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#Crónica: La tarde en que murió el escritor más querido
del mundo; por Albinson Linares
Albinson Linares · Sunday, April 20th, 2014
El fotógrafo Arturo López estaba de guardia en la calle Fuego, al sur de Ciudad de
México, un 17 de abril y Jueves Santo. Fuego es una vía de pavimento uniforme con
grandes casas a los lados, donde la vegetación trepa por los muros y cada tanto las
jacarandas colorean las esquinas grises. Delgado, de cabello ensortijado y cano, toma
fotos con una precisión metódica y un ritmo copioso. El día se le antojaba largo,
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aburrido y normal porque el movimiento a las puertas de la casa de Gabriel García
Márquez era rutinario.
La Gran Tenochtitlan parecía una urbe solitaria. El éxodo de Semana Santa colapsó
las avenidas de salida con colas kilométricas de turistas que soñaban con las
vacaciones sin moverse de su sitio. Quienes se quedaron podían ver los preparativos
de las infinitas formas del martirio de Jesús en las representaciones callejeras del Vía
Crucis, como la de Iztapalapa, o vagaban asombrados por la vasta ciudad deshabitada
y, a ratos, silente.
El número 144 de Fuego es una residencia colonial, con muros de piedra y ladrillo
donde se trepan las enredaderas de buganvillas. López, fotógrafo del Consejo
Nacional para la Cultura y las Artes, llegó a las 10:30 de la mañana y se apostó junto a
otros periodistas. Diez minutos después Mónica Alonso, la asistente que días antes
negó que el Nobel tuviese cáncer, esquivó a los medios de comunicación y entró a la
casa. A las 11:15 am un hombre llegó con bolsas de víveres para el almuerzo y, quince
minutos después, apareció el cineasta mexicano Jorge Sánchez con un ramo de flores
amarillas.
Al mediodía volvió a la casa Genovevo Quiroz, chofer y asistente personal del escritor
colombiano. Cinco minutos después llegó una enfermera. Su estadía fue corta y no dio
declaraciones al salir. Justo a las 2:38 pm, la locutora Fernanda Familiar tuiteó en su
cuenta personal @qtf: “Deja de latir el corazón de Gabriel García Márquez”. Sin
embargo, nadie en la calle Fuego se hacía eco de la afirmación, una más entre miles
de rumores.
Los jueves santos son un caliche, un día nono, una jornada donde todo está previsto y
pocas veces pasa algo que trastoque las cosas. Ningún reportero de esa cuadra quería
cubrir la muerte de un maestro de periodistas hasta que, ocho minutos después,
Fernanda volvió a tuitear: “Muere Gabriel García Márquez. Mercedes y sus hijos,
Rodrigo y Gonzalo, me autorizan a dar la información. Que tristeza tan profunda…”, y
entonces la calle Fuego se sumió en un silencio espeso que sólo interrumpían los
flashes de las cámaras. Arturo López seguía tomando imágenes mientras pensaba: “Es
una noticia muy triste, pero ahora que lo veo, todos esperábamos esto. Es terrible, la
verdad”.
Fue así que muchos recordaron que el Gabo se fue de la Tierra un Jueves Santo, como
Úrsula Iguarán, la matriarca que creó en Cien años de soledad para la estirpe de los
Buendía, esa abuela remota de todos los latinoamericanos.
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Volví a Cartagena de Indias doce días antes de la muerte del escritor más querido del
mundo, luego de varios años sin caminar por las murallas, alucinar con el fantasma
del pirata Francis Drake ni bailar salsa en sus bares tropicales. “La Heroica” es la
sede de la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo
Iberoamericano (FNPI), uno de los tantos regalos que el Nobel colombiano deja en
este planeta. Convencido de que el periodismo es “el mejor oficio del mundo”, jamás
cejó en su empeño de apoyar a una institución que, con talleres y becas, reúne a
reporteros de muchos países con los mejores maestros del arte informativo.
Por esos días los rumores constantes sobre la salud del Gabo desataban tormentas
mediáticas e histeria reporteril. Nadie sabía nada, ni siquiera nuestros amigos de la
FNPI, pero tanta insistencia salpicaba el cálido ambiente con un presentimiento
helado. Ninguno de nosotros quería imaginarse un mundo sin el brujo caribeño de la
lengua española.
Asistí al taller de “Periodismo y Literatura” con Daniel Samper Pizano, quien nos leyó
fragmentos de esas crónicas de García Márquez que lo ubican no sólo como un
reportero brillante sino como precursor del Nuevo Periodismo. En una entrevista,
Samper me confesó en tono culpable: “Tengo el hombro izquierdo jodido por cargar
libros en mis viajes. Pero uno de mis tesoros es una colección de Cien años de soledad
con todas las primeras ediciones y cuarenta traducciones en otras lenguas, casi todas
firmadas por Gabo. Ésas las tengo en mi apartamento de Madrid”.
Gabriel García Márquez adoraba Cartagena, la usó como escenario para novelas como
Del amor y otros demonios y El amor en los tiempos del cólera. Además, tiene una
casa allí. Todo esto lo recuerda emocionado Moisés Álvarez, director del Archivo
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Histórico de esa ciudad, quien me explicó, entre susurros, que nació en Aracataca
como Gabo: “En 1992 lo acompañé cuando vino Fidel Castro. Estuve con esos dos
gigantes. Allí me confesó que la madama de Cien años de soledad era una negra de
origen jamaiquino que todos conocíamos en nuestro pueblo”.
Hacía años que, muy a su pesar, García Márquez se había metido en nuestros
imaginarios siendo una víctima real de la magia literaria. Los excesos de la fama le
robaban espacios para la privacidad con fanáticos y periodistas que lo perseguían a
todas partes. No en vano escribió al respecto en 1981, en ese terrible momento
cuando tuvo que abandonar Colombia: “La única desdicha grande que he conocido en
mi vida es el asedio de la publicidad. Esto, al contrario de lo que creo merecer, me ha
condenado a vivir como un fugitivo. No asisto nunca a actos públicos ni a reuniones
multitudinarias, no he dictado nunca una conferencia, no he participado ni pienso
participar jamás en el lanzamiento de un libro, les tengo tanto miedo a los micrófonos
y a las cámaras de televisión como a los aviones, y a los periodistas les consta que
cuando concedo una entrevista es porque respeto tanto su oficio que no tengo corazón
para decirles que no”.
Sin embargo, como todo buen periodista, siempre se mantuvo al tanto de lo que
sucedía en el mundo, según recordaba por esos días Jaime García Márquez, su
hermano menor, durante una caminata por Cartagena: “La gente habla y se vuelve
loca por su salud. A mí todo el mundo me pregunta vainas, como si yo fuera adivino.
Pero Gabito sólo tiene los achaques de la vejez. A veces se le olvidan las cosas como a
mi mamá, incluso me pasa a mí, pero más nada”.
***
El Auditorio Nacional, el coloso del Paseo de la Reforma, es un recinto de conciertos
con amplios espacios donde se celebra el remate anual de libros más grande de
América Latina. Más de 15.000 títulos de 500 sellos editoriales hacen las delicias de
los lectores ávidos por los clásicos y las novedades. La tarde del 17 de abril, por todos
los parlantes, una voz femenina, gangosa y llena de nervios anunció: “Nos pesa
informarle a todos los visitantes que el escritor Gabriel García Márquez, Premio Nobel
de Literatura, acaba de fallecer. Pedimos un minuto de aplausos para su obra”.
Como nadie podía creer lo que dijo, el Gabo tuvo casi un minuto de silencio hasta que
la lluvia de aplausos inundó el recinto y se oyó como un trueno en el Paseo de la
Reforma. Lectores de todas las edades y razas se abrazaban, lloraban y corrían a
buscar sus novelas para comprarlas. Las páginas de centenares de libros se mojaron
por la pena, en un raro homenaje libresco que habría divertido al fabulador de
Macondo.
Arturo Jiménez, periodista mexicano, se encontraba a mi lado. Quince minutos
después estábamos en el sur de Ciudad de México. El caos urbano capitalino, donde
millones de personas transitan, deambulan, patean, aman, lloran y viven, lucía
desolado con tan poco tránsito. La casa del maestro está detrás del Estadio Olímpico
México ‘68, en El Pedregal de San Ángel.
Jiménez habló algunas veces con el Gabo y escribió un estupendo perfil del autor para
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el diario La Jornada, en su cumpleaños 85. Aún recuerda entre risas que una vez se lo
consiguió en un Sanborns y, cuando le dijo que era periodista, el escritor lo miró con
picardía y dijo: “¿Y no le da vergüenza confesarlo?”. También le comentó al escritor
que acababa de regresar “de su país”, Colombia, de la Feria del Libro de Bogotá. Y los
ojillos del Gabo dejaron escapar un brillo de nostalgia.
Mientras corríamos por las avenidas desiertas, el peso de la noticia no nos alcanzaba
del todo. La adrenalina de la cobertura, ese combustible ígneo que engancha como
una droga dura, nos mantuvo alejados de la congoja: “Soy reportero, sobre todo de
cultura. En estos momentos no estoy ejerciendo, pero uno nunca deja de serlo. No
vengo con el Gabo por una orden de trabajo ni movido por un impulso periodístico,
porque sé que allá hay compañeros cubriéndolo bien. Vengo como lector. Soy muy
reticente a la onda fan, me cuido en exceso, pero con García Márquez siempre bajé la
guardia”, admitió durante el trayecto.
***
Al llegar a Fuego esa tarde, impresionaban las furgonetas de televisión con enormes
antenas y decenas de cables que serpenteaban por el asfalto hasta la entrada de la
casa. Muchas cosas habían pasado para entonces: a la 1:10 pm llegó un médico que
estuvo 15 minutos adentro y todos los reporteros supusieron que era una revisión de
rutina. El galeno se retiró a la 1:37 pm y no se veía apresurado. Una reportera
comentaba que el tipo andaba como si estuviera en paz. A las 2:33 pm llegó una chica
joven que se veía muy afligida. La tropa de periodistas no la pudo identificar, pero
parecía un familiar cercano. Al rato pasó por ahí Hilda García, quien se identificó
como sobrina del escritor pero no la dejaron entrar.
A las 2:55 pm Fernanda Familiar hizo su entrada a la casa, rota en llanto y 17 minutos
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después de haber tuiteado la noticia. Cuando cruzó la puerta con el semblante
devastado, todos se percataron de que Gabriel García Márquez había muerto. Más que
sus tuits, más que el diluvio de informaciones que no escampaban en el mundo entero,
fue su bello rostro arrugado por una mueca de dolor lo que dio la aciaga noticia.
Poco después apareció un taxi y el escritor colombiano Guillermo Angulo se bajó con
una maleta. Llevaba cara de malas noticias. Afirmó no saber nada y pidió que lo
dejaran pasar porque acababa de llegar del aeropuerto. Poco después la marabunta
informativa llenó toda la calle. Más de cien periodistas de radio, TV, webs y periódicos
hormigueaban frente a la casa de donde no salía ninguna declaración, hasta horas
después.
***
“Era una figura que siempre estaba ahí, como un guardián. Y es complicado sentir que
ya no está. Estaba releyendo algunas crónicas de sus textos costeños y todo eso que
ves ahora en los cronistas latinoamericanos, la pasión por el detalle y la buena
escritura, ya estaba en sus trabajos. Supongo que intentamos incorporar ese estilo y ni
nos dimos cuenta”, asevera el periodista Jorge Ricardo con esa tensión contenida de
las coberturas informativas.
Virginia Bautista tiene 25 años de experiencia como reportera. Ha visto de todo, pero
esa tarde su semblante lucía desencajado. Se decía a sí misma que debería estar
preparada porque estuvo cubriendo la enfermedad del escritor desde el 31 de marzo,
cuando ingresó al hospital. Pasó largas horas de pie mientras escuchaba que los
voceros tranquilizaban al mundo. Decían que el Gabo sólo tenía un cuadro de
desnutrición y pequeñas infecciones en las vías urinarias y un pulmón, que ya estaban
controladas. La versión manejada era que con siete días de cuidados y antibióticos
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estaría recuperado, pero Virginia cubrió la salida de la clínica y lo vio llegar a su casa:
“A los siete días salió del hospital pero llegó en una ambulancia. No estaba bien. Uno
nunca está preparado del todo para dar estas malas noticias. No te lo imaginas. A
pesar de que ya sabíamos de la gravedad y esperábamos un desenlace, da mucha
tristeza”, dice con voz quebrada.
***
La rutina de esas horas estuvo signada por el reino intrigante de las teorías de la
conspiración. Los rumores que llegaban a esa calle eran dignos del Barón de
Münchhausen: que los restos iban a ser llevados a Colombia por órdenes expresas del
Estado neogranadino, que la familia estaba conmocionada y alguien había sufrido un
ataque al verlo fallecer, que sería trasladado a una funeraria y luego devuelto a la
casa como pasó con Carlos Fuentes, que no sería velado sino enterrado de inmediato
porque eran sus últimos deseos o que había pedido ser llevado hasta Aracataca para
descansar en su tierra.
Mientras pasaban los minutos, dos hombres custodiaban la puerta principal y cada
tanto se asomaba Genovevo Quiroz, el último chofer y asistente del autor. Genovevo
recibía a las personas, rogaba que se despejara la entrada y coordinaba los mil
detalles de esa triste jornada. A las 4:20 pm los guardaespaldas se mostraban tensos y
la policía comenzó a desplegarse para abrir espacios entre la muralla de medios. Y 15
minutos después llegó una camioneta gris de funeraria con los logotipos tapados, pero
igual se leía que los restos del genio colombiano serían trasladados a la Funeraria
García López, a unas cuadras de la casa.
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Mientras salía la furgoneta, una anciana robusta logró hacerse un espacio para tocarla
y llorar como niña. Su rostro colorado, maquillado deprisa, estaba dibujado con trazos
gruesos y coloridos. Dijo que era vecina del maestro por lo que cuando se enteró del
deceso agarró una flor amarilla de su jardín y se vino a la casa.
Enjugaba las lágrimas y decía que le puso Amaranta a su hija, luego de leer Cien años
de soledad. “Yo tenía muchas esperanzas porque lo vi salir del hospital y deseaba que
siguiera produciendo letras tan hermosas, pero todo esto fue sorpresivo. Hombres así
no se dan siempre, debemos atesorarlos y cuidarlos para que nos duren más. Leí sus
libros hace más de 30 años y le puse uno de los nombres que allí aparecen a mi hija
mayor, mire, la verdad no puedo con esta pena”.
Como una horda presurosa, la mitad de los reporteros se largaron en motos, carros,
taxis o corriendo para acercarse a la funeraria. A las 5:00 pm Jaime Abello, presidente
de la FNPI y amigo personal del escritor, llegó a la calle Fuego. Saludó con rapidez y
entró signado por una pena que no le cabía en el corazón grande que tiene. Si es
cierta la conseja de que los ojos hablan, la mirada de Abello gritaba de dolor.
Media hora después ya eran 38 los policías asignados para custodiar la casa, algunos
agentes se preguntaban entre sí para constatar que el Gabo había muerto: “¿La neta
que el viejo se murió? ¡No mames! ¿Pero no que estaba mejor? Nadie tiene la vida
comprada, güey… órale, qué gacho”.
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Las primeras flores que llegaron a las puertas de la casa no fueron amarillas, sino
blancas y púrpura. Un lector lloroso puso encima del ramo un ejemplar de Memoria de
mis putas tristes, el vigilante de la casa del frente se paró en un muro para tomar
mejores fotos de lo que pasaba y un hombre se tomaba un selfie detrás de la fila de
camarógrafos.
Por estas fechas en México se vive con el horario de verano. Los días son largos y
repletos de una quietud chicha, un marasmo letal que nos consigue a las 8 de la noche
con un sol que aún lucha por mantenerse despierto. Y uno se pregunta cuándo coño se
va a terminar este día nefasto, porque en esas 24 horas no sólo murió el Gabo sino
que, entre los miles de seres humanos raptados por la Parca, también estuvieron el
sonero inmortal Cheo Feliciano y la actriz venezolana Mayra Alejandra Rodríguez.
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Al final de la tarde, llegó el mago. Era un joven delgado de rostro enjuto y moreno que
vestía una camisa de cuadros azules, jeans y botas enormes. Bien podría ser un
tataranieto de Melquiades. Se tiró al piso frente a la casa y sacó de su bolso diminuto
un grueso libro de tapas verdes con amarillo que leía con suma atención, abstraído del
ballet peripatético de las filas de periodistas y camarógrafos que pegaban alaridos de
“¡Aguas, aguas!” cada vez que unos se movían por encima, mientras aplastaban a los
otros.
Se llama José Luis Santiago. Tiene 20 años y decidió leer algunos fragmentos de Cien
años de soledad frente a la última morada del fabulador caribe. Aunque poco se sabe
de sus virtudes como ilusionista, toda la magia reside en la historia que lo trajo hasta
esta calle, un relato que parece cuento y empezó hace más de un año: “Yo estaba en
un museo y, de repente, vi a un viejito parecido a García Márquez. Estaba solito
parado frente al mural de Diego Rivera que se llama Sueño de una tarde dominical en
la Alameda”. Santiago cierra la novela y se sumerge en aquella tarde, cuando se le
acercó al novelista y le preguntó: “Oiga, ¿es usted don Gabriel García Márquez?” y el
anciano lo pesó con la mirada, tomándose su tiempo antes de responder con picardía:
“¿Acaso tú crees que yo puedo ser ese hombre?”. Luego empezaron a charlar y se
llegó al tema inevitable para ambos: la magia y sus secretos.
El joven recuerda que Gabo lo retó a que hiciera un truco allí mismo y, justo cuando lo
inició, se arrepintió y le dijo: “Oye, ¿sabes qué? Mejor un día vas a mi casa y me lo
haces”. Cuando el mago preguntó dónde vivía, la legendaria sonrisa del escritor
apareció al responderle: “Si te interesa y eres un buen mago, averígualo”. Meses
después, cuando el ilusionista se enteró de los quebrantos de salud del escritor,
empezó a buscar como loco la casa del colombiano. Se metió en Google y atormentó a
periodistas hasta que alguien le dijo que era en el Pedregal de San Ángel. Por eso se
trajo su libro y los bártulos mágicos, para ver si con sus artes lograba alargarle la
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existencia al viejo mago de la lengua que se acababa de morir: “Le quería hacer varios
trucos porque la magia es vida y él necesitaba eso. Ése era mi objetivo, darle un rato
agradable al maestro, pero no llegué a tiempo”.
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En Sucre y todos los pueblos colombianos de la ciénaga de San Jorge la gente lloraba
por las calles y se recogía en las casas para recordar a su paisano, muchos bebían y
bailaban al son vallenato para despedir al autor que los metió a todos en Macondo y se
convirtió en el más querido del mundo. Esto lo contaba en la funeraria Miguel Guerra,
musculoso estudiante de tez canela y largos cabellos que se paraba como un guerrero
literario, ataviado con una franela roja, jeans y varias flores amarillas que le cruzaban
el pecho.
“Apenas se confirmó llamé a mi familia, y lo que pasó allá fue una conmoción
tremenda, para los colombianos es un dolor muy profundo. En mi casa pusieron todos
mis libros de él encima de la mesa, las viejas rezaban por su alma y los jóvenes
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parrandeaban en su honor. Ya subí al Facebook una foto de un árbol vestido de flores
amarillas y me traje estas para que, si Gabo me está viendo desde el cielo, se sienta
contento porque es lo que le encantaba”.
Un largo cordón policial resguardaba la entrada a la Funeraria García López en la
avenida San Jerónimo, atestada de reporteros. Ya poco importaban los
pronunciamientos oficiales, todos sabían que el Nobel no volvería a sacar la lengua o
hacer muecas para que los fotógrafos se divirtieran. Muchos recordaban con
amargura cuando días antes se burlaron del diario El Universal que, con una precisión
insólita y basado en fuentes confiables, publicó que el escritor había sufrido una
recaída del cáncer linfático que tuvo en 1999 y no volvería a tratarse con
quimioterapia por su avanzada edad.
A las 10 pm, Jaime Abello y María Cristina García Cepeda, directora del Instituto
Nacional de Bellas Artes, declararon a las puertas de la casa que el escritor sería
incinerado en una ceremonia privada. Horas antes se había divulgado que el lunes
siguiente se le rendiría un homenaje público en el Palacio de Bellas Artes.
Para entonces todos hacían un recuento de los signos del desastre. Los periodistas y
lectores, apiñados contra las rejas del centro funerario, caían con lentitud en el influjo
del realismo mágico, por lo que muchos veían presagios en diversos hechos. El 15 de
abril, luego de más de 300 años, sucedió el primer eclipse total que, por unos minutos,
convirtió a la luna en un apéndice cobrizo, un satélite sangriento. La noche siguiente
una granizada inesperada, acompañada de una tormenta eléctrica, cayó en la
primavera de la capital mexicana, lo que produjo un grueso manto de hielo,
atascamientos de tránsito y algunos árboles caídos. Pero, aparte de la muerte del
Gabo el Jueves Santo, faltaba algo más. La mañana del Viernes Santo la ciudad fue
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sacudida por un temblor de 7,2 grados en la escala de Richter que remeció los miles
de edificios semivacíos. Muchos lectores sintieron que Gabo se despedía así:
dejándolos metidos en un cuento suyo.
Poco a poco llegaban a la funeraria decenas de lectores con los rostros transfigurados
de pena y los hombros hundidos. Marcos Obando, chileno de grueso bigote marinero,
miraba con ojos claros y húmedos hacia las puertas de cristal del recinto. Recordaba
que García Márquez siempre ayudó a los exiliados políticos chilenos en México y
agregaba: “Lo conocimos hace 40 años y siempre tuvimos una gran solidaridad por
parte de él y su familia. Es un duelo muy grande para las letras del mundo”.
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Beatriz Ramos estaba cocinando unas tortillas cuando escuchó la noticia. Se quedó
inmóvil, viendo cómo la harina se carbonizaba, hasta que su novio apagó la hornilla:
“No pude terminar de hacer nada, no comí, busqué flores amarillas y me vine.
Conozco su obra desde que empecé a leer a los 12 años y aquí estoy. Respeto la
privacidad de su familia pero quiero hacer acto de presencia”.
***
Tres días de luto en Colombia, titulares en todos los diarios del mundo, sus cenizas
repartidas entre Colombia y México, un homenaje público en el Palacio de Bellas
Artes, lágrimas y lamentos de sus lectores desperdigados por todo el planeta y una
estatua ubicada en la Plaza de Liévano, en Bogotá, son algunos de los primeros signos
posteriores a la muerte del autor colombiano.
La posteridad no carece de un profundo sentido de la ironía.
García Márquez, reacio a lisonjas y homenajes, solía decir que la gloria de bronce
destinada a los Libertadores de América le parecía fútil, puesto que las estatuas
siempre están manchadas por la mierda de las palomas. Por eso podría entenderse
que su familia haya hecho hasta lo imposible por evitarle la vergüenza de unos
funerales fastuosos, como los que imaginó para la Mamá Grande.
A las 7:20 pm el sol declinaba con lentitud en la Av. San Jerónimo y envolvía todo lo
que pasaba en una luz mortecina y naranja. Adentro de la funeraria, Gabo descansaba
rodeado de los suyos y afuera los periodistas le rendían el homenaje inevitable.
Cumplían el destino absurdo de verlo convertido en una noticia durante una Semana
Santa silenciosa en esta metrópoli solitaria por la que deambulaban lectores que aún
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lo lloran. Si son posibles quimeras como la intimidad pública o el recogimiento
colectivo, se produjeron en las horas de ese Jueves Santo. Ése fue uno de los últimos
milagros del Gabo, la ilusión al final de sus 87 años de historias.
Antes de marcharme de San Jerónimo volví la mirada y entendí por qué los
periodistas, esa estirpe de solitarios y neuróticos, veíamos con rabia, con el alma a los
pies, cómo uno de nuestros más grandes maestros, el escritor más querido del mundo,
se nos convertía en una noticia triste. Triste, jodida y eterna.
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