la Ópera de un original comienzo: el desfile del cuerpo de
Ballet con los artistas de seis en fondo, comenzando con niñas principiantes, y prosiguiendo en edades sucesivas hasta
las grandes estrellas, alternando con los varones. El desfile, a
paso de ballet, con saludo artístico al llegar al proscenio y separación de tres a cada lado en postura escénica, duró unos
quince minutos, hasta que los alrededor de trescientos artistas
quedaron reunidos en el escenario. El resto del programa
–“Copelia” y “Las Indias Galantes”– fue bueno, pero el desfile inolvidable, incluso después de casi cincuenta y dos años.
En otros congresos de la misma entidad he asistido a conciertos agradables, pero ese desfile fue único.
En la misma Ópera, unos veinte años después, también
aprovechando dos reuniones internacionales, vi una versión
de ballet de la “Sinfonía Fantástica” de Berlioz y “La Flauta
Mágica” de Mozart. Esta última casi por casualidad: asistía a
unas sesiones plumbíferas e interminables de la OCDE, y sólo en una de ellas más breve pude salir corriendo y, gracias
al metro, atravesar casi todo París desde el Bois de Boulogne
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Fig. 4. La Scala de Milán en el siglo
hasta la Ópera y llegar a tiempo. Se presentaba como Pamina una joven neozelandesa, Kiri-te-Kanava, que entonces era
una novedad exitosa.
Y en la impresionante sala del Albert Hall de Londres,
también en viaje profesional, disfruté de una buena interpretación de la Gran Misa en Do de Mozart.
En uno de mis numerosos viajes a Argentina –para un estudio hidroeléctrico que dirigía en los Andes– vi en el Teatro
Colón “La Cenerentola” de Rossini, protagonizada por Teresa Berganza, entonces en la cumbre de sus facultades. El público, muy entusiasta, la ovacionó aun antes de oírla, en el
momento de su entrada en escena.
Otra de mis ocasiones profesionales aprovechadas fue una
versión de “El Lago de los Cisnes” de Chaikovski en la Scala de
Milán. Desde Bérgamo, en donde estaba para seguir los ensayos en modelo reducido del refuerzo de la presa de Mequinenza, fui a Milán en coche. Al regreso, a medianoche, cayó una
tromba de agua sobre la autopista que me obligó a parar y
apartarme en el arcén durante un rato. Bérgamo es una ciudad
atractiva, sobre todo su parte antigua, cuya arquitectura recuerda su antigua vinculación a Venecia. Patria chica de Donizzeti,
el músico romántico cuyo tristísimo fin en la ciudad que le vio
nacer –ciego, sordo, loco, como consecuencia de la sífilis– cerró
una vida musical excepcional por su inspiración y fecundidad.
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XIX.
El Liceo de Barcelona fue otro de mis objetivos, gracias a
las visitas que hacía a Endesa en relación con los proyectos
de refuerzo de Mequinenza y Canyelles. Ahí vi Don Giovanni desde una delantera lateral de paraíso, única localidad en
la que se podía asistir con mi traje corriente, pues en aquellos tiempos –años sesenta– la ópera era todavía un espectáculo de público y, desde arriba, la etiqueta de los señores y
las joyas de las señoras resultaba deslumbrante. Y años después, ya fuera del trabajo, a finales de año, vi tres óperas de
Verdi, una de ellas con la Caballé y Domingo. Un detalle del
Liceo digno de señalar: en octubre vi el programa de la temporada y escribí para reservar las localidades para fin de diciembre. Al confirmarme la reserva me dijeron que las localidades estarían en taquilla y al recogerlas –dos meses después– las abonaría. Por entonces ya había ido a Salzburgo,
en donde las localidades se pagaban con seis meses de anticipación (en los años setenta). El Liceo mostraba una confianza ejemplar en el cliente. Además, se produjo un cambio
de una ópera, y me llamaron por teléfono para pedir mi conformidad. Hago notar con gusto estos detalles porque he pasado en él, y en general en Barcelona y Cataluña (varios veranos en la Costa Brava), muy buenos ratos, entre ellos en las
charlas musicales que di en varias ocasiones, cordialmente
invitado por la Demarcación del Colegio.
Fig. 5. Representación en La Scala de Milán en el siglo
Mención especial merecen mis tres visitas a Salzburgo,
aunque éstas quedan fuera de mi vida profesional, y tuvieron
lugar en agosto, durante mis vacaciones.
La primera fue en 1958, durante un viaje a Viena en coche –el primitivo SEAT 1400, pesado, lento, pero duro como
piel de elefante–, con escalas en Francia y Suiza y regreso
por Alemania y Francia, después de un recorrido circular por
toda Austria. La etapa de Salzburgo, sobre la marcha, desde
Innsbruck, sin reservas previas. Al ir a la recepción del hotel
para informarme, un amable señor se adelantó y me dijo:
“Mañana, a las nueve, en la Franziskane Kirche, la Misa de
la Coronación” (era la fiesta de la Asunción). Le di las gracias y le dije que, sin falta, estaría allí. Y, en efecto, con gran
anticipación, llegamos a la iglesia y logramos un sitio, por supuesto de pie y rodeados de gente. La interpretación fue muy
buena, con coros, orquesta y solistas del Festival. El ambiente y la sonoridad de la iglesia contribuían a la emoción, a la
que se añadía la fantástica y enorme sombra de unos cuatro
metros de altura que proyectaba sobre la pared la figura del
franciscano que, con su largo hábito y su capucha, dirigía la
orquesta. Salimos encantados de la experiencia, y al pasar
por la Catedral, que está próxima, vimos que la misa de diez,
a punto de empezar, incluía también la de la Coronación, y
repetimos. La interpretación era buena, pero el ambiente dis-
XIX.
tinto: la Catedral, barroca, había sufrido daños durante la
guerra y se encontraba en obras de reparación, con tabiques
y mamparas, lo que afectaba a la sonoridad. El oficiante era
el arzobispo, un viejecito de malas pulgas, que daba codazos a los acólitos cuando pretendían ayudarle a bajar o subir los escalones del altar.
Al día siguiente hicimos el recorrido hasta Viena. La Ópera, recién reconstruida, estaba fuera de temporada, pero en
la información fotográfica sobre la anterior vimos con grata
sorpresa que habían representado “Doña Francisquita”, obra,
desde luego, merecedora de Viena. Visitamos el cementerio,
único en el mundo, porque solo en él descansan los músicos
más célebres de la historia: Beethoven, que preside una plazoleta flanqueado por Schubert –que murió dos años después
y dejó dicho que quería ser enterrado a su lado–, Brahms y
otros. También está –cerca– toda la familia Strauss y otros
músicos. Uno piensa allí que al anochecer, cuando el cementerio queda solo, se reunirán y escucharán sus creaciones…
A Viena volví unos quince años después, un fin-principios
de año. El proverbial concierto lo oímos, como todo el mundo, por la televisión, ante una pantalla gigante en una sala
del Hotel Intercontinental (todas las entradas estaban vendidas y las de reventa alcanzan precios astronómicos). Además
de otras obras vimos, como era obligado por la época, “El
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101
Fig. 6. Salzburgo.
Murciélago” de Lehar, que se estrenó un día de fin de año y,
desde entonces, se repite como un rito el reestreno en esa fecha y durante todo enero en dos o tres teatros, como se hacía en Madrid con Don Juan Tenorio en el mes de noviembre.
A los festivales de Salzburgo volvimos en 1972 y 1973,
con las debidas reservas desde enero. Para no cansar al lector comentamos solo algunos detalles más salientes. Los intérpretes eran los primera fila de la época, y los directores Karajan y Böhm. En “Las Bodas de Fígaro”, cantó como Cherubino
Teresa Berganza que, según la crítica, era la mejor intérprete
de ese papel. Y en “La Flauta Mágica”, la enorme serpiente del
comienzo se partió en dos, con fuerte carcajada del público.
Una representación digna de comentario fue un “Barbero de
Sevilla” en el Teatro de Marionetas, joya en miniatura, con
canto y orquesta de una grabación selecta. Los aplausos finales diferencian la opinión del público sobre las marionetas que
mejor han interpretado su papel. Todo ello, y las excursiones
en el entorno de Salzburgo, hacen la estancia inolvidable.
Para terminar
Por último, breves comentarios sobre la actualidad y previsible futuro de la música.
Desde las primeras décadas del siglo XX los músicos de
vanguardia han explorado atrevidos campos, llegando hasta
casi la desaparición de algunas de las que se consideraban
cualidades esenciales de la música, como la melodía, la armonía y, como consecuencia, la tonalidad, hacia una abstracción similar a la de la pintura. El resultado, en algunos ca102
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sos, ha sido una falta de musicalidad, que gran parte del público no ha acabado de aceptar; mientras que los músicos
“de siempre” siguen llenando las salas, éstas presentan bastantes claros en esas músicas de vanguardia. Cierto es que las
novedades siempre han requerido tiempo, y que Mozart, Beethoven y tantos otros sufrieron incomprensión, pero duró pocos años y llegaron a vivir el éxito, mientras que ahora, después de más de medio siglo, hay composiciones que no llegan a calar en gran parte del público melómano.
Es de esperar una lenta adaptación a nuevas formas, bien
porque éstas evolucionen hacia un equilibrio, o por la natural
adaptación del oído del público. Pero los llamados “clásicos”
por extensión, incluidos los del XIX, seguirán dominando durante muchas décadas o quizá siglos, lo mismo que el Parthenon, el románico o el gótico, pues según la sabia definición de
un famoso torero, “lo clásico es lo que no se puede mejorar”.
En relación con esto es oportuno comentar los intentos de
“actualizar” la ópera. El Director Escénico, figura que viene
imponiéndose desde hace unas décadas, en gran parte de los
casos más que actualizarla la está degradando con deformaciones escénicas ajenas a la obra que, a veces, llegan a extremos de un mal gusto inaceptable. En el Liceo de Barcelona
se produjo hace unos años una versión de “Un Ballo in Maschera” de Verdi. El preludio musical con telón bajado quizá
se consideró soso por el director de escena, y lo “amenizó”
con unos señores sentados en sendas tazas de retrete con los
pantalones bajados y leyendo el periódico. Como se ve, muy
original, adecuado al tema de la ópera y enriquecedor del
Fig. 7. Kongress Hall, Berlín.
placer de verla y oírla. Es obvio que lo que se pretendía era
provocar al público melómano, que todavía gusta de las
obras tal y como las concibieron sus autores. Por su puesto,
lo logró. Sin llegar a este extremo degradante, son frecuentes
las nuevas versiones que tergiversan la acción original e irritan al público que, al fin, es el que paga sus extravagancias.
Por supuesto, hay versiones acertadas o al menos aceptables.
La ópera es un género muy singular, que empieza por basarse en un absurdo, como es que todo se diga cantando, incluso varios al mismo tiempo (lo que maravilló como recurso
dramático a Victor Hugo). Pero ese absurdo ha dado resultado, y muy bueno, por lo que la única forma lógica de mejorarlo es conservar lo que hay –que sigue gustando al público
de hoy– y utilizar los magníficos recursos escénicos tecnológicos actuales –luminotecnia, movimientos del escenario y tramoya– para realzar y amenizar la acción, reforzando con la
vista el placer musical de oír una música pasada, pero eterna. Es decir, utilizar de verdad la imaginación, y no sustituirla por un equivocado prurito de novedad, cuando no de provocación. Si Mozart, Verdi, Wagner y otros vieran lo que se
hace hoy con sus obras, lanzarían toda su ira, con razón,
contra los autores de esos desafueros con los que demuestran
que no aman la ópera, sino su discutible lucimiento.
En cambio, y a favor de la música actual, los músicos de
hace dos siglos se quedarían encantados al oír sus obras hoy
día: de la sonoridad de las salas de audición, de los instrumentos, en particular los de teclado y viento, éstos con uno
nuevo, el saxofón, de sonido tan cálido y parecido a la voz
humana; y, sobre todo, de la interpretación. Con frecuencia
se elogia los tiempos pasados solo por serlo, pero basta leer
la documentación de entonces (por ejemplo, las memorias de
Berlioz –deliciosas–) para constatar la falta de ensayos (que
hizo fracasar el estreno del concierto de violín de Beethoven),
la indisciplina e inasistencia de músicos, en comparación con
la seriedad y casi perfección actuales. Junto con la facilidad
y extensión de la cultura musical, como ya comentamos al
principio y con la que cerramos ahora nuestros comentarios.
La música, como toda manifestación humana, ha progresado y seguirá progresando por el eterno proceso de ensayo
y aceptación o rechazo, deleitando por igual a ingenieros…
y a los que no lo son.
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Eugenio Vallarino Cánovas del Castillo
Doctor Ingeniero de Caminos, Canales y Puertos
Catedrático (Emérito) de Obras Hidráulicas
Notas
1. José R. Fernández Roure (Balada para piano), José María Navas Borrego (Suite
coral) y Luis Rodríguez de Robles (Suite para piano), los dos primeros Ingenieros
de Caminos.
2. Ver el ciclo “Introducción al Conocimiento y Disfrute de la Música”, Colegio de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos, 2003), dirigido por el autor, en especial
la conferencia de José Puy-Huarte, de la que aquí tomamos algunos datos.
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