1 El estadio actual de la guerra desde una visión teórico-política1 Autor: Ricardo J. Laleff Ilieff Afiliación institucional: Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de la República Argentina–Instituto de Investigaciones Gino Germani de la Universidad de Buenos Aires. (CONICET-IIGG/UBA) Correo electrónico: [email protected] Resumen: Diversos autores —muchas veces en las antípodas ideológicas— reflexionaron desde una perspectiva teórico-política sobre la problemática de la Guerra Fría y el peligro del fin de la especie humana (Hannah Arendt, Norberto Bobbio, Raymond Aron). Sin embargo, la implosión de la Unión Soviética y el fin del “equilibrio del terror” no despertó intensos debates sobre los nuevos conflictos armados como en tiempos de la bipolaridad. Esta es la primera paradoja que se observa al respecto, pues las armas de destrucción masiva no desaparecieron junto con el Muro de Berlín. Asimismo, situaciones como la Guerra del Golfo y lo sucedido en la antigua Yugoslavia pusieron en el tapete la cuestión del “fin de la historia” y los “clivajes religiosos” en los nuevos agrupamientos bélicos. Sumado a ello, lo acontecido en Buenos Aires, Nueva York, Madrid o Londres visibilizó un nuevo tipo de actor diferenciado de los ejércitos regulares e irregulares. En este sentido, es de suma pertinencia recuperar la indagación teórico-política sobre una problemática nodal como lo es la guerra. En tal virtud, la ponencia hace especial hincapié en demostrar el porqué de este desarrollo en la arena bélica y su íntima vinculación a procesos históricos previos que autores como Thomas Hobbes y Carl Schmitt describieron con suma claridad. Sin embargo, sus obras deben ser leídas de una manera crítica que permita nuevas conceptualizaciones con el objeto de aprehender cabalmente la especificidad de los enfrentamientos en un mundo globalizado y atravesado por relaciones asimétricas entre las naciones. Palabras Claves: Guerra — Política — Conflicto. 1 Trabajo presentado en el Cuarto Congreso Uruguayo de Ciencia Política, “La Ciencia Política desde el Sur”, Asociación Uruguaya de Ciencia Política, 14-16 de noviembre de 2012. 2 La problemática de la guerra ha sido ampliamente tratada por la teoría política. Bien podría hacerse un repaso de obras célebres donde el tópico bélico se encuentra presente, sin embargo, ello excedería ampliamente los objetivos de este trabajo. Lo que sigue a continuación es un intento por recuperar la indagación teórico-política sobre la guerra, reflexión descuidada tras la caída de la Unión Soviética. Hasta ese entonces diversos pensadores —como por ejemplo Hannah Arendt, Norberto Bobbio, Raymond Aron, por sólo citar tres— indagaron sobre la posibilidad del fin de la especie humana debido a una escalada atómica, pero la caída del Muro de Berlín pareció borrar este tipo de abordajes más allá de que las armas de destrucción masiva no hayan desaparecido del orbe. Pero lo que sí desapareció en Occidente fue un tipo de reflexión histórica determinada por el fantasma bolchevique. Sin embargo, hoy día algunos países mantienen relaciones “frías” entre sí, tal es el caso, por ejemplo, de India y Pakistán. El asunto central sobre el que merece la pena pronunciarse es que descuidar el análisis sobre la guerra implica desligarse de la observación de un fenómeno cuyas implicancias resultan notables para lo político. Cierto es que como acontecimiento la guerra resulta antipática, pero no menos cierto es que también resulta decisivo. En este sentido es que a través de ciertos aportes clásicos se procura indagar sobre el vínculo guerra-política en la actualidad. De todas maneras, antes de adentrarse en la argumentación, cabe señalar al menos una paradoja presente en este análisis, ya que, más allá de la persistencia del tópico bélico en la tradición de pensamiento político occidental, le debemos a un militar prusiano la frase más representativa al respecto. En este sentido, la apelación a Carl von Clausewitz resulta obligada cuando de guerra se trata. Inclusive su actualidad ha sido puesta de manifiesto cuando Michel Foucault invirtió el aforismo “la guerra es la continuación de la política por otros medios” para analizar el racismo de Estado. Clausewitz parece exceder el terreno de los autores “clásicos” para convertirse en un autor con el cual no podemos dejar de reflexionar sin remitirnos, al menos indirectamente, a él. Sin embargo, más allá de la pertinencia de De la Guerra, como bien destacó Raymond Aron, Clausewitz ha sido más leído en las academias militares que en las universidades. Detrás de este fenómeno se esconde un problema que interpela a la reflexión teórico-política, pues, que un combatiente de las campañas napoleónicas del siglo XIX sea la principal referencia sobre dicho acontecer humano y que su obra haya sido en gran parte marginalizada por el pensamiento político denota un cierto descuido sobre el estudio de lo bélico. Por consiguiente, parece existir 3 una contradicción entre la larga preocupación antes mencionada sobre la guerra y la referencia necesaria a Clausewitz. El punto a destacar es que la guerra ha sido ampliamente concebida como un fenómeno capital pero secundario de lo político, es decir, como una suerte de espectro cuya presencia puede trastocar la trama de lo existente pero que no es algo más que un hecho extraordinario. Para la Modernidad, la guerra ha sido concebida como un fenómeno marginal y, como se verá más adelante, hasta antagónico a lo político. Para ilustrar lo dicho, dos son las reflexiones premodernas que valen la pena destacar y que luego serán particularmente útiles para pensar nuestra propia contemporaneidad. Tenemos, por un lado, la reflexión platónica consignada en República, cuyo punto de partida consiste en la diferenciación entre los términos “discordia” y “guerra” dado que así se explica no sólo los conflictos entre las polis — por ejemplo, los ocurridos durante la guerra del Peloponeso entre Esparta y Atenas—, o los enfrentamientos entre éstas y comunidades foráneas —tales como las Guerras Médicas entre persas y griegos—, sino también sentar las bases de la comprensión de lo bélico ligado al antagonismo cultural. De esta manera, Platón reservó el término “discordia” para el universo de las polis griegas y el término “guerra” para los enfrentamientos con el bárbaro. De modo que el análisis de lo bélico queda impregnado de una derivación cultural, pues el enemigo es quien vive de una forma diferente a la mía. La guerra se lleva a cabo contra el otro que no comparte mi paideia, aquél que se me opone existencialmente (Platón, 2005: 470 b). El otro ejemplo pertinente y anterior a la Modernidad es el de las “guerras justas” propias del Medioevo. Esta conceptualización inauguró un discurso sobre lo bélico motorizado por razones teológicas. La unidad cristiana medieval admitía un tipo de guerra cuya validez religiosa la convertía en justa. Su especificidad radicaba en la discriminación del enemigo, quien no sólo era considerado un infiel sino también un desigual; las Cruzadas ilustran esta cuestión. Al respecto Carl Schmitt sostuvo que este tipo de conflictos eran concebidos como una barrera ante el avance del mal, es decir, en un verdadero “kat-echon” (Schmitt, 2005: 39). En definitiva, dos son los elementos interrelacionados hasta el momento: por un lado, la emergencia de una matriz analítica con base en lo cultural y, por otro, la consecuente discriminación del enemigo que ello implica. Se está, entonces, en 4 presencia de una diada conformada por la cultura y la discriminación. Sin embargo, es menester retomar también otros dos autores para pensar, quizás a manera más de interrogantes que otorgando respuestas taxativas, la conexión actual entre política y guerra. Uno de ellos es Thomas Hobbes y el otro, ya citado, Carl Schmitt. Para tal objetivo sólo se hará hincapié en las conclusiones que se derivan de la lectura del Leviatán y de la Teoría del partisano. La célebre obra del inglés —muchas veces citada por la crudeza de sus frases, tales como “el hombre es el lobo del hombre”— no es más que una obra donde la guerra se haya marginalizada, desplazada adrede del análisis. Hobbes no es un pensador de la guerra ni mucho menos un belicista. De hecho, es él el principal artífice del discurso de la neutralización moderna que implica, a su vez, un tipo de discurso de la despolitización. Hobbes, quien tantas veces nos habla del estado de naturaleza como un estado de guerra, poco dice realmente sobre él más que es un estadio donde impera el miedo a la muerte violenta y la desconfianza entre los hombres. Pero, como bien señaló Foucault, en Hobbes no hay guerra, no hay gritos de combate, ni choques de espada o derramamiento de sangre, sólo presunciones y simulaciones. En este sentido es menester recordar el contexto epocal hobbesiano, atravesado por las guerras confesionales y civiles europeas. Justamente, al leer con detenimiento el Leviatán aparece con claridad la búsqueda deliberada del autor por la neutralización del conflicto. Nótese que en la pluma hobbesiana el derecho a la desobediencia queda prohibido, es decir, el tan famoso derecho a la resistencia debatido ampliamente en el Medioevo, desaparece como prerrogativa del pueblo frente al tirano, pues para Hobbes se trata de obedecer públicamente más allá de las reservas existentes en el ámbito privado. Además, desde la perspectiva hobbesiana, la guerra no es el catalizador para que los hombres pacten y salgan del estado de enfrentamiento de “todos contra todos”, ya que en los dos tipos de instauración de la soberanía —por adquisición e institución— se mantiene la autonomía en relación a lo bélico. Aun cuando un conflicto militar destruyera al soberano e instalara otro en su lugar —lo que Hobbes define como soberanía por adquisición—, desde el momento en que los vencidos eligen seguir respirando por sobre la oposición mortal al nuevo Leviatán estos individuos se convierten en sus súbditos (Hobbes, 2005: 141). Como bien expresó Foucault: “La 5 constitución de la soberanía ignora la guerra. Y ya haya guerra o no, esa constitución se produce de la misma manera” (Foucault, 2010: 93). En su búsqueda de la obediencia Hobbes mostró adrede sólo un golpe de vista de la guerra. La fotografía es atroz y ya no importa su carácter verídico. A partir de allí, casi como un verdadero artista, Hobbes plasmó en su obra situaciones objetivas de su época rubricando rasgos abominables acerca del estado de naturaleza. De hecho, es notorio cómo la existencia humana transita de manera “solitaria, pobre, tosca embrutecida y breve” (Hobbes, 2005: 103) pero sin ser atravesada por el derramamiento efectivo de sangre. No obstante, con la presencia del soberano sí se conserva el peligro de la guerra de carácter interestatal. Hobbes distingue el desagradable estado de naturaleza de la mera “enemistad” entre Leviatanes: Los reyes y personas revestidas con autoridad soberana, celosos de su independencia, se hallan en estado de continua enemistad, en la situación y postura de los gladiadores, con las armas asestadas y los ojos fijos uno en otro. Es decir, con sus fuertes guarniciones y cañones en guardia en las fronteras de los reinos, con espías entre sus vecinos, todo lo cual implica una actitud de guerra, pero como a la vez defienden también la industria de sus súbditos, no resulta de esto aquella miseria que acompaña a la libertad de los hombres particulares. (Hobbes, 205: 104) ¿En qué consiste pues la diferencia entre el miedo al estado de naturaleza y lo que acontece tras el pacto? La misma estriba en que al ceder la prerrogativa de la autodefensa la propia existencia del Leviatán es condición necesaria de la seguridad de todos y cada uno de los hombres: “La misión del soberano (sea un monarca o una asamblea) consiste en el fin para el cual fue investido con el soberano poder que no es otro sino el procurar la seguridad del pueblo” (Hobbes, 2005: 275). Una vez celebrado el acuerdo el hombre es consciente que su vida pasó a depender de un artificio más poderoso que cualquier ser sobre la Tierra, pero mientras el antagonismo externo coopera con el orden interno —pues en todo caso se modifica la persona no la lógica de la soberanía—, la desobediencia interna lo desestructura totalmente. Desde el principio, Hobbes direcciona los efectos del miedo introduciendo una ficción. Nótese cómo en primer lugar aparece el temor generado por la anarquía del estado de naturaleza para 6 luego, tras el pacto, darle cabida al temor al soberano. El miedo se invierte pero nunca desaparece. Su condición muta para permanecer activa, pero dicha mutabilidad esconde algo novedoso, pues mientras que el primer temor tiene un origen ficcional, el segundo, en cambio, se erige en el verdadero protagonista de la forma política moderna. Sólo a partir de aquí puede existir el miedo a la anarquía, es decir, sólo cuando aparece el Estado. Sin él la ficción del contrato es imposible como lo es el propio concepto de anarquía. El Estado es quien alimenta el temor al caos en los hombres a fin de evitar la desobediencia y la guerra civil. De alguna manera, este pánico es quien la moldea y fija los contornos de la autoridad política. El naciente Leviatán tiene, por ende, un temor no menos permanente que los hombres sin gobierno, pero, en verdad, muy superior en sus efectos cotidianos: la desobediencia. Para lidiar con esto el ejercicio de gobierno debe montar una serie de resortes que le permitan el control social. Presentado de esta forma, la asimetría entre soberano y súbditos resulta difusa, ya que sin la vigilia de la autoridad los lazos que exige la obediencia se disipan. El hombre hobbesiano temeroso encuentra su real existencia en el ejercicio permanente del control estatal. Aquí se observa la inversión fundamental: el miedo de los hombres no es más que el miedo de la autoridad a los hombres. Desde esta lectura, el temor al Estado es analíticamente posterior al temor del Estado, siendo éste último quien posibilita la intensificación de la práctica gubernamental. Sólo de esta manera es comprensible la distinción sutil pero capital del pasaje sobre las relaciones exteriores. La guerra interna y externa están unidas por la factibilidad, pero su relación con el statu quo las separa. La pluma hobbesiana se erige, entonces, como un arma contra la anarquía y sus actos desobedientes más ínfimos y no como la artillería que protege los límites de su isla. La consecuencia es que la guerra figure desplazada del centro de la reflexión. A través de una ficción ruda por sus efectos —donde se extreman las consecuencias de un estadio sin gobierno— Hobbes solidificó un modelo de orden disciplinador. Por esta razón, el Leviatán no es sólo un libro sobre la soberanía sino, primordialmente, una obra maestra sobre el control social, sobre la seguridad interna y su creciente relevancia en la despolitización: “En ningún gobierno existe ningún otro inconveniente de monta sino el que precede de la desobediencia de los súbditos” (Hobbes, 2005: 169). Por consiguiente, se produce la estatización de la guerra y la fijación de la oposición política en el terreno de la criminalidad. El soberano monopoliza la prerrogativa bélica bajo el argumento de la protección de los súbditos, protección que exige obediencia. En paralelo, se esconde detrás de esa apropiación la enajenación de la rebelión. Entonces, tenemos un tercer aspecto a destacar que se suma 7 a la cultura y a la discriminación (también criminalización) de la guerra: la seguritización de la vida social. Ahora bien, en lo que a la Teoría del Partisano de Carl Schmitt respecta, en sus páginas se alumbra la problemática de la guerra civil en plena bipolaridad. Schmitt era consciente de un corrimiento del centro de gravedad. Unos años posteriores a la Segunda Guerra Mundial la paridad técnico-militar a la que hacía referencia Clausewitz en De la Guerra desapareció para dar paso a un corrimiento de las esferas de influencias cuya dinámica llevó al viejo continente a estar en el medio de dos colosos. Recodemos la famosa frase de Schmitt de 1929: “vivimos en Europa central, sous l’oeil des Russes” (Schmitt, 1984: 77). El guerrillero español —aquél enemigo de Napoleón que tanta curiosidad y admiración despertó en el militar prusiano— fue recuperado por el jurista en plena Guerra Fría para pensar las formas de resistencia y de conflicto de mediados del siglo XX. El análisis schmittiano versa sobre un actor que reaparece cargado de protagonismo en tanto es “la clave para comprender una realidad política” (Schmitt, 1984: 161). La propia etimología del término expresa una complejidad inherente: partisano proviene de “partido y remite al vínculo con una parte o con un grupo de algún modo combatiente, ya sea en guerra, ya en política activa” (Schmitt, 1984: 123). El partisano representa una fracción de la comunidad política que lleva al extremo su ímpetu bifronte, es decir, disolvente y fundacional, alimentándose de una legitimidad y de un carácter telúrico que el criminal desconoce: “El partisano tiene absoluta necesidad de una legitimidad si quiere permanecer en la esfera de lo político, y no hundirse simplemente en la del criminal común” (Schmitt, 1984: 179). No es trivial que Schmitt pase de la referencia a Clausewitz a citar a Lenin y Mao; el militar prusiano es el símbolo del ayer, los revolucionarios ruso y chino son la conciliación teórico-práctica del siglo XX (Schmitt, 1984: 118). Ahora bien, la condición puramente política que Schmitt rescata del partisano permite encontrar un punto de divergencia con su admirado Hobbes, pues para el alemán el partisano como enemigo debe ser combatido porque así lo indica la “prudencia” política y porque sólo así se capta su verdadera existencia no-criminal. El paradigma militar se sobrepone sobre el seguritista. En tal reconocimiento de su figura como alteridad se expresa lo esencialmente político del partisano debido a la imposibilidad de un “nosotros” sin un ellos. Para Hobbes, en cambio, el desobediente representa el signo del miedo del Estado. A diferencia de Schmitt, Hobbes presenta al 8 otro como un peligro cotidiano de la apoliticidad de la política liberal. Por ello, su argumento de la protección comporta la fijación de la oposición en el terreno de la criminalidad. Schmitt delinea el perfil del partisano del siglo XX a través de cuatro características: la primera de ellas es su rasgo “irregular” producto de la ausencia de un uniforme, elemento que asume una dimensión simbólica notoria ya que al renegar de él se reniega también de la autoridad existente. La segunda remite al “intenso compromiso político” que posee el partisano al relacionarse enteramente con “el partido revolucionario” (Schmitt, 1984: 123). La tercera deriva de los métodos de combate sustentados en la “movilidad, celeridad, ataques y retiradas sorpresivas” (Schmitt, 1984: 124), en una palabra, la guerra de guerrillas. La cuarta y última característica es su aspecto “telúrico” que condensa dos rasgos de suma relevancia: primero, denota que el combatiente irregular se ancla a un espacio geográfico determinado ligado a un conjunto de valores y, en segundo lugar, demuestra que así como la legitimidad es crucial para su existencia también lo es para su campo de acción, pues el agua y el aire son ámbitos extraños para el desarrollo de sus operaciones: Mao Zedong, Ho Chi-mingh y Fidel Castro, son una demostración clara de que el vínculo con la tierra, con la población autóctona y con la particular naturaleza del país -montañas, bosques, junglas o desiertos- no ha perdido nada de su actualidad. (Schmitt, 1984: 128) Sin embargo, la descripción schmittiana ha demostrado sendos límites para analizar la guerra contemporánea. Más allá de la porosidad argumentativa del “fin de las ideologías” y el “fin de la Historia”, es indudable que la caída de la Unión Soviética trajo aparejado un mundo unipolar en donde poca cabida existe para el “peligro rojo”. Los países centrales del capitalismo dejaron de tomar decisiones estratégicas centradas en la bipolaridad o en el enemigo interno comunista. Cuando Schmitt escribió su Teoría del Partisano lo hizo en plena Guerra Fría y con el peligro de insurgencias internas motorizadas por terceras potencias. Hoy en día el neopartisano ya no se ajusta a las cualidades anteriormente mencionadas. En efecto, el autor alemán argumentó que la técnica acrecienta la agilidad del combatiente sin que perdiese su rasgo telúrico, pero los 9 hechos de los últimos años han demostrado que la técnica posibilita el accionar lejos de la tierra y cuestiona si el apego a ella sigue siendo crucial para pensar en combatientes no-estatales2. La guerra clásica entre Estados no está herida de muerte en tiempos de la globalización pero los ojos se dirigen a observar la capacidad de determinados grupos para operar globalmente —los hechos en la Embajada de Israel y la AMIA en Buenos Aires, el 11 de Septiembre en Estados Unidos, la estación Atocha en España o los atentados en la capital británica de 2005 son ejemplos sumamente pertinentes al respecto—, puesto que hay actores que operan más allá de las fronteras y a través de células. El partisano ganó en agilidad —como también el combatiente regular—, pudiendo ahora aventurarse a actuar lejos de su escenario geográfico y hasta surcar, como ha sucedido en el 2001, espacios insospechados como el aéreo. Hoy día el neopartisano opera en contextos muy distantes entre sí atravesando fronteras con relativa facilidad. Este hecho demuestra que el compromiso —la segunda característica señalada por Schmitt—, no siempre es de carácter político/partidario, pues aparece como un elemento que sobrepasa la frontera estatal-nacional, con una postura estratégicamente defensiva pero con un fuerte correlato transnacional. En verdad, las formas de resistencias están sufriendo un proceso de despolitización notorio. El auge de los nacionalismos o regionalismos tras la caída de la Unión Soviética y de los fundamentalismos religiosos o étnicos carecen de un aspecto fundacional, más bien expresan un aspecto fundamentalista. Subsidiaria a esta tendencia, Slavoj Žižek considera la postpolítica de la globalización como el intento de ya no reprimir a lo político sino de extinguirlo, su manifestación arquetípica son las intervenciones humanitarias y la “emergencia violenta del ‘Mal puro’ despolitizado bajo la forma de violencia fundamentalista étnica o religiosa” (Žižek, 2011: 51). Por ende, aparece algo que no resulta novedoso y que ya Platón y muchos autores medievales lo habían señalado. Justamente, si bien no se está avalando aquí la tesis de Huntington del “choque de civilizaciones” (Huntington, 1997) tampoco es cuestión de negar la influencia de estos argumentos para legitimar posturas y explicar acontecimientos. De modo que este en uno de los rasgos de la guerra contemporánea, es decir, la discriminación del enemigo por presentarlo como un “otro” antagónico cultural. Rasgo 2 Sin embargo Schmitt, fiel a la mutabilidad, deja abierto un interrogante: “¿Quién podrá impedir que de manera similar, pero en una medida infinitamente mayor, surjan nuevos e inesperados tipos de enemistad cuya realización evocará inesperadas formas de un nuevo partisano?”. (Schmitt, 1984: 188) 10 poco novedoso en su surgimiento pero peculiar en su historicidad. Asimismo, la guerra contemporánea muestra cómo ha sido extremado el paradigma hobbesiano de la seguridad, pues el enfrentamiento ya no aparece como una disputa territorial sino poblacional, con una verdadera fusión de la defensa y la seguridad, de la tropa y la población, del enemigo externo y del enemigo interno. Por consiguiente, el enfrentamiento a miles de kilómetros del territorio de uno de los beligerantes afecta a la seguridad de la propia población que lejos está de los estruendos3. El teatro de operaciones se ensancha y ya no queda muy en claro qué operaciones adoptan características seguritista y cuáles militares. Este es el rasgo decisivo de la guerra preventiva. Cabe citar el accionar estadounidense en 2011 que derivó en la muerte de Osama Bin Laden cuya operación táctica se cumplimentó en la órbita de un tercer Estado que no se consideró agraviado por tal acto de intromisión territorial. ¿Qué rótulo se le puede otorgar a una operación de este tipo? ¿Es un hecho bélico o propio del terreno de la seguridad aunque efectuado en un espacio geográfico ajeno al propio? ¿Es un acto de guerra bajo la modalidad de acción policíaca? Las operaciones militares han adquirido un fundamento seguritista que, paralelamente, extreman los controles en el orden interno. La fenomenal puesta en marcha de dispositivos de seguridad en Estados Unidos tras lo acaecido en 2001 demuestra que no se puede pensar de forma descoordinada la esfera interna de la externa. Actualmente la guerra es una problemática de la seguridad o, para ser más precisos, la guerra ha sido absorbida por el paradigma seguritista del control social. Sin embargo, aquél control social en búsqueda de la obediencia que inauguró Hobbes denota la penetración más profunda entre el Estado y la sociedad o entre organizaciones sociales de diversa índole y el Estado. El papel de las compañías contratistas y de las industrias de armamento en Estados Unidos lo demuestran. Por tal razón es difícil marcar la muerte del Estado. El neopartisano es la expresión máxima de formas de resistencia incapaces de fundar un orden, plenamente defensivas y no-estatales propias de un momento histórico cuya despolitización está adquiriendo características extremas. A su vez, el poder de la técnica se acrecienta al mantenerse aparentemente neutral pero funcional a los intereses de sus manipuladores. En este sentido, nótese cómo la tecnología media en la forma 3 Con esto no se hace referencia a externalidades entendibles de toda campaña bélica, sino a que, justamente, aunque la sociedad no se militarice sí se la “protege” ante el riesgo de infiltración del enemigo, es decir, se vela por su “seguridad” constante. A partir de aquí se puede vincular lo dicho con la tesis de Giorgio Agamben (2010) sobre el “estado de excepción permanente”. 11 humana de relacionarse, nadie sabe bien qué sucede con los datos almacenados, datos que implican elementos de la vida privada pero también hábitos de consumo, ideologías, creencias, opiniones, etc. Todo ello aparece como iniciativas del ámbito privado únicamente y como formas ajenas a lo político. Lo cierto es que, una vez más, la guerra vuelve a expresar nítidamente aristas de lo político. En este caso, el desarrollo actual de la despolitización y la simbiosis, cada vez más notoria, entre el Estado y la sociedad, entre la defensa militar y la seguridad. Bibliografías: Agamben, Giorgio (2010): Estado de excepción. Buenos Aires: Adriana Hidalgo. Arendt, Hannah (1970): Sobre la violencia. México: Cuadernos de Joaquín Mortiz. Aron, Raymond (2009): Sobre Clausewitz. Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión. Bobbio, Norberto (1999): El problema de la guerra y las vías de la paz. España: Altaya. Clausewitz, Carl (1968): De la Guerra. Buenos Aires: Círculo Militar Foucault, Michel (2010): Defender la sociedad. Buenos Aires: FCE. Foucault, Michel (2001): Un diálogo sobre el poder y otras conversaciones. Madrid: Alianza Foucault, Michel (2011): Seguridad, territorio, población. Buenos Aires: FCE. Hobbes, Thomas (2005): Leviatán o la materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil. Buenos Aires: FCE. Huntington, Samuel (1997): El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial. Buenos Aires: Paidós. Platón (2005): República. Buenos Aires: Eudeba. Schmitt, Carl (1984): El Concepto de lo Político. Buenos Aires: Folios Ediciones. Schmitt, Carl (1984b): “Teoría del Partisano”, en Schmitt, Carl: El Concepto de lo Político. Buenos Aires: Folios Ediciones. Schmitt, Carl (2005): El Nomos de la Tierra en el Derecho de Gentes del Jus Publicum Europaeum. Buenos Aires: Editorial Struhart. Žižek, Slavoj (2011): “Carl Schmitt en la era postpolítica”, en Mouffe, Chantal (comp.): El desafío de Carl Schmitt. Buenos Aires: Prometeo. 12