Matar en nombre de Dios

Anuncio
Matar en nombre de Dios. Iglesia y violencia política en
Colombia en el tránsito de los siglos XIX al XX
Carlos Sixirei
Universidade de Vigo
Introducción
El conflicto viene de lejos. En Colombia (también en otras
partes de América) la Iglesia entró muy pronto en litigio
con las autoridades de los recién creados Estados
independientes nacidos del derrumbe del imperio español.
De hecho el papel reservado a la Iglesia se convertiría en
uno de los ejes alrededor de los cuales iba a pivotar la
política colombiana durante siglo y medio. Tanto fue así que
los independentistas debieron asumir posiciones públicas de
extrema devoción para contrarrestar los ataques que se les
hacía desde la jerarquía eclesiástica, en su inmensa
mayoría de lealtades monárquicas, quien no dudaba en
calificarlos de ateos. Nariño y sus seguidores, por ejemplo,
en el vano intento de acallar a sus detractores,
proclamaron a Jesús Nazareno Generalísimo de los Ejércitos
de Cundinamarca y muchos patriotas llevaban en el
sombrero una escarapela con una estampa y el anagrama
de la orden jesuita (JHS) sobre un corazón en llamas
coronado por una cruz1.
A pesar de estas manifestaciones pietistas los problemas
no tardaron en llegar. El gobierno neogranadino, como le
ocurría a sus pares de Latinoamérica, se consideraba
legítimo sucesor del Patronato Regio que concedía a los
reyes de España el derecho de presentación. Pero en Roma
las cosas se contemplaban desde otra perspectiva. La Corte
Vaticana vio la ocasión de oro para liberarse del incómodo
patronato y no estaba dispuesta a conceder la prórroga del
privilegio. El problema estaba en que muchos obispos
habían abandonado el país y había numerosas diócesis
vacantes por lo que el gobierno independiente se puso a
nombrar obispos sin consultar con Roma. El propio
1
Ver Cecilia Henríquez: Imperio y ocaso del Sagrado Corazón en Colombia. Un estudio históricosimbólico. Altamir Ediciones, Bogotá, 1996
Santander, en esto como en tantas cosas opuesto a Bolívar,
era partidario de mantener a toda costa el Patronato para
ejercer
control
directo
sobre
los
nombramientos
eclesiásticos y tener así una Iglesia sometida2.
Si bien los obispos habían hecho causa común con las
autoridades coloniales, a lo que no era ajeno el Papa Pío VII
que, como antiguo prisionero de Napoleón, guardaba
escasas simpatías hacia la causa liberal (su encíclica Etsi
longissimo del 30-I-1816, afirmaba la autoridad de Fernando
VII), el bajo clero era mayoritariamente partidario de la
independencia lo que le valió el reconocimiento de las
nuevas autoridades. Los 25 años que siguen a la
emancipación se pueden considerar las décadas doradas del
clericalismo liberal que bebía en las fuentes de la
Ilustración y del reformismo moderado del S.XVIII. No eran
raros los religiosos seculares que pertenecían a la
masonería (Andrés Rosillo, José Antonio Chavarrieta,
Nicolás Cuervo etc.). Tal vez el más importante de estos
clérigos que flirteaban con las logias sea Fernando Caicedo
y Flórez, primer Arzobispo bogotano de la República. Y no
fue el único que siendo liberal llegó a ocupar una cátedra
episcopal.
Aunque con diferencias internas, el nutrido grupo de
clérigos ilustrados mantenía varias características comunes
entre las que podemos señalar:
- Eran favorables a la participación directa del clero en
la política
- Se mostraban muy críticos con la vida monástica a la
que consideraban inútil y periclitada. Sin embargo
aceptaban a las órdenes religiosas dedicadas a la
acción social (educación, caridad etc.)
- Calificaban como muestras de fanatismo y superstición
las prácticas de la piedad popular
- Eran decididos defensores de mantener el patronato y
una suerte de regalismo republicano.
Frente a este sector liberal había un grupo más
minoritario de católicos tradicionalistas, defensor de las
tradiciones hispanas en el terreno de la moral y la
2
Leturia, P. De: Relaciones entre la Santa Sede e Hispanoamérica 3 Vol. Sociedad Bolivariana de
Venezuela, Caracas, 1959-60
religiosidad y completamente opuestos a la masonería. Su
principal figura en estos años fue el cura Francisco
Margallo, gran orador e incansable escritor que, sin
embargo, a pesar de su conservadurismo, apoyó la
independencia. Será este núcleo anti liberal y anti masónico
el que poco a poco irá ocupando mayores espacios en el
seno de la iglesia colombiana y el que acabará por provocar
los primeros enfrentamientos
Del liberalismo al ultramontanismo
En Roma no se respiraban aires propicios a la mentalidad
liberal. Era precisamente en este campo ideológico en el
que se agrupaban los principales enemigos del papado en
cuanto poder temporal. Las conspiraciones se sucedían
protagonizadas por sociedades secretas como la de los
carbonarios y la creciente oposición a las monarquías
absolutas hacía presagiar lo peor. Y lo peor se inició a partir
de 1830: El antiabsolutismo se mezcló con el nacionalismo
y la Iglesia Católica aparecía como aliada de los monarcas
absolutos y de los imperios por lo tanto pasó a convertirse
no solo en uno de los enemigos a batir, sino en el principal.
En el liberalismo predominaba además la doctrina de la
separación de la Iglesia y el Estado, la enseñanza laica y
pública, la secularización de los cementerios, la libertad
religiosa y otras amenazas que ponían los pelos de punta a
la Curia vaticana. La respuesta fue el reforzamiento del
centralismo estatal en torno a la figura del papa y el
rearme ideológico. El primero culminaría con la
proclamación del dogma de la infabilidad pontificia en el
Concilio Vaticano I y el segundo tomaría forma en la
doctrina romanista.
Los ecos de estos conflictos no tardaron en llegar a
Hispanoamérica.
En
Colombia,
aún
partiendo
de
presupuestos liberales, se estaba evolucionando claramente
hacia posturas muy conservadoras. De hecho los propios
clérigos que habían manifestado (y seguían manifestando)
sus simpatías por la república, abandonaban cualquier
veleidad liberal tan pronto ascendían al episcopado. Esto
ocurría cuando el panorama dentro del catolicismo nacional
estaba cambiando.
En efecto, el sector que había sido más propicio a la
causa realista durante la independencia, comenzó a
organizarse en la llamada “Sociedad Católica”, creada en
1838 y que contaba con el apoyo del pronuncio (aunque no
con el del Arzobispo de Bogotá) Gaetano Baluffi. La figura
más destacada de esta asociación fue su fundador Ignacio
Morales, de declaradas simpatías monárquicas. En su torno
se agruparon clérigos, frailes y algunos profesores de la
Universidad. Todos ellos bebían en las fuentes doctrinales
del tradicionalismo francés: Lamennais, De Maistre,
Chateaubriand, de Bonald etc. Uno de los principios de la
sociedad era “participar en la lucha política evitando que el pueblo
votara por candidatos que fueran impíos”3. No era simple retórica. Al
año siguiente quedaría claro que lo de participar en la lucha
política, no se limitaba en exclusiva al debate de ideas.
En mayo de 1839 el Congreso de la República decidió
cerrar los conventos de menores de Pasto, en los que había
unos pocos frailes ecuatorianos, y dedicar sus rentas al
sostenimiento de la educación pública en aquella provincia.
Esta medida provocó la sublevación de la población
ultracatólica pastusa que ya durante la guerra de la
independencia, fue la que expresó de manera más decidida
su lealtad a la causa monárquica. En la llamada Guerra de
los
Conventos,
se
mezclaban
ideas
bastante
contradictorias: Por una parte había una defensa cerrada
de una Iglesia a la que se consideraba perseguida, por otra
se proclamaban reivindicaciones federalistas. Pero el
federalismo en Colombia había sido campo propio de
Santander y sus seguidores quienes, de inmediato, en vez
de apoyar a los sublevados, pasaron a ofrecer sus servicios
al gobierno de la República, de escasas simpatías
federalistas (el grupo principal en el gobierno era conocido
como “bolivariano”). La Sociedad Católica, a su vez, se
movilizó en apoyo de los pastusos y contra el gobierno, un
gobierno que, sin embargo, era bastante proclive a los
intereses eclesiásticos.
Los rebeldes fueron derrotados pero una inesperada
desviación de los acontecimientos permitió conocer, con
algunos años de retraso, el nombre de los implicados en el
asesinato del Mariscal Sucre. Uno de ellos era Antonio M.
3
Ver Bidegain, Ana María (dir.): Historia del Cristianismo en Colombia. Ed. Taurus, Bogotá, 2004
Alvarez, jefe militar de la sublevación pastusa, lo que no
tenía nada de particular considerando los sentimientos anti
independentistas de la mayor parte de la población. Pero el
otro, y principal cerebro del magnicidio, era el General José
María Obando, jefe del santanderismo y líder de la
oposición al gobierno. Tampoco Obando resultaba extraño
dado que Santander estaba muy enfrentado a Bolívar y
Sucre era el principal apoyo y hombre de confianza del
Libertador. Pero al gobierno le venía como anillo al dedo el
descubrimiento de toda esta historia pues Obando, al fin y
al cabo, había ofrecido sus servicio al Presidente Márquez
con la intención de postularse como sucesor.
La Sociedad Católica, entre tanto, procuraba extender su
influencia a través de la prensa. El Observador Católico
(Bogotá) y El Investigador Católico (Popayán) fueron sus
primeras publicaciones. El carácter combativo de estas
publicaciones no ahorró ni a la figura del Arzobispo
Primado, Manuel José Mosquera, quien, por no ser
simpatizante de la entidad y por su clara oposición a que el
clero interviniese en política, fue tildado de cobarde,
traidor, regalista y hasta de rebelde al Papa. Esta campaña
contaba con el apoyo del pronuncio quien echaba más leña
al fuego en sus informes secretos a la Secretaría de Estado.
Los sectores liberales decidieron cortar por lo sano la
actividad de la Sociedad y los enfrentamientos entre ambos
bandos pasaron de la agresión verbal en la prensa a la
agresión física en las calles y en los mismos templos. La
Guerra de los Supremos (1839-41), que enfrentó a
santanderistas con bolivarianistas, y las elecciones de 1842
supusieron el fin de las Sociedades Católicas que en buena
parte se acabaron por disolver. Pero su acción militante y
su hostilidad absoluta hacia el liberalismo dejaría escuela y
años más tarde serían resucitadas.
Sin embargo se debe reconocer que los gobiernos de
Colombia entre 1838 y 1846 favorecieron bastante a la
Iglesia. Por ejemplo en 1844 se permitía el retorno al país
de la Compañía de Jesús y se aprobó un plan de estudios
inspirado en las doctrinas del tradicionalismo español.
La llegada del primer grupo de jesuitas, para más INRI
integrado exclusivamente por españoles y abiertamente
anti regalista, encendió en el liberalismo todas las alarmas.
Con la elección del General Tomás Cipriano de Mosquera,
grado 33 en la logia masónica de Bogotá, comenzaron a
aplicarse medidas anticlericales al ser vistos los sectores
eclesiásticos como el principal obstáculo para la
modernización del país. El Presidente, primo del Arzobispo
Primado, abriría la espita de estas medidas continuadas por
su sucesor José Hilario López quien volvió a expulsar a los
jesuitas en 1849 por ver en ellos el principal baluarte del
partido conservador.
Es justamente en estos años cuando aparecen en la
escena política colombiana los dos principales protagonistas
que estarían en el primer plano en los cien años siguientes:
Los liberales y los conservadores.
Si el debate sobre la forma del Estado (federalismo o
centralismo) había articulado hasta entonces el juego
político, desde mediados del S.XIX la Iglesia aparece como
una de las
principales referencias para la toma de
posiciones. La modernización del Estado pasaba, para los
que se definían como liberales y procedían en buena
medida de las filas del santanderismo, por la supresión de
los privilegios clericales y la separación de la Iglesia y el
Estado. Entre los puntos básicos del programa liberal
estaban el desafuero eclesiástico, la libertad religiosa, la
libertad de enseñanza, la libertad absoluta de imprenta y
de opinión, la abolición de los diezmos y la expulsión de los
jesuitas. Para los conservadores, por el contrario, era
necesario mantener la educación bajo control religioso (de
ahí su defensa de los jesuitas), reducir la libertad de
expresión si ésta servía para atacar las creencias y
mantener los cementerios en manos de la Iglesia, entre
otras cuestiones.
Como los años centrales del siglo contemplan la
hegemonía liberal, la Iglesia se encontró con un clima de
hostilidad oficial a la que hizo frente por todos los medios.
La política anticlerical del liberalismo se reflejó en un
conjunto de leyes que limitaban los privilegios de la Iglesia
e intervenían también en su propia organización: La ley del
27 de mayo de 1851 dispuso que los párrocos fuesen
elegidos por los cabildos municipales entre los candidatos
que proponía el diocesano respectivo (una aplicación al
revés del antiguo derecho de presentación). Obviamente
muchos obispos se negaron a someterse a tal norma
comenzando por el Primado que fue desterrado por las
autoridades. Del mismo año son las leyes que suprimían los
derechos de estola, el fuero eclesiástico, y la de expulsión
de los jesuitas. Con anterioridad se había pasado la
percepción de los diezmos a las provincias que se
comprometían a pagarle un sueldo sobre ellos a arzobispos,
obispos y capítulos catedralicios. En 1853 se daba por
finalizado el patronato eclesiástico y se legislaba el
matrimonio civil y el derecho al divorcio. Bajo la presidencia
del conservador Ospina Rodríguez los jesuitas regresaron a
Colombia (1858) pero con el liberal Mosquera volvieron a
ser expulsados en 1861.
La cuestión religiosa se convierte poco a poco en el eje
del debate político. La Iglesia, sintiéndose perseguida,
busco aliarse con el Partido Conservador y los elementos
liberales que aún había en su seno fueron marginados de
modo que hacia 1870 había muy pocos miembros del clero
que se atrevieran a manifestar simpatías por el liberalismo
y la antigua mayoría que conectaba con los ideales
ilustrados fue sustituida por una nueva de tradicionalistas y
ultramontanos, lo que además resultó fortalecido con la
política de nombramientos episcopales y, en especial, con
el del arzobispo de Bogotá. A su vez un importante número
de intelectuales afiliados al conservatismo surgió en estos
años en defensa de la causa católica. Intelectuales, además
de gran talla como José Eusebio Caro, Rufino Cuervo,
Miguel Antonio Caro, José Manuel Groot etc. Serán los
motores de las potentes asociaciones literarias y políticas
en las que harán sus primeras armas una nueva generación
de jóvenes conservadores y católicos que protagonizarán
los grandes enfrentamientos armados con el liberalismo en
las décadas siguientes.
De todos modos el campo católico no era internamente
homogéneo. Buena parte del laicado y el bajo y medio clero
además de algunos obispos como los de Medellín, Pasto y
Popayán eran muy extremistas y no dudaban en elevar el
tono del conflicto a la categoría de cruzada con todo lo que
ello suponía. Por otro lado el Arzobispo de Bogotá y algunos
otros jerarcas, representaban una opción más moderada
pues, aún mostrando una radical oposición a las políticas
laicistas, procuraban evitar que el conflicto derivara hacia la
lucha armada.
En la década de los Sesenta la ruptura entre
conservadores y liberales se hizo definitiva. Las medidas
anticlericales (expropiación de bienes eclesiásticos, cierre
de conventos, libertad de cultos etc.)4 dejaron profundas e
imborrables huella entre la opinión católica quien veía que
solo por la fuerza se podría detener el torrencial proceso de
laicización de la sociedad colombiana. La opinión dominante
era que el Estado pretendía destruir la Iglesia y que los
católicos estaban legitimados para oponerse, hasta con
violencia, a esta política.
La gota que colmó el vaso fue la ley de educación de
1870 que instituía una enseñanza primaria obligatoria,
gratuita y neutral en el campo religioso. Los sectores
intransigentes del episcopado y del clero aliados
íntimamente con la plana mayor del Partido Conservador
iniciaron la resistencia en el Cauca dando lugar a una
guerra civil llamada Guerra de los Intransigentes. Los
obispos del sur del país se convirtieron en los principales
agitadores mientras que múltiples sacerdotes se apuntaron
como combatientes en las filas de los sublevados. En
Antioquia, Cauca, Nariño, Boyacá y Cundinamarca se
multiplicaron las Juntas de Socorro locales, generalmente
presididas por religiosos para atender las necesidades de
las familias de los combatientes, en especial de las de
aquellos que caían en defensa de la Patria y de la Religión5.
Los elementos conciliadores dentro del catolicismo y del
liberalismo (seguía habiendo destacados núcleos de laicos
que se consideraban a si mismos como católicos y liberales
sin que ello les supusiera ninguna contradicción) fueron
arrinconados e incluso perseguidos y la intolerancia se
impuso en ambos bandos. La victoria gubernamental en el
campo de batalla hizo fracasar las pretensiones
conservadoras y abrió el grifo de la venganza. El
4
El liberalismo contribuyó a exacerbar los ánimos con gestos de prepotencia como la entrada de soldados
en los conventos de clausura de Tunja, Bogotá y Popayán que expulsaron a las religiosas incluso a golpes.
La opinión pública, incluyendo a aquella de claras simpatías liberales, fue negativamente impactada por
estos actos de violencia gratuita presenciados a plena luz del día por numerosos ciudadanos. La única
razón que explica la expulsión de las religiosas de las que no constaba la menor actividad política, fue el
deseo del Estado de incautarse del enorme patrimonio en bienes muebles que poseían y en el que
figuraban también los objetos utilizados en la liturgia, desde cálices hasta manteles.
5
V Edgar Bastidas: Las guerras de Pasto. Ediciones Testimonio, Pasto, 1979
radicalismo oficialista expulsó del país a los obispos de
Medellín, Popayán, Pasto y Antioquia que eran los
agitadores más destacados, suprimió el pago de las rentas
eclesiásticas creadas para compensar al clero de la
desamortización de sus bienes, e impuso restricciones a la
predicación y a la libre expresión al instaurar una Ley de
Inspección de Cultos que ya había estado en vigencia con
anterioridad.
La victoria del radicalismo resultó sueño de un día. En las
elecciones de 1878 llegó al poder una facción moderada del
liberalismo llamada de los independientes que permitió a
los católicos recuperar terreno perdido hasta llegar a
hacerse con el poder en la época de Rafael Núñez. El
cambio de situación se reflejó en la nueva Constitución de
1886 que representaba un giro de 180º con respecto a la
liberal de 1863 también conocida como Constitución de
Rionegro
El catolicismo bajo la Regeneración
Se denomina como Regeneración al periodo de la Historia
colombiana que va de 1880 a 1894 y que se puede definir
como una etapa de esfuerzo para civilizar la vida política
nacional durante la que, bajo la égida de Rafael Núñez, se
tomaron
medidas
para
la
modernización
de
la
administración pública y de la economía. Resultaría sin
embargo un vano esfuerzo pues las rivalidades partidarias
se habían convertido en guerras fratricidas y las heridas
abiertas por los conflictos civiles de la década de los
setenta
continuaban
sangrando.
Ni
los
católicos
conservadores estaban dispuestos a permitir que los
liberales llegaran al poder, ni los liberales estaban
dispuestos a tolerar la hegemonía conservadora. Con tal
panorama, la vuelta a la lucha armada era simple cuestión
de tiempo.
La nueva constitución declaraba al catolicismo como
religión oficial del Estado. Era una gran victoria de los
sectores intransigentes. Victoria reforzada por el rearme
ideológico y devocional de la Iglesia colombiana.
El primero de ellos pivotó en torno al sometimiento
absoluto a la doctrina romanista y a la introducción de
nuevas órdenes religiosas, el segundo en la sustitución de
las viejas prácticas pietistas heredadas de la época colonial
por otras nuevas importadas de Europa.
La Regeneración es la época dorada del culto al Sagrado
Corazón, importado de Francia a través de los jesuitas y
que tiene como principales instrumentos difusores la revista
“El Mensajero del Corazón de Jesús” aparecida en junio de 1867 y
el Apostolado de la Oración creado en octubre del año
siguiente. En 1873 las asociaciones promotoras del culto
estaban presentes en 70 municipios y en 1874 en un gran
acto público, la archidiócesis de Bogotá se consagró
oficialmente al Corazón de Jesús.
Ahora bien, este culto no era inocuo, tenía implicaciones
políticas pues el Apostolado de la Oración fue utilizado
como arma contra el liberalismo y en defensa de los
gobiernos conservadores. En la década de los noventa, con
fuerte oposición liberal y de las logias masónicas, Colombia
experimentó una fiebre de consagraciones al Sagrado
Corazón que afectaba a municipios y departamentos. Fue
también en estos años cuando la propia Iglesia se encargó
de dinamitar cualquier intento de aproximación entre
liberales y conservadores y entre liberales y católicos (por
más que la gran mayoría de los liberales fuesen católicos
practicantes). Así ocurrió con los escritos del cura Baltasar
Vélez en la revista El Repertorio Colombiano en mayo y agosto
de 18976 que fueron condenados por la propia Inquisición
Romana o con el libro “El liberalismo no es pecado” escrito por el
líder liberal Rafael Uribe y que fue explícitamente prohibido
por decreto del Arzobispo Primado.
Pero tal vez la figura más enconadamente antiliberal del
clero colombiano fue el obispo de Pasto, el religioso español
fray Ezequiel Moreno quien pretendió llevar las condenas
del Syllabus hasta sus últimas consecuencias.
Moreno fue un fanático extremista que contribuyó de
manera decisiva a la polarización política que acabaría
desembocando en la Guerra de los Mil Días.
Fray Ezequiel pertenecía a la orden de Ermitaños
Descalzos de San Agustín y había comenzado su actividad
misionera en Filipinas. Enviado a Colombia entabló una
gran amistad con Miguel Antonio Caro, entonces
vicepresidente de la República, a cuyos buenos oficios ante
6
Eran dos cartas que llevaban el título común de “Los intransigentes”
la nunciatura debió el nombramiento de obispo. Un
historiador escribió que Moreno llegó a Pasto de obispo
para ponerse botas de general7. Los esplendores de la
entrada en la diócesis, en junio de 1896, con revista de
tropas incluida, fueron un prólogo adecuado a lo que vino
después. Las ideas sociales del obispo, se podían resumir
en lo siguiente: El poder y la riqueza son dones de origen
divino por lo que se debe estar cerca de esos favorecidos
de Dios para ayudarlos con la asistencia espiritual del clero
enseñándoles a usar esos dones para glorificar al Señor. En
cuanto a las políticas se reducían a la siguiente: El
conservatismo colombiano es, ante todo, un partido católico
y como tal debe estar colocado por encima de todo lo que
de mundano tenga la política. Por su parte el liberalismo,
simplemente es pecado.
Con tales planteamientos, Moreno pasó a convertirse en
martillo de herejes, es decir, de liberales, en todo el sur de
Colombia.
A fines de los años noventa la Iglesia colombiana estaba
muy preocupada por el avance del liberalismo en los países
cercanos: Había gobiernos liberales en Venezuela,
Nicaragua, Guatemala, Honduras y Ecuador. El Presidente
de este país, Eloy Alfaro, pasó en muy poco tiempo a
convertirse en la bestia negra del clericalismo y Moreno en
un encarnizado opositor.
En muy breve tiempo, el discurso antiliberal subió de
tono en la diócesis de Pasto. El obispo prohibió, bajo pena
de excomunión, la lectura de los diarios liberales
ecuatorianos que circulaban por las zonas fronterizas y
publicó un opúsculo titulado: “O con Jesucristo o contra Jesucristo.
O Catolicismo o Liberalismo” Adviértase que, a estas alturas ya
no usaba el término “conservadurismo” para oponer al de
liberalismo, sino el de “catolicismo”. Para Moreno el
conservatismo no era más que un instrumento ancilar al
servicio de la causa católica, no una entidad con
personalidad propia. Se llegó a mandar pintar de rojo (color
del liberalismo) las vestiduras de todos los sayones, judíos
y romanos que formaban parte de los pasos de Semana
Santa para enviar un claro mensaje de identificación entre
7
Alvaro Ponce Muriel: De clérigos y generales. Panamericana Editorial, Bogotá, 2000
los que crucificaron a Cristo y los que, por sus ideas, eran
sus descendientes naturales según el obispo.
Se les negó la absolución a los católicos liberales (y lo
eran casi todos) si no renunciaban expresamente a sus
ideas y no le importó que crecieran los odios entre las
diversas facciones pues siempre consideró que tales odios
no eran de su responsabilidad sino un castigo de Dios. En
1899 la sociedad pastusa estaba irremediablemente
dividida lo mismo que ocurría en Colombia y conservadores
y liberales no vieron otro camino para dirimir sus
diferencias que el de matarse unos a otros convencidos
como estaban, los conservadores, de estar defendiendo la
causa de la Iglesia, que era la causa de Dios, y los liberales
la causa del Progreso y de la Libertad.
La Guerra de los Mil Días
Las elecciones de 1898 se celebraron bajo el signo de la
división en el seno del Partido Conservador. El sector más
reaccionario del conservatismo, los llamados conservadores
nacionalistas, las ganaron holgadamente frente a la fracción
más moderada, los conservadores históricos, y los liberales.
El nuevo presidente, Manuel Sanclemente, y su vice Manuel
Marroquín, eran dos venerables (aunque combativos)
ancianos que entre ambos sumaban más de 150 años de
edad. Marroquín deseaba llegar a un acuerdo con los
históricos y tomar medidas que apaciguaran a la oposición,
pero Sanclemente era poco dado a concesiones y acabó
arrojando al sector moderado en brazos de los liberales.
Estos, a su vez, consiguieron remover a la dirección
pacifista del partido poniendo en su lugar a la fracción
belicista dirigida por el general Rafael Uribe quien
sentenciaba en el parlamento dirigiéndose a la bancada
oficialista: “O nos dais la libertad o nos la tomamos”8
Arrinconados históricos y pacifistas y enconados los
ánimos por la acción del Ministro de Guerra, Jorge Holguín,
quien deseaba una “solución final” para los liberales (y casi
la consigue) los sectores radicales de ambos bandos fueron
alegremente a la guerra.
La llamada “Guerra de los Mil Días” (1899-1902) fue el
más sangriento conflicto civil de la historia colombiana
8
V. Carlos Eduardo Jaramillo: Los guerrilleros del Novecientos. CEREC, Bogotá, 1991.
considerando el periodo por el que se prolongó y el número
de víctimas. Este conflicto se desarrolla en un escenario de
crisis económica e incluso de quiebra financiera del Estado
que no tenía recursos ni para pagarle a sus propios
empleados.
Si bien la guerra se inició con un gran triunfo liberal en
Peralonso
(octubre
de 1899) que
contribuyó
al
derrocamiento de Sanclemente, al final los conservadores,
que manejaban las palancas del gobierno, acabaron
imponiéndose sobre las tropas liberales, sin armas ni
recursos, tras una agotadora campaña en la que hubo
prácticamente un combate cada dos días. Los bandos
enfrentados firmaron la paz el 21 de noviembre de 1902 al
bordo del acorazado norteamericano “Wisconsin”. El legado
fue terrible: Un país desolado, la multiplicación de odios y
venganzas que continuarían muchos años ensangrentando
a Colombia y la pérdida de parte del territorio nacional
(Panamá) en beneficio de los intereses de los Estados
Unidos.
La Iglesia se dividió ante el enfrentamiento. Una parte
considerable del clero veía en los liberales la reencarnación
del diablo que buscaba el exterminio total de la religión por
lo cual estaban justificadas todas las medidas para
defenderse. Un cura extremista como Cayo Leonidas
Peñuela, consideraba a los conservadores nuevos cruzados
y que la guerra no era solo una manera de hacer política
sino también una manera de hacer religión9. Otro religioso
belicista fue el jesuita Rafael Tenorio, capellán castrense
del ejército del norte quien proclamaba a los cuatro vientos
que el brazo omnipotente del Altísimo, peleaba junto al
ejército conservador.
Para Fray Ezequiel Moreno, era una guerra de religión y
los soldados conservadores “valientes soldados de Cristo”10. Su
fanatismo antiliberal no solo defendía la participación activa
del clero en la política (y en la guerra) sino que no le
importó contradecir al propio pontífice que prohibía al clero
participar en guerras civiles defendiendo tomar las armas
contra liberales y masones que pretendían destruir la
religión. Fundamentó en cuatro puntos las razones que
9
Gonzalo Sánchez y María Agulera (Eds.): Memoria de un país en guerra. Ed. Planeta, Bogotá, 2001
Ver O.C. en Nota 8
10
justificaban que los capellanes castrenses participaran
armados en combate:
-Si era necesario para defender su propia vida
-Si era necesario para defender la vida de algún soldado
inocente (¿?) a quien matarían de no ayudarle
-Si era necesario para la defensa de la patria o la ciudad en
guerra justa
-Si era necesario para conseguir el triunfo del que pendiera
la conservación de la religión entre sus pueblos
Con semejantes argumentos, buena parte del clero y el
ejército conservador creía firmemente que la muerte en
combate contra los liberales o, mejor, la muerte de un
liberal era el más seguro camino para llegar al cielo.
Cuando se firmó la paz en 1902, el obispo de Pasto se
opuso públicamente a ella pues la maldad intrínseca del
liberalismo hacía imposible que se llegara a un acuerdo
entre católicos y “ateos”. El acuerdo que ponía fin a la
matanza, lo llenó de pesadumbre hasta el punto de que
cuando el Presidente de la República le dirigió un mensaje
de salutación le contestó desabridamente. Herido de
muerte por un cáncer, debió abandonar Pasto y trasladarse
a España. En la carta de despedida, a modo de testamento,
que dirigió a sus diocesanos, escribía: “La fe se va perdiendo; el
liberalismo ha ganado lo indecible y esta espantosa realidad proclama con
tristísima evidencia el más completo fracaso de la pretendida concordia
entre los que aman el altar y los que abominan el altar, entre católicos y
liberales”11.El 19 de julio de 1906 moría en su retiro del
convento navarro de Monteagudo. En cumplimiento de su
última voluntad, como epitafio sobre su tumba se escribió
lo siguiente:”El liberalismo es pecado”. Años más tarde sería
beatificado.
No todo el clero actuó tan fanatizado. Hubo un pequeño
grupo “neutral” que no quiso comprometerse en el conflicto
e incluso trabajó para ponerle fin. Uno de ellos fue el propio
Arzobispo de Bogotá, monseñor Bernardo Herrera y
Restrepo, muy implicado con el conservatismo pero
consciente de la tragedia que estaba ocurriendo a pesar del
apoyo que había dado a la conflagración, en mayo de 1902
11
Ezequiel Moreno Díaz: Cartas Pastorales, Circulares y otros Escritos del Ilmo. Y Rvdo. Sr. D. Fr.
Ezequiel Moreno y Díaz, Obispo de Pasto (Colombia) Imprenta de la Hija de Gómez Fuentenebro,
Maderid, 1908
comenzó a movilizar sus influencias y a su clero para
acabar con él. La campaña llevaba la propuesta de elevar
un templo votivo al Sagrado Corazón como ofrenda de paz
y así lo que comenzó para muchos religiosos como una
cruzada contra Satanás, terminó en fervorosas peticiones
de poner fin a aquella guerra pasando a considerar ésta no
un acto de justicia sino un castigo divino por los pecados de
la nación.
La paz no llevó a un examen de conciencia ni a una
autocrítica. El clero consideró que había vencido la buena
causa (el precio fue, entre otras cosas, la pérdida de
Panamá en 1903) y se comportó como tal. Incluso para el
arzobispo Herrera que pertenecía a la fracción moderada de
la jerarquía eclesiástica, los tres años de matanzas habían
servido para que los hombres templaran su carácter y
demostraran su intransigencia contra los enemigos de
Cristo. Por supuesto cuando se refería a “hombres” hablaba
de los conservadores, sus oponentes eran simplemente
“enemigos”. En la Pastoral del Voto Nacional de 1902 que
debería ser un llamamiento a la reconciliación, se limita a
hacer una llamamiento a la conversión...de los liberales.
Cualquier reconciliación tenía una condición previa: Que los
liberales abjuraran de sus errores.
La victoria conservadora permitió la consolidación del
poder eclesiástico en Colombia por treinta años más y el
retraso de la modernización del país hasta la presidencia de
López Pumarejo en los años Treinta. El problema estribó en
que la derrota de los liberales abrió camino a nuevos
protagonistas,
movimientos
campesinos,
sindicatos
obreros, clases medias urbanas... los cuales, a la larga, no
solo harían cambiar el discurso eclesiástico sino que
además llevaría a los en otrora enemigos mortales liberales
y conservadores, a aliarse ante el surgimientos de otros
actores de la política que ya no caminaban por los
derroteros tradicionales.
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