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ORIGEN DE LOS SISTEMAS VIVOS.
Introducción.
El origen de la vida es un problema al que la ciencia se enfrentó por primera vez hace poco más de
un siglo. Antes de la publicación de El origen de las especies, la obra en la que Charles R. Darwin
(1809-1882) expuso, en 1859, su teoría sobre la evolución biológica por selección natural, casi todos
los científicos estaban convencidos de que las formas de vida existentes sobre la Tierra habían sido
creadas por Dios tal y como las podemos ver en la actualidad. La idea de que las plantas, los
animales y las bacterias actuales sean el producto de un largísimo proceso de evolución biológica
durante el que formas más simples han dado vida a otras cada vez más complejas, implica que,
recorriendo en sentido inverso la genealogía de las especies, se pueda llegar al organismo del que
derivamos todas las formas vivas. Y si resulta que no se trata de una creación divina, este organismo
primordial, presumiblemente mucho más simple que los actuales, debe haber tenido su origen en la
materia inanimada.
Fue el mismo Darwin, en una célebre carta de 1871, quien sugirió que la vida sobre la Tierra pudo
tener su origen en un "pequeño estanque templado", por la lentísima y casual agregación de
moléculas orgánicas que, de alguna manera, fueron capaces de organizarse, nutrirse y reproducirse.
En esta línea se han estado moviendo durante décadas casi todos los científicos que han afrontado
el origen de la vida. Sólo muy recientemente se han propuesto otras posibilidades, otros escenarios,
en los que el proceso lento y casual es sustituido por otro rápido y, en cierto sentido, “forzado”, que
se habría repetido muchas veces durante los primeros miles de millones de años de la vida de
nuestro planeta.
La cautela es, sin embargo, obligada. El origen de la vida se remonta mucho tiempo atrás, cuando
las condiciones sobre la Tierra eran totalmente diferentes a las actuales y, en consecuencia,
hipotéticamente, jamás se podrán reproducir de manera idéntica. Como sucede con todos los
acontecimientos históricos, sobre todo aquellos en los que no ha habido testigos, se pueden llegar a
reproducir de manera más o menos plausible, pero jamás tendremos la certeza de que las cosas se
hayan desarrollado en un sentido y no en otro distinto. Y eso sin tener en cuenta que los datos
exactos que están a nuestra disposición son muy escasos, y que lo mismo sucede con los
experimentos que es posible efectuar para verificar las hipótesis.
Debido quizás al misterio que siempre ha rodeado a ese momento histórico, y por la profunda
fascinación intelectual que ejerce todo lo que hace referencia a nuestro origen, muchos científicos, a
menudo procedentes de campos muy diversos, se han empeñado en resolver el problema del origen
de la vida. En consecuencia, son muchas las teorías que pretenden explicarlo.
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POCAS CERTIDUMBRES, MUCHOS PROBLEMAS.
La Tierra se originó hace entre 4.600 y 4.500 millones de años a partir de la misma nebulosa en la
que tuvo lugar el origen del Sistema Solar. En sus primeros 500 millones de años de vida, sin
embargo, las condiciones existentes en el nuevo planeta seguramente no fueron compatibles con la
existencia de forma de vida alguna.
Los fósiles más antiguos que se han descubierto hasta ahora son las marcas de células
extraordinariamente parecidas a las actuales cianofíceas, halladas en el yacimiento de Pilbara, en el
oeste de Australia, y a las que se les ha otorgado una antigüedad de unos 3.500 millones de años.
Depósitos de material carbonatado aún más antiguos, hallados en el yacimiento de Isua, en
Groenlandia, y datados en 3.800 millones de años, muestran una relación entre los isótopos estables
del carbono que indica su posible producción por parte de organismos. Esto deja un margen de unos
pocos centenares de millones de años para realizar el paso desde un caldo de sustancias químicas
hasta organismos ya incomparablemente más complejos que cualquier otro objeto existente en el
Universo.
Para entender la manera en que se ha afrontado el problema del origen de la vida, es necesario
tener presente cómo se forma un organismo.
LA VIDA: METABOLISMO E INFORMACIÓN GENÉTICA.
Un ser vivo es una estructura enormemente compleja basada en compuestos químicos del carbono y
capaz de mantener constante su estado químico interior pese a las variaciones que sucedan en el
medio externo, cosa que logra mediante el consumo de energía. Un organismo también es capaz de
reproducirse para dar origen a copias más o menos idénticas de sí mismo, y además es susceptible
de sufrir cambios adaptativos hereditarios mediante los mecanismos de evolución biológica. Un
organismo nace de la unión de un sistema metabólico, que es el que permite utilizar energía y
promover las reacciones químicas indispensables para el mantenimiento de sus condiciones
internas, y de un sistema genético que conserva las instrucciones necesarias para la construcción de
sus partes en el momento oportuno.
En todas las células actuales, de las funciones metabólicas se encargan las proteínas, y de las
genéticas los ácidos nucleicos: ADN y ARN. Para la construcción de los ácidos nucleicos son
precisos unos enzimas especiales, que no son sino proteínas, mientras que para la construcción de
las proteínas hacen falta las instrucciones contenidas en los ácidos nucleicos.
El sistema metabólico es, por tanto, indispensable para crear el sistema genético, y viceversa. Pero
¿cuál fue el primero? Y ¿cómo apareció uno sin la ayuda del otro? Durante mucho tiempo el
problema sobre el origen de la vida ha girado en torno a estas dos cuestiones, muy parecidas a la
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que hace referencia al huevo y la gallina, y únicamente ahora se comienza a adivinar una posible
salida.
Casi todas las teorías y modelos lanzados para explicar el origen de la vida se centran en el origen
del metabolismo o en el del sistema genético.
LAS PIEZAS DE LA VIDA.
Para que se cree un sistema metabólico, antes deben formarse las proteínas, y para que aparezca
un sistema genético, se deben formar antes los ácidos nucleicos. Las proteínas son largas cadenas
formadas por veinte tipos de aminoácidos diferentes, y los ácidos nucleicos son largas cadenas
formadas por cuatro tipos de nucleótidos distintos, pero ni los aminoácidos ni los nucleótidos se
forman ahora espontáneamente sobre la Tierra. El problema del origen de la vida es, ante todo, un
problema químico.
EL EXPERIMENTO DE MILLER.
Uno de los primeros hitos en la resolución del problema del origen de la vida fue un célebre
experimento llevado a cabo en 1953, en la universidad de Chicago, por el joven químico Stanley
Miller. En un frasco de vidrio lleno de una mezcla de hidrógeno, metano, amoniaco y agua, parecida
a la que debía estar presente en la atmósfera primitiva, Miller provocó, durante tres días, descargas
eléctricas con el fin de simular la acción de los rayos. Para su sorpresa, en el frasco se formó una
rica mezcla de aminoácidos. Éste y otros experimentos, en los que se utilizaban mezclas ligeramente
distintas, así como otras formas de energía, por ejemplo las radiaciones ultravioleta, demostraron en
poco tiempo que la formación de aminoácidos debió ser algo muy probable en las condiciones
supuestas para la primitiva Tierra.
Queda aún el problema, nada despreciable, de la “quiralidad”. Todos los tipos de aminoácidos
pueden existir en dos configuraciones, que no difieren en la composición molecular, sino en su
configuración espacial. Como consecuencia de dicha configuración polarizan la luz en dos sentidos
opuestos: horario (dextrógiros) o antihorario (levógiros). En los experimentos como el de Miller,
siempre se forma una mezcla de ambas configuraciones, pero las proteínas de los organismos vivos
están formadas exclusivamente por aminoácidos levógiros.
¿MOLÉCULAS DEL ESPACIO?
Aún más difícil resulta imaginar cómo se pudieron formar los primeros nucleótidos, compuestos por
una base orgánica, un azúcar y un radical fosfórico, que se encuentran en la base de la composición
química del ADN. En 1960, trabajando con una mezcla de amoniaco, ácido cianhídrico y agua, el
químico Joan Oró logró sintetizar adenina y guanina, dos de las bases orgánicas de los nucleótidos,
pero con un rendimiento bajísimo. Los nucleótidos que se obtienen uniendo a una base un azúcar y
un radical fosfórico, son extremadamente inestables en solución acuosa. No es por casualidad que el
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ADN de las células se encuentra “empaquetado” por unas proteínas especiales, y en un ambiente en
el que las moléculas de agua están unidas a iones.
Entre las hipótesis avanzadas para explicar el origen de los aminoácidos con su configuración justa,
así como la de los nucleótidos, está aquella según la cual dichas sustancias podrían haber llegado a
la Tierra desde el espacio -en el que se podrían haber formado en determinadas condiciones de
temperatura bajísima- por acción de cometas o meteoritos. El descubrimiento, en 1969, de trazas de
aminoácidos levógiros en un meteorito caído en Murchinson, en Australia, parece haber dado crédito
a esta hipótesis, pero no se tiene la certeza absoluta de que aquellos aminoácidos no fueran el
resultado de una contaminación sufrida por el meteorito tras su ingreso en la atmósfera terrestre.
Algunos científicos, como los astrofísicos Fred Hoyle (n.1915), Chandra Wickramasinghe y Francis
Crick (n.1916), premio Nobel por el descubrimiento de la estructura del ADN, se animaron a afirmar
que incluso las primeras formas de vida habrían llegado a la Tierra desde el espacio. Esta hipótesis,
llamada “panspermia dirigida”, nunca se ha visto confirmada experimentalmente, y no hace más que
desplazar el origen de la vida a otro planeta. Todas las demás teorías han buscado la respuesta en
la Tierra.
PRIMERO EL METABOLISMO.
Decidir si se formó antes el sistema metabólico o el genético, depende de los conocimientos que se
posean. Quizás por este motivo el primer modelo verdadero para explicar el origen de la vida,
propuesto por el investigador ruso Aleksandr I. Oparin (1894-1980) en 1952, cuando aún no había
nacido la biología molecular, lo basa todo en el metabolismo. Mejor dicho, en la célula.
LOS COACERVADOS.
Cuando a una mezcla de proteínas, azúcares, lípidos o ácidos nucleicos, se le añade agua, se
separan espontáneamente dos fases, una de ellas formada por pequeñas gotitas rodeadas por algo
parecido a la membrana plasmática de las células. A estas gotitas, ligeramente parecidas a células,
Oparin las llamó “coacervados”. En una serie de experimentos, coacervados que contenían enzimas
lograron asimilar sustancias del ambiente externo y someterlas a diversas reacciones químicas en su
interior.
La vida, según Oparin, se habría iniciado cuando una población casual de moléculas proteicas de un
coacervado, separada del ambiente externo por una membrana, se organizó en ciclos metabólicos,
es decir, en ciclos de reacciones químicas propiciadas por dichas moléculas, los primeros enzimas.
En consecuencia, sería antes la célula y después los enzimas. Los genes, entidades poco claras en
la época de Oparin, no aparecían aún en el modelo. En épocas más recientes se han propuesto
otros modelos de este tipo.
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LAS MICROESFERAS.
El bioquímico inglés Sidney W. Fox (n.1912) publicó, en 1977, los resultados de sus experimentos
con lo que él llamó “microesferas”. Colocando una mezcla de dos aminoácidos sobre arena de sílice
caliente, Fox logró obtener fragmentos proteicos que, al introducirlos en el agua, se asociaron y
formaron microesferas dotadas de algunas propiedades parecidas a las de las células: están
delimitadas por una membrana semipermeable; poseen cierta capacidad enzimática para promover
reacciones químicas de interés biológico; pueden producir en su interior esferas menores y liberarlas
al exterior; y son capaces de unirse a otras esferas y de dividirse. Se trata pues de un modelo
interesante para imaginar el origen de las primeras estructuras celulares. Otros investigadores, por
su parte, han buscado el origen de las membranas biológicas en las superficies de separación entre
el aire y el agua, donde se podrían haber depositado películas de proteínas y lípidos.
CRISTALES E INFORMACIÓN
Una dirección completamente distinta ha tomado otras investigaciones, orientadas a explorar la
posibilidad de que lo que haya hecho las funciones de material genético para guiar la síntesis de las
proteínas hayan sido algunos minerales con propiedades concretas. Según el químico inglés
Alexander Cairns-Smith, que propuso su idea en 1966, los que desarrollasen estas funciones
podrían haber sido los microcristales contenidos en la arcilla. En los retículos de este tipo de cristales
los átomos metálicos se disponen de manera irregular, lo que da lugar a una particular distribución
de cargas eléctricas sobre la superficie libre del propio cristal. Las moléculas orgánicas que se ponen
en contacto con ella, se disponen siguiendo dicha distribución de cargas eléctricas, de tal manera
que las reacciones entre ellas adquieren ciertas tendencias. De alguna forma, cierto tipo de
información se transfiere del cristal a las moléculas orgánicas. Según esta hipótesis, en
consecuencia, lo primero sería la arcilla, después los enzimas proteicos, más tarde las células y, sólo
al final, los ácidos nucleicos hubieran tomado el papel de la arcilla como portadores de las
informaciones genéticas. En 1986, el químico alemán Günter Wächtershäuser propuso como protomaterial genético los cristales de pirita, el sulfuro de hierro.
Más suerte, debido a una mayor confirmación experimental y a una mejor adecuación a lo que se
puede observar actualmente en la naturaleza, han tenido las teorías y los modelos según los cuales
lo primero que se habría formado sería un sistema genético basado en los ácidos nucleicos. Sólo
después habría aparecido un sistema metabólico por el cual las proteínas se habrían hecho cargo de
algunas de sus funciones.
PRIMERO EL SISTEMA GENÉTICO.
La hipótesis de que el sistema metabólico y el sistema genético se han formado conjuntamente se ha
descartado al considerarla demasiado complicada y poco probable. La otra posibilidad es que un tipo
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de moléculas consiga desarrollar, al menos temporalmente, tanto las funciones metabólicas como las
genéticas.
Lamentablemente, 3.500 millones de años de evolución biológica han eliminado cualquier rastro de
organismos que pudieran haber funcionado de forma distinta a como lo hacen los actuales. En los
organismos que viven actualmente sobre la Tierra, a excepción de algunos virus, la molécula
portadora de la información genética, y responsable de su transmisión de una generación a otra, es
el ADN. Sin embargo, se trata de una molécula totalmente pasiva, incapaz de replicarse ni de dirigir
la síntesis de las proteínas que codifica, sin la ayuda de otras moléculas: proteínas y ARN. El ARN,
además, hace muchas más cosas, especialmente la transcripción y traducción: es bajo la forma de
ARN como se copia la información genética almacenada en el ADN, unas moléculas de ARN forman
parte importante de los ribosomas, las partículas en las que tiene lugar la síntesis proteica, y otras
moléculas de ARN llevan hasta los ribosomas los aminoácidos que sirven para construir las
proteínas.
En consecuencia, hace ya tiempo que las investigaciones se centran sobre el ARN que, sin
embargo, no parece capaz de promover las reacciones químicas por sí solo, sin ayuda de las
proteínas.
UN MUNDO DE ARN.
Quizá el principal punto de desarrollo en las investigaciones sobre el origen de la vida apareciera en
1982, cuando el bioquímico estadounidense Thomas R. Cech descubrió que ciertas moléculas de
ARN son capaces de llevar a cabo algunas reacciones químicas por sí mismas, como por ejemplo
cortar algunas de sus partes y unir otras. Cada una de las moléculas podía promover un único ciclo
de reacciones, mientras que un enzima proteico lo puede repetir miles de veces, pero el dogma por
el que únicamente las proteínas estaban dotadas de actividad enzimática, ya había sido eliminado.
Un año más tarde, otro bioquímico estadounidense, Sidney Altman, demostró que otras moléculas
de ARN podían dar lugar a numerosos ciclos de reacciones, de la misma forma que lo hace un
enzima proteico. Debido a la extraordinaria importancia de sus descubrimientos, Cech y Altman
fueron galardonados con el premio Nobel de medicina en 1989.
Las funciones enzimáticas conservadas por el ARN en los organismos actuales, según propuso
entonces el bioquímico estadounidense Walter Gilbert (1922-1982), podrían ser el testimonio de un
ancestral “mundo de ARN”. Según tal hipótesis habría existido una fase de desarrollo de la vida en la
que los organismos estarían constituidos únicamente por ARN, fase que en un determinado
momento fue sustituida por la actual, en la que el ADN ha acaparado casi todas las funciones
genéticas y las proteínas las metabólicas.
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En torno a esta propuesta se han desarrollado los experimentos y modelos más importantes de
cuantos se han propuesto en los últimos años. La cuestión en este momento ha cambiado: ¿cómo
puedo originarse un “mundo de ARN”?
Una respuesta ya la había intentado dar el químico alemán Manfred Eigen (n.1927). Junto a sus
colaboradores, Eigen demostró, en 1981, que en presencia de un enzima proteico, una mezcla de
nucleótidos (los constituyentes básicos del ARN) da origen a una molécula de ARN capaz de
replicarse, de sufrir mutaciones, y de competir con la propia progenie por la supervivencia. Según
Eigen, la vida sobre la Tierra podría haber comenzado con una población de moléculas de ARN,
afines entre sí, pero no idénticas, cada una de las cuales funcionaba como modelo para la síntesis
de nuevas moléculas. En esta población, llamada “cuasi-especie”, los individuos competían entre sí:
los más parecidos y que constituían la mayor parte de la población, sobrevivían, los que acumulaban
demasiadas mutaciones quedaban descartados. Únicamente después, varias “cuasi-especies” de
ARN se habrían asociado con poblaciones de proteínas y habrían alcanzado, con el tiempo, un
equilibrio estable. En esta nueva situación, a la que Eigen llamó “hiperciclo”, el ARN comenzó a
llevar la información genética necesaria para la construcción de nuevas proteínas, y las proteínas
comenzaron a ayudar al ARN a sintetizar copias de sí mismo y de otras proteínas. Así quedó
establecida la “división del trabajo” entre los ácidos nucleicos y las proteínas.
Parecidos en ciertos aspectos a los experimentos de Eigen son los del químico estadounidense
Leslie Orgel. Partiendo de la misma mezcla de nucleótidos, en ausencia de un enzima proteico pero
en presencia de una molécula de ARN que funciona de modelo, también Orgel logró crear
poblaciones de moléculas de ARN con un comportamiento similar al observado por Eigen.
Aunque actualmente es la teoría más convincente, el “mundo de ARN” plantea dos problemas que
aún no han podido ser resueltos. El primero es de tipo químico; el segundo, probabilístico.
El primero. El problema químico, ya esbozado, es el del origen de los nucleótidos que forman el
ARN. Nadie ha sido capaz aún de proponer la manera por la cual, en la atmósfera o en el océano
primitivo, se pudieron formar cantidades suficientes de nucleótidos con la estructura química
adecuada. Algunos investigadores han estado verificando la posibilidad de encontrar precursores
químicos más sencillos para el sistema genético primordial, cuya síntesis pueda ser menos
problemática. Sería posible que hubiera existido un ácido nucleico más simple, aunque menos
preciso, cuya función fuera acaparada posteriormente por el ARN. El segundo problema lo planteó
Úrsula Niesert, investigadora alemana, y se refiere a la posibilidad de que, una vez formadas las
moléculas de ARN capaces de replicarse y de evolucionar compitiendo entre sí y colaborando con
moléculas proteicas, fueran, además, suficientemente estables.
Los modelos de “mundo de ARN”, como el propuesto por Eigen, presuponen, de hecho, que la
replicación de las moléculas de ARN portadoras de la información genética funciona de manera casi
perfecta. Si durante la replicación ocurren errores, es decir, si algunos nucleótidos son sustituidos
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por otros, estos errores se acumulan de generación en generación, desencajando rápidamente todo
el sistema: tiene lugar, así, la llamada “catástrofe de los errores”. La máxima tasa de error
aceptable, calculada por Niesert en una serie de simulaciones por ordenador, es bajísima, más o
menos parecida a la que se puede observar en los sistemas genéticos actuales, mucho más
perfeccionados que los primitivos y dotados de sofisticados mecanismos de control y reparación de
los eventuales errores de “copiado”.
Las simulaciones han mostrado otras tres posibles “catástrofes” que podrían haber ocurrido en un
“mundo de ARN”. La más probable es la del llamado “ARN egoísta”, es decir, la posibilidad de que,
tras una serie de mutaciones, una molécula de ARN logre replicarse a sí misma con mayor velocidad
que las moléculas con las que compite, pero que pierda parte de sus funciones enzimáticas y se
convierta en un auténtico parásito que termine por bloquear el sistema completo.
UNA SÍNTESIS POSIBLE.
También uno de los grandes físicos de este siglo, el estadounidense de origen inglés Freeman
Dyson, ha intentado contribuir a solucionar la incógnita del origen de la vida. El suyo ha sido un
intento por unir en un modelo teórico unitario las dos principales líneas de investigación, la que se
orienta hacia el origen del sistema genético y la que lo hace sobre el origen del sistema metabólico,
salvando los problemas que ambas siguen planteando.
Según Dyson, el origen de la vida podría haber sido, en realidad, doble: primero podría haberse
dado un sistema metabólico basado en las proteínas y, más tarde, otro genético basado en el ARN.
Ambos se unirían con un tipo de relación que inicialmente podría haber sido de parasitismo pero que,
con el tiempo, evolucionó hacia una relación de simbiosis.
¿POR QUÉ DEBIÓ SER ANTERIOR EL SISTEMA METABÓLICO?
Dyson partió de una analogía ilustrada por el gran matemático estadounidense de origen húngaro
John von Neumann (1903-1957) en 1948.
Igual que un ordenador, un ser vivo está formado por dos componentes fundamentales que, para
utilizar términos aparecidos posteriormente en el ámbito de las mismas investigaciones (von
Neumann es el “padre” de los ordenadores), se podrían llamar un hardware y un software: el primero
elabora la información, el segundo la contiene. En una célula, el hardware son las proteínas,
mientras que los ácidos nucleicos -ADN o ARN- son el software.
Para que el organismo se reproduzca son necesarias ambas partes, pero desde el punto de vista
lógico el hardware antecede al software. Un organismo constituido únicamente por hardware puede
seguir existiendo y conservar su propio metabolismo mientras halle nutrientes. Un organismo
compuesto únicamente por software se verá obligado a ser parásito, puesto que sin hardware en el
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que replicarse no puede hacer nada. Igual sucede con los virus, que dotados únicamente de sistema
genético, necesitan del aparato metabólico de las células para replicarse.
EVOLUCIÓN POR PARASITISMO.
Según Dyson, los primeros organismos fueron células dotadas de un aparato metabólico controlado
por enzimas proteicos, capaces de crecer y de dividirse tal y como hacen los coacervados de Oparin
o las microesferas de Fox. Estas células primitivas no se replicaban con la exactitud con que lo
hacen las actuales, pero estaban a salvo del riesgo que supone la “catástrofe de los errores” puesto
que, al carecer de sistema genético, los eventuales errores cometidos durante un ciclo de división no
se podían transmitir al siguiente, es decir, no se podían acumular. Se trataba de organismos no
demasiado sofisticados, pero sí bastante robustos y estables, que en el transcurso de millones de
años, y mediante una selección de tipo darwiniano, hallaron la forma de perfeccionar las propias vías
metabólicas.
Una de estas vías fue la síntesis de ATP (adenosíntrifosfato), la molécula que, aún hoy, es el principal
transportador de energía en todos los organismos, y después del AMP (adenosinmonofosfato), uno de
los principales mensajeros intracelulares. El AMP es también un constituyente químico de uno de los
cuatro nucleótidos que forman parte del ARN. Un día, una de estas protocélulas llenas de AMP sufrió un
accidente: se formaron los nucleótidos, los cuales, gracias a la cooperación de los enzimas presentes en
la célula, se unieron para formar una molécula de ARN que comenzó a replicarse por sí sola. En otras
palabras, tuvo lugar lo que ocurrió miles de millones de años más tarde en el laboratorio de Manfred
Eigen. Esta hipótesis salva el problema de la síntesis espontánea, es decir, en ausencia de enzimas, de
los primeros nucleótidos.
En un primer momento, el ARN así formado debería comportarse como un parásito, utilizando los
nucleótidos sintetizados por la célula para fabricar nuevas copias de sí mismo. Copias, recordemos, que
competían entre sí y mejoraban progresivamente la capacidad de replicarse. Con el tiempo, como suele
suceder en las relaciones entre los parásitos y sus huéspedes, los dos “organismos” hallaron la manera
de hacerse cada vez menos daño hasta que lograron hacerse útiles mutuamente: el ARN se encargó de
replicar con mayor eficiencia el aparato metabólico proteico, mientras que las proteínas se encargaron
de replicar con mayor precisión al ARN, y más tarde a una molécula muy parecida que tomó su lugar: el
ADN.
La evolución por parasitismo y simbiosis, hipótesis avanzada inicialmente por la bióloga estadounidense
Lynn Margulis para explicar el origen de la actual célula eucariota, es un fenómeno que se ha verificado
con posterioridad varias veces en el curso de la historia de la célula.
LOS DESARROLLOS MÁS RECIENTES.
Todas las investigaciones sobre el origen de la vida parten de presupuestos no muy alejados a los
enunciados por Charles R. Darwin (1809-1882) hace más de un siglo: la vida nació en un “pequeño
estanque templado”, es decir, en una solución concentrada de materia orgánica, en la que,
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casualmente, una mezcla de las moléculas adecuadas halló la manera de dar vida a algo que era
capaz de captar nutrientes, crecer y multiplicarse, y que tuvo tiempo de mejorar poco a poco su
propio funcionamiento hasta convertirse en ese milagro de complejidad y perfección que es una
verdadera célula.
IMPACTOS CATASTRÓFICOS.
En los últimos años, los geofísicos han echado por tierra esta idea de evolución lenta, gradual y
tranquila. Durante los primeros mil millones de años de vida de la Tierra, el periodo a cuyo término ya
existían organismos complejos y perfeccionados como las cianobacterias, nuestro planeta debió ser
cualquier cosa menos tranquilo.
Hasta hace al menos 3.800 millones de años la Tierra estuvo sometida a un intensísimo bombardeo
de asteroides y cometas, residuos del origen del Sistema Solar. Mientras sobre la Tierra las señales
de esos antiguos impactos han sido borradas por la erosión y por la dinámica continental, sobre la
Luna aún son visibles. En aquél periodo, nuestro satélite fue golpeado, al menos, por dos asteroides
de más de 100 km de diámetro. Según un cálculo basado en la mayor superficie y mayor atracción
gravitacional de nuestro planeta, la Tierra debió recibir cerca de 32 impactos de cuerpos celestes de
parecidas dimensiones. Los impactos debidos a cuerpos más pequeños se cuentan por centenares.
La consecuencia de los impactos con los asteroides se han estudiado recientemente, después de
que el geólogo Walter Álvarez lanzase, en 1981, su célebre hipótesis según la cual la extinción de
los dinosaurios y del 75% de las formas de vida existentes sobre la Tierra sucedida hace 65 millones
de años (extinción del Cretácico) se debiera al impacto con un asteroide de un diámetro aproximado
de diez kilómetros.
Los modelos computerizados indican que el impacto con un asteroide de un diámetro de 100 km,
además de dejar un cráter de unos 1.500 km de diámetro, habría levantado una gigantesca nube de
rocas vaporizadas a una temperatura de cerca de 2000 ºC, que, por su parte, habría evaporado los
estratos superficiales de los océanos llenando la atmósfera de vapor de agua. Este gas, dotado de
una gran capacidad de retención de calor, es decir, de producir el efecto invernadero, habría hecho
que la temperatura de la atmósfera se elevase hasta más allá de 1000 ºC, para comenzar a
descender hasta dar lugar a las primeras lluvias sólo después de transcurrir unos 2000 o 3000 años.
Impactos de estas dimensiones, y probablemente aquellos mucho más frecuentes debidos a cuerpos
de menor tamaño, habrían esterilizado por completo cualquier “pequeño estanque” existente sobre la
Tierra. En otras palabras, las formas de vida ya existentes hubieran sido rápidamente eliminadas.
La vida, en consecuencia, podría haber intentado surgir sobre nuestro planeta en diversas
ocasiones, o hacia el final del periodo de máxima frecuencia de bombardeo cósmico. En cualquier
caso, las cosas debieron suceder a mucha mayor velocidad de lo que se pensaba hasta ahora. Es
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posible, incluso, que es paso de las primeras proteínas o de los primeros ácidos nucleicos a las
células haya tenido lugar en el transcurso de unos pocos millones de años.
LA VIDA SE REFUGIA EN LOS ABISMOS.
Una alternativa que hoy se toma en consideración es la de que, mientras la superficie terrestre
estaba sometida a un continuo bombardeo de asteroides, la vida se desarrollase, o se refugiase, en
un lugar mucho más tranquilo: el fondo de los océanos.
Muchos investigadores, animados por las hipótesis formuladas por el microbiólogo estadounidense
Norman Pace, están convencidos de que el refugio de las primeras formas de vida fueron las fuentes
hidrotermales oceánicas. Descubiertas en 1977 por un submarino de investigación estadounidense
cerca de las islas Galápagos, en el océano Pacífico, las fuentes hidrotermales se formaron en las
rupturas de la corteza terrestre llenas de magma incandescente. El agua del océano penetra en ellas
y, al llegar al punto de ebullición, sale cargada de sales minerales de todo tipo, tal y como sucede en
un géiser. En torno a estas fuentes viven riquísimas colonias de bacterias termófilas, es decir,
amantes del calor, capaces de utilizar las sales minerales del agua para su propio sustento. Las
bacterias, por su parte, constituyen la base de una cadena alimentaria que da de comer a un gran
número de organismos entre los que se encuentran moluscos, gusanos gigantes y camarones
ciegos. La corteza terrestre primitiva debía ser tan fina que fuentes de este tipo debían ser muy
comunes en el océano.
El microbiólogo estadounidense Carl Woese ha proporcionado una importante confirmación a esta
hipótesis. Se sabe hace ya mucho tiempo que todos los organismos se originaron a partir de un
antepasado común, porque todos, desde las bacterias hasta el hombre, comparten el mismo código
genético. Woese ha estudiado las relaciones de parentesco que se dan en las raíces del árbol de la
vida, entre las bacterias. Confrontando los patrimonios genéticos de los diferentes tipos de bacterias,
ha llegado a la conclusión de que las formas más antiguas son las que habitan en las fuentes
hidrotermales y en los géiseres.
Si no nació en un “pequeño estanque templado”, la vida podría haber nacido en una “olla a presión”.
El hecho de que, nada más nacer, la vida estuviera protegida del bombardeo meteórico por algunos
miles de metros de agua oceánica, no excluye la posibilidad de que se formase en la superficie
terrestre y que los abismos no fuesen más que un refugio del que saldría posteriormente.
UN SUCESO RÁPIDO E INEVITABLE.
Con el avance de los conocimientos, los científicos están actualmente convencidos de que la vida es
el resultado de procesos estrictamente químicos, una concepción determinista. Esto habría tenido
dos consecuencias.
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La primera es que habría sido un proceso relativamente rápido: algunas estimaciones hablan de
alrededor de diez millones de años.
La segunda es que, bajo determinadas condiciones, la aparición de la vida sea, por así decirlo, algo
obligado, inevitable. Si se considera que existen 100.000 millones de estrellas en la Vía Láctea, y que
ésta es únicamente una de los 10.000 millones de galaxias del Universo, existe mucho margen de
posibilidades para que hayan aparecido vidas celulares similares a la nuestra en otros planetas.
Que en cualquier parte existan plantas o animales como los que vivimos sobre la Tierra, o incluso
formas dotadas de inteligencia, parece, sin embargo, altamente improbable, puesto que la evolución
biológica que las ha creado no es un proceso determinista, sino algo tremendamente dependiente de
una concatenación de hechos históricos imprevisibles. Un proceso, en consecuencia, que nunca se
repite dos veces de la misma forma.
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