Matar en nombre de Dios. Iglesia y violencia política en Colombia en el tránsito de los siglos XIX al XX Carlos Sixirei Universidade de Vigo Introducción El conflicto viene de lejos. En Colombia (también en otras partes de América) la Iglesia entró muy pronto en litigio con las autoridades de los recién creados Estados independientes nacidos del derrumbe del imperio español. De hecho el papel reservado a la Iglesia se convertiría en uno de los ejes alrededor de los cuales iba a pivotar la política colombiana durante siglo y medio. Tanto fue así que los independentistas debieron asumir posiciones públicas de extrema devoción para contrarrestar los ataques que se les hacía desde la jerarquía eclesiástica, en su inmensa mayoría de lealtades monárquicas, quien no dudaba en calificarlos de ateos. Nariño y sus seguidores, por ejemplo, en el vano intento de acallar a sus detractores, proclamaron a Jesús Nazareno Generalísimo de los Ejércitos de Cundinamarca y muchos patriotas llevaban en el sombrero una escarapela con una estampa y el anagrama de la orden jesuita (JHS) sobre un corazón en llamas coronado por una cruz1. A pesar de estas manifestaciones pietistas los problemas no tardaron en llegar. El gobierno neogranadino, como le ocurría a sus pares de Latinoamérica, se consideraba legítimo sucesor del Patronato Regio que concedía a los reyes de España el derecho de presentación. Pero en Roma las cosas se contemplaban desde otra perspectiva. La Corte Vaticana vio la ocasión de oro para liberarse del incómodo patronato y no estaba dispuesta a conceder la prórroga del privilegio. El problema estaba en que muchos obispos habían abandonado el país y había numerosas diócesis vacantes por lo que el gobierno independiente se puso a nombrar obispos sin consultar con Roma. El propio 1 Ver Cecilia Henríquez: Imperio y ocaso del Sagrado Corazón en Colombia. Un estudio históricosimbólico. Altamir Ediciones, Bogotá, 1996 Santander, en esto como en tantas cosas opuesto a Bolívar, era partidario de mantener a toda costa el Patronato para ejercer control directo sobre los nombramientos eclesiásticos y tener así una Iglesia sometida2. Si bien los obispos habían hecho causa común con las autoridades coloniales, a lo que no era ajeno el Papa Pío VII que, como antiguo prisionero de Napoleón, guardaba escasas simpatías hacia la causa liberal (su encíclica Etsi longissimo del 30-I-1816, afirmaba la autoridad de Fernando VII), el bajo clero era mayoritariamente partidario de la independencia lo que le valió el reconocimiento de las nuevas autoridades. Los 25 años que siguen a la emancipación se pueden considerar las décadas doradas del clericalismo liberal que bebía en las fuentes de la Ilustración y del reformismo moderado del S.XVIII. No eran raros los religiosos seculares que pertenecían a la masonería (Andrés Rosillo, José Antonio Chavarrieta, Nicolás Cuervo etc.). Tal vez el más importante de estos clérigos que flirteaban con las logias sea Fernando Caicedo y Flórez, primer Arzobispo bogotano de la República. Y no fue el único que siendo liberal llegó a ocupar una cátedra episcopal. Aunque con diferencias internas, el nutrido grupo de clérigos ilustrados mantenía varias características comunes entre las que podemos señalar: - Eran favorables a la participación directa del clero en la política - Se mostraban muy críticos con la vida monástica a la que consideraban inútil y periclitada. Sin embargo aceptaban a las órdenes religiosas dedicadas a la acción social (educación, caridad etc.) - Calificaban como muestras de fanatismo y superstición las prácticas de la piedad popular - Eran decididos defensores de mantener el patronato y una suerte de regalismo republicano. Frente a este sector liberal había un grupo más minoritario de católicos tradicionalistas, defensor de las tradiciones hispanas en el terreno de la moral y la 2 Leturia, P. De: Relaciones entre la Santa Sede e Hispanoamérica 3 Vol. Sociedad Bolivariana de Venezuela, Caracas, 1959-60 religiosidad y completamente opuestos a la masonería. Su principal figura en estos años fue el cura Francisco Margallo, gran orador e incansable escritor que, sin embargo, a pesar de su conservadurismo, apoyó la independencia. Será este núcleo anti liberal y anti masónico el que poco a poco irá ocupando mayores espacios en el seno de la iglesia colombiana y el que acabará por provocar los primeros enfrentamientos Del liberalismo al ultramontanismo En Roma no se respiraban aires propicios a la mentalidad liberal. Era precisamente en este campo ideológico en el que se agrupaban los principales enemigos del papado en cuanto poder temporal. Las conspiraciones se sucedían protagonizadas por sociedades secretas como la de los carbonarios y la creciente oposición a las monarquías absolutas hacía presagiar lo peor. Y lo peor se inició a partir de 1830: El antiabsolutismo se mezcló con el nacionalismo y la Iglesia Católica aparecía como aliada de los monarcas absolutos y de los imperios por lo tanto pasó a convertirse no solo en uno de los enemigos a batir, sino en el principal. En el liberalismo predominaba además la doctrina de la separación de la Iglesia y el Estado, la enseñanza laica y pública, la secularización de los cementerios, la libertad religiosa y otras amenazas que ponían los pelos de punta a la Curia vaticana. La respuesta fue el reforzamiento del centralismo estatal en torno a la figura del papa y el rearme ideológico. El primero culminaría con la proclamación del dogma de la infabilidad pontificia en el Concilio Vaticano I y el segundo tomaría forma en la doctrina romanista. Los ecos de estos conflictos no tardaron en llegar a Hispanoamérica. En Colombia, aún partiendo de presupuestos liberales, se estaba evolucionando claramente hacia posturas muy conservadoras. De hecho los propios clérigos que habían manifestado (y seguían manifestando) sus simpatías por la república, abandonaban cualquier veleidad liberal tan pronto ascendían al episcopado. Esto ocurría cuando el panorama dentro del catolicismo nacional estaba cambiando. En efecto, el sector que había sido más propicio a la causa realista durante la independencia, comenzó a organizarse en la llamada “Sociedad Católica”, creada en 1838 y que contaba con el apoyo del pronuncio (aunque no con el del Arzobispo de Bogotá) Gaetano Baluffi. La figura más destacada de esta asociación fue su fundador Ignacio Morales, de declaradas simpatías monárquicas. En su torno se agruparon clérigos, frailes y algunos profesores de la Universidad. Todos ellos bebían en las fuentes doctrinales del tradicionalismo francés: Lamennais, De Maistre, Chateaubriand, de Bonald etc. Uno de los principios de la sociedad era “participar en la lucha política evitando que el pueblo votara por candidatos que fueran impíos”3. No era simple retórica. Al año siguiente quedaría claro que lo de participar en la lucha política, no se limitaba en exclusiva al debate de ideas. En mayo de 1839 el Congreso de la República decidió cerrar los conventos de menores de Pasto, en los que había unos pocos frailes ecuatorianos, y dedicar sus rentas al sostenimiento de la educación pública en aquella provincia. Esta medida provocó la sublevación de la población ultracatólica pastusa que ya durante la guerra de la independencia, fue la que expresó de manera más decidida su lealtad a la causa monárquica. En la llamada Guerra de los Conventos, se mezclaban ideas bastante contradictorias: Por una parte había una defensa cerrada de una Iglesia a la que se consideraba perseguida, por otra se proclamaban reivindicaciones federalistas. Pero el federalismo en Colombia había sido campo propio de Santander y sus seguidores quienes, de inmediato, en vez de apoyar a los sublevados, pasaron a ofrecer sus servicios al gobierno de la República, de escasas simpatías federalistas (el grupo principal en el gobierno era conocido como “bolivariano”). La Sociedad Católica, a su vez, se movilizó en apoyo de los pastusos y contra el gobierno, un gobierno que, sin embargo, era bastante proclive a los intereses eclesiásticos. Los rebeldes fueron derrotados pero una inesperada desviación de los acontecimientos permitió conocer, con algunos años de retraso, el nombre de los implicados en el asesinato del Mariscal Sucre. Uno de ellos era Antonio M. 3 Ver Bidegain, Ana María (dir.): Historia del Cristianismo en Colombia. Ed. Taurus, Bogotá, 2004 Alvarez, jefe militar de la sublevación pastusa, lo que no tenía nada de particular considerando los sentimientos anti independentistas de la mayor parte de la población. Pero el otro, y principal cerebro del magnicidio, era el General José María Obando, jefe del santanderismo y líder de la oposición al gobierno. Tampoco Obando resultaba extraño dado que Santander estaba muy enfrentado a Bolívar y Sucre era el principal apoyo y hombre de confianza del Libertador. Pero al gobierno le venía como anillo al dedo el descubrimiento de toda esta historia pues Obando, al fin y al cabo, había ofrecido sus servicio al Presidente Márquez con la intención de postularse como sucesor. La Sociedad Católica, entre tanto, procuraba extender su influencia a través de la prensa. El Observador Católico (Bogotá) y El Investigador Católico (Popayán) fueron sus primeras publicaciones. El carácter combativo de estas publicaciones no ahorró ni a la figura del Arzobispo Primado, Manuel José Mosquera, quien, por no ser simpatizante de la entidad y por su clara oposición a que el clero interviniese en política, fue tildado de cobarde, traidor, regalista y hasta de rebelde al Papa. Esta campaña contaba con el apoyo del pronuncio quien echaba más leña al fuego en sus informes secretos a la Secretaría de Estado. Los sectores liberales decidieron cortar por lo sano la actividad de la Sociedad y los enfrentamientos entre ambos bandos pasaron de la agresión verbal en la prensa a la agresión física en las calles y en los mismos templos. La Guerra de los Supremos (1839-41), que enfrentó a santanderistas con bolivarianistas, y las elecciones de 1842 supusieron el fin de las Sociedades Católicas que en buena parte se acabaron por disolver. Pero su acción militante y su hostilidad absoluta hacia el liberalismo dejaría escuela y años más tarde serían resucitadas. Sin embargo se debe reconocer que los gobiernos de Colombia entre 1838 y 1846 favorecieron bastante a la Iglesia. Por ejemplo en 1844 se permitía el retorno al país de la Compañía de Jesús y se aprobó un plan de estudios inspirado en las doctrinas del tradicionalismo español. La llegada del primer grupo de jesuitas, para más INRI integrado exclusivamente por españoles y abiertamente anti regalista, encendió en el liberalismo todas las alarmas. Con la elección del General Tomás Cipriano de Mosquera, grado 33 en la logia masónica de Bogotá, comenzaron a aplicarse medidas anticlericales al ser vistos los sectores eclesiásticos como el principal obstáculo para la modernización del país. El Presidente, primo del Arzobispo Primado, abriría la espita de estas medidas continuadas por su sucesor José Hilario López quien volvió a expulsar a los jesuitas en 1849 por ver en ellos el principal baluarte del partido conservador. Es justamente en estos años cuando aparecen en la escena política colombiana los dos principales protagonistas que estarían en el primer plano en los cien años siguientes: Los liberales y los conservadores. Si el debate sobre la forma del Estado (federalismo o centralismo) había articulado hasta entonces el juego político, desde mediados del S.XIX la Iglesia aparece como una de las principales referencias para la toma de posiciones. La modernización del Estado pasaba, para los que se definían como liberales y procedían en buena medida de las filas del santanderismo, por la supresión de los privilegios clericales y la separación de la Iglesia y el Estado. Entre los puntos básicos del programa liberal estaban el desafuero eclesiástico, la libertad religiosa, la libertad de enseñanza, la libertad absoluta de imprenta y de opinión, la abolición de los diezmos y la expulsión de los jesuitas. Para los conservadores, por el contrario, era necesario mantener la educación bajo control religioso (de ahí su defensa de los jesuitas), reducir la libertad de expresión si ésta servía para atacar las creencias y mantener los cementerios en manos de la Iglesia, entre otras cuestiones. Como los años centrales del siglo contemplan la hegemonía liberal, la Iglesia se encontró con un clima de hostilidad oficial a la que hizo frente por todos los medios. La política anticlerical del liberalismo se reflejó en un conjunto de leyes que limitaban los privilegios de la Iglesia e intervenían también en su propia organización: La ley del 27 de mayo de 1851 dispuso que los párrocos fuesen elegidos por los cabildos municipales entre los candidatos que proponía el diocesano respectivo (una aplicación al revés del antiguo derecho de presentación). Obviamente muchos obispos se negaron a someterse a tal norma comenzando por el Primado que fue desterrado por las autoridades. Del mismo año son las leyes que suprimían los derechos de estola, el fuero eclesiástico, y la de expulsión de los jesuitas. Con anterioridad se había pasado la percepción de los diezmos a las provincias que se comprometían a pagarle un sueldo sobre ellos a arzobispos, obispos y capítulos catedralicios. En 1853 se daba por finalizado el patronato eclesiástico y se legislaba el matrimonio civil y el derecho al divorcio. Bajo la presidencia del conservador Ospina Rodríguez los jesuitas regresaron a Colombia (1858) pero con el liberal Mosquera volvieron a ser expulsados en 1861. La cuestión religiosa se convierte poco a poco en el eje del debate político. La Iglesia, sintiéndose perseguida, busco aliarse con el Partido Conservador y los elementos liberales que aún había en su seno fueron marginados de modo que hacia 1870 había muy pocos miembros del clero que se atrevieran a manifestar simpatías por el liberalismo y la antigua mayoría que conectaba con los ideales ilustrados fue sustituida por una nueva de tradicionalistas y ultramontanos, lo que además resultó fortalecido con la política de nombramientos episcopales y, en especial, con el del arzobispo de Bogotá. A su vez un importante número de intelectuales afiliados al conservatismo surgió en estos años en defensa de la causa católica. Intelectuales, además de gran talla como José Eusebio Caro, Rufino Cuervo, Miguel Antonio Caro, José Manuel Groot etc. Serán los motores de las potentes asociaciones literarias y políticas en las que harán sus primeras armas una nueva generación de jóvenes conservadores y católicos que protagonizarán los grandes enfrentamientos armados con el liberalismo en las décadas siguientes. De todos modos el campo católico no era internamente homogéneo. Buena parte del laicado y el bajo y medio clero además de algunos obispos como los de Medellín, Pasto y Popayán eran muy extremistas y no dudaban en elevar el tono del conflicto a la categoría de cruzada con todo lo que ello suponía. Por otro lado el Arzobispo de Bogotá y algunos otros jerarcas, representaban una opción más moderada pues, aún mostrando una radical oposición a las políticas laicistas, procuraban evitar que el conflicto derivara hacia la lucha armada. En la década de los Sesenta la ruptura entre conservadores y liberales se hizo definitiva. Las medidas anticlericales (expropiación de bienes eclesiásticos, cierre de conventos, libertad de cultos etc.)4 dejaron profundas e imborrables huella entre la opinión católica quien veía que solo por la fuerza se podría detener el torrencial proceso de laicización de la sociedad colombiana. La opinión dominante era que el Estado pretendía destruir la Iglesia y que los católicos estaban legitimados para oponerse, hasta con violencia, a esta política. La gota que colmó el vaso fue la ley de educación de 1870 que instituía una enseñanza primaria obligatoria, gratuita y neutral en el campo religioso. Los sectores intransigentes del episcopado y del clero aliados íntimamente con la plana mayor del Partido Conservador iniciaron la resistencia en el Cauca dando lugar a una guerra civil llamada Guerra de los Intransigentes. Los obispos del sur del país se convirtieron en los principales agitadores mientras que múltiples sacerdotes se apuntaron como combatientes en las filas de los sublevados. En Antioquia, Cauca, Nariño, Boyacá y Cundinamarca se multiplicaron las Juntas de Socorro locales, generalmente presididas por religiosos para atender las necesidades de las familias de los combatientes, en especial de las de aquellos que caían en defensa de la Patria y de la Religión5. Los elementos conciliadores dentro del catolicismo y del liberalismo (seguía habiendo destacados núcleos de laicos que se consideraban a si mismos como católicos y liberales sin que ello les supusiera ninguna contradicción) fueron arrinconados e incluso perseguidos y la intolerancia se impuso en ambos bandos. La victoria gubernamental en el campo de batalla hizo fracasar las pretensiones conservadoras y abrió el grifo de la venganza. El 4 El liberalismo contribuyó a exacerbar los ánimos con gestos de prepotencia como la entrada de soldados en los conventos de clausura de Tunja, Bogotá y Popayán que expulsaron a las religiosas incluso a golpes. La opinión pública, incluyendo a aquella de claras simpatías liberales, fue negativamente impactada por estos actos de violencia gratuita presenciados a plena luz del día por numerosos ciudadanos. La única razón que explica la expulsión de las religiosas de las que no constaba la menor actividad política, fue el deseo del Estado de incautarse del enorme patrimonio en bienes muebles que poseían y en el que figuraban también los objetos utilizados en la liturgia, desde cálices hasta manteles. 5 V Edgar Bastidas: Las guerras de Pasto. Ediciones Testimonio, Pasto, 1979 radicalismo oficialista expulsó del país a los obispos de Medellín, Popayán, Pasto y Antioquia que eran los agitadores más destacados, suprimió el pago de las rentas eclesiásticas creadas para compensar al clero de la desamortización de sus bienes, e impuso restricciones a la predicación y a la libre expresión al instaurar una Ley de Inspección de Cultos que ya había estado en vigencia con anterioridad. La victoria del radicalismo resultó sueño de un día. En las elecciones de 1878 llegó al poder una facción moderada del liberalismo llamada de los independientes que permitió a los católicos recuperar terreno perdido hasta llegar a hacerse con el poder en la época de Rafael Núñez. El cambio de situación se reflejó en la nueva Constitución de 1886 que representaba un giro de 180º con respecto a la liberal de 1863 también conocida como Constitución de Rionegro El catolicismo bajo la Regeneración Se denomina como Regeneración al periodo de la Historia colombiana que va de 1880 a 1894 y que se puede definir como una etapa de esfuerzo para civilizar la vida política nacional durante la que, bajo la égida de Rafael Núñez, se tomaron medidas para la modernización de la administración pública y de la economía. Resultaría sin embargo un vano esfuerzo pues las rivalidades partidarias se habían convertido en guerras fratricidas y las heridas abiertas por los conflictos civiles de la década de los setenta continuaban sangrando. Ni los católicos conservadores estaban dispuestos a permitir que los liberales llegaran al poder, ni los liberales estaban dispuestos a tolerar la hegemonía conservadora. Con tal panorama, la vuelta a la lucha armada era simple cuestión de tiempo. La nueva constitución declaraba al catolicismo como religión oficial del Estado. Era una gran victoria de los sectores intransigentes. Victoria reforzada por el rearme ideológico y devocional de la Iglesia colombiana. El primero de ellos pivotó en torno al sometimiento absoluto a la doctrina romanista y a la introducción de nuevas órdenes religiosas, el segundo en la sustitución de las viejas prácticas pietistas heredadas de la época colonial por otras nuevas importadas de Europa. La Regeneración es la época dorada del culto al Sagrado Corazón, importado de Francia a través de los jesuitas y que tiene como principales instrumentos difusores la revista “El Mensajero del Corazón de Jesús” aparecida en junio de 1867 y el Apostolado de la Oración creado en octubre del año siguiente. En 1873 las asociaciones promotoras del culto estaban presentes en 70 municipios y en 1874 en un gran acto público, la archidiócesis de Bogotá se consagró oficialmente al Corazón de Jesús. Ahora bien, este culto no era inocuo, tenía implicaciones políticas pues el Apostolado de la Oración fue utilizado como arma contra el liberalismo y en defensa de los gobiernos conservadores. En la década de los noventa, con fuerte oposición liberal y de las logias masónicas, Colombia experimentó una fiebre de consagraciones al Sagrado Corazón que afectaba a municipios y departamentos. Fue también en estos años cuando la propia Iglesia se encargó de dinamitar cualquier intento de aproximación entre liberales y conservadores y entre liberales y católicos (por más que la gran mayoría de los liberales fuesen católicos practicantes). Así ocurrió con los escritos del cura Baltasar Vélez en la revista El Repertorio Colombiano en mayo y agosto de 18976 que fueron condenados por la propia Inquisición Romana o con el libro “El liberalismo no es pecado” escrito por el líder liberal Rafael Uribe y que fue explícitamente prohibido por decreto del Arzobispo Primado. Pero tal vez la figura más enconadamente antiliberal del clero colombiano fue el obispo de Pasto, el religioso español fray Ezequiel Moreno quien pretendió llevar las condenas del Syllabus hasta sus últimas consecuencias. Moreno fue un fanático extremista que contribuyó de manera decisiva a la polarización política que acabaría desembocando en la Guerra de los Mil Días. Fray Ezequiel pertenecía a la orden de Ermitaños Descalzos de San Agustín y había comenzado su actividad misionera en Filipinas. Enviado a Colombia entabló una gran amistad con Miguel Antonio Caro, entonces vicepresidente de la República, a cuyos buenos oficios ante 6 Eran dos cartas que llevaban el título común de “Los intransigentes” la nunciatura debió el nombramiento de obispo. Un historiador escribió que Moreno llegó a Pasto de obispo para ponerse botas de general7. Los esplendores de la entrada en la diócesis, en junio de 1896, con revista de tropas incluida, fueron un prólogo adecuado a lo que vino después. Las ideas sociales del obispo, se podían resumir en lo siguiente: El poder y la riqueza son dones de origen divino por lo que se debe estar cerca de esos favorecidos de Dios para ayudarlos con la asistencia espiritual del clero enseñándoles a usar esos dones para glorificar al Señor. En cuanto a las políticas se reducían a la siguiente: El conservatismo colombiano es, ante todo, un partido católico y como tal debe estar colocado por encima de todo lo que de mundano tenga la política. Por su parte el liberalismo, simplemente es pecado. Con tales planteamientos, Moreno pasó a convertirse en martillo de herejes, es decir, de liberales, en todo el sur de Colombia. A fines de los años noventa la Iglesia colombiana estaba muy preocupada por el avance del liberalismo en los países cercanos: Había gobiernos liberales en Venezuela, Nicaragua, Guatemala, Honduras y Ecuador. El Presidente de este país, Eloy Alfaro, pasó en muy poco tiempo a convertirse en la bestia negra del clericalismo y Moreno en un encarnizado opositor. En muy breve tiempo, el discurso antiliberal subió de tono en la diócesis de Pasto. El obispo prohibió, bajo pena de excomunión, la lectura de los diarios liberales ecuatorianos que circulaban por las zonas fronterizas y publicó un opúsculo titulado: “O con Jesucristo o contra Jesucristo. O Catolicismo o Liberalismo” Adviértase que, a estas alturas ya no usaba el término “conservadurismo” para oponer al de liberalismo, sino el de “catolicismo”. Para Moreno el conservatismo no era más que un instrumento ancilar al servicio de la causa católica, no una entidad con personalidad propia. Se llegó a mandar pintar de rojo (color del liberalismo) las vestiduras de todos los sayones, judíos y romanos que formaban parte de los pasos de Semana Santa para enviar un claro mensaje de identificación entre 7 Alvaro Ponce Muriel: De clérigos y generales. Panamericana Editorial, Bogotá, 2000 los que crucificaron a Cristo y los que, por sus ideas, eran sus descendientes naturales según el obispo. Se les negó la absolución a los católicos liberales (y lo eran casi todos) si no renunciaban expresamente a sus ideas y no le importó que crecieran los odios entre las diversas facciones pues siempre consideró que tales odios no eran de su responsabilidad sino un castigo de Dios. En 1899 la sociedad pastusa estaba irremediablemente dividida lo mismo que ocurría en Colombia y conservadores y liberales no vieron otro camino para dirimir sus diferencias que el de matarse unos a otros convencidos como estaban, los conservadores, de estar defendiendo la causa de la Iglesia, que era la causa de Dios, y los liberales la causa del Progreso y de la Libertad. La Guerra de los Mil Días Las elecciones de 1898 se celebraron bajo el signo de la división en el seno del Partido Conservador. El sector más reaccionario del conservatismo, los llamados conservadores nacionalistas, las ganaron holgadamente frente a la fracción más moderada, los conservadores históricos, y los liberales. El nuevo presidente, Manuel Sanclemente, y su vice Manuel Marroquín, eran dos venerables (aunque combativos) ancianos que entre ambos sumaban más de 150 años de edad. Marroquín deseaba llegar a un acuerdo con los históricos y tomar medidas que apaciguaran a la oposición, pero Sanclemente era poco dado a concesiones y acabó arrojando al sector moderado en brazos de los liberales. Estos, a su vez, consiguieron remover a la dirección pacifista del partido poniendo en su lugar a la fracción belicista dirigida por el general Rafael Uribe quien sentenciaba en el parlamento dirigiéndose a la bancada oficialista: “O nos dais la libertad o nos la tomamos”8 Arrinconados históricos y pacifistas y enconados los ánimos por la acción del Ministro de Guerra, Jorge Holguín, quien deseaba una “solución final” para los liberales (y casi la consigue) los sectores radicales de ambos bandos fueron alegremente a la guerra. La llamada “Guerra de los Mil Días” (1899-1902) fue el más sangriento conflicto civil de la historia colombiana 8 V. Carlos Eduardo Jaramillo: Los guerrilleros del Novecientos. CEREC, Bogotá, 1991. considerando el periodo por el que se prolongó y el número de víctimas. Este conflicto se desarrolla en un escenario de crisis económica e incluso de quiebra financiera del Estado que no tenía recursos ni para pagarle a sus propios empleados. Si bien la guerra se inició con un gran triunfo liberal en Peralonso (octubre de 1899) que contribuyó al derrocamiento de Sanclemente, al final los conservadores, que manejaban las palancas del gobierno, acabaron imponiéndose sobre las tropas liberales, sin armas ni recursos, tras una agotadora campaña en la que hubo prácticamente un combate cada dos días. Los bandos enfrentados firmaron la paz el 21 de noviembre de 1902 al bordo del acorazado norteamericano “Wisconsin”. El legado fue terrible: Un país desolado, la multiplicación de odios y venganzas que continuarían muchos años ensangrentando a Colombia y la pérdida de parte del territorio nacional (Panamá) en beneficio de los intereses de los Estados Unidos. La Iglesia se dividió ante el enfrentamiento. Una parte considerable del clero veía en los liberales la reencarnación del diablo que buscaba el exterminio total de la religión por lo cual estaban justificadas todas las medidas para defenderse. Un cura extremista como Cayo Leonidas Peñuela, consideraba a los conservadores nuevos cruzados y que la guerra no era solo una manera de hacer política sino también una manera de hacer religión9. Otro religioso belicista fue el jesuita Rafael Tenorio, capellán castrense del ejército del norte quien proclamaba a los cuatro vientos que el brazo omnipotente del Altísimo, peleaba junto al ejército conservador. Para Fray Ezequiel Moreno, era una guerra de religión y los soldados conservadores “valientes soldados de Cristo”10. Su fanatismo antiliberal no solo defendía la participación activa del clero en la política (y en la guerra) sino que no le importó contradecir al propio pontífice que prohibía al clero participar en guerras civiles defendiendo tomar las armas contra liberales y masones que pretendían destruir la religión. Fundamentó en cuatro puntos las razones que 9 Gonzalo Sánchez y María Agulera (Eds.): Memoria de un país en guerra. Ed. Planeta, Bogotá, 2001 Ver O.C. en Nota 8 10 justificaban que los capellanes castrenses participaran armados en combate: -Si era necesario para defender su propia vida -Si era necesario para defender la vida de algún soldado inocente (¿?) a quien matarían de no ayudarle -Si era necesario para la defensa de la patria o la ciudad en guerra justa -Si era necesario para conseguir el triunfo del que pendiera la conservación de la religión entre sus pueblos Con semejantes argumentos, buena parte del clero y el ejército conservador creía firmemente que la muerte en combate contra los liberales o, mejor, la muerte de un liberal era el más seguro camino para llegar al cielo. Cuando se firmó la paz en 1902, el obispo de Pasto se opuso públicamente a ella pues la maldad intrínseca del liberalismo hacía imposible que se llegara a un acuerdo entre católicos y “ateos”. El acuerdo que ponía fin a la matanza, lo llenó de pesadumbre hasta el punto de que cuando el Presidente de la República le dirigió un mensaje de salutación le contestó desabridamente. Herido de muerte por un cáncer, debió abandonar Pasto y trasladarse a España. En la carta de despedida, a modo de testamento, que dirigió a sus diocesanos, escribía: “La fe se va perdiendo; el liberalismo ha ganado lo indecible y esta espantosa realidad proclama con tristísima evidencia el más completo fracaso de la pretendida concordia entre los que aman el altar y los que abominan el altar, entre católicos y liberales”11.El 19 de julio de 1906 moría en su retiro del convento navarro de Monteagudo. En cumplimiento de su última voluntad, como epitafio sobre su tumba se escribió lo siguiente:”El liberalismo es pecado”. Años más tarde sería beatificado. No todo el clero actuó tan fanatizado. Hubo un pequeño grupo “neutral” que no quiso comprometerse en el conflicto e incluso trabajó para ponerle fin. Uno de ellos fue el propio Arzobispo de Bogotá, monseñor Bernardo Herrera y Restrepo, muy implicado con el conservatismo pero consciente de la tragedia que estaba ocurriendo a pesar del apoyo que había dado a la conflagración, en mayo de 1902 11 Ezequiel Moreno Díaz: Cartas Pastorales, Circulares y otros Escritos del Ilmo. Y Rvdo. Sr. D. Fr. Ezequiel Moreno y Díaz, Obispo de Pasto (Colombia) Imprenta de la Hija de Gómez Fuentenebro, Maderid, 1908 comenzó a movilizar sus influencias y a su clero para acabar con él. La campaña llevaba la propuesta de elevar un templo votivo al Sagrado Corazón como ofrenda de paz y así lo que comenzó para muchos religiosos como una cruzada contra Satanás, terminó en fervorosas peticiones de poner fin a aquella guerra pasando a considerar ésta no un acto de justicia sino un castigo divino por los pecados de la nación. La paz no llevó a un examen de conciencia ni a una autocrítica. El clero consideró que había vencido la buena causa (el precio fue, entre otras cosas, la pérdida de Panamá en 1903) y se comportó como tal. Incluso para el arzobispo Herrera que pertenecía a la fracción moderada de la jerarquía eclesiástica, los tres años de matanzas habían servido para que los hombres templaran su carácter y demostraran su intransigencia contra los enemigos de Cristo. Por supuesto cuando se refería a “hombres” hablaba de los conservadores, sus oponentes eran simplemente “enemigos”. En la Pastoral del Voto Nacional de 1902 que debería ser un llamamiento a la reconciliación, se limita a hacer una llamamiento a la conversión...de los liberales. Cualquier reconciliación tenía una condición previa: Que los liberales abjuraran de sus errores. La victoria conservadora permitió la consolidación del poder eclesiástico en Colombia por treinta años más y el retraso de la modernización del país hasta la presidencia de López Pumarejo en los años Treinta. El problema estribó en que la derrota de los liberales abrió camino a nuevos protagonistas, movimientos campesinos, sindicatos obreros, clases medias urbanas... los cuales, a la larga, no solo harían cambiar el discurso eclesiástico sino que además llevaría a los en otrora enemigos mortales liberales y conservadores, a aliarse ante el surgimientos de otros actores de la política que ya no caminaban por los derroteros tradicionales.